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índice
EL VESTIDO DE TERCIOPELO .................................................... 1
LA SOGA ................................................................................. 4
EL ÁRBOL DE LA BUENA MUERTE ............................................. 5
LA BOLSA DE ARPILLERA .......................................................... 7
EL HOMBRE MUERTO .............................................................. 8
EL CUERVO ............................................................................ 10
LA MUERTE Y LA BRÚJULA ...................................................... 14
EMMA ZUNZ .......................................................................... 22
EL JARDÍN DE LOS SENDEROS QUE SE BIFURCAN ..................... 25
ESA MUJER ............................................................................ 32
ASÍ ES MAMÁ ........................................................................ 39
LA SALVACIÓN ....................................................................... 44
LA PROPIEDAD ....................................................................... 47
EL COLLAR ............................................................................. 50
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contacto de la felpa hacía rechinar mis dientes. Los alfileres caían sobre el piso de
madera y yo los recogía religiosamente uno por uno. ¡Qué risa!
–¡Qué vestido! Creo que no hay otro modelo tan precioso en todo Buenos Aires –dijo
Casilda, dejando caer un alfiler que tenía entre sus dientes–-. ¿No le agrada, señora?
–Muchísimo. El terciopelo es el género que más me gusta. Los géneros son como
las flores: uno tiene sus preferencias. Yo comparo el terciopelo a los nardos.
–¿Le gusta el nardo? Es tan triste –protestó Casilda.
–El nardo es mi flor preferida, y sin embargo me hace daño. Cuando aspiro su olor
me descompongo. El terciopelo hace rechinar mis dientes, me eriza, como me
erizaban los guantes de hilo en la infancia y, sin embargo, para mí no hay en el mundo
otro género comparable. Sentir su suavidad en mi mano me atrae aunque a veces
me repugne. ¡Qué mujer está mejor vestida que aquella que se viste de terciopelo
negro! Ni un cuello de puntilla le hace falta, ni un collar de perlas; todo estaría de
más. El terciopelo se basta a sí mismo. Es suntuoso y es sobrio.
Cuando terminó de hablar, la señora respiraba con dificultad. El dragón también.
Casilda tomó un diario que estaba sobre una mesa y la abanicó, pero la señora la
detuvo, pidiéndole que no le echara aire, porque el aire le hacía mal. ¡Qué risa!
En la calle oí gritos de los vendedores ambulantes. ¿Qué vendían? ¿Frutas, helados,
tal vez? El silbato del afilador y el tilín del barquillero recorrían también la calle. No
corrí a la ventana, para curiosear, como otras veces. No me cansaba de contemplar
las pruebas de este vestido con un dragón de lentejuelas. La señora volvió a ponerse
de pie y se detuvo de nuevo frente al espejo tambaleando. El dragón de lentejuelas
también tambaleó. El vestido ya no tenía casi ningún defecto, sólo un imperceptible
frunce debajo de los dos brazos. Casilda volvió a tomar los alfileres para colocarlos
peligrosamente en aquellas arrugas de género sobrenatural, que sobraban.
–Cuando seas grande –me dijo la señora– te gustará llevar un vestido de terciopelo,
¿no es cierto?
–Sí –respondí, y sentí que el terciopelo de ese vestido me estrangulaba el cuello con
manos enguantadas. ¡Qué risa!
–Ahora me quitaré el vestido –dijo la señora.
Casilda la ayudó a quitárselo tomándolo del ruedo de la falda con las dos manos.
Forcejeó inútilmente durante algunos segundos, hasta que volvió a acomodarle el
vestido.
–Tendré que dormir con él –dijo la señora, frente al espejo, mirando su rostro pálido
y el dragón que temblaba sobre los latidos de su corazón–. Es maravilloso el
terciopelo, pero pesa –llevó la mano a la frente–. Es una cárcel. ¿Cómo salir?
Deberían hacerse vestidos de telas inmateriales como el aire, la luz o el agua.
–Yo le aconsejé la seda natural –protestó Casilda.
La señora cayó al suelo y el dragón se retorció. Casilda se inclinó sobre su cuerpo
hasta que el dragón quedó inmóvil. Acaricié de nuevo el terciopelo que parecía un
animal. Casilda dijo melancólicamente:
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–Ha muerto. ¡Me costó tanto hacer este vestido! ¡Me costó tanto, tanto!
–¡Qué risa!
(de La furia, 1959)
La Soga (Silvina Ocampo)
A Antoñito López le gustaban los juegos peligrosos: subir por la escalera de mano
del tanque de agua, tirarse por el tragaluz del techo de la casa, encender papeles en
la chimenea. Esos juegos lo entretuvieron hasta que descubrió la soga, la soga vieja
que servía otrora para atar los baúles, para subir los baldes del fondo del aljibe y, en
definitiva, para cualquier cosa; sí, los juegos lo entretuvieron hasta que la soga cayó
en sus manos. Todo un año, de su vida de siete años, Antoñito había esperado que
le dieran la soga; ahora podía hacer con ella lo que quisiera. Primeramente hizo una
hamaca colgada de un árbol, después un arnés para el caballo, después una liana
para bajar de los árboles, después un salvavidas, después una horca para los reos,
después un pasamano, finalmente una serpiente. Tirándola con fuerza hacia delante,
la soga se retorcía y se volvía con la cabeza hacia atrás, con ímpetu, como dispuesta
a morder. A veces subía detrás de Toñito las escaleras, trepaba a los árboles, se
acurrucaba en los bancos. Toñito siempre tenía cuidado de evitar que la soga lo
tocara; era parte del juego. Yo lo vi llamar a la soga, como quien llama a un perro, y
la soga se le acercaba, a regañadientes, al principio, luego, poco a poco,
obedientemente. Con tanta maestría Antoñito lanzaba la soga y le daba aquel
movimiento de serpiente maligna y retorcida que los dos hubieran podido trabajar en
un circo. Nadie le decía: “Toñito, no juegues con la soga.”La soga parecía tranquila
cuando dormía sobre la mesa o en el suelo. Nadie la hubiera creído capaz de ahorcar
a nadie. Con el tiempo se volvió más flexible y oscura, casi verde y, por último, un
poco viscosa y desagradable, en mi opinión. El gato no se le acercaba y a veces, por
las mañanas, entre sus nudos, se demoraban sapos extasiados. Habitualmente,
Toñito la acariciaba antes de echarla al aire, como los discóbolos o lanzadores de
jabalinas, ya no necesitaba prestar atención a sus movimientos: sola, se hubiera
dicho, la soga saltaba de sus manos para lanzarse hacia delante, para retorcerse
mejor.Si alguien le pedía:—Toñito, préstame la soga.El muchacho invariablemente
contestaba:—No.A la soga ya le había salido una lengüita, en el sito de la cabeza,
que era algo aplastada, con barba; su cola, deshilachada, parecía de dragón.Toñito
quiso ahorcar un gato con la soga. La soga se rehusó. Era buena.¿Una soga, de qué
se alimenta? ¡Hay tantas en el mundo! En los barcos, en las casas, en las tiendas,
en los museos, en todas partes... Toñito decidió que era herbívora; le dio pasto y le
dio agua.La bautizó con el nombre Prímula. Cuando lanzaba la soga, a cada
movimiento, decía: “Prímula, vamos Prímula.” Y Prímula obedecía.Toñito tomó la
costumbre de dormir con Prímula en la cama, con la precaución de colocarle la
cabecita sobre la almohada y la cola bien abajo, entre las cobijas.Una tarde de
diciembre, el sol, como una bola de fuego, brillaba en el horizonte, de modo que todo
el mundo lo miraba comparándolo con la luna, hasta el mismo Toñito, cuando lanzaba
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la soga. Aquella vez la soga volvió hacia atrás con la energía de siempre y Toñito no
retrocedió. La cabeza de Prímula le golpeó el pecho y le clavó la lengua a través de
la blusa.Así murió Toñito. Yo lo vi, tendido, con los ojos abiertos.La soga, con el
flequillo despeinado, enroscada junto a él, lo velaba.
María Santos cerró los ojos, aflojó el cuerpo, acomodó la espalda contra el blando tronco del
árbol. Se estaba bien allí, a la sombra de aquellas hojas transparentes que filtraban la luz
rojiza del sol.
Carlos, el yerno, no podía haberle hecho un regalo mejor para su cumpleaños.
Todo el día anterior había trabajado Carlos, limpiando de malezas el lugar donde crecía el
árbol. Y había hecho el sacrificio de madrugar todavía más temprano que de costumbre para
que, cuando ella se levantara, encontrara instalado el banco al pie del árbol.
María Santos sonrió agradecida; el tronco parecía rugoso y áspero, pero era muelle, cedía a
la menor presión como si estuviera relleno de plumas. Carlos había tenido una gran idea
cuando se le ocurrió plantarlo allí, al borde del sembrado.
Tuf-tuf-tuf.
Hasta María Santos llegó el ruido del tractor. Por entre los párpados entrecerrados, la anciana
miró a Marisa, su hija, sentada en el asiento de la máquina, al lado de Carlos. El brazo de
Marisa descansaba en la cintura de Carlos, las dos cabezas estaban muy juntas: seguro que
hacían planes para la nueva casa que Carlos quería construir.
María Santos sonrió; Carlos era un buen hombre, un marido inmejorable para Marisa. Suerte
que Marisa no se casó con Laico, el ingeniero aquel; Carlos no era más que un agricultor,
pero era bueno y sabía trabajar, y no les hacía faltar nada.
¿No les hacía faltar nada?
Una punzada dolida borró la sonrisa de María Santos.
El rostro, viejo de incontables arrugas, viejo de muchos soles y de mucho trabajo, se nubló.
No. Carlos podría hacer feliz a Marisa y a Roberto, el hijo, que ya tenía 18 años y estudiaba
medicina por televisión.
No, nunca podría hacerla feliz a ella, a María Santos, la abuela...
Porque María Santos no se adaptaría nunca —hacía mucho que había renunciado a hacerlo—
a la vida en aquella colonia de Marte.
De acuerdo con que allí se ganaba bien, que no les faltaba nada, que se vivía mejor que en la
Tierra; de acuerdo con que allí, en Marte, toda la familia tenía un porvenir mucho mejor; de
acuerdo con que la vida en la Tierra era ahora muy dura... De acuerdo con todo eso; pero,
¡Marte era tan diferente!...
¡Qué no daría María Santos por un poco de viento como el de la Tierra, con algún
"panadero" volando alto!
—¿Duermes, abuela? —Roberto, el nieto, viene sonriente, con su libro bajo el brazo.
—No, Roberto. Un poco cansada, nada más.
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—¿No necesitas nada?
—No, nada.
—¿Seguro?
—Seguro.
Curiosa, la insistencia de Roberto; no acostumbraba ser tan solícito; a veces se pasaba días
enteros sin acordarse de que ella existía.
Pero, claro, eso era de esperar; la juventud, la juventud de siempre, tiene demasiado
quehacer con eso, con ser joven.
Aunque en verdad María Santos no tiene por qué quejarse: últimamente Roberto había
estado muy bueno con ella, pasaba horas enteras a su lado, haciéndola hablar de la Tierra.
Claro, Roberto, no conocía la Tierra; él había nacido en Marte, y las cosas de la Tierra eran
para él algo tan raro como cincuenta o sesenta años atrás lo habían sido las cosas de Buenos
Aires —la capital—, tan raras y fantásticas para María Santos, la muchachita que cazaba
lagartijas entre las tunas, allá en el pueblito de Catamarca.
Roberto, el nieto, la había hecho hablar de los viejos tiempos, de los tantos años que María
Santos vivió en la ciudad, en una casita de Saavedra, a siete cuadras de la estación.
Roberto le hizo describir ladrillo por ladrillo la casa, quiso saber el nombre de cada flor en el
cantero que estaba delante, quiso saber cómo era la calle antes de que la pavimentaran, no se
cansaba de oírla contar cómo jugaban los chicos a la pelota, cómo remontaban barriletes,
cómo iban en bandadas de guardapolvos al colegio, tres cuadras más allá.
Todo le interesaba a Roberto: el almacén del barrio, la librería, la lechería... ¿No tuvo acaso
que explicarle cómo eran las moscas? Hasta quiso saber cuántas patas tenían... ¡Cómo si
alguna vez María Santos se hubiera acordado de contarlas! Pero, hoy, Roberto no quiere
oírla recordar: claro, debe ser ya la hora de la lección, por eso el muchacho se aparta casi de
pronto, apurado.
