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LA PANTALLA EN BLANCO

Claudia Salazar Jiménez

“Descubrí, no sin pena, que cualquier mentecato era capaz de escribir”


Rudyard Kipling

“Debes escribir cosas ficcionales si quieres tener alguna oportunidad en el


mercado editorial. Lo autobiográfico sólo vende cuando ya eres reconocido”, así te
lo dijo, serenamente, tu nueva agente editorial cuando se encontraron en un café
del Village. Lo único que pudiste pensar en ese momento fue en que los textos
que le habías dado no eran realmente autobiográficos. Fueron escritos hace
tiempo atrás, mucho tiempo atrás; no habías creado nada desde que llegaste a
Nueva York. Recordabas al Pessoa tantas veces citado: “El poeta es un fingidor”.
Tu poesía tiene ya la máscara puesta, pero tu agente pensó que hablabas de ti.
Peor todavía, ni siquiera podías explicarte, defenderte, hacerte entender. No
querías contrariarla, ella había aceptado ser tu agente bajo determinadas
condiciones y no podías atreverte a desperdiciar esta oportunidad. Preferiste
guardar silencio.

Cuando pudiste olvidar tu frustración y refrescar tus pensamientos, fuiste


consciente del reto que se ceñía sobre ti: la fecha límite para escribir algo y
mostrárselo a tu agente era dentro de una semana. Mierda, una semana. ¿Y
ahora? A trabajar, pues, a llenar la pantalla en blanco con algo, con alguna cosa, a
llenarla de máscaras, de lo que fuera para no quedar tan mal. Cualquier cosa te
podía servir para decir que responderías a esa vocación literaria que siempre
creíste tener.

A la mañana siguiente te sentaste frente a la computadora con más pánico


que expectación. Tenías la mente vacía y sólo querías desaparecer. Carla, tu
novia, te dio una palmadita en la espalda antes de irse a la oficina y abandonarte a
tu suerte entre esas cuatro paredes que ahora te miraban fijamente, tan blancas
como la pantalla frente a ti. “A ver si hoy escribes alguna cosa”, te dijo con una
media sonrisa que a ti te pareció forzada, antes de cerrar la puerta.

Te frotas las manos y miras el teclado. No tienes ninguna rutina preparatoria.


Si fueras Hemingway, estarías mirando el fuego crepitante de la chimenea,
pelando mandarinas y naranjas con mucho cuidado, como si la rugosidad de sus
cáscaras envolviera las palabras que luego gotearían sobre el papel. No tienes
ningún ritual y quizás eso es todo lo que te falta para comenzar a escribir en serio.
Un ritual. Ni siquiera tienes naranjas en tu casa, hace tiempo que Carla y tú no
hacen juntos las compras en el supermercado. Sospechas que ella quiere verte
haciendo esas labores hogareñas. “Tienes tanto tiempo libre estando ahí en la
casa”, acostumbra decirte, mirándote con una ligera desaprobación que
consideras repulsiva y terminando su incómoda frase con un suspiro lleno de
desilusión. Tú ni le contestas, te cansaste de explicarle que tu tiempo en casa no
es “libre”, que quien escribe –es eso lo que vas a hacer, ¿verdad? – necesita
tiempo para, ―digámoslo prosaicamente― rascarse la panza y poder imaginar,
pensar y sentir a sus anchas. Tu peor desgracia es que te pasaste ya mucho
tiempo rascándote la panza –casi te salen escaras en la piel― pero de escribir,
nada, cero, ni una letra. Pero claro, si fueras Hemingway, estarías atiborrándote
de naranjas y, definitivamente, ya estarías escribiendo.

A Carla le molesta que algunos días te quedes en la cama por más tiempo.
Ayer en la mañana, a las ocho en punto, ella salía disparada del cuarto cuando se
detuvo antes de abrir la puerta. Volvió hasta la cama, mientras tú estabas en aquel
momento previo a despertar pero ya lejos del sueño profundo cuando sentiste un
pellizcón agudo en tu pie derecho. “Despiértate y haz algo decente, al menos
limpia la casa”, fue lo último que escuchaste antes de que la puerta de la calle se
cerrara.

