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b Tu bella boca rojo carmesí

Ana Clavel

Aún resonaba en sus oídos el piropo. Cerró el zaguán y se introdujo en la casa. Ya en la sala, sus
manos descuidadas buscaron, autómatas, la hebilla del cinturón que le ajustaba hasta recordar
estrecheces de insecto. Dudó un instante. Su madre y hermanas no llegarían sino hasta las seis.
Todavía le quedaban más de tres horas.

Como en otras ocasiones cuando su familia salía de paseo, en la mañana se levantó temprano y
entre bostezo y bostezo rasgó un pedazo de periódico para encender el boiler. Había abierto la
llave del gas e introducía ya el pedazo de papel prendido cuando una foto de vivos colores llamó
su atención. De inmediato sacó el papel y lo apagó en el agua estancada del fregadero. Pudo al
final contemplar con detenimiento una modelo que posaba su figura esbelta en un vestido
vaporoso y multicolor. Buscó el pie de foto: "Colorida y aérea es la moda de la nueva primavera en
Liverpool". Como por instinto, recordó el guardarropa de sus hermanas. Pero la conclusión fue
poco satisfactoria: Esther, la mayor, prefería los tonos beige, mientras que Susana no salía del azul
de sus pantalones de mezclilla. Se mordió el labio inferior; arrancó otra tira de periódico y
encendió el boiler.

Debido a que tenía la seguridad de haber visto un traje parecido al de la modelo, quiso aprovechar
los minutos que tardaría el agua en estar lista. Se dirigió al cuarto de la madre y hurgó en el clóset.
Pero a medida que revisaba gancho tras gancho la búsqueda resultaba inútil. Se le ocurrió
entonces que el único lugar donde podía hallarse era en la parte de arriba del guardarropa. Dos
veces estuvo a punto de caer en su intento de bajarlas. Sin embargo, la elasticidad de sus piernas y
un sentido del equilibrio que adquirió en la plataforma de diez metros, se lo impidieron. "Vaya, se
dijo, siquiera en estos casos sirven de algo los afanes de mi mamá". De no haber sido por ella, de
seguro nunca habría practicado ningún deporte. Siempre fue más atractivo escuchar nocturnos de
John Field en compañía de Esther; o simplemente tirarse bocarriba en el pasto del jardín, y
observar cómo los edificios que rodeaban su casa crecían y se alargaban hasta alcanzar las
estrellas. A veces la luna.

Antes de jalar el cierre de una de las maletas recordó las cajitas musicales que abrigaban
chucherías sólo importantes para quien las guarda. Conforme tiraba del cierre, su estómago quedó
suspendido en una pegajosa telaraña. Sus labios pequeños se abrieron hasta formar la abertura de
un ojal en espera de la flor. El olor a naftalina comenzó a inundar la recámara.

Lo primero que apareció a su vista fueron las colchitas rosas de Esther. A pesar de que su madre
acostumbraba a hablar poco de aquella época, no le había costado trabajo intuir los problemas
económicos en la propia renuencia a tocar el tema y en la sucesión de las colchitas de Esther a
Susana. La situación no debió prosperar en varios años porque cuando le llegó el turno también las
usó. Por supuesto que no se recordaba en pañales, pero aun así la última vez que abrieron las
maletas (unos nueve años atrás) no le cupo la menor duda: las identificó como suyas.

Abajo de las colchas, protegido en una gran bolsa de plástico, se agazapaba el vestido de novia de
su madre. Lo extrajo con cuidado de su envoltura y se lo midió por sobre la ropa.

Qué diferencia a cuando se lo probó la última vez. ¿Cuántos años tendría entonces? ¿Siete, ocho?
Y luego buscar en el fondo de la maleta el retrato de su madre, el día de la boda.

Realmente, sin engaños emotivos, era hermosa. De una belleza que la misma madre reconocía y
que la llevó a colgar, años después, amplificadas, sus mejores fotografías en la sala. Las visitas
siempre afirmaron su gran parecido con ella.

El recuerdo del agua, de seguro ya casi lista, hizo que apresurara la búsqueda; pero fue hasta la
segunda maleta registrada cuando encontró el vestido. Apenas hallado, restregó la suavidad de la
tela contra su rostro. No se había equivocado. Tomó un gancho desocupado y luego de colgar la
prenda se metió a bañar indiferente al desorden que había dejado en el cuarto.

