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LA HISTORIA DEL ARTE Y LAS CIENCIAS SOCIALES

Ernst Gombrich
Fuente: GOMBRICH, Ernst. Breve historia de la cultura (Barcelona:
editorial Península, 1974), 95-147.

Constituye un gran honor el hecho de verse invitado a pronunciar la Romanes Lecture; igualmente constituye
un privilegio para un historiador del arte que le pidan pronunciar una conferencia en este edificio, la primera
obra del futuro arquitecto de la catedral de San Pablo de Londres. Nosotros, los historiadores del arte, estamos
acostumbrados a hablar en recintos con las luces apagadas para mostrar nuestras diapositivas, pero, al
negarme los medios para hacerlo, el vicerrector podría haber modificado la famosa inscripción colocada sobre
la puerta de la obra maestra de Wren: Si exemplum requiris, circumspice (‘Si necesitas un ejemplo, mira a tu
alrededor’).

No es que haya hecho recientes descubrimientos referentes a este edificio o que esté calificado para hacer de
cicerone con ustedes. En otros momentos se pueden comprar aquí dos folletos escritos por dos auténticos
maestros de la historia de la arquitectura inglesa y publicados por la Oxford University Press en 1964: una
conferencia de Sir John Summerson sobre The Sheldonian Theatre y un opúsculo de H. M. Colvin sobre The
Sheldonian Theatre and the Divinity School.

Quizá sea una suerte para mi objetivo que esas autoridades me hayan eximido de tener que dedicar un espacio
demasiado extenso de mi conferencia a mi exemplum; pues, como habrán colegido ustedes por el título, lo que
me propongo es ilustrar un problema metodológico.

Quizá la mejor forma de explicar la elección de un tema como «La historia del arte y las ciencias sociales» sea
indicar que a algunos de mis colegas más jóvenes ese título les parecería algo desconcertante.

¿Por qué la historia del arte «y» las ciencias sociales? En su opinión, en caso de que mi forma de entenderla sea
correcta, la historia del arte es simplemente una de las ciencias sociales o, como máximo, una «criada» de la
sociología, una ancilla sociologiae, y lo mismo podríamos decir de las demás actividades que suelen agruparse
bajo el nombre de materias artísticas o de las humanidades.

Ahora bien, las rivalidades entre las artes y las pendencias sobre sus posiciones jerárquicas respectivas han
estado presentes en la historia de la erudición desde tiempos inmemoriales, y me apresuro a declarar que no
deseo participar en la feroz polémica entablada en el mundo académico sobre la bárbara jerga de la sociología
o sobre el carácter no pertinente de las humanidades. Soy una persona amante de la paz, y me sentiré
completamente satisfecho si consigo conducirles suavemente hasta la conclusión de que todas las ciencias
sociales, desde la economía hasta la psicología, deberían estar dispuestas a hacer de «criadas» de la historia del
arte. Solo que no confío en que se puedan resolver esas cuestiones en abstracto. Siempre que leo
disquisiciones sobre el método adecuado para una de las disciplinas, mi reacción suele ser pragmática:
adelante, pónganlo en práctica, y así podremos juzgar.

LA HISTORIA DEL ARTE Y LA HISTORIA


¿Qué haría un historiador del arte, después de haber observado este edificio por todos lados? Si lo hubiéramos
traído aquí con los ojos vendados, lo primero que intentaría hacer sería clasificar los elementos del edificio. No
necesitaría ser un gran maestro de su especialidad para sacar la conclusión de que no estaría en China, sino en
una región del mundo que adoptó la tradición clásica para construir sus edificios, con sus columnas, capiteles y
frisos. El edificio no podría datar de una época anterior al siglo XVI y sería improbable que lo hubieran
construido en los últimos treinta años, pues en ese caso habría menos decoración dorada y más superficies
lisas. Ciertas idiosincrasias de su concepción le harían sospechar que no se encontraba en Italia, sino en algún
lugar del norte, donde el clásico fue un estilo importado, y, al ver el gran fresco del techo, recordaría que ese
tipo de decoración pasó de moda durante el siglo XVIII. Resulta fácil presentar ese tipo de razonamiento
retrospectivamente, pero estoy seguro de que, si nuestro historiador del arte fuera un maestro de la clase de
Summerson, Colvin o Pevsner, ese juego de las veinte preguntas pronto lo acercaría a la fecha documentada
del edificio, que fue construido entre 1664 y 1667 e inaugurado en 1669. En eso consiste la habilidad básica de
lo que llamamos historia del arte: en la capacidad para asignar una fecha, un lugar y, a ser posible, un nombre a
partir de la documentación estilística. No conozco a ningún historiador del arte que no sea consciente de que
esa habilidad no podría ponerse en práctica en un espléndido aislamiento. El historiador del arte ha de ser un
historiador, pues, sin la capacidad para valorar también los testimonios históricos, inscripciones, documentos,
crónicas y otras fuentes primarias, no se habría podido delinear nunca la distribución geográfica y cronológica
de los estilos antes que nada. Dicha distribución es lo que el historiador del arte tiene presente, siempre que
lanza una hipótesis sobre la fecha o atribución de una obra individual.

Una vez satisfecho ese requisito, la cuestión de hasta qué punto cederá el historiador del arte individual a la
tentación de interpretar dichas fuentes y reconstruir en su mente las circunstancias que originaron una obra de
arte particular, puede depender de su gusto y temperamento. Creo que el hecho de que el historiador
profesional se interese por la vida del pasado e incluso por lo que los periodistas llaman una historia de interés
humano forma parte de su constitución mental. Tomemos, por ejemplo, la situación que originó la
construcción de este edificio. Las fuentes nos dicen que las ceremonias de esta universidad, sobre todo la
Encaenia, se celebraban tradicionalmente en la iglesia de Santa María, pero que, con la presencia del bufón, el
terrae filius, se habían infiltrado gran cantidad de elementos profanos. Nos enteramos de que, para liberar a la
iglesia de aquel escándalo, el arzobispo Sheldon se ofreció a costear la construcción de un edificio
independiente que se encargó al joven profesor de astronomía, Christopher Wren, quien entonces contaba
apenas treinta años y carecía prácticamente de experiencia en arquitectura.

Al leer ese relato, nos gustaría (o, por lo menos, a mí me gustaría) dejar de lado de momento la historia del arte
y aprender más cosas sobre el terrae filius o sobre la preparación que recibían los astrónomos y que permitió a
Wren aceptar aquel encargo. Quizá a otros les gustaría saber cómo llegó a poseer el arzobispo las 12.000 libras
esterlinas que costó edificar esta estructura o si William Bird, el cincelador, y Richard Cleer, el tallador,
recibieron un pago adecuado por su magnífico trabajo.

He citado esas cuestiones al azar para ejemplificar el hecho evidente de que no podemos, ni debemos, poner
límites teóricos a la curiosidad del historiador. Hablo de curiosidad porque no creo que se trate de una cuestión
de método. El método se ocupa de la teoría, no de la motivación. Si preguntamos al historiador: «¿Por qué
desea saber eso?», tiene derecho legítimo a contestar: «Porque me interesa».
Si insistimos en indagar todavía más, podemos descubrir un sinfín de factores, unos inherentes a la psicología
personal del historiador, otros a su formación. Intervienen las presiones de las modas intelectuales y la
influencia de los problemas de su propia época, que naturalmente contribuyen a descubrir nuevos aspectos del
pasado. También influyen el contexto y la finalidad, más inmediatos, de su investigación. El funcionario de un
museo se interesará por la atribución de las obras a su cargo, los profesores desearán colocar la obra en un
marco más amplio para facilitar la comprensión de sus estudiantes. En este sentido, la relación entre la historia
del arte y la historia social no es, en realidad, tanto un problema teórico, cuanto práctico, un problema de
planificación, por decirlo así, que indudablemente ha afectado a la fortuna de mi materia dentro del programa
de estudios académicos. En el pasado, los historiadores más austeros tenían tendencia a sospechar de un tipo
de estudio que ofrecía al especialista tantas tentaciones de salirse por la tangente. En época más reciente, esa
posibilidad ha hecho que los antiespecialistas que buscan lugares atractivos por donde abordar los problemas
del pasado se interesaran por esta materia. Soy partidario convencido de la historia sin lágrimas, o, por lo
menos, sin demasiados bostezos, pero, cuando recomendamos la inclusión de la historia del arte en el
programa de estudios, porque las obras de arte reflejan de forma tan perfecta su época, deberíamos añadir
también que, igual que los espejos, reflejarán hechos diferentes sobre la época, según el ángulo desde el que
los observemos, o el punto de vista que adoptemos, por no citar la fastidiosa tendencia de los espejos a
devolvemos nuestra propia imagen.

Ha habido anticuarios que usaban los monumentos del pasado principalmente para el estudio de realia como
los trajes o las herramientas; ha habido historiadores del arte de mentalidad filosófica que examinaban las
obras de arte para descubrir las manifestaciones de concepciones del mundo o Geistesgeschichte; en época
más reciente, otros se han sentido cautivados por las tradiciones del simbolismo; actualmente, la corriente de
interés parece inclinarse hacia el uso de los monumentos como espejos para reflejar la estructura social de su
época. La motivación subyacente a esas fluctuaciones no es difícil de establecer; tampoco creo que debamos
adoptar una actitud demasiado seria con respecto a ella. El instinto gregario es una fuerza poderosa y muchas
veces produce como resultado un apacentamiento exagerado. El descubrimiento de nuevos pastos tiene un
mérito enorme y hemos de aplaudir sinceramente a quienes llenen las lagunas de nuestros conocimientos
sobre las condiciones sociales, las organizaciones de los talleres o las motivaciones de la clientela. La historia
del arte es un hilo del tejido inconsútil de la vida que no puede aislarse de los hilos de la historia económica,
social, religiosa o institucional sin dejar algunas hebras sueltas. En el caso del historiador del arte, como en el
de cualquier otro historiador, la forma como haga sus divisiones y construya su relato dependerá de lo que
desee conocer y de lo que considere posible descubrir. Pues, aunque he hablado de un único tejido inconsútil,
lo que ha llegado hasta nosotros es una mezcolanza de información heterogénea. Por mucho que ansíe llegar a
conocer el chiste profano del terrae filius al que puede ser que debamos este edificio, es de todo punto
improbable que podamos obtenerlo en los archivos.

Pero, ¿acaso no he dado por sentada la respuesta, cuando he observado que debemos este edificio a dicho
chiste? ¿Lo debemos sin lugar a dudas a Sheldon? ¿O lo debemos a Wren o a los albañiles que lo elevaron? Al
llegar a este punto, es cuando se manifiesta la necesidad de clarificar el modo como construye el historiador su
relato. Resulta fácil asentir con respecto al detalle trivial de que los acontecimientos históricos son resultado de
muchos factores determinantes. Menos fácil es resistir la tentación de considerar algunos de ellos como más
esenciales que otros. Desgraciadamente, pertenezco a la escuela de pensamiento que considera carente de
sentido la siguiente pregunta: ¿qué es más esencial para el tejido: la urdimbre o la trama? En este caso, la
urdimbre puede corresponder a los hilos de la tradición, a lo que los lingüistas llaman ahora el estudio
diacrónico del lenguaje. No hay un solo elemento en esta sala, ya se trate de una columna, de un friso o de la
decoración, cuyos orígenes pertenecientes a un período de centenares o incluso de miles de años no pudiera
averiguar un historiador concienzudo, pues el lenguaje de la decoración muestra una asombrosa tenacidad, y
las hojas de acanto que ven ustedes a su alrededor pueden perfectamente estar en relación con el motivo del
loto usado en el antiguo Egipto hace unos cinco mil años. Pero la existencia de esas tradiciones no nos exime
del deber de estudiar lo que se llama la estructura sincrónica de un estilo, la forma como la concepción
reaccionó ante las presiones del momento. Ambos elementos son pertinentes para nuestra descripción, pero
ninguno de ellos constituye una explicación, en el sentido en que la ciencia usa este término.