Frente a la computadora, das un clic en el lugar que no debes, y te pones a


navegar en Internet. Entre ver tu email y revisar algunas noticias, los minutos se
escurren como agua. Otra de tus tentaciones es ponerte a seguir los movimientos
de la Bolsa, pero cada vez que cedes a ella, ya sabes lo que va a pasar: te vas a
clavar en esa pantalla y no te vas a despegar por varias horas. Esos movimientos
fluctuantes de tus acciones favoritas te atraen poderosamente, como si se tratara
de un corazón latiendo arrítmicamente. “La Bolsa es un animal viviente”, piensas,
y das otro clic cediendo a la tentación. Durante las horas que permaneces en tu
silla mirando cómo los números cambian, pasando de verde a rojo y de rojo a
verde innumerables veces, te felicitas por las dos acciones que elegiste. Son de
las poquísimas que van subiendo en contra de la tendencia del mercado que hoy,
según los más prestigiosos analistas, experimenta un irrecuperable retroceso
frente a la subida del petróleo y los temores de que se desarrolle una galopante
inflación.

Sonríes al leer esas noticias. Ya descubriste que el mercado no es solo un


animal viviente, sino que además es histérico. Completamente histérico. Cuando
la gente cree comprenderlo y ser capaz de hacer buenísimas ganancias, el
mercado se les escapa de las manos y los abandona en una caída libre. No se
deja domar, sorpresivamente los seduce, los atrapa en una compra, y luego se ríe
en la cara de todos al ver como sus inversiones se estrellan contra el piso.

Pero ya comprendiste su minucioso juego, y llevas casi dos semanas


venciendo sus triquiñuelas, evadiendo astutamente las trampas de las noticias
pesimistas. Aprendiste a azotar al animal y que viniera con el rabo entre las
piernas a lamerte las botas. Te sientes triunfante y te felicitas nuevamente. Por lo
menos, algo bueno estás haciendo. Algo productivo. En algo estás venciendo. Si
Carla pudiera entender esto, se tragaría todas las estupideces que te dijo el
sábado.
Recuerdas que hace un año tú y Carla consiguieron por fin salir del país e
irse a vivir a Nueva York. Te matriculaste en unas clases de inglés que te
permitieron obtener una visa de estudiante, y Carla consiguió unas prácticas
profesionales en una empresa de informática. Las primeras semanas fueron
idílicas. Estaban compartiendo un lugar completamente nuevo y era como volver a
nacer y descubrirse. Tú habías dejado ese trabajo desgastante en un colegio de
niños engreídos, juntaste los pocos ahorros que tenías para pagar todo el viaje,
pensando que en Nueva York por fin escribirías y llenarías todas esas páginas que
por tantos años llevabas dentro de ti. Si tantos escritores estaban trabajando y
creando ahí, alguna gota de sus palabras te tocaría.

Un par de veces por semana ibas a las clases de inglés en el Comunity


College. Allí conociste a Beatriz, quien también acababa de llegar desde Colombia
y cuyo inglés era francamente peor que el tuyo. Era tan graciosa que te hacía reír
con sus errores y la manera tierna que tenía de cantar (mejor dicho, destrozar)
todo lo de Bruce Springsteen. Su sedoso cabello castaño claro olía tan delicioso,
como una mezcla de kiwi y mango, que te hacía olvidar esa pestilencia de la
estación de los trenes.

Además le encantaba la literatura y era buena lectora. Eso la hacía todavía


más linda.

Sus mejores historias eran las de sus épocas discotequeras en Bogotá


cuando era el centro de la atención cada vez que entraba a un lugar de luces,
humo, música, tragos y devoradores al acecho. Beatriz te cuenta que una vez fue
sola a una discoteca sólo de mujeres. Como era costumbre, no podía evitar ser el
centro de las miradas. No sólo era la tan preciada carne fresca que procuran las
cazadoras, Dianas de discoteca que marcan territorios y acorralan presas, era
además bo-ni-ta. Se lo dijeron así varias veces en la noche. Eres bo-ni-ta-lin-da-
gua-pí-si-ma-dio-sa-da-me-tu-te-lé-fo-no. “Igual que con los hombres, no hay
diferencia”, sonreía aburridamente Beatriz (aceptando bailar y sin dar su teléfono,
claro). Encantadora hasta para decir “no”. El resto de la historia no lo recuerdas, te
perdiste en el sonido de su voz, imaginándotela en ese ambiente, sin articular el
sentido de sus palabras. Ahora te arrepientes de no haber escuchado la historia
completa. De haberlo hecho, quizás ya tendrías algún material para escribir.

