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Tsugumi

Es curioso: cuando estás con alguien frente al mar, da lo mismo hablar que no decir nada. No te
cansas de mirarlo. Y, por ensordecedor que sea el fragor de las olas al romper, nunca te parece
demasiado fuerte.

Yo no podía hacerme a la idea de que en adelante viviría en un sitio sin mar. No era capaz de
concebirlo y sólo pensarlo me inquietaba. El mar siempre había formado parte de mi vida. Tanto
en los buenos como en los malos momentos, tanto en los días cálidos, en los que el pueblo se
llenaba de gente, como en los de invierno, cuando el cielo se cuajaba de estrellas, o por Fin de
Año, cuando íbamos al templo…

Y me daba la sensación de que, aunque lo contemplara desde cierta distancia, observar el mar
siempre me enseñaba alguna cosa. Puede que hasta entonces no me hubiera percatado de su
presencia ni del rumor incesante del oleaje, pero en aquella época empecé a preguntarme a qué
recurriría la gente de la ciudad para recuperar la calma y el equilibrio. Seguramente a la luna.
Con todo, a diferencia del mar, la luna se me antojaba muy pequeña y lejana y no creía que fuera
a resultarme de mucha ayuda...

Cada cual tiene que llevar el peso de lo que ha sido en cada momento, un revoltijo de cosas
buenas y de cosas no tan buenas, y debe vivir cargando con ese peso a solas. Aunque nos
esforcemos por ser agradables con las personas a las que amamos, siempre estamos solos.

Tsugumi.
Logré comprenderla al alejarme de ella.
Me di cuenta de que ponía todo su empeño en ser desagradable para que nadie llegara a su
interior (y tenía sus motivos para hacerlo). Comprendí que, si bien yo podía salir libremente y
conocer a quien quisiera mientras ella no podía salir de aquel rincón del mundo, era ella la que
estaba olvidándome, y no al revés. Porque Tsugumi nunca miraba atrás. Para ella sólo había
presente.

Incluso cuando aún vivía en el pueblo y volvía en el transbordador de un viaje corto, tenía esa
impresión. No sé por qué, pero siempre sentía que yo era de fuera y que algún día volvería a
dejar aquel puerto.
Supongo que cuando ves, desde el mar, el muelle a lo lejos, envuelto en la neblina, acabas por
entenderlo: estés donde estés, nunca dejas de estar solo ni de ser un extraño.

Las noches en que no puedo dormir, me asaltan pensamientos un poco extraños. Las ideas
flotan en la oscuridad y desvelan conclusiones inconsistentes como la espuma. Me di cuenta de
que había pasado mucho tiempo desde aquella noche, y recordé que había crecido, que ya no
vivía en el pueblo y que estudiaba en Tokio. Todo eso me pareció insólito. Extendí las manos en
la oscuridad y las miré como si no fueran mías.

La noche une a las personas. Kyoichi sonrió con absoluta franqueza.

Tsugumi, esta fiebre, el dolor de cabeza…, ¿no será que estás enamorada?
Sin mediar palabra, sacó un brazo y me lanzó una jarra de plástico llena de agua.
Por mal que se encontrara, para algunas cosas aún le quedaban fuerzas.

Tienes el corazón fuerte y eres valiente, de manera que, aunque te quedes aquí, verás más
cosas que muchas personas que han dado la vuelta al mundo.

La luz que irradiaba su sonrisa me calmaba y me devolvía a mi vida cotidiana, a la vida sin mi
padre.

El amor da fuerzas a las mujeres —replicó, divertida.


Por mayor que seas, el amor es algo de lo que sólo te percatas cuando ya lo estás viviendo.
Pero existen dos clases de amor: aquel del que ves el final y el que no parece tenerlo. Y nadie
los distingue mejor que los enamorados. Si no puedes ver un final, se trata, sin duda, de algo
muy grande.

—Siempre has tenido éxito con los chicos. ¿Crees que lo que sientes esta vez es más intenso?
Tsugumi inclinó la cabeza y murmuró, como si hablara para sí:
—Bueno… Por un lado, parece una historia como cualquier otra, pero, por otro, tengo la
impresión de que nunca había vivido algo semejante. Hasta ahora, ocurriera lo que ocurriese,
por mucho que un chico se me pusiera a lloriquear y a chillarme, aunque me pidiera que le
dejara cogerme la mano o acariciarme, por muy enamorada que me creyera, siempre me sentía
un poco al margen. Como si estuviera a la orilla de un río y viera fuego al otro lado. Yo sabía
cuándo iba a apagarse el fuego, así que todo eso me aburría soberanamente. Y siempre se
acababa. Me preguntaba qué podía esperar de un amor así.
—Claro. Si no reciben lo que han dado, los chicos, tarde o temprano, se cansan y se van —
aseguró mi padre.
—Pero esta vez siento que me implico un poco más. Tal vez sea por los perros, o porque en
otoño nos iremos del pueblo, pero con Kyoichi es diferente. Por más que nos veamos, nunca me
canso de él; me gusta tanto que, cuando lo miro, le restregaría en la cara el helado o cualquier
otra cosa que tenga a mano.

Me impresionó pensar que ella vivía siempre en aquel estado. Con fiebre, parece que veas el
mundo con mayor intensidad. El cuerpo te pesa, pero la mente alza el vuelo y puede
entretenerse en reflexiones en las que habitualmente no se detiene.

—¿De verdad creéis en los dioses? ¿A vuestra edad? ¿Pensáis en serio que por ir allá, echar un
puñado de monedas y batir palmas va a cambiar algo?
En momentos como ése, Kyoichi se limitaba a sonreír y callaba, pero su silencio era tan
significativo que no dejaba de atestiguar su presencia. Tsugumi sabía muy bien hasta dónde
podía llegar, qué podía soltar delante de Kyoichi sin que éste se molestara. Era muy hábil para
ganarse a la gente y ponerla de su parte; de hecho, seguramente respondía a una necesidad.

Las personas siempre topamos con cosas nuevas que poco a poco nos cambian, ¿no? Nos
guste o no, vamos olvidando unas y descartando otras, supongo que porque tenemos
demasiadas por hacer.

Cuando Tsugumi era presa de la ira, se volvía fría como el hielo.


Me refiero a cuando estaba realmente enfadada. Con frecuencia se enfurruñaba por una
nimiedad y se ponía a chillar, hecha una furia y con la cara encendida, pero no es eso lo que
intento explicar ahora. Me refiero a esos momentos en que clavaba los ojos llenos de un odio
insondable en el objeto de su ira y se transformaba en otra persona. Momentos en que perdía de
vista el mundo que la rodeaba y todo su ser irradiaba el pálido resplandor de la furia. Las pocas
veces en que la vi así, me vino a la mente el principio que explica que, a medida que aumenta la
temperatura de las estrellas, la luz que éstas desprenden deja de ser roja para pasar a un lívido
azul.

Aunque no estemos juntos, no te olvides de mí —murmuró al fin.

Kyoichi, por su parte, tiene muchas virtudes, pero el amor es una guerra y más vale no mostrar
nuestras debilidades hasta el final.

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