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Cuento infantil:

La señora Zapiola
Sandra Filippi

(1999, Alfaguara)

Con amor para Egle, Francisco y Catalina

La señora Zapiola no tenía una casa con jardín… sino un jardín con casa.
Porque como su terreno era tan amplio se había dedicado a cultivar flores para vender.
Había allí jazmines tan blancos y grandes como tazones de arroz con leche.
Había rosas, violetas, alelíes y muchas otras flores a las que la señora Zapiola llamaba
por su propio nombre.
–Si a mí me llaman señora Zapiola las flores también merecen el mismo trato –decía.
Ella sí podía hacerlo porque sabía muchísimo de plantas.
Si se la miraba de lejos, desde el camino de tierra, parecía un arbusto lleno de
campanillas porque bajita y regordeta se reía por cualquier cosa.
Su socio, el jardinero que vivía por allí cerca, se ocupaba de podar las ramas altas subido
a una escalera, y también de lo más importante, llevar en su camioneta los ramos de flores
para vender en la ciudad.
Al regreso saboreaban un té, comían unas buenas porciones de torta y se repartían las
ganancias por la mitad.
Ése era un momento muy especial para la señora Zapiola. El momento en que sentada a
la mesa separaba el dinero necesario para sus gastos, y el resto, cuando sobraba, era
guardado en una vieja lata de té que apoyaba en lo alto de su alacena.
Aquel día desparramó el contenido sobre la mesa y contó su ahorro con mucho cuidado.
–¡Por fin! –se dijo satisfecha–. ¡Ahora sí que me alcanza!
Y con una sonrisa se acomodó en el sillón descansando los pies sobre un banquito.
Observaba fijamente sus zapatos.
–Ustedes no me gustan –les dijo– ya no los puedo ni ver.
–¿Me escucharon? –insistió–, pienso tirarlos y comprarme unos nuevos. Siempre soñé
con tener los bellos zapatos que salen en las revistas.
Los suyos no contestaron. Eran bastante extraños, pero hablar no, no hablaban. Se
parecían un poco a las tortas que hacía la señora Zapiola, ya que con el paso del tiempo ella
había agregado varias suelas, también les había cosido un borde grueso de paño para que los
abrojos del jardín no molestaran sus tobillos; por debajo asomaban unos bigotes de hilachas
y en el frente, donde la punta solía romperse con el uso, lucían dos remiendos de lana de
color.
En fin, resultaban un poco cómicos pero suaves y calentitos, a tal punto que de noche,
cuando quedaban debajo de la cama, dos ratoncitos los usaban para dormir.
Pero ya sabemos; después de tantos años la señora Zapiola les había tomado tal antipatía
que sólo pensaba en abandonarlos. Y finalmente esa ocasión había llegado.
Esa noche, los ratoncitos, que habían escuchado todo, no pudieron dormir pensando que
se quedarían sin camas.
¡Tuvieron insomnio!
Al día siguiente, cuando el camión estuvo cargado con los ramos de azaleas y los
canastos de geranios blancos, la señora Zapiola entregó a su amigo todo el dinero ahorrado
pidiendo que le comprase los mejores zapatos que hubiera en la ciudad.
–¡Quisiera los mejores del mundo! –exageró.
Al jardinero no le gustó mucho el encargo. Eso de comprar zapatos para la señora
Zapiola le parecía un asunto bien difícil.
Por suerte el vendedor de la zapatería le ofreció ayuda.
–Observe –dijo levantando un par de zapatos con la misma delicadeza con que tomaría
una mariposa por las alas–, ¿no le parecen elegantes, modernos y distinguidos?
–No sé… –dijo el jardinero.
Pero se los llevó, y bien acondicionados, en una gran caja rosa con moñito.
La señora Zapiola esperaba ansiosa en la verja de su jardín.
–¡A ver! ¡A ver! –exclamó abriendo la caja.
Quedó boquiabierta.
Eran aquellos unos zapatos de charol con taco altísimo y un broche dorado que brillaba
al sol.
–¡Qué preciosos…! ¡Gracias! –dijo, y rápidamente se quitó los suyos para arrojarlos
lejos–. ¡Adiós! –exclamó, pero con tal fuerza y enojo fue el gesto que aterrizaron en el fondo
del jardín sobre una carretilla donde las ramas secas se amontonaban desde el invierno
anterior.
Eso fue lo que ocurrió.
Y luego se puso los nuevos.
Bueno… se puso es un decir, porque debió luchar bastante para calzarlos y luego
caminar elevada en esos tacos…
Debió apoyarse en el ciruelo para no caer.
–¿Qué le parece? –preguntó a su amigo que la miraba asombrado (Porque eso de ver a la
señora Zapiola así, no era cosa de todos los días…).
–Me voy a acostumbrar –le advirtió–. Si el mundo elegante los usa yo me podré
acostumbrar.
¿La verdad? No se acostumbró.
Anduvo a tientas, tomándose de las ramas y cuando se hizo de noche sus pies hinchados
lograron hacerla gruñir por primera vez en su vida.
Al otro día decidió pedirle al jardinero que los cambiara por otros.
–Casi no los usé… –le dijo frotando los tacos con su delantal.
Y se quedó descalza, sentada en su sillón frente al gato que la miraba con extrañeza.
Esta vez el vendedor recomendó unas buenas zapatillas de básquet, “elegantes,
