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Clasicismo y Neoclasicismo Honour
Clasicismo y Neoclasicismo Honour
Un cambio de mentalidad
“Se está produciendo un notabilísimo cambio en nuestras ideas, escribía d'Alembert en
1759, y con tal rapidez que parece prometer un cambio aún mayor por venir.
Corresponderá al futuro decidir el fin, la naturaleza y los límites de esta revolución, sus
inconvenientes y desventajas, que la posteridad podrá juzgar mucho mejor que
nosotros”. Naturalmente se refería a filosofía, pero sus palabras son perfectamente
aplicables a las artes, pues este fue también el momento en que un viento de cambio
empezó a soplar en los Salones parisinos, refrescando sus atmósferas cerradas y
perfumadas, mitigando algo las curvas y rizos del Rococó, aventando los ornamentos
delicadamente frágiles, los capullos de rosa, las conchas, los cupidos empolvados con
sus traseros tan esmeradamente enrojecidos como sus mejillas, las mil y una figuras
que remedaban con sus posturas a los personajes de1a Commedia dell'Arte y tantas y
tantas frivolidades y perversidades exquisitas que habían hecho las delicias de una
sociedad supersofisticada y exigente.
El cambio de que hablaba d'Alembert era el triunfo de los “filósofos”, cuyas ideas
rigurosamente racionales acerca de todo, desde la astronomía a la zoología, han
quedado recogidas en la grandiosa Encyclopédie, que él mismo dirigía junto con
Diderot. Pero ese momento marcó también un viraje en el rumbo de la propia
Ilustración, que empezaba ahora a adoptar un tono más moralizante y a centrarse más
en la construcción de un mundo nuevo que en los ataques a la superstición y el dogma.
Voltaire, el ingenioso, burlón y elegantemente escandaloso autor de La Pucelle, se
convertía por entonces en el airado y comprometido defensor del protestante francés
Jean Calas, a cuyos perseguidores atacaba con apasionada indignación. Rousseau
también había hecho su aparición en escena cuestionando los valores aceptados por la
sociedad civilizada, afirmando que las artes y las ciencias habían corrompido a la
humanidad y declarando el derecho de todos los hombres a 1a libertad. La idea de que
la infidelidad era, como las pelucas empolvadas, un privilegio de la aristocracia daba
paso a una demanda más generalizada de tolerancia. En ese nuevo mundo no habría
lugar para la dualidad de valores ni para los compromisos con la verdad... si es que era
posible establecer esa verdad.
El rechazo del Rococó en las artes discurría paralelo a esa reacción intelectual contra
la petulancia, el cinismo y todas las iniquidades que resumía “lo infame”: No se trataba
del cambio pasajero de una moda a otra, del paso del género pintoresco al gusto
griego. Era una repulsa radical de la misma índole que la de los filósofos y difiere de la
mayoría de los cambios estilísticos previos en la historia del arte por su grado de
conciencia de sí. Tampoco quedó ceñido a los círculos intelectuales y artísticos de
París: una conmoción similar se produjo al mismo tiempo en toda Europa, aunque fuera
de Francia adoptó formas diferentes y casi siempre menos definidas. Paradójicamente,
en Alemania fue asociado al sentimiento anti-galicano, pues el Rococó había estado
íntimamente unido al gusto francés. Pero para la década de 1770 se había
generalizado tanto que artistas, arquitectos y teóricos de Francia, Italia, Alemania e
Inglaterra podían felicitarse por su éxito en términos casi idénticos. Por supuesto, el
Rococó no había sido erradicado por completo, como ellos querían hacer creer; sino
que pervivió en determinadas zonas casi hasta finales de siglo, pero languidecía como
una mera supervivencia de las actitudes y los gustos del ancien régime.
Este revulsivo contra el Rococó y todos los valores que expresaba o cuando menos
implicaba y connotaba, llegó en ciertos casos a constituir una náusea instintiva. Pero en
general el nuevo fervor moralizante que comenzó a impregnar las artes a mediados de
stoico comparable en la literatura contemporánea a las
siglo tenía un tono racional y e
novelas de Richardson o los dramas de Diderot. Resulta muy tentador relacionar este
fenómeno con el crecimiento de la clientela burguesa, es decir, identificar el Rococó
con el gusto aristocrático y el Neoclasicismo con el de las clases medias en ascenso.
