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TORMENTA CRUEL
BARBARA
BARBARA
BARBARA
CHRISTINE
CARL
JOHN
BARBARA
CARL
JOHN
ROSE
ANN BARNIS
CARL
BARBARA
JOHN
CARL
BARBARA
CHRISTINE
ROSE
JOHN
CARL
ROSE
BARBARA
ROSE
CHRISTINE
BARBARA
CHRISTINE
Viernes, 2 de diciembre de 2005
—¿A ún Por
no me has contestado, Barbara?
mi cara de no saber a qué se refiere, Carl comienza a
reírse. Entonces, los recuerdos me inundan y me dejo llevar por ellos, les
doy la mano e inicia el viaje. Él es conocedor de que me ocurre muy a
menudo. Me invento un mundo en el que todo es felicidad, en el que no
estoy enferma y en el que Carl lo invade todo, pues es lo único que poseo:
su amor. No sé de qué amor se trata, tampoco me importa demasiado,
porque soy consciente de que es el único que he conocido y el que es
verdadero.
—Con el café está bien, Carl —le contesto y sonrío tímidamente.
En la madurez he entendido que sobrevivir a una tragedia de esa
dimensión, siendo una niña inestable y solitaria de doce años, fue algo más
que duro. No obstante, siempre conté con la inestimable ayuda de Carl. Él
nunca me abandonó. Con él jamás padecí el abrumador sentimiento de ser
reemplazada por fiestas o por ofertas de trabajo, sino todo lo contrario a lo
que usualmente hacían mis padres.
Tras la cruel e inesperada muerte de mis progenitores, la dura
investigación de la policía de Nueva York y el persistente tratamiento de
Rose, mi terapeuta, conseguí salir adelante y logramos que Carl se
convirtiera en mi tutor legal. De la noche a la mañana, se mudó a casa y se
transformó en la figura familiar que necesitaba.
Cinco largos años han transcurrido desde aquel fatídico accidente, del
que yo también sufrí duras consecuencias. Cinco largos años en los que
nunca más tuve el valor de enfrentarme con la realidad y, voluntariamente,
decidí encerrarme entre estas cuatro paredes por siempre jamás. Abandoné
mis estudios y a los pocos conocidos que había tenido ese último año en el
instituto NewHapson. Tengo que reconocer que nunca fui lo que se dice una
chica muy popular.
He de confesar que lo que me impactó fue comprobar que nadie llamó
preguntando el motivo de que no volviera a clase. Ahora solo es una
anécdota más, pero en aquel momento eso también me dolió. ¿Tan invisible
era para el resto del mundo? Solo mi tutora, Violet Maquenson, llamó en
repetidas ocasiones, interesándose por mi estado. Carl se ocupó de contarle
mi nueva y dolorosa situación. Ahí quedó la cosa. Nunca más supe nada del
frío instituto NewHapson. Mi terapeuta Rose insiste en la idea de que algún
día lograré vencer mi agorafobia.
Desde entonces, habito en la misma casa familiar, rodeada de los
mejores amigos que alguien podría tener: libros. Disfruto de su lectura día y
noche. Los días pasan a veces más rápidos, a veces más lentos. Rose viene
cada mañana y, por las tardes, intento escribir algo. Llevo queriendo relatar
la historia de mi vida a modo de catarsis; sin embargo, cada vez que lo
intento, cientos de lágrimas recorren enajenadas a través de mis pálidas
mejillas y tengo que dejarlo por donde empecé.
A mis diecisiete años, y si mi padre estuviera vivo, sé con exactitud qué
es lo que me hubiera dicho o cómo hubiera actuado: «Necesitas nuevo
terapeuta, eso está claro». Yo hubiera mostrado mi disconformidad, pues
Rose está a mi lado desde el accidente de mis padres y, en cierto modo, no
me imagino contando otra vez mis miserias a alguien totalmente
desconocido.
Voy disfrutando del café de Carl. Vibra el timbre de la puerta; distraída,
le aviso que vaya a abrir. Yo podría hacerlo, suena fácil; desde el comedor
hasta la puerta de entrada no hay distancia considerable para una persona
normal. Pero soy consciente de que yo no soy una persona común y
corriente; para mí es toda una aventura, pues el tipo de agorafobia que
padezco es de las más severas. Ventanas cerradas herméticamente. Todo con
tal de no sentirme amenazada por ningún factor externo. De hecho, la
última vez que estuve en contacto con el exterior fue el día de la tormenta,
la noche en que murieron mis padres. Recuerdo cómo abrí el ventanal y
cómo la lluvia me empapó. Hasta puedo recordar el olor a hierba mojada y
cómo el frío viento movía mi cabello. Echo de menos esas sensaciones. Sin
embargo, el miedo no me permite avanzar y se convierte en el único
ganador de esta partida. Aún no me veo con fuerzas para vencer mi
enfermedad; esta invade de forma cruenta cada célula de mi cuerpo.
—Hola, Rose. ¿Quieres un café o un té? —le pregunto desde el comedor.
Sin que se note demasiado, me concentro en escuchar el sonido de la
puerta de la calle cerrándose.
—Hola, Barbara. Un expreso estaría bien. Gracias —afirma sonriendo.
Su sonrisa es una de las mejores imágenes que recuerdo desde siempre,
pues inunda todo a su paso.
Rose continúa siendo coqueta como una chiquilla de veinte. Por su
silueta estilizada, a pesar de sus cuarenta y dos recién cumplidos y por su
cabello pelirrojo peinado a la perfección, podría dedicarse tanto a la
psiquiatría como al modelaje. Siempre he dejado caer a Rose y a Carl que
juntos formarían muy buena pareja. Aunque algo me dice que el corazón de
Carl ya está ocupado por otra persona, pero nunca habla de ello; mi amigo
es tan reservado que nunca habla del tema.
Observo la elegancia de Rose viniendo hacia mí, y aun sabiendo que he
escuchado el ruido de los engranajes de la puerta cerrarse tras el ingreso de
mi querida terapeuta, mis ojos no pueden evitar mirar de reojo la entrada
para comprobar que Carl cerró bien. Una vez chequeado, me concentro para
parecer normal o, por lo menos, todo lo común que me es posible.
—¿Te importaría traer un café a Rose y un té sin teína con leche para
mí? —pregunto a Carl, que nos mira divertido desde el umbral de la cocina.
—Ya contaba con ello —confiesa entre sonrisas.
El salón, y la casa en general, es tan grande que resulta ilógico y hasta
gracioso que solo vivamos dos personas en ella. Antes de morir mis padres,
teníamos personal de servicio: cocinera y limpiadores. Tras sus muertes,
Carl prefirió ocuparse de todo. Tal vez sería buena idea mudarme a algo
más pequeño, pero pienso en lo que ello implica y aparco la idea. Si no soy
capaz de salir por mi propio pie, ¿cómo podría sacar todas mis
pertenencias?
—¿Cómo te encuentras hoy? ¿Has tenido más migrañas?
—Hoy mis migrañas me han dado una tregua, aunque ya sabes que lo
normal en mí es que me duela la cabeza casi a diario, sobre todo cuando me
desconecto —digo burlona.
—Barbara, en términos psiquiátricos, a sufrir ligeras pérdidas de
memoria no se le denomina desconectarse —afirma sonriendo mientras
intenta quitar hierro al asunto—. Desde la semana pasada, ¿has vuelto a
tener momentos en blanco?
—No, que yo haya sido consciente, claro.
Carl ratifica asintiendo con la cabeza.
—Entonces, esta semana, el tiempo amnésico no solo ha disminuido.
Podríamos decir que, directamente, no ha habido ni vacíos, ni momentos en
blanco. Estamos avanzando.
—Eso es. No he perdido el control. Ni he sentido que me estaba
volviendo loca.
—Me temo, Barbara, que el límite entre la cordura y la locura se sostiene
sobre un hilo quebradizo, pero déjame decirte que tu diagnóstico nada tiene
que ver con estar cuerdo o no.
—Lo sé, aunque a veces he de repetirme que la locura no desea
devorarme.
—Pues te lo repetiré las veces que sean necesarias. Barbara Carlager
sufre episodios recurrentes de amnesia, derivados del trauma que padece
desde su infancia. A lo largo de los años, sus ataques de ansiedad y pánico
repetidos le han ocasionado un nuevo trastorno mental: agorafobia.
Sonrío. No sé ni qué decir. Sé que bromea con todas mis aflicciones por
el bien de mi frágil salud mental. Al hacerlo, intenta disminuir el dolor que
me provocan mis traumas. Rose, para mí, es mucho más que una simple
terapeuta. Ella forma parte de mi familia, al igual que Carl. Los quiero por
encima de todo y de todos.
—¿Han vuelto las pesadillas? —me pregunta mientras se acomoda en la
butaca que solía ocupar mi padre.
—Querrás decir «la pesadilla» —recalco.
—Claro, Barbara. Eso quise decir.
—Cada noche, la misma. Ya no puedo más, Rose. Me despierto
ahogándome y llorando. Siempre es lo mismo. Noche tras noche.
—¿Quieres que lo hablemos? ¿Te apetece que conversemos sobre ello?
—Rose, no sé qué sentido tiene que te cuente siempre lo mismo. De
verdad, no lo entiendo. ¿Sabes?, resulta agotador revivirlo una y otra vez —
le confieso.
—Lo tiene, Barbara. Tiene sentido que me cuentes desde tu perspectiva
cómo te sientes. Para eso estoy aquí. A lo mejor esta vez, al hablarlo en voz
alta, podemos sacar algo en claro. Confía en mí.
—Está bien, como tú quieras, pero sigo pensando que es una pérdida de
tiempo.
Me acomodo e intento evocar con todo detalle la pesadilla que sufro
desde que mis padres murieron. Todo está oscuro, en penumbra. ¿Cómo
olvidar aquella tormenta? Recuerdo todo como si hubiese ocurrido hace
unas horas. Puedo escuchar nítidamente las gotas de lluvia que golpean con
fiereza el suelo. Aunque más que lluvia, se trata de una tormenta. Si me
concentro, puedo escuchar los truenos.
Me acomodo tumbándome en el sofá, con los ojos cerrados.
—¿Cómo te sientes ahora mismo? ¿Qué sensación te da el sueño? ¿Estás
cómoda o te angustia?
—Tengo mucho frío y estoy muerta de miedo. Hay una chica de
espaldas.
—¿Esa chica es joven?
—Sí. Por su estatura me da la sensación de que es una adolescente. Tal
vez unos doce o trece años. No sé.
—Muy bien, Barbara. ¿Qué es lo siguiente que recuerdas?
—Esa chica se dirige a algún sitio, pero no logro ver hacia dónde
exactamente. Siento con claridad cómo se siente.
—¿Podrías explicarme cómo se encuentra ella en ese momento?
—Colérica y muy nerviosa.
—¿Cómo sabes que está enfadada?
—Puedo sentir su odio. No solo me invade su enfado, ella está rabiosa y
sostiene un cuchillo. Lo sujeta con mucha fuerza. Incluso siente escozor en
la mano. Tras la rabia, le sucede la tristeza.
—Después de esa desesperanza, ¿qué hay?, ¿qué esconde?
—Está llorando… Nada más.
—Jamás has podido ver su rostro en ninguna de tus pesadillas.
¿Continúas sin poder ver quién es?
—No. Solo que su cabello es rubio. Siempre está de espaldas.
—Señoras, aquí traigo lo que me pidieron —bromea Carl. Apoya las
bebidas en la mesa y se deja caer en el sofá del fondo. Se queda mirándonos
con curiosidad.