Carlos y Marisa terminaron el surco que araban con el tractor. Ahora vienen de vuelta.
Da gusto verlos: ya no son jóvenes pero están contentos.
Más contentos que de costumbre, con un contento profundo, un contento sin sonrisas, pero
con una gran placidez, como si ya hubieran construido la nueva casa. O como si ya hubieran
podido comprarse el helicóptero que Carlos dice que necesitan tanto.
Tuf-tuf-tuf...
El tractor llega hasta unos cuantos metros de ella; Marisa, la hija, saluda con la mano; María
Santos solo sonríe; quisiera contestarle, pero hoy está muy cansada.
Rocas ondulantes erizan el horizonte, rocas como no viera nunca en su Catamarca de hace
tanto. El pasto amarillo, ese pasto raro que cruje al pisarlo, María Santos no se acostumbró
nunca a él. Es como una alfombra rota que se estira por todas partes: por los lugares rotos
afloran las rocas, siempre angulosas, siempre oscuras.
Algo pasa delante de los ojos de María Santos.
Un golpe de viento quiere despeinarla.
María Santos parpadea, trata de ver lo que le pasa por delante.
Allí viene otro.
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Delicadas, ligeras estrellitas de largos rayos blancos...
¡"Panaderos"!
¡Sí, "panaderos", semillas de cardo, iguales que en la Tierra!
El gastado corazón de María Santos se encabrita en el viejo pecho: ¡"Panaderos"!
No más pastos amarillos: ahora hay una calle de tierra, con algo de pasto verde en los bordes,
con una zanja, con veredas de ladrillos torcidos... Callecita de barrio, callecita del recuerdo,
con chicos de guardapolvo corriendo para la librería de la esquina, con el esqueleto de un
barrilete no terminando de morirse nunca, enredado en un hilo de teléfono.
María Santos está sentada en la puerta de su casa, en su silla de paja, ve la hilera de casitas
bajas, las más viejas tienen jardín al frente, las más modernas son muy blancas, con algún
balcón cromado, el colmo de la elegancia.
"Panaderos" en el viento, viento alegre que parece bajar del cielo mismo, desde aquellas
nubes tan blancas y tan redondas...
"Panaderos" como los que perseguía en el patio de tierra del rancho allá en la provincia.
¡"Panaderos"!
El pecho de María Santos es un gran tumulto gozoso.
"Panaderos" jugando en el aire, yendo a lo alto...
Carlos y Marisa han detenido el tractor.
Roberto, el hijo, se les junta, y los tres se acercan a María Santos.
Se quedan mirándola.
—Ha muerto feliz... Mira, parece reírse.
—Sí... ¡Pobre doña María!...
—Fue una suerte que pudiéramos proporcionarle una muerte así.
—Sí... Tenía razón el que me vendió el árbol, no exageró en nada: la sombra mata en poco
tiempo y sin dolor alguno, al contrario...
—¡Abuela!... ¡Abuelita!...
¡Papi, el hombre de la bodsa está allá adento! Emilce, agitada, señaló con su dedito de tres
años la puerta abierta de su cuarto. Se quedó quieta en la entrada del living, con su piyama
de animales pálidos puesto al revés y sosteniendo un oso de peluche. Había interrumpido así
la amena conversación de sobremesa que sus papás mantenían con sus lacanianos amigos.
–Bueno, Emilce, traelo para acá al Hombre de la Bolsa –le dijo su papá, dulce y profesional–.
Con lo tarde que es, debe tener un hambre bárbara. Vamos a convidarle unos trocitos de
budín.
Emilce salió disparada hacia su cuarto.
Un olor no precisamente agradable flotaba en el lugar. La madre de Emilce se acordó de la
vez que había abierto una lata de mejillones bastante pasada. Se levantó para ir a ver si…
pero terminó por sentarse de nuevo en su sillón, abombada por el alcohol.
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–Son cosas de la abuela –explicó su marido a los invitados, siguiendo con la pipa la dirección
que había tomado Emilce–. Lo mejor, en estos casos, es hacerles vivir la fantasía.
–Lógico –dijo la otra mujer–. Acuérdense de cuando Pichón se tiró al suelo abrazado al
paranoico que veía una locomotora venírsele encima.
Emilce volvió. En lugar de su oso de peluche traía de la mano al Hombre de la Bolsa. El espejo
que colgaba de la pared se estrelló en el piso con terrible estrépito. El mal olor se hizo
insoportable, repugnante. El padre de Emilce retrocedió, fascinado. Su amigo alcanzó a
ponerse de pie, tapándose la nariz con una servilleta.
El Hombre de la Bolsa llevaba un aludo sombrero negro lleno de agujeros y una capa gris,
como del siglo pasado, cubierta de lamparones. Era demasiado bajo, casi un enano. Era muy
sucio, infinitamente inmundo y viejo. Dejó en el suelo su bolsa de arpillera, que se movía con
leves temblores (chicos pensó el paralizado padre de Emilce) extrajo un trabuco naranjero de
entre sus harapos y apuntó al grupo.
–Sabed que no es de mi apetencia el budín inglés, señor mío –dijo, con una hedionda voz
seca, inolvidable–. Jamás vuestra merced nutrirme verame con otra cosa que no sea carne,
carne fresca. Además –agregó, con cortesía–, hoy sólo me he acercado con el único propósito
de llevarme a mi morada a la deliciosa Emilce.
Entre los gritos de las damas y la inoperancia de los caballeros, abrió su mugrienta bolsa y
metió a Emilce junto con los demás niños que esa noche constituirían su cena. Y desapareció.
La aldeíta donde nos detuvimos con nuestros carros, después de efectuar por largo
tiempo una mensura en el despoblado, contaba con un loco singular, cuya demencia
consistía en creerse muerto.
Había llegado allí varios meses atrás, sin querer referir su procedencia, y pidiendo
con encarecimiento desesperado que le consideraran difunto.
De más está decir que nadie pudo deferir a su deseo; por más que muchos, ante su
desesperación, simularan y aquello no hacía sino multiplicar sus padecimientos.
No dejó de presentarse ante nosotros, tan pronto como hubimos llegado, para
imploramos con una desolada resignación, que positivamente daba lástima, la
imposible creencia. Así lo hacía con los viajeros que, de tarde en tarde, pasaban por
el lugarejo.
Era un tipo extraordinariamente flaco, de barba amarillosa, envuelto en andrajos, un
demente cualquiera; pero el agrimensor resultó afecto al alienismo, y no desperdició
la ocasión de interrogar al curioso personaje. Éste se dio cuenta, acto continuo, de lo
que mi amigo se proponía, y abrevió preámbulos con una nitidez de expresión, por
todos conceptos discorde con su catadura.
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-Pero yo no soy loco -dijo con una notable calma, que mal velaba, no obstante, su
doloroso pesimismo-. Yo no soy loco, y estoy muerto, efectivamente, hace treinta
años. Claro. ¿Para qué me morí?
Mi amigo me guiñó disimuladamente. Aquello prometía.
-Soy nativo de tal punto, me llamo Fulano de Tal, tengo familia allá...
(Por mi parte, callo estas referencias, pues no quiero molestar a personas vivientes y
próximas.)
-Padecía de desmayos, tan semejantes a la muerte, que después de alarmar hasta el
espanto, concluyeron por infundir a todos la convicción de que yo no moriría de eso.
Unos doctores lo certificaron con toda su ciencia. Parece que tenía la solitaria.
"Cierta vez, sin embargo, en uno de esos desmayos, me quedé. Y aquí empieza la
historia de mi tormento; de mi locura...
"La incredulidad unánime de todos, respecto a mi muerte, no me dejaba morir. Ante
la naturaleza, yo estaba y estoy muerto. Mas para que esto sea humanamente
efectivo, necesito una voluntad que difiera. Una sola.
"Volví de mi desmayo por hábito material de volver; pero yo como ser pensante, yo
como entidad, no existo. Y no hay lengua humana que alcance a describir esta tortura.
La sed de la nada es una cosa horrible."
Decía aquello sencillamente, con un acento tal de verdad, que daba miedo.
-¡La sed de la nada! Y lo peor es que no puedo dormir. ¡Treinta años despierto!
¡Treinta años en eterna presencia ante las cosas y ante mi no ser!
En la aldea habían concluido por saber aquello de memoria. Pasaron a ser vulgares
sus reiteradas tentativas para obligarlos a creer en su muerte. Tenía la costumbre de
dormir entre cuatro velas. Pasaba largas horas inmóvil en medio del campo, con la
cara cubierta de tierra.
Tales narraciones nos interesaron en extremo; mas cuando nos disponíamos a
metodizar nuestra observación, sobrevino un desenlace inesperado.
Dos peones que debían alcanzarnos en aquel punto, arribaron la noche del tercer día
con varias mulas rezagadas.
No los sentimos llegar, dormidos como estábamos, cuando de pronto nos despertaron
sus gritos. He aquí lo que había sucedido.
El loco dormía en la cocina de nuestro albergue, o aparentaba dormir entre sus velas
habituales -la única limosna que nos había aceptado.
No mediaban dos metros entre la puerta donde se detuvieron cohibidos por aquel
espectáculo, y el simulador. Una manta le cubría hasta el pecho. Sus pies aparecían
por el otro extremo.
-¡Un muerto! -balbucearon casi en un tiempo. Habían creído en la realidad.
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Oyeron algo parecido al soplo mate de un odre que se desinfla. La manta se aplastó
como si nada hubiera debajo, al paso que las partes visibles -cabeza y pies- trocáronse
bruscamente en esqueleto.
El grito que lanzaron púsonos en dos saltos ante el jergón.
Tiramos de la manta con un erizamiento mortal.
Allá, entre los harapos, reposaban sin el más mínimo rastro de humedad, sin la más
mínima partícula de carne, huesos viejísimos a los cuales adhería un pellejo reseco.
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Ahora, mi ánimo cobraba bríos,
y ya sin titubeos:
“Señor —dije— o señora, en verdad vuestro perdón
imploro,
mas el caso es que, adormilado
cuando vinisteis a tocar quedamente,
tan quedo vinisteis a llamar,
a llamar a la puerta de mi cuarto,
que apenas pude creer que os oía.”
Y entonces abrí de par en par la puerta:
Oscuridad, y nada más.
Escrutando hondo en aquella negrura
permanecí largo rato, atónito, temeroso,
dudando, soñando sueños que ningún mortal
se haya atrevido jamás a soñar.
Mas en el silencio insondable la quietud callaba,
y la única palabra ahí proferida
era el balbuceo de un nombre: “¿Leonora?”
Lo pronuncié en un susurro, y el eco
lo devolvió en un murmullo: “¡Leonora!”
Apenas esto fue, y nada más.
Vuelto a mi cuarto, mi alma toda,
toda mi alma abrasándose dentro de mí,
no tardé en oír de nuevo tocar con mayor fuerza.
“Ciertamente —me dije—, ciertamente
algo sucede en la reja de mi ventana.
Dejad, pues, que vea lo que sucede allí,
y así penetrar pueda en el misterio.
Dejad que a mi corazón llegue un momento el silencio,
y así penetrar pueda en el misterio.”
¡Es el viento, y nada más!
De un golpe abrí la puerta,
y con suave batir de alas, entró
un majestuoso cuervo
de los santos días idos.
Sin asomos de reverencia,
ni un instante quedo;
y con aires de gran señor o de gran dama
fue a posarse en el busto de Palas,
sobre el dintel de mi puerta.
Posado, inmóvil, y nada más.
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Entonces, este pájaro de ébano
cambió mis tristes fantasías en una sonrisa
con el grave y severo decoro
del aspecto de que se revestía.
“Aun con tu cresta cercenada y mocha —le dije—,
no serás un cobarde,
hórrido cuervo vetusto y amenazador.
Evadido de la ribera nocturna.
¡Dime cuál es tu nombre en la ribera de la Noche Plutónica!”
Y el Cuervo dijo: “Nunca más.”
Cuánto me asombró que pájaro tan desgarbado
pudiera hablar tan claramente;
aunque poco significaba su respuesta.
Poco pertinente era. Pues no podemos
sino concordar en que ningún ser humano
ha sido antes bendecido con la visión de un pájaro
posado sobre el dintel de su puerta,
pájaro o bestia, posado en el busto esculpido
de Palas en el dintel de su puerta
con semejante nombre: “Nunca más.”
Mas el Cuervo, posado solitario en el sereno busto.
las palabras pronunció, como virtiendo
su alma sólo en esas palabras.
