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Índice

Nostalgia.....................................................................................................................................4
Una era de innovación..............................................................................................................37
La aurora de la rebeldía...........................................................................................................61
La líder de los renegados.........................................................................................................75
Procedente del éter...................................................................................................................94
Contenida................................................................................................................................110
Liberación...............................................................................................................................131
En esta misma arena..............................................................................................................165
Un Consulado agradecido......................................................................................................183

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Nostalgia
By Chris L'Etoile

Cinco Planeswalkers se han aliado para formar los Guardianes. Procedente de


Kaladesh, la piromante Chandra Nalaar. De Theros, el hieromante Gideon Jura. De
Zendikar, la animista élfica Nissa Revane. De algún lugar que no recuerda, el telépata
Jace Beleren. De Dominaria, la nigromante Liliana Vess. Con la ayuda de Tamiyo, una
erudita soratami de Kamigawa, los Guardianes derrotaron al titán eldrazi Emrakul
sellando a la entidad en la luna de plata de Innistrad.

Tres meses han transcurrido desde entonces.

Llamó de nuevo a la puerta, esta vez más fuerte.

En el lado más apartado se oyó un ruido seco y una obscenidad mascullada. Después de
largos segundos de roces de telas, acompañados de imprecaciones en voz baja contra
aquellas sábanas en particular, contra la ropa de cama en general y contra todos los
oficios textiles por extensión, unos pasos vacilantes sobre el suelo de madera se
acercaron pesada y torpemente hacia la puerta.

—¿Mm? Qué... ¿Qué pasa? —balbució al otro lado una voz femenina y muy soñolienta.

—Es casi mediodía. Tienes que levantarte.

—¿Mediodía? Imposible. El cielo aún está oscuro.

—¿Podrías abrir la puerta?

—No. —Hubo un momento de silencio, un suspiro y varios segundos de dedos torpes


hurgando en el pestillo. Otro silencio—. Claro, como que no la cerré. Abre tú, anda.

Empujó con cuidado y la puerta se abrió con un chirrido; una corriente de aire agitó las
sedas oscuras de su vestido. La mujer que estaba apoyada de lado contra el marco en el
interior de la habitación era un desastre de pelos cobrizos y revueltos que colgaban
sobre un camisón holgado, con el cuello desabrochado y exponiendo un hombro. La luz
del pasillo iluminó una mejilla chamuscada y cubierta de pecas. La joven refunfuñó y
cerró con fuerza sus ojos ambarinos—. Buenas, Liliana —masculló con la mejilla
apoyada en el marco de la puerta.

—Vaya, vaya —respondió ella—. Tienes un aspecto horrible, Chandra.

—¿Ah, sí? —Chandra se quitó las legañas de un ojo con la mano que no tenía apoyada
—. Pues tú tienes un aspecto... —Dejó caer la mano y entreabrió un ojo amodorrado. El
párpado se crispó—. Fabuloso, la verdad. —Sin duda alguna, aquella frase llevaba
implícito un "maldita sea".

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—Gracias, muy amable.

La única luz más allá del hombro de Chandra era un intenso rayo de sol que se colaba
entre los pliegues de las cortinas cerradas. Parecía que una banda de trasgos frenéticos
hubiera registrado la habitación; o quizá que un oso se hubiera instalado en ella. Las
sábanas de la cama con dosel estaban desperdigadas por el suelo de madera barnizada y
en el centro del colchón solo quedaba una caótica fortaleza de almohadas.

El escritorio estaba repleto de botes de pintura seca de diversos colores chillones y una
galleta sobredimensionada a medio comer. En dos rincones distintos había sendos
montones de prendas arrugadas; con la penumbra, Liliana no pudo distinguir cuál era el
de la ropa limpia, suponiendo que alguno lo fuese. En un tercer rincón yacían los restos
chamuscados de al menos dos caballetes.

—Confío en que la velada mereciese la pena —comentó Liliana. Otra ráfaga de viento
sopló desde el pasillo, trayendo aromas a ladrillos torrados bajo el sol y a comida en
proceso de freír, acompañados del rumor de la gente y la música de los artistas en la
plaza cercana. Un obstinado mechón de pelo anaranjado se meció con la brisa veraniega
y cayó sobre el ojo de Chandra. Liliana levantó una mano y se lo colocó detrás de la
oreja mientras chasqueaba la lengua. El mechón estaba seco como la paja y tenía las
puntas abiertas. Era de esperar, dada su tendencia a estallar en llamas.

—Ay, déjame —dijo Chandra apartándole la mano—. Anoche no hice nada, solo fui a
ver... —Dudó por un instante y volvió la vista hacia la penumbra de la habitación
entrecerrando los ojos—. A unos juglares. Sí, eso. En una taberna de... la calle Hojalata.
Hacían... malabares y esas cosas.

Liliana había conocido a muchos mentirosos horribles a lo largo de los siglos, pero
asombrosamente pocos podrían rivalizar con Chandra. Se cruzó de brazos y dejó que las
comisuras de sus labios se curvaran hacia arriba—. Fuiste a ver las carreras aéreas ízzet.

—¡No! Bueno... Sí. —Bostezó sin disimulo—. ¿Vas a echarme la bronca o algo?

—¿Por qué debería hacerlo? —contestó Liliana con una risita—. Haz lo que quieras. —
Hizo un gesto con la mano por encima del hombro que englobaba el pasillo soleado, las
estancias silenciosas y repletas de libros del santuario de Jace y a la absurda pandilla de
santurrones a la que se había unido con reticencia—. Nadie tiene derecho a decirte lo
que debes hacer. Desde luego, no es lo que yo firmé.

—No firmaste nada.

—Nunca lo hago, cielo. Lo mejor es vivir sin restricciones. —Se dio varios golpecitos
con un dedo en los labios—. Las carreras aéreas son peligrosas para la mayoría, aunque,
después de Emrakul, entiendo que ver a unos trasgos con cohetes atados a la espalda
pueda parecer... bastante menos peligroso.

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—¡Uno tenía cohetes hasta en las botas! Pero al final reventó. ¡Pam! —dijo Chandra
juntando las manos y separándolas, emulando la asquerosa escena que había visto—.
Había trocitos por todas partes. Fue una guarrada.

—Qué encantador. Entonces, ¿disfrutaste la noche?

—¡Claro! —admitió la joven con una sonrisa, y las pecas de las mejillas se apretujaron
en unos mofletes encantadores—. Me encantan las carreras aéreas. No había visto una
desde... —Se quedó pensativa por un momento y pestañeó dos veces seguidas—. Desde
hace tiempo. A los monjes no les entusiasmaban —dijo con una risita nada convincente.

Liliana observó el brillo del sol de mediodía en el pelo de Chandra y recordó la


sensación de fragilidad que había notado entre los dedos—. Pecholobo quiere vernos a
todos abajo dentro de una hora. Tenemos un invitado.

—¿Quién?

—No se lo he preguntado.

—¿Eh? No, o sea... ¿Pecholobo?

Liliana dejó que sus labios volvieran a dibujar una sonrisa, se llevó una mano a la
cadera y esperó a que Chandra cayera en la cuenta.

—¡Ah! —Chandra se rio bufando por la nariz—. Te refieres a Gid, ¿no?

—No me digas que no te has fijado. Tengo que recordarle casi a diario que se ponga una
camisa —dijo Liliana mirando hacia arriba y haciendo un gesto exagerado con una
mano pálida.

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—A mí no me desagradan las vistas, oye. —Chandra se frotó el ojo izquierdo y bostezó
de nuevo—. Voy a desayunar por el camino. A almorzar. Da igual. ¿Te vienes?

Intentó pasar junto a Liliana, quien la detuvo posando una mano en su hombro
expuesto. La piel de Chandra irradiaba un calor fuera de lo normal, como si hubiera
estado tendida al sol. Liliana se había fijado en que, en las raras ocasiones en las que
Chandra se estaba quieta más de cinco minutos, su regazo siempre atraía a grupos de
gatos somnolientos.

—Antes de bajar, quizá deberías ponerte unos pantalones, cariño —le dijo.

—Vaya, ni que fueras mi m... ¿tía? —refunfuñó Chandra. Dio media vuelta y se
tambaleó hacia uno de los montones de ropa, levantando los dedos de los pies cada vez
que pisaba el frío suelo. Eso resolvía la duda de cuál era la pila de la ropa limpia. O eso
esperaba Liliana.

—Preferiría que me considerases... una hermana, digamos —sugirió con una risa breve.

—No tengo hermanos. —Chandra recogió unas mallas del montón, las olisqueó y se las
echó al hombro haciendo una mueca—. Además, ¿no tienes unos doscientos y pico
años?

—Cierto, pero llevo los doscientos como si tuviera veintinueve.

—¿Hoy no te pones la armadura? —preguntó Liliana mientras bajaban las escaleras.

—¿En casa? Nah. ¿Crees que debería llevarla en la reunión? —Chandra tenía la
atención puesta en los cordones de su camisa. Intentaba anudarlos para cerrar el escote,
pero solo había conseguido engancharse un pulgar—. La tengo abajo, en esa habitación
donde Jace guarda todas sus capas. Tiene un mogollón de ellas. —Arrugó los labios,
confusa—. Dame un momento.

Se detuvo delante de la puerta abierta de un dormitorio para intentar soltarse el pulgar.


La habitación era de Nissa, en teoría. Las cortinas estaban abiertas de par en par,
dejando que el sol de mediodía bañara una cama sin tocar y una cómoda polvorienta.
Chandra echó un vistazo al interior—. Llevamos aquí unos tres meses, pero apenas he
visto a Nissa desde el asunto de Innistrad.

—No la encontrarás en su habitación. Déjame ese lazo. —Liliana se volvió hacia


Chandra y le dio un golpecito en la mano libre para apartarla de los cordones. Ahora
tenía atrapados el pulgar y el índice—. Al día siguiente de que os instalarais aquí, vi a
Nissa salir tropezando de la habitación como si la muerte corriese a abrazarla.

El rostro de Chandra se iluminó y abrió la boca para intentar decir algo.

—Sí, sí —suspiró Liliana—, y eso la habría dejado helada.

—Jo...

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—Créeme, cielo, conozco todos los chistes de nigromantes. —Liliana se mordió el labio
mientras clavaba una uña para deshacer un nudo—. Nissa farfullaba algo como "no
puedo dormir, demasiados ángulos", y desde entonces prefiere estar en el jardín del
tejado.

—Qué raro. —Chandra observó las motas de polvo en el aire mientras Liliana
continuaba—. Y tú, ¿qué?

—Y yo, ¿qué? —Liliana deshizo otro nudo.

—Jace también te ofreció una habitación, ¿no? Como a los demás. —Usando la mano
libre, Chandra levantó un poco las lentes que llevaba en la frente—. Pero preferiste
buscarte tu propia casa, aunque todo sea tan caro aquí.

Con un último tirón, la otra mano de Chandra quedó libre—. No me agrada depender de
la cortesía de los demás —dijo Liliana forzando suavidad en la voz. La afirmación tenía
la virtud de ser verdad, aunque no contase toda la verdad. ¿Dormir bajo un techo
costeado por Jace? Ni pensarlo—. Y ahora deja que te ate esto.

»Listo. —Dio una palmadita al nudo de la camisa de Chandra—. No vuelvas a tocarlo o


seguro que acabarás enganchándote un pie.

—Gracias —dijo Chandra sonriendo, y entonces pasó un brazo cálido alrededor de los
hombros desnudos de Liliana y los estrujó—. Tengo tanta hambre que me comería un
Eldrazi, puede que hasta uno de los viscosos. —Echó a andar hacia las escaleras—. En
Rávnica no se desayuna prácticamente nada. Es como si lo hicieran todo al revés: cenas
exageradas, almuerzos largos y desayunos ridículos. ¿Pan tostado con mantequilla?
¿Para desayunar? —Chandra puso cara de haber chupado un limón—. ¡No me fastidies!

—¿Por eso no te levantas por las mañanas? —preguntó Liliana sin mala intención.

Chandra le dio un puñetazo en el brazo—. Serás capulla. —Pilló a Liliana tan


desprevenida que la nigromante se tambaleó. Chandra siguió andando alegremente
mientras Liliana se masajeaba el posible moratón y aceleró el paso al entusiasmarse con
el tema, haciendo gestos como para dirigirse a un público que solo ella veía—. Escucha.
Un auténtico desayuno empieza con methi thepla. Con jengibre, chile y algo de yogur.
Cuando te despiertas oliendo eso... —Guardó silencio, tragó saliva y sacudió la cabeza
—. ¡Y mango en escabeche! El mango es lo mejor de lo mejor; y compadezco a quien
diga lo contrario, porque estará triste e irremediablemente equivocado.

—No tengo ni idea de lo que es el mango —comentó Liliana.

—Es una fruta —explicó Chandra—. No he probado nada parecido en todo el


Multiverso, al menos en las partes que he visitado. Cuando está bien maduro y le pegas
un bocado —dijo llevándose las manos a la boca—, el jugo te pringa la barbilla. Es
agridulce y te deja un regustillo intenso detrás de la nariz, un poco parecido al olor del
enebro. Es como si amaneciera en tu boca, un gusto tan grande y brillante que al final
rebosa.

—Suena... aparatoso —valoró Liliana.

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—Supongo que sí. A veces. Pero vaya si merece la pena —respondió Chandra, risueña
—. Luego está el segundo plato. ¿Sabes qué son los garban...? ¡Oh! —Habían llegado a
un pasillo con vistas a un patio lateral en el piso inferior, a cielo abierto y rebosante de
vegetación. El paso de Chandra se redujo poco a poco mientras giraba y se acercaba a la
balaustrada.

—Tenemos tiempo para otra antes de la reunión. Cuando estés lista —dijo la voz
retumbante de Gideon—. ¡Vamos! —Se oyó una sonora palmada de sus fuertes manos.

Liliana se situó junto a Chandra. Abajo, Cachocarne había adoptado lo que


probablemente fuera una postura de combate de Theros, afianzado como si esperara
recibir un golpe. Frente a él, la esbelta elfa zendikari se agarraba un hombro con la
mano contraria, como si quisiera plegarse y desaparecer.

—¿Estás seguro? —preguntó mirando a la hierba. Su voz sonaba irregular, áspera por la
falta de uso.

La carcajada de Gideon reverberó en la mampostería. Liliana estaba bastante segura de


que incluso había oído vibrar objetos de cristal en la lejanía—. Si sé lo que se avecina,
soy indestructible. La idea de todo esto es ver hasta dónde puedes llegar tú. Confía en ti,
Nissa. Y si no puedes... confía en mí. Resistiré, te lo aseguro.

—Pero...

—Soy indestructible —repitió él alegremente, mostrando su dentadura perfecta.

—Está bien. —Nissa cerró sus ojos verdes como un pino en la sombra—. Aquí no hay
mucho que pueda utilizar.

—¿Quieres ir al jardín?

—Me refiero en... No importa. —La elfa tomó aire y levantó una mano.

Los arbustos experimentaron un florecimiento explosivo. Los pétalos de color lavanda y


blanco se arremolinaron con un viento súbito y llenaron el aire de un dulzor intenso. Las
hiedras treparon por las paredes; sus hojas esmeraldas crecieron y se desplegaron,
cubriendo todas las superficies. La hierba se erizó y se dobló, susurrando con la brisa y
enredándose cariñosamente alrededor de las botas de Nissa.

Chandra retrocedió un paso involuntariamente y respiró hondo cuando el verdor abrazó


la balaustrada.

Las ramas crecieron y se entrelazaron hasta tejer una única silueta de cuatro patas. ¿Tal
vez fuese una bestia zendikari? Liliana había estado allí hacía décadas, pero el plano le
había parecido demasiado aburrido como para prolongar su visita. Los arbustos se
arrancaron del suelo y desperdigaron tierra con sus pies formados por raíces, como si
fuese un gato agitado.

La bestia-arbusto, ahora del tamaño de un árbol, se encabritó y soltó un bramido


crujiente, como si fuese la mayor mecedora del mundo. De ella se desprendía una lluvia

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constante de pétalos pastel y motas de polen que danzaban bajo el sol de mediodía. Sus
cuartos delanteros se entrelazaron formando un único puño que descendió sobre Gideon
como una avalancha.

La piel del fortachón brilló como el oro líquido.

Y entonces, el tremendo impacto de la bestia lo clavó en la tierra hasta el torso.

Nissa soltó un grito ahogado. Con un gesto de la mano, la bestia arbórea se apartó de
Gideon de un salto y aterrizó con un impacto tan fuerte que obligó a Liliana a aferrarse
a la balaustrada cubierta de hiedra. En algún lugar de la casa, oyó el estallido de objetos
de porcelana. En varios lugares, en realidad.

—¡Eso ha sido increíble! —exclamó Gideon con una sonora carcajada. Plantó ambas
manos en el cráter que habían formado y se desenterró con un gruñido de esfuerzo. Se
incorporó de un salto y finalmente se sacudió la tierra de los pantalones mientras lucía
una amplia sonrisa—. No puedes hacerme daño a mí, pero ni se me había ocurrido lo
que podría pasarle al suelo.

La bestia arbórea agachó la cabeza hacia Nissa como un cachorrillo al que hubieran
reñido—. Shh —susurró la elfa, inclinándose hasta posar la frente en el hocico de
madera del monstruo—. Es culpa mía, culpa mía.

—Ha sido un buen ejercicio. —Gideon plantó una mano robusta en el delgado hombro
de Nissa. La elfa se estremeció e inspiró bruscamente. La bestia se volvió hacia Gideon
y se agitó, haciendo que sus hojas sisearan como un felino.

»Tranquilo, grandullón —se disculpó Gideon retrocediendo y levantando las manos—.


No quiero hacerle daño a tu mamá.

Nissa posó una mano tranquilizadora sobre la bestia—. Gracias. Ve a descansar. —El
monstruo hundió sus patas de madera en la tierra, gimió y volvió a convertirse en meros
arbustos. Nissa volvía a estar sola junto a Gideon y los últimos pétalos pálidos de la
bestia cayeron suavemente a su alrededor.

—Espero que a Jace no le molesten nuestras reformas en el patio —comentó Gideon


frotándose la poblada mandíbula.

Liliana echó un vistazo a Chandra. Estaba de puntillas, inclinada sobre la balaustrada


con una sonrisita radiante—. Cuidado con el entusiasmo, no te vayas a caer —le dijo.

—¡Anda ya! —Chandra dio un saltito hacia atrás y le sacó la lengua—. Venga, vamos,
que tengo hambre —dijo antes de marcharse a paso rápido.

Liliana sonrió y la siguió.

Sin embargo, de pronto oyó la fuerte voz de Gideon en el patio—. Nissa, una cosa antes
de irnos. ¿Esa costumbre que tengo, la de dar palmadas a la gente en el hombro, te hace
sentir incómoda?

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Liliana se detuvo un momento y aguzó el oído. Si la elfa respondió, sus palabras no
fueron audibles.

—Lo siento, no me había dado cuenta. No volveré a hacerlo. —Liliana no pudo


imaginarse el rostro de Gideon en aquel momento, pero el tono de su voz rezumaba
tanta sinceridad de corderito degollado que la nigromante arrugó la boca con irritación.

—Gracias —respondió la elfa, apenas con más fuerza que un susurro de viento en las
hojas.

—Si algo te incomoda, dímelo, ¿de acuerdo? Sobre todo si soy yo.

Liliana adoptó una expresión gélida y fue en pos de Chandra, con las botas taconeando
en el suelo y el dobladillo de la falda de seda meciéndose a su paso. Si escuchaba más
sensiblerías, acabaría por vomitar. Claro, la elfa recibía disculpas y promesas.
Doscientos años antes, Liliana había tenido que aprender a valerse por sí misma.

Había una docena de formas de llegar a la biblioteca de Jace, y eso sin contar los
pasadizos ocultos que las sombras de Liliana habían encontrado. La biblioteca contaba
con tres pisos repletos de estanterías que llegaban del suelo al techo, todas ordenadas
alfabéticamente por autor y materia. Después de algunas semanas, Liliana se había
aficionado a sacar libros aleatorios de su sitio y colocarlos en otras estanterías. Jace iba
a volverse loco cuando se percatara.

Antes, la mesa de mármol en el centro de la biblioteca estaba cubierta con pilas de notas
que Jace organizaba a conciencia, pero había trasladado todo aquello a un estudio
privado. La biblioteca se había convertido en una especie de sala común, porque la mesa
era la única de la casa con espacio suficiente para los cinco. Era divertido ver las caras
que ponía Jace desde que habían empezado a comer allí.

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Aquel día, en la mesa solo había una jarra con agua y seis vasos. Jace ya estaba allí, por
supuesto. Paseaba con el ceño fruncido mientras hojeaba un puñado de notas y trataba
de guardar las distancias con Lavinia, quien se había apostado junto a la puerta y miraba
pragmáticamente hacia la media distancia. En sus ojos casi se podía ver un desfile de
listas de control y marchas en formación, que se turnaban en sus pensamientos mientras
aguardaba a que ocurriera algo importante.

Liliana había conocido a miles de personas como ella: responsables, cumplidoras y


completamente faltas de imaginación. Si Lavinia tenía alguna taberna favorita, lo cual
parecía improbable, seguro que su "lo de siempre" era una jarra de agua del tiempo.

El motivo más probable para que estuviese allí era impedir que Jace se largara a otra
aventura. Por supuesto, si él realmente quisiera irse, solo necesitaría estar solo unos
minutos. Lavinia ya estaba al corriente de la verdad: con cuatro Planeswalkers viviendo
allí (y una más que prefería ir solo de visita, gracias), habían tenido que explicárselo
todo. Después, Jace había invocado no sé qué estatuto del Pacto entre Gremios,
subsección tal del artículo cual y ratificada por a saber quién para obligarla a jurar que
guardaría el secreto.

Liliana sonrió para sí al apartar a rastras una de las sillas de la mesa, imaginándose a la
guardia golpeando cada poco la puerta del retrete de Jace: "¿Está ahí, Pacto viviente?
¡Responda de inmediato!".

Jace levantó la vista al oír el ruido de la silla—. ¿Has llegado temprano? —Parecía
sorprendido. Liliana se sintió profesionalmente ofendida.

—No, todos los demás llegarán más tarde que yo. —Lanzó una mirada analítica a la
silueta de Jace: firme, erguida, alerta y bien peinada. "No se lo cree ni él", pensó Liliana
—. No hace falta que disimules, querido. A ninguno nos importa.

Jace suspiró y emitió un destello cuando disipó la ilusión. Aquel era el auténtico Jace:
más pálido, con el pelo revuelto, los ojos hundidos por las noches sin dormir y la
barbilla oscurecida por aquella entrañable pelusilla que casi contaba como brote de una
hipotética barba.

—¿Te has vuelto vanidoso? —comentó Liliana—. Qué impropio de ti.

—Quiero dar buena imagen en las reuniones de equipo. Proyectar capacidad de


liderazgo, confianza, la noción de que tengo la más mínima idea de lo que hago. —Se
peinó hacia un lado con la mano, lo cual no sirvió de mucho para alisar el enredo—. ¿Y
por qué te lo estoy contando a ti? —Parecía molesto consigo mismo.

—¿Quién más te conoce lo bastante bien como para entenderlo? —replicó Liliana
encogiendo un hombro pálido como el marfil. Se recostó en la silla y posó los pies en la
mesa pasando uno por encima del otro. El dobladillo del vestido se deslizó por las botas
con un rumor de seda.

—Eso es de mala educación —protestó Jace.

—Mm.

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—Y distrae. —Sus cejas formaron dos peludas líneas horizontales de irritación.

—Lo recordaré. —Liliana le ofreció una sonrisa perezosa e indolente. Volvió su


atención hacia las estanterías cercanas e imaginó la cara de enfado de Jace.

Gideon bajó las escaleras estrepitosamente, apurando los peldaños de dos en dos
mientras se ponía una camisa para cubrir sus músculos robustos, fibrosos y palpitantes
—. Qué bien, hoy te has acordado —comentó Liliana.

—¿Cómo? —preguntó él, confuso.

—Nada, olvídalo. —Liliana le hizo un medio saludo militar—. Continúe, mi general.

—Ya estamos casi todos, así que iré empezando —tomó la palabra Jace mientras
Gideon separaba una silla enfrente de Liliana—. Resumiré las explicaciones a Chandra
cuando llegue.

Liliana pestañeó, confusa, y echó un vistazo a la biblioteca. "¿Se ha olvidado de...? Oh".
Nissa estaba sentada con las piernas cruzadas en una silla a la sombra de las estanterías,
a bastantes pasos de la mesa. Liliana se preguntó cuánto tiempo llevaba allí.

—En primer lugar —continuó Jace—, todavía estoy atado por mi cargo como Pacto
entre Gremios y seguiré así durante un tiempo. Cuando volví de Innistrad, mi escritorio
estaba cubierto de papeles. En realidad, mi despacho era un laberinto de papeles y libros
apilados y tardé cinco minutos en encontrar el escritorio.

Una ligera sonrisa se dibujó en la comisura de los labios de Lavinia. Liliana reconsideró
su opinión sobre la creatividad de aquella mujer y la valoró un poco mejor. Mientras
tanto, Jace se apoyó en la mesa con las yemas de los dedos.

—He hecho correr la voz... —empezó a explicar.

Varias piezas de armadura cayeron al suelo con estrépito. Jace lanzó una mirada
fulminante a Chandra, que acababa de entrar por un extremo de la estancia. La
piromante se agachó y recogió el equipo que se le había caído—. Beddón —dijo con un
pastelito en la boca; un poco de glaseado de canela se derramó sobre el mármol. Se dejó
caer en una silla a la derecha de Liliana, mordió un trozo de pastel y empezó a colocarse
las piezas de la armadura—. ¿Gué deshías? —preguntó con la boca medio llena.

—Decía —continuó Jace con un gesto exagerado de paciencia— que he hecho correr la
voz gracias a Tamiyo de que los Guardianes estamos listos para ayudar. Otros
Planeswalkers y ella se pasan información unos a otros, las novedades e historias que
descubren durante sus viajes. Es como si fueran bardos, pero comparten las noticias de
otros planos, en vez de sus vivencias en la localidad vecina.

—¿Cuántos son? —preguntó Gideon apoyando el mentón en una mano—. ¿Con qué
frecuencia se reúnen?

—No son un grupo organizado como nosotros —explicó Jace—. Es todo muy informal,
prácticamente información que corre de boca en boca. Aun así, se mueven bastante de

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un plano a otro y hablan con mucha gente. Si alguien quiere ayuda, le hablarán de
nosotros. Si alguien necesita ayuda, nos lo harán saber. —Hizo una pausa y miró a los
cuatro—. Esta asociación ya ha dado frutos: alguien se ha puesto en contacto con
nosotros y aguarda fuera.

—Muy buen trabajo, Jace —valoró Gideon con una sonrisa antes de erguirse en la silla,
que crujió con el desplazamiento de su peso.

—Gracias —dijo Jace—. Nuestro invitado se llama Dovin Baan. Es el ministro de


inspecciones en una especie de festival de inventores en el plano de Kaladesh. —Liliana
sintió un golpe de calor a su derecha—. Lavinia, ¿podrías hacerle pasar, por favor?

"Ministro. Mm...". Liliana bajó los pies de la mesa, se sentó erguida, cruzó las piernas y
alisó las arrugas de su vestido. La silueta de Jace onduló: había vuelto a invocar la
ilusión presentable que había llevado puesta antes de que Liliana llegara.

Enfrente de ella, Gideon observó atentamente los preparativos de ambos.

Chandra se recostó aún más en su silla, se colocó las lentes en los ojos y se cruzó de
brazos.

Dovin Baan
El vedalken era alto, delgado como un sable de esgrima, de piel azul y de gusto
impecable en el vestir. Su traje estaba en parte revestido de espirales y filigranas de
metal, algunas de las cuales silbaban ligeramente y hacían un suave tictac. Bajó las
escaleras con las manos estrechadas a la espalda y un paso brioso y preciso. Liliana se
preguntó cómo lo hacía; ¿cómo era posible que los trozos de metal que cubrían sus
mangas no se engancharan?

El invitado pasó junto a un cuadro, frunció el ceño y levantó una mano para darle un
empujoncito por un lado y enderezarlo.

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—Ministro Baan —anunció Jace—, le presento a mis compañeros: Nissa, Gideon,
Chandra y Liliana.

Al oír su nombre, Liliana se levantó del asiento y mostró una sonrisa cortés. Flexionó
ligeramente las rodillas y, mientras se agachaba y se levantaba, no apartó la mirada de
los ojos de Baan. Eran fucsias, fervorosos e impacientes; un contraste fascinante con su
conducta tranquila—. Encantada, señor ministro. —Las formas de Liliana estaban
oxidadas, pero dudaba que el vedalken conociera detalladamente el protocolo de la corte
de Dominaria.

—Igualmente, doña Liliana —correspondió Baan doblando un brazo por delante del
vientre e inclinándose desde la cintura, bajando los ojos justo hacia el suelo a los pies de
Liliana.

—Confío en que la espera haya sido cómoda —intervino Jace mientras señalaba un
asiento vacío al extremo de la mesa.

Baan le echó un vistazo con desconcierto momentáneo, pero no hizo ademán de sentarse
—. El alojamiento era tolerable.

—Me alegro. —El rostro ilusorio de Jace no reveló la incomodidad que Liliana
sospechaba que sentía—. Díganos, ¿qué pueden hacer los Guardianes por usted?

—Mi presencia aquí se debe a la cuestión previamente expuesta vía correspondencia.

Tras un momento de silencio, seguramente dedicado a desentrañar la pomposa sintaxis


de Baan, Gideon se aclaró la garganta—. Discúlpenos, ministro, pero no todos hemos
leído vuestra carta.

Baan inspiró lentamente—. Ah, de acuerdo. Recapitularé el contenido. —Estrechó las


manos a la espalda y comenzó a caminar junto al extremo de la mesa.

»Tengo el honor de personarme ante ustedes como representante oficial y debidamente


designado del Consulado de Kaladesh. Como es menester, me he instruido acerca del
sistema de gobierno de Rávnica y su rivalidad entre "gremios". —Baan pronunció la
palabra con delicadeza, como si fuera un dulce que jamás hubiera paladeado—. Nuestro
Consulado contrasta con él: es un sistema unificado, centralizado y meritocrático. Todos
los recursos se gestionan y distribuyen mediante la aplicación racional y equitativa de la
ley. Hemos establecido una sociedad en la que nadie tiene necesidades.

Liliana sintió un calor intenso en el brazo derecho. Echó un vistazo a Chandra. Una
calima titilante danzaba sobre la cabeza de la joven y algunos mechones cobrizos se
levantaban y ondulaban en la corriente ascendente. Sin embargo, Chandra estaba en
silencio, rígida, con la mandíbula tensa de apretar los dientes.

Liliana movió su silla disimuladamente hacia la izquierda.

—Hace seis meses —continuó Baan—, el Consulado programó una Feria de Inventores
en la capital, Ghirapur. Dicho evento dará comienzo mañana. En él habrá exposiciones

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de ingenio en una gran variedad de ámbitos y se concederán subvenciones a los artífices
de las obras más excepcionales.

Baan permitió que las comisuras de sus labios se levantaran apenas unos milímetros—.
He tenido el placer de inspeccionar personalmente todas las contribuciones para
garantizar la seguridad de los visitantes. Si se me permite decirlo, considero que el
jurado habrá de enfrentarse a decisiones difíciles. Estoy seguro de que al menos una de
nuestras celebridades ha logrado crear una clase de artificio completamente nueva.

Se detuvo junto a los libros ordenados en la pared y tocó el latón de su hombrera. Un


despliegue de lentes zumbó hasta situarse ante su ojo izquierdo. Baan observó a través
de ellas por un momento, frunció el ceño y recorrió la superficie de la estantería con un
dedo delgado.

—No obstante —continuó mientras extraía un pañuelo de un bolsillo y giraba sobre sus
talones—, los preparativos se han visto saboteados repetidas veces a manos de vándalos
e insatisfechos. Por el momento, mis medidas de seguridad han prevenido que hubiera
heridos. —Se limpió el dedo con el pañuelo, lo dobló cuidadosamente con cuatro
pliegues y lo devolvió al bolsillo—. Sin embargo, los esfuerzos por descubrir y eliminar
el origen de esta agitación han sido menos fructíferos.

Las lentes de Baan regresaron entre chasquidos a su posición de almacenaje en el


hombro—. Eso es todo.

—Entonces, por dejar las cosas claras —intervino Gideon—, ¿usted quiere que los
Guardianes hagamos una labor de... seguridad?

—¿Que encontremos el origen de esos ataques? —añadió Jace.

Baan observó a ambos y respiró como si hubiese olido algo extraño en la suela de un
zapato—. Correcto, tal como enuncié en mi correspondencia.

—¿Quiénes son esos alborotadores? —preguntó Gideon—. ¿Por qué querrían sabotear
un festival?

—Una duda lógica, don Gideon —respondió Baan inclinando la cabeza—, mas lamento
decir que no hay una respuesta lógica a vuestra consulta. Los agravios de los renegados
existen principalmente en el febril espacio entre sus orejas. La objeción más
significativa que pueden argumentar es que la distribución equitativa de recursos
ejercida por el Consulado es, por algún motivo, "injusta" con ellos a nivel personal. En
palabras llanas, consideran que son merecedores de más recursos de los que les
corresponden. Cuando el Consulado se opone a consentir sus caprichos, estas personas
recurren al sabotaje de instalaciones gubernamentales y al hurto de recursos destinados
al bien común.

Chandra se levantó como un rayo y su silla se volcó hacia atrás. Liliana apartó el brazo
derecho para que la piromante no lo calcinase cuando se marchó a zancadas, dejando
tras de sí una estela de vapor y chispas.

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—¿Pero qué...? —se alarmó Gideon, pero se apartó de las manos fulgurantes de
Chandra cuando esta pasó junto a él. La piromante subió los escalones de dos en dos y
rugiendo auténticas obscenidades.

Baan la siguió con la mirada y las cejas arqueadas hacia el cielo—. Sabe que eso es
anatómicamente imposible, ¿verdad?

Jace carraspeó con fuerza—. Disculpe, ministro Baan... —El vedalken volvió su
atención a la mesa cuando las puertas de la biblioteca se cerraron de un portazo—.
¿Entre esos renegados hay algún Planeswalker?

—Por lo que sé, no.

—Entonces no veo motivos para que intervengamos —terció Gideon—. Lo lamento,


pero...

—Un momento, Gideon —lo interrumpió Jace—. El ministro dice que no lo sabe.
Podríamos investigar el asunto primero.

Baan cerró los ojos y se pellizcó el puente de la nariz con sus finos dedos—. Caballeros,
disculpen mi atrevimiento, pero... ¿Cuál de ustedes toma las decisiones en este grupo?

Jace y Gideon se miraron el uno al otro.

—Bueno...

—Eh...

—Gideon es el comandante en batalla...

—Jace es el administrador...

—Pero los dos...

—Pero ninguno de los dos...

Baan se llevó las manos a las sienes como si acabara de darle un ataque de migraña.

—Ministro Baan —interrumpió Liliana. Se levantó con un ostentoso movimiento de


sedas y encajes y lució su sonrisa más encantadora—. Lo que preocupa a mis...
compañeros es el enfoque de nuestro grupo. Los Guardianes se fundaron para impedir
que gente como nosotros, Planeswalkers, interfirieran en asuntos locales. En otras
palabras, lidiamos con problemas externos. Sus problemas parecen un asunto interno, en
cuyo caso tenemos las manos atadas —dijo con un gesto de impotencia fingida.

—Entiendo. —Baan espiró despacio, con alivio—. Gracias, doña Liliana. Este dilema
me resulta perfectamente comprensible ahora. Veo que desconocía las restricciones por
las que se rigen ustedes. Por supuesto, no puedo pedirles que vulneren las leyes que
gobiernan su organización. —Hizo una nueva reverencia a Liliana—. Mis más sinceras

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disculpas. Trataré de ser más concienzudo en mis futuras pesquisas. Si me lo permiten,
me marcharé para no importunarles más.

Jace miraba boquiabierto a Liliana; el enfado y el asombro se disputaban el control de


su cara. "La reunión ha valido la pena", pensó ella.

—Aguarde, ministro —dijo Gideon levantándose de un salto—. Debería quedarse al


menos a cenar.

Baan le miró como si le hubieran brotado nuevas cabezas—. Don Gideon, incluso
aunque resultara aceptable seguir abusando de su hospitalidad, me temo que me
necesitan urgentemente en Kaladesh. No albergo la menor duda de que, desde mi
marcha, puede que se hayan producido otros actos de sabotaje.

—Pero viajar entre los planos puede resultar agotador y usted ya ha hecho un viaje hoy
—objetó Gideon con una sonrisa—. No podemos dejar que se marche con el estómago
vacío; normas de hospitalidad, podría decirse. Mientras nos preparan la cena, le
mostraré la casa de Ja... Nuestro cuartel general.

Baan lo miró como si Gideon le hubiera ofendido—. Le aseguro que mi condición física
se encuentra dentro de los límites aceptables para alguien de mi edad y profesión,
aunque considero que eso no le incumbe a usted. Sin embargo... Si tienen ustedes la
costumbre de proporcionar sustento a un invitado antes de partir, la respetaré.

—¡Magnífico! —Gideon se acercó para dar una palmada en el hombro al ministro, pero
se contuvo y disimuló el impulso como si pretendiera realizar un extraño estiramiento.

—Ejem... —carraspeó Lavinia—. Pacto viviente, antes de que sus socios se marchen...
¿Qué hay del otro asunto?

—¿Qué asunto? —preguntó Gideon.

—Mientras estuve en Zendikar e Innistrad —explicó Jace con una mueca—, algunos
miembros influyentes del Senado Azorio fueron... eliminados.

—Es ciertamente preocupante —opinó Gideon—, pero ¿qué tiene que ver eso con...?

—Has dicho "eliminados" —apuntó Liliana—, no "asesinados".

—Los petrificaron; los convirtieron en piedra —confirmó Jace. Se quedó pensativo y


Liliana enarcó las cejas. ¿Jace se había quedado sin habla? "Qué intrigante"—. Hace
más o menos un año, una asesina gorgona operaba en Rávnica —prosiguió él—. Una
Planeswalker gorgona que guardaba rencor a los azorios. Conseguí detenerla, pero... la
irrité.

—Tú y tu don para las mujeres... —esgrimió Liliana.

—La cuestión es que juró que regresaría algún día —continuó Jace.

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—Mm —murmuró Gideon acariciándose la mandíbula. Finalmente se dirigió a Lavinia
—. ¿Tenemos alguna pista?

—Aún no —respondió ella.

—Me gustaría que lo investigases —dijo Jace a Gideon.

—No, tú eres la persona más adecuada —se opuso Gideon—. Averigua lo que puedas e
infórmame de lo que encuentres.

Liliana miró a uno y a otro repetidamente. Cuánto se alegraba de haberse establecido


por su cuenta. Si alguna vez tenían que votar algo en grupo, eso facilitaría encauzar las
cosas hacia donde ella deseara.

—No tienes ni idea de lo mucho que me gustaría encargarme —objetó Jace. Se oyó un
ligero crujido de cuero: Lavinia apretaba la funda de su arma con una mano enguantada
—. Pero tengo papeleo —escupió como si fuera una palabrota—. Gideon, no voy a...
No es una orden, ¿entiendes? Es algo que necesitamos hacer. No puedo encargarme
personalmente y creo que tú trabajarías bien con los azorios. Mejor que Liliana, desde
luego.

—En eso tienes razón —terció Liliana con suavidad. Estaba bastante segura de que aún
conservarían los carteles de "se busca" de hacía cuatro años, cuando Jace y ella habían
trabajado para el Consorcio de Tezzeret. Se le hizo raro pensar cuánto habían cambiado
las cosas desde entonces. Ahora, los azorios solicitaban la ayuda de Jace, mientras que
ella era demasiado poderosa como para que el gremio pudiera detenerla.

Posó una mano sobre el bolsillo oculto en el que guardaba el Velo de Cadenas, aunque
no necesitaba hacerlo para sentir su presencia. Podía percibir su tacto gélido en el muslo
y, cuando perdía la concentración, los susurros de los espíritus onakke que moraban en
el artefacto le hablaban con voz áspera desde los rincones oscuros de la biblioteca.

—Tienes razón —accedió Gideon asintiendo lentamente—. De acuerdo. Lavinia,


necesito un resumen de lo que sepan los azorios.

—¿Un resumen? —La alguacil pareció escandalizarse—. Capitán Jura, solo con las
declaraciones de los testigos tenemos miles de...

—Está bien, está bien. Perdona, nunca había trabajado con vosotros —dijo él con una
sonrisa tranquila—. Tengo que depender de tu buen juicio. Sé que es mucho pedir, pero
¿podrías conseguirme algunos detalles para esta noche? Incluso unos pocos serán de
mucha ayuda.

—Por... Por supuesto, señor. —Lavinia parecía haberse puesto nerviosa bajo la mirada
de él.

—Muchas gracias, Lavinia. —Gideon hizo un gesto a Baan y lo llevó hacia la puerta al
otro lado de la biblioteca—. Enseguida descubrirá que los cocineros de Jace son
increíbles, señor ministro. Ventajas de ser el Pacto entre Gremios, al parecer. ¿Qué
podemos ofrecerle?

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Jace disipó su ilusión de calma y lanzó una mirada fulminante a la risueña Liliana.

—Me conformaría con una rebanada de pan sin levadura, un escalope a la plancha y un
vaso de agua.

—¡Vamos, no sea usted tan modesto! —Gideon prorrumpió en una sonora carcajada
antes de desaparecer por un pasillo.

Lavinia también se marchó, con paso pesado y tomando notas en un pequeño cuaderno.

Volvían a estar a solas.

Liliana se situó entre la mesa y la puerta del despacho de Jace mientras él reunía sus
documentos de trabajo. Jace frunció el ceño al ver que le esperaba, bajó la cabeza y se
acercó mirando para otra parte. Liliana sonrió benévolamente. Magnánimamente—. La
próxima vez, querido, quizá deberíais dejarme hablar a mí.

—Odio que hagas eso —dijo Jace con voz más baja y fría de la que ella creía merecer
—. Que irrumpas de pronto y te hagas con el control, como si fueras la dueña de todo y
de todos. Y que luego esperes que te dé las gracias. —Giró el hombro hacia ella y pasó
rozándola.

Las siguientes palabras de Liliana surgieron sin pensarlo, espontáneamente; dolor por
dolor—. Recuerdo cuando disfrutabas con eso —susurró hacia el corto espacio que les
separaba.

Jace desapareció dejando atrás solamente sus palabras de rencor. Cada una de ellas era
un clavo de hielo en el corazón de Liliana.

"Maldita sea". Su buen humor se esfumó. Se pasó una mano por debajo de un ojo (solo
por asegurarse; jamás encontraría nada allí), enderezó los hombros e irguió la cabeza. A
Grixis con él, pues. Decidió ir en busca de Chandra. Eso podría ser divertido.

Se volvió hacia las escaleras y vio que la silla de Nissa estaba vacía. La elfa se había
marchado tan discretamente como había llegado.

Solo cuando Liliana llegó a la mitad del segundo piso, se percató de que Nissa no había
dicho ni una sola palabra en toda la reunión.

Sigo lanzando puñetazos.

Los impactos me recorren los brazos con ritmo irregular, staccato. El saco de arena de
Gid se balancea y se tambalea con cada golpe.

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Si estuviera aquí, me diría que busque un ritmo constante, que mantenga los brazos
rectos, que use golpes cortos y controlados. Lástima que Gid esté escuchando a ese
capullo del Consulado.

¿Una Feria de Inventores? Y un cuerno. Ellos mataron a los mejores inventores de todo
Kaladesh. Baan y los suyos. Los cónsules y sus estúpidas normas.

Lo que quieren hacer es cazar a otra persona. A otro crío. Tal vez a otro...

La tela del saco de Gid empieza a quemarse.

—¡Oh, oh!

Tiene que haber... Seguro que Gid tiene agua por aquí. Es el campeón de los ocho vasos
al día. ¿Qué hay en el gimnasio? Pesas. Las cosas esas para hacer ejercicio en el suelo.
El balón grande que no debería volver a tirar contra Jace. Más pesas. El estante con
cosas raras que no ha explicado para qué son. Más pesas de varios tamaños... ¡Ahí!

Me inclino sobre la mesa y agarro el cubo que hay bajo la ventana. Huele raro. A lo
mejor se empapa el pelo en él o algo así. Da igual, sigue siendo agua.

Cuando me doy la vuelta, el saco revienta y la arena se desperdiga por el suelo.

Maldita sea.

Vierto el agua del cubo sobre los jirones en llamas.

Pedazo charco de barro he dejado. ¿Estropeará el suelo? Lo toco con la punta de la bota
y trazo una línea en el barro. A lo mejor me vale para hacer un castillo de arena.

Cómo odio esto. Odio la parte de mí que destroza las cosas de gente amable. Aunque
Gid esté siendo amable con alguien de la gente que mató a mis...

Vuelven a picarme los ojos. Suelto el cubo y me los froto. Varias chispas y ascuas se
arremolinan en el aire.

Puede que Gid se lo tenga bien merecido. Que le den a su saco.

Para empezar, ¿por qué estoy aquí? Este no es mi lugar.

Debería volver a Regatha y hacer ese dichoso ritual de pasar la noche entera viendo
arder un leño. Empieza a brillar poco a poco. Los tonos rojos, naranjas y amarillos
surgen de la corteza. Se avivan y se apagan de nuevo. Luego el tronco se vuelve gris y
queda reducido a ceniza. "Esto es lo que significa ser consumido por la divinidad",
decía la madre Luti. "Transformado. La vida anterior desaparece" y bla, bla, bla.

¿Qué divinidad? ¿Los Eldrazi? ¿O los tíos que le amargaron la vida a Gid? No puedo
creer en dioses que incendian todo lo que tocan. Los dioses deberían ser mejores.

Recuerdo el remanso.

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El remanso detrás del poder que dejó mis piernas sin fuerzas.

Estaba allí. La vi. Juro que la vi.

Flotaba en medio del verdor y yo podía respirar allí.

Ahí es donde quiero estar.

Necesito estar ahí.

Es un picor que tengo que rascar. Que sube por mi columna y se mete bajo mi pelo.
Tengo que ir ahora.

Los pies ya me han llevado hasta la puerta del gimnasio. No, alto. No puedo ir allí sin
más y... Sería incómodo, ¿no? Irrespetuoso. No quiero que piense que soy de esas que
entran sin permiso y... Bueno, a lo mejor soy de esas, pero estoy haciendo un esfuerzo
enorme para ser educada. Solo necesito unos minutos para...

Maldita sea, ya he subido las escaleras. Y ahora estoy cruzando el pasillo a pisotones
como una loca porque me tiemblan las piernas y mi cerebro echa chispas. Esto es una
tontería. Voy a dejar de poner un pie delante del otro. Voy a dar media vuelta. Voy a
volver a bajar las escaleras andando de puntillas y haciendo menos ruido que un
ratoncito. Que sí, que lo voy a hacer. Chandra, quietecita. No, no abras esa puerta. No te
quedes embobada con esas flores descomunales que no estaban aquí hace un mes.
Chandra mala, castigada sin pastel de canela. Da la vuelta, baja las escaleras y que no se
te ocurra volver a...

—¿Chandra?

MIEEERRR...

—Ho-hola. ¿Nissa? ¿Estás ahí? —Sí, eso es. Con calma. Tranquila. Sé indiferente,
como Liliana. A Liliana le resbala todo.

»Bueno... Je, claro que estás ahí, porque acabas de hablar. Esto... ¿Tienes un momento?
¿Aunque sea un minuto? —Chandra, cierra la boca.

—Sí. Estoy detrás de la ver... De las flores púrpuras.

Las manos me tiemblan. Aparto algunas ramas y camino hacia su voz. Las hojas
parecen papel de lija. Debe de estar por...

La veo sentada de piernas cruzadas sobre el musgo. Sus cabellos oscuros están sueltos,
meciéndose sobre los hombros y cayendo hacia el regazo. Se ha puesto florecitas en la
coronilla. Hay mariposas danzando a su alrededor, pero no les presta atención. Un haz
de luz se filtra entre las hojas y la pinta con el oro del sol. Huele como el mejor recuerdo
de la infancia de cualquiera.

22
 

No me quita los ojos de encima, pero simplemente se queda sentada. Escucha. Espera.
Siento picores y creo que estoy sudando.

¿Cuándo fue la última vez que me di un baño? ¿Los elfos no tienen un superolfato
canino o algo así?

Además, estoy inclinada debajo de una rama y apartando hojas de la cara como una
tonta—. Eh... ¿Puedo sentarme? —Respiro por la boca, con dificultad y luchando para
que no se oiga.

—Claro. —Hace un gesto para que tome asiento. Su brazo se mueve como el agua. Es
como si fluyera.

Entonces me las ingenio para tropezar y caerme de bruces.

—¡Ah! —Estira una mano hacia mí, pero sus dedos parecen rebotar en una burbuja
invisible a una palma de mi cuerpo—. Había una raíz... —Retira la mano y la envuelve
bajo el otro brazo.

—¡No pasa nada, estoy bien! —espeto contra la tierra antes de ponerme de rodillas y
tocarme la cabeza para comprobar que de verdad lo estoy. Sangrar por la cara sería
supervergonzoso en esta conversación—. ¿Y tú? ¿Estás bien?

—Pero si no... —dice ladeando la cabeza.

—¡Ja, ja, ja! Claro que lo estás. Perdona. La que se la ha pegado soy yo. —¡CALLA,
CALLA!

Intento sentarme como ella, pero la armadura de las canillas se me clava en los muslos.
Decido apoyar la espalda en un árbol y estirar las piernas, cruzándolas por los tobillos.

¡Maldición! Mis pies casi le rozan las rodillas. No debería hacerlo, quizá no le agrade.
Me giro y muevo los pies hacia un lado.

Genial, ahora tengo una raíz pinchándome en el culo.

Nissa se queda mirándome. En silencio. Paciente.

Suelto una risita e intento apartarme el pelo de la frente, empapada de sudor. Estoy
echando humo bajo su mirada y la piel se me derrite—. Creo que estoy aplastando tus
flores.

—Tranquila, no les pasará nada. —Sus ojos son muy profundos. De niña me gustaba ir
a jugar a una cantera en las afueras de Ghirapur. Una vez se inundó y quedó toda
cubierta de musgo y cosas verdes que flotaban en el agua. Parecía un pozo profundo,
negro y tranquilo. Si caías en él, nunca llegarías a tocar el fondo. Bueno, eso era lo que
decían. Ahora estoy en el borde, demasiado asustada como para saltar.

23
»¿Necesitas ayuda con algo? —me pregunta.

—E-es que había pensado... —Trago saliva, pero tengo la garganta seca y necesito
varios intentos—. Recuerdas aquella vez en Zendikar, ¿cuando nuestras mentes se
tocaron? Pude sentir la furia de Zendikar, ¿sabes? El poder de todo un mundo. Tu
mundo. Y fue increíble. Lo más increíble que jamás haya vivido. Pero detrás de
Zendikar, de la furia y del poder, te sentí a ti. Tu mente. Y era muy serena, ¿entiendes?
Podría decirse que... me centraste, supongo. Estabas muy en calma y conectada y eso.

De pronto, mi cerebro se apaga, pero mi boca sigue caminando por el precipicio.

