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Mercedes Albert Marín

Todos los derechos reservados


ISBN 9798870620459
Kindle Direct Publishing
Independently Published
Paperback Edition 2023

TORMENTA CRUEL

Mercedes Albert Marín


A mi abuela Josefa.
Tu estrella guía mi camino.

¿Por qué nos caemos, Bruce?


Para aprender a levantarnos…
BATMAN BEGINS

Dile a tu tormenta que no conoce a mi Dios.


ANÓNIMO

Y una vez que la tormenta termine, no recordarás cómo lo lograste,


cómo sobreviviste. Ni siquiera estarás seguro de si la tormenta ha
terminado realmente. Pero una cosa sí es segura: cuando salgas de esa
tormenta, no serás la misma persona que entró en ella. De eso se trata
esta tormenta.
HARUKI MURAKAMI
INDICE
CHRISTINE

BARBARA

BARBARA

BARBARA

CHRISTINE

CARL

JOHN

BARBARA

CARL

JOHN

ROSE

ANN BARNIS

CARL

BARBARA

JOHN

CARL

BARBARA

CHRISTINE

ROSE
JOHN

CARL

ROSE

BARBARA

ROSE

CHRISTINE

BARBARA
CHRISTINE
Viernes, 2 de diciembre de 2005

¿A lguna vez has sentido que te falta el aire? A mí me ocurre a menudo.


Especialmente hoy, esa sensación de angustia no me permite pensar
con claridad. Me duele tanto la cabeza que temo me estalle en tan solo unos
minutos. Tengo miedo, más del que cualquier persona podría soportar.
Estoy jadeando y evito sentir que me estoy ahogando. Además, toda la casa
está en penumbra y eso no ayuda.
Hace un instante se ha ido la luz; debe de ser por la maldita tormenta que
hay fuera.
De niña, el ruido de los truenos me ponía enferma y buscaba algún sitio
donde esconderme. Y ya no. Ahora son ellos los que deberían tenerme
miedo. Ahora yo soy el trueno.
Llevo demasiado tiempo intentando disfrazar la voz que escucho dentro
de mí. De hecho, finjo que no existe, que no la oigo.
Todos poseemos en nuestro interior el bien y el mal a partes iguales.
Ahora lo sé. Y aunque soy consciente de que la parte malvada está a punto
de emerger, no tengo miedo. Ya no. No se puede reprimir la fuerza de un
océano. Es imposible.
Las manos me tiemblan. Quiero no fijar la vista en el cuchillo que
sostengo. No obstante, su reflejo es tan tentador para mí que «la sed» me
incita a que lo intente, a que haga justicia.
Reconozco que este preciso momento determinará toda mi vida, que mis
actos modificarán la persona que soy y en la que estoy a punto de
convertirme.
Siempre recordaré esta noche como el instante en el que la tempestad
logró engullirme y me dejó sin aliento… Me transformó.
En ocasiones, las tormentas nos tocan y no nos hunden; nos regalan
fortaleza. En cambio, otras tempestades nos ahogan privándonos de nuestra
libertad, pues nos convertimos en sus prisioneros por siempre jamás.
La mía es verdadera, lo sé; sus truenos y sus malditos relámpagos me
están ayudando a descubrir mi esencia y a escuchar mis demonios.
A partir de este momento todo comienza a revelarse ante mí. En mi
mente solo hay un nombre que se repite una y otra vez, como un dulce
susurro: Barbara, Barbara, Barbara.
BARBARA
Jueves, 2 de diciembre de 2010

C uando una tormenta cruel irrumpe en tu vida, solo tienes dos


opciones: ahogarte en ella o ser fuerte.
Desgraciadamente, a mí me pasó por encima. Me temo que mi
fortaleza no resistió lo suficiente.
En Japón, creen en una preciosa historia que me acompaña desde aquella
sacudida brutal. Piensan que, cuando un objeto ha sufrido daños, este se
vuelve más bello. Por ese motivo, reparan los objetos rotos con oro. No
tratan de ocultar sus defectos ni sus grietas. Muestran al mundo que, aunque
son imperfectos y frágiles, también son resilientes, capaces de recuperarse y
de hacerse mucho más fuertes. Si me siento débil y vulnerable, me refugio
en el encanto de esta extraña fábula.
A día de hoy, la tempestad sigue siendo feroz y todavía permanece esa
angustia en mi interior, pero de vez en cuando se lo pongo difícil y me
resisto a caer en sus redes. Dicha tormenta sacudió todo a su paso, me
rompió por dentro y se llevó mi alma lejos, muy lejos de aquí. Soy
consciente de que jamás dejaré de sentir su quemazón en lo más íntimo de
mi ser.
Cuando el dolor es tan desgarrador, te conviertes en otra persona. Ahora
soy otra Barbara.
Ese dolor es un tipo de sufrimiento que te debilita y te devora muy
despacio.
¿Por qué este tipo de sacudidas nos duelen tanto? Porque nadie nos
enseña a cobijarnos de algo tan escalofriante que te deja inmóvil y carente
de tu ser.
El vacío interior es indescriptible, a la par que doloroso. Si se lo
permites, te quedas hueco de cualquier sentimiento y dudas hasta de la
persona que eres.
Si sientes que la tormenta desea poseerte, respira profundamente y sal de
ese bucle. Ve a una gran montaña, permite que la tenue luz de la luna guíe
tus pasos, camina aunque no sepas hacia dónde te diriges, busca un
acantilado, acércate a su precipicio, siéntate y cierra los ojos. Siente cómo
el viento juega a despeinar tu cabello.
Sonríe y piensa que tu vida comienza de nuevo.
No permitas que ninguna tormenta te transforme en otra persona. No
dejes que gane la batalla.
BARBARA
Jueves, 2 de diciembre de 2010

(Dos días antes de la tormenta)

E l dichoso «tictac» del reloj de la cocina se introduce en mi cabeza.


Miro cómo Carl vierte la leche en la jarra y me sirve un humeante
café descafeinado con leche. Nunca ha sido un cocinillas; no
obstante, he de reconocer que le pone ganas.
—¿Con el café te apetece algo dulce?
Sin ser apenas consciente me quedo mirándole: su aspecto inocente le
proporciona menos años de los que en realidad tiene. Posee una
masculinidad cuidada. Las gafas de pasta retro, el porte esbelto y el cabello
castaño lo convierten en un hombre muy atractivo. Se enorgullece al pensar
que no es el típico treintañero que permanece soltero por unos falsos
ideales. Él cree que compartir la vida con alguien te resta y no te permite
vivir experiencias de todo tipo. Aunque no lo entiendo del todo, lo respeto y
lo quiero, pues ha permanecido a mi lado desde que mi mundo comenzó a
tambalearse…, desde hace cinco años, desde que ellos ya no están.
En todas las historias existe un antes y un después. En la mía en
particular, el «antes» llegó de forma tan brusca que el mundo se me vino
abajo, y me arrastró tan cruelmente que aún duele. Y el «ahora» es la
pesadilla en la que continúo sumida.
Carl era la mano derecha de mis padres y desde hace cinco años se ha
convertido en la mía. Era necesario e inevitable formalizar la situación.
Desde el accidente, él aceptó vivir conmigo y hacerse cargo de una chica
inestable de diecisiete años que, en resumidas cuentas, soy yo.
Desde que tengo uso de razón, he visitado muchísimas salas de
psiquiatras, decenas de profesionales de la sanidad, o «investigadores de la
psique», así se refería mi madre a mis terapeutas en un acto de parecer aún
más culta de lo que era, si eso era humanamente posible, hecho que dudo.
Para mi madre Harried, una estresada e inteligentísima abogada de
Nueva York, era primordial que su única hija no cayera en las redes de la
enfermedad de los últimos tiempos: la ansiedad, que amenazaba con
poseerme. En cambio, para mi padre Jacob, no era necesario que con tan
solo ocho años me llevaran de un lado a otro con el objetivo de analizar mis
extrañas conductas. Mi padre era banquero y tenía un horario más normal
que el de mi madre; su tarea principal, otorgada por la controladora de su
esposa, era llevarme a los mejores psiquiatras de la ciudad. Él asumió
aquella responsabilidad sin vacilar un segundo, como todas y cada una de
las indicaciones de mi madre.
A menudo, el hipnótico ruido del reloj de la cocina me transporta hacia
recuerdos del pasado, tal y como está a punto de sucederme en estos
momentos…
—Papá, hace poco que estuvimos en otra consulta. ¿Por qué tengo que
venir a estos sitios tan aburridos cada semana?
Interrogué a mi padre con tan solo diez años. Esta pregunta lanzada a mi
progenitor no era la primera vez que se la hacía. Eso lo recuerdo. Está
grabado en mi mente. Y me acuerdo del chico de tez oscura y ojos color
negro azabache que estaba frente a mí, esperando al loquero de turno. Por
un momento, descubrí en su rostro una especie de amarga sonrisa. Me giré
para saber qué hacía mi padre; estaba distraído hojeando una revista. Decidí
mirar a ese desconocido y devolverle el gesto a modo de complicidad.
Observé a aquel niño fijamente y perfilé en mi rostro una especie de
sonrisa. Estaba tan atemorizado como yo. Por eso, siempre recordaré aquel
momento. En ocasiones, los locos nos entendemos con tan solo mirarnos.
La locura es más fácil de diagnosticar que cualquier otra dolencia. Nadie
puede comprobar de dónde proviene.
Tal vez, en otro mundo o en otro momento de la historia, dicho gesto
inocente hubiese carecido de importancia, pero para mí y en mis
circunstancias, era todo un desafío, pues no solía sonreír muy a menudo. No
tenía motivos para hacerlo. Era poseedora de cualquier capricho que se
pudiera comprar con dinero. Sin embargo, jamás sentí la impresión de ser
una hija querida y escuchada por sus padres. Más bien, siempre fue todo lo
contrario. Para ellos, me convertí en un lastre, un peso pesado insostenible
en más de una ocasión.
Sus repetidas ausencias fomentaron que padeciera un vacío infinito y una
terrible sensación de abandono.
De pronto, ante la entrada de una enfermera rellenita y con expresión,
aquel niño y yo decidimos esconder nuestra sonrisa.
—¿Barbara Carlager?
—Sí. Soy yo —afirmé mientras mi padre dejaba la revista encima de una
mesita y me ofrecía su brazo para que nos adentráramos en la fría sala del
psiquiatra asignado.
Caminamos detrás de la misma enfermera por un interminable pasillo
repleto de puertas cerradas. Despachos que, en su interior, recogían los
secretos más profundos de niños especiales que estaban muertos de miedo
como yo. Nos detuvimos en la última puerta del inacabable pasaje, en la
única en la que no se escuchaban ni gritos ni llantos. Sin duda alguna, esa
ausencia de ruido me producía mucho más temor.
Con decisión, la sanitaria giró el pomo de la puerta y nos invitó a entrar,
no sin antes advertirnos que el médico vendría en los próximos minutos.
Mientras tanto, mi padre, haciendo gala de su experiencia en estos lugares,
me indicaba que debía tumbarme en el diván, que nos miraba atrevido, y
que él se acomodaría en la silla contigua al sofá.
—Antes no me has contestado —insistí.
—Ya sabes la respuesta, Barbara. En ocasiones, eres algo inestable, y
hoy en día, la medicina ha evolucionado y todos podemos disfrutar de ella.
—¿Realmente lo dices en serio?
No hizo falta que mi padre me mintiera, yo ya conocía su respuesta. Ser
inestable era una tara para la sociedad en la que vivíamos.
La irrupción de un doctor de bata blanca y rostro sereno cortó nuestra
conversación fallida.
—Buenas tardes, soy el doctor Waster. Tú debes de ser Barbara,
¿verdad? —me preguntó mirándome y hablando muy despacio, como si por
hacerlo pudiera entenderle mejor. A ojos del mundo, yo estaba algo
desequilibrada, pero no sorda.
Asentí con la cabeza. No era la primera vez que me hablaban como si
estuviera chalada y no pudiera entender el lenguaje. Cuando pasas por
tantos gabinetes psicológicos, te acostumbras a que te miren o hablen de
forma extraña. Sin duda alguna, ese siempre fue el menor de mis
problemas. Nunca me afectó en absoluto. Ya lo había normalizado.
—Barbara, voy a realizarte una serie de preguntas. ¿Estás preparada?
—Lo estoy.
—¿Eres feliz en la casa donde vives?
—No sé qué es la felicidad, pero tengo todo cuanto deseo.
—Barbara, no te he preguntado si tienes todo lo que deseas. He sido muy
conciso en mi pregunta.
Mi cara, pálida como el hielo, le descubrió una pequeña parte de mí que
deseaba mostrarse. Tras unos segundos, volvió a formular la pregunta:
—¿Eres feliz con tus padres?
Me quedé en shock: era la primera vez que un médico quería conocer
realmente cómo me sentía. El doctor Waster, al comprobar que me había
quedado sin habla y mirando de soslayo a mi padre, le pidió que se
ausentara unos minutos de la sala. Este, refunfuñando, salió no muy
convencido. Al instante, ambos proseguimos.
—Barbara, este lugar es un sitio seguro. Puedes responder con total
libertad y como consideres a cada una de mis preguntas. En el caso de que
no quieras responder a alguna, solo tendrás que decírmelo y seguiremos con
la siguiente, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
—Retomo la pregunta anterior: ¿eres feliz con tus padres?
—No sabría qué contestarle, doctor. ¿Qué es la felicidad? Si se refiere a
si me compran todo lo que les pido, le vuelvo a contestar que sí.
—No me refiero a cosas materiales. ¿Te sientes querida por ellos,
Barbara? Sé que esta pregunta es dura para una niña; no obstante, si quieres
que de verdad te ayude, debes ser franca conmigo, ¿te parece?
Levemente, asentí con mi cabecita.
—Ellos no paran mucho en casa. Y cuando están, siempre tienen que
ocuparse de cosas del trabajo. No sabría qué decirle. Imagino que no, la
verdad.
Las últimas palabras que pronuncié salieron directamente de lo más
profundo de mis entrañas. Ante mi sorpresa y la de aquel médico de bata
blanca, el tiempo se detuvo unos instantes, ya que fue la primera vez que
me atreví a pronunciarlas.
—¿Podrías explicármelo un poco mejor? Me gustaría entender por qué
eres infeliz con ellos.
—Tengo todo lo que quiero. Si me gusta algo, al día siguiente mandan a
Carl para que me lo compre. Si quiero un vestido nuevo, al día siguiente lo
tengo en una percha, en mi armario. El problema es que no pasan tiempo
conmigo. Tampoco juegan conmigo.
—¿Quién es Carl?
—Carl es la mano derecha de mis padres. Con él paso la mayor parte del
día. Ellos siempre están trabajando o en fiestas con sus amigos snobs.
—Entiendo.
Sin saber muy bien por qué, continué vaciando todo el cajón maloliente
que había en mi interior. Era la primera vez que alguien quería escucharme
de verdad. Aparte de Carl, claro. No podía desaprovechar la oportunidad.
Acto seguido, el doctor Waster bajó la mirada y comenzó a leer lo que,
imagino, sería mi informe.
—Tu ficha señala que, cuando tu padre llamó para concertar esta cita, la
enfermera le preguntó ciertas cosas. La señorita Brackfor apuntó que tus
progenitores viajan constantemente por temas de trabajo y que tú pasas
largos períodos de tiempo sola. Ahora relaciono a Carl con estas ausencias.
¿Estoy en lo correcto, Barbara?
—Así es. Carl siempre está conmigo. Me cuida y me quiere.
—¿Quieres decir que sientes que tus padres no te quieren en absoluto?
—No solo lo creo, estoy segura de ello. Para la galería, ellos son los
padres modélicos. No se pueden permitir el lujo de presentar en sociedad a
su única hija enferma, con ataques de ansiedad y pánico.
—Barbara, he de decirte que me ha impresionado la madurez que tienes
para tu edad. Además, nunca ningún paciente había sido tan sincero en la
primera consulta.
—Doctor Waster, nunca jamás ningún terapeuta me había preguntado
con la única y principal intención de entenderme. Ellos solo me analizan,
como un ratón de laboratorio, y me atiborran con toda clase de pastillas.
Luego de unos sesenta minutos de miradas sospechosas por parte del
psiquiatra, que intentaba encontrar la verdad que escondía cada una de mis
respuestas a sus preguntas, me levanté del diván, no sin la autorización
esperada. Me acomodé en la silla contigua a la de mi padre, que, tras el
aviso del doctor para que volviera a entrar, caminó de forma arrogante y se
sentó sin articular palabra y sin tan siquiera mirarme. Ambos estábamos
expectantes de saber su conclusión, y observábamos con detenimiento y en
el más estricto silencio cómo el «profesional de la psique» redactaba un
informe con toda clase de detalles, haciendo pausas breves para dar más
seriedad y tensión a la escena.
Un papel impreso le fue dado a mi padre y yo me moría de ganas de
saber qué iba a determinar el doctor Waster.
—Tras examinar concienzudamente todas las respuestas dadas por su
hija, me gustaría andarme sin tapujos. Barbara debe continuar con terapia.
Deberíamos empezar con un par de días a la semana y no descarto una
tercera sesión semanal. Su hija denota una evidente sensación de abandono,
lo que se denomina trauma infantil. Con el tiempo, el tipo de trastorno que
padece su hija, si no se trata desde el inicio, podría desencadenar en algo
mucho más complejo y más difícil de erradicar.
La perplejidad en la cara de mi padre hacía presagiar lo que en unos
instantes iba a ocurrir. No obstante, el doctor dejó a un lado la actitud
inapropiada de mi padre y prosiguió con la reflexión de nuestra terapia:
—Barbara refleja soledad y desamparo, y me temo que el problema que
sufre podría venir ocasionado por parte de ustedes. De forma inconsciente,
muchas veces damos por válidos comportamientos con nuestros familiares
que, a menudo, no son los más apropiados. No quiero que usted piense que
estoy juzgando la forma de educar a su hija; sin embargo, me veo en la
obligación de expresar lo que siente Barbara y cómo esos sentimientos le
afectan en su personalidad. Es más, me atrevería a dictaminar que si no le
prestan más atención y cambian su propio comportamiento, el problema
severo de ansiedad que sufre y las crisis de pánico de su única hija podrían
derivar en pocos años en un grave trauma mucho más difícil de tratar si un
terapeuta no se ocupa a tiempo.
—Doctor Waster, no voy a discutir con usted sobre la salud mental de mi
hija. Por sus palabras, no está valorando profesionalmente a Barbara. Es
más, no tiene ni puñetera idea de lo que le ocurre. Jamás ningún médico se
había atrevido a juzgarme como padre de esta manera tan descabellada. No
tengo nada más que hablar con usted.
—No le estoy juzgando, señor Carlager. Solo estoy haciendo mi trabajo,
que, en este caso y si usted me lo permite, es ayudar a Barbara. Si ha
malinterpretado mis palabras, le pido disculpas.
Mi padre tomó la reflexión del psiquiatra como un ataque directo, se
sintió ofendido. Sin mediar palabra, me ordenó que me levantara y, al
segundo, desaparecimos de la sala donde por primera vez yo había sido
valiente para afirmar lo que verdaderamente sentía mi corazón. Como era
de esperar, jamás volví a ver al doctor Waster. Ni volvimos a sacar jamás el
tema.
El matrimonio de mis padres era modélico a ojos de los demás. Gozaban
del máximo éxito en sus carreras. Eran invitados a las mejores fiestas y no
podían permitir que la gente pensara o comprobara de primera mano que su
única hija sufría graves problemas psicológicos.
Ambos viajaban mucho. Mi madre era reclamada por los mejores
despachos de abogados de todo el Estado y mi padre terminó por dejar su
trabajo y se dedicó a acompañarla. Yo me crie con Carl. Él se hacía cargo
de mí y yo lo quería por eso, entre otras muchas cosas.
Tan exitosa era la carrera de mi madre que el mejor bufete del país le
ofreció una «cifra inigualable, a la que, evidentemente, no podía negarse»,
palabras textuales de ambos. Recuerdo la mañana en que me sorprendieron
con dicha noticia. En mi caso, ha habido más de un antes y un después. No
obstante, desde aquel día mi vida comenzó a tambalearse de una forma
cruel.
Aún escucho el sonido de multitud de llamadas de teléfono dando la
enhorabuena a mi madre. Yo estaba ensimismada, desayunando. Recuerdo
que Carl me servía ración doble de cereales con miel, mis preferidos. Solo
me los ofrecía cuando algo malo iba a ocurrir, como los cambios de colegio,
compañeros nuevos… En esta ocasión, sabía que la tormenta a la que iba de
cabeza sería algo determinante en mi vida. Él me conocía bien y podía
sentir la sacudida que estaba a punto de pasarme por encima.
—Gracias, Carl —susurré cabizbaja.
—De nada, Barbara. Tus padres quieren hablar contigo de algo
importante.
—No hace falta que me lo digas. Lo sé. Es lo mismo de siempre.
Me quedé suspendida en un silencio al que sucumbí por completo; sin
remediarlo, caí inevitablemente en aquella ausencia de ruido.
La voz de Carl me devolvió a la realidad.
—¿Estás preparada?
Asentí con la cabeza y continué removiendo mis cereales con miel. Por
suerte, el susurro de Carl me ayudó a no ahogarme en aquella tormenta.
—Cuanto antes mejor.
—Estaré a tu lado. Como siempre. Quiero que lo sepas —me susurró al
oído y yo esbocé una especie de sonrisa amarga.
—¿Puedes dejarnos un minuto a solas? —preguntó educadamente mi
padre a Carl.
—Por supuesto, señor. Estaré preparando las maletas —respondió con
solemnidad.
—¿Maletas? ¿Otro viaje de trabajo? —pregunté a mi madre, que se
estaba acomodando a mi lado. Mi padre se situaba, como de costumbre, en
un cómodo segundo plano, detrás de ella.
—Sabes que te queremos mucho, ¿verdad, gusanito?
«Gusanito» era la forma graciosa con la que se refería mi madre para
intentar que nuestra fría relación no lo pareciera tanto. Con desgana, asentí
con un leve movimiento de cabeza y esperé a que esta vez la noticia no me
doliera demasiado.
—Me han ofrecido ser la abogada ejecutiva y directora del despacho más
poderoso de todo el Estado. Es una oferta que no puedo rechazar. Se trata
de una cifra inigualable, a la que no puedo negarme. Debes entenderlo.
—¿Otra vez cambiamos de colegio o de ciudad? —pregunté con
resignación, pues la decisión, fuera cual fuera, ya estaba tomada. Eso era lo
único que sabía.
La sensación de abandono volvía a mí a un ritmo galopante. Quizás se
trataría de unos meses, a lo sumo un año. Era imposible predecirlo. Daba
igual lo que fueran a decirme; yo ya era conocedora de que otro cambio
venía de camino.
—No exactamente. Hemos hablado con varios terapeutas y nos han
aconsejado que para tu ansiedad no sería bueno cambiar de nuevo ni de
colegio ni de residencia. Carl cuidará de ti hasta que volvamos.
—¿Se puede saber de cuánto tiempo estamos hablando? —pregunté con
tristeza, rabia y desesperanza.
Segundos después, comencé a notar cómo la habitación daba vueltas.
Intenté agarrarme a la mesa de la cocina, aunque no logré conseguirlo.
—Estimo un año, tal vez algo más —sentenció mi madre. Mis ojos
comprobaron cómo su frialdad y mi progenitora salían de la cocina sin
mirar atrás.
Mi padre, aquel hombre distante que solo se preocupaba por mi salud
mental, salió en busca de Carl para que acabara con el «proceso».
—¡Carl! ¡¿Dónde demonios están las pastillas de Barbara?! ¡Está muy
pálida! ¡Creo que se está mareando! —gritó mientras salía despavorido de
la cocina.
El sonido grueso de su voz es lo único y último que logré escuchar antes
de quedarme en blanco, desmayarme y caer de la silla. No era la primera
vez que me ocurría, pero sí la primera que me dolió de verdad. Y no hablo
de la caída física, me refiero al desgarro en mi interior.
Tras una crisis de pánico, mi fiel amigo siempre actuaba de la misma
forma. Las caricias que Carl dibujaba en mi cara eran el mejor
tranquilizante natural. Siempre me despertaba del mismo modo: con los
dedos, me hacía cosquillas y lograba desvelarme del letargo en el que sin
querer me veía sumida. Cuando conseguí abrir los ojos, aprecié el rostro de
preocupación de Carl. Miré a mi alrededor; por la ausencia de luz intuí que
había pasado mucho más tiempo desde mi desmayo hasta que logré volver a
mi ser.
—¿Dónde están? ¿Ya se han marchado? —le pregunté. Mi único amigo
en el mundo continuaba masajeando la cara de una niña asustada de doce
años.
—¿No te acuerdas de nada, Barbara?
—No. Solo que me desmayé en la cocina.
Aún me acuerdo, como si fuera ayer, de dónde estábamos. Nos
encontrábamos en mi habitación; yo permanecía tumbada en la cama. Mi
cuarto siempre desprendía el mismo aroma. Difícil desprenderse de ese olor
tan característico a enfermedad y a pastillas. De hecho, lo primero que mis
ojos vieron fue la pila de antidepresivos y ansiolíticos recién traídos de la
farmacia, que descansaban en la mesita de noche. El gran ventanal que
decoraba la estancia estaba abierto y el fuerte viento golpeaba con violencia
las cortinas. El sonido de la lluvia cayendo me relajaba y conseguía
tranquilizarme. La humedad empañaba la habitación y la oscuridad de la
tormenta que había en el exterior me daba un poco de miedo. En ese
momento, intenté recordar con todas mis fuerzas que no estaba sola en el
mundo. Contaba con él. Tenía a Carl.
—Pareces nervioso. ¿Estás bien? —Él no dejaba de temblar y yo temía
que estuviera enfermo.
—Sí, es solo que… nunca te había visto así. ¿Qué es lo último que
recuerdas antes de desmayarte?
Su cara reflejaba una extraña incertidumbre e incluso terror.
—No lo sé exactamente. Todo pasó muy deprisa. Papá y mamá estaban
hablando de su nuevo trabajo y de que estarían fuera alrededor de un año, o
algo más. Después, noté un hormigueo por todo el cuerpo y la cocina
comenzó a dar vueltas. Luego no hay nada más, no hay recuerdos, no hay
nada.
—Está bien. Tranquila. No quiero que te alteres. —Con cuidado, me
ayudó a levantarme de la cama.
Ese fue el último día que vi a mis padres con vida y el primer brote
importante que recuerdo. Después vinieron muchos más. No obstante, ese
momento fue decisivo y tuvo lugar en mitad de la peor tormenta que
recuerdo.
En ese instante… comenzó todo. Ojalá lo hubiera intuido por aquel
entonces.
El sonido feroz del teléfono del salón hizo que Carl fuera hacia allí con
paso firme y decidido, acorde a como era él.
—¿Diga?… ¡No puede ser!… Está bien… Entiendo.
Lo siguiente que escuché fue cómo el teléfono caía rodando por el suelo.
De un salto y sin pensar, salí corriendo por el pasillo. A lo mejor mis
ataques eran contagiosos y Carl se habría desmayado, de ahí que hubiese
tirado el teléfono. Ahora sé que es ridículo pensar de aquella manera, pero
era la única que tenía una inocente niña de doce años.
No obstante, nada más lejos de la realidad. Cuando irrumpí en el
comedor, advertí, por su cara de desconcierto y el teléfono hecho añicos en
el suelo, que algo muy malo acababa de producirse. Me aproximé a su lado
y él me abrazó con fuerza, como si el mundo fuera a desvanecerse delante
de mí en los siguientes minutos.
—¡¿Qué ocurre?! Me estás asustando. —Intenté centrar la vista en él.
—Un momento, debes tomar la medicación primero —fríamente me
indicó y se fue del salón.
Todavía recuerdo aquella sacudida heladora. Tenía frío, pero no era una
sensación normal derivada de aquella tormenta. Ese helor recogía vacío y la
desolación más absoluta. El temporal había empeorado. Las ventanas del
salón estaban cerradas, el fuerte viento y la copiosa lluvia golpeaban con
garra el cristal y amenazaban con romperlo. Mientras llegaba Carl con las
dichosas pastillas, me acerqué al ventanal y, sin saber muy bien el motivo,
abrí tímidamente una cristalera. La tempestad me saludó y jugó a
despeinarme. La tromba de agua mojó sin piedad mi pijama. Estaba
asustada, más de lo que he estado nunca. Necesitaba respirar y no lograba
hacerlo con normalidad. La tormenta deseaba poseerme, y yo estaba a punto
de desfallecer permitiéndome caer en sus redes. Un instante después, la
habitación comenzó a girar. Así siempre empieza todo. Siempre. Lo
siguiente que vino a continuación fue el temido desmayo. Esta vez, Carl
llegó a tiempo, me dio un par de pastillas, un ansiolítico y un antidepresivo,
junto con un vaso lleno de agua. Me obligó a tomarlas y a acomodarme en
el sofá de piel preferido de mi padre. Al minuto, y gracias a la medicación,
el salón se dibujó de nuevo como debía estar, inmóvil.
Intenté y conseguí con todas mis fuerzas volver a la realidad, luchando
por no caer en otro brote de ansiedad y desvanecimiento. Durante el
proceso, vi que Carl cerraba de golpe la ventana y corría las cortinas. Un
segundo después, cubrió mi cuerpo debilucho con una manta.
—Espera aquí. Voy a traerte un vaso de leche. —Se dirigió hacia la
cocina. Quería ganar tiempo para decidir cómo contarme lo que había
pasado.
—¡No quiero ese maldito vaso de leche! ¡Quiero saber qué está
ocurriendo! —grité, pero mis quejas no fueron atendidas. Carl llegó con una
bandeja, con una taza de leche caliente y un par de galletas de chocolate.
—Escúchame bien, Barbara. —Tomó mis manos entre las suyas—. Tus
padres han tenido un accidente —confesó de manera rápida y concisa.
—¡No puede ser! ¡¿Qué ha pasado?! —volví a gritar, y fue tal el salto
que di del sillón que tiré la bandeja, ensuciando la carísima alfombra de mi
madre. Quedó todo desparramado por el suelo: galletas, leche, mis miedos,
mis enfermedades mentales…
Solo conseguí dar dos pasos hasta que la vista comenzó a hacer de las
suyas. La ansiedad deseaba invadirme otra vez. Presa del pánico más
absoluto, me di la vuelta buscando la ayuda de Carl, que permanecía de pie
mirándome.
—¡Necesito algo más! ¡Te lo ruego, Carl! Noto que estoy a punto de
caerme —mendigué.
En ese preciso momento, él vino hacia mí y, sin mediar palabra, me
abrazó.
—Tranquila. Yo cuidaré de ti. Ya has tomado las pastillas. No puede
ocurrirte nada. En unos minutos comenzarán a hacer su efecto.
Agradecida por tenerle a mi lado, me sumergí en su cálido abrazo, cerré
los ojos y me permití descansar en él tan solo unos segundos.
Tras aquel minúsculo respiro, logré articular la pregunta que más temía:
—¿Qué ha pasado?
—Un accidente en la carretera. Aún es muy pronto para determinar qué
ha ocurrido, pero los indicios apuntan a que la lluvia y la tormenta hicieron
que perdieran el control del coche.
—Están vivos, ¿verdad? ¡Dime que están vivos! ¡Te lo ruego! ¡Dímelo!
—pregunté chillando y rota de dolor, pues temía la respuesta.
—No, Barbara. Imaginé que… ya lo habías supuesto.
—¡¿Por qué iba a suponer tal cosa?! —continué voceando encolerizada.
—¿De verdad me estás diciendo que no recuerdas nada?
—¿Por qué iba a mentirte, Carl?
El rostro de Carl reflejaba confusión, angustia, miedo…
—¿Cómo iba yo a saber lo del accidente?
—Según me explicó el policía que llamó, derraparon en la carretera y
cayeron al vacío en el precipicio más próximo a Narwest Road. Del impacto
tan brutal, el coche comenzó a arder y se convirtió en una gran bola de
fuego. Lo siento mucho.
Recuerdo cómo me hundí en aquel abrazo a modo de salvavidas. El
tiempo se detuvo. Lloré y me desgañité hasta quedarme sumergida en su
pecho, sin voz y sin lágrimas.
—Ahora debes vestirte. Los inspectores están a punto de llegar. Mientras
tanto, iré llamando a tu terapeuta. Tendrá que reforzarte la dosis.
BARBARA
Jueves, 2 de diciembre de 2010