Él siempre quiso estudiar psiquiatría y le encanta presenciar nuestras
sesiones. Su infancia no tuvo que ser fácil. Al igual que yo, está solo en el
mundo. Siempre he intentado conocer su historia, pero siempre se muestra
reacio y lo único que me ofrece es el silencio más absoluto.
—Hace dos semanas fue el último ataque de pánico. ¿Lo recuerdas?
—Sí. Cómo olvidarlo.
Nos quedamos unos minutos en silencio. Rose apunta constantemente en
una libreta todas mis respuestas, y me clava los ojos por si se le escapa algo.
Siempre es lo mismo. Actúa de la misma forma una y otra vez.
—Aunque no lo creas, estás mejorando, Barbara.
—Ojalá pudiera pensar lo mismo, Rose. No te voy a engañar. Yo no
encuentro mejoría. Me encantaría no sufrir la misma pesadilla cada noche y
poder ser una chica normal, sin tratamiento y sin una mochila repleta de
piedras pesadas.
—Lo sé. Pero ya sabes que todo lo relacionado con la psique es
complejo y lento. Es mejor que pienses que estás inmersa en una carrera de
fondo.
Afirmo con resignación y asintiendo con la cabeza.
—¿Deseas contarme algo nuevo? ¿Hay algo que te inquiete?
—Eh… no. Bueno, no sé…
—Barbara, no sirve de nada que me ocultes cosas. Sé que quieres
contarme algo. No temas. Yo estoy aquí para ayudarte. Cuéntame, por
favor.
—Rose, es lo mismo de siempre. Cada semana me ocurre lo mismo. Ya
lo sabes. Hoy es la noche libre de Carl, y ya sé que es una tontería y que no
puede pasarme nada, pero me angustia pensar que no estará.
Carl, al escucharnos, se levanta y se dirige hacia nosotras.
—Puedo quedarme si lo prefieres, Barbara.
—¡No! No quise decir eso. No me entiendas mal. Solamente tienes dos
noches libres al mes. En los últimos cinco años no me has dejado sola ni un
día. Quiero que sepas que te lo agradezco y que lo entiendo perfectamente.
Además, deseo que todo siga igual. Aunque tenéis que entender que la idea
de quedarme sola es aterradora.
—Entiendo cómo te sientes y sabes que es bueno expresar tus
sentimientos. Y debes seguir haciéndolo. Hemos avanzado mucho en ese
aspecto desde la muerte de tus padres. No quiero que te guardes nada. —
Anota en su libreta algo sobre mí, imagino—. No obstante, debes
comprender que no puedes rendirte a otro nuevo miedo. Tienes que
enfrentarte a él. No puede ocurrirte nada. ¡Esto es una fortaleza!
—Pero… ¿y si tengo otro ataque de pánico y me desmayo? Nadie lo
sabría hasta la mañana siguiente. ¿Y si me ocurriera algo mucho peor?
¡Quién sabe!
—Eso es imposible; reforzamos tu medicación cuando estás sola. No
temas.
—Lo sé, solo es que, la mayor parte del tiempo, todos mis miedos se
juntan y no me permiten ser de otro modo. Es difícil pensar con claridad
cuando tu mente juega contigo y te asusta a cada segundo.
Desde la tele de la cocina, podemos escuchar en el programa Las
mañanas de Oprah el testimonio de alguien hablando sobre los asesinatos
de la Justiciera. Así la denominan. Solo pensar en ello me pone los pelos de
punta.
—Iré a apagar la tele de la cocina. Perdón, no me di cuenta antes. Estáis
en plena sesión —dice Carl levantándose rápidamente del sillón.
—No. Quiero oír lo que dicen. —Me dispongo a encender la tele del
salón.
Durante estos cinco años, el programa de las mañanas se ha convertido
en un buen aliado. Nueva York es una de las ciudades menos seguras que
existen, con lo que ello conlleva. Oír el noticiario se convierte en un drama
para mí, pues cada día se suceden trágicas muertes, horribles asesinatos.
Algunos resueltos; otros, no tanto. Y eso me da miedo. Me genera
intranquilidad, sobre todo cuando tengo que quedarme sola. Como hoy, por
ejemplo. No obstante, sí me gusta escuchar el programa de Oprah, pues es
actualidad y no tan dura como la otra. Los tres, en silencio, escuchamos
cómo la presentadora está conversando con una prostituta de la ciudad de
los rascacielos. Oprah pregunta directamente a aquella mujer de mirada
triste y maquillaje exagerado qué es lo que vio la noche del jueves de hace
un par de semanas. Desde entonces, todos los noticiarios reflejan con
asombro y pavor la vuelta de la Justiciera. Creen que es una mujer, pero es
tan metódica y precisa que no deja rastro, con lo que nadie hasta ahora ha
podido confirmar con exactitud si se trata de un hombre o de una mujer.
Jamás. Desde hace un año perpetra este tipo de asesinatos macabros. Nadie
ha logrado dar con el asesino. Se trata de una persona tan fría y calculadora
que firma sus lúgubres obras sobre la piel muerta de sus víctimas con una
única palabra: Justicia.
La prostituta, supongo que en un intento de protagonismo, relata que era
íntima amiga de la víctima, otra ramera, y que compartían «acera». El rostro
de la chica asesinada sobresale de un precioso marco de fotos en la mesa
del debate: cabello castaño, ojos color miel y de constitución gruesa.
Caigo en la cuenta de que yo conozco a la víctima. Y no puedo creerlo.
Es Amanda Swist. Han pasado cinco años desde que dejé el instituto, pero
la recuerdo porque fue la chica nueva del curso. Creo que su padre era
militar y que por eso cambiaban constantemente de ciudad. Parecía una
buena chica, no sé cómo habrá podido acabar así. Morir con diecisiete años
es injusto. Siento lástima por ella.
Uno de los que están sentados en la mesa de debate es un periodista muy
conocido; pero no logro recordar su nombre. Con cierto descaro, pregunta a
su colega si conocía que la víctima había sido madre hacía tan solo unos
meses. Aquella mujer de la calle afirma con resignación. Explica que la
víctima tuvo claro que llevaría a su bebé a la iglesia Clarwood, un centro
donde recogen niños desprotegidos y dan asilo a mayores solitarios, cosas
así.
—Ella era consciente de que con la vida que llevaba no podría cuidar de
su bebé —asevera su amiga prostituta entre sollozos.
«Todo un drama», pienso. Y las lágrimas caen por mi rostro. Carl se da
cuenta de ello y de inmediato apaga la tele con el mando.
Ante el asombro de Rose y de Carl al descubrir mi cara de
descomposición por lo escuchado, me clavan la mirada.
—Yo la conocía —susurro.
—¿Cómo que la conocías? —me pregunta con curiosidad Rose.
Les conté que durante mi último año de instituto coincidí con ella en
clase.
—Era la típica chica modélica de buena familia. No entiendo qué es lo
que le ha podido ocurrir para terminar ejerciendo el trabajo más antiguo del
mundo y abandonar a su hijo en la iglesia Clarwood.
—Tal vez su familia forzó alguna presión sobre ella. Era una adolescente
embarazada. Seguro que estaría más que asustada —menciona Carl.
—Imagino que debía estar aterrada —susurro.
—Igual tuvo problemas en casa. Hay infinidad de estudios sobre familias
idílicas. Muchas veces es la cara que proyectan. Quién sabe qué es lo que
estaba ocurriendo —explica Rose desde su perspectiva terapéutica.
—Igual discutió con sus padres y se largó de casa para buscarse la vida.
El dinero fácil es muy tentador. Y más a esas edades —justifica Carl.
La sesión de hoy dura un par de horas. En mi interior agradezco la
compañía que ambos me brindan. Especialmente hoy, sabiendo lo de
Amanda. No se me quita de la cabeza.
Rose se marcha. Unas horas después, Carl se prepara para salir y
disfrutar de su tarde-noche libre. Yo intento parecer despreocupada; sin
embargo, no puedo evitar mirar constantemente el reloj del salón. Cuando
marque las cinco, él hablará con alguien por el móvil, me dará un abrazo y
se marchará. Siempre ocurre de la misma forma. Esa parte la conocemos los
dos. Lo que él desconoce es que yo estaré aquí echándole de menos hasta
que regrese.
Las manecillas del reloj se posan suavemente en las cinco en punto. En
ese instante, escucho a Carl dejar un mensaje de voz en un contestador de
teléfono que a día de hoy desconozco. Siempre es el mismo: «¡Si escuchas
este mensaje, te espero ya sabes dónde!». Deja su maletín al lado de la
puerta de entrada y viene hacia mí con un par de pastillas extra.
—Media hora antes de dormir te las tomas, pero solo si las necesitas —
afirma.
Se despide dándome un beso en la mejilla. Me estremezco al contacto
con su piel. Hoy no se ha afeitado, y aunque nunca se lo he dicho, así está
mucho más atractivo.
—Okey. Estaré bien. No te preocupes. —Observo cómo se marcha,
dejándome sola entre estas cuatro paredes.
Me acomodo en el sofá que mira hacia la entrada; lo giro a menudo para
sentirme algo más segura y desafiante, como si por hacerlo significara que
ya no tengo miedo de que esa puerta se abra y regrese cualquier ataque de
pánico y cualquier crisis de ansiedad. Son tonterías, pero tanto Rose como
Carl me permiten hacerlo. «Todo para que te sientas algo mejor», dicen. Yo
los quiero por ello. Harían muy buena pareja, aunque la idea me vuelve un
poco loca. Evito pensar en ello. Y sé que no es una cuestión ni de
dependencia, ni de posesión. Se trata de una cuestión de amor.
Justo cuando voy a tomar un té bien caliente y me dispongo a ir a la
cocina, un pensamiento proveniente de mi querido círculo vicioso
imaginario inunda mi mente y provoca que me detenga: no recuerdo si Carl
cerró con llave. Imagino que sí, como siempre. No obstante, ¿y si no lo
hizo?, ¿y si se olvidó?
Miro el reloj. Sé que no podría aguantar la presión de no comprobarlo.
Son muchas horas hasta que él regrese por la mañana. Enciendo todas las
luces, pues el atardecer está a punto de suceder y la tenue luz que entra del
exterior ensombrece todo a su paso y pretende que me muera de miedo.
Me dirijo hacia la puerta de entrada. Intento pensar que soy fuerte y doy
un paso más. Otro más y llegaré al vestíbulo. Noto que no puedo respirar y
me concentro en conseguirlo. No estoy en el exterior, no he de
preocuparme. Solo quiero llegar a la puerta y chequear si está bien cerrada.
Nada más. En este momento, solo estamos ella y yo. Sigo caminando
lentamente e inhalando el máximo oxígeno por la boca. Consigo llegar al
recibidor de madera, donde permanecen las fotos de mis padres. Los miro,
pero no permito que los recuerdos me traicionen y me distraigan en este
momento. Ahogándome, me agarro al recibidor con todas mis fuerzas e,
inconscientemente, me descubro en el espejo, que me brinda el reflejo de
alguien parecido a mí. Una persona que un día fue y que, con el tiempo,
dejó de ser.
No suelo mirarme en ningún espejo. ¿Para qué? Una vez al mes viene
Rudi, una peluquera amiga de mi madre, me corta un poco el pelo, sobre
todo el flequillo, para que no se me meta el pelo en las gafas. Tras ello, ni
siquiera compruebo si me gusta el corte. En realidad, me da igual. Bastante
tengo con los otros problemas que padezco. Lucir atractiva, a estas alturas,
no modifica el extraño interior que poseo. Soy plenamente consciente de
ello.
