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TE VOY A CONTAR…

LOS CUENTOS DE JAÉN

José García García

Contraportada

En este segundo volumen que el autor dedica a la ciudad, las


versiones de los veinticuatro cuentos que nos ofrece, se atienen a la
más arraigada tradición jaenesa y se enmarcan en diferentes
ambientes y situaciones, en los cuales, el lector puede encontrarse
con vecinos, con conocidos o con gentes de las que ha oído hablar,
quienes, en un salto sobre el tiempo, aparecen como personajes en
alguno de los relatos o, tal vez, como testigos de momentos en los
que algún documentado narrador cuenta a un interesado auditorio
algunos de ellos.

Conocidos lugares concretos, acogedores ambientes del


entorno, inmediatos paisajes familiares…, plazas, calles, barrios,
iglesias y diversos rincones urbanos y rurales sirven de marco a las
acciones de nuestros cuentos de siempre.

Y, en cada una de estas historias, nuestros héroes y heroínas,


nuestros milagros, nuestros socorros, nuestras virtudes y defectos,
algunas de nuestras costumbres, nuestros fantasmas…

Quien quiera conocer los cuentos de Jaén o reencontrarse con


aquellas narraciones que le contaron hace ya tantos años, puede
lograrlo a través de la lectura de este libro y tan solo con dejarse
llevar por lo que el autor propone en la primera parte de su título: Te
voy a contar…

Índice

Prólogo
Ntro. Padre Jesús, “El Abuelo”
El agua de la Magdalena
El alguacil Velasco
Los angelitos de las Angustias
La Virgen del Arco del Consuelo
La bandeja de plata
La casa de los Rincones
Celos y honra
El Cristo del Arroz
La Cruz de Jaspe
La Cruz del Pósito
El descenso de la Virgen de la Capilla
La espada de Antonio Ordóñez
¿Frente al moro?
El lagarto de la Malena
La mantilla colorada
El Peñón de Uribe
Revelación de Santa Catalina a San Fernando
El ronquío de Jaén
El Señor de la Tarima
El viento de Jabalcuz
La Virgen Coronada
La Virgen de la Antigua
El vuelo de San Eufrasio

Te voy a contar… los cuentos de Jaén.

Prólogo

Amable lector, antes de que te zambullas en las narraciones


que siguen, antes de que dejes tu imaginación al albur de nuestras
palabras, para reencontrarte con las leyendas, traiciones y cuentos de
nuestra ciudad, deseamos que conozcas cómo y para qué nació este
libro.

En una de las primeras entrevistas que celebramos con el


director del Servicio de Publicaciones del Excmo. Ayuntamiento de
Jaén, don Juan Cuevas Mata, para la edición de nuestro ensayo
premiado en el año 1998, Los cuentos de Jaén. Tradiciones, leyendas
y romances de la ciudad (2002), en el que se recogen, en segunda
parte, los cuentos que aquí se desarrollan, se nos propuso la idea de
reelaborar esos mismos veinticuatro cuentos, pero de una manera
más homogénea, con extensiones medias más proporcionadas y
evitando la dispersión de orígenes, estilos, tipos y modas que en la
recopilación mencionada incluíamos. Naturalmente, habría que
prescindir de la introducción ensayística, del aparato crítico y
bibliográfico, de los breves comentarios y de las conclusiones finales.
Y ello con destino a una publicación, manejable y flexible, más
asequible para un lector medio e, incluso, para quien quisiera
conectar con nuestras leyendas tradicionales por primera vez. En
conclusión: habría que escribir otro libro.

