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El problema de explicar
Contrariamente a los científicos, que han tenido muchas razones desde los
tiempos de Arquímedes para gritar ¡Eureka!, nosotros los humanistas hemos
sido menos afortunados, y ello por la razón evidente de que los hechos que
tratamos de explicar tienden a ser inmensamente complejos y nunca pueden
reducirse a una ley fácilmente formulada, que podríamos describir como la
causa del hecho.
Incluso así, estoy de acuerdo con Karl Popper en que no hay diferencia en
principio entre explicar la historia y explicar la ciencia: la diferencia está en la
dirección de nuestro interés. Nosotros los humanistas estamos menos interesa
dos en cuestiones generales, como por qué caen, se hunden o flotan los cuerpos,
que en los casos individuales, los hechos particulares, como el resultado de una
Cabeza de Apóstol, Jorge Oteiza, 1953. batalla o la difusión de un estilo.
Lo que siempre se pide hacer es eliminar las explicaciones erróneas, digamos el sabo-
taje o quizá la magia negra. Si alguien tratase de explicar un desastre indicando el
hecho de que ocurrió en viernes 13, o porque el planeta Saturno estaba en la
casa de Acuario, nos sentiríamos inclinados a rechazar esta explicación como un
sin sentido. Creo que, para el historiador, este rechazo de una explicación falsa
o ingenua es tan importante como la búsqueda de teorías causales mejores y más
correctas. Debemos limpiar el terreno de basura antes de poder construir.
Cuando me dispuse por vez primera a escribir estas vidas, no era mi intención dar
noticia simplemente de estos artistas y, por así decirlo, presentar un inventario de su
trabajo; ni tampoco habría considerado un fin que mereciese la pena para mis largas
y arduas horas de trabajo rastrear cuántos eran, su lugar de origen o el lugar donde
trabajaron o en el que pueden encontrarse actualmente sus obras, porque todo esto
pude haberlo hecho por medio de una simple tabulación, sin dar en ninguna parte mi
propia opinión.
El creciente deleite por la vida con el consecuente amor por la salud, la belleza y la
alegría se sentían más poderosamente en Venecia que en ningún otro lugar de Italia.
La explicación de todo esto puede encontrarse en el carácter del gobierno veneciano,
que era de un modo tal que dejaba poco lugar a la satisfacción de la pasión por la
gloria personal, y mantenía a sus ciudadanos tan ocupados con deberes de Estado que
tenían poco tiempo para aprender. Así pues, algunas de las principales pasiones del
Renacimiento no encontraron salida en Venecia, por lo que las demás pasiones habían
de ser aún más satisfechas.
Fue en contra de este tipo de charla fácil contra lo que reaccionó la Escuela de
Viena de historia del arte, insistiendo en que su disciplina debía aspirar al esta-
tus y precisión de las ciencias. Uno encuentra esta ambición desmedida sobre
todo en los escritos del gran Alois Riegl, que murió en 1905 dejando una obra
que aún se considera como algo que plantea un desafío a sus sucesores. Fue
Riegl el que intentó apoyar la historia del arte en la ciencia de la psicología tal
como la conocía él. Según la tradición de aquella época, que se remonta a varios
siglos atrás, hemos de analizar la percepción en sus principales componentes,
vista y tacto. El ojo, según se creía, puede ser considerado como un instrumento
óptico semejante a una cámara fotográfica, que permite que una imagen del
mundo exterior se forme en la retina. Esta imagen era necesariamente plana,
por lo que nuestra experiencia del espacio, de la tercera dimensión, procedía
exclusivamente del tacto. Usando este simple marco, Riegl desarrolló una teoría
que lo abarcaba todo, según la cual la representación de la naturaleza en el arte
sufría ciclos de cambios, desplazándose del tacto a la visión, o, como decía él, de
lo háptico a lo óptico. Los antiguos egipcios construían sus imágenes a partir del
conocimiento adquirido por el tacto; los impresionistas, a partir de la imagen en
la retina. Riegl proponía explicar este proceso secular por medio de la teoría de
que el deseo de formar del hombre (Kunstwollen) se desplazaba con una especie de
regularidad de reloj desde el polo de lo «háptico» al de lo «óptico».
Unidad triple y liviana, Jorge Oteiza, 1950. La habilidad, ingenuidad y conocimiento con los que Riegl construyó sus obser
Coreano, Jorge Oteiza, 1950.
vaciones sobre arte figurativo, sobre ornamentos y arquitectura, dentro de este
No hace falta decir que este deseo no suponía una falta de respeto por el autor
de tales teorías; en cierto modo, siempre deseamos sondear las teorías antes de
adoptarlas en nuestro trabajo. En este caso en particular es sin duda evidente que
la psicología de la percepción en uso hoy día difiere enormemente de las ideas
simplistas acerca de la visión y el tacto con las que trabajaba Riegl. Para mencionar
sólo un factor, somos mucho más conscientes que él del papel del movimiento en
nuestra percepción del espacio. Por decirlo de una manera algo más técnica, es
el flujo de la información que nos alcanza desde el mundo visual lo que influye
decisivamente en nuestra percepción. Uno de los problemas al que se enfrenta
el pintor que quiere representar un aspecto del mundo visual es naturalmente el
de que las imágenes no se mueven. Debe detener el flujo de información en la que
suele apoyarse, y esto no es un hecho trivial. Por hacer corta una historia larga,
este hecho explica la observación de que la imitación de la naturaleza en el arte es
una habilidad, codificada en la tradición, que debe aprenderse; punto sobre el que
volveré. También era el tema de mi libro Arte e ilusión, en el que trataba de explicar
la lenta evolución de los estilos naturalistas, a partir de lo que uno podría llamar
métodos pictográficos hacia métodos más o menos fotográficos.