Desde que decidió aprovechar las ausencias de su familia, cada detalle cobró una importancia
singular. Cuando tomó el jabón y comenzó, lenta y suavemente, a untárselo en la piel no pudo
evitar estremecerse. El agua descendía a su cuerpo y resbalaba por él trayendo consigo la capa de
jabón, vuelta espuma. La miraba descender imaginando las manos amantes que al desnudar
acarician.

Por un momento, su cuerpo se mantuvo estático. Las manos levantadas a la altura de la cabeza
simulaban sostener un cántaro. Otra vez la ilusión de ser la ninfa de una fuente; o tal vez la
escultura de un Pigmalión en espera del beso que habría de extraer el deseo de un sueño
hibernatorio. Sin embargo, no era deseo dormido lo que había colocado en su piel toda la
disposición de las flores maduras en espera del polen. Por el contrario. Pero a sus labios sólo se
adhirió la humedad precedente de la regadera.

Tardó varias horas en vestirse. Bueno, es que estaban las cremas para el cuerpo; los rollitos de las
medias que había que desenredar e ir ajustando en las piernas, poco a poco; planchar el vestido
con una tela húmeda; el cepillado de la peluca... Se colocó frente al espejo para afinar los últimos
detalles: un mechón de cabello rebelde y fuera de sitio, aplicarse otra capa de bilé en los labios,
dar por desahuciado el asunto de las uñas postizas. Sin embargo, lo amplio del vestido no dejaba
de agradarle. Pasó la mirada por la habitación en busca de algo que pudiera servirle: la cama con
las dos maletas rebosando ropa por todas partes y la cómoda no parecieron sugerirle nada.
Recordó entonces un cinturón dorado en forma de culebrilla en el cuarto de las hermanas. Para
ajustárselo tuvo que hundir el estómago hasta que se hizo necesaria la presencia de nuevo aire en
sus pulmones. Y por fin salió a la calle.

Regresó antes de lo previsto. De no haber sido por los pies hinchados y la cintura avispada habría
permanecido afuera hasta poco antes de las seis. Como no eran numerosas las ocasiones en que
tenía oportunidad de aprovechar la soledad de la casa, había dudado antes de iniciar el proceso de
desvestirse. Con las manos detenidas en el cinturón recordó frases y situaciones ocurridas unos
instantes atrás. Casi soltó la carcajada cuando vino a su mente la imagen de aquella señora que le
propino una bofetada a su esposo al sorprenderlo embobado, perdido en la contemplación de sus
piernas. Y la cara del lechero, cuando por unos segundos de distracción, miró su carrito y las cajas
de leche regadas por el suelo.

" Mamacita... ¿te doy un aventón?", y sus ojos observando el rutilante LTD, para después voltear
despreciativamente el rostro, disimulando la satisfacción de su éxito.

Al salir al patio, ya se había quitado el cinturón y las zapatillas. Aunque decidió no salir más, se
rehusó a desprenderse de su vestimenta antes del tiempo necesario: quería gozar hasta el último
momento. Se recostó en el pasto. Ya a punto de dormirse jugó con la idea de que, si quisiera, con
sólo cruzar el zaguán bastaría para poner de cabeza otra vez a toda la manzana.

El ruido de las llaves del otro lado del zaguán, le hizo buscar el reloj de inmediato. 6:20. Corrió al
interior de la casa y se encerró en la recámara de la madre. Mientras se quitaba el vestido, se
arrepintió de no haber colocado las maletas en su lugar.
- ¡Carlos, Carlos, ya estamos aquí! - escuchó que gritaba su madre al tiempo que, nervioso y con la
sensación de las paredes trasformadas en rejas, sólo atinaba a untarse crema en los labios para
desvanecer la huella carmesí del bilé.

**Tomado del libro de cuentos Fuera de escena (1984).

SEÑORITA GREEN
Guillermo Samperio

Esta era una mujer, una mujer verde, verde de pies a cabeza. No siempre fue verde, pero algún día
comenzó a serlo. No se crea que siempre fue verde por fuera, pero algún día comenzó a serlo, hasta
que algún día fue verde por dentro y verde también por fuera. Tremenda calamidad para una mujer
que en un tiempo lejano no fue verde.