Pero como veremos más adelante esto sería una grosera simplificación de una
situación muy compleja. Aunque las críticas anti-rococó iban frecuentemente dirigidas
contra los ricos y la influencia corruptora o trivializante de su afición por el lujo, no está
claro ni mucho menos hasta qué punto tales polémicas reflejan un conocimiento real y
de primera mano y una experiencia de los clientes del momento por parte de sus
autores. Y es totalmente cierto que los artistas neoclásicos encontraron tanto apoyo y
estímulo, si no más, entre los aristócratas y poderosos que entre los burgueses. (En
realidad, aunque no sea plausible, cabría elaborar casi con el mismo fundamento la
tesis del Neoclasicismo como estilo aristocrático y el Rococó como estilo burgués).
En cualquier caso, el celo misional de los críticos apuntaba ahora no sólo contra la
temática rococó, con sus connotaciones hedonistas y licenciosas, sus fiestas galantes y
escenas de coqueteos y r etozos casuales sugeridores de la voluptuosidad femenina,
sino también contra todas aquellas cualidades sensuales en que se basaba el arte
rococó: esprit, charme, gracia y libre juego de la fantasía del artista, que no apelan a la
mente sino a las más groseras percepciones sensoriales y son amorales por definición.
Probablemente alentaba en el fondo de todo esto ese menosprecio puritano por lo
mundano y elegante, y la consiguiente desconfianza hacía el virtuosismo que cifra el
valor en la mera destreza, en el toque mañoso. El hondo recelo hacia todos los
artificios ilusionistas de la pintura barroca y rococó, empleados para conseguir efectos
de atmósfera y textura, se combinaba con el desagrado que inspiraba la “cualidad de
hermoso”, la belleza de factura y todos los demás efectos superficiales y exquisitos que
parecían tipificar un arte al servicio exclusivo de un lujo privado y decadente. Esta
actitud mental hizo que Flaxman despachara como “meros artesanos” a escultores tan
cumplidos como Rysbrack y Scheemakers; y que Winckelmann aconsejará a los
pintores que “mojasen sus pinceles en el intelecto”. Todo ello implicaba una mayor
estima hacia el artista y su papel en la sociedad. El artista se e1evaría por encima del
status de artesano complaciente que atiende con paciencia todos los caprichos de su
patrono, estimulando su hastiado apetito y buscando incesantemente novedades para
deleitarse. Por el contrario, se investiría con el manto del sumo sacerdote de las
verdades eternas, del educador público. Y sería a todo el público, y no al patrón
privado, a quien dirigiría su mensaje. Como señalaba en 1771 el estela alemán Sulzer,
el uso de las artes “para exhibición y lujo” revela que no se ha sabido comprender “su
divino poder... y su alto valor”. Pues, decía Fuseli, si el arte sigue los “dictados de la
moda, o los caprichos de un patrono, su disolución es inminente”.
En lugar del Olimpo rococó de dioses y diosas amorosos, en lugar de esa peremne fete
champetre e n que la juventud dorada galanteaba en las tardes lánguidas y sin fin,
encontramos ahora temas de índole muy diferente: sobrias lecciones de las virtudes
domésticas y patrias, estoicos ejemplos de sencillez sin mácula, de: abstinencia y
continencia, de nobles sacrificios y heroico patriotismo. El rígido lecho mortuorio y la
viuda virtuosa sustituyen a la chaise longue y la mimada cocolle (del mismo modo que
en la literatura la Task de Cowper ocupa el lugar de la Sopha de Crébillon). La
expresión de estos temas nobles y edificantes exigía un estilo igualmente severo y
disciplinado, un estilo honesto, directo y anti-ilusionista, capaz de afirmaciones
rotundas y sin compromisos, de una claridad sobria y una pureza arcaica.