—Cuando toqué aquella parte de ti, fue como si nadara; como si solo flotara boca arriba
y contemplara el cielo. Sin nada debajo. Solo el azul y el aire del cielo, y todo estaba
tranquilo y en paz. Podría quedarme así para siempre, sin tener que preocuparme de...

¿PERO QUÉ LE ESTOY SOLTANDO?

—Ja, ja. Vaya... —Me paso una mano por el pelo sudoroso—. Debes de pensar que esto
es una tontería, ¿no? Llego y me pongo a largar poesía de tres al cuarto.

—Me ha parecido elocuente —dice con la más diminuta de las sonrisas.

Me agarro un mechón y tiro de él hasta que me duele. Así me mantendré centrada, o eso
espero—. Volviendo al tema, he pensado que a veces me encab... Me enfado mucho y
acabo volando cosas por los aires. Se me ha ocurrido que preferiría ser capaz de volver
a tocar ese sitio. De recordar cómo me hizo sentir tu mente. Calmada. Con los pies en la
tierra. O sea... —Cometo el error de levantar la vista y sus ojos están ahí, observando, y
todo el aire de mi garganta se atasca y se niega a circular. Lucho por tomar una
bocanada.

»Creo que Jace lo preferiría. Para que no le destroce la casa, porque la tiene repleta de
cosas caras.

—Puedo enseñarte a meditar, si quieres.

—Eh... Vale. Venga, podemos probar. Suena bien.

Sus finísimas cejas se doblan un montón—. ¿Te encuentras mal? Pareces nerviosa.

El jardín entero está lleno de cositas relucientes, llevo una hora intentando no reventar
la casa de Jace y el corazón me golpea las costillas como si acabara de correr una
maratón. ESTOY GENIAL, GRACIAS POR PREGUNTAR.

—Es solo que... No me has quitado los ojos de encima en todo este tiempo —digo sin
pensar.

—Estamos hablando. ¿No debería prestarte atención? —Juraría que le ha temblado un


labio—. ¿Eso no es... cortés en tu mundo? —Entonces aparta la mirada por primera vez

24
y una mano se agarra a una oreja larga como un tallo. La nieve de sus mejillas se tiñe
del color de la puesta de sol.

¿QUÉ DIANTRES ACABO DE DECIRLE?

—¿Qué...? ¡Ah, no! Digo... ¡Lo siento!

Me levanto de golpe y me golpeo la cabeza contra una rama—. ¡Au! P-perdón. Esto ha
sido una tontería. —Retrocedo sujetándome la cabeza y levantando los codos para
taparme los ojos irritados. Entonces tropiezo con la misma puñetera raíz, temblando,
resollando y con el estómago revuelto. ¿Qué he hecho? ¿Qué he hecho? ¿Qué he hecho?

—Espera —dice ella levantándose en una fracción de segundo.

—Te he hecho sentir incómoda. Debería irme. Me voy ya mismo. Perdona. Adiós. Lo
siento.

—Chandra, por favor...

Me doy la vuelta y echo a correr dejando una estela de chispas y árboles y flores
humeantes, hasta que finalmente abro la puerta de un empujón.

Creo que voy a vomitar...

—Menudo desastre —murmuró Liliana. Tenía la cadera apoyada en la puerta del


gimnasio de Pecholobo. Después de la escena que había montado Chandra, contaba con
ver cosas calcinadas. El castillo de arena fue toda una sorpresa.

—Aquí arriba está mi gimnasio, donde hago ejercicio —dijo la voz retumbante de
Gideon desde las escaleras—. Intento que Chandra y Jace también se entrenen, para que
todos seamos capaces de manejar algún arma. Por lo que pudiera ocurrir; usted ya me
entiende.

—No cabe duda de que será tan fascinante como el resto de las instalaciones —
respondió Baan sin ánimo.

BAM.

Liliana se sobresaltó y se giró a tiempo de ver a Chandra pasar corriendo junto a Baan y
Gideon, como un cometa pelirrojo cuyos ojos dejaban una estela de ascuas.

—Perdonporcargarmetutrasto —farfulló al pasar; las palabras sonaron como si las


hubiera pronunciado bajo el agua.

Y entonces desapareció, aunque sus pasos seguían retumbando escaleras abajo.

—¡Ten cuidado! ¡Podrías caerte! —le gritó Gideon.

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Liliana se acercó al hueco de la escalera y echó un vistazo arriba. Nissa miraba hacia
abajo con las manos aferradas delante del pecho, los labios separados en muda
confusión y las orejas caídas.

Liliana movió la cabeza a un lado y a otro y echó un vistazo escaleras abajo. Alguien
tendría que arreglar aquel desastre. Chandra era fácil de leer. Demasiado fácil. Sin
embargo, poseía un poder increíble. Una combinación muy conveniente.

El sol empezaba a descender hacia el oeste, dando paso a una tarde larga y calurosa.
Unas nubes bajas y de color pizarra presagiaban una noche de lluvia, de esas que en
verano vuelven el ambiente más bochornoso que fresco.

Aquello no la molestaba demasiado. Los poderes nigrománticos ofrecían ventajas que


rara vez se mencionan en los escritos. Por ejemplo, una temperatura corporal lo bastante
baja como para alarmar a un sanador. Gracias a ello, los veranos le resultaban mucho
más agradables y su aliento era gélido, en vez de cálido. Jace había demostrado ser
insólitamente sensible a él. El más ligero soplo en el cuello había bastado para
despertarlo en pleno sueño.

Liliana frunció el ceño y alejó el recuerdo de su mente.

No fue difícil seguir el rastro de Chandra. Dejando a un lado su propensión a chocar con
todo y con todos cuando echaba a correr, su pelo echaba un humo de un color
ligeramente distinto al de los puestos de comida repartidos por la plaza. Liliana ni
siquiera necesitó convocar una sombra para que le ayudase a buscar.

Encontró a Chandra acurrucada en medio de un callejón a tres manzanas del hogar de


Jace; el acceso estaba oculto tras un vendedor con voz ronca, cuyo carro olía a cerdo de
dudosa calidad y repollo demasiado cocido. Con la cabeza entre las rodillas y la espalda
apoyada en una pared de ladrillo, Chandra tiraba de sus cabellos cobrizos.

—Tonta, tonta, tonta... —se oía un susurro sibilante desde la entrada del callejón.

Así no le servía de nada. Liliana dobló la esquina imperiosamente y levantó un poco la


falda para no acercarla a los charcos aceitosos—. Vaya, Chandra, no esperaba
encontrarte en un sitio como este.

—¡Ah! —La piromante se levantó de un salto y se limpió la nariz con el dorso de una
mano temblorosa—. Ho-hola. ¿Qué...? ¿Qué haces aquí?

—Voy de camino a hacer algunas compras —improvisó Liliana. Chandra seguramente


la creería: era Liliana, la hermana mayor que llevaba un estilo de vida glamuroso y
todas esas cosas.

—¿En un callejón? —dudó Chandra antes de sorber por la nariz.

26
—No todos frecuentamos las mismas tiendas —le explicó—. ¿Quieres acompañarme?

Chandra miró hacia el otro extremo del callejón, donde las sombras de la multitud
titilaban y danzaban a la luz de la tarde—. ¿Viene alguien contigo? ¿Gid?

—Claro que no, por favor. No vendría de compras conmigo ni muerto.

—¡Porque entonces lo reanimarías para que llevara las bolsas! —espetó Chandra con
una sonrisa. Calló por un momento—. ¿Acabas de ponerme a huevo un chiste de
nigromantes?

—Solo por esta vez. Porque me caes bien. —La rigidez de los hombros de Chandra se
alivió un poco. "Bien".

—Y ¿qué vas a comprar? —La piromante volvió a frotarse la nariz y se limpió la mano
distraídamente en la bufanda que llevaba atada a la cintura.

—Nada especialmente importante —respondió Liliana a la ligera—: una botella de


vino, media docena de gatos muertos que lleven en descomposición entre siete y diez
días, a ser posible, velas con olor a lavanda, una sierra de hueso de doce pulgadas...

—Lo... —Chandra tuvo que hacer un esfuerzo para formular la pregunta—. ¿Lo dices
en serio?

—Tendrás que venir si quieres averiguarlo. Venga, charlaremos por el camino.

Todo era oscuro. Frío. Silencioso. La humedad la envolvía. Un calor distante se filtraba
hacia abajo, el más ligero soplo de vida en la espalda. Había esperado una eternidad
durmiendo bajo lunas de hielo quebradizo y fuertes lluvias, sintiendo el peso de vidas
efímeras que pasaban por la superficie.

Era el momento de moverse.

Se desplegó lentamente, apartando la blandura que la rodeaba. Sus extremidades se


estiraron, crujiendo y temblando tras una eternidad acurrucada en la oscuridad.
Alrededor podía sentir el movimiento de sus hermanas. El calor que notaba en la
espalda las llamaba a todas. Al fin había llegado el momento de conocerse.

... Nissa...

Empujó el peso que había sobre ella. Siguió estirándose. Sus pálidas y delgadas
extremidades inferiores se hundieron en las profundidades de terciopelo, donde el largo
frío aún acechaba y gruñía, acercando cuchillos prístinos de cristal por espacios
desconocidos. Se estremeció por el esfuerzo.

Tal vez no lo lograra. Quizá permanecería allí abajo para siempre, perdida. Volvería a
convertirse en un cascarón olvidado. No muerto, pero nunca nato.

27
... ¿Nissa?

La oscuridad se deshizo en lo alto.

Tembló de dolor; las piernas inestables la empujaban hacia arriba y los brazos se
estremecían al separarse del torso. Cada movimiento era agónico. El calor la inundó,
haciendo que la sangre helada por el frío volviera a fluir y llenando sus extremidades de
fuerza y color. Elevó la cabeza hacia la luz y sus cabellos florecieron con el resplandor.

—¿Nissa?

La palabra llegó hasta ella desde un millar de kilómetros de distancia.

Recorrió el camino de vuelta en menos de un suspiro.

El mundo pasó ante ella a toda velocidad. Formaciones de madera y moho que crecían y
respiraban juntas; yermos de polvo siseante que devoraban pacientemente la roca;
masas de nubes susurrantes que se abrían hacia la tierra de más abajo; filas de rocas
afiladas como hachas que lanzaban zarpazos al cielo; aguas profundas, frías y vacuas.

Pestañeó al ver a Gideon, desconcertada momentáneamente por sus gruñidos bestiales


(palabras, corrigió una parte de ella) y las ramas (dedos) que se movían ante sus ojos,
que de nuevo percibieron luz en vez de calor—. Soy...

"No soy una semilla".

"Nissa. Vuelvo a ser Nissa".

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Gideon la miraba con expectación. La lluvia repiqueteaba en las ventanas de la
biblioteca de Jace. Las palabras de Nissa sonaron quebradas y chirriantes—. Disculpa.
¿Qué me decías?

—Creía que te habías quedado dormida —dijo él mostrándole los dientes (sonrisa).

—Estaba... —En la piel de una flor que luchaba por brotar en la tundra primaveral a
medio mundo de distancia, deleitándose con el primer roce del sol. Inspeccionó el rostro
amable y sincero de Gideon, pero no halló en él la capacidad para comprenderlo. No
podía explicarlo mediante contextos similares. No tenía palabras para hacerlo.

»Estaba pensando —explicó bajando la vista hacia su propio regazo, donde descansaba
un cuenco con la cena intacta.

—Le explicaba al ministro Baan lo que hicisteis en Zendikar. —Su compañero ensartó
un trozo de carne con un utensilio (tenedor) que prácticamente no podía verse entre sus
manos gruesas y callosas—. Lo que conseguisteis Chandra y tú.

Chandra. La sangre corría cálida por sus mejillas pecosas. Los movimientos vivos y
veloces de sus manos, cuales pájaros.

Nissa alimentaba ocasionalmente a los pájaros en el jardín. Se quedaban mirando las


semillas que sostenía en la mano, hambrientos y necesitados, pero se marchaban
volando ante el más mínimo movimiento equivocado.

Esta vez había ocurrido... y Chandra se había marchado.

Todos los sentidos y los instintos de Nissa estaban desequilibrados.

Rávnica la había oprimido desde el momento en que llegó, como el aliento fuerte y
constante de una bestia en la nuca. El sol era de un blanco cegador y los olores
resultaban penetrantes y desagradables. Todas las superficies parecían tener bordes
pensados para cortar y desgarrar.

Un despliegue infinito de rostros deambulaba por las calles, extraño y aterrador. Más
rostros de los que pensaba que podían existir. Se fundían unos con otros, convirtiéndose
en una única monstruosidad de mil cabezas que la empujaba al pasar junto a ella. Pasear
por los alrededores del edificio la dejaba sudando y temblando. Tenía que agacharse y
centrarse en las flores solitarias que luchaban entre los adoquines agrietados; tenía que
ignorar las siluetas deambulantes y ruidosas que la empujaban, la pisaban y chocaban
con ella.

No existía el silencio. Los yunques reverberaban desacompasados durante el día. Los


banquetes interminables siseaban y rugían junto a un millar de hornos. Las sirenas se
lamentaban y el maná chisporroteaba por la noche. Un millón de voces gritaba
constantemente, chillando de dolor y tristeza, de deseo y furia, confundiéndose en un
barboteo. Hacía tres meses que no oía el susurro del viento entre los árboles. Que no oía
la nada.

29
Los rostros. El ruido. Los incontables olores desconocidos que se asentaban en el fondo
de la garganta y la asfixiaban. Cuando todo le resultaba excesivo, se acurrucaba en el
jardín y se tapaba los oídos, y los árboles la acogían y le ofrecían seguridad.

En Rávnica todo era duro, deslumbrante y afilado.

Chandra. Ojos como soles. Sus pensamientos se dibujaban con audacia en su rostro.
Intrépida.

"Dime, Zendikar. ¿Qué he hecho para ofenderla?".

Sin embargo, su amigo, su mejor amigo, su compañero constante durante los dos
últimos años no podía responder. El rincón de su mente donde había vivido Zendikar
estaba callado y vacío. "Hay muchas cosas que no comprendo. Ojalá estuvieras aquí".

Nunca había estado rodeada de tanta gente, mas nunca había estado tan sola.

—¿Nissa?

—Ajá. —Recogió un pequeño fruto rojo de su cuenco. Un "tomate", lo había llamado


Jace. De piel tirante y repleta de agua, con un olor ligeramente ácido—. ¿Qué queréis
saber?

Baan colocó sus utensilios en los bordes del plato, formando un ángulo tan preciso que
hizo daño a los ojos de Nissa, y luego entrelazó los dedos—. Le ruego que disculpe mi
curiosidad, doña Nis-sa. —El ministro frunció el ceño al pronunciar el nombre, que
sonó como un siseo—. Se me ha dado a entender que posee usted la habilidad de
percibir y manipular de forma natural los patrones de magia que se hayan en la tierra,
¿me equivoco?

La filigrana dorada de su atuendo hacía un suave tictac, en contrapunto con el reloj del
extremo de la biblioteca. Nissa podía oír la energía que crepitaba y chasqueaba en su
interior, imperceptible para Gideon y tal vez para Baan, cuyas orejas eran tan pequeñas
como las de un humano.

—Las líneas místicas —aclaró—. Sí.

—Una fascinante situación inversa. —Las fosas nasales de Baan se contrajeron cuando
respiró hondo—. En mi mundo, una energía similar fluye por las capas superiores del
cielo. Se conoce como éter y extraemos su poder en las cumbres montañosas o mediante
el uso de tópteros, lo almacenamos en dispositivos mecánicos y lo liberamos con el fin
de utilizarlo de formas productivas. ¿Existe esa práctica en el mundo de donde usted
procede?

Rocas afiladas como dagas flotan en el aire alterando el mundo. Una red, una jaula...
Un entramado.

Nissa sufrió un ataque de náuseas.

30
—No —dijo doblándose sobre su cuenco y contrayendo los hombros—. Hubo gente que
lo hizo, pero ellos... —Las historias se apilaban detrás de su lengua. ¿Por dónde podía
empezar?—. La tierra no... Se lo pedimos, no se lo quitamos.

—¿Se lo piden? —repitió Baan retorciendo el verbo en sus labios—. ¿A quién?


Vuestras líneas místicas son fenómenos naturales, ¿me equivoco? —Su voz de
impregnó de un desdén salino. La forma de sus ojos cambió; sus tejidos formaron
ángulos duros—. ¿Pediría usted permiso a la montaña para moldear el hierro de su
núcleo? ¿Rogaría al árbol que le ofrezca el fruto que la nutre?

—Sí —respondió ella simplemente. Se llevó el tomate a la boca y lo mordió. El jugo


brotó de él: la penetrante luz de un intenso sol blanco, filas de tierra oscura y sembrada
con los restos de sus antecesores; surcos gentilmente labrados, el susurro de elfos y
dríadas caminando entre ellos; recipientes que se inclinan y traen breves lluvias
prestadas que salpican y bañan las hojas.

Una vida en un bocado de pulpa ácida. Meses de paciencia. "Gracias", pensó antes de
tragar.

—Señor ministro, las cosas son... diferentes en el mundo de Nissa. —Gideon se inclinó
en su silla, colocándose sutilmente entre ellos.

La gruesa puerta del fondo de la biblioteca se abrió y Jace apareció caminando


fatigosamente. Lavinia entró justo detrás de él. Cuando Jace murmuró "necesito beber
algo", la alguacil le tendió una taza de té con un fragante aroma a limón, hibisco y
hierbas que Nissa no reconoció. Jace pestañeó—. ¿Cómo sabías que...?

—Mi deber es anticiparme a sus problemas, Pacto viviente —argumentó ella secamente
—. ¿Solicito que vuelvan a calentar su cena?

—No. Gracias, Lavinia. —Retiró una silla de roble viejo, oscuro y desgastado por años
al sol. Nissa se preguntó de dónde procedía el asiento. Era mucho más anciano que el
resto de la casa. La vida que había tenido apenas era ya un susurro, una sombra
proyectada en un día nublado.

El plato de Jace contenía una masa amarilla y blanca, hecha con queso y cereales.
Incluso fría, Nissa podía olerla desde el otro extremo de la mesa. Jace frunció el ceño—.
¿Le han echado brécol?

—Es una fuente de hierro —informó Lavinia.

—Pero odio...

—Ni siquiera se dará cuenta de que lo lleva. —La voz de Lavinia indicaba que no
admitiría más protestas.

—Veo que, de niño, usted sufrió el acoso de algún matón —enunció Baan con frialdad.

31
—A decir verdad... no recuerdo mi infancia. —Una decena de pensamientos implícitos
se atisbaron tras los ojos de Jace, que se atragantó con el primer bocado y tuvo que
esforzarse por tragarlo.

—No es necesario recordar conscientemente un hecho para caer en patrones de


comportamiento determinados por dicha experiencia —argumentó el vedalken—. La
posibilidad de olvidar las vivencias de toda una vida no es inconcebible, en cuyo caso
apostaría a que el sujeto continuaría obrando bajo un juicio similar y se vería atraído a
asociarse con la misma clase de individuos. —Hizo un gesto con la mano, similar al de
una cola de buey espantando moscas—. La naturaleza de los mortales no es tan
maleable como algunos podrían suponer. Una persona de tendencias religiosas siempre
encontrará un fenómeno superior en el que depositar su fe. Asimismo, un criminal
siempre será un criminal.

—Esa perspectiva es muy... determinista, señor ministro.

—El corpus mortal e incluso la mente no son más que una serie de mecanismos
sofisticados. —Baan pestañeó primero con un ojo y luego con el otro. No era un guiño,
sino una especie de expresión corporal propia de él, distinta de todas las que Nissa había
visto jamás—. Observar un mecanismo en acción y extraer las conclusiones apropiadas
es pura simplicidad.

Se produjo un silencio incómodo, hasta que Jace carraspeó—. ¿Habéis disfrutado la


visita al edificio?

Nissa bajó la vista hacia su comida. Arrancó con los dedos un trozo de pescado al vapor
y dejó que el sabor se fundiera en la lengua. Cuerpos plateados centelleando bajo
sombras verdes. Motas de plancton en suspensión, un ligero sabor metálico. No era su
primer idioma, pero todos eran iguales. "Gracias", pensó. "Utilizaré con sabiduría lo que
me has proporcionado".

—He advertido una serie de deficiencias estructurales y organizativas que considero


oportuno destacar. —La silla de Baan crujió cuando se reclinó en ella—. Los muros de
carga de los pisos inferiores presentan grietas; aplicar una fuerza suficiente sobre ellos
haría que se derrumbaran. La disposición del mobiliario en la mayoría de los
dormitorios es ineficiente y deja muchos "huecos", si se excusa la imprecisión del
término, demasiado pequeños como para darles un uso práctico. Esta biblioteca alberga
diecisiete libros que han sido devueltos a estanterías incorrectas. Ciertas lámparas del
segundo piso carecen del cobijo adecuado contra corrientes de aire...

—Sería mejor tomar nota —intervino Gideon con una sonrisa torcida.

—Descuida, lo recordaré todo —afirmó Jace.

—Y la cuestión más relevante... —Baan hizo una pausa—. ¿He de entender que el
incidente en el gimnasio de don Gideon ha sido obra de la piromante que tienen ustedes
a su servicio?

—"A nuestro servicio" da una impresión demasiado impositiva.

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—Sean cuales sean los detalles de su acuerdo, la falta de medidas preventivas adecuadas
es deplorable. Sin ir más lejos, poseen ustedes una biblioteca de dimensiones y
selección admirables. Para un piromante, esto no es más que combustible. De
producirse una conflagración en esta sala...

—Tengo mis... diferencias con Chandra, pero confío en que sepa... —Jace calló de
pronto—. ¿Dónde está Chandra?

Nissa levantó la vista. El asiento habitual de Chandra estaba vacío.

—He estado buscándola —intervino Gideon—. Tenemos que hablar seriamente sobre el
cuidado de las herramientas ajenas. La última vez que la vi, se fue corriendo escaleras
abajo...

Nissa se quedó sin aliento.

—... y Liliana iba detrás de ella.

Jace miró a Gideon con preocupación. Lavinia, de guardia junto a la puerta, carraspeó
para llamar la atención—. Pacto viviente, ¿permiso para intervenir?

—¿De verdad hace falta preguntarlo? ¡Claro! —Jace se giró en la silla—. ¿Sabes dónde
están?

—Hace varias semanas, el capitán Jura solicitó que asignara a mis hombres la tarea de
vigilar a la condesa Vess durante sus ausencias.

Jace lanzó una mirada fulminante a Gideon, que se encogió de hombros—. Es una
nigromante. Me parece una medida prudente. —Gideon se llevó a la boca otro trozo de
filete.

Lavinia cargó su peso sobre la otra pierna, haciendo que su armadura emitiera una
vibración que solo Nissa pudo percibir—. Esta tarde ha partido en pos de la abadesa
Nalaar.

Baan se inclinó hacia delante y entrecerró los ojos.

—Ambas han pasado la tarde vagando por el distrito comercial, hasta que finalmente
han... viajado entre los planos.

—¿Juntas? —preguntó Jace.

—Sí, señor.

—¿Hacia dónde? —Gideon dejó el tenedor en la mesa.

—No tenemos forma de saberlo, señor.

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—Nalaar —dijo Baan en voz baja. Pronunció el apellido con la misma dicción que
Chandra, la que nadie del grupo había sido capaz de reproducir con exactitud—.
Disculpen mi consternación, mas es un apellido que no había oído desde hacía años.

—Explíquese, por favor —pidió Jace mientras dejaba a un lado su plato y posaba las
manos en la mesa.

—He de decir que no me agrada hacerlo, pero considero que es mi obligación. —Baan
juntó las manos sobre su regazo—. Pia y Kiran Nalaar eran figuras prominentes del
movimiento renegado de Kaladesh. Eran criminales que, lamento decir, participaban en
el robo y redistribución ilegal de los recursos etéreos del Consulado.

—¿Son parientes de Chandra? —preguntó Gideon—. Ni siquiera sabía que era de


Kaladesh...

—Eran sus padres, salvo que mi suposición sea completamente desacertada. Hace doce
años, Pia y Kiran Nalaar obligaron a su hija, cuyo nombre no estaba registrado, a
asistirles en sus operaciones de contrabando. Desconozco los detalles, pero la joven
evadió a los agentes de la ley manifestando unas peligrosas habilidades pirománticas.
Los Nalaar trataron de ocultarse en diversas poblaciones rurales. Nuestros perseguidores
lograron localizarlos en Bunarat, pero un incendio devoró la aldea durante el intento de
captura. El oficial a cargo de la operación declaró que los tres fugitivos habían fallecido.

—¿Hace doce años? —dijo Gideon, pálido de horror—. ¡Pero si solo tiene...!

—Hace doce años habría sido una niña —intervino Nissa.

Baan abrió la boca, volvió a cerrarla y se quedó pensativo, tamborileando con los dedos
la filigrana que cubría la manga de su atuendo—. Les ruego que entiendan —dijo por
fin— que esta operación se llevó a cabo bajo la autoridad de una administración
anterior. Incluso entonces, estos actos se consideraron... fuera de los límites. El oficial
responsable de la investigación siguió adelante a pesar de haber recibido órdenes de
ponerle fin. Creo que se presentaron cargos formales contra él por los gastos incurridos.

—¡¿Por los gastos?! —estalló Jace.

—No sé lo que hicieron los padres de Chandra —dijo Gideon con total seriedad—.
Tampoco me importa mucho. Fueran cuales fuesen sus crímenes, no tenían nada que
ver con Chandra. —Entrecerró los ojos—. ¿Es impulsiva? Desde luego. Sería un necio
si lo negase. Sin embargo, tiene un corazón del tamaño de la luna.

—Don Gideon, el éter está en el mismísimo aire que respiramos. —Baan entrelazó los
dedos y apoyó la barbilla en ellos—. Está en la lluvia que cae sobre la tierra y en las
hojas de los árboles. Solo nos atrevemos a tocar dicho poder mediante los guantes del
artificio; un millón de piezas ideadas para realizar su función específica con seguridad.
Al acatar rigurosamente este método, hemos evitado el 87,4 % de los accidentes
provocados por magos que recurren al maná directamente. Perdón por mi siguiente
atrevimiento, pero los piromantes son especialmente propensos a... causar daños
colaterales. —Baan tomó aire despacio y sus ojos fucsias se movieron rápidamente por
alguna imagen que solo existía en sus pensamientos—. En el pasado, los piromantes

34
provocaban auténticas tragedias. No siempre por sus intenciones, pero universalmente
por su naturaleza.

—¿Así que habéis ilegalizado la piromancia? —preguntó Gideon con una severidad que
Nissa nunca había percibido en él.

—¿Puedo asumir, a raíz de sus reacciones, que la señorita Nalaar nunca les ha hablado
de nada de esto? —replicó Baan bajando la vista.

—Nada en absoluto —respondió Gideon. Se quedó mirando su cena sin terminar y


apretó un puño.

—Gideon, no nos ha dicho nada a ninguno de nosotros —añadió Jace en señal de


apoyo.

—Pero debería haber sentido que podía hacerlo —dijo Gideon negando con la cabeza.

—Eso era decisión de ella, no nuestra —susurró Nissa. Posó un dedo en el borde de su
cuenco y lo deslizó hacia abajo, haciendo que la cerámica vibrase—. Todos tenemos
cicatrices que no queremos que otros toquen.

Chandra se había sentado delante de ella con las mejillas ardiendo, retorciendo tallos de
flores con los dedos y pidiendo solo un momento de paz. Pidiendo algo que pudiera
calmar el ritmo frenético de su corazón, agitado como las alas de un pájaro. Sin
embargo, ella se había movido incorrectamente y Chandra se había marchado volando.

—¿Me permiten preguntar adónde creen ustedes que ha podido ir? —se interesó Baan
—. Espero que no sea tan imprudente como para haber partido rumbo a Kaladesh.

Nissa levantó la vista. Jace y Gideon intercambiaron una mirada. Los dos la miraron.

Habían llegado a la misma conclusión.

—Iré a Kaladesh —anunció Jace volviéndose hacia la habitación donde guardaba sus
capas—. Me resultará fácil dar con...

—¿Otra vez? —lo interrumpió Lavinia con un tono de cansancio y decepción. Se


interpuso en su camino con una mano apoyada en el pomo de la espada.

—¡No esperarás que me quede aquí a rellenar formularios! —le espetó él.

—Ellos también pueden encontrar a la abadesa Nalaar —objetó Lavinia señalando a


Gideon y Nissa—, pero no pueden ser el Pacto entre Gremios.

—Tiene razón. —Gideon posó una mano robusta en el hombro de Jace—. Piénsalo
bien, Jace. Yo puedo ocuparme de esto, aunque no me entusiasme la idea. —Puso una
mueca de dolor—. Ya sabes cómo se pone cuando alguien le dice lo que debe hacer.

Kaladesh. Ghirapur. Una ciudad de latón e industria. Al igual que Rávnica, un lugar que
nunca dormía, donde el viento olía a metal y a energías chisporroteantes y donde

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oleadas interminables de rostros mortales se abrían paso de un lugar a otro. Un océano
de desconocidos que la miraban boquiabiertos y susurraban al verla. Que la observaban.
Que la señalaban. Que la empujaban.

—Iré yo. —Las palabras surgieron de sus labios antes siquiera de haberlas pensado.

—¿Estás segura? —le preguntó Gideon bajando la mirada hacia los dedos temblorosos
de Nissa—. No tienes por qué ir sola.

—Pienso ir a Kaladesh. —Apretó los puños para calmar el temblor—. Baan puede
guiarme. Encontraré a Chandra y...

Y ¿qué?

¿La llevaría a casa? Ya estaba en su hogar.

¿La sacaría de sus problemas? Era una mujer adulta. Podía hacer lo que le placiera.

¿La protegería? El corazón de Chandra era fuerte como el de un báloth. No necesitaba


que la defendieran.

—... permaneceré a su lado.

Le pareció el propósito correcto.

36
Una era de innovación
By Kimberly J. Kreines

La Feria de Inventores, la intersección entre la creatividad y el ingenio, ha dado


comienzo en el plano de Kaladesh. Los inventores han acudido en masa a la ciudad de
Ghirapur con la ilusión de participar en el mayor evento de sus vidas. Esta es su
oportunidad de ver y ser vistos, de conquistar los corazones del pueblo y el jurado.
Rashmi, una investigadora especializada en el éter, espera lograr justo eso. Ahora
necesita que los jueces confíen en su creación si espera dejar huella en el mundo y
cambiarlo para mejor.

A aquellas alturas, la ciudad de Ghirapur y sus habitantes se habían acostumbrado a la


presencia del enorme inquirium y su aspecto de escarabajo. El imponente y sofisticado
laboratorio de investigación descansaba en un rincón de la plaza central de Ghirapur,
con sus seis patas metálicas recogidas bajo el cuerpo. Al principio, el tráfico se detenía
y los conductores se quedaban boquiabiertos al contemplar sus extremidades relucientes
y bulbosas y su antena de medición de éter; ahora, los trabajadores pasaban junto a él
sin apenas fijarse. El inquirium llevaba estacionado tanto tiempo que una familia de
pavos reales había anidado en un hueco de la parte más parecida a la cabeza del
escarabajo. Incluso cuando se producía un chisporroteo en las entrañas del laboratorio,
provocando que saltaran chispas en la torre de escape más o menos cada hora, las aves
casi ni se inmutaban. La vida se había adaptado; Ghirapur había aceptado el inquirium
como parte de su identidad, al igual que hacía con muchas de sus diversas maravillas.
Casi nadie se detenía ya a admirar a la brillante investigadora que vivía en él.

Por su parte, Rashmi prácticamente se había olvidado de la gente. Se había olvidado de


casi todo, excepto del dispositivo que estaba diseñando. Apenas meses antes, la
transportación de materia había sido un tema candente en las sociedades de eterólogos,
por lo general silenciosas. En el pequeño círculo de inventores, había pasado de ser una
teoría rumoreada entre la gente a convertirse en una obsesión. Sin embargo, solo
Rashmi poseía un dispositivo capaz de impulsar aquel proyecto. Su condensador de éter,
una innovación que había pasado casi desapercibida cuando la presentó en público por
primera vez, sería el foco de atención una vez que funcionase como piedra angular del
transportador. Era como si el condensador se hubiera creado para aquel propósito; como
si ella, Rashmi, hubiera nacido para aquel experimento. Los patrones de éter estaban
alineados, tirando de las piezas para colocarlas en su sitio, impulsándolas con una fuerza
imparable hacia el momento culminante.

Lo conseguiría. Terminaría el dispositivo justo a tiempo para la Feria, a tiempo para


demostrar al mundo lo que era posible.

–Pinzas. –Rashmi extendió una mano.

–Pinzas. –Su asistente vedalken, Mitul, le colocó la herramienta en la palma.

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Rashmi retorció un delgado alambre para colocarlo en su sitio, escuchando el patrón de
éter mientras trabajaba. Sabía que el éter le permitiría apretar el cable lo suficiente como
para afianzarlo sin provocar tensión en el metal–. Calibrador.

–Marca en 3,084 –indicó Mitul al intercambiar las pinzas por el calibrador.

–Con esto vamos a forzar el límite, sin duda –dijo Rashmi haciendo la medición.

–Puede soportarlo. He realizado los cálculos por triplicado. –Mitul recogió el calibrador
y le tendió un punzón centrador óptico.

Rashmi perforó un agujero en la tubería dorada con la precisión de una cirujana, insertó
el nuevo filamento y lo conectó al resto del circuito de éter–. Con eso debería bastar. –
Se levantó, estiró el cuello contraído y un entusiasmo nervioso la recorrió de arriba
abajo. Aunque habían realizado cientos de ensayos, aún se emocionaba cada vez que se
disponían a hacer el siguiente; cualquiera de ellos podría ser el intento que demostrara
su teoría. Sobre todo ahora que faltaba tan poco para la Feria.

–Haré los preparativos. –Moviéndose con una elegancia que Rashmi envidiaba, Mitul
caminó hacia una maceta que reposaba bajo la luz que entraba por la ventana superior.
Arrancó una flor viva de la maceta y la depositó en un florero que descansaba en la
mesa del centro de la estancia–. El sujeto de prueba 848 está listo. –Mitul se apartó un
paso.

Rashmi intentó no pensar en las otras flores que habían precedido a la 848.

Recogió el transportador de la mesa de trabajo y lo llevó a la zona de ensayos. Tenía la


forma de un gran anillo dorado y era casi tan grande como el timón de un crucero del
Consulado. Mientras lo sostenía encima de la flor, Rashmi accionó un interruptor de
filigrana para activar la válvula de éter. Las vibraciones zumbaron en el interior cuando
el brillante éter azulado fluyó por el anillo. Se expuso a la Panconexión, pidiendo que
sus otros sentidos se atenuasen para que pudiera ver el éter. El patrón que describía al
fluir por el transportador era exquisito. Los ajustes del diseño habían alterado el flujo lo
justo para añadir una floritura repetida a intervalos alrededor del anillo; le recordaba a la
cola de un bandar. Lo interpretó como una buena señal, ya que algunos elfos
consideraban que esos animales traen suerte.

–Creo que lo hemos conseguido, Mitul –susurró–. Puedo sentirlo en el éter. –Las manos
le temblaban.

–Según mis cálculos, este ensayo parece prometedor. –El semblante de Mitul no cambió
y su actitud se mantuvo igual de profesional que siempre. A diferencia de Rashmi, él
nunca parecía nervioso ni entusiasmado antes de una prueba; era una fuerza constante y
sosegada en el laboratorio, un científico centrado en todo momento.

–¿Preparado? –preguntó ella.

–Preparado –confirmó Mitul. Estaba ante un escritorio repleto de aparatos de medición


de éter, con el lápiz apoyado en su cuaderno de laboratorio.

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"Puedes hacerlo", animó Rashmi en silencio al sujeto de prueba 848–. Muy bien,
accionaré el transportador en tres... dos... uno... –Soltó el anillo y, en respuesta, el éter
de su interior se arremolinó, sosteniéndolo en el aire justo encima de la flor.

–Hora de inicio del ensayo registrada. –Mitul tomaba sus notas–. Medidas iniciales de
éter registradas.

Con una suave exhalación, el anillo comenzó a descender hacia los pétalos de la flor. El
zumbido del éter devoró los nervios de Rashmi. No pudo apartar la mirada de su flujo
latente, que evolucionaba a medida que el transportador se acercaba más y más a 848.
La cadencia aumentaba a cada instante que pasaba, hasta que sobrepasó los confines de
su propia estructura y empezó a cambiar. Rashmi vio que los giros normalmente suaves
se doblaban y realizaban movimientos bruscos; las florecientes colas de bandar se
enroscaban unas con otras. Reconoció aquel comportamiento: el éter había comenzado a
formar los patrones que prometían desafiar las leyes del mundo.

–Hora del contacto registrada –oyó decir a Mitul cuando el anillo se alineó con los
pétalos de la flor.

Rashmi contuvo el aliento.

Las puntas de los pétalos destellaron cuando el anillo pasó sobre ellas. El transportador
dorado continuó su descenso.

Otro destello.

De repente, la integridad estructural de toda la flor se colapsó. Con un suave estallido, la


flor implosionó y dejó una silueta residual de polvo. Un segundo después, la silueta
reventó y los diminutos fragmentos de materia salieron disparados a una velocidad
extrema. Los proyectiles en miniatura se estamparon contra el anillo y abollaron el
metal; algunos incluso llegaron a atravesarlo. El transportador centelleó y crepitó y el
delicado filamento para éter chirrió y ardió antes de que Rashmi pudiera apartarlo.

–Ensayo fallido. El sujeto de prueba 848 se ha desintegrado –dijo Mitul.

Rashmi suspiró y recorrió con los dedos el metal del transportador, valorando los daños.
Había creído que esta vez saldría bien.

–Detalle destacable –continuó Mitul–: las medidas han detectado rastros de materia
transmutada, indicando que 848 ha respondido bien a la fase inicial del contacto.

–¿Transmutaciones en preparación del transporte? –Rashmi enderezó los hombros y su


ánimo mejoró.

–Correcto, aparentemente.

–Muy bien, entonces solo necesitamos procurar un entorno más estable.

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–Concuerdo con ello –dijo Mitul–. Me parece interesante sugerir que realicemos nuestro
próximo ensayo utilizando una corriente de éter menos turbulenta. Si utilizamos una
tubería de mayor diámetro...

–Reduciremos la turbulencia del flujo inicial y mitigaremos la inestabilidad –concluyó


Rashmi–. ¡Mitul, es una idea brillante!

–Cierto, creo que es una hipótesis bastante prometedora.

Por eso trabajaban tan bien juntos: ninguno de ellos se desanimaba durante mucho
tiempo. Rashmi tenía la Panconexión para recordarle que seguía el camino correcto,
mientras que Mitul contaba con su confianza en el método de investigación reiterativa.
Aunque él nunca había cuestionado el vínculo de Rashmi con la Panconexión, ella
intuía que Mitul no creía demasiado en dicho lazo. Rashmi suponía que Mitul, como la
mayoría de los vedalken que conocía, era partidario de utilizar el proceso infinito de
repetir el método anterior realizando pequeños ajustes hasta hallar una solución. Aunque
Rashmi no terminaba de comprender cómo se podía encontrar la inspiración con aquel
sistema repetitivo, tampoco lo cuestionaba. No le molestaba que la filosofía de su
compañero fuera diferente de la suya. La razón tras la motivación de ambos no
importaba; lo que les unía era su espíritu optimista y su compromiso para con la
investigación. No pasaba un día sin que Rashmi se sintiera afortunada de haber
conocido a un compañero y un amigo tan talentoso como Mitul.

–Por lo que veo –dijo él mientras examinaba su libro de registros–, contamos con la
tubería adecuada en el almacén. Iré a buscarla y regresaré en breve. –Para cuando
terminó de explicarlo, ya había recorrido medio laboratorio. Por su parte, Rashmi había
volcado su atención en reparar el anillo del transportador.

Ya no podían permitirse perder el tiempo. Rashmi trató de ignorar la distracción de la


fecha marcada en el calendario, pero sabía que se acercaba rápidamente. Faltaba menos
de una semana para la primera eliminatoria de la Feria de Inventores. La Feria era su
oportunidad de revelar el transportador al mundo y, lo que era más importante, al jurado
y los mecenas. Estaba segura de que ganaría la competición y entonces contaría con el
apoyo de benefactores y patrocinadores. Tendría el respaldo del Consulado, en vez de
necesitar ingeniárselas con unos suministros de éter menguantes. Puede que incluso le
proporcionaran sus propios autómatas trabajadores para llenar el inquirium. Sin
embargo, se estaba anticipando a los acontecimientos. Ahora era el momento de pensar
en el sujeto de prueba 849.

–El sujeto de prueba 887 está listo. –Mitul tenía la voz ronca; ni Rashmi ni él habían
dormido desde hacía dos días. La eliminatoria de la Feria de Inventores iba a tener lugar
aquella misma tarde y aún no habían realizado un ensayo con éxito. Esta era su última
oportunidad. Si el experimento funcionase, tendrían el tiempo justo para empaquetar el
anillo, meterlo en una carretilla y salir a toda prisa hacia el recinto de la competición. Si
el experimento fracasase, todo estaría perdido.

Rashmi sostuvo el anillo sobre la flor ligeramente marchita. Le temblaban los brazos,
pero no de entusiasmo, sino de fatiga. ¿Por qué la había guiado la Panconexión hasta

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aquel momento si no era para ganar la Feria? ¿Por qué la había llevado a realizar
semejante esfuerzo si no era para triunfar? Tenía ganas de gritar, pero no lo hizo.
Entonces vio a Mitul disimulando un bostezo y algo se agitó en el interior de ella. No
podía rendirse, todavía no.

"Aún tenemos una oportunidad", se recordó. Trató de ahuyentar los pensamientos


cínicos. Se dijo a sí misma que Mitul y ella tal vez estuvieran destinados a luchar hasta
el último momento. Tal vez todo aquello formara parte del patrón que había tejido la
Panconexión. Puede que aquel fuera el momento de los dos–. Muy bien, vamos allá –
dijo con todo el ánimo que pudo reunir–. En tres... dos... uno... –Soltó el anillo.

–Hora de inicio del ensayo registrada. –Mitul hizo una anotación en el cuaderno–.
Medidas... registradas. –Se frotó los ojos enrojecidos.

Rashmi trató de comportarse como una observadora objetiva, pero, cuando el anillo
descendió hacia los pétalos caídos de la flor, se sorprendió conteniendo el aliento y
esperando que todo saliera bien. Esta vez tenía que funcionar, tenía que hacerlo.

–Hora del contacto registrada –dijo Mitul cuando el anillo pasó por el pétalo superior.

La flor destelló. "No implosiones. No implosiones", rogó Rashmi.

Otro destello.

Y otro.

El anillo había recorrido la mitad de la flor. Una agitación despertó en el interior de


Rashmi. Aquel ensayo tenía que ser el definitivo. Observó con asombro cómo los
patrones abrían una senda a través del espacio. Cuando observó el éter, casi pudo
distinguir el agujero que se había formado en el tejido del mundo. Lamentó haber
albergado dudas. Apenas podía creer lo que estaba ocurriendo ante sus ojos. La flor
entera parpadeó, todos los músculos de Rashmi se tensaron, y entonces...

¡POP! La flor implosionó.

Rashmi se quedó helada por dentro. "No". El anillo crepitaba y centelleaba. "No". Oyó
cómo el filamento fallaba y se partía. "¡No!". Aquello no era lo que debía suceder. No
podía ser.

–Ensayo fallido. El sujeto de prueba 887 se ha desintegrado –dijo Mitul.

Rashmi ni siquiera se molestó en recoger el anillo y quitar los restos de la explosión de


la flor. Ya no serviría de nada tratar de rescatar el invento. Se había terminado. Le dio la
espalda, incapaz de seguir mirándolo. Vagamente, oyó el repiqueteo del anillo al caer en
la mesa; el sonido resonó en su cabeza como el timbre que anunciaba el final de un día
en la academia. El experimento había concluido y Rashmi había fracasado.

–Apéndice: en los momentos posteriores al registro del ensayo con el sujeto de prueba
887, la observación continuada revela que parece haber diferencias en la forma en que

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las ondas etéreas influyen sobre la materia orgánica y la inorgánica. –La voz de su
compañero sentó a Rashmi como un chorro de agua sobre una herida abierta.

–Mitul, ya no hace falta seguir con el registro. –Echó un vistazo a las notificaciones
atrasadas que había en el escritorio más apartado, escritas en rojo–. Tendría que
habértelo dicho hace tiempo. Lo siento, pero el inquirium...

–Rashmi –la interrumpió Mitul. Era raro oír su nombre en boca de él; rara vez llamaba
su atención–. Rashmi. –Había algo en su voz que la hizo girarse–. M-mira. –Mitul
señalaba hacia un rincón del laboratorio y sus ojos parpadeaban sin parar.

Rashmi siguió la trayectoria del dedo. Allí, apoyado en la pared dentro de un pequeño
círculo grabado, estaba el florero. Rashmi ahogó un grito y volvió a mirar la mesa en el
centro de la sala; solo quedaba el anillo. Lo primero que pensó fue que se trataba de una
ilusión óptica. Podría tratarse de un florero distinto, pero era imposible: era el único que
había en todo el laboratorio. Había pasado a través de dos barras de hierro, de una pila
de instrumentos y del propio Mitul, y ahora descansaba contra la pared dentro del
círculo que en realidad habían preparado para la flor.

Rashmi se echó a reír. Fue una carcajada extraña que la tomó por sorpresa. Habría
seguido riendo de no haber sido porque estuvo a punto de atragantarse de la emoción.
No pudo ni formar una frase entera–. ¡Mitul! ¡Mitul! ¡L-lo hemos...!

–Sí. –Mitul seguía pestañeando con incredulidad–. Hemos logrado transportar materia
inorgánica a través del espacio.

–¡Ja! ¡Lo hemos conseguido! –El calor y la humedad inundaron los ojos de Rashmi
cuando corrió hacia su amigo y se abrazó al cuello del vedalken. Lo estrechó con todas
sus fuerzas–. De verdad lo hemos conseguido.

–En efecto –dijo Mitul liberándose del abrazo–. Ahora he de centrarme en registrar
estos resultados. No puedo dejarme dominar por emociones potencialmente distractoras
cuando tenemos una labor científica entre manos.

Rashmi volvió a reír. Parecía que era la única reacción que podía mostrar en el
momento.

–Pero no confundas mi actitud con una falta de entusiasmo. –Mitul le ofreció la más
leve de las sonrisas curvando ligeramente la comisura de la boca–. Estoy ciertamente
entusiasmado. Sí, ciertamente. –Sin embargo, recuperó la compostura, apoyó el lápiz en
el papel y carraspeó–. Prosigamos: en vista de los resultados del ensayo más reciente,
parece que la reacción anómala que habíamos observado estaba siendo generada por la
interacción entre la materia orgánica y el espacio transdimensional. Reiterábamos
nuestro diseño, pero nunca habíamos reconsiderado la naturaleza de nuestro sujeto de
prueba. –La concentración de Mitul en la enunciación de hechos pareció devolverle el
control de los párpados.

El sonido tranquilizador y familiar de su voz también devolvió a Rashmi a la realidad–.


¡La Feria! –exclamó.

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–A continuación, procederé a documentar todas las características reseñables del florero
para garantizar que el transporte se ha completado satis... –El vedalken seguía
totalmente concentrado.

–¡No, Mitul, no tenemos tiempo para eso! –Rashmi recogió el transportador de la


mesa–. ¡Tenemos que ir a la Feria, a nuestra competición!

–¡Cáspita! –se sobresaltó Mitul–. Cierto, tienes toda la razón. –El cuaderno estuvo a
punto de resbalar entre sus manos–. Estoy experimentando tal descarga de adrenalina
que apenas puedo pensar. Concluiré la labor documental después de nuestro regreso. Si
realizamos los preparativos de inmediato, deberíamos tener tiempo suficiente para
empaquetar el dispositivo con seguridad, llevarlo a la carretilla y transportarlo hasta el
recinto, que seguramente estará atestado de gente y requerirá una velocidad de
desplazamiento reducida, con lo cual llegaríamos a la competición dentro del margen
exigido: una hora antes de que comience la demostración eliminatoria.

–Perfecto –dijo Rashmi mientras inspeccionaba el anillo–, pero antes necesitaremos un


filamento nuevo. Este se ha dañado.

–Tal vez se haya debido al contacto inicial con materia orgánica –opinó Mitul–.
Conjeturo que no observaremos dicho comportamiento cuando tratemos de transportar
solamente materia inorgánica.

–Espero que tengas razón. –Rashmi estaba en la mesa de trabajo, retirando la filigrana
para acceder al filamento–. Preferiría no ofrecer al jurado un espectáculo de fuegos
artificiales.

–Correcto; sospecho que no lo vería con buenos ojos. –Rashmi juraría que Mitul rio
entre dientes cuando se dirigió al almacén.

Recorrió la filigrana con los dedos. Había algunas abolladuras y arañazos, pero ninguno
debería afectar al funcionamiento del dispositivo. ¡Un dispositivo que había desplazado
materia a través del laboratorio!–. Lo hemos conseguido de verdad –susurró Rashmi.
Echó un vistazo al florero. Una parte de ella aún no creía que realmente estuviera allí,
pero lo estaba–. Nunca debería haber dudado. –Cerró los ojos. Allí estaba la
Panconexión, brillando con intensidad y envolviéndola con su calor. Alargó una mano
hacia ella.

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Rashmi, escultora de eternidades
–No nos quedan filamentos. –Al oír la voz de Mitul, Rashmi abrió los ojos de par en
par. Su compañero trastabillaba por el laboratorio–. Los hemos agotado. Sabía que nos
estábamos quedando sin recursos. Tendría que haber... Pero no había tiempo para
encargar más. Los ensayos no cesaban. Aun así, eso no es excusa; era mi
responsabilidad. Entiendo que no me perdones por mi fallo. –Tenía los doce dedos
clavados en su rostro azul y alargado.

–Mitul, no pasa nada. –Rashmi posó una mano en el hombro del vedalken. Se sentía
extrañamente tranquila. Podía notar el apoyo de la Panconexión y sabía lo que debían
hacer–. Empaqueta el dispositivo. Pasaremos por el mercado, conseguiremos un
filamento y luego iremos a la Feria. Llegaremos a tiempo para la eliminatoria.

–Oh... –Mitul pestañeó–. Oh, claro. –Soltó un largo suspiro de alivio–. Parece una
solución correcta.

–Claro que sí –le aseguró Rashmi–. Es nuestro momento.

Rashmi se tapó los ojos para protegerlos de la claridad. Todo brillaba a la luz del sol
poniente: el metal pulido de los autómatas, la arquitectura reluciente y las banderas,
lazos y guirnaldas que cubrían la plaza.

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La Feria de Inventores se había erigido alrededor del inquirium mientras ellos
trabajaban dentro durante los últimos meses, ajenos a todo. Era como si Rashmi se
hubiera enclaustrado en su laboratorio en un mundo y hubiera salido en otro, en un
laberinto gigante de metal iridiscente y celebración. Sin embargo, ahora no era el
momento de pensar en eso. La Panconexión la apremiaba. Mitul y ella buscaron con la
vista las enormes plumas de pavo real que señalaban la entrada al mercado. Sin
embargo, antes de que pudieran dar un solo paso, un autómata se acercó rodando a ellos.

