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ENFOQUES DE LA HISTORIA DEL ARTE:

TRES PUNTOS DE DISCUSIÓN


Ernst H. Gombrich

El problema de explicar

En ciencia, tratamos de explicar un hecho individual remitiéndolo a una ley


general de la naturaleza. Si suelto este lápiz y se cae, explicamos este hecho
mediante la ley de la gravedad de Newton. Estrictamente hablando, esto no es
del todo así. Pues si este lápiz estuviera hecho de un material ligero y lleno de gas,
podría no caer sino alzarse hasta el techo como un globo, siendo más ligero
que el aire que desplaza, lo que puede hacernos recordar la ley de la flotación
de los cuerpos descubierta por Arquímedes, que se emocionó tanto con ella que
corrió desnudo por las calles de Siracusa gritando «¡Eureka!» (¡Lo encontré!).

Contrariamente a los científicos, que han tenido muchas razones desde los
tiempos de Arquímedes para gritar ¡Eureka!, nosotros los humanistas hemos
sido menos afortunados, y ello por la razón evidente de que los hechos que
tratamos de explicar tienden a ser inmensamente complejos y nunca pueden
reducirse a una ley fácilmente formulada, que podríamos describir como la
causa del hecho.

Incluso así, estoy de acuerdo con Karl Popper en que no hay diferencia en
principio entre explicar la historia y explicar la ciencia: la diferencia está en la
dirección de nuestro interés. Nosotros los humanistas estamos menos interesa­
dos en cuestiones generales, como por qué caen, se hunden o flotan los cuerpos,
que en los casos individuales, los hechos particulares, como el resultado de una
Cabeza de Apóstol, Jorge Oteiza, 1953. batalla o la difusión de un estilo.

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La necesidad de explicar los hechos singulares no es realmente característica de la
historia. También surge con bastante frecuencia en nuestra vida diaria, y es útil
recordar esos ejemplos en primer término. Piénsese en uno de los muchos acci­
dentes o desastres que leemos en los periódicos: una explosión, un accidente
aéreo, Chernóbil o el desastre del ferry de Zeebrugge. En cada uno de estos casos
se reúnen comités de expertos para determinar las causas, no sólo para fijar la
res­ponsabilidad y los costes legales, sino también para tratar de evitar la repeti-
ción del accidente. Es útil recordar que estos expertos trabajan dentro del marco
de la ciencia. Saben que un ferry no puede flotar en la superficie cuando las
puertas de proa están abiertas y dejan entrar el agua, y que un avión se estrella
cuando los motores se paran. No mencionan estas leyes generales en su informe
final porque se dan por supuestas. Lo que ellos quieren descubrir en cada caso es
la combina­c ión de causas que en último término han conducido al trágico
resultado, y saben perfectamente que se verían enfrentados a lo que se llama
un «retroceso infinito» si siguieran cada causa individual hasta sus antecedentes.
Pueden descu­brir, por ejemplo, que el miembro de la tripulación del ferry cuyo
trabajo consis­tía en cerrar las puertas se fue a dormir en lugar de cerrarlas, pero
no profundizan en la cuestión de por qué tenía sueño o se descuidó. Estos hechos
pueden influir quizá en su opinión para la defensa en un proceso posterior, pero
no son aquello sobre lo que se les encargó investigar.

Lo que siempre se pide hacer es eliminar las explicaciones erróneas, digamos el sabo-
taje o quizá la magia negra. Si alguien tratase de explicar un desastre indican­do el
hecho de que ocurrió en viernes 13, o porque el planeta Saturno estaba en la
casa de Acuario, nos sentiríamos inclinados a rechazar esta explicación como un
sin sentido. Creo que, para el historiador, este rechazo de una explicación falsa
o ingenua es tan importante como la búsqueda de teorías causales mejores y más
correctas. Debemos limpiar el terreno de basura antes de poder construir.

Si se me pregunta cómo llegué a interesarme en tantas así llamadas disciplinas


fuera de mi propio campo, no necesito más que citar los escritos del primer his­
toriador del arte, Giorgio Vasari, concretamente el Prefacio de la segunda parte
de su Vidas de los pintores publicado en 1550:

Cuando me dispuse por vez primera a escribir estas vidas, no era mi intención dar
noticia simplemente de estos artistas y, por así decirlo, presentar un inventario de su
trabajo; ni tampoco habría considerado un fin que mereciese la pena para mis largas
y arduas horas de trabajo rastrear cuántos eran, su lugar de origen o el lugar donde
trabajaron o en el que pueden encontrarse actualmente sus obras, porque todo esto
pude haberlo hecho por medio de una simple tabulación, sin dar en ninguna parte mi
propia opinión.