LA EXPLICACIÓN Y LA INTERPRETACIÓN EN LA HISTORIA

Temo que en este caso estemos acercándonos a un campo de batalla cubierto de cráteres, agitado por más de
una lucha polémica sobre la posición de la historia y sobre la función de la explicación en los estudios sociales.
Creo que no sorprenderá que, para avanzar cuidadosamente entre dichos cráteres, me atenga estrictamente a
la opinión de mi predecesor en la Romanes Lecture, sir Karl Popper, quien ha escrito por extenso sobre este
tema y cuyas concepciones me parecen totalmente convincentes. Popper ha negado la afirmación, tantas
veces repetida, de que la estructura lógica de la explicación usada en la ciencia difiere de la usada por los
historiadores o –para el caso es lo mismo– por el hombre de la calle. Lo que es diferente en cada caso es
precisamente la dirección de nuestro interés, en otras palabras, la pregunta que formulamos. El científico,
incluido el científico social, se interesa por las teorías generales sobre las regularidades o por las llamadas leyes
de su materia. Su objetivo será generalmente poner a prueba dichas teorías con sus observaciones para
averiguar si son válidas realmente. El historiador se interesará por el acontecimiento individual particular que
ejemplifique algunas de dichas leyes. En la medida en que use la explicación, consistirá también en recurrir a
las teorías generales, algunas triviales, otras no tanto. Acabo de formular una de dichas teorías generales al
citar el poder de la tradición, es decir, del estilo, en la formación de este edificio. Formulada en términos
teóricos, mi afirmación sería la de que este edificio muestra un estilo reconocible, porque existe una ley de
acuerdo con la cual nada puede proceder de la nada y todos los productos culturales tienen precedentes.
Quienes sientan incredulidad pueden perfectamente sentirse estimulados a buscar lo que se llama un ejemplo
opuesto y refutar mi ley señalando algo que se haya creado de la nada. Pero, para el historiador, el
conocimiento de estas y otras regularidades presumidas es puro conocimiento básico. Al mirar el interior de
este edificio, no pretendemos poner a prueba la teoría de que todos los edificios tienen un estilo; deseamos
saber lo más posible sobre su aspecto particular. Ahora bien, me parece evidente desde el punto de vista lógico
que dicho aspecto nunca podría apreciarse en el sistema de los conceptos generales. Ni siquiera podría
describirse exhaustivamente, porque el lenguaje descriptivo utiliza universales como los nombres de las formas
y de los colores, y siempre podrían ustedes pedirme que especificara sin que llegáramos a acabar nunca. Los
escolásticos, impresionados por el hecho de que lo individual opone resistencia al lenguaje, acuñaron la famosa
frase de que individuum est ineffabile. Creo que de esto se sigue que individuum est inexplicabile.

Resulta que, en la época precisamente en que estaba erigiéndose este edificio, es decir, en 1669,
probablemente Newton vio caer la famosa manzana, cosa que, de creer a William Stukeley, lo condujo a
formular la teoría de la gravedad. Pero lo que constituyó el logro de aquella explicación fue, desde luego, su
inspirada pregunta de por qué la luna, que tanto se parece a una manzana, no cae. La explicación presuponía
una clasificación y una ley general que gobernara aquella clase. Ni siquiera Newton habría podido explicar el
hecho, nada sorprendente, de que la manzana cayera, si se hubiera preguntado a continuación por qué cayó en
aquel preciso instante. Existen demasiadas variables –el peso del fruto, la fuerza del tallo, la intensidad del
viento, la elasticidad de la rama–, cada una de las cuales debería ir incluida dentro de una ley general como la
citada. Fuera del laboratorio, esa empresa sería imposible. Pero, aunque la explicación total en historia sea una
quimera, no por ello debemos caer en un escepticismo absoluto. Siempre podemos intentar dar sentido a un
acontecimiento. Lo que he leído sobre este edificio ofrece un ejemplo perfecto.

Cuando el joven profesor de astronomía recibió el encargo de proporcionar una alternativa a la iglesia de Santa
María para la Encaenia, resolvió que lo que se necesitaba era un tipo de edificio más idóneo para los
espectáculos seculares o incluso profanos: en otras palabras, un teatro. Existían precedentes de universidades
que habían construido teatros para otras actividades, en las que había que admitir a espectadores, sobre todo
los teatros anatómicos, pero en aquel caso tenía que idear algo más festivo. La ceremonia para la que concibió
el edificio se celebraba en latín, y así sigue haciéndose en la actualidad, y nadie impugnaba el prestigio y el
carácter de modelo de la antigüedad clásica. En consecuencia, Wren consultó manuales de arquitectura, como
una edición de Vitruvio y un tratado de Scamozzi, y basó su concepción del edificio en aquellos precedentes. Si
hemos de creer a su hijo, su deseo era haber «construido [el edificio] con un estilo más grandioso y mejor, con
vistas a infundirle la antigua grandiosidad "romana" que se aprecia en el Teatro de Marcellus de Roma, pero
tuvo que cortar alas a la audacia de su lápiz y mantener los gastos dentro de las posibilidades de un bolsillo
privado», lo que constituye el testimonio más adecuado que podíamos desear para recordarnos las realidades
económicas dentro de las cuales tuvo que trabajar el arquitecto. Pero había otras realidades a las que debía
ajustarse su plan. Los teatros romanos eran al aire libre, y no se podía trasladar aquella característica a nuestro
clima sin correr el riesgo de que el senado académico y los graduados honorarios recibieran un remojón. El
edificio tenía que tener un techo.

Nótese que, al adoptar este relato de mis autoridades, he utilizado, igual que éstas, lo que Popper llama el
principio de racionalidad o la lógica de las situaciones. He intentado reconstruir la situación en que se encontró
el arquitecto y he afirmado que, dados su fines y sus medios, su acción fue racional y, por tanto, tiene sentido.
Pero semejante interpretación no debe confundirse con una explicación.

Siempre supone una serie de hipótesis que pueden o no ser correctas. Después de todo, si hubieran pedido a
Wren que construyera una sala de reuniones para una secta que creyera en el poder purificador del agua
procedente del cielo, lo racional por su parte habría sido prescindir del techo. Tal como era, la lógica de su
situación le planteó un problema nada trivial. No disponía de vigas suficientemente largas para cubrir esta sala
en toda su anchura, porque –y en este caso sí que podemos decir «porque»– en este país los árboles no
alcanzan la altura de diecisiete pies. Tuvo que usar un sistema de puntales y soportes mutuos, a lo cual se
debió que el autor de una oda pindárica sobre el edificio dedicara una estrofa especial a aquella hazaña técnica
que hizo que los amorosos árboles se abrazaran con confianza mutua: «o quam justa fides nectic amantes
arbores». En la lúcida crónica de sir John Summerson me he enterado de por qué saludaron en su época a esta
construcción con tanto aplauso. Al parecer, el problema de lo que llama la «plataforma geométrica plana»
construida con maderamen de longitud insuficiente se había debatido desde el Renacimiento tanto como el del
movimiento perpetuo, pero, a diferencia de este último, tenía solución. Wren no fue el primero en adoptarla
aquí en Oxford, pero nadie la había aplicado, ni mucho menos, a semejante escala.
Sin embargo, no hay razones para alarmarse, pues el techo de Wren ya no cubre esta sala. Aun así, tengo
razones para estarle agradecido por el papel que desempeña en mi relato. Pues me permite decir, sin temor a
contradecirme, que era una buena solución.

FINES, MEDIOS Y VALORES

Ahora bien, junto al problema de la explicación, ninguna cuestión ha resultado tan polémica e irreducible como
aquella a la que se aplica la torpe denominación de «problema de los juicios de valor en la historia y en las
ciencias sociales». Tradicionalmente, se impone al historiador el precepto de escribir sin miedo o favoritismo,
sine ira et studio, y con mayor firmeza todavía se cree que el científico está obligado a observar objetividad.
Como veremos, esa exigencia es de la máxima importancia para la relación entre la historia del arte y las
ciencias sociales, pero quizá la mejor forma de abordarla sea hacerlo en primer lugar desde el ángulo de la
tecnología. Si existe una rama de la historia que no puede prescindir de un criterio sobre el éxito o el fracaso,
es la historia de la tecnología.

Desde luego, la calificación de «lograda» aplicada a una solución no supone una aprobación del objetivo a que
estaba destinada. Las novelas y películas policíacas nos han familiarizado con la idea bastante repugnante del
crimen perfecto, la contravención de la ley o de los valores morales, y también sabemos de sobra que a veces
se defienden dichos crímenes o delitos en nombre de un valor u objetivo supremo, ya sea el patriotismo o la
lealtad a un partido. Wren habría podido usar su dominio de la mecánica para construir su techo como una
trampa dispuesta para hundirse en el preciso momento en que entrara un enemigo, y nuestro veredicto sobre
ese uso de sus recursos tecnológicos dependería, a su vez, de nuestras simpatías.

En otras palabras, cuando calificamos de lograda una solución, no por ello nos comprometemos a aprobar los
valores a cuyo servicio se la haya colocado. Lo primero es un veredicto objetivo, relativo a los medios y a los
fines, lo segundo depende inevitablemente de nuestro propio sistema de valores. No necesitamos siquiera
recurrir a los casos de delitos o de guerras para encontrar soluciones logradas que pueden ser contrarias a
nuestros valores. De hecho, la cuestión de la relación entre el arte y la sociedad apareció por primera vez en un
contexto de ese tipo. Me refiero a John Ruskin, quien condenó el estilo y la tradición en que Wren trabajó
porque vio en ellos los precursores de la tiranía industrial. En su opinión, el artesano gótico tenía por fuerza
que disfrutar con su trabajo, porque disponía de libertad para ejercer su fantasía; con el advenimiento del
Renacimiento y su culto a la regularidad, los trabajadores quedaron degradados a la categoría de meros
ejecutores de la concepción de otro hombre. De modo que el conjunto de la arquitectura posmedieval
ejemplificaba para Ruskin el pecado de orgullo, el orgullo del arquitecto cuya gloria descansaba sobre la
esclavización de sus trabajadores.

Ahora bien, los problemas que Ruskin planteó no han perdido su interés lo más mínimo, si bien puede que sea
menos fácil de lo que él creía hacer el balance correcto entre las ventajas de la satisfacción en el trabajo y las
necesidades de la eficacia organizativa. Verdaderamente, puede haber habido muchos casos desde la época de
las pirámides hasta la actualidad en que el orgullo debido a la exhibición de soluciones logradas no se
preocupara por su costo en sufrimiento humano. En nuestro caso, tenemos razones –así lo espero, por lo
menos– para aceptar la intervención del orgullo sin escrúpulos morales graves. Sir John Summerson nos
recuerda oportunamente el clima intelectual en que surgió y se aprobó la solución de Wren para el problema
de la plataforma plana. Desde luego, Wren era uno de los miembros fundadores de la Royal Society, que
fomentó aquella experimentación. De hecho, dicha intervención es tan importante en la constelación histórica,
que constituye un grave error no tenerla en cuenta. ¿No había verdaderamente otra forma de proporcionar
abrigo a los asistentes a la Encaenia? ¿Acaso no deseaba también Wren hacer frente al desafío a su destreza e
ingenio? Si eso es orgullo, hemos de conceder que intervino en la construcción de este edificio, como en
muchas soluciones logradas de problemas, incluido el fresco, obra de Robert Streater (o Streeter), que en un
tiempo cubría el techo.

Sabemos por las crónicas contemporáneas que dicho fresco estaba destinado a hacer juego con la concepción
del edificio como un teatro clásico. Aunque en el sur llueve poco, el sol puede abrasar despiadadamente, y la
ilustración que Wren consultó incluía un remedio contra esa contingencia, un velo o velarium que se podía
desplegar sobre una red de cuerdas para proteger al auditorio. Lo que no podía hacerse en la realidad por
razones climáticas, podía hacerse por lo menos dentro de ese reino de la ficción que llamamos arte.

Eso explica la red de vigas que simulan cuerdas trenzadas, al tiempo que multitudes de pequeños angelitos
alados sostienen un pesado lienzo para el caso precisamente de que hiciera demasiado calor. Realmente, han
abierto ese toldo para permitimos vislumbrar un mundo radiante en que los seres espirituales retozan en las
nubes, exceptuando algunos intrusos maliciosos que se ven abatidos, por ser indignos de esas moradas
gloriosas.

No hay duda de que mi ley de los precedentes es aplicable en este caso. El velarium no es sino un elemento del
relato, pues la idea de convertir la bóveda en una representación del cielo forma parte de una tradición muy
antigua. No constituía una idea descabellada en absoluto la de ofrecer al visitante de una iglesia esa visión de
Dios y de sus santos, si bien en aquel caso, como en todos los demás, hubo que satisfacer ciertas condiciones
técnicas antes de que se pudiera poner en práctica. Los pintores tuvieron que desarrollar sus habilidades
técnicas para escorzar, para sugerir la luz, y los demás recursos ilusionistas para evocar una visión del cielo a
quienes estiraban el cuello para mirar hacia la bóveda. Indudablemente, dichos recursos deben mucho, a su
vez, a determinados requisitos exigidos a la imagen visual en un ambiente social e histórico determinado,
cuando se pedía al pintor que evocara una realidad imaginaria como ayuda para la experiencia religiosa. Quizá
fuera Rafael el primero que resolviese el problema de sugerir el esplendor del marco divino en algunas de sus
pinturas de altares, pero fue Correggio quien usó aquellos medios para transformar la oscura cúpula de la
catedral de Parma en una visión de la hueste divina recibiendo a la Virgen a la luz eterna. Hubo un interesante
intervalo temporal antes de que la solución se generalizara en el siglo XVII, pero para entonces el
procedimiento había llegado a ser tan eficaz y tan popular, que se adaptó también para el uso secular. Después
de todo, la tradición clásica de la apoteosis de un soberano, de su glorificación olímpica, proporcionaba una
especie de autorización espuria para dicha adaptación. Había un ejemplo reciente de dicha apoteosis: el fresco
en el techo del palacio de Whitehall, obra de Rubens, que ensalza a Jacobo I.