Por eso las centelleantes luces y el modelado nervioso e impulsivo que dio a la pintura
rococó su sutileza y brillo, esa superficie delicada y brillante, como de seda, se
sacrificaron en favor de unos contornos firmes e inequívocos, de superficies de pintura
plana y audaz. En lo compositivo, la diagonal dio paso a una visión rigurosamente
frontal; las complejidades sinuosas y oblicuas del espacio rococó a la claridad
elemental de una caja de perspectiva simple. Los tonos pastel fueron reemplazados por
colores nítidos, aunque a menudo sombríos, que tendían hacia los primarios y en
ocasiones llegarían, en bien de la verdad y la honestidad, a la total eliminación del color
en favor de las técnicas lineales más rudimentarias. El engaño visual era imposible con
un contorno puro y sin sombras.
En arquitectura observamos un proceso similar de purificación y simplificación
inmisericordes que conducirá a resultados aún más extremos y abstractos, en este
caso a una arquitectura simbólica de geometrías puras y esencias platónicas.
Consecuentes con su rechazo de la concepción rococó de la arquitectura, centrada
básicamente en entornos íntimos e informales a la escala pequeña y sin pretensiones
que exigía la buena crianza y las maneras corteses: boudoirs y Spiegelzimmer de
espacios cerrados y definidos, o mejor, deliberadamente indefinidos gracias a esa
brillante red de decoraciones intrincadas e intensamente cromáticas que arrastraban la
mirada a una incansable danza sobre una superficie ondulada de asimetrías
perpetuamente entrelazadas, los arquitectos neoclásicos buscaron los efectos de la
solidez y la permanencia, de la solemnidad y la rigidez, de la evocación serena y
silenciosa de ese mundo arcaico de verdades atemporales del que extraían sus
principios arquitectónicos. En lugar de un arte compuesto (no olvidemos que la fusión
compleja de pintura, escultura y arquitectura llegó a su apogeo en el estilo rococó)
aspira a una arquitectura de pureza primitiva, despojada de todo colorido, de molduras
y ornamentos escultóricos, de modo que quede reducida a su estado primigenio y
estrictamente autónomo. No era probable que ideas tan radicales fuesen compartidas
por muchos clientes privados, pero esto no preocupó demasiado al arquitecto
neoclásico cuyas ambiciones se orientaron cada vez más hacia los encargos públicos
y, a falta de éstos, hacia la posteridad, que seguramente comprendería mejor la
naturaleza excelsa de sus concepciones utópicas y tendría los medios adecuados para
ejecutar obras de la escala enorme y frecuentemente megalomaníaca que él
demandaba.
Significativamente fue en la música, la más abstracta de las artes, donde estos ideales
artísticos tuvieron una manifestación más explícita. En la dedicatoria de s u ópera
Alcestes (1769), Gluck abogaba por una “noble simplicidad”, condenaba el “ornamento
superfluo” y decía que había evitado “alardear de dificultades a costa de la claridad”.
“Cuando empecé a escribir la música de Alcestes, decidí ahorrarle totalmente todos
estos abusos, introducidos ya sea por la equivocada vanidad de los cantantes, ya sea
por la excesiva complacencia de los compositores, y que durante tanto tiempo han
desfigurado la ópera italiana haciendo del más espléndido y bello de los espectáculos,
el más ridículo y tedioso”. Sus designios, continuaba, “recibieron la maravillosa ayuda
del libreto” en el que Calzabigi había sabido expresar “fuertes pasiones” en un
“lenguaje sincero” y había eliminado totalmente las “descripciones floridas, las
comparaciones antinaturales y la moralidad sentenciosa y fría” de los libretos rococó.
En la vasta y aparentemente interminable literatura anti-rococó los escritores suelen
apelar a la Antigüedad clásica para establecer los principios del “verdadero estilo”. La
única manera de llegar a ser grande, escribía Winckelmann, “es imitar la Antigüedad”.
Evidentemente, imitación no significaba para él copia servil. La imitación implicaba un
riguroso proceso de extracción y destilación. Reynolds recomendaba el estudio de la
Antigüedad “para alcanzar la simplicidad real de la Naturaleza”, y tanto Diderot como
Winckelmann decían lo mismo en términos casi idénticos. Esto es de importancia
capital para entender la actitud neoclásica ante lo antiguo.
Naturalmente, no todos los artistas y teóricos miraban a la Antigüedad así, corno fuente
regeneradora y viril de nuevas verdades e ideales artísticos. En realidad, los
precedentes clásicos se citaban muy a menudo del modo más rutinario, al modo como
algunos poetas parafrasearían después a Juvenal para castigar la sociedad de la
Regencia en París o el Londres georgiano. Las condenas clasicistas de la complejidad
lujosa o la irracionalidad en las artes (e incluso de los gustos frívolos de los patronos
opulentos) tampoco entrañaban necesariamente un deseo de usar las normas clásicas.