Siguiendo el ejemplo de los antiguos historiadores, Vasari, contemporáneo de


Maquiavelo y de Guicciardini, procede entonces a explicar lo que considera las
verdaderas tareas de un futuro historiador, y confiesa que tales son las que adoptó
como modelo, esforzándose no sólo por expresar su juicio sino también por expli-
car «las causas y las raíces del estilo». Con nuestra expectación estimulada de esta
forma, podemos sentir una sensación de anticlímax cuando Vasari presenta su ex-
plicación. Atribuye lo que llama el rena­cimiento de las artes principalmente al aire
especial de Toscana, mientras que también expresa su convicción de que las artes se
parecen al cuerpo humano al nacer, crecer, madurar y declinar. Semejante analogía,
como saben, está aún muy extendida en los escritos históricos, en los que abundan
términos biológicos como «decadencia».

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Cualquiera que se tome estos asuntos en serio puede quedar sorprendido por
la falta de adecuación de la explicación que los historiadores del arte han usado
en el contexto de sus narraciones. Apenas necesito mencionar lo que he llama-
do las tendencias mitológicas de la historiografía romántica. La mitología,
por supuesto, puede ser descrita como una forma primitiva de explicación.
Utilizan­do uno de los ejemplos de Popper: los antiguos explican una tormenta
o un terremoto con la teoría de que Neptuno estaba furioso, o una plaga por la
omi­sión de un sacrificio exigido por los dioses. La historiografía romántica, tal
como yo lo veo, está llena de entidades mitológicas como el Zeitgeist, el Volksgeist,
el proceso de producción y el mecanismo de la evolución psicológica que se supo-
ne que explican el destino histórico de las culturas.

Es una tarea interesante, aunque algo descorazonadora, revisar los escritos de


algunos de nuestros mejores historiadores del arte para sondear las explicaciones
que incidental o sistemáticamente ofrecen a sus lectores. Tomemos a Bernard
Berenson, sin duda un gran historiador del arte, cuyas tabulaciones, como
hubie­se llamado Vasari a sus listas, representan sin duda un hito en nuestra dis-
ciplina. Pero cuando se trata de «la causa y las raíces del estilo», por usar una vez
más la expresión de Vasari, esto es lo que dice Berenson en su brillante ensayo
sobre los pintores venecianos, publicado por primera vez hacia 1890:

El creciente deleite por la vida con el consecuente amor por la salud, la belleza y la
alegría se sentían más poderosamente en Venecia que en ningún otro lugar de Italia.
La explicación de todo esto puede encontrarse en el carácter del gobierno veneciano,
que era de un modo tal que dejaba poco lugar a la satisfacción de la pasión por la
gloria personal, y mantenía a sus ciudadanos tan ocupados con deberes de Estado que
tenían poco tiempo para aprender. Así pues, algunas de las principales pasiones del
Renacimiento no encontraron salida en Venecia, por lo que las demás pasiones habían
de ser aún más satisfechas.

Fue en contra de este tipo de charla fácil contra lo que reaccionó la Escuela de
Viena de historia del arte, insistiendo en que su disciplina debía aspirar al esta-
tus y precisión de las ciencias. Uno encuentra esta ambición desmedida sobre
todo en los escritos del gran Alois Riegl, que murió en 1905 dejando una obra
que aún se considera como algo que plantea un desafío a sus sucesores. Fue
Riegl el que intentó apoyar la historia del arte en la ciencia de la psicología tal
como la conocía él. Según la tradición de aquella época, que se remonta a varios
siglos atrás, hemos de analizar la percepción en sus principales componentes,
vista y tacto. El ojo, según se creía, puede ser considerado como un instrumento
óptico semejante a una cámara fotográfica, que permite que una imagen del
mundo exterior se forme en la retina. Esta imagen era necesariamente plana,
por lo que nuestra experiencia del espacio, de la tercera dimensión, procedía
exclusivamente del tacto. Usando este simple marco, Riegl desarrolló una teoría
que lo abarcaba todo, según la cual la representación de la naturaleza en el arte
sufría ciclos de cambios, desplazándose del tacto a la visión, o, como decía él, de
lo háptico a lo óptico. Los antiguos egipcios construían sus imágenes a partir del
conocimiento adquirido por el tacto; los impresionistas, a partir de la imagen en
la retina. Riegl proponía explicar este proceso secular por medio de la teoría de
que el deseo de formar del hombre (Kunstwollen) se desplazaba con una especie de
regularidad de reloj desde el polo de lo «háptico» al de lo «óptico».

Unidad triple y liviana, Jorge Oteiza, 1950. La habilidad, ingenuidad y conocimiento con los que Riegl construyó sus obser­
Coreano, Jorge Oteiza, 1950.
vaciones sobre arte figurativo, sobre ornamentos y arquitectura, dentro de este

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esquema, que incluso extendió hasta incluir el desarrollo de la filosofía, deben sin
duda despertar admiración, pero habiendo leído a Riegl con gran atención duran-
te mis días de estudiante, sentí la necesidad de examinar las evidencias de nuevo.