Pero, ¿cómo podía adaptarse incluso aquel cielo secularizado a la nueva función del teatro de Wren o de
Sheldon? ¿A quién iba a glorificarse en él? Podemos ver la respuesta, si miramos hacia arriba y forzamos un
poco la vista; creo que fue una respuesta magnífica. La personificación que vemos entronizada en la nube más
alta, con la cabeza bañada por la luz del sol que sostiene en la mano derecha, con las piernas cómodamente
alzadas, es la Verdad, desnuda, la Verdad resplandeciente que baja de las alturas blandiendo la palma de la
Victoria. Más abajo –en palabras de la descripción contemporánea– «las Artes y las Ciencias [...] están
agrupadas en un círculo de nubes, a cuya asamblea desciende la Verdad, ante las peticiones y ruegos de la
mayoría de ellas». Hacia ella dirigen la vista las diferentes disciplinas enseñadas en la universidad: la Lógica, el
Derecho, la Botánica, las Matemáticas, la Astronomía y demás se han vestido con el atavío de la tradición
establecida por el útil manual de personificaciones de Ripa. Todas ellas están haciendo homenaje a la Verdad,
incluida la Teología, que, con su libro con siete sellos, «implora la ayuda de la Verdad para abrirlo». Así que ni
siquiera la Religión pretende estar en posesión de la verdad; igual que las demás está esforzándose por
conseguirla.

Volvemos a recordar la situación histórica a que he aludido, la fundación de la Royal Society en 1662, cuyo lema
era y es nullius in verba (‘en palabras de nadie’). A pesar de estar inmersa en la tradición religiosa, esta pintura
ilustra una nueva fe, no antirreligiosa, sino independiente de la Iglesia y de la autoridad, una fe que iba a
originar una cosmología rival, la cual despobló los cielos definitivamente.

Así que podemos perfectamente invitar al historiador social a que nos describa algunas de las características
del contexto concreto de aquella evolución trascendental. Podría damos a conocer las tremendas tensiones del
período de la Restauración, de las cuales las que se produjeron aquí, en Oxford, no fueron las menos graves. En
su The History of the Royal Society of London, publicada en 1667, el mismo año en que se pintó el fresco,
Thomas Sprat se refiere específicamente a aquella situación. Después de hacer remontar los orígenes de la
Sociedad a las reuniones celebradas en las habitaciones del Dr. Wilkins en Wadham College, tras el fin de las
guerras civiles, cuenta que «la Universidad tenía en aquella época muchos miembros que habían iniciado un
nuevo modo de razonar [...] su primer objetivo era pura y simplemente el de respirar un aire libre y de
conversar con tranquilidad unos con otros, sin verse comprometidos con las pasiones y la locura de aquella era
funesta». Según Sprat, aquellos hombres estaban «perfectamente armados contra todas las fascinaciones del
Entusiasmo... gracias en gran medida a la influencia que aquellos caballeros ejercían sobre los demás fue como
la Universidad, o, por lo menos, parte de su disciplina y orden, se salvó de la ruina y a partir de eso podemos
sacar la conclusión de que los mismos hombres no tienen intención ahora de eliminar todo el honor de la
Antigüedad en este su nuevo propósito: procurando emplear tanto trabajo y prudencia en preservar esa la más
venerable sede del antiguo saber, en un momento en que el abandono de su defensa habría dejado el camino
expedito para su destrucción». A continuación, Sprat subraya hasta qué punto el estudio de la naturaleza
constituye el mejor antídoto para ese fanatismo religioso que había dividido la estructura de la sociedad. «Solo
existe un encanto mejor que la filosofía real para contrarrestar el impulso del espíritu falso, y es la bendita
presencia y asistencia de la Verdad».

Así pues, no hay duda de que para los contemporáneos que entraban en este edificio, concebido por el
miembro más destacado de la Royal Society, la combinación de un estilo clásico con la expresión de una lealtad
universal a la Verdad debió de tener muchas más resonancias de las que tiene para nosotros, si acudimos como
visitantes casuales. Desde luego, tenemos razones para admirar esta solución que satisfizo tantas exigencias de
una situación social y política compleja. Pero, ¿podemos admirarlo también en sí mismo? ¿Tiene algún valor
para nosotros, que vivimos en una época muy diferente?

Habrá muchos que se preguntarán si esa interrogación tiene sentido. ¿Acaso el hecho de que los valores estén-
como se ha demostrado-tan ligados a las situaciones sociales no constituye una prueba suficiente de que
deben cambiar a medida que la situación cambia: ¿Acaso no son todos los valores relativos, en consecuencia?

Evidentemente, el autor del folleto en favor del fresco de Streater no era de la misma opinión. Consideraba la
Verdad como un absoluto, un fin que era común a todas las disciplinas y podía unir a todos los hombres.
Quienquiera que encargara al pintor exaltar esa fe no podía haber pensado lo más mínimo que llegaría un día
en que se impugnaría aquella creencia y que, por esa razón, me proporcionaría el texto para mi sermón, si es
que así debe llamarse. Pues apenas, necesito decir que actualmente muchos consideran ingenua la fe de la
Royal Society, la fe de la Ilustración, precisamente porque daba por sentado que existen criterios con validez
universal. Hay incluso quienes desean privar a la sociedad de la pretensión de servir a la Verdad; hasta la
verdad científica se ha considerado como algo relativo y propio de la sociedad que la practica, de modo que, en
realidad, la historia de la ciencia debería escribirse, no como el relato ni los descubrimientos y soluciones a los
problemas, sino simplemente como la descripción del cambio en el comportamiento de aquello miembros de
la sociedad a quienes llamamos científicos. Mediante una legítima ampliación, podemos describir la historia del
arte como una crónica sobre las personas que desempeñan el papel de artista en una sociedad determinada.

LOS LÍMITES DEL DETERMINISMO SOCIAL

El historiador del arte, no menos que el de la ciencia, tiene razones para sentirse agradecido a ese desafío, pues
le obliga a reflexionar sobre su propia actitud hacia el determinismo social.

En su forma más extrema y quizá también en la más popular, el determinismo procede de esa escuela de la
ciencia social que se llama a sí misma marxista. Si lo interpreto correctamente, el marxismo postula la
existencia de una ley universal de acuerdo con la cual las actividades culturales son la consecuencia, o, dicho
con mayor precisión, la «superestructura», de los cambios que se producen en el sistema de producción
primordial. Ya sé que existen tantas interpretaciones de esta fórmula como marxistas, y tengo poca
competencia para entrar en el oscuro laberinto de la dialéctica, ni necesito hacerla aquí, afortunadamente.
Desde luego, la organización de la producción, junto con las consecuencias sociales que la acompañan
formarán parte de la situación en que la obra de arte se forma. Igualmente claro me parece que por sí sola no
puede determinar su forma, pues tenemos numerosas oportunidades de confirmar lo que podríamos llamar la
ley de la continuidad, la ley de las tradiciones, que tiende a modificarse y adaptarse a las nuevas situaciones,
pero conserva su propio impulso. No puedo creer que los marxistas hayan podido pasar por alto el hecho de
que el hombre es una criatura que adquiere y transmite conocimiento e ideas, pero los marxistas no son los
únicos que parecen querer olvidar eso en sus escritos.

Por tanto, puede resultar tanto más útil examinar la consecuencia de esa capacidad humana en contraste con
la situación que se da en el reino animal y que tanto interesó a George Romanes. El estudioso del
comportamiento animal, al investigar la danza de las abejas, el canto de los pájaros, el comportamiento social
de los monos, partirá de la suposición de que todos los rasgos que observa son resultado de presiones
selectivas debidas a la lucha por la supervivencia. Así pues, incluso él reconoce el papel desempeñado por la
historia de la especie, incluso él concibe su materia como combinación de una urdimbre y una trama. La
evolución es la selección natural de las propiedades útiles o, en cualquier caso, no dañinas para el organismo, a
medida que se adapta a su posición ecológica. Pero en este caso el proceso se limita a la sucesión gen ética.
Tanto las arañas como los castores son arquitectos espléndidos, pero los castores no aprenden de las arañas,
pues, a diferencia de los hombres, no pueden seleccionar sus modelos.

Aun una visión tan breve como la que he dado de la historia de este edificio revela una situación muy diferente.
Algunos de los elementos decorativos son supervivencias de la sociedad teocrática del antiguo Egipto, mientras
que la forma del edificio es, desde luego, una adaptación del teatro romano construido para los juegos de los
gladiadores. ¿Acaso no podemos dar otra explicación mejor que la de que esos elementos formales
sobrevivieron porque eran útiles o, en cualquier caso, no perjudiciales? No creo que siempre podamos, pero en
este caso sabemos que la sociedad posterior seleccionó determinados rasgos de la reserva del pasado para
beneficiarse del prestigio de la «antigua grandeza romana». Otro ejemplo algo extraño lo constituyen esas dos
tribunas de procuradores que flanquean esta sala. Esas máscaras de león que parecen estar fumando puros
están sosteniendo, en realidad, las fasces, los siniestros instrumentos de ejecución llevados por los lictores que
acompañaban al cónsul romano, para el caso de que hubiera que cortar alguna cabeza. Los hicieron sobresalir
como espolones, porque la tribuna del Forum Romanum estaba claveteada de forma semejante a las proas de
los barcos capturados en Antium.

No pretendo decir que la combinación de esos rasgos con la antigua tradición de los remates en forma de
máscaras de león, usados como soportes de anillos o de asas sea perfecta, pero ilustra perfectamente la
transformación de las conmemoraciones culturales en símbolos de la autoridad. Símbolos, no realidades, pues
ni siquiera en 1669 estaban autorizados los procuradores para usar hachas. Lo que en una sociedad era
realidad tangible en otra sobrevivió como mero símbolo en otra institución.

Pero existe otra forma de supervivencia que debe interesamos todavía más. Me refiero a la de los
descubrimientos. Permítanme volver al ejemplo de la plataforma geométrica perfecta que Wren aplicó a
nuestro techo. El techo ha desaparecido, pero la solución sigue en pie. Mi deducción es que, desde el punto de
vista geométrico, sigue siendo correcta; corresponde a lo que sir Karl Popper, en su Romanes Lecture de 1972,
«On the Problem of Body and Mind», llamó «mundo 3», el mundo de las soluciones objetivas a los problemas,
distinto del mundo de la materia y del mundo subjetivo de las experiencias. Podemos admirarlo por su
elegancia intelectual, aunque no lo necesitemos en absoluto. Cualesquiera que fueran las fuerzas y presiones
que lo originaron, la personificación de las Matemáticas que aparece en nuestro fresco puede ofrecerlo a la
diosa platónica de la Verdad.

LA HISTORIA Y LOS CRITERIOS DEL ARTE

¿Y qué decir del arte? ¿Acaso basta el hecho indudable de que los elementos sociales desempeñan también un
papel en el nacimiento de los estilos y monumentos para impugnar el valor objetivo de éstos? Sabido es de
sobra que esta pregunta desconcertó al propio Marx. En un borrador de sus manuscritos hay un pasaje que
muestra que en cierto sentido no era un buen marxista:

La dificultad no radica en entender el hecho de que el arte y la poesía épica griegos estén relacionados con
determinadas formas de la evolución social; radica en explicar el de que todavía nos proporcionen placer
artístico y hasta cierto punto los consideremos como una norma y un modelo inalcanzable.

Con menos coherencia de la que lo caracterizó, sugirió que nuestra reacción hacia el arte griego se debía a
nuestra nostalgia por la infancia de la humanidad. Mientras que otras naciones fueron como niños pícaros o
precoces, los griegos encarnaron el ideal de la infancia «normal» con todo su encanto. No se detuvo a explicar
en qué sentido podría considerarse infantiles a hombres como Tucídides o Eurípides, y menos todavía qué
factores sociales explicaban aquella extraña interpretación que, evidentemente, tomó de Schiller. Después de
todo, otras eran las cuestiones que le preocupaban y dejó en el aire la de las normas artísticas. Nosotros no
podemos permitimos el mismo lujo.

Pues, por mucho que nos interesen las situaciones que nos ayudan a explicar el carácter de un edificio o de una
pintura, hemos de reconocer que nuestro interés procede del valor que atribuimos a la obra particular. Si fuera
cínico, diría que ese valor puede expresarse en términos monetarios. Pero no soy cínico. El Sheldonian todavía
no está a la venta. Ya he dicho que admiro la forma como la pintura de Streater está adaptada a las ideas y
objetivo de nuestro edificio; pero ¿es también una buena pintura, una gran obra de arte?

Por casualidad sabemos que se discutió esa cuestión antes de que la pintura estuviera in situ. El1 de febrero de
1668 Samuel Pepys fue a visitar el estudio de Streater, que estaba en Whitehall porque era pintor oficial.

Encontré a él, al Dr. Wren y a varios expertos mirando la pintura que está haciendo para el nuevo teatro de
Oxford; y, verdaderamente, parece que va a ser muy bella, y los otros piensan que va a ser mejor que la de
Rubens expuesta en la sala de banquetes de White Hall, pero yo no soy de la misma opinión en absoluto. No
obstante, no hay duda de que va a ser magnífica.