Nada más dijo entonces;
no movió ni una pluma.
Y entonces yo me dije, apenas murmurando:
“Otros amigos se han ido antes;
mañana él también me dejará,
como me abandonaron mis esperanzas.”
Y entonces dijo el pájaro: “Nunca más.”
Sobrecogido al romper el silencio
tan idóneas palabras,
“sin duda —pensé—, sin duda lo que dice
es todo lo que sabe, su solo repertorio, aprendido
de un amo infortunado a quien desastre impío
persiguió, acosó sin dar tregua
hasta que su cantinela sólo tuvo un sentido,
hasta que las endechas de su esperanza
llevaron sólo esa carga melancólica
de ‘Nunca, nunca más’.”
Mas el Cuervo arrancó todavía
de mis tristes fantasías una sonrisa;
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acerqué un mullido asiento
frente al pájaro, el busto y la puerta;
y entonces, hundiéndome en el terciopelo,
empecé a enlazar una fantasía con otra,
pensando en lo que este ominoso pájaro de antaño,
lo que este torvo, desgarbado, hórrido,
flaco y ominoso pájaro de antaño
quería decir granzando: “Nunca más.”
En esto cavilaba, sentado, sin pronunciar palabra,
frente al ave cuyos ojos, como-tizones encendidos,
quemaban hasta el fondo de mi pecho.
Esto y más, sentado, adivinaba,
con la cabeza reclinada
en el aterciopelado forro del cojín
acariciado por la luz de la lámpara;
en el forro de terciopelo violeta
acariciado por la luz de la lámpara
¡que ella no oprimiría, ¡ay!, nunca más!
Entonces me pareció que el aire
se tornaba más denso, perfumado
por invisible incensario mecido por serafines
cuyas pisadas tintineaban en el piso alfombrado.
“¡Miserable —dije—, tu Dios te ha concedido,
por estos ángeles te ha otorgado una tregua,
tregua de nepente de tus recuerdos de Leonora!
¡Apura, oh, apura este dulce nepente
y olvida a tu ausente Leonora!”
Y el Cuervo dijo: “Nunca más.”
“¡Profeta!” —exclamé—, ¡cosa diabolica!
¡Profeta, sí, seas pájaro o demonio
enviado por el Tentador, o arrojado
por la tempestad a este refugio desolado e impávido,
a esta desértica tierra encantada,
a este hogar hechizado por el horror!
Profeta, dime, en verdad te lo imploro,
¿hay, dime, hay bálsamo en Galaad?
¡Dime, dime, te imploro!”
Y el cuervo dijo: “Nunca más.”
“¡Profeta! —exclamé—, ¡cosa diabólica!
¡Profeta, sí, seas pájaro o demonio!
¡Por ese cielo que se curva sobre nuestras cabezas,
ese Dios que adoramos tú y yo,
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dile a esta alma abrumada de penas si en el remoto Edén
tendrá en sus brazos a una santa doncella
llamada por los ángeles Leonora,
tendrá en sus brazos a una rara y radiante virgen
llamada por los ángeles Leonora!”
Y el cuervo dijo: “Nunca más.”
“¡Sea esa palabra nuestra señal de partida
pájaro o espíritu maligno! —le grité presuntuoso.
¡Vuelve a la tempestad, a la ribera de la Noche Plutónica.
No dejes pluma negra alguna, prenda de la mentira
que profirió tu espíritu!
Deja mi soledad intacta.
Abandona el busto del dintel de mi puerta.
Aparta tu pico de mi corazón
y tu figura del dintel de mi puerta.
Y el Cuervo dijo: “Nunca más.”
Y el Cuervo nunca emprendió el vuelo.
Aún sigue posado, aún sigue posado
en el pálido busto de Palas.
en el dintel de la puerta de mi cuarto.
Y sus ojos tienen la apariencia
de los de un demonio que está soñando.
Y la luz de la lámpara que sobre él se derrama
tiende en el suelo su sombra. Y mi alma,
del fondo de esa sombra que flota sobre el suelo,
no podrá liberarse. ¡Nunca más!
De los muchos problemas que ejercitaron la temeraria perspicacia de Lönnrot, ninguno tan
extraño —tan rigurosamente extraño, diremos— como la periódica serie de hechos de sangre
que culminaron en la quinta de Triste-le-Roy, entre el interminable olor de los eucaliptos. Es
verdad que Erik Lönnrot no logró impedir el último crimen, pero es indiscutible que lo previó.
Tampoco adivinó la identidad del infausto asesino de Yarmolinsky, pero sí la secreta
morfología de la malvada serie y la participación de Red Scharlach, cuyo segundo apodo es
Scharlach el Dandy. Ese criminal (como tantos) había jurado por su honor la muerte de
Lönnrot, pero éste nunca se dejó intimidar. Lönnrot se creía un puro razonador, un Auguste
Dupin, pero algo de aventurero había en él y hasta de tahur.
El primer crimen ocurrió en el Hôtel du Nord, ese alto prisma que domina el estuario
cuyas aguas tienen el color del desierto. A esa torre (que muy notoriamente reúne la aborrecida
blancura de un sanatorio, la numerada divisibilidad de una cárcel y la apariencia general de una
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casa mala) arribó el día tres de diciembre el delegado de Podólsk al Tercer Congreso
Talmúdico, doctor Marcelo Yarmolinsky, hombre de barba gris y ojos grises. Nunca sabremos
si el Hôtel du Nord le agradó: lo aceptó con la antigua resignación que le había permitido
tolerar tres años de guerra en los Cárpatos y tres mil años de opresión y de pogroms. Le dieron
un dormitorio en el piso R, frente a la suite que no sin esplendor ocupaba el Tetraca de Galilea.
Yarmolinsky cenó, postergó para el día siguiente el examen de la desconocida ciudad, ordenó
en un placard sus muchos libros y sus muy pocas prendas, y antes de medianoche apagó la luz.
(Así lo declaró el chauffeur del Tetrarca, que dormía en la pieza contigua.) El cuatro, a las 11 y
3 minutos A.M., lo llamó por teléfono un redactor de la Yidische Zaitung; el doctor
Yarmolinsky no respondió; lo hallaron en su pieza, ya levemente oscura la cara, casi desnudo
bajo una gran capa anacrónica. Yacía no lejos de la puerta que daba al corredor; una puñalada
profunda le había partido el pecho. Un par de horas después, en el mismo cuarto, entre
periodistas, fotógrafos y gendarmes, el comisario Treviranus y Lönnrot debatían con
serenidad el problema.
—No hay que buscarle tres pies al gato —decía Treviranus, blandiendo un imperioso
cigarro—. Todos sabemos que el Tetrarca de Galilea posee los mejores zafiros del mundo.
Alguien, para robarlos, habrá penetrado aquí por error. Yarmolinsky se ha levantado; el ladrón
ha tenido que matarlo. ¿Qué le parece?
—Posible, pero no interesante —respondió Lönnrot—. Usted replicará que la realidad no
tiene la menor obligación de ser interesante. Yo le replicaré que la realidad puede prescindir
de esa obligación, pero no las hipótesis. En la que usted ha improvisado interviene
copiosamente el azar. He aquí un rabino muerto; yo preferiría una explicación puramente
rabínica, no los imaginarios percances de un imaginario ladrón.
Treviranus repuso con mal humor:
—No me interesan las explicaciones rabínicas; me interesa la captura del hombre que
apuñaló a este desconocido.
—No tan desconocido —corrigió Lönnrot —. Aquí están sus obras completas—. Indicó
en el placard una fila de altos volúmenes; una Vindicación de la cábala; un Examen de la
filosofía de Robert Fludd; una traducción literal del Sepher Yezirah; una Biografía del Baal
Shem; una Historia de la secta de los Hasidim; una monografía (en alemán) sobre el
Tetragrámaton; otra, sobre la nomenclatura divina del Pentateuco. El comisario los miró con
temor, casi con repulsión. Luego, se echó a reír.
—Soy un pobre cristiano —repuso—. Llévese todos esos mamotretos, si quiere; no tengo
tiempo que perder en supersticiones judías.
—Quizás este crimen pertenece a la historia de las supersticiones judías —murmuró
Lönnrot.
—Como el cristanismo —se atrevió a completar el redactor de la Yidische Zaitung. Era
miope, ateo y muy tímido.
15
Nadie le contestó. Uno de los agentes había encontrado en la pequeña máquina de
escribir una hoja de papel con esta sentencia inconclusa
El tercer crimen ocurrió la noche del tres de febrero. Poco antes de la una, el teléfono
resonó en la oficina del comisario Treviranus. Con ávido sigilo, habló un hombre de voz
gutural; dijo que se llamaba Ginzberg (o Ginsburg), y que estaba dispuesto a comunicar, por
una remuneración razonable, los hechos de los dos sacrificios de Azevedo y Yarmolinsky. Una
discordia de silbidos y de cornetas ahogó la voz del delator. Después, la comunicación se cortó.
Sin rechazar la posibilidad de una broma (al fin, estaban en carnaval), Treviranus indagó que
le habían hablado desde el Liverpool House, taberna de la Rue de Toulon —esa calle salobre
en la que conviven el cosmorama y la lechería, el burdel y los vendedores de biblias. Treviranus
habló con el patrón. Este (Black Finnegan, antiguo criminal irlandés, abrumado y casi anulado
por la decencia) le dijo que la última persona que había empleado el teléfono de la casa era un
inquilino, un tal Gryphius, que acababa de salir con unos amigos. Treviranus fue enseguida
al Liverpool House. El patrón le comunicó lo siguiente: Hace ocho días, Gryphius había
tomado pieza en los altos del bar. Era un hombre de rasgos afilados, de nebulosa barba gris,
trajeado pobremente de negro; Finnegan (que destinaba esa habitación a un empleo que
Treviranus adivinó) le pidió un alquiler sin duda excesivo; Gryphius inmediatamente pagó la
suma estipulada. No salía casi nunca; cenaba y almorzaba en su cuarto; apenas si le conocían
la cara en el bar. Esa noche, bajó a telefonear al despacho de Finnegan. Un cupé cerrado se
detuvo ante la taberna. El cochero no se movió del pescante; algunos parroquianos recordaron
que tenía máscara de oso. Del cupé bajaron dos arlequines; eran de reducida estatura y nadie
pudo no observar que estaban muy borrachos. Entre balidos de cornetas, irrumpieron en el
escritorio de Finnegan; abrazaron a Gryphius, que pareció reconocerlos, pero que les
respondió con frialdad; cambiaron unas palabras en yiddish —él en voz baja, gutural, ellos con
las voces falsas, agudas— y subieron a la pieza del fondo. Al cuarto de hora bajaron los tres,
muy felices; Gryphius, tambaleante, parecía tan borracho como los otros. Iba, alto y
vertiginoso, en el medio, entre los arlequines enmascarados. (Una de las mujeres del bar
recordó los losanges amarillos, rojos y verdes.) Dos veces tropezó; dos veces lo sujetaron los
arlequines. Rumbo a la dársena inmediata, de agua rectangular, los tres subieron al cupé y
desaparecieron. Ya en el estribo del cupé, el último arlequín garabateó una figura obscena y
una sentencia en una de las pizarras de la recova.
Treviranus vio la sentencia. Era casi previsible; decía:
En la página 242 de la Historia de la guerra europea, de Liddell Hart, se lee que una
ofensiva de trece divisiones británicas (apoyadas por mil cuatrocientas piezas de
artillería) contra la línea Serre-Montauban había sido planeada para el veinticuatro
de julio de 1916 y debió postergarse hasta la mañana del día veintinueve. Las lluvias
torrenciales (anota el capitán Liddell Hart) provocaron esa demora -nada significativa,
por cierto-. La siguiente declaración, dictada, releída y firmada por el doctor Yu Tsun,
antiguo catedrático de inglés en la Hochschule de Tsingtao, arroja una insospechada
luz sobre el caso. Faltan las dos páginas iniciales.
“…y colgué el tubo. Inmediatamente después, reconocí la voz que había contestado
en alemán. Era la del capitán Richard Madden. Madden, en el departamento de Viktor
Runeberg, quería decir el fin de nuestros afanes y -pero eso parecía muy secundario,
25
o debía parecérmelo– también de nuestras vidas. Quería decir que Runeberg había
sido arrestado, o asesinado¹. Antes que declinara el sol de ese día, yo correría la
misma suerte. Madden era implacable. Mejor dicho, estaba obligado a ser
implacable. Irlandés a las órdenes de Inglaterra, hombre acusado de tibieza y tal vez
de traición, ¿cómo no iba a abrazar y agradecer este milagroso favor: el
descubrimiento, la captura, quizá la muerte, de dos agentes del Imperio alemán?