No hace falta decir que este deseo no suponía una falta de respeto por el autor
de tales teorías; en cierto modo, siempre deseamos sondear las teorías antes de
adoptarlas en nuestro trabajo. En este caso en particular es sin duda evidente que
la psicología de la percepción en uso hoy día difiere enormemente de las ideas
sim­plistas acerca de la visión y el tacto con las que trabajaba Riegl. Para mencionar
sólo un factor, somos mucho más conscientes que él del papel del movimiento en
nues­tra percepción del espacio. Por decirlo de una manera algo más técnica, es
el flujo de la información que nos alcanza desde el mundo visual lo que influye
decisiva­mente en nuestra percepción. Uno de los problemas al que se enfrenta
el pintor que quiere representar un aspecto del mundo visual es naturalmente el
de que las imágenes no se mueven. Debe detener el flujo de información en la que
suele apo­yarse, y esto no es un hecho trivial. Por hacer corta una historia larga,
este hecho explica la observación de que la imitación de la naturaleza en el arte es
una habili­dad, codificada en la tradición, que debe aprenderse; punto sobre el que
volveré. También era el tema de mi libro Arte e ilusión, en el que trataba de explicar
la len­ta evolución de los estilos naturalistas, a partir de lo que uno podría llamar
méto­dos pictográficos hacia métodos más o menos fotográficos.

Pero permítanme subrayar con insistencia que la psicología de la percepción


que me interesó en aquel libro no puede ofrecer nunca más que una explicación
muy parcial de un hecho individual en nuestro campo. Puede aportar uno de
los hilos del complejo tejido de causas y hechos interactivos, pero habrá siempre
un millar más: la disposición psicológica para disfrutar del esplendor y el brillo
y los efectos contrapuestos de la sofisticación, que se resiste a esos primitivos de-
leites; los aspectos sociales de la competencia, el deseo de superar al rival en un
efecto particular, un deseo que también presupone que hemos de tener infor-
mación de lo que el rival ha logrado. He escrito sobre el efecto de subasta, que
llamé la lógi­ca de Vanity-Fair.

Contemplando el mundo de las modas y los estilos, el historiador se dará cuenta


de que algún rasgo en particular llamará de pronto la atención y se volverá objeto
de rivalidad. Puede ser el largo de las faldas, el tamaño de las orquestas con las que
los principillos de Alemania competían, o el atrevimiento para romper tabúes
sociales en el escenario con cada vez más desnudez, tal como hemos presenciado
en nuestro tiempo. He sugerido que forma parte de esta lógica el hecho de que
para atraer la atención se debe ser diferente, y que por tanto hemos de pensar en
algo diferente tan pronto como los demás se hayan acostumbrado a nosotros. Es
impor­tante darse cuenta de que estos asuntos no son realmente competencia de
la psico­logía. No están enraizados en lo que se llama naturaleza humana, porque,
después de todo, hay muchas sociedades en las que no hay rivalidades semejan-
tes. Lo que debe tenerse en cuenta en estos hechos es también lo que Popper llamó
la lógica de las situaciones. Él hablaba de esos modelos simplificados como los
que hoy son familiares, procedentes de la ciencia de la economía, que investigan
los posibles efectos de un movimiento determinado. Utilizando su ejemplo: si al-
guien quiere comprar una casa en una zona determinada, quiere pagar lo menos
posible, pero el hecho mismo de que haya entrado en el mercado, ya hace que
el precio suba. En una escala más drástica, hemos experimentado el efecto de la Figura para el regreso de la muerte, Jorge Oteiza, 1950.
introducción de los ordenadores como al menos una de las causas del reciente
San Francisco de Asís, Jorge Oteiza, 1953.

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hundimiento de la Bolsa. Si se programan los ordenadores para vender acciones
cuando su precio baja por debajo de un determinado punto, cada vez más accio-
nes entrarán en el mercado en un efecto de reacción que hará bajar los precios
cada vez más.

Incluso en este caso debe uno tener cuidado con acertar con una explicación que
realmente explica demasiado y que nunca permitirá que la situación se solucio-
ne. De modo bastante general, resulta evidente que el historiador debe aplicar lo
que se llama sentido común. Se le ofrecen demasiadas teorías excesivas contrapues-
tas: mar­xismo, racismo, psicoanálisis, estructuralismo y otras teorías globales que
pretenden explicar la totalidad del comportamiento humano y de la historia. Estas
pretensiones suenan a menudo atractivas: operan con ejemplos seleccionados y
prometen al que las practica un método seguro para trabajar con su material, pero
un momento de reflexión debería convencerle de que su promesa está condenada
a ser espúrea. Está condenada a ser espúrea porque las explicaciones que buscamos
dependerán siempre de nuestro interés y de las preguntas que queramos hacer.