Como vemos, Pepys no temía emitir un juicio de valor; sopesó las cualidades de las pinturas, utilizó como
criterio las de Rubens y se pronunció contra la opinión de los demás conocedores. Lo mejor habría sido que las
cosas hubieran quedado así. Desgraciadamente, cuando por fin se descubrió el fresco, cierto Robert Whitehall,
miembro del Merton College, que, dicho sea de paso, había sido el terrae filius en la Encaenia de 1655, publicó
una descripción rimada de la pintura, que acababa con un lamentable pareado que el pobre Streater nunca
pudo ver olvidado:

That future ages must confess they owe


To Streeter more than Michael Angelo.

[Que las edades futuras han de confesar que deben más a Streater que a Miguel Ángel.]

Lo que aquí me interesa principalmente es proponer la atrevida hipótesis de que Robert Whitehall se
equivocaba y Pepys estaba en lo cierto. Sé que sería difícil encontrar a alguien que no estuviera de acuerdo
conmigo y, sin embargo, no ironizo al calificar mi hipótesis de atrevida. Constituye un gran riesgo desafiar el
relativismo en cuestiones de valor artístico y afirmar que incluso en la escurridiza región del juicio estético
existen afirmaciones que son ciertas y otras que son falsas.

Nótese que dicha hipótesis no se opone a las convicciones reales o aparentes de Robert Whitehall. Lo que éste
se proponía no era impugnar la valoración de Miguel Ángel, sino simplemente predecir que en el futuro se iba a
considerar a Streater todavía mejor. Así pues, mi tesis es no que dicha predicción no haya resultado ser cierta-
por lo menos, todavía no-, sino que su valoración es objetivamente errónea.

Los propios contemporáneos de Miguel Ángel habían sido quienes le habían otorgado el carácter de criterio de
perfección. Además, no se sentían asaltados de dudas a la hora de explicar y discutir la perfección. Refiriéndose
al «Juicio Final» menos de diez años después de que se hubiera descubierto, Vasari usa el lenguaje del
platonismo cristiano:

Y en nuestro arte éste es el gran modelo: la gran pintura enviada por Dios a los hombres de la tierra para que
puedan conocer el mandato de la Fortuna, cuando el Intelecto, imbuido con la Gracia y la Divinidad del
Conocimiento, desciende desde las alturas hasta la tierra.

Esa es la metafísica del absoluto, que todavía da a entender nuestro fresco y que constituye el fundamento del
credo de las Academias." A pesar de que esa fe se había visto algo atenuada por el empirismo en la época en
que sir Joshua Reynolds pronunció su discurso de despedida, la reverencia con que hablaba del genio de
Miguel Ángel todavía no había desaparecido.

Si hubiera de comenzar el mundo de nuevo, seguiría los pasos de aquel gran maestro: besar el borde de su
traje, captar la menos profunda de sus perfecciones, sería gloria y distinción suficiente para un hombre
ambicioso [...] y desearía que las últimas palabras que pronunciara yo en esta Academia y desde este lugar
pudieran ser las del nombre de [...] MIGUEL ÁNGEL.

Resulta que por estos días un maestro contemporáneo ha aludido a su aprecio de Miguel Ángel. Naturalmente,
Henry Moore habla en tono diferente, pero su sentimiento de gratitud hacia el logro de Miguel Ángel no es
menos manifiesto.

Creo que el mundo se benefició enormemente de que el Papa encargara a Miguel Ángel las pinturas de la
Capilla Sixtina: Miguel Ángel realizaba así en un día con una pintura –lo mismo, en realidad, que un dibujo–
una idea escultórica en la que habría tenido que emplear un año, de modo que disponemos de dos o tres mil
ideas escultóricas más de Miguel Ángel que [...] en caso de que no hubiera pintado la Capilla Sixtina.

No pretendo decir que este consenso entre artistas de renombre acabe con el espectro del relativismo. Una
vez admitido que ahora podríamos realizar el ejercicio, algo fastidioso, de comparar las figuras de Streater con
las del techo de la Sixtina y establecer sin miedo a contradecimos que el dominio de la anatomía por parte de
Miguel Ángel era más firme y su repertorio de posturas más amplio, no por ello podríamos impedir que alguien
se levantara y preguntase por qué era una buena cualidad para un artista conocer la anatomía.

Después de todo, los artistas parecen habérselas arreglado perfectamente antes de que se pintara la Capilla
Sixtina. En cualquier caso, se pueden citar las glorias del arte chino, de los mosaicos bizantinos, de la escultura
de las catedrales medievales o, por qué no, de la pintura del siglo XX como ejemplos opuestos para probar que
no puede ser la relativa inferioridad de Streater en la destreza anatómica lo que lo coloca por debajo del
admirado maestro florentino. Indudablemente, era diferente de Miguel Ángel, pero ¿por qué había de ser eso
necesariamente una característica negativa?

EL RELATIVISMO ESTILÍSTICO

Verdaderamente, ese argumento relativista ha triunfado constantemente desde el hundimiento del


absolutismo académico en la época de los románticos. Y, sin embargo, nosotros, los historiadores del arte,
generalmente intentamos mitigar o evitar las conclusiones relativistas más extremadas. La palabra mágica que
puede mantener a raya esas ideas subversivas es el término «estilo». Nos gusta refugiamos tras ese concepto
para protegemos de la fría ráfaga producida por la cuestión filosófica. Clasificamos una obra de arte dentro de
un estilo, pero nos abstenemos de pronunciarnos con respecto a los valores de estilos diferentes. Puede que
valga la pena ilustrar este enfoque del relativismo estilística, tal como se ha aplicado a nuestro exemplum.

El profesor Ellis Waterhouse, en su obra –de autoridad reconocida– sobre Painting in Britain 1530-1790,
concluye la descripción de nuestro techo con estas palabras:

El conjunto está dispuesto con tanta destreza por lo menos como la que revelan las obras de los pintores del
Barroco italiano o francés. La ejecución puede no ser selecta y el techo en conjunto puede ser un ejemplo
muy menor de una forma bastante común al resto de Europa, pero no revela la más mínima torpeza en la
composición.
Las expresiones «destreza [...] de los pintores» y «forma bastante común» connotan los criterios aplicados en
este caso. De la comparación del techo de Streater con otras realizaciones del mismo tipo, aquélla resulta no
ser «selecta», pero tampoco obra de aficionado. En otras palabras, Waterhouse enfoca el problema del valor
desde el punto de vista desde el que lo he enfocado yo aquí, el de la tecnología. Streater realizó un techo
técnicamente correcto, del tipo que se le podía exigir, y ¿a santo de qué sacar a relucir a Miguel Ángel?

La doctora Margaret Whinney y sir Oliver Millar, autores del importante volumen de la Oxford History of
English Art publicado en 1957, se muestran algo más reacios a dar buena calificación a nuestro artista por su
destreza.

La ejecución es bastante correcta, pero el techo es de color frío, no revela auténtica habilidad para expresar
el movimiento unificado y, aunque la profunda perspectiva del "círculo de las figuras sentadas en las nubes
está lograda, la mayoría de los escorzos que caen de las alturas están bastante mal interpretados.

Al parecer, Edward Croft Murray, en el primer volumen de su obra sobre Decorative Painting in England (1537-
1837), deseaba impugnar este veredicto negativo:

No hay duda de que, desde el punto de vista de la habilidad puramente técnica, el techo del Sheldonian
supera con mucho cualquiera de los intentos anteriores hechos por pintor inglés (de nacimiento) alguno: la
composición, a pesar de estar insuficientemente desplegada, tiene unidad –logro no pequeño en una
superficie tan vasta–, las figuras están trazadas con firmeza, los cortinajes son ondulados, los escorzo s
bastante correctos [...] es una receta barroca sin la levadura barroca.

Así que es evidente que Croft Murray juzga el techo con el criterio de obras similares, aunque también desea
recordar a sus lectores que Streater trabajaba dentro de una tradición recién importada del extranjero, por lo
que no podía esperarse que tuviera la facilidad de pincelada propia de los virtuosos italianos.

Croft Murray, como estudioso perspicaz de la tradición decorativa inglesa, hace otra observación que confirma
la utilidad del enfoque tecnológico.

No obstante, hemos de confesar que este ‘trompe l'oeil’ erudito resulta algo difícil de comprender a primera
vista. Como las cuerdas son doradas y están hechas en un relieve muy alto, distraen la vista de la propia
pintura, que, por lo menos en la actualidad, es demasiado oscura y carece de color como para destacarse
efectivamente detrás de ellas; y la primera impresión es, más que nada, la de estar mirando un anticuado
techo acanalado y artesonado que datara de la época Tudor, efecto reforzado por los rosetones que cubren
la intersección entre las cuerdas.

Quizá podríamos añadir que la solución del velarium era demasiado ingeniosa, demasiado cerebral como para
dar resultado eficazmente.

La red de cuerdas doradas sugiere un techo decorado más que un cielo abierto; en esta obra ambiciosa no
existe una armonía completamente perfecta entre las tradiciones de la decoración y de la pintura ilusionista.

Espero que estos textos procedentes de las obras de destacados historiadores del arte contemporáneo hayan
contribuido a confirmar la utilidad de lo que he llamado el enfoque tecnológico de los problemas de la historia
del arte, y también a señalar sus limitaciones inherentes. Todos los autores citados resultan tener presente una
imagen del aspecto que debería presentar una pintura barroca de un techo, y juzgan la obra de Streater en
función de dicho ideal del «estilo». El procedimiento es todavía más explícito en las discusiones críticas de la
concepción del Sheldonian por parte de Wren. El bello análisis de Sir John Summerson, que es demasiado largo
para citar por entero –y, además, es fácil de encontrar– juzga temprana la obra de Wren en función del criterio
de su obra maestra, la catedral de San Pablo. Observa que desmerece mucho con respecto a dicho criterio,
pero también que muchas de las soluciones perfectamente logradas en la obra posterior pueden observarse ya
en estado de «crisálida» en el Sheldonian.

Indudablemente, existe afinidad entre ese método y el enfoque que he sacado de la «lógica de las situaciones»
de Popper. Siempre resulta esclarecedor explotar la situación en que se encontraba el artista, las opciones de
que dispuso y las decisiones que tomó dentro de la tradición en que se veía obligado a trabajar. Por eso, es
probable que al historiador del arte le resulte más fructífero este método que el de intentar censurar a Streater
por no ser Miguel Ángel o a Newton por no ser Einstein. Pero existe una diferencia entre el arte, por un lado, y
la tecnología y la ciencia, por otro. El artista trabaja en una situación estructurada de forma menos estricta.
Pueden existir una o dos formas de construir una plataforma geométrica plana, pero existen infinitos modos de
pintar un techo, y resulta mucho menos evidente cuál de ellos está logrado de acuerdo con un criterio objetivo.
De ahí que nuestros especialistas ni siquiera puedan ponerse de acuerdo con respecto a lo que hizo Streater.
Uno reconoce que «la composición tiene unidad y [que] las figuras están dibujadas trazadas con firmeza [...]
[que] los escorzos son bastante correctos», el otro niega que revele «auténtica habilidad para expresar el
movimiento unificado» y considera que algunos de los escorzos están «bastante mal interpretados».
Francamente, no sabría cómo decidir entre esas afirmaciones contradictorias. Para juzgar un escorzo hemos de
saber para qué punto de observación –en caso de que haya alguno– está concebido; y, por lo que se refiere al
concepto de «unidad», puede que todos sepamos lo que significa, pero podemos estar menos seguros de la
forma como debe aplicarse a una composición de este tipo.

La crítica no es una ciencia. Como hemos visto, no puede serlo, porque Individuum est ineffabile. Nunca puede
haber términos suficientemente bien definidos con que comentar las obras de arte particulares, y menos aún
puede existir una formulación exhaustiva del problema concreto para cuya solución se creó una obra de arte.
En este sentido es en el que el concepto de estilo ha resultado inadecuado para contener la corriente del
relativismo. La insistencia de los románticos en que una catedral gótica estaba al servicio de objetivos sociales y
artísticos tan diferentes de aquellos a cuyo servicio estaba un templo griego, que nunca podían juzgarse con el
mismo criterio, pareció una liberación espléndida con respecto al dogmatismo académico. Ahora bien, en ese
caso, templos diferentes estarán, a su vez, al servicio de objetivos diferentes y sabemos por la autoridad de
Vitruvio que un templo dedicado a Marte debía ajustarse a criterios diferentes que otro construido en honor
de Venus. Sin duda alguna, uno construido en una colina debía ser diferente de otro construido en una llanura,
el mármol había que tratado de forma diferente que la madera. ¿En qué punto debemos poner fin a esa
fragmentación?