(Dos días antes de la tormenta)

—¿A ún Por
no me has contestado, Barbara?
mi cara de no saber a qué se refiere, Carl comienza a
reírse. Entonces, los recuerdos me inundan y me dejo llevar por ellos, les
doy la mano e inicia el viaje. Él es conocedor de que me ocurre muy a
menudo. Me invento un mundo en el que todo es felicidad, en el que no
estoy enferma y en el que Carl lo invade todo, pues es lo único que poseo:
su amor. No sé de qué amor se trata, tampoco me importa demasiado,
porque soy consciente de que es el único que he conocido y el que es
verdadero.
—Con el café está bien, Carl —le contesto y sonrío tímidamente.
En la madurez he entendido que sobrevivir a una tragedia de esa
dimensión, siendo una niña inestable y solitaria de doce años, fue algo más
que duro. No obstante, siempre conté con la inestimable ayuda de Carl. Él
nunca me abandonó. Con él jamás padecí el abrumador sentimiento de ser
reemplazada por fiestas o por ofertas de trabajo, sino todo lo contrario a lo
que usualmente hacían mis padres.
Tras la cruel e inesperada muerte de mis progenitores, la dura
investigación de la policía de Nueva York y el persistente tratamiento de
Rose, mi terapeuta, conseguí salir adelante y logramos que Carl se
convirtiera en mi tutor legal. De la noche a la mañana, se mudó a casa y se
transformó en la figura familiar que necesitaba.
Cinco largos años han transcurrido desde aquel fatídico accidente, del
que yo también sufrí duras consecuencias. Cinco largos años en los que
nunca más tuve el valor de enfrentarme con la realidad y, voluntariamente,
decidí encerrarme entre estas cuatro paredes por siempre jamás. Abandoné
mis estudios y a los pocos conocidos que había tenido ese último año en el
instituto NewHapson. Tengo que reconocer que nunca fui lo que se dice una
chica muy popular.
He de confesar que lo que me impactó fue comprobar que nadie llamó
preguntando el motivo de que no volviera a clase. Ahora solo es una
anécdota más, pero en aquel momento eso también me dolió. ¿Tan invisible
era para el resto del mundo? Solo mi tutora, Violet Maquenson, llamó en
repetidas ocasiones, interesándose por mi estado. Carl se ocupó de contarle
mi nueva y dolorosa situación. Ahí quedó la cosa. Nunca más supe nada del
frío instituto NewHapson. Mi terapeuta Rose insiste en la idea de que algún
día lograré vencer mi agorafobia.
Desde entonces, habito en la misma casa familiar, rodeada de los
mejores amigos que alguien podría tener: libros. Disfruto de su lectura día y
noche. Los días pasan a veces más rápidos, a veces más lentos. Rose viene
cada mañana y, por las tardes, intento escribir algo. Llevo queriendo relatar
la historia de mi vida a modo de catarsis; sin embargo, cada vez que lo
intento, cientos de lágrimas recorren enajenadas a través de mis pálidas
mejillas y tengo que dejarlo por donde empecé.
A mis diecisiete años, y si mi padre estuviera vivo, sé con exactitud qué
es lo que me hubiera dicho o cómo hubiera actuado: «Necesitas nuevo
terapeuta, eso está claro». Yo hubiera mostrado mi disconformidad, pues
Rose está a mi lado desde el accidente de mis padres y, en cierto modo, no
me imagino contando otra vez mis miserias a alguien totalmente
desconocido.
Voy disfrutando del café de Carl. Vibra el timbre de la puerta; distraída,
le aviso que vaya a abrir. Yo podría hacerlo, suena fácil; desde el comedor
hasta la puerta de entrada no hay distancia considerable para una persona
normal. Pero soy consciente de que yo no soy una persona común y
corriente; para mí es toda una aventura, pues el tipo de agorafobia que
padezco es de las más severas. Ventanas cerradas herméticamente. Todo con
tal de no sentirme amenazada por ningún factor externo. De hecho, la
última vez que estuve en contacto con el exterior fue el día de la tormenta,
la noche en que murieron mis padres. Recuerdo cómo abrí el ventanal y
cómo la lluvia me empapó. Hasta puedo recordar el olor a hierba mojada y
cómo el frío viento movía mi cabello. Echo de menos esas sensaciones. Sin
embargo, el miedo no me permite avanzar y se convierte en el único
ganador de esta partida. Aún no me veo con fuerzas para vencer mi
enfermedad; esta invade de forma cruenta cada célula de mi cuerpo.
—Hola, Rose. ¿Quieres un café o un té? —le pregunto desde el comedor.
Sin que se note demasiado, me concentro en escuchar el sonido de la
puerta de la calle cerrándose.
—Hola, Barbara. Un expreso estaría bien. Gracias —afirma sonriendo.
Su sonrisa es una de las mejores imágenes que recuerdo desde siempre,
pues inunda todo a su paso.
Rose continúa siendo coqueta como una chiquilla de veinte. Por su
silueta estilizada, a pesar de sus cuarenta y dos recién cumplidos y por su
cabello pelirrojo peinado a la perfección, podría dedicarse tanto a la
psiquiatría como al modelaje. Siempre he dejado caer a Rose y a Carl que
juntos formarían muy buena pareja. Aunque algo me dice que el corazón de
Carl ya está ocupado por otra persona, pero nunca habla de ello; mi amigo
es tan reservado que nunca habla del tema.
Observo la elegancia de Rose viniendo hacia mí, y aun sabiendo que he
escuchado el ruido de los engranajes de la puerta cerrarse tras el ingreso de
mi querida terapeuta, mis ojos no pueden evitar mirar de reojo la entrada
para comprobar que Carl cerró bien. Una vez chequeado, me concentro para
parecer normal o, por lo menos, todo lo común que me es posible.
—¿Te importaría traer un café a Rose y un té sin teína con leche para
mí? —pregunto a Carl, que nos mira divertido desde el umbral de la cocina.
—Ya contaba con ello —confiesa entre sonrisas.
El salón, y la casa en general, es tan grande que resulta ilógico y hasta
gracioso que solo vivamos dos personas en ella. Antes de morir mis padres,
teníamos personal de servicio: cocinera y limpiadores. Tras sus muertes,
Carl prefirió ocuparse de todo. Tal vez sería buena idea mudarme a algo
más pequeño, pero pienso en lo que ello implica y aparco la idea. Si no soy
capaz de salir por mi propio pie, ¿cómo podría sacar todas mis
pertenencias?
—¿Cómo te encuentras hoy? ¿Has tenido más migrañas?
—Hoy mis migrañas me han dado una tregua, aunque ya sabes que lo
normal en mí es que me duela la cabeza casi a diario, sobre todo cuando me
desconecto —digo burlona.
—Barbara, en términos psiquiátricos, a sufrir ligeras pérdidas de
memoria no se le denomina desconectarse —afirma sonriendo mientras
intenta quitar hierro al asunto—. Desde la semana pasada, ¿has vuelto a
tener momentos en blanco?
—No, que yo haya sido consciente, claro.
Carl ratifica asintiendo con la cabeza.
—Entonces, esta semana, el tiempo amnésico no solo ha disminuido.
Podríamos decir que, directamente, no ha habido ni vacíos, ni momentos en
blanco. Estamos avanzando.
—Eso es. No he perdido el control. Ni he sentido que me estaba
volviendo loca.
—Me temo, Barbara, que el límite entre la cordura y la locura se sostiene
sobre un hilo quebradizo, pero déjame decirte que tu diagnóstico nada tiene
que ver con estar cuerdo o no.
—Lo sé, aunque a veces he de repetirme que la locura no desea
devorarme.
—Pues te lo repetiré las veces que sean necesarias. Barbara Carlager
sufre episodios recurrentes de amnesia, derivados del trauma que padece
desde su infancia. A lo largo de los años, sus ataques de ansiedad y pánico
repetidos le han ocasionado un nuevo trastorno mental: agorafobia.
Sonrío. No sé ni qué decir. Sé que bromea con todas mis aflicciones por
el bien de mi frágil salud mental. Al hacerlo, intenta disminuir el dolor que
me provocan mis traumas. Rose, para mí, es mucho más que una simple
terapeuta. Ella forma parte de mi familia, al igual que Carl. Los quiero por
encima de todo y de todos.
—¿Han vuelto las pesadillas? —me pregunta mientras se acomoda en la
butaca que solía ocupar mi padre.
—Querrás decir «la pesadilla» —recalco.
—Claro, Barbara. Eso quise decir.
—Cada noche, la misma. Ya no puedo más, Rose. Me despierto
ahogándome y llorando. Siempre es lo mismo. Noche tras noche.
—¿Quieres que lo hablemos? ¿Te apetece que conversemos sobre ello?
—Rose, no sé qué sentido tiene que te cuente siempre lo mismo. De
verdad, no lo entiendo. ¿Sabes?, resulta agotador revivirlo una y otra vez —
le confieso.
—Lo tiene, Barbara. Tiene sentido que me cuentes desde tu perspectiva
cómo te sientes. Para eso estoy aquí. A lo mejor esta vez, al hablarlo en voz
alta, podemos sacar algo en claro. Confía en mí.
—Está bien, como tú quieras, pero sigo pensando que es una pérdida de
tiempo.
Me acomodo e intento evocar con todo detalle la pesadilla que sufro
desde que mis padres murieron. Todo está oscuro, en penumbra. ¿Cómo
olvidar aquella tormenta? Recuerdo todo como si hubiese ocurrido hace
unas horas. Puedo escuchar nítidamente las gotas de lluvia que golpean con
fiereza el suelo. Aunque más que lluvia, se trata de una tormenta. Si me
concentro, puedo escuchar los truenos.
Me acomodo tumbándome en el sofá, con los ojos cerrados.
—¿Cómo te sientes ahora mismo? ¿Qué sensación te da el sueño? ¿Estás
cómoda o te angustia?
—Tengo mucho frío y estoy muerta de miedo. Hay una chica de
espaldas.
—¿Esa chica es joven?
—Sí. Por su estatura me da la sensación de que es una adolescente. Tal
vez unos doce o trece años. No sé.
—Muy bien, Barbara. ¿Qué es lo siguiente que recuerdas?
—Esa chica se dirige a algún sitio, pero no logro ver hacia dónde
exactamente. Siento con claridad cómo se siente.
—¿Podrías explicarme cómo se encuentra ella en ese momento?
—Colérica y muy nerviosa.
—¿Cómo sabes que está enfadada?
—Puedo sentir su odio. No solo me invade su enfado, ella está rabiosa y
sostiene un cuchillo. Lo sujeta con mucha fuerza. Incluso siente escozor en
la mano. Tras la rabia, le sucede la tristeza.
—Después de esa desesperanza, ¿qué hay?, ¿qué esconde?
—Está llorando… Nada más.
—Jamás has podido ver su rostro en ninguna de tus pesadillas.
¿Continúas sin poder ver quién es?
—No. Solo que su cabello es rubio. Siempre está de espaldas.
—Señoras, aquí traigo lo que me pidieron —bromea Carl. Apoya las
bebidas en la mesa y se deja caer en el sofá del fondo. Se queda mirándonos
con curiosidad.
Él siempre quiso estudiar psiquiatría y le encanta presenciar nuestras
sesiones. Su infancia no tuvo que ser fácil. Al igual que yo, está solo en el
mundo. Siempre he intentado conocer su historia, pero siempre se muestra
reacio y lo único que me ofrece es el silencio más absoluto.
—Hace dos semanas fue el último ataque de pánico. ¿Lo recuerdas?
—Sí. Cómo olvidarlo.
Nos quedamos unos minutos en silencio. Rose apunta constantemente en
una libreta todas mis respuestas, y me clava los ojos por si se le escapa algo.
Siempre es lo mismo. Actúa de la misma forma una y otra vez.
—Aunque no lo creas, estás mejorando, Barbara.
—Ojalá pudiera pensar lo mismo, Rose. No te voy a engañar. Yo no
encuentro mejoría. Me encantaría no sufrir la misma pesadilla cada noche y
poder ser una chica normal, sin tratamiento y sin una mochila repleta de
piedras pesadas.
—Lo sé. Pero ya sabes que todo lo relacionado con la psique es
complejo y lento. Es mejor que pienses que estás inmersa en una carrera de
fondo.
Afirmo con resignación y asintiendo con la cabeza.
—¿Deseas contarme algo nuevo? ¿Hay algo que te inquiete?
—Eh… no. Bueno, no sé…
—Barbara, no sirve de nada que me ocultes cosas. Sé que quieres
contarme algo. No temas. Yo estoy aquí para ayudarte. Cuéntame, por
favor.
—Rose, es lo mismo de siempre. Cada semana me ocurre lo mismo. Ya
lo sabes. Hoy es la noche libre de Carl, y ya sé que es una tontería y que no
puede pasarme nada, pero me angustia pensar que no estará.
Carl, al escucharnos, se levanta y se dirige hacia nosotras.
—Puedo quedarme si lo prefieres, Barbara.
—¡No! No quise decir eso. No me entiendas mal. Solamente tienes dos
noches libres al mes. En los últimos cinco años no me has dejado sola ni un
día. Quiero que sepas que te lo agradezco y que lo entiendo perfectamente.
Además, deseo que todo siga igual. Aunque tenéis que entender que la idea
de quedarme sola es aterradora.
—Entiendo cómo te sientes y sabes que es bueno expresar tus
sentimientos. Y debes seguir haciéndolo. Hemos avanzado mucho en ese
aspecto desde la muerte de tus padres. No quiero que te guardes nada. —
Anota en su libreta algo sobre mí, imagino—. No obstante, debes
comprender que no puedes rendirte a otro nuevo miedo. Tienes que
enfrentarte a él. No puede ocurrirte nada. ¡Esto es una fortaleza!
—Pero… ¿y si tengo otro ataque de pánico y me desmayo? Nadie lo
sabría hasta la mañana siguiente. ¿Y si me ocurriera algo mucho peor?
¡Quién sabe!
—Eso es imposible; reforzamos tu medicación cuando estás sola. No
temas.
—Lo sé, solo es que, la mayor parte del tiempo, todos mis miedos se
juntan y no me permiten ser de otro modo. Es difícil pensar con claridad
cuando tu mente juega contigo y te asusta a cada segundo.
Desde la tele de la cocina, podemos escuchar en el programa Las
mañanas de Oprah el testimonio de alguien hablando sobre los asesinatos
de la Justiciera. Así la denominan. Solo pensar en ello me pone los pelos de
punta.
—Iré a apagar la tele de la cocina. Perdón, no me di cuenta antes. Estáis
en plena sesión —dice Carl levantándose rápidamente del sillón.
—No. Quiero oír lo que dicen. —Me dispongo a encender la tele del
salón.
Durante estos cinco años, el programa de las mañanas se ha convertido
en un buen aliado. Nueva York es una de las ciudades menos seguras que
existen, con lo que ello conlleva. Oír el noticiario se convierte en un drama
para mí, pues cada día se suceden trágicas muertes, horribles asesinatos.
Algunos resueltos; otros, no tanto. Y eso me da miedo. Me genera
intranquilidad, sobre todo cuando tengo que quedarme sola. Como hoy, por
ejemplo. No obstante, sí me gusta escuchar el programa de Oprah, pues es
actualidad y no tan dura como la otra. Los tres, en silencio, escuchamos
cómo la presentadora está conversando con una prostituta de la ciudad de
los rascacielos. Oprah pregunta directamente a aquella mujer de mirada
triste y maquillaje exagerado qué es lo que vio la noche del jueves de hace
un par de semanas. Desde entonces, todos los noticiarios reflejan con
asombro y pavor la vuelta de la Justiciera. Creen que es una mujer, pero es
tan metódica y precisa que no deja rastro, con lo que nadie hasta ahora ha
podido confirmar con exactitud si se trata de un hombre o de una mujer.
Jamás. Desde hace un año perpetra este tipo de asesinatos macabros. Nadie
ha logrado dar con el asesino. Se trata de una persona tan fría y calculadora
que firma sus lúgubres obras sobre la piel muerta de sus víctimas con una
única palabra: Justicia.
La prostituta, supongo que en un intento de protagonismo, relata que era
íntima amiga de la víctima, otra ramera, y que compartían «acera». El rostro
de la chica asesinada sobresale de un precioso marco de fotos en la mesa
del debate: cabello castaño, ojos color miel y de constitución gruesa.
Caigo en la cuenta de que yo conozco a la víctima. Y no puedo creerlo.
Es Amanda Swist. Han pasado cinco años desde que dejé el instituto, pero
la recuerdo porque fue la chica nueva del curso. Creo que su padre era
militar y que por eso cambiaban constantemente de ciudad. Parecía una
buena chica, no sé cómo habrá podido acabar así. Morir con diecisiete años
es injusto. Siento lástima por ella.
Uno de los que están sentados en la mesa de debate es un periodista muy
conocido; pero no logro recordar su nombre. Con cierto descaro, pregunta a
su colega si conocía que la víctima había sido madre hacía tan solo unos
meses. Aquella mujer de la calle afirma con resignación. Explica que la
víctima tuvo claro que llevaría a su bebé a la iglesia Clarwood, un centro
donde recogen niños desprotegidos y dan asilo a mayores solitarios, cosas
así.
—Ella era consciente de que con la vida que llevaba no podría cuidar de
su bebé —asevera su amiga prostituta entre sollozos.
«Todo un drama», pienso. Y las lágrimas caen por mi rostro. Carl se da
cuenta de ello y de inmediato apaga la tele con el mando.
Ante el asombro de Rose y de Carl al descubrir mi cara de
descomposición por lo escuchado, me clavan la mirada.
—Yo la conocía —susurro.
—¿Cómo que la conocías? —me pregunta con curiosidad Rose.
Les conté que durante mi último año de instituto coincidí con ella en
clase.
—Era la típica chica modélica de buena familia. No entiendo qué es lo
que le ha podido ocurrir para terminar ejerciendo el trabajo más antiguo del
mundo y abandonar a su hijo en la iglesia Clarwood.
—Tal vez su familia forzó alguna presión sobre ella. Era una adolescente
embarazada. Seguro que estaría más que asustada —menciona Carl.
—Imagino que debía estar aterrada —susurro.
—Igual tuvo problemas en casa. Hay infinidad de estudios sobre familias
idílicas. Muchas veces es la cara que proyectan. Quién sabe qué es lo que
estaba ocurriendo —explica Rose desde su perspectiva terapéutica.
—Igual discutió con sus padres y se largó de casa para buscarse la vida.
El dinero fácil es muy tentador. Y más a esas edades —justifica Carl.
La sesión de hoy dura un par de horas. En mi interior agradezco la
compañía que ambos me brindan. Especialmente hoy, sabiendo lo de
Amanda. No se me quita de la cabeza.
Rose se marcha. Unas horas después, Carl se prepara para salir y
disfrutar de su tarde-noche libre. Yo intento parecer despreocupada; sin
embargo, no puedo evitar mirar constantemente el reloj del salón. Cuando
marque las cinco, él hablará con alguien por el móvil, me dará un abrazo y
se marchará. Siempre ocurre de la misma forma. Esa parte la conocemos los
dos. Lo que él desconoce es que yo estaré aquí echándole de menos hasta
que regrese.
Las manecillas del reloj se posan suavemente en las cinco en punto. En
ese instante, escucho a Carl dejar un mensaje de voz en un contestador de
teléfono que a día de hoy desconozco. Siempre es el mismo: «¡Si escuchas
este mensaje, te espero ya sabes dónde!». Deja su maletín al lado de la
puerta de entrada y viene hacia mí con un par de pastillas extra.
—Media hora antes de dormir te las tomas, pero solo si las necesitas —
afirma.
Se despide dándome un beso en la mejilla. Me estremezco al contacto
con su piel. Hoy no se ha afeitado, y aunque nunca se lo he dicho, así está
mucho más atractivo.
—Okey. Estaré bien. No te preocupes. —Observo cómo se marcha,
dejándome sola entre estas cuatro paredes.
Me acomodo en el sofá que mira hacia la entrada; lo giro a menudo para
sentirme algo más segura y desafiante, como si por hacerlo significara que
ya no tengo miedo de que esa puerta se abra y regrese cualquier ataque de
pánico y cualquier crisis de ansiedad. Son tonterías, pero tanto Rose como
Carl me permiten hacerlo. «Todo para que te sientas algo mejor», dicen. Yo
los quiero por ello. Harían muy buena pareja, aunque la idea me vuelve un
poco loca. Evito pensar en ello. Y sé que no es una cuestión ni de
dependencia, ni de posesión. Se trata de una cuestión de amor.
Justo cuando voy a tomar un té bien caliente y me dispongo a ir a la
cocina, un pensamiento proveniente de mi querido círculo vicioso
imaginario inunda mi mente y provoca que me detenga: no recuerdo si Carl
cerró con llave. Imagino que sí, como siempre. No obstante, ¿y si no lo
hizo?, ¿y si se olvidó?
Miro el reloj. Sé que no podría aguantar la presión de no comprobarlo.
Son muchas horas hasta que él regrese por la mañana. Enciendo todas las
luces, pues el atardecer está a punto de suceder y la tenue luz que entra del
exterior ensombrece todo a su paso y pretende que me muera de miedo.
Me dirijo hacia la puerta de entrada. Intento pensar que soy fuerte y doy
un paso más. Otro más y llegaré al vestíbulo. Noto que no puedo respirar y
me concentro en conseguirlo. No estoy en el exterior, no he de
preocuparme. Solo quiero llegar a la puerta y chequear si está bien cerrada.
Nada más. En este momento, solo estamos ella y yo. Sigo caminando
lentamente e inhalando el máximo oxígeno por la boca. Consigo llegar al
recibidor de madera, donde permanecen las fotos de mis padres. Los miro,
pero no permito que los recuerdos me traicionen y me distraigan en este
momento. Ahogándome, me agarro al recibidor con todas mis fuerzas e,
inconscientemente, me descubro en el espejo, que me brinda el reflejo de
alguien parecido a mí. Una persona que un día fue y que, con el tiempo,
dejó de ser.
No suelo mirarme en ningún espejo. ¿Para qué? Una vez al mes viene
Rudi, una peluquera amiga de mi madre, me corta un poco el pelo, sobre
todo el flequillo, para que no se me meta el pelo en las gafas. Tras ello, ni
siquiera compruebo si me gusta el corte. En realidad, me da igual. Bastante
tengo con los otros problemas que padezco. Lucir atractiva, a estas alturas,
no modifica el extraño interior que poseo. Soy plenamente consciente de
ello.
Al principio, mi comportamiento le resultaba chocante a Rudi. Unos
meses después, lo asumió sin problema. Francamente, me gusta que venga a
casa, pues me cuenta anécdotas de mi madre y de ella cuando eran niñas y
cuando compartían clase en el colegio. Sus relatos logran que el recuerdo de
mis padres permanezca más presente en el día a día y más dulcificado.
El reflejo del cristal me muestra a alguien muerto de miedo, a alguien a
quien le falta el aire. Continúo al borde de la asfixia. Mis mejillas están
pálidas y mis ojos marrones no pueden reflejar más desolación. Mi cabello
caoba está despeinado y mi flequillo algo largo logra meterse por debajo de
mis gafas de pasta pasadas de moda. Esto último me recuerda que Rudi
vendrá la semana próxima.
Al instante, quito la vista de la imagen y concluyo que ir en cuclillas es
la mejor forma y la más segura. Me dejo caer al suelo y me dirijo hacia mi
meta. Mientras avanzo de esta manera tan ridícula, fijo la vista en la puerta.
Comienzo a sufrir visión borrosa y sé lo que, para mi mala suerte, viene
después. Arrastrándome por el frío suelo consigo llegar al pomo, y aunque
continúo resollando, lo giro. Por fortuna, para mí y para mis miedos
internos, la puerta no se abre.
Caigo y miro hacia el techo. Deseo no parecer más ridícula de lo que ya
me siento. Me tomo unos segundos para tranquilizar mi respiración; lo
consigo gracias a mis avances en un taller que hice por internet. Inhalar el
aire a un ritmo lento y sosegado, pensando en cosas bonitas, es el truco.
Rose nunca me animó a que cursara aquel taller. «Saber respirar mientras
estás en un proceso de pánico», así se llamaba. Por eso captó mi atención
cuando navegaba por la web. Mi terapeuta considera que un par de pastillas
en el momento justo es lo necesario, nada más. Honestamente, no lo
comprendo del todo, pero ella es la profesional, no yo.
Retorno a mi estado normal y recuerdo que antes de este brote ridículo
me apetecía tomar algo caliente y ver mi serie favorita. Miro el reloj y son
casi las seis. Si me doy prisa solo me perderé los créditos iniciales. Voy
hacia la cocina y, sin saber muy bien el motivo, miro de reojo la última
puerta del pasillo. Ese cuarto era la antigua habitación de mis padres. Desde
el accidente permanece cerrada con llave. Carl dice que es por mi bien.
Rose no cree que esté preparada para abrirla y enfrentarme a todas las
terribles vivencias. Temen que mi salud empeore. Yo ni siquiera me planteo
abrirla, aunque si quisiera hacerlo, tampoco podría, pues no tengo la llave.
La tiene Carl. Estoy pensando en pedírsela algún día, tal vez ya esté
preparada. Quién sabe.
Pongo a calentar agua en la tetera y deposito en ella dos bolsitas de té sin
teína y con esencia de vainilla. Escucho los primeros sonidos de ebullición.
Me acerco a la ventana. Carl olvidó correr las cortinas. Esto puedo hacerlo
sin miedo. Una ventana no es lo mismo que una puerta, ¿no? De hecho, lo
hago.
Desde que escuché lo de Amanda Swist, millones de escalofríos recorren
mi cuerpo. No puedo ni imaginar el dolor que habrá sufrido esa chica.
Con no poca frecuencia, me encuentro distraída mirando por la ventana,
intento averiguar qué es lo que se cuece en aquel mundo al que renuncié por
voluntad propia. Sé que está cerrada, puedo ver el soporte girado
completamente; eso me tranquiliza. El ruido enloquecido de la tetera me
avisa de que el té ya está listo; corro las cortinas y me sirvo una deliciosa y
humeante taza, con un par de galletas de chocolate, que serán la compañía
perfecta para una fría y solitaria tarde de diciembre.
Cuando me siento en el sofá y tomo la taza entre las manos, el ruido de
un vehículo aproximándose me eriza el vello. Dejo el té en la mesita y voy
hacia el ventanal. Con precaución, me asomo y observo cómo está
aparcando un gran camión de mudanzas, justo en el chalé de enfrente. Los
antiguos vecinos eran un matrimonio joven que solo estuvieron en el barrio
cerca de unos seis meses. Ella era doctora en filosofía y él, médico forense.
Según me contó Carl, al esposo lo destinaron a otra ciudad y por eso se
marcharon.
Vivo a media hora del centro de Nueva York. Mi barrio es una zona
residencial muy tranquila, demasiado, diría yo. Solo hay un par de chalés en
cada calle. Antes me servía de entretenimiento observar a los antiguos
vecinos. Celebraban unas fiestas preciosas. Yo me conformaba con
descubrir su felicidad a través del cristal.
Un par de empleados de una empresa de mudanzas bajan cajas y más
cajas, apilándolas con sumo cuidado en la acera. Un viejo coche ranchera
aparca al lado. Unos segundos después, baja del vehículo un matrimonio de
mediana edad, junto con un niño pequeño, de unos cinco o seis años. Por un
momento, me alegro de su llegada; así la calle no parece tan solitaria y
deshabitada.
El niño tiene un precioso cabello marrón y porta, distraído, un peluche
algo desgastado y gris. Salta por la emoción de su casa nueva, con tan mala
suerte que el juguete se le cae en un charco de agua y el pequeño comienza
a sollozar. Nadie lo escucha. La madre, de tez pálida, cabello castaño y
rostro bondadoso, está distraída observando cómo los empleados dejan sus
pertenencias en la acera. En cambio, el padre adopta otra actitud; sus
modales se tornan toscos y se dirige al pequeño con gritos. Su aspecto es
rudo. Él es corpulento y de cabello negro. Por su porte parece que un halo
misterioso le persigue; tan agresivo por sus formas que me recuerda la
cruenta muerte de Amanda. Oír sus gritos me provoca escalofríos. Está
regañando a su hijo de una forma violenta por haber dejado caer el peluche,
que ahora está lleno de barro y tierra. Escucho cómo le chilla. El pequeño
llora y, por un momento, tengo la necesidad de salir a abrazarlo, pues yo me
he sentido exactamente así cientos de veces. No obstante, recuerdo «mi
problema» y, con absoluta resignación, vuelvo a correr las cortinas. Quiero
creer que es un buen hombre y que está algo estresado con la mudanza.
Subo el volumen de la tele para intentar no escuchar las voces de aquel
sujeto y cojo la taza de té. Comienzo a sentir el hormigueo. Estoy nerviosa
y temo que los chillidos de aquel desconocido y el llanto desconsolado del
niño inocente puedan desestabilizarme y provocarme uno de esos ataques
de pánico que terminan en desvanecimiento. Con ansiedad, miro las
pastillas que Carl me dejó en la mesita; compruebo la hora y la vista se me
desdibuja. Sé lo que viene después. Intento tranquilizarme por mí misma.
Tras unos instantes inhalando oxígeno a un ritmo pausado, no logro
controlar la sensación de ahogo. Eso causa que mi ansiedad crezca por
momentos. Lidiar con esta enfermedad es sumamente estresante, pues
«ella» siempre gana al principio.
Caigo. Todavía no he perdido el control. Con mi mano derecha, busco
las dos pastillas de la mesita; sin embargo, con desearlo no basta. No solo
no las encuentro, sino que noto cómo el dolor de cabeza regresa y la vista
comienza a hacer de las suyas. Me sostengo la cabeza entre mis manos
temblorosas y los párpados se van cerrando lentamente. El rostro de
Amanda Swist regresa a mi mente. Al segundo, me quedo en blanco y
pierdo la consciencia.
CHRISTINE
Jueves, 2 de diciembre de 2010

