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El vestido de terciopelo

—Señora, ¿quiere probarse? —dijo Casilda, abriendo el paquete que estaba


prendido con alfileres. Me ordenó: —Alcanza de mi cartera los alfileres.

-Silvina Ocampo- —¡Probarse! ¡Es mi tortura! ¡Si alguien se probara los vestidos por mí, qué feliz
sería! Me cansa tanto.
Sudando, secándonos la frente con pañuelos, que humedecimos en la fuente de
la Recoleta, llegamos a esa casa, con jardín, de la calle Ayacucho. ¡Qué risa! La señora se desvistió y Casilda trató de ponerle el vestido de terciopelo.

Subimos en el ascensor al cuarto piso. Yo estaba malhumorada, porque no quería —¿Para cuándo el viaje, señora? —le dijo para distraerla.
salir, pues mi vestido estaba sucio y pensaba dedicar la tarde a lavar y a planchar La señora no podía contestar. El vestido no pasaba por sus hombros: algo lo
la colcha de mi camita. Tocamos el timbre: nos abrieron la puerta y entramos, detenía en el cuello. ¡Qué risa!
Casilda y yo, en la casa, con el paquete. Casilda es modista. Vivimos en Burzaco y
nuestros viajes a la capital la enferman, sobre todo cuando tenemos que ir al —El terciopelo se pega mucho, señora, y hoy hace calor. Pongámosle un poquito
barrio norte, que queda tan a trasmano. De inmediato Casilda pidió un vaso de de talco.
agua a la sirvienta para tomar la aspirina que llevaba en el monedero. La aspirina —Sáquemelo, que me asfixio —exclamó la señora.
cayó al suelo con vaso y monedero. ¡Qué risa!
Casilda le quitó el vestido y la señora se sentó sobre el sillón, a punto de
Subimos una escalera alfombrada (olía a naftalina), precedidas por la sirvienta, desvanecerse.
que nos hizo pasar al dormitorio de la señora Cornelia Catalpina, cuyo nombre
fue un martirio para mi memoria. El dormitorio era todo rojo, con cortinajes —¿Para cuándo será el viaje, señora? —volvió a preguntar Casilda para distraerla.
blancos y había espejos con marcos dorados. Durante un siglo esperamos que la
—Me iré en cualquier momento. Hoy día, con los aviones, uno se va cuando
señora llegara del cuarto contiguo, donde la oíamos hacer gárgaras y discutir con
quiere. El vestido tendrá que estar listo. Pensar que allí hay nieve. Todo es blanco,
voces diferentes. Entró su perfume y después de unos instantes, ella con otro
limpio, y brillante.
perfume. Quejándose, nos saludó:
—Se va a París, ¿no?
—¡Qué suerte tienen ustedes de vivir en las afueras de Buenos Aires! Allí no hay
hollín, por lo menos. Habrá perros rabiosos y quema de basuras… Miren la colcha —Iré también a Italia.
de mi cama. ¿Ustedes creen que es gris? No. Es blanca. Un ampo de nieve —me
—¿Vuelve a probarse el vestido, señora? En seguida terminamos.
tomó del mentón y agregó—: —No te preocupan estas cosas. ¡Qué edad feliz!
Ocho años tienes, ¿verdad? —y dirigiéndose a Casilda; agregó—: ¿Por qué no le La señora asintió dando un suspiro.
coloca una piedra sobre la cabeza para que no crezca? De la edad de nuestros
—Levante los dos brazos para que le pasemos primero las dos mangas —dijo
hijos depende nuestra juventud.
Casilda, tomando el vestido y poniéndoselo de nuevo.
Todo el mundo creía que mi amiga Casilda era mi mamá. ¡Qué risa!
Durante algunos segundos Casilda trató inútilmente de bajar la falda, para que En la calle oí gritos de los vendedores ambulantes. ¿Qué vendían? ¿Frutas,
resbalara sobre las caderas de la señora. Yo la ayudaba lo mejor que podía. helados, tal vez? El silbato del afilador, y el tilín del barquillero recorrían también