Subí a mi cuarto; absurdamente cerré la puerta con llave y me tiré de espaldas en la
estrecha cama de hierro. En la ventana estaban los tejados de siempre y el sol
nublado de las seis. Me pareció increíble que ese día sin premoniciones ni símbolos
fuera el de mi muerte implacable. A pesar de mi padre muerto, a pesar de haber sido
un niño en un simétrico jardín de Hai Feng, ¿yo, ahora, iba a morir? Después
reflexioné que todas las cosas que suceden a uno precisamente, precisamente
ahora. Siglos de siglos y solo en el presente ocurren los hechos; innumerables
hombres en el aire, en la tierra y el mar, y todo lo que realmente pasa me pasa a
mí… El casi intolerable recuerdo del rostro acaballado de Madden abolió esas
divagaciones. En mitad de mi odio y de mi terror (ahora no me importa hablar de
terror: ahora que he burlado a Richard Madden, ahora que mi garganta anhela la
cuerda) pensé que ese guerrero tumultuoso y sin duda feliz no sospechaba que yo
poseía el Secreto. El nombre del preciso lugar del nuevo parque de artillería británico
sobre el Ancre. Un pájaro rayó el cielo gris y ciegamente lo traduje en un aeroplano
y a ese aeroplano en muchos (en el cielo francés) aniquilando el parque de artillería
con bombas verticales. Si mi boca, antes que la deshiciera un balazo, pudiera gritar
ese nombre de modo que lo oyeran en Alemania… Mi voz humana era muy pobre.
¿Cómo hacerla llegar al oído del jefe? Al oído de aquel hombre enfermo y odioso,
que no sabía de Runeberg y de mí sino que estábamos en Staffordshire y que en
vano esperaba noticias nuestras en su árida oficina de Berlín, examinando
infinitamente periódicos… Dije en voz alta: Debo huir. Me incorporé sin ruido, en una
inútil perfección de silencio, como si Madden ya estuviera acechándome. Algo -tal
vez la mera ostentación de probar que mis recursos eran nulos- me hizo revisar mis
bolsillos. Encontré lo que sabía que iba a encontrar. El reloj norteamericano, la
cadena de níquel y la moneda cuadrangular, el llavero con las comprometedoras
llaves inútiles del departamento de Runeberg, la libreta, una carta que resolví destruir
inmediatamente (y que no destruí), el falso pasaporte, una corona, dos chelines y
unos peniques, el lápiz rojo-azul, el pañuelo, el revólver con una bala. Absurdamente
lo empuñé y sopesé para darme valor. Vagamente pensé que un pistoletazo puede
oírse muy lejos. En diez minutos mi plan estaba maduro. La guía telefónica me dio el
nombre de la única persona capaz de transmitir la noticia: vivía en un suburbio de
Fenton, a menos de media hora de tren.
“Soy un hombre cobarde. Ahora lo digo, ahora que he llevado a término un plan que
nadie no calificará de arriesgado. Yo sé que fue terrible su ejecución. No lo hice por
Alemania, no. Nada me importa un país bárbaro, que me ha obligado a la abyección
26
de ser un espía. Además, yo sé de un hombre de Inglaterra -un hombre modesto-
que para mí no es menos que Goethe. Arriba de una hora no hablé con él, pero
durante una hora fue Goethe… Lo hice, porque yo sentía que el jefe tenía en poco a
los de mi raza, a los innumerables antepasados que confluyen en mí. Yo quería
probarle que un amarillo podía salvar a sus ejércitos. Además, yo debía huir del
capitán. Sus manos y su voz podían golpear en cualquier momento a mi puerta. Me
vestí sin ruido, me dije adiós en el espejo, bajé, escudriñé la calle tranquila y salí. La
estación no distaba mucho de casa, pero juzgué preferible tomar un coche. Argüí que
así corría menos peligro de ser reconocido; el hecho es que en la calle desierta me
sentía visible y vulnerable, infinitamente. Recuerdo que le dije al cochero que se
detuviera un poco antes de la entrada central. Bajé con lentitud voluntaria y casi
penosa; iba a la aldea de Ashgrove, pero saqué un pasaje para una estación más
lejana. El tren salía dentro de muy pocos minutos, a las ocho y cincuenta. Me
apresuré; el próximo saldría a las nueve y media. No había casi nadie en el andén.
Recorrí los coches: recuerdo unos labradores, una enlutada, un joven que leía con
fervor los Anales de Tácito, un soldado herido y feliz. Los coches arrancaron al fin.
Un hombre que reconocí corrió en vano hasta el límite del andén. Era el capitán
Richard Madden. Aniquilado, trémulo, me encogí en la otra punta del sillón, lejos del
temido cristal.
“De esa aniquilación pasé a una felicidad casi abyecta. Me dije que ya estaba
empeñado mi duelo y que yo había ganado el primer asalto, al burlar, siquiera por
cuarenta minutos, siquiera por un favor del azar, el ataque de mi adversario. Argüí
que no era mínima, ya que sin esa diferencia preciosa que el horario de trenes me
deparaba, yo estaría en la cárcel o muerto. Argüí (no menos sofísticamente) que mi
felicidad cobarde probaba que yo era hombre capaz de llevar a buen término la
aventura. De esa debilidad saqué fuerzas que no me abandonaron. Preveo que el
hombre se resignará cada día a empresas más atroces; pronto no habrá sino
guerreros y bandoleros; les doy este consejo: El ejecutor de una empresa atroz debe
imaginar que ya la ha cumplido, debe imponerse un porvenir que sea irrevocable
como el pasado. Así procedí yo, mientras mis ojos de hombre ya muerto registraban
la fluencia de aquel día que era tal vez el último, y la difusión de la noche. El tren
corría con dulzura, entre fresnos. Se detuvo, casi en medio del campo. Nadie gritó el
nombre de la estación. ¿Ashgrove?, les pregunté a unos chicos en el andén.
Ashgrove, contestaron. Bajé.
“Una lámpara ilustraba el andén, pero las caras de los niños quedaban en la zona de
sombra. Uno me interrogó: ¿Usted va a casa del doctor Stephen Albert? Sin aguardar
contestación, otro dijo: La casa queda lejos de aquí, pero usted no se perderá si toma
ese camino a la izquierda y en cada encrucijada del camino dobla a la izquierda. Les
arrojé una moneda (la última), bajé unos escalones de piedra y entré en el solitario
camino. Este, lentamente, bajaba. Era de tierra elemental, arriba se confundían las
ramas, la luna baja y circular parecía acompañarme.
27
“Por un instante, pensé que Richard Madden había penetrado de algún modo mi
desesperado propósito. Muy pronto comprendí que eso era imposible. El consejo de
siempre doblar a la izquierda me recordó que tal era el procedimiento común para
descubrir el patio central de ciertos laberintos. Algo entiendo de laberintos: no en
vano soy bisnieto de aquel Ts’ui Pên, que fue gobernador de Yunnan y que renunció
al poder temporal para escribir una novela que fuera todavía más populosa que
el Hung Lu Meng y para edificar un laberinto en el que se perdieran todos los
hombres. Trece años dedicó a esas heterogéneas fatigas, pero la mano de un
forastero lo asesinó y su novela era insensata y nadie encontró el laberinto. Bajo
árboles ingleses medité en ese laberinto perdido: lo imaginé inviolado y perfecto en
la cumbre secreta de una montaña, lo imaginé borrado por arrozales o debajo del
agua, lo imaginé infinito, no ya de quioscos ochavados y de sendas que vuelven, sino
de ríos y provincias y reinos… Pensé en un laberinto de laberintos, en un sinuoso
laberinto creciente que abarcara el pasado y el porvenir y que implicara de algún
modo los astros. Absorto en esas ilusorias imágenes, olvidé mi destino de
perseguido. Me sentí, por un tiempo indeterminado, percibidor abstracto del mundo.
El vago y vivo campo, la luna, los restos de la tarde, obraron en mí; asimismo el
declive que eliminaba cualquier posibilidad de cansancio. La tarde era íntima, infinita.
El camino bajaba y se bifurcaba, entre las ya confusas praderas. Una música aguda
y como silábica se aproximaba y se alejaba en el vaivén del viento, empañada de
hojas y de distancia. Pensé que un hombre puede ser enemigo de otros hombres, de
otros momentos de otros hombres, pero no de un país: no de luciérnagas, palabras,
jardines, cursos de agua, ponientes. Llegué, así, a un alto portón herrumbrado. Entre
las rejas descifré una alameda y una especie de pabellón. Comprendí, de pronto, dos
cosas, la primera trivial, la segunda casi increíble: la música venía del pabellón, la
música era china. Por eso, yo la había aceptado con plenitud, sin prestarle atención.
No recuerdo si había una campana o un timbre o si llamé golpeando las manos. El
chisporroteo de la música prosiguió.
“Pero del fondo de la íntima casa un farol se acercaba: un farol que rayaban y a ratos
anulaban los troncos, un farol de papel, que tenía la forma de los tambores y el color
de la luna. Lo traía un hombre alto. No vi su rostro, porque me cegaba la luz. Abrió el
portón y dijo lentamente en mi idioma.
“-Veo que el piadoso Hsi P’êng se empeña en corregir mi soledad. ¿Usted sin duda
querrá ver el jardín?
“Reconocí el nombre de uno de nuestros cónsules y repetí desconcertado:
“-¿El jardín?
“-El jardín de senderos que se bifurcan.
“Algo se agitó en mi recuerdo y pronuncié con incomprensible seguridad:
“-El jardín de mi antepasado Ts’ui Pên.
“-¿Su antepasado? ¿Su ilustre antepasado? Adelante.
28
“El húmedo sendero zigzagueaba como los de mi infancia. Llegamos a una biblioteca
de libros orientales y occidentales. Reconocí, encuadernados en seda amarilla,
algunos tomos manuscritos de la Enciclopedia perdida que dirigió el tercer
emperador de la Dinastía Luminosa y que no se dio nunca a la imprenta. El disco del
gramófono giraba junto a un fénix de bronce. Recuerdo también un jarrón de la familia
rosa y otro, anterior de muchos siglos, de ese color azul que nuestros artífices
copiaron de los alfareros de Persia…
“Stephen Albert me observaba, sonriente. Era (ya lo dije) muy alto, de rasgos afilados,
de ojos grises y barba gris. Algo de sacerdote había en él y también de marino;
después me refirió que había sido misionero en Tientsin “antes de aspirar a sinólogo”.
“Nos sentamos; yo en un largo y bajo diván; él de espaldas a la ventana y a un alto
reloj circular. Computé que antes de una hora no llegaría mi perseguidor, Richard
Madden. Mi determinación irrevocable podía esperar.
“-Asombroso destino el de Ts’ui Pên -dijo Stephen Albert-. Gobernador de su
provincia natal, docto en astronomía, en astrología y en la interpretación infatigable
de los libros canónicos, ajedrecista, famoso poeta y calígrafo: todo lo abandonó para
componer un libro y un laberinto. Renunció a los placeres de la opresión, de la
justicia, del numeroso lecho, de los banquetes y aun de la erudición y se enclaustró
durante trece años en el Pabellón de la Límpida Soledad. A su muerte, los herederos
no encontraron sino manuscritos caóticos. La familia, como usted acaso no ignora,
quiso adjudicarlos al fuego; pero su albacea -un monje taoísta o budista- insistió en
la publicación.
“-Los de la sangre de Ts’ui Pên -repliqué- seguimos execrando a ese monje. Esa
publicación fue insensata. El libro es un acervo indeciso de borradores
contradictorios. Lo he examinado alguna vez: en el tercer capítulo muere el héroe,
en el cuarto está vivo. En cuanto a la otra empresa de Ts’ui Pên, a su Laberinto…
“-Aquí está el Laberinto -dijo indicándome un alto escritorio laqueado.
“-¡Un laberinto de marfil! -exclamé-. Un laberinto mínimo…
“-Un laberinto de símbolos -corrigió-. Un invisible laberinto de tiempo. A mí, bárbaro
inglés, me ha sido deparado revelar ese misterio diáfano. Al cabo de más de cien
años, los pormenores son irrecuperables, pero no es difícil conjeturar lo que sucedió.