(Dos días antes de la tormenta)

E stoy deseando salir de esta maldita casa. Tengo que aprovechar mi


único rato libre. Últimamente, ella no deja que me marche mucho
tiempo. Camino veloz por el pasillo. No hay nadie a estas horas
por aquí. La casa está en penumbra. La madrugada está a punto de
sucederse. Ahora mismo son las veintidós y treinta horas. Sé que ella está
durmiendo y sé que este es el momento de liberarme y poder ser yo con
total libertad y plenitud. Llego al cuarto de invitados, ¡qué ridículo suena!,
ya que nunca nadie ha ocupado esa estancia. Es como una casa fantasma.
Muchas veces sopeso el vivir tan solitaria; no tener familia es lo que tiene,
te sientes libre, no tienes que dar explicaciones. Total, nadie podría vivir al
lado de una asesina.
Giro el pomo y voy al armario de la derecha; no llego bien y necesito
subirme al primer peldaño, levanto los brazos y muevo la caja de zapatos
que sobresale al fondo. Allí está la llave. Él piensa que desconozco dónde
me la oculta, pero yo soy más lista que él. La cojo y me dirijo hacia la
habitación. ¿Por qué no se me permite entrar más veces? No lo comprendo.
Abro con cuidado y me introduzco en el dormitorio, sin problemas. Todo
está como lo dejé la última vez.
Debajo de la cama hay una caja grande con chismes de todo tipo. Me
siento en el suelo y juego distendidamente con sus objetos. El móvil asoma
con timidez por entre tantos cachivaches, lo enciendo y al segundo me
indica que tengo un mensaje de voz. Sé que es Carl. Aun así, presiono el
botón para asegurarme o quizás para oír su voz. Quién sabe. Tras
escucharlo, caigo en la cuenta de que es de hace unas horas.
Siempre es el mismo: «¡Si escuchas este mensaje, te espero ya sabes
dónde!». Apago el móvil y me lo guardo. Cojo el pintalabios rojo. Me dirijo
al espejo del fondo de la habitación, el único que hay de cuerpo entero. Me
coloco bien el jersey de lana y me cambio de pantalón, elijo el vaquero
desgastado del armario y los zapatos negros con mucho tacón. Cuando
salgo me gusta llevar esta ropa, me hace parecer distinta. Me pinto los
labios de rojo pasión y peino mi cabello rubio. Cojo la chaqueta de piel y
me dispongo a marcharme, pero no sin antes notar que me falta lo más
importante. Vuelvo tras mis pasos y abro la caja que aún permanece en el
suelo.
Miro su reflejo solo un segundo. Sin dudarlo, con la yema de los dedos
acaricio su borde afilado. Su brillo tentador me muestra alguien parecido a
mí. Sin más dilación, sostengo el cuchillo entre las manos, introduzco la
caja debajo de la cama, escondo el puñal en mi bolso junto con unos
guantes de piel y cierro la puerta sin mirar atrás.
Ya en la calle, tengo que cerrarme bien la chaqueta; la temperatura de
Nueva York en esta época es gélida, incluso sale vaho por mi boca. Es
diciembre y es lo normal. Juego a formar figuras divertidas con mi aliento
mientras corro hacia la parada de bus, que está a dos manzanas de aquí.
La tenue luz de las farolas guía mis pasos. Cuando permaneces
escondida entre las sombras no necesitas más claridad que la necesaria.
Estoy acostumbrada a moverme en la oscuridad más profunda.
La neblina y su olor característico me llevan a sospechar que se
aproxima una tormenta; así es mucho más divertido salir a escondidas. La
sensación de libertad al recorrer las calles desiertas es algo salvaje. Tan
feroz como yo.
Llego a una de las avenidas principales, cerca de Canrot Pie. Desde aquí
puedo comprobar que no hay más que algún sintecho escondido entre los
soportales de los edificios. Rápidamente, quito la mirada y me concentro en
acelerar el paso, pues el bus número dos asoma pronto. Ahora corro mucho
mejor que antes, sin importar la altura de mis tacones. Es la maldad que
habita en mí lo que me impulsa. No soy yo la que corre, es ella. La sed de
venganza me engulle a cada paso que doy, y yo se lo permito.
Llego justo en el momento en que el autobús se detiene en la parada.
Subo y guiño el ojo al conductor joven e inseguro, que no solo no me
devuelve el gesto, sino que desvía su mirada hacia otro lado. «Soy
demasiado para él», pienso y sonrío sarcásticamente. Luego, me acomodo
en el último asiento. No hay nadie más que un par de vagabundos que,
aprovechando la calefacción, duermen plácidamente. No tardo más de
quince minutos en llegar a mi parada: Carnavial Street. De forma
despectiva, pulso el botón para que el apático conductor detenga el autobús;
lo hace al instante. Yo me bajo de un salto y sin mirar atrás.
Camino veloz en dirección a la Sexta con la Séptima. Está a solo un par
de minutos de aquí. Cerca de la zona del Soho. El silencio de la noche me
regala el ruido de unas voces masculinas. En la acera de enfrente, dos
chicos de unos veinte beben y ríen divertidos en la puerta de un bar. El
luminoso que ostenta la entrada me pone de los nervios, ya que no para de
parpadear sin cesar. Advierto cómo me miran con ojos de deseo. Me ahueco
mi precioso cabello dorado y les observo desafiante. Uno de ellos me grita
algo, aunque no logro escucharle bien. Decido cruzar de acera y, sin
pensarlo dos veces, me detengo frente a ellos.
—¿A dónde vas tan sola, guapa? ¿Necesitas compañía? —preguntan
despreocupados.
Por un instante dudo. Puedo quedarme y divertirme un poco; sin
embargo, el dilema termina en un segundo. Sonrío y continúo mi camino.
—¡En otras circunstancias tal vez! —río divertida.
—¡No tengas miedo! ¡Vuelve! ¡No te vamos a hacer nada! —chilla el
otro chico bajito y pelirrojo.
Sigo caminando y doblo la acera. «Están muy equivocados; soy yo la
que podría hacerles mucho daño», pienso divertida.
El edificio de enfrente me descubre observándolo con excitación. La luz
encendida de su apartamento me indica que él se encuentra allí. Siempre
está esperándome. Es extraño, pero me gustan los hombres complicados y
él lo es. De eso no me cabe duda. Llego al portal y presiono el primero
izquierda. Espero unos segundos y su voz tan masculina me da la
bienvenida.
—¿Christine? ¿Eres tú?
No contesto, nunca lo hago. Él sabe que soy yo y siempre abre la puerta.
Ambos tenemos un código no escrito y muy nuestro con el que nos
movemos cómodamente. El día que nuestras normas cambien, a lo mejor ya
no entenderé el juego y no volveré jamás.
La estridente vibración que emite la puerta al abrirse me pone los vellos
de punta. Cierro de golpe, me quito los tacones y los llevo en la mano. Subo
veloz por las escaleras hacia ese primer piso que me separa de él. Logro
estar arriba en décimas de segundo.
El departamento de Carl es básico. Son ese tipo de viviendas creadas
solo para solteros o solteras. Dispone de una diminuta cocina americana,
elegantemente unida al salón, un único dormitorio y un, cómo no, pequeño
aseo con ducha.
Giro el pasillo y por fin puedo verle. Su puerta está abierta de par en par.
Divertido, porta en su mano derecha una botella de vino blanco seco. Me
quedo observándole tan solo un instante. Sonríe. Carl juega con ventaja
conmigo. Me conoce demasiado bien. Sabe que su sonrisa es adictiva para
mí. Mientras le observo, fantaseo con la idea de mantener relaciones
sexuales; pero todo se evapora cuando recuerdo su explicación: «Christine,
aún no es el momento. Tenemos que esperar un tiempo».
No obstante, la imaginación es libre, y sueño cómo sería este preciso
momento con él: su camisa blanca desabrochada a intención me muestra
parte de su torso; quiero arrancársela de cuajo. Y sus bóxeres me dan la
bienvenida a una noche que en lo sexual es prometedora.
Camino como una gacela. Sin mediar palabra, me acerco sinuosamente,
de la misma forma silenciosa que un animal salvaje desea devorar a su
víctima. Consigo hacerlo de forma encubierta y entro en su casa, dejándole
expectante en el mismo quicio desde donde se apoyaba hace unos segundos.
No quiero que a sus ojos todo sea tan evidente.
Descalza, sigo caminando hacia el dormitorio. Sé que Carl viene detrás;
lo sé porque percibo cómo sus ojos me desnudan antes de que yo pueda
hacerlo por mí misma.
Ya en su cuarto, despreocupada, tiro los zapatos a un rincón y me quedo
de pie esperando a que termine lo que sus ojos desafiantes empezaron.
Sin mediar palabra, viene hacia mí y me desnuda como un salvaje; al fin
y al cabo, como soy yo, como la sed que habita en mí. Él me rellena, me
sacia. Él es todo cuanto necesito.
Finalmente, y como deseaba cuando le vi, con mis manos le arranco de
cuajo la camisa para disfrutar de su torso musculoso. Desafiante, le doy
mordisquitos en sus pezones; él gime de placer y juega a ver si puede
hacerme perder el control dejando caer su mano derecha por el interior de
mis braguitas.
El perímetro de sus bíceps le confiere una sexualidad que me vuelve
completamente loca; con ellos me deja en la cama y se coloca encima de mi
cuerpo. Me besa con una pasión desgarradora; yo correspondo de igual
forma. A los dos nos falta el aire. Suele pasar que el oxígeno no llega a los
pulmones cuando hay tanta quemazón en el cuerpo. Muerdo sus labios con
el cuidado justo de no hacerle sangre. Ese intento de control lo excita más y
más. En pleno ardor, me penetra despacio, al principio; luego, más rápido.
Los suspiros y gemidos de ambos son cada vez más intensos, más graves.
Se mueve encima y me susurra al oído. No se trata de palabras, son sonidos
provenientes del placer extremo. Mi cuerpo le corresponde sin pensar en
nada más que él. Deseo que esta sensación de placidez no desaparezca
nunca. Mientras lo pienso, percibo cómo sus embestidas son cada vez más
fuertes, y eso me excita al máximo. Deseo que me destroce de placer, que
me haga sentir que estoy viva aunque solo sea por unos minutos.
Su último gemido termina a la par que el mío. En ese mismo instante,
disfruto del mejor orgasmo de toda mi vida. Tras ello, nos duchamos juntos,
nos tumbamos y me masajea dulcemente la cara.
La voz tan masculina de Carl me trae al momento presente, y mis
fantasías con él se evaporan con el gélido viento de Nueva York, sin
pedirme permiso.
—Te he echado de menos —confiesa mientras nos sentamos en el sofá y
me acaricia el rostro.
—Ya sabes que no puedo verte siempre que quiero, Carl. Aunque cuando
estamos juntos es maravilloso, ¿verdad?
—Claro que lo es. Todo es una locura contigo, Christine.
Sin poder evitarlo, suelto una carcajada. Nadie me conoce mejor que este
hombre.
—Ella no puede darte lo que tú necesitas.
Al oír mi comentario, Carl frunce el ceño y empieza a estar incómodo.
—Aquella pobre adolescente desvalida, enferma y temerosa no sabe
cómo se trata a un hombre. Sé que por eso siempre vuelves a mí —afirmo
con total contundencia y río a carcajadas.
—Christine, no hables así de ella, por favor. Te lo pido.
—Carl, no puedo evitar que me provoque asco porque ocupa tu tiempo
casi al cien por cien.
—Este tema no nos va a llevar a ningún lado, nunca lo hace. Será mejor
que lo dejemos estar. Ya sabes que no me gusta hablar así de Barbara en
esos términos y mucho menos contigo.
Carl se levanta del sofá en un intento fallido de terminar con la
conversación. Yo me acerco, pero él no permite que lo haga. Con cierto
nerviosismo, enciende un cigarrillo que saca del cajón de la mesita. Se
dirige a la ventana, dándome la espalda.
—¡Esto es de locos, de verdad! ¡Aún no entiendo cómo puedes tener
celos de ella!
Sonrío, pero esta vez con cierta dejadez.
—Su nombre es Barbara. Barbara Carlager. Empieza a llamarla por su
nombre —me reclama con enfado.
Ya no sonrío, comienzo a estar molesta. Cuanto más la defiende, más
repugnancia siento por la debilidad de Barbara y por el cariño que Carl le
profesa. Tal vez su vulnerabilidad y fragilidad le excitan más que mi rudeza.
Quién sabe.
—¿Por qué no lo haces, Chris?
—No me llames Chris mientras discutimos. Eso me enfurece aún más.
—Todavía no me has contestado —insiste y tira la colilla por la ventana.
—Simplemente no me da la gana pronunciar su nombre, ¿okey? ¿Te
sirve? —Ahora soy yo la que le da la espalda para intentar dormir un poco.
Ya no me interesa en absoluto continuar con esta mierda de conversación.
Él se da cuenta de ello y se sienta en el sofá. Se acurruca a mi lado y baja
el tono de voz. Ya vuelve a ser el mismo Carl de siempre.
—No debes sentir celos —susurra a mi oído. Yo me derrito con sus
palabras.
Acto seguido, coloco mi cabeza en su pecho.
—Estás más tiempo con Barbara que conmigo. No soportaría la idea de
sentirme la otra.
—No digas tonterías, Christine.
—Prométeme que no me abandonarás jamás. No podría soportar más
ausencias.
—Lo sé y te lo prometo. —Me besa.
Al rato, se duerme abrazado a mí. Yo, en cambio, no puedo conciliar el
sueño. Un ruido en la calle despierta mi curiosidad; quiero levantarme a ver
qué ocurre. Voy hacia la ventana. Un coche ha parado en seco. Miro hacia
el interior y un par de chicas jóvenes con latas de cerveza ríen divertidas.
Eso provoca que desee beber algo. Moriría por un gin-tonic. Busco con la
mirada algún bar abierto y distingo uno al final de la calle. Rápidamente me
visto, cubro con la manta a Carl y muy en silencio cierro la puerta.
Abro el bolso y verifico la hora del móvil; son las dos y treinta de la
madrugada. Empujo la puerta del pub, que a estas horas está casi vacío.
Solo hay un par de novios con las manos entrelazadas, hablando relajados
en la última mesa del fondo.
—Cerramos en quince minutos —me chilla el dueño con voz ronca y
ojos cansados.
—Solo necesito cinco para beberme el gin-tonic que me vas a servir —le
respondo con el semblante serio.
Me lo bebo casi de un trago. Abro el bolso para coger el monedero y
pagar. No obstante, el destino es caprichoso, y me doy cuenta de ello
cuando advierto que el brillo de un arma afilada proviene de mi bolso.
Distingo el cuchillo que está al lado de mi billetera. En este momento
recuerdo qué es lo que tengo que hacer cuando deje atrás este patético pub.
Ya en la calle, veo un taxi que viene veloz por la acera de enfrente,
levanto la mano, dobla la esquina y se detiene en seco. Me subo y le indico
una dirección. Luego continuaré a pie; no es bueno levantar sospechas a
estas horas y con las calles desiertas.
El taxista debe rondar los setenta. Me comenta que la semana próxima se
jubila. Yo miro hacia la ventana. Ni siquiera interactúo. Él comprende
enseguida y sube el volumen de la radio. Solo tardamos unos minutos en
llegar. Pago lo que me pide y bajo sin decir adiós. Espero a que se vaya.
Cuando ya no hay rastro del taxista triste, aligero mi paso. Estoy a tan solo
dos manzanas. Empiezo a percibir en mi interior de nuevo un ardor, aunque
ya no es sexual; se trata de una quemazón que, despacio, va invadiendo
todo mi cuerpo y mi mente. Cuanto más me aproximo a la casa, más puedo
notar cómo aumenta más y más «la sed».
Tengo suerte de que este barrio sea tan tranquilo. Sus calles están
desiertas. Desde el exterior, observo el chalé. La oscuridad que irradia me
invita a entrar, no sin antes abrir el bolso y sacar los guantes de piel. No
quiero dejar huella alguna. Giro el pomo de la puerta de entrada, pero,
como supuse, está cerrada. Doy la vuelta y lo intento por la cocina. Busco
abrir y tampoco lo consigo. Entonces, descubro la ventana de la cocina, no
puedo creer que esté ligeramente abierta. Aunque es estrecha, pienso que
podré colarme por este hueco. Con precaución, me quito los tacones, la abro
toda y me introduzco como si fuese una maldita serpiente.
Ya en el interior, reparo en que estoy sangrando. Miro hacia el ventanal y
veo que me he enganchado con un pequeño trozo de madera que sobresale
de la cristalera. Siento escozor y un leve dolor; no he podido evitar
rasgarme el brazo derecho. Entre penumbras examino la herida y distingo
una marca sangrante no muy grande.
Deambulo por la casa en silencio y con solo la tímida luz de la luna
guiándome. Pienso en lo que he venido a hacer. No me tiembla el pulso.
Estoy deseando matarle.
Sé cómo son ese tipo de hombres, dan mala vida a sus mujeres y a sus
hijos. Y, al final, terminan por fastidiar la vida a sus familias. No puedo
permitir que haga más daño, ni, por supuesto, que se sientan desamparados.
Desgraciadamente, conozco bien ese perfil. Se lían con todo lo que lleve
faldas y acaban dejando a su mujer y a sus hijos. Han debido mudarse para
intentar empezar de nuevo. Una segunda oportunidad, o algo así. Sin
embargo, este tipo de individuos siempre vuelve a agredir. Nunca cambian.
Y aunque en el fondo no tengo ni idea de qué historia hay detrás, mi
intuición me advierte de que está a punto de abandonarles. Sé lo que digo.
Durante años sufrí el abandono de mis padres y sé lo que se siente. A
veces, y solo a veces, la maldad esconde cierta reminiscencia de dolor. Esa
angustia conlleva sufrimiento y ese sentimiento te va desgarrando
lentamente, te deja sin respiración y terminas perdiendo la cordura y
convirtiéndote en una persona distinta. Yo me he convertido en una asesina
sin piedad. Ahora soy fría, calculadora, sin escrúpulos y con la única
intención de hacer justicia para que nadie más sienta lo que yo sufrí durante
mi infancia. Desde entonces, me prometí que ese sería mi cometido.
En el amplio salón hay cientos de cajas. Debo tener cuidado de no caer y
despertarle. Con mucho sigilo, subo por la escalera. Los peldaños de
madera crujen a mi paso. Con precaución, abro la habitación de su hijo, que
duerme plácidamente agarrado a un peluche. Sonrío al verle. Un instante
después, «la sed» me guía para ser rápida, antes de que amanezca y el
mundo comience otra vez. Me detengo en la habitación más próxima a la
del niño y, ante mi sorpresa, la madre duerme en su cama. Cierro la puerta
con cuidado. Que no compartan el lecho conyugal me da la razón. Este tipo
no es de fiar. Dicha imagen me refuerza la creencia de que este tipo de
hombres no cambian nunca.
Con sed de venganza, me dirijo a la habitación restante. Giro el pomo
con prudencia, asomo la cabeza y allí está él.
Cierro la puerta tras de mí y me acerco lentamente. Abro el bolso y saco
el cuchillo.
—No volverás a hacerlo. No permitiré que trates así a tu hijo. No tienes
sentimientos. Acabarás por abandonar a tu familia. Lo sé. Mi instinto me lo
advierte —le susurro y le clavo el cuchillo en el corazón con todas mis
fuerzas.
Ni siquiera se despierta. Veo cómo sale de su boca sangre a borbotones.
Decidida, saco el cuchillo del tórax y limpio la sangre en su ridículo pijama
de cuadros, pero no sin antes escribir con la punta del acero sobre su pecho:
«Justicia». Luego, lo escondo en mi bolso y sonrío mientras dejo atrás el
cuerpo sin vida de este desgraciado.
Desciendo por las escaleras. El ruido de una puerta abriéndose ocasiona
que acelere mi paso. Miro de soslayo; se trata de la puerta del niño. Asoma
su cabecita. Nos miramos un par de segundos y salgo corriendo. Me calzo
los tacones y me guardo los guantes en el bolso. Advierto que el brazo
derecho me sangra. No importa. Nadie jamás sospecharía de alguien como
yo.
De vuelta a casa no dejo de pensar en lo que he hecho y en lo bien que
me siento. Incluso río despreocupada. En cuanto llego, voy al dormitorio,
apago el móvil y lo escondo en la caja. Introduzco todo debajo de la cama y
cierro con llave. Me doy prisa en guardarla en el armario donde permanece
escondida. Ya no la necesito. Me doy una ducha caliente y me pongo el
pijama. Me siento en la cama y, de pronto, me duele tanto la cabeza que
presiento que desfalleceré. Tras esto, no recuerdo nada más. Me quedo en
blanco.
CARL
Viernes, 3 de diciembre de 2010

(Un día antes de la tormenta)

C omo de costumbre, cuando despierto ella ya no está. Alargo el


brazo hacia donde debería descansar su cuerpo; sin embargo,
siempre actúa de igual modo. A veces pienso que Christine es
fruto de mi imaginación, pues aparece y desaparece como por arte de
magia, convirtiéndome en un mero espectador.
Nuestra relación ha tenido tantos baches que no sé si estamos bien o mal.
Si somos algo o no somos nada. No puedo verla todo lo que me gustaría. Sé
que las cosas son como son, no como uno querría. A esta conclusión he
llegado no hace demasiado. Todo comenzó hace cinco años. La vi tan
insegura, tan indefensa, que habría permanecido a su lado aunque ella no
me lo hubiera pedido. Los primeros años nada tienen que ver con la
relación tóxica de ahora. Ni ella ni yo somos las mismas personas de
entonces. Ella con los años se ha convertido en una persona fría y
calculadora, pero debajo de esa coraza permanece la chica de la que me
enamoré perdidamente. Yo sigo consintiendo sus idas y venidas, porque soy
consciente de que no depende de ella.
Apago con desgana el despertador. Son las ocho de la mañana, tengo que
darme prisa o no llegaré a tiempo. Me doy una ducha templada y me visto
con la misma ropa que llevaba ayer. Al hacerlo, me doy cuenta de que ni
siquiera he abierto el maletín. Tampoco es que haya mucho en su interior:
unos calzoncillos arrugados, alguna revista antigua y algo de tabaco. Nada
más. He vuelto a fumar. Tanta ansiedad me consume. En el fondo, sé que no
lo estoy haciendo bien con ella. Quizás debería actuar de otra forma,
hablarle con la verdad en la mano, brindarle mi ayuda, hacerle comprender
todo lo que le ha ocurrido durante estos años, pero nunca reúno el valor
para enfrentar la situación, y lo peor del caso es que no sé si alguna vez lo
lograré.
Me miro al espejo y me descubro cada vez menos juvenil. Espero que
Christine no se arrepienta en el futuro de estar con un hombre mayor.
Nuestra diferencia de edad es notable, y eso es lo que creo que nos tiene tan
enganchados. Al menos, eso es lo que ambos pensamos. Resulta extraño,
pero te acostumbras. Cuando amas a alguien de verdad, lo aceptas con sus
virtudes y con sus defectos. Esa es mi teoría. Yo la quiero con sus demonios
y la deseo cada segundo del día.
Cierro la puerta y bajo por la escalera. Salgo a la calle y el aire gélido me
da una bofetada en la cara. Me uno al gentío. Algunos se dirigen a trabajar,
otros a estudiar. Últimamente, hay mucho universitario por aquí. Eso me
recuerda que han abierto hace pocos meses una escuela de refuerzo para
estudiantes. Es mucho más barata que las otras, o al menos eso es lo que
puedo leer en su cartel de propaganda.
Levanto el brazo y el bus que viene hacia la parada detiene su motor
produciendo un ruido ensordecedor. Es el transporte más directo hacia
Residencial Hope, donde vivimos. De un brinco me introduzco en el
vehículo público. Hoy me siento ágil. Siempre que estoy con ella, aunque
sean unas pocas horas, me siento bien, me siento vivo. No obstante, esta
sensación solo dura un corto tiempo; el resto de la semana me siento
adormecido como Barbara.
El autobús va repleto de gente. Solo queda un asiento libre justo al final
del pasillo. Agradezco que sea al lado de la ventana. Acomodo mi cabeza
en el viejo respaldo y el tubo de calefacción me enfoca en la cara. Es una
sensación agradable. El cristal está empañado. Demasiado contraste de
temperatura. Lo limpio. Observo la ciudad de los rascacielos a través de él y
contemplo la cotidianidad del día a día. Tengo suerte de vivir en Nueva
York, la ciudad que nunca duerme; «Un poco como Christine», pienso y mi
rostro dibuja una sonrisa amarga.
El grito del conductor, que nos alerta de la próxima parada, me levanta
de un brinco y me obligo a luchar por salir entre tanta gente que espera a
que se abra la puerta de detrás. Unos minutos después, me descubro
abriéndome paso entre la muchedumbre que deambula por la gran avenida.
Todos trajeados y estresados.
Hace años elegí mi camino. No es ni bueno ni malo, es el mío. Fue mi
decisión y a día de hoy no me arrepiento ni un ápice. Sin duda lo volvería a
hacer. Con frecuencia, he de recordarme por qué escogí quedarme con ella,
¿o acaso el destino decidió que debía encerrarme con Barbara entre las
mismas cuatro paredes?
Barbara está enferma, muy enferma, más de lo que ella misma cree. Yo
soy la única persona que conoce su verdadero estado psicológico. Creo que
su terapeuta ni siquiera es consciente de todo lo que encierra su mente. Me
temo que, si lo supiera, ya no estaríamos aquí ni Rose ni yo. Ese es uno de
los motivos por los que hago lo que hago, de ahí mi silencio y mi
protección hacia ella.
Tras el accidente de sus padres, un juez dictaminó que yo fuera su tutor
legal. Por lo menos hasta el año que viene, que cumple los dieciocho. Edad
a partir de la cual ella se convertirá en responsable de la herencia millonaria
que sus padres dejaron a su única hija. Hasta entonces, velo por su bienestar
mental y también financiero.
La grandiosa casa donde habitamos Barbara y yo emerge elegantemente
de entre el escaso frondoso verde que posee Nueva York. Vivimos en un
sitio privilegiado, de eso no cabe duda. El fuerte olor a hierba mojada me
invade y observo cómo el rocío de la noche ha empapado el color
aceitunado de los arbustos. El humo liviano de la chimenea de casa me
recuerda que continúa la vida en su interior, y si no supiera qué es lo que
ocurre dentro, se trataría de un marco idílico. Sin lugar a dudas, el hogar
que siempre soñé y que jamás tuve.
Regreso de mis ensoñaciones e introduzco la llave en la puerta. Soy
consciente de que tengo unas obligaciones y lo más importante es que debo
velar por ambas. Por la ácida Christine y por aquella niña indefensa y
enferma que la vida puso en mi camino durante la tormenta más cruel que
recuerdo. De ese momento han transcurrido ya cinco largos años.
La casa huele a cerrado. Miro el salón buscándola. A veces encuentro a
Barbara en el mismo sofá donde la dejé. Recorro la estancia y apago la tele.
Doblo la manta y la apoyo en el reposacabezas. Abro de par en par el
ventanal, para que entre aire fresco. Solo puedo hacer esto cuando ella está
dormida y tan solo unos minutos. Su agorafobia, junto con los problemas
mentales que padece, ha empeorado últimamente; eso me preocupa.
Sigo recorriendo la casa, entro en la cocina y corroboro que ni siquiera
cenó, pues no hay ni un solo plato en el fregadero. Con cuidado de no
despertarla, abro la puerta de su habitación y compruebo que yace tumbada
en la cama y destapada. Solo lleva el pijama y se acurruca en un rincón.
Con sigilo, toco su rostro; está helado. Siempre duerme en la misma
posición, como cuando era pequeña. Con delicadeza, cubro su cuerpo con el
edredón y cierro la puerta para que descanse. Mi mirada se topa con la
habitación cerrada de sus padres. No está preparada para entrar. Todavía no.
El ruido de las sirenas de coches de policía aproximándose me alerta de que
algo no va bien.
Aquel ruido estridente me lleva al salón, me quedo inmóvil en una
esquina del ventanal. Se trata del chalé de enfrente. ¿Vecinos nuevos? No
tenía ni idea. Desde que se marchó el matrimonio anterior, la casa ha
permanecido vacía.
¿Qué demonios ha pasado? ¿Seis coches de policía? Los cuento un par
de veces; aún no creo lo que ven mis ojos. Se trata de uno de los barrios
residenciales más tranquilos e incluso me atrevería a decir más aburridos
que hay en toda Nueva York. Además, al estar a las afueras, jamás ocurre
nada. Espero que no se trate de alguna familia de delincuentes, o de algún
famoso mafioso intentando pasar desapercibido. Siento curiosidad por saber
qué ocurre. De pronto, escucho unos pasos atravesando el pasillo. En un
santiamén, cierro el ventanal y corro las cortinas. Al segundo, veo cómo
Barbara me sonríe y me saluda desde el umbral del comedor.
—Buenos días, Carl. ¿Qué ocurre? Me han despertado las sirenas de la
policía.
Me acerco a ella y cierro los botones de su bata. Lo hago siempre, actúo
del mismo modo con ella desde que recuerdo. Siento la necesidad de
cuidarla.
—No tengo ni idea. —Y de inmediato cambio de tema para que no se
preocupe más de la cuenta; es lo que menos necesita en estos momentos—.
¿Cómo has dormido?
—No muy bien. Estoy algo cansada y tengo jaqueca.
—Será por la niebla que hay. A mí también me duele un poco la cabeza.
Te prepararé el desayuno y tus pastillas. —Observo cómo camina hacia el
ventanal y descorre las cortinas.
Le preparo una taza de café con leche y unas tostadas de pan de molde
con mermelada de arándanos. Cuando llego al salón con la bandeja de su
desayuno, constato que permanece inmóvil donde la dejé y advierto que, en
el brazo derecho, tiene como una especie de magulladura.
—¿Qué te ha pasado en el brazo? —pregunto con curiosidad; tomo con
delicadeza su brazo para examinar la lesión.
Ella se sorprende al ver la pequeña herida coagulada y me mira
extrañada. Yo me estremezco al contacto con su suave piel. Por un
momento, nuestros ojos se encuentran y ambos nos evitamos desviando la
mirada hacia otro lado.
—Anoche tuve otra crisis, me desplomé en el suelo. Al caer, supongo
que me rocé con algo. No me acuerdo, la verdad.
Recojo las pastillas del suelo y observo a Barbara con preocupación.
—Ya veo que no pudiste tomar la medicación.
—Me dio un ataque de pánico y me quedé en blanco. Lo que no
recuerdo es cómo llegué a la habitación —me explica con cierto congojo.
Un ruido procedente del exterior corta nuestra conversación. Nos
centramos en lo que está ocurriendo en la casa de enfrente; lo observamos
todo.
—¡Fíjate cómo entran y salen policías sin parar! —exclama Barbara.
—No tenía ni idea de que teníamos vecinos.
—Llegaron ayer por la tarde, una pareja con un crío pequeño. El padre
del niño me puso de los nervios; empezó a gritarle de una manera muy
violenta. Creo que no es la primera vez que trata de esa forma tan déspota a
ese pequeñín.
—¿A qué te refieres?
—Iba a prepararme una taza de té cuando escuché un vehículo que se
aproximaba. Fui hacia la ventana y constaté que era un camión de
mudanzas. Vi que al niño se le cayó su peluche en un charco. El padre,
enfurecido, comenzó a gritarle.
—Solo nos faltaba un tipo agresivo en el barrio.
—¿Por qué no vas a ver qué ocurre? —Sostiene con fuerza la taza de
café. Sé que está temblando, sus manos me lo muestran.
—Sí. Eso mismo estaba pensando.
Cojo la chaqueta de cuero negro y cierro dando un portazo. Me dirijo
hacia el chalé de enfrente y me doy cuenta de que yo también estoy
temblando. En silencio, le pido a Dios que ella no sea responsable de esto.
Intento recordar todo lo que tuvo lugar anoche, trato de visualizar la hora en
que llegó a mi apartamento, creo recordar que eran las veintitrés y treinta
aproximadamente. Aunque no tengo ni idea de a qué hora se marchó. No
debí bajar la guardia, no debí dormirme. Demasiadas horas vacías, carentes
de información. Christine volvió a casa, pero ¿cometió algún hecho
perverso por el camino? Difícil predecirlo con exactitud, pues permanecer a
su lado es como estar en el extremo más peligroso de un precipicio.
Además de los seis coches de policía rodeando el chalé y la multitud de
agentes que no paran de entrar y salir de la casa, distingo otro coche que
está aparcando a escasos metros de la zona. Para tomar algo de aire e ir
relajando mis temblores, decido acercarme y preguntar a aquel agente qué
demonios está ocurriendo.
JOHN
Viernes, 3 de diciembre de 2010