Al principio, mi comportamiento le resultaba chocante a Rudi. Unos
meses después, lo asumió sin problema. Francamente, me gusta que venga a
casa, pues me cuenta anécdotas de mi madre y de ella cuando eran niñas y
cuando compartían clase en el colegio. Sus relatos logran que el recuerdo de
mis padres permanezca más presente en el día a día y más dulcificado.
El reflejo del cristal me muestra a alguien muerto de miedo, a alguien a
quien le falta el aire. Continúo al borde de la asfixia. Mis mejillas están
pálidas y mis ojos marrones no pueden reflejar más desolación. Mi cabello
caoba está despeinado y mi flequillo algo largo logra meterse por debajo de
mis gafas de pasta pasadas de moda. Esto último me recuerda que Rudi
vendrá la semana próxima.
Al instante, quito la vista de la imagen y concluyo que ir en cuclillas es
la mejor forma y la más segura. Me dejo caer al suelo y me dirijo hacia mi
meta. Mientras avanzo de esta manera tan ridícula, fijo la vista en la puerta.
Comienzo a sufrir visión borrosa y sé lo que, para mi mala suerte, viene
después. Arrastrándome por el frío suelo consigo llegar al pomo, y aunque
continúo resollando, lo giro. Por fortuna, para mí y para mis miedos
internos, la puerta no se abre.
Caigo y miro hacia el techo. Deseo no parecer más ridícula de lo que ya
me siento. Me tomo unos segundos para tranquilizar mi respiración; lo
consigo gracias a mis avances en un taller que hice por internet. Inhalar el
aire a un ritmo lento y sosegado, pensando en cosas bonitas, es el truco.
Rose nunca me animó a que cursara aquel taller. «Saber respirar mientras
estás en un proceso de pánico», así se llamaba. Por eso captó mi atención
cuando navegaba por la web. Mi terapeuta considera que un par de pastillas
en el momento justo es lo necesario, nada más. Honestamente, no lo
comprendo del todo, pero ella es la profesional, no yo.
Retorno a mi estado normal y recuerdo que antes de este brote ridículo
me apetecía tomar algo caliente y ver mi serie favorita. Miro el reloj y son
casi las seis. Si me doy prisa solo me perderé los créditos iniciales. Voy
hacia la cocina y, sin saber muy bien el motivo, miro de reojo la última
puerta del pasillo. Ese cuarto era la antigua habitación de mis padres. Desde
el accidente permanece cerrada con llave. Carl dice que es por mi bien.
Rose no cree que esté preparada para abrirla y enfrentarme a todas las
terribles vivencias. Temen que mi salud empeore. Yo ni siquiera me planteo
abrirla, aunque si quisiera hacerlo, tampoco podría, pues no tengo la llave.
La tiene Carl. Estoy pensando en pedírsela algún día, tal vez ya esté
preparada. Quién sabe.
Pongo a calentar agua en la tetera y deposito en ella dos bolsitas de té sin
teína y con esencia de vainilla. Escucho los primeros sonidos de ebullición.
Me acerco a la ventana. Carl olvidó correr las cortinas. Esto puedo hacerlo
sin miedo. Una ventana no es lo mismo que una puerta, ¿no? De hecho, lo
hago.
Desde que escuché lo de Amanda Swist, millones de escalofríos recorren
mi cuerpo. No puedo ni imaginar el dolor que habrá sufrido esa chica.
Con no poca frecuencia, me encuentro distraída mirando por la ventana,
intento averiguar qué es lo que se cuece en aquel mundo al que renuncié por
voluntad propia. Sé que está cerrada, puedo ver el soporte girado
completamente; eso me tranquiliza. El ruido enloquecido de la tetera me
avisa de que el té ya está listo; corro las cortinas y me sirvo una deliciosa y
humeante taza, con un par de galletas de chocolate, que serán la compañía
perfecta para una fría y solitaria tarde de diciembre.
Cuando me siento en el sofá y tomo la taza entre las manos, el ruido de
un vehículo aproximándose me eriza el vello. Dejo el té en la mesita y voy
hacia el ventanal. Con precaución, me asomo y observo cómo está
aparcando un gran camión de mudanzas, justo en el chalé de enfrente. Los
antiguos vecinos eran un matrimonio joven que solo estuvieron en el barrio
cerca de unos seis meses. Ella era doctora en filosofía y él, médico forense.
Según me contó Carl, al esposo lo destinaron a otra ciudad y por eso se
marcharon.
Vivo a media hora del centro de Nueva York. Mi barrio es una zona
residencial muy tranquila, demasiado, diría yo. Solo hay un par de chalés en
cada calle. Antes me servía de entretenimiento observar a los antiguos
vecinos. Celebraban unas fiestas preciosas. Yo me conformaba con
descubrir su felicidad a través del cristal.
Un par de empleados de una empresa de mudanzas bajan cajas y más
cajas, apilándolas con sumo cuidado en la acera. Un viejo coche ranchera
aparca al lado. Unos segundos después, baja del vehículo un matrimonio de
mediana edad, junto con un niño pequeño, de unos cinco o seis años. Por un
momento, me alegro de su llegada; así la calle no parece tan solitaria y
deshabitada.
El niño tiene un precioso cabello marrón y porta, distraído, un peluche
algo desgastado y gris. Salta por la emoción de su casa nueva, con tan mala
suerte que el juguete se le cae en un charco de agua y el pequeño comienza
a sollozar. Nadie lo escucha. La madre, de tez pálida, cabello castaño y
rostro bondadoso, está distraída observando cómo los empleados dejan sus
pertenencias en la acera. En cambio, el padre adopta otra actitud; sus
modales se tornan toscos y se dirige al pequeño con gritos. Su aspecto es
rudo. Él es corpulento y de cabello negro. Por su porte parece que un halo
misterioso le persigue; tan agresivo por sus formas que me recuerda la
cruenta muerte de Amanda. Oír sus gritos me provoca escalofríos. Está
regañando a su hijo de una forma violenta por haber dejado caer el peluche,
que ahora está lleno de barro y tierra. Escucho cómo le chilla. El pequeño
llora y, por un momento, tengo la necesidad de salir a abrazarlo, pues yo me
he sentido exactamente así cientos de veces. No obstante, recuerdo «mi
problema» y, con absoluta resignación, vuelvo a correr las cortinas. Quiero
creer que es un buen hombre y que está algo estresado con la mudanza.
Subo el volumen de la tele para intentar no escuchar las voces de aquel
sujeto y cojo la taza de té. Comienzo a sentir el hormigueo. Estoy nerviosa
y temo que los chillidos de aquel desconocido y el llanto desconsolado del
niño inocente puedan desestabilizarme y provocarme uno de esos ataques
de pánico que terminan en desvanecimiento. Con ansiedad, miro las
pastillas que Carl me dejó en la mesita; compruebo la hora y la vista se me
desdibuja. Sé lo que viene después. Intento tranquilizarme por mí misma.
Tras unos instantes inhalando oxígeno a un ritmo pausado, no logro
controlar la sensación de ahogo. Eso causa que mi ansiedad crezca por
momentos. Lidiar con esta enfermedad es sumamente estresante, pues
«ella» siempre gana al principio.
Caigo. Todavía no he perdido el control. Con mi mano derecha, busco
las dos pastillas de la mesita; sin embargo, con desearlo no basta. No solo
no las encuentro, sino que noto cómo el dolor de cabeza regresa y la vista
comienza a hacer de las suyas. Me sostengo la cabeza entre mis manos
temblorosas y los párpados se van cerrando lentamente. El rostro de
Amanda Swist regresa a mi mente. Al segundo, me quedo en blanco y
pierdo la consciencia.
CHRISTINE
Jueves, 2 de diciembre de 2010
¿P avisarme
or qué no recurren al poli de guardia? ¿Por qué siempre tienen que
a estas horas? De reojo, miro el despertador y compruebo la
hora: las siete y tres. Me levanto y corro las cortinas. El día está gris. Ya me
advirtieron hace un par de meses, cuando me ascendieron de cargo, que ser
inspector de policía en la Nueva York que todos conocemos es algo
aterrador. Sin embargo, lo acepté con todas las consecuencias, pues se lo
debo a mi padre. A él le hubiese gustado ver cómo su hijo ascendía por
méritos propios y sin haber sido corrompido por nada malo. Estaría
orgulloso de mí, lo sé.
Abro la nevera, solo hay dos táperes ya caducados y un brik de leche que
no recuerdo haber comprado; pego un sorbo y escupo el líquido agrio en el
fregadero. Demasiados días abierto. He de ser más práctico y tener algo en
el frigorífico que no tenga ni moho ni esté agrio. Tras el intento fallido de
desayuno, pienso en ducharme. He de salir lo más rápido posible hacia la
comisaría. Llamaron hace quince minutos. «La Justiciera ha vuelto», tan
solo eso me dijeron. Escribí la dirección donde se había cometido el
asesinato, donde la asesina había dejado su impronta.
«Se trata de un asesinato violento», apuntó Karen desde la oficina.
Revuelvo todos los papeles sucios y las servilletas que cubren la vieja
mesita del apartamento en el que vivo. Entre todo el desorden, tímidamente
asoma la dirección: Residencial Hope. Está mal escrito en la servilleta del
fast food donde cené anoche. Espero haber apuntado bien el sitio. Llamaré
antes de pasarme, para confirmarlo.
Después de darme una ducha bien fría para despejarme, salgo de casa y
me meto en el ascensor. Pulso menos uno y voy al garaje. Me subo en el
coche y pongo la primera emisora de radio. Un debate sobre alimentación
sana y cosas así. Lo quito y llamo a comisaría. Me verifican que es la
dirección que mal apunté antes y me dirijo hacia allí. Es mi primer caso
desde el ascenso. No puedo fallar. La prensa, la tele, incluso las
investigaciones de la policía creen que se trata de una mujer. Yo no lo creo
tanto. Algo me dice que esos crímenes atroces desprenden un fuerte
componente masculino. Espero que se trate de un asunto fácil y que no
tenga nada que ver con la Justiciera. Al menos eso espero.
Me detengo en Bulevar Street. El navegador me apunta que en siete
minutos habré llegado a mi destino. Miro por el retrovisor y multitud de
coches están parados por un pequeño accidente de moto. Tengo la necesidad
de bajar a ver qué pasa, quizás necesiten ayuda. Un coche patrulla llega
antes de que yo pueda salir, por lo que continúo mi camino hacia una de las
zonas residenciales más caras y tranquilas de Nueva York.
«Me hace falta un café; o mejor, un par de ellos», pienso. Hace un año,
Mía me dejó por otro, tal vez más divertido, tal vez más pendiente de ella y
tal vez no estaba tan obsesionado con su trabajo como yo. No le echo la
culpa; yo dejé de cuidarla, de mirarla, de compartir, de estar con ella. Sin
darme cuenta, di prioridad al cargo por el que he sacrificado al amor de mi
vida. A partir de ahí, yo solo intento sobrevivir por el día. Por la noche, eso
ya es otra cosa.
Acabo de doblar la esquina, falta poco para llegar. Tras unos segundos,
veo otros seis coches de compañeros. Están aparcados haciendo casi un
círculo perfecto alrededor del chalé donde, presupongo, se habrá cometido
el asesinato. Cuando llego a la escena del crimen me gusta observar todo
con algo de distancia. Decido aparcar a varios metros e ir caminando a ver
qué puedo sacar en claro. No obstante, no sé si podré hacerlo, pues un
hombre con chaqueta negra de cuero viene hacia mí.
—Buenos días, agente. Disculpe, soy Carl Miller. Vivo en el chalé de
enfrente.
—Buenos días, señor Miller. Inspector John Smath. ¿En qué puedo
ayudarle?
—Estábamos en casa y escuché el ruido de las sirenas. ¿Qué ocurre?