Ts’ui Pên diría una vez: Me retiro a escribir un libro. Y otra: Me retiro a construir un
laberinto. Todos imaginaron dos obras; nadie pensó que libro y laberinto eran un solo
objeto. El Pabellón de la Límpida Soledad se erguía en el centro de un jardín tal vez
intrincado; el hecho puede haber sugerido a los hombres un laberinto físico. Ts’ui Pên
murió; nadie, en las dilatadas tierras que fueron suyas, dio con el laberinto; la
confusión de la novela me sugirió que ese era el laberinto. Dos circunstancias me
dieron la recta solución del problema. Una: la curiosa leyenda de que Ts’ui Pên se
había propuesto un laberinto que fuera estrictamente infinito: Otra: un fragmento de
una carta que descubrí.
29
“Albert se levantó. Me dio, por unos instantes, la espalda; abrió un cajón del áureo y
renegrido escritorio. Volvió con un papel antes carmesí; ahora rosado y tenue y
cuadriculado. Era justo el renombre caligráfico de Ts’ui Pên. Leí con incomprensión
y fervor estas palabras que con minucioso pincel redactó un hombre de mi
sangre: Dejo a los varios porvenires (no a todos) mi jardín de senderos que se
bifurcan. Devolví en silencio la hoja. Albert prosiguió:
“-Antes de exhumar esta carta, yo me había preguntado de qué manera un libro
puede ser infinito. No conjeturé otro procedimiento que el de un volumen cíclico,
circular. Un volumen cuya última página fuera idéntica a la primera, con posibilidad
de continuar indefinidamente. Recordé también esa noche que está en el centro de
las 1001 noches, cuando la reina Shahrazad (por una mágica distracción del copista),
se pone a referir textualmente la historia de las 1001 noches, con riesgo de llegar
otra vez a la noche en que la refiere, y así hasta lo infinito. Imaginé también una obra
platónica, hereditaria, trasmitida de padre a hijo, en la que cada nuevo individuo
agregara un capítulo o corrigiera con piadoso cuidado la página de los mayores. Esas
conjeturas me distrajeron; pero ninguna parecía corresponder, siquiera de un modo
remoto, a los contradictorios capítulos de Ts’ui Pên. En esa perplejidad, me remitieron
de Oxford el manuscrito que usted ha examinado. Me detuve, como es natural, en la
frase: Dejo a los varios porvenires (no a todos) mi jardín de senderos que se bifurcan.
Casi en el acto comprendí; el jardín de senderos que se bifurcan era la novela caótica;
la frase varios porvenires (no a todos) me sugirió la imagen de la bifurcación en el
tiempo, no en el espacio. La relectura general de la obra confirmó esa teoría. En
todas las ficciones, cada vez que un hombre se enfrenta con diversas alternativas
opta por una y elimina las otras; en la del casi inextricable Ts’ui Pên, opta -
simultáneamente- por todas. Crea, así, diversos porvenires, diversos tiempos, que
también proliferan y se bifurcan. De ahí las contradicciones de la novela. Fang,
digamos, tiene un secreto; un desconocido llama a su puerta; Fang resuelve matarlo.
Naturalmente, hay varios desenlaces posibles: Fang puede matar al intruso, el intruso
puede matar a Fang, ambos pueden salvarse, ambos pueden morir, etcétera. En la
obra de Ts’ui Pên, todos los desenlaces ocurren; cada uno es el punto de partida de
otras bifurcaciones. Alguna vez, los senderos de ese laberinto convergen: por
ejemplo, usted llega a esta casa, pero en uno de los pasados posibles usted es mi
enemigo, en otro mi amigo. Si se resigna usted a mi pronunciación incurable,
leeremos unas páginas.
“Su rostro, en el vívido círculo de la lámpara, era sin duda el de un anciano, pero con
algo inquebrantable y aun inmortal. Leyó con lenta precisión dos redacciones de un
mismo capítulo épico. En la primera, un ejército marcha hacia una batalla a través de
una montaña desierta; el horror de las piedras y de la sombra le hace menospreciar
la vida y logra con facilidad la victoria; en la segunda, el mismo ejército atraviesa un
palacio en el que hay una fiesta; la resplandeciente batalla les parece una
continuación de la fiesta y logran la victoria. Yo oía con decente veneración esas
30
viejas ficciones, acaso menos admirables que el hecho de que las hubiera ideado mi
sangre y de que un hombre de un imperio remoto me las restituyera, en el curso de
una desesperada aventura, en una isla occidental.
“Recuerdo las palabras finales, repetidas en cada redacción como un mandamiento
secreto: Así combatieron los héroes, tranquilo el admirable corazón, violenta la
espada, resignados a matar y a morir.
“Desde ese instante sentí a mi alrededor y en mi oscuro cuerpo una invisible,
intangible pululación. No la pululación de los divergentes, paralelos y finalmente
coalescentes ejércitos, sino una agitación más inaccesible, más íntima y que ellos de
algún modo prefiguraban. Stephen Albert prosiguió:
“-No creo que su ilustre antepasado jugara ociosamente a las variaciones. No juzgo
verosímil que sacrificara trece años a la infinita ejecución de un experimento retórico.
En su país, la novela es un género subalterno; en aquel tiempo era un género
despreciable. Ts’ui Pên fue un novelista genial, pero también fue un hombre de letras
que sin duda no se consideró un mero novelista. El testimonio de sus
contemporáneos proclama -y harto lo confirma su vida- sus aficiones metafísicas,
místicas. La controversia filosófica usurpa buena parte de su novela. Sé que de todos
los problemas, ninguno lo inquietó y lo trabajó como el abismal problema del tiempo.
Ahora bien, ese es el único problema que no figura en las páginas del Jardín. Ni
siquiera usa la palabra que quiere decir tiempo. ¿Cómo se explica usted esa
voluntaria omisión?
“Propuse varias soluciones; todas, insuficientes. Las discutimos; al fin, Stephen
Albert me dijo:
“-En una adivinanza cuyo tema es el ajedrez, ¿cuál es la única palabra prohibida?
“Reflexioné un momento y repuse:
“-La palabra ajedrez.
“-Precisamente -dijo Albert-. El jardín de senderos que se bifurcan es una enorme
adivinanza, o parábola, cuyo tema es el tiempo; esa causa recóndita le prohíbe la
mención de su nombre. Omitir siempre una palabra, recurrir a metáforas ineptas y a
perífrases evidentes, es quizás el modo más enfático de indicarla. Es el modo
tortuoso que prefirió, en cada uno de los meandros de su infatigable novela, el oblicuo
Ts’ui Pên. He confrontado centenares de manuscritos, he corregido los errores que
la negligencia de los copistas ha introducido, he conjeturado el plan de ese caos, he
restablecido, he creído restablecer, el orden primordial, he traducido la obra entera:
me consta que no emplea una sola vez la palabra tiempo. La explicación es obvia: El
jardín de senderos que se bifurcan es una imagen incompleta, pero no falsa, del
universo tal como lo concebía Ts’ui Pên. A diferencia de Newton y de Schopenhauer,
su antepasado no creía en un tiempo uniforme, absoluto. Creía en infinitas series de
tiempos, en una red creciente y vertiginosa de tiempos divergentes, convergentes y
paralelos. Esa trama de tiempos que se aproximan, se bifurcan, se cortan o que
secularmente se ignoran, abarca todas las posibilidades. No existimos en la mayoría
31
de esos tiempos; en algunos existe usted y no yo; en otros, yo, no usted; en otros,
los dos. En este, que un favorable azar me depara, usted ha llegado a mi casa; en
otro, usted, al atravesar el jardín, me ha encontrado muerto; en otro, yo digo estas
mismas palabras, pero soy un error, un fantasma.
“-En todos -articulé no sin un temblor- yo agradezco y venero su recreación del jardín
de Ts’ui Pên.
“-No en todos -murmuró con una sonrisa-. El tiempo se bifurca perpetuamente hacia
innumerables futuros. En uno de ellos soy su enemigo.
“Volví a sentir esa pululación de que hablé. Me pareció que el húmedo jardín que
rodeaba la casa estaba saturado hasta lo infinito de invisibles personas. Esas
personas eran Albert y yo, secretos, atareados y multiformes en otras dimensiones
de tiempo. Alcé los ojos y la tenue pesadilla se disipó. En el amarillo y negro jardín
había un solo hombre; pero ese hombre era fuerte como una estatua, pero ese
hombre avanzaba por el sendero y era el capitán Richard Madden.
“-El porvenir ya existe -respondí-, pero yo soy su amigo. ¿Puedo examinar de nuevo
la carta?
“Albert se levantó. Alto, abrió el cajón del alto escritorio; me dio por un momento la
espalda. Yo había preparado el revólver. Disparé con sumo cuidado: Albert se
desplomó sin una queja, inmediatamente. Yo juro que su muerte fue instantánea: una
fulminación.
“Lo demás es irreal, insignificante. Madden irrumpió, me arrestó. He sido condenado
a la horca. Abominablemente he vencido: he comunicado a Berlín el secreto nombre
de la ciudad que deben atacar. Ayer la bombardearon; lo leí en los mismos periódicos
que propusieron a Inglaterra el enigma de que el sabio sinólogo Stephen Albert
muriera asesinado por un desconocido, Yu Tsun. El jefe ha descifrado ese enigma.
Sabe que mi problema era indicar (a través del estrépito de la guerra) la ciudad que
se llama Albert y que no hallé otro medio que matar a una persona de ese nombre.
No sabe (nadie puede saber) mi innumerable contrición y cansancio.”
FIN
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-Uno se desmayó. Lo desperté a bofetadas. Le dije: "Maricón, ¿esto es lo que hacés cuando
tenés que enterrar a tu reina? Acordate de San Pedro, que se durmió cuando lo mataban a
Cristo." Después me agradeció.
Miró la calle. "Coca" dice el letrero, plata sobre rojo. "Cola" dice el letrero, plata sobre rojo.
La pupila inmensa crece, círculo rojo tras concéntrico círculo rojo, invadiendo la noche, la
ciudad, el mundo. "Beba".
-Beba -dice el coronel.
Bebo.
-¿Me escucha?
-Lo escucho.
Le cortamos un dedo.
-¿Era necesario?
El coronel es de plata, ahora. Se mira la punta del índice, la demarca con la uña del pulgar y
la alza.
-Tantito así. Para identificarla.
-¿No sabían quién era?
Se ríe. La mano se vuelve roja. "Beba".
-Sabíamos, sí. Las cosas tienen que ser legales. Era un acto histórico, ¿comprende?
-Comprendo.
-La impresión digital no agarra si el dedo está muerto. Hay que hidratarlo. Más tarde se lo
pegamos.
-¿Y?
-Era ella. Esa mujer era ella.
-¿Muy cambiada?
-No, no, usted no me entiende. Igualita. Parecía que iba a hablar, que iba a... Lo del dedo es
para que todo fuera legal. El profesor R. controló todo, hasta le sacó radiografías.
-¿El profesor R.?
-Sí. Eso no lo podía hacer cualquiera. Hacía falta alguien con autoridad científica, moral.
En algún lugar de la casa suena, remota, entrecortada, una campanilla. No veo entrar a la
mujer del coronel, pero de pronto esta ahí, su voz amarga, inconquistable.
-¿Enciendo?
-No.
-Teléfono.
-Deciles que no estoy.
Desaparece.
-Es para putearme -explica el coronel-. Me llaman a cualquier hora. A las tres de la
madrugada, a las cinco.
-Ganas de joder -digo alegremente.
-Cambié tres veces el número del teléfono. Pero siempre lo averiguan.
37
-¿Qué le dicen?
-Que a mi hija le agarre la polio. Que me van a cortar los huevos. Basura.
Oigo el hielo en el vaso, como un cencerro lejano.
-Hice una ceremonia, los arengué. Yo respeto las ideas, les dije. Esa mujer hizo mucho por
ustedes. Yo la voy a enterrar como cristiana. Pero tienen que ayudarme.
El coronel está de pie y bebe con coraje, con exasperación, con grandes y altas ideas que
refluyen sobre él como grandes y altas olas contra un peñasco y lo dejan intocado y seco,
recortado y negro, rojo y plata.
-La sacamos en un furgón, la tuve en Viamonte, después en 25 de Mayo, siempre cuidándola,
protegiéndola, escondiéndola. Me la querían quitar, hacer algo con ella. La tapé con una lona,
estaba en mi despacho, sobre un armario, muy alto. Cuando me preguntaban qué era, les
decía que era el transmisor de Córdoba, la Voz de la Libertad.