(Un día antes de la tormenta)

¿P avisarme
or qué no recurren al poli de guardia? ¿Por qué siempre tienen que
a estas horas? De reojo, miro el despertador y compruebo la
hora: las siete y tres. Me levanto y corro las cortinas. El día está gris. Ya me
advirtieron hace un par de meses, cuando me ascendieron de cargo, que ser
inspector de policía en la Nueva York que todos conocemos es algo
aterrador. Sin embargo, lo acepté con todas las consecuencias, pues se lo
debo a mi padre. A él le hubiese gustado ver cómo su hijo ascendía por
méritos propios y sin haber sido corrompido por nada malo. Estaría
orgulloso de mí, lo sé.
Abro la nevera, solo hay dos táperes ya caducados y un brik de leche que
no recuerdo haber comprado; pego un sorbo y escupo el líquido agrio en el
fregadero. Demasiados días abierto. He de ser más práctico y tener algo en
el frigorífico que no tenga ni moho ni esté agrio. Tras el intento fallido de
desayuno, pienso en ducharme. He de salir lo más rápido posible hacia la
comisaría. Llamaron hace quince minutos. «La Justiciera ha vuelto», tan
solo eso me dijeron. Escribí la dirección donde se había cometido el
asesinato, donde la asesina había dejado su impronta.
«Se trata de un asesinato violento», apuntó Karen desde la oficina.
Revuelvo todos los papeles sucios y las servilletas que cubren la vieja
mesita del apartamento en el que vivo. Entre todo el desorden, tímidamente
asoma la dirección: Residencial Hope. Está mal escrito en la servilleta del
fast food donde cené anoche. Espero haber apuntado bien el sitio. Llamaré
antes de pasarme, para confirmarlo.
Después de darme una ducha bien fría para despejarme, salgo de casa y
me meto en el ascensor. Pulso menos uno y voy al garaje. Me subo en el
coche y pongo la primera emisora de radio. Un debate sobre alimentación
sana y cosas así. Lo quito y llamo a comisaría. Me verifican que es la
dirección que mal apunté antes y me dirijo hacia allí. Es mi primer caso
desde el ascenso. No puedo fallar. La prensa, la tele, incluso las
investigaciones de la policía creen que se trata de una mujer. Yo no lo creo
tanto. Algo me dice que esos crímenes atroces desprenden un fuerte
componente masculino. Espero que se trate de un asunto fácil y que no
tenga nada que ver con la Justiciera. Al menos eso espero.
Me detengo en Bulevar Street. El navegador me apunta que en siete
minutos habré llegado a mi destino. Miro por el retrovisor y multitud de
coches están parados por un pequeño accidente de moto. Tengo la necesidad
de bajar a ver qué pasa, quizás necesiten ayuda. Un coche patrulla llega
antes de que yo pueda salir, por lo que continúo mi camino hacia una de las
zonas residenciales más caras y tranquilas de Nueva York.
«Me hace falta un café; o mejor, un par de ellos», pienso. Hace un año,
Mía me dejó por otro, tal vez más divertido, tal vez más pendiente de ella y
tal vez no estaba tan obsesionado con su trabajo como yo. No le echo la
culpa; yo dejé de cuidarla, de mirarla, de compartir, de estar con ella. Sin
darme cuenta, di prioridad al cargo por el que he sacrificado al amor de mi
vida. A partir de ahí, yo solo intento sobrevivir por el día. Por la noche, eso
ya es otra cosa.
Acabo de doblar la esquina, falta poco para llegar. Tras unos segundos,
veo otros seis coches de compañeros. Están aparcados haciendo casi un
círculo perfecto alrededor del chalé donde, presupongo, se habrá cometido
el asesinato. Cuando llego a la escena del crimen me gusta observar todo
con algo de distancia. Decido aparcar a varios metros e ir caminando a ver
qué puedo sacar en claro. No obstante, no sé si podré hacerlo, pues un
hombre con chaqueta negra de cuero viene hacia mí.
—Buenos días, agente. Disculpe, soy Carl Miller. Vivo en el chalé de
enfrente.
—Buenos días, señor Miller. Inspector John Smath. ¿En qué puedo
ayudarle?
—Estábamos en casa y escuché el ruido de las sirenas. ¿Qué ocurre?
—Me temo que se ha cometido un asesinato, aunque debe entender que
no puedo informarle más sobre ello.
Continúo el paso, dejando al vecino cotilla detrás. Mi ayudante y mejor
amigo Anderson acaba de alzar su brazo para llamar mi atención. Está en la
entrada de la casa y, por la preocupación de su semblante, esto no pinta
nada bien.
—¿Un asesinato? ¿Aquí?
—Hágame un favor y quédese en casa. Más tarde alguien les interrogará.
Son vecinos de la víctima y tal vez hayan visto u oído algo extraño.
—Por supuesto. Eso haré. Gracias, inspector.
En cuanto entramos, Anderson comienza a ponerme al día.
—Vaya mierda, John. Para ser tu primer caso, no pinta nada bien.
—Desde la central me dijeron lo de la Justiciera y todo eso, pero solo
son suposiciones, ¿verdad?
—Eso pensaba, pero en cuanto lo veas, te darás cuenta. Esa hija de puta
es buena dejando su firma y ocultando pruebas —expresa Anderson de
forma contundente y me ofrece unos guantes similares a los que él lleva
para no contaminar la escena del crimen.
—De todos modos, no nos anticipemos. Tendremos que esperar a la
investigación —sentencio. Deseo con todas mis fuerzas que mi colega esté
equivocado.
Miro de reojo el salón y lo que descubro me remueve por dentro. Una
mujer de mediana edad con su hijo pequeño, ambos en pijama y abrazados.
La madre intenta disimular su sufrimiento, el crío llora sin cesar. Me
concentro en pensar en otra cosa. Me recuerda al momento en que yo perdí
a mi madre y cómo mi padre me abrazaba con tanta fuerza que dolía.
Anderson sube primero por la escalera; yo, detrás de él. Cuando me
ascendieron a inspector solamente puse una condición: tener a Anderson a
mi lado. Es el agente de policía más honesto de toda Nueva York. Lo
conozco desde niño y siempre hemos sido los mejores amigos. Él y su
mujer me han apoyado muchísimo durante este último año. Han hecho que
el infierno de no estar con Mía fuera menos infierno.
Al ascender por los peldaños de madera, escuchamos cómo crujen.
Entramos en la escena del crimen. Vamos directos hacia la cama, donde
yace muerto un tipo robusto de mediana edad. Varios compañeros del
laboratorio y dos investigadores recogen pruebas científicas que puedan
ayudar a resolver la investigación.
—Buenos días, ¿primeras impresiones? —pregunto y examino de
manera global la escena.
Nada más entrar algo llama mi atención: no hay muebles, ni cortinas.
Solo una cama de matrimonio al fondo; imagino que estaban, o en plena
mudanza, o recién llegados al barrio. Además, veo un cenicero lleno de
colillas y dos cajas de cartón, en las que puedo leer «ropa de invierno». Hay
dos investigadores que están ahora mismo revisándolas minuciosamente.
—Hombre de unos cuarenta años, con herida de muerte en el tórax.
Aunque es muy pronto para determinarlo con exactitud, yo diría que, por la
profundidad de la lesión, parece causada por un objeto punzante, afilado, el
mismo con el que escribieron la palabra «Justicia» en el pecho —me
informa uno de los técnicos. Mientras habla, continúa observando el
cadáver.
El escenario del crimen es dantesco. Hay sangre por todas partes, en su
cama, en las sábanas, en el pijama de cuadros, en el rostro, en las orejas…
El sello que asoma del torso de la víctima no da lugar a dudas. La
palabra «Justicia», escrita en su propia carne, me pone la piel de gallina y
me da ganas de vomitar. A lo largo de mi carrera, he presenciado diversas y
variopintas escenas de asesinatos y ninguna es agradable. No obstante, esta
conlleva un mensaje encriptado que aún no logro percibir.
—Ahora interrogaré a su mujer. Al ocurrir en la habitación conyugal,
ella ha debido ver u oír algo.
—No creo que sea de mucha ayuda —afirma Anderson abriendo la
ventana y tapándose la nariz con un clínex. Este no es nuestro primer caso
de asesinato; sin embargo, siempre actúa de igual forma. No soporta el olor
a descomposición.
—¿Quieres que crea que su mujer no se enteró de nada?
—La viuda no escuchó ni vio nada. Estaba durmiendo en la habitación
de invitados.
—Ambos tenían problemas matrimoniales. Interesante… —deduzco en
voz baja.
Tal vez la tierna imagen de aquella madre con su hijo no sea tan maternal
y se trate de la asesina de su marido, pero la impronta de la Justiciera
retorna a mi mente y mi teoría cae rodando por el suelo.
El segundo técnico, más joven que el anterior y con cara de
circunstancias por lo que estamos viendo en estos momentos, se dirige a mí
algo dubitativo.
—Inspector, si se fija bien, hay sangre seca en su pijama, y como
podemos observar, también hay restos sanguíneos provenientes de la boca y
de las orejas. Aún no tenemos todos los datos exactos, pero está claro que
murió debido a un objeto afilado que atravesó su corazón, tal vez un puñal,
un acero; eso le provocó un derrame interno que fue paralizando poco a
poco cada órgano de su cuerpo. La asfixia que le vino después lo mató en el
acto.
—De acuerdo. Cuando tengáis más datos, más huellas, cualquier cosa
que se nos pueda haber escapado a priori, hacédmelo saber lo más pronto
posible —afirmo con absoluta rotundidad.
Por un instante, todos los mejores investigadores de Nueva York, que se
encuentran en esta surrealista escena del crimen, detienen su minuciosa
labor de investigación y, aterrados por lo acontecido, clavan sus ojos en mí.
—Chicos, escuchadme bien. Estamos ante un caso muy complicado. De
eso ya somos conscientes. Si esto se filtra a los medios de comunicación, y
todos sabemos que así ocurrirá, no tendremos mucho tiempo para realizar
nuestro trabajo, nuestra investigación de forma ordinaria; por lo que os pido
premura y minuciosidad. Dios no quiera que estemos ante el caso de esa
asesina macabra. Solo espero que estemos hablando de un imitador loco
que no tiene ni idea de dónde demonios se ha metido; de lo contrario, si se
trata de la Justiciera, todo será mucho más enrevesado y complicado.
—¿Por dónde ha entrado? —le pregunto a Anderson. Juntos,
descendemos a la zona del comedor.
—Aún no se sabe, jefe. Están comprobando las ventanas y la puerta
principal.
—¿Quién encontró el cadáver?
—La señora Barnis descubrió el cuerpo de su marido alrededor de las
siete de la mañana.
Llegamos al salón. La madre sigue abrazada a su hijo pequeño. El niño
ahora llora con más fuerza.
—Buenos días, señora. Me llamo John Smath y soy el inspector de este
caso.
Me siento a su lado. Ella ni siquiera me mira. Sus ojos están fijos en su
hijo, que todavía gimotea.
—Siento su pérdida. ¿Su nombre es…? —pregunto en un intento de
interactuar con ella.
—Discúlpeme, inspector. Me llamo Ann Barnis. Es que aún no creo lo
que ha pasado —me explica incrédula mientras separa a su hijo de su
pecho.
El pequeñín está abrazado a un peluche algo desgastado. Por un instante,
fija su mirada en mí y descubro sus ojos vidriosos.
—Señora Barnis, vamos a comenzar con el interrogatorio sobre la
muerte de su marido.
Ann no es capaz de contestar, solamente asiente con la cabeza a modo de
aprobación y de resignación absoluta.
—He de hacerle algunas preguntas. ¿Se encuentra bien para que
podamos empezar? —pregunto y ella me mira expectante.
—Pregúnteme lo que desee.
—En primer lugar, necesito conocer el nombre de la víctima y la
profesión que ejercía.
—El nombre de mi marido era Stuart Barnis. Es… Era farmacéutico.
—Señora Barnis, ¿iban a mudarse o acababan de llegar? Lo digo por las
cajas, están por todas partes.
—Llegamos ayer por la tarde. Vivíamos en Boston. Somos propietarios
de una cadena de farmacias.
—¿Por qué decidieron mudarse?
—Vinimos aquí porque pensamos que sería buena idea empezar de
nuevo. Ya me entiende —susurra y mira de soslayo a su hijo.
En seguida comprendo que ella desea contarme algo más.
Disimuladamente, con un gesto, indico a una agente que se lleve a su hijo.
El niño mira a su madre y Ann asiente con la cabeza a modo de aprobación.
—Stuart, acompaña a esta policía tan simpática. Solo será un minuto —
dice intentando mostrar al pequeño una especie de sonrisa para
tranquilizarle.
En cuanto se marchan, brotan lágrimas que corren enajenadas por su
rostro pálido.
—Inspector Smath, sé lo que puede llegar a imaginar. De hecho, si
estuviera en su piel, supondría que yo asesiné a mi marido.
Tal declaración de intenciones franca y directa, sin miedo a perder nada,
me deja noqueado por un segundo.
—Señora Barnis, a decir verdad, aún no tengo ningún indicio de que me
haga pensar que usted pudo terminar con la vida de su marido.
—Lo sé, y le anticipo que no logrará encontrar nada que pueda
incriminarme. Hace tiempo que dejé de amar a mi marido; pero eso no
significa que yo deseara su muerte.
Luego de tal afirmación, todos los agentes que nos encontramos en el
salón guardamos el más estricto de los silencios.
—No obstante, lo que voy a confesarle me convertirá en la sospechosa
principal de su caso.
—No la estoy juzgando, señora Barnis. No se equivoque, solo quiero
esclarecer qué es lo que ha sucedido. Así que empecemos por el principio
—afirmo y descubro cómo le tiemblan las manos—. Dígame, ¿anoche oyó
o vio algo que deba contarme?
—Llegamos por la tarde, estuvimos casi toda la noche organizando las
cajas y adecentando un poco la casa. Cenamos pizza. Llamamos a Pizza
Express, hacia las veintidós horas. El repartidor vino, nos dejó las pizzas y
se fue.
Interrumpo un momento y pido a Anderson que llame y compruebe la
coartada. Él se marcha del salón pidiendo el teléfono de ese fast food.
—¿A qué hora se acostaron?
—Acosté a mi pequeño Stuart sobre las veintitrés horas y nosotros nos
fuimos a descansar una media hora después.
—Durante el tiempo que estuvieron solos, ¿qué ocurrió?
—Nada fuera de lo normal. Limpié un poco su habitación…, quiero
decir, la habitación de matrimonio, y puse sábanas limpias en la cama.
Luego nos fuimos a dormir.
—¿Y él? ¿Qué hizo su marido mientras usted estaba en la habitación?
—Si le digo la verdad, no lo sé. Imagino que estaría fumando. Desde que
teníamos problemas, fumaba más de lo debido.
—¿Problemas?
—Esos problemas son los que le comenté al principio. Una infidelidad
marcó nuestro camino de por vida.
—Entiendo, pero ¿por qué piensa que estaba fumando y no haciendo otra
cosa distinta? Contésteme, por favor.
—Lo intuyo porque, cuando terminé de preparar la habitación, bajé al
salón y apestaba a tabaco.
Me disculpo y salgo del comedor. Hay policías e investigadores por
todos lados; yo solo necesito a Anderson. Descubro que está al teléfono,
oigo cómo está hablando con uno de los repartidores de anoche.
—Necesito que me digas si han encontrado colillas en el salón, y si es
así, que cotejen si todas pertenecían a la víctima. Cuando termines de hablar
por teléfono, pregúntamelo, ¿okey?
—Eso está hecho, jefe. —Y regresa a la llamada.
Retorno al salón y Ann permanece en el mismo lugar donde la dejé.
Continúa mirando al suelo y secándose las lágrimas que no dejan de caer
por su rostro.
—Ann, ¿se encuentra usted bien? ¿Necesita un poco de agua? ¿Una
pausa? Solo tiene que decírmelo.
—Gracias, pero no es necesario. Podemos continuar.
—De acuerdo. Después, ¿qué ocurrió?, ¿se fueron directamente a la
habitación a descansar? ¿O tal vez su marido permaneció en el salón?
—No, subió conmigo. Cuando decidimos cambiar de ciudad, acordamos
que, durante un tiempo, no compartiríamos el lecho conyugal. Así lo
hablamos antes de mudarnos, por lo menos por una temporada. Ese era el
trato. Aún no estaba preparada para compartir intimidad. Y él lo sabía. Ni
siquiera insistió para que durmiera a su lado. Llevábamos medio año
intentando salvar nuestro matrimonio.
—Señora Barnis, sé que es complicado contarle a un desconocido los
problemas que tenía con su marido, pero me temo que necesito conocer
todo lo que les ocurría.
Afirma con la cabeza y pide un vaso de agua.
—Volvamos a la noche de ayer. Entonces, cada uno ocupó una
habitación. ¿Y no escuchó nada?
—Absolutamente nada de nada. La verdad es que estábamos agotados
con el viaje y la mudanza. Yo me dormí en cuanto caí en la cama. Tengo el
sueño muy profundo.
—Deberíamos preguntar a su hijo. ¿Vio o escuchó algo? Cualquier dato
sería determinante para la investigación. Pero, al ser tan pequeño y estar
con tal conmoción, por ahora no vamos a proceder a interrogarle.
—Mi pequeño Stuart no me ha comentado nada al respecto. Imagino
que, si hubiese visto u oído algo, ya me lo habría dicho.
—Comprendo. Volvamos al tema de la infidelidad. Espero que con mis
preguntas no se sienta usted incómoda. Intento tratar ese tema tan delicado
con todo el respeto posible.
—Lo entiendo, es su trabajo. —Permanece un segundo en silencio—. Él
me engañó, y aunque sé que no soy ni la primera ni la última mujer que ha
sufrido una infidelidad, no puedo dejar de pensar que fue por mi culpa. Los
sentimientos de rabia y de traición me acompañan desde entonces. Desde
que nació Stuart, he de reconocer que no estaba tan pendiente de mi marido.
Y él se fijó en su secretaria. Yo los pillé en nuestra casa, en nuestra cama…
Las manos y todo su cuerpo tiemblan de nuevo.
—Aun así, jamás sería capaz de hacer daño a nadie y mucho menos a mi
marido. ¡Dios santo!, ¡él es el padre de mi hijo!
—Comprendo que después de la infidelidad decidieron mudarse a esta
urbanización, ¿verdad?
—Sí. Así fue, inspector.
—Y en cuanto a la amante de su marido, ¿sabe si la relación continuó
después de que usted se enterase?
—Stuart me juró y perjuró que había roto con ella.
—¿Está segura de que su marido fue franco con usted y puso fin a su
aventura? Es de vital importancia conocer este dato.
—Sí. Imagino. Él me dijo que ella no se lo había tomado del todo bien,
aunque no sé nada más.
—¿Podría decirme el nombre de la secretaria del señor Barnis?
—Vive en Boston. Se llama Betty Kurny. Puedo darle la dirección de su
casa si quiere.
—Por supuesto. Ahora mismo mandaré un coche patrulla para que la
interrogue.
—Claveroad Silon, apartamento quince, letra D.
—Señora Barnis, ¿sabe si su marido tenía enemigos?
—No… No lo creo. ¿Se refiere a si alguna vez presencié amenazas o
algo así?
—Exactamente.
—No. La verdad es que no. Él era muy reservado para sus negocios. No
podría asegurárselo con exactitud.
—A partir de ahora, ¿qué hará? Creo que no sería buena idea que se
quedara aquí sola. Por lo menos hasta que averigüemos qué ha ocurrido.
—No. Por supuesto que no. Estoy muerta de miedo. Me iré a un hotel
hasta que todo esto se aclare.
—Está bien. No olvide informar a alguno de los agentes dónde se
hospedará. Seguro que necesitaré hablar con usted. Dentro de un rato mis
compañeros la trasladarán a la jefatura; tendrá que hacer una declaración
por escrito. Ellos le informarán al respecto. A mí me ha sido de gran ayuda.
—Inspector Smath, ¿puedo hacerle una última pregunta?
—Claro. Lo que quiera. Dígame.
—La persona que asesinó a mi marido escribió en su pecho la palabra
«Justicia». Sé que a lo mejor se trate de habladurías, pero antes escuché a
dos compañeros suyos comentar sobre el tema. —Se queda un instante en
silencio; la voz comienza a quebrársele—. ¿Es posible que la asesina de mi
marido sea… la Justiciera?
—Señora Barnis, aún no tengo los datos necesarios para confirmar o
descartar esa posibilidad. Ojalá pudiera serle de más ayuda en estos
momentos tan difíciles; sin embargo, nos encontramos ante el principio de
un caso escabroso. Debemos ser cautos.
En ese instante, Anderson, desde el umbral de la puerta, me pide que
salga. Tomo el papel donde se encuentra la dirección y el nombre completo
de la amante de la víctima. Sin más dilación, me despido de la señora
Barnis.
—Tienes cara de no haber desayunado y Dios sabe si cenaste anoche.
Hagamos una pausa. Me han dicho que a cinco minutos hay una cafetería
—me insiste mi colega.
Para cuando me quiero dar cuenta, ya estamos en su coche. Tardamos
unos minutos en llegar. Aparcamos a los pies del bar. A esta hora está
repleto de gente. Nos sentamos en la barra. Anderson pide beicon y huevos.
Yo, solo café doble.
—Gracias por el café. Llevo una temporada durmiendo fatal. Lo
necesitaba.
—No sé si la cafeína ayudará a tu insomnio. ¿Sigues sin poder dormir?
Podemos ir al médico. El doctor Mathew es amigo mío. Si se lo pido, te
hará una receta de algo para que puedas descansar un poco.
—No. ¡Solo me falta estar atontado en este caso! El café me ayudará. —
Me lo bebo de un trago y pido a la camarera que me rellene la taza.
—¿Crees que pudo ser la señora Barnis? Algo me huele mal y no sé qué
es.
—Sinceramente, no lo creo. Él tenía una amante. Por eso vinieron aquí,
cambiaron de ciudad, una segunda oportunidad. Aunque, ¿y si nos hubiera
engañado su mujer?, ¿y si hubiera descubierto que su marido no había
cortado con su secretaria? Tal vez, en pleno ataque de celos y en mitad de la
noche, lo asesinó y escribió «Justicia» para distraer nuestra atención. Todo
el mundo sabe lo de la Justiciera, incluso ella misma me la nombró. No
sé…
—O pudo ser su amante despechada. Encontró la casa nueva con la
intención de que Stuart volviera con ella. Tuvieron una charla mientras la
señora Barnis dormía debido al cansancio de la mudanza, así me lo hizo
saber. La cosa se complicó entre el jefe y la secretaria, y ella lo mató en
mitad de la noche. Fin del cuento —afirma categóricamente y se mete de
golpe una loncha de beicon en la boca—. ¿Quieres un poco?
—No, gracias —contesto distraído. Pienso en volver a interrogar al
vecino cotilla, el de chaqueta de cuero de esta mañana —. Todas esas grasas
te matarán. Termina rápido. Tenemos que volver. Visitaremos a los vecinos,
así haremos tiempo hasta que los investigadores tengan el primer informe.
Debemos saber si forzaron la entrada.
No tardamos nada en llegar a Residencial Hope. Anderson aparca al lado
de mi coche. Nos dirigimos hacia la casa del vecino. «Había algo extraño en
él; no sé lo que es», pienso mientras llamo a su puerta.
BARBARA
Viernes, 3 de diciembre de 2010

(Un día antes de la tormenta)