–¡Bienvenidos a la feria de inventores, la intersección entre la creatividad y el ingenio!


–anunció con júbilo.

Rashmi se apartó para rodearlo, maniobrando con la carretilla donde llevaba el


transportador, pero un segundo autómata se aproximó–. ¡No se pierdan las carreras de
autos trucados en el circuito ovalado! Entradas ya a la venta.

Rashmi retrocedió y buscó por dónde pasar.

–¡Visiten el zoo de los cien acres! ¡Descubran a los constructos animales!

Estaban rodeados de autómatas publicitarios.

–Tal vez podamos encontrar otro camino. –Mitul dio un rodeo y Rashmi fue detrás de
él, pero un puñado de autómatas también los siguieron.

–Maravíllense con la arquitectura mecánica viviente, diseñada por los más ilustres
metalurgos de Ghirapur. Impresionante, ¿verdad?

–Sí, sí. –Mitul trató de librarse del autómata–. Lo siento, tenemos un poco de prisa.

–¿Les gustaría ver competiciones de autómatas? –insistió el artefacto.

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–No. Si nos disculpas...

–Por favor, recuerden que está prohibido introducir gremlins en el recinto ferial. –El
autómata no dejaba en paz a Mitul.

–Por supuesto, eso sería un disparate. Y ahora debo insistir en...

–Absténganse de traer contenedores de éter procedentes del exterior. Si presencian


cualquier actividad sospechosa, les rogamos que informen al Honorable o al autómata
más cercano.

–¡Quítate de en medio, por favor! –Mitul apartó al autómata con el brazo–. Mejor así. –
Hizo una seña a Rashmi–. Creo que ahora podremos llegar al mercado.

Rashmi se apresuró a pasar con la carretilla junto al autómata, que insistía en que
disfrutaran de su visita a la Feria de Inventores. Nunca había visto a Mitul tan enérgico.
Le echó un vistazo y se fijó un momento en él; ¿tal vez también sintiera el impulso de la
Panconexión? Puede que algún día lograra convencerlo de que existen fuerzas que su
perspectiva analítica no podía explicar. Aceleraron el paso juntos, trotando hacia la
plaza repleta de filigranas doradas.

El sol descendía por las enormes plumas de las puertas del mercado cuando cruzaron
corriendo el noveno puente y llegaron al taller de Remi. Los engranajes endentados de
la puerta chirriaron y tintinearon cuando Rashmi entró con la carretilla. Recibieron la
bienvenida de los intensos aromas a metal pulido, herrumbre y aceite; una fragancia que
normalmente calmaba los nervios de Rashmi, pero que esta vez solo sirvió para
acrecentar su sensación de urgencia. Extrajo del bolsillo el filamento dañado–.
Necesitamos uno de la serie WP –dijo a Mitul. Los dos sabían dónde buscar
exactamente: en la pared trasera con compartimentos perfectamente organizados por
colores. Eran clientes habituales del establecimiento de Remi, que ofrecía los mejores
precios y les permitía quedarse a ver los combates clandestinos entre autómatas.

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–Deberían estar justo... –Mitul tiró de un compartimento verde–. Aquí.

Estaba vacío. Rashmi se alarmó, pero solo por un momento.

–Seguro que tiene alguno en la parte de atrás. ¡Remi! –llamó cuando vio al alto tendero
azul entre las estanterías.

–¿Eres...? ¿He oído a...? ¡Rashmi! ¡Mitul! ¡Hacía una eternidad! –Remi se abrió camino
por el taller; estaba cubierto de manchas de aceite y tuvo que limpiarse las manos con
un trapo, que se echó al hombro antes de abrazar a Rashmi–. ¿Habéis venido a...?

–Necesitamos un filamento –le interrumpió Rashmi–. De la serie WP. –Mitul sostenía el


compartimento vacío.

–¿Eh? –Remi se fijó en él–. ¿Tampoco quedan de esos? Estos inventores son peores que
gremlins; me van a dejar el almacén más pelado que la cabeza de un vedalken.

–¿No te queda ninguno en la trastienda? –preguntó Rashmi luchando por mantener a


raya el pánico.

–Me temo que no, chiquilla –negó Remi–. Está igual que lo que ves aquí. Ha habido una
estampida incesante desde que llegó el primer tren desde Peema. Ni que fuera una
invasión. Todo el mundo necesita un recambio de esto o un repuesto de lo otro. No
podré reabastecerme hasta que llegue el próximo cargamento de Lathnu.

–¿Un cargamento? ¿Cuándo llegará?

–Dentro de unos tres días.

–No, no, no... –El decoro que le quedaba a Rashmi desapareció–. Remi, necesitamos el
filamento ahora. Por favor, debe de quedarte alguno.

–Y bien que me gustaría. Sabes que sois mis inventores favoritos.

No seguirían siéndolo por mucho tiempo si no conseguían el filamento. La imagen de


las notificaciones atrasadas acudió a la mente de Rashmi. Le empezaron a sudar las
manos. De pronto, el taller le parecía muy pequeño.

–En ese caso, tendremos que dar el siguiente paso lógico. –La voz de Mitul sonaba
tranquila, pero sus doce dedos alargados temblaban al colocar el compartimento en su
sitio–. Debemos visitar los demás talleres.

–Los demás talleres. –Rashmi intentó tragarse su histeria, pero solo consiguió hacerlo
un poco–. Es lo lógico, sí.

–Por lo que tengo entendido, todos estamos tan vacíos como un contenedor de éter –les
avisó Remi chasqueando la lengua.

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Sin embargo, Rashmi ya había recorrido medio pasillo, empujando la carretilla. Salió
por la puerta a toda prisa y viró hacia el siguiente establecimiento del puente. Los
visitaría todos si tuviera que hacerlo.

–Lo siento mucho...

–Ojalá pudiera ayudaros, pero...

–Vaya, sois los segundos que me preguntan por un WP hoy...

–Hemos vendido todo...

–Volved mañana...

–No nos queda nada...

Parecía que no hubiera ni un solo filamento de la serie WP en toda Ghirapur.

La fatiga se apoderó de ella y Rashmi tuvo que apoyarse en la barandilla del puente.
Mitul caminaba entre los talleres al otro lado del puente, cabizbajo–. Es culpa mía –dijo
suspirando.

No lo era, pero Rashmi no podía decírselo; no en aquel momento. Se retiró la melena


del cuello mientras veía el sol hundirse bajo el agua a lo lejos. La demostración
empezaría dentro de poco y no llegarían a tiempo. Parecía imposible que estuvieran con
el transportador en el mercado; tan cerca de terminarlo, pero sin los medios para
lograrlo.

Rashmi ya no sentía pánico ni enfado, solo tristeza. No se trataba solo del transportador
de materia, sino también del inquirium. Sin los mecenas y benefactores que esperaba
obtener en la Feria de Inventores, iban a perderlo todo. Era el momento de decírselo a
Mitul.

Rashmi sintió un nudo en el estómago. Se quedó mirando a un autómata mensajero que


pasaba por allí, todo para no tener que mirar a su amigo a la cara.

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–Mitul, vamos a tener que deshacernos del inquirium. Se ha agotado el plazo. La culpa
es mía. He volcado todos nuestros recursos en este proyecto, pero ahora... –La voz se le
quebró y no pudo terminar la frase–. Lo siento mucho. Ha sido un auténtico honor
trabajar contigo estos últimos años. –Antes de que él pudiera responder, Rashmi levantó
la manilla de la carretilla y se marchó caminando por el puente hacia la puesta de sol.

El inquirium no era el lugar donde le apetecía estar en ese momento, pero tampoco
quería estar en ningún otro lugar de la ciudad. El ambiente de alegría y celebración en el
exterior era demasiado para ella. Arrastró escaleras arriba la caja con el transportador y
abrió la puerta. Debería empezar a recoger sus cosas; no tenía sentido demorarlo.

–¡Así que estabas viva! –La voz de una amiga casi hizo que Rashmi cayese escaleras
abajo.

–¿Saheeli? –La joven y brillante inventora estaba en medio del taller, prácticamente
brillando entre la elegante red de metales coloridos y relucientes que lucía con elegancia
en los brazos y la cintura. Era como ver el sol en un día nublado.

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Saheeli Rai
–Te he buscado por todas partes. –Saheeli miró a Rashmi de arriba abajo y frunció el
ceño–. Tienes un aspecto horrible. ¿Qué haces aquí todavía? Te han llamado en la
competición hace un momento.

Las lágrimas brotaron de los ojos de Rashmi, quien no pudo hacer nada para
contenerlas.

–¿Qué pasa? –Saheeli fue junto a ella y pasó un brazo por los hombros de Rashmi–.
¿Qué te ha ocurrido?

–Se ha terminado –lamentó Rashmi–. Un filamento se ha dañado y lo ha echado todo a


perder. No hay recambios... Ni uno en toda la ciudad. –Dejó que las lágrimas corrieran.

–Vaya... Shhh, shhh. –Saheeli le pasó una mano por la espalda–. Vamos, tranquila.
¿Una pieza de metal se ha estropeado y no se te ha ocurrido venir a verme?

–¿A ti? –Rashmi sorbió por la nariz. Entonces se dio cuenta–. ¡Saheeli, tú puedes
arreglarlo! –Claro que sería capaz. Era una maestra con el metal y sus diseños utilizaban
piezas de lo más delicadas; podía reparar casi cualquier cosa. En medio de su pánico

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anterior, Rashmi ni siquiera había pensado en acudir a Saheeli. Los meses de
aislamiento habían hecho que se olvidara de todo y de todos quienes estaban fuera del
inquirium.

–Venga, dámelo. –Saheeli tendió una mano, ansiosa por trabajar.

Rashmi buscó el filamento roto en su bolsillo, pero se detuvo antes de dárselo–. Ya no


importa. He perdido mi turno de demostración.

–No te preocupes por eso –la calmó Saheeli con una sonrisa de complicidad–. Conozco
bien a Padeem. Si le hablo de tu condensador de éter, seguro que sentirá demasiada
curiosidad como para negarse a echarle un vistazo.

–¿Harías eso por mí?

–Como me explicaste una vez, el condensador no es espectacular, pero es la clase de


invento que puede servir de puente a otros. Quién sabe para qué se podría utilizar en el
futuro.

–De hecho, hemos descubierto al menos una utilidad –dijo Rashmi, incapaz de contener
la emoción–. Saheeli, lo hemos logrado: Mitul y yo hemos diseñado un transportador de
materia, ¡y funciona! Hemos desplazado un florero de una parte del taller a otra. –Se
acercó al sitio donde había estado el recipiente–. ¿Puedes creerlo? Ni siquiera sé cómo
lo hemos hecho exactamente. Las ecuaciones parecen indicar que hemos trabajado con
fuerzas ajenas a este mundo. Cuando observo el éter, veo que se aparta para crear un
camino, un camino a través de la infinidad. Es brillante. ¡Y es espectacular! Va a
deslumbrar a Padeem y al resto del jurado. Y todo gracias a ti. –Ofreció el filamento a
Saheeli–. Estoy en deuda contigo, de verdad.

Sin embargo, Saheeli no recogió el filamento. Ni siquiera se movió.

–¿Qué ocurre? –preguntó Rashmi.

–Lo siento. –Saheeli bajó la cabeza y retrocedió un paso–. No quiero hacer esto. No
pretendo hacerte daño, amiga mía, pero no puedo hacerlo.

–¿Qué no puedes hacer? –Rashmi estaba confusa.

–Ayudarte –respondió Saheeli negando con la cabeza.

–Pero has dicho que...

–Me habías dicho que era un condensador de éter. –Saheeli parecía enfadada.

–Eso era, pero luego descubrimos esto. El transportador es muy superior, un invento
mucho mejor.

–Eso no lo sabes. Ni siquiera comprendes cómo funciona. No conoces las repercusiones


de lo que has inventado. Es demasiado peligroso.

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–Claro que existen riesgos. –Rashmi apenas comprendía a qué se refería Saheeli–. Pero
realizaremos más pruebas y mejoraremos el dispositivo. Por eso necesitamos ganar la
Feria de Inventores. Necesito el apoyo del Consulado para perfeccionar el diseño.
Estamos en la cúspide de un acontecimiento, de un invento increíble que cambiará el
mundo.

–¿Nunca has pensado que quizá haya cambios que el mundo no necesita? –estalló
Saheeli. Pasó junto a Rashmi rozándole un brazo y se dirigió hacia la salida.

–¿Adónde vas? – preguntó Rashmi con la mente dando vueltas y luchando por
comprender la situación.

–No pretendo hacerte daño –repitió Saheeli sin darse la vuelta–, pero no puedo
ayudarte.

–¡Espera! –Por segunda vez en el mismo día, el pánico se apoderó de Rashmi–. Saheeli,
por favor. No lo entiendo. Necesito que me ayudes. –Corrió detrás de su amiga y la
sujetó por un brazo–. Por favor.

–He dicho que no puedo ayudarte. –Saheeli se volvió hacia ella; tenía las mejillas
enrojecidas y una mirada severa–. Tal vez sientas demasiado apego como para darte
cuenta, pero lo que has inventado es algo que no debería existir.

Rashmi se quedó atónita al oír a su amiga. Su confusión se convirtió en ira–. Pensaba


que creías en la innovación sin límites. Que querías ver cosas extraordinarias. Que
querías ayudar a que ocurrieran cosas extraordinarias.

–Pero no esto. –Saheeli liberó el brazo de un tirón–. Tengo que irme –dijo antes de bajar
por las escaleras.

–Entonces, ¿en qué crees? –La ira se había adueñado de Rashmi–. ¿Solo apoyas la
innovación cuando se trata de cosas creadas por ti? ¿Solo cuando acaparas toda la
atención?

El cuello de Saheeli se tensó.

–Has vivido siendo el foco de atención, Saheeli, pero ahora ha llegado mi turno.
¿Sientes envidia? ¿Te preocupa que tu invento no atraiga todas las miradas en la Feria?

Saheeli apretó los puños, pero no se giró ni aflojó el paso. Rashmi observó a la mujer
que consideraba una amiga mientras le daba la espalda cuando más la necesitaba.

Saheeli llevaba toda la noche enfrascada en duelos de autómatas con los renegados. No
le había ayudado a calmarse.

Tras marcharse del inquirium de Rashmi, había ido directamente a la palestra principal
de la Feria: demostraciones de inventos durante el día, competiciones de forjacéleres
por la noche. Por suerte, había gran cantidad de inventores ansiosos por poner a prueba

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sus artilugios, porque Saheeli necesitaba clavar las garras de sus autómatas en algo que
pudiera romper.

Desde su primer duelo, había reducido a chatarra más de dos decenas de creaciones
metálicas. Muchos de sus restos aún no se habían retirado de la palestra. Ahora que el
sol se alzaba, Saheeli controlaba uno de sus diseños favoritos: un pájaro estilizado, que
debía enfrentarse a un gran autómata verde. Según su opinión, aquella mole se parecía
un poco a los gigantes que migraban ocasionalmente a través de la ciudad. Aún más
motivo para hacer que mordiera el polvo.

–¡Que comience el combate! –anunció el árbitro desde lo alto.

El público vitoreó en las gradas cuando Saheeli lanzó a su pájaro al ataque, apuntando al
cuello del autómata gigante.

Lo alcanzó; un golpe perfecto. Se oyeron silbidos y abucheos cuando el coloso se


tambaleó. Otro impacto como aquel sería suficiente para derribarlo. Gruñó enfadada.
Aquello no le bastaba. Ninguno de aquellos inventores había creado algo que fuera un
reto para ella, algo que la ayudara a olvidarse de todo lo demás. Había ido allí en busca
de una distracción, pero en toda la noche no había pensado más que en el transportador
de materia, en el rostro de Rashmi y en sus palabras hirientes.

Saheeli viró al pájaro para realizar otra acometida. ¿Cómo se atrevía Rashmi a acusarla
de tener envidia? Eso era lo último que había sentido cuando su amiga le habló acerca
del transportador de materia. ¿Cómo se atrevía? Saheeli lanzó al pájaro hacia el cuello,
pero la mole consiguió bloquearlo esta vez. Una especie de protuberancia había crecido
en el punto débil. "No está mal", felicitó en silencio a su rival por la previsión que había
aplicado a su diseño. Aun así, ya sabía cómo sortear aquella defensa. Hizo que su pájaro
remontara su descenso en picado y ganara altitud para lanzar un tercer ataque.

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Había hecho lo correcto, lo único que podía hacer. Tenía una responsabilidad como
Planeswalker, por saber lo que sabía acerca de la Eternidad Invisible. No cabía duda de
que el invento de Rashmi poseía un potencial muy superior al que la elfa pensaba.
Aquel dispositivo no era seguro ni para Rashmi ni para el resto de Kaladesh. Había
hecho lo correcto.

Con un graznido chirriante, el pájaro de Saheeli descendió en picado por la espalda del
autómata gigante y le clavó el pico en el cuello. El público contuvo el aliento y se puso
en pie. El bruto se meció como un chapitel de éter en un vendaval, pero no cayó. De
acuerdo. Necesitaría otro golpe. Saheeli retiró al pájaro y lo preparó para el ataque
definitivo.

Rashmi había admitido que no comprendía la ecuación. Pretendía abrir grietas en el


espacio sin tener en cuenta las consecuencias. Saheeli tenía el deber de protegerla, de
salvaguardar su mundo, incluso si eso significaba alejarse de su amiga.

Lanzó al pájaro en un nuevo descenso en picado, evadiendo los manotazos del gigante
hasta estampar su creación en el pecho del autómata rival. Con un gemido largo y grave,
la mole se desplomó en el suelo y cayó de espaldas con un estruendo retumbante. El
público estalló en aplausos.

–¡Un punto más para la inventora Saheeli –anunció el árbitro–, que esta noche lleva un
registro perfecto de veinticinco a cero! –Más aplausos.

Saheeli hizo una reverencia, pero ya estaba buscando un nuevo contrincante con la
mirada.

–Parece que eso es todo por hoy, amigos. La Feria abrirá sus puertas en breve y no
queremos que nos descubran ocupando el recinto. Yo al menos preferiría no ver el
rostro del inspector Baan si descubriera que hemos estado aquí.

El aplauso se apagó y hubo un rumor colectivo de pies y movimiento cuando los


agotados pero felices espectadores se dirigieron a las salidas.

–Gracias por uniros a nosotros –dijo el árbitro–. Acordaos de mirar hacia abajo para
saber dónde tendrá lugar la competición de esta noche.

Aquello era una alusión al código secreto que los renegados usaban para pasarse
información sobre las batallas de autómatas y otras actividades. Saheeli no tendría
problema para descubrir dónde tendría que ir cuando anocheciera, pero no quería
esperar un día entero. ¿Qué más podría hacer hasta la noche?–. ¡Oh, venga ya! –protestó
desde el centro de la palestra–. Aún tenemos tiempo para otro combate. ¿Quién se
anima? –Echó un vistazo alrededor, pero nadie respondía. Los demás competidores se
marchaban lo más rápido que podían. Las gradas estaban casi vacías–. Gallinas... –
murmuró.

De algún modo, se sentía más frustrada que cuando había llegado. Era la primera vez
que una buena noche de combates de autómatas no le ayudaba a despejar la mente. Se
marchó enfadada hacia la salida más próxima.

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La multitud estaba llenando rápido el recinto ferial. Ya debían de haber abierto las
puertas. Saheeli no estaba de humor para multitudes, ni para hacer nada que no fuera
luchar. Tal vez pudiera encontrar algún pasatiempo en los locales de Gonti. Evitó las
vías más transitadas y dio un rodeo hasta la puerta principal. Había hecho lo correcto,
¿verdad? El transportador de materia era demasiado peligroso, ¿no?–. Lo era –dijo para
sí misma–. Lo es.

–¡Es ella! –dijo una voz chillona a la izquierda de Saheeli.

La artífice sintió un escalofrío y se agachó de inmediato. Reconocía aquellos gritos de


admiración y sabía lo que le esperaba si no se marchaba de allí. Giró rápidamente y se
alejó en dirección contraria. Sin embargo, apenas dos pasos después, se topó de frente
con una valla.

–¡La he visto por aquí! –dijo la misma voz por encima del ruido de la multitud.

Saheeli giró hacia otro lado y se encontró con otra valla. Vio que se había arrinconado
ella sola y maldijo entre dientes.

–Disculpe. Disculpe. –Alguien le tocó el hombro. Saheeli respiró hondo y trató de


componer una cara que al menos no pareciera homicida. Se giró hacia sus fans.

Era una enana vestida con chaleco y falda azules; llevaba de la mano a una enana más
joven que usaba gafas–. Mi hija cree que usted es Saheeli –dijo la madre.

–Saheeli Rai, famosa inventora, brillante metalúrgica y la luminaria más famosa de


nuestros tiempos –recitó la joven.

–Cielo, primero asegúrate de que es ella –dijo la madre ruborizándose.

–¡Es ella, es ella! –La niña irradiaba felicidad y le enseñó a su madre un retrato de
Saheeli en el cuaderno de firmas para la Feria de Inventores. Leyó la descripción de la
página–. "Famosa por su habilidad inigualable para crear réplicas vívidas de cualquier
criatura o constructo que vea". ¡Es genial! –Los ojos le hacían chiribitas al contemplar a
Saheeli–. Algún día seré una inventora como tú.

–Lo siento –se disculpó la mujer cuando por fin consiguió calmar a su hija–, Zari está
muy ilusionada por haber venido a la Feria. Lleva meses hablando de ella sin parar. ¿Le
importaría firmarle un autógrafo?

La niña enana levantó su cuaderno abriéndolo por la página con el retrato de Saheeli.
No podía decirle que no; suspiró y tomó el lápiz.

–¿Puedes firmar al lado de tu frase? –le pidió la joven–. Es mi favorita de todas.

Saheeli buscó la cita y empezó a garabatear su nombre, pero lo dejó a medias cuando
leyó sus propias palabras. Existen tiempos para regulaciones y normas, pero esta era de
innovación no es una de ellos. Debemos seguir adelante sin miedo. Debemos crear sin
límites. Nuestro deber como inventores es crear las cosas más excepcionales que

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podamos y ayudarnos mutuamente a lograr lo extraordinario, a cambiar el mundo–.
Vaya, justo lo que me hacía falta para empeorar el día.

–¿Perdón? –se extrañó la madre.

–Uy. –Saheeli pestañeó varias veces; por un momento había olvidado dónde estaba–. Lo
siento, pensaba en otra cosa y... Aquí tienes. –Devolvió el cuaderno a la joven enana.

–¡Gracias! –dijo la niña con una sonrisa radiante–. ¡Muchísimas gracias!

Saheeli apenas la oyó. Los pies la encaminaban con decisión hacia otro lugar. Sabía
exactamente a cuál. Solo esperaba que no fuera demasiado tarde.

Saheeli no sabía que un edificio pudiera dar la impresión de estar triste, pero esa era la
imagen que transmitía el inquirium. La antena parecía alicaída y la sección similar a la
cabeza de un escarabajo se había hundido hasta apoyarse en las dos patas delanteras.
Saheeli subió la escalera y se armó de valor para llamar a la puerta. Repasó
mentalmente lo que iba a decir y cómo lo iba a decir. No se le daba bien pedir disculpas
y, en verdad, aún no estaba convencida de que debiera disculparse; aun así, sabía que
necesitaba decir o hacer algo para no perder a una buena amiga. Llamó a la puerta.

El sonido de pasos al otro lado le indicó que alguien se acercaba. La puerta se abrió y el
rostro azulado de Mitul salió a recibirla–. Hola, Mitul. Tengo que hablar con Ra... –
Mitul le cerró la puerta en las narices.

»Vale, me lo merezco –admitió Saheeli frunciendo el ceño. Se alisó las faldas y apretó
los dientes para combatir el impulso de largarse por donde había venido. Llamó otra
vez–. Me lo merezco, pero no nos portemos como críos –dijo enfatizando la última
palabra y golpeando más fuerte–. Vamos, dejadme entrar. No voy a quedarme aquí para
siempre.

Más pasos. Esta vez fue Rashmi quien abrió la puerta. La elfa tenía peor aspecto que
antes. Tenía los ojos enrojecidos e hinchados y la cara y los brazos estaban cubiertos de
suciedad y sudor. El resentimiento de Saheeli se desvaneció. No soportaba ver así a su
amiga. Quería abrazarla, apoyarla, pero se contuvo. Primero tenía algo que decir–.
Tengo que explicar por qué no te he ayudado. –Rashmi se negaba a mirarla a los ojos–.
Tenía miedo. Inseguridad. Tu invento es peligroso y...

–Ya me lo habías dicho, Saheeli. –Rashmi se irguió–. Si has venido a darme otro
sermón, márchate. –Intentó cerrar la puerta, pero Saheeli se apresuró a empujarla con
una mano.

–Déjame terminar. –Se interpuso entre la puerta y el marco–. Es peligroso, sí, pero –
continuó tratando de ignorar el amago de suspiro de Rashmi– también es intrigante,
emocionante. Tiene potencial para cambiar el mundo... para mejor. –Rashmi aflojó un
poco la presión sobre la puerta–. Si alguien puede marcar el siguiente hito en la historia
de la eterología, esa eres tú. Y quiero estar ahí para verlo. Quiero ayudarte. –Saheeli
extrajo y ofreció un filamento perfecto que había elaborado con el metal más resistente

56
que podía conjurar–. Es para ti. Padeem me ha prometido que te concederá una
audiencia si el invento funciona.

Rashmi se quedó mirándola y sus ojos bajaron despacio hacia el filamento.

–Venga, ¿a qué esperas? –la animó Saheeli–. ¿No tienes un ensayo que realizar?

Rashmi llamó a Mitul y los dos inventores repararon el anillo dorado como si fuera el
paciente más importante que hubiesen tratado jamás. Saheeli observó en silencio desde
un rincón del taller mientras Rashmi colocaba ceremoniosamente un florero en la mesa
central y lo situaba en el centro del anillo.

–El sujeto de prueba 1 está listo –dijo Mitul.

Rashmi accionó un interruptor de filigrana y el anillo transportador cobró vida con un


zumbido. Saheeli se puso en tensión y contuvo el aliento. No quería mirar, pero no
podía apartar la vista. Decidió observar por el rabillo del ojo.

–Hora de inicio del ensayo registrada. Medidas iniciales de éter registradas.

El anillo flotó y se elevó sobre la mesa. Mientras lo hacía, el florero desapareció con un
destello.

Un instante después, reapareció al otro lado de la sala.

Saheeli se quedó boquiabierta, maravillada. Su amiga había logrado lo imposible. Ahora


existía un dispositivo capaz de transportar materia a través del espacio. Saheeli esperaba
haber hecho lo correcto.

57
Mientras ascendían al piso superior del alojamiento de los jueces, Rashmi miraba por la
pared de cristal de la plataforma elevadora. El sol se ponía en Ghirapur y el bullicio del
día había dado paso a los silenciosos compases del atardecer. Una corriente suelta de
éter serpenteaba entre las cúpulas en espiral de los edificios más altos. Una grulla
descendió volando y rozó las aguas relucientes del canal que pasaba por debajo.
Mientras la ciudad se recogía para descansar, Rashmi experimentó una sensación de
calma que no había tenido desde hacía mucho tiempo. Sostenía el anillo transportador a
un lado. Parecía imposible que estuviera allí, a punto de tener una audiencia privada con
la eminente cónsul Padeem. En ocasiones, la Panconexión tejía patrones que ni siquiera
Rashmi podía interpretar. Aunque había dedicado largo tiempo a estudiar el flujo del
éter y a tratar de desmitificar su influencia en la vida, aún consideraba que los
momentos como aquel eran los que más atesoraba: los momentos en los que la vida la
sorprendía y la gente la asombraba.

–¿Cómo lo has conseguido? –preguntó a Saheeli–. ¿Cómo has convencido a Padeem?

–Ha sido fácil. –Una sonrisa taimada se extendió por el rostro de Saheeli cuando las
puertas del elevador se abrieron–. Le conseguiré un asiento en primera fila para los
duelos clandestinos del mes que viene.

–¡¿La cónsul Padeem asiste a esos duelos?! –Rashmi estuvo a punto de tropezar cuando
bajó de la plataforma.

–Vaya que si lo hace. –Saheeli soltó una risita–. Mitul, ¿se lo explicas tú?

–Poca gente lo sabe y nadie se lo esperaría de un vedalken, pero somos muy ágiles de
pensamiento cuando la situación apremia, lo cual nos convierte en duelistas excelentes.

–¿Insinuáis que Padeem era una forjacélere clandestina? –Rashmi se quedó pasmada.

–La mejor de sus tiempos –aclaró Saheeli–. Seguro que aún podría ganar alguna
competición.

–¿T-tú también luchas? –preguntó Rashmi a Mitul.

–Bueno, he... He coqueteado con esa afición. –De pronto, Mitul parecía muy interesado
en las puertas que se abrían para darles acceso al pequeño recibidor. El vedalken se
apresuró a entrar.

Rashmi vio a su compañero con nuevos ojos. En verdad tenía una mente ágil, e
imaginaba que su maestría sobre los cálculos geométricos le proporcionaría ventaja en
un combate táctico. Al parecer, aquel día aún le deparaba algunas sorpresas.

–Los inventores Rashmi y Mitul tienen una reunión con la estimada jueza Padeem –dijo
Saheeli a un funcionario del Consulado que trabajaba detrás de un escritorio.

–Un momento, por favor. –El funcionario se levantó y cruzó una puerta deslizante,
dejando a los tres a la espera en el recibidor.

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–Os desearía buena suerte, pero no la necesitáis –les dijo Saheeli con una mirada
sincera.

–Te lo debemos a ti. –Rashmi inclinó la cabeza–. Gracias por todo lo que has hecho.
Infinitas gracias.

–Probablemente podría haberlo hecho mejor –respondió Saheeli encogiéndose de


hombros–. Lo... Lo siento. –Bajó la cabeza y miró a Rashmi desde detrás de las
pestañas–. ¿Amigas?

–Siempre. –Rashmi se acercó a ella y la abrazó. Cuando se separaron, Saheeli le apretó


un brazo.

–Venga, ve a enseñarle a esa bribona vedalken el invento que está a punto de cambiar el
mundo.

–Lo haré. –Rashmi apretó con fuerza el transportador mientras la puerta deslizante se
abría de nuevo y el funcionario regresaba.

–La cónsul está lista para recibirles.

–¿Preparado? –preguntó Rashmi a Mitul.

–Preparado –confirmó levantando el florero. Siguieron al funcionario al otro lado de la


puerta. El pasillo conducía a una pequeña habitación donde Padeem aguardaba
recostada en un sillón bien mullido. Rashmi no pudo mirarla sin contemplar a la duelista
intrépida que, al parecer, había sido toda una leyenda. La idea le hizo sonreír.

–Inventores Rashmi y Mitul, la venerable cónsul Padeem –anunció el funcionario.

–Bienvenidos. –Padeem les saludó con una amable inclinación de cabeza.

–Pueden ustedes comenzar –indicó el funcionario señalando con el brazo una mesa
colocada ante Padeem, sin duda para realizar la demostración.

Mitul se adelantó y colocó el florero en la mesa con sumo cuidado. Cuando se apartó,
Rashmi se acercó, levantó el anillo transportador y lo pasó por encima del florero para
posarlo en la mesa. No se encontraba del todo dispuesta; exhaló pausada y
tranquilamente y observó la Panconexión. Al principio creyó que había desaparecido,
pero entonces comprendió que se encontraba inmersa en ella, rodeada de su luz. Aquel
era el momento que había perseguido durante tanto tiempo. Ahora que lo había
alcanzado, se percató de que ignoraba lo que vendría a continuación. Lo único que sabía
era que, después de aquel instante, ya no habría vuelta atrás. Una vez que mostraran a
Padeem lo que habían inventado, el mundo nunca volvería a ser igual. Tal vez eso fuera
suficiente. Rashmi retrocedió un paso y levantó la mirada hacia la jueza vedalken.
Padeem apoyaba la barbilla en las puntas de los dedos.

–Muy bien, inventora Rashmi, impresióname.

59
Padeem, cónsul de innovación

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La aurora de la rebeldía
By Doug Beyer

Un Planeswalker de Kaladesh ha visitado Rávnica para pedir ayuda a los Guardianes.


Sin embargo, estos han llegado al consenso de que solo deberían intervenir para
responder a amenazas interplanares y han considerado que una posible amenaza
interna en la Feria de Inventores de Kaladesh no es un asunto para ellos. No obstante,
Kaladesh representa una cuestión personal para Chandra Nalaar: este es su plano
natal, un mundo al que no había regresado desde que su chispa se encendió doce años
atrás y la piromante hizo su primer viaje entre los planos. Sin consultarlo con los
demás, Chandra ha vuelto a Kaladesh, a su hogar.

Encontrar su hogar fue como mover un músculo atrofiado. El paso del tiempo había
ocultado el camino de regreso a Kaladesh, igual que una carretera cubierta de maleza;
por un momento, Chandra dudó si lo recordaría. Sin embargo, en menos de un suspiro
para calmarse, había regresado.

Apareció en el centro de una plaza de adoquines cálidos, sumida en una sensación de


familiaridad surrealista. Olía a cardamomo e incienso, a cobre fundido y aceite para
engranajes, al almizcle de los lomofrondas que pasaban cerca y a pelaje de bandar. Allí
estaban las familiares estelas de éter en el aire, frescas y desplegadas como lino secando
al sol, pero con un cosquilleo de acción en su interior. El olor del éter le confirmó que
había regresado a casa; aquel potencial en bruto se arremolinaba entre las nubes del
cielo, nutría los núcleos de las aeronaves y circulaba por la ciudad a través de gruesas
tuberías de cristal.

El último día que había estado en aquel mundo había quedado suspendido en el pasado,
interrumpido y parcial. Aquel día se había reanudado ahora, pero todo parecía más
bullicioso y... grande. ¿Visitar el lugar donde creciste no debería hacer que tú te
sintieras mayor?

La gente pasaba junto a ella con las prisas propias de los ciudadanos de Ghirapur. Las
melodías de sus voces la sobresaltaron. Oyó fragmentos de conversaciones que podrían
haber tenido lugar en el hogar de su familia: expectación por ver a algún inventor ilustre
en la Feria, opiniones bruscas sobre los méritos de tal o cual diseño de aeronave,
preocupación por el plazo de entrega de algún encargo...

Chandra se agarró los codos. Sentía ganas de hacerse un ovillo en la hamaca de su


infancia, colgada en las pasarelas de la vieja mina antes de que se produjera la explosión
de éter, sobre el taller donde sus padres doblaban el espinazo mientras trabajaban en
algún invento. Quería mecerse allí, escuchando sus voces mientras moldeaban el metal.
Deseaba ir a su hogar, pero ya estaba en él. Sin embargo, había dejado de ser su hogar y
ya no tenía once años, ni jamás volvería a correr a los brazos de su madre...

Gruñó y dio un pisotón. Se apagó las manos en la cadera y se frotó un ojo. "No".

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En algún lugar entre aquella muchedumbre estaba el renegado que buscaba, el inventor
que estaba en peligro... y por el que los demás Guardianes no moverían ni un dedo. La
familia de Chandra se había opuesto al Consulado cuando era niña; habían sido
especialistas en evitar las patrullas y suministrar éter a los inventores brillantes. No tenía
claro por qué le importaba tanto aquella persona ni por qué aquel propósito la había
llevado a regresar a Kaladesh. Solo sabía que necesitaba ayudar al inventor, y pronto.

Ghirapur bullía a su alrededor. Era una ciudad de miles de rostros y ni siquiera sabía
qué aspecto tenía el renegado. Chandra notó una punzada de aquella sensación familiar,
la de haber emprendido una misión sin un plan que seguir. Sintió un minúsculo impulso
de volver a Rávnica.

Un par de agentes del Consulado la observaron, la evaluaron y pasaron de largo. Una


nueva sensación de confianza ahuyentó las ganas de marcharse. Disimuló el puño que
acababa de apretar por instinto, se acercó a una pared y se agarró a la bandera que
colgaba de ella. Levantó un pie para posarlo en un puntal de cobre, tiró de la bandera
del Consulado y trepó hasta el balcón que supervisaba la plaza.

Mientras ascendía, la ciudad se desplegó ante ella. Había cientos de vehículos y


personas en las calles, todos congregados para asistir a la Feria de Inventores. En los
tejados, los jardines con invernadero rotaban hacia la dirección del sol. En el centro de
la ciudad, un enorme chapitel se elevaba hacia el cielo y las aeronaves propulsadas con
éter orbitaban a su alrededor como polillas. Se preguntó si algún día podría explicar el
nudo de sentimientos que Kaladesh despertaba en ella. Sin embargo, aunque tuviese un
amigo allí, alguien que pudiera entenderla, jamás conseguiría definir...

—De modo que este es tu hogar —dijo una mujer junto a ella.

Chandra se sobresaltó y se volvió hacia la voz. Allí estaba Liliana, de pie en el balcón
previamente vacío, apoyando los brazos cruzados en la baranda y observando Ghirapur.

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Un hombre de cabellos grises se movía disimuladamente por Ghirapur con movimientos
calculados. Evitaba las calles principales y las vías del exprés. Su zigzagueo le conducía
a través de desguaces, arterias de éter y patios sombríos. Llevaba la cabeza oculta bajo
una capucha para no revelar su rostro a las patrullas y los tópteros. Nadie pisaba su
sombra mientras se aproximaba poco a poco a la Feria de Inventores.

Chandra se agarró a la baranda y miró enfadada a Liliana—. Si has venido a intentar


convencerme para que vuelva, ya puedes largarte.

—Tranquila, ni se me ocurriría. Al fin y al cabo, estás en casa.

—No pienso regresar hasta que encuentre a quienquiera que esté buscando ese tal Baan.
—Apretó los dientes y la bufanda de su madre, que llevaba a la cintura—. Da igual lo
que digáis los demás.

—Lo importante es lo que tú quieras hacer. Olvídate de los otros si no entienden lo que
tu hogar significa para ti.

—No tienen mala intención —replicó Chandra—. Es solo que... no entenderían todo
esto. —Un centenar de explicaciones sobre lo que significaba Kaladesh lucharon para
abrirse un hueco en su mente, pero ninguna de ellas era lo bastante grande ni elaborada.
¿Qué significaba el hogar de tu infancia cuando este te la había arrebatado? ¿Cómo
podía significar algo en absoluto cuando lo que te definió como persona fue marcharte
de allí?

—Cuéntamelo —propuso Liliana—. Tal vez pueda ayudarte.

—Tú tampoco lo entenderías.

—Entiendo que el hogar puede ser una fuente de dolor. —El rostro de Liliana era un
conjunto de facciones impenetrables—. También entiendo que Baan es una lista de
reglas absurdas vestida de uniforme.

—Baan es uno de ellos. Del Consulado. Mantienen la ciudad en marcha, pero también
odian a cualquiera que se atreva a pintar fuera de sus líneas. Parias. Renegados.

—La gente divertida, en otras palabras.

—Me refiero a la gente como yo. Y como mis padres. —Chandra apretó la baranda y
una voluta de humo surgió de la madera.

—Entonces, creo que ya va siendo hora de celebrar tu regreso triunfal. —Liliana


conjuró un brillo violeta alrededor de sus dedos y sus labios esbozaron una sonrisa.

—He venido por otro motivo —argumentó Chandra arqueando una ceja.

—Podemos buscar a tu querido renegado mientras tanto. ¡Mírate, cielo! Ni siquiera


estás disfrutando del inmenso festival que celebran ahí abajo. Además, ¿tú y yo, juntas

63
en esta ciudad? Seguro que podemos pasárnoslo en grande y darle un buen quebradero
de cabeza a las autoridades.

—Liliana, eres dos siglos mayor que yo —soltó Chandra con una sonrisa espontánea—.
¿No deberías darme ejemplo y ser la responsable?

—Te contaré un secreto. —Liliana se acercó y le susurró al oído tapándose la boca con
una mano—. No tiene por qué haber una responsable.

El encapuchado se sumergió en el bullicio de la Feria de Inventores y escuchó. Procuró


mantener ocultos el rostro y el brazo derecho; ahora no para evitar a los soldados del
Consulado o las lentes de los tópteros, sino para caminar con libertad entre los asistentes
a la Feria. Cualquier inventor le reconocería al instante y eso echaría a perder su trabajo.
No podía permitirlo. Necesitaba cumplir su misión antes de que nadie tuviera la
oportunidad de reparar en él.

Se escabulló entre la corriente de la multitud y escuchó, siguiendo las palabras y los


rumores que le conducirían hasta su objetivo.

Las estelas de éter en el cielo se disiparon, pasando de suaves remolinos celestes y


blancos a tonos salmones y violetas y, finalmente, a turquesas luminosos contrastados
con negros centelleantes. Las guirnaldas de luces alimentadas con éter cobraron vida
con un parpadeo y la música nació en todos los portales de la ciudad. La búsqueda de
Chandra y Liliana se había convertido en una serie de conversaciones con simpatizantes
de los renegados, que dieron paso a horas de codearse con inventores en salones de
sociedades y salas de baile, donde, de algún modo, acabaron uniéndose a los festejos.

64
Chandra se sorprendió haciendo giros y saltos acrobáticos, danzas ceremoniales para
celebrar los logros de grandes artífices y pilotos, a las que añadió algunos movimientos
aprendidos durante su formación en el monasterio de Regatha.

Tenía las mejillas acaloradas. Echó un vistazo a Liliana, que se había integrado
perfectamente a pesar de no llevar ni un día en aquel mundo, para molestia de Chandra.
La nigromante estaba apoyada en una pared y tenía una copa en la mano. Estaba
lanzando un disimulado asalto con todo su carisma a un vedalken que lucía un uniforme
del Consulado; parecía una leona jugando con un antílope herido.

Cuando el rostro azul del soldado vedalken adoptó repentinamente un tono púrpura y su
sonrisa se invirtió, Chandra sintió el instinto de plantar cara o huir. Se acercó deprisa,
justo a tiempo para ver al hombre del Consulado entrando en modo acusatorio.

—Y aunque supiese de alguna amenaza para la Feria —decía con los ojos entrecerrados
—, ¿por qué habría de importaros, señorita? Si habéis visto algo sospechoso, vuestro
deber es informar de ello.

—¿Ah, sí? —Liliana se volvió hacia él con un elaborado contoneo—. Pues yo creo que
tu deber es... —Y entonces le espetó una grosería tan basta que habría sido como tirarle
la bebida en toda la cara, cosa que también hizo. El líquido chorreó por el rostro
perplejo del vedalken y goteó sobre las líneas rectas de su uniforme.

La boca de Chandra dibujó una O. No sabía si ahogar un grito de alerta o estallar en una
carcajada.

—Se lo merecía —le dijo Liliana con un guiño antes de volverse hacia el soldado—. Te
presento a mi colega Chandra, una orgullosa simpatizante de los renegados.

Las alarmas se dispararon en la cabeza de Chandra.

—¿Sois renegadas? —dijo el vedalken como si acabara de encontrar una plaga de


alimañas bajo la tarima de su casa. Se limpió la cara con una bufanda y metió la mano
en un bolsillo para buscar algo—. Vais a venir conmigo. Las dos.

Cuando Chandra vio al soldado extraer unas esposas adornadas con una elegante
filigrana, la ira se encendió en su interior. Sus cabellos se convirtieron en fuego. Sus
manos se apretaron en puños. Volvió a tener once años y a dejarse llevar por un arrebato
creciente de furia.

El soldado se horrorizó al verla y eso habría sido suficiente para provocarla, pero
cuando le dijo con desprecio que pusiera las manos en la espalda, el puño de Chandra
salió disparado hacia la mandíbula del vedalken. La cabeza del soldado se torció y se
estampó de frente contra la pared; un diente repiqueteó en el suelo y el vedalken se
desplomó inmediatamente después.

La risa de Liliana sonó como un aplauso, como si acabara de ver una construcción de
dominó desmoronándose. Alzó su copa e inclinó la cabeza ligeramente.

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—Larguémonos de aquí —urgió Chandra, sintiéndose como si todo el salón se hubiera
girado hacia ella.

—¿No quieres demostrar al resto del público lo que puedes hacer? ¿No vas a darle a
este matón el escarmiento que se merece?

—¡Vámonos!

Chandra saltó por encima de una barandilla y salió por la parte trasera del club. Cruzó la
puerta y Liliana la siguió hacia el callejón. Se escabulleron y dejaron atrás a dos
inventores enfrascados en una competición de autómatas; uno de ellos desplegaba sus
intrincadas plumas de cobre, mientras que el otro hacía rotar una rueda giroscópica.

Ya había oscurecido cuando el encapuchado encontró a los contactos que buscaba. Un


grupo de jóvenes salió corriendo entre las gradas ensombrecidas del circuito ovalado.
Las patas y asas de cobre de sus autómatas no precisamente legales asomaban por las
mochilas que llevaban a la espalda. Eran inventores renegados.

Los interceptó procurando parecer un asiduo. Mantuvo sus largos mechones plateados
ocultos bajo la capucha y tendió una mano (no aquella; la otra) para mostrar el símbolo
del chapitel desbordante que ocultaba en la palma de su guante.

Una enana se fijó y le estrechó la mano, uniendo su propio símbolo al de él—. Me temo
que no nos queda nada para esta noche, amigo.

—No busco éter —dijo él. Utilizó un hechizo imperceptible para examinar el contenido
de la mochila de la enana. Su autómata tenía un módulo de escucha en el interior.
Perfecto. Ahora solo necesitaba distraerla—. Busco a una socia. Tal vez sepas dónde ha
planeado hacer su protesta de mañana.

—Hay muchas protestas preparadas. ¿Puedes darme un nombre? —La mujer trataba de
mirarle a los ojos, de verle la cara. Tomaba las precauciones adecuadas.

—Dijo que no utilizáramos nombres. —La información que tenía estaba incompleta, lo
que resultaba útil para interpretar el papel de renegado cauteloso—. Solo tengo que
encontrarme con ella. ¿No estás al corriente de esto? —Entretanto, su siguiente hechizo
cumplió su propósito. El módulo de escucha obedeció sus órdenes y el metal se
desprendió del autómata. El pequeño dispositivo salió de la mochila flotando en silencio
y se introdujo en un bolsillo de la chaqueta del encapuchado.

—Lo siento —dijo la enana encogiéndose de hombros—, no sé ni de quién ni de qué me


hablas.

Sin embargo, él estaba seguro de que conocía a su objetivo. Le mostró una amplia
sonrisa para pedir disculpas—. En ese caso, perdón. Dejaré de molestarte.

—No pasa nada —respondió la enana—. ¿Cómo podemos contactar contigo si oímos
algo sobre tu amiga? ¿Cómo te llam...?

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—Buenas noches —se despidió él con una mano y dándole la espalda.

Volvió a ajustar la capucha y siguió caminando. Bajó la vista y echó un vistazo a su


mano (aquella mano), en la que sostenía un diminuto módulo de cobre. Mientras
paseaba, le ordenó que se activara. El dispositivo se puso en marcha y le reveló todo lo
que había grabado: conversaciones, fechas, horas... y un lugar.

Chandra y Liliana doblaban una esquina cada vez que divisaban una patrulla, y cada
giro las llevaba a nuevos lugares de la ciudad. Pasaron agachadas junto a una tienda del
mercado y subieron corriendo unas escaleras ornamentadas. Echaron un vistazo hacia
abajo a través de una ventana y vieron que daba a un callejón silencioso, alejado de las
rutas de los guardias.

—Por ahí —indicó Chandra. La desaprobación de Liliana era evidente, pero bajaron por
una escalerilla que descendía hasta el callejón.

Se detuvieron a recuperar el aliento, apoyadas en paredes opuestas. Los rayos del


amanecer arañaban los tejados de los edificios. Las multitudes empezaban a salir a las
calles.

—Me estoy hartando de tanto correr por la ciudad —protestó Liliana dándose unos
golpecitos en la sien—. Prefiero pasear pavoneándome.

Sin embargo, Chandra no le hacía caso. Se había quedado absorta mirando un mosaico
en una pared cercana.

El mosaico estaba desconchado y desgastado. El inventor retratado en el marco redondo


llevaba unas lentes en la frente y miraba hacia un lado. Tenía el aspecto amable de

67
siempre; disimuladamente feliz, como cuando la miraba a ella. Chandra vio una
plaqueta de color entre el polvo del suelo, la recogió y trató de colocarla en su sitio,
pero no se quedaba adherida.

Liliana se situó junto a ella y contempló el mosaico.

—Este era mi padre —le explicó—, Kiran.

—Tienes la misma nariz. Y sus lentes.

—Mi madre y él eran grandes inventores. Los mataron cuando era una niña.

―Lo siento. ¿Quién lo hizo? ¿El Consulado?

—Un psicópata uniformado. Baral. —Chandra apretó los ojos con fuerza por un
momento—. Mis padres murieron por culpa de él. Porque me odiaba. Porque intentaron
protegerme.

Liliana la observó con curiosidad. Chandra deseó que no lo hiciera.

—No tienes la culpa —dijo Liliana—. La tiene él.

—No debería haber vuelto. ¿Por qué lo he hecho?

—Porque sientes que estás en deuda con ellos. Todos tenemos que enfrentarnos a las
decisiones que tomamos cuando éramos jóvenes. —Liliana se volvió hacia el mosaico y
barrió con la mano una mancha de polvo—. Tal vez deberíamos hacerle una visita a ese
tal Baral.

—Este lugar... es donde aprendí a contar con la posibilidad de que ocurran tragedias.
Donde aprendí a desconfiar de la gente.

—También es donde aprendiste a destacar. Donde aprendiste a ser peligrosa.

—Lo dices como si fuese bueno.

—La mayoría de la gente se conforma con aceptar la vida como se la presentan. El


mundo les dice que son débiles y ellos se lo creen. Se tragan la desilusión, dejan que se
pudra dentro de ellos y luego se tumban y mueren. Pero ¿y el resto de nosotros?
Aprendemos a rechazarlo, a escupir y arrojar cosas. Aprendemos a sobrevivir. Tú
también eres una superviviente, Chandra.

Miró a los ojos retratados de su padre. Apretó el dobladillo de la bufanda que llevaba a
la cintura, la bufanda de su madre.

—Si Baral odiaba tanto a tu familia, deberíamos averiguar si sigue vivo, solo para estar
seguras —sugirió Liliana con una sonrisa de superioridad—. Si nos lo encontrásemos,
podrías mirarle a los ojos, en vez de mirar este retrato, y decirle lo que piensas de él. Te
lo mereces.

68
—No sé qué hacer —admitió Chandra—. Baral probablemente crea que morí cuando
desaparecí.

—Entonces, imagina la cara que pondrá cuando descubra que no lo hiciste. Cuando se
dé cuenta de que sobreviviste.

Chandra se animó un poco al pensarlo. Liliana se percató y la miró a los ojos con
seriedad.

—Cuando lo reduzcas a cenizas.

Chandra apartó la cabeza, asustada. Sin embargo, un siniestro entusiasmo la invadió por
dentro al mismo tiempo. Baral había matado a su padre delante de ella. Sabía que
también había dado la orden de prender fuego a la aldea donde vivían; el fuego que
había matado a su madre. Había perdido a toda su familia por culpa de un solo hombre.
Imaginó la satisfacción que sentiría al verle arder.

—Si sigue con vida, juro que pagará por lo que hizo —aseguró Chandra.

—Es justo que le devuelvas el dolor que te causó —dijo Liliana con un susurro.