Ya no sé dónde está el coronel. El reflejo plateado lo busca, la pupila roja. Tal vez ha salido.
Tal vez ambula entre los muebles. El edificio huele vagamente a sopa en la cocina, colonia en
el baño, pañales en la cuna, remedios, cigarrillos, vida, muerte.
-Llueve -dice su voz extraña.
Miro el cielo: el perro Sirio, el cazador Orión.
-Llueve día por medio -dice el coronel-. Día por medio llueve en un jardín donde todo se
pudre, las rosas, el pino, el cinturón franciscano.
Dónde, pienso, dónde.
-¡Está parada! -grita el coronel-. ¡La enterré parada, como Facundo, porque era un macho!
Entonces lo veo, en la otra punta de la mesa. Y por un momento, cuando el resplandor
cárdeno lo baña, creo que llora, que gruesas lágrimas le resbalan por la cara.
-No me haga caso -dice, se sienta-. Estoy borracho.
Y largamente llueve en su memoria.
Me paro, le toco el hombro.
-¿Eh? -dice- ¿Eh? -dice.
Y me mira con desconfianza, como un ebrio que se despierta en un tren desconocido.
-¿La sacaron del país?
-Sí.
-¿La sacó usted?
-Sí.
-¿Cuántas personas saben?
-DOS.
-¿El Viejo sabe?
Se ríe.
-Cree que sabe.
-¿Dónde?
No contesta.
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-Hay que escribirlo, publicarlo.
-Sí. Algún día.
Parece cansado, remoto.
-¡Ahora! -me exaspero-. ¿No le preocupa la historia? ¡Yo escribo la historia, y usted queda
bien, bien para siempre, coronel!
La lengua se le pega al paladar, a los dientes.
-Cuando llegue el momento... usted será el primero...
-No, ya mismo. Piense. Paris Match. Life. Cinco mil dólares. Diez mil. Lo que quiera.
Se ríe.
-¿Dónde, coronel, dónde?
Se para despacio, no me conoce. Tal vez va a preguntarme quién soy, qué hago ahí.
Y mientras salgo derrotado, pensando que tendré que volver, o que no volveré nunca.
Mientras mi dedo índice inicia ya ese infatigable itinerario por los mapas, uniendo isoyetas,
probabilidades, complicidades. Mientras sé que ya no me interesa, y que justamente no
moveré un dedo, ni siquiera en un mapa, la voz del coronel me alcanza como una revelación.
-Es mía -dice simplemente-. Esa mujer es mía.
No he conocido a nadie que posea la blancura de mamá. ¿Cómo extrañarse de que se llame
Blanca? Vanamente, las pensionistas de mi casa pretenden imitarla: se pintan de azul los
párpados, caminan sobre tacos Luis XV, cruzan las piernas y fuman con aire lánguido. Como
hace mamá. Sin embargo, qué lejos están de alcanzar su encanto.
Nuestra casa, aunque su frente es de ladrillos sin revocar, no puede compararse con las demás
viviendas del barrio. A pocos metros de la esquina se levantan las barreras de paso a nivel, y
cruzando el terraplén corre una acequia de aguas servidas. El cuarto de mamá tiene un balcón
que da a los naranjos de la vereda, pero sus persianas están siempre cerradas.
Cuesta imaginar, detrás de esas persianas, un cuarto tan lujoso como el de mamá.
Cuadros de diferentes tamaños tapizan las paredes: algunos son recuerdos de sus viajes
(mamá posando junto a la ex piedra movediza de Tandil, o en Mar del Plata, apoyada en un
enorme lobo marino); otros, estampas religiosas (San José con el Niño, o un ángel con una
vara de azucenas, a los pies de la Virgen); otros, paisajes de almanaque y retratos de artistas
de cine. Me gusta contemplar algunos objetos preciosos entre el desorden de los frascos de
perfume y las cremas de belleza de su tocador: hay allí una artística polvera cuya tapa es una
bailarina con pollera de tul, y un gran número de animalitos de porcelana que no tienen mayor
valor, pero que a mamá le traen suerte. Cuando uno de ellos se niega a favorecerla, mamá lo
encierra por un tiempo adentro de un cajón, a manera de penitencia.
El tocador de mamá. Nunca me cansaré de admirar sus adornos. Debo decir que cada día
aumentan. La semana pasada le regalaron una muñeca Lenci vestida de española, que ella se
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apresuró a colocar al lado de otra, también de paño Lenci, pero ataviada de criolla. Una venus
de alabastro le sirve para colgar sus collares.
Mi cuarto, en cambio, es un altillo situado encima de la cocina. Como hasta el día de hoy mamá
no ha conseguido dinero suficiente para hacer construir una escalera de material, para subir
a mi cuarto debo emplear una escalera de mano que ella retira por las noches mientras
duermo. Este aislamiento forzoso tranquiliza a mamá y le permite atender a sus invitados sin
la preocupación de que a mí se me ocurra aparecer en lo mejor de la fiesta, y desmerecer su
prestigio. Porque a pesar del barrio apartado y de los charcos de agua pantanosa que se
forman en la calle cuando llueve, mamá acostumbra a organizar reuniones a las que acuden
personas importantes de la ciudad: doctores, escribanos, funcionarios.
Una vez que se han ido los invitados, mamá vuelve a colocar en su sitio la escalera; en un papel
que deja sobre la mesa de la cocina, escribe la lista de compras para el mercado y otras tareas
que debo cumplir por la mañana mientras ella y las pensionistas descansan.
Antes de las nueve bajo de mi altillo, preparo el desayuno, riego las plantas, y después de leer
varias veces la lista hasta aprenderla de memoria salgo a la calle provisto de una red. Llevo
conmigo una libreta de tapas azules para el almacén; otra, roja, para la carnicería, y una
tercera, negra, para el verdulero. Mamá detesta comprar al contado. Prefiere hacerlo a
crédito; de ahí su agitación, a fin de mes, cuando junto con la cuenta de la luz recibe cartas
que le recuerdan la cuota del tapado de piel, de la heladera, o de la licuadora. Otra
característica de mamá es regatear el precio de las mercaderías, por insignificante que sea.
Basta que el frutero
le diga: “Treinta pesos el kilo de uvas, señoras”, para que ella invariablemente le conteste:
“Muy caras, le doy veinticinco.” Si el vendedor se resiste, mamá, como último recurso, le
entrega un billete de quinientos pesos a la espera de que el hombre no tenga dinero suficiente
para el vuelto. Cuando así sucede, el vendedor acaba por resignarse y exclama: “No importa,
patrona; me paga mañana. Es igual.”
Entonces ella sonríe, satisfecha de haber conseguido postergar por un día el pago de las uvas.
Así es mamá.
Mientras hago las compras en el mercado puedo observar con detenimiento la gente del
barrio. Con la mirada sin brillo, la ropa manchada, los zapatos rotos, las mujeres tienen un
aspecto lamentable. Suelen ir acompañadas de sus hijos, unos chicos igualmente desaliñados,
de tez morena y ojos oblicuos. Quizá por eso mamá los llama “chinos”, y me prohíbe jugar con
ellos. Tampoco quiere que hable con las vecinas, esas harpías que no hacen otra cosa que
ocuparse de la vida privada de los demás. Así dice mamá.
Las mujeres del barrio deberían prestar un poco de atención a su arreglo personal y al de sus
hijos. No al extremo de mamá, que se baña dos veces al día, va a la peluquería del centro, y se
pasa las tardes recostada, limándose las uñas, o sacándole brillo a sus esclavas de plata (tiene
veinte, y le cubren el antebrazo).
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Tampoco es necesario que exageren, como hace mamá conmigo, y ondulen el pelo de sus
hijos con una tijera caliente o le compren pantalones de terciopelo y botas de charol. Pero el
olvido de las más elementales normas de aseo resulta en verdad intolerable. El barrio entero,
que abandonaremos pronto si los planes de mamá se realizan, es un conjunto de hombres en
camiseta, mujeres sin dientes, chicos descalzos.
Cuando vuelvo, mamá ya está levantada, pero las pensionistas continúan durmiendo. Al
principio mamá me advirtió que si alguien me preguntaba en la calle quiénes eran esas
señoritas, yo debía contestar: “Son mis primas”. Sin embargo, como después de un tiempo las
supuestas primas se iban y eran reemplazadas por otras, ella juzgó conveniente llamarlas
pensionistas.
Las pensionistas de esta temporada me parecen desagradables. La Cristina y la Yoli, tales son
sus nombres, usan el mismo peinado en forma de cola de caballo, tartamudean y bostezan sin
parar; a la noche, como por arte de magia, conversan animadamente, ríen a carcajadas,
cantan. A menudo oigo sus voces desde mi altillo.
Sólo mamá permanece silenciosa. Para eclipsarlas le basta su blancura y su corpulencia.
Siempre recordaré la escena que presencié hace algunos años: mamá estaba en el patio, a
medio vestir, rodeada de mujeres que tiraban de lazos y cintas con el propósito de ceñir su
cuerpo dentro de un corsé. A cada tirón brusco de las cintas, se hundía el vientre de mamá,
pero al mismo tiempo subían sus pechos, inflados como globos, y por los intersticios del corsé
parecían rombos de carne deslumbrante.
Mamá prepara el almuerzo y guarda en la heladera una fuente con rodajas de salame y
ensalada para las pensionistas. “Es suficiente para esos esperpentos”, dice. Luego, con un
gesto de complicidad, saca de su bolsillo una llave con la que abre un armario donde se
esconde un frasco de higos en almíbar. En el armario, además, hay un juego de té chino que
le regalaron para su casamiento. No conocí a mi padre. Murió o desapareció poco después de
que yo naciera, pero por algunas conversaciones, he deducido que debió ser un hombre sin
inquietudes, un fracasado. Todavía ahora, cuando las deudas apremian mamá recuerda con
tristeza un terrenito de su propiedad, en el cerro, que se vio obligada a vender por culpa de
él, “y que hoy valdría una fortuna”.
Una vez que terminamos de comer el postre, ayudo a mamá a poner en orden la cocina;
después subo a mi cuarto y me visto para asistir a clase: Ignoro si el año próximo volveré al
mismo colegio. Mamá dice que piensa inscribirme en otro, como alumno pupilo. Todo
depende de un amigo suyo, un abogado que costeará mis estudios a condición de que ella
abandone esta ciudad y atienda un negocio en Rosario de la Frontera.
Así nos explicó el domingo pasado. Estábamos reunidos en el comedor: la Yoli se depilaba una
ceja; la Cristina hojeaba revistas de moda; yo dibujaba un mapa en mi cuaderno. De pronto,
mamá llegó muy agitada de la calle; se quitó los zapatos, suspiró de alivio, y empezó a
contarnos sus proyectos. Cuando terminó de hablar, hubo un silencio.
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Después se oyó la voz de la Yoli, “Blanca –le dijo-, está loca. Eso es sepultarse en vida.” Mamá
le contestó que la plata es plata en cualquier parte, que le preocupaba mi porvenir, y que el
negocio se abriría en una zona próspera, llena de chacareros ricos y sembradores de papas.
“Nosotros no te acompañamos”, dijeron al unísono las pensionistas. “No las necesito. Como
ustedes, sobran”, contestó mamá con desdén.
Esa noche, en mi altillo, me conmovió pensar en los sacrificios a que mamá se resignaba para
labrarme un porvenir. Abandonaría su dormitorio, sus reuniones. Yo era un obstáculo en su
vida, y con el tiempo lo sería un más. En Rosario de la Frontera, donde vaya a saber uno qué
peligros la acechan, irá perdiendo su belleza.
El nombre de ese pueblo me sugiere un ambiente de violencia como el de las películas del
Lejano Oeste: ciclones, indios enfurecidos, paisanos borrachos. Quizá por eso, al dormirme
tuve un sueño extravagante: había un incendio en el cuarto de mamá, y ella, sujeta a los
barrotes de la cama, amordazada, no podía hacer ningún movimiento ni articular palabra.
Horrorizado, vi que las llamas empezaban a trepar por los flecos de la colcha tejida. Entonces,
corrí a la cocina en busca de un balde de agua, pero súbitamente me asaltó el imperioso deseo
de comer higos en almíbar. El armario estaba abierto: retiré el frasco, y con la mayor
tranquilidad me puse a satisfacer mi gula, no ignorando que mamá corría el peligro de ser
alcanzada por las llamas. “Se salvará”, me decía mientras devoraba grandes cucharadas de
dulce. “No sé cómo, pero se salvará. Es demasiado fuerte para morir. No morirá nunca.”