C uando Carl volvió a casa, supe al instante que algo muy gordo
había tenido lugar en la casa de enfrente. Su rostro y sus manos
temblorosas le delataban. Me contó que había conocido al
inspector del caso. ¿Un asesinato? ¿Enfrente de mi casa? Y lo peor de todo
es que sucedió mientras yo estaba sola y durmiendo.
Aún permanezco en shock desde la información de Carl; beberme tres
tilas no me ha ayudado nada en absoluto. Además, mi terapeuta Rose llamó
diciendo que no se encontraba muy bien, que había pasado mala noche. Tal
vez algún virus. Se excusó y me dijo que mañana a las diez vendría a
verme.
Sé que Carl está preocupado por mí. No lo dice; sin embargo, soy
consciente de ello. Son muchos años juntos. Está pegado al lado de la
ventana. Desde hace horas permanece en la misma posición: de pie, inmóvil
y observando todo lo que se cuece. Yo evito mirar hacia la cristalera, pero
me cuesta horrores fingir que no ocurre nada.
—Me parece que vamos a tener visita. El inspector de esta mañana y
otro policía vienen hacia aquí.
Unos segundos después llaman a la puerta. Y por un minuto el corazón
se me detiene. Ambos nos miramos expectantes.
—Te lo dije. Iré a abrir —afirma con tono serio y preocupado.
—Está bien. Iré a cambiarme.
Me dirijo a mi cuarto. Dejo la puerta entreabierta. Desde aquí logro
escuchar cómo Carl habla con ellos. Me quito el pijama y la bata. Abro el
armario y cojo un chándal cualquiera. Solo tardo unos segundos en retornar
al salón. En cuanto me ven entrar, se levantan y Carl realiza las
presentaciones oportunas.
—Ven, Barbara. Te presento al inspector John Smath y al agente
Anderson Mactekie.
—Encantada. —Me dan la mano a modo de saludo—. Ustedes son los
encargados del caso, imagino.
El inspector tiene mala cara. Su aspecto es juvenil; su pelo moreno y su
cara de niño bueno favorecen sus rasgos. Sin embargo, parece que no
descansa lo que debería. Tiene ojeras marcadas y su rostro está pálido. En
cambio, el aspecto de su compañero es todo lo contrario; tal vez sea más
joven que el inspector, aunque su porte serio hace que parezca mucho
mayor. Todos tomamos asiento.
—Así es. Necesitamos saber qué es lo que hizo usted ayer por la noche.
O si vio u oyó algo extraño, especialmente de madrugada —me pregunta el
agente Mactekie.
—La casa lleva unos meses vacía. Los antiguos vecinos se marcharon
hace tiempo. Iba a prepararme un té cuando escuché un camión de
mudanzas. Me acerqué y al minuto se detuvo un coche familiar. De él bajó
un matrimonio de mediana edad con un niño pequeño. —Me concentro al
máximo intentando no olvidar ningún detalle—. Al pequeño se le cayó su
peluche en el barro, el padre comenzó a gritarle y él no paraba de llorar
desconsolado. Luego estuvieron toda la tarde metiendo cajas y más cajas en
el interior de la casa.
—¿Y después?
—Después no escuché nada más. Debí quedarme dormida.
—¿A qué hora se fue a dormir, señorita Carlager?
—Pues, no sabría decirle con exactitud; tal vez a las siete.
—¿Quién se va a dormir a las siete de la tarde? ¿Suele acostarse a esa
hora? —pregunta el agente Anderson con incertidumbre.
—Solo los jueves —respondo con cierta timidez.
—¿Por qué una chica joven se va a dormir tan pronto un jueves por la
noche? —pregunta el inspector.
Me quedo un minuto en silencio y bajo la mirada. Carl se da cuenta de
ello y explica lo que me ocurre.
—Discúlpennos, agentes, creo que tendríamos que haber empezado por
el principio.
—Hágalo, por favor —indica Anderson.
—Debe saber que Barbara está enferma. Hace cinco años murieron sus
padres y me convertí en su tutor legal. El jueves es mi noche libre y ella se
queda sola. Suelo dejar un par de pastillas extra para que esté relajada, por
eso siempre se duerme pronto.
—Comprendo. ¿Qué enfermedad padece, señorita Carlager? Me gustaría
que lo explicara usted, si no le importa —pregunta el inspector John con
una especie de sonrisa en la cara.
—Soy agorafóbica. Desde niña sufro ataques de ansiedad y crisis de
pánico. A veces son más ligeros; otras, llego a perder el conocimiento y me
desmayo.
Todos se quedan en silencio, lo cual genera que yo me sienta más
incómoda.
—Señorita Carlager, siento mi ignorancia en términos psicólogos o
médicos, como quiera usted llamarlo, pero desconozco el término
agorafobia —declara el inspector.
—No se preocupe. Lo comprendo, no es una enfermedad muy corriente.
La agorafobia es un trastorno de ansiedad.
—Puede ser más concisa en su explicación, por favor.
—Es un tipo de trastorno en el que tienes miedo a los lugares o las
situaciones que podrían causarte pánico, y te sientes atrapado. Ese es el
motivo por el que no soy capaz de salir de casa, de estas cuatro paredes,
para ser exactos.
—Y si hubiera un incendio, ¿qué ocurriría? —pregunta con curiosidad el
inspector.
—Se vería obligada a salir, imagino —apunta su compañero.
—Me temo que me quemaría dentro. No puedo salir; solo pensar que he
de hacerlo me pone nerviosa. Llevo conviviendo con todos estos miedos
desde hace cinco años. Ya estoy acostumbrada. Sin embargo, lo de este
asesinato me tiene muy inquieta. —Me quedo un momento en silencio,
pensando en si debo preguntar qué ha ocurrido—. No quiero parecer
entrometida, pero… ¿podrían decirnos qué ha ocurrido en el chalé de los
nuevos vecinos? Me atrevo a formularles dicha pregunta porque esta
circunstancia está ocasionando que me altere más de lo debido.
Los dos policías asienten. El inspector Smath comienza a explicar:
—Se ha producido una muerte violenta, el asesinato del señor Barnis.
Todo apunta a que fue de madrugada. Su mujer y su hijo están
desconsolados, tampoco escucharon ni vieron absolutamente nada.
—Tenemos trabajando a los mejores equipos de investigación de Nueva
York. No deben preocuparse. En breve, todo habrá terminado.
—Espero que lo solucionen pronto, agentes. Pensar que hay un asesino
en el barrio. No sé… No quiero que empeore Barbara. Ya me entienden —
comenta Carl.
—Comprendo. Durante unos días habrá un par de policías en la zona
para que se sienta también más protegida. Entendemos su situación a la
perfección.
—¿Vigilarán la zona de día y también de noche, agente Mactekie?
—La vigilancia será completa. No tienen nada que temer. Estarán por
aquí hasta que sepamos qué ha ocurrido. Por tratarse de una enfermedad tan
grave como lo que nos han relatado, es lo menos que podemos hacer —
explica Mactekie.
—¿Nos disculpan un segundo, por favor?
—Por supuesto. Si necesitan algo, hágannoslo saber.
Nos dirigimos a la cocina y esperamos inquietos. Bajan el tono para que
no podamos oír sus conjeturas, pero sus voces graves y rudas favorecen que
escuchemos la conversación con toda claridad.
—No te das cuenta de que todo esto puede ser una milonga, John.
—No lo creo. ¿Qué quieres decir?
Al escuchar la teoría dubitativa del agente Mactekie sobre mí, me dan
ganas de vomitar y arrancarles la cabeza. En cambio, Carl se muestra
cauteloso y permanece en el más estricto de los silencios.
—John, estamos aquí para descartar si tuvieron algo que ver. La chica es,
hasta el momento, la única testigo de lo ocurrió el día del asesinato. Está
claro que, si padece esa enfermedad, es imposible que fuera ella. Pero ¿y
él?
—¿De verdad estás valorando que todo lo que nos han contado sea
falso? Amigo, a veces se te va la pinza.
—Tal vez lo de la enfermedad, los ataques de pánico y toda esa mierda
sea una mentira para salir del paso y confundirnos.
—Está bien. Lo comprobaremos.
Tras unos minutos, oímos unas pisadas. El inspector y su ayudante
vienen a la cocina. Carl y yo estamos de pie, impactados por todo lo que
está ocurriendo.
—Señorita Carlager, necesitamos comprobar todo lo que nos explicó
anteriormente. Me refiero a lo de su enfermedad. ¿Tiene algún tipo de
informe médico que pueda confirmar su afección?
—Los tiene mi terapeuta. Llamaré a Rose, pediré que me los traiga y
esta misma tarde podrán verificar toda la documentación que necesiten.
—Está bien. Señor Miller, estaré en la central sobre las cinco de la tarde.
Pregunte por mí y no olvide traerme los informes. Ahora debemos seguir
trabajando. Gracias por su amabilidad. Buenas tardes.
Me quedo inmóvil, pensando en lo que acaba de ocurrir. Carl acompaña
a los agentes a la puerta y tardo unos segundos en escuchar cómo sus voces
se difuminan con los ruidos de la calle. Me dirijo hacia el salón con el
teléfono en la mano, intento marcar el número de Rose, pero me tiembla
tanto el pulso que el móvil se me cae al suelo. Me arrodillo para recogerlo y
lloro muerta de miedo. Carl oye mis sollozos desde el vestíbulo y viene
corriendo. En cuanto me descubre en el suelo, me ayuda a levantarme y me
abraza fuerte. Siento que me mira de una manera extraña, como si quisiera
que yo fuera otra persona muy distinta a la que soy.
—Todo irá bien. Ya lo verás —me susurra y yo deseo creer en sus
palabras, pero mi mundo comienza a tambalearse y no puedo hacer nada
por evitarlo.
—Eso espero, aunque están dudando de mí y de mi palabra. ¡¿Quién
podría salir de estas cuatro paredes teniendo agorafobia?! —le pregunto
enfadada.
—No te preocupes. En cuanto les lleve lo que quieren, nos dejarán en
paz. No dudarán más de ti. Barbara, su trabajo es comprobar cada coartada.
Cuando comprueben que todo es verdad, no nos molestarán más.
Carl me lleva en brazos y me deja en el sofá. Me cubre con una mantita
y corre las cortinas. Hay mucho ruido fuera. Las voces de los
investigadores, de los policías y el ruido de la ambulancia llevándose el
cuerpo sin vida del señor Barnis me producen escalofríos. Carl enciende la
tele y pulsa la primera cadena que encuentra, sube el volumen y me da un
beso en la frente. Cuando su piel entra en contacto con la mía, mi cuerpo
deja de pertenecerme y se estremece. A menudo pienso en cómo habrían
sido las cosas entre él y yo. Tal vez, si fuera normal y no estuviera enferma,
él me vería de otro modo, quizás de la misma manera en que yo lo
contemplo. Desgraciadamente, su corazón está ocupado por la chica
misteriosa a la que manda mensajes los jueves por la tarde. Siento envidia
por ella.
—Voy a ver a Rose. En cuanto tenga tus informes, iré a la jefatura.
Espero no tardar mucho.
—Está bien, Carl. Gracias. No sé qué haría sin ti.
—No tienes nada que agradecerme. Ya lo sabes.
—¿Puedo pedirte una última cosa antes de que te vayas?
—Ya sabes que sí. ¿Qué necesitas?
—Antes de irte, ¿puedes comprobar si hay algún vigilante en la puerta?
—Ya lo hice antes y no vi a nadie. Imagino que con tal afluencia de
policías e investigadores sería imposible que pasara algo. —Oigo cómo
cierra de un portazo y le da varias vueltas a la llave.
Me paso toda la tarde hecha un ovillo en el sofá; solo me levanto para ir
a beber agua o prepararme una infusión caliente. En ciertos momentos, la
curiosidad juega conmigo y me tienta. Por un segundo pienso en descorrer
un poco las cortinas y echar un vistazo. ¿Qué hay de malo en ello? Dudo un
par de veces, pero a la tercera me dirijo al ventanal. Corro la cortina de la
derecha y miro a través del pequeño espacio que me permite; la ambulancia
ya no está y solo queda un coche de policía. Imagino que no tardarán
mucho en marcharse. Me doy la vuelta y me dirijo a la pequeña estantería,
tomo un libro cualquiera y me siento en el sofá. Bajo el volumen de la tele y
la dejo encendida. Siempre lo hago. Así parece que no estoy sola. No del
todo, claro. Miro la portada del libro y tiene pinta de ser un thriller
psicológico. Lo vuelvo a cerrar. Ahora mismo no necesito más miedo extra.
Ahora no. Me levanto y empiezo a dar vueltas por el salón.
Me descubro mirando el reloj de la tele varias veces. Solo han pasado
tres minutos desde que comprobé la hora; son las seis y media. Ya ha
anochecido y Carl aún no ha vuelto. Noto cómo la ansiedad hace de las
suyas. Rápidamente, y antes de que la vista desdibuje el salón, me dirijo a la
cocina. Observo un par de ansiolíticos en la mesa. Con manos temblorosas,
tomo las dos pastillas y me las trago de golpe con la ayuda de un poco de
agua. Tras un par de minutos, siento algo de paz y la cocina ya no se
mueve. Todo está en su sitio, incluida yo. En este sosiego artificial, reparo
en que debería haberme tomado esta misma medicación hace un par de
horas. Ya algo más tranquila, regreso al salón con más seguridad que antes,
corro las cortinas y compruebo que el último coche de policía ya no está
donde debería. Intento mantener la calma. Busco el móvil y marco el
teléfono de Carl. Luego de varios tonos, escucho su voz. Vuelvo a respirar.
CARL
Viernes, 3 de diciembre de 2010

(Un día antes de la tormenta)

E l sonido estridente de mi móvil me obliga a salir un momento del


despacho del inspector Smath.
—¿Sí? Barbara, ¿estás bien?
—Carl, no veo a ningún policía por la zona y ya ha oscurecido. ¿Puedes
volver pronto? No me encuentro bien. Tengo miedo.
—Deja que pregunte al inspector si hay alguien haciendo guardia en la
puerta. Eso te tranquilizará hasta que vuelva.
—Está bien. Espero.
—No. Yo te llamaré en cuanto sepa algo. Tienes pastillas extra por si
entras en shock. Están en la encimera de la cocina, ¿de acuerdo?
Entro en el despacho del inspector del caso. John Smath está sentado
cómodamente en una silla de piel marrón algo desgastada. Lo descubro
hojeando unos documentos. Cuando me ve, los aparta a un lado y
retomamos nuestra conversación.
—¿Era la señorita Carlager?
—Sí. Barbara me llamó porque está preocupada.
—¿Qué ocurre?
—Cree que no quedan policías en la zona.
—La casa está vigilada, pero si el asesino o la asesina los viera no
tendría gracia, ¿verdad? Hasta cierto punto es normal que el agresor regrese
a la escena del crimen. Si esto ocurre, mis hombres sabrán qué hacer.
Mientras me habla, marco el teléfono de Barbara. No tarda ni dos tonos
en contestar.
—¿Carl?
—Barbara, el inspector dice que no temas. Nuestra zona está vigilada.
—Créeme, Carl. No hay nadie. He mirado un par de veces.
—Están escondidos. Que no los veas no significa que no estén. Ahora
tengo que colgar, Barbara.
—Carl, tengo… miedo.
—Por favor, Barbara. Todo está bien, ¿okey?
—¿Me prometes que no tardarás?
—Te lo prometo.
Cuelgo el móvil y volvemos a centrarnos en el caso. Las últimas
palabras del inspector han presionado para que deje de respirar. Espero que
no lo haya advertido.
—Inspector, ¿puedo preguntarle algo?
Afirma con la cabeza y se enciende un cigarrillo.
—Antes ha dicho… ¿asesina?
—Todos los indicios apuntan a que se trata de una mujer, aunque yo
tengo claras dudas sobre ello.
—¿La Justiciera tal vez?
Por un momento quiero mantener la calma. Sin embargo, sé que he
metido la pata hasta el fondo. Siento cómo los latidos del corazón golpean
con fuerza mi pecho. Las manos me sudan; las escondo debajo de la mesa.
—Señor Miller, ¿cómo ha supuesto tal cosa? Nadie ha nombrado a esa
asesina en serie. Ni siquiera la prensa ha recogido ese titular.
Compruebo que la he cagado. Estoy jodido, pues advierto cómo el
inspector apaga el cigarrillo y el rictus de su cara se torna en seriedad
absoluta. Clava su mirada despiadada sobre mí.
—Inspector, he de confesar que pasar el tiempo con una persona
agorafóbica resulta algo distinto a cualquier otro trabajo. Ya me entiende.
Tenemos que rellenar las horas muertas con ruido. La tele está encendida
casi veinticuatro horas al día y hemos oído hablar sobre ella en infinidad de
ocasiones, sobre todo en programas de actualidad, y todo eso.
—Es muy pronto para determinar si ella fue la asesina del señor Barnis.
Sin embargo, ciertas pruebas apuntan a que así fue. Por eso me sorprende
que usted pensara en ello.
—Hace un par de días, en Las mañanas de Oprah salió un investigador
diciendo que marca a sus víctimas con una palabra: «Justicia». Creo que
apuntaron… —Estoy a punto de volver a meter la pata hasta el fondo—.
¿En el cuerpo del señor Barnis existe tal señal?
—Comprenda, señor Miller, que eso pertenece a la confidencialidad del
caso.
Me mira con cara de pocos amigos. De pronto, se levanta. «La he
fastidiado bien», pienso.
—Señor Miller, discúlpeme, pero debo continuar estudiando los
expedientes. Gracias por traerme los informes de la señorita Carlager.
Mandaré a que revisen todo.
Me despido de una manera ridícula y aún más sospechosa. Le doy la
mano en silencio y cierro la puerta. Seguro que habrá notado cómo me
tiembla el cuerpo.
Estoy ensimismado, esperando a que las puertas del ascensor se abran.
La ansiedad por salir de la jefatura es tal que decido buscar las escaleras.
Cuando me decido a descender por ellas, choco con una mujer de tez pálida
y cabello castaño. Le pido disculpas. Aunque ella me mira con atención, ni
me contesta y soy consciente de que parece ausente. Sin mediar palabra,
continúa su camino y yo el mío.
He aparcado a solo dos calles de aquí. De camino al coche me siento
estúpido. Me falta el aire y todo da vueltas. Por un momento, imagino lo
que sufre Barbara cuando tiene un ataque de pánico.
Un hombre estresado, con maletín y traje caro, me adelanta dejando una
estela de humo a su paso. Eso despierta algo en mí; dicha humareda me
ayuda a no perder el control. En estos momentos me siento tan vulnerable
que necesito una bocanada de cualquier mierda que me haga sentir mejor.
Ahora mismo pienso en fumarme un cigarrillo y en beber cualquier cosa
que me permita evadirme aunque sea unos minutos. Miro a ambos lados. En
la acera de enfrente hay un pub. Sin dudar, cruzo y echo un vistazo en el
interior; está vacío. Me siento en la barra y me pido un whisky solo. Me lo
bebo de un trago y le pido al camarero un cigarro. No le hace mucha gracia,
pero se da la vuelta, coge su chaqueta, introduce la mano dentro del bolsillo
y me da uno. Pido otro whisky y me pongo el cigarrillo en la boca. Me sirve
otro y me da fuego.
—Un mal día, ¿eh? —me pregunta sirviéndose un chupito de whisky
para él.
—Una mala vida, para ser exactos —respondo con ojos vidriosos.
—Amigo, nada que un bourbon no pueda arreglar.
—Me temo que entonces tendría que beberme un par de botellas de
trago.
—Sirvo copas en este garito desde hace unos diez años y, por mi
experiencia, puedo adivinar los problemas de cada cliente con tan solo un
vistazo.
—Conmigo fallarías en cualquier caso. Créeme. Yo no soy un tipo
corriente, mi vida no es normal y, por supuesto, nada de lo que me rodea lo
es.
—Miedo y pánico a partes iguales. ¿Me equivoco?
—¿Disculpa?
—Puedo olerlo desde aquí. Estás aterrado por algo o por alguien.
—Tal vez antes te subestimé.
El camarero chismoso sonríe y se marcha a poner un par de cervezas al
otro extremo de la barra. Aprovecho el momento y doy un par de bocanadas
al cigarrillo. La primera sabe a culpabilidad. No puedo dejar de pensar en
que yo no debería estar aquí. Los malos hábitos esconden la mierda de
infancia que tuve. Especialmente cuando me escondía en el garaje para
beber y para fumar con tan solo doce o trece años. Era la manera más barata
de evadirme de la realidad; disimulaba el dolor que me producía cada
bofetada que mi padre le propinaba a mi madre.
La siguiente calada sabe a preocupación, pues soy consciente de que he
levantado sospechas sobre mí. Si siguen el hilo encontrarán a Christine.
La tercera y última bocanada me obliga a toser, apago la colilla en el
cenicero, pago los dos whiskies y medio mareado salgo a la calle. Me uno al
gentío y me descubro intentando mantener el equilibrio mientras me
concentro en llegar al coche. Solo espero que Barbara no note que he vuelto
a las andadas.
JOHN
Viernes, 3 de diciembre de 2010

(Un día antes de la tormenta)

E l vecino de la casa de enfrente se ha convertido en uno de los


sospechosos del caso. No tengo ninguna prueba que pueda
inculparle; sin embargo, lo que ha ocurrido antes lo sitúa en
primera posición.
Carl Miller me ha dejado con la mosca detrás de la oreja. No sé qué
pensar de él. Tiene la fachada de ser una buena persona, de esas que cuidan
de otras hasta el fin de sus míseras vidas. Tal vez por eso pensó que el
asesinato del señor Barnis estaba relacionado con la asesina que todos
conocen y temen: la Justiciera.
Tantas horas de tele dan sus frutos. Imagino que, en la vida monótona y
aburrida del señor Miller, algo de misterio y jugosas suposiciones le vienen
más que bien. Aun así, no le quitaré el ojo hasta que demos con el culpable.
Miro el teléfono, y sin dudarlo ni un segundo, pulso el número cinco,
que es el acceso directo al despacho de Anderson; le explico lo que ha
ocurrido con Carl Miller y le pido que hable con el juez Thomas para que
prepare la autorización y podamos pinchar su teléfono. Necesito tener de
inmediato el informe de las llamadas que ha realizado en los últimos dos
meses.
Entre todos los papeles que decoran mi mesa de trabajo sobresale uno
con foto incluida. Se trata de la documentación de la señorita Carlager. Lo
reviso por encima antes de dárselo al equipo. Algunos informes, sobre todo
los más antiguos, están amarillentos. Me fijo en la fecha. Corresponden a un
par de meses después de quedarse huérfana: febrero del dos mil seis.
El primer informe lo firma la agente social Amanda Clark, y dice así:
Durante los primeros test de evaluación, Barbara Carlager ha
experimentado comportamientos naturales y totalmente acordes a la
ausencia dolorosa de ambos progenitores: alteración del sueño, pérdida de
memoria, ataques de pánico y ansiedad. Queda al amparo de su tutor legal,
el señor Carl Miller, el cual velará por su bienestar familiar y financiero
hasta que la menor cumpla la mayoría de edad. Al comprobar el estado
anímico de la señorita Carlager, me veo obligada a transferir su caso a la
doctora Rose Mari Hidy, psiquiatra privada a la que frecuenta Barbara
Carlager desde la defunción de sus padres.
El segundo informe es de un par de meses después, de mediados de abril,
y lo firma su terapeuta. Veamos qué señala la documentación:
Desde el fallecimiento de sus padres, Barbara ha experimentado varios
cambios de conducta notables. Desde su infancia, son constantes los
trastornos psicológicos que padece. Sin embargo, y como es completamente
normal por las circunstancias, sus ataques de pánico y ansiedad han
aumentado en número e intensidad. Su carácter tímido e inseguro, junto
con sus problemas anímicos, ha evolucionado en una agorafobia que me
inquieta.
El siguiente informe es judicial. Lo firma el juez Paul Mcfield, del
primer distrito judicial del estado de Nueva York. Veamos qué contiene:
Según los informes recibidos por la administración, la evaluación de la
agente social Amanda Clark y el informe psicológico de la doctora en
psiquiatría Rose Mari Hidy, pongo en conocimiento que Barbara Carlager,
huérfana de madre y padre, será tutelada por el señor Carl Miller, ya que
es menor de edad y carece de más familia directa. El señor Miller se hace
responsable de ella hasta que cumpla la mayoría de edad, convirtiéndose él
en su tutor financiero. Queda constancia de que la cuantiosa herencia de la
señorita Carlager no será entregada por la administración hasta su
mayoría de edad y siempre que un tribunal médico considere que puede ser
responsable de dicho patrimonio. Me consta, pues he valorado
minuciosamente, que la menor padece graves problemas psicológicos. Por
tales circunstancias, y para comprobar que la señorita Carlager podría
hacerse cargo de la herencia de sus padres, tendrá que ser evaluada por un
terapeuta neutral y que sea impuesto por el Estado. Si dicho profesional de
la psique no considera que la señorita Carlager es capaz de administrar su
herencia, el señor Miller será el encargado de hacerlo a partir de su
mayoría de edad.
Cuantiosa fortuna… No dejo de darle vueltas a esto. Entonces, si un
tribunal médico dictamina que Barbara Carlager no es capaz de valerse por
sí misma, Carl Miller pasará a tener pleno dominio de la economía de esta
chica desvalida y enferma. Algo me revuelve el estómago.
Alguien irrumpe en el despacho sin llamar a la puerta; es Anderson.
Siempre actúa del mismo modo.
—Deja lo que estés haciendo. Hay novedades en el caso. ¡Te vas a
volver loco!
Agarro mi chaqueta de piel, que cuelga del perchero, y rápidamente nos
marchamos hacia Residencial Hope. Aprovecho el trayecto para poner al
día a mi colega de lo que he descubierto en los informes de Barbara
Carlager.
—Anderson, ese sujeto me da mala espina.
—A ver, parece que está algo chalado. Pero de ahí a ser un asesino en
serie…
—Los informes señalan que la chica es la heredera universal de la
cuantiosa herencia de sus padres; y aquí viene la chicha: Carl es el único
que ha controlado toda esa pasta desde entonces, pues un tribunal médico lo
designó como tutor legal hasta su mayoría de edad.
—Te escucho, pero te soy sincero, aún no sé qué tiene que ver todo esto
con el asesinato de los Barnis.
—A ver, Anderson. Te estoy hablando de la documentación de la
psiquiatra de la señorita Carlager.
—Sí. Lo sé. Yo mismo le pedí a Billy que te diera todos los expedientes.
—A la mayoría de edad de Barbara, esta tendrá que ser evaluada por un
nuevo tribunal médico. En el caso de que debido a sus problemas
psicológicos no fuera apta para administrar su herencia…
—¿A dónde quieres llegar, John?
—Por un momento, piensa en lo que te intento decir. ¿Y si ese sujeto
quiere desestabilizarla para aprovecharse de su herencia?
—Una cosa es ser un aprovechado y otra muy distinta un criminal.
—¿Y si él es el asesino del señor Barnis y ha imitado a la Justiciera para
desviar nuestra atención? Él mismo me preguntó sobre esta asesina en serie.
—¿Tú crees que alguien como Carl se metería en ese berenjenal solo
para recibir una herencia?
—¿Por qué no? Tú sabes, al igual que yo, que los asesinatos más crueles
de la historia tienen un denominador común: sed de dinero. Él mismo me ha
confesado que, al estar encerrado con Barbara entre esas cuatro paredes las
veinticuatro horas del día, consume muchas horas de televisión viendo
programas sensacionalistas, en los que no paran de hablar de la Justiciera y
de su modus operandi.
Anderson se queda un instante en silencio y prosigo con mi teoría:
—Tal vez, y esto es evidentemente una hipótesis, Carl pudo encargar a
algún sicario el asesinato del señor Barnis. Es demasiado inestable y
nervioso como para exponerse de tal modo.
—Yo a él lo descartaría de la lista, pero podría tener sentido. Contratar a
un loco, de tantos que hay escondidos por las redes, para cometer un crimen
en la casa de enfrente de la persona a la que cuidas. Y es más, simulando
ser la Justiciera. A cualquier persona le daría miedo, ¡imagínate a la pobre
chica enferma!
—¿Con el fin de…?
—Desestabilizarla aún más de lo que ya está.
—¿Volverla más inestable, más dependiente de él y más temerosa del
mundo exterior?
—Eso es. En pocos meses cumplirá la mayoría de edad y tendrá que
pasar por un tribunal. Si su salud mental empeora debido al asesinato de
Barnis, los médicos declararán que no es apta y él se quedará con toda esa
suma de dinero.
—Aunque no debemos adelantarnos. Quizá se trate de la Justiciera y
Carl solo sea un tipo extraño que cuida a una chica enferma.
Me acomodo en el dos plazas de Anderson y él me cuenta qué han
encontrado los investigadores:
—Esto va a ser gordo. Es la primera vez que nos deja una pista de tal
dimensión.
—¿Qué han encontrado? No te emociones tanto.
—Es para estar histérico. Ya lo verás tú con tus propios ojos.
—Me temo que este caso no puede ser tan fácil.
—Sangre. Han encontrado su ADN en una ventana.
—Si ha dejado algún rastro, no es ella. La Justiciera es meticulosa.
Jamás hubiera permitido que encontráramos ninguna pista y mucho menos
restos sanguíneos.
—¡Mierda, John! ¿Puedes escucharme con atención y no ser tan cenizo?
Asiento con la cabeza, sin ser optimista.
—No forzó la entrada. Se coló por una de las cristaleras, pero no contó
con que, al hacerlo, se rasgaría con una punta saliente del marco. Ahora
mismo están Freud y Cheslo en ello. Me llamaron desde la casa.
—Ojalá tengas razón. —Me acurruco en el asiento, cierro los ojos y subo
el volumen de la canción One, de U2.
Anderson detiene el coche en seco y la inercia hace lo propio. Mi cuerpo
se abalanza hacia delante. Mi amigo se da cuenta de ello y suelta una
risotada; le doy una palmada en el cuello y nos dirigimos a la escena del
crimen.
Caminamos hacia la residencia de la familia Barnis. Mis ojos hacen de
las suyas y no puedo evitar mirar de soslayo la casa de Barbara y de Carl.
Hay algo extraño. Aún no sé qué es, pero lo averiguaré.
Freud y Cheslo están en la ventana donde la asesina dejó su huella. Me
concentro en saber qué es lo que han sacado en claro los mejores sabuesos
de Nueva York.
Cheslo, que es el investigador con más antigüedad, con templanza
comienza su relato:
—Inspector, tenemos algo muy bueno aquí, ¡mire! —señala un punto
microscópico que yo nunca habría advertido—. Si se trata de esa asesina en
serie, la hemos cazado.
Sus palabras consiguen ponerme en alerta extrema. ¿Y si Anderson tiene
razón y estamos ante la asesina en serie más macabra de la historia de los
Estados Unidos?
—Genial. Según la posición que está analizando, ¿qué extremidad del
cuerpo buscamos? —me dirijo a Freud, su ayudante. Llevan juntos unos
treinta años. Ambos dejarán el cuerpo en un par de meses.
—Podríamos estar hablando de las extremidades superiores. Según mi
experiencia, me atrevería a afirmar que la extremidad superior derecha.
—¿Brazo derecho? —pregunta con curiosidad Anderson.
—Efectivamente. A priori, me arriesgaría a señalar que el sujeto agresor
no mide más de un metro setenta de altura. Esto último es una mera
suposición y siempre basada en relación con el hueco por el que entró —
señala Cheslo.
—¿Cuándo tendré el informe con los resultados?
—En unas horas podremos determinar el ADN completo y lo
cotejaremos con los ficheros policiales. Si la asesina está fichada, daremos
con ella —me explica Freud.
—Perfecto. Hasta mañana entonces.
Cuando salimos, y sin saber muy bien el motivo, observo la casa de
enfrente. Las cortinas están corridas. Por un momento, pienso en llamar a la
puerta y hacerle algunas preguntas a Carl Miller sobre lo ocurrido en mi
despacho. No obstante, no sería adecuado, no poseo ninguna prueba
fehaciente ni concluyente para continuar con ello. Nos montamos en el
coche y Anderson me lleva a mi apartamento.
Soy consciente de que la idea de regresar a la casa de Carl y de Barbara
se ha convertido en casi una obsesión; la intuición me advierte de que él es
conocedor de mucho más de lo que aparenta.
Miro el reloj del móvil y veo que son las ocho de la tarde; necesito
descansar algo. Tal vez mi insomnio me dé una tregua y me permita dormir
aunque sea unas pocas horas.
ROSE
Sábado, 4 de diciembre de 2010

(Unas horas antes de la tormenta)

M e levanto de la cama. Pienso en Barbara y siento lástima por


ella. No es muy profesional empatizar tanto con tu paciente; sin
embargo, hace muchos años que dejó de ser una enferma más
para convertirse en alguien muy querido para mí.
Sé que debería limitarme a valorar sus dolencias psíquicas como al resto
de mis clientes, observar el desarrollo de su agorafobia, controlar su
evolución, pero me es imposible en el caso de Barbara.
Recuerdo con total nitidez las palabras del decano Jervett, el profesor
más antiguo de Harvard, como si fuera hoy. En todas sus ponencias, mi
carismático profesor nos manifestaba que la mente humana es un arma muy
poderosa y, como tal, si no se desarrolla como debiera, podría convertirse
en un instrumento letal. El decano siempre nos advertía de varios peligros
que, con los años, he ido comprendiendo, aunque con Barbara he hecho
todo lo contrario. Soy consciente de ello.
Para el profesor Jervett, había tres reglas básicas entre un psiquiatra y su
paciente que nunca deberíamos pasar por alto: no encariñarse del enfermo,
no sentirnos culpables de la no evolución del sujeto en cuestión y no
traspasar los límites entre el médico y la persona evaluada. Su teoría se
basaba en que si tu relación con el cliente va más allá de lo estipulado, tal
vez el buen juicio médico se vería nublado por otros componentes tan
básicos como el afecto; y en ese caso, nos quedaríamos con la espuma, con
lo que podemos ver desde la superficie, olvidándonos de adentrarnos en la
profundidad del problema. No podríamos ver con claridad la dolencia
verdadera y exacta que radica en el interior de cada paciente.
En más de una ocasión he vuelto a recordar cada una de sus
recomendaciones y no puedo evitar sentir que he fallado a la psiquiatría, al
decano Jervett y a mí, si eso es humanamente posible. Paso consulta en mi
despacho y trato a diferentes tipos de personas con problemas psiquiátricos;
no obstante, con ninguno de ellos siento la responsabilidad moral que
profeso por Barbara. Tengo claro que con ella he roto cada regla del ilustre
doctor de Harvard.
Al levantarme todo me da vueltas. He dormido fatal. Me he pasado toda
la noche tosiendo y con fiebre. Malditos virus. Me pongo la bata de estar
por casa y me dirijo a la cocina. Observo qué es lo que se cuece a través de
la ventana. Vivir cerca de la Quinta Avenida de Nueva York no es cómodo
si quieres gozar de cierta privacidad. Puedo ver a los vecinos de los
edificios colindantes, pero no pierdo ni un segundo en desviar mi atención
en algo más interesante. Decido que ojear el horizonte es mucho mejor que
las otras vistas. El cielo está gris y repleto de nubes. Una buena tormenta se
avecina. El viento es gélido, adecuado a la estación en la que nos
encontramos. Cierro de golpe la ventana.
Marco el número de la consulta. Contesta Betty, mi secretaria. Por mi
voz, ella intuye que hoy tampoco podré ir, y yo se lo confirmo al instante.
Comienzo a sufrir escalofríos debido a la calentura. Me preparo un café
bien cargado y me tomo un par de analgésicos. Ilusa de mí; pensaba que
hoy estaría mejor. Cat me mira desde el sofá. Mi pequeña gata persa está
envuelta en su mantita.
Me acomodo en la cama y controlo mi temperatura; el termómetro me
informa de mis treinta y ocho grados y medio. No hay parte de mi cuerpo
que no me duela ahora mismo. Tomo el móvil y llamo a Barbara. Al
segundo tono contesta con voz ansiosa; eso me preocupa.
—Hola, cielo. ¿Cómo estás?
—Hola, Rose.
—¿Estás peor?
No me contesta, solo escucho su respiración entrecortada.
—Háblame, no te quedes en silencio.
—Eh… no. No estoy bien, Rose. —Hace una pausa. Sus silencios me
inquietan mucho más que cualquier ataque de pánico que pueda padecer—.
Estoy muerta de miedo por el asesinato en casa de los Barnis.
—Barbara, escúchame, por favor. Carl está a tu lado. Además, me ha
dicho que el inspector del caso ha ordenado que vigilen tu casa las
veinticuatro horas del día.
—Sí, lo sé. Eso me ha dicho, pero yo me acerco a la ventana y no veo a
ningún policía. —Llora.
—Quiero que te concentres en mi voz, Barbara. No puede ocurrir nada
malo. Estás protegida en el interior y en el exterior de tu casa. En breve
todo se solucionará y estos días se convertirán en un mal recuerdo.
Tranquila, no estás sola. Nos tienes a nosotros.
—Tal vez necesitaría que me subieras la dosis de ansiolíticos. Desde
ayer me falta el aire y siento que me ahogo.
—Barbara, no te angusties. No quiero que esta circunstancia pueda
derivar en una crisis de pánico.
—Lo sé, conozco cómo empiezan y cómo terminan mis crisis de
ansiedad y pánico. Por eso creo que necesito que me refuerces la
medicación. Por lo menos hasta que toda esta locura pase.
—Tu casa es una fortaleza. Entiendo cómo te sientes, pero no puedo
subirte la dosis.
—Necesito verte, Rose. Ya sabes que puedo hablar con Carl, pero él no
puede entenderme tan bien como tú. Está muy nervioso. Imagino que por
todo esto. Ayer estuvieron interrogándonos dos policías.
—Querida, estoy al corriente. Sé lo del inspector y Carl también me
habló de su ayudante. Ayer, Betty le dio todos los informes que tengo de ti y
de nuestras sesiones.
—Aunque no soy, como tal, un testigo directo del asesinato, entiendo
que, por la proximidad de los hechos acontecidos, tienen que comprobar
todo lo que Carl y yo les dijimos.
—Barbara, es sencillo. Deben verificar todo y a todos los testigos
directos; en este caso, aparte de la mujer y del hijo del asesinado, solo estás
tú.
—Comprendo.
—En estos momentos seguro que están cotejando todos mis informes y
verán que tu agorafobia es real, médicamente hablando, por lo que
descartarán cualquier teoría que tuvieran sobre ti. Ahí se acabará todo.
—Rose, gracias por tranquilizarme y por hacerme pensar con claridad. A
veces la angustia no me permite tener pensamientos equilibrados y mi
mente se desordena. Tú siempre me ofreces el camino para poner cada cosa
en su sitio.
—Me tranquiliza saber que estás un poquito más relajada. Prometo que
iré a verte en cuanto esté algo mejor. Este dichoso virus no va a poder
conmigo —le contesto intentando poner un toque de humor.
—Está bien, Rose. Cuídate mucho. Aquí estaré, ya lo sabes. Ven en
cuanto estés bien.
Me quedo unos segundos pensando en ella y en su notable deterioro
psíquico. Su tono de voz es demasiado melancólico y me preocupa. Desde
la muerte de sus padres no la había vuelto a escuchar de esa manera. Temo
que se incremente la gravedad de sus ataques o que desarrolle alguna nueva
patología. Demasiadas fatalidades la rodean.
Tomo un blog de notas de la mesita y un boli; anoto cada una de las
reflexiones que llegan a mi mente. La fiebre avanza y no quiero que se me
olvide nada. Algo me dice que Barbara no solo no está bien, sino que va a
empeorar. Tendré que revisar su tratamiento. Quizás pueda probar con
aquellas pastillas tan severas que le administré cuando murieron sus padres.
Creo que las necesita. Las retiraré cuando todo el tema del asesinato se
resuelva.
Me cubro con las sábanas y con la manta. A los dos minutos ya estoy
sumergida en el mareo que me produce la fiebre tan alta que me invade. No
opongo resistencia alguna. Me dejo llevar por ella.
ANN BARNIS
Sábado, 4 de diciembre de 2010