—Me temo que se ha cometido un asesinato, aunque debe entender que
no puedo informarle más sobre ello.
Continúo el paso, dejando al vecino cotilla detrás. Mi ayudante y mejor
amigo Anderson acaba de alzar su brazo para llamar mi atención. Está en la
entrada de la casa y, por la preocupación de su semblante, esto no pinta
nada bien.
—¿Un asesinato? ¿Aquí?
—Hágame un favor y quédese en casa. Más tarde alguien les interrogará.
Son vecinos de la víctima y tal vez hayan visto u oído algo extraño.
—Por supuesto. Eso haré. Gracias, inspector.
En cuanto entramos, Anderson comienza a ponerme al día.
—Vaya mierda, John. Para ser tu primer caso, no pinta nada bien.
—Desde la central me dijeron lo de la Justiciera y todo eso, pero solo
son suposiciones, ¿verdad?
—Eso pensaba, pero en cuanto lo veas, te darás cuenta. Esa hija de puta
es buena dejando su firma y ocultando pruebas —expresa Anderson de
forma contundente y me ofrece unos guantes similares a los que él lleva
para no contaminar la escena del crimen.
—De todos modos, no nos anticipemos. Tendremos que esperar a la
investigación —sentencio. Deseo con todas mis fuerzas que mi colega esté
equivocado.
Miro de reojo el salón y lo que descubro me remueve por dentro. Una
mujer de mediana edad con su hijo pequeño, ambos en pijama y abrazados.
La madre intenta disimular su sufrimiento, el crío llora sin cesar. Me
concentro en pensar en otra cosa. Me recuerda al momento en que yo perdí
a mi madre y cómo mi padre me abrazaba con tanta fuerza que dolía.
Anderson sube primero por la escalera; yo, detrás de él. Cuando me
ascendieron a inspector solamente puse una condición: tener a Anderson a
mi lado. Es el agente de policía más honesto de toda Nueva York. Lo
conozco desde niño y siempre hemos sido los mejores amigos. Él y su
mujer me han apoyado muchísimo durante este último año. Han hecho que
el infierno de no estar con Mía fuera menos infierno.
Al ascender por los peldaños de madera, escuchamos cómo crujen.
Entramos en la escena del crimen. Vamos directos hacia la cama, donde
yace muerto un tipo robusto de mediana edad. Varios compañeros del
laboratorio y dos investigadores recogen pruebas científicas que puedan
ayudar a resolver la investigación.
—Buenos días, ¿primeras impresiones? —pregunto y examino de
manera global la escena.
Nada más entrar algo llama mi atención: no hay muebles, ni cortinas.
Solo una cama de matrimonio al fondo; imagino que estaban, o en plena
mudanza, o recién llegados al barrio. Además, veo un cenicero lleno de
colillas y dos cajas de cartón, en las que puedo leer «ropa de invierno». Hay
dos investigadores que están ahora mismo revisándolas minuciosamente.
—Hombre de unos cuarenta años, con herida de muerte en el tórax.
Aunque es muy pronto para determinarlo con exactitud, yo diría que, por la
profundidad de la lesión, parece causada por un objeto punzante, afilado, el
mismo con el que escribieron la palabra «Justicia» en el pecho —me
informa uno de los técnicos. Mientras habla, continúa observando el
cadáver.
El escenario del crimen es dantesco. Hay sangre por todas partes, en su
cama, en las sábanas, en el pijama de cuadros, en el rostro, en las orejas…
El sello que asoma del torso de la víctima no da lugar a dudas. La
palabra «Justicia», escrita en su propia carne, me pone la piel de gallina y
me da ganas de vomitar. A lo largo de mi carrera, he presenciado diversas y
variopintas escenas de asesinatos y ninguna es agradable. No obstante, esta
conlleva un mensaje encriptado que aún no logro percibir.
—Ahora interrogaré a su mujer. Al ocurrir en la habitación conyugal,
ella ha debido ver u oír algo.
—No creo que sea de mucha ayuda —afirma Anderson abriendo la
ventana y tapándose la nariz con un clínex. Este no es nuestro primer caso
de asesinato; sin embargo, siempre actúa de igual forma. No soporta el olor
a descomposición.
—¿Quieres que crea que su mujer no se enteró de nada?
—La viuda no escuchó ni vio nada. Estaba durmiendo en la habitación
de invitados.
—Ambos tenían problemas matrimoniales. Interesante… —deduzco en
voz baja.
Tal vez la tierna imagen de aquella madre con su hijo no sea tan maternal
y se trate de la asesina de su marido, pero la impronta de la Justiciera
retorna a mi mente y mi teoría cae rodando por el suelo.
El segundo técnico, más joven que el anterior y con cara de
circunstancias por lo que estamos viendo en estos momentos, se dirige a mí
algo dubitativo.
—Inspector, si se fija bien, hay sangre seca en su pijama, y como
podemos observar, también hay restos sanguíneos provenientes de la boca y
de las orejas. Aún no tenemos todos los datos exactos, pero está claro que
murió debido a un objeto afilado que atravesó su corazón, tal vez un puñal,
un acero; eso le provocó un derrame interno que fue paralizando poco a
poco cada órgano de su cuerpo. La asfixia que le vino después lo mató en el
acto.
—De acuerdo. Cuando tengáis más datos, más huellas, cualquier cosa
que se nos pueda haber escapado a priori, hacédmelo saber lo más pronto
posible —afirmo con absoluta rotundidad.
Por un instante, todos los mejores investigadores de Nueva York, que se
encuentran en esta surrealista escena del crimen, detienen su minuciosa
labor de investigación y, aterrados por lo acontecido, clavan sus ojos en mí.
—Chicos, escuchadme bien. Estamos ante un caso muy complicado. De
eso ya somos conscientes. Si esto se filtra a los medios de comunicación, y
todos sabemos que así ocurrirá, no tendremos mucho tiempo para realizar
nuestro trabajo, nuestra investigación de forma ordinaria; por lo que os pido
premura y minuciosidad. Dios no quiera que estemos ante el caso de esa
asesina macabra. Solo espero que estemos hablando de un imitador loco
que no tiene ni idea de dónde demonios se ha metido; de lo contrario, si se
trata de la Justiciera, todo será mucho más enrevesado y complicado.
—¿Por dónde ha entrado? —le pregunto a Anderson. Juntos,
descendemos a la zona del comedor.
—Aún no se sabe, jefe. Están comprobando las ventanas y la puerta
principal.
—¿Quién encontró el cadáver?
—La señora Barnis descubrió el cuerpo de su marido alrededor de las
siete de la mañana.
Llegamos al salón. La madre sigue abrazada a su hijo pequeño. El niño
ahora llora con más fuerza.
—Buenos días, señora. Me llamo John Smath y soy el inspector de este
caso.
Me siento a su lado. Ella ni siquiera me mira. Sus ojos están fijos en su
hijo, que todavía gimotea.
—Siento su pérdida. ¿Su nombre es…? —pregunto en un intento de
interactuar con ella.
—Discúlpeme, inspector. Me llamo Ann Barnis. Es que aún no creo lo
que ha pasado —me explica incrédula mientras separa a su hijo de su
pecho.
El pequeñín está abrazado a un peluche algo desgastado. Por un instante,
fija su mirada en mí y descubro sus ojos vidriosos.
—Señora Barnis, vamos a comenzar con el interrogatorio sobre la
muerte de su marido.
Ann no es capaz de contestar, solamente asiente con la cabeza a modo de
aprobación y de resignación absoluta.
—He de hacerle algunas preguntas. ¿Se encuentra bien para que
podamos empezar? —pregunto y ella me mira expectante.
—Pregúnteme lo que desee.
—En primer lugar, necesito conocer el nombre de la víctima y la
profesión que ejercía.
—El nombre de mi marido era Stuart Barnis. Es… Era farmacéutico.
—Señora Barnis, ¿iban a mudarse o acababan de llegar? Lo digo por las
cajas, están por todas partes.
—Llegamos ayer por la tarde. Vivíamos en Boston. Somos propietarios
de una cadena de farmacias.
—¿Por qué decidieron mudarse?
—Vinimos aquí porque pensamos que sería buena idea empezar de
nuevo. Ya me entiende —susurra y mira de soslayo a su hijo.
En seguida comprendo que ella desea contarme algo más.
Disimuladamente, con un gesto, indico a una agente que se lleve a su hijo.
El niño mira a su madre y Ann asiente con la cabeza a modo de aprobación.
—Stuart, acompaña a esta policía tan simpática. Solo será un minuto —
dice intentando mostrar al pequeño una especie de sonrisa para
tranquilizarle.
En cuanto se marchan, brotan lágrimas que corren enajenadas por su
rostro pálido.
—Inspector Smath, sé lo que puede llegar a imaginar. De hecho, si
estuviera en su piel, supondría que yo asesiné a mi marido.
Tal declaración de intenciones franca y directa, sin miedo a perder nada,
me deja noqueado por un segundo.
—Señora Barnis, a decir verdad, aún no tengo ningún indicio de que me
haga pensar que usted pudo terminar con la vida de su marido.
—Lo sé, y le anticipo que no logrará encontrar nada que pueda
incriminarme. Hace tiempo que dejé de amar a mi marido; pero eso no
significa que yo deseara su muerte.
Luego de tal afirmación, todos los agentes que nos encontramos en el
salón guardamos el más estricto de los silencios.
—No obstante, lo que voy a confesarle me convertirá en la sospechosa
principal de su caso.
—No la estoy juzgando, señora Barnis. No se equivoque, solo quiero
esclarecer qué es lo que ha sucedido. Así que empecemos por el principio
—afirmo y descubro cómo le tiemblan las manos—. Dígame, ¿anoche oyó
o vio algo que deba contarme?
—Llegamos por la tarde, estuvimos casi toda la noche organizando las
cajas y adecentando un poco la casa. Cenamos pizza. Llamamos a Pizza
Express, hacia las veintidós horas. El repartidor vino, nos dejó las pizzas y
se fue.
Interrumpo un momento y pido a Anderson que llame y compruebe la
coartada. Él se marcha del salón pidiendo el teléfono de ese fast food.
—¿A qué hora se acostaron?
—Acosté a mi pequeño Stuart sobre las veintitrés horas y nosotros nos
fuimos a descansar una media hora después.
—Durante el tiempo que estuvieron solos, ¿qué ocurrió?
—Nada fuera de lo normal. Limpié un poco su habitación…, quiero
decir, la habitación de matrimonio, y puse sábanas limpias en la cama.
Luego nos fuimos a dormir.
—¿Y él? ¿Qué hizo su marido mientras usted estaba en la habitación?
—Si le digo la verdad, no lo sé. Imagino que estaría fumando. Desde que
teníamos problemas, fumaba más de lo debido.
—¿Problemas?
—Esos problemas son los que le comenté al principio. Una infidelidad
marcó nuestro camino de por vida.
—Entiendo, pero ¿por qué piensa que estaba fumando y no haciendo otra
cosa distinta? Contésteme, por favor.
—Lo intuyo porque, cuando terminé de preparar la habitación, bajé al
salón y apestaba a tabaco.
Me disculpo y salgo del comedor. Hay policías e investigadores por
todos lados; yo solo necesito a Anderson. Descubro que está al teléfono,
oigo cómo está hablando con uno de los repartidores de anoche.
—Necesito que me digas si han encontrado colillas en el salón, y si es
así, que cotejen si todas pertenecían a la víctima. Cuando termines de hablar
por teléfono, pregúntamelo, ¿okey?
—Eso está hecho, jefe. —Y regresa a la llamada.
Retorno al salón y Ann permanece en el mismo lugar donde la dejé.