—Es lo justo —murmuró Chandra, y sus cabellos estallaron en llamas.

69
Chandra, aurora de la rebeldía
—¡Ahí están! —Dos hombres uniformados gritaron desde una entrada del callejón y
corrieron hacia las dos Planeswalkers. Las habían encontrado. Chandra intentó
emprender la huida, pero Liliana la sujetó por una mano.

—No tenemos por qué correr —dijo la nigromante mirando a los soldados—. Hay otra
manera de poner fin a esta persecución.

—No, no vamos a hacer eso.

—Haremos lo que haga falta. —El silbido de un tren que pasaba algunas calles más allá
recalcó las palabras de Liliana.

Chandra sacudió la mano para liberarse. Miró a los guardias que se acercaban y desató
un remolino de fuego. Sin embargo, en vez de alcanzar a los hombres del Consulado, el
hechizo se propagó por la pared y formó un muro de fuego que abarcó todo el callejón.
Los guardias se detuvieron en seco.

70
—No me digas lo que debo hacer —espetó Chandra a Liliana—. Vamos, tengo una
idea.

Salieron a una de las arterias principales de Ghirapur. El tren matinal de Aradara era
inmenso, pero se sostenía con elegancia sobre un único surco abierto en el pavimento; la
luz solar se reflejaba en sus flancos de madera pulida. Los pasajeros se apresuraron a
entrar por las puertas laterales. Chandra corrió y subió de un salto para sujetar una
puerta antes de que se cerrara.

Liliana subió justo cuando el tren se puso en marcha con un silbido. Se asomaron a una
ventanilla y vieron que los guardias del Consulado abandonaban la persecución y
desaparecían en la lejanía.

Un complejo mecanismo en la entrada del vagón comenzó a repiquetear para que


presentaran sus billetes. Chandra le estampó un puñetazo y abrió un boquete en el
aparato, que dejó de repiquetear.

Se sentaron juntas y Chandra apoyó la cabeza en la ventanilla mientras veía pasar los
edificios de su infancia. Las dos Planeswalkers permanecieron en silencio.

El tren sufrió una sacudida y los frenos rechinaron con fuerza. Chandra se agarró al
asiento y se puso de pie, pero se estampó contra los asientos de delante. El silbato del
tren sonó repetidamente, las ruedas se bloquearon y las luces rojas de emergencia
parpadearon en el techo del vagón.

Chandra miró por la ventanilla mientras el tren frenaba entre sacudidas. En el exterior
había una escena de caos contenido. Un equipo de inspectores especiales del Consulado
hacía señas a los ciudadanos para que se dirigieran a las zonas de seguridad designadas.
A lo lejos, unas tuberías de éter habían reventado y expulsaban gases titilantes. Las
tripulaciones de las aeronaves cercanas soltaron redes de arrastre para recoger los
tópteros fuera de control. Varios edificios habían quedado a oscuras al perder su
suministro de éter. Los asistentes a la Feria murmuraban y señalaban al cielo con
expectación, pero lo que quiera que hubiese ocurrido parecía haber terminado.

Se había producido un altercado, el desenlace de una especie de manifestación aérea.


Tenía que ser obra del renegado, de la persona que inquietaba a Dovin Baan.

—El tren va a efectuar una parada no programada —anunció una voz chillona por los
conductos de comunicación—. Por favor, permanezcan en sus asientos...

—Vámonos —dijo Chandra a Liliana antes de pasar junto a los demás pasajeros y
dirigirse a la puerta.

—... hasta recibir instrucciones del personal de Aradara o un agente del Consulado.
Muchas gracias por su colaboración.

71
Chandra pegó un puñetazo ígneo a la manilla de la puerta. El mecanismo reventó con un
estampido atenuado y de él no quedó más que un agujero fundido. Le pegó una patada y
la puerta se abrió de golpe. El tren aún avanzaba.

—Tiene pinta de que esto lo haya hecho el renegado —dijo Chandra—. Debe de estar
cerca.

Liliana asintió y saltaron del vagón antes de que el tren se detuviera por completo. En
las calles, los guardias del Consulado trataban de alejar a la gente de la zona del
altercado. Chandra se zambulló en la multitud y se abrió paso a codazos entre una marea
de cuerpos que trataban de alejarse de la zona mientras ellas dos pretendían hacer lo
contrario.

—Chandra —la llamó Liliana, que se había fijado en algo.

—¿Qué pasa?

—Mira. El de la capucha.

Chandra siguió con la mirada hacia donde señalaba Liliana. Una silueta se movía entre
la multitud con la pericia de un experto; su rostro estaba oculto bajo una capucha
oscura. No las había visto. El sospechoso rodeó la zona restringida, manteniendo a la
vista el lugar del altercado.

—Es llamativamente discreto, ¿no crees?

Chandra asintió con firmeza. Era el renegado. Tenían que avisarle—. ¡Eh! —lo llamó
—. ¡Eh, tú!

72
O bien no la había oído, o bien "¡eh, tú!" no era la clase de aviso que quería oír un
inventor renegado en medio de una multitud repleta de agentes. Sea como fuere, el
encapuchado se alejó de ellas, pasó junto a un grupo de espectadores y evitó un punto
de control del Consulado.

Chandra y Liliana fueron detrás de él y no le dieron alcance hasta que se detuvo para
acercarse a una mujer.

El hombre se había retirado la capucha, revelando unas largas trenzas grises. Entonces
levantó el brazo derecho hacia la mujer y la mano asomó bajo la manga: era una garra
metálica.

Chandra y Liliana dejaron atrás a la multitud y alcanzaron al desconocido. Sin embargo,


quien captó la atención de Chandra fue la mujer. Tenía cabellos cobrizos como los
suyos, pero más oscuros y ahora mezclados con mechones canosos. Llevaba lentes para
soldar y sostenía un soldador de mano. La mujer lanzó una mirada fulminante al hombre
de la mano metálica.

El corazón de Chandra se detuvo por un instante y unas lágrimas cálidas brotaron en sus
ojos. No supo qué decir.

—Al fin he dado contigo, líder de los renegados —amenazó el de los cabellos grises
mientras apuntaba a la mujer con el brazo como si fuese un arma—. ¿Creías que tu
ridículo espectáculo supondría un problema para mi Feria?

—Te detendremos, juez principal —le espetó ella—. Si no lo conseguimos hoy, pronto
lo lograremos.

Liliana agarró al hombre por el brazo izquierdo y lo giró hacia sí. Entonces pronunció
un nombre que Chandra no conocía, con una repulsión que la piromante no comprendía:

73
—Tezzeret.

Finalmente, mientras miraba boquiabierta a la mujer de cabellos cobrizos, Chandra


encontró la palabra que quería decir. La extrajo a la superficie de su mente arrancándola
de un mar de perplejidad, hasta que por fin consiguió exhalarla:

—... ¿Mamá?

74
La líder de los renegados
By Mel Li

Chandra Nalaar abandonó su plano natal de Kaladesh cuando su chispa de


Planeswalker se encendió, librándola de una muerte inminente a manos del capitán
Baral y llevándola a los monasterios del fuego en Regatha. Ahora ha regresado para
tratar de impedir que arresten a un renegado misterioso, pero su camino la ha llevado
a toparse con alguien que creía que había muerto hace años: su madre, Pia.

—Pia, he matado a tu hija. —Una voz baja y cavernosa le llegó a través de un pesado
velo de sueño y un terrible dolor de cabeza.

Se obligó a abrir los párpados, pero no halló más que oscuridad. Sus doloridas cuerdas
vocales intentaron rasgar algunas sílabas en la garganta reseca—. ¿Cómo...?

—Qué pequeña era. —Las palabras del hombre sonaban extrañamente entrecortadas y
laboriosas; su respiración era fuerte, como el fuelle de un alto horno—. Apenas mayor
que mi hoja. —La voz soltó una risa monótona, un ruido sordo que Pia notó incluso a
través de la puerta que les separaba.

La oscuridad formó siluetas borrosas poco a poco y entonces aparecieron densas


manchas de luz. Estiró las manos agarrotadas y tocó la superficie fría y curva de unas
paredes con filigranas. Los intentos de mover los pies resultaron prematuros para el
estado en que se encontraba.

—No me he olvidado de ti durante esta... satisfacción. Te he traído algo.

CLANC, repiqueteó un objeto metálico en algún lugar del suelo.

—Para ti. Un recuerdo de lo que te has perdido —dijo la voz.

Tanteó alrededor en busca del objeto. Encontró una lámina de metal derretida por un
lado y grabada por el otro. Era ligera y fría y se calentó ligeramente con el contacto de
sus dedos. El lado intacto tenía un grabado profundo y preciso. La pieza era de una
aleación de titanio muy utilizada en motores de aeronaves renegadas, debido a su
maleabilidad y resistencia al calor... Pero aquella placa estaba completamente fundida
por un lado.

—¿Sabes qué es? —preguntó la voz con demasiado entusiasmo.

A medida que los ojos se adaptaban, pudo distinguir algunos de los símbolos; el resto
los trazó con los dedos. Un remolino de líneas curvas bajo un chapitel puntiagudo.
Conocía el símbolo. Parecía que había sido ayer cuando Kiran y ella lo habían diseñado
tras abandonar Ghirapur: un chapitel desbordante, un símbolo para los renegados, para

75
la Ghirapur a la que deseaban regresar. ¿Qué era aquella pieza? Sus dedos danzaron
sobre los grabados y estudiaron la superficie. Y entonces se detuvieron.

Bajo la insignia encontró la firma "K. N.", grabada por la mano torpe pero meticulosa
del artesano que luego se había separado de sus herramientas. Ahora entendía qué era
aquel objeto: una pieza del último proyecto de Kiran Nalaar.

La caja de escape de Chandra.

Los músculos entre sus costillas se tensaron y un repentino torrente de sangre hizo que
el pecho le ardiera. Sus manos se quedaron sin fuerzas y soltaron la insignia.

—Vaya, vaya —se mofó la voz al otro lado de la puerta de la celda—. Veo que la has
reconocido.

»Normalmente no me molesto en recordar estos detalles ―continuó la voz―, pero


recuerdo su mirada. Vagaba entre la multitud, incapaz de mirarme a mí. Con cobardía.
Con insolencia.

Los sentidos de Pia habían regresado casi por completo. Las luces borrosas procedían de
las tuberías de éter que había en el techo de una celda austera, cerrada con una puerta
con barrotes. El Consulado la había hecho prisionera cuando había encontrado a su
familia en una aldea a las afueras de Ghirapur. Aquella no era la realidad que esperaba
ver al despertar. "Vete. Que esto sea solo una pesadilla". Aquella voz le resultaba tan
familiar...

―Pero entonces me di cuenta ―prosiguió el hombre con auténtico entusiasmo― de


que en realidad buscaba algo. O a alguien, quizás.

Sí, conocía aquella voz. Era la voz del hombre que había perseguido a su familia: el
capitán Baral.

―Te buscaba a ti, Pia.

El aire de sus pulmones salió tronando en un arranque de furia, aunque no supo decir
contra quién estaba dirigido. Las manos de Pia se colaron como rayos entre los barrotes
y lanzaron zarpazos contra Baral, que permaneció fuera de su alcance. La emprendió a
empujones y puñetazos contra la puerta. Baral se quedó observándola, impasible tras la
máscara que ocultaba su rostro.

―¿Acaso merezco tu desprecio? ¿No tendrías que haber estado allí para salvarla? ¿Para
ofrecerle unas últimas palabras de consuelo?

"Tiene razón. ¿Por qué no estaba allí?", le preguntó una voz en su interior.

Baral se marchó sin decir nada más, como haría muchas otras veces.

Cuando sus pasos se alejaron, Pia se sintió extremadamente sola. Su Kiran, su


Chandra... Los hilos de sus vidas, antes unidos con tanta firmeza, ahora la abandonaban

76
inexorablemente en el tiempo y el espacio. El mundo, antaño tan inmenso y lleno de
vida, ahora se había convertido en aquella celda.

Baral regresó al día siguiente. También al siguiente. Pronto había transcurrido una
semana.

―Te buscaba a ti, Pia.

Aquellas palabras se habían convertido en meros sonidos, reconocibles pero ignoradas


hasta el punto de perder su trascendencia. Pia se armó de valor para responder por
primera vez.

―¿No tienes nada mejor que hacer que atormentar a una viuda? No me queda nada que
puedas arrebatarme. Has ganado... ¿Por qué no me dejas a solas?

―Nalaar, nuestra ciudad siempre se ha definido por el progreso. Todos hacemos


sacrificios para anteponer su bienestar al nuestro ―afirmó Baral.

»Todos lo hacemos ―continuó él, ahora con crispación en la voz―, excepto los pocos
egoístas que osan anteponer sus propios intereses a los de la ciudad. Me... agrada llevar
ante la justicia a gente como tú. Hacer que lamentéis hasta la última pizca de esa
insolencia presuntuosa.

―Entonces, has demostrado que me equivocaba, capitán ―argumentó Pia levantando la


barbilla con una sonrisa fría y llena de desprecio―. Aún me queda algo... y jamás será
tuyo.

Baral rio en respuesta, aunque esta vez reveló un tono distinto, estridente, y desapareció
por el pasillo de las celdas.

Su siguiente visita se produjo casi una semana después.

―Te buscaba a ti, Pia ―dijo como tantas otras veces.

―Y regresaré por ella ―replicó Pia lentamente, negándose a mirarle a los ojos―. Por
todos los que están ahí fuera, para que sepan lo que has hecho. Regresaré a por ti,
capitán.

Sus manos habían cobrado fuerza y firmeza, las suficientes como para recoger la
pequeña lámpara de éter de la celda y arrojarla con una velocidad y una precisión
asombrosas entre los barrotes de la puerta, en dirección al rostro de su captor.

Baral levantó un brazo instintivamente y gruñó, pero la lámpara le alcanzó en la cara y


desencajó la máscara con una reverberación metálica. Un resplandor azul cobró vida y
envolvió su cuerpo, inundando de luz los calabozos de Dhund. La luz se desvaneció
apenas segundos después e hizo que Pia viera puntos luminosos por un momento. Había
sido demasiado brillante y volátil como para tratarse de una manifestación etérea. Aquel
resplandor había sido de una naturaleza muy distinta.

77
―¿Eres... un mago? ―se asombró Pia. Aparte de las habilidades pirománticas de su
hija, nunca había visto los poderes de otro mago. La magia y sus practicantes no solo
eran inusuales, sino que estaban sometidos a una vigilancia y un control aún mayores
que los del éter.

Escuchó un siseo grave y prolongado al otro lado de la puerta. Fue un sonido mucho
más vulnerable y mucho más humano que cualquier otro que hubiera surgido del
interior de la máscara. Pia se abalanzó sobre los barrotes de la celda y miró a su
carcelero.

Baral levantó su rostro desenmascarado y los ojos de ambos se encontraron. Bajo la


máscara había un grueso amasijo de tejido cicatrizal que dominaba sus facciones.
Algunas partes seguían rojas, en carne viva. Los rasgos firmes de Baral, que otra gente
incluso habría calificado de "bellos", habían desaparecido, fundidos en una masa de
carne.

―¿Qué...? ¿Qué te ha pasado?

―El destino rara vez es justo, Nalaar. ―Pia contempló con reacia fascinación el
esfuerzo de los músculos tensos y deformes para articular las palabras. Baral hizo una
pausa para colocar de nuevo los cierres de la máscara―. Los materiales que moldean
aquello en lo que nos convertimos se determinan en el momento en que venimos al
mundo. Los afortunados nacemos como héroes, pero algunos de nosotros nacen
deformes: aberraciones peligrosas para el curso de la naturaleza. Tal vez incluso
parezcan y actúen como el resto de los que pueden amenazarnos desde las sombras.

Una vez colocada la máscara, se cubrió cuidadosamente la cabeza con la capucha―. En


mi caso, he aceptado mi naturaleza. No me esconderé ni dejaré que otros se escondan de
las sentencias que se nos han dictado. Este es mi destino: arrancar de raíz esos peligros
ocultos, sacarlos a la luz y llevarlos ante la justicia.

78
Cualquier rastro de preocupación que Pia pudiera sentir por él se desvaneció―. ¿Tu
destino es luchar contra tus demonios internos cazando niños?

―¿Niños? ―Baral ladró una risa monótona―. Por supuesto. ¿Quién mejor para abusar
de sus habilidades por motivos egoístas o equivocados? Además, la edad hace poco por
corregir las tendencias criminales, como tú misma demuestras. ―Se acercó a la puerta y
se inclinó sobre los barrotes.

»¿Quieres saber qué me ha pasado? ―preguntó con un susurro acusatorio―. Tu hija.


Tu hija es lo que me ha pasado, Nalaar. Esto... ―siseó apoyando el rostro en los
barrotes y pasando los dedos por los laterales de la máscara―. Esto es obra de tu hija.

―Y su madre no podría estar más orgullosa ―declaró Pia acercando el rostro todo lo
posible.

Baral se marchó a zancadas y cerró la puerta del calabozo con un ímpetu que estremeció
a Pia. Sin embargo, su determinación calmó su furia. Volvía a estar a solas en la
oscuridad aterciopelada de su celda de Dhund. Cerró los ojos y escuchó cómo el latido
staccato de su corazón se calmaba poco a poco...

Y entonces comenzó a trazar un plan.

Pia Nalaar
Años más tarde y lejos de Dhund, Pia Nalaar abrió los ojos y pestañeó bajo la luz del sol
mientras se limpiaba las lentes en el dorso de un guante desgastado.

El tiempo había volado y Pia contaba ahora con un contingente cada vez mayor de
inventores, reparadores, artistas... Ciudadanos de todo Kaladesh entregados a destapar y
denunciar el control cada vez más opresivo que el Consulado ejercía sobre Ghirapur y el

79
éter. "Renegados", como los llamaba el Consulado, nacidos de la pasión por defender y
honrar el espíritu del hogar que habían construido juntos.

Un grupo selecto de renegados se había reunido aquel día en una de las numerosas
azoteas del distrito, a una gran altura de las calles de la ciudad. Bajo ellos, la urbe era un
ente vivo e inquieto, lleno de corrientes de movimiento resplandecientes, formadas por
el latón brillante de los constructos que circulaban por sus venas. Las pancartas y la
megafonía promocionaban a bombo y platillo la Feria de Inventores, cuyas exposiciones
se extendían por la plaza con un asombroso despliegue de formas y colores. En cuestión
de minutos, los renegados también harían su propia exhibición en el recinto ferial... Solo
que la suya no estaba autorizada.

Un sonoro PAM y un fuerte olor a humo captaron su atención. Pia echó un vistazo hacia
atrás justo a tiempo de ver el sobresalto de la joven aprendiz Tamni, que estaba a punto
de perder el equilibrio en la azotea.

Pia la sujetó del brazo para ayudarla a equilibrarse y bajó la vista: el tóptero casi
acabado de la aprendiz estaba ardiendo y el latón empezaba a combarse y deformarse.

Pia sofocó las llamas rápidamente con su guante y se lo quitó para dejarlo enfriar―.
Solo han sido unas chispas. ¿Necesitas ayuda? ―preguntó a Tamni arqueando una ceja.

―N-no lo entiendo. ―Tamni desplegó apresuradamente unos planos e hizo varias


mediciones con sus herramientas―. Todo está donde debería, ¿no? ¡Lo había
comprobado, lo juro! Sé que falta poco tiempo, pero ¡puedo hacerlo! ―Se mordisqueó
el labio inferior mientras examinaba el diagrama, nerviosa.

"Por la chatarra, tiene razón. ¡Ya es casi la hora!", pensó Pia. Sin embargo, ignoró su
preocupación y pasó un brazo por los hombros de Tamni para calmarla―. Tranquila, te
han pedido que nos ayudaras. Seguro que has hecho esto un centenar de veces.

―No, eh... No dices en serio lo de un centenar, ¿verdad? Quiero decir... Creo que
puedo arreglarlo...

Pia la miró sin comprender a qué se refería.

―¡Seguro que puedo! Bueno, espero... ―Tamni no paraba quieta por culpa de los
nervios―. Es que... he exagerado mi experiencia para poder estar aquí.

80
Mentalmente, Pia se dio una palmada en toda la frente.

―¡Me dijeron que nuestra líder iba a dirigir la protesta! ¡Tenía que verlo con mis
propios ojos!

Pia oyó los rumores de impaciencia de los demás. Les dirigió una sonrisa
tranquilizadora y les hizo un gesto que decía "lo arreglaremos, dadnos un momento".
Levantó la barbilla de Tamni y emuló la mejor mirada estricta de su padre.

―Lo harás bien, pero tenemos que trabajar rápido. Recuerda la lección: las creaciones
de un forjacélere no pueden decirnos qué les ocurre si no les prestamos atención.

»Estas herramientas ―dijo señalando el eterómetro, el manómetro y la veleta de


periodicidad― solo nos muestran una parte de lo que necesitamos saber. Estas
herramientas ―enfatizó estrechando las manos de Tamni― conocen los componentes
de las máquinas gracias a la experiencia y la intuición. Con ellas medimos la presión, la
temperatura, el movimiento y el tamaño, todo a la vez. Vamos, transfiérele potencia.

Aún nerviosa, Tamni aplicó algo de éter al tóptero. Las hélices laterales cobraron vida,
pero el rotor trasero permanecía inmóvil.

―Escúchalo. ¿Qué oyes? ―preguntó Pia.

El rotor emitía un chirrido agudo que conocía bien, junto con el repiqueteo normal de
los engranajes. Tamni pegó la oreja al costado de la máquina. Entre los ritmos normales
acechaba un tono bajo y extraño―. Hay algo que no rota en sincronía.

Tamni apoyó la palma en el escape trasero. Un componente traqueteaba despacio, sin


estar en armonía con el resto de las vibraciones. Una tubería de éter se había atascado en
la caja de cambios y se había partido, vertiendo chorros de éter volátil que habían
recalentado los rotores.

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―Ahora, cuando repares el metal ―la animó Pia―, tienes que prestar mucha atención
al flujo. La filigrana que se forma al transmitir éter al metal es una reacción compleja y
ligeramente inestable. ―Abrió la válvula de su propio guante de éter y guio la mano de
Tamni.

»Pero aprenderás sus patrones incluso aunque no los comprendas totalmente ―dijo a la
joven―. Escucha sus movimientos y amóldate a ellos, igual que ellos se amoldan a ti.
Las cosas no siempre serán como queramos o necesitemos que sean, pero debemos
continuar moldeándolas lo mejor que podamos; entonces nos revelarán sus mejores
formas.

―¡Claro, lo entiendo! ―dijo Tamni asintiendo con entusiasmo―. Ojalá nos hubieran
enseñado estas cosas en el taller.

"Son duras lecciones que se aprenden con el tiempo", pensó Pia irónicamente.

El metal mellado y oxidado se dobló y se retorció alrededor del brillo del éter. Entonces
se dividió en una red de rizos azules y resplandecientes que palpitaban como un ser
vivo, revelando una nueva superficie pulida cuando se enfrió.

Tamni vio que una pieza de latón se había curvado en exceso y le dio una pasada con el
soplete de éter para dirigirla hacia el lugar correcto. El rotor cobró vida con un zumbido
y el pequeño tóptero se levantó del suelo agitando sus alas recién formadas.

La joven inventora soltó un largo suspiro.

Casi habían terminado. Ahora era el turno de Pia.

Se puso las lentes, abrió su válvula de éter y el frío hormigueo del éter recorrió las
puntas de su guante de forjacélere. Desde el otro lado de la azotea le lanzaron un
cilindro de latón y lo atrapó al vuelo, recogiéndolo en el guante con un agradable ruido
sordo. Un cilindro de motor recuperado de otra máquina; sería suficiente.

Las hábiles manos de Pia rozaron la superficie metálica aplicando una ligera presión
mientras el éter manaba poco a poco de los dedos enguantados. El latón se rizó con
hambre alrededor del éter que rebosaba formando siluetas intrincadas. Los movimientos
del metal eran tan rápidos e impredecibles como los del éter que se arremolinaba
alrededor.

La mente de Pia trabajaba a toda prisa y su diseño se amoldaba y se adaptaba


constantemente a los movimientos del éter. Primero formó una cavidad central para
envolver una voluta de éter que alimentaría los diversos rotores; luego moldeó unas alas
y alerones diáfanos con filigranas para poder dirigir la trayectoria; por último, elaboró
los apéndices que aferrarían la carga. Cuando completó su obra, esta comenzó a inflarse
y a solidificarse desde el interior, como las alas de un insecto al surgir de su crisálida.
Poco después, el aire vibró con el frenético aleteo del nuevo tóptero.

82
Un reloj municipal anunció la hora por debajo de la azotea. Los chapiteles en espiral
rotaron silenciosamente hasta sus nuevas posiciones para facilitar el tránsito de los
viandantes a última hora de la tarde.

Justo a tiempo.

Una mano pesada y callosa aferró a Pia por el brazo. Se giró y vio a un anciano de
constitución fuerte, vestido con el uniforme de latón y oro pulidos de un teniente del
Consulado. Al menos, esa era la impresión que daba a simple vista.

―¡Venkat! ¡Serás...! ―exclamó estampándole un puñetazo en el hombro derecho―.


No nos des estos sustos cuando lleves puesta esa cosa.

―Eso significa que el uniforme funciona, ¿no? ―dijo él sin molestarse en ocultar una
sonrisa picaresca mientras se masajeaba el hombro. Venkat había sido un comandante
de alto rango en la guardia del Consulado, pero las normas cada vez más estrictas para
con los ciudadanos de Sueldafirme, a quienes antes defendía, habían terminado por
quebrar su lealtad. Hacía un año que Venkat se había personado inesperadamente en el
taller de Pia, cuya ubicación había mantenido en secreto incluso durante sus numerosos
años de servicio al Consulado.

83
»Tranquila, soy una de estas personas lo bastante sabias como para confiar en ti
―añadió ladeando la cabeza hacia el grupo que se había congregado en la azotea.

―Y en mi confianza en sinvergüenzas como tú ―dijo ella con una sonrisa. Sintió una
oleada de orgullo al fijarse en los rostros familiares de la multitud; al igual que ella, eran
artesanos, visionarios y creadores respetados. Habían pasado juntos tardes enteras en las
mesas de sus talleres, envueltos en un ambiente de conversación y el aroma del té.
Habían compartido el peso de las restricciones cada vez mayores del Consulado,
poniendo en común los menguantes suministros etéreos del Consulado, esenciales para
mantener en activo los desbordados talleres, comedores y enfermerías de sus distritos.

Los renegados levantaron las manos en dirección a ella para indicar que estaban listos.
Había llegado el momento.

―¡Amigos y vecinos míos! ―Pia comenzó su discurso―. Hoy nos encontramos aquí
con un propósito: dar a conocer lo que hemos presenciado y exigir respuestas por lo que
se ha hecho.

Los rostros de la multitud asintieron solemnemente. Todos habían pasado juntos por la
escasez, pero también compartían la indignación por "lo que se había hecho" a Pia y su
familia.

―Hoy es un día de celebración para muchos ―continuó mientras trazaba un arco con
una mano hacia el paisaje urbano que tenían debajo―. Desde sus orígenes, la Feria de
Inventores siempre ha honrado el espíritu innovador de nuestra ciudad. Sin embargo,
para muchos de nosotros, la celebración de este año representa algo muy distinto.
Hemos visto que la Feria está cada vez más y más repleta de proyectos promovidos por
el Consulado en materia de desvío de éter, seguridad... ¡y armamento! ―Se oyó un
rumor entre los congregados y se levantaron puños en señal de protesta.

»Además, ¡nosotros mismos hemos sido perseguidos por el gobierno que había jurado
defendernos! ―La multitud asintió de nuevo.

»¡El Consulado vigila los cielos para impedir que vosotras, Nadja y Kari, recolectéis
vuestro propio éter! ―Las dos aerocreadoras intercambiaron una mirada y levantaron
los puños a la vez.

»¿Qué ha ocurrido con la fundición de los Puñomaza? ¡El Consulado os ha privado de


vuestro éter y ahora la fundición está desierta e inactiva! ―Tres renegados con equipo
pesado levantaron sus martillos.

»¡Viprikti, tu familia tuvo que abandonar su hogar cuando manzanas enteras de


Sueldafirme se quedaron sin suministro de éter! ―Un anciano larguirucho se puso las
lentes con solemnidad.

»El propósito de nuestros líderes ya no es velar por la ciudadanía, sino mirar por sus
propios intereses. Pero ahora, amigos míos, renegados míos, vamos a darles nuestra
respuesta. Todos habéis contribuido generosamente para hacerla posible y estoy
orgullosa de presentarla ante el resto de la ciudad. ¡Seamos tan orgullosos, impávidos e
inflexibles como aquellos que creen que pueden apagar nuestro espíritu!

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Pia bajó una mano de golpe y cuatro renegados imitaron el gesto. Los cinco se
agacharon junto a la cornisa con filigranas y lanzaron a sus tópteros en dirección a la
plaza.

Casi un centenar de máquinas descendieron en picado hacia extremos opuestos de la


plaza y se alinearon para formar sobre las tiendas del recinto ferial una enorme columna
de metal reluciente que rivalizaba en altura con los mayores edificios de la ciudad.

Un melódico zumbido de alas mecánicas llenó el ambiente y las miradas de los


asistentes a la Feria se volvieron hacia el cielo. El público sonrió y señaló el espectáculo
mientras los autómatas y guardias del Consulado se desplegaban en las calles.

Entonces, el metal de los tópteros se calentó y sus colores cambiaron de tonos amarillos
a verdes, púrpuras y azules; la exhibición de colores y siluetas semejaba una aurora
mecánica. Los tópteros trazaron espirales unos junto a otros y la columna se transformó
en una torre puntiaguda sobre un despliegue de líneas curvas: el chapitel desbordante.

Inventores y ciudadanos por igual aplaudieron al verlo; era un espectáculo asombroso,


digno incluso de la atención de los jueces. Los tópteros descendieron lentamente, como
actores inclinándose antes de despedirse del público. Bajo ellos, decenas de autómatas
del Consulado se congregaron y levantaron las extremidades para tratar de derribarlos.

En la azotea, Tamni apretó con fuerza el borde de la cornisa.

―Tranquila, es parte del plan ―le aseguró Pia posando una mano en su hombro y
sonriendo a Venkat.

La bandada de tópteros pasó volando justo por encima del alcance de los autómatas y
emitió un brillante destello azul cuando los pequeños aparatos liberaron su éter en una
larga pulsación. La súbita descarga de energía cubrió a los autómatas, creando
chisporroteos de éter concentrado. Las máquinas homogéneas del Consulado cayeron
como filas de fichas de dominó.

―Los problemas de la producción en masa ―susurró Venkat a Pia con una sonrisa.

―¡Buenas tardes, ciudadanos! ―resonó una voz alegre pero impersonal en los
altavoces de las calles―. Acaban de presenciar un simulacro rutinario del sistema de
notificaciones de emergencia. Esta zona del recinto ferial queda oficialmente clausurada
a partir de este momento. El tránsito peatonal y los trenes municipales serán redirigidos
mientras duren las labores de mantenimiento. ¡Muchas gracias por su asistencia y
esperamos que hayan disfrutado de este día!

Pia asintió a sus compañeros de la azotea.

―Deberíais tener tiempo de sobra para volver a Sueldafirme antes de que los guardias
regresen. No corráis riesgos y, si os topáis con algún problema, utilizad vuestra señal de
emergencia y Venkat os ayudará.

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Los demás sonrieron y asintieron; antes de separarse, intercambiaron abrazos y se
felicitaron mutuamente por lo que habían logrado. Los renegados se escabulleron por
los laterales de la torre, pero no sin antes dejar su marca.

Pia se descolgó de la azotea y descendió hacia el alféizar de una ventana; sus ágiles
manos no tuvieron problemas para encontrar puntos de apoyo en las paredes
ornamentadas. Una vez en el alféizar, saltó al edificio de enfrente y luego descendió por
el emparrado de un jardín para llegar a las calles.

Algo salvaje y temerario corrió por sus venas mientras cruzaba la ciudad a toda prisa y
sus cabellos cobrizos y canosos ondeaban detrás de ella.

A la sombra de los altos chapiteles de la plaza, un hombre alto y encapuchado empezó a


moverse rápidamente en medio de la multitud y dos mujeres lo siguieron de cerca.

Las blandas suelas de las botas de Pia la ayudaron a moverse silenciosamente en


dirección a la planta de éter central, en la linde de Sueldafirme. Allí no tendría problema
para desaparecer entre los numerosos callejones del barrio y las imponentes esculturas
que decoraban los espacios públicos. El éxito de la protesta la hizo sonreír con orgullo.

De pronto, una mano pesada la aferró por el brazo. Incluso a través de la manga, parecía
emanar un tacto gélido que le arrebataba el calor de la piel.

―Venkat, por favor, te he dicho que...

Se volvió, pero no se encontró con Venkat, sino con un hombre alto cuyas marcas
faciales naranjas revelaban que era el juez principal de la Feria. La mano que la había
apresado era en realidad una enorme garra, hecha de un metal oscuro que incluso ella no
reconoció al verlo asomar bajo la manga del hombre. Flanqueado por dos autómatas del

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Consulado, su armadura ornamentada reflejaba los patrones y los colores de ambos: el
oro y el latón brillantes y pulidos del Consulado. Junto a él estaba el majestuoso
ministro de inspecciones, el vedalken Dovin Baan. A su lado, una elfa alta y de ojos
verdes miraba de un lado a otro, completamente confusa.

—Al fin he dado contigo, líder de los renegados —amenazó el juez mientras le
apuntaba con el brazo como si fuese un arma—. ¿Creías que tu ridículo espectáculo
supondría un problema para mi Feria?

"¡¿Tu Feria?!", pensó Pia con furia. "¡Esta es nuestra ciudad!".

―Te detendremos, juez principal. Si no lo conseguimos hoy, pronto lo lograremos —le


espetó.

Una mujer pálida y vestida con sedas oscuras y un adorno dorado en la cabeza apareció
detrás del juez principal―. Tezzeret ―siseó.

El juez se volvió hacia ella de inmediato y le mostró los dientes―. Vess ―le devolvió
un siseo grave y que humeaba rencor.

Entonces, Pia reparó en otra persona que acompañaba a la mujer: una joven con
armadura pesada y falta de aliento. La joven se retiró de la cara una mata de pelos
enredados y del color del fuego...

Y un aluvión de recuerdos invadieron a Pia.

"¿Chandra?".

Había crecido, pero era inconfundible. Su hijita se había vuelto incluso más alta que
Kiran. Recordó cuando aún trepaba a sus hombros con agilidad simiesca mientras reía
alegremente y paseaban por los jardines de Discoverde. Cuando sentía su manita cálida
en la palma al caminar juntas por el mercado, antes de marcharse corriendo a explorar
por su cuenta. Cuando se emocionaba por participar en la causa a la que sus padres
habían dedicado sus vidas, a pesar...

A pesar del peligro.

―... ¿Mamá? ―Su voz sonó diminuta y frágil, completamente impropia de ella. Dos
chispas se encendieron en el rabillo de sus ojos y se arremolinaron en el viento.

Una celda. Una máscara caída. Una insignia de metal fundido. Una risa monótona.

Pia sacudió la cabeza para alejar los recuerdos de su mente.

Podía huir de inmediato, echar a correr y desaparecer entre las calles que tan bien
conocía.

Pero ¿qué sería entonces de Chandra?

87
¿Y si la capturasen y volviesen a hacerla pasar por el infierno que debía de haber vivido
en el patíbulo, con aquel hombre que había destrozado sus vidas gustosamente?

Los soldados del Consulado se interpusieron entre ellas y formaron una barrera de carne
y metal que dejó a Pia, Dovin y Tezzeret en un lado y a Chandra, la mujer pálida y la
elfa en el otro.

Chandra se abalanzó sobre la muralla de soldados blindados y gritó algo que Pia no
consiguió distinguir en medio del estruendo de pisadas metálicas. Su hija esquivó sin
dificultad el zarpazo de un autómata de filigrana e inundó a una multitud de máquinas
en un mar de llamas. La onda de calor alcanzó el rostro de Pia como una ola rompiente.

Un velo de orgullo materno enturbió la escena y Pia se enjugó un ojo que escocía por el
calor.

―La piromante ―escupió Baan con voz entrecortada y precisa. Señaló con un dedo
largo y delgado al contingente de guardias que tenía junto a él―. Encárguense de esto,
por favor. Aislar y contener. Mecatitanes al frente: no quiero heridos. Tengan cuidado,
es impulsiva.

"¡No!", gritó Pia a Chandra desde los confines de su mente. "¡Huye! ¡No dejes que te
atrapen otra vez, por favor!".

Chandra rugió una obscenidad familiar y descargó un puñetazo explosivo que lanzó
hacia atrás a un mecatitán.

―Ah, cierto ―añadió Baan ladeando la cabeza―. También es aficionada a las...


descripciones anatómicas creativas.

Pia se quedó boquiabierta. ¿Su niña había oído a Kiran diciendo eso?

Una fila de soldados fuertemente armados se separó de Dovin y avanzó hacia Chandra
mientras esta continuaba abriéndose paso entre los demás soldados. De pronto, muchos
de ellos cayeron al suelo: una maraña siseante de enredaderas que parecían haber salido
de la nada les habían apresado los pies.

Tenía que actuar pronto. Pia luchó por apartar los ojos de Chandra y se volvió hacia
Tezzeret con la mirada encendida―. Soy Pia Nalaar, líder de los renegados. Estoy
dispuesta a aceptar la detención del Consulado. ―La declaración provocó murmullos de
sorpresa entre los soldados y Dovin arqueó una ceja lisa y sin pelo.

―¿De veras? ―preguntó el vedalken. ¿Aquella era la temible líder de los renegados
para la que se habían preparado?―. Entenderás, espero, que necesitaremos tomar las
precauciones adecuadas para una prisionera de tu... reputación.

Sin inmutarse, Tezzeret hizo un gesto para que los soldados la rodearan y su cara se
iluminó con una sonrisa salvaje que no llegó a sus ojos calculadores―. Muy bien,
acompañad a esta criminal a su nueva residencia ―dijo haciendo un gesto en dirección
a Pia. Los soldados la apresaron por las muñecas y le pusieron unas esposas con
filigranas.

88
―¿Máxima seguridad? ―preguntó Baan, esperanzado.

―La que consideres necesaria ―respondió Tezzeret sin interés―. Ahora, en cuanto a
las otras...

―Pia Nalaar ―anunció un soldado―, queda usted arrestada bajo la autoridad del
Consulado por los siguientes crímenes: daños a propiedades gubernamentales,
difamación y conspiración contra el gobierno, perturbación de la paz, alteración del
orden público, violación de la Ley de Distribución de Éter...

Los gritos de Chandra se acercaban cada vez más; los soldados no tardarían en rodearla.
Tenía que hacer algo para que no siguiera adelante.

―Te has olvidado de uno: ¡agresión! ―dijo antes de propinar una patada en el
estómago al soldado que tenía más cerca―. ¡Y la Ley del Éter es una farsa! ―añadió
aporreando a otro soldado con las manos esposadas, como si fueran un martillo.

Inmediatamente, los soldados volvieron a apresarla y se la llevaron casi a rastras.

―¡La han capturado! ―gritó la mujer pálida a Chandra―. ¡No corras riesgos ahora!
¡Tenemos que irnos!

Pia no opuso más resistencia mientras los chapiteles de Sueldafirme, los renegados que
se habían convertido en su nueva familia y la hija que creía haber perdido desaparecían
de su vista.

89
Retirarse nunca había sido la opción predilecta de Liliana.

Habían dado esquinazo a los guardias del Consulado en medio de la multitud y ahora se
encontraban casi a solas en un callejón de Ghirapur. Allí solo había algunos vendedores
de rarezas y una anciana con un llamativo vestido verde y azul que curioseaba
pacientemente entre la mercancía. El caos del altercado se había calmado como el mar
tras tirar una piedra en él.

Chandra estaba sentada al pie de las polvorientas escaleras de unos apartamentos,


abrazada a sus rodillas y con la cara enterrada en la vieja bufanda que llevaba a la
cintura. En silencio. Liliana no la había visto tan callada desde hacía tiempo;
normalmente solo ocurría cuando dormía.

Nissa permanecía de pie a una distancia que probablemente consideraba respetuosa.


Tampoco hablaba, tan solo se masajeaba la frente tatuada.

Liliana caminaba entre las dos, con los nervios más tensos que la horca de un
verdugo―. El hombre del brazo metálico... Conozco a ese hombre. Es...

Un recuerdo punzante destelló en su cabeza: Jace, con la espalda cosida de horribles


cicatrices blancas causadas por una cuchilla de maná. Encogido de dolor en la oscuridad
mientras ella recorría las heridas con los dedos y un fuego ardía en sus ojos.

Se sobresaltó cuando sus propios anillos enjoyados entrechocaron con un sonido


metálico―. Es peligroso ―murmuró obligando a sus puños a abrirse―. Su presencia
aquí... no puede ser una coincidencia.

Nissa se volvió hacia la nigromante y le dirigió una mirada fría y acusatoria―. ¿Por qué
os fuisteis sin decírnoslo? Os habéis puesto en peligro. Tenéis suerte de que os haya
encontrado.
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―Tezzeret es una amenaza mayor de la que crees ―replicó Liliana arrugando los labios
y haciendo un gesto despectivo en dirección a Nissa. Levantó la mirada con arrogancia
y sus ojos se cruzaron con los de la elfa―. Y vigila tu tono, porque yo no tengo que
pedir permiso ni perdón a nadie.

Nissa entornó los ojos y unas chispas de fuego verde crepitaron en los extremos de su
bastón. Liliana advirtió el detalle e inmediatamente compuso una máscara de
indiferencia.

―¿Por qué has venido, para empezar? ―Liliana hizo un giro con la muñeca bajo el
cálido ambiente de la tarde, en un gesto que hacía alusión a todo el plano de
Kaladesh―. ¿Hicisteis una votación mientras no estábamos? ¿"Norma número lo que
sea de los Guardianes: nada de irse a casa sin permiso"? ―Echó un vistazo a la
piromante para ver su reacción, pero Chandra no dio señales de haberla escuchado.
Nissa sí que lo había hecho.

―¿Has sido tú quien la ha provocado? ―preguntó, horrorizada―. Creía que... ¿Esto es


lo que piensas de la amistad? Eres... un monstruo. ¡¿Estás contenta de lo que has
hecho?! ―La elfa se irguió delante de Liliana y estampó su bastón en el suelo
empedrado, sin darse cuenta del fuego verde que se había encendido en los extremos.

Había pasado más de un siglo desde que alguien había utilizado aquel tono con
Liliana... Y a menudo era lo último que hacían quienes se atrevían a hablarle así. Pero
Liliana tenía planes, planes para los que necesitaba aliados poderosos. Sin embargo, lo
que tenía ante sí eran una elfa destructora de monstruos extraplanares enfadada y la que
hasta entonces había sido un divertido barril de pólvora con patas, pero que se había
apagado hasta quedar reducida a un ovillo de abatimiento.

―Las tres somos mayorcitas ―respondió la nigromante encogiéndose de hombros―.


Chandra puede hacer lo que le plazca.

"Así que un monstruo, ¿verdad?".

Las siguientes palabras acudieron a su mente. Seleccionó las más hirientes.

―Huyó de ti ―susurró a la elfa―. Y tú no la seguiste... Así que acudió a mí.

El rubor de las mejillas de Nissa contrastó con sus tatuajes verdes. Sus labios temblaron
y se separaron, pero no dijeron nada.

Liliana siempre había tenido un don para aquellas cosas.

―Si no tienes nada más que decir, he de atender un asunto importante. ―Giró sobre sus
talones y sus cabellos dieron una vuelta impecable, dejando a su paso un aroma a
lavanda y el rumor de sus faldas.

En las escaleras, Chandra levantó la cabeza ligeramente e intentó limpiarse la cara con
el dorso de un guantelete. Mientras trataba de incorporarse, cerró y abrió los puños
varias veces.

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―Quería... Quería quedarme... ―dijo levantando la mirada de la bufanda. Nissa le
tendió una mano, pero Chandra se levantó sin ayuda, aunque con esfuerzo.

»Voy a dar un paseo ―balbució hacia el suelo mientras se giraba hacia los vendedores
callejeros. Nissa fue detrás de ella.

La anciana del vestido había terminado de comprar y, cuando Chandra pasó junto a ella,
le posó una mano en el hombro.

―Parece que has tenido un día duro, cielo ―dijo sonriendo amablemente a las dos
Planeswalkers.

Chandra asintió despacio y sorbió por la nariz. Consiguió componer una sonrisa débil y
estrechó la mano de la mujer. En su rostro había algo que le resultaba tranquilizador y
familiar.

La anciana extrajo de un bolsillo un exquisito pañuelo y lo depositó en las manos de la


piromante. Chandra enterró la cara en él y enjugó las lágrimas. Olía a té de rosas con un
toque de aceite para máquinas, como... su hogar.

―Adelante, sécate las lágrimas ―la animó la anciana en voz baja mientras Chandra
terminaba de limpiarse los ojos y sonarse la nariz.

»Necesitamos que seas fuerte ―continuó, pero su voz se volvió inesperadamente férrea
y clara― para cuando encontremos a tu madre y la rescatemos, Chandra.

Chandra levantó la cabeza y al fin reconoció a la buena mujer―. ¿Señora Pashiri?

Oviya Pashiri, fraguavidas sabia

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―Hacía tiempo que no nos veíamos, hija ―dijo Oviya Pashiri mientras alisaba los
mechones de la frente de Chandra y apoyaba a la piromante sobre su hombro. Juntas, las
tres se aventuraron en las laberínticas calles de Ghirapur, en los callejones secretos que
nadie conocía tan bien como la señora Pashiri.

93
Procedente del éter
By Alison Luhrs

Los etergénitos de Ghirapur son una especie hedonista y adicta a la adrenalina. Con
una esperanza de vida máxima de cuatro años, consideran que la ciudad es su hábitat
natural y las fiestas son sus patios de recreo. Aunque sus vidas son efímeras, poseen
habilidades empáticas que les permiten experimentar las energías de su entorno.

Yahenni, especialista en inversiones, filantropía y socialización, sabe que su vida se


acerca a su fin. Durante una de sus suntuosas fiestas antes de la Feria de Inventores,
tres invitadas inesperadas acuden en busca de información peligrosa.

I
Adoro vestirme a media tarde. Hay algo especial en prepararse para trasnochar en pleno
día, un nivel de previsión y preparación que puede perderse cuando decides acudir a una
fiesta en el último momento. Ahora mismo no me visto para pasar las dos próximas
horas: me visto para los dos próximos días.

¿Qué clase de convidante descuidaría su aspecto dieciséis horas tras el inicio de su


propia fiesta? Eso sería una auténtica negligencia, ya lo creo.

El sol de media tarde se filtra por las cortinas de mis aposentos e ilumina el tocador de
oro macizo que domina la pared principal. Un brillo dorado baña las abundantes joyas,
alhajas y tesoros que asoman de todos los cajones y resplandecen en las superficies de
mi inmenso baúl. He nacido del éter; sé cuándo voy a morir y conozco exactamente
94
cómo pasaré el tiempo hasta que llegue el momento. Y ni una pizca de ese tiempo estará
dedicada a los idiotas que no crean que merezco lucir un buen aspecto.

Mientras me adorno con mis segundos broches favoritos, casi puedo oír el bullicio del
personal festivo en el piso inferior. El servicio de comidas está haciendo buen uso de mi
cocina; qué exigentes son los seres orgánicos con su nutrición. Por suerte, el bueno de
Nived nunca me ha fallado como asesor. Ahora mismo está trabajando duro en la
cocina, disponiéndolo todo para la gente con estómago: una fuente de vino de palma,
bandejas y bandejas de samosas, panipuri y curry de berenjena y una gran mesa de
postres (siempre hay cola para probar el shrikhand; debe de estar muy rico). El resto del
personal está ocupado montando el toldo en la azotea. Mucho después de que la
exhausta multitud de invitados carnosos se retiren a descansar, mis semejantes de éter y
yo seguiremos danzando toda la noche, todo el día y toda la noche siguiente,
abandonándonos a la euforia de la celebración.

Pero eso llegará más tarde. Después de dos segundos y cuarto de duda y de hurgar en el
tocador, me decido por el attar con aroma a jazmín y éter para esta noche. Es mi
preferido. Mi reflejo atrae mi atención. Me acicalo. ¡No aparento más de tres días!

Incluso desde aquí abajo, puedo sentir el jovial entusiasmo y la expectación con olor a
sándalo del personal festivo de la azotea. Lamento que las otras especies no tengan la
misma capacidad perceptiva que mis semejantes y yo. "Resonancia empática", la
llamaron cuando mi gente emergió de las primeras refinerías de éter hace cincuenta
años. "Una curiosa habilidad para sentir con precisión el estado emocional de los seres
en un perímetro cercano". Cuánto se vanagloriaron de habernos inventado, sin
considerar ni por un momento que mi especie hubiera podido inventarse a sí misma.
Resoplo con tristeza. Lo único que hemos inventado desde entonces han sido formas de
entretenernos.

Mientras me aplico una pizca de attar en las muñecas y el cuello, veo que un minúsculo
fragmento de mi dermis se evapora formando una voluta de humo. Cuanto más se
desvanece mi dermis dura, más me acerco a mi final. Contemplo el azul de mi éter
fluyendo bajo la grieta. Su belleza me cautiva. Es encantadora. Un amable recordatorio
de que debo apresurarme. La cubro con otro brazalete.

De manera innata, mi especie es consciente del paso del tiempo y sabe exactamente
cuánto nos queda. Es como esperar la llegada de un tren: todos los ruidos hacen que
levantemos la mirada y todas las ráfagas de viento hacen que nos movamos en el
asiento, pero aún no ha llegado.

Cuando termino de vestirme, estoy deslumbrante y en calma. Me quedan cincuenta y


cuatro días de vida.

95
II
Luciendo los tonos dorados adecuados, subo las escaleras en dirección a la azotea y me
golpeo contra una pared de sonidos. No hay mejor sensación que recibir en toda la cara
la firme bofetada de la música festiva.

El toldo proyecta una agradable sombra en la alfombra afelpada que mi personal ha


traído del piso inferior. Los decoradores han repartido magnolias sobre las mesas y las
han colgado en guirnaldas por los laterales de la casa. Veo sedas hermosas cubriendo las
barandillas y decorando la filigrana reluciente bajo el sol del atardecer. Mientras
camino, relleno tranquilamente las copas vacías, esquivo a dos humanos entregados a un
beso (ver a esa pareja me llena de orgullo, ya que hice las presentaciones en mi fiesta
anterior; siempre es agradable usar tus poderes para hacer el bien), indico a varios
enanos dónde están los servicios y ajusto el volumen de mi panharmónico doméstico.

Al cuerno con las sustancias y la adrenalina: las fiestas son el más excelso de los vicios.
Me deleito sintiendo el placer de mis invitados. No tengo ni la más remota idea de lo
que se siente al comer un animal asado, pero imagino que ha de ser una experiencia
similar. Me sumerjo en mis deberes como convidante y la multitud se deshace en
elogios.

Mi querida amiga y as entre los pilotos, Depala (¡esa Depala!), está relajándose en un
sofá más privado. Su hiena descansa junto a ella, royendo un hueso alegremente
mientras Depala juguetea con una correa dorada.