Cuando dirigí un seminario sobre estas cuestiones de método al que asistieron


varios excelentes historiadores jóvenes, desarrollamos una especie de lenguaje
taquigráfico para este problema. Lo llamamos cupología (cupology). La palabra
surgió porque uno de nosotros cogió una taza de té (teacup) que permanecía
en la mesa e intentó enumerar todas las preguntas que pudiéramos hacer so-
bre ella. Se podía empezar preguntando de qué estaba hecha: si estaba hecha
de porcelana, el hilo del pensamiento nos llevaría inmediatamente hacia la
fascinante historia de su fabricación, y si estaba hecha de plástico, más aún. Si
preguntábamos por qué tenía asa, necesitábamos algo de física elemental para
explicar la conducción del calor hasta los dedos. Había que echar mano de la
medicina para explicar la popularidad del té como refresco, y de la geografía
para describir cómo llegó el té a Occidente desde China. Necesitábamos de la
botánica para hablar de las plan­taciones de té, por no hablar del trágico efecto
del desplazamiento de tamiles al antiguo Ceilán hecho por los británicos para
que trabajasen en dichas plantacio­nes. Seguramente, no sería difícil introducir la
estética o la sociología. Adecuada­mente manejadas, cada una de esas preguntas
podía tener como resultado un artículo interesante, o incluso un libro. Decidir
qué pregunta se haría siempre permanecería con nosotros. Necesitábamos ser
parcialmente guiados por la tradi­ción de la investigación de esas materias, en
parte también por la suerte que per­cibimos al descubrir algo nuevo. Lo que nece-
sita el historiador de estos temas es algo de tacto y algo de olfato, lo que se llama
«tener vista» en un problema.

A menudo se nos anima a embarcarnos en investigaciones interdisciplinarias,


pero no estoy nada seguro de que éste sea un método válido. Lo que llamamos
disciplinas son, en el mejor de los casos, materias de conveniencia organizativa en
la vida académica. Es probable que sea conveniente tener un departamento de
sánscrito en el que puedan encontrarse los diccionarios y textos relevantes para
estudiarlo, y también los especialistas a los que se pueda consultar. Pero cada uno
de esos especialistas hará seguramente preguntas muy distintas, preguntas de
filo­logía comparativa, de historia de la religión o del desarrollo de la lógica sánscri-
ta. Cada uno de ellos debe ser capaz de mirar por la ventana, pues si bajamos las
persianas y cerramos las contraventanas, no veremos absolutamente nada.

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Tecnología y tradición

Como indiqué con anterioridad, creo que la historia del arte puede concebirse en
términos de progreso tecnológico, una serie de invenciones técnicas que conducen
a la perfección creciente de la imitación de la naturaleza, que naturalmente no es lo
mismo que la perfección estética. No sólo puede ser concebida así la historia del
arte, sino que fue escrita de esa forma por los primeros historiadores del arte en la
antigüedad y en el Renacimiento. Si abren los libros 35 y 36 de Historia natural de
Plinio, escrita al principio de nuestra era, encontrarán que menciona regularmente
las mejoras técnicas introducidas por artistas individuales. Se decía que un tal
Cimón de Cleona había inventado la pintura de los perfiles, y también de las cabe­
zas, mirando hacia atrás, hacia arriba o hacia abajo. Distinguía entre las articulacio­
nes de los miembros y hacía que las venas fuesen visibles. El famoso Polignoto
empezó a pintar personas con la boca abierta, mostrando los dientes, superando
así la rigidez de sus rasgos. Parrasio fue el primero que aportó la simetría a las pintu-
ras, que comunicó expresión a la cabeza, y que pintó el pelo de una manera hermo-
sa. Y así sucesivamente. Plinio recopiló estas caracterizaciones bastante primitivas
a partir de fuentes griegas que están perdidas para nosotros. Primitivos o no, no hay
duda de que la historia del arte debe su existencia a la constatación de que los mé-
todos de los artistas habían cambiado y estaban cambiando en el momento en que
vivían esos escritores, y que las obras de arte producidas unas cuantas generaciones
o siglos antes les parecían rudimentarias y torpes.

Tal como sabemos, Vasari contempló el desarrollo de la pintura y la escultura


hasta su propia época de modo similar, aunque con mayor comprensión y sofis-
ticación. Su trabajo se convirtió en el relato autorizado del desarrollo del arte
ita­liano de los siglos XIII al XV, pero desde el período romántico, su inclinación
tecnológica supuso un cierto embarazo para los historiadores del arte. Con razón
dudaban en hablar de progreso entre tan grandes maestros como Giotto y Fra
Angélico, Botticelli y Miguel Ángel. La devaluación de la capacidad técnica en el
arte y la enseñanza del arte en el siglo XX contribuyó más aún a este embarazo.
La historia del arte no debe enseñarse como una historia de progreso tecnológico,
sino como la historia de diversos estilos, cada uno de ellos perfecto por derecho
propio como expresión válida de su época.