Continúa mirando al suelo y secándose las lágrimas que no dejan de caer
por su rostro.
—Ann, ¿se encuentra usted bien? ¿Necesita un poco de agua? ¿Una
pausa? Solo tiene que decírmelo.
—Gracias, pero no es necesario. Podemos continuar.
—De acuerdo. Después, ¿qué ocurrió?, ¿se fueron directamente a la
habitación a descansar? ¿O tal vez su marido permaneció en el salón?
—No, subió conmigo. Cuando decidimos cambiar de ciudad, acordamos
que, durante un tiempo, no compartiríamos el lecho conyugal. Así lo
hablamos antes de mudarnos, por lo menos por una temporada. Ese era el
trato. Aún no estaba preparada para compartir intimidad. Y él lo sabía. Ni
siquiera insistió para que durmiera a su lado. Llevábamos medio año
intentando salvar nuestro matrimonio.
—Señora Barnis, sé que es complicado contarle a un desconocido los
problemas que tenía con su marido, pero me temo que necesito conocer
todo lo que les ocurría.
Afirma con la cabeza y pide un vaso de agua.
—Volvamos a la noche de ayer. Entonces, cada uno ocupó una
habitación. ¿Y no escuchó nada?
—Absolutamente nada de nada. La verdad es que estábamos agotados
con el viaje y la mudanza. Yo me dormí en cuanto caí en la cama. Tengo el
sueño muy profundo.
—Deberíamos preguntar a su hijo. ¿Vio o escuchó algo? Cualquier dato
sería determinante para la investigación. Pero, al ser tan pequeño y estar
con tal conmoción, por ahora no vamos a proceder a interrogarle.
—Mi pequeño Stuart no me ha comentado nada al respecto. Imagino
que, si hubiese visto u oído algo, ya me lo habría dicho.
—Comprendo. Volvamos al tema de la infidelidad. Espero que con mis
preguntas no se sienta usted incómoda. Intento tratar ese tema tan delicado
con todo el respeto posible.
—Lo entiendo, es su trabajo. —Permanece un segundo en silencio—. Él
me engañó, y aunque sé que no soy ni la primera ni la última mujer que ha
sufrido una infidelidad, no puedo dejar de pensar que fue por mi culpa. Los
sentimientos de rabia y de traición me acompañan desde entonces. Desde
que nació Stuart, he de reconocer que no estaba tan pendiente de mi marido.
Y él se fijó en su secretaria. Yo los pillé en nuestra casa, en nuestra cama…
Las manos y todo su cuerpo tiemblan de nuevo.
—Aun así, jamás sería capaz de hacer daño a nadie y mucho menos a mi
marido. ¡Dios santo!, ¡él es el padre de mi hijo!
—Comprendo que después de la infidelidad decidieron mudarse a esta
urbanización, ¿verdad?
—Sí. Así fue, inspector.
—Y en cuanto a la amante de su marido, ¿sabe si la relación continuó
después de que usted se enterase?
—Stuart me juró y perjuró que había roto con ella.
—¿Está segura de que su marido fue franco con usted y puso fin a su
aventura? Es de vital importancia conocer este dato.
—Sí. Imagino. Él me dijo que ella no se lo había tomado del todo bien,
aunque no sé nada más.
—¿Podría decirme el nombre de la secretaria del señor Barnis?
—Vive en Boston. Se llama Betty Kurny. Puedo darle la dirección de su
casa si quiere.
—Por supuesto. Ahora mismo mandaré un coche patrulla para que la
interrogue.
—Claveroad Silon, apartamento quince, letra D.
—Señora Barnis, ¿sabe si su marido tenía enemigos?
—No… No lo creo. ¿Se refiere a si alguna vez presencié amenazas o
algo así?
—Exactamente.
—No. La verdad es que no. Él era muy reservado para sus negocios. No
podría asegurárselo con exactitud.
—A partir de ahora, ¿qué hará? Creo que no sería buena idea que se
quedara aquí sola. Por lo menos hasta que averigüemos qué ha ocurrido.
—No. Por supuesto que no. Estoy muerta de miedo. Me iré a un hotel
hasta que todo esto se aclare.
—Está bien. No olvide informar a alguno de los agentes dónde se
hospedará. Seguro que necesitaré hablar con usted. Dentro de un rato mis
compañeros la trasladarán a la jefatura; tendrá que hacer una declaración
por escrito. Ellos le informarán al respecto. A mí me ha sido de gran ayuda.
—Inspector Smath, ¿puedo hacerle una última pregunta?
—Claro. Lo que quiera. Dígame.
—La persona que asesinó a mi marido escribió en su pecho la palabra
«Justicia». Sé que a lo mejor se trate de habladurías, pero antes escuché a
dos compañeros suyos comentar sobre el tema. —Se queda un instante en
silencio; la voz comienza a quebrársele—. ¿Es posible que la asesina de mi
marido sea… la Justiciera?
—Señora Barnis, aún no tengo los datos necesarios para confirmar o
descartar esa posibilidad. Ojalá pudiera serle de más ayuda en estos
momentos tan difíciles; sin embargo, nos encontramos ante el principio de
un caso escabroso. Debemos ser cautos.
En ese instante, Anderson, desde el umbral de la puerta, me pide que
salga. Tomo el papel donde se encuentra la dirección y el nombre completo
de la amante de la víctima. Sin más dilación, me despido de la señora
Barnis.
—Tienes cara de no haber desayunado y Dios sabe si cenaste anoche.
Hagamos una pausa. Me han dicho que a cinco minutos hay una cafetería
—me insiste mi colega.
Para cuando me quiero dar cuenta, ya estamos en su coche. Tardamos
unos minutos en llegar. Aparcamos a los pies del bar. A esta hora está
repleto de gente. Nos sentamos en la barra. Anderson pide beicon y huevos.
Yo, solo café doble.
—Gracias por el café. Llevo una temporada durmiendo fatal. Lo
necesitaba.
—No sé si la cafeína ayudará a tu insomnio. ¿Sigues sin poder dormir?
Podemos ir al médico. El doctor Mathew es amigo mío. Si se lo pido, te
hará una receta de algo para que puedas descansar un poco.
—No. ¡Solo me falta estar atontado en este caso! El café me ayudará. —
Me lo bebo de un trago y pido a la camarera que me rellene la taza.
—¿Crees que pudo ser la señora Barnis? Algo me huele mal y no sé qué
es.
—Sinceramente, no lo creo. Él tenía una amante. Por eso vinieron aquí,
cambiaron de ciudad, una segunda oportunidad. Aunque, ¿y si nos hubiera
engañado su mujer?, ¿y si hubiera descubierto que su marido no había
cortado con su secretaria? Tal vez, en pleno ataque de celos y en mitad de la
noche, lo asesinó y escribió «Justicia» para distraer nuestra atención. Todo
el mundo sabe lo de la Justiciera, incluso ella misma me la nombró. No
sé…
—O pudo ser su amante despechada. Encontró la casa nueva con la
intención de que Stuart volviera con ella. Tuvieron una charla mientras la
señora Barnis dormía debido al cansancio de la mudanza, así me lo hizo
saber. La cosa se complicó entre el jefe y la secretaria, y ella lo mató en
mitad de la noche. Fin del cuento —afirma categóricamente y se mete de
golpe una loncha de beicon en la boca—. ¿Quieres un poco?
—No, gracias —contesto distraído. Pienso en volver a interrogar al
vecino cotilla, el de chaqueta de cuero de esta mañana —. Todas esas grasas
te matarán. Termina rápido. Tenemos que volver. Visitaremos a los vecinos,
así haremos tiempo hasta que los investigadores tengan el primer informe.
Debemos saber si forzaron la entrada.
No tardamos nada en llegar a Residencial Hope. Anderson aparca al lado
de mi coche. Nos dirigimos hacia la casa del vecino. «Había algo extraño en
él; no sé lo que es», pienso mientras llamo a su puerta.
BARBARA
Viernes, 3 de diciembre de 2010
C uando Carl volvió a casa, supe al instante que algo muy gordo
había tenido lugar en la casa de enfrente. Su rostro y sus manos
temblorosas le delataban. Me contó que había conocido al
inspector del caso. ¿Un asesinato? ¿Enfrente de mi casa? Y lo peor de todo
es que sucedió mientras yo estaba sola y durmiendo.
Aún permanezco en shock desde la información de Carl; beberme tres
tilas no me ha ayudado nada en absoluto. Además, mi terapeuta Rose llamó
diciendo que no se encontraba muy bien, que había pasado mala noche. Tal
vez algún virus. Se excusó y me dijo que mañana a las diez vendría a
verme.
Sé que Carl está preocupado por mí. No lo dice; sin embargo, soy
consciente de ello. Son muchos años juntos. Está pegado al lado de la
ventana. Desde hace horas permanece en la misma posición: de pie, inmóvil
y observando todo lo que se cuece. Yo evito mirar hacia la cristalera, pero
me cuesta horrores fingir que no ocurre nada.
—Me parece que vamos a tener visita. El inspector de esta mañana y
otro policía vienen hacia aquí.
Unos segundos después llaman a la puerta. Y por un minuto el corazón
se me detiene. Ambos nos miramos expectantes.
—Te lo dije. Iré a abrir —afirma con tono serio y preocupado.
—Está bien. Iré a cambiarme.
Me dirijo a mi cuarto. Dejo la puerta entreabierta. Desde aquí logro
escuchar cómo Carl habla con ellos. Me quito el pijama y la bata. Abro el
armario y cojo un chándal cualquiera. Solo tardo unos segundos en retornar
al salón. En cuanto me ven entrar, se levantan y Carl realiza las
presentaciones oportunas.
—Ven, Barbara. Te presento al inspector John Smath y al agente
Anderson Mactekie.
—Encantada. —Me dan la mano a modo de saludo—. Ustedes son los
encargados del caso, imagino.
El inspector tiene mala cara. Su aspecto es juvenil; su pelo moreno y su
cara de niño bueno favorecen sus rasgos. Sin embargo, parece que no
descansa lo que debería. Tiene ojeras marcadas y su rostro está pálido. En
cambio, el aspecto de su compañero es todo lo contrario; tal vez sea más
joven que el inspector, aunque su porte serio hace que parezca mucho
mayor. Todos tomamos asiento.
—Así es. Necesitamos saber qué es lo que hizo usted ayer por la noche.
O si vio u oyó algo extraño, especialmente de madrugada —me pregunta el
agente Mactekie.
—La casa lleva unos meses vacía. Los antiguos vecinos se marcharon
hace tiempo. Iba a prepararme un té cuando escuché un camión de
mudanzas. Me acerqué y al minuto se detuvo un coche familiar. De él bajó
un matrimonio de mediana edad con un niño pequeño. —Me concentro al
máximo intentando no olvidar ningún detalle—. Al pequeño se le cayó su
peluche en el barro, el padre comenzó a gritarle y él no paraba de llorar
desconsolado. Luego estuvieron toda la tarde metiendo cajas y más cajas en
el interior de la casa.
—¿Y después?
—Después no escuché nada más. Debí quedarme dormida.
—¿A qué hora se fue a dormir, señorita Carlager?
—Pues, no sabría decirle con exactitud; tal vez a las siete.
—¿Quién se va a dormir a las siete de la tarde? ¿Suele acostarse a esa
hora? —pregunta el agente Anderson con incertidumbre.
—Solo los jueves —respondo con cierta timidez.
—¿Por qué una chica joven se va a dormir tan pronto un jueves por la
noche? —pregunta el inspector.
Me quedo un minuto en silencio y bajo la mirada. Carl se da cuenta de
ello y explica lo que me ocurre.