Depala, piloto ejemplar

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—Depala, cariño, mis fiestas siempre son más animadas contigo aquí. —La abrazo
afectuosamente y me agacho para rascar las orejas de la hiena, que me acaricia la mano
con el hocico.

—Se alegra de verte, Yahenni —comenta Depala con una sonrisa cándida—. ¿Tienes
tiempo para relajarte ahora que te has jubilado?

—Veo que cierta persona lee el periódico con mucha atención —le digo sin malicia
mientras relleno su copa.

—Normalmente solo se la presto a los resultados de las carreras, pero también ojeo la
sección de economía.

Mi linaje familiar ha labrado su fortuna en el mundo de las inversiones. Anuncié mi


jubilación en cuanto supe que me quedaban menos de sesenta días. Es mucho más
tentador hacer inversiones arriesgadas cuando sabes que no vivirás para ver el resultado.

—Dime, ¿podré contar contigo para mi penúltima fiesta? —le pregunto sentándome
junto a ella—. La organizaré dentro de un mes y sería sumamente aburrida sin la mejor
piloto de Ghirapur.

—No me la perdería por nada —responde acariciando distraídamente a su hiena—. Las


fiestas de vuestra gente son las mejores.

—Estoy sinceramente de acuerdo. No tenemos tiempo para conformarnos con menos,


cariño.

Los labios de Depala se encogen. Su frente se arruga y sus ojos comprueban si alguien
podría estar escuchando—. Entonces... ¿No vas a posponerlo?

No puedo evitar un leve enojo.

—Sé lo que puedes hacer, Yahenni —me dice con una mirada cargada de significado.

—Pero no tengo intención de llegar a ese extremo, Depala. —Me pellizco la dermis
suelta del brazo. Sé desde hace un tiempo que puedo drenar la esencia de otros seres,
pero no quiero hacerlo. Es un don inusual que no debería utilizarse. No soportaría robar
la fuerza vital de otro ser solo para aferrarme a la vida más allá de mi fecha de
expiración. ¿Qué pensarían mis amigos si lo hiciera?

—Bueno, es una opción —dice despreocupadamente—. No sé cómo funciona, cuánto


tiempo conseguirías de... otra persona. Dudaba si te lo habías planteado.

—He pensado en ello, pero quiero marcharme a la antigua usanza —me obligo a
responder.

En ese momento, Nived, el jefe de mi servicio, trae una botella de la bebida favorita de
Depala. Qué considerado; es casi tan atento como yo.

97
—Eres una buena persona, Yahenni —afirma Depala cuando volvemos a quedarnos a
solas—. Tienes razón: algunos días más no merecen la culpabilidad de hacerlo.

Dudo si está en lo cierto.

III
Tres mujeres llaman a la puerta de mi casa. A Oviya Pashiri la reconozco al instante (es
una de las inventoras más ilustres del mundo y la aficionada a los juegos de mesa más
competitiva que conozco). A su derecha hay una joven pelirroja con un atuendo pasado
de moda (ese estilo es de hace años; ¿es que no sale a la calle?).

Al otro lado veo a la persona más fascinante que haya conocido jamás.

Nissa, fuerza vital


Sus ojos son interminables, de un verde brillante desde la pupila hasta el párpado; una
belleza vívida traicionada por su expresión de incomodidad. Es trágico que una persona
que parece tan interesante se encuentre tan tensa. Su vestido está decorado con flores
coloridas (¿son auténticas?) y hecho a medida para ella. Si tuviese interés por cortejar a
otras personas, sentiría la tentación de intentarlo; sin embargo, su atractivo es para mí
una cuestión de pura satisfacción social. Mi objetivo como convidante es conseguir que

98
mis invitados se sientan felices, por supuesto, pero siempre es ventajoso que me vean
codeándome con gente interesante.

—Yahenni, te presento a Chandra y Nissa —dice Oviya—. Chandra, Nissa, os presento


a Yahenni. Se dedica al patrocinio de jóvenes inventores en apuros y es una de las
personas más altruistas que conozco. ¿Podemos unirnos a la fiesta?

—Faltaría más, señora Pashiri. —Qué forma de presentarme; ha logrado que me


ruborice por dentro. Me aparto y sostengo la puerta para dejar pasar a la elfa.

—Tienes unos ojos preciosos, cariño —elogio a Nissa cuando entra. Reacciona con una
sonrisa tensa.

La pelirroja sigue fuera, incómoda. La miro con cierto recelo y me vuelvo hacia Oviya.

—Chandra es la hija de Pia Nalaar —me explica.

—Entiendo. —Me hago a un lado y dejo vía libre a la hija de la persona más buscada de
Ghirapur—. La fiesta es arriba, así que os llevaré a otro sitio donde podamos hablar con
calma.

Guío a las tres hasta el patio trasero de la planta baja. Oviya se acerca y me susurra
mientras caminamos.

—¿Sabías que han capturado a Pia? —Lo ignoraba; qué inusual en mí.

—Pia nunca comete errores. Cuéntame qué ha ocurrido.

Oviya me explica la situación por el camino. Las plantas y la alegre fuente del patio nos
proporcionan intimidad en el rincón donde tomamos asiento en cuatro sillas
avejentadas. El rumor de la fiesta en la azotea proyecta un velo que disimula nuestra
conversación. Cuando nos sentamos, pido a un criado que traiga bebidas para mis
invitadas y Oviya termina de ponerme al corriente. Medito unos segundos acerca del
arresto de Pia Nalaar.

—Me temo que no puedo ayudaros —lamento—. No sé adónde podría llevar el


Consulado a una prisionera de la talla de Pia.

—Lástima —dice Oviya.

—Lo siento de veras. Me enorgullece utilizar mis contactos para ayudar a la gente, pero
esta vez me encuentro en un callejón sin salida. —De pronto percibo una onda de calor
y furia a mi derecha.

—Si fuera tu madre, seguro que colaborarías —me espeta Chandra.

—Yo no tengo madre —respondo encogiéndome de hombros despreocupadamente.


Chandra frunce el ceño. Se siente como una tonta, pero no tendría por qué: la verdad es
que no me molesta.

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Mi criado regresa y ofrezco una copa de vino de palma a Oviya y Chandra y un vaso de
licor de hierbas a Nissa. La experiencia me ha enseñado que los elfos suelen preferir las
bebidas fuertes, un rasgo que admiro y envidio en gran medida.

—Tal vez haya aquí alguien que pueda ayudarnos —interviene Oviya levantando la
copa con una mano hábil y curtida.

Hago memoria sobre los invitados de la azotea y empiezo a repasar mentalmente entre
mis contactos.

De pronto se oye un alboroto en la entrada. Nissa se sobresalta y Chandra se gira con


curiosidad. Desde nuestro rincón en el patio, veo a una pandilla de etergénitos que
irrumpen en casa cargando con una silla. En ella hay otro etergénito que se desvanece a
ritmo acelerado, brillando con el fulgor que anuncia la cercanía de la muerte. Su dermis
está disipándose y su cuerpo ha llegado al punto de ser más gaseoso que sólido. Es
vergonzoso. Aparto la vista.

—¡Es mi penúltima fiesta! —grita con entusiasmo. El grupo aúpa la silla y se lleva a su
colega escaleras arriba, hacia la azotea.

—¿Sabes quién es? —me pregunta Chandra, divertida.

—Preferiría no saberlo —respondo pellizcándome el punto de la muñeca que he tapado


esta tarde. Una minúscula viruta de humo escapa de ella. Odio verme morir de esta
manera.

—Pues vaya. —Chandra da una palmada con ambas manos en la mesa y se levanta—.
Iré arriba a preguntar si alguien puede ayudarnos. Nissa, ¿quieres...?

—Estoy bien aquí —responde ella en voz baja. Su energía es fría, amarga por la
ansiedad. No se encuentra bien, así que decido intervenir.

—¿Vamos a otra parte? Acompáñame, por favor; estoy deseando saber dónde has
conseguido ese conjunto.

IV
Subimos por las escaleras y nos quedamos en la penúltima planta, justo debajo de la
azotea. Llevo a Nissa hasta el balcón. ¿Qué clase de convidante permitiría que sus
invitados estuvieran incómodos?

—Parecía que buscabas una forma de huir de aquí —aventuro.

—Estoy bien —repite la elfa con los brazos cruzados. Todavía no lo está, pero la
curiosidad puede con ella—. ¿Qué es una penúltima fiesta?

100
—Lo último que hacemos los etergénitos es morir, así que la penúltima cosa que
hacemos es organizar una fiesta con asistencia obligatoria. Si alguien no tiene
suficientes amigos, se cuela en las celebraciones de sus semejantes. —Señalo hacia
arriba, desde donde nos llegan la música de la fiesta y el jaleo de la visita inesperada—.
Esa persona no grata, lamentablemente, será bien recibida en mi fiesta.

La elfa no responde. Puede que sea parca en palabras, pero su energía es increíblemente
fácil de leer.

—Cambiando de tema, en una escala del uno al "tierra, trágame", ¿cuánto odias las
fiestas? Vamos, sé sincera.

—Un ocho. O nueve. Lo que equivalga a "preferiría que un báloth me royese la pierna".

—Pues sí que es grave —respondo sin comprometerme.

Sus ojos de ensueño se desenfocan. Ha recordado algo y su aura ha adquirido un matiz


agridulce.

—En mi hogar celebrábamos bastantes fiestas.

—¿Y qué hacíais en ellas? —pregunto mientras le relleno el vaso.

—Hablábamos, restablecíamos nuestros lazos. A veces hacíamos caminatas a lugares


especiales.

—¿Aún soléis celebrar fiestas en esos sitios?

Nissa guarda silencio. Presiento que esos sitios ya no existen—. Muy bien, ¿qué puedo
hacer para que esta fiesta en particular te resulte más agradable?

101
—¿Podemos sentarnos en algún lugar más apartado de la gente?

—Cariño, por ti iría a los confines de la ciudad. Platónicamente, claro. Y solo si me lo


pidieras con cortesía. Y solo si no lloviera ni nada por el estilo. —Le ha hecho gracia.
Siento que se relaja un poco. Su energía se aviva con el cambio de canción en la azotea.
Qué maja. Le gusta la música. No hago caso a la mota de dermis que acaba de disiparse
en mi nuca—. Subamos a la azotea. No te separes de mí; observar a la gente es
exquisito.

Percibo la aprensión de Nissa y nos abro camino hábilmente a través de la multitud. De


camino a la azotea, saludo a una recién llegada y ofrezco un pañuelo a un invitado que
tiene restos de samosa en la barbilla. La fiesta ha llegado a un punto tranquilo y los
invitados conversan en calma unos con otros. Guío a la elfa hacia un extremo del toldo,
a un rincón separado por una barrera de plantas colocadas estratégicamente.

Un criado se acerca cuando tomamos asiento. Acepto el frasco de attar que me ofrece y
hago un gesto para que se agache y escuche mis instrucciones—. Pide que bajen el
volumen del panharmónico y que mantengan la música tranquila para mi invitada. —No
hay mayor tesoro que un personal atento. El criado se marcha y vuelvo a centrar mi
atención en Nissa.

»Quizá te parezca una impertinencia por mi parte, pero intuyo que no eres una chica de
ciudad —digo con cortesía. La elfa deja escapar una ligera sonrisa y me recuesto en el
sofá—. Nunca habías conocido a alguien de mi especie, ¿verdad?

—No. Háblame de tu gente, por favor —me pide en voz baja, con curiosidad. Es la
oyente más activa que jamás haya observado escuchar. Su mirada atenta solo es un poco
desconcertante.

—Somos un derivado con capacidad sensitiva del Ciclo del Éter. Nuestras familias
reclaman las zonas donde aparecen sus primeros miembros y adoptan a quienes surjan
allí. Nacemos en la madurez y tenemos una vida útil de entre cuatro semanas y cuatro
años.

—Esa descripción me recuerda a los seres elementales que he visto en otros sitios —
comenta Nissa arqueando las cejas.

—En ese caso, has visto más que yo. Todo lo que sé es lo que soy.

—No lo entiendo.

—¿El qué?

Prueba a hacer un gesto, pero no comprendo lo que significa.

—¿Qué ocurre? —le pregunto con un poco de incomodidad.

Hace otro medio gesto, se detiene y medita sus palabras. Entonces formula su inquietud
—. No entiendo cómo un ser natural puede haber nacido en una ciudad.

102
—Es que somos la ciudad. Mi cuerpo está hecho de éter y un día regresaré a él. La
naturaleza nos rodea; simplemente, puede parecer distinta de la que estás acostumbrada
a ver.

—Mm... —Nissa parece confusa. Está claro que nunca había pensado en esa
posibilidad.

Aprovecho la pausa para señalar a otro invitado dónde están los servicios.

El silencio continúa y veo que Nissa cierra los ojos. ¿Qué hace? Parece confusa. Sus
orejas se mueven muy ligeramente, como si escuchara. ¿Tal vez pueda oír algo que yo
no? Las comisuras de sus labios se elevan en una media sonrisa.

—La percibo. La naturaleza de este mundo es estructurada. Cíclica.

De algún modo, esta elfa puede sentir la naturaleza de mi hogar.

—La Panconexión está presente en todas partes, incluso en Ghirapur —explico mientras
me acomodo en el asiento—. Mi gente es la prueba de ello. A la naturaleza no le
importa que esta ciudad esté atestada; eso no altera su ritmo.

Una sonrisa completa se dibuja en el rostro de Nissa.

—¿Otro trago? —le ofrezco levantando una jarrita élfica.

—Sí, por favor —responde ella de inmediato. Relleno su vaso. Tal vez no esté dispuesta
a expresarlo, pero puedo sentir su asombro. Esta noche estoy siendo una fuente de
revelaciones.

103
V
Oigo un alboroto en el piso de abajo y me levanto. Nissa baja el vaso y me mira con una
pregunta reflejada en sus ojos interminables. La edad ha incrementado mi capacidad
sensitiva y sé inmediatamente qué ocurre y dónde.

Me obligo a bajar las escaleras sin correr (los esfuerzos físicos hacen que me
descomponga más rápido) y me dirijo con determinación hacia los servicios de la planta
inferior. Los invitados me dejan pasar y noto que Nissa y Chandra siguen mis pasos.

Al final del pasillo, delante de la puerta de los servicios, veo a un imponente miembro
de las fuerzas de seguridad del Consulado. La puerta está cerrada y el agente trata de
abrirla por la fuerza. Es alto, casi tanto como la planta que hay junto al umbral. Su
uniforme es viejo, pero el dobladillo está recién remendado: este hombre está
acostumbrado a las confrontaciones físicas. Las armas que lleva a la cintura no son
adecuadas para patrullar las calles y el tintineo de unas llaves delata su cargo: trabaja en
una penitenciaría.

Hago un gesto para que Chandra y Nissa se oculten detrás de la esquina y dejen que me
acerque a solas.

—¿Puedo ayudaros, caballero?

El agente suelta la manilla y me mira de arriba abajo—. Un convicto se ha atrincherado


detrás de esta puerta. Voy a llevármelo aunque sea a rastras.

—¿Por eso habéis irrumpido sin permiso en mi fiesta? ¿En mi casa?

El agente se sitúa a medio paso de mí y me mira desde arriba.

—¿Quieres que denuncie tu fiesta por exceso de ruido?

—... No...

—Entonces, no interrumpas los asuntos oficiales del Consulado.

No dudo que este bruto sería capaz de clausurar mi fiesta solo para atrapar a quienquiera
que haya tras esa puerta. El Consulado es así de mezquino. Odio a la gente mezquina.

Doy la espalda a ese cerdo y doblo la esquina del pasillo en busca de Chandra y Nissa.
Este problema tiene una solución fácil. Mis invitadas parecen fuertes y capaces de
luchar; puedo ofrecerles algo a cambio de un favor—. Si me ayudáis, os conseguiré la
información que buscáis.

—¿Qué necesitas? —pregunta Nissa en voz baja.

—Me gustaría que acompañarais afuera a ese caballero que nadie ha invitado.

104
—Será un placer —responde la elfa con una sonrisa de convicción. Entonces levanta
una mano y sus ojos interminables emiten un ligero brillo.

Algo en mi interior canta suavemente, pero la canción no va dirigida a mí. Mi mente


vuelve en sí y me dice que ignore el extraño tarareo que oigo en la lejanía. Me vuelvo
hacia Chandra.

—Chandra, necesito que me ayudes a derribar la puerta cuando ese señor se marche. —
La hija de Pia Nalaar me mira genuinamente sorprendida.

—¿En serio? —pregunta con un hilo de voz.

—Sí, en serio. Mi cuerpo se debilita y no puedo echarla abajo sin ayuda. ¿Podrás
hacerlo, cariño?

La única respuesta de Chandra es una risita por lo bajo que me resulta un poco
alarmante. Es muy extraño oír un sonido así en boca de una joven humana.

De pronto oigo un ruido sordo al fondo del pasillo. Me inclino para echar un vistazo y
no puedo evitar soltar un grito ahogado. No doy crédito a lo que veo, pero la planta que
hay junto a la puerta se ha enroscado alrededor de la pierna del agente, que yace
aturdido en el suelo. Quizá sea mejor... no pensar cómo ha podido ocurrir. Tampoco
tengo tiempo para preocuparme por ello. Doblo la esquina del pasillo y me agacho junto
al hombre del Consulado.

—Muy bien —le susurro—. Pia Nalaar. ¿En qué prisión está encerrada?

El agente gime de dolor. Creo que se ha roto un diente al caer. Da igual, no necesita
hablar para decirme lo que busco. Abro mis sentidos y hablo con tono apremiante.

—¿En Kohali?

El hombre gime de nuevo y su energía apesta a irritación.

—¿En Gupha?

Impaciencia.

—¿Dhund?

Una alarma lejana con olor a especias y sal se convierte en pánico mientras me mira a
los ojos. Si no tuviera la capacidad de leer su energía, jamás habría conseguido
adivinarlo fijándome en su rostro. Muy profesional. Le doy dos palmaditas en la mejilla.

—Gracias por cooperar —digo antes de volverme hacia la elfa—. Nissa, ¿podrías
llevarlo afuera?

Nissa se acerca y, sin esfuerzo alguno, se echa al agente sobre los hombros y se lo lleva
como si nada. Qué barbaridad.

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—Bueno, ¿cuántas partes de la casa quieres que deje en pie? —interrumpe Chandra
mientras se pone las gafas.

—¿Podrían ser todas excepto esta puerta en concreto, por favor?

Chandra asiente con una sonrisa de oreja a oreja y simplemente funde la cerradura con
un dedo incandescente. No me lo puedo creer. Estos humanos y sus trucos de feria...

Siento que Nissa vuelve por el pasillo cuando Chandra termina. Un fuerte olor a attar se
filtra por el resquicio.

—Todos los que tengáis pulmones, subid a la azotea, por favor —pido al resto de los
invitados. Oviya ha vuelto a unirse a Nissa y Chandra y me mira con preocupación. Me
acerco a las tres.

—Pia está en la prisión de Dhund —les susurro.

—No... —dice Oviya entre dientes—. Por favor, dime que no es verdad. —Niego con la
cabeza y Oviya se vuelve hacia Chandra.

»Baral está allí.

La temperatura aumenta al instante—. Nos vamos ahora mismo —asevera Chandra.


Oviya asiente y las dos se marchan escaleras abajo. Nissa se queda atrás y me mira
directamente.

—Gracias por la conversación, Yahenni.

—No hay de qué, cariño. Si tienes tiempo libre dentro de un mes, ven a visitarme. Voy
a celebrar la mayor fiesta de mi vida y ni siquiera tú querrías perdértela.

Nissa me regala una sonrisa justo antes de marcharse.

VI
Cruzo la puerta recién abierta y un hedor a perfume acude a mi encuentro. Una vez
dentro, cierro y me giro para ver quién se había encerrado aquí. Antes he notado una
sensación de angustia enjaulada; su origen se encuentra aquí, sin duda. En un rincón de
los servicios, sentándose con la espalda apoyada en la pared, veo al etergénito
moribundo de antes. Su dermis se ha desvanecido casi por completo y el brillo azul de
su esencia forma una extraña mezcla con la luz del sol poniente que se filtra por la
ventana. A sus pies hay varios frascos de perfume vacíos.

106
—Menuda forma de acaparar lo mejor —digo como si aplicara suavemente un bálsamo,
pero sé que mi pulla ha debido de sentar como el roce de un paño de seda en una herida
abierta y sangrante.

—Me queda poco más de un minuto —dice con voz sibilante—. El Consulado me
perseguía y no quería desaparecer delante de todo el mundo.

—¿Te has fugado de la cárcel o algo así? —le pregunto, y entonces reparo en el grillete
roto que le apresa un tobillo. Su única respuesta es un gemido.

Me siento a su lado. Sé que yo querría tener compañía—. ¿Alguno de los de arriba te


conoce? —pregunto.

—No... Solo han venido por la fiesta.

—Ese es el único motivo por el que estamos aquí, cariño.

Inhalo el perfume que aún flota en el aire. Mientras mi semejante continúa disipándose,
su energía se mezcla con el attar derramado. He presenciado los momentos finales de
muchas personas como yo. Casi todas los afrontaban con un aire triunfal. Luchaban y
pateaban y arañaban y celebraban la gloria de la vida, pero esta vez estoy contemplando
un final distinto.

Sujeto lo que queda de su mano.

Puedo sentir el latido de su energía bajo mi propia palma.

—¿Ha sido un buen viaje?

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Gira la cabeza hacia mí y me mira detenidamente. Le cuesta hablar, pero consigue
articular una afirmación—. Me lo he pasado de vicio.

En ese momento, la envidia me corroe. Me queda muy poco tiempo. Mi vida, la vida de
mi semejante, todas las vidas de mi gente transcurren persiguiendo y embutiendo todas
las experiencias posibles en un período de tiempo irrisorio. No es justo que nos
consumamos tan pronto.

No es justo que ahora me toque a mí.

Mi acompañante convulsiona y emana un humo oscuro. Su dermis se desintegra y el


éter contenido brota entre ella y asciende como un ligero vapor hacia el techo.

Me siento en silencio bajo la neblina de éter. Es preciosa.

Tras unos segundos, me levanto y abro la ventana. El olor y la energía escapan hacia el
cielo, hacia el mundo y la Panconexión. Me vuelvo hacia la pila de prendas que han
quedado en el suelo y las recojo, junto con las joyas y otros objetos: un monedero, un
reloj y un puñado de documentos del Consulado. Les echo un vistazo; una infracción
menor por hurto. No merecía ir a prisión.

Estrujo los documentos con furia entre los dedos. Esos malnacidos del Consulado nos
están matando más rápido.

Mientras reviso las joyas heredadas y me pongo una de las pulseras, un pensamiento
inesperado acude a mi mente.

¿Y si me marcho de la fiesta y salgo a las calles? ¿Y si persigo a esos canallas del


Consulado que han detenido a mi semejante y les doy su merecido? En el pasado ya
drené un poco de esencia a otro ser (una vez, por accidente) y fue increíble. Podría
volver a hacerlo. Podría hacerlo cientos de veces, si alguien se lo mereciese.

Observo una pequeña voluta de humo mientras surge de mi piel y flota hacia la ventana.

Me acuerdo del agente del Consulado, inconsciente ante la puerta de mi casa.

Seguirá allí algunas horas más.

Puedo ausentarme unos minutos.

Nadie se daría cuenta.

No. Ya habrá tiempo para eso. Cuando sea yo quien yazca en el suelo de unos servicios,
con frascos de perfume vacíos alrededor y descomponiéndome a trozos... Entonces
quizá lo haga.

Tengo otras cosas que hacer con el tiempo que me queda.

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Recojo uno de los frascos medio vacíos de attar imbuido de éter y me aplico un poco.
Cedro vívido y decidido. La descarga de energía recorre mi ser. El brillo del oro recién
tomado prestado refulge en mi cuello y el rumor de la fiesta reverbera a través del techo.

Subo las escaleras como una exhalación y emerjo bajo el sol recién puesto y el brillo de
los faroles. La multitud me abre paso y el panharmónico enmudece, respetando mi
posición de poder en el ecosistema creado por mí. Camino con determinación hacia el
centro del toldo y levanto los brazos para llamar la atención. Mis invitados callan y
dirigen su atención hacia mí.

—¡Invitados distinguidos y gentuza ordinaria, señalad en vuestros calendarios el día


dentro de un mes!

Mis amigos e invitados me aplauden. Son como yo: disfrutan de su elevada categoría y
de sus escasos límites.

—Voy a celebrar la mayor fiesta de mi vida una vez que concluya la Feria de
Inventores. Espero veros allí a todos y cada uno de vosotros; ¡decid a todos vuestros
conocidos que serían unos necios si se la perdieran!

La gente estalla en vítores. Me siento como si pudiera vivir diez años más.

—Pero dejémonos de anuncios. No queréis seguir oyendo hablar de mí, ¿verdad?

—¡Claro que sí! —ruge la fiesta entera.

—¡Pues os aguantáis! ¡Me he cansado de hablar! ¡Venga, todos a bailar! ¡Que suene la
música y que alguien abra otro barril para cada persona con hígado!

La multitud enloquece. La alegría colectiva de la fiesta fluye por mi cuerpo y hace que
me pierda en sus corrientes. Me zambullo en la tormenta de bailarines y un aerosol de
attar y éter me rocía la cara. La música sube de volumen y el ritmo de la canción
impulsa los movimientos de los cuerpos. Siento que todo está vivo. El brillo de los
etergénitos se refleja vagamente en el sudor de la multitud de bailarines, pequeñas
volutas de éter se disipan hacia el cielo y me siento con vida con vida con vida y en este
momento singular me sumo en celebrar la existencia.

109
Contenida
By James Wyatt

Atraída a su plano natal de Kaladesh por la noticia de que el Consulado pretendía


arrestar a los saboteadores de la Feria, Chandra ha descubierto, para su sorpresa, que
la renegada a la que perseguía el Consulado era su madre. Sin embargo, el
reencuentro se vio interrumpido cuando los soldados del Consulado arrestaron a Pia
Nalaar. Mientras que Liliana se marchó por su cuenta, Chandra y Nissa se encontraron
con Oviya Pashiri, una antigua amiga de los padres de Chandra, y empezaron a buscar
la prisión donde se encuentra Pia. Gracias a los contactos de Oviya entre los
renegados, han descubierto que Pia se encuentra en Dhund, unas instalaciones secretas
al mando del cruel mago Baral... El mismo Baral que persiguió a Chandra y asesinó a
su padre cuando ella apenas era una niña.

La cabeza de Nissa daba vueltas mientras la señora Pashiri las guiaba lejos del ruido y
los aromas de la fiesta de Yahenni. Volvieron a la oscuridad de las calles, donde el
barullo y el entusiasmo de la Feria de Inventores habían dado paso a la alegre actividad
de la noche.

Ghirapur no era tan agobiante como Rávnica, con sus ángulos agudos y sus calles
grises. De hecho, se podía apreciar que la ciudad estaba construida pensando en facilitar
que la magia (el éter) fluyera entre las calles y los edificios. Además, la arquitectura
presentaba numerosas curvas y líneas suaves, que recordaban más a los bosques de
Zendikar que las esquinas y giros bruscos de Rávnica.

Aun así, Ghirapur estaba atestada de gente.

Nissa tenía que esforzarse para seguir adelante y sobreponerse a los acontecimientos del
día, a la agitación palpable de Chandra y al ajetreo caótico del plano.

—Dhund... —masculló la señora Pashiri—. No podía ser otro sitio...

—Y Baral... —gruñó Chandra—. ¿Cómo es posible? ¿No tendría que haber muerto o...
o haberse jubilado después de tanto tiempo? —Hizo una pausa—. Ojalá hubiese muerto.
—Mientras caminaba, unas llamas diminutas danzaban alrededor de sus puños,
apretados con fuerza—. En un incendio.

—Si el mundo fuese justo, lo habría hecho —añadió la anciana.

—Cuando le ponga las manos encima... —Chandra se mordió la lengua, quizá


literalmente—. Lo siento, señora Pashiri.

Nissa se inquietó. Hasta ahora, Chandra solo había dirigido su furia contra los Eldrazi o
las criaturas retorcidas y corruptas de Innistrad que también parecían Eldrazi. La idea de

110
que la piromante desatara su ira sobre una persona le parecía preocupante. "¿Cuánto
dolor le habrá causado ese hombre?", se preguntó.

—Liliana me insinuó que fuese a por él —comentó Chandra—. Que le encontrara y me


vengase. Tendría que haberle hecho caso.

Nissa quería ayudarla, apoyar una mano en su hombro y ofrecerle un mínimo de


tranquilidad, pero tenía miedo de... ¿De qué? ¿De causarle dolor, como al tocar una
quemadura? ¿O de sentir el dolor de Chandra con más fuerza de la que ya notaba,
propagándose entre ellas como un incendio?

—¿Adónde rayos habrá ido Liliana? ¿Qué puñetas es más importante que encontrar a mi
madre?

Liliana había mostrado una agitación menos... intensa cuando las había abandonado,
pero no menos palpable. Nissa nunca había visto a la nigromante salirse de su calma
imperturbable; eso le hacía pensar que el propósito de Liliana, fuese cual fuese, debía de
ser muy importante.

—¿Y adónde rayos vamos nosotras? —espetó Chandra deteniéndose de pronto y dando
un pisotón que levantó algunas chispas en el suelo adoquinado.

—Tenemos que cruzar al otro lado del río —aclaró la señora Pashiri.

—¿Por qué? ¿Qué hay allí? —preguntó Chandra frunciendo el ceño—. ¿Las antiguas
plantas de energía?

—Sí. Y también el secreto peor guardado de Ghirapur. —La señora Pashiri bajó la voz
—. El territorio de Gonti.

—¿Quién es ese? ¿O esa? —quiso saber Chandra.

—Gonti es etergénito. Creo que hizo su fortuna como contrabandista; colaboramos una
o dos veces hace tiempo. El mercado nocturno de Gonti es una especie de núcleo para el
contrabando de éter y los inventores renegados.

—Y ¿para qué vamos ahí? —Chandra estaba exasperada y se tiró del pelo de la sien, lo
que prendió más lenguas de fuego junto a su cabeza antes de que se disiparan en volutas
de humo—. ¿Dónde está mi madre?

—Lo siento, cielo, pero estoy guiándome por la información más fiable que conozco.
Me han dicho que Dhund se encuentra en los túneles que se extienden por debajo del
mercado nocturno.

Chandra parecía afectada por tener que esperar mientras cruzaban el río en un pequeño
esquife impulsado por un joven que fingía indiferencia, aunque su rostro delataba un
gran interés por cualquier palabra que saliera de la boca de Chandra. La piromante
descargaba su frustración dando golpes en el suelo con los pies. Sus manos tampoco

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paraban quietas y parecía que incluso se mordía la lengua para no decir nada que
pudiera delatarla.

Durante esos escasos minutos alejadas de las luces, el ruido y la gente de la ciudad,
Nissa levantó la vista hacia las estrellas y los remolinos azulados de la eteresfera y
sintió una gran calma... solo perturbada por la preocupación de que Chandra prendiera
fuego al bote en un arrebato de furia e impaciencia. La mayor corriente de éter del cielo
era un reflejo casi perfecto del curso del río y Nissa pudo sentir la concordia entre
ambos, como si el éter y el agua fueran compañeros de viaje.

Pensó en Ashaya, su acompañante elemental, el fragmento del alma planar de Zendikar,


y se preguntó (no por primera vez) por qué había aceptado marcharse de su mundo natal
y embarcarse en la locura de aquel viaje junto a un grupo de humanos. Habían logrado
grandes cosas juntos, desde luego, y admitía que podían colaborar de manera muy
eficiente. Cada uno de ellos aportaba sus propias virtudes al equipo y ayudaba a
compensar las debilidades de los demás. Disfrutaba formando parte de aquello, de un
propósito mayor y más importante que ella misma. En cierto modo, era como estar
vinculada al alma de un plano, unidos por una causa superior.

Sin embargo, durante el caos de la lucha contra los Eldrazi había encontrado pocas
oportunidades para poner en orden los lazos emocionales del grupo. Evidentemente,
eran lazos... complicados. Encontrar su propio lugar en aquella red de relaciones
resultaba agotador. Era completamente distinto de la comunión sencilla y sin palabras
que había compartido con Ashaya, tan espontánea como un simple contacto.

Cuando tocaba a Ashaya, la energía, el maná... No, la vida fluía entre ellas y las unía,
conectando a Nissa con la esencia natural de Zendikar. Lo más parecido que había
logrado con alguno de los Guardianes era la comunicación sin palabras con Jace, cuyos
pensamientos podían proyectarse en la mente de Nissa y viceversa. En el fragor de la
batalla junto a los demás Planeswalkers, con Jace facilitando la comunicación entre
ellos, Nissa podía controlar el flujo del maná entre el grupo. Podía sumergirse en el

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flujo y formar parte del esfuerzo colectivo. Chandra y ella habían formado un poderoso
vínculo en aquellos momentos, al exponerse juntas al flujo de magia de los planos.

La comunicación cara a cara, en cambio, resultaba mucho más difícil, ya fuese con
Chandra o con los demás. La gente esperaba realizar sus interacciones diarias a un nivel
superficial. Al igual que Jace no utilizaba su magia mental para reemplazar las
conversaciones cotidianas, Nissa no podía contar con forjar vínculos profundos mientras
el grupo desayunaba en el hogar de Jace. Y cuando Chandra se mostraba tan molesta y
agitada como ahora, Nissa temía que formar un lazo con la piromante fuese como abrir
una compuerta a una marea de fuego.

Suspiró y se sumió en el flujo que la rodeaba, acogida entre el éter de las alturas y el
agua de la tierra. Sintió los latidos del corazón de Kaladesh y todo lo demás se
desvaneció.

Nissa trató de aferrarse a ese lazo mientras la señora Pashiri las guiaba por la multitud
del mercado nocturno de Gonti, pero lo perdía con cada paso que daba entre inventores
que promocionaban sus últimos inventos y contrabandistas que ofrecían suministros
ilegales de éter a muy buen precio. El ruido le martilleaba en los oídos y los olores de la
muchedumbre asaltaban sus fosas nasales, mientras que Chandra era un horno de
emociones que creaba su propia burbuja de calor en medio de la marea de cuerpos.

Mientras la señora Pashiri preguntaba a otro contacto (un enano gruñón al que parecían
haberle arrancado un trozo de oreja de un mordisco) cómo podían llegar a Dhund, Nissa
levantó una mano indecisa hacia el hombro de Chandra. Quería... No estaba segura.
Quería calmarla de alguna forma; llevar parte de su preocupación, si fuera posible, y
compartir la carga que afligía a Chandra. Sin embargo, el calor que emanaba de su
armadura metálica hizo que Nissa apartara la mano e imaginase la compuerta que
contenía el fuego.

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—Chandra —prefirió decirle—, en Rávnica me preguntaste... Querías que te ayudara...
Buscabas la forma de calmarte.

—Ahora no quiero calmarme —espetó Chandra volviéndose hacia ella con los ojos en
llamas y la cara en tensión—. Quiero encontrar a mi madre. —Se fijó en el rostro de
Nissa por unos segundos ("¿qué busca?") antes de darle la espalda—. Pero tú no lo
entiendes —masculló.

"Supongo que no", pensó Nissa. Cerró los ojos y trató de ignorar el ruido, los olores y la
amalgama de colores mientras respiraba hondo.

"Interesante". El éter trazaba estelas serpenteantes en los alrededores, mecido por


ráfagas sueltas de aire y dirigido a través de sistemas de ventilación. "Me pregunto si...".

—Nada —dijo la señora Pashiri mientras el enano desaparecía en la oscuridad de un


callejón—. Todos sospechan que Dhund está cerca de aquí, pero nadie sabe cómo

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llegar... o nadie quiere decírmelo. Tal vez si encontramos a... —dejó en el aire mientras
echaba un vistazo entre la multitud.

—Sé cómo llegar —afirmó Nissa abriendo los ojos. Al oírlo, la señora Pashiri enarcó
las cejas, sorprendida, pero Chandra frunció el ceño.

—¿Por qué no lo has dicho antes? —le soltó a la elfa—. Maldita sea, Nissa, podrían
estar torturando a mi madre. O puede que la hayan matado.

—Te entiendo. —Era la verdad: podía sentir el miedo y la preocupación de Chandra con
casi tanta fuerza como cuando Zendikar se había agitado contra la presencia invasora de
los Eldrazi—. Y no te he ocultado nada. Acabo de averiguarlo gracias al flujo de éter en
la ciudad. Si logro concentrarme...

—Me importa un bledo —ladró Chandra—. ¡Llévanos de una vez!

—Si logro concentrarme —insistió Nissa—, creo que puedo encontrar el camino. Quizá
incluso pueda orientarnos por los túneles subterráneos.

—¡Pues concéntrate! —Chandra la aferró por los hombros y casi la zarandeó. El fuego
de su agitación empujaba la compuerta y ponía las cosas aún más difíciles.

—Chandra, cielo... —intervino la señora Pashiri apoyando una mano tranquilizadora en


la espalda de Chandra—. Creo que tu amiga necesita un poco de espacio.

Nissa pestañeó. "¿Su amiga? No somos...".

Ashaya había sido su amiga. Con Ashaya había podido extender una mano y formar un
lazo perfectamente casual y natural. Sin esfuerzo. Con Chandra, Gideon o Jace, todo
requería un esfuerzo; incluso el simple hecho de entrar en contacto, como acababa de
hacer la señora Pashiri.

—Lo siento... —se disculpó Chandra bajando las manos y retrocediendo un paso, pero
sin dejar de observar a la elfa con expectación.

Nissa la miró a los ojos y, de repente, todo el dolor, la ira y la frustración de Chandra la
quemaron por dentro. Las lágrimas le escocieron en los ojos y apartó la mirada.

—Lo intentaré. —Se dio la vuelta, cerró los ojos con fuerza y apartó sus emociones a un
lado apretándose las sienes con los dedos.

De pronto, el mundo se desplegó ante la percepción de Nissa como un mapa extendido


sobre una mesa. El éter recorría el plano como una vasta red fluvial, elevándose hacia el
cielo en algunos lugares y descendiendo para besar la tierra en otros; a veces reflejaba el
curso de los ríos y otras serpenteaba a través de las calles de la ciudad. El éter refinado,
de un gusto distinto, fluía por tuberías tanto encima como debajo de las calles. En
algunos puntos bajo tierra había pequeños nudos de éter concentrado por donde no fluía
con tanta facilidad.

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Sin embargo, el éter sí que podía desplazarse por un complejo de túneles. No en forma
de corrientes, como en la eteresfera, sino de volutas y afluentes. Nissa lo había sentido
debajo de sus pies; apenas era un goteo comparado con el torrente de los alrededores y
las alturas, pero estaba allí. Se concentró en esa parte del flujo y empezó a buscar los
lugares donde el éter entraba y salía de los túneles.

—Por ahí —dijo al fin, señalando hacia la izquierda.

—¿Cómo lo sabes? —dudó la señora Pashiri.

—Vamos. —Chandra no vaciló y se encaminó hacia el lugar que había indicado Nissa
—. ¿Por dónde hay que seguir?

Nissa se apresuró a alcanzarla y la guio hasta un pequeño edificio erigido en el interior


de una estancia cavernosa que acogía una sección del mercado. Echó un vistazo de
soslayo para confirmar que la señora Pashiri seguía detrás de ellas y se abrieron paso
entre el gentío hasta que se toparon con una puerta de acero. Chandra trató de abrirla.

—Cerrada.

—Déjame a mí —dijo la señora Pashiri—. He traído mis herram...

Chandra asestó un puñetazo candente a la manilla y la fundió junto con la cerradura.


Nissa tuvo que protegerse los ojos del fogonazo y sintió un calor intenso en la cara.

—Estás llamando la atención —advirtió en voz baja la señora Pashiri.

—Que vengan e intenten pararme —replicó Chandra abriendo la puerta de una patada.

Como en respuesta a su invitación, un hombre alto y musculoso se acercó a zancadas,


respaldado por una mole aún mayor de placas metálicas, filigrana y engranajes. El
humano apartó a Chandra de un empujón y se interpuso entre ella y la puerta medio
fundida. O bien no había visto lo que había hecho Chandra o bien no era lo bastante
sensato como para tenerle miedo; Nissa sospechaba de lo segundo. O quizá su sentido
del deber fuese lo bastante fuerte como para ignorar su propia seguridad.

—Alto ahí —les dijo—. ¿Adónde creéis que vais?

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—A Dhund —respondió Chandra prendiendo las manos y los cabellos y mirando
fijamente al hombre—. ¿Se va por aquí?

Nissa vio la sala que había detrás de la puerta. Estaba abarrotada de cosas, pero
abandonada, y unas escaleras conducían hacia abajo. Prácticamente podía saborear la
débil corriente de éter que surgía de los túneles inferiores.

—Esto es propiedad privada —dijo el matón, aparentemente impávido ante la amenaza


de Chandra. Aunque tenía el físico robusto de Gideon, aquel bruto carecía del carisma y
el buen humor de su compañero. A Nissa le recordaba más bien a un ogro de Murasa, lo
que le hizo sentir nostalgia por su añorado Zendikar.

—¿Por qué no resolvemos esto delante de menos gente? —ofreció la señora Pashiri
sujetando al hombre del brazo y llevándolo al interior del edificio.

Estaba claro que el gorila también carecía de la inteligencia de Gideon, o tal vez la
apariencia amable de la señora Pashiri le hubiera desconcertado. Mientras se agachaba
para pasar por la entrada, Chandra le propinó un patadón en el trasero y el hombre se
estampó de bruces en el suelo. El golpe que se dio en la cabeza fue tan fuerte que no
volvió a levantarse. Mientras Chandra agarraba a Nissa de una mano y tiraba de ella
para que entrara, el autómata del matón trató de acudir en su ayuda. Sin embargo, era
demasiado grande para pasar por la puerta y solo pudo agacharse y estirar los brazos
para intentar apresarlas. Nissa señaló las escaleras a Chandra y la señora Pashiri y
extrajo la magia que latía en la tierra bajo la criatura. Unas enredaderas atravesaron el
suelo de hormigón y se enroscaron alrededor de las piernas del constructo, mientras que
otras surgieron delante de Nissa y sujetaron los brazos de la máquina. El éter salió
silbando del autómata en decenas de pequeños chorros cuando las enredaderas
empezaron a desarticularlo.

Nissa corrió escaleras abajo para alcanzar a Chandra y la señora Pashiri y descendieron
juntas hacia las profundidades, hasta que aparecieron en medio de un largo túnel.

—¡Lo has conseguido! —exclamó Chandra dándole un abrazo.

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Nissa notó en el pecho el tacto aún caliente de su armadura y un mechón de la
piromante, que olía a humo, le hizo cosquillas en la nariz. También sintió la presión de
un calor diferente: el fuego intenso de la energía inagotable de Chandra, el mínimo
atisbo de un auténtico lazo. Chandra se separó de ella y miró a un lado y a otro, hacia
las dos direcciones del túnel.

—Y ahora, ¿por dónde? —preguntó.

—No... No lo sé —admitió Nissa.

—¿Cómo que no? Pero ¡si nos has traído hasta aquí!

—Buscábamos los túneles bajo el mercado nocturno y los he encontrado siguiendo el


flujo del éter, pero eso no servirá para buscar a tu madre.

—Seguidme y no os demoréis —apremió la señora Pashiri tomando el camino de la


derecha—. El autómata no tardará en llamar la atención de la gente.

—Ni en acabar desmontado para vender sus piezas, por lo que recuerdo de los mercados
nocturnos —añadió Chandra dedicando a la elfa una sonrisa burlona.

La cabeza de Nissa volvía a dar vueltas. El ritmo frenético de Chandra, impulsado por la
urgencia de encontrar a su madre, dejaba a Nissa sin aliento. Cada vez que la señora
Pashiri se detenía ante una bifurcación, Chandra caminaba en círculos y sus manos
echaban pequeñas lenguas de fuego cuando apretaba los puños. Nissa se preguntó si las
habría conducido a una red de túneles abandonados de las antiguas plantas de energía,
porque nada indicaba que allí pudiera haber una prisión secreta. En algunos pasadizos
vieron personas que parecían falsos renegados vinculados al mercado nocturno y
vigilaban sin prestar demasiada atención. La señora Pashiri no tuvo dificultades para
distraerlos utilizando pequeños servos o animales de vida fraguada.

—No puede ser el sitio correcto —advirtió—. Es demasiado fácil entrar. Estos ineptos
no podrían pertenecer la policía secreta.

—No subestimes la estupidez humana —se mofó Chandra.

—Están muy tensos —añadió la señora Pashiri—. Tienen los nervios a flor de piel y el
más mínimo ruido hace que sospechen.

Las dos explicaciones parecían plausibles, pero Nissa no estaba convencida. Cerró los
ojos un momento y respiró hondo para tratar de recuperar la calma que había sentido en
el río.

—Nada de pararnos a meditar —protestó Chandra tirándole de un brazo.

—A ti tampoco te vendría mal calmarte —objetó Nissa lo más amablemente que pudo,
aunque no pudo evitar fruncir el ceño.

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—Después, quizá.

—Párate un momento a respirar. Exponte al flujo de energía del mundo. Siente su


inmensidad.

—¡He dicho que después! —Chandra se alejó a zancadas.

Nissa se apresuró a seguirla y la señora Pashiri fue detrás de ellas.

—Estás siendo demasiado hermética, Chandra. Como si te hubieras hecho un ovillo y te


abrazaras a todo tu dolor y tu miedo.

—¡Pues claro que lo hago! —La furia y el dolor de Chandra volvieron a estallar en
llamas—. ¡No puedo calmarme mientras tengan a mi madre!

—Pero estarás en mejores condiciones de encontrarla si...

—¡Es mi madre! —Chandra se giró con violencia y las llamas se acercaron


peligrosamente al rostro de Nissa—. Creía que había muerto hace doce años. ¿No lo
entiendes? ¿No tienes madre?

Nissa se quedó atónita. Algo la había aferrado por el pecho y ahora la oprimía con
fuerza, arrancándole el aire de los pulmones. El arrebato de Chandra pareció menguar
cuando advirtió la repercusión de sus palabras.

—Lo siento... —dijo con pesar.

—¿Alguna vez estuviste... en Bala Ged cuando visitaste Zendikar? —preguntó Nissa.

Chandra negó con la cabeza, confusa.

—Era el hogar de los Joraga, mi gente. Cuando Ulamog escapó de su prisión... fue el
primer lugar que destruyó. —Tragó saliva con esfuerzo—. Lo redujo a polvo...

—Entonces... ¿Tus padres han...?

—No han desaparecido, o eso nos enseñan los ancianos. Los espíritus de las
generaciones anteriores viven entre nosotros. Quiero creer que están ayudando a quienes
tratan de recuperar la región... —La voz de Nissa se quebró. La última vez que había
visto a su madre había sido mucho antes del despertar de Ulamog. Sabía que algunos
Joraga habían sobrevivido, pero nunca había tratado de ir en busca de su madre.

Cuando volvió en sí, Chandra la había abrazado de nuevo, con tanta fuerza que Nissa no
pudo ni mover los brazos. Era extraño, pero la presión que sentía en el pecho había
disminuido.

La señora Pashiri se detuvo ante un cruce de cuatro túneles idénticos, en algún lugar del
laberinto bajo el mercado nocturno de Gonti.

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—Sé que no es por ahí —dijo señalando a la derecha—. Tampoco es por donde hemos
venido —añadió señalando hacia atrás por encima del hombro—, pero el camino
correcto podría ser por cualquiera de esos dos.

—¿Qué estamos buscando? —preguntó Chandra—. Para empezar, ¿alguno de estos


túneles lleva a alguna parte?

—Si no lo hicieran, ¿qué sentido tendría vigilarlos? —respondió la señora Pashiri—. He


tratado de encontrar el camino siguiendo los túneles que parecen lo bastante importantes
como para apostar guardias. Sospecho que estamos caminando alrededor de nuestro
objetivo, pero no encuentro la forma de llegar hasta él.

—¡¿Cómo?! —bramó Chandra, tan frustrada que necesitó descargar una ráfaga de fuego
hacia el túnel de la derecha. Los rugidos de las llamas y su voz resonaron por los
pasadizos—. ¿Hemos estado dando vueltas mientras el Consulado tiene a mi madre? —
Giró sobre los talones y agarró a Nissa por los hombros otra vez—. ¡Nissa, haz lo de
antes! Siente el flujo de éter, o lo que sea. ¡Tenemos que encontrarla!

—Lo intentaré —respondió la elfa con gesto dolorido por el calor que desprendían las
manos de Chandra—, pero aquí abajo será... diferente.

Chandra se apartó para dejarle espacio.

Nissa avanzó hasta el centro del cruce y trató de escuchar, de sentir, de sumirse en el
aliento del aire, en la tierra bajo sus pies y sobre su cabeza, en el flujo del éter, las líneas
místicas y la magia que lo impregnaba todo. Sin embargo, no soplaba la más mínima
brisa, las escasas motas de éter flotaban quietas en el aire y la tierra se negaba a revelar
sus secretos.

—Busca tuberías —sugirió Chandra—. Necesitarán éter refinado en ese escondrijo,


prisión o lo que sea. ¿Hay alguna cerca?
120
—Sí —confirmó Nissa mientras centraba su percepción en la sensación inconfundible
del éter refinado, una corriente que se desplazaba justo por encima de los túneles—. Por
ahí —dijo señalando la dirección del flujo, hacia el pasadizo de la izquierda.

Chandra se puso en camino y Nissa y la señora Pashiri tuvieron que correr detrás de ella
hasta que se detuvo en el siguiente cruce y... "Un momento".

—Chandra, ven aquí —llamó Nissa. La tubería había cambiado de dirección


bruscamente hacia la derecha, pero no había ningún túnel en esa dirección, solo una
pared de piedra...

—Voy —respondió Chandra. Las paredes del túnel eran de piedra, pero estaban
decoradas con los círculos y espirales típicos de la arquitectura de la ciudad. Unos
pilares, probablemente más decorativos que de soporte, emergían de las paredes como
bajorrelieves a intervalos regulares por todo el túnel. De ellos sobresalían filigranas que
unían cada pilar al siguiente, formando arcos decorativos sobre la piedra desnuda.

¿Sería coincidencia que las tuberías girasen hacia el interior de aquellos arcos?

—¿Qué pasa? —preguntó Chandra. Había regresado junto a Nissa y la señora Pashiri y
ahora tamborileaba con los dedos en los brazos a la vez que daba golpes en el suelo con
un pie; la elfa se fijó en que tenía un ritmo curioso, tanto si lo hacía a propósito como si
no.

—Creo que aquí podría haber una puerta oculta —respondió Nissa indicando la pared.

Chandra se acercó y levantó las manos para apoyarlas en la piedra... pero trastabilló
hacia delante y desapareció a través de la pared como si fuese una superficie líquida. O
una ilusión.

La piromante asomó la cabeza y dio la siniestra impresión de que la habían colocado allí
como trofeo.

—No hay puerta oculta, pero tampoco hay pared. Vamos.

La red de pasadizos se transformó por completo. En lugar de caminar por túneles


aparentemente abandonados, ahora se encontraban en unas instalaciones limpias, bien
cuidadas, iluminadas y de construcción más reciente. Había puertas a lo largo de los
pasillos. La mayoría estaban entreabiertas y al otro lado se veían lo que parecían ser
despachos de burócratas, repletos de documentos; guardaban un parecido escalofriante
con el despacho de Jace en Rávnica.