(Unas horas antes de la tormenta)

«S ihacia
no lo hago, no me lo perdonaré nunca», me digo mientras conduzco
la mansión de los Carlager, la casa que hay justo enfrente del
chalé que compramos. Necesito conocer a los vecinos. No nos dio tiempo ni
a presentarnos. El cuerpo sin vida de Stuart me obsesiona. No quiero ni
imaginar qué hubiera ocurrido si el asesino no hubiese tenido suficiente con
él.
Según el inspector, los vecinos no escucharon nada. Me contó algo sobre
que la chica tiene problemas mentales y que se fue a la cama muy pronto.
Miro por el retrovisor; el pequeño Stuart duerme desde hace dos horas,
justo el tiempo que llevo conduciendo y dudando sobre si volver o no al
lugar donde quitaron la vida al infiel de mi marido. Yo misma hubiera
querido asesinarle en más de una ocasión. Conocer sus ausencias nocturnas
debido a los escarceos amorosos con su secretaria es un hecho tan cruel
que, poco a poco, te va minando por dentro y solo deseas terminar con tanto
sufrimiento. Sin embargo, sé que nunca hubiese sido capaz.
Ayer por la tarde, un agente me citó en la comisaría. Dejé a Stuart con
una canguro. Cuando llegué a la jefatura, me topé con un chico joven muy
extraño. Él bajaba las escaleras, y yo las subía. Parecía aterrado. Su rostro
reflejaba temor. Era como si huyera de algo o de alguien; eso logró que se
me erizase el vello.
Estuve toda la tarde respondiendo a preguntas lógicas sobre mi marido,
sobre mí, sobre nuestro fallido matrimonio. Algunas ridículas, otras no
tanto. No vi al inspector ni a su ayudante; Anderson, creo que se llamaba.
Me atendió una policía de rasgos latinos, que me ofreció café y me puso al
día de todo lo que habían descubierto. Me informó de que la amante de mi
marido estaba limpia, tenía una buena coartada. Mi cara de desconcierto
habló por mí antes de que yo pudiera hacerlo. Fue entonces cuando me
explicó lo de los problemas psicológicos de la vecina. Se trata de una menor
que está tutelada por un chico joven. Algo extraño.
Aparco el coche unos metros antes de llegar a su casa. Despierto a Stuart
y lo abrigo con su chaqueta de borreguito, abrochándole todos los botones,
pues el tiempo ha empeorado. Miro al cielo. Se aproxima una tormenta.
Con rapidez nos dirigimos a la casa de los vecinos.
CARL
Sábado, 4 de diciembre de 2010

(Unas horas antes de la tormenta)

E stoy hecho polvo. Apenas he podido dormir unas horas. Son las
diez de la mañana y aún estoy tumbado en la cama. Ya debería
haber preparado el desayuno y haber suministrado las pastillas a
Barbara, pero he escuchado cómo hablaba por teléfono y aún estoy
escondido entre las sábanas. Creo que era Rose.
La cabeza me da vueltas. No recordaba lo mal que se siente uno con
resaca. Barbara ni siquiera lo notó. Está tan obsesionada con lo que está
pasando que ni se dio cuenta.
Me he pasado toda la noche intentando pensar el modo de volver a verla
antes del jueves. Me siento mal por hacerlo… o, mejor dicho, con solo
pensar en hacerlo, pero no me queda otra opción; he de proteger a Christine.
Está en peligro y algo me dice que esta vez no saldrá bien, que esta vez no
será como las otras.
La idea de perderla me atormenta, aunque también he de pensar en
Barbara. Soy lo único que tiene. Y tal vez ella sea lo único que yo tenga. Si
empiezan a sospechar, estaremos perdidos. Solo espero salvar al menos a
una de ellas. Lo que me ocurra a mí, poco importa si todo fracasa.
Quizás no sería tan mala idea dejar que Barbara entrara en la habitación
de sus padres, solo por si acaso. O tal vez sería su perdición. Quién sabe.
No sé si algún día estará preparada para asumir ciertas cosas. Escucho cómo
me llama desde su habitación. Me pongo el batín y me dirijo a su encuentro.
Al entrar, su dormitorio ya está perfectamente ordenado y ella ya está
vestida, pantalón de chándal y camiseta de manga corta. Cuando es
Barbara, cuando no tiene ataques de pánico y la ansiedad no la devora, un
bello halo angelical la envuelve, algo que te incita a protegerla con tu vida
si hiciera falta, como lo hago desde que la conocí.
Mis ganas de abrazarla y de besarla quedan en un segundo plano, pues
temo que Christine nunca me perdonaría si lo hiciese, aunque mi instinto
me pide que lo intente, que demuestre el amor que profeso por Barbara. El
deseo de rozar sus labios es tan profundo que muero por hacerlo; tal vez
ella también desee hacerlo, o quizás no. Quién sabe.
Jamás pensé que pudiera amar a dos mujeres por igual. A dos personas
tan distintas. A dos seres tan diferentes como el día y la noche.
—Era Rose. Hoy tampoco podrá venir. Está con fiebre —me cuenta
mientras está sentada en la cama, esperando que traiga sus pastillas.
—Algo he escuchado desde mi habitación. Ayer estaba fatal con ese
maldito constipado. —Ella ni siquiera me mira; está con la cabeza
agachada, contemplando el suelo. Me preocupa su estado—. Todo está bien.
Nada malo va a ocurrir. Yo no lo consentiría. Lo sabes, ¿verdad?
—Lo sé.
Me siento a su lado y lucho por no abrazarla en este mismo instante.
—A veces siento que voy a desvanecerme, Carl. Tengo miedo. ¿Y si el
asesino decide volver?
—Nunca permitiría que te ocurriese nada —le confieso. Ella me mira
con esos ojos tan bonitos que tiene y me sonríe.
En este momento, el mundo es maravilloso y Christine no forma parte de
él. Solo somos Barbara y yo.
—Soy consciente de ello. Ya hubiese desaparecido hace mucho tiempo,
pero continúo aquí y… lo hago por ti —me susurra al oído y hunde la
cabeza en mi pecho. Yo intento no temblar.
Abrazo tan fuerte a Barbara que el recuerdo de Christine y su maldad se
evaporan; ni siquiera estoy seguro de si un día existió. En el dulce abrazo
con el que la cubro, me sumerjo y constato que nada en el mundo podría
hacernos daño en este instante.
El miedo por besarla está a punto de desaparecer y el deseo está a punto
de vencer. Quiero arriesgarme. Intentar que todo funcione. Proteger a
Barbara, especialmente de Christine. Me moriría si ella decidiera hacerle
daño.
La separo con toda la dulzura que me es posible y me miro en sus ojos,
que están tristes. Ella me devuelve la mirada. Tomo su mano derecha y, con
cuidado, acaricio su mentón. Ella sonríe. Por primera vez me acerco a sus
labios. Lo hago como si se tratara de un ritual ancestral. Y justo en este
mágico instante, sin que llegue a besarla, el timbre de la puerta nos obliga a
salir de nuestra burbuja.
—Iré a abrir —carraspeo. Compruebo el sonrojo en sus mejillas.
Antes de abrir la puerta, observo por la mirilla. En la entrada, hay una
mujer de tez pálida y cabello castaño que conozco. Ante mi asombro, es la
misma con la que choqué en la jefatura. Lleva de la mano a un niño
pequeño con un peluche algo desgastado. Insistentemente, vuelve a llamar a
la puerta.
BARBARA
Sábado, 4 de diciembre de 2010

(Unas horas antes de la tormenta)

C uando Carl abre la puerta, me descubro tocándome las mejillas.


Todavía están calientes. Acabo de sonrojarme. Por supuesto no es
la primera vez, y soy consciente de que tampoco será la última.
Cada vez que Carl roza mi piel, algo en mi interior estalla y ayuda a que mi
alma se complete.
A mis diecisiete años nunca he dado un beso a un chico, ni jamás han
intentado besarme. Suena extraño. Lo sé. No obstante, mi vida es algo
inusual.
Me levanto y voy hacia el diminuto espejo de mi habitación. Compruebo
que he perdido algo de peso. Mis ojos reflejan la tristeza de estos años atrás.
La palidez de mi rostro es evidente. Mis dedos atrevidos recorren mis
labios. Pensé que esta vez sí. Que esta vez me besaría.
Durante todos estos años a su lado he advertido sus miradas, sus gestos
hacia mí. Sin embargo, toda la magia se desvanece cuando llega su tarde
libre y él la llama. O mejor dicho, deja el mismo mensaje en un buzón de
voz. Alguna vez he intentado sonsacarle sin que lo notara, pero él es mucho
más hábil que yo y siempre me responde con evasivas. Imagino que quiere
mantener en secreto su relación. Por supuesto, no solo se lo permito, sino
que espero a que algún día rompa con quien quiera que sea ella y,
finalmente, se atreva a confesarme sus sentimientos. Mientras tanto, yo
estaré esperándole. Siempre… Esperándole.
Con cautela, descorro las cortinas de la pequeña ventana de mi cuarto.
Escucho cómo Carl habla con una mujer. Desde aquí no puedo verla con
claridad; no obstante, su imagen, con todo lo que la rodea, sería algo
imposible de olvidar. En cuanto me fijo bien, reparo en que se trata de la
mujer de la víctima. La vecina del chalé de enfrente, la familia Barnis. Su
cara de cansancio refleja por todo lo que debe estar pasando. Su hijo porta,
descuidado, un peluche.
Justo cuando voy a dirigirme a su encuentro, el ruido de un coche
deteniéndose casi al lado de nuestra puerta me obliga a que mire por la
ventana; descubro al inspector Smath bajándose del vehículo y viniendo
hacia nuestra casa.
Como un rayo, salgo de la habitación y me dirijo hacia el comedor.
JOHN
Sábado, 4 de diciembre de 2010

(Unas horas antes de la tormenta)

«H eentrada
dormido como un bebé», pienso. Me dirijo hacia la puerta de
de los Carlager. ¡Qué extraño!, me parece haber visto cómo
Barbara me observaba desde la ventana, aunque no estoy muy seguro.
Camino hacia la puerta y, ante mi asombro, en el umbral distingo a Ann
Barnis junto al pequeño Stuart. Están hablando con ese tipo tan raro. Desde
aquí escucho cómo la viuda del señor Barnis habla con Carl sobre cómo
ayer coincidieron en comisaría.
Me han adelantado trabajo, ya que pensaba llamar a la viuda de la
víctima para que conociera a los vecinos. Siempre es bueno investigar
desde todas las perspectivas, desde todos los ángulos.
Una vez dentro de la casa, Carl muestra una sonrisa fingida al verme y
me invita a entrar. Ann Barnis quita la chaqueta a su hijo y me saluda. Por
el pasillo viene la señorita Carlager a nuestro encuentro. Parece agotada.
Después de leer todos aquellos informes psicológicos no puedo dejar de
sentir cierta compasión hacia ella.
—Carl, ¿puedes preparar café? Estaremos en el salón —amablemente le
pregunta Barbara mientras saluda a Ann Barnis—. Siento muchísimo lo de
su marido. Es un horror.
—Discúlpeme, ¿nos conocemos?
—Presencié su llegada el jueves por la tarde. Señora Barnis, cuando
alguien como yo pasa veinticuatro horas al día encerrada aquí, es inevitable
rellenar los huecos. A mí me gusta contemplar el amanecer y el atardecer.
Me hacen sentirme un poquito más viva. No sé si me entiende. —Se dirige
a la ventana y contempla el horizonte.
—Lo comprendo, señorita Carlager —afirma Ann, que se acomoda en el
sofá.
—Me han ahorrado trabajo. Quería que se conocieran. —Ambas me
miran con cierto nerviosismo.
—¿Quieres que encendamos la televisión por si hay dibujos? —pregunta
Barbara al pequeño Stuart. El niño mira a su madre y Ann le da permiso
para que la acompañe.
—Yo te he visto antes —afirma con rotundidad Stuart refiriéndose a
Barbara. Esta lo mira extrañada.
—¿Qué dices, Stuart? —pregunta su madre al pequeño, que no le quita
ojo a la señorita Carlager.
—Te vi la otra noche en mi casa —insiste el pequeño a modo de rabieta.
Todos le miramos con la más absoluta incredulidad.
—Cariño, eso es imposible. No soy capaz de salir ni al jardín —le
explica una asustada cría de diecisiete años.
—Me acuerdo de ti —le susurra a Barbara.
La señora Barnis mira fijamente al niño y yo me pongo en alerta. No sé
de qué narices va todo esto.
—Pequeño, lo que dices no es verdad. No salgo de casa desde hace cinco
años.
El niño se gira y busca a su madre.
—Mamá, te juro que yo la he visto antes.
Ante la insistencia del niño, decido preguntarle:
—¿Cuándo viste a Barbara?
—La noche que mataron a mi papá.
De pronto, todos permanecemos en silencio, y sin poder evitarlo, Ann
Barnis, Stuart y yo nos quedamos absortos mirando el rostro de
estupefacción de Barbara, quien, tras las últimas palabras del pequeño, se
ha quedado en estado de shock.
—¿Dónde dices que viste a Barbara? —vuelvo a preguntar a Stuart, pues
no comprendo nada.
Carl entra en el comedor con dos tazas de café en una bandeja de plata.
Al oírnos, comienzan a temblarle las manos y las dos tazas caen sobre la
alfombra. Su cara muestra confusión y pavor. Mientras recoge los pedazos,
no deja de mirar al niño como si se tratase de un fantasma.
—La vi la otra noche. Lo acabo de decir. Ella estuvo en nuestra casa.
—¿A dónde exactamente, Stuart? ¿En tu anterior casa? ¿Tal vez en
Boston? —pregunto con desconcierto, pues de todos es sabido que la
imaginación de un niño es en algunos casos desbordante.
—No. —Se queda un instante en silencio, y alargando el brazo, señala el
chalé donde tuvo lugar el asesinato de su padre—. ¡En esa casa!
—¡¿Cuántas veces te he dicho que no se dicen mentiras?! —le regaña
con contundencia la señora Barnis.
—¡Mamá, no te miento! ¡Lo juro por papá!
El silencio se proclama dueño absoluto del momento y de la situación
tan tensa que todos estamos viviendo.
—¡Eras tú, pero parecías distinta! —señala el pequeño dirigiéndose a la
señorita Carlager, que lo mira atónita, sin saber de qué va todo esto.
Ann se lleva las manos a la cabeza y, avergonzada, le pide disculpas a
Barbara, que aún en su rostro muestra la más absoluta confusión.
—Stuart, por favor. No digas tonterías. Barbara está enferma. Tal vez la
viste aquella tarde cuando estaba en la ventana. De la misma forma que ella
nos vio, tú pudiste verla. Lo siento mucho, señorita Carlager.
—No sé qué me ha ocurrido antes. Iré a por más café. —Carl se dirige a
la cocina.
Barbara intenta dibujar una sonrisa en su pálido rostro, pero no logra
hacerlo del todo. Unos minutos después, Stuart se acomoda en uno de los
sofás del salón y se dispone a disfrutar con los dibujos de la tele.
Por un instante, dudaría de la señorita Carlager; sin embargo, he leído
todos sus informes y sería humanamente imposible, con la enfermedad tan
severa que padece, que hubiera podido salir de estas cuatro paredes.
Durante años, diferentes psiquiatras y psicólogos confirman su agorafobia.
Carl regresa con varias tazas de café e infusiones. Las deja en la mesa y
se apoya en el alféizar de la ventana. Sin poder evitarlo, me descubro
mirándole con desconfianza. Cuando sospechas de alguien, debes hacérselo
saber de una forma liviana, pues en los momentos de estrés es cuando
cometen errores. Quiero que intuya que sospecho de él. Deseo que su
nerviosismo me indique si es de fiar o no. Mi instinto me advierte de que
esconde algo.
Me siento al lado de Barbara y la señora Barnis prefiere acomodarse en
el sofá contiguo al nuestro.
—Sé que es algo ilógico lo que voy a preguntar, Barbara. No obstante,
necesito escuchar de tu boca lo que la policía ya me contó. ¿Viste u oíste
algo aquella noche que pudiera ayudar en el caso de mi marido?
—Por desgracia, no. No escuché nada, ni vi nada fuera de lo normal. Era
jueves, y como cada jueves me fui a dormir pronto. Ya se lo expliqué al
inspector. Ojalá pudiera servirles de más ayuda.
—Lo sabemos, señorita Carlager, aunque pensé que tal vez se habría
acordado de algo. En estos casos, hay ocasiones en que recordamos
pequeñas cosas que, aun insignificantes, pueden variar todo el caso.
Observo a Carl. Desde aquí advierto el leve temblor de sus manos cada
vez que nuestras miradas se cruzan.
—Señora Barnis, desde pequeña sufro varias alteraciones nerviosas. Mi
terapeuta prefiere llamar a mis enfermedades por su nombre, ataques de
pánico y ansiedad. Desde que mis padres murieron en un accidente de
tráfico, hace ya cinco años, padezco agorafobia.
—¡Dios Santo! No puedo imaginar por lo que habrás pasado —señala
con congoja Ann.
—Para que se hagan una ligera idea, no he vuelto a sentir el viento en mi
cara desde aquella tormenta.
—¿Tormenta? —pregunto atónito.
—La noche que murieron mis padres hubo una tempestad horrible. En
ese momento, mi mente se bloqueó y, desde entonces, permanezco entre
estas cuatro paredes.
Carl no permite que Barbara termine su explicación. Viene hacia
nosotros y él mismo prosigue:
—La conozco desde los ocho años. Ha sufrido muchísimo y lo del
asesinato está ocasionando que su frágil salud mental se tambalee. Tanto su
terapeuta como yo tememos que recaiga.
—Siento muchísimo que esto sea así. No es nuestra intención, se lo
aseguro —respondo mirando los ojos tristes de la señorita Carlager.
Barbara palidece más y más. Carl se da cuenta y se levanta rápidamente.
—¿Estás bien? —Carl le sostiene sus manos temblorosas.
—Sí. Solo ha sido un mareo. Tranquilo.
Barbara se pone en pie y, al instante, pierde el equilibrio. Carl y yo la
sostenemos y la acompañamos al servicio.
El reflejo del espejo del servicio me muestra a una chica joven, con
aspecto enfermizo y con ojeras. Me coloco detrás de ella, y la sujeto por los
brazos. Al hacerlo, algo llama mi atención: el brazo derecho de Barbara
tiene un pequeño morado y me da la impresión de que la pequeña herida
está recubierta de sangre seca. No estoy seguro; es casi inapreciable. Fijo
mi vista con más atención en la lesión y descubro un pequeño punto de
sangre coagulada. Carl solo tarda unos minutos en mojar la cara de Barbara,
ayudado de una pequeña toalla. Ella permanece quieta, con los ojos
cerrados. No habla.
Sé que es una locura y, además, algo imposible para una persona que
padece agorafobia; no obstante, si dejo a un lado su enfermedad y si me fijo
con detenimiento, el único testigo del caso tiene una pequeña herida
reciente, el hijo de la víctima la sitúa en la escena del crimen aquella noche
y Barbara no debe medir más de un metro setenta de estatura, como
indicaron los investigadores. Un escalofrío recorre mi cuerpo, y aunque sé
que es algo improbable el que ella tuviera algo que ver, mi instinto me
advierte de que debo seguir cada pista, cada huella que el caso me
proporcione.
—¿Te encuentras mejor? —le pregunta Carl. Barbara, al contacto con el
agua helada, va recobrando la serenidad perdida.
—Sí. Ya estoy bien. Es que, solo a veces, todo esto… toda la presión me
puede. Volvamos al comedor.
Una vez en el salón, me decido a preguntar a Barbara:
—Señorita Carlager, ¿puedo saber cómo se ha hecho esa raspadura en su
brazo derecho?
—¿Cómo? ¿Cuál? —Su cara, buscando la herida en el brazo, evidencia
incertidumbre y sorpresa. Le indico con el dedo dónde tiene la lesión.
—A decir verdad, no tengo ni idea. Tal vez, en alguna de mis caídas, de
mis desvanecimientos. No sé…
—Inspector, Barbara sufre síncopes. No sabría decirle —afirma Carl.
Suena mi móvil. Me alejo un poco y voy hacia el ventanal. No dejo de
mirar el chalé de los Barnis. Continúa precintado con la cinta policial.
—Buenos días, Anderson. Dime, ¿hay alguna novedad en el caso?
—¿Dónde estás? Pasé por tu apartamento, pero ya no estabas.
—Decidí venir a casa de los Carlager.
—¿No querías que llamara a la viuda para que conociera a los vecinos?
—Ya no hace falta, ellos ya estaban aquí cuando llegué.
—¿Ellos?
—Sí, la señora Barnis y el pequeño Stuart.
—Okey. Entiendo. Freud y Cheslo ya tienen el informe del ADN, y no es
bueno para la investigación. Tenías razón. La asesina es lista y escurridiza
—permanece un minuto en silencio.
—Te lo dije. ¿Qué es lo que refleja el informe?
—Que la muestra recogida en la ventana no corresponde a nadie que
tenga antecedentes policiales.
—¡Maldita sea! Jamás hemos estado tan cerca.
—Ya. Es una mierda.
—¿Han cotejado el ADN?
—Sí. El informe de los investigadores es decisivo y contundente.
Muestra de ADN no identificada en las bases de datos. El caso no pinta
bien. No hay testigos, no tenemos nada.
—Puede que tengamos algo más. Te dejo. Luego te cuento —le comento
en voz baja.
—Por cierto, el hombre por el que me preguntaste, el que cuida de la
chica…
—Cuéntame.
—Parece que está limpio. Ni una sola multa de tráfico. Por no tener, no
tiene ni coche. Sus cuentas bancarias permanecen sin cambios notables
desde hace años y no ha tocado la herencia de la chica; solo lo justo para
vivir ambos y, lo más importante, no tiene vicios ocultos. A su nombre solo
tiene un apartamento normal y corriente entre la Sexta y la Séptima de
Carnavial Street. Es la única herencia que le dejaron sus padres.
Aprovecho el ruido de sus voces y pregunto a mi fiel compañero y
amigo:
—¿Y qué hay de las facturas del teléfono? No me fastidies, Anderson.
Algo tiene que haber. Ese sujeto no es trigo limpio. Créeme.
—Tengo el informe entre las manos. Este tipo es un fantasma, no
aparece ninguna llamada entrante. Pero… sí hay un número al que llama
cada jueves sobre las cinco de la tarde.
—Su tarde libre.
—Quiero que llames y que investigues a quién pertenece.
—Ya lo he hecho, John. He llamado varias veces esta mañana. Está
apagado. Salta un contestador. He dejado un mensaje para que nos devuelva
la llamada.
—¿A quién pertenece? ¿Ya lo habéis localizado?
—Imposible. Se trata de un número de teléfono antiguo. Uno de esos
números con portabilidad. Los retiraron hace algunos años. Cuando
comprabas ese tipo de teléfonos no era necesario registrarse.
—Está bien. Cuando salga te llamo.
—Okey.
El caso no pinta bien. Lo sé. Y no sé si lo que voy a hacer suena
arriesgado o suicida para un policía, pero me veo obligado a intentarlo.
—Voy al coche. Vuelvo en unos minutos. Tengo que hacer unas llamadas
—miento.
—Aquí estaremos, inspector —afirma Barbara con una sonrisa en el
rostro.
En el coche, me decido a abrir la guantera; veo unos guantes de látex y
un par de tubos de ensayo. Los escondo en el bolsillo interior de mi
chaqueta. Regreso a la casa y me ausento unos minutos para ir al servicio.
Una vez en el aseo, cierro el pestillo. No hay pruebas, ni testigos. La
viuda y la amante están limpias. Solo me quedan ellos. No hay ninguna
prueba evidente para poder investigarles. Soy consciente de que lo que
estoy a punto de hacer se escapa de lo que un inspector debe realizar en un
caso ordinario; aun así, abro sin hacer ruido el armarito colocado al lado del
espejo del lavabo. En su interior y de cualquier manera, descansan un par de
peines, un par de cepillos de dientes, loción barata de afeitado para él,
colonia fresca de mujer y un par de gomas de pelo.
Me abro la chaqueta y saco los guantes del bolsillo interno. Me los
coloco y sustraigo un cabello del peine de Carl y otro del de Barbara. Los
introduzco en los dos tubos de análisis. Guardo todo en el bolsillo interno,
incluidos los guantes. Cierro la puerta y, con decisión, vuelvo con ellos.
Cuando aparezco en el salón, continúan hablando sobre la tormenta que
se avecina. Me despido de ellos explicando que me han llamado de la
jefatura. No puedo dejar de pensar en que tenemos que seguir el rastro de
ese teléfono desconocido al que llama Carl. Quizás no sea nada importante,
o tal vez sí. Llamaré yo mismo en cuanto llegue a la central.
Camino hacia el coche y observo el gris del cielo. Tienen razón; está a
punto de caer una buena tormenta.
CARL
Sábado, 4 de diciembre de 2010

(Unas horas antes de la tormenta)

E l inspector sospecha de mí; soy consciente por sus miradas


inquisitorias. No sé de qué es conocedor, pero algo intuye. He de
intentar ver a Christine antes de que ocurra algo malo. No puedo
esperar al próximo jueves. Tiene que ser hoy, tiene que ser esta noche. Sé
cómo hacerlo. Solo tendré que cambiar la medicación de Barbara.
Desde que Ann Barnis se marchó con su hijo, no dejo de pensar en lo
cerca que está el inspector. Descubrirá quién es Christine e,
inevitablemente, la cazará. Lo veo reflejado en su rostro. Puedo sentirlo en
cada movimiento que da.
He escuchado la conversación que ha tenido antes por teléfono. Han
encontrado ADN. ¿Será de Christine? No hace falta que ella me confirme
que lo hizo. En el fondo, sé cómo es, y aunque me duela reconocerlo, yo
soy su encubridor. No quiero ni pensarlo o yo mismo me derrumbaré aquí y
ahora. Tengo que proteger a la Justiciera y a Barbara.
Barbara me descubre dando vueltas y más vueltas por la cocina. Lucho
para que no advierta mi nerviosismo y lo que estoy a punto de hacer.
—Acaba de llamar Rose —miento.
—¿Sí? No escuché el teléfono. ¿Qué quería?
—Me dijo que necesitas cambiar la medicación. Ya sabes, debido a todo
lo que está ocurriendo —sigo mintiendo.
—Muy bien. Yo misma le sugerí que lo hiciera. Te espero en el sofá.
¿Puedes traerme ya lo que te haya dicho? Más vale empezar cuanto antes
con el nuevo tratamiento.
Ella se aleja y me quedo solo, con mis remordimientos, con mis
mentiras. Las manos me tiemblan mucho más que antes. Sé qué debo hacer
con ella para que se duerma y poder encontrarme con Christine.
Abro las dos cápsulas que Barbara necesita para tener controladas todas
sus afecciones, y con cuidado tiro su contenido por el fregadero. Las cierro.
Descubro mis ojos vidriosos. Abro el grifo y dejo correr el agua.
Vuelvo al salón con un vaso de agua y las dos pastillas.
—Toma. Debo irme, pero no tardaré. Iré a comprar algo para cenar.
—¡No, por favor, Carl! ¡No me dejes ahora! ¿Y si no regresas antes del
anochecer y comienza la tormenta? Ya sabes que tengo pavor a los truenos
y a los relámpagos.
—No te ocurrirá nada. Te dejo el teléfono aquí. En un par de horas estaré
de vuelta. —Veo cómo se queda hundida y sollozando en el sofá.
La quiero por encima de todo, por encima de mí, por encima de
Christine. Y por eso, he de reunirme con la Justiciera antes de que la policía
la encuentre. Será la manera de salvar a ambas, de salvarnos a todos. No
obstante, cuando me dispongo a salir y cojo el pomo de la puerta, todos los
recuerdos de Barbara durante estos años conmigo se agolpan en mi mente y
son de tal intensidad que, por un momento, me olvido del asesinato del
señor Barnis, del inspector e incluso de Christine. El deseo por besarla está
a punto de vencer.
Lentamente, me acerco. Le pido que se levante del sofá. Ella me mira
perpleja. Mis ojos se cruzan con los suyos. Le tomo las manos y le beso los
labios con auténtica pulsión. Disfruto de ellos con verdadera sed, como si el
mundo fuera a terminar en tan solo unos segundos. Ella me devuelve el
beso con la misma intensidad y deseo. La pasión se nos empieza a ir de las
manos; ambos somos conscientes. Sin dejar de besarnos con cada vez más
hambre. Advierto cómo sonríe, y yo soy feliz tan solo de ver cómo reluce.
Sonreímos sin dejar de mirarnos.
—Carl, no sabes las veces que he deseado besarte.
—Barbara, llevo mucho tiempo frenando mis sentimientos hacia ti.
—¿Por qué hacías eso? Yo soñaba con este momento una y mil veces.
—Quizás por miedo a que me rechazaras —confieso.
—Durante estos años, tú has sido la única persona que me ha
demostrado qué es el amor verdadero. Has estado conmigo en los peores
momentos y jamás me has soltado la mano.
—Mientras me lo permitas, te cuidaré y protegeré.
—He de ser sincera contigo, pensé que estabas enamorado de otra mujer.
Cada jueves dejas el mismo mensaje en el móvil de otra persona. Por eso
deduje que no sentías nada por mí.
—Barbara, esa historia ya carece de importancia alguna. Hay cosas que
aún no puedes comprender.
—Te entiendo. Ahora no es el momento. Ya hablaremos de ella.
—Solo tienes que saber una cosa, y te doy mi palabra de honor que lo
cumpliré hasta el día que me muera.
—Dime, Carl.
—A partir de ahora, ocurra lo que ocurra, siempre permaneceré a tu
lado. Barbara, te amo. No lo olvides jamás.
—Carl, te quiero. Siempre te he querido.
La necesidad de amparar a Barbara es tan fuerte que Christine y su
maldad regresan a mi mente. He de protegerla, ahora más que nunca. Tengo
que hablar con Christine. Y tiene que ser ya. Convenzo a Barbara para
ausentarme con la excusa de comprar algo para la cena.
Salgo de casa. Camino tres manzanas y me detengo en la cabina de
teléfono más cercana. He de hacer esta llamada y volver lo más pronto
posible, antes de que ella decida llamar a Rose y me descubra. Con
decisión, marco el número de teléfono y, de nuevo, su voz lo inunda todo.
—¿Sí? ¿Dígame? ¿Quién es?
BARBARA
Sábado, 4 de diciembre de 2010

(Unas horas antes de la tormenta)

D esde que Carl se marchó, estoy en un estado de levitación plena.