De acuerdo con ese razonamiento, podemos decir que todas las obras de arte son sui generis, y, al final, lo que
nos queda, en el mejor de los casos, es una exigencia moral de autenticidad, que, en cualquier caso, nunca
puede verificarse. Es un camino que conduce a la abdicación de la crítica, pues puede ser que lo que el artista
deseara hacer fuera precisamente transgredir todas las normas. ¿Por qué no había de descuidar Streater el
escorzo correcto y crear intencionadamente el conflicto entre las cuerdas doradas y el efecto ilusionista que
Croft Murray observó? ¿Por qué no había de gustamos más esa disonancia y falta de unidad que las normas de
armonía exigidas implícitamente por los autores que he citado? No es de extrañar que el relativismo
extremado siga pareciendo la posición más fácil de defender en las cuestiones estéticas; es la tradición de otra
máxima escolástica: De gustibus non est disputandum.

Si el arte fuera exclusivamente algo que hubiese que «gustar», no habría nada más que decir. Pero
precisamente en esto es en lo que el enfoque mediante las ciencias sociales puede servir como remedio
importante. Puede ayudar al historiador del arte a reflexionar sobre la función o funciones sociales de las
diferentes actividades que agrupamos bajo la palabra «arte».

LOS MÚLTIPLES SIGNIFICADOS DEL «ARTE»

En el oeste de Inglaterra hay una estación ferroviaria con un cartel que proclama que ésa es la ciudad «donde
todavía se reconoce el arte de los fabricantes de la sidra». El especialista en ciencias sociales no inferiría de eso
que a todo el mundo le guste la sidra. Basta con que unos pocos se preocupen lo suficiente por las distinciones
más finas para que existan condiciones para que una artesanía local pueda desarrollar tal orgullo por sus
habilidades tradicionales, que aspire a que se le reconozca que es un «arte» e incluso reciba dicho
reconocimiento. Se trata de algo que nadie puede aprender de la noche a la mañana, ya que tanto el fabricante
como el catador han de tener sensibilidad para captar los matices. Existen pocas actividades sociales que no se
ajusten en parte o totalmente a ese modelo. En general, reconocemos grados de calidad, que van desde lo
puramente utilitario hasta el producto destinado a los expertos. Hemos visto que es posible que hasta Wren
construyera su techo en parte para mostrar su habilidad para las construcciones ingeniosas. Indudablemente,
ni el enfoque funcionalista ni el puramente subjetivista pueden ser realistas en ningún caso. Los seres humanos
tienen toda clase de necesidades, prácticas, simbólicas y estéticas, y dichas actividades tienen todas las
posibilidades de llegar a constituirse en tradiciones que combinen la mayor cantidad de satisfacciones variadas.
Llamamos «formas artísticas» a las actividades en que la función estética se desarrolla hasta constituir una
tradición sólida. A pesar de la pretensión del cartel citado, la fabricación de la sidra no es una forma artística
completamente reconocida, pero en la Inglaterra del siglo XVIII la jardinería llegó a estar cerca de esa posición.
Existe la tendencia a gastar demasiada tinta en cuestiones como la de si la fotografía o el cine son «un arte». En
cualquier caso, sería más prudente preguntar si son formas artísticas: actividades o técnicas que satisfacen una
serie de exigencias y a veces aspiran a que se las ame y admire por el deleite que pueden proporcionar. Que
pueden proporcionar. Ningún arte puede «gustar», ni imponerse por la fuerza, a todo el mundo. Basta con que
sea una fuente de placer y goce potenciales entre quienes hayan «adquirido el gusto».

La naturaleza de su materia ha obligado siempre al estudioso de la arquitectura a tener en cuenta esa


multiplicidad de las necesidades sociales. Tradicionalmente, se hace una distinción entre el constructor, cuya
obra es práctica, y el arquitecto, cuya contribución añade otra dimensión a la concepción. Como sabemos,
Wren no consideraba que su misión consistiera simplemente en erigir un refugio para la Encaenia. El edificio
debía aspirar a satisfacer determinados criterios de corrección, tenía que proclamar su propia importancia;
aunque tuvo que refrenar su ambición de conseguir todavía mayor grandiosidad, vio que el interior se prestaba
para aquella oportunidad y debía expresar su función social mediante sus asociaciones y su decoración. A su
vez, dicha función se combinaba de forma natural con la aspiración a proporcionar placer a la vista. El siglo
XVIII produjo también en Inglaterra un tipo de arquitectura carente de función práctica, la llamada
«extravagancia» construida simple y principalmente por sus connotaciones de grandiosidad. No obstante, lo
que resulta más interesante desde el punto de vista social es que la propia existencia de aquellas aspiraciones
estéticas podía conferir sentido también a su negación explícita. En la época de Wren, la capilla o las salas de
reuniones sin decoración representaban una afirmación de fidelidad puritana, y algo semejante ocurrió a
escala más amplia, cuando la doctrina del funcionalismo en la arquitectura del siglo XX rechazó la decoración.
Hoy podríamos imaginar fácilmente una antítesis del Sheldonian construida con agresivos ladrillos rojos y
planchas de cristal que proclamara su propio sentido de la anticorrección.

El hecho de que en las artes plásticas no se haya desarrollado una distinción que corresponda a la existente
entre construcción y arquitectura es una pura casualidad lingüística. Es evidente que la pintura y la escultura
son formas artísticas, pero hemos llegado a referimos a ellas y a actividades emparentadas simplemente con el
término de «arte». Hablamos de «arte infantil» o de «terapia artística», independientemente del grado de
deleite que el producto procure. Existe otro terreno de estudio en el que todos los modelos e imágenes reciben
el mismo tratamiento que todas las construcciones y productos tecnológicos: me refiero a la arqueología. Un
arqueólogo futuro que excavara esta ciudad tendría que prestar la misma atención a cualquier clase de
vestigios de las tribunas de los procuradores y a un fragmento de una cacería de Uccello, que felizmente se ha
conservado en el emplazamiento del Ashmolean.

¿Por qué no puede emularlo el historiador del arte y considerar todas las imágenes simplemente como
artefactos de una cultura dada? Creo que la respuesta es sencilla. Semejante supuesta objetividad científica
conduciría rápidamente al suicidio de nuestra materia. A un nivel puramente práctico, el arqueólogo se ve
salvado de la agonía de la selección por la relativa escasez de sus testimonios documentales. Nosotros estamos
en una posición muy diferente. Una vez que hubiéramos decidido no hacer distinción alguna entre techos
pintados o-para el caso es igual-salas de reunión, nos veríamos tan inundados de material, que las creaciones
de Miguel Ángel o de Wren se perderían en un índice de fichas cada vez más extenso. Solamente podríamos
hacer frente a esa situación gracias a los ordenadores y a la estadística, las muestras casuales y los diagramas,
que quizá mostraran la correlación –negativa o positiva– entre regiones pictóricas y gasto educativo. El
resultado podría ser interesante para el especialista en ciencias sociales, pero no sería lo que denominamos
Historia del Arte. Recordamos el famoso parlamento de Ulises en Troilo y Crésida de Shakespeare: «Elimina las
categorías, desafina esa cuerda y escucha la disonancia que le sucederá». Sé que es un parlamento
reaccionario y que se puede sostener que el logro de la edad moderna ha consistido precisamente en haber
suprimido la creencia en jerarquías omnipresentes. La ciencia ha eliminado las categorías y ninguna disonancia
las ha sucedido. Los estudiosos de los animales que he citado ya no hablan del Reino Animal, estudian el
proverbial conejillo de Indias o la rata que corre por un laberinto o, si son genetistas, los organismos inferiores
como la mosca de la fruta y aumentan nuestros conocimientos. Ahora bien, su elección de los testimonios
documentales está en relación con las teorías que deseen poner a prueba y desarrollar. En otras palabras,
tienen sus propios criterios de selección, que siempre podrían justificar en términos racionales. Nosotros
distamos mucho de haber alcanzado esa etapa en el estudio de las imágenes.

Tengo muchas esperanzas de que ese estudio consiga su propósito y llegue a ser más científico. Una vez que
disponemos de una hipótesis, deseamos ponerla a prueba; de hecho, cualquier imagen puede ser harina para
nuestro propio molino: rótulos de posadas y muestrarios, anuncios, tebeos o esos horrores consecuencia de la
industria turística, los horrores que vemos en las tiendas de souvenirs en todo el mundo, que realmente no
pertenecen a la historia del arte. Deseo que los especialistas en ciencias sociales presten mayor atención a esa
extensa gama de material que pasa casi desapercibido y que los historiadores del arte les ayuden también a
identificar el equivalente de la mosca de la fruta y otras cosas que sirvan para poner a prueba las teorías. Yo
mismo he hecho un intento de ese tipo en Arte e Ilusión, en que investigué los procedimientos ilusionistas en
imágenes y medité sobre las presiones sociales que provocaron su desarrollo. Inevitablemente, la relativa
novedad de aquel enfoque produjo también malentendidos. En ningún momento pretendí equiparar los
procedimientos ilusionistas con el arte en el sentido laudatorio del término. Pueden usarse en la industria de
souvenirs, pero también han dado oportunidad a grandes artistas como Constable para crear fuentes
potenciales de asombro y deleite.

Resulta que también he escrito un libro, aunque para un público diferente, que titulé Historia del Arte; en él
procuré no limitarme a una definición rígida de este término escurridizo: al contrario, entonces, como ahora,
intenté recalcar la multiplicidad de funciones de la creación de imágenes. «El secreto del artista», afirmaba
«consiste en que realiza su obra tan extraordinariamente bien, que todos olvidamos preguntar qué era lo que
pretendía ser su obra, a causa de la absoluta admiración por la forma como la ha ejecutado». Desde este punto
de vista, se considera, y con razón, que la historia del arte es la historia de las obras maestras y de los
«maestros antiguos», término excelente, pensándolo bien.

Verdaderamente, parece como si las múltiples funciones sociales de las actividades de construir y de crear
imágenes exigiesen un enfoque diferente también para el especialista en ciencias sociales que desee colaborar
en su explicación. Pues no hay duda de que ese aspecto de la maestría que puede atribuirse a la escultura y a la
fabricación de la sidra es un fenómeno que ha de interesarle.

LAS SOCIEDADES Y LA MAESTRÍA

Indudablemente, los antropólogos sociales podrían decimos muchas cosas sobre las diferentes formas como el
deseo del hombre de sobresalir y admirar se expresan en diferentes sociedades. Johan Huizinga, en su libro
Homo Ludens ha examinado esos ejemplos, desde los juegos guerreros hasta las competiciones de adivinanzas,
para mostrar esa profunda tendencia a establecer categorías, tendencia que, naturalmente, ejemplificaría
también este edificio y la institución a la que pertenece. Lo que ha de interesamos en este caso es el propio
problema que ha dejado sin resolver, el problema de los criterios objetivos de la maestría. Resulta fácil ver
quién ha ganado una carrera. Pero ni siquiera las competiciones son siempre unidimensionales. En el antiguo
pentatlón había que demostrar la destreza en cinco pruebas, pero en ese caso todavía se podían sumar las
puntuaciones mecánicamente, por decirlo así. No hace falta decir que incluso en el deporte se pueden obtener
diferentes métodos de calificación, cuando se conceden puntos a aspectos distintos de la ejecución, como
ocurre en nuestros exámenes universitarios. En cuanto dichos aspectos pasan a ser objeto de controversia,
quizá al criticar la decisión del árbitro, aparecen los expertos, que se ocupan de los puntos más destacados, y
ese proceso de refinamiento puede, a su vez, volver el concepto de destreza más esotérico, pero no
necesariamente más subjetivo. Lo que puede ser objeto de predilección es la importancia que concedan unos
jueces a un punto y no a otro. Puede ser que los partidarios y admiradores elogien a un campeón más que a
todos los demás. No creo que exista cultura o subcultura en que no pueda observarse esa aparición de criterios
y la atmósfera social que se desarrolla, tanto si pensamos en los aficionados a las corridas de toros, en los
amantes del ballet o en los entusiastas del jazz.

Algunos de esos fenómenos son efímeros; el héroe del momento desaparece en el limbo al cabo de un tiempo,
pero a algunos, como sabemos, se los recuerda, con lo que los mayores fastidian a sus hijos con la observación:
«Si hubieras visto a fulano de tal; podría haber derrotado a todos ésos». Si se me permite ser esquemático, diré
que de ese modo es como las hazañas llegan a ser legendarias y entran en el reino del mito: la valentía de
Aquiles, la astucia de Ulises o la destreza de Dédalo son encarnaciones de modelos, piedras de toque, por
decirlo así, si bien corresponde a cada cual imaginar su grado de excelencia, que, indudablemente, ha de haber
sido sobrehumana, mucho mayor de la que cualquiera de nosotros podría siquiera soñar con alcanzar. De eso a
los auténticos inmortales, a los que se considera como encarnaciones de las diferentes cualidades humanas
elevadas a proporciones mitológicas, apolíneas o dionisíacas, no hay más que un paso.

A eso es a lo que quería llegar. Desde el punto de vista antropológico, los antiguos maestros son algo así como
héroes culturales, pero héroes cuyas hazañas no solo se recuerdan en las leyendas, sino que además se
conservan en la sociedad en forma de desafío continuo a los que les suceden. Recuérdese cómo los expertos
que estaban en el estudio de Streater organizaron mentalmente una competición entre su contemporáneo y el
gran Rubens, convencidos todos ellos de que el primero iba a ganar, salvo Pepys, que abrigaba dudas.
Recuérdese también la jactancia de Robert Whitehall de que el nuevo campeón iba a superar a Miguel Ángel,
hipérbole que debió de sonar a blasfemia.