Nos gustó la idea; aunque suponía un pequeño desafío, porque,


como en el libro antes mencionado sólo se incluían nuestras
redacciones particulares de dos de los cuentos, ello implicaba al tener
que escribir veintidós nuevas versiones que, si en algunos casos no
serían difíciles de conseguir, en otros habría que montarlas casi por
entero, salvo, claro está, la anécdota central, causa o meollo de la
leyenda.
Además, ¿Cómo enmarcarlas, cómo darles una cierta hilazón
que superara la mera yuxtaposición heterogénea y no entrara ni en el
marco novelado ni en la cornice más o menos clásica? La dispersa
cronología del conjunto impedía su relación secuencial; romper y
transformar los tiempos de las narraciones nos parecía una
barbaridad… Decidimos, para aproximarlas a nuestros días, para
intentar cumplir con el objetivo principal que nos guiaba, que era el
de procurar un testigo fácil y actual que ayudara a mantener
encendido el chisco de nuestras tradiciones locales, en un intento de
combatir la progresiva amnesia de lo propio, a cambio de amoldarnos
a la comodidad de los modernos y manipuladores medios de
comunicación; para intentar aproximarlas a hoy, decidimos –
decíamos_ inventar diferentes situaciones próximas, en las que
alguien narrara cada historia, procurando arraigarla en nuestro
presente con algunos recursos (guiños, diríamos; trucos, dirían otros),
que nos las presentaran tal vez menos lejanas, tal vez más entre
nosotros, con un juego entre anacrónico y ucrónico, según nos
pareciera.

Por eso, un lector atento, probablemente, puede que se


encuentre, entre las páginas que siguen, a personajes que, como si se
hubiesen reencarnado al revés, en un salto atrás, él haya conocido a
lo largo de su vida.

En resumen, al margen de estilos, trucos, literaturas y


zarandajas personales, si con este libro conseguimos que, al menos,
los cuentos que en él se recogen no se pierdan en el inmisericorde y
negro olvido que entierra sin remedio las memorias de los pueblos y
que, de vez en cuando, algún anónimo y curioso lector le sacuda el
polvo del lomo y de sus páginas para adentrarse en la tradición
terruñera de este pueblo nuestro, nos damos por satisfechos.

José García García.

P/S. Un ruego: si no se los das a leer a alguien, al menos, sin


complejos, cuéntale tu versión oral. Gracias.
NUESTRO PADRE JESÚS, “EL ABUELO”

Hacia las cuatro de la madrugada de un Viernes Santo de hace


más de cuarenta años, me encontraba sentado en el escalón de la
puerta del palacio del Capitán Quesada, en la plaza de la Merced. Era
la primera vez que, vestido con mi túnica negra, iba a desfilar con
Nuestro Padre Jesús Nazareno. Cuando atravesé las calles, desde el
barrio de Belén donde por entonces vivía, numerosas personas
caminaban, como yo, en la misma dirección. Por el ambiente, parecía
de día. Grupos familiares o de amigos; nazarenos con el caperuz al
brazo y su vela metida en el cucurucho de cartón; hombres, mujeres y
niños de todas las edades y de todas las clases, muchos de ellos con
cirios en las manos, se dirigían, por las suavez cuestas del centro de
la ciudad, hacia el convento del que por entonces salía la procesión.

La pequeña y bonita plaza se iba llenando de gente de tal


manera que comencé a pensar que los carros con las imágenes, la
cruz guía, los gallardetes y todos los que se encontraban dentro de la
iglesia no podrían salir. Un creciente murmullo choqueteaba en las
paredes de las casas y se levantaba hacia las estrellas que, en lo alto,
cómodamente colocadas, parecían observar aquel creciente
hormiguero humano. En mi difuminado recuerdo sólo aparece ese
natural murmullo de las aglomeraciones; pero no recuerdo que
hubiera gritos, ni malos modos, ni gente bebida ni chocarrera… Eran
otros tiempos…

Junto a mí, en la estrecha acera, pegando a la pared para que


no lo derribaran, en una sobada silla de anea y palos torneados,
estaba sentado un anciano al que acompañaban dos chiquillas y un
muchacho. De vez en cuando, una de las niñas le preguntaba si
estaba bien, si quería algo… El hombre sonreía y negaba con la
cabeza. La más pequeña preguntó a su abuelo si siempre había sido
igual la salida de la procesión.

El anciano contestó que más o menos, aunque quizás sin tanta


aglomeración de personas. Le comentó que recordaba el gentío, la
emoción, el fervor y muchos, muchos penitentes.

_ ¿Y qué tiene ese Santo para que venga tanto genio?_ preguntó el
muchacho, al que se le notaba una manera de hablar que no era la de
Jaén, porque pronunciaba demasiado las eses.