modernas y distinguidas”, repitió.
–Al menos me parecieron más blandas –explicó el jardinero al regreso entregando la
caja a la señora Zapiola.
–¡Me encantan! –exclamó ella–. ¡Me las podré ahora mismo! –y se inclinó sobre los
largos cordones dispuesta a enhebrarlos correctamente. Su amigo, que ya estaba imaginando
lo que iría a suceder, se alejó fingiendo que iba a regar los almácigos.
Y llegó la noche otra vez.
¡Pobre señora Zapiola! Tironeando ojales y cordones sin ningún resultado.
De manera que durmió con una zapatilla puesta, que no se sabía sacar y otra en el suelo,
que no se sabía poner.
Los ratoncitos por supuesto, no encontraron la entrada de esa cama llena de nudos tan
complicados.
¡Otra vez tuvieron insomnio!
–No sé cómo decirle, amigo mío… –titubeó a la mañana–. Yo necesitaría que usted
cambiara este calzado por… cualquier otro, seguro que cualquier otro me va a servir…
Y entregó la caja escondiéndose con vergüenza detrás de los claveles.
¿Qué zapatos llegaron esa tarde…?
–¡Dios mío! –se sorprendió la señora Zapiola–. ¡Patas de rana! Pero aquí no tengo
agua… –empezó a decir, cuando, viendo la cara de su amigo, corrigió: –No importa, igual lo
intentaré, no se preocupe.
¿Pueden imaginar a la señora Zapiola con patas de rana entre los cascotes del jardín?
Las florcitas de trébol, tan pequeñas, se escondían con susto ante cada paso terrible que
ella daba.
También tuvo problemas para hacer su trabajo… así que allá fue la caja rosada con
moñito en el camión casi vacío porque sólo habían podido armar dos o tres ramos.
El vendedor parecía imperturbable.
–Aquí tiene estas hermosas zapatillas de ballet que son…
–Sí, ya sé –interrumpió el jardinero–, “elegantes, modernas y distinguidas”.
“Con tal de que le queden bien…”, pensó volviendo rápidamente con la caja sobre el
asiento.
–¡Por supuesto que me quedan bien! –exclamó la señora Zapiola–. ¿Ve? –pero las cintas
de raso pronto se enredaron en los rosales y tuvo que sentarse en el cantero fatigada por
andar en puntas de pie como una bailarina.
–No se apene –dijo su amigo–. Puedo cambiarlas otra vez, hasta conseguir lo que busca.
–¿De verdad? –preguntó la señora Zapiola alzando su carita redonda por donde bajaba
una lágrima.
–Claro que sí –respondió recordando la risa de la señora Zapiola que se había perdido
varios días atrás.
Entonces fue cuando empezó el largo ir y venir de la ciudad con su camioneta donde
viajaron ojotas, botines, sandalias, zapatones, chancletas, zuecos, pantuflas, borceguíes,
mocasines y hasta un par de botas de escalar.
Todos calzados elegantes, modernos y distinguidos, según dijera el vendedor, a quien no
le quedaba casi nada para mostrar.
–Estos son los últimos –anunció subiendo del sótano donde archivaban lo que había
pasado de moda–. Son idénticos a los que usó Cenicienta en el baile de palacio. Imagínese
–continuó–, modernos no serán… ¡pero tan elegantes y distinguidos como ningún otro par
en la historia del zapato…!
“Cierto, pensó el jardinero, ¡pero están hechos de CRISTAL! ¿Qué le diré a la señora
Zapiola? No podrá usarlos y ya no quedan más para cambiar.
Iba manejando a poca velocidad, demorando su llegada y mientras tanto pensaba con
pena en la ilusión de su amiga.
No se sentía capaz de darle esa noticia, de manera que al llegar se fue directamente al
jardín haciéndose el distraído.
Buscó el rastrillo y fue detrás de la cerca arrastrando una pila de hojas para quemar,
cuando de pronto, entre ramas secas, descubrió… ¡los viejos zapatos de la señora Zapiola!
¡Aquellos que habían sido tirados con tanto enojo!
Seguramente los pájaros los habían usado para anidar ya que estaban cubiertos con
plumitas blancas. Las hormigas se habían comido los bigotes del borde y tal vez la lluvia y
el sol habían transformado el color azul en un pálido celeste… casi, casi “elegantes,
modernos y distinguidos”, pensó el jardinero.
Les sacudió un poco el polvo y, colocándolos en la famosa caja rosada, fue a entregarlos
a su amiga.
–¡Qué maravilla…! –exclamó la señora Zapiola–. ¡Estos sí que son los más lindos del
mundo! ¡Nunca vi nada igual! ¡Gracias, gracias…! Además –dijo poniéndoselos–, me van
perfectos… que curioso ¿no? Es como si los hubiese usado toda la vida…
El jardinero se sonrió.
–Entonces, ¿no cree señora Zapiola que ya podemos sentarnos a merendar?
–No, espere –lo detuvo ella–, todavía queda algo importante que necesito cambiar.
–¿Qué? –preguntó alarmado el jardinero–, ¿qué es lo que quiere cambiar?
–No se asuste –rió ella viendo que su amigo se ponía pálido–. Lo que quiero es que NO
me llame NUNCA más señora Zapiola… ¿Sabe usted? Mi nombre es Margarita.
–Menos mal… –murmuró el jardinero.
Y la señora Zapiola (perdón, Margarita) y su amigo disfrutaron del té y la torta como
nunca.
Mientras tanto, debajo de la mesa, los ratoncitos festejaban.

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