"¿Quién podría trabajar aquí abajo?", se preguntó Nissa.

Ya no cabía duda de que se dirigían al lugar que buscaban. Nissa sospechaba que en
cualquier momento llegarían a una prisión repleta de guardias malhumorados, pero ya
no había vuelta atrás. Guio a sus compañeras por los cruces siguiendo el curso de las

121
tuberías de éter. Pronto se encontraron en un lugar donde una tubería descendía del
techo, trazaba un arco por un lateral del pasadizo y desaparecía bajo el suelo.

—Debemos de estar cerca —dijo Nissa bajando la vista—. Muchas tuberías como esta
convergen cerca de aquí... En los alrededores, en realidad.

—Eh... ¿Nissa? —Chandra llamó su atención.

La elfa levantó la cabeza y entonces vio a los guardias que se acercaban por todos los
flancos. El brillo azulado de la tubería de éter se reflejaba en el metal de sus armaduras
y armas.

Uno de ellos se llevó una mano a la cara y se quitó una máscara de filigrana. Lo primero
que llamó la atención de Nissa fueron los ojos azules e incandescentes, cuales ventanas
que conducían a una eternidad deslumbrante. Estaban rodeados de una piel
horriblemente dañada, que parecía casi azul bajo el extraño brillo de los ojos.

Chandra se convirtió en un incendio descontrolado, una tormenta de fuego que asoló el


túnel en dirección al hombre de las cicatrices; Nissa comprendió claramente cómo se las
había hecho. Sin embargo, las llamas se desvanecieron antes de alcanzar al hombre y las
últimas lenguas de fuego se extinguieron en la mano de él, seguramente absorbidas por
un dispositivo etéreo que llevaba en el brazo.

—Esta vez no, piromante —dijo el hombre. Levantó una mano hacia la pared y accionó
una especie de mecanismo. Justo antes de que Chandra se abalanzara sobre él, una
barrera surgió del suelo y le cortó el paso.

"¡Una trampa!". Nissa oyó sus propios latidos de inquietud.

122
Otras paredes se levantaron por todas partes y formaron una prisión diminuta y bien
sellada. Uno de los laterales tenía una especie de puerta con un grueso panel de cristal,
adornado, por supuesto, con una esmerada filigrana.

"Incluso la muerte es hermosa en este mundo". El extraño pensamiento acudió a la


mente de Nissa.

Chandra estampó un puñetazo en la puerta y provocó un estallido de llamas naranjas


que se transformaron al instante en chispas azules y se disiparon inofensivamente.
Apretó la frente contra el cristal y gritó a pleno pulmón.

—¡BARAL!

"Así que es él", pensó Nissa.

Se apartó alarmada cuando el rostro de Baral apareció al otro lado de la ventana. Nissa
pudo ver mejor las cicatrices: en la mitad izquierda de su cara, la nariz, la mejilla y la
frente se habían fundido en una horrible quemadura. El desprecio arrugaba su ceño y
curvaba sus labios.

—Piromante... —Pronunció la palabra como un escupitajo, apenas audible tras el grueso


cristal—. Baan dijo que habías vuelto. No daba crédito a sus palabras. No sé cómo
escapaste de mí la última vez ni dónde te has escondido todos estos años, pero no
volverá a ocurrir.

—¡Te mataré! —aulló Chandra arrojándose de nuevo contra la puerta y golpeando el


cristal con sus puños en llamas, que solo levantaron más chispas azules. "Una especie
de antimagia", dedujo Nissa. Chandra rugió de nuevo—. ¡Suéltanos, malnacido!

—Eres lamentable, pequeña Nalaar —respondió Baral, impasible ante las amenazas—.
Una triste aberración de la naturaleza.

Nissa dudaba que Baral pudiera notarlo, pero sus palabras habían herido a Chandra;
habían hurgado en alguna herida de su infancia. Se acercó para apoyar a Chandra y miró
a Baral a los ojos.

—¡Te di tu merecido cuando era una cría! —gritó Chandra—. ¡Verás lo que haré
contigo ahora!

—Arde todo lo que quieras. Morirás más rápido si consumes el oxígeno. Y tus amigas
también.

Chandra giró la cabeza y miró a Nissa con los ojos desorbitados y llenos de impotencia.
Su dolor y su ira eran tan salvajes, tan ardientes que una parte de Nissa quiso apartarse,
pero acercó una mano y la apoyó en la espalda de Chandra, tal como había hecho la
señora Pashiri.

Un vínculo se formó entre ellas y Nissa notó el fuego de Chandra ardiendo en su propia
alma. Retiró la mano y retrocedió un paso.

123
—Antes o después, moriréis aquí —continuó Baral—. Llevo mucho tiempo aguardando
esto, piromante. —Les dio la espalda mientras volvía a colocarse la máscara y se alejó
algunos pasos por donde había venido.

—¡Espera! —gritó Chandra—. ¡Mi madre! ¡Suéltala! Esto es entre tú y yo. Nissa y la
señora Pashiri tampoco tienen nada que ver. Mátame a mí, solo a mí.

Baral ni siquiera se giró. Antes de marcharse, su voz apenas se oyó como un susurro
cavernoso.

—No.

Chandra rugió. Las palabras desaparecieron de su mente y una ráfaga de fuego surgió de
su cuerpo y se estrelló contra la puerta. Como si fuera la marea al romper contra el
dique de Portal Marino, el impacto levantó un aluvión de chispas azules.

Nissa se apartó de un salto y cubrió con la capa a la señora Pashiri, tratando de proteger
a la anciana lo mejor que pudo. El calor le abrasó la espalda y la derribó, pero cesó casi
al instante. Rodó para apagar cualquier posible fuego que se hubiera prendido en la capa
y se incorporó.

La señora Pashiri parecía estar intacta. Chandra se había dejado caer de rodillas y tenía
los hombros y la cabeza gachos. Su fuego se había extinguido.

124
"Mi turno", pensó Nissa.

Se acercó a Chandra y apoyó las manos en la puerta. Percibió de inmediato que el cierre
era hermético. No detectó una simple protección contra el fuego de Chandra, sino el
complejo encantamiento de un contrahechizo imbuido en los materiales de la puerta.

En ese caso, habría que buscar otra solución.

Hincó una rodilla en el suelo y lo tocó con la mano. Extendió su percepción en busca de
raíces y plantas que pudieran atravesar la superficie en respuesta a su llamada. Incluso
el menor de los retoños podía partir el hormigón si se le daba el tiempo suficiente; con
su mano como guía, el tiempo que necesitaría una planta para abrirse paso y desencajar
la puerta sería casi nulo.

—¿Qué es ese olor? —preguntó la señora Pashiri.

—Nissa, mira —dijo Chandra dándole dos golpes en el hombro.

Nissa se volvió y siguió con la mirada el dedo de Chandra, que señalaba hacia el techo.
Una pequeña rendija, como las que había distribuidas por toda la sala, desprendía
diminutas cascadas de vapor verdoso que se desvanecía en el aire. Nissa también lo
olió: era un hedor punzante y nauseabundo, un producto químico completamente
antinatural.

—Veneno. Pretende que nos asfixiemos aún más rápido.

Chandra se dejó caer en el suelo y se abrazó las rodillas contra el pecho.

—Tranquila —le dijo Nissa mientras volvía a arrodillarse junto a la puerta—. Nos
sacaré de aquí.

Pero su idea no funcionaba. El suelo estaba imbuido con la misma magia anuladora que
cubría la puerta y las paredes. No podía proyectar sus sentidos ni su voluntad hacia la
tierra. No había ningún ser vivo dentro de su radio de influencia.

Nissa volvió a sentir presión en el pecho. Estar encerrada como un animal en la trampa
de un cazador ya era bastante malo, pero solo una vez se había sentido tan
desesperadamente sola y aislada de la vida y el alma del mundo que pisaba: cuando el
demonio Ob Nixilis había alterado las líneas místicas de Zendikar y había cortado su
vínculo con Ashaya.

Se sentó y apoyó la espalda en la puerta, inspirando aire a bocanadas para tratar de


calmar sus latidos desbocados.

—Me cuesta respirar —dijo Chandra en voz baja.

—No... No sé qué hacer —admitió Nissa mirándola a los ojos.

—Seguro que Jace tendría un plan. —Chandra trató de forzar una sonrisa, pero se apagó
en sus labios.

125
—Ese... Baral ha construido una trampa para magos. Anula los hechizos y los redirige
contra nosotras...

—Su profesión es perseguir a gente como Chandra —explicó la señora Pashiri—. Tiene
sentido que su guarida esté llena de trampas para protegerse contra posibles represalias.

—Gideon podría salir de aquí a porrazos —murmuró Chandra—. Reventaría la puerta


sin hacerse ni un rasguño.

—Yo estoy completamente aislada —lamentó Nissa—. Ni siquiera puedo encontrar las
plantas más cercanas. Tampoco puedo convocar un elemental. No sé qué hacer...

—Puede que Liliana venga y nos salve. Como hizo en Innistrad.

La desesperación de Chandra era tan obvia que Nissa tuvo ganas de abrazarla y
estrecharla contra su pecho. Aunque eso significara sentir su dolor; aunque significara
arder por dentro...

"Ya lo tengo".

—Probemos otra solución —dijo levantándose y tendiendo una mano a Chandra para
ayudarla a ponerse en pie.

Chandra tomó su mano y la sangre de Nissa se caldeó. En vez de cerrar la compuerta,


dejó que el fuego se propagara por su interior. Sintió toda la furia, la desesperación, el
tormento de encontrar a su madre y haberla perdido de nuevo... y una pizca de
esperanza. Nissa buscó dentro de sí misma y encontró algo que ofrecer a cambio: un
respiro de calma, franqueza y un atisbo del alma del plano. Chandra abrió los ojos de
par en par.

—Déjame alimentar tu fuego —explicó Nissa—. Juntas quizá podamos imponernos al


contrahechizo de Baral.

—¡Buena idea! —El rostro de Chandra se iluminó—. Esta conexión...

—Necesitamos una llama concentrada —interrumpió Nissa—. Otro fogonazo como el


anterior sería demasiado peligroso. Debe ser un fuego pequeño, pero lo más intenso que
puedas. Dirígelo contra la puerta y quizá podamos fundir las bisagras.

—Vale, hagámoslo. ¡Dame lo que tengas!

El entusiasmo de Chandra era tan palpable como el resto de sus emociones. Nissa
respiró hondo y extrajo maná de la tierra viva de los alrededores. Aquello funcionaba, al
menos: no podía proyectar su magia, pero podía atraer la del entorno.

Sus pulmones empezaron a arder. "El veneno". Tosió y perdió parte del control sobre el
maná que había acumulado.

—Date prisa —apremió con dificultad.

126
Chandra probó a respirar para centrarse e hizo un torpe intento de adoptar una postura
relajada, que probablemente había aprendido con los monjes de Regatha. "Querida
Chandra, la concentración no es tu fuerte, de verdad", pensó Nissa.

Aun así, una pequeña hoja de fuego controlado se manifestó en la mano de la


piromante. Nissa empezó a canalizar su maná hacia Chandra y la hoja brilló con más
fuerza y calor, hasta tornarse incandescente. Con una sonrisa en los labios, Chandra la
clavó en la puerta de la prisión y trató de introducirla a modo de cuña por el borde.

Una lluvia de motas azules saltó sobre Chandra cuales chispas al usar un soldador. La
piromante parecía haber tensado todo el cuerpo para mantener la llama viva y clavarla
en el metal.

Chandra consiguió hundirla un poco más y dio la sensación de que iba a funcionar...
Pero entonces, un destello azul y blanco restalló como un látigo y Chandra salió
tropezando hacia atrás y cayó en los brazos de Nissa. Las últimas llamas se apagaron en
su mano.

—¡Maldita sea! —bramó—. ¡Maldito Baral! ¡Maldito Consulado! ¡Maldito Kaladesh!


¿Por qué rayos he vuelto? ¡Maldición, maldición, maldición! —Acompañó cada
improperio con un puñetazo en el cristal, levantando pequeñas ráfagas de chispas azules
con cada golpe.

Se dio la vuelta y volvió a dejarse caer en el suelo. Levantó la vista hacia Nissa y toda
su furia se transformó en tristeza.

—¿Cómo ha podido salir todo tan mal? —lamentó.

—Chandra, ¿por qué quisiste venir? —le preguntó Nissa—. ¿Qué creías que
encontrarías?

127
—Dolor. No lo sé. Liliana me dijo... No lo sé. —Se mordió el labio unos segundos—.
¿Por qué te uniste a los Guardianes, Nissa?

—¿Cómo?

—Tenías un vínculo muy fuerte con Zendikar, ¿no? ¿Por qué te marchaste? ¿Por qué te
uniste a un grupo de humanos y decidiste meterte en nuestros fregados?

—Porque juntos somos más fuertes —respondió Nissa—. Podemos utilizar esa fuerza
para ayudar a otros mundos, igual que hicimos en Zendikar. No quiero que otros planos
sufran como lo hizo el mío.

—"Juntos tenemos más poder". Fueron las palabras de Liliana, ¿verdad? Yo no creo que
sea eso.

—¿A qué te refieres?

Chandra observó a la señora Pashiri, que estaba sentada en la pared opuesta,


conservando sus fuerzas.

—Somos Planeswalkers. Para la gente como nosotros, es muy fácil sentirse sola;
aislada, como has dicho antes. Siempre dejamos atrás a nuestras familias, a nuestros
seres queridos. Yo he encontrado a mi madre y a la señora Pashiri, pero creo que no
podría quedarme para siempre en Kaladesh. Somos Planeswalkers... y los Guardianes
nos ayudan a no seguir estando solos.

—A formar parte de una causa superior... —dijo Nissa.

—No. A formar parte de algo, a secas. Juntos. A tener una familia, estemos en el plano
en el que estemos. —Mostró una pequeña sonrisa—. A tener amigos.

128
Nissa trató de recordar la última vez que había considerado a alguien como un amigo.
No a Ashaya, el alma de Zendikar, sino una persona.

"¿Mazik? Eso fue incluso antes de abandonar Zendikar, antes de...".

—Los Guardianes no estamos solo para salvar el Multiverso —continuó Chandra


mientras se levantaba y la miraba a los ojos—. Estamos para salvarnos unos a otros.
Para ayudarnos mutuamente. Como cuando bajaste aquí... por mí. Para ayudarme a
encontrar a mi madre.

—En realidad no lo había...

—Significa mucho para mí —dijo Chandra apoyando una mano en el hombro de Nissa
—. Gracias.

Mientras la elfa trataba de encontrar una respuesta, Chandra pasó junto a ella y se
arrodilló al lado de la señora Pashiri.

—¿Qué tal estás?

—Bien, cielo, bien.

—No lo parece. —Chandra levantó la cabeza hacia Nissa, con la frente arrugada de
preocupación—. Deberías irte.

—¿Qué...?

—Somos Planeswalkers, tontaina. Puedes marcharte de aquí.

—¿Y tú qué harás?

Chandra sonrió mientras negaba con la cabeza y las lágrimas brotaban en sus ojos.

—Me quedaré aquí con la señora Pashiri. Mi madre nunca la dejaría sola.

—No digas tonterías, hija —protestó la señora Pashiri—. Si tenéis una forma de
escapar, marchaos aunque tengáis que dejarme aquí.

—No, no te abandonaré a tu suerte.

—Vete, Chandra. Vete. —La señora Pashiri estrechó las manos de Chandra entre las
suyas—. He tenido una vida larga, plena y maravillosa. Hace años que enterré a la
persona que amaba. Estoy preparada.

Chandra no lo aceptó. Se sentó junto a la señora Pashiri sin soltarle las manos.

—Chandra, tú tienes que... encontrar a tu madre —intervino Nissa—. Ve a salvarla. Yo


me quedaré con la señora Pashiri.

Chandra le sonrió, pero volvió a negar con la cabeza.

129
—Eres una buena amiga, Nissa.

"Esto no tiene sentido", pensó la elfa. "Somos Planeswalkers. Formamos parte de los
Guardianes. Hemos jurado ayudar a proteger el Multiverso y podemos hacer el bien por
mucha gente...".

"Pero lo único que quiero es quedarme aquí".

Se sentó junto a Chandra y la señora Pashiri.

"Con mi... mi amiga".

130
Liberación
By Chris L'Etoile

Doce años después de ver morir a sus padres, Chandra Nalaar ha regresado a
Kaladesh, su plano natal. Allí ha descubierto que su madre en realidad sobrevivió...
pero Pia Nalaar, ahora convertida en líder del movimiento renegado, ha sido arrestada
por el Consulado, bajo el mando del Planeswalker Tezzeret. Chandra ha ido en busca
de Pia con la ayuda de Nissa Revane y Oviya Pashiri, pero las tres han caído en la
trampa del cruel mago Baral, un agente del Consulado.

Encerradas en una prisión a prueba de magia, su única posibilidad de escapar es viajar


entre los planos, pero Chandra no está dispuesta a dejar atrás a la señora Pashiri... y
Nissa ha descubierto que no puede abandonar a Chandra.

Aún tenía que acostumbrarse a las manos. La falta de control estuvo a punto de costarle
una caída en el último tejado.

Los dedos mecánicos que le había dado Abuela eran fuertes y respondían
sorprendentemente bien. Era casi como llevar guantes. Sin embargo, al igual que ocurre
a una mano enguantada, su agarre era distinto. Tenía que acordarse de presionar poco al
sostener un vaso y mucho al saltar entre los tejados de los callejones.

Cuando dejó de sentir el aire en el rostro al aterrizar y sus pies se apoyaron sin hacer
ruido en los ladrillos polvorientos, perdió el equilibrio y se deslizó por la repisa. Sus
dedos, los auténticos, se aferraron al borde desde el interior de los guanteletes. Con una
eficiencia silenciosa, los dedos mecánicos se tensaron y se clavaron en la mampostería.
Quedó suspendido en el aire y se balanceó para aupar las piernas hasta el borde del
tejado mientras el viento mecía su capa. El azul del cielo y el claroscuro de las nubes de
la tarde pasaron ante sus ojos cuando giró sobre sí para incorporarse.

La maniobra le había llevado menos de un suspiro.

Se detuvo a escuchar y olfateó el viento. Las cocinas de los edificios emanaban los
aromas de una decena de hierbas y especias que no conocía cinco meses atrás. Ahora
sabía que se llamaban cardamomo, cúrcuma, clavo y comino, entre otras. La mayoría de
la gente no distinguiría más que esos olores, ya que eran los más penetrantes. Bajo ellos
percibió el de la piedra y el latón calentados al sol, el del aceite rancio y el del sudor de
un grupo de inspectores del Consulado.

El zumbido de un tóptero de vigilancia le llegó desde arriba. Algunas piedrecitas se


desprendieron de los agujeros que habían hecho sus dedos metálicos y repiquetearon en
el suelo. Oyó un rumor de tela que se acercaba.

131
—Este sitio se viene abajo —comentó una inspectora, cuya voz reverberó entre las
paredes de ladrillo y el suelo adoquinado—. Los Cónsules deberían derribarlo y
reconstruirlo.

—Tal vez lo hagan —respondió una voz masculina—. De momento, la Feria acapara
los fondos urbanísticos, pero pronto...

Satisfecho por no haber levantado sospechas, caminó hasta el otro extremo del tejado
sin hacer ruido y echó un vistazo hacia abajo. Balcón, balcón, canalón, toldo...
¿Soportaría su peso? Canalón, farola, pared y, finalmente, la calle. Descendió en
cuestión de segundos y sus dedos enguantados en metal apretaron la capucha para
ocultar el rostro.

Bajó la vista hacia los guanteletes de latón pulido. Solo las manos asomaban bajo las
mangas de la capa, pero los guanteletes cubrían más allá de los codos. Eran obra de los
Mangadestello, un grupo de artesanos especializados en accesorios corporales. Abuela
había encargado que los fabricasen para él. No atraerían las miradas de la gente. La capa
la había hecho ella misma utilizando un ingenioso artilugio que daba vueltas y hacía
tictac. "¡Tu capa es muy sosa! Con eso llamarías la atención todavía más", le había
dicho ella mientras tejía y él sostenía los rollos de seda y respondía preguntas sobre
colores y patrones con un desinterés respetuoso.

Bajó los hombros, se encorvó y se metió en medio de la multitud, escuchando e


ignorando el hedor a sudor nervioso.

—¿Qué ha pasado?

—... llevan un buen rato ahí...

—... y dicen que los renegados habían puesto trampas...

—... ¿volver a casa, papi?

—... nunca había visto tantos...

Desde las sombras de la capucha, observó las rutas rigurosas de los tópteros que
sobrevolaban la zona y el impreciso ir y venir de los humanos y vedalken vestidos con
uniformes del Consulado. El edificio de Abuela estaba rodeado.

Se escabulló por otro callejón y volvió a escalar a los tejados. Apoyó la espalda en una
caseta llena de herramientas de jardinería y se cercioró de que había medido bien los
tiempos. El tóptero dorado pasaba por la parte trasera cada veintidós respiraciones,
mientras que el naranja lo hacía en sentido contrario cada cuarenta. El jardín de especias
de los vecinos era una bomba para sus fosas nasales.

Podía hacerlo.

Esperó y escuchó el ruido de los tópteros que zumbaban en las alturas.

"Ahora".

132
Corrió hasta el borde del tejado, se descolgó de un salto y se impulsó hacia atrás.

El aterrizaje le dejó sin aire en los pulmones.

Echó a correr y zigzagueó entre las claraboyas y las chimeneas.

El zumbido de unas alas metálicas reverberaba en el suelo. No le quedaba mucho


tiempo.

El edificio de Abuela era el más alto del bloque. Corrió lo más rápido que pudo y en el
siguiente salto se impulsó hacia arriba, estirando el brazo por encima de la cabeza y con
la capa azul y dorada ondeando detrás de él.

Sus dedos de latón se aferraron al saliente del tejado y las enormes botas amortiguaron
silenciosamente el impacto contra la pared.

Gruñó ("¡demasiado alto!") al auparse al tejado.

Se quedó tumbado un tiempo, respirando por la boca y haciendo que el aire entrase lenta
y silenciosamente, escuchando si los tópteros habían alterado su ruta o si había gritos en
la calle.

Nada.

Abuela vivía en un apartamento con terraza al otro lado del edificio, desde donde se
veía el Chapitel de Éter del Consulado. Ella le había puesto toda clase de nombres; el
más amable de ellos era "monstruosidad" y el más burdo era una retahíla de referencias
escatológicas asombrosamente específicas y a cada cual peor. Se acercó al borde y
olfateó. Solo percibió las orquídeas; nada que revelase la presencia de inspectores.

Se dejó caer en silencio entre las plantas y se coló en el hogar de Abuela. "Perdón por el
allanamiento".

Se agachó y escuchó mientras el viento mecía las cortinas de lino descoloridas. Dos
voces. No... Tres. Una de ellas tenía un tono firme y autoritario. Estaban al otro lado del
pasillo, en el dormitorio. Habían registrado el apartamento sin contemplaciones: los
contenidos de los vetustos armarios de madera estaban esparcidos por el suelo de
baldosas de colores y los cojines estaban rajados y vaciados.

Se movió sin hacer ruido y tuvo cuidado para no pisar las pertenencias diseminadas por
doquier. Aguzó el oído para escuchar la conversación en el dormitorio.

—¿Has registrado ese ropero? —Una mujer con voz grave y seria.

—Pues claro que he registrado el ropero, pero nada. —Un joven protestón.

—Tiene que haber algo. —Una tercera voz, masculina y tajante—. Alguna prueba.
Lleva más de una década en el círculo interno del movimiento. No puede haber
guardado todos los secretos en su cabeza. Id a... No sé. Registrad el salón otra vez.

133
—¿Sabías que Rashmi ha pasado a la siguiente ronda? —dijo el joven acercándose por
el pasillo. El olor a metal agrietado del aire cargado con éter le precedía. Iba armado,
por supuesto. Su voz se volvió menos entusiasta—. No creo que un transportador de
floreros tenga tanta utilidad.

—Piensa en las posibilidades a largo plazo —replicó la mujer con brusquedad. Un


cristal reventó bajo su bota y ella maldijo entre dientes—. Hoy, floreros; mañana,
mecatitanes...

Movió los pies con precisión para no hacer el más mínimo ruido y se dirigió al salón.
Los inspectores estaban de espaldas a él, vestidos con sus uniformes rojos y naranjas y
contemplando el destrozo que habían hecho. Unos artefactos de metal negro colgaban
de sus cinturones, siseando.

—¿Dónde estará su mascota? —se preguntó el joven.

—No creo que tenga —contestó la mujer—. Es una fraguavidas. Crea sus propias
mascotas —explicó moviendo las manos como si fueran las alas de un pájaro.

Se acercó a ellos sigilosamente y abrió los brazos como si pretendiera abrazar a los
intrusos. El viento levantó ligeramente la capucha de su capa.

—Entonces, ¿de dónde han salido todos esos pelos blancos del sofá? —argumentó el
joven, que entonces empezó a girarse con el ceño fruncido.

Su sombra se cernió sobre el inspector, que se alarmó y se llevó las manos a la funda del
arma mientras sus ojos se abrían como platos al asimilar lo que tenían delante.

Las manos enguantadas en metal estamparon las cabezas de los inspectores la una
contra la otra.

Hizo un gesto de dolor al oír el impacto de los cráneos y los inspectores se


desplomaron, inconscientes. "No envidio el dolor de cabeza que compartiréis esta
noche".

—¿Basani? —llamó el superior desde el otro lado del pasillo—. ¿Qué ha sido ese ruido?

Se situó detrás de la puerta.

—¿Basani? —Los pasos tronaron por el pasillo.

Uniforme de seda rojo y naranja. Metal dorado. Lino blanco como el marfil. Incluso
antes de que el borrón de colores formara la silueta de un hombre, los dedos de latón lo
sujetaron por el cuello y lo levantaron del suelo. Los viejos instintos.

El hombre resolló, pataleó y agitó los brazos tratando de echar mano a los instrumentos
de su cinturón.

Se los quitó de un guantazo con la mano libre y estampó al supervisor de espaldas


contra la pared.

134
—Buenas tardes.

El hombre se llevó las manos al cuello para tratar de liberarse. Se asfixiaba.

—Perdón —le dijo aflojando un poco la presión—. No son mis manos habituales. —El
hombre resolló en busca de oxígeno y su olor corporal se volvió más fuerte—. Hueles a
miedo —añadió él ladeando la cabeza—. ¿Estás asustado?

—Sí... —silbó el supervisor. Sus ojos desorbitados trataron de vislumbrar el rostro que
se escondía bajo la capucha.

—Bien —le susurró. Esperó a que el hombre sudara un poco más antes de hacerle la
pregunta—. ¿Dónde está la Abuela Pashiri?

—Detenida. Por ahora. —Abría la boca como un pez sacado al inhóspito desierto que
había sobre su mundo—. En una trampa. Es una renegada.

Esperaba que hubiera escapado, que los inspectores estuvieran en el apartamento para
buscarla, pero no: la habían capturado y ahora buscaban pruebas para incriminarla.

—¿Qué clase de trampa? —preguntó.

—Buscaba... a alguien. Nos avisaron. Las... capturamos.

Evasivas. Levantó al supervisor otro palmo del suelo.

—¿A quiénes?

—La líder... renegada. —El hombre se estremeció y sufrió arcadas en su frustrado


intento por toser.

Abuela le había hablado de ella a menudo, pero siempre usando aquel nombre en clave.
Solo la había visto en persona una vez. Una mujer de actitud noble, con una mirada
distante y una fuerza de voluntad tan férrea que casi ocultaba las cargas que soportaban
sus hombros.

—¿Dónde le habéis tendido la trampa?

—¡N-no sé! —negó desesperadamente el supervisor.

—Lástima.

—¡N-no me... mates! —rogó el hombre, con las pupilas dilatadas como pozos negros.

—Yo no mato. —Le dio un golpe en la cabeza con la mano libre y lo dejó caer al suelo,
inconsciente—. Ya no.

Regresó a la terraza de Abuela y desplazó con cuidado las macetas de las orquídeas. Si
le habían tendido una trampa, significaba que había salido de casa por su propio pie.
Eso le serviría para seguir el rastro. Cerró los ojos y respiró hondo.

135
El aire era una mezcolanza de aromas. Se concentró e ignoró las especias, los metales,
la muchedumbre preocupada y el omnipresente olor eléctrico de las rachas de éter que
se arremolinaban por la ciudad.

Entonces lo encontró.

Apenas quedaba un indicio en las calles: frutas de estío, rosas, jacinto y miel. El
inconfundible olor del attar que usaba Abuela. Casi imposible de conseguir hoy en día,
le había dicho con orgullo. Y aún más leve, el olor a aceite y latón cálido del pájaro
mecánico que se posaba en el hombro de Abuela para trinar mensajes en clave.

El callejón trasero seguía despejado por el momento. Sospechaba que pronto dejaría de
estarlo. Saltó por encima de la barandilla, sintiendo cómo el aire hinchaba la capa que
había confeccionado Abuela, y rodó al aterrizar.

El olor susurrante le dirigió hacia el sol del ocaso. Recorrió a toda prisa las laberínticas
calles, llenando las fosas nasales con cada respiración. Las palomas y los pájaros sastre
levantaban el vuelo a su paso.

Estaba en otro tipo de jungla, pero él seguía siendo un rastreador.

Seis meses antes

—Ichi, ni... —contaba el niño, con los ojos cerrados con fuerza y tapados con las
manos.

Oyó risas alrededor y el suelo vibró con los pisotones de los demás, que echaron a
correr en todas direcciones. Se concentró en los sonidos: los pies descalzos se alejaron
pisando madera y juncos. Su oído era más agudo que el de la mayoría.

—... san, shi...

Aquel juego se le daba mal. Era el más pequeño y lento. Pero solo tenía que atrapar a
uno. Con uno sería suficiente. Atraparía a uno y los demás se reirían de ellos.

—... go, roku...

¿Un chapoteo? Alguien había ido al estanque. Eso era trampa. Él no podía ir al jardín.
No como los demás. Cuando ellos salían a jugar bajo el sol, él tenía que sentarse en el
porche y mirar, dejando colgados sus grandes pies en las frescas neblinas del manantial.

—... shichi, hachi...

Habían tenido que poner aquella norma solo para él, cuando le tocaba buscar. Aun así,
era el más pequeño y lento. Le tocaba demasiadas veces.

—... kyu, ¡ju!

136
Abrió los ojos en la luminosa biblioteca. El sol cálido y dorado brillaba en los paneles
de papel y las estanterías llenas de libros y montañas de pergaminos.

—¡Ronda, ronda, el que no s'haya escondido que se'sconda! —gritó. Lo primero que
hizo fue salir al porche por la puerta corredera y buscar al tramposo del estanque,
entrecerrando los ojos por culpa de la claridad.

Oboro, el palacio en las nubes


Solo vio una grulla, que levantó la cabeza del agua al oírle llegar. La neblina del jardín
ondulaba y se mecía con la brisa. Las campanillas de madera colgadas del techo
tintineaban y entrechocaban; los amuletos cabezones para prevenir la lluvia se agitaban.
Los pétalos rosados se arremolinaban entre sus pies.

Volvió a entrar en casa y se rascó el costado mientras pensaba en los ruidos de las
pisadas. Estaba en la Sexta Biblioteca. Sospechaba que la prima Umeyo había ido a la
Tercera, pero Ume era buena con él; siempre le daba bocados de sus postres de hielo
raspado y le acariciaba la cabeza antes de irse a dormir. La dejaría tranquila en la
Tercera Biblioteca y buscaría en otro sitio. A lo mejor en la Décima, donde solía ir el
hermano mayor Hiroku, porque allí estaba su libro favoritísimo, el de los ratones y los
cuervos. Además, a Hiro no le interesaba tanto jugar al escondite.

Recorrió el pasillo atravesando haces de luz dorada. Trató de ser lo más silencioso
posible.

Una racha de viento sopló desde la derecha y tensó los paneles de papel. ¡La entrada!
Alguien acababa de abrir la puerta. Se giró hacia la entrada y deslizó el panel de un
tirón.

—¡Te he pillao!

137
La puerta de la entrada seguía cerrada. Un gigante pálido le miraba desde lo alto. Su ojo
azul pestañeó.

—En efecto, pequeño cazador —dijo con voz retumbante.

Tendría que darle la bienvenida.

Le habían explicado que debía inclinar la cabeza y decir "bienvenido a nuestra casa".

¿Cómo se llama? ¿Quiere que anuncie su llegada? ¿Ha tenido un viaje largo? ¿Necesita
zapatillas?

Los pies del gigante eran más grandes que su propia cabeza y tenían uñas del tamaño de
dedos.

El gigante se agachó delante de él y seguía siendo el doble de alto. Olía a hierba en


verano y árboles desconocidos. Su ojo azul tenía líneas rojas, como cuando Hiroku se
quedaba leyendo hasta muy tarde. Donde debía estar el otro ojo solo había una cicatriz.

—Creo que aún no nos han presentado —dijo el gigante. Sus dientes eran enormes y
numerosos.

Oyó pasos en el pasillo que hicieron crujir las tablas, pero no apartó los ojos del gigante,
porque ¿y si se daba la vuelta y los dientes se acercaban?

—Estás temblando. —El ojo azul celeste del gigante le miró de arriba abajo—. No
tengas miedo.

—¡SEÑOR GATO! —Los dos se sobresaltaron al oír un chillido procedente del pasillo.
Era la voz de la hermana mayor Rumiyo, que se alejó corriendo por el pasillo—.
¡Mamáaaaa! ¡Ha venido el Señor Gato!

—Rumi sigue tan alegre como siempre —dijo el gigante con una sonrisa. Entonces
retrocedió un poco y se sentó con las piernas cruzadas, apoyando las manos en las
rodillas. Inclinó la cabeza—. Estas manos no te harán daño alguno.

Aun así, se apartó un paso del gigante.

—¿Nashi?

No había oído los pasos, porque ella era grande y ya no tocaba el suelo a menos que
quisiera, pero vio su sombra proyectada en el pasillo y corrió a esconderse detrás de sus
piernas.

—¿Qué te...? Ah. Bienvenido a Kamigawa, amigo mío —saludó ella.

Asomó la cabeza por detrás del vestido turquesa de ella. El gigante pálido se levantó e
hizo una reverencia con gran respeto.

—Me alegro de verte, Tamiyo.

138
—Lo mismo digo. —Bajó la cabeza y sonrió mientras se colocaba una oreja detrás del
hombro—. Nashi, este señor es Ajani. Forma parte de nuestro círculo de historias. —La
voz de Tamiyo era como un jarrón de porcelana, fresca y reluciente—. ¿Te acuerdas de
Narset? Ajani también puede caminar por detrás del aire.

Narset le había contado historias que avanzaban en largos círculos inconexos y se había
tumbado con él en el tejado a ver las nubes. Se había reído con todos sus chistes, pero
de ninguna de sus palabras. Las historias de dragones eran las favoritas de Narset.

—Ajani, te presento a Nashi —dijo Tamiyo acariciándole la cabeza—. Ahora es parte


de nuestra familia.

—Es un honor conocerte. —El gigante, Ajani, volvió a hacer una reverencia.

Él se quedó detrás de las piernas de Tamiyo, pero correspondió el gesto, como le habían
enseñado.

—Igualmen...

—¡SEÑOR GATO! —Una silueta de color marfil pasó a su lado como una centella.

Ajani se agachó justo a tiempo para estrecharla entre sus enormes brazos.

—¡Cuánto has crecido! Hola, Rumi.

—¡Hacía mucho que no venías! —Rumi iluminó la entrada con su entrañable sonrisa, a
la que le faltaban algunos dientes. Las tablas del pasillo retumbaron cuando los
hermanos y los primos llegaron corriendo, saltando y flotando en pequeños tramos.
Rumi se puso de puntillas para revolver el pelaje de Ajani—. ¡Seguro que tienes
historias estupendulosas!

—¡Es Ajani!

—¡Cuéntanos otra vez la del dragón!

—¡Yo quiero la del agujero en el mundo!

Los niños pueblo-lunar corretearon alrededor de Ajani, fascinados con su pelaje pálido,
su enorme hacha de dos cabezas y la capa blanca que llevaba a la espalda. Hiroku era el
más alto, pero apenas llegaba hasta el pecho del gigante. Rumi había trepado a los
hombros de Ajani y ahora se reía de los demás desde lo alto.

—¡Niños! —Tamiyo puso orden dando dos palmadas.

—¡... y ahora mando y...! Oh. —Rumi se sonrojó al ver que había sido la única
desobediente.

—Ajani es nuestro invitado. Es de mala educación recibirle con exigencias. —Tamiyo


entrelazó las manos a la altura del vientre y el gigante dejó a Rumi en el suelo—. Ha

139
hecho un largo viaje para venir a vernos. Rumi, dile a tu padre que prepare un almuerzo
de bienvenida. Los demás, id a ayudar.

—¡Pero no puede irse sin contarnos sus historias! —chilló Rumi cruzándose de brazos y
levantando la barbilla—. Es una norma incuestionable, mamá. Quien se vaya de
aventuras tiene que contarlas cuando regrese.

—Ay... —Tamiyo miró a Ajani apretando los labios en una línea severa, pero sus ojos
sonreían—. Ha salido a su padre.

—No te preocupes —respondió el gigante con cortesía. Bajó la vista hacia la multitud y
se llevó una mano al pecho—. No me iré sin antes contaros una historia.

Aun así, los demás se marcharon protestando. Querían oírla ya.

—Vamos, Nashi. —La prima Ume le agarró de una mano, con los ojos lavanda abiertos
de par en par y llenos de entusiasmo—. Ayúdame a preparar las bolas de arroz.

—Vale —dijo él dejándose llevar. Echó un último vistazo atrás mientras se iba con los
otros niños por el pasillo.

Tamiyo levantó una mano hacia el brazo de Ajani. Tenía una expresión preocupada que
solo había visto mostrar a Genku a altas horas de la noche, cuando se suponía que todos
los demás dormían.

—Llevabas meses sin visitarnos —dijo casi imperceptiblemente—. ¿Dónde está


Elspeth?

El cuello del gigante se dobló como un sauce bajo la lluvia. La luz de su ojo se apagó.

—Elspeth... no va a venir.

Ume giró por un pasillo y le llevó con ella.

El rastro llevó a Ajani hasta un nuevo grupo de inspectores.

Observó desde lo alto de una torre de latón mientras ellos deambulaban por las calles,
desmontando cuidadosamente cualquier máquina que encontrasen. Cuales hormigas, se
movían en fila por los bordes de cosas mucho mayores que ellos, recortando trozos
minúsculos para llevarlos a un lugar donde nadie volvería a verlos.

El ambiente cargado tras una batalla aún era perceptible; olía al aroma eléctrico del éter
y a metal quemado.

De pronto sintió una presión en la espalda, apenas lo bastante fuerte para saber que se
trataba de la punta de un arma blanca.

—¿Te has extraviado o qué? —preguntó una voz femenina y ligeramente burlona.

140
Impresionante. No la había oído ni olido en absoluto. Fuera quien fuese, no era una
cazadora aficionada. Ajani desplazó su peso despacio...

—¿Piensas saltar? —La punta del arma se revolvió ligeramente, juguetona—. Hay
formas más fáciles de morir, qué quieres que te diga. Si bailas entre las corrientes de
éter, acabarás rizándote los pelos.

Se tranquilizó. Aquella frase la utilizaban los amigos de Abuela para identificarse unos
a otros; era una referencia velada al blasón de los Cónsules. También le había enseñado
la respuesta adecuada.

—Entonces es mejor quitarte los zapatos y dejar que te ricen los dedos de los pies. —
Una referencia a la modificación del símbolo que hacían los renegados.

—¡Ah, estupendo! —El arma se retiró—. Mil disculpas, compañero. Ya ves que no
hemos tenido un buen día, que digamos.

Estuvo a punto de girarse, cuando de pronto una elfa se dejó caer a su lado, sentándose
en el borde del tejado con las piernas colgando. Aparentaba estar en el final de la
adolescencia, aunque los elfos podían tener aquel aspecto y ser mucho más viejos que
él, en realidad. Su atuendo era una mezcolanza de tonos violetas y grises oscuros,
adornado con una cantidad tremendamente excesiva de saquitos y cinturones. Dos aros
oscuros de metal contenían una cascada de trenzas azabache que probablemente
llegarían hasta la cintura al soltarlas. La elfa olía a almendras, té negro y sudor.

—Menudo espectáculo, ¿verdad? —Vigilaba a los inspectores mientras balanceaba los


pies como una niña inquieta. Media docena de pequeños insectos metálicos se aferraban
a los hombros de su capa: mariposas de latón que batían alas de seda en una ingeniosa
imitación de la vida, arañas de acero templado que se mantenían completamente
inmóviles excepto por sus ojos inquietos. Varias flores vivas, de color violeta y añil,
asomaban entre las costillas metálicas de los constructos.

—¿Qué buscan? —preguntó Ajani.

—Vete tú a saber —respondió la elfa, despreocupada—. ¿Trampas, tal vez? —Gorjeó


una risa como un ave cantora—. ¡Esa sí que sería buena! Imagínatelos buscando algo
que ninguno de nosotros utilizaría jamás. —Le miró con sus alegres ojos plateados—. A
todo esto, puedes llamarme "Hojasombrya", con ye en vez de i.

—¿Hojasombrya? —repitió él, incrédulo.

—¿A que es un alias genial? —dijo sonriendo de oreja a oreja.

—Es... ingenioso, sí —concedió Ajani con diplomacia. Abuela le había hablado de una
joven fraguavidas de gran talento, una elfa Vahadar que vivía en la ciudad. Según ella,
era un prodigio que forjaba insectos mecánicos capaces de atrapar y desmantelar los
tópteros de vigilancia del Consulado. Sin embargo, cuando Ajani le preguntó el nombre
de aquella joven prodigiosa, Abuela solo había respondido con un largo suspiro.

141
—Pues se me ocurrió a mí solita, que lo sepas. Creo que tiene muchísimo gancho. —
Agachó la cabeza e intentó mirar bajo las sombras de la capucha de Ajani, pero él se
giró en el acto y cerró la capucha con sus manos de latón—. Ah, un hombre misterioso,
¿eh? —se burló ella dándole dos codazos en el costado—. Me gusta tu rollo.

—¿Mi...? —Ajani carraspeó—. ¿Sabes dónde está Abuela?

La sonrisa de la elfa se desvaneció. Cuando volvió a hablar, su voz sonó más discreta,
más... adulta.

—No lo sé. He venido en busca de nuestra líder. Teníamos que encontrarnos en otro
sitio, pero se ha retrasado. —Se llevó una mano a la boca y mordisqueó una uña que ya
estaba muy roída—. Si no está aquí, sospecho... que el Consulado puede haberla
capturado.

—Así es. Se lo he preguntado a un inspector que había allanado el hogar de Abuela.

—¿Se lo has preguntado? —dudó ella disparando una ceja hacia el cielo.

—He necesitado un poco de persuasión —respondió él apretando un puño enguantado


en metal—. Ahora estoy siguiendo el rastro de Abuela, pero lo he perdido por culpa de
los inspectores.

—Mm, mm, mm... —dijo Hojasombrya, pensativa. Ajani pestañeó. ¿Había dicho un
murmullo en voz alta?—. Hay un refugio renegado por aquí cerca. Quienes hayan huido
del embrollo de esta tarde probablemente estén escondidos allí. Puedo enseñarte el
camino.

—Te lo agradecería —aceptó Ajani inclinando la cabeza.

Hojasombrya se levantó de un salto y se sacudió la parte de atrás de los pantalones.

—¿Puedes seguirme el ritmo saltando entre los tejados y tal? —Su voz volvía a sonar
alegre; su preocupación se había disipado como el rocío al salir el sol.

—Ponme a prueba —respondió él sonriendo debajo de la capucha.

—Genial. —Giró la cabeza hacia una de las mariposas mecánicas que descansaban en
su hombro y le silbó seis notas. Cualquiera que no las entendiese creería haber oído el
trino de un pájaro. El insecto de metal se alejó revoloteando y sobrevoló en un círculo
irregular la zona por donde deambulaban los inspectores—. Así tendremos un ojo
vigilando este sitio —explicó ella con un guiño—. Vamos. —Y entonces echó a correr
como un alce y saltó ágilmente a un tejado cercano.

Para cuando Ajani se levantó, la elfa estaba a dos edificios de distancia y trataba de
disimular sus risitas, pero sin conseguirlo. Entrecerró el ojo para medir los huecos que
tendría que saltar. Para él, evaluar las distancias era una cuestión de intuición,
deducción y experiencia. Echó a correr, saltó y aterrizó junto a Hojasombrya.

—Piernas fuertes, por lo que veo —dijo ella sonriendo con la mirada.

142
Le guio a través de las azoteas caldeadas al sol, bajo tendederos llenos de prendas de
lino, alrededor de chimeneas, sobre pilas de escombros y escaleras decrépitas y por
encima de calles abarrotadas de miles de vidas. El recorrido era más largo de lo
necesario, en espiral, y volvía a lugares por los que ya habían pasado. "Bien", pensó
Ajani. Eso significaba que ella no confiaba plenamente en él; cualquiera que no tuviera
tan buena memoria ni sentido de la orientación sería incapaz de volver a hacer el
recorrido.

Se internaron en las sombras de un edificio de apartamentos con el tejado derrumbado;


el piso superior parecía un pequeño lago resplandeciente con agua salobre. Las paredes
de las plantas inferiores presentaban manchas negras de humedad y columnas verdes de
vida que se consumía lentamente. Las luces etéreas de las escaleras eran oscuras y frías.
El ojo de Ajani no tenía problema para ver en la penumbra, pero Hojasombrya sacó un
palo luminoso azul de uno de sus muchos saquitos.

—No sabía que existieran lugares así —murmuró Ajani en medio del silencio fúnebre
—. Desde las alturas, toda Ghirapur parece brillar.

—Bleh —gruñó ella. No, lo había dicho.

—¿Lees mucho? —le preguntó.

—Mi madre decía que demasiado —respondió ella, confusa—. ¿Por?

—Simple curiosidad.

El camino estaba bloqueado por una puerta cerrada con un dispositivo complejo que
zumbaba sin parar.

—Hace seis meses, todo este bloque aún tenía energía. —Hojasombrya se detuvo, cerró
los ojos y ensayó una serie de movimientos rápidos en el aire antes de aplicarlos a los
controles del mecanismo. El zumbido cesó y la puerta se entreabrió—. Entonces, los del
Consulado decidieron que era un "vecindario abandonado" y cortaron el éter para
desviarlo a la construcción de la Feria de Inventores. —Su boca se crispó cuando cerró
la puerta detrás de ambos—. Qué casualidad que en todos los barrios "abandonados"
vivan renegados y simpatizantes. Pero nos juran que restablecerán el suministro cuando
termine el mes —dijo con un bufido.

Ajani olió el miedo y la inquietud antes de oír el murmullo de la conversación. Cuando


doblaron una esquina, las voces callaron.

—Soy yo —saludó Hojasombrya—. ¿Alguien ha visto hoy a la señora Pashiri? Creemos


que estaba con nuestra líder.

Un niño vedalken apareció de la nada y se colgó del brazo de la elfa.

—¡Hola, Va...!

—¡Hojasombrya! —siseó ella.

143
—Cla... Claro. —El vedalken retrocedió un paso y sus ojos vagaron entre la elfa y su
acompañante encapuchado—. Hola, señorita Sombrya. Digo... doña Hoja. ¡Jefa! Me...
Me alegro de que estés bien. —Sus ojos infantiles relucían de admiración.

—¡Pues claro! —afirmó ella hinchando los mofletes y llevándose las manos a la cadera
—. Esos patanes del Consulado nunca podrían trincar a la astuta Hojasombrya.

—Disculpad... —Una humana vestida con una túnica dorada y celeste se acercó; cada
vez que apoyaba la pierna izquierda, su rostro hacía un gesto de dolor. Tenía una
melena magnífica, ni alisada, ni atada ni anudada. Se irguió con orgullo—. Yo estuve
con la líder. Nos separamos e intenté reunirme con ella, pero entonces... —Dejó la
explicación inconclusa. Estaba nerviosa y olía a agotamiento y miedo. Ajani se acercó a
ella y se encorvó para ponerse a su altura.

—Por favor, ¿puede decirme lo que ha visto, señorita...?

—Tamni —respondió ella—. Cuando... Cuando la encontré, el Consulado la había


rodeado. Uno de ellos la había apresado. Tenía un brazo artificial. No era un accesorio,
sino una prótesis. —Frunció el ceño y su mirada se perdió en el recuerdo de la escena
—. Solo tenía tres dedos. De metal oscuro. Desprendían una luz violeta, no azul etérea.
Parecía... primitivo.

Bajo las sombras de la capucha, nadie pudo percibir la tensión de su mandíbula.

—¿Y la Abuela Pashiri?

—También estaba allí, escondida entre la multitud. —Tamni tragó saliva—. Y entonces
aparecieron tres desconocidas. Una era pelirroja, otra vestía de negro y la tercera, de
verde. Los inspectores se llevaron a Pia... A nuestra líder. Las desconocidas huyeron.
Las seguí y las vi discutir; entonces, la de negro se marchó. Pashiri también las había
seguido y se llevó a las otras dos. Las condujo a Kujar.

Kujar, un distrito rico, grande y verde. El hogar de muchos cónsules. La zona estaba
muy vigilada, sería difícil entrar. Su presencia llamaría la atención allí.

—Yo solo... Solo observé. —Los ojos de Tamni se humedecieron y escupió las palabras
a sus propios pies.

—¿Eres una guerrera? —preguntó Ajani.

—¿Una gue...? ¡No! No, yo solo... Solo sé construir cosas. —Se miró las manos
chamuscadas y callosas.

Ajani se planteó apoyar una mano en el hombro de Tamni para calmarla, pero no lo
hizo: no la conocía lo bastante bien como para tratarla con tanta familiaridad.

—Lanzarse a la batalla sin estar preparado no es un acto de valentía: es una necedad.


Eso solo trae más muerte. —Habló en voz baja, pero firme—. Has conseguido esta
información haciendo todo lo que has podido. Daremos buen uso de ella.

144
—Pero tendría que haber hecho... algo —balbuceó la humana mientras se enjugaba las
lágrimas con el dorso de una mano.

—Has presenciado lo ocurrido. Has contado la historia. Ahora, otros saben lo que deben
hacer. —Asintió en señal de respeto—. Gracias por todo.

Tamni no dijo nada y volvió a sentarse entre las sombras.

—La cosa no pinta bien, ¿verdad? —murmuró Hojasombrya—. En Kujar es todo muy
espacioso, con jardines, árboles y tal. Hay mogollón de muros y guardias. Y tú das el
cante, compañero, por mucho que vayas todo encorvado. —Se volvió hacia el niño
vedalken—. Dayal, reúne a las tropas.

—¡A la orden, señorita Sombrya! —respondió él con una gran sonrisa.

—¿Qué pretendes hacer? —preguntó Ajani.

—Soy la mejor fraguavidas que jamás conocerás —dijo ella con aire jocoso—, pero no
soy la única que conocerás. —Dayal correteó por la sala avisando a gente con animales
mecánicos apoyados en su cuerpo o sentados junto a ellos—. Yo tengo mis insectos.
Otros crean pájaros, ratones, gatos, serpientes, ranas e incluso chuchos que ladran como
descosidos. Solo hay un gigante como tú, pero en Ghirapur hay miles de pequeñas
creaciones como las nuestras.