_ ¿No te lo ha contado tu madre?_ le preguntó a su vez el viejo.

_ ¿Qué me tenía que contar?


_Pues la historia de este Santo, como tú dices. La historia que yo le
conté a ella cuando era niña y que, cada Semana Santa me la hacía
repetir. Seguro que se la sabe muy bien.

_ ¿Cuál es la historia?_ preguntó con gran interés la nieta pequeña.

_Sí, eso, ¿cuál es la historia?_ repitió la otra chiquilla.

Reconozco que a mí, a pesar de que alguna vez mi padre me la


había contado, ya se me había despertado también la curiosidad y
que, con la cabeza inclinada hacia donde el hombre se encontraba,
como si la estuviera apoyando en el quicio de la portada de piedra
para descansar, procuraba no perder ni una palabra de la
conversación.

_ Pues veréis – dijo el abuelo a sus nietos -, es que esta imagen


de Jesús no la hizo ningún escultor conocido.

_ ¿Cómo que no? – le interrumpió el nieto con un tonillo un tanto


descreído.

_ ¡Cállate tú! – saltó la pequeña – y deja al abuelo que nos


cuente la historia.

El anciano sonrió ligeramente al darse cuenta del interés de la


niña y prosiguió.

_ A mí me contó mi abuelo, quien, a su vez, lo había oído del


suyo, que hace ya muchos años, por el siglo dieciséis o diecisiete, en
una casería que había no lejos de aquí y que se llamaba de Jesús,
estaban los dueños una tarde, en la lonja, tomando el fresco…

_ Estoy cansado – decía Alfonso, el dueño, a Ascensión, su


mujer.

_ Es que te has dado un buen tute de podar y de escamujar los


olivos. Y, además, con tanto acarreo de la leña hasta el corral… ¿Por
qué no has dejado que Tomás lo hiciera? Él es joven y ya tiene que
darse cuenta de que la finca la tiene que llevar por su cuenta; que tú
ya estás mayor y te cuesta mucho trabajo…

_ Anda mujer, no exageres. El día que ya no pueda ni siquiera


escamujar el ramón, más vale que me quede en el cuarto sin salir. Yo
no puedo ver que otro trabaja a mi lado mientras me estoy quieto.

_ Pero lo acabas de decir; estás muy cansado.

_ Sí es verdad, estoy cansado, siento la fatiga que producen las


labores, lo que pasa es que yo creo que eso es bueno, que trabajar
me ayuda a vivir y a seguir ágil a pesar de los años.
El matrimonio, sentados cada uno en un sillón cuyo asiento lo
cubría un cojín, dejaba que el crepúsculo se les aproximara y los
envolviera en la placidez de la tarde de uno de esos anticipados
veranillos que se dan al comenzar la primavera de Jaén.

_ ¡Padre! – oyeron que, desde la explanada del carril, llamaba su


hijo Tomás, un fuerte mocetón que aún vivía con ellos, el único hijo
que les quedaba en la casa, según comentaban con los amigos.

El muchacho apareció por la esquina del cortijo seguido de un


desconocido. Vieron que era un hombre de aspecto envejecido, de
andar parsimonioso, ligeramente encorvado de espaldas y vestido de
una manera humilde pero aseada. Más cerca de ellos, a la luz que
todavía flotaba en el ambiente, notaron que aquel extraño miraba con
una imponderable dulzura, que sus ojos, en vez de provocar ninguna
reacción de rechazo, de desconcierto o de curiosidad, sólo producían
un efecto como de atracción, como de imán y, al mirarlo, una paz
interior, con un descanso ilimitado, inundaba el espíritu.

_ A la paz de Dios – saludó el recién llegado.


_ A la paz de Dios – respondió Alfonso y siguió - ¿Qué se le
ofrece a vuesa merced?

_ Pues verán, vengo de muy lejos y aún tengo mucho camino


por delante, pero como se acerca la noche y estoy muy cansado, al
divisar esta casería, me he dicho: me acercaré hasta esa casa y
pediré por Dios si me dejan descansar en ella.

_ ¿Va muy lejos vuesa merced? – preguntó con curiosidad


Ascensión.