También puede resultamos algo más fácil explicar por qué las decisiones del árbitro parecen autoritarias y
esquemáticas. La forma como un gran artista obtiene sus tantos no se puede determinar cuantitativamente. El
valiente intento de Roger de Piles, a comienzos del siglo XVIII, de hacer precisamente eso debería haber
demostrado clara y definitivamente esa imposibilidad. Pues la maestría no es solo multidimensional, es
también infinitamente dúctil e inventiva, tanto a la hora de idear soluciones técnicas como a la de compensar
las deficiencias mediante nuevos e inesperados movimientos en otra dirección. No es de extrañar que esa
riqueza no se pudiese alcanzar si el maestro tenía que crear su milagrosa configuración desde el principio.
Quienes insisten en la importancia del estilo están en lo cierto en la medida en que nos recuerdan los
elementos prefabricados, a partir de los cuales –y solo así– puede crearse una obra maestra más compleja. Lo
que hace que el fatal comentario de Robert Whitehall fuera tan inadecuado es precisamente el hecho de que
Streater careciera claramente de esa superioridad. Estaba condenado a carecer de ella en una sociedad que
acababa de liberarse del rechazo iconoclasta de las imágenes religiosas y de la hostilidad puritana hacia el lujo.
Las necesidades de los expertos se satisfacían mediante importaciones del extranjero e inmigrantes extranjeros
satisfacían la demanda de retratos. El hecho de que superara una desventaja tan enorme hasta el punto en que
lo hizo constituye una indicación de su talento; el hecho de que Wren superara una carencia semejante de
formación y tradición en forma tan triunfal, yendo a Francia a aprender las reglas del juego, constituye una
indicación de su genio.

El arte no es solo un juego, pero puede que la ventaja de este enfoque a través del aspecto de la maestría
consista en que podemos utilizar esa comparación sin escrúpulos. Pues los juegos, igual que el arte, necesitan
una atmósfera y una tradición sociales para alcanzar ese alto nivel de refinamiento que acompaña a la
auténtica maestría. Para un campeón, ya sea de tenis o de ajedrez, ciertas habilidades y aspiraciones han de
llegar a ser automáticas. Para que eso ocurra, necesita ese tipo de atmósfera a que he aludido, el interés
apasionado de grupos enteros de personas, las discusiones sobre normas. En realidad, tantas cosas válidas hay
en lo que he llamado «relativismo artístico», que los estilos diferentes se parecen a juegos diferentes con sus
propios criterios de éxito. Grinling Gibbons, por ejemplo, llegó a ser el campeón reconocido de las decoraciones
en talla de su época, y tenemos razones para lamentar que, por haber nacido en 1648, no hubiera llegado a dar
de sí todo lo que podía, en la época en que se decoró el Sheldonian y que Wren no pudiera contratar sus
servicios, como hizo con gusto posteriormente. Por otro lado, sería evidentemente absurdo lamentarse de que
no pidieran a Gibbons que decorara la Alhambra. Pero, ¿acaso se desprende de eso que solo podamos
comparar realizaciones que pertenezcan a un mismo juego o estilo? Hemos visto que esa posición tan aceptada
conduce inevitablemente al relativismo extremado, precisamente, quizá, porque el arte no es un juego con
reglas fijas, sino que inventa las reglas a medida que avanza.

Indudablemente, las habilidades en que destacó Grinling Gibbons y el gusto que mostró en el ejercicio de ellas
son dignos de admiración; también podemos admitir que no se pueden comparar con las habilidades
desarrolladas por la tradición de los decoradores árabes; y, sin embargo, ¿por qué hemos de emitir un «juicio
de valor» incluso en este caso? Los grandes estilos decorativos del entrelazado anglo-irlandés y del arabesco
figuran entre los grandes logros de la humanidad, están más cercanos a la idea de «arte», en el sentido
laudatorio que la habilidad decorativa de la Inglaterra de la Restauración. Después de todo, hasta en los juegos
existen jerarquías. El juego de tiddly-winks, que consiste en embocar pequeños discos dentro de una vasija,
puede requerir mucha habilidad, pero en general se aprecia más el ajedrez.

En el Olimpo del arte, como en su correspondencia mitológica, hay sitio para todas las categorías de
divinidades, desde los humildes duendes hasta los poderes que inspiran reverencia. A Grinling Gibbons le
corresponde un lugar en sus colinas y hasta a Streater podría reservársele otro en sus laderas, pero Rubens y
Miguel Ángel figuran entre los auténticos inmortales: al primero se le puede reverenciar como dios de la
exuberancia sensual, y al segundo como encarnación del poder sublime. No necesitamos frecuentar sus altares
para reconocer su condición divina.

Ahora bien, no hay duda de que el especialista en ciencias sociales podría hacer una gran contribución a la
descripción de esos cultos de nuestra civilización. Podría estudiar sus manifestaciones y fluctuaciones en el
nivel alcanzado por los precios de las subastas, en la difusión de las reproducciones y en la organización de
peregrinaciones por parte de las agencias de turismo. Podría observar el desarrollo de sectas exclusivas e
incluso de jerarquías. Podría identificar a héroes culturales que siguen siendo, como solemos decir, un «culto
minoritario» y poner en correlación la ascensión y caída de esas celebridades con otros movimientos sociales.
Podría decir muchas cosas de interés sobre las condiciones sociales que favorecen la reverencia hacia los
maestros antiguos y la atmósfera que inspira el orgullo por los logros artísticos contemporáneos. Después de
todo, ni siquiera los juegos prosperan aislados de otras corrientes sociales.

Indudablemente, la atmósfera en que Miguel Ángel pasó sus años de formación en la casa de Lorenzo de
Médicis es un elemento en el desarrollo de su maestría que ningún biógrafo desearía dejar de tener en cuenta.
En la época de Miguel Ángel era un lugar común que la fama era el estímulo de los artistas, y la fama requiere
oportunidades de comunicación. Vasari, en su vida de Perugino, da un análisis sociológico de las condiciones de
Florencia destinadas a explicar la excelencia de su tradición mediante el espíritu de competencia, y la
decadencia de Perugino por su separación de aquel clima favorable. Pero, en este caso, como en todos, hemos
de estar alerta para procurar que la lógica de las situaciones no nos incite a considerar como una ley lo que no
es sino una interpretación de una evolución particular. No fue ese espíritu el que decayó en las generaciones
sucesivas de artistas y mecenas florentinos. Al contrario, si acaso se incrementó: Benvenuto Cellini, Baccio
Bandinelli, hasta el propio Vasari, estaban bastante deseosos de competir y de exhibir sus habilidades. ¿Por
qué, entonces, les asignamos un lugar inferior en el Olimpo? ¿Por qué todo el interés que existe por el estilo
del manierismo y la nueva valoración de aquellos artistas refinados no ha inducido todavía a nadie a sostener
que debemos a Baccio más que a Miguel Ángel?

Al llegar a esta cuestión relativa al valor, cuestión que es y seguirá siendo esencial para el historiador del arte,
es cuando creo que el especialista en ciencias sociales tendría que negarse a verse marginado. No está
acostumbrado a que le pregunten si las creencias religiosas que estudia son verdaderas o falsas, igualmente
imposible le resultaría decir si la admiración por un estilo o maestro está más justificada que la que inspira
otro. Como especialista en ciencias sociales, debe limitarse a la documentación social, y, teniendo en cuenta la
naturaleza de las cosas, dicha documentación puede no tener relación con los valores. Para expresarlo en
forma epigramática: el especialista en ciencias sociales siempre puede decimos cuáles son los diez primeros
«superventas», pero no puede comprometerse a escoger el decimoprimero. Como sabemos, los diez
«superventas» están basados en estadísticas de venta reales o falsas; la elección del decimoprimero es
cuestión de actuaciones anteriores... y de fe.

LA CONFIRMACIÓN DEL CANON

Como no soy un aficionado a los deportes ni un entusiasta de la música pop, he tomado esa metáfora de la
reseña de un crítico de prensa sobre una reciente Arts Council Exhibition, quien escribía que Salvatore Rosa no
era un undécimo. Estaba en lo cierto, pues, aunque su nombre había llegado a ser proverbial a finales del siglo
XVIII, su obra no resiste la comparación con los grandes maestros de su época, con un Claudio de Lorena ni –
mucho menos aún– con un Rembrandt. Lo que solemos decir de esos maestros altísimos es que forman parte
del «canon». De hecho, ese canon es el que va implícito en el procedimiento crítico que he calificado de
relativismo cultural. Las discusiones sobre Streater que he citado presuponen un conocimiento no declarado
del canon. Cuando Croft Murray habla de la «receta barroca sin levadura barroca», probablemente utilice
como criterio a Pietro da Cortona o –lo que sería menos adecuado– a Tiépolo. Cuando Sir John Summerson
sopesa los méritos del Sheldonian está pensando en el canon personal de Wren, sobre todo en la catedral de
San Pablo.

Los maestros de escuela de la Antigüedad, que confeccionaban listas de textos recomendados para que los
estudiantes los emularan, fueron quienes acuñaron ese término de canon, por lo que va envuelto en una tenue
aura de ortodoxia académica. Se ha ido generalizando la impresión de que quienes establecieron el canon
fueron críticos pedantes, pero esa opinión sobreestima tremendamente el poder de los profesores. No existe
cultura desarrollada que carezca de un canon de logros transmitidos en una tradición como criterio de
excelente calidad, aunque las culturas difieren por el tipo de muestra que valoran. Los críticos de la Antigüedad
se ocuparon exclusivamente de la poesía y la oratoria, a pesar de que los pintores y los escultores podían servir
de ejemplificaciones igualmente válidas de diferentes formas de muestra. Pues lo que los críticos hicieron en la
Antigüedad, y han hecho siempre desde entonces, fue analizar y subdividir las razones a que se debía la
admiración y expresar la multiplicidad de la experiencia humana encarnada en el canon.

Vamos a citar un ejemplo de Cicerón, por su cómoda brevedad: «Isócrates tiene dulzura, Lisias sutileza,
Hipérides agudeza, Esquines sonoridad, Demóstenes fuerza». Ahora bien, el hecho de que esas descripciones
se refieran en última instancia, más que a la experiencia sobrenatural, a la humana, es lo que distingue el
estudio del canon del estudio de las mitologías. Es absurdo preguntar si Apolo era realmente vengativo, pero
podemos intentar descubrir si Isócrates tiene dulzura realmente. Es decir, podremos, en caso de que sepamos
suficiente griego como para reaccionar ante esos matices de maestría cultivados y apreciados en la tradición de
la oratoria griega.

Temo que volvamos a estar acercándonos a una zona en la que se oye a lo lejos el sonido de los disparos y se
nota el olor a pólvora en la atmósfera. ¿Qué tiene que ver el arte con el conocimiento? ¿Qué sentido tiene
hablar de comprensión de una obra maestra? Nunca podremos saber lo que significó para su creador, pues,
aunque nos lo hubiera dicho, podría ser que ni siquiera lo supiese él mismo. La obra de arte significa lo que
significa para nosotros; no hay otro criterio. Desde luego, este argumento es el refugio fundamental del
relativismo estético, pues, si todas nuestras reacciones son igualmente subjetivas, desaparecen los criterios, y
la idea de canon se hunde por sí misma. Confieso que siempre que me veo envuelto en esta discusión tengo
una curiosa sensación de irrealidad. Es como si tuviera que explicar a un visitante procedente de Marte, que
careciese de la facultad del oído, el significado que tiene la música para mí. Para él la ejecución de un cuarteto
de Beethoven representaría el espectáculo más incomprensible: cuatro personas frotando cuerdas de tripas de
gato con crines de caballo para hacer vibrar el aire en determinadas frecuencias. Me costaría mucho trabajo
explicarle que me gusta esa sensación de cosquilleo en el oído, que incluso pago por ese placer, y que
comparto con otros la reverencia hacia el hombre que escribió las instrucciones para hacer vibrar el aire de ese
modo. Admito que mi visitante podría escribir una recensión erudita sobre la función que los conciertos
desempeñan en nuestra sociedad, pero nunca podría llegar a comprender lo que distingue a un concierto de un
ritual mágico.

Supongamos que el concierto incluyera una ejecución del «Opus 132 en A menor para cuarteto de cuerda» de
Beethoven con su movimiento lento titulado Heiliger Dankgesang eines Genesenen an die Gottheit, in der
lydischen Tonart ('Himno sagrado de acción de gracias a la divinidad después de la curación de una
enfermedad, al modo lidio'); al fin y al cabo, eso podría ser una sucesión de sonidos ritual compuesta y
ejecutada en cumplimiento de una fórmula supersticiosa. Además, no hay que ser un visitante imaginario
procedente de Marte para encontrar difícil de entender un cuarteto de la última época de Beethoven. No solo
los miembros de culturas extranjeras, sino también la inmensa mayoría de los de la nuestra pueden
permanecer indiferentes. Nunca será uno de los diez «superventas». Pero sí que forma parte del canon, y con
razón, pues quienes estén interesados y perseveren podrán ir reconociendo poco a poco las profundas
emociones encarnadas por esa sucesión de sonidos y entenderán en qué sentido se pretendía que expresara su
título neue Kraft fuhlend ('sintiendo nuevo vigor') la sección «andante» de dicho movimiento. Si están
familiarizados con el lenguaje de la música clásica, en última instancia llegarán a apreciar también la elección
del desacostumbrado y arcaico modo lidio para esa composición simpar.