—Puedo seguir el rastro yo mismo. —No quería que nadie más se metiera en
problemas.

—Claro, grandullón. —La elfa se rio—. Pero nosotros podemos encontrarlas antes.
¿Cómo era el dicho ese? Tropecientos ojos ven mejor que dos, o algo así. Y no te
preocupes —trinó estrechándole un brazo—, que no me separaré de ti. Así te mantendré
alejado del peligro y... —Le apretó el bíceps y se quedó pasmada—. Y si tenemos que
echar abajo alguna puerta, de eso te ocupas tú.

Ante ellos se reunió un grupo de jóvenes con maravillas de latón y madera que se
pavoneaban y emitían pequeños chasquidos. Ninguno de los amigos de Hojasombrya
parecía tener más de veinte años.

—A todo esto, ¿de qué conoces a la señora Pashiri? —preguntó ella.

Midió sus palabras. ¿Cuánto le convenía explicar?

—Me está ayudando a encontrar a un hombre. Un hombre peligroso que podría estar
trabajando para alguien aún peor.

—¡Ja, pues sí que eres un tipo misterioso! —se rio su compañera—. Venga, en marcha,
entonces.

Seis meses antes

145
Nashi reptaba bajo las tablas, arañándose las caderas con las vigas que subían desde el
piso inferior.

Hacía un tiempo, había encontrado un agujero en la pared de su dormitorio, oculto tras


el arcón donde guardaba la ropa. Sus hermanos y primos no cabían por él y, si Tamiyo y
Genku sabían de aquel agujero, no decían nada al respecto. Desde allí, Nashi podía
revolverse en silencio entre los pisos inferiores de la gran biblioteca, observando a
través de los agujeros en la madera, escuchando y sintiendo la presión de las tablas
compactas. Nadie podía verle en aquella oscuridad personal. En ocasiones pasaba horas
allí, llevando consigo juguetes y libros, escuchando el correteo de los otros niños
mientras le buscaban.

A veces le gustaba ser el más pequeño y lento.

Reptó hacia el comedor, donde Tamiyo y Genku se sentaban con el gigante. Los olores
de la comida eran extraños. No eran solo los marrones secos y verdes frescos que
comían normalmente. También había rojos grasientos con restos de negro tostado.
Nashi sintió un nudo en el estómago y parecía que la garganta se le oprimía, pero no
comprendía por qué. Se pellizcó la nariz, respiró por la boca y siguió adelante.

En un rincón había un agujero en la madera que le permitía ver toda la estancia desde
arriba. Tamiyo estaba sentaba en su cojín habitual a la cabeza de la mesa baja, con
Genku a su derecha. El gigante, Ajani, estaba en el otro extremo, comiendo
educadamente de un plato lleno de cubos marrones veteados. Carne. Recordaba la
carne. Ahora le daba asco.

—Lo siento, pero he de atender otros quehaceres. —Genku se levantó y se inclinó


levemente hacia Ajani—. Si me disculpas...

—¿Mm? —El gigante pestañeó—. Oh, por supuesto. Gracias por la compañía.

Genku se agachó y besó a Tamiyo en la frente. Ella sonrió y cerró los ojos apoyando la
cabeza brevemente contra el pecho de Genku; los brazos y dedos de ambos se
entrelazaron como la hiedra.

—No os preocupéis y hablad de vuestros asuntos —dijo él—. Me haré cargo de los
niños.

—Gracias —respondió Tamiyo—. Seguro que mis padres están exhaustos de cuidarlos.
—Genku recogió los platos vacíos y se marchó, deslizando la puerta con un pie.

El gigante parecía incómodo. Las campanillas tintineaban con la brisa. En un rincón de


la estancia, la cocina de carbón aún ardía sin llama. Cuando Nashi la miraba, su corazón
latía muy rápido y sus dedos se clavaban en la madera, así que observó a Tamiyo y
Ajani. Los símbolos violetas en la frente de ella estaban enroscados de preocupación.
Cuando las pisadas de Genku se alejaron, al fin habló.

—Habías ido a Theros en busca de Elspeth. ¿La encontraste?

146
—Sí. —Daba la impresión de que Ajani profundizaría en su respuesta, pero no lo hizo.
En vez de eso, se fijó en unos bártulos con un grueso diario encima de todo—. ¿He
venido en mal momento? Parece que estás preparándote para un viaje.

—¿Conoces el plano de Innistrad? —preguntó ella. El gigante negó con la cabeza—. El


año pasado me instalé varios meses allí para estudiar la luna. Es fascinante. —Tamiyo
se inclinó hacia delante y sus ojos se iluminaron—. Toda la magia del plano se inclina
ante ella y sus ciclos establecen patrones. Incluso muchas de las criaturas nativas... —
Hizo una pausa y empezó a enredar con la manga de su vestido—. La última vez que
consulté a Jenrik, un lugareño con el que colaboro, me informó de varias observaciones
anómalas. Cambios en los patrones del maná y en las corrientes marinas. Me gustaría
estudiar los efectos que tendrá en la vida autóctona.

—Entiendo —dijo él. Posó sus inmensas manos en la mesa y se quedó mirándolas.

—Ajani, si no quieres contarme lo ocurrido, ¿por qué has venido?

El gigante respiró lentamente. Unas cargas inmensas se ocultaban detrás de su


expresión.

—No... No vi a Nashi la última vez que vine. No es como sus hermanos.

Tamiyo suspiró como cuando Genku y ella discutían y él trataba de dejarla con sus
libros.

—Nashi es un nezumi, las gentes que habitan en los pantanos.

Nashi se estremeció en el techo. Quería escuchar, pero temía lo que pudiera oír.

—Hace varios años, unos Planeswalkers incendiaron su aldea —continuó Tamiyo.

Nashi se quedó sin aliento.

—¿La incendiaron? ¿Por qué?

El carbón de la cocina refulgió monstruosamente junto al gigante.

—No lo sé con exactitud. Fue por orden de un criminal llamado Tezzeret. Quería que
inclinaran la cabeza ante él. Que sirvieran a su "Consorcio".

El carbón escupió una luz rojiza y dorada por toda la habitación, danzando y brillando y
devorando y consumiendo y oscureciendo todo lo que no fuese ella. Se rascó el costado
en el lugar donde no le crecía pelaje. Donde la piel seguía roja y arrugada.

Tenía que salir de allí.

—¿Tezzeret? He oído hablar de ese hombre. Elspeth... le conoció en Mirrodin.

Tenía que salir ya.

147
Cerró los ojos. Se apartó del agujero y retrocedió en la oscuridad. Se retorció hacia un
lado, seguro de que el martilleo de su corazón haría ruido contra la madera. Pam, pam,
pam, pam...

—Trabajaba con los enemigos de Elspeth. Eso fue hace... ¿dos años?

Noche y estrellas. Oleadas de calor y dolor. ¡El techo! ¡El techo! ¡Llévate al niño!
¡Salid!

Las chozas arden. Todo desprende calor y una funesta luz amarilla. Mamá le lleva en
brazos. Corre. ¿Y papá? ¡¿Y papá?! ¡¿Dónde está papá?!

Un fuerte crujido. Mamá se detiene en seco. Él mira entre sus brazos. Las chozas se
han venido abajo. El camino está bloqueado. Hay fuego detrás de ellos, que se eleva
sobre dos piernas y ruge a las estrellas. Los tejados estallan en llamas cuando avanza
entre las chozas, soltando chispas a su paso.

—¿Dos años? Es imposible, Ajani. Tezzeret murió hace... tres años, creo. Sus
compañeros le traicionaron y los supervivientes de la aldea de Nashi lo mataron. Un
dragón negoció por el cadáver.

—¿Un... dragón?

Corre y no mires atrás. El pelaje de mamá humea alrededor de las palabras. Oigas lo
que oigas, corre.

Le protege entre sus brazos y salta a través de las llamas. Le empuja para que siga.
Tropieza. ¡Huye! ¡Corre!

Y él corre. Su piel se agrieta con cada doloroso paso. Quiere dejarse caer, enterrarse
en el suelo. El barro es fresco. Estará bien si consigue enterrarse.
148
Un grito. Mira atrás...

Mamá está ardiendo. Un hombre de llamas vivientes la sostiene en alto. Chilla de


dolor, se retuerce en el aire...

Huele a carne quemada.

Nashi sollozó. Solo una vez. Fue imposible evitarlo.

La conversación se interrumpió. Nashi se cubrió los ojos con las manos y se hizo un
ovillo, temblando en la oscuridad. Oyó un rumor de sedas en el comedor.

—Nashi, sal, por favor —pidió la voz suave Tamiyo justo debajo del escondite. Levantó
un panel del techo para que descendiera por el hueco.

Debería huir. Esconderse. Ir al rincón más angosto y lejano de los túneles hasta que ya
no fuera el más pequeño y lento ni volviera a tocarle buscar jugando al escondite ni
nadie se riera de él ni nadie le tocara la piel arrugada ni nadie dijese que era un bicho
sarnoso.

—¿Recuerdas lo que te dije? —La pueblo-lunar susurró hacia el techo un mensaje


dirigido solo a él—. Puedes sentarte conmigo cuando quieras.

Se dejó caer en sus brazos y enterró la cabeza en su pecho. El mundo se meció mientas
ella caminaba y se sentaba, colocándole en el regazo. Sus brazos cálidos le envolvieron.
Nashi se mordió el labio e intentó no temblar. El gigante seguía allí. Era alto y fuerte y
tenía grandes dientes y seguro que nunca había tenido que...

—No reprimas lo que sientes. —Tamiyo apoyó la barbilla en la cabeza de él y empezó a


acunarle—. Estoy contigo.

Las lágrimas manaron, cálidas, y no dejaron de brotar.

—Todo acto tiene consecuencias —dijo Tamiyo a Ajani—. A veces, la gente como
nosotros... olvida lo grandes que son nuestros pies.

Un pájaro sastre mecánico, en una asombrosa imitación de la naturaleza, descendió


entre el humo de un puesto de comida. Su núcleo era de madera mohosa, sembrada de
flores; el armazón era de metal blanco y dorado; las alas, de seda teñida de tonos claros.
Revoloteó hacia abajo, extendió sus patas de latón y aterrizó suavemente en el ancho
hombro de Ajani.

Observó a la criaturita redonda mientras le piaba con un ritmo regular, staccato, como
hacían las aves de latón de Abuela.

—¿Está... hablando?

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—¿Mm? —Hojasombrya volvió hacia él sus ojos argénteos y sus mofletes llenos de
pollo asado—. ¡MM! ¡MMF! —Señaló al pájaro con su brocheta vacía y tragó parte del
bocado que masticaba—. ¡Mihir! —dijo por un lado de la boca. Tragó el resto de la
carne con esfuerzo, se dio varios golpes en el pecho y tiró el palo en un cubo con otros
deshechos del puesto donde había comprado la brocheta.

En realidad no la había "comprado", exactamente. El dueño del puesto, un elfo anciano


y de expresión inescrutable, había visto con un centelleo en el ojo cómo una de las
arañas mecánicas de Hojasombrya pescaba una moneda del bolsillo de un inspector del
Consulado y se la depositaba en la mano, para luego hacer una reverencia con un
chasquido.

Estaban en la linde de Kujar, en un mercado abarrotado que separaba el distrito de otro


menos distinguido. Un lugar, en palabras de Hojasombrya, al que la gente venía a vivir
como los pobres o a codearse con los pudientes, dependiendo de qué lado procediera.
Parecía fascinada con la multitud y no paraba de señalar a gente conocida ni de contarle
un centenar de historias simpáticas y poco memorables acerca de la historia del
mercado.

Ajani sentía un dolor de cabeza muy fuerte. El aparato musical instalado en el otro
extremo de la plaza no había parado de sonar desde que habían llegado y sus colores
arrojaban reflejos chillones por el empedrado. Los altos metálicos y los bajos
retumbantes le hacían daño en los oídos.

—Es uno de los pájaros de Mihir. El código lo inventamos entre todos. ¿A que somos
listos? —Hojasombrya sonrió y sus dientes contrastaron con su piel oscura—. Han visto
a Pashiri hace veinte minutos. De camino a Dhund.

—Bien —respondió él tratando de no alzar la voz en medio del gentío—. ¿Qué es


Dhund?

150
—¿Conoces el mercado nocturno de Gonti?

Asintió. Era un secreto a voces: un lugar de comercio ilegal organizado en los restos de
una antigua planta de energía, una reliquia de una época anterior al éter. El mercado
nocturno ofrecía inventos de seguridad cuestionable y moralidad dudosa a cambio del
precio o los favores adecuados.

—Dhund es un complejo que el Consulado construyó bajo el territorio de Gonti. Un


laberinto de túneles y salas interconectadas. Conductos, alcantarillas y demás. Es el
cuartel de los espías consulares y también sirve de cárcel para prisioneros importantes.
Todo muy secreto, ya sabes —añadió con un guiño.

Un brazo de la ley que operaba desde las alcantarillas, oculto bajo los pies de
ciudadanos nada respetables. En aquel mundo, todo parecía estar al revés. Miró hacia el
sol poniente.

—Sé llegar al mercado nocturno desde aquí. ¿Conoces alguna forma de entrar en
Dhund?

—Te llevaré a una entrada. —Hojasombrya parecía ofendida—. Y conocemos unas


cuantas, no habrá problema.

—No, tú no vendrás —objetó él.

La elfa apretó los labios y frunció el ceño.

—¡Ni se te ocurra decirme lo que...!

—Hojasombrya —la interrumpió—, han tendido una trampa para Abuela. Salir de allí
será más difícil que entrar. Necesitaremos que nos ayuden desde el exterior. ¿Puedes
conseguir algún medio de escape? Hará falta un transporte rápido. Discreto.

—Hm... —Resopló y sus ojos recorrieron una pared cercana, aunque realmente no le
prestaba atención—. Un tóptero —dijo levantando la vista—. Los del Consulado se
fabrican en serie. Todos tienen las mismas características y los mismos puntos débiles.
Nuestra líder me enseñó a robarlos.

—¿Y te enseñó a manejarlos? —le preguntó con seriedad.

—Digamos que bastante bien.

—Será suficiente.

—Vale, pues tengo una idea. —Dio un golpecito al pájaro mecánico posado en el
hombro de Ajani. Silbó y trinó una larga serie de notas que sonaban como el gorjeo de
un ave. El constructo batió las alas y respondió con un trino alegre—. Ahora es tuyo.
Cuando te acerques a una entrada de Dhund, volará hacia ella.

—Gracias. —Se giró para ponerse en marcha, pero la elfa lo sujetó por el hombro.

151
—Eres un amigo de la señora Pashiri. Si no, no te habría dicho nuestros códigos. Y
ahora vas a meterte en las fauces del Consulado para ayudarla. —Levantó la barbilla y
se llevó un puño a la cadera—. Ahora eres uno de los nuestros, y quien diga lo contrario
tendrá que vérselas conmigo. Pero no me has dicho tu alias. Eso es de muy mala
educación, compañero. —Hojasombrya se cruzó de brazos y dio golpecitos en el suelo
con un pie, enfadada.

—No tengo... —Ajani se quedó mirándola, completamente desconcertado—. Algunos


me han llamado Gato Blanco, supongo.

—Eso no tiene ni pizca de gancho —opinó ella dirigiéndole una mirada crítica—. ¿Por
qué te llaman así?

Ajani hizo una pausa. Le parecía una insensatez hacerlo, pero la elfa le había ayudado,
había confiado en él y no le había pedido nada a cambio.

Se acercó a ella y levantó ligeramente la capucha.

Los ojos argénteos de Hojasombrya se pusieron como platos. Ajani pudo ver sus
propios rasgos reflejados en ellos: el pelaje blanco, el ojo azul y el que había perdido,
los bigotes y el amplio hocico.

—Lástima que ocultes un rostro tan noble —lamentó ella con una sonrisa.

Ajani le hizo una reverencia, pero no según la costumbre de Kaladesh, sino al uso de la
Naya de su juventud. Aquellas gentes eran amables, pero también muy extrañas.

—Me pongo en tus manos, Hojasombrya. —Volvió a cubrirse completamente con la


capucha y se puso en camino.

—Vatti.

Se giró hacia ella.

—¿Cómo?

—Es mi nombre corriente: Vatti —explicó con una sonrisa torcida—. Me has confiado
un secreto. Es lo justo, ¿no? Y ahora vete y trae ese pájaro de una pieza. Mihir querrá
recuperarlo y más me vale no estar en deuda con él. —Le dio la espalda y se marchó
trepando por un canalón.

Ajani se volvió a su vez y examinó la pared más cercana mientras flexionaba las manos
enguantadas en latón.

Alféizar. Ladrillos sueltos. Canalón. Tubería de éter que conducía al siguiente edificio.

El camino era tan obvio como un helecho partido, como una huella en la orilla de un río.

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Se impulsó hacia arriba y saltó apoyándose en las puntas de los pies, clavando los dedos
metálicos en los ladrillos y sujetándose al hierro forjado. El pájaro artificial soltó un
ligero graznido metálico y se afianzó en el hombro.

Corrió por la tubería de éter y al pasar le llegó el olor de las brochetas del anciano elfo.

Entonces sintió el viento.

Los aromas de la ciudad invadieron sus fosas nasales. El frescor de las sombras y el
calor del sol se alternaron por el camino. Sus movimientos se volvieron irreflexivos,
instintivos.

Esquivó una chimenea, o tal vez un árbol.

Los espacios que cruzó eran borrones de latón y mármol. No los conocía. No lo
necesitaba.

Saltó para cruzar un callejón, o quizá un desfiladero.

Sabía correr. El calor de las piernas, el esfuerzo de los pulmones, el brillo del sol en los
hombros... Todos ellos eran viejos amigos. Había tenido una larga juventud corriendo
por llanuras y junglas, veloz y silencioso como un rayo de calor.

Saltó a lomos de un pájaro grande, o quizá un tóptero, y lo utilizó para impulsarse a un


risco más elevado, o tal vez un tejado.

El ave mecánica emitió un breve píop. Ajani redujo el ritmo hasta detenerse y respiró
hondo.

—¿Por dónde? —preguntó al exhalar. El pájaro extendió sus alas de seda y se alejó
revoloteando.

Habían llegado a los alrededores del mercado nocturno. Los olores de la ciudad dieron
paso a hedores a aceite, éter, óxido y papeles guardados demasiado tiempo en un sótano.
Al otro lado del bloque de edificios más cercano resonaba el barullo de una multitud.

El pájaro se posó en una pila de vigas de madera astilladas y manchadas de aceite.


Entonces movió la cabeza de un lado a otro y volvió a hacer píop.

Detrás de las vigas había una puerta. Estaba sellada con un dispositivo parecido al del
refugio de los renegados.

Ajani bajó de un salto y levantó una nube de polvo al aterrizar. La criatura mecánica
trinó de nuevo, pero no como haría un pájaro, sino utilizando el idioma en clave de
antes. Revoloteó delante de la cerradura batiendo sus diminutas alas y utilizó el pico
para presionar una serie de bloques en la superficie. El leve zumbido de la carga etérea
desapareció y la puerta se entreabrió.

—Gracias —murmuró al pájaro, que pio de nuevo antes de marcharse volando.

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Penetró en las frías sombras.

Una persona vestida de color carmesí apareció al otro lado y un rayo de sol se reflejó en
la punta de un arma blanca.

—¿Adónde crees que...?

En los guanteletes, la mano de Ajani se apretó en un puño. Descargó un potente revés


que estampó al guardia contra la pared; se crispó al notar el olor a sangre.

—Lo siento —dijo en voz baja al guardia inconsciente.

Se adentró en los túneles iluminados de azul y olfateó el aire. Retiró la capucha de la


capa de Abuela y giró las orejas a un lado y a otro, en busca de pasos.

Dhund estaba repleto de olores desagradables: sudor viejo, orina acumulada, gente
confinada en espacios minúsculos. Apestaba a desesperación y personas desaparecidas.
A colmillos en la oscuridad.

Entonces lo percibió. Una fragancia tenue le llegó por un túnel a la izquierda: frutas de
estío, rosas, jacinto y miel.

Se lanzó como un rayo a través de los túneles, siguiendo el rastro del olor familiar y
evitando los lugares donde oía pasos y murmullos.

Llegó a un espacio abierto. La luz azul y blanca del sol de la tarde.

Se deslizó hasta detenerse, escuchó y olisqueó el aire. Oyó murmullos, distorsionados


por demasiados ecos como para entenderlos. Un grave tintineo metálico y un siseo
desconocido. Botas pisando mármol. Un martilleo amortiguado.

Avanzó con cautela.

La sala estaba compuesta de círculos. Había anillos que llegaban del suelo al techo
abovedado, conectados por pasarelas en arco. Unas ventanas ovaladas bajo los aleros
filtraban la luz desde lo alto.

El lugar olía como Abuela, pero no estaba allí.

Cerca del centro de la sala, dos guardias con uniforme carmesí y dorado ignoraban
escrupulosamente una especie de... caja. Era achaparrada, de metal oscuro, y resoplaba
y susurraba desagradablemente para sí misma. Había un olor que no reconocía, un
dulzor bilioso que impregnaba la parte baja de su lengua. Distinguió una puerta en un
lateral de la caja, con una pequeña ventana incrustada.

Un puño golpeó el cristal. Luego una mano, débilmente.

Desde allí no veía los rostros. No necesitaba hacerlo.

La mano se deslizó hacia abajo.

154
Cinco meses antes

Habían cerrado la mayoría de las puertas. Las nubes eran imponentes y grises, como una
montaña de algodón empapado que contenía el aroma de la lluvia.

Ajani había dejado sus pertenencias en el suelo: la capa blanca, la armadura de bronce,
su inmensa arma. Nashi observaba desde la puerta mientras el gigante enrollaba
cuidadosamente su futón por tercera vez. Siempre necesitaba varios intentos: sus manos
eran demasiado grandes y no estaban acostumbradas a hacer aquel gesto. Ume y Hiro se
habían ofrecido a ayudar. Rumi se había aburrido y había salido al patio trasero; ahora
daba volteretas laterales entre la niebla, tal como Tamiyo le había dicho que no hiciese.
Su vestido estaba empapado y el agua le goteaba de la nariz y las orejas cuando se reía.

Tamiyo se había marchado hacía una semana y les había dejado al cuidado de Ajani
mientras ella observaba la luna de otros.

El gigante seguía agachado, plegando, atando y enrollando con paciencia.

—Puedes entrar si quieres, Nashi —ofreció.

Se deslizó por la habitación hacia el hacha del gigante. Era extraña, oscura por un lado y
clara por el otro. Se preguntó si aquello tendría algún significado.

Acercó un dedo al filo de la hoja brillante y presionó con suavidad. Parecía grueso.
Inofensivo. El gigante levantó la vista.

—¿Por qué no tiene filo? —preguntó Nashi.

—No lo necesita. El impulso hace que corte. El peso.

Presionó con más fuerza.

—Ten cuidado, no es completamente roma. —El gigante recogió el futón enrollado y lo


guardó en el armario.

Nashi se recostó y miró el rostro esculpido en la superficie de la hoja: una cara felina
que parecía rugir y tenía una barba larga y delgada.

—Te vas a marchar, ¿verdá?

—Sí —respondió él.

—¿Adónde?

El gigante le observó detenidamente.

155
—A buscar al hombre que mató a tu familia. Nuestros amigos le han visto en un lugar
llamado Kaladesh. Alguien le ha dado recursos y secretos y los ha utilizado para
comprar una posición de poder.

—Yo también le vi. —Nashi se rascó el costado, donde el pelaje le crecía raro—.
Cuando los chamanes le metaron. Estábamos todos en el bosque. Mirando.

—No deberían haber hecho que miraseis —opinó el gigante con un suspiro.

—Dijeron que era improtante —respondió él sin comprender.

—¿Importante? —Ajani empezó a colocarse las partes de la armadura.

—Sí, porque nos había maltretado. Teníamos que ver cómo lo pagaba. Era una cuesitión
de honor, así que teníamos que mirar. Eso nos dijeron. —El cielo retumbó. Se rascó la
nariz—. Aquel hombre tenía un brazo raro. Otro hombre se lo cortó. Cuando ese
hombre hablaba, me dolía la cabeza y no entendía lo que decía.

El gigante levantó su arma y la amarró a la espalda con unas correas. El filo de la


cabeza oscura emitió un brillo frío.

—¿Vas a metarlo? —preguntó Nashi.

El viento sopló con más fuerza e hizo que las campanillas del porche tintinearan y
entrechocaran.

—No lo sé... —El gigante miró hacia la terraza y su mano descendió hacia la capa
blanca. El mundo olía a agua en suspensión, deseosa de caer—. Puede que sea el
camino correcto, al fin y al cabo. Hay demasiados que no vigilan por dónde caminan.

Ajani recogió la capa blanca con ambas manos. Tenía restos de manchas de otro color,
rosadas como pétalos de cerezo. Se la acercó al rostro e inhaló despacio.

156
—¿Eso te pone triste? —preguntó Nashi.

—¿Qué...? No, no... —El gigante pestañeó y se irguió, pasándose un pulgar por debajo
del ojo—. Esta capa pertenecía a una amiga. Elspeth. Es un recuerdo de ella.

—¿Dónde está?

—Está... —El gigante pasó una mano por la tela. Nashi advirtió que su ojo era como el
cielo: el azul se había vuelto gris, nublado—. La he perdido...

—¿Como yo perdí a mis padres?

Ajani cerró su gran ojo brillante.

—Así es.

Nashi tragó saliva y miró las imponentes nubes.

—Está muerta.

El gigante se estremeció.

—Sí... —dijo en voz baja. Una gota de cristal cálido brotó de su cicatriz—. Elspeth está
muerta.

El cielo retumbó. Rumi gritaba algo en el jardín. Trató de recordar lo que le habían
dicho los chamanes cuando mamá y papá murieron, pero no podía recordar casi nada.
En aquel momento, se había sentido como entre la niebla del jardín: insensible, frío y

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perdido. Había visto al culpable toser sangre y cieno, pero no había sentido nada.
Náuseas, quizá.

No había sentido nada durante mucho tiempo. Ira, a veces. Como cuando la gente decía
que debía llamarla mamá o papá. Había muchas personas así. Apenas se acordaba de
ellas. Hasta que la pueblo-lunar había venido de la biblioteca para pedir que contara su
historia a cambio de la de ella. "Llámame Tamiyo, nada más".

El viento arremolinó los pétalos del porche. Sacó un pie fuera y atrapó uno bajo el talón.

—Tamiyo dice que perder a alguien es como hacerse una herida. Como caerse y
lasimarse la rodilla. Tiene que sangrar para ponerse mejor. Y dice que las lágrimas son
la sangre del corazón. Tienes que dejarlas salir para ponerte mejor.

—Tamiyo es sabia. —La mandíbula del gigante temblaba.

—Cuando me pongo triste, se senta conmigo. ¿Quieres que me sente contigo?

—Te lo agradecería.

El gigante dobló las piernas y se sentó en el borde del porche, donde terminaba la
biblioteca y comenzaba el cielo. Dejó el hacha en el suelo, junto a él. Nashi se sentó al
otro lado y dejó los pies colgando entre las nubes. El azul del cielo se había apagado
casi por completo. La distancia murmuraba.

Apoyó la cabeza en el hombro de Ajani. Sus brazos eran gruesos como troncos de árbol.

—¿Quieres hablar de tu amiga?

El gigante no dijo nada.

—No tienes que hacerlo.

Las nubes de lluvia destellaron y retumbaron. Extendió los bigotes al viento.

—Nació en un lugar de oscuridad —empezó a relatar el gigante—. Nunca me habló


mucho de él. Una tierra devorada por el mal, gobernada por criaturas monstruosas. De
las que no matan: de las que te convierten en uno de los suyos. Le hicieron daño hasta
que formó parte de su manera de dañar a los demás. Resistió, lloró y soñó. Hasta el día
en que vinieron a por ella. Había caído en sus garras cuando deseó marcharse de allí.

—Podía caminar por tras del aire —dedujo Nashi—. Como Tamiyo y tú.

El gigante asintió.

—Despertó en una tierra diferente. Era más brillante, con un cielo lleno de estrellas que
correteaban y giraban con color. Pero era muy joven y aquel mundo... no era todo lo
amable que podría ser con las personas diferentes. Siguió caminando, hasta que llegó a
un lugar donde el sol era cálido y la gente era amable. Le dieron pan, le proporcionaron
cobijo y la cuidaron hasta que los temblores cesaron. Permaneció allí muchos años. Le

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enseñaron a defenderse, a proteger a los demás y a sanar a quienes no habían sido
protegidos.

Una mano pálida se posó en el otro brazo del gigante. Hiroku había entrado en silencio,
como solía hacer, y contempló el paisaje de las nubes que se acumulaban.

—Fue entonces cuando la conocí, mientras el mundo cambiaba. Me salvó la vida.


También era mi mundo, en cierto modo, y luchamos juntos para salvarlo. Sin embargo,
la tierra que se había convertido en su hogar resultó dañada y afectada por la batalla, y
lo único que ella podía ver era lo que había sido. Siguió caminando, hasta que olvidó la
mejor versión de sí misma...

El gigante hizo una pausa y su ojo buscó el horizonte. La distancia se había perdido en
la niebla, gris y sin forma.

—Fuimos en busca de ella. Otros y yo. Los monstruos de su infancia habían regresado.
Habían abandonado su propio reino sombrío. Otro mundo estaba siendo convertido, un
lugar reluciente, frío y magnífico. Partió a luchar contra ellos.

Ajani guardó silencio. Miró el hacha que yacía junto a él.

—No puedo imaginar lo que supone enfrentarte a las pesadillas de tu infancia. Verlas
con ojos de adulto y saber que, después de todo, son reales. Son reales y están
hambrientas. Caminó hacia sus fauces con el corazón tembloroso y las manos firmes.
Luchó hasta que ya no hubo nada más que dar, hasta que no quedó razón para luchar,
puesto que toda aquella tierra reluciente se había manchado de negro. Los monstruos
ganaron. Y escapó de ellos otra vez.

La prima Ume se sentó de rodillas con un rumor de sedas, doblándose como un cisne de
origami. Descansó una mano en la rodilla del gigante y lo miró con sus ojos lavandas,
brillantes como estrellas solidarias.

—Regresó a la tierra de los cielos coloridos. Allí fue donde volvimos a vernos. En
aquella tierra, se había convertido en una famosa heroína y en una infame villana,
portadora de un arma forjada por... por quienes se creen superiores a los demás. —Una
sombra oscureció la frente del gigante por un momento—. Le había ocurrido algo. Algo
se había quebrado dentro de ella. Nunca hablaba al respecto, pero era evidente que
tiraba de sus pies. Caminaba como si avanzase contra el viento, con los hombros
encorvados y la vista nunca completamente al frente.

»Aquella tierra se enfrentaba a una crisis. Por sus supuestos maestros, hicimos una
travesía hacia el fin del mundo y caminamos entre las estrellas. Luchamos contra un
monstruo y vencimos. En agradecimiento... —Apretó las manos sobre las rodillas y sus
grandes uñas negras hicieron presión contra la carne—. En agradecimiento, otro
monstruo acabó con ella. Justo... delante de mí. Y no pude hacer nada. Nada.

Detrás de ellos, Rumi sorbió por la nariz. Su ropa se había empapado de jugar en el
jardín; parecía avergonzada y jugueteaba con una de sus orejas. Se tambaleó
apoyándose sobre el exterior de los pies y miró hacia la puerta, un escape.

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—Tonta —se dijo a sí misma, o quizá fuera la imaginación de él, y entonces se abrazó a
los anchos hombros del gigante, estrechándole con fuerza el cuello y hundiendo la nariz
en su pelaje pálido.

Ajani no levantó la vista, pero estrechó entre sus grandes dedos las pequeñas y finas
manos de Rumi.

—Caminé entre la gente —continuó—. Compartí la historia de ella, tal como la había
presenciado. Tenían que conocerla. Tenían que recordarla. Tenía que importar. Caminé,
hablé y no descansé hasta que las palabras arraigaron y continuaron creciendo sin
ayuda. Era importante. Y eso hacía... que no necesitara pensar.

Todos estaban con el gigante, escuchando la historia en silencio. La prima Ume. El


hermano mayor Hiro y la hermana mayor Rumi. El cielo destelló y restalló.

—En las historias de mi gente, las historias antiguas, las que importan, el héroe pierde a
su mentor. Vive, llora su pérdida y sigue adelante para salvar el mundo.

Las nubes retumbaron. Los amuletos contra la lluvia dieron vueltas y danzaron en sus
cuerdas. Nashi no sabía qué habría dicho Tamiyo, así que no dijo nada. A veces,
Tamiyo guardaba silencio y esa era la solución correcta.

—Tendría que haber sido yo... —susurró Ajani por fin—. Yo, no ella.

Sus enormes manos temblaban, al igual que sus garras afiladas, sus largos dientes y sus
brazos gruesos como árboles.

—Mi heroína ha muerto —lamentó él con voz ronca—. Y lo único que ella anhelaba,
todo por lo que había luchado tan duro... era un hogar. La cosa más sencilla. La más
pequeña.

—No reprimas lo que sientes —dijo Nashi abrazando al gigante, aunque no pudo
abarcar ni la mitad de su torso—. Todos estamos contigo.

Los hombros de Ajani se encogieron y temblaron. Se cubrió los ojos con una mano.

La lluvia empezó a caer.

Los niños siguieron sentados con él, formando un bosque de manos apoyadas en sus
hombros, brazos, la espalda y las rodillas. No dijeron nada. Simplemente respiraban
juntos.

Llovió durante largo tiempo.

Un puño golpeó el cristal. Luego una mano, débilmente.

Desde allí no veía los rostros. No necesitaba hacerlo.

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La mano se deslizó hacia abajo.

Estaban matándolas.

Cómo

Matándolas lentamente.

se

Haciendo que sufrieran.

atreven

Ajani saltó por encima de la barandilla, mostrando los dientes.

La capa de Abuela se desprendió de sus hombros en pleno vuelo, revelando la blanca


que había debajo.

Tocó los cierres interiores de las manos falsas. Estas se soltaron y cayeron detrás de él.

Se deslizó por el aire como un relámpago en verano, refulgente y silencioso.

Era como si el hacha nunca hubiera abandonado sus zarpas.

Aterrizó y corrió sobre las puntas de los pies, en un interminable impulso hacia delante.

En algún lugar detrás de él, los guanteletes repiquetearon en el suelo.

Un hombre se volvió y le miró con terror. Cabello oscuro. Bigote fino. Ojos marrones.
Un miedo hediondo y pegajoso emanó de él.

Ajani lanzó un tajo a la garganta.

A veces, la gente como nosotros... olvida lo grandes que son nuestros pies.

Una magia antigua surgió en su interior, recorriéndole el espinazo. Como había hecho
con Tenoch hacía tantas lunas; una vida tan cambiada que ahora parecía la historia de
otro. Los ojos del guardia se abrieron como pozos profundos de terror y Ajani se
zambulló en ellos, buscando la luz titánica que había más allá.

Por un instante infinito, sostuvo en la palma de la mano el palacio brillante del alma del
guardia. Y la evaluó.

Una juventud sintiéndose fuera de lugar, viendo gris donde los demás veían colores
vívidos. Los suspiros de un padre decepcionado: "No vales como inventor, supongo".
Una vida transcurrida en segundo plano para otros, esperando a que ocurriera algo.
Amor por una mujer con una larga trenza y dedos perpetuamente quemados por un
relámpago. Un bebé que ríe a carcajadas cuando le pone caras feas. Mañanas de

161
descanso en las que se levanta con el sol y llena una estrecha cocina con los aromas del
pan y las especias.

Un copo de nieve con millones de facetas relucientes. Aquí y allí, enterradas en grietas
de remordimientos, también había formas retorcidas, sí; momentos oscuros... Defectos
que no se pulirían ni restregándolos durante toda una vida.

Pero había muchos menos que en la propia alma de Ajani.

No era un Planeswalker. Tampoco un villano.

Solo un hombre.

Ajani desplazó un pie y alteró el ángulo de caída del hacha.

Acuchilló el peto del guardia, esparciendo fragmentos de metal retorcido por el suelo de
mármol. El humano salió rodando por el suelo con la fuerza del impacto.

No se derramó sangre.

El otro guardia retrocedió aterrado y sus dedos temblorosos intentaron desenfundar su


espada. Ajani se volvió hacia él y le lanzó una mirada penetrante, apoyando el extremo
oscuro de su arma en el suelo con un modesto clinc.

El humano soltó la espada y echó a correr hacia la puerta. Daría la alarma. No había
mucho tiempo.

Ajani se fijó en los controles de la prisión. Palancas y discos, cosas que daban vueltas y
luces parpadeantes. No tenían sentido para él. Tampoco importaba.

162
Estampó la cabeza brillante del hacha en un pequeño hueco entre la puerta y la pared de
la caja. Con un gruñido, hizo palanca utilizando todo su peso y empujó. Resuello a
resuello, paso a paso, con los brazos y las piernas rígidos y temblando por el esfuerzo,
dobló el metal chirriante.

La puerta saltó de los goznes con un crujido ensordecedor y una nube de humo verde se
elevó hacia fuera.

Sentada junto a la puerta, una elfa de ojos esmeraldas acunaba a una joven pelirroja,
inconsciente en su regazo.

—¿Dónde está la señora Pashiri? —le preguntó.

—Ahí —respondió ella señalando hacia el fondo de la prisión. La elfa levantó a la


pelirroja como si no pesase nada y se apartó para dejarle entrar. Sus ojos verdes miraron
al suelo—. He hecho... lo que he podido.

Abuela yacía con los ojos cerrados y apenas respiraba, pero tenía una expresión de
calma, con las manos entrelazadas en el estómago. Como cualquier otra tarde, cuando la
encontraba durmiendo la siesta en el sofá del salón. El crepúsculo de una vida plena.

Cuando salió de la cámara con ella en brazos, la pelirroja se movió en los brazos de la
elfa. Tosió débilmente y pestañeó.

—Nissa... —graznó—. Déjame en el suelo.

Ajani tumbó a la señora Pashiri en el mármol y sus trenzas plateadas se esparcieron


alrededor de la cabeza. Apoyó una mano en el estómago de Abuela y cerró los ojos. Un
veneno salobre había inundado sus pulmones y arterias, coagulando la sangre y
volviéndola seca como la ceniza. Ajani envió hilos de magia a través de ella, quemando
la oscuridad e insuflando oxígeno limpio a la sangre.

Abuela movió los párpados y tosió. La ayudó a incorporarse.

—¿Te encuentras mejor? —le preguntó en voz baja.

—Ajani... —dijo con una sonrisa. Entreabrió los ojos y puso la mejor cara de enfado
que pudo—. Estás muy flaco. —Le dio dos palmaditas en la mejilla—. Tienes que
alimentarte bien.

A pesar del alivio, Ajani no pudo contener un ligero gruñido.

—Sí, Abuela...

La pelirroja respiraba con dificultad y entonces volvió a toser; era una tos seca y áspera.
Ajani giró la cabeza y la vio aferrarse a los brazos de la elfa. La tos iba a peor y sus
rodillas se contrajeron hasta que la humana casi se plegó en dos. Una gota de sangre
asomó en la comisura de los labios. La elfa, Nissa, ahogó un grito al verlo y le frotó la
espalda.

163
—Deberías sentarte —aconsejó, con aquellos extraños ojos llenos de preocupación—.
Por favor, Chandra...

—Solo tengo la garganta seca —carraspeó la pelirroja—. Estaré bi... —Sufrió otro
ataque de tos y salpicó de rojo el mármol del suelo—. Aj... Eso no es buena señal...

Ajani ayudó a la señora Pashiri a levantarse.

—Me necesitan, aguanta un poco —le pidió antes de volverse hacia las otras dos—.
Sostenla en alto. —La elfa asintió e irguió a su compañera.

—Caray, gatito —dijo la humana, Chandra, con un hilo de voz. Su aliento olía a cobre
—. Tienes los brazos como Gid.

Se preguntó qué sería el gid. Apoyó una mano en el hombro de ella y cerró el ojo.

El corazón de Chandra latía con unos truenos ensordecedores. Era fuerte, intenso. No le
extrañaba que el veneno hubiera actuado tan rápido en su sangre. Los zarcillos plateados
de magia sanadora actuaron de inmediato, limpiando las impurezas y aliviando un
millar de hinchazones a punto de reventar. La respiración de la joven se calmó y se
estabilizó.

—Tendrás que descansar un poco —recomendó abriendo el ojo—. He purgado el


veneno, pero tus pulmones...

—Estarán bien —terminó ella, y retiró el hombro de debajo de su mano. Chandra se


forzó a sonreír y limpió la sangre de la boca con el dorso de la mano—. Gracias, de
verdad.

Nissa no dijo nada, pero inclinó la cabeza hacia él con modesta gratitud. No había
retirado la mano de la espalda de Chandra.

Se oyeron gritos resonando en los pasillos. Los guardias estaban reuniéndose.

—Tu turno —dijo Ajani a la elfa, aunque no parecía muy afectada por el veneno.

—Estoy bien por ahora —rechazó. Giró la cabeza hacia el retumbo que se aproximaba
—. ¿Sabes por dónde salir?

Las orejas de Ajani vibraron con el zumbido de un tóptero que se aproximaba. En un


extremo de la sala, una ventana reventó y provocó una lluvia de fragmentos de cristal.
El pájaro sastre de latón entró revoloteando y haciendo píop sin parar, hasta posarse en
su hombro. Nissa miró perpleja a la criatura mecánica; parecía dudar entre considerarla
un milagro o una aberración.

—Esa es nuestra vía de escape —respondió él señalando la ventana, desde la que


arrojaron una cuerda.

164
—Ajani, ¿ibas a dejar esto aquí tirado? —Abuela le regañó en voz alta desde otro lugar
de la sala y se agachó para recoger los guanteletes que él había soltado—. Gan Ghaheer
pasó semanas fabricándotelos.

Tendría que... explicárselo después.

El guardia que había derribado recuperó la consciencia y gimió en el suelo, apoyándose


sobre las manos y las rodillas. Se quedó de piedra al ver las inmensas botas de Ajani y
levantó la vista poco a poco, dubitativo.

—Vuelve a casa con tu familia —le dijo.

—¿No vas a matarme? —El hombre le miraba con los ojos llenos de terror y asombro.

—Yo no mato —respondió Ajani—. Ya no.

165
En esta misma arena
By Doug Beyer

Chandra y Nissa emprendieron la búsqueda de Pia Nalaar, la madre de Chandra,


utilizando los contactos de Oviya Pashiri en Kaladesh. Sin embargo, en vez de
encontrar a Pia, cayeron en una trampa en una prisión subterránea del Consulado.
Solo la llegada oportuna de Ajani, el Planeswalker leonino, pudo evitar que se
enfrentaran a una decisión funesta. Entretanto, Liliana se había marchado por su
cuenta, inquietada por la presencia de Tezzeret en Kaladesh, mientras que el resto de
los Guardianes, Jace y Gideon, permanecían en Rávnica.

RÁVNICA
El carnarium estaba abarrotado, lleno de estruendo y pensamientos. Los artistas, con sus
dientes y pinchos resplandecientes, hacían piruetas balanceándose en largas cadenas que
pendían del techo. Jace estaba sentado en las filas intermedias, fuera del alcance de los
acróbatas y los tragafuegos, pero en el corazón de las carcajadas y el griterío.

El mago ízzet que se sentaba a su lado llevaba puesto un guantelete de mízzium que en
ocasiones liberaba pequeños arcos de energía. Jace notaba preocupación tras el aura
eléctrica de Ral Zarek. Acercó una oreja mental a la cabeza del mago.

—El Pacto viviente es un... —fue el pensamiento inmediato de Ral, seguido de un


aluvión de calificativos asombrosamente vulgares y explícitos.

166
Jace suspiró sin disimulo y Ral contuvo una carcajada al ver la reacción.

—Solo comprobaba si puedes leer bien mis pensamientos.

—Demasiado bien —pensó Jace. Siguió mirando al escenario, con los ojos puestos en
los artistas rakdos. Era una persona más entre el público, camuflado en el vocerío—.
Podríamos habernos reunido en la Cámara del Pacto entre Gremios, salvo que de
verdad te apeteciera ver el espectáculo.

—Tus visitas oficiales se registran y rastrean —discrepó Ral—. No era seguro.

De modo que no estaba allí como miembro del gremio Ízzet: quería hablar con Jace
como Planeswalker.

—¿Qué ha ocurrido?

—Ha habido un viaje entre los planos fuera de lo normal. —La mente de Ral guardó
silencio para que Jace asimilara el mensaje, o quizá para buscar la manera de expresar el
siguiente pensamiento—. Alguien se ha marchado de Rávnica de forma... anómala.

—¿Qué? ¿Quién lo ha hecho? Y ¿cómo lo sabes?

—Has visto las nubes en el exterior, Beleren. Vamos, seguro que puedes deducirlo tú
solito.

—¿El Proyecto Luciérnaga?

—Correcto.

—Creía que lo habían cancelado cuando saboteamos los resultados —pensó Jace
frunciendo el ceño.

—Oficialmente, sí. —Los pensamientos de Ral se enroscaron alrededor de sí mismos.


Su mente mostró imágenes de mecanismos sensoriales y tormentas eléctricas creadas
mediante magia, junto con el recuerdo de contar medias verdades mientras el aliento
sofocante de Niv-Mízzet se cernía sobre él.

Jace no pudo evitar el impulso de mirar de reojo para ver la expresión de Ral. Su frente
estaba surcada de arrugas de preocupación.

—Los detectores aún se activan cuando alguien viaja entre los planos —continuó Ral
—. Me fijo en los resultados de vez en cuando, pero generalmente los oculto a los ojos
de Niv-Mízzet y la mayoría de mi gremio. He contactado contigo nada más ver el último
movimiento de Vraska.

A Jace no le agradó lo más mínimo oír el nombre de la gorgona.

—Se ha marchado de Rávnica —pensó Ral— sin un destino.

—¿Sin un destino?

167
—No ha viajado hacia un plano. Solo desde uno.

—No tiene sentido.

—Exacto.

—¿Los detectores podrían haber fallado?

—No, funcionaban a la perfección —respondió Ral con ademán ofendido—. El


abandono del plano se registró correctamente, pero el destino figuraba como anómalo.
Vraska no ha vuelto a aparecer desde entonces. Es como si se hubiera marchado hacia
un vacío.

Jace vio el patrón electrostático en la mente de Ral: el viaje entre los planos que había
registrado se desvanecía en medio de la nada. Percibió lo mucho que eso preocupaba a
Ral. Ningún otro hallazgo de su experimento había dado un resultado como aquel.

—Es fascinante —pensó Jace—. Un momento... ¿Me estás diciendo que aún puedes ver
cuándo abandono Rávnica?

—Primero a Zendikar y luego a Innistrad, ¿me equivoco? —Ral miraba hacia el


espectáculo, pero sus cejas ligeramente enarcadas eran un gesto dirigido a Jace—.
Dime, ¿esta vez vas a quedarte un tiempo o pronto volverás a dejar a Rávnica sin su
Pacto entre Gremios?

—No lo... Eh... Ral, escucha...

—En fin, supuse que querrías estar al corriente. —Ral se levantó para marcharse—.
Vraska no te tenía mucho aprecio, por lo que he oído.

—Bueno... Gracias. Ral, espera.

168
Jace se abrió paso entre el público y siguió a Ral, que ya estaba saliendo del carnarium.

—Ral... —llamó al mago ízzet cuando llegó a la calle y lo alcanzó.

—Deja de preocuparte —dijo Ral haciendo un gesto con la mano del guantelete—. No
voy a revelar todos tus secretos, pero recuerda que hay quienes estarían encantados de
ocupar el cargo en el que te has metido. Intenta esforzarte un poco mientras sigas aquí,
¿vale?

—Lo haré —afirmó Jace. Entonces pensó en Lavinia, que creía que Jace continuaba en
el despacho, inclinado sobre una montaña de papeles y haciendo la parte más pesada de
mantener el delicado equilibrio entre los gremios. O tal vez hubiera descubierto que
aquel Jace tan responsable era una ilusión y ahora estuviese gritando "¡PACTO
VIVIENTEEEE!" como solo ella sabía hacer.

Un dedo dio dos golpes en el hombro de Jace. Se volvió y se topó frente a frente con
Liliana, que desprendía un ligero aroma a otro mundo. La nigromante lanzó un vistazo a
Ral y luego miró a Jace, seria como nunca.

—Nos vamos a Kaladesh. Andando.

Ral se cruzó de brazos y levantó aquellas cejas acusadoras todo lo alto que llegaban.

—No es un buen momento —refunfuñó Jace mientras apretaba los dientes.

—Me da igual —sentenció Liliana—. Esto es más importante. —Echó los hombros
hacia atrás con arrogancia, pero Jace se fijó en que no paraba de cambiar el peso de un
pie al otro. Sus habituales provocaciones crueles habían sido sustituidas por órdenes
tajantes.

—¿Has encontrado a Chandra?


169
—He encontrado a otro: Tezzeret, vivo y de una pieza.

De repente, Jace se vio incapaz de tragar saliva y tosió al atragantarse.

Los ojos de Liliana miraban a todas partes: al cielo, al suelo empedrado, a las ruedas de
un carromato que pasaba cerca; a cualquier parte con tal de no mirar a Jace a los ojos.

—Lo sé —dijo ella en voz baja—. Pedirte esto me repugna tanto como a ti. Si tuviera
otra opción... Bah. Ven a Kaladesh. Trae al forzudo.

Antes de que Jace pudiera responder, la silueta de Liliana empezó a titilar. No era
propio de ella viajar entre los planos en plena calle, delante de un desconocido. Cuando
desapareció, Jace y Ral se miraron mutuamente. A Jace le costó encontrar una
explicación.

—A ver si lo adivino, Pacto viviente —intervino Ral—. Tienes que... —Jace se encogió
ligeramente de hombros y separó las manos, completamente falto de excusas—
marcharte. —La cabeza de Jace se hundió un poco entre sus hombros.

Ral le lanzó una mirada fulminante, le dio la espalda sin mediar palabra y se marchó. El
cerebro de Jace conjuró un repertorio de posibles explicaciones, pero ninguna de ellas
parecía adecuada. Finalmente, recuperó la compostura, respiró hondo y partió en busca
de Gideon.

KALADESH
Nissa permanecía atenta a la posible aparición de las autoridades; de momento estaban a
salvo. Chandra y ella se detuvieron debajo de un puente, junto con la señora Pashiri y el
hombre felino. En los alrededores no había soldados del Consulado ni agentes de
Dhund, solo el bullicio de la ciudad. Uno de aquellos enormes y pesados vehículos pasó
traqueteando por el puente que había sobre sus cabezas; la luz del sol se filtraba entre
los huecos de las vías. Nissa se encogió ante la maraña de luz y ruido, pero al menos
habían huido de la trampa de Baral.

—Muchas gracias por lo que has hecho, Ajani. —La señora Pashiri le dedicó una gran
sonrisa y se apoyó en el bíceps peludo del felino.

—Estaba preocupado por ti, Abuela —retumbó la voz de él.

—También agradezco tu ayuda —terció Nissa. No había visto a nadie como Ajani en
Kaladesh y pensó cómo debía formular la pregunta delicada—. ¿Llevas mucho tiempo...
aquí?