Finalmente consiguió ponerle el vestido. Durante unos instantes la señora la calle. No corrí a la ventana, para curiosear, como otras veces. No me cansaba
descansó extenuada, sobre el sillón; luego se puso de pie para mirarse en el de contemplar las pruebas de este vestido con un dragón de lentejuelas. La
espejo. ¡El vestido era precioso y complicado! Un dragón bordado de lentejuelas señora volvió a ponerse de pie y se detuvo de nuevo frente al espejo
negras, brillaba sobre el lado izquierdo de la bata. Casilda se arrodilló, mirándola tambaleando. El dragón de lentejuelas también tambaleó. El vestido ya no tenía
en el espejo, y le redondeó el ruedo de la falda. Luego se puso de pie y comenzó casi ningún defecto, sólo un imperceptible frunce debajo de los dos brazos.
a colocar alfileres en los dobleces de la bata, en el cuello, en las mangas. Yo tocaba Casilda volvió a tomar los alfileres para colocarlos peligrosamente en aquellas
el terciopelo: era áspero cuando pasaba la mano para un lado y suave cuando la arrugas de género sobrenatural, que sobraban.
pasaba para el otro. El contacto de la felpa hacía rechinar mis dientes. Los alfileres
—Cuando seas grande —me dijo la señora— te gustará llevar un vestido de
caían sobre el piso de madera y yo los recogía religiosamente uno por uno. ¡Qué
terciopelo, ¿no es cierto?
risa!
—Sí —respondí, y sentí que el terciopelo de ese vestido me estrangulaba el cuello
—¡Qué vestido! Creo que no hay otro modelo tan precioso en todo Buenos Aires
con manos enguantadas. ¡Qué risa!
—dijo Casilda, dejando caer un alfiler que tenía entre sus dientes—. ¿No le
agrada, señora? —Ahora me quitaré el vestido —dijo la señora.
—Muchísimo. El terciopelo es el género que más me gusta. Los géneros son como Casilda la ayudó a quitárselo tomándolo del ruedo de la falda con las dos manos.
las flores: uno tiene sus preferencias. Yo comparo el terciopelo a los nardos. Forcejeó inútilmente durante algunos segundos, hasta que volvió a acomodarle
el vestido.
—¿Le gusta el nardo? Es tan triste —protestó Casilda.
—Tendré que dormir con él —dijo la señora, frente al espejo, mirando su rostro
—El nardo es mi flor preferida, y sin embargo me hace daño. Cuando aspiro su
pálido y el dragón que temblaba sobre los latidos de su corazón—. Es maravilloso
olor me descompongo. El terciopelo hace rechinar mis dientes, me eriza, como
el terciopelo, pero pesa —llevó la mano a la frente—. Es una cárcel. ¿Cómo salir?
me erizaban los guantes de hilo en la infancia y, sin embargo, para mí no hay en
Deberían hacerse vestidos de telas inmateriales como el aire, la luz o el agua.
el mundo otro género comparable. Sentir su suavidad en mi mano, me atrae
aunque a veces me repugne. ¡Qué mujer está mejor vestida que aquella que se —Yo le aconsejé la seda natural —protestó Casilda.
viste de terciopelo negro! Ni un cuello de puntilla le hace falta, ni un collar de
perlas; todo estaría de más. El terciopelo se basta a sí mismo. Es suntuoso y es La señora cayó al suelo y el dragón se retorció. Casilda se inclinó sobre su cuerpo
sobrio. hasta que el dragón quedó inmóvil. Acaricié de nuevo el terciopelo que parecía
un animal. Casilda dijo melancólicamente:
Cuando terminó de hablar, la señora respiraba con dificultad. El dragón también.
Casilda tomó un diario que estaba sobre una mesa y la abanicó, pero la señora la —Ha muerto. ¡Me costó tanto hacer este vestido! ¡Me costó tanto, tanto!
detuvo, pidiéndole que no le echara aire, porque el aire le hacía mal. ¡Qué risa! ¡Qué risa!
La Soga
Si alguien le pedía:

–Toñito, préstame la soga.