—Discúlpennos, agentes, creo que tendríamos que haber empezado por
el principio.
—Hágalo, por favor —indica Anderson.
—Debe saber que Barbara está enferma. Hace cinco años murieron sus
padres y me convertí en su tutor legal. El jueves es mi noche libre y ella se
queda sola. Suelo dejar un par de pastillas extra para que esté relajada, por
eso siempre se duerme pronto.
—Comprendo. ¿Qué enfermedad padece, señorita Carlager? Me gustaría
que lo explicara usted, si no le importa —pregunta el inspector John con
una especie de sonrisa en la cara.
—Soy agorafóbica. Desde niña sufro ataques de ansiedad y crisis de
pánico. A veces son más ligeros; otras, llego a perder el conocimiento y me
desmayo.
Todos se quedan en silencio, lo cual genera que yo me sienta más
incómoda.
—Señorita Carlager, siento mi ignorancia en términos psicólogos o
médicos, como quiera usted llamarlo, pero desconozco el término
agorafobia —declara el inspector.
—No se preocupe. Lo comprendo, no es una enfermedad muy corriente.
La agorafobia es un trastorno de ansiedad.
—Puede ser más concisa en su explicación, por favor.
—Es un tipo de trastorno en el que tienes miedo a los lugares o las
situaciones que podrían causarte pánico, y te sientes atrapado. Ese es el
motivo por el que no soy capaz de salir de casa, de estas cuatro paredes,
para ser exactos.
—Y si hubiera un incendio, ¿qué ocurriría? —pregunta con curiosidad el
inspector.
—Se vería obligada a salir, imagino —apunta su compañero.
—Me temo que me quemaría dentro. No puedo salir; solo pensar que he
de hacerlo me pone nerviosa. Llevo conviviendo con todos estos miedos
desde hace cinco años. Ya estoy acostumbrada. Sin embargo, lo de este
asesinato me tiene muy inquieta. —Me quedo un momento en silencio,
pensando en si debo preguntar qué ha ocurrido—. No quiero parecer
entrometida, pero… ¿podrían decirnos qué ha ocurrido en el chalé de los
nuevos vecinos? Me atrevo a formularles dicha pregunta porque esta
circunstancia está ocasionando que me altere más de lo debido.
Los dos policías asienten. El inspector Smath comienza a explicar:
—Se ha producido una muerte violenta, el asesinato del señor Barnis.
Todo apunta a que fue de madrugada. Su mujer y su hijo están
desconsolados, tampoco escucharon ni vieron absolutamente nada.
—Tenemos trabajando a los mejores equipos de investigación de Nueva
York. No deben preocuparse. En breve, todo habrá terminado.
—Espero que lo solucionen pronto, agentes. Pensar que hay un asesino
en el barrio. No sé… No quiero que empeore Barbara. Ya me entienden —
comenta Carl.
—Comprendo. Durante unos días habrá un par de policías en la zona
para que se sienta también más protegida. Entendemos su situación a la
perfección.
—¿Vigilarán la zona de día y también de noche, agente Mactekie?
—La vigilancia será completa. No tienen nada que temer. Estarán por
aquí hasta que sepamos qué ha ocurrido. Por tratarse de una enfermedad tan
grave como lo que nos han relatado, es lo menos que podemos hacer —
explica Mactekie.
—¿Nos disculpan un segundo, por favor?
—Por supuesto. Si necesitan algo, hágannoslo saber.
Nos dirigimos a la cocina y esperamos inquietos. Bajan el tono para que
no podamos oír sus conjeturas, pero sus voces graves y rudas favorecen que
escuchemos la conversación con toda claridad.
—No te das cuenta de que todo esto puede ser una milonga, John.
—No lo creo. ¿Qué quieres decir?
Al escuchar la teoría dubitativa del agente Mactekie sobre mí, me dan
ganas de vomitar y arrancarles la cabeza. En cambio, Carl se muestra
cauteloso y permanece en el más estricto de los silencios.
—John, estamos aquí para descartar si tuvieron algo que ver. La chica es,
hasta el momento, la única testigo de lo ocurrió el día del asesinato. Está
claro que, si padece esa enfermedad, es imposible que fuera ella. Pero ¿y
él?
—¿De verdad estás valorando que todo lo que nos han contado sea
falso? Amigo, a veces se te va la pinza.
—Tal vez lo de la enfermedad, los ataques de pánico y toda esa mierda
sea una mentira para salir del paso y confundirnos.
—Está bien. Lo comprobaremos.
Tras unos minutos, oímos unas pisadas. El inspector y su ayudante
vienen a la cocina. Carl y yo estamos de pie, impactados por todo lo que
está ocurriendo.
—Señorita Carlager, necesitamos comprobar todo lo que nos explicó
anteriormente. Me refiero a lo de su enfermedad. ¿Tiene algún tipo de
informe médico que pueda confirmar su afección?
—Los tiene mi terapeuta. Llamaré a Rose, pediré que me los traiga y
esta misma tarde podrán verificar toda la documentación que necesiten.
—Está bien. Señor Miller, estaré en la central sobre las cinco de la tarde.
Pregunte por mí y no olvide traerme los informes. Ahora debemos seguir
trabajando. Gracias por su amabilidad. Buenas tardes.
Me quedo inmóvil, pensando en lo que acaba de ocurrir. Carl acompaña
a los agentes a la puerta y tardo unos segundos en escuchar cómo sus voces
se difuminan con los ruidos de la calle. Me dirijo hacia el salón con el
teléfono en la mano, intento marcar el número de Rose, pero me tiembla
tanto el pulso que el móvil se me cae al suelo. Me arrodillo para recogerlo y
lloro muerta de miedo. Carl oye mis sollozos desde el vestíbulo y viene
corriendo. En cuanto me descubre en el suelo, me ayuda a levantarme y me
abraza fuerte. Siento que me mira de una manera extraña, como si quisiera
que yo fuera otra persona muy distinta a la que soy.
—Todo irá bien. Ya lo verás —me susurra y yo deseo creer en sus
palabras, pero mi mundo comienza a tambalearse y no puedo hacer nada
por evitarlo.
—Eso espero, aunque están dudando de mí y de mi palabra. ¡¿Quién
podría salir de estas cuatro paredes teniendo agorafobia?! —le pregunto
enfadada.
—No te preocupes. En cuanto les lleve lo que quieren, nos dejarán en
paz. No dudarán más de ti. Barbara, su trabajo es comprobar cada coartada.
Cuando comprueben que todo es verdad, no nos molestarán más.
Carl me lleva en brazos y me deja en el sofá. Me cubre con una mantita
y corre las cortinas. Hay mucho ruido fuera. Las voces de los
investigadores, de los policías y el ruido de la ambulancia llevándose el
cuerpo sin vida del señor Barnis me producen escalofríos. Carl enciende la
tele y pulsa la primera cadena que encuentra, sube el volumen y me da un
beso en la frente. Cuando su piel entra en contacto con la mía, mi cuerpo
deja de pertenecerme y se estremece. A menudo pienso en cómo habrían
sido las cosas entre él y yo. Tal vez, si fuera normal y no estuviera enferma,
él me vería de otro modo, quizás de la misma manera en que yo lo
contemplo. Desgraciadamente, su corazón está ocupado por la chica
misteriosa a la que manda mensajes los jueves por la tarde. Siento envidia
por ella.
—Voy a ver a Rose. En cuanto tenga tus informes, iré a la jefatura.
Espero no tardar mucho.
—Está bien, Carl. Gracias. No sé qué haría sin ti.
—No tienes nada que agradecerme. Ya lo sabes.
—¿Puedo pedirte una última cosa antes de que te vayas?
—Ya sabes que sí. ¿Qué necesitas?
—Antes de irte, ¿puedes comprobar si hay algún vigilante en la puerta?
—Ya lo hice antes y no vi a nadie. Imagino que con tal afluencia de
policías e investigadores sería imposible que pasara algo. —Oigo cómo
cierra de un portazo y le da varias vueltas a la llave.
Me paso toda la tarde hecha un ovillo en el sofá; solo me levanto para ir
a beber agua o prepararme una infusión caliente. En ciertos momentos, la
curiosidad juega conmigo y me tienta. Por un segundo pienso en descorrer
un poco las cortinas y echar un vistazo. ¿Qué hay de malo en ello? Dudo un
par de veces, pero a la tercera me dirijo al ventanal. Corro la cortina de la
derecha y miro a través del pequeño espacio que me permite; la ambulancia
ya no está y solo queda un coche de policía. Imagino que no tardarán
mucho en marcharse. Me doy la vuelta y me dirijo a la pequeña estantería,
tomo un libro cualquiera y me siento en el sofá. Bajo el volumen de la tele y
la dejo encendida. Siempre lo hago. Así parece que no estoy sola. No del
todo, claro. Miro la portada del libro y tiene pinta de ser un thriller
psicológico. Lo vuelvo a cerrar. Ahora mismo no necesito más miedo extra.
Ahora no. Me levanto y empiezo a dar vueltas por el salón.
Me descubro mirando el reloj de la tele varias veces. Solo han pasado
tres minutos desde que comprobé la hora; son las seis y media. Ya ha
anochecido y Carl aún no ha vuelto. Noto cómo la ansiedad hace de las
suyas. Rápidamente, y antes de que la vista desdibuje el salón, me dirijo a la
cocina. Observo un par de ansiolíticos en la mesa. Con manos temblorosas,
tomo las dos pastillas y me las trago de golpe con la ayuda de un poco de
agua. Tras un par de minutos, siento algo de paz y la cocina ya no se
mueve. Todo está en su sitio, incluida yo. En este sosiego artificial, reparo
en que debería haberme tomado esta misma medicación hace un par de
horas. Ya algo más tranquila, regreso al salón con más seguridad que antes,
corro las cortinas y compruebo que el último coche de policía ya no está
donde debería. Intento mantener la calma. Busco el móvil y marco el
teléfono de Carl. Luego de varios tonos, escucho su voz. Vuelvo a respirar.
CARL
Viernes, 3 de diciembre de 2010
«S ihacia
no lo hago, no me lo perdonaré nunca», me digo mientras conduzco
la mansión de los Carlager, la casa que hay justo enfrente del
chalé que compramos. Necesito conocer a los vecinos. No nos dio tiempo ni
a presentarnos. El cuerpo sin vida de Stuart me obsesiona. No quiero ni
imaginar qué hubiera ocurrido si el asesino no hubiese tenido suficiente con
él.
Según el inspector, los vecinos no escucharon nada. Me contó algo sobre
que la chica tiene problemas mentales y que se fue a la cama muy pronto.
Miro por el retrovisor; el pequeño Stuart duerme desde hace dos horas,
justo el tiempo que llevo conduciendo y dudando sobre si volver o no al
lugar donde quitaron la vida al infiel de mi marido. Yo misma hubiera
querido asesinarle en más de una ocasión. Conocer sus ausencias nocturnas
debido a los escarceos amorosos con su secretaria es un hecho tan cruel
que, poco a poco, te va minando por dentro y solo deseas terminar con tanto
sufrimiento. Sin embargo, sé que nunca hubiese sido capaz.
Ayer por la tarde, un agente me citó en la comisaría. Dejé a Stuart con
una canguro. Cuando llegué a la jefatura, me topé con un chico joven muy
extraño. Él bajaba las escaleras, y yo las subía. Parecía aterrado. Su rostro
reflejaba temor. Era como si huyera de algo o de alguien; eso logró que se
me erizase el vello.
Estuve toda la tarde respondiendo a preguntas lógicas sobre mi marido,
sobre mí, sobre nuestro fallido matrimonio. Algunas ridículas, otras no
tanto. No vi al inspector ni a su ayudante; Anderson, creo que se llamaba.