Desde ese tiempo lejano hablaremos aquí. La mujer verde vivió en una región donde abundaba la
verde flora; pero lo verde de la flora no tuvo relación con lo verde de la mujer. Tenía muchos
familiares; en ninguno de ellos había una gota de verde. Su padre, y sobre todo su madre, tenían
unos grandes ojos cafés. Ojos cafés que siempre vigilaron a la niña que algún día sería verde por
fuera y por dentro verde. Ojos cafés cuando ella iba al baño, ojos cafés en su dormitorio, ojos cafés
en la escuela, ojos cafés en el parque y los paseos, y ojos cafés, en especial, cuando la niña
hurgaba debajo de sus calzoncitos blancos de organdí. Ojos, ojos, ojos cafés y ojos cafés en
cualquier sitio.

Una tarde, mientras imaginaba que unos ojos cafés la perseguían, la niña se cayó del columpio y se
raspó la rodilla. Se miró la herida y, entre escasas gotas de sangre, se descubrió lo verde. No podía
creerlo; así que, a propósito, se raspó la otra rodilla y de nueva cuenta lo verde. Se talló un cachete
y verde. Se llenó de raspones y verde y verde y nada más que verde por dentro. Desde luego que,
una vez en su casa, los ojos cafés, verdes de ira, la nalguearon sobre la piel que escondía lo verde.

Más que asustarse, la niña verde entristeció. Y, años después, se puso aún más triste cuando se
percató del primer lunar verde sobre uno de sus muslos. El lunar comenzó a crecer hasta que fue un
lunar del tamaño de la jovencita. Muchos dermatólogos lucharon contra lo verde y todos fracasaron.
Lo verde venía de otro lado. Verde se quedaría y verde se quedó. Verde asistió a la preparatoria,
verde a la Universidad, verde iba al cine y a los restoranes, y verde lloraba todas las noches.

Una semana antes de su graduación, se puso a reflexionar: “Los muchachos no me quieren porque
temen que les pegue mi verdosidad; además, dicen que nuestros hijos podrían salir de un verde muy
sucio, o verdes del todo. Me saludan de lejos y me gritan ‘Adiós, señorita Green’, y me provocan las
más tristes verdes lágrimas. Pero desde este día usaré sandalias azul cielo, aunque se enojen los
ojos cafés. Y no me importará que me digan señorita Green porque llevaré en los pies un color muy
bonito”.

Y así, esa misma noche, la mujer verde empezó a pasear luciendo unas zapatillas azules que les
recordaban el mar y las tardes de cielo limpio a quienes las miraban. Aunque dijo “un color muy
bonito” un tanto cursi y verdemente, sin imaginar lo que implicaba calzarse unas sandalias azules, la
suerte le cambió. Cuando la mujer verde pasaba por los callejones más aburridos, la gente pensaba
en peces extraños y en sirenas atractivas; una inesperada imaginación desamodorraba las casas.

—Gracias mujer Verde— le gritaban a su paso.

Si la mujer verde salía a dar la vuelta en la madrugada, aquellos que padecían insomnio llenaban
sus cabezas con aleteos alegres y cantos de aves y vuelos en cielos donde la calma reposaba en el
horizonte; luego, dormían soñando que una mujer azul les acariciaba el pelo.
Pronto, la fama de la mujer verdiazul corrió por la ciudad, y todos deseaban desaburrirse, o curarse
el insomnio, o tener sueños fantásticos, o viajar al fondo del cielo azul.

Una tarde, mientras la mujer verde descansaba en su casa, tocaron a la puerta. Ella se arregló su
verde cabello y abrió. En el quicio de la puerta se encontraba un hombre, un hombre violeta, violeta
de pies a cabeza. Se miraron a los ojos. La mujer verde vio un dragón encantador. El hombre violeta
se acercó a la mujer verde y la mujer verde se acercó al hombre violeta. Entonces, un dragón violeta
voló hacia la cascada y ahí se puso a jugar hasta que se dejó ir en la corriente de peces.

Luego, cerraron la puerta.

Retomado del libro Cuando el tacto toma la palabra. Cuentos 1974 - 1999. 1999.

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