Indudablemente, no es difícil entender la razón por la que esa clase de afirmación se enfrenta con cierto
escepticismo, por no decir hostilidad. El hecho de entusiasmarse con una obra que otra persona no puede
apreciar le vuelve a uno sospechoso del peor pecado del momento, el pecado de «elitismo». En otras palabras,
la fe en la validez objetiva del canon se confunde con la pretensión de ser una «persona superior». En realidad,
no existe esa pretensión, pues la convicción produce la creencia de que existen innumerables obras maestras
en muchos estilos y modos a los que no tenemos acceso.

Tomemos como ejemplo la caligrafía china, que desempeña un papel en su cultura que puede admitir la
comparación con el que desempeña la música en la nuestra. Por eso, no hay mejor forma de ilustrar las
connotaciones del objetivismo estético que considerar un arte tan alejado de nuestra experiencia.

El profesor Chiang Yee, en su esclarecedora introducción a dicho arte, observa con razón:

A quienes carecen del sentido de la belleza visual abstracta, o no pueden experimentarla a partir de los
caracteres chinos, el entusiasmo de esos expertos chinos que pierden la cabeza por un renglón o grupo de
renglones que aparentemente no tienen significado lógico, les parecerá cercano a la locura; pero semejante
entusiasmo está justificado, y el objetivo de este libro es explicar de dónde procede ese gozo.
Dice mucho en favor de la agudeza y pericia del autor el hecho de que cumpla su promesa y nos deje
convencidos de que los expertos distan mucho de estar locos. Podemos incluso vislumbrar desde lejos lo que
uno de ellos quería decir, cuando enumeró una serie de defectos.

Las personas reservadas tienen modales afectados y pomposos. Los temperamentos indisciplinados infringen
tanto las reglas que se pueden como las que no se pueden infringir. La delicadeza constante resulta en última
instancia afeminada; el valor inmoderado produce estridencia.

Y, sin embargo, al leer este catálogo de pecados, podemos apreciar por qué Arthur Waley, cuando una dama le
preguntó en una recepción cuánto tiempo se tardaría en aprender y apreciar esa forma de cursiva china
conocida por «Grass Writing», respondió: «Pues... quinientos años». Nótese que no era una respuesta
relativista. Él sabía mejor que nadie que algo le faltaba por aprender en ese terreno, pero dio a entender
también que no era uno de los elegidos.

El relativismo nació de la reacción contra la creencia de la estética dieciochesca de que nuestra respuesta ante
el arte está enraizada en la naturaleza humana y, por tanto, tiene por fuerza que ser universal. Las razones por
las que no puede serlo son casi triviales. Y, sin embargo, puede que haya algo en esa opinión del siglo XVIII que
merezca consideración. Indudablemente, tenemos razones para decir que existe por lo menos algo humano de
forma universal en estados psicológicos que hemos visto encarnados en las artes como la gratitud por
recobrarse de una enfermedad, la sensación de un nuevo vigor, la indisciplina o el afeminamiento. Insistir en
esa universalidad no significa ignorar la sorprendente ductilidad de la «naturaleza humana», la posibilidad de
actitudes diferentes ante la enfermedad, la disciplina o el afeminamiento. Basta con decir que los elementos
fundamentales que intervienen en esas formas artísticas pertenecen a la experiencia común de la humanidad.
No quiero decir que, por esa razón, haya que equiparar el arte con la expresión de los sentimientos.

La sensibilidad por sí sola nunca producirá una obra maestra, como tampoco la destreza manual por sí sola.
Pero todas las artes, ya se trate de la música, de la caligrafía, del baile, de la poesía, de la pintura o de la
arquitectura, están profundamente enraizadas en el terreno común de la reacción humana universal. Ya es
hora de regresar a nuestro exemplum para poner a prueba esta afirmación. La descripción oficial del techo de
Streater, publicada en su época, contiene una ilustración tan buena como cualquier otra.

Regocijándose con la fiesta, los otros genios retozan entre las nubes con sus guirnaldas de flores y laureles y
preparan sus coronas de laureles, o sea, el Honor y el Placer, para los grandes maestros y estudiosos de las
artes.

Naturalmente, hemos de estar familiarizados con las convenciones de nuestra cultura para saber que los
laureles están relacionados con la fama; el «significado» de las rosas en el sentido del placer está menos
establecido, pero no es difícil de entender por qué se escogió esa flor y no los cardos con ese fin. Asimismo, las
ideas de fama, honor y placer que se pueden conseguir con el estudio están condicionadas culturalmente, y
puede que no sean inmediatamente inteligibles para los miembros de tradiciones diferentes, que valoren sobre
todo el retiro ascético, el valor en la guerra o una vida indolente. Me sorprendería que los antropólogos
pudieran presentar una tribu en la que la idea de niños «retozando» por «regocijo con la fiesta» fuera
totalmente ininteligible, aunque debe de haber muchas que se admirarían ante la levitación que permite a los
genios retozar en las nubes.
Nunca insistiremos bastante en que, en el arte como en la vida, la «comprensión» es siempre cuestión de
grado, y que ni nuestra participación en lo que es humano de forma universal ni nuestra preparación
intelectual nos ponen a salvo de los malentendidos. Pues incluso nuestra interpretación emocional correcta de
una reacción humana estará determinada en última instancia por la misma lógica de las situaciones que ha de
guiar nuestra valoración de los acontecimientos sociales. Pero, mientras que entendemos las acciones
humanas basándonos en el principio de racionalidad, en lo que se ha considerado como el mejor camino para
la consecución de un objetivo determinado, el criterio para entender las reacciones humanas es nuestra propia
reacción ante situaciones semejantes.

Tomemos otra sección de nuestro techo, esta vez en la descripción rimada de Robert Whitehall:

With grinning teeth, sharp fangs and fiery eyes


Besmeared with blood of friends and enemies
Rapine appears: a flambeau and dagger are
His weapons of delight with arms strips bare
Wolf-like devouring, lying still in wait,
Unseen 'till now (except in 48)
He Magistracy hates, abhors the Gown
But a Herculean Genius strikes him down.

[Con los dientes fuera en señal de desprecio, colmillos puntiagudos y ojos flameantes, manchada con sangre de amigos y
de enemigos, aparece la rapiña: una antorcha y una daga son sus armas de deleite, con los brazos desnudos, feroz como
un lobo, acechante, sin ser vista hasta ahora (excepto en el 48); odia la magistratura, aborrece la toga, pero un Genio
hercúleo la derriba.]

Me parece que tenemos derecho a afirmar que entendemos el significado básico del monstruo sin ayuda de la
tradición. Dudo que pudieran encontrarse muchos seres humanos en lugar alguno que lo consideraran
adorable, aunque reconozco que en la actualidad algunas personas lo encontrarían divertido. Pero, dentro de
esa reacción general en el sentido de que no hay duda de que ese ser no tiene buenas intenciones, existen toda
clase de grados de entendimiento del significado exacto de ese símbolo del mal.

A mí, por ejemplo, lo que me orientó con respecto a los recuerdos personales que debió de despertar esa
personificación veinte años después del triunfo de Cromwell fue la alusión de Whitehall a 1648. De hecho,
hemos visto que una comprensión de esa situación histórica nos ayudará indudablemente a entender la
elección del tema de conjunto del techo de Streater. Lo que todavía tiene más importancia en este contexto es
que una comprensión más profunda depende también del conocimiento de la situación en el propio arte. El
movimiento esperado apenas se advierte. El cliché en el arte y en la vida ya no nos dice nada y descartamos su
significado emocional original. El grupo de que estamos ocupándonos es una fórmula de ese tipo hasta tal
punto, que resulta casi indispensable en las composiciones de techos barrocos. Donde hay una apoteosis
deben estar presentes las fuerzas hostiles o infernales sobre las cuales se ve triunfar a las buenas. Puede
resultamos imposible decir qué impresión causó la composición a los primeros visitantes del Sheldonian.
Después de todo, el esquema era nuevo para Inglaterra, así que debieron de reaccionar con mayor vehemencia
que los expertos más cosmopolitas, entre los cuales debemos incluirnos.

Ahora volvemos, desde otro ángulo, a la cuestión de la función que desempeña el estilo en la historia del arte.
Pues el estilo tiene en común con el lenguaje y otros medios de expresión el hecho de que determina el nivel
de nuestras aspiraciones y, por tanto, también nuestra reacción ante las desviaciones con respecto a la norma.
Sin ese marco de convenciones no podemos valorar la sorpresa significativa.

Así pues, el estilo dentro del cual trabaja el artista forma parte de la situación que intentamos reconstruir
instintivamente. Hasta qué punto lo conseguiremos depende de nuestra familiaridad con el idioma. Los estilos
arquitectónicos se prestan todavía mejor a la ilustración de este aspecto importante que los estilos pictóricos.
En función de los criterios de 1669, el interior del Sheldonian debió de causar una gran impresión por la riqueza
de su decoración. Solo un especialista podría decimos hasta qué punto se desvió de la norma, pero todos
sabemos que el grado de ornamentación puede llegar a ser una cuestión de debate delicado y, por esa razón,
adquirir significado expresivo especial. He vivido lo suficiente como para presenciar un cambio de esa clase en
la apreciación. En mi juventud la ausencia de decoración en un interior funcional era mucho más significativa
indudablemente y, por esa razón, más importante de lo que ha llegado a ser posteriormente. Me parece que la
generación que ha crecido en esta clase de entorno ya no registra en absoluto esa ausencia como cualidad
expresiva positiva. Es muy probable que lo que ocurre con el lenguaje ocurra también con el arte: que nuestra
capacidad de reacción ante los matices sea más sensible con los lenguajes artísticos que hemos asimilado
anteriormente. Por ejemplo, tengo razones para creer que mi propia reacción ante el estilo arquitectónico de
Christopher Wren está ligeramente deformada por mi anterior habituación a la exuberancia decorativa del
barroco artístico. En consecuencia, me fiaría más del juicio de Sir John Summerson que del mío propio. Si fuera
un relativista y creyera que mi reacción es tan válida como otra, no lo haría.

Indudablemente, la influencia de un condicionamiento anterior en nuestras aspiraciones automáticas explica el


fenómeno citado con tanta frecuencia en apoyo del relativismo estético: la hostilidad o indiferencia con que
saludaron en su época a obras de arte que ahora clasificamos entre las grandes obras maestras. No hay duda
de que hace falta tiempo para desarrollar ese conjunto de aspiraciones que nos permite entender y valorar los
cambios de un maestro. De hecho, no creo que haya atajos para llegar antes a ese estado de disposición
favorable. En cualquier caso, me parece que existen más probabilidades de que las «charlas sobre ventas»
usadas por los críticos para producir ese cambio de ánimo produzcan resistencia a las ventas que una reacción
auténtica. No quiero decir que esa dificultad pueda constituir un argumento contra la innovación en el arte.
Nuevas condiciones, nuevos problemas, nuevos medios de comunicación y nuevos asuntos han de acabar por
fuerza con las habilidades antiguas y exigir una nueva habituación tanto por parte de los creadores como por la
de su público. Hemos de esperar que siempre surgirán oportunidades para la maestría, pero no podemos estar
seguros y hemos de dejar que el futuro se encargue de decirlo.

No veo en qué sentido puede esa incertidumbre afectar a nuestro convencimiento de que en el pasado han
existido grandes maestros. Pero, ¿acaso no se vieron dichos maestros sometidos también a cambios radicales
en la valoración? ¿Acaso no ha cambiado el canon de generación en generación?

Creo que el hecho de insistir demasiado en esos cambios equivale a confundir la popularidad con el aprecio, los
diez «superventas» contra el undécimo. Lo uno es cuestión de gusto; lo otro, no. El hecho de que a alguien le
guste o aborrezca un juego es puramente subjetivo, aunque mil y un factores pueden haber influido en su
actitud. Hay personas que aborrecen la ópera, otras a quienes aburre la escultura; existen géneros enteros que
se han visto afectados por una especie de tabú social, como la poesía didáctica o la pintura anecdótica; otros
resultan descubiertos por una minoría, como la simbología emblemática o el haiku japonés. Los defensores de
determinado arte suelen alegar que, si lo entendiéramos, nos gustaría. Creo que, en general, ocurre lo
contrario. Si no nos gusta un juego, un estilo, un género o un medio de comunicación, no podemos asimilar sus
convenciones con la perfección suficiente para distinguir y entender. Generalmente, quienes ponen objeciones
a Rubens porque pintaba mujeres tan gordas no advertirán lo bien que lo hacía.