Incluso en este caso debe uno tener cuidado con acertar con una explicación que
realmente explica demasiado y que nunca permitirá que la situación se solucio-
ne. De modo bastante general, resulta evidente que el historiador debe aplicar lo
que se llama sentido común. Se le ofrecen demasiadas teorías excesivas contrapues-
tas: marxismo, racismo, psicoanálisis, estructuralismo y otras teorías globales que
pretenden explicar la totalidad del comportamiento humano y de la historia. Estas
pretensiones suenan a menudo atractivas: operan con ejemplos seleccionados y
prometen al que las practica un método seguro para trabajar con su material, pero
un momento de reflexión debería convencerle de que su promesa está condenada
a ser espúrea. Está condenada a ser espúrea porque las explicaciones que buscamos
dependerán siempre de nuestro interés y de las preguntas que queramos hacer.
Como indiqué con anterioridad, creo que la historia del arte puede concebirse en
términos de progreso tecnológico, una serie de invenciones técnicas que conducen
a la perfección creciente de la imitación de la naturaleza, que naturalmente no es lo
mismo que la perfección estética. No sólo puede ser concebida así la historia del
arte, sino que fue escrita de esa forma por los primeros historiadores del arte en la
antigüedad y en el Renacimiento. Si abren los libros 35 y 36 de Historia natural de
Plinio, escrita al principio de nuestra era, encontrarán que menciona regularmente
las mejoras técnicas introducidas por artistas individuales. Se decía que un tal
Cimón de Cleona había inventado la pintura de los perfiles, y también de las cabe
zas, mirando hacia atrás, hacia arriba o hacia abajo. Distinguía entre las articulacio
nes de los miembros y hacía que las venas fuesen visibles. El famoso Polignoto
empezó a pintar personas con la boca abierta, mostrando los dientes, superando
así la rigidez de sus rasgos. Parrasio fue el primero que aportó la simetría a las pintu-
ras, que comunicó expresión a la cabeza, y que pintó el pelo de una manera hermo-
sa. Y así sucesivamente. Plinio recopiló estas caracterizaciones bastante primitivas
a partir de fuentes griegas que están perdidas para nosotros. Primitivos o no, no hay
duda de que la historia del arte debe su existencia a la constatación de que los mé-
todos de los artistas habían cambiado y estaban cambiando en el momento en que
vivían esos escritores, y que las obras de arte producidas unas cuantas generaciones
o siglos antes les parecían rudimentarias y torpes.
Tomo un camino diferente. No es que quiera negar las glorias del arte arcaico o
románico, que ya no necesitan defensor alguno. Pero en mi trabajo he llegado a
convencerme de que el punto de vista tecnológico ha sido tristemente descuida-
do en la historia del arte y es hora de recuperarlo.
Cuando hablé en la primera parte de este ensayo de cupología, subrayé que se puede
ir en cualquier dirección a partir de cualquier objeto y encontrar problemas intere
santes que investigar. Pero precisamente porque es así, creo que no debemos sentir-
nos fácilmente tentados de descuidar el objeto en sí. Debemos aprender a centrarnos
en él más que a producir lo que podríamos llamar las tendencias centrífugas de
ciertas modas intelectuales. No hay duda de que es interesante, cuando estudiamos
las artes de Florencia, aprender acerca de la estructura de clases de esa ciudad, sobre
su comercio o sus movimientos religiosos. Pero al ser historiadores del arte, no de-
beríamos irnos por la tangente, sino más bien aprender todo lo que podamos acerca
del arte del pintor. Deberíamos preguntarnos a nosotros mismos de qué modo
esos maestros conseguían determinados efectos, y cómo esos efectos o trucos fueron
introducidos o modificados; precisamente el tipo de cuestión que planteaba Vasari.
Mujer sentada, Jorge Oteiza, 1950.
Supongo que no necesito apenas explicar cómo veo la conexión entre el estu
dio de la tecnología, los trucos del oficio artesano y el estudio de la tradición.
Todos sabemos que el artesano aprendía mientras trabajaba como aprendiz de
un maestro, y que esos sistemas y métodos estaban cuidadosamente regulados
por los gremios. Pero incluso antes y después de que este sistema hubiese crista-
lizado, la necesidad de una artesanía en particular exigía la continuidad de esta
práctica. De este modo, lo característico de casi cualquier tradición artesanal es
la formación de centros de maestría.