Muchos no son sino topoi, o sea, clichés retóricos o lugares comunes. Por ejemplo, en
un ataque a la arquitectura parisina de la época publicado en 1738, A. F. Frézier
esgrime audazmente, y usando su propia traducción, un pasaje de Vitruvio en el que
éste denuncia a ciertos arquitectos de los tiempos de Augusto. Incluso podemos hallar
casos más extremados de uso no significativo de la autoridad clásica que a veces
traspasan los límites de la simple alabanza para entrar de lleno en el reino de la
ambigüedad engañosa de mayor alcance. Y así, Pöppelmann, el más voluntarioso y
fantasioso de los arquitectos rococó, llegó al extremo de publicar un folleto sobre su
frívola obra maestra, el Zwinger de Dresde, ante el que un lector inocente acabaría
convencido de que había obedecido fielmente los preceptos de Vitruvio.
Sin embargo, en la mayoría de los casos ni se abusaba deliberadamente de la
Antigüedad ni se la estudiaba en serio y directamente. Hacía mucho tiempo que había
pasado a formar parte del arsenal de todo hombre culto. En Francia, Poussin había
cimentado su autoridad a comienzos del siglo XVII y posteriormente había quedado
atrincherada en el programa oficial de la Académie Royale (la enorme producción y
amplia circulación de grabados que reproducían obras de Poussin prueban que esa
autoridad continuó a lo largo de todo el siglo XVIII). Por su parte, en Italia la tradición
clasicista había persistido desde el Renacimiento con una vitalidad fluctuante. Esta
“supervivencia” clásica planteó tremendos problemas a comienzos del siglo XVIII y
después, cuando se dejaron sentir los primeros tirones del movimiento neoclásico. No
obstante, entenderemos mejor a pintores tan clasicistas como Houasse en París o
Benefial y Trevisani en Roma si los consideramos los últimos supervivientes de la
ás difícil resulta
tradición clásica del siglo XVII que artistas neoclásicos auant la lettre. M
definir la posición de figuras comparables aunque ligeramente posteriores, si bien creo
que debemos verlas en el contexto de ese revival Luis XIV que dominó el escenario
artístico de la Francia oficial a mediados de siglo. Análogamente, en Inglaterra los
arquitectos neopalladianos de principios de siglo se inspiraban en, o formaban parte de,
un revival Iñigo Jones más que de un movimiento precozmente neoclásico.
Durante unos treinta años después de la muerte de Luis XIV, la Corona había usado
las artes en Francia casi exclusivamente para la decoración de interiores íntimos y
exquisitos. Pero en 1745 el tío de Mme. de Pompadour, Lenormant de Tournehem, fue
nombrado Directeur Générale des Batiments du Roi y pronto comenzaron a soplar
nuevos vientos en los polvorientos despachos del patronazgo oficial. Consideró su
primer deber la reinstauración de esa jerarquización clásica y académica de los temas
que el Rococó, con su escala de valores más laxa, había interrumpido ensalzando
indebidamente el retrato y el paisaje, las escenas costumbristas y las naturalezas
muertas. La pintura histórica iba a reasumir su primacía y en consecuencia se
reajustaron las tarifas oficiales de manera que los artistas recibirían unos honorarios
sustancialmente mayores por piezas históricas que por retratos. Con el mismo objetivo
in mente fundó en 1748 una nueva École Royale para ofrecer a los jóvenes estudiantes
de arte una formación general más amplia y con especial énfasis en la historia: Tito
Livio, Tácito, la Histoire ancienne de Rollin y la Histoire universelle de Bossuet eran sus
principales libros de texto. De este modo no sólo eran instruidos en el arte sino que
además se les inculcaba el culto moral por los antiguos, verdadera espina dorsal de
toda la educación en la Francia del siglo XVIII, y en realidad en toda Europa.