Tomo un camino diferente. No es que quiera negar las glorias del arte arcaico o
románico, que ya no necesitan defensor alguno. Pero en mi trabajo he llegado a
convencerme de que el punto de vista tecnológico ha sido tristemente descuida-
do en la historia del arte y es hora de recuperarlo.

Cuando hablé en la primera parte de este ensayo de cupología, subrayé que se pue­de
ir en cualquier dirección a partir de cualquier objeto y encontrar problemas intere­
santes que investigar. Pero precisamente porque es así, creo que no debemos sentir-
nos fácilmente tentados de descuidar el objeto en sí. Debemos aprender a centrarnos
en él más que a producir lo que podríamos llamar las tendencias centrífugas de
ciertas modas intelectuales. No hay duda de que es interesante, cuando estudiamos
las artes de Florencia, aprender acerca de la estructura de clases de esa ciudad, sobre
su comer­cio o sus movimientos religiosos. Pero al ser historiadores del arte, no de-
beríamos irnos por la tangente, sino más bien aprender todo lo que podamos acerca
del arte del pintor. Deberíamos preguntarnos a nosotros mismos de qué modo
esos maestros conseguían determinados efectos, y cómo esos efectos o trucos fueron
introducidos o modificados; precisamente el tipo de cuestión que planteaba Vasari.
Mujer sentada, Jorge Oteiza, 1950.

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He descubierto, en mi trabajo, que se ha hecho tan poco a este respecto que a
veces me he sentido llevado a decir que no tenemos aún una historia del arte
merecedora de ese nombre. Más o menos el único aspecto de esta historia que ha
sido profundamente discutido es lo que llamamos la representación del espacio,
junto con la historia de la perspectiva. No hay documentación tan detallada
sobre la historia de la luz en la pintura o la representación de la textura. Me
quedé asombrado al descubrir, por ejemplo, lo poco que los historiadores del
arte se han ocupado de las formas de pintar ojos o de la cuestión de si el brillo
de los ojos se descubrió primero y luego se redescubrió. Me sentí igualmente
sorprendi­do al descubrir, estudiando el Trattato de Leonardo y sus preceptos
para pintar árboles y follaje con diferentes tipos de iluminación, cuan poca
atención se había prestado a la historia de esta evolución, aunque pude rendir
tributo a Modern Painters, de John Ruskin, una obra que sin duda no descuida el
aspecto manual de la pintura; pero fue escrito hace casi siglo y medio.

Supongo que no necesito apenas explicar cómo veo la conexión entre el estu­
dio de la tecnología, los trucos del oficio artesano y el estudio de la tradición.
Todos sabemos que el artesano aprendía mientras trabajaba como aprendiz de
un maestro, y que esos sistemas y métodos estaban cuidadosamente regulados
por los gremios. Pero incluso antes y después de que este sistema hubiese crista-
lizado, la necesidad de una artesanía en particular exigía la continuidad de esta
práctica. De este modo, lo característico de casi cualquier tradición artesanal es
la forma­ción de centros de maestría.

Vuelvan tan atrás en la historia como quieran, hasta los días en que Salomón
construyó su templo en Jerusalén. Leemos que mandó buscar a Jiram de Tiro,
hijo de un fenicio y hombre lleno de sabiduría, entendimiento y astucia, para
lle­var a cabo todo el trabajo en bronce. ¿Quién podría dudar de que el relato
refleja la situación, tan repetida a lo largo de la historia, de que en ausencia de
una tradición local se llamaba a un maestro de un centro de reconocida maestría?
En siglos posteriores, la ciudad de Damasco dio nombre a cuchillas de alta cali­
dad, mientras que en el medievo, la región del Mosela producía hermosas obras
de orfebrería mosana de las que los tesoros de las iglesias de Europa contienen
tan bellos ejemplos. Todos conocemos las alfombras persas, el encaje de Bruselas,
los azulejos de Delft, la porcelana de Dresde o los violines de Cremona, por enu­
merar unos pocos ejemplos más al azar, y, en tiempos más recientes, los relojes
suizos, las cámaras japonesas y, quizá, el whisky escocés.

Francamente, no sé si algún historiador sociológico ha emprendido la tarea de


investigar este fenómeno como tal; quizá hubiera descubierto que hay demasia-
das variables en juego como para que se trate de un campo de estudio prove-
choso. Muchas tradiciones artesanales dependen sin duda de la disponibilidad
de los materiales, como la arcilla o la laca, y, con ellos, de las herramientas y el
equipo que pasan literalmente de maestro a aprendiz. Pero lo que realmente
importa es obviamente un tipo de habili­dad que no puede aprenderse de un día
para otro, lo que llamamos el «saber hacer», que es más que un conocimiento
teórico y más bien un saber sentir el material y los problemas del oficio, que ha
de convertirse en una segunda naturaleza.