Por primera vez siento lo que es amor en estado puro; lo que
tanto había deseado, la felicidad plena. Con él solo soy una chica
de diecisiete años. Él no me mira como una persona enferma.
Lo amo. Siempre le he querido, ahora lo sé. Querer y desear son dos
términos muy distintos. Durante estos años a su lado, cada vez que su piel
rozaba la mía me provocaba miles de escalofríos que ascendían poderosos
por mi cuerpo. Cuando sus ojos se adentraban en los míos, sentía que el
mundo se detenía. Cada mirada furtiva, cada charla hasta las tantas de la
madrugada, cada risa, cada gesto de complicidad, cada ataque de celos por
los mensajes de voz en un buzón desconocido, todos y cada uno de esos
recuerdos prevalecerán siempre en mi corazón. Y aunque estoy muerta de
miedo porque no tengo ni idea de hacia dónde nos puede llevar esta
situación, muero por averiguarlo a su lado.
El ruido de la tormenta me saca de mis ensoñaciones. El sonido feroz de
la tempestad en el exterior me pone en alerta. El estruendo ensordecedor del
temporal me transporta a los últimos recuerdos compartidos con mis padres.
En cada borrasca siento que estoy presa del miedo más absoluto. Recreo
aquella fatídica noche de hace cinco años: el accidente, la muerte de mis
padres y cómo se desdibujó el mundo que conocía. Mi estado de nervios va
aumentando debido a la ausencia de Carl y a la tormenta cruel que me
arrastra a morirme de miedo con tan solo escucharla.
Creo que es buena idea llamar a Rose. No puedo pensar con claridad. No
entiendo cómo las pastillas no hacen su efecto. Estoy sentada en el sofá. No
me atrevo a levantarme; el equilibrio comienza a fallarme. No solo las
manos me tiemblan, mi cuerpo entero empieza a convulsionar.
Cuando estoy sola, siempre enciendo la televisión para escuchar ruido.
Odio el silencio, con todos los monstruos que se esconden en él. El sonido
de diferentes voces disimula la soledad elegida por mí y disfraza mi
realidad, me hace pensar que hay gente, que no estoy desamparada.
También enciendo todas las luces. Eso mismo haría ahora, pero estoy
mareada, y algo me dice que no tardaré mucho en sentir las convulsiones.
Desgraciadamente, conozco el proceso de un ataque de pánico.
Carl se marchó hace quince minutos. Con la vista busco el móvil. Está
en el sofá más cercano al ventanal. Ya ha oscurecido. Olvidó dejarme más
luces encendidas. Evito tener pensamientos negativos o tóxicos, así los
llama Rose. No obstante, no puedo dejar de pensar en que hay poca luz.
Solo la pequeña lámpara de la mesita me proporciona cobijo. He de
levantarme y llegar hasta el móvil. Llamaré a Rose y ella sabrá qué darme
de más. Está claro que el nuevo tratamiento no ha dado sus frutos.
Me pongo en pie. La casa da vueltas, ¿o tal vez sea yo misma? Estoy
comenzando a ahogarme. Mientras camino hacia el móvil, me descubro
jadeando y llorando. Me quito las lágrimas con las manos lo más rápido
posible. No lo consigo. Soy presa del miedo al ser consciente de lo que
vendrá después.
El salón continúa moviéndose a mi alrededor. La poca luz con la que
cuento desdibuja los objetos del comedor y disfraza monstruos donde sé
que no los hay. Decido tirarme al suelo e ir arrastrándome. Creo que será la
mejor forma de llegar hasta allí. Continúo resollando.
A punto de perder la consciencia, consigo llegar al teléfono y marcar el
número de Rose. Los tonos se agotan y le dejo un mensaje en el
contestador. Con rabia por no obtener respuesta de mi terapeuta, lanzo el
móvil al otro lado del salón y me hago un ovillo en el suelo. Cierro los ojos
intentando encontrar la paz que tanto ansío. El sonido del teléfono me
obliga a no desfallecer y a intentar llegar hasta él. Tal vez sea Carl o Rose.
Cualquier persona querida me valdría en estos momentos de angustia.
Aún tumbada y con los ojos medio cerrados, me arrastro por el suelo y
alargo la mano hasta tocar con mis dedos el teléfono que vibra. Me lo
acerco al oído, aunque no logro escuchar más que un sonido extraño, como
si fuera una respiración entrecortada. ¡La angustia es tan poderosa que
consigue devorarme por completo y ya no sé ni quién soy ni dónde me
encuentro!
—¿Sí? ¿Dígame? ¿Quién es?
Son las últimas palabras que consigo pronunciar antes de quedarme en
blanco. Estoy a punto de perder la consciencia.
CHRISTINE
Sábado, 4 de diciembre de 2010

(Unas horas antes de la tormenta)

D etesto esta sensación. Odio despertarme así tan bruscamente.


Solo puedo estar con él cuando ella nos lo permite y eso me
enfurece. No soporto sentirme cautiva y no poder ver a Carl todo
lo que desearía. Eso es por culpa de Barbara, su maldita niña mimada y
enferma. Me da ganas de vomitar.
Me duele la cabeza, tanto que puede explotarme en tan solo segundos.
Voy a la cocina y busco un par de aspirinas. Las descubro sobre la
encimera. Abro el grifo y ayudo a que bajen por mi garganta con un vaso de
agua. Miro por la ventana y el cielo está repleto de nubes negras. Por el
ruido de la tempestad adivino que se aproxima una buena tormenta.
Voy hacia el cuarto de invitados, donde está escondida la llave. Corro
por el pasillo, ya que no sé del tiempo que dispongo. No obstante, sé que el
atardecer dará paso al anochecer en breve. No puedo evitar pensar que es
una casa fantasma. Carecer de familia no es tan malo, no tienes que dar
explicaciones, eres libre. Tan libre como el viento. Salvo por Carl. Él es
todo lo que tengo. Él es mi familia. Espero que no esté cabreado por lo de la
otra noche.
Giro el pomo de la puerta y voy al armario de la derecha; no alcanzo del
todo y me subo al primer peldaño, levanto los brazos y muevo la caja de
zapatos que sobresale al fondo. Cojo la llave con decisión y me dirijo a la
habitación. Abro el cuarto y descubro que todo está como siempre. Saco la
caja de debajo de la cama. Conecto el móvil, pues quiero escuchar su voz,
aunque me sorprende que no haya ningún mensaje de él. En cambio, sí hay
varios de un agente llamado Anderson Mactekie y de un inspector de la
policía de Nueva York, un tal John Smath.
El cuerpo comienza a temblarme y el móvil se me cae al suelo. Me
acerco al espejo; me descubro más pálida y con más ojeras. No obstante,
eso no es lo que más me preocupa en estos momentos. Si ese inspector ha
dado conmigo, sabrá qué es lo que hice la otra noche. ¿Cómo me han
descubierto?
Voy a la caja y cojo el pintalabios rojo. Despreocupada, y pensando en
qué haré si finalmente descubren quién soy, me pinto los labios. Abro el
armario y elijo un vestido ajustado y corto, de color granate, a juego con
mis labios. Me atuso mi precioso cabello rubio. Debo estar provocativa y
embaucadora, por si ese tal John Smath desea conocerme e investigarme.
El sonido estridente del teléfono hace que todo dé vueltas. Empiezo a
sudar y sé que debo tranquilizarme. El móvil sigue vibrando en el suelo,
justo donde se me cayó. Distingo un número de teléfono. No conozco a
quién puede pertenecer. Por un momento, dudo si contestar o apagarlo. Tal
vez sea Carl desde alguna cabina telefónica, o quizás ese maldito inspector.
El deseo de estar con Carl me impulsa a coger el móvil del suelo y
acercármelo al oído.
—¿Sí? ¿Quién es? —pregunto con decisión.
Por un momento, nadie habla. Solo escucho a lo lejos un sonido débil.
—¿Carl? ¿Eres tú? Soy Christine. ¿Qué ocurre? ¿Por qué no hablas?
—Buenas tardes, soy el inspector John Smath de la policía de Nueva
York. ¿Podría saber a quién corresponde este teléfono y qué relación tiene
con el señor Miller?
No contesto. Por primera vez y desde hace cinco años, vuelvo a sentirme
amenazada y muerta de miedo. Sigo escuchando. No sé qué debo hacer.
—Christine, estamos investigando la muerte del vecino de Barbara
Carlager y Carl Miller. Por lo que sabemos, Carl y usted se conocen, ¿estoy
en lo cierto?
Sin pensarlo mucho, cuelgo el móvil y lo apago. Me miro en el espejo y
percibo el miedo en mí. ¿Qué puedo hacer? Presiento que el fin está
próximo y que vienen a por mí. A estas alturas ya han debido averiguar mi
secreto. Seguro que ya son conocedores de la maldad y de la verdad que
habita en mí.
Necesito ver a Carl. Él sabrá qué hacer, pero no debo volver a encender
el móvil, ya que podrían localizar la llamada. Lo mejor será que vaya a su
apartamento, tal vez esté esperándome como de costumbre.
Miro dentro de la caja y el mismo reflejo tentador me invita a que lo
sostenga, aunque solo sea una vez más. Sujeto el cuchillo con decisión y lo
guardo en el bolso. Salgo de la habitación dejando la puerta entornada. Me
dirijo al cuarto de invitados, escondo la llave dentro del armario, justo
detrás de la caja de zapatos. Algo me sorprende y hace que me ponga en
alerta. Todo mi cuerpo se tensa al escuchar el ruido apresurado de unos
pasos viniendo hacia donde estoy. Debe ser Carl. Ese mismo sonido me
sobresalta. Abro el bolso. Sin pensarlo dos veces y con decisión, tomo el
cuchillo. A estas alturas, ya no puedo fiarme de nadie.
ROSE
Sábado, 4 de diciembre de 2010

(Unas horas antes de la tormenta)

L os golpes de la lluvia, que choca contra el alféizar de la cocina, me


despiertan de mi estado febril y me levantan de la cama. El fuerte
viento ha debido de abrir la ventana, pues el ruido es notable.
Compruebo mi temperatura. El termómetro marca solo unas décimas de
fiebre.
Pienso en Barbara y en la conversación que tuvimos. Con todo lo que
está ocurriendo a su alrededor tiene que sentirse presa del miedo. No se me
va de la cabeza, pues temo que su patología pueda desarrollarse de modo
mucho más cruento. Es evidente que sus ataques de pánico se han
incrementado. Está perdiendo el control, y ella es consciente. Ambas lo
somos. De ahí mi extrema preocupación. No obstante, lo que más me
produce inquietud son sus episodios recurrentes de amnesia. Ese tiempo en
el que tiene pérdidas de memoria me llevan a pensar que las enfermedades
psicológicas de Barbara se están acrecentando cada vez más.
Su evolución está siendo complicada. Carl no permite que estemos a
solas. No entiendo el motivo, la verdad. Pero, al ser su tutor legal, debo
acatar sus decisiones, sobre todo porque Barbara se siente cómoda y en paz
a su lado.
Intento cerrar la ventana, pero me cuesta horrores debido al violento
temporal del exterior. Me preparo un té de jengibre y me acomodo en el
sofá con Cat. En la mesita contigua a mi sofá distingo que parpadea el
móvil. Tras escuchar la voz angustiada de Barbara, que me ha dejado un
mensaje de auxilio en el contestador, no dudo en vestirme y dirigirme hacia
la residencia de los Carlager.
JOHN
Sábado, 4 de diciembre de 2010

(Unas horas antes de la tormenta)

L levo horas en comisaría. Miro el reloj y descubro que ya es hora de


irme a casa. Demasiado tiempo trabajando en mi despacho. El caso
de los Barnis me va a volver loco. Podría esperar los resultados de
los análisis de ADN en casa; sin embargo, nadie me espera allí y rellenar
huecos no se me da bien si no estoy trabajando. Los del laboratorio han
puesto mala cara cuando les pedí que aceleraran todo el proceso. Sé que se
están esforzando al máximo, pero necesito descubrir si los vecinos de la
víctima tienen algo que ver y tengo que saberlo ya.
Miro mi escritorio. Está tan desordenado, con cientos de papeles en él,
que todavía no entiendo cómo han podido ascenderme. Soy un desastre aquí
y fuera del trabajo. Este es mi primer caso como inspector y siento que la
investigación se me escapa de las manos. Algo no encaja como debería. En
el puzle hay demasiadas piezas que no encajan y no logro distinguir al
inocente del verdugo.
La foto de Barbara con tan solo doce años me encoge el corazón. Era
una niña cuando se quedó huérfana. Su rostro enfermizo sobresale de entre
tantos informes psicológicos que adornan mi mesa.
Ya he puesto en aviso a los investigadores de esa tal Christine. A ella
pertenece el móvil al que, cada jueves, Carl llama. Están intentando dar con
ella. Desde que Christine colgó y apagó el móvil no dejo de dar vueltas para
saber qué le llevó a hacerlo. Está ocultando algo o a alguien. Eso está claro.
Aburrido, miro el reloj. Son casi las veintiuna horas. Un instante
después, llaman a la puerta del despacho.
—¿Anderson? ¿Qué haces aquí a estas horas?
—Quería darte yo personalmente la noticia. —Con expresión seria se
sienta y enciende un cigarrillo.
—¿Qué ocurre?
—¡No te lo vas a creer! —exclama con voz temblorosa.
Miro a Anderson y su rostro muestra estupor, desasosiego e
intranquilidad.
—¿Qué tienes en las manos?
—Me llamaron del laboratorio para recoger el informe que pediste.
Me levanto y cojo el estudio de ADN que solicité. Tras comprobar el
resultado, noto cómo mi cuerpo tiembla por primera vez desde que soy
policía.
—Debe tratarse de algún error, Anderson.
—John, no lo hay. El informe muestra un 99,99% de fiabilidad.
—Me refiero al laboratorio. ¡Esto es una locura! Además, es inviable por
la naturaleza del caso.
—Sé que todo esto suena a imposible, pero somos poseedores de unos
resultados.
—Eres consciente de lo que tenemos entre manos, ¿verdad?
—Claro que sí, por eso ahora viene la peor parte.
—Lo sé.
—Debemos tratar el tema con absoluta discreción. Imagínate si el
resultado del ADN se filtra a la prensa, ¡estaríamos ante una bomba
televisiva! Y antes debemos de estar cien por cien seguros, o nuestros
superiores nos despellejarán vivos.
—Estoy totalmente de acuerdo contigo. Creo que, debido a la magnitud
de lo que barajamos, no debemos decir nada a nadie aún, o pensarán que
estamos locos. Maldita sea, aún no puedo creer lo que tengo entre las manos
—confieso horrorizado.
El informe cae al suelo.
Anderson y yo permanecemos en silencio, en estado de shock.
CARL
Sábado, 4 de diciembre de 2010

(Inmerso en la tormenta cruel)

A medida que voy aproximándome hacia la casa, dudo de si


encontraré a Christine en ella. Voy desacelerando el paso. Ya no
corro, solo camino a buen ritmo. No quiero levantar sospechas.
Imagino que estaré más que vigilado. Me encuentro a pocos metros de la
casa. Desde aquí puedo distinguir el chalé.
Cuando me quiero dar cuenta, estoy dentro. Estoy tan nervioso que
cierro la puerta haciendo demasiado ruido. La casa está en penumbra. Huele
a cerrado. Ya debería estar acostumbrado, aunque no lo consigo. Me falta el
aire. No sé si ella se encontrará aquí. Intento acompasar mi respiración.
Echo un vistazo al salón y, luego, a la cocina. No hay rastro de Christine.
Acelero el paso y voy hacia su habitación. Ha empezado a llover; el
ruido del viento golpeando los ventanales me pone los pelos de punta. Todo
esto me recuerda a la maldita tormenta de hace cinco años. ¿Por qué creo
que esta noche será la última para todos nosotros?
—¡Christine! —Corro por el pasillo.
Entro en el cuarto de invitados y allí está ella. La preciosa y malvada
Christine, a partes iguales. Tan delicada y mortal que cuesta fijar la vista en
ella.
En cuanto me ve, viene hacia mí y suelta el cuchillo, que cae al suelo.
Me abraza y me besa con tal pasión que siento que va a desgarrarme por
dentro. Nos besamos. Yo no dejo de temblar. Creo que ambos intuimos que
el fin está próximo.
—Casi me matas del susto. Pensé que era ese inspector.
—Ven, sentémonos. Tenemos que hablar. —Nos acomodamos en el
alféizar de la ventana.
—Espera, antes tengo que respirar un poco. —Abre la ventana y el
vendaval mueve las cortinas.
—¿Cómo sabes lo del inspector?, ¿se ha puesto en contacto contigo? —
pregunto de forma ansiosa.
—Me dejó varios mensajes en el contestador y hace un rato llamó. Me
preguntó qué tipo de relación mantenía contigo.
—¿Y qué le contestaste?
—Nada. Colgué y apagué el teléfono. No puedo confesar lo que he
hecho. Ya sabes a lo que me refiero.
—No entiendo cómo puedes hacer ciertas cosas. —Me quedo un instante
en silencio, asimilando algo que sé desde hace años—. A decir verdad, en el
fondo no quiero creerlo.
—A veces algo perverso que habita en mi interior me impulsa a matar.
—Fríamente, observa la tormenta a través de la ventana.
—Podrías reprimir esos deseos.
—¿Sabes, Carl? ¿Te acuerdas de la noche que comencé a poder ser yo?
Lo recuerdas, ¿verdad?
—¿La noche en la que murieron tus padres?
—Chico listo. En ese instante, esa tormenta cruel me transformó y me
convirtió en la persona que soy ahora. No obstante, he de rectificarte en un
término que no has usado de forma correcta.
Christine me observa con minuciosidad mientras prosigue con su
confesión:
—Ellos. Mis padres no murieron aquella noche de manera accidental. Yo
terminé con sus míseras vidas antes de que murieran en ese terrible
accidente de coche. Les administré en sus bebidas varias de las pastillas que
tanto querían que tomara para tenerme controlada y para que no me diera
cuenta de que los abandonos que me infligían se estaban convirtiendo en mi
día a día.
Ver a Christine en estado puro me da ganas de vomitar y de salir
corriendo.
—Gracias a esas pastillas, tuvieron una muerte dulce, ¿no crees? —ríe
divertida.
—Nunca te he escuchado hablar de ese modo tan cruel. Christine, no
logro reconocerte.
—La teoría de la policía me lo puso en bandeja todo. El fuego arrasó el
vehículo, incluidos sus cuerpos, así que hubiese sido imposible que
hubieran encontrado drogas en la sangre de ambos. Imagino que perdieron
el control cuando las pastillas hicieron su efecto y la somnolencia los llevó
a precipitarse y a derrapar, cayendo por el acantilado de Narwest Road.
—Esto no puede continuar así, Christine. Creo que, esta vez, la policía
está muy cerca.
Ella continúa inmóvil contemplando el chaparrón. Ahora el ruido de la
tempestad es mucho más fuerte. Da miedo solo oírlo. Christine ya no
distingue lo que es sentir temor; ella se ha convertido en el horror en estado
puro.
—¿Recuerdas la tormenta de hace cinco años? —me vuelve a preguntar
divertida y riéndose a carcajadas.
Afirmo asintiendo con la cabeza y en silencio, pues, desde entonces, las
pesadillas y los remordimientos me suceden cada noche.
—Jamás podría olvidar algo así.
—Nunca sentí más miedo que en aquellos momentos, Carl. Me
horrorizaban las tormentas, pero a partir de aquella noche, ya nunca más
volví a sentir miedo, ni tampoco volví a ser yo misma. Sé que eres
consciente de ello y de que me has protegido todos estos años. Quiero darte
las gracias antes de que vengan a por mí. —Se queda un segundo en
silencio y, al instante, me pregunta algo que me deja paralizado—: ¿Crees
que no sé que esta vez es la definitiva?
—Ese es mi temor. No puedo encubrirte más. Todo esto es demasiado
doloroso para ambos.
—¿Sabes?, nunca te he confesado algo. Desde aquella fatídica noche, la
recuerdo como si fuera ayer, algo en mi interior se resquebrajó. Me sentí tan
desprotegida y tan abandonada que aún duele. Y allí estabas tú. Cuando mi
mundo se desmoronaba, siempre continuabas a mi lado.
Permanezco en silencio.
—Desde entonces, me propuse que nadie más sintiera lo que yo tantas
veces padecí. Sé lo que se siente cuando te abandonan y te dejan sola. Es
muy duro, Carl. Durante este último año, he castigado a personas que
abandonaban o maltrataban a sus seres queridos. No podía permitir que
hicieran lo mismo a otros. Ese tipo de personas no merecían vivir. Debían
recibir la muerte. Como mis padres. Esa fue su condena. —Se aclara la
garganta y prosigue su relato—: No tienes ni idea de lo que se siente siendo
un estorbo. Carl, es una sensación demasiado cruel.
—Tienes que retener esa maldad que llevas en tu interior o nos devorará
a ambos. No puedo encubrirte más. No sé cómo puedes vivir sabiendo todo
el dolor que provocas. Todas esas víctimas a las que un día decidiste
terminar con su vida… Aún recuerdo el caso de tu compañera de clase.
—¿Te refieres a esa zorra egoísta de Amanda Swist?
—Sí. No sé cómo eres capaz de pronunciar su nombre.
—Intenté que no sufriera, pero está claro que no se esperaba lo que le
tenía preparado y forcejeamos un pelín. Carl, esa tía se lo tenía merecido.
¡¿Entregar a su propio bebé y abandonarlo de por vida?! Sé lo que se siente
y, te repito, que debo hacer justicia con la escoria que abandona a sus hijos.
Solo merecen la muerte y yo estoy dispuesta a darles lo que se han ganado
con sus acciones de mierda —me explica sin ningún atisbo de culpa en su
mirada.
Consigo cerrar la ventana, la tormenta ha empeorado y el agua entra a
borbotones. No dejo de temblar; duele escuchar cada palabra que sale de su
boca. Christine se da la vuelta y me mira fijamente a los ojos. Por un
momento, creo atisbar en ellos arrepentimiento, tal vez culpa.
—¿Sabes dónde se esconden las sombras, Carl?
Me mantengo en el silencio más absoluto; la respuesta ya carece de
importancia. A veces, y solo a veces, lo importante reside en la pregunta.
—Las sombras se esconden en ella, Carl…, en Barbara, en tu dulce niña.
—Comienza a reír compulsivamente—. Pero no hace falta que te lo
recuerde, tú ya lo sabías. Si no fuera por ella, tal vez todo sería diferente.
Quizá tendría que hablar con ella. Debe saber la verdad, debe conocer los
secretos que ambas escondemos. Aún no le has permitido entrar en la
habitación, ¿verdad, Carl?
—¿Qué intención tienes? No serás capaz de hacer daño a Barbara, pues
te lo harías a ti misma. No lo permitiré.
Christine sonríe y se atusa el pelo. Sus gestos son tan crueles y fríos que
dan miedo.
—Intuyo que estamos en esta situación por ella. No me subestimes,
querido. Ella ha permitido que den conmigo. Y sé qué es lo que debo hacer
a partir de ahora.
De pronto, su cara refleja dolor y se cubre la cabeza con las manos.
—¡¿Qué ocurre?! ¡¿Estás bien?! —Me acerco.
Christine, con mal gesto, me aparta de ella.
—Ahora no te hagas el bueno conmigo. Imagino que tú también habrás
colaborado para que me cacen. ¿Acaso deseas encerrarme?
—No desvaríes. Jamás te he delatado, y lo sabes. Nunca podría hacerte
eso.
—Deseo ver a Barbara. Por primera vez no quiero evitarla. He de
enfrentarme a ella. Quiero que sepa lo que hizo o, mejor dicho, lo que
hicimos ambas aquella noche de hace ya cinco años —explica sonriendo.
Se inclina ligeramente y coge el puñal del suelo.
—Christine, por favor, déjalo estar. Sabes que no puedes herir a Barbara,
pues sería dañarte a ti misma y a mí.
Despacio, se acerca, y cuando asumo que con mis palabras la estoy
calmando un poco, todo da un vuelco de ciento ochenta grados. Su labio se
aproxima a mi oído y me susurra algo que me deja paralizado:
—Sé que cuando quieres verla, susurras su nombre. Te he visto hacerlo.
Tal vez debamos llamarla ahora. ¿Lo hacemos? ¿Intentamos hablar con
Barbara, Carl?
—Por favor, no lo hagas. No causes más dolor. Aún podemos salvarnos
todos. Deja el cuchillo. Hablaremos con Rose. Ella nos ayudará.
—Iluso, esto no es para mí.
Susurra. Poco a poco, se acerca.
—¡Es para ti!
—¡Nooo!
Forcejeamos e intento quitarle el puñal. Lo hago con tanta fuerza que de
mi mano comienza a brotar sangre; el filo está incrustado en mi mano
derecha. Grito, pero no debido a la herida, sino porque tengo el corazón
hecho pedazos. Nunca había sentido tanto dolor. Jamás.
Christine se inclina y con su cabeza golpea la mía. Los dos caemos
aturdidos al suelo. Ella se da con el pico del armario y se desmaya. Yo
también siento que me desvanezco. Todo se vuelve oscuro.
ROSE
Domingo, 5 de diciembre de 2010

(Inmersa en la tormenta cruel)

A nte mi asombro, la puerta blindada de los Carlager está


ligeramente abierta. Me asomo y descubro que la casa está en
total penumbra.
Desde que escuché su voz angustiada, no he podido dejar de sentirme
culpable, por ella, por mí, por no saber cómo ayudarla en su sufrimiento. Lo
que está claro es que hoy mismo debemos continuar con la terapia. Y esta
vez tengo que, aunque le duela y se resista como en otras ocasiones,
ahondar mucho más en sus miedos. Tengo que ayudar a Barbara. Debemos
profundizar en sus monstruos del pasado. Aunque no queramos, las heridas
de la infancia nos acompañan y forjan la personalidad de cada uno, y
cuando poseemos traumas que arrastramos del pasado, todas nuestras
aflicciones se disparan de modo más que notable.
Cierro la puerta con cautela. Me extraña en demasía cómo el silencio
impera por doquier. Estoy empapada debido a la lluvia. Aparto mi cabello
mojado de la cara y avanzo por el pasillo sin saber muy bien qué es lo que
me voy a encontrar.
La luz que emana del cuarto de invitados me alerta de que algo no va
como debería. Despacio, me acerco a la habitación. El silencio puede
resultar un sonido ensordecedor.
Mi cuerpo se tensa y busco mantener la calma al descubrir en el suelo,
inconscientes, a Carl y a una persona muy distinta a la Barbara que conozco
y trato desde hace años. Sé que es ella, pero está cambiada.
Escucho un grito desgarrador que proviene de mis entrañas y que está
envuelto de horror y de caos.
¿Cómo no me he dado cuenta de lo que verdaderamente le ocurría a
Barbara?
Me tiendo en el suelo e intento reanimar primero a Carl, que está herido.
Tiene una lesión en la mano derecha, de la que sale sangre a borbotones. El
cuchillo que permanece a su lado me lleva a pensar que es el causante.
Ambos yacen inconscientes. Barbara parece estar bien, solo está inmersa
en otro de sus desvanecimientos. A escasos metros de donde nos
encontramos distingo un móvil, está apagado. Es el de Carl. Salgo de la
habitación con un ataque de nervios. Voy a la cocina, después al salón y no
logro encontrar el móvil de Barbara para llamar a una ambulancia y a la
comisaría. Tampoco veo mi bolso por ninguna parte; quizás esté en el
coche. Corro hacia el vehículo entre truenos y relámpagos.
La lluvia vuelve a caer sobre mí, pero eso ya ni siquiera me importa en
estos momentos de angustia extrema. Abro la puerta y veo el bolso, me
resguardo dentro del coche y marco el número de emergencias.
BARBARA
Domingo, 5 de diciembre de 2010

(Inmersa en la tormenta cruel)