Pero los días pasaban y la pantalla en blanco te seguía persiguiendo.


Probaste muchos cambios en tu rutina: por un tiempo frecuentaste el Café del
Artista en el Village y otro de los alrededores, te sentaste en todos los Starbucks
de la avenida Broadway, te estableciste en varias bibliotecas públicas, pero nada,
nada de nada. Tu mente se perdía en divagaciones sobre la ciudad, el clima, el
tráfico, la gente sentada a tu alrededor y las conversaciones que escuchabas.
Hasta te fuiste a un parque a ver si captabas algo interesante, pero te distrajiste un
par de horas mirando dos ardillas que se perseguían incansablemente. Nunca
habías visto ese comportamiento tan sostenido en un par de animales. Se
perseguían, se acercaban para morderse y se separaban, persiguiéndose
nuevamente, en un constante movimiento de atracción y repulsión.
Te encanta observar pero te cuesta dejar huellas en la pantalla. Cuando
veías que el día iba a terminar en una cuesta abajo, sin nada escrito, llamabas a
Beatriz para tomar un café. No había una solo página llenada, pero tenías la
música de su voz y eso te bastaba para sentir que el día estaba completo. Sin
embargo, cada vez que Carla volvía a casa y te preguntaba con ese brillo
expectante en los ojos: “¿Puedo leer lo que has escrito hoy?”, tu solo conseguías
gruñir: “Todavía no tengo nada que sea para mostrar”. Al principio, ella te lo creía
y hacía comentarios sobre lo buenas que deberían ser esas páginas que estabas
creando. La rutina era siempre la misma, de cuando en cuando ella te daba un día
de descanso hasta que volvía a la carga y tu manera de atajarla ya se volvía
sospechosamente predecible.

No escribir es desperdiciarte. Echarte a perder como una jugosa manzana


que se queda olvidada al fondo del frutero. Pasan los días y comienza a llenarse
de manchas oscuras, como pecas que se van extendiendo por toda su superficie,
hasta que el brillante y lozano rojo se ve reemplazado por una capa seca de color
marrón. La manzana queda irreconocible. ¿Te está sucediendo eso? La última vez
que te miraste al espejo, tu nariz había cambiado de forma. ¿En qué te estás
convirtiendo? Por fin decidiste que recorrer todos los cafés de Nueva York no te
iba servir de nada. Volviste a refugiarte en el pequeño apartamento que habían
alquilado en Astoria. Así evitarías esos mínimos gastos en los cafés que, al
acumularse, poco a poco iban mermando tus ahorros. Renunciar al café implicaba
renunciar a Beatriz, por eso no abandonaste del todo tus idas al Café del Artista.
Además, en la casa aprovechabas el Internet y recuperaste esa curiosidad que
tenías por las inversiones bursátiles. No domabas la pantalla en blanco, pero al
mercado ya lo ibas controlando. Y hoy, a diferencia del sábado, has comenzado el
día con el pie derecho, pensaste en un título. Quizás consigas escribir algo y
puedas tener una respuesta a la típica interrogante de Carla. Hoy sí… Tal vez.

Ya sólo faltan tres horas para que Carla vuelva del trabajo y sigues sin saber
de qué escribir. Sólo recordar la pregunta “¿Puedo ver lo que has escrito hoy?”, te
deja el estómago revuelto y sin ganas de verle el rostro. Una pena que hoy no sea
día de café con Beatriz. Sin ningún motivo aparente, te pones a recordar lo que
pasó el sábado. Recuerdas ese día como si fuera hoy. Un día perfectamente
olvidable de no ser por una escena que va haciéndose cada vez más repetitiva.
Ambos han decidido no salir por la noche. Ella está cansada. Trata de hacer su
mejor esfuerzo en la empresa para ver si consigue una visa de trabajo. Siempre
tan cansada que al menor intento tuyo de acercarte te responde con un inmenso
bostezo y una pellizcada de la mejilla. “El fin de semana, amor, el fin de semana”,
te dice con una sonrisita y a ti solo te dan ganas de… ganas de nada. Pero por fin
es la noche de sábado tan esperada. Te acercas a ella muy cariñosamente en el
sofá y comienzas a besarle el cuello. Tu teléfono suena. Es Beatriz. Como
siempre, te ríes cada vez que hablas con ella, tu rostro se ilumina y te sientes tan
joven como antes. Finalmente, declinas su invitación a tomar un café, prefieres la
recompensa hogareña de cada sábado. Cuelgas el teléfono y le comentas a Carla
sobre la llamada sin darle importancia. Tú tratas de recuperar el ritmo perdido y te
acercas nuevamente a ella. Esta vez Carla está un poco tensa y tiene la mirada
fija en el televisor.