Vuelvan tan atrás en la historia como quieran, hasta los días en que Salomón
construyó su templo en Jerusalén. Leemos que mandó buscar a Jiram de Tiro,
hijo de un fenicio y hombre lleno de sabiduría, entendimiento y astucia, para
llevar a cabo todo el trabajo en bronce. ¿Quién podría dudar de que el relato
refleja la situación, tan repetida a lo largo de la historia, de que en ausencia de
una tradición local se llamaba a un maestro de un centro de reconocida maestría?
En siglos posteriores, la ciudad de Damasco dio nombre a cuchillas de alta cali
dad, mientras que en el medievo, la región del Mosela producía hermosas obras
de orfebrería mosana de las que los tesoros de las iglesias de Europa contienen
tan bellos ejemplos. Todos conocemos las alfombras persas, el encaje de Bruselas,
los azulejos de Delft, la porcelana de Dresde o los violines de Cremona, por enu
merar unos pocos ejemplos más al azar, y, en tiempos más recientes, los relojes
suizos, las cámaras japonesas y, quizá, el whisky escocés.
No habría referido estos testimonios si no creyese que hay algo en esta explica
ción sociológica de la maestría artística. Lo que se deduce implícitamente, por
encima de todo, es la importancia de una audiencia crítica, un público de enten
didos discriminantes cuyas exigencias no permiten que el artista se conforme
con nada que no sea lo mejor. Verdaderamente, si hablamos aquí de tradiciones,
nunca debemos olvidar el papel del consumidor, patrocinador o cliente, que es
un importante elemento de la ecuación.
Naturalmente, hay algo de cierto en este argumento. No hay razón por la que un
historiador del arte no deba estudiar a los maestros menores o los humildes pro-
ductos de las artesanías populares. Al igual que el lingüista se ocupará de cualquier
texto de la lengua que estudia, un conjuro mágico, una oración, un contrato o una
oferta de venta, del mismo modo el estudiante de imágenes debe estar preparado
para ocuparse de cualquier producto de esta clase. La razón por la que soy escéptico
ante esta pretensión que ha sido formulada para una nueva historia del arte, no
es que me parezca errónea o no me guste, sino que no veo lo que hay de nuevo
en ella. Hemos practicado este tipo de disciplina durante varios siglos; se llama
arqueología, un tipo de estudio que floreció especialmente en Inglaterra, donde la
Sociedad de Anticuarios fue fundada allá por el siglo XVIII. Si volvemos las páginas
de su Diario y de su Anuario, no veremos muchas pinturas de Rafael entre las ilus-
traciones, sino figurillas, cacharros, vigas talladas o lápidas; en resumen, cualquier
objeto que interese al arqueólogo como prueba para sus investigaciones, ya sean
antiguos poblados, rutas comerciales, tipos de cultivo o cualquier otro aspecto de
nuestra historia. La arqueología puede realmente decir que es una ciencia, y hace
un uso creciente de herramientas y métodos científicos, como la datación con car-
bono, el análisis del polen o la termoluminiscencia. Ni que decir tiene que estos
métodos también se han introducido en la historia del arte, porque no podemos
permitirnos desperdiciar cualquier tipo de evidencia o fuente de información. Pero
tampoco podemos permitirnos carecer de un principio de selección, de un punto
de vista. Una vez más les recuerdo aquí lo que llamamos cupología. La cupología, si
lo entiendo correctamente, pertenece a la arqueología. Cualquier taza o jarra puede
servirnos para hablar e investigar sobre una de las innumerables cadenas de causa
y efecto que tuvieron como último resultado el objeto que se halla ante nosotros.
Pero en tanto que historiadores del arte, tenemos una ambición diferente. Nos
ocupamos de la historia del arte, y el arte es una organización de valores. De acuerdo
en que estoy aquí haciendo una petición de principio. Tal como he subrayado en
algún otro lugar, hay dos significados en el término «arte» en inglés: uno, neutro,
Maternidad, Jorge Oteiza, 1949.
Puedo muy bien imaginar que aquellos que hayan leído mi ensayo Historia del
arte y ciencias sociales quedarán decepcionados por mi comentario sobre los valores
en las artes. Habiendo insistido largo y tendido en que creía en la realidad de esos
valores, en que estaba seguro de que Miguel Ángel era ciertamente un artista más
grande que el pintor inglés del siglo XVII John Streater, me descubrieron confesan-
do que esas cosas no pueden demostrarse por medio de argumentos. Mencioné a
los muchos profesores que hoy sienten la necesidad de convencer a sus estudiantes
de la realidad de esos logros, pero expresé el punto de vista de que esos valores están
demasiado profundamente enraizados en la totalidad de nuestra civilización como
para ser discutidos aisladamente. «La civilización —escribí— puede ser transmiti-
da, no puede enseñarse en cursos que tengan como finalidad un examen». Quizá
les parezca ésta una conclusión decepcionante para tan importante debate.
Publicado en Temas de nuestro tiempo. Propuestas del siglo XX acerca del saber y del arte, Debate,
Madrid, 1997.