Con los primeros calores han florecido los naranjos de la vereda; el viento trae el olor de los
azahares mezclado al de las aguas podridas de la acequia. Al atardecer, he caminado por las
calles del barrio. En un zaguán estrecho, un hombre inflaba las ruedas de su bicicleta; debajo
de una morera, una vieja desplumaba una gallina; en un baldío, unos chicos que jugaban a la
pelota me reconocieron y me arrojaron piedras. Luego corrieron a esconderse detrás de un
arbusto.
No puedo tolerar la idea de entrar pupilo en un colegio y separarme de mamá. Lejos de ella,
habrá de repetirse lo que sucedió hace tres años, cuando viajó a la capital:
enfermé de tristeza. Mientras duró su ausencia, las pensionistas que había en mi casa por
aquella época no consiguieron que probase bocado; querían obligarme a comer, pero yo les
escupía la sopa caliente en la cara. Extrañadas por mi conducta, tuvieron que cerrar con llave
el dormitorio de mamá para impedir que me arrojara de bruces en la cama, sollozando. Sin
mamá, el mundo es opaco y aburrido; languidecen las plantas del patio, y la casa entera se
convierte en una especie de ruina con silbidos de trenes y chillidos de mujeres vulgares,
pintadas como Pieles Rojas.
Al volver de su viaje, mamá me trajo de regalo un mecano para hacerse perdonar su ausencia,
pero yo, que estaba ofendido, adopté una expresión terca cuando ella me alzó en sus brazos.
“¿Así es como este ángel del Señor recibe a su madre que lo quiere tanto?”, me dijo. Entonces
me eché a llorar, al mismo tiempo que le besaba las mejillas y le suplicaba que no me
abandonara nunca.
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Anoche por primera vez, mamá me permitió que asistiera a una de sus reuniones.
“Sólo un momentito –me previno- y luego a la cama, sin chistar.” Quería presentarme al doctor
Monasterio, “el abogado de quien te hablé, que tanto se interesa en nuestro futuro”.
El comedor estaba arreglado especialmente para la fiesta. Las sillas se alineaban contra la
pared; pantallas de colores velaban el resplandor de los focos y proyectaban una penumbra
rosada que favorecía a las pensionistas, otorgándoles juventud. En un ángulo estaba dispuesta
la mesa, con botellas y platos de sandwiches.
Mi entrada provocó cierto estupor. “Es el pollito de Blanca”, oí que murmuraban.
Aunque el cuarto estaba lleno de humo y me picaban los ojos, pude distinguir a la Yoli que reía
con afectación, la cabeza echada hacia atrás; a su lado, un señor gordo y calvo le acariciaba la
espalda. También vi a la Cristina que rechazaba con un gesto de impaciencia a uno de los
invitados, empeñado en decirle un secreto, o en morderle la oreja. Hombres maduros, en
mangas de camisa, bebían ginebra con hielo; dos jóvenes, en cuclillas, arrojaban dados en el
piso.
Mamá, tomándome de los hombros, me llevó hasta el lugar donde estaba sentado el doctor
Monasterio.
-Mucho gusto, caballerito- dijo el abogado. Y me tendió una mano lánguida, cubierta de vello
oscuro, que solté de inmediato. El abogado vestía con sencillez; sólo la perla del alfiler de
corbata revelaba su prosperidad. Después de un momento prosiguió: -¿Con que el caballerito
quiere estudiar, ser un hombre de provecho? Muy bien, muy bien. Ya arreglaremos ese asunto
con su mamá.
La voz autoritaria del abogado contrastaba con su aspecto insignificante; sus piernas,
cruzadas, no llegaban al suelo. Hice un esfuerzo para dominar mi timidez y mirarlo a la cara:
una cicatriz, que le bajaba desde el pómulo izquierdo hasta la comisura del labio superior, le
tiraba hacia arriba la piel de la mejilla, dando a su fisonomía una expresión irónica. El abogado
me acarició el pelo, me sonrió con simpatía. Yo hubiera querido decirle que no me importaba
estudiar ni ser un hombre de provecho, que mi ideal era continuar al lado de mamá. Pero
enmudecí, sofocado por el ruido de la música y las conversaciones. Mamá consideró ofensivo
mi silencio y me pellizcó con disimulo. Mi reacción fue automática:
-Muchas gracias, señor. Encantado de conocerlo.
Mamá me miró complacida.
-Es un chico muy bueno y educado- dijo. Después, con los ojos en blanco, agregó una frase de
costumbre-: Un ángel del Señor-. Enseguida me pidió que antes de acostarme sirviera un poco
más de ginebra con hielo a los invitados. Me sorprendió el tono suplicante de su voz, su
momentánea inseguridad, como si alguna vez me hubiera negado a satisfacer el menor de sus
deseos.
Fui hasta la mesa y retiré la bandeja con la botella, el hielo y los sandwiches. Yo tenía puesta
una camisa de verano, de seda cruda, confeccionada por mamá con un retazo de género que
le sobró de un vestido. Cada vez que me inclinaba con la bandeja, algún invitado me metía un
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billete de cincuenta o de cien pesos en el bolsillo de la camisa. Mamá, divertida, observaba la
escena, y de cuando en cuando me guiñaba un ojo, orgullosa de tener un hijo tan desenvuelto
y hábil. La verdad es que me costó bastante trabajo mantener el equilibrio con aquella bandeja
pesada, y en cierto momento estuve a punto de arrojar un balde con hielo sobre la cabeza de
un amigo de la Cristina, que se permitió darme una palmada en las nalgas.
La Yoli, que es una romántica, puso por tercera vez un vals. El abogado se acercó a mamá para
invitarla a bailar, pero ella le dijo que esperase un momento. Antes tenía que llevarme al altillo,
porque no era bueno para la salud de un chico permanecer despierto hasta esas horas.
Cuando salimos al patio, respiré profundamente. El aire fresco disipó mi pesadez.
Detrás de las risas y los cuchicheos de las pensionistas, podía oírse un zumbido ronco y
repugnante: las voces de aquellos hombres que mamá reunía para pagar sus deudas, sus
collares y mi educación. A la luz de la luna, la blancura de mamá daba vértigo.
Antes de subir por la escalera, saqué el dinero del bolsillo y se lo entregué. Ella se apresuró a
guardarlo en el escote de su vestido. Luego me dijo, besándome en la frente: “Así me gusta,
que sea generoso con su mamá.”
Desde anoche espero que llegará a comprender: puedo ser de alguna utilidad para sus
negocios. Si decide llevarme a Rosario de la Frontera, le voy a sugerir que me embadurne la
cara con betún y me rice el pelo: me convertiré en el negrito de los mandados, en su criado
predilecto. O bien, como en la estampa en colores que hay en la cabecera de su cama, velaré
eternamente su sueño, de rodillas en el umbral del cuarto, con las alas inmóviles y una vara
de azucenas en la mano. Por algo ella repite que soy un ángel del Señor.
Atrás, arriba, el viejo estaba revolviendo algo, alguna mercadería, que hacía ruido a lata. De
pronto el sonido cesó.
Era una de esas hermosas y encantadoras criaturas nacidas como por un error del
destino en una familia de empleados. Carecía de dote, y no tenía esperanzas de cambiar
de posición; no disponía de ningún medio para ser conocida, comprendida, querida,
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para encontrar un esposo rico y distinguido; y aceptó entonces casarse con un modesto
empleado del Ministerio de Instrucción Pública.
No pudiendo adornarse, fue sencilla, pero desgraciada, como una mujer obligada por
la suerte a vivir en una esfera inferior a la que le corresponde; porque las mujeres no
tienen casta ni raza, pues su belleza, su atractivo y su encanto les sirven de ejecutoria y
de familia. Su nativa firmeza, su instinto de elegancia y su flexibilidad de espíritu son
para ellas la única jerarquía, que iguala a las hijas del pueblo con las más grandes
señoras.
Sufría constantemente, sintiéndose nacida para todas las delicadezas y todos los lujos.
Sufría contemplando la pobreza de su hogar, la miseria de las paredes, sus estropeadas
sillas, su fea indumentaria. Todas estas cosas, en las cuales ni siquiera habría reparado
ninguna otra mujer de su casa, la torturaban y la llenaban de indignación.
La vista de la muchacha bretona que les servía de criada despertaba en ella pesares
desolados y delirantes ensueños. Pensaba en las antecámaras mudas, guarnecidas de
tapices orientales, alumbradas por altas lámparas de bronce y en los dos pulcros lacayos
de calzón corto, dormidos en anchos sillones, amodorrados por el intenso calor de la
estufa. Pensaba en los grandes salones colgados de sedas antiguas, en los finos muebles
repletos de figurillas inestimables y en los saloncillos coquetones, perfumados,
dispuestos para hablar cinco horas con los amigos más íntimos, los hombres famosos y
agasajados, cuyas atenciones ambicionan todas las mujeres.
Cuando, a las horas de comer, se sentaba delante de una mesa redonda, cubierta por
un mantel de tres días, frente a su esposo, que destapaba la sopera, diciendo con aire
de satisfacción: "¡Ah! ¡Qué buen caldo! ¡No hay nada para mí tan excelente como esto!",
pensaba en las comidas delicadas, en los servicios de plata resplandecientes, en los
tapices que cubren las paredes con personajes antiguos y aves extrañas dentro de un
bosque fantástico; pensaba en los exquisitos y selectos manjares, ofrecidos en fuentes
maravillosas; en las galanterías murmuradas y escuchadas con sonrisa de esfinge, al
tiempo que se paladea la sonrosada carne de una trucha o un alón de faisán.
No poseía galas femeninas, ni una joya; nada absolutamente y sólo aquello de que
carecía le gustaba; no se sentía formada sino para aquellos goces imposibles. ¡Cuánto
habría dado por agradar, ser envidiada, ser atractiva y asediada!
Tenía una amiga rica, una compañera de colegio a la cual no quería ir a ver con
frecuencia, porque sufría más al regresar a su casa. Días y días pasaba después llorando
de pena, de pesar, de desesperación.
Una mañana el marido volvió a su casa con expresión triunfante y agitando en la mano
un ancho sobre.
-Mira, mujer -dijo-, aquí tienes una cosa para ti.
Ella rompió vivamente la envoltura y sacó un pliego impreso que decía:
51
"El ministro de Instrucción Pública y señora ruegan al señor y la señora de Loisel les
hagan el honor de pasar la velada del lunes 18 de enero en el hotel del Ministerio."
En lugar de enloquecer de alegría, como pensaba su esposo, tiró la invitación sobre la
mesa, murmurando con desprecio:
-¿Qué haré yo con eso?
-Creí, mujercita mía, que con ello te procuraba una gran satisfacción. ¡Sales tan poco, y
es tan oportuna la ocasión que hoy se te presenta!... Te advierto que me ha costado
bastante trabajo obtener esa invitación. Todos las buscan, las persiguen; son muy
solicitadas y se reparten pocas entre los empleados. Verás allí a todo el mundo oficial.
Clavando en su esposo una mirada llena de angustia, le dijo con impaciencia:
-¿Qué quieres que me ponga para ir allá?
No se había preocupado él de semejante cosa, y balbució:
-Pues el traje que llevas cuando vamos al teatro. Me parece muy bonito...
Se calló, estupefacto, atontado, viendo que su mujer lloraba. Dos gruesas lágrimas se
desprendían de sus ojos, lentamente, para rodar por sus mejillas.
El hombre murmuró:
-¿Qué te sucede? Pero ¿qué te sucede?
Mas ella, valientemente, haciendo un esfuerzo, había vencido su pena y respondió con
tranquila voz, enjugando sus húmedas mejillas:
-Nada; que no tengo vestido para ir a esa fiesta. Da la invitación a cualquier colega cuya
mujer se encuentre mejor provista de ropa que yo.
Él estaba desolado, y dijo:
-Vamos a ver, Matilde. ¿Cuánto te costaría un traje decente, que pudiera servirte en
otras ocasiones, un traje sencillito?
Ella meditó unos segundos, haciendo sus cuentas y pensando asimismo en la suma que
podía pedir sin provocar una negativa rotunda y una exclamación de asombro del
empleadillo.
Respondió, al fin, titubeando:
-No lo sé con seguridad, pero creo que con cuatrocientos francos me arreglaría.
El marido palideció, pues reservaba precisamente esta cantidad para comprar una
escopeta, pensando ir de caza en verano, a la llanura de Nanterre, con algunos amigos
que salían a tirar a las alondras los domingos.