Sé perfectamente que la artesanía sola no es lo mismo que el genio artístico. Dou,


el maravilloso artesano, nunca se convirtió en un Rembrandt. Pero ¿podría el
propio Rembrandt haberse convertido en sí mismo si no hubiese dominado su

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oficio? Una vez más, creo que gran parte de la estética contemporánea tiende a
descuidar lo que he llamado el aspecto técnico de los grandes logros de la historia
del arte. Hasta donde nosotros sepamos, estos trascendentales logros siempre
han surgido del suelo preparado y fertilizado por una gran tradición artesanal.
Creo que en este y en otros aspectos, tendemos a usar la palabra creatividad
con dema­siada ligereza. La creatividad no surge de la nada. Es el impulso de la
búsqueda de las posibilidades y la variedad de soluciones que ofrece la tradición
artesanal lo que producirá novedad y originalidad, porque lo que el artesano
aprende no es sólo a copiar sino también a variar, a explotar sus recursos al
completo y a expri­mir su habilidad hasta los últimos límites de lo que una tarea
permita y sugiera. Esto es lo que casi todo maestro hará, pero el individuo
destacado trascenderá este alto nivel y producirá una obra que luego veremos
como la culminación de la tradición: un violín Stradivarius en Cremona, un
Taj Mahal en India, o la vidriera de cristal emplomado de la Belle Vierge en la
catedral de Chartres. La cuestión que quisiera plantear brevemente es si hay
una explicación posible a estos puntos cumbre en la historia del arte.

Nosotros, los historiadores del arte, estamos tan acostumbrados a reconocer la


importancia de estos centros de maestría que no dudamos en llamar a una pin-
tura o un manuscrito iluminado «provinciano» si creemos que no llega al nivel
de altura medio de la tradición. Pero ¿por qué tendría una obra producida en un
taller de pro­vincias, lejos de los centros importantes, que carecer de maestría? ¿Por
qué no iba a poder un hombre de talento y originalidad haber vivido y trabajado
en cualquier parte y producido obras que igualasen o sobrepasasen a los más re-
nombrados crea­dores de la época? Es una cuestión por la que también se interesó
la mente de Vasari, y su respuesta tiene un fuerte cariz sociológico. El atribuye la
decadencia en los nive­les medios a la falta de competitividad. De este modo, nos
explica la razón por la que el gran Donatello decidió volver a Florencia tras haber
terminado sus maravillosas obras en Padua. Descubrió, según Vasari, que había ha-
llado demasiadas alabanzas y aplausos. Prefería volver a su ciudad natal, donde era
constantemente criticado, por­que esas severas críticas le harían trabajar más duro y
por tanto lograr mayor gloria.

He citado en alguna otra parte el maravilloso análisis de Vasari sobre la situación


florentina en su Vida del Perugino, que de nuevo se centra en el vigorizante clima
artístico de Florencia, donde había que ser realmente bueno si se quería sobrevivir.
Sabemos que Vasari no sólo hablaba por él mismo. Cuando Durero llegó de Nurem-
berg a Venecia, advirtió con cierta sorpresa que un grabador veneciano al que había
admirado en Alemania, Jacopo Barbari, no era demasiado apreciado en su ciudad
natal. «La gente dice —escribió Durero— que si fuera mejor, se habría quedado
aquí». En otras palabras, habría desafiado la competencia de sus rivales.

No habría referido estos testimonios si no creyese que hay algo en esta explica­
ción sociológica de la maestría artística. Lo que se deduce implícitamente, por
encima de todo, es la importancia de una audiencia crítica, un público de enten­
didos discriminantes cuyas exigencias no permiten que el artista se conforme
con nada que no sea lo mejor. Verdaderamente, si hablamos aquí de tradiciones,
nun­ca debemos olvidar el papel del consumidor, patrocinador o cliente, que es
un importante elemento de la ecuación.

En mi ensayo «Historia del arte y ciencias sociales» subrayaba el hecho de que


este aumento de público informado no se limita en modo alguno a las artes, y

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que no hay ningún tipo de manifestación o habilidad en ninguna cultura que
carezca de sus entendidos o sus aficionados. Siempre habrá un círculo de segui-
dores que puedan discutir y apreciar los así llamados puntos más delicados,
y cuya respuesta contribuirá a establecer o hundir reputaciones. Hay tradiciones
de apreciación al igual que las hay de creatividad. El tema de la última parte de
este ensayó será el de que descuidamos esta tradición en perjuicio nuestro.

¿Humanidades «sin valor»?

Mi respuesta a la pregunta planteada por el título no sorprenderá a nadie.