—En el lugar del que procedo soy menos... inusual —respondió Ajani mientras ajustaba
una capa alrededor de sus portentosos hombros—. Abuela y yo llevamos semanas
siguiendo los movimientos de Tezzeret.

170
—Chandra también está buscando a alguien —dijo la señora Pashiri dando una
palmadita a una de las garras de Ajani—. A su madre, Pia. Los soldados de Tezzeret la
han arrestado.

Nissa observó a Chandra con cierta preocupación. La piromante daba vueltas como un
animal nervioso, pisando fuerte las calles adoquinadas.

—Llevaré a la Abuela Pashiri a un lugar seguro —dijo Ajani—. Creo que luego
deberíamos separarnos y ampliar la búsqueda por la ciudad.

—De acuerdo —accedió Nissa—. Si trabajamos juntos, seguro que podremos averiguar
dónde han... Dónde han podido... Chandra, ¿qué te ocurre?

Chandra se había convertido en una columna de fuego. Estaba plantada en el suelo,


mirando a un extremo de la calle. Su pelo había estallado en llamas. Siguieron con la
vista la dirección de su cabeza y repararon en las fachadas de varias torres.

Las pancartas se revelaron desplegándose hacia abajo por los chapiteles mediante una
especie de mecanismo. Eran inmensas e idénticas, con imágenes dibujadas a tamaño
descomunal y trazos exagerados. Un retrato estilizado mostraba al juez principal
Tezzeret erguido con orgullo, rodeado de haces de luz y con un mensaje enorme sobre
su cabeza: "¡INVENTORES, VENGAN A PRESENCIAR EL DUELO DEL SIGLO!".

En un rincón de la pancarta, dibujada con una mirada amenazadora y rodeada de


horribles líneas dentadas, había una caricatura de Pia Nalaar.

La inscripción inferior rezaba lo siguiente: "EL JUEZ PRINCIPAL TEZZERET SE


ENFRENTARÁ A LA CRIMINAL RENEGADA PIA NALAAR. LA BATALLA DE
INGENIO DEFINITIVA. LA GRAN EXHIBICIÓN".

Y un último mensaje: "¡MAÑANA A MEDIODÍA!".

—Chandra... —dijo Nissa con suavidad.

—Me está retando —aseguró ella—. Tengo que enfrentarme a él.

—Sí, es un desafío, pero ya hemos caído en una trampa...

—Mi madre sigue con vida. Es lo único que importa.

Nissa se volvió hacia la señora Pashiri y Ajani.

—Es lo único que importa —confirmó él—, pero los cuatro no seremos suficientes
para...

—¡Ahí están! —Se volvieron y vieron a un guardia con uniforme del Consulado, que
señalaba a Nissa. Iba armado y empezó a cruzar la calle directamente hacia ellos,
seguido de otros dos.

171
Instintivamente, Nissa expandió su percepción para encontrar las raíces vivas bajo la
calle y se dispuso a acelerar su crecimiento e inmovilizar a los soldados; entonces echó
un vistazo hacia arriba y se preguntó si podría derrumbar el puente para cortarles el
paso. Ajani gruñó y echó mano de la enorme hacha de dos cabezas que llevaba a la
espalda. Chandra ya estaba en llamas, pero sus dedos se apretaron con fuerza al girarse
hacia los soldados y prepararon pequeños cometas de fuego. Incluso la señora Pashiri
reaccionó y creó un autómata que cobró vida entre chasquidos y giros de engranajes.

Sin embargo, cuando los soldados se aproximaron, sus siluetas fluctuaron y ondularon.
Sus cuerpos parecieron disiparse en riachuelos de acuarelas y revelaron algo distinto en
los lienzos que había debajo. Cuando la distorsión terminó, vieron tres rostros
familiares: Jace, Liliana y Gideon.

—Parece que esto es un asunto para los Guardianes —dijo Jace.

Nissa anuló su hechizo y se pasó una mano por la cara.

—Tus disfraces funcionan demasiado bien. Hemos estado a punto de haceros mucho
daño.

—Solo intentábamos pasar desapercibidos —respondió Jace—. Liliana nos ha dicho


que un Planeswalker llamado Tezzeret está en Kaladesh.

—Así es, y tiene a la madre de Chandra —añadió Ajani.

—¿Qué hace un leonino con vosotras? —preguntó Liliana mientras estudiaba a Ajani.

—¿Quiénes son los Guardianes? —preguntó este a su vez, mirándola desde arriba.

Entre las decenas y decenas de tópteros que patrullaban la ciudad, un tóptero en


concreto se mantenía suspendido en el aire.

Era idéntico a las otras decenas y decenas de tópteros, con el zumbido de sus rotores y
sus lentes girando bajo las córneas de cristal. Sin embargo, este permanecía quieto:
había interrumpido su ruta. Sus lentes enfocaron a un grupo de humanoides reunidos en
la calle y un diminuto obturador de latón emitió una rápida sucesión de ruidos secos.
Una serie de mecanismos y prismas internos capturaron las imágenes de la luz en el éter
cristalizado, congelado sobre pequeñas placas de cobre colocadas sobre un cilindro en el
interior del chasis.

Una vez concluida su función, el tóptero inclinó sus estabilizadores, revolucionó sus
rotores auxiliares y ganó altitud.

El tóptero se elevó zumbando entre los tejados y siguió ascendiendo, dejando abajo a
una bandada de grullas migratorias. Se desvió ligeramente para evitar la trayectoria de
un draco demasiado curioso y continuó subiendo hasta divisar una silueta oscura en el
cielo. Una pequeña compuerta redonda se abrió en la estructura de madera del Soberano

172
Celeste. La inmensa aeronave aceptó al tóptero y lo engulló; la compuerta se cerró
suavemente detrás de él.

El tóptero aterrizó en unas sujeciones mecánicas anexadas a una cinta transportadora y


el zumbido de los rotores cesó poco a poco. Las sujeciones mantuvieron en su sitio al
tóptero mientras la cinta lo elevaba a través de un conducto oscuro por el abdomen del
Soberano Celeste. Las sujeciones se soltaron de pronto y dejaron que el tóptero rodase
hacia la luz y llegase a una cinta más rápida, que recorría el muelle de reconocimiento.
Allí rodó de un lado a otro, descendiendo entre cintas hasta encajar en un
compartimento de metal ornamentado. El compartimento rotó y dejó el tóptero en
manos humanas.

El Cónsul Kambal depositó el constructo en un escritorio. Destapó una herramienta, la


usó para accionar un mecanismo en el vientre del tóptero y un panel se abrió con un
chasquido. Extrajo el cilindro con las imágenes y levantó las placas hacia la luz.
Murmuró para sí mismo mientras las examinaba. Seleccionó una en particular, la que
mejor mostraba a su objetivo: Nalaar, la hija de la líder renegada. Sus compatriotas y
ella habían visto las pancartas.

—¿Dónde está la mensajera? —preguntó Kambal en voz alta.

Una joven se personó en el despacho, con las manos firmes a ambos lados.

—¿Mi señor?

—Avisa al inspector Baan. El cebo está listo. Preparad la incautación.

Pia bajó la vista hacia las cadenas que ataban sus muñecas y pensó en su hija. Unos
grilletes ornamentados le mordían la piel, tal como habían mordido la de Chandra aquel
día, cuando tenía once años. Apoyó un hombro en el muro al que estaba encadenada, en
uno de los túneles detrás de la arena.

—Entre bastidores.

"Ella también debió de sentir esto", pensó. La espera. La humillación hirviendo por
dentro. Igual que aquel día, un hombre sonreiría al público, con un brazo metálico
preparado para un espectáculo de violencia. Incluso estaba en la misma arena, lo que Pia
valoró como un insulto pensado especialmente para ella. Era el mismo lugar en el que
Chandra había buscado a su madre entre las gradas, antes de ser arrancada del mundo.

La mayor esperanza de Pia era no ver a Chandra en las gradas. "Mantente alejada, hija
mía", pensó. "Mantente a salvo. Vive". Los anuncios decían que sería una exhibición de
forjacéleres, un duelo de inventores utilizando materiales improvisados que enfrentaría
al juez principal y la infame líder de los renegados. Pero sabía distinguir una mentira.
Tezzeret no pretendía utilizarla solo para dar un espectáculo en la Feria de Inventores.
Quería usarla como cebo.

173
Oyó el sonido amortiguado de los altavoces en el exterior de la arena. Una voz
proclamó que Rashmi había ganado el primer premio de la Feria, a lo que siguió una
explosión de vítores. A continuación, la voz del juez principal describió con teatralidad
todas las ventajas que ofrecía el privilegio de trabajar junto a él. Más aplausos, aunque
sonaban sin alegría y mitigados por los pasillos.

Un oficial llegó acompañado del tintineo de dos juegos de llaves. Pia no levantó la vista
hasta que reconoció una voz cavernosa y cargada de malicia.

—¿Lista para representar tu papel, Nalaar? —preguntó Baral quitándose la máscara. Las
quemaduras pálidas de la mitad izquierda de su cara tiraron de su sonrisa, permitiendo
ver hasta las muelas.

Pia se revolvió en sus ataduras, pero se calmó. Sintió una oleada de repulsión, pero
levantó la barbilla y miró hacia el pasillo, ignorando a Baral.

—Por mucho que te obsesiones con mi familia, por mucho que una parte enferma de tu
cerebro piense que castigarnos puede hacerte respetable de algún modo... No importa.
Porque nada de lo que hagas puede hacerle daño a ella.

—Vaya, veo que no sabes lo que ha ocurrido —se mofó Baral—. Vinieron en tu busca.
Lamentablemente, llegaron al lugar equivocado. El intento de rescate de tu hija ha
tenido un final trágico.

Pia le miró aterrada, pero recordó que aquel rostro era el de un mentiroso. Volvió a
mirar hacia la arena y pronunció sus siguientes palabras entre dientes, una a una.

—Como le hayas hecho un rasguño...

—Tendremos que esperar a ver, ¿no crees? —replicó Baral—. ¿Estará aquí? Cuando
Tezzeret te humille ahí fuera, ¿acudirá en tu ayuda?

"Mantente a salvo, hija", pensó. "Por favor, haz caso a tu madre por una vez".

—Ha llegado el momento, líder de los renegados —dijo Baral—. Acompáñame.

La agarró por las ataduras y tiró de ella, pero Pia se soltó de un tirón y caminó por su
propio pie.

Se detuvieron ante un pequeño tramo de escaleras que conducía a la arena,


deslumbrante bajo el sol de mediodía. Unos guardias del Consulado escoltaban a la elfa
Rashmi y a muchos otros inventores que venían de arriba. Estaban enfrascados en una
emocionante conversación. Su entusiasmo flotaba con ellos como un perfume, hasta el
punto de que no se fijaron en Baral mientras quitaba los grilletes de Pia ni en los
guardias que les separaron de sus inventos galardonados cuando llegaron al pasillo.

—Y ahora, amigos y conciudadanos —anunciaron los altavoces—, les rogamos que


permanezcan en sus asientos para presenciar el acto final de la exhibición de hoy, el
duelo de forjacéleres que pronto estará en boca de todos. Nuestro primer competidor es
el ilustre director de vuestra Feria: ¡el juez principal Tezzeret!

174
Pia estaba tan preocupada que ni siquiera oyó los aplausos. Examinó las gradas desde el
umbral. No vio a ningún renegado entre el público, ni a Chandra, ni a ningún otro
conocido. Los guardias de Tezzeret debían de haber estado alerta en las entradas para no
dejar pasar a ningún sospechoso. Tal vez no pretendieran utilizarla de cebo, como temía.
Ahora, su única esperanza era proporcionar el mayor entretenimiento posible y ganarse
al público; hacer lo que pudiera para no regresar a las celdas y los grilletes.

—Me alegra estar aquí para despedirme —dijo Baral mostrándole los dientes—. Sería
una lástima no poder decirte adiós.

"¿Qué significa eso?". Sintió un escalofrío terrible en la espalda.

—Y ahora, amigos y conciudadanos, su oponente —retumbaron los altavoces—. La


criminal convicta que ha fracasado en su intento de arruinar vuestra Feria... ¡Pia Nalaar!

Baral la empujó con la punta de una cuchilla y Pia salió a la arena entre un coro de
abucheos y silbidos. Caminó hacia su lugar designado sin apartar la vista de Tezzeret.
Estaba al otro lado de la arena y ni siquiera se molestaba en hacer caso al público.
Delante de Pia había un contenedor tapado con un paño bordado. Tezzeret tenía uno
idéntico a su disposición.

—En este momento, en esta arena histórica, estamos a punto de presenciar el desafío
final. —El presentador empezó hablando con calma y fue ganando intensidad—. Ahora
decidiremos quién es el mejor de estos dos célebres inventores. No apartéis los ojos de
este duelo, ciudadanos de Ghirapur, puesto que definirá el futuro de nuestra ciudad y
nuestro mundo. ¡Qué comience el espectáculo!

Pia retiró el paño de un tirón y examinó rápidamente el contenedor: una selección de


engranajes y placas metálicas, algunas piezas de vidrio soplado, una pequeña tubería
para insuflar éter y varias herramientas rudimentarias. No tenía mucho con lo que
trabajar. No tenía mucho con lo que sorprender al público.

175
Levantó la vista. Tezzeret ya había revisado su material y estaba construyendo algo con
patas. "¡Qué rápido!".

Metió las manos en el contenedor de materiales y, en cuanto tocó las piezas de metal, su
intuición de inventora se puso en marcha. Confió en sus capacidades y empezó a
moldear, adaptar y soldar por puntos. Dejó que los componentes le dijeran lo que
querían ser, como en los viejos tiempos... y un diseño básico con cuatro alas comenzó a
cobrar forma. Le dio un chasis ligero para potenciar su velocidad y un aguijón en el
morro. Si Kiran estuviese allí, podría darle más capacidad de maniobra, algo que
asombrase un poco al público...

"Céntrate. Consigue que vuele".

Insertó la tubería de éter en el conjunto de engranajes y el tóptero cobró vida,


despertando un "¡oooh!" entre el público. Lo envió zumbando hacia Tezzeret con
intención de distraerlo mientras trabajaba en su próximo diseño.

El juez principal había terminado de construir una especie de insecto plateado aún más
alto que él. El constructo se desdobló y reveló un vientre lleno de tenazas y patas
afiladas. El público aplaudió de admiración. "¿Cómo ha podido construir eso con las
piezas del contenedor? ¿No se molesta ni en disimular que hace trampas?". El tóptero
voló alrededor de Tezzeret y le molestó con el aguijón, pero él lo apartó de un manotazo
y envió su constructo contra Pia.

Al verlo, ella reaccionó fabricando rápidamente un servo muy básico, soldando sus
placas incluso mientras lo enviaba hacia el insecto. El artefacto de Tezzeret correteó sin
detenerse y aplastó al servo, partiéndolo en dos. Sin embargo, Pia había añadido una
sorpresa: una pequeña carga explosiva. El servo estalló en una nube de humo y piezas y
reventó las patas del constructo. El público reaccionó con gran sorpresa. "Tal vez pueda
hacer algo más que retrasar lo inevitable. Quizá consiga vencer".

176
Pia corrió a recuperar piezas del artefacto de Tezzeret. Como suponía, estaba lleno de
componentes que a ella no le habían proporcionado... e incluso utilizaba metales que no
conocía. Desguazó el chasis y empezó a cosechar piezas para otra creación, esperando
que el tóptero siguiera distrayendo a su oponente.

Continuó luchando, uniendo componentes para crear diseños radicalmente nuevos. Pero
por muy ingeniosos que fueran sus inventos, Tezzeret siempre respondía con algo que
era más veloz, fuerte y resistente. Pia estaba segura de que su ingeniería era superior,
pero los constructos del juez abrumaban a los suyos y hacían que agotara sus recursos.

Dio media vuelta para regresar al contenedor, pero una pata metálica puntiaguda se
clavó en el suelo junto a ella y el impacto le hizo caer. Levantó la cabeza y vio un nuevo
autómata con aspecto de cangrejo, que había ensartado a su tóptero en una de sus patas.
Las alas del tóptero batieron débilmente, hasta que al final se detuvieron.

Se volvió hacia Tezzeret. Caminaba con paso decidido hacia ella, con la mano metálica
en alto. Varios aros de metal se curvaron de forma antinatural obedeciendo a su
voluntad; se enroscaron alrededor de sí mismos hasta convertirse en un pequeño
escuadrón de autómatas reptantes. Los constructos se irguieron y aquel ejército argénteo
y sin rostro empezó a rodearla.

El público coreaba el nombre de Tezzeret, celebrando su victoria.

—Has perdido, Pia Nalaar —dijo él en voz baja, la justa para que ella le oyera—. Y
ahora, en el mismo lugar donde tu hija se enfrentó a la justicia por sus crímenes,
impartiré justicia por los tuyos.

Levantó el brazo y el ejército de autómatas cromados avanzó hacia ella. El torso del más
cercano se reorganizó y se transformó en una extremidad afilada. Tezzeret mantenía el
brazo en alto y la miraba desde arriba con un resplandor en los ojos.

177
"No lo hace solo para impresionar al público", pensó. "Me va a matar".

Tezzeret bajó el brazo de golpe y su creación se abalanzó sobre Pia. Tenía que
esquivarlo, tenía que desviar el inevitable...

El autómata salió disparado hacia un lado y se derrumbó sobre un costado, echando


humo por una abolladura incandescente. El público enmudeció y se volvió hacia el
origen. El proyectil de fuego había surgido de las gradas, de una joven roja de ira y con
el pelo en llamas.

—¡Todavía no!

—¿Cuántas veces tengo que repetírtelo, Jace? —le espetó Chandra mentalmente—.
Odio. Esas. ¡Palabras!

Chandra saltó desde las gradas al suelo de la arena. El hechizo ilusorio había hecho todo
lo posible por ocultarla, pero se disipó con una luz trémula en cuanto ella empezó a
utilizar la piromancia.

—Tenemos que averiguar por qué está aquí —insistió Jace—. ¡Mantenle ocupado!

Su madre le dirigió una mirada sorprendentemente severa.

—¡Chandra, vete de aquí! ¡Es una trampa!

—¿Crees que no lo sé? —protestó Chandra mientras acumulaba maná para otro hechizo
—. He venido a sacarte de aquí.

—¡Eso es lo que él quiere! —le espetó su madre—. Déjame aquí y huye. Vete,
jovencita.

—Ya no soy una niña —contestó ella—. ¡Y no pienso perderte otra vez!

—Qué sorpresa, la pequeña Nalaar también ha venido. —Tezzeret hablaba con


exageración, entrelazando sus manos asimétricas—. ¿Vas a unirte a la competición que
tu madre acaba de perder? Qué conmovedor.

Chandra vio que los espectadores estaban inclinados hacia delante en sus asientos,
intrigados y asombrados con aquel drama familiar.

—No pienso construir nada contra ti, Tezzeret —afirmó—. Voy a darte una paliza.

—¿Aquí? —se burló Tezzeret—. ¿En esta misma arena? ¿Pretendes desafiarme en el
mismo sitio donde estuvieron a punto de...?

—¡SÍ! —lo acalló Chandra—. Lo sé, donde iban a ejecutarme. Muy poético y todo eso,
pero ¿quieres hacer el favor de cerrar el pico y luchar? —Se concentró en la palma de
la mano y formó una bola de fuego.

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Los susurros corrieron como la pólvora entre los espectadores. Un grupo de soldados
del Consulado se apresuró a rodear a Chandra, dispuestos a arrestarla, pero Tezzeret
levantó una mano para detenerlos. Dijo algo en voz baja a uno de ellos, las tropas se
retiraron y él volvió a encararse con Chandra. Los autómatas se giraron al mismo
tiempo que su titiritero.

—Me enfrentaré a ti, niña —declaró Tezzeret con ánimo de complacer al público. Sus
constructos avanzaron poco a poco—. Aunque no será un combate justo si vas a luchar
sola.

Chandra separó en dos la bola de fuego y ambos puños estallaron en llamas.

—Nadie ha dicho nada de pelear limpio.

Varias ilusiones se disiparon detrás de ella y, uno a uno, un equipo de Planeswalkers


apareció en la arena.

Sus compañeros prepararon armas y hechizos y Chandra vio a Tezzeret retroceder un


paso, casi imperceptiblemente.

Tras un momento de silencio, el público se puso en pie y prorrumpió en un griterío. Que


ellos supieran, todo formaba parte del espectáculo, de la apoteosis de la exhibición.

—¡Acaba con ellos, juez principal! —gritaban algunos.

—¡Pateadle el culo, renegados! —respondían otros.

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—¡Tezzeret, tramposo! —exclamaban algunas voces.

—Chandra —dijo Jace en su cabeza—, creo que sus autómatas aún bloquean mi
telepatía de algún modo. Tienes que abrirnos camino.

—Reventar esos bichos metálicos —pensó Chandra—. Entendido.

En cuanto Ajani y Gideon corrieron a proteger a su madre, Chandra desató su poder.


Los proyectiles de fuego volaron y se estamparon como puños contra las máquinas de
Tezzeret, abatiendo una detrás de otra. Un autómata se derritió en el acto. Otro
consiguió acercarse lo suficiente como para lanzarle un tajo desde el flanco y arañarle la
mejilla, pero enseguida se convirtió en el adorno oxidado de un jardín que creció
espontáneamente.

Con un gesto de la garra de Tezzeret, los restos de metal se doblaron y formaron nuevos
mecanismos que reptaron bajo las llamaradas de Chandra y se liberaron de las
enredaderas de Nissa. Mientras avanzaban, Chandra lanzó puñetazos que escupían
ráfagas de fuego, medio consciente de que Gideon y Liliana le cubrían los flancos y
Nissa y Ajani aplastaban a los autómatas que se acercaban a su madre.

El público necesitó unos instantes para decidir cómo reaccionar. Lanzar hechizos sin
necesidad de dispositivos era un fenómeno extraño en Kaladesh, pero Chandra oyó que
prefirieron disfrutar del espectáculo.

Tezzeret retrocedió y, por primera vez, Chandra creyó verle dudar antes de lanzar su
siguiente asalto.

—¿Aún no has podido leerle? —pensó para Jace.

—No —respondió Jace, cuya negativa mental sonó como una maldición—. Algo
continúa bloqueándome.

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—¡Pues date prisa!

—Está demasiado protegido —protestó Jace—. Hemos salvado a tu madre, creo que
deberíamos irnos.

Chandra miró a su madre y volvió a centrarse en Tezzeret.

—Y yo creo que deberíamos poner fin a esto. Aquí y ahora. —Las llamas de sus puños
se extendieron por los brazos y el fuego nubló su vista.

—Chandra, si Tezzeret sabía que necesitaba bloquear su mente, significa que está
preparado para esto. —Los pensamientos de Jace tenían un tono de advertencia—.
Sabía que todos nosotros íbamos a venir. Hemos cometido un error.

Chandra apretó un puño y concentró su fuego en un punto de calor abrasador. Sus


dientes rechinaron y su brazo tembló.

—Puedo hacerlo...

—Acaba con él —urgió Liliana en medio de la conversación telepática.

Una sombra se cernió sobre ellos y Chandra levantó la vista: una aeronave descomunal
había eclipsado el cielo. El majestuoso casco del Soberano Celeste cubrió toda la arena
y la sobrevoló, acompañado del estruendo de sus motores internos. Una enorme torreta
rotaba en la parte inferior del casco, cargada de éter crepitante: el cañón apuntaba hacia
la arena, amenazando con abrir fuego.

Tezzeret abrió los brazos y se dirigió a todo el público con una amplia sonrisa.

—Y con esto concluye la Feria de Inventores. Doy mi más sincero agradecimiento a los
brillantes inventores de este mundo. —Entonces dedicó a los presentes una pequeña
reverencia y se elevó sobre una columna de acero con filigranas.

Un himno empezó a sonar en un panharmónico y algunos fuegos artificiales estallaron


desde las torres cercanas. El ruido era estridente y extraño en medio del silencio del
público.

Los ojos de Chandra vagaron desde el punto de calor concentrado en su palma hasta el
rostro de Tezzeret, cada vez más lejano. Se retiraba. Huía después de haber amenazado
a su madre.

—Se ha acabado —dijo Nissa con calma junto a ella, y a Chandra le sorprendió lo
mucho que anhelaba oír aquellas palabras—. Habrá otro momento. Se ha acabado.

Chandra asintió y contuvo una oleada desbordante de gratitud y alivio. El fuego


concentrado en su puño se desvaneció poco a poco en el olvido.

Cuando tenía once años, Chandra había mirado por toda aquella arena; había buscado
entre las gradas con la pequeña esperanza de ver el rostro de su madre. No la había

181
encontrado. Ahora, en aquel momento, bastó con girar la cabeza para verla allí, de pie
delante de ella.

Su madre abrió los brazos y Chandra corrió a su encuentro.

Chandra se había permitido imaginar aquel momento un millar de veces mientras


observaba las planicies volcánicas de la Fortaleza Keral. Si hubiera podido volver a
pasar un último momento con mamá, ¿cómo habría sido? ¿Su madre aún olería
ligeramente a compuestos de soldadura y pétalos de rosa? ¿Qué le diría? ¿Qué grandes
palabras podrían transmitir todo su afecto, su gratitud y su añoranza de volver a casa, de
sentirse a salvo con ella?

Chandra separó los labios y sus ojos se nublaron. Y lo único que salió de ella fue...

—Mamá... Lo siento.

Su madre murmuró unas palabras reconfortantes contra su cabello, la abrazó y la


estrechó con todo su afecto.

En el cielo, Tezzeret siguió ascendiendo. La columna de filigrana se elevaba más y más.


El casco del Soberano Celeste le dio la bienvenida y se cerró una vez que el juez
principal llegó al interior. El panharmónico seguía sonando en vano. El público
enmudecido vio cómo el Soberano Celeste viraba y se alejaba lentamente, hasta que el
cielo volvió a asomar.

Cuando la gente empezó a marcharse, Chandra oyó sus gritos de protesta. Se movía
entre la multitud junto a su madre y el resto las seguían hacia el exterior. Mientras se
fijaba en los mechones grises que habían aparecido en el cabello de Pia y en las arrugas
de su tez, la angustia y el pánico se propagaron entre la gente.

Una joven con accesorios dorados en su vestido se acercó directamente a Chandra y Pia.

182
—Me llamo Saheeli Rai —se presentó—. Tengo que hablar contigo, y con usted,
señora. —Tenía una expresión completamente seria.

—¿Por qué? —preguntó Chandra—. ¿Qué está pasando?

—Los inventos han desaparecido.

—¿Cómo? —reaccionaron a la vez Pia y Ajani.

—Creo que el Consulado se ha llevado a Rashmi y los demás inventores, junto con
todos los artilugios que se han presentado en la Feria. Los inventos galardonados... Los
proyectos que tanto les importaban... El descubrimiento de Rashmi... Ya no están. Los
han incautado. He visto lo que habéis hecho en la exhibición... ¿Podéis ayudarnos?

Chandra por fin comprendió los gritos de la gente. Todos ellos eran inventores que
habían participado en la Feria.

—¡Mi creación!

—¡Dediqué todo lo que tenía a ese diseño!

—¿Cómo han podido llevárselos?

Había soldados y autómatas del Consulado por todas partes. El despliegue de seguridad
no había sido tan fuerte cuando entraron en la arena.

—Esto era lo que planeaba Tezzeret —dijo Pia frunciendo el ceño—. El espectáculo no
era más que una distracción a gran escala.

—Tenemos que salir de aquí y reorganizarnos —intervino Jace—. Y luego hay que
detener a Tezzeret. Está tramando algo.

—Está construyendo algo —gruñó Ajani.

183
Un Consulado agradecido
By James Wyatt

El mago del metal Tezzeret pretendía dar un castigo ejemplar a Pia Nalaar
enfrentándose a ella en un duelo público, pero los Planeswalkers de los Guardianes,
llegados a Kaladesh tras descubrir la presencia de Tezzeret, han interrumpido el
combate y han liberado a Pia del arresto consular. Sin embargo, las maquinaciones de
Tezzeret nunca son sencillas y la Gran Exhibición tenía un propósito oculto... como
también está descubriendo Dovin Baan.

Dovin Baan movía la cabeza a un lado y a otro, disgustado. Allá donde mirase, un plan
que presentaba defectos graves estaba desencadenando un caos total.

Por todo el recinto ferial, los soldados del jefe de seguridad Ranaj continuaban
confiscando inventos con su torpe proceder, utilizando autómatas como amenaza
manifiesta para reforzar la autoridad legal de los agentes. Había discusiones por
doquier, aquí y allí se producían altercados y los inventores expresaban con gran
intensidad la gama de emociones que eran de esperar, desde indignación furiosa hasta
desesperación abrumadora. Y en medio de todo había un trasfondo de pánico: la presión
de la multitud que salía de la arena, donde el espectáculo de Tezzeret contra la renegada
Pia Nalaar no tendría que haber concluido tan pronto. Sin embargo, Tezzeret se había
embarcado en una nave insignia del Consulado, rumbo al Chapitel de Éter. Allí se
dirigía Dovin ahora, cruzando el caos de las calles.

"Si Tezzeret me hubiera consultado antes de poner a trabajar a los agentes, todo esto se
habría desarrollado mucho mejor", pensó Dovin.

―¡Usted, escúcheme! ―gritó a una soldado cercana, cuya faja hacía patente su rango
de capitana―. Urge dispersar a ese grupo de ciudadanos antes de que opten por
expresar su frustración de manera más violenta. ―La oficial siguió con la vista la
dirección de la mano de Dovin y asintió. Abrió la boca para confirmar las instrucciones,
pero él aún no había concluido.

»Después, ordene a ese hombre que maneje su espada con más cuidado, o acabará
cortándose un brazo o hiriendo a un ciudadano. Por último, ese carro no podrá soportar
el peso del así llamado "cofre de maná" que intentan cargar en él, y asegúrese de que a
ningún agente se le ocurra poner un pie en su interior. ―El propio Dovin se había
asegurado de que el invento, un diseño de la Sociedad de Eterólogos, se hubiera
expuesto tras una valla de seguridad durante la Feria, por el bien de los visitantes. Hizo
un gesto de dolor cuando un eje del carro se quebró bajo el peso del "cofre" y seis
soldados corpulentos se apartaron para que la mole no les cayera encima.

La capitana corrió hacia aquel desastre; parecía haber olvidado sus instrucciones más
apremiantes. Dovin suspiró. Tendría que encargarse él mismo de prevenir el siguiente

184
desastre. Se dirigió a paso rápido hacia el grupo de inventores agitados y sujetó a dos
agentes por el codo.

―Continúen circulando, ciudadanos, por su propia seguridad ―dijo al grupo. Dio un


leve empujón en la espalda a los soldados para que se hicieran cargo del resto y ambos
empezaron a dispersar a la gente. Perfecto. Siguiente asunto.

"Maldición, demasiado tarde". El zoquete de la espada se había herido a sí mismo. Por


suerte, el corte era mucho menos grave de lo que podría haber sido y alguien ya le
estaba haciendo un torniquete al soldado por encima de la herida. Dovin asintió,
satisfecho con que los cuidados fueran suficientes, pero molesto porque hubieran sido
necesarios.

Cerca de él, una inventora llevaba en brazos un elegante tóptero, como si se tratara de
un niño. Cuando un agente se aproximó a ella, Dovin vio de inmediato cómo se
desarrollaría la situación: el agente le arrebataría el tóptero por la fuerza, la inventora
chillaría con enfado y trataría de recuperarlo y el autómata del Bastión que acompañaba
al soldado tendría que sujetarla. ¿De verdad supondría un esfuerzo tan grande hacer las
cosas bien? Mostrar la insignia del Consulado, explicar tu propósito, prometer que el
invento recibiría el mejor trato posible y asegurar que llevaría el nombre de la inventora.

Al parecer, era pedir demasiado. Antes de que Dovin lograra acercarse a ellos, la escena
se desarrolló tal como él había previsto y el autómata tuvo que contener a la inventora
hasta que la mujer logró liberarse y se marchó corriendo, claramente pensando en tomar
represalias.

El plan era defectuoso y se estaba llevando a cabo de manera lamentable. Dovin


esperaba una mayor eficiencia por parte del Consulado que tanto apreciaba. Pero, claro,
también se había acostumbrado a que le consultaran, a tener la oportunidad de refinar
tales planes antes de ejecutarlos, en vez de tener que reaccionar para arreglar el desastre
resultante. El Consulado había reconocido su talento y este le había granjeado su cargo
185
como inspector jefe, encargado de supervisar los nuevos diseños y de establecer
estándares de seguridad. Asimismo, Tezzeret había visto su potencial y su habilidad
para detectar defectos no solo en los inventos, sino también en el intrincado sistema
burocrático del Consulado, en la Feria de Inventores y en el propio ascenso al poder de
Tezzeret. Sí, Dovin también se había fijado en eso último y había ayudado sutilmente al
mago del metal a corregir una o dos imperfecciones en sus planes. Y Tezzeret le había
recompensado por ello.

Se preguntó qué podría haber ocurrido.

¿Habría perdido la aprobación de Tezzeret, por algún motivo? ¿Estaría resentido por la
aparición de los otros Planeswalkers en Kaladesh? Dovin sintió que su actitud se volvía
cada vez más defensiva. Contactar con aquellos Planeswalkers, aquellos "Guardianes",
había sido la medida cautelar más razonable, dadas las circunstancias y la información
que le habían proporcionado. Tezzeret no podía culparle por ello.

En cualquier caso, el daño ya estaba hecho. Los Planeswalkers se encontraban allí y los
agentes hacían lo que Tezzeret les había ordenado. La responsabilidad de enmendarlo
recaía en Dovin Baan, y ciertamente se esforzaba por solucionar todos los conflictos
posibles a lo largo de la ciudad, dentro de los límites de su capacidad. Su talento tenía
aspectos negativos, puesto que le resultaba difícil dejar sin corregir cualquier problema
que veía. No podía quedarse de brazos cruzados y presenciar cómo su ciudad y su
Consulado se sumían en el caos.

Mientras continuaba su camino hacia el Chapitel, oyó un sonido similar a un trompetazo


en una plaza. Un poco más adelante, un hermoso constructo de vida fraguada que
emulaba el aspecto de un elefante (el inventor incluso se había molestado en imitar su
berrito) daba cabezazos a un lado y a otro, derribando a los agentes con sus enormes
colmillos en espiral. Los soldados se agacharon para esquivarlos y trataron de clavar sus
lanzas en la bestia, pero las puntas rebotaban con un entrechocar metálico en el
revestimiento de la bestia. Dovin arrugó los labios cuando echó a correr hacia la trifulca.

"No puedo estar en todos los lugares requeridos para subsanar las repercusiones de este
procedimiento inadecuado", pensó. Agarró a un agente por el brazo y tiró de él justo a
tiempo para esquivar la trompa del elefante.

―Escúcheme ―le dijo.

―¡Estamos un poco ocupados! ―le espetó el soldado.

―Si estáis ocupados sin un plan, lo mismo daría que estuvierais ociosos ―respondió
Dovin―. Escúcheme y observe.

El agente pestañeó, confuso, y Dovin aprovechó la oportunidad para explicarse.

―Fíjese: cuando asestan una lanzada al cuello del animal, este se encabrita. Siempre. Y
entonces golpea con sus patas delanteras. Vamos, dé la orden de hacerlo.

―¡Apuntad al cuello! ―gritó el agente, y uno de sus compañeros obedeció.

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Con un barrito, el elefante se encabritó y pateó hacia adelante, haciendo que el soldado
obediente saliera rodando por los suelos. Dovin dejó escapar un suspiro.

―Fíjese ahí ―dijo mientras señalaba el vientre del animal―. El acabado de la obra
deja que desear; típico de un constructo renegado. Un cable asoma cerca de los cuartos
traseros cada vez que la bestia se encabrita. Solo necesitan cortarlo para lograr que el
autómata se venga abajo.

El agente asintió y volvió a la refriega, tratando de acercarse lo justo para hacer lo que
Dovin le había indicado. El vedalken cruzó los brazos y no quitó ojo del elefante
mientras buscaba entre la multitud al fraguavidas renegado que había provocado el
altercado.

―Ajá ―murmuró cuando un elfo llamó su atención.

Avanzó unos pasos y sujetó por los hombros a una soldado distinta.

―Usted se encargará de cortar el cable ―le susurró al oído. La desplazó un poco a la


izquierda justo antes de que su último pupilo provocara que el elefante se encabritase de
nuevo.

»Ahora, adelante ―pidió a la soldado con un suave empujón.

El elefante se giró ligeramente al verla acercarse y lanzó un golpe con la trompa. La


agente esquivó el apéndice ("bravo", pensó Dovin) y atrapó con su bisarma el cable
expuesto. Cambió su forma de agarrar el asta, dio un tirón, la hoja cortó el cable, el
elefante cayó...

Y la trompa descendió sobre el fraguavidas, que terminó derribado en el suelo.

187
―Detengan a ese elfo; ha de responder por este disturbio ―ordenó Dovin a los agentes
antes de reanudar su camino hacia el Chapitel de Éter para encontrar a Tezzeret. "Se
acabaron las distracciones".

Dovin llegó al Chapitel y vio a Tezzeret andando a zancadas por un pasillo y ladrando
órdenes. Aceleró el paso para alcanzar al juez principal y lo sujetó por el brazo derecho.

Pero entonces retiró la mano al sentir un tacto de metal picudo bajo la manga. "Qué
extraño". Había supuesto que la garra brillante que asomaba por el extremo era un
dispositivo separado, tal vez montado en el brazo de Tezzeret, pero en ese momento se
dio cuenta de que formaba parte del brazo. Basándose en el breve contacto, pudo
extrapolar la forma que ocultaba debajo de la manga. ¿Un brazo protésico? Además, su
estética no era nada elegante, aunque parecía realmente funcional. Qué interesante y
extraño que Dovin no se hubiera dado cuenta antes. ¿Tezzeret lo había ocultado todo
aquel tiempo?

―¿Qué quieres, Baan? ―preguntó el juez principal. Su actitud gritaba impaciencia,


aunque su rostro tratara de proyectar una calma imperturbable.

―¿Qué es esto? ―replicó Dovin señalando con un brazo a sus espaldas, hacia el
caótico desmantelamiento de la Feria de Inventores―. ¿Qué circunstancias justifican el
uso de semejantes medidas draconianas?

―Veo que no sabes lo que ha sucedido en la arena ―dijo Tezzeret señalando con la
mano metálica por encima del hombro de Dovin.

―¿El duelo de inventores contra la renegada? Un movimiento exagerado con


demasiada probabilidad de abocar al desastre, como creo que le advertí en cuanto usted
me reveló sus intenciones.

―Me refería en concreto al grupo de seis Planeswalkers que han interrumpido el duelo
y se han fugado con la renegada. ―El rostro de Tezzeret también mostraba su
frustración ahora―. Creo que ese no era el desastre que habías previsto.

Dovin contó con los dedos. Primero estaba la joven Nalaar, por supuesto, quien había
complicado los posibles desenlaces desde su llegada al plano. La elfa, el telépata, el
guerrero, la nigromante... Le quedaba un dedo por abrir. ¿Quién era el sexto
Planeswalker?

―Los renegados se han envalentonado al verles ―continuó Tezzeret―. Estamos


perdiendo el control de la situación.

―Pero ¿era necesario hacer todo esto? ¿Por qué confiscar los inventos, y más aún de
forma tan torpe y drástica? Basta con echar un vistazo al recinto para comprender que
este acto solo sirve para incitar y, como usted ha dicho, envalentonar a quienes no
respetan la autoridad del Consulado.

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―Tranquilo, Baan. No estamos robando los inventos, estamos salvaguardándolos. No
queremos que unas obras tan espléndidas resulten dañadas en un ataque de los
renegados.

―Usted sabe que comparto esa opinión, por supuesto, pero...

―Y estos artilugios aún no se han sometido a un examen riguroso, como bien sabes.
Son peligrosos para la población. No podemos dejar toda esa tecnología no autorizada
en las calles.

―En efecto, eso sería una irresponsabilidad ―confirmó Dovin―. No obstante, habría
sido más productivo exponer ese razonamiento a los ciudadanos. En vez de enviar a los
agentes de Ranaj a arrancar los dispositivos de las manos de sus afligidos propietarios,
podríamos haber enviado burócratas con formularios a rellenar, proporcionando
garantías y palabras reconfortantes.

―No hay tiempo para eso ―gruñó Tezzeret en voz baja.

"Interesante", pensó Dovin. La actitud de Tezzeret había cambiado por completo


durante un momento, como si un arrebato de rabia le hubiera estrujado el cuerpo y lo
hubiese liberado enseguida. Dovin decidió adoptar un tono tranquilizador.

―Considero que emplear un tiempo adicional en preservar la paz y la seguridad pública


merece completamente la pena. Es cierto que algunos de esos dispositivos poseen un
potencial enorme para ocasionar daños personales y de bienes, por lo que...

―Exacto, un potencial enorme. ¿No lo entiendes? Es mucho mejor que los inquiriums
del Consulado estudien esa tecnología y exploren su potencial, en vez de dejar la tarea
en manos de quién sabe quién. Podemos desarrollarla, refinarla y perfeccionarla.

―Mm... ―Dovin sopesó la idea unos segundos―. Sí, por supuesto. El desarrollo
siempre ha sido un objetivo fundamental de la Feria de Inventores; el avance
tecnológico en aras del progreso social, bajo la cuidadosa supervisión del Consulado.
Entonces, ¿por qué...?

―¿Y quién podría dirigir esa labor mejor que tú?

Dovin pestañeó varias veces, estupefacto por un momento.

―¿Yo? ―Por supuesto, era la elección más lógica. Unos instantes atrás, creía haber
perdido el apoyo de Tezzeret, por algún motivo, pero ahora le estaba ofreciendo un
cargo que suponía una responsabilidad tremenda.

―Pero antes de que pueda confiarte una tarea tan crucial, necesito que aclaremos algo.
¿Has sido tú quien ha traído aquí a esos Planeswalkers?

―En sentido estrictamente técnico, no, no lo he hecho. Invité a algunos de ellos a venir,
como medida para prevenir un posible fallo que detecté en los planes para la Feria de
Inventores; en concreto, la amenaza de los renegados, encarnada en Pia Nalaar. Sin

189
embargo, los Planeswalkers rechazaron mi oferta. Después, la joven Nalaar vino por su
cuenta de forma inesperada. Solo traje conmigo a una: la elfa, Nissa.

―He ahí el motivo que me hace dudar, Baan ―dijo Tezzeret poniendo su mano de
carne y hueso en el hombro de Dovin―. Aprecio tu capacidad de previsión, pero tu
decisión de tratar con estos Planeswalkers parece haber sido un descuido impropio de ti.

¿Un descuido? Dovin se sentía ofendido.

―En realidad, mi decisión fue óptima si tenemos en cuenta la información que usted
compartió conmigo. Ante el peligro que suponían los renegados, ¿quién mejor para
hacer frente a esa amenaza que un grupo de autoproclamados héroes con un poder
colosal a su disposición? La probabilidad de que se pusieran de parte de los renegados
era infinitesimal... de no haber sido por la existencia de rencores personales que
desconocía en el momento de tratar con ellos.

―Y este es el resultado ―aseveró Tezzeret―. Me han desafiado en la arena. Ahora me


veo obligado a actuar con más brusquedad; con torpeza, como bien has descrito. La
situación se nos está yendo de las manos. ―Tezzeret tensó su mano metálica y Dovin
retrocedió un paso involuntariamente.

»Tienes que arreglar esto, Baan. Este giro de los acontecimientos agitará a los
renegados, como has dicho, así que detenlos. Necesito un inquirium seguro en el que
pueda trabajar sin temor a un ataque renegado. Necesitas que los inventos confiscados
se almacenen y cataloguen para tu propia investigación. Necesitamos el Bastión en
estado de alerta, preparado para enfrentarse a cualquier amenaza. Necesitamos
recordarles quién manda aquí.

―¿Necesita usted un inquirium? ―preguntó Dovin―. ¿Por qué razón?

―Tengo que realizar mi propia investigación ―respondió Tezzeret echando a andar por
el pasillo. Dovin fue detrás de él―. La obra que Rashmi ha presentado en la Feria
ofrece posibilidades trascendentales, más importantes que esta ridícula sublevación e
incluso que Kaladesh. Me centraré en eso. El resto de los inventos son tuyos.

"¿De verdad?", pensó Dovin. Lo cierto era que ningún otro invento de la Feria había
captado la atención de Tezzeret.

―De acuerdo ―aceptó la oferta.

―Después de que pongas orden a este desastre.

―Faltaría más. ―"Primero, los Planeswalkers", pensó.

Tezzeret le dio la espalda y se marchó sin decir nada más. Dovin hizo señas al oficial de
seguridad más cercano para que se acercase.

―Reúna una brigada de soldados, altamente cualificados, por favor, y expulse a los
renegados y los... desconocidos del recinto ferial. Preste atención, pues tienen una serie
de puntos débiles que garantizarán su derrota si se explotan adecuadamente. ―Los

190
enumeró con los dedos de una mano―. Carecen de un líder claro, por lo que es posible
desorganizarlos. La joven Nalaar es irascible y debería ser fácil provocarla para que
cometa una imprudencia. La mujer de negro no cuenta con la confianza de algunos de
los otros, sobre todo del soldado. Tienen la triste convicción de ser héroes, de modo que
su comportamiento es predecible. Tratarán de proteger a sus socios más débiles, como
Oviya Pashiri. Y creerán que pueden vencer pagando un precio o un sacrificio mínimos.
Exploten esos puntos débiles de todas las formas posibles. En marcha.

En cuanto Dovin salió de nuevo al exterior, su cabeza dio vueltas. La plaza estaba aún
más abarrotada, ya que el público de la arena había salido de ella; muchos inventores
acababan de descubrir que los agentes estaban confiscando sus preciados inventos o ya
se los habían llevado. Dovin seguía sin dar crédito a la nefasta ejecución del plan. Ni
siquiera tuvo que echar un vistazo alrededor para ver todas las cosas que se estaban
haciendo mal... o que iban a hacerse. Era un desastre, como había reconocido Tezzeret,
y Dovin no tenía la culpa, pero el juez principal le había encomendado la tarea de
solucionarlo y nadie era más apto para el trabajo, según su humilde pero precisa
estimación.

Volvió a avanzar por la plaza, esta vez sin prisa, y reunió a su paso a un puñado de
oficiales del Bastión. Después de lo ocurrido, el problema más acuciante era que la
opinión pública pudiera volverse en contra del Consulado; y no era un único punto
débil, sino decenas de ellos, que amenazaban la integridad de la delicada máquina que
era Ghirapur. Varios grupos de inventores indignados llamaban la atención de Dovin
como moscas en un brazo; un problema que los agentes podrían solucionar con ayuda
de él. Dispersarlos con diplomacia usando mensajes tranquilizadores debería bastar,
pero quizá fueran necesarios algunos arrestos estratégicos. Envió agentes a todos los
puntos problemáticos.

Otros asuntos sería mejor resolverlos personalmente. Se abrió camino hasta la escena de
un arrebato emocional: un impulsivo inventor humano gritaba su disconformidad a una
soldado enana mientras dos autómatas del Bastión trataban de levantar un dispositivo
complejo cuyo propósito no estaba claro a primera vista.

―¿Puedo ayudarle, caballero? ―se ofreció Dovin mientras se interponía entre el


inventor y la agente. En situaciones como aquella, la calma tan característica de los
vedalken podía apaciguar las emociones vívidas que tanto manifestaban otras especies.

―¡No tenéis derecho a llevároslo! ―chilló el inventor, que acercó demasiado su rostro
enrojecido al de Dovin y le clavó un índice en el esternón.

―Comprendo perfectamente su apego por este asombroso dispositivo ―aseguró Dovin


mientras recorría con una mano la detallada artesanía metálica del invento. Ahora
comprendía su propósito: era una máquina diseñada para fabricar tópteros. "Qué
curiosa". Por supuesto, sus diversos defectos también saltaron a la vista de inmediato,
pero no era el momento de sacarlos a colación―. Una labor magnífica, en verdad. La
forma en que ha aplicado usted el principio de Dujari es muy ingeniosa. ―Y lo era;
incluso tomó nota del dispositivo para examinarlo minuciosamente una vez que

191
estuviera a salvo en el laboratorio, después de que cerraran una peligrosa fuga de éter
que seguramente atraería a muchos gremlins―. Su idea tiene un potencial asombroso.

―Gra... Gracias. ―El semblante del inventor se calmó y sus hombros se enderezaron
con orgullo.

―Le aseguro, caballero, que su dispositivo será tratado con el mayor respeto mientras
esté en manos del Consulado.

―Pero...

―Sin duda estará usted familiarizado con el procedimiento de presentar dispositivos al


Consulado para someterlos a una inspección de seguridad. Y también será usted
consciente de que, en circunstancias como estas ―hizo un gesto impreciso, pero
amplio, que podía referirse a cualquier cosa, desde la Feria de Inventores hasta la
incautación que estaba realizando el Consulado―, el procedimiento debe ser alterado
ligeramente. Sin embargo, el resultado será el mismo y el trabajo que usted ha hecho
podría significar un nuevo hito en la tecnología de fabricación. El Consulado le está
agradecido.

Sin esperar una respuesta del inventor, Dovin se volvió hacia la agente, que había
presenciado el diálogo con el ceño fruncido.

―Y ahora, le recomiendo que consiga los servicios de un autómata más, como mínimo,
para transportar este dispositivo con el cuidado que merece. Si aguarda un momento, yo
mismo solicitaré que envíen uno.

La expresión de la enana le decía que esperar allí era lo último que quería, pero Dovin le
dirigió una mirada severa para aclarar que sus palabras amables no daban lugar a
negativas.

192
Esa era la delicadeza de la que carecían los agentes de Ranaj, y Dovin temía que eso
pudiera ocasionar una catástrofe.

Otras situaciones parecidas entorpecieron su viaje desde el Chapitel de Éter hasta las
instalaciones adonde se estaban llevando los inventos. Calmó a media docena de
inventores, dispersó otros tres grupos de renegados en ciernes y ayudó a un equipo de
contención a lidiar con un grupo de gremlins que se había abalanzado sobre el elefante
de vida fraguada cuando el éter empezó a fugarse por el cable que habían cortado.

En contraste con la inquietud y la tensión de la ciudad, en el depósito flotaba una


energía muy distinta que aceleró el pulso de Dovin. Los mejores científicos e inventores
de todos los inquiriums del Consulado en Ghirapur se habían reunido allí con un mismo
propósito: acometer la monumental tarea de catalogar, preservar con seguridad e
investigar todos aquellos inventos. Entre aquellos muros había el potencial para realizar
un salto tecnológico comparable al Gran Auge del Éter, que seis décadas atrás había
propiciado el inicio de la actual era de innovación.

Y él estaría a cargo de todo. Cualquier duda que pudiera albergar sobre el beneplácito
de Tezzeret se desvaneció.

Estaba ansioso por comenzar. En cuanto los Planeswalkers fueran arrestados y los
renegados, silenciados. "Pronto".

Más presencia del Bastión en las calles. Toques de queda, tal vez. Restricciones en el
suministro de éter para reducir la actividad renegada, si fuera necesario. Dados los
defectos de los Guardianes como grupo, su captura y encarcelación solo eran cuestión
de tiempo. La seguridad y el orden no tardarían en restaurarse.

Y entonces, todos aquellos inventos estarían bajo su supervisión.

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