C uando despierto, me encuentro tumbada en el suelo. Estoy


desconcertada, ya que no sé cómo he llegado hasta aquí y cómo
he entrado en el cuarto de invitados. No recuerdo haberlo hecho.
Cada vez sufro más tiempos amnésicos. Los flashazos de memoria son
demasiado continuos. Está claro que esas pérdidas de memoria me llevan a
vivir situaciones que luego no soy capaz de recordar. Y ahora mismo acaba
de tener lugar una de ellas.
Miro a mi alrededor; el suelo está pintado de sangre. A un lado está Carl,
inconsciente. Me levanto y compruebo, colocando mi dedo en su muñeca
derecha, que aún tiene latido. Estoy mareada y la cabeza está a punto de
estallarme. ¿Qué hacemos aquí?, ¿y por qué estamos en el cuarto de
invitados?
Hay un cuchillo al lado del cuerpo de Carl. Le sangra la mano. Abro el
cajón y cojo un pañuelo. Le hago una especie de torniquete para evitar que
se desangre. Estoy demasiado mareada y desorientada para pensar con
claridad.
De pronto, recuerdo el asesinato en la casa de enfrente. ¿Y si el asesino
ha vuelto y por eso estamos malheridos en el suelo? Tal vez siga aquí.
Aunque, ¿cómo no puedo recordarlo?
Quizá he perdido el control y me estoy volviendo loca. Todo está
ocurriendo demasiado deprisa. Sacudo a Carl para despertarle, pero no se
mueve. Está inconsciente. El ruido de la tormenta me pone de los nervios.
Eso tampoco me ayuda en estos momentos.
La ansiedad llega y amenaza con devorarme. Intento que me permita
pedir auxilio. No obstante, los pensamientos negativos sí que no están
dispuestos a dejarme tranquila. Continúo pensando en que el asesino no se
ha ido de la casa.
La habitación comienza a dar vueltas. Me repito que soy fuerte, que
puedo hacerlo, que puedo cruzar el pasillo y pedir ayuda. Lo lograré. Solo
es cuestión de dejar de una maldita vez todos mis miedos a un lado y
vencerlos.
Me lo repito una y otra vez, hasta que consigo salir del cuarto de
invitados. En silencio, decido arrastrarme por el suelo. Una vez en el
pasillo, lentamente voy incorporándome, apoyándome en las paredes. No se
escuchan pasos, ni ningún ruido, aparte de la dichosa tempestad. Desde aquí
solo logro oír cómo el viento huracanado golpea con vehemencia los
ventanales. El escalofriante sonido de la tormenta en la que estamos
sumidos desea devorarme y siento cómo el terror quiere poseerme.
Antes de ir al comedor y buscar el teléfono para pedir ayuda, no sé qué
es lo que me impulsa para darme la vuelta y descubrir algo que pensé que
nunca vería: la antigua habitación de mis padres está entreabierta. Carl
olvidó cerrarla. Pero… él no me permite entrar en ella. Piensa que los
recuerdos que hay en su interior pueden alterarme más de lo que ya estoy.
¿Por qué la habrá abierto?
Sin dudar, me dirijo hacia la antigua habitación de mis padres. Camino
lo más erguida posible, aunque es difícil. La ansiedad me obliga a engullir
en cada bocanada la máxima cantidad de oxígeno posible. Me sigo
apoyando en las paredes. Abro con cuidado. Entro y cierro la puerta. Me
quedo inmóvil analizando lo que veo. Todo está como hace cinco años.
Como la última vez que mis padres estuvieron en casa. Antes de la
pesadilla. Antes del accidente.
Me acerco al armario y lo abro. Descubro la ropa de mis padres. Cierro
los ojos. Intento que su olor penetre en mí y me recuerde que no estoy sola,
que ellos siguen con vida y que volverán a abrir esa puerta. Los ojos se me
llenan de lágrimas.
Es tal el dolor de enfrentarme a su pérdida, a sus recuerdos, a su aroma,
que voy cayendo al suelo y me hago un ovillo. Me permito regresar al
pasado con todo lo que conlleva. Desde donde me encuentro, distingo una
caja escondida debajo de la cama de mis padres. Voy hacia ella. Tal vez
sean fotos familiares.
Saco la caja de cartón. La arrastro con fuerza, ya que pesa demasiado. La
arrastro hacia mí y me siento a su lado. Voy observando todo lo que
esconde: pintalabios, un par de pelucas rubias, un montón de cosas
inservibles y un móvil apagado. Con decisión, cojo el teléfono. Me
asombra, pues no me pide ningún número secreto para activarlo. Estoy algo
descolocada; no tengo ni idea de qué va todo esto. Pongo el altavoz y
escucho los mensajes. Hay varios de Carl, del agente Anderson y también
del inspector Smath. ¿Pero a quién pertenece este móvil y por qué está
escondido en la antigua habitación de mis padres?
El teléfono cae al suelo a causa de mis nervios. ¿Y si Carl es el asesino
del señor Barnis? ¿Y si la policía ha estado buscando a la persona
equivocada? ¿Y si nunca fue una mujer? ¡Tal vez he compartido mis
últimos cinco años con un asesino en serie!
Mi corazón está encogido en alguna parte de mi cuerpo. Voy a
desfallecer. Estoy a punto de desvanecerme aquí y ahora mismo. De pronto,
oigo la voz de Carl.
—¿Christine?, ¡¿dónde te has metido?! —grita enfurecido. ¿Quién
demonios es Christine?
Intento esconderme detrás del sofá de piel de mis padres, justo al lado
del ventanal. Lo hago con pavor mientras escucho cómo viene hacia aquí.
Sus pasos no son decididos. Sin embargo, sé que es él por su voz
encolerizada. Sigue gritando el nombre de esa mujer. Se aproxima
buscando, como un perro que olfatea a su presa. Se acerca más y más hasta
que da conmigo.
—¿Qué haces ahí, Christine?
—¿Qué diablos dices?, ¿es que te has vuelto loco? ¡Soy Barbara! —Me
levanto y lo miro cara a cara. Está desconcertado. Tiene la mirada perdida.
Ante mi asombro, viene hacia mí y me abraza. Está temblando. Yo
también lo hago.
—¿Por qué lo has hecho? ¿Por qué mataste al señor Barnis? ¿Fuiste tú,
Carl? ¡No me mientas!
En silencio, me lleva de la mano y me pide que me detenga ante el gran
espejo de la habitación. El reflejo que me confiere es tan aterrador que me
deja sin habla.
Tengo delante a una chica con los labios pintados de rojo pasión. La
misma chica que lleva un ajustadísimo vestido granate y una peluca rubia.
Y lo peor de todo es que esa chica soy yo.
Miro a Carl. No dice nada. Yo tampoco lo hago. No soy yo. No del todo,
claro.
ROSE
Domingo, 5 de diciembre de 2010

(Inmersa en la tormenta cruel)

E n silencio, escucho la conversación de Barbara con Carl. Desde


hace unos minutos permanezco detrás de la puerta entreabierta de
la habitación de sus padres. Estoy en estado de shock. He de
recordarme que, aunque he fallado como terapeuta con Barbara, sigo siendo
una profesional y debo mantener la calma en este momento. Sin pensarlo un
segundo, entro y la cara de ambos refleja perplejidad.
—¡Rose!, ¿qué haces aquí? —me pregunta Carl con máxima tensión en
su rostro.
—Escuché el mensaje de Barbara y vine enseguida.
—Estamos bien. Puedes marcharte a casa, de verdad.
—Barbara, ¿estás bien? ¿Qué ha ocurrido antes?
—Rose, no sé qué decirte. Me he despertado tumbada en el suelo con
Carl. Él está herido, aunque no recuerdo qué ha ocurrido.
—Carl, ¿por qué sangra tu mano? No me iré de aquí hasta que no me
cuentes qué demonios ha pasado esta noche aquí.
Pienso en las últimas palabras de Barbara hacia Carl. Ella sospecha que
él es el asesino del caso Barnis. Me siento aliviada al saber que antes
conseguí hablar con emergencias y ya deben estar en camino.
—Mira, Rose, he bebido algo de whisky, se me cayó un cuchillo al suelo
y, al intentar sostenerlo en el aire, me rozó. Sin más. De verdad, hazme caso
y déjanos descansar. Ya sabes que Barbara necesita reposo.
De soslayo distingo a alguien parecido a Barbara mirándose en el espejo.
Su rostro muestra incertidumbre y cierto pavor.
—Barbara, ¿quieres que me vaya? —le pregunto con cautela. Me acerco
y me sitúo detrás de ella.
—No, Rose. Quédate. Te necesito. No sé ni cómo he llegado a la
habitación de mis padres. Tampoco me reconozco. La persona que refleja
este espejo no soy yo. ¿Por qué me he disfrazado con esta peluca rubia, este
vestido granate ajustado y por qué llevo los labios pintados? ¡Yo no soy la
persona que me muestra el espejo!
—¿Quién es la mujer que aparece en ese cristal, Carl? Creo que tú sabes
quién es, ¿me equivoco? —le pregunto desafiante.
—No tengo ni idea de lo que hablas —me responde.
—Claro que lo sabes. Es más, he podido escuchar antes cómo llamabas a
Barbara con otro nombre. ¿Quién es Christine, Carl? Quiero escuchar de tu
boca el motivo por el que me has mantenido al margen de todo esto, cuando
sabes que yo soy su terapeuta.
Barbara fija la mirada en Carl. Este sigue negando con la cabeza, dando
a entender que no tiene ni idea de lo que estoy hablando.
—Todo lo que he hecho todos estos años ha sido para proteger a
Barbara.
—Entonces, ¿quién es Christine, Carl?, ¿y por qué antes gritabas como
un energúmeno ese nombre por toda la casa?
Él permanece en silencio. Por primera vez veo a Carl en estado puro.
Distingo culpa en sus ojos.
Con cuidado, quito a Barbara la peluca rubia. Observo cómo empiezan a
brotar lágrimas que corren enajenadas por su rostro. Decido empezar a
tratar su trastorno mental, del que jamás he sido conocedora.
—Barbara, ¿confías en mí?
—Claro.
—Voy a contarte una historia, ¿de acuerdo? Tal vez así sea más fácil que
puedas comprender ciertas cosas que ahora distingo con absoluta claridad.
Afirma con la cabeza; no deja de sollozar.
—Antes de explicarte lo que te ocurre, quiero pedirte disculpas. No he
sabido cuidarte ni a ti, ni a tu enfermedad. Me refiero a un trastorno más
peligroso, y me temo que lo que he presenciado y escuchado esta noche
confirma todas mis sospechas.
—No tienes que hacerlo, Rose. Si alguien tiene que pedir perdón aquí
ese soy yo —declara Carl lleno de culpa.
Lo miro de soslayo y atisbo en sus ojos vergüenza. Sin embargo, me
centro en Barbara.
—En general, los traumas causan dolor. Desde la muerte de tus padres,
tu trauma infantil ha derivado en otro tipo de trastornos psicóticos, los que
todos conocíamos, aunque hay uno, el más importante y más peligroso, que
ha pasado desapercibido para mí.
—Entonces…
—Incluso ha pasado desapercibido para ti. ¿Recuerdas todas las veces
que te quedas en blanco?
Barbara afirma con la cabeza.
—Son episodios de amnesia disociativa, y ocurre cuando en la persona
existe un mecanismo de disociación derivado de algún trauma infantil
grave. Esta noche, al ver tu transformación en otra persona, reconocí lo
verdaderamente importante de tu enfermedad. Cuando perdiste a tus padres
en aquel fatídico accidente, la Barbara que todos conocemos y que tú
conoces creó otra personalidad llamada Christine. Y, a priori, me atrevería a
afirmar que esa segunda personalidad que existe en tu interior fue
concebida debido al sufrimiento que padeciste hace cinco años. Al afrontar
un gran trauma de esa índole, la mente infantil e incluso la psique adulta
puede fragmentarse.
—Rose, eso no es posible. ¿No crees que Carl se habría dado cuenta de
ello o incluso yo misma?
—Por lo que he escuchado antes, Carl era conocedor absoluto de ello. Lo
que no consigo entender es el motivo de su encubrimiento. Tal vez deba
llamar a la policía para intentar aclarar las cosas —miento, pues ya lo hice
hace unos minutos.
—¡No! ¡Por favor, no lo hagas! No sabes lo que en realidad está
ocurriendo con ambas —suplica Carl.
Sostengo a Barbara con fuerza. Ante mí y por el golpe de realidad que
acaba de sufrir, se desvanece entre mis brazos y pierde la consciencia. Lo
único que puedo hacer es evitar que caiga al frío suelo. La sostengo con
toda la fuerza que existe en mí. Entre los dos la recostamos en la cama que
decora la habitación de los Carlager.
Carl acaricia las mejillas de Barbara con extrema delicadeza. Trata de
despertarla, pero ella no se mueve. En silencio, los minutos que transcurren
se vuelven horas. Carl y yo no nos dirigimos la palabra. Tantos años al lado
de Barbara y ha traicionado mi confianza. Lo que no consigo adivinar es el
motivo que le ha llevado a encubrir a su otra personalidad.
De pronto, Carl se acerca a su oído. Veo la emoción en sus ojos mientras
le susurra dulcemente: «Barbara, Barbara, Barbara…».
No obstante, con desearlo no basta. La persona con quien ambos nos
encontramos un instante después me deja en un estado de shock paralizante.
CHRISTINE
Domingo, 5 de diciembre de 2010

(Inmersa en la tormenta cruel)

—C arl, no sabes que es de mala educación equivocarse


de nombre mientras estás con tu amante, más aún si
se trata de otra mujer.
Me levanto de un brinco y miro alrededor.
—¿Y tú quién eres? ¡Ah! No me lo digas aún. Déjame adivinarlo. Debes
de ser la loquera de esa cría caprichosa.
—Mi nombre es Rose y sí, soy la terapeuta de Barbara. ¿Puedo saber
con quién hablo?
Me río histriónica, pues todos somos conscientes de quién soy. Carl me
mira con precaución, como si tuviera miedo; cree que volveré a herirle.
—Y tú, no me mires de esa forma. Si hubiera querido hacerte daño de
verdad, ya estarías muerto.
—Insisto, si no te importa, me gustaría saber con quién estoy hablando
en este momento.
—Soy Christine Carlager.
—¿Y dónde está Barbara?, ¿lo sabes?
—Ella está dormida ahora. Seguro que se ha puesto hasta el culo de
ansiolíticos y depresivos y está grogui. Menos mal que me tiene a mí. Ella
es la fragilidad y yo la valentía. Ella es una manipuladora. A mí me utiliza
para hacer todas esas cosas malas que ella piensa, pero que no se atreve a
realizar. Es una cobarde. Te repito que menos mal que me tiene a mí para
hacer el trabajo sucio. Si eres tan amiguita de ella, ya sabrás a qué me
refiero.
—Lo siento, pero no sé a qué te refieres. ¿De qué trabajo sucio hablas?
—Que te lo cuente Carl. Él está al día de todo. Da vergüenza ajena cómo
la quiere; sabiendo lo cobarde que es, la prefiere a ella. Siempre está ella
antes que yo. La odio, y le odio a él por ello.
Ambos se miran. Carl se echa las manos a la cabeza y nos da la espalda.
—Si no te importa, prefiero que dejemos a Carl aparte y que seas tú la
que me cuente de qué va todo esto.
—¡Oookeyyy! No tengo ningún problema. De hecho, me enorgullezco
de ser la fuerte de las dos. Ella nunca tuvo ovarios para enfrentarse a mis
padres. Solo se iba a un rincón de la habitación a llorar sus ausencias.
Mientras ella se quejaba, yo pensaba en que cesara el dolor y hacer justicia.
Me vengué de ellos, y lo hice por Barbara y por mí misma. Les suministré
en sus bebidas una dosis alta de pastillas para dormir. El accidente en coche
fue la consecuencia. Yo asesiné a mis padres, y he de decirte que volvería a
hacerlo.
—A eso te referías con trabajo sucio, ¿cierto?
—No precisamente. Ese trabajo fue muy limpio. Lo merecían de verdad.
No podía consentir que nos abandonaran de nuevo. Hice lo que Barbara
jamás se hubiera atrevido a hacer. Tras ello, me fui transformando en la
Justiciera. Dejé de ser Christine para convertirme en la asesina en serie que
toda Nueva York está buscando.
La terapeuta de Barbara intenta que no note cómo le tiembla todo el
cuerpo; sin embargo, hago lo contrario, quiero que se muera de miedo aún
más. Carl sigue dándonos la espalda.
—Menuda sorpresilla te has llevado, ¿eh?
—Jamás lo hubiera imaginado.
—De hecho, desde la muerte de mis padres hasta hace un año no tuve la
necesidad de matar.
—¿Qué cambió?
—Él lo modificó absolutamente todo. Fui notando que Carl se estaba
enamorando de la endeble de Barbara. Volví a sentirme abandonada en
cierto modo por él, pero, en este caso, con un pequeño matiz que siempre ha
jugado a su favor. Jamás podría quitarle la vida, pues le amo. Así que este
último año tuve que verter esa sensación de desamparo en otras personas,
que a su vez también causaban sufrimiento y descuidaban a sus seres
queridos.
—Necesitas ayuda, Christine. Y yo puedo proporcionártela.
—¿Y quién ha dicho que yo necesite la ayuda de una loquera?
—Me gustaría hablar con Barbara ahora. ¿Es posible? ¿Podemos
despertarla? Será solo un segundo.
—¿Para qué? Es una falta de respeto querer hablar con ella, y más en
este momento, ¿no te parece?
—Solo quiero hablar con ella unos minutos. Te prometo que seré breve.
—Carl no es consciente del poder que tiene en nosotras. Sé cómo susurra
su nombre en mi oído para que ella vuelva y yo me aleje. Solo de pensarlo
me dan arcadas, aunque, para demostraros que me da igual, puedes hacerlo.
Pronuncia su nombre. Seguro que ni te escucha. Debe estar asustada y
lloriqueando dentro de mí.
Carl se acerca. Y con frialdad me da un beso en la mejilla mientras
susurra el nombre de Barbara, una y otra vez, una y otra vez, una y otra
vez…
Por primera vez en mi vida me quedo ahogada en llanto por su traición.
Lo último que logro escuchar de su boca no es el nombre de Barbara.
Oigo cómo de forma ruda se despide de mí.
—Adiós, Christine.
BARBARA
Domingo, 5 de diciembre de 2010

(Inmersa en la tormenta cruel)

S iento el cálido aliento de Carl en mi oído. Comienzo a recordar


después de cinco largos años y ante la atenta mirada de Rose, que
me mira con lágrimas en los ojos.
Desconcertada, me dirijo hacia el espejo y desafío al frío reflejo que me
muestra. Las ráfagas que llegan a mi mente son crueles, tanto como la
tormenta que desencadenó toda esta pesadilla. Tanto como recordar que fui
yo la culpable de la muerte de mis padres. Tanto como enfrentarme a la
dura realidad. Yo soy la asesina que busca la policía de Nueva York. Yo soy
Christine. Y Christine es Barbara.
Yo soy el terror en estado puro. Yo soy la Justiciera. Yo soy la chica
perversa con la que sueño cada noche. La chica asustada y muerta de miedo
que, cansada de sentir el continuado abandono de sus padres, decidió
suministrar drogas a sus padres en la bebida para que tuvieran un accidente
y murieran. La misma persona que quitó la vida a varias mujeres que
abandonaron a sus bebés, entre ellas Amanda Swist, y la misma que asesinó
al vecino por maltratar al pequeño Stuart.
Yo soy todo eso. Todas esas personas a la vez. Mi mente desdobló
aquella noche dos personalidades distintas. Ahora lo sé. Ahora reconozco
que en mi interior existe la enferma Barbara y la hiriente Christine.
Carl me abraza y yo dejo que su calidez me engulla por última vez.
—Lo único que sé es que te he querido como nadie más podría quererte
—me declara con lágrimas en los ojos.
—Necesito que me hagas un último favor.
—No me pidas eso. Saldremos de aquí. Lo haremos juntos.
Encontraremos alguna solución —afirma.
—No. Tengo que entregarme, Carl. He de pagar por todo el dolor que he
ocasionado y tengo que hacerlo siendo Barbara. Si Christine vuelve, no me
lo permitirá. Solo contéstame a algo: ¿siempre lo has sabido?
—Por desgracia, sí. Jamás tuve el valor de reconocerlo, pues sabía que,
si lo hacía, te perdería a ti y perdería a Christine. Os perdería a ambas. Lo
supe la misma noche que Christine se manifestó en ti. En cuanto tus padres
salieron con el coche, me contaste toda la verdad. Intenté avisarles, pero la
tormenta lo impidió. En ese momento, aquella niña de doce años me
explicó que no podía soportar más las continuas ausencias de sus padres. Sé
que estabas enferma y por eso decidí que me quedaría a tu lado todo el
tiempo que tú me lo permitieses.
—La doble personalidad —susurra Rose.
Se queda un minuto en silencio.
—Ahora sé por qué la encubrías —afirma.
—Me temo que sí. Durante estos años, he intentado estudiar mucho
sobre el tema y percibí que tu mecanismo neurológico empezó hace cinco
años. Comenzó con las ausencias de tus padres. Como defensa, tu mente
enferma se dividió, lo que le ayudó a crear dos personalidades separadas y
muy diferentes.
—Rose, ¿eso es posible?
—Me temo que sí. Hay estudios que apuntan que, cuando un paciente
desarrolla varias identidades, todas ellas son distintas. Por ejemplo, y para
que lo entiendas mejor, una personalidad puede ser diestra y la otra
personalidad puede ser zurda. Durante estos años, tú has sufrido problemas
psicológicos graves que han desarrollado una agorafobia severa. En cambio,
Christine no ha padecido ninguno de tus trastornos; ella se ha convertido en
una asesina en serie, pero tú ni siquiera has sido consciente de ello.
Asiento con la cabeza y ya no tiemblo. Solo lloro.
—Nadie sospechó nunca de ti, pues la Barbara que se mostraba era de
verdad una chica enferma con ataques de pánico y agorafobia. Lo que
ningún terapeuta adivinó es que bajo tu imagen enfermiza se escondía
Christine, que era un arma letal. Ella era la parte de Barbara que sí podía
expresar la ira y la frustración provocadas por los abandonos continuados
de tus padres. Tú la creaste para protegerte de ellos, para protegerte del
mundo.
Continúo llorando, cada vez más y más. Carl no me deja caer;
dulcemente, me sostiene.
El ruido ensordecedor de las sirenas de los coches de policía… Nos
separamos.
—Rose, no te sientas culpable. Has sido mucho más que mi terapeuta,
has sido y siempre serás mi familia. Lo siento. Siento todo el dolor que he
provocado. Necesito ayuda y necesito que me ingresen para que Christine
no pueda herir a nadie más.
Rose me mira sin saber qué decir. Viene hacia mí y me abraza mientras
no deja de sollozar.
Me separo de ella y tomo la mano de Carl. Actúo de la misma forma que
él lo lleva haciendo conmigo desde hace cinco años. Acaricio su mejilla y
beso sus labios por última vez. Nos besamos con desazón, con
desesperación y con tristeza, como si el mundo estuviera a punto de
desaparecer. Ambos sabemos que en unos minutos así será. Obligo a mis
labios a que se separen de los suyos, y llorando le susurro por última vez al
oído:
—Este es el final, Carl. Todo debió terminar en aquella tormenta cruel de
hace cinco años. Permite que así sea. No me encubras más. Yo no voy a
hacerlo.
—Barbara, te quiero.
—Carl, te amo. Gracias por estos cinco años a tu lado. Gracias por tu
amor incondicional.
—Daría todo lo que tengo por poder estar contigo, Barbara.
Escucho el ruido violento de la policía derribando la puerta de entrada, y
no dejo de pensar en cómo hubiese sido mi vida sin Christine. En unos
segundos todo habrá terminado. El estruendo de la tempestad del exterior
presagia el final de ambas. Carl no suelta mi mano, que tiembla con fuerza.
Con lágrimas en los ojos y con temblor en todo mi cuerpo, consigo
distinguir al inspector Smath y a su ayudante, que se abren paso entre la
multitud de agentes armados que desean apresarme. Yo permanezco
inmóvil y asustada; de soslayo, miro a Rose y ella, con serenidad, asiente
con la cabeza. Ambas sabemos lo que ocurrirá en tan solo unos segundos.
Carl me aprieta con fuerza la mano; yo acaricio su mejilla por última vez y
me alejo de él permitiendo a la policía que realice su trabajo.
El inspector me lee mis derechos mientras me empujan a un rincón. Mi
frente choca con la fría pared y un hilo de sangre desciende
apresuradamente por mi rostro. Me colocan unas esposas que aprietan en
exceso mis manos, aunque no percibo dolor alguno. El estado de shock en
el que me encuentro no permite que sienta más que vacío en mi interior.
El ayudante del inspector Smath me indica que debemos ir a comisaría.
Escucho cómo Rose explica a John Smath todo lo concerniente a mi
trastorno de personalidad. La cara del inspector refleja estupor y horror a
partes iguales. Ambos se dan la vuelta, y John clava sus ojos en mí. Mi
terapeuta le indica que mi traslado a comisaría debería realizarse de forma
progresiva y tomando todas las medidas necesarias, pues ahora mismo están
hablando con Barbara, la chica bondadosa y enferma, que padece
agorafobia, y no con la fría e hiriente Christine.
John asiente con la cabeza. Ordena a los agentes que se lleven a Carl a la
jefatura, explicándoles que ha sido el encubridor de la Justiciera todo este
tiempo y que ha manipulado a una menor de edad con problemas
psicológicos graves. Él no opone resistencia alguna y baja la cabeza
mientras desaparece entre la multitud policial.
Yo me preparo para el momento, aunque sé que me sacarán de aquí tan
sumamente medicada que ni siquiera seré consciente de ello.
A veces las tormentas nos tocan y no nos hunden; nos regalan fortaleza.
En cambio, otras tempestades nos ahogan privándonos de nuestra libertad,
convirtiéndonos en sus prisioneros por siempre jamás.
ABOUT THE AUTHOR
MERCEDES ALBERT MARÍN
Mercedes Albert Marín, nace en Benidorm.
Diplomada en Turismo y autora de una trilogía
de ciencia ficción juvenil llamada Ataraxia;
dicha distopía está compuesta por Ataraxia, Kaos
y Equilibrio. Todas ellas publicadas por la
editorial Group Edition World en el año 2018. En
la actualidad, sus obras no pertenecen a ninguna
editorial.

Su primera presentación literaria fue en la Casa


del Libro de Alicante. Posteriormente, ha
realizado diversas presentaciones en las
instalaciones municipales del Ayuntamiento de
Benidorm, y en multitud de institutos y colegios
de la zona.

Sus libros han estado en varios colegios como lectura obligatoria y ha


participado en las semanas literarias de varios colegios.

Con Trilogía Ataraxia llegó a potentes páginas de fans de Latinoamérica


como Divergente, y los Juegos del Hambre, y tuvo un gran apoyo por su
parte. Varios periódicos, y radios también se hicieron eco de la trilogía en el
año de la publicación de la distopía.

En el año 2015, Ataraxia permaneció dentro del top 100 de libros más
vendidos de Amazon durante mucho tiempo. El segundo tomo de la trilogía
ocupó el número 1 de ventas de Amazon. Y el tercer libro de la saga
también ocupó los mejores puestos durante meses.

En el año 2019 participó en la Feria del Libro de Madrid. Años atrás estuvo
en la Feria del Libro de Valladolid. Ha colaborado en revistas y en
periódicos digitales escribiendo artículos sobre cultura y ocio.

Ha decidido reeditar la trilogía con ilustraciones y textos inéditos y


publicarla en Amazon. Además de publicar un libro inédito. Un thriller
psicológico: Tormenta Cruel.

Apuesta por Amazon, porque considera que es el mayor escaparate que


puede tener un escritor independiente.

Libros publicados:

Ataraxia Vol. I (Trilogía Ataraxia).


Kaos Vol. II (Trilogía Ataraxia).
Equilibrio Vol. III (Trilogía Ataraxia).
Tormenta Cruel (Thriller psicológico).
BOOKS BY THIS
AUTHOR
ATARAXIA: TRILOGÍA ATARAXIA
ATARAXIA: TRILOGÍA ATARAXIA VOL. I

Año 2526. El Planeta Tierra desapareció. Los supervivientes establecieron


unas nuevas y extrañas normas de convivencia. Un mundo feliz y perfecto,
donde todos viven sin miedo a nada. Ellos lo llaman… Ataraxia. Sin
embargo, Abey no es la típica chica de 16 años. Inevitablemente, verá cómo
todos los cimientos de su pequeño mundo se desmoronarán, adentrándose
en un mundo oscuro. “Érase una vez un ángel que nació para proteger a una
humana… Cuenta la leyenda que terminó enamorándose perdidamente de
ella”

KAOS: TRILOGÍA ATARAXIA


KAOS: TRILOGÍA ATARAXIA VOL. II

Abey Dimothy jamás pensó que las pesadillas eran reales hasta que un día
descubrió que pertenecía a una de ellas.

En "Kaos" le plantará cara al terror más absoluto. Poco a poco descubrirá


que posee habilidades especiales, capaces de contrarrestar la maldad que
amenaza su mundo idílico.

Si despertaras y todo volviera a ser como hace unos meses, ¿qué crees que
te ocurriría?, ¿podrías olvidar experiencias que quizás nunca han sucedido?,
¿será nuestra protagonista lo suficientemente valiente como para formularse
la pregunta clave que le descubra lo que está pasando?

EQUILIBRIO: TRILOGÍA ATARAXIA


EQUILIBRIO: TRILOGÍA ATARAXIA VOL. III

La valiente protagonista de la saga, Abey Dimothy, descubrirá que no hay


valor sin miedo. Tendrá que enfrentarse a una nación destruida por los seres
sin sentimientos que gobiernan el Parlamento. Deberá enfrentarse a ellos, y
a los Olvidados, que son tan peligrosos como el séquito de Morgana. No
solo tendrá que lidiar con seres fríos y malvados, también descubrirá la
verdad que esconde su corazón. El triángulo amoroso se intensifica en
"Equilibrio". El corazón de Abey está dividido entre el maravilloso ángel
que vino a la tierra a protegerla y por el apuesto hijo de la malvada
gobernadora. Cuando amas a dos personas a la vez tan diferentes como el
cielo y el infierno es difícil aclarar tus sentimientos.

TORMENTA CRUEL
TORMENTA CRUEL: THRILLER PSICOLÓGICO

Barbara Carlager, una chica de clase alta de Nueva York con problemas de
ansiedad y ataques de pánico, pierde a sus padres con tan solo doce años en
un accidente de tráfico. Cinco años después, sus problemas psicológicos se
agravan y desarrolla una severa agorafobia que no le permite salir de casa,
donde se siente protegida del mundo exterior, hasta el 2 de diciembre de
2010, noche en la que se produce un sangriento asesinato en el chalé de
enfrente. Esto desencadena mucha más ansiedad e inestabilidad en su frágil
salud mental. Mientras tanto, la policía de Nueva York busca sin descanso a
una asesina en serie que comete sus atroces crímenes firmándolos
cruelmente. A priori, y por la firma tan característica que deja en todos sus
homicidios, se valora que el último asesinato corresponde a dicha mujer,
cuya impronta eriza el vello a toda la ciudad.
Tormenta Cruel es un thriller psicológico donde lo real se entremezcla con
lo irreal, donde las apariencias no son lo que parecen y donde el bien y el
mal se sostienen sobre un frágil hilo que podría quebrarse en cualquier
instante.

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