Siempre he estado convencido de que las humanidades han de depender de
un sistema de valores y de que esto es precisamente lo que las distingue de las
cien­cias naturales. Incluso así, puede que siga mereciendo la pena repetir mis ra-
zones para tener esta opinión, porque hay actualmente una poderosa tendencia
intelec­tual que apoya el punto de vista contrario. Lo que a veces se llama «la nue-
va his­toria del arte», que a veces pero no necesariamente se alía con una interpre-
tación marxista, aspira precisamente a la eliminación de los prejuicios burgueses
y el conservadurismo académico. ¿Por qué estudiar sólo a Rafael o Rembrandt?
¿No debería el historiador ser tan neutral como el científico? El astrónomo no
estu­diará las estrellas para hacer su análisis espectral por lo bonito que es su
brillo, y el botánico no se limitará a las rosas o a los tulipanes.

Naturalmente, hay algo de cierto en este argumento. No hay razón por la que un
historiador del arte no deba estudiar a los maestros menores o los humildes pro-
ductos de las artesanías populares. Al igual que el lingüista se ocupará de cualquier
texto de la lengua que estudia, un conjuro mágico, una oración, un contrato o una
oferta de venta, del mismo modo el estudiante de imágenes debe estar preparado
para ocuparse de cualquier producto de esta clase. La razón por la que soy escéptico
ante esta pre­tensión que ha sido formulada para una nueva historia del arte, no
es que me parezca errónea o no me guste, sino que no veo lo que hay de nuevo
en ella. Hemos practica­do este tipo de disciplina durante varios siglos; se llama
arqueología, un tipo de estu­dio que floreció especialmente en Inglaterra, donde la
Sociedad de Anticuarios fue fundada allá por el siglo XVIII. Si volvemos las páginas
de su Diario y de su Anuario, no veremos muchas pinturas de Rafael entre las ilus-
traciones, sino figurillas, cacha­rros, vigas talladas o lápidas; en resumen, cualquier
objeto que interese al arqueólogo como prueba para sus investigaciones, ya sean
antiguos poblados, rutas comerciales, tipos de cultivo o cualquier otro aspecto de
nuestra historia. La arqueología puede realmente decir que es una ciencia, y hace
un uso creciente de herramientas y méto­dos científicos, como la datación con car-
bono, el análisis del polen o la termoluminiscencia. Ni que decir tiene que estos
métodos también se han introducido en la histo­ria del arte, porque no podemos
permitirnos desperdiciar cualquier tipo de evidencia o fuente de información. Pero
tampoco podemos permitirnos carecer de un principio de selección, de un punto
de vista. Una vez más les recuerdo aquí lo que llamamos cupología. La cupología, si
lo entiendo correctamente, pertenece a la arqueología. Cualquier taza o jarra puede
servirnos para hablar e investigar sobre una de las innumerables cadenas de causa
y efecto que tuvieron como último resultado el objeto que se halla ante nosotros.
Pero en tanto que historiadores del arte, tenemos una ambición diferente. Nos
ocupamos de la historia del arte, y el arte es una organi­zación de valores. De acuerdo
en que estoy aquí haciendo una petición de principio. Tal como he subrayado en
algún otro lugar, hay dos significados en el término «arte» en inglés: uno, neutro,
Maternidad, Jorge Oteiza, 1949.

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que describe cualquier imagen, como cuando hablamos del arte infantil o el arte de
los locos; y uno valorativo, como cuando decimos «esta debe de ser la obra de un
loco, pero lo que ha producido es una obra de arte». No podemos decir esto sin una
escala implícita de valores, y no podemos encontrar esta escala en los objetos; sólo
podemos encontrarla en nuestra propia mente. La historia del arte, como la historia
de la literatura o la historia de la cocina, se ocupa de logros. En la segunda parte de
este ensayo destacaba algunas de las condiciones para estos logros: la competencia
de los artesanos y el estímulo de un público selectivo. Esta selección también puede
equivocarse o ponerse en peligro por las modas intelectuales o por preocupaciones
esnobs. Puede haber ocurrido en Holanda a finales del siglo XVII, cuando las mo-
das afrancesadas destruyeron las tradiciones locales; puede haber ocurrido de nuevo
en nuestros propios días, cuando el culto al progreso amenazó la continuidad del
arte. Pero estén ustedes de acuerdo con este veredicto o no, no podemos siquiera
discutirlo sin nuestras propias escalas de valores.