El muchacho invariablemente contestaba:


-Silvina Ocampo-
–No.
A Antoñito López le gustaban los juegos peligrosos: subir por la escalera de mano
del tanque de agua, tirarse por el tragaluz del techo de la casa, encender papeles A la soga ya le había salido una lengüita, en el sito de la cabeza, que era algo
en la chimenea. Esos juegos lo entretuvieron hasta que descubrió la soga, la soga aplastada, con barba; su cola, deshilachada, parecía de dragón. Toñito quiso
vieja que servía otrora para atar los baúles, para subir los baldes del fondo del ahorcar un gato con la soga. La soga se rehusó. Era buena. ¿Una soga, de qué se
aljibe y, en definitiva, para cualquier cosa; sí, los juegos lo entretuvieron hasta alimenta? ¡Hay tantas en el mundo! En los barcos, en las casas, en las tiendas, en
que la soga cayó en sus manos. Todo un año, de su vida de siete años, Antoñito los museos, en todas partes... Toñito decidió que era herbívora; le dio pasto y le
había esperado que le dieran la soga; ahora podía hacer con ella lo que quisiera. dio agua. La bautizó con el nombre Prímula. Cuando lanzaba la soga, a cada
Primeramente hizo una hamaca colgada de un árbol, después un arnés para el movimiento, decía: “Prímula, vamos Prímula.” Y Prímula obedecía.
caballo, después una liana para bajar de los árboles, después un salvavidas,
Toñito tomó la costumbre de dormir con Prímula en la cama, con la precaución
después una horca para los reos, después un pasamano, finalmente una
de colocarle la cabecita sobre la almohada y la cola bien abajo, entre las cobijas.
serpiente. Tirándola con fuerza hacia delante, la soga se retorcía y se volvía con
la cabeza hacia atrás, con ímpetu, como dispuesta a morder. A veces subía detrás Una tarde de diciembre, el sol, como una bola de fuego, brillaba en el horizonte,
de Toñito las escaleras, trepaba a los árboles, se acurrucaba en los bancos. Toñito de modo que todo el mundo lo miraba comparándolo con la luna, hasta el mismo
siempre tenía cuidado de evitar que la soga lo tocara; era parte del juego. Yo lo vi Toñito, cuando lanzaba la soga. Aquella vez la soga volvió hacia atrás con la
llamar a la soga, como quien llama a un perro, y la soga se le acercaba, a energía de siempre y Toñito no retrocedió. La cabeza de Prímula le golpeó el
regañadientes, al principio, luego, poco a poco, obedientemente. Con tanta pecho y le clavó la lengua a través de la blusa.
maestría Antoñito lanzaba la soga y le daba aquel movimiento de serpiente
maligna y retorcida que los dos hubieran podido trabajar en un circo. Nadie le Así murió Toñito. Yo lo vi, tendido, con los ojos abiertos. La soga, con el flequillo
decía: “Toñito, no juegues con la soga.” despeinado, enroscada junto a él, lo velaba.

La soga parecía tranquila cuando dormía sobre la mesa o en el suelo. Nadie la


hubiera creído capaz de ahorcar a nadie. Con el tiempo se volvió más flexible y
oscura, casi verde y, por último, un poco viscosa y desagradable, en mi opinión.
El gato no se le acercaba y a veces, por las mañanas, entre sus nudos, se
demoraban sapos extasiados. Habitualmente, Toñito la acariciaba antes de
echarla al aire, como los discóbolos o lanzadores de jabalinas, ya no necesitaba
prestar atención a sus movimientos: sola, se hubiera dicho, la soga saltaba de sus
manos para lanzarse hacia delante, para retorcerse mejor.

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