¿Por qué dejaste levantada la tapa del water? –pregunta Carla.


¿Qué?
Te he dicho mil veces que es una falta de respeto dejar la tapa del water
levantada. ¡Pareces un perro callejero! ¡Meas como animal!
Carla, déjate de vainas…

Una cascada de insultos continúa. Carla no se detiene. Tú ya ni logras


esquivar las balas de palabras que dispara contra ti. Su voz parece ahora una
ametralladora que destroza tu precaria tranquilidad. Vas al baño a bajar la
miserable tapa. Ella te persigue hasta ahí. “Cállate, por favor, cállate”, piensas,
dices, piensas, dices. Carla no se detiene y aumenta el volumen de las balas que
ahora ya son gritos. En ese momento tú lo sientes, ensordeciéndote,
carcomiéndote las entrañas, subiendo desde el centro de tu estómago como un
trago de ron que siguiera el sentido inverso. Te quema incontrolablemente, quiere
destrozarlo todo, se desparrama por todo tu cuerpo, tensa tus músculos, se agolpa
en tu cabeza y en tus puños, uno de los cuales aproximas al rostro de Carla. Va a
estallar.
― Cállate o te rompo la boca.― le dices. Lo dijiste.

Tres segundos de silencio.

Luego ella se ríe y eso te desespera. Aguantas la respiración y bajas los


puños. La ves saltando como si fuera un boxeador, “pero donde aprendió a saltar
así, debe haber estado viendo mucha televisión”. Tiene los dos puños levantados
y sabes que pretende darte un golpecito, pero te da cólera esa rabia que ves en
sus ojos, quiere provocarte, quiere lastimarte, pero se contiene porque algo de
miedo tiene, “¿qué me vas a hacer?”. Ella salta y se acerca velozmente en dos
pasos para darte una suave cachetada de ida y vuelta, como en las telenovelas,
pero no hace ninguna mella en tu rostro, sólo en tu orgullo, “¿qué carajo estás
haciendo?”. Salta y salta, otra vez se acerca a ti, ahora con más confianza y hace
el doble pase pero tres veces, “esa última dolió un poquito más”, incluso intenta
darte un golpe en el pecho. Te asesta otro entre las costillas. Insultos y saltos,
saltos e insultos. Sientes que la cara te quema un poco. ¿Acaso no tiene idea que
puedes cogerla del cuello y apretárselo hasta sentir tus pulgares chocando con tu
palma? “Te estás pasando”. Carla salta y salta en un vaivén temerario y ridículo,
como un canguro irritante, con los ojos hirviendo, la boca casi espumante. “¿Estás
llorando de rabia?”, y sigue saltando, incansablemente, cree que te puede
lastimar, no sabe que... ¡PLAF! Ahora eres tú quien le da un golpe en la cara con
el puño semicerrado. Nada grave. Pierde el equilibrio y sólo atina a ponerse las
manos en su rostro que ahora parece una fresa latente. “Por fin te callaste”.
―Ya te fregaste, estoy harta de tus maltratos. Si me vuelves a pegar, ahora sí te
juro que llamo a la policía para que te apresen y te deporten. Sabes que si vas a la
cárcel te pueden deportar, ¿verdad?
Se te congeló la sangre. Sentiste pánico. Contuviste la respiración. De las
muchas veces que habían discutido, era la primera vez que Carla te amenazaba
de esa manera. Sentiste que el piso se te iba abajo abajo abajo. Todo podría irse
al diablo con una simple llamada y el lloriqueo de Carla. Todo al demonio, directo
al infierno.

¿Ella quería denunciarte? Entonces que lo hiciera. Cogiste el teléfono, marcaste


911 y apretaste el botón para hacer la llamada.

―Llama.– le dices extendiéndole el teléfono.―Diles que vengan de una vez.