Puedo muy bien imaginar que aquellos que hayan leído mi ensayo Historia del
arte y ciencias sociales quedarán decepcionados por mi comentario sobre los valores
en las artes. Habiendo insistido largo y tendido en que creía en la realidad de esos
valores, en que estaba seguro de que Miguel Ángel era ciertamente un artista más
grande que el pintor inglés del siglo XVII John Streater, me descubrieron confesan-
do que esas cosas no pueden demostrarse por medio de argumentos. Mencioné a
los muchos profesores que hoy sienten la necesidad de convencer a sus estudiantes
de la realidad de esos logros, pero expresé el punto de vista de que esos valores están
dema­siado profundamente enraizados en la totalidad de nuestra civilización como
para ser discutidos aisladamente. «La civilización —escribí— puede ser transmiti-
da, no pue­de enseñarse en cursos que tengan como finalidad un examen». Quizá
les parezca ésta una conclusión decepcionante para tan importante debate.

Me alegra muchísimo descubrir que puedo reforzar esta conclusión citando la


autoridad del gran historiador holandés Johan Huizinga. Supongo que he leído
esta importante declaración mucho antes de haber escrito mi artículo, pero
había olvidado lo mucho que le debía. Hablo de su breve artículo «La definición
de la noción de historia». El artículo se opone a unas cuantas definiciones que
Huizinga encontró en autorizados libros alemanes de texto para estudiantes de
historia que se concentraban en la historia como ciencia. Sin desear en modo
alguno negar las aspiraciones científicas del historiador moderno, Huizinga
encontró este punto de vista demasiado estrecho. Después de todo, la his-
toria existía como búsqueda mucho antes de que se estableciera la historia
académica.

Al reflexionar acerca de la historia de la historiografía, Huizinga subrayó co-


rrectamente lo que también yo he destacado, es decir, que toda la historiografía
debe ser selectiva. Imaginemos a un historiador moderno visitando un archivo
para continuar su investigación. Encontrará sala tras sala y estante tras estante
lle­nos de montañas de archivos. Son los registros escritos de una pequeña selec-
ción de hechos que ahora permanecen en el pasado, quizá registros de ventas
de tie­rras, archivos policiales, o actas de nacimientos y muertes. Lo que llama-
mos investigación histórica no es naturalmente más que una búsqueda entre
estos registros, la búsqueda de una respuesta a la pregunta que nos interesa en
ese momento. Como dice Huizinga: «El pasado como tal sin una cualificación
poste­rior no significa más que el caos».

ENFOQUES DE LA HISTORIA DEL ARTE: TRES PUNTOS DE DISCUSIÓN 51


Cada civilización ha concebido la historia como una búsqueda de sus propios
orígenes. Las culturas más antiguas recibieron su historia en forma de mitos y
con el aspecto de poemas épicos como los de Homero. Apenas tendré que insis-
tir en el papel que el culto a los antepasados y las exigencias legales basadas en
el linaje desempeñaron en la formación de la historiografía. Por tanto, Huizinga
lle­ga a la conclusión de que la historia se define de la mejor manera como «la
forma intelectual en la que una civilización da cuenta a sí misma de su pasado».

Adviertan que esta definición no excluye las investigaciones gratuitas de la his­


toria de los asentamientos o de las rutas comerciales, que yo relegué a la arqueo­
logía. La nuestra es una civilización racional y pide respuestas racionales basadas
en las pruebas que puedan comprobarse con métodos científicos. Pero nuestra
civilización, como todas las civilizaciones, también se mantiene unida gracias
a valores sociales, morales o estéticos. Son esos valores los que a mí me parecen
representados por lo que yo llamo los cánones del arte, los niveles de maestría
sin los cuales no habría historia del arte. He mencionado antes que los primeros
his­toriadores del arte seleccionaban su material por medio de los criterios del
pro­greso tecnológico en la representación de la naturaleza. Lo hacían así porque
esos eran los modelos de sus propias civilizaciones. Todos sabemos que esos
modelos han fluctuado y cambiado. Prácticamente cada nuevo movimiento en
el arte ha buscado sus propios antepasados y ha influido en la escritura de la
historia del arte. El expresionismo alemán casi descubrió a Grünewald; los
surrealistas no sólo admiraban a El Bosco, sino que incluso erigieron un pedestal
especial para Arcimboldo, que no ha entrado aún en mi canon. En cualquier
caso, es una prueba de la vivacidad de nuestra civilización el que el canon se
revise a menudo y surjan nuevos valores. Esos valores no tienen por qué ser
mutuamente excluyentes; podemos apreciar tanto a Rafael como a Rembrandt,
a Dante como a Tolstói. Lo que no podemos hacer, desde mi punto de vista, si
queremos seguir practicando las humanidades, es rechazar cualquier modelo.
Deshumanizar las humanidades sólo puede conducir a su extinción.

Comentarios introductorios expuestos en el Erasmus Symposium, Holanda, mayo de 1988.

Publicado en Temas de nuestro tiempo. Propuestas del siglo XX acerca del saber y del arte, Debate,
Madrid, 1997.

Maternidad, Jorge Oteiza, 1928-1929.

52 I. FUNDAMENTOS CUATRO CUADERNOS. APUNTES DE ARQUITECTURA Y PATRIMONIO

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