Me atendió una policía de rasgos latinos, que me ofreció café y me puso al
día de todo lo que habían descubierto. Me informó de que la amante de mi
marido estaba limpia, tenía una buena coartada. Mi cara de desconcierto
habló por mí antes de que yo pudiera hacerlo. Fue entonces cuando me
explicó lo de los problemas psicológicos de la vecina. Se trata de una menor
que está tutelada por un chico joven. Algo extraño.
Aparco el coche unos metros antes de llegar a su casa. Despierto a Stuart
y lo abrigo con su chaqueta de borreguito, abrochándole todos los botones,
pues el tiempo ha empeorado. Miro al cielo. Se aproxima una tormenta.
Con rapidez nos dirigimos a la casa de los vecinos.
CARL
Sábado, 4 de diciembre de 2010
E stoy hecho polvo. Apenas he podido dormir unas horas. Son las
diez de la mañana y aún estoy tumbado en la cama. Ya debería
haber preparado el desayuno y haber suministrado las pastillas a
Barbara, pero he escuchado cómo hablaba por teléfono y aún estoy
escondido entre las sábanas. Creo que era Rose.
La cabeza me da vueltas. No recordaba lo mal que se siente uno con
resaca. Barbara ni siquiera lo notó. Está tan obsesionada con lo que está
pasando que ni se dio cuenta.
Me he pasado toda la noche intentando pensar el modo de volver a verla
antes del jueves. Me siento mal por hacerlo… o, mejor dicho, con solo
pensar en hacerlo, pero no me queda otra opción; he de proteger a Christine.
Está en peligro y algo me dice que esta vez no saldrá bien, que esta vez no
será como las otras.
La idea de perderla me atormenta, aunque también he de pensar en
Barbara. Soy lo único que tiene. Y tal vez ella sea lo único que yo tenga. Si
empiezan a sospechar, estaremos perdidos. Solo espero salvar al menos a
una de ellas. Lo que me ocurra a mí, poco importa si todo fracasa.
Quizás no sería tan mala idea dejar que Barbara entrara en la habitación
de sus padres, solo por si acaso. O tal vez sería su perdición. Quién sabe.
No sé si algún día estará preparada para asumir ciertas cosas. Escucho cómo
me llama desde su habitación. Me pongo el batín y me dirijo a su encuentro.
Al entrar, su dormitorio ya está perfectamente ordenado y ella ya está
vestida, pantalón de chándal y camiseta de manga corta. Cuando es
Barbara, cuando no tiene ataques de pánico y la ansiedad no la devora, un
bello halo angelical la envuelve, algo que te incita a protegerla con tu vida
si hiciera falta, como lo hago desde que la conocí.
Mis ganas de abrazarla y de besarla quedan en un segundo plano, pues
temo que Christine nunca me perdonaría si lo hiciese, aunque mi instinto
me pide que lo intente, que demuestre el amor que profeso por Barbara. El
deseo de rozar sus labios es tan profundo que muero por hacerlo; tal vez
ella también desee hacerlo, o quizás no. Quién sabe.
Jamás pensé que pudiera amar a dos mujeres por igual. A dos personas
tan distintas. A dos seres tan diferentes como el día y la noche.
—Era Rose. Hoy tampoco podrá venir. Está con fiebre —me cuenta
mientras está sentada en la cama, esperando que traiga sus pastillas.
—Algo he escuchado desde mi habitación. Ayer estaba fatal con ese
maldito constipado. —Ella ni siquiera me mira; está con la cabeza
agachada, contemplando el suelo. Me preocupa su estado—. Todo está bien.
Nada malo va a ocurrir. Yo no lo consentiría. Lo sabes, ¿verdad?
—Lo sé.
Me siento a su lado y lucho por no abrazarla en este mismo instante.
—A veces siento que voy a desvanecerme, Carl. Tengo miedo. ¿Y si el
asesino decide volver?
—Nunca permitiría que te ocurriese nada —le confieso. Ella me mira
con esos ojos tan bonitos que tiene y me sonríe.
En este momento, el mundo es maravilloso y Christine no forma parte de
él. Solo somos Barbara y yo.
—Soy consciente de ello. Ya hubiese desaparecido hace mucho tiempo,
pero continúo aquí y… lo hago por ti —me susurra al oído y hunde la
cabeza en mi pecho. Yo intento no temblar.
Abrazo tan fuerte a Barbara que el recuerdo de Christine y su maldad se
evaporan; ni siquiera estoy seguro de si un día existió. En el dulce abrazo
con el que la cubro, me sumerjo y constato que nada en el mundo podría
hacernos daño en este instante.
El miedo por besarla está a punto de desaparecer y el deseo está a punto
de vencer. Quiero arriesgarme. Intentar que todo funcione. Proteger a
Barbara, especialmente de Christine. Me moriría si ella decidiera hacerle
daño.
La separo con toda la dulzura que me es posible y me miro en sus ojos,
que están tristes. Ella me devuelve la mirada. Tomo su mano derecha y, con
cuidado, acaricio su mentón. Ella sonríe. Por primera vez me acerco a sus
labios. Lo hago como si se tratara de un ritual ancestral. Y justo en este
mágico instante, sin que llegue a besarla, el timbre de la puerta nos obliga a
salir de nuestra burbuja.
—Iré a abrir —carraspeo. Compruebo el sonrojo en sus mejillas.
Antes de abrir la puerta, observo por la mirilla. En la entrada, hay una
mujer de tez pálida y cabello castaño que conozco. Ante mi asombro, es la
misma con la que choqué en la jefatura. Lleva de la mano a un niño
pequeño con un peluche algo desgastado. Insistentemente, vuelve a llamar a
la puerta.
BARBARA
Sábado, 4 de diciembre de 2010
«H eentrada
dormido como un bebé», pienso. Me dirijo hacia la puerta de
de los Carlager. ¡Qué extraño!, me parece haber visto cómo
Barbara me observaba desde la ventana, aunque no estoy muy seguro.
Camino hacia la puerta y, ante mi asombro, en el umbral distingo a Ann
Barnis junto al pequeño Stuart. Están hablando con ese tipo tan raro. Desde
aquí escucho cómo la viuda del señor Barnis habla con Carl sobre cómo
ayer coincidieron en comisaría.
Me han adelantado trabajo, ya que pensaba llamar a la viuda de la
víctima para que conociera a los vecinos. Siempre es bueno investigar
desde todas las perspectivas, desde todos los ángulos.
Una vez dentro de la casa, Carl muestra una sonrisa fingida al verme y
me invita a entrar. Ann Barnis quita la chaqueta a su hijo y me saluda. Por
el pasillo viene la señorita Carlager a nuestro encuentro. Parece agotada.
Después de leer todos aquellos informes psicológicos no puedo dejar de
sentir cierta compasión hacia ella.
—Carl, ¿puedes preparar café? Estaremos en el salón —amablemente le
pregunta Barbara mientras saluda a Ann Barnis—. Siento muchísimo lo de
su marido. Es un horror.
—Discúlpeme, ¿nos conocemos?
—Presencié su llegada el jueves por la tarde. Señora Barnis, cuando
alguien como yo pasa veinticuatro horas al día encerrada aquí, es inevitable
rellenar los huecos. A mí me gusta contemplar el amanecer y el atardecer.
Me hacen sentirme un poquito más viva. No sé si me entiende. —Se dirige
a la ventana y contempla el horizonte.
—Lo comprendo, señorita Carlager —afirma Ann, que se acomoda en el
sofá.
—Me han ahorrado trabajo. Quería que se conocieran. —Ambas me
miran con cierto nerviosismo.
—¿Quieres que encendamos la televisión por si hay dibujos? —pregunta
Barbara al pequeño Stuart. El niño mira a su madre y Ann le da permiso
para que la acompañe.
—Yo te he visto antes —afirma con rotundidad Stuart refiriéndose a
Barbara. Esta lo mira extrañada.
—¿Qué dices, Stuart? —pregunta su madre al pequeño, que no le quita
ojo a la señorita Carlager.
—Te vi la otra noche en mi casa —insiste el pequeño a modo de rabieta.
Todos le miramos con la más absoluta incredulidad.
—Cariño, eso es imposible. No soy capaz de salir ni al jardín —le
explica una asustada cría de diecisiete años.
—Me acuerdo de ti —le susurra a Barbara.
La señora Barnis mira fijamente al niño y yo me pongo en alerta. No sé
de qué narices va todo esto.
—Pequeño, lo que dices no es verdad. No salgo de casa desde hace cinco
años.
El niño se gira y busca a su madre.
—Mamá, te juro que yo la he visto antes.
Ante la insistencia del niño, decido preguntarle:
—¿Cuándo viste a Barbara?
—La noche que mataron a mi papá.
De pronto, todos permanecemos en silencio, y sin poder evitarlo, Ann
Barnis, Stuart y yo nos quedamos absortos mirando el rostro de
estupefacción de Barbara, quien, tras las últimas palabras del pequeño, se
ha quedado en estado de shock.
—¿Dónde dices que viste a Barbara? —vuelvo a preguntar a Stuart, pues
no comprendo nada.
Carl entra en el comedor con dos tazas de café en una bandeja de plata.
Al oírnos, comienzan a temblarle las manos y las dos tazas caen sobre la
alfombra. Su cara muestra confusión y pavor. Mientras recoge los pedazos,
no deja de mirar al niño como si se tratase de un fantasma.
—La vi la otra noche. Lo acabo de decir. Ella estuvo en nuestra casa.
—¿A dónde exactamente, Stuart? ¿En tu anterior casa? ¿Tal vez en
Boston? —pregunto con desconcierto, pues de todos es sabido que la
imaginación de un niño es en algunos casos desbordante.
—No. —Se queda un instante en silencio, y alargando el brazo, señala el
chalé donde tuvo lugar el asesinato de su padre—. ¡En esa casa!
—¡¿Cuántas veces te he dicho que no se dicen mentiras?! —le regaña
con contundencia la señora Barnis.
—¡Mamá, no te miento! ¡Lo juro por papá!
El silencio se proclama dueño absoluto del momento y de la situación
tan tensa que todos estamos viviendo.
—¡Eras tú, pero parecías distinta! —señala el pequeño dirigiéndose a la
señorita Carlager, que lo mira atónita, sin saber de qué va todo esto.
Ann se lleva las manos a la cabeza y, avergonzada, le pide disculpas a
Barbara, que aún en su rostro muestra la más absoluta confusión.
—Stuart, por favor. No digas tonterías. Barbara está enferma. Tal vez la
viste aquella tarde cuando estaba en la ventana. De la misma forma que ella
nos vio, tú pudiste verla. Lo siento mucho, señorita Carlager.
—No sé qué me ha ocurrido antes. Iré a por más café. —Carl se dirige a
la cocina.
Barbara intenta dibujar una sonrisa en su pálido rostro, pero no logra
hacerlo del todo. Unos minutos después, Stuart se acomoda en uno de los
sofás del salón y se dispone a disfrutar con los dibujos de la tele.
Por un instante, dudaría de la señorita Carlager; sin embargo, he leído
todos sus informes y sería humanamente imposible, con la enfermedad tan
severa que padece, que hubiera podido salir de estas cuatro paredes.
Durante años, diferentes psiquiatras y psicólogos confirman su agorafobia.
Carl regresa con varias tazas de café e infusiones. Las deja en la mesa y
se apoya en el alféizar de la ventana. Sin poder evitarlo, me descubro
mirándole con desconfianza. Cuando sospechas de alguien, debes hacérselo
saber de una forma liviana, pues en los momentos de estrés es cuando
cometen errores. Quiero que intuya que sospecho de él. Deseo que su
nerviosismo me indique si es de fiar o no. Mi instinto me advierte de que
esconde algo.