Ella deja de llorar, agarra el aparato sin mirarlo y lo suelta sobre la mesa,
negándose a llamar y preguntándote si acaso eres tan idiota para no distinguir
entre un exabrupto y una verdadera amenaza. El teléfono emite un pitido fuerte
como cuando se queda descolgado y lo desconectas. Te sientes verdaderamente
idiota. “Quiero matarla”, piensas. Te hace sentir una criatura impotente, como lo
eras cuando tus padres discutían en casa gritando a voz en cuello. Peleas que
eran siempre por lo mismo y terminaban siempre de la misma manera. Siempre un
viernes, ocho de la noche. Tu padre quiere salir con sus amigos, como si aún
fueran solteros. Tu madre se opone. Comienzan los gritos. Tu madre va hacia la
puerta intentando impedir que tu padre salga. Es inútil.

Recuerdas tu espanto de las primeras veces, el miedo y la impotencia. Te


ahogabas en lágrimas con la cabeza hundida en tu osito de peluche al escuchar
que tu madre lloraba después de recibir un par de golpes. Hasta que un día, él la
va a coger del cuello. Ella abrirá la boca como si el aire le faltara. Clic, una escena.
Tú vas a caminar hacia la cocina, dejando a tu osito abandonado en la cama. Clic,
escena dos. Pasas por la puerta y ves a tu padre ahorcando, ―¿ahorcando?; sí,
pero no tan fuerte― a tu madre. Clic, vuelta a la escena uno. Llenas un vaso con
agua mientras escuchas el portazo que da tu padre al salir. Clic, escena tres. Tu
madre sentada en el sofá acariciándose las mejillas y el cuello lastimados. Clic,
escena cuatro. Poner tu cara de ángel adorable y darle de beber. Clic, última
escena. Fin de la película. “Quiero matarla”, piensas. ¿Pero a quién quieres
matar? ¿A Carla o a tu madre? “Da lo mismo, sólo quiero matarla”. Te hartaste del
vaso de agua de los viernes. Te hartaste del cansancio de Carla. “Quiero matarla”.

Suena el timbre del apartamento. Carla y tú se quedan sin saber qué hacer. No
esperaban a nadie.

It´s the police!― dice una voz de hombre al otro lado de la puerta.

Se increpan mutuamente entre susurros. “Uy, uy, uy”. “¿Tú los llamaste?” “
¡No! ¿En qué momento?” “Ábreles la puerta”. “Ábreselas tú, yo me estoy muriendo
de miedo”. “Tienes que ir tú porque tu inglés es mejor que el mío”. “Fuiste tú quien
se puso a juguetear con el teléfono”. Pudiste imaginarte con un traje anaranjado,
entre rejas, esperando el avión que te devolvería velozmente a tu país. Las
piernas te temblaban y querías matarla.
It´s everything OK there? Open the door!

Fuiste a abrir la puerta. Eran dos policías. Con un gesto de completa


sorpresa les dijiste que no, que nadie los había llamado, que todo estaba bien y
que hasta podían pasar a verificarlo. Carla les dio la mejor sonrisa que pudo. Ellos
no quisieron entrar y te dijeron que quizás la llamada fue de otro apartamento.
Que algunas veces, cuando se deja un teléfono descolgado, éste lanza una
llamada de alerta al 911. Nunca habías escuchado algo así, pero asentiste para
evitar sus miradas. Los policías miraron la casa desde la puerta sin querer entrar y
luego se fueron.

Caray, ¡qué susto!


¡Yo ya me veía en plena deportación!
¿Te imaginas? ¡Como un muñecote anaranjado!

Estallaron en carcajadas incontenibles frente a tan bizarra situación. Se


doblaron sobre la cintura, arqueándose. Carla se ha desplomado sobre el sofá
muerta de risa con la respiración agitadísima. Cuando por fin se calman, están
frente a frente y no puedes verle la mirada, así empieza el fin. Para evitar que
alguna palabra no deseada saliera de su boca, la abrazaste. Intentaste retomar tu
tarea en el cuello, pero ella se fue a la cocina por un vaso de agua y no te habló el
resto de la noche. Un sábado para olvidar.

Escuchas el tintineo de sus llaves. Verificas que hoy el tiempo ha pasado


más rápido de lo normal. Haces clic en la ventana de la Bolsa para ver cómo fue el
cierre de hoy. Otro clic. Carla entra a la casa y, para variar, tú no has escrito nada.

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