Dijo, no obstante:
-Bien. Te doy los cuatrocientos francos. Pero trata de que tu vestido luzca lo más
posible, ya que hacemos el sacrificio.
El día de la fiesta se acercaba y la señora de Loisel parecía triste, inquieta, ansiosa. Sin
embargo, el vestido estuvo hecho a tiempo. Su esposo le dijo una noche:
-¿Qué te pasa? Te veo inquieta y pensativa desde hace tres días.
Y ella respondió:
52
-Me disgusta no tener ni una alhaja, ni una sola joya que ponerme. Pareceré, de todos
modos, una miserable. Casi, casi me gustaría más no ir a ese baile.
-Ponte unas cuantas flores naturales -replicó él-. Eso es muy elegante, sobre todo en
este tiempo, y por diez francos encontrarás dos o tres rosas magníficas.
Ella no quería convencerse.
-No hay nada tan humillante como parecer una pobre en medio de mujeres ricas.
Pero su marido exclamó:
-¡Qué tonta eres! Anda a ver a tu compañera de colegio, la señora de Forestier, y ruégale
que te preste unas alhajas. Eres bastante amiga suya para tomarte esa libertad.
La mujer dejó escapar un grito de alegría.
-Tienes razón, no había pensado en ello.
Al siguiente día fue a casa de su amiga y le contó su apuro.
La señora de Forestier fue a un armario de espejo, cogió un cofrecillo, lo sacó, lo abrió
y dijo a la señora de Loisel:
-Escoge, querida.
Primero vio brazaletes; luego, un collar de perlas; luego, una cruz veneciana de oro, y
pedrería primorosamente construida. Se probaba aquellas joyas ante el espejo,
vacilando, no pudiendo decidirse a abandonarlas, a devolverlas. Preguntaba sin cesar:
-¿No tienes ninguna otra?
-Sí, mujer. Dime qué quieres. No sé lo que a ti te agradaría.
De repente descubrió, en una caja de raso negro, un soberbio collar de brillantes, y su
corazón empezó a latir de un modo inmoderado.
Sus manos temblaron al tomarlo. Se lo puso, rodeando con él su cuello, y permaneció
en éxtasis contemplando su imagen.
Luego preguntó, vacilante, llena de angustia:
-¿Quieres prestármelo? No quisiera llevar otra joya.
-Sí, mujer.
Abrazó y besó a su amiga con entusiasmo, y luego escapó con su tesoro.
Llegó el día de la fiesta. La señora de Loisel tuvo un verdadero triunfo. Era más bonita
que las otras y estaba elegante, graciosa, sonriente y loca de alegría. Todos los hombres
la miraban, preguntaban su nombre, trataban de serle presentados. Todos los directores
generales querían bailar con ella. El ministro reparó en su hermosura.
Ella bailaba con embriaguez, con pasión, inundada de alegría, no pensando ya en nada
más que en el triunfo de su belleza, en la gloria de aquel triunfo, en una especie de dicha
formada por todos los homenajes que recibía, por todas las admiraciones, por todos los
deseos despertados, por una victoria tan completa y tan dulce para un alma de mujer.
Se fue hacia las cuatro de la madrugada. Su marido, desde medianoche, dormía en un
saloncito vacío, junto con otros tres caballeros cuyas mujeres se divertían mucho.
53
Él le echó sobre los hombros el abrigo que había llevado para la salida, modesto abrigo
de su vestir ordinario, cuya pobreza contrastaba extrañamente con la elegancia del traje
de baile. Ella lo sintió y quiso huir, para no ser vista por las otras mujeres que se
envolvían en ricas pieles.
Loisel la retuvo diciendo:
-Espera, mujer, vas a resfriarte a la salida. Iré a buscar un coche.
Pero ella no le oía, y bajó rápidamente la escalera.
Cuando estuvieron en la calle no encontraron coche, y se pusieron a buscar, dando
voces a los cocheros que veían pasar a lo lejos.
Anduvieron hacia el Sena desesperados, tiritando. Por fin pudieron hallar una de esas
vetustas berlinas que sólo aparecen en las calles de París cuando la noche cierra, cual si
les avergonzase su miseria durante el día.
Los llevó hasta la puerta de su casa, situada en la calle de los Mártires, y entraron
tristemente en el portal. Pensaba, el hombre, apesadumbrado, en que a las diez había
de ir a la oficina.
La mujer se quitó el abrigo que llevaba echado sobre los hombros, delante del espejo, a
fin de contemplarse aún una vez más ricamente alhajada. Pero de repente dejó escapar
un grito.
Su esposo, ya medio desnudo, le preguntó:
-¿Qué tienes?
Ella se volvió hacia él, acongojada.
-Tengo..., tengo... -balbució - que no encuentro el collar de la señora de Forestier.
Él se irguió, sobrecogido:
-¿Eh?... ¿cómo? ¡No es posible!
Y buscaron entre los adornos del traje, en los pliegues del abrigo, en los bolsillos, en
todas partes. No lo encontraron.
Él preguntaba:
-¿Estás segura de que lo llevabas al salir del baile?
-Sí, lo toqué al cruzar el vestíbulo del Ministerio.
-Pero si lo hubieras perdido en la calle, lo habríamos oído caer.
-Debe estar en el coche.
-Sí. Es probable. ¿Te fijaste qué número tenía?
-No. Y tú, ¿no lo miraste?
-No.
Se contemplaron aterrados. Loisel se vistió por fin.
-Voy -dijo- a recorrer a pie todo el camino que hemos hecho, a ver si por casualidad lo
encuentro.
Y salió. Ella permaneció en traje de baile, sin fuerzas para irse a la cama, desplomada
en una silla, sin lumbre, casi helada, sin ideas, casi estúpida.
54
Su marido volvió hacia las siete. No había encontrado nada.
Fue a la Prefectura de Policía, a las redacciones de los periódicos, para publicar un
anuncio ofreciendo una gratificación por el hallazgo; fue a las oficinas de las empresas
de coches, a todas partes donde podía ofrecérsele alguna esperanza.
Ella le aguardó todo el día, con el mismo abatimiento desesperado ante aquel horrible
desastre.
Loisel regresó por la noche con el rostro demacrado, pálido; no había podido averiguar
nada.
-Es menester -dijo- que escribas a tu amiga enterándola de que has roto el broche de su
collar y que lo has dado a componer. Así ganaremos tiempo.
Ella escribió lo que su marido le decía.
Al cabo de una semana perdieron hasta la última esperanza.
Y Loisel, envejecido por aquel desastre, como si de pronto le hubieran echado encima
cinco años, manifestó:
-Es necesario hacer lo posible por reemplazar esa alhaja por otra semejante.
Al día siguiente llevaron el estuche del collar a casa del joyero cuyo nombre se leía en
su interior.
El comerciante, después de consultar sus libros, respondió:
-Señora, no salió de mi casa collar alguno en este estuche, que vendí vacío para
complacer a un cliente.
Anduvieron de joyería en joyería, buscando una alhaja semejante a la perdida,
recordándola, describiéndola, tristes y angustiosos.
Encontraron, en una tienda del Palais Royal, un collar de brillantes que les pareció
idéntico al que buscaban. Valía cuarenta mil francos, y regateándolo consiguieron que
se lo dejaran en treinta y seis mil.
Rogaron al joyero que se los reservase por tres días, poniendo por condición que les
daría por él treinta y cuatro mil francos si se lo devolvían, porque el otro se encontrara
antes de fines de febrero.
Loisel poseía dieciocho mil que le había dejado su padre. Pediría prestado el resto.
Y, efectivamente, tomó mil francos de uno, quinientos de otro, cinco luises aquí, tres
allá. Hizo pagarés, adquirió compromisos ruinosos, tuvo tratos con usureros, con toda
clase de prestamistas. Se comprometió para toda la vida, firmó sin saber lo que firmaba,
sin detenerse a pensar, y, espantado por las angustias del porvenir, por la horrible
miseria que los aguardaba, por la perspectiva de todas las privaciones físicas y de todas
las torturas morales, fue en busca del collar nuevo, dejando sobre el mostrador del
comerciante treinta y seis mil francos.
Cuando la señora de Loisel devolvió la joya a su amiga, ésta le dijo un tanto displicente:
-Debiste devolvérmelo antes, porque bien pude yo haberlo necesitado.
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No abrió siquiera el estuche, y eso lo juzgó la otra una suerte. Si notara la sustitución,
¿qué supondría? ¿No era posible que imaginara que lo habían cambiado de intento?
La señora de Loisel conoció la vida horrible de los menesterosos. Tuvo energía para
adoptar una resolución inmediata y heroica. Era necesario devolver aquel dinero que
debían... Despidieron a la criada, buscaron una habitación más económica, una
buhardilla.
Conoció los duros trabajos de la casa, las odiosas tareas de la cocina. Fregó los platos,
desgastando sus uñitas sonrosadas sobre los pucheros grasientos y en el fondo de las
cacerolas. Enjabonó la ropa sucia, las camisas y los paños, que ponía a secar en una
cuerda; bajó a la calle todas las mañanas la basura y subió el agua, deteniéndose en
todos los pisos para tomar aliento. Y, vestida como una pobre mujer de humilde
condición, fue a casa del verdulero, del tendero de comestibles y del carnicero, con la
cesta al brazo, regateando, teniendo que sufrir desprecios y hasta insultos, porque
defendía céntimo a céntimo su dinero escasísimo.
Era necesario mensualmente recoger unos pagarés, renovar otros, ganar tiempo.
El marido se ocupaba por las noches en poner en limpio las cuentas de un comerciante,
y a veces escribía a veinticinco céntimos la hoja.
Y vivieron así diez años.
Al cabo de dicho tiempo lo habían ya pagado todo, todo, capital e intereses,
multiplicados por las renovaciones usurarias.
La señora Loisel parecía entonces una vieja. Se había transformado en la mujer fuerte,
dura y ruda de las familias pobres. Mal peinada, con las faldas torcidas y rojas las manos,
hablaba en voz alta, fregaba los suelos con agua fría. Pero a veces, cuando su marido
estaba en el Ministerio, se sentaba junto a la ventana, pensando en aquella fiesta de
otro tiempo, en aquel baile donde lució tanto y donde fue tan festejada.
¿Cuál sería su fortuna, su estado al presente, si no hubiera perdido el collar? ¡Quién
sabe! ¡Quién sabe! ¡Qué mudanzas tan singulares ofrece la vida! ¡Qué poco hace falta
para perderse o para salvarse!
Un domingo, habiendo ido a dar un paseo por los Campos Elíseos para descansar de las
fatigas de la semana, reparó de pronto en una señora que pasaba con un niño cogido
de la mano.
Era su antigua compañera de colegio, siempre joven, hermosa siempre y siempre
seductora. La de Loisel sintió un escalofrío. ¿Se decidiría a detenerla y saludarla? ¿Por
qué no? Habíéndolo pagado ya todo, podía confesar, casi con orgullo, su desdicha.
Se puso frente a ella y dijo:
-Buenos días, Juana.
La otra no la reconoció, admirándose de verse tan familiarmente tratada por aquella
infeliz. Balbució:
-Pero..., ¡señora!.., no sé. .. Usted debe de confundirse...
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-No. Soy Matilde Loisel.
Su amiga lanzó un grito de sorpresa.
-¡Oh! ¡Mi pobre Matilde, qué cambiada estás! ...
-¡Sí; muy malos días he pasado desde que no te veo, y además bastantes miserias.... todo
por ti...
-¿Por mí? ¿Cómo es eso?
-¿Recuerdas aquel collar de brillantes que me prestaste para ir al baile del Ministerio?
-¡Sí, pero...
-Pues bien: lo perdí...
-¡Cómo! ¡Si me lo devolviste!
-Te devolví otro semejante. Y hemos tenido que sacrificarnos diez años para pagarlo.
Comprenderás que representaba una fortuna para nosotros, que sólo teníamos el
sueldo. En fin, a lo hecho pecho, y estoy muy satisfecha.
La señora de Forestier se había detenido.
-¿Dices que compraste un collar de brillantes para sustituir al mío?
-Sí. No lo habrás notado, ¿eh? Casi eran idénticos.
Y al decir esto, sonreía orgullosa de su noble sencillez. La señora de Forestier,
sumamente impresionada, le cogió ambas manos:
-¡Oh! ¡Mi pobre Matilde! ¡Pero si el collar que yo te presté era de piedras falsas!... ¡Valía
quinientos francos a lo sumo!...
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