Pero Tournehem no fue más que el precursor de su sobrino, el marqués de Vandieres
(más conocido por su posterior título de Marigny) que fue cuidadosamente entrenado
para sucederle. El joven marqués fue enviado en 1749 a estudiar in situ las maravillas
antiguas y modernas de Italia acompañado del arquitecto Soufflot y del grabador C. N.
Cochin el Joven, quien más tarde escribiría uno de los ataques más inteligentes e
influyentes contra el Rococó (y sería nombrado secretario de la Academia y principal
asesor de Marigny en cuestiones artísticas). Marigny regresó a Francia en 1751 para
asumir su nuevo cargo en el que permanecería hasta 1773. Casi inmediatamente
comenzó a encargar pinturas, esculturas y varios edificios importantes en París,
incluidos la École Militaire, la Place Louis XV (hoy Plaza de la Concordia) y la iglesia de
Ste. Genevieve (después llamada el Panteón).
Este programa de patronato se inspiraba en el deseo consciente de recuperar las
glorias del grand siecle. A los pocos años de la muerte de Luis XIV su reinado había
entrado a formar parte de la serie canónica de los grandes períodos históricos (los
reinados de Alejandro, Julio César, Augusto, y los pontificados de Julio II y León X).
Pero el corolario de una era de tal esplendor era otra de decadencia. Como observaba
d’Alembert en 1751, “el siglo de Demetrio Falero sucedió al de Demóstenes, el siglo de
Lucano y Séneca al de Cicerón y Virgilio, nuestro propio siglo al de Luis XIV”. Y
Voltaire, en su Siecle de Louis XIV, también de 1751, se hace eco de estas opiniones
en esa nostalgia con que contemplaba las glorias literarias del período precedente. En
esta misma línea, el primer crítico de arte francés, La Font de Saint-Yenne, había
llamado en 1747 la atención de los artistas hacia la Grande Galerie de Versalles “donde
el inmortal Le Brun desplegó toda la grandeza de su genio”. En un folleto
significativamente titulado L’ombre du grand Colbert, elogiaba la fachada oriental del
Louvre, obra de Perrault, y propugnaba la restauración y terminación del edificio. Al
mismo tiempo, el influyente maestro de la arquitectura J. F. Blondel predicaba el
retorno a la grandeza y la elegancia del grand siecle. Incluso renacía el interés por la
música de este período y se contrastaba la “elegante simplicidad” de las canciones de
Lully con las pueriles ocurrencias, la confusión y la afectación de sus sucesores.
Este nostálgico anhelo de la “gloria” de Luis XIV es más patente en arquitectura: en la
espectacular monumentalidad de la École Militaire de Gabriel (comenzada en 1751), en
sus dos edificios de la Plaza de la Concordia, claramente basados en la fachada del
Louvre, y hasta cierto punto también en la escala monumental y la noble sencillez de
Ste. Genevieve de Soufflot. La obra maestra de Gabriel, el Petit Trianon, es quizá la
que peor encaja en este revivalismo. Cuidando evitar tanto la pomposidad de Versalles
como el preciosismo caprichoso de los pequeños apartamentos, tomó del primero el
criterio clásico del decorum y la sencillez y de los segundos el sentido de la elegancia y
el donaire para crear lo que no sólo es la expresión perfecta del naciente estilo Luis XVI
sino también uno de los edificios más bellos del mundo. Encontramos en él una
claridad volumétrica y un énfasis en la masa cúbica del edificio que apunta claramente
hacia la arquitectura neoclásica. El equilibrio y la uniformidad perfectos se mantienen
sin pérdida de vivacidad mediante sutiles variaciones de los detalles decorativos y
delicados reajustes de proporciones al pasar de una fachada a otra.
Una combinación similar de corrección sin pedantería y elegancia sin frivolidad
caracteriza la escultura de Edmé Bouchardon. La estatua que modeló para ocupar el
centro de la Plaza de la Concordia de Gabriel se inspira tanto en la estatua de Luis XIV,
obra de Girardon, como en la más famosa de las estatuas ecuestres de la Antigüedad,
la de Marco Aurelio en Roma. Pero el caballo de Bouchardon es más naturalista que el
antiguo, aunque menos animado y gallardo que el de Girardon. El jinete está totalmente
ataviado a l’antique y aparece sentado en una postura a la vez de descanso y de
mando, al contrario de Luis XIV que luce una rizada peluca sobre su armadura romana
y tiene vuelta la cabeza en una dirección mientras apunta hacia la contraria, como si se
comunicara con algún ayudante de campo o general. No nos extrañará, pues, que
Diderot pensase de las obras de Bouchardon que en ellas alentaba el espíritu de
“naturaleza y antigüedad, es decir, de sencillez, fuerza, gracia y verdad”.