Existen, y siempre han existido, prejuicios de ese tipo que han impedido el acceso a períodos y estilos enteros.
Quienes esperaban cierto grado de ilusionismo en la pintura estaban ciegos para las excelencias del arte
medieval; quienes atribuían importancia a la corrección se sentían incómodos ante Rembrandt.
Indudablemente, es interesante e importante estudiar los cambios en los sistemas de valores que sostienen
esas evoluciones del gusto. Muchas veces se deben a factores externos. Un abstemio no es el más indicado
para apreciar el «arte del fabricante de sidra». Puesto que Ruskin pensaba que el estilo renacentista exigía la
esclavización del artesano, quedaba «eliminado» y apenas se permitía a sí mismo abandonarse al placer
natural que nos producen el orden y la precisión.

Lo que quizá ha de interesar al especialista en ciencias sociales en relación con esto es más que nada el
aislamiento en que se encontró Ruskin. Los valores de la maestría han llegado a ser autónomos en nuestra
sociedad y se considera inapropiado aplicar criterios morales en relación con ellos. De hecho, el alegato en
favor del «mérito artístico» ha acabado consagrado en las leyes de muchos países en defensa de la trasgresión
de los valores éticos. Sería interesante reconstruir la historia de esa licencia especial, que no ha cesado nunca
de preocupar a los defensores de las normas morales. Por mi parte, siento tan poca simpatía por el relativismo
moral como por su variedad estética. Apruebo que las corridas de toros no estén permitidas en este país,
aunque admito gustoso que un gran matador puede dar prueba de maestría en el arte de matar con elegancia
un toro bravo. Desgraciadamente, existen ejemplos de maestrías más perversas en el arte y la literatura que
incluyen el disfrute directo de la crueldad y de la degradación que podemos admitir y, aun así, rechazar. En
cada caso, constituye una decisión personal la de dónde trazar la línea de separación, pues no hay duda de que
sería un auténtico empobrecimiento si exigiéramos a todas las obras maestras que coincidieran con nuestro
sistema de valores. Sería un empobrecimiento precisamente porque el arte no es la vida y puede ayudamos a
ampliar nuestras simpatías y nuestra comprensión de las reacciones humanas básicas, que trascienden los
límites de cualquier cultura o de cualquier sistema de valores.

A Marx le preocupó el hecho de que el arte de una sociedad esclavista como la de los griegos pudiera conservar
su valor y buscó la solución de ese problema en nuestra añoranza del paraíso de la infancia. Pero quizá
estuviera tan equivocado en su interpretación de esa añoranza como en la del arte griego. ¿Por qué negar que
hay mucha crueldad en Homero y peor aún en la institución de esos circos romanos que Wren seleccionó como
base para nuestro edificio? Por muy enraizado que esté el arte en la vida y en el sistema de valores de su época
y de su sociedad, trascenderá esas situaciones cuando, como se suele decir, «resista la prueba del tiempo».
Desde luego, no haciéndonos olvidar la condición humana de la que surgió, sino precisamente volviendo
accesibles a nuestra reacción imaginativa experiencias que ya no forman parte de nuestras vidas prácticas. De
esa forma es como las obras maestras del arte religioso siguen diciendo algo incluso a los no creyentes.
Resisten la prueba del tiempo, no como ejercicios formales, sino como encarnación de un sistema de valores
que nos enseñan a reconocer. La visión de Miguel Ángel del acto de la creación en el techo de la Capilla Sixtina
constituye un ejemplo pertinente. Solo el libro del Génesis, cuya ilustración constituye, la supera en resonancia
continua dentro de nuestra cultura.
Quizá, si el techo de nuestro edificio hubiera sido una obra maestra trascendental, encarnaría todavía la
búsqueda de la Verdad por parte del hombre que siempre será memorable. Quizá fuera eso lo que Robert
Whitehall esperaba cuando –citemos algunas líneas más de su tristemente famoso poema– concluía su
descripción:

These to the life are drawn so curiously


That the beholder would become all Eye
Or at the least an Argus, so sublime
A phant'sie makes essayes to Heaven to climb
That future ages must confess they owe
To STREETER more than Michael Angelo.

[Esos se ven atraídos a la vida de forma tan curiosa, que el observador se volvería todo ojos o por lo menos se convertiría
en un Argos; una fantasía tan sublime hace intentos de subir al Cielo, de modo que las edades futuras han de confesar que
deben a más a Streater que a Miguel Ángel.]

Si hubieran existido realmente observadores a lo largo de los tiempos que se hubieran sentido transportados
de ese modo, el rumor de esa contribución al canon se habría difundido de la minoría a la mayoría y este
interior -¡Dios no lo quiera!-se vería tan visitado por peregrinos y turistas procedentes de todo el mundo como
le ocurre constantemente a la Capilla Sixtina. Sería algo más que uno de los espectáculos de Oxford, que tan
rica es en ellos, más incluso que un hito en la historia del arte inglés, sería una característica descollante de
nuestro paisaje mental, una cima mediante la cual orientarnos en nuestra civilización.

Pues ésa es, creo yo, la función que desempeña el canon de cualquier cultura. Ofrece puntos de referencia,
criterios de excelencia, que no podemos nivelar sin perder la orientación. Cuáles sean las cimas particulares o
los logros individuales que seleccionemos puede depender de nuestra elección particular, pero no podríamos
hacer dicha elección si, en lugar de esas cimas, solo existieran dunas en movimiento.

En la actualidad hay profesores que sienten la necesidad de convencer a sus estudiantes de la realidad de
dichas cimas; quieren que aprendan a medir esas alturas y a emitir «juicios de valor» dignos de confianza. No
pretendo oponerme a la discusión de los valores, pero creo que, en última instancia, los valores del canon
están enraizados de forma demasiado profunda en la totalidad de nuestra civilización como para que se los
pueda discutir aisladamente. La civilización -así lo espero, al menos-se puede transmitir; no se puede enseñar
en cursos que acaben en un examen. Por la forma como hablamos de él, o quizá por nuestra propia renuncia a
echar a perder la experiencia con demasiadas palabras, es como mejor exponemos nuestra actitud hacia las
cimas del arte. Podemos interpretar lo que llamamos civilización como una malla de juicios de valor implícitos,
no explícitos. Bemard Shaw observó en algún lugar que no había leído nunca La doncella de Orleans, pero que
el tono de voz con que la gente hablaba de Schiller le hacía estar seguro de que le aburriría. Creo que debió de
equivocarse de personas al hablar de esa obra, pero la observación es bastante aguda. Formarse en una cultura
es oír a la gente de comidas que no hemos probado, de maravillas naturales que nunca hemos visitado, de
gozos que todavía no hemos experimentado, y de encuentros que tenemos que eludir. Aprendemos a incluir
esos rumores en el mapa intelectual con el que nos embarcamos en nuestro recorrido a través de la vida. Es
cierto que no debemos usarlo de forma crítica. Deseamos comprobar los avisos y promesas que hemos
recibido y asimilado. Pero no podríamos hacerlo en absoluto, si desde el principio no confiáramos en ningún
mapa. Puede ser que el canon de los lugares bellos nos decepcione. Puede que consideremos que esa famosa
vista no es como la pintan. Pero, en ese caso, sería imprudente sacar precipitadamente la conclusión de que
todos nuestros compañeros turistas entusiastas se han dejado lavar el cerebro por agentes de viajes astutos.
Hemos de tener una actitud crítica también para con nuestras propias reacciones. Puede que tengamos
nosotros la culpa, por no estar en el estado de ánimo adecuado. Tan pronto como consideramos siquiera esa
posibilidad, hemos dejado ya de ser relativistas y subjetivistas completos. Nos hemos puesto de parte de la
tradición y contra nuestras propias reacciones. De hecho, podemos considerar que, en lo referente a las
cumbres del arte, no somos tanto nosotros quienes ponemos a prueba la obra de arte, cuanto la obra de arte
quien nos pone a prueba a nosotros.

A primeros de noviembre leí en el suplemento en color del Observer que Miguel Ángel está «pasado de moda».
Quienes creemos en la objetividad de los valores artísticos nos sentimos apenados al oír eso, pues, si fuera
cierto, la pérdida sería nuestra. No se le llamó grande porque fuera famoso. Fue famoso porque era grande.
Tanto si nos gusta como si no, su grandeza es un elemento de la historia que hemos de narrar. Forma parte de
esa lógica de las situaciones sin la cual la historia se hundiría en el caos.

Ahora bien, un sociólogo comprometido podría interpretar fácilmente esa fe en la historia como un síntoma de
conformismo político y quizá de una «personalidad autoritaria». Podría estar en lo cierto o equivocarse en su
diagnosis, pero, como enemigo del relativismo, tengo derecho a preguntarle si estoy en lo cierto o equivocado
al recalcar el componente objetivo en la experiencia de la maestría artística.

Lo que podemos aprender del científico, incluido el especialista auténtico en ciencias sociales es, no
relativismo, sino modestia. Por mi parte, daría gustoso volúmenes enteros sobre la apreciación del arte por el
siguiente pasaje de la conclusión de la hermosa conferencia de R. H. Tawney sobre Social History and
Literature.

La verdad es que, aparte de algunos lugares comunes, en la actualidad no sabemos prácticamente nada
sobre las relaciones-en caso de que existan-entre los logros artísticos de una época y el carácter de su vida
económica, y que el único paso sincero es confesar nuestra ignorancia.

No obstante, me atrevo a afirmar que precisamente en ese momento es cuando el historiador del arte puede
descubrir en qué debe consistir su contribución. A Tawney le habría gustado ver la construcción de un puente
entre los hechos de la vida económica, a un lado del abismo, y los logros artísticos de la época, al otro. ¿Quién
no desearía unirse a una aventura semejante? Pero no hay duda de que semejante puente no puede llegar a
ser realidad antes de que uno de nosotros haya decidido cuál es el punto de la orilla en que resultaría más
provechoso el establecimiento de una cabeza de puente. Al examinar el terreno ninguno de nosotros podría ni
desearía empezar desde el principio. El especialista en ciencias sociales tiene su propia situación problemática,
sus propias teorías que desea poner a prueba e investigar. Lo que no puede decir sin ayuda es el aspecto que
presenta el terreno en nuestro lado. Su juego de herramientas carece de un instrumento para localizar los
«logros artísticos» que merecen que se los examine desde el punto de vista del problema planteado por
Tawney. Lo sepa o no, tendrá que fiarse del historiador del arte, que es el conservador del canon. El canon es
nuestro punto de partida, la teoría que nos guía por ese aspecto de la creación de imágenes que llamamos
maestría. Puede que no sea más infalible que otras teorías que pueden existir, pero ni nosotros podemos
ignorarla ni el especialista en ciencias sociales tampoco. Ni el psicólogo interesado por los procesos de la
creatividad, ni el economista que estudie la correlación entre las inversiones y el mecenazgo ilustrado, ni el
sociólogo que investigue las fluctuaciones del gusto podrán iniciar su trabajo antes de haber decidido qué
documentación van a usar y cuál es su explicandum. Eso era lo que tenía presente cuando sugerí al comienzo
que el especialista en ciencias sociales puede ayudar al historiador del arte, pero no puede sustituirlo.

Hace años, mi difunto amigo Ernst Kris, que combinaba las funciones de conservador eminente del
Kunsthistorische Museum de Viena y de psicoanalista en ejercicio, me invitó a unirme a él en la investigación de
la aparición de la caricatura, un problema psicológico y sociológico auténtico. Recuerdo cuando mi colega
regresó de un viaje a Italia y le pregunté anhelante qué nuevas interpretaciones había traído. «He hecho un
descubrimiento», dijo con seriedad, «los grandes maestros son quienes son grandes maestros».

Desde mi época de estudiante siempre he abrigado la esperanza de mostrar que el estudio del arte puede
realizarse de modo racional y no deseo desdecirme. Pues estoy convencido de que es racional que los seres
humanos reconozcan los valores humanos y hablen de ellos en términos humanos. Sean cuales sean los
orígenes auténticos del término «humanidades», puede servimos para recordar que, cuando intentamos
examinar a las personas como si fueran insectos u ordenadores, lo único que hacemos es empobrecemos a
nosotros mismos. Y, sin embargo, eso es lo que nos vemos obligados a hacer si renunciamos al único criterio
que tenemos, el criterio de nuestra civilización ratificado por nuestra propia experiencia.

Por fuerza tenemos que partir de la hipótesis de que los valores se han realizado en la historia y de que no solo
existe tecnología buena, ciencia buena y arte bueno, sino que también existen incluso lenguas buenas,
costumbres buenas y sociedades buenas. La inscripción en la fachada de este edificio proclama en letras bien
trazadas que Gilbert Sheldon la dedicó Academiae Oxoniensi Bonisque Litteris. Si llegara un momento en que
los profesores y estudiantes de esta Academia impugnaran el significado de bonis, habría llegado la hora de
cerrar este edificio como templo dedicado a un credo extinguido. Sería una pena. Se trata de un templo
elegante dedicado a un credo bueno.

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