Me siento al lado de Barbara y la señora Barnis prefiere acomodarse en
el sofá contiguo al nuestro.
—Sé que es algo ilógico lo que voy a preguntar, Barbara. No obstante,
necesito escuchar de tu boca lo que la policía ya me contó. ¿Viste u oíste
algo aquella noche que pudiera ayudar en el caso de mi marido?
—Por desgracia, no. No escuché nada, ni vi nada fuera de lo normal. Era
jueves, y como cada jueves me fui a dormir pronto. Ya se lo expliqué al
inspector. Ojalá pudiera servirles de más ayuda.
—Lo sabemos, señorita Carlager, aunque pensé que tal vez se habría
acordado de algo. En estos casos, hay ocasiones en que recordamos
pequeñas cosas que, aun insignificantes, pueden variar todo el caso.
Observo a Carl. Desde aquí advierto el leve temblor de sus manos cada
vez que nuestras miradas se cruzan.
—Señora Barnis, desde pequeña sufro varias alteraciones nerviosas. Mi
terapeuta prefiere llamar a mis enfermedades por su nombre, ataques de
pánico y ansiedad. Desde que mis padres murieron en un accidente de
tráfico, hace ya cinco años, padezco agorafobia.
—¡Dios Santo! No puedo imaginar por lo que habrás pasado —señala
con congoja Ann.
—Para que se hagan una ligera idea, no he vuelto a sentir el viento en mi
cara desde aquella tormenta.
—¿Tormenta? —pregunto atónito.
—La noche que murieron mis padres hubo una tempestad horrible. En
ese momento, mi mente se bloqueó y, desde entonces, permanezco entre
estas cuatro paredes.
Carl no permite que Barbara termine su explicación. Viene hacia
nosotros y él mismo prosigue:
—La conozco desde los ocho años. Ha sufrido muchísimo y lo del
asesinato está ocasionando que su frágil salud mental se tambalee. Tanto su
terapeuta como yo tememos que recaiga.
—Siento muchísimo que esto sea así. No es nuestra intención, se lo
aseguro —respondo mirando los ojos tristes de la señorita Carlager.
Barbara palidece más y más. Carl se da cuenta y se levanta rápidamente.
—¿Estás bien? —Carl le sostiene sus manos temblorosas.
—Sí. Solo ha sido un mareo. Tranquilo.
Barbara se pone en pie y, al instante, pierde el equilibrio. Carl y yo la
sostenemos y la acompañamos al servicio.
El reflejo del espejo del servicio me muestra a una chica joven, con
aspecto enfermizo y con ojeras. Me coloco detrás de ella, y la sujeto por los
brazos. Al hacerlo, algo llama mi atención: el brazo derecho de Barbara
tiene un pequeño morado y me da la impresión de que la pequeña herida
está recubierta de sangre seca. No estoy seguro; es casi inapreciable. Fijo
mi vista con más atención en la lesión y descubro un pequeño punto de
sangre coagulada. Carl solo tarda unos minutos en mojar la cara de Barbara,
ayudado de una pequeña toalla. Ella permanece quieta, con los ojos
cerrados. No habla.
Sé que es una locura y, además, algo imposible para una persona que
padece agorafobia; no obstante, si dejo a un lado su enfermedad y si me fijo
con detenimiento, el único testigo del caso tiene una pequeña herida
reciente, el hijo de la víctima la sitúa en la escena del crimen aquella noche
y Barbara no debe medir más de un metro setenta de estatura, como
indicaron los investigadores. Un escalofrío recorre mi cuerpo, y aunque sé
que es algo improbable el que ella tuviera algo que ver, mi instinto me
advierte de que debo seguir cada pista, cada huella que el caso me
proporcione.
—¿Te encuentras mejor? —le pregunta Carl. Barbara, al contacto con el
agua helada, va recobrando la serenidad perdida.
—Sí. Ya estoy bien. Es que, solo a veces, todo esto… toda la presión me
puede. Volvamos al comedor.
Una vez en el salón, me decido a preguntar a Barbara:
—Señorita Carlager, ¿puedo saber cómo se ha hecho esa raspadura en su
brazo derecho?
—¿Cómo? ¿Cuál? —Su cara, buscando la herida en el brazo, evidencia
incertidumbre y sorpresa. Le indico con el dedo dónde tiene la lesión.
—A decir verdad, no tengo ni idea. Tal vez, en alguna de mis caídas, de
mis desvanecimientos. No sé…
—Inspector, Barbara sufre síncopes. No sabría decirle —afirma Carl.
Suena mi móvil. Me alejo un poco y voy hacia el ventanal. No dejo de
mirar el chalé de los Barnis. Continúa precintado con la cinta policial.
—Buenos días, Anderson. Dime, ¿hay alguna novedad en el caso?
—¿Dónde estás? Pasé por tu apartamento, pero ya no estabas.
—Decidí venir a casa de los Carlager.
—¿No querías que llamara a la viuda para que conociera a los vecinos?
—Ya no hace falta, ellos ya estaban aquí cuando llegué.
—¿Ellos?
—Sí, la señora Barnis y el pequeño Stuart.
—Okey. Entiendo. Freud y Cheslo ya tienen el informe del ADN, y no es
bueno para la investigación. Tenías razón. La asesina es lista y escurridiza
—permanece un minuto en silencio.
—Te lo dije. ¿Qué es lo que refleja el informe?
—Que la muestra recogida en la ventana no corresponde a nadie que
tenga antecedentes policiales.
—¡Maldita sea! Jamás hemos estado tan cerca.
—Ya. Es una mierda.
—¿Han cotejado el ADN?
—Sí. El informe de los investigadores es decisivo y contundente.
Muestra de ADN no identificada en las bases de datos. El caso no pinta
bien. No hay testigos, no tenemos nada.
—Puede que tengamos algo más. Te dejo. Luego te cuento —le comento
en voz baja.
—Por cierto, el hombre por el que me preguntaste, el que cuida de la
chica…
—Cuéntame.
—Parece que está limpio. Ni una sola multa de tráfico. Por no tener, no
tiene ni coche. Sus cuentas bancarias permanecen sin cambios notables
desde hace años y no ha tocado la herencia de la chica; solo lo justo para
vivir ambos y, lo más importante, no tiene vicios ocultos. A su nombre solo
tiene un apartamento normal y corriente entre la Sexta y la Séptima de
Carnavial Street. Es la única herencia que le dejaron sus padres.
Aprovecho el ruido de sus voces y pregunto a mi fiel compañero y
amigo:
—¿Y qué hay de las facturas del teléfono? No me fastidies, Anderson.
Algo tiene que haber. Ese sujeto no es trigo limpio. Créeme.
—Tengo el informe entre las manos. Este tipo es un fantasma, no
aparece ninguna llamada entrante. Pero… sí hay un número al que llama
cada jueves sobre las cinco de la tarde.
—Su tarde libre.
—Quiero que llames y que investigues a quién pertenece.
—Ya lo he hecho, John. He llamado varias veces esta mañana. Está
apagado. Salta un contestador. He dejado un mensaje para que nos devuelva
la llamada.
—¿A quién pertenece? ¿Ya lo habéis localizado?
—Imposible. Se trata de un número de teléfono antiguo. Uno de esos
números con portabilidad. Los retiraron hace algunos años. Cuando
comprabas ese tipo de teléfonos no era necesario registrarse.
—Está bien. Cuando salga te llamo.
—Okey.
El caso no pinta bien. Lo sé. Y no sé si lo que voy a hacer suena
arriesgado o suicida para un policía, pero me veo obligado a intentarlo.
—Voy al coche. Vuelvo en unos minutos. Tengo que hacer unas llamadas
—miento.
—Aquí estaremos, inspector —afirma Barbara con una sonrisa en el
rostro.
En el coche, me decido a abrir la guantera; veo unos guantes de látex y
un par de tubos de ensayo. Los escondo en el bolsillo interior de mi
chaqueta. Regreso a la casa y me ausento unos minutos para ir al servicio.
Una vez en el aseo, cierro el pestillo. No hay pruebas, ni testigos. La
viuda y la amante están limpias. Solo me quedan ellos. No hay ninguna
prueba evidente para poder investigarles. Soy consciente de que lo que
estoy a punto de hacer se escapa de lo que un inspector debe realizar en un
caso ordinario; aun así, abro sin hacer ruido el armarito colocado al lado del
espejo del lavabo. En su interior y de cualquier manera, descansan un par de
peines, un par de cepillos de dientes, loción barata de afeitado para él,
colonia fresca de mujer y un par de gomas de pelo.
Me abro la chaqueta y saco los guantes del bolsillo interno. Me los
coloco y sustraigo un cabello del peine de Carl y otro del de Barbara. Los
introduzco en los dos tubos de análisis. Guardo todo en el bolsillo interno,
incluidos los guantes. Cierro la puerta y, con decisión, vuelvo con ellos.
Cuando aparezco en el salón, continúan hablando sobre la tormenta que
se avecina. Me despido de ellos explicando que me han llamado de la
jefatura. No puedo dejar de pensar en que tenemos que seguir el rastro de
ese teléfono desconocido al que llama Carl. Quizás no sea nada importante,
o tal vez sí. Llamaré yo mismo en cuanto llegue a la central.
Camino hacia el coche y observo el gris del cielo. Tienen razón; está a
punto de caer una buena tormenta.
CARL
Sábado, 4 de diciembre de 2010
En el año 2015, Ataraxia permaneció dentro del top 100 de libros más
vendidos de Amazon durante mucho tiempo. El segundo tomo de la trilogía
ocupó el número 1 de ventas de Amazon. Y el tercer libro de la saga
también ocupó los mejores puestos durante meses.
En el año 2019 participó en la Feria del Libro de Madrid. Años atrás estuvo
en la Feria del Libro de Valladolid. Ha colaborado en revistas y en
periódicos digitales escribiendo artículos sobre cultura y ocio.
Libros publicados:
Abey Dimothy jamás pensó que las pesadillas eran reales hasta que un día
descubrió que pertenecía a una de ellas.
Si despertaras y todo volviera a ser como hace unos meses, ¿qué crees que
te ocurriría?, ¿podrías olvidar experiencias que quizás nunca han sucedido?,
¿será nuestra protagonista lo suficientemente valiente como para formularse
la pregunta clave que le descubra lo que está pasando?
TORMENTA CRUEL
TORMENTA CRUEL: THRILLER PSICOLÓGICO
Barbara Carlager, una chica de clase alta de Nueva York con problemas de
ansiedad y ataques de pánico, pierde a sus padres con tan solo doce años en
un accidente de tráfico. Cinco años después, sus problemas psicológicos se
agravan y desarrolla una severa agorafobia que no le permite salir de casa,
donde se siente protegida del mundo exterior, hasta el 2 de diciembre de
2010, noche en la que se produce un sangriento asesinato en el chalé de
enfrente. Esto desencadena mucha más ansiedad e inestabilidad en su frágil
salud mental. Mientras tanto, la policía de Nueva York busca sin descanso a
una asesina en serie que comete sus atroces crímenes firmándolos
cruelmente. A priori, y por la firma tan característica que deja en todos sus
homicidios, se valora que el último asesinato corresponde a dicha mujer,
cuya impronta eriza el vello a toda la ciudad.
Tormenta Cruel es un thriller psicológico donde lo real se entremezcla con
lo irreal, donde las apariencias no son lo que parecen y donde el bien y el
mal se sostienen sobre un frágil hilo que podría quebrarse en cualquier
instante.