Y no eran solamente los círculos oficiales y cortesanos los que asociaban el rechazo
del Rococó con la vuelta al clasicismo de Luis XIV. En los años 1750 comenzó a surgir
en la decoración parisina de interiores un estilo que se denominó a la grecque. Pero
sólo era griego de nombre. No se hizo nada por copiar la forma y la estructura de las
sillas griegas, ni siquiera de las romanas, o de otras piezas del mobiliario antiguo, ya
muy conocido por las pinturas y esculturas de la Antigüedad. Sin embargo, formas
rectilíneas sustituían las curvas rococó y los ornamentos extravagantes eran barridos
de escena para dejar sitio a embellecimientos arquitectónicos, como la voluta vitruviana
o gruesas guirnaldas, parecidas a las utilizadas en la fachada oriental del Louvre que
Gabriel había imitado en la Plaza de la Concordia y en el Petit Trianon.
Significativamente, hasta hace muy poco se consideró que una de las piezas más
notables de este tipo de mobiliario databa del tiempo de Luis XIV. De hecho, es un
perfecto ejemplo de ese revival.
En unos años el “gusto griego” se convirtió en manía: todo era a la grecque en París,
escribía Grimm en 1763: exteriores e interiores de edificios, muebles, tejidos, joyas.
“Nuestras damas se peinan a la grecque, nuestros pequeños maestros se
avergonzarían si llevasen una caja de rapé que no fuese a la grecque”. Y aunque se
mofaba de lo absurdo de esta moda, admitía que era preferible al Rococó. “Si el abuso
no puede evitarse, más vale que se abuse de una cosa buena que de una mala”. Este
comentario debería ponernos en guardia para no atribuir excesiva importancia al
llamado estilo griego en el desarrollo del Neoclasicismo. Ese estilo encontró quizá su
expresión más acabada en los trajes de las mascaradas o dramas alegóricos cuya
relación con sus fuentes clásicas es tan superficial como la de los pebeteros chinescos
con las artes de la dinastía Sung. El “gusto griego”, como el “estilo etrusco” que le
sucedió, no son sino retoños, ramitas colaterales con hojas bellamente abigarradas,
que nacen del tronco principal del movimiento neoclásico.
Como es lógico, el revival Luis XIV fue específico de Francia. En Alemania y S
uiza, y
en cierto grado también en Inglaterra e Italia, la reacción respecto al Rococó adoptó la
forma de un rechazo del gusto francés (Tanto Winckelmann como Lessing sentían una
animadversión casi patológica contra todo lo francés). Pero hubo además otras
motivaciones. Uno de los más vociferantes patrocinadores italianos del ataque contra el
Barroco (el Rococó apenas tenía relevancia fuera de Venecia y el Piamonte) fue
Bottari, prominente jansenista que asociaba aquel estilo a los jesuitas. En Inglaterra,
por su parte, el estilo neoclásico iba asociado al deseo patriótico de engrandecer las
artes y crear una escuela nacional capaz de equipararse a las de Italia y Francia. Era la
expresión de ese estado de ánimo que inspiró a Robert Adam la siguiente dedicatoria
de sus Ruins of Spalatro ( 1764) a Jorge III:
En este feliz Período, cuando Gran Bretaña goza en Paz de la Reputación y el Poder
que ha adquirido por las Armas, la singular atención de Su Majestad a las Artes de
Elegancia promete una Era de Perfección que completará las Glorias de vuestro
Reinado y marcará una Edad no menos memorable que la de Pericles, Augusto y los
Médicis.
Aunque las circunstancias del rechazo del Rococó difiriesen ampliamente de un país a
otro, el nuevo estilo adquirió pronto un carácter internacional extraordinariamente
homogéneo. Por supuesto, la universalidad era uno de sus primeros objetivos. El artista
neoclásico apelaba, no al individuo de su tiempo, sino a todos los hombres de todos los
tiempos. Como decía Reynolds, “Es falso aquel ingenio que sólo subsiste en un idioma,
o aquel cuadro que agrada solamente en una época o a una nación y debe su acogida
a una asociación de ideas accidental o local”. Pero no resulta menos sorprendente la
velocidad con que se alcanzó la unidad estilística.
Un voraz apetito por los escritos de teoría del arte garantizó su rápida difusión por toda
Europa. El Essai sur l'Architecture de Laugier, publicado en Francia en 1753, ya se
había publicado en inglés en 1755. Los Gedanken über die Nachahmung der
griechischen Werke de Winckelmann (1755) fueron traducidos al inglés por Fuseli en
1765 y su gran Geschichte der Kunst des Allertums d e 1764 podía leerse en francés en
1766. La lnquiry into the Beauties of Painting, donde Daniel Webb plagiaba algunas
ideas que había conocido en sus conversaciones con Mengs, apareció en Inglaterra en
1760 y fue rápidamente traducida al francés (1765), el alemán (1766) y el italiano
(1791). La obra del propio Mengs, Gedanken über die Schönheit, p ublicada por primera
vez en 1762, vio la luz en italiano y español en 1780, en francés en 1781 y en inglés en
1792.
Otro, factor que ayudó al veloz desarrollo del nuevo estilo fue la emergencia de Roma
como una especie de puerto franco para el intercambio de ideas artísticas. Casi todos
los artistas de cierta talla pasaron allí algunos años estudiando las antigüedades y las
pinturas del Alto Renacimiento. Roma era también la Meca de los diletantes de todas
las naciones. La educación de un gentleman inglés o de un príncipe alemán no estaba
completa hasta visitar la Ciudad Eterna bajo la guía de un buen cicerone que le
inculcase el gusto por las estatuas, las pinturas y los edificios más famosos. Muchos de
estos grandes turistas encargaron retratos conmemorativos de sí mismos a Pompeo
Batoni, quien acabó utilizando una serie de mañas para representar sus aires
indiferentes, sus rostros rosados y sus cuerpos lánguidos en estrecha proximidad a
algunos de los objetos que les habían enseñado a admirar.
Las obras de arte realizadas en Roma se exhibían ante un público internacional. De ahí
la importancia que tuvieron, por ejemplo, los enormes, solemnes y estáticos cuadros de
temas homéricos que pintó en Roma Gavin Hamilton en los años 1760. La preferencia
por los temas serios y una indiferencia casi despreciativa para con las sutilezas del
tratamiento y el color caracterizan estos manifiestos anti-rococó a gran escala. Uno de
los que más renombre alcanzó en su tiempo fue el Parnaso pintado por Anton Rhapael
Mengs en 1761 para la sala principal de la villa en que el cardenal Albani exponía su
colección se esculturas antiguas. Hay pocas dudas de que Winckelmann, bibliotecario
del cardenal y amigo de Mengs, al que consideraba “el artista más grande de su
tiempo, y tal vez de los venideros”, tuvo su parte en la concepción de esta obra que
refleja tantas ideas de los teóricos y artistas neoclásicos de primera hora. Persiguiendo
la “noble simplicidad y serena grandeza” que ensalzaba Winckelmann, Mengs eludió
los efectos coloristas, las composiciones fuertemente integradas, las profundidades y
los artificios ilusionistas de los pintores barrocos de techos, y para que esto quedase
suficientemente claro flanqueó el Parnaso con dos rondeles pintados en colores más
cálidos, un claroscuro más atrevido y perspectiva engañosa. Y desplegó su
considerable erudición en innumerables detalles. Si puede hablarse de una obra
maestra desde esa actitud, indudablemente la de Mengs lo es. Es fácil comprender las
razones que le llevaron a apelar a quienes admiraban los mármoles greco-romanos
que se mostraban abajo, pero resulta bastante más difícil admirar la obra hoy.
Perteneciente a la primera fase neoclásica, anti-rococó y negativa, no busca sino
recrear un sueño de perfección clásica mediante una síntesis de la escultura antigua y
las pinturas de Rafael. Para encontrar aspectos positivos y con la mirada en el futuro
hemos de esperar a las obras posteriores que realizaron, también en Roma, David y
Canova.