_ Sí, señora, muy lejos; estoy a mucha distancia de mi casa.


Pero con paciencia y con perseverancia nada hay que no se logre.

_ Siéntese y sea bienvenido a nuestra casa – le dijo Alfonso al


recién llegado, al tiempo que le indicaba uno de los poyos de la lonja,
el más cercano a donde el matrimonio se encontraba. Y, dirigiéndose
a Tomás siguió -. Tráele a nuestro amigo un vaso de agua para que se
refresque.

Entablaron una breve conversación acerca de la cosecha del


año, que había sido abundante, y sobre las labores que el olivar
necesitaba en ese tiempo, antes de la floración. La mujer, cuando ya
comenzaba a obscurecer y el azul del cielo se tornaba en zafiro, con
un lucero de la tarde que fulguraba anunciando una noche de
luminosas estrellas, se levantó, entró en la casa y salió al poco con
unos candiles. Rellenó los cuencos con aceite, estiró y limpió las
torcidas, colgó uno junto a la puerta y se entró en la casa para
preparar la cena.
_ Dentro de un ratillo cenaremos y, después, cuando vuesa
merced quiera, Tomás lo acompañará hasta el cueto en el que podrá
dormir esta noche o las que desee. Como ya no nos queda en casa
nada más que este hijo, tenemos dos cuartos con camas y sin usar.

_ Dios se lo pagará, buen hombre – dijo el visitante.

Guardaron silencio unos momentos. Desde dentro, el trajinar de


Ascensión les llegaba vagamente. Tomás se aprestaba a encender el
candil que la madre había colgado en la lonja, cuando el viejo
visitante habló de nuevo.

_ No sé si os habréis dado cuenta de que llevo un rato mirando


ese tronco que está ahí delante, tirado en el suelo y al que le han
quitado la corteza. Tal vez creáis que desvarío, pero pienso que de él
se podría hacer una imagen preciosa.

Alfonso, sorprendido por su huésped, no supo qué decir. Tomás,


en silencio, se quedó mirándolos a los dos.

_ No os extrañéis – siguió el desconocido -, soy una especie de


escultor y he creado muchas…, muchas obras. Si queréis, de este
hermoso tronco, os haré un nazareno. Sólo os pido que, como yo no
puedo con él, me lo llevéis al cuarto que me asignáis, me deis una
hogaza de par y un jarro con agua y, por ninguna causa, entréis a esa
habitación. Me encerraré con el tronco y, si cumplís lo que os digo, en
un día, tallaré la imagen.

Era tal el gesto con el que los miraba que, a pesar de lo


extravagante de la petición, padre e hijo quedaron convencidos de
que debían hacer lo que el hombre les sugería. No sin esfuerzo de los
dos, lograron transportar el pesado tronco hasta el cuarto elegido,
llevaron el pan y el agua y, encendidos ya los candiles, también le
dejaron uno de ellos. El anciano visitante, al pasar, con su pausado
caminar, junto al hogar donde Ascensión preparaba la cena, le dio las
gracias y las buenas noches y le pidió que lo disculpara por no cenar
con ellos. Le comentó también a la mujer que tenía una cosa más
importante que hacer.

Ella, a pesar de que no estaba acostumbrada a que nadie la


dejara con la comida preparada y sin sentarse a la mesa, ante la
serena mirada de aquellos ojos, no supo qué replicar ni hacer. Tan
sólo asintió con la cabeza y balbuceó un entrecortado buenas noches.

Se encerró el hombre e, inmediatamente, los dueños de la casa


se sentaron a cenar.

_ Padre – comentó Tomás-, ¿se ha fijado en que no lleva ni


herramientas ni equipaje? ¿Cómo va a trabajar el tronco?
_ No lo sé, Tomás, no lo sé; pero a mí me ha parecido que nos
decía la verdad que no nos engañaba cuando nos hablaba. Con esos
ojos… Parece que no sea como nosotros…

_ ¡Ay, Señor! – exclamó Ascensión – Es que piensas que sea…

_ No sé qué pensar, Ascensión, no sé qué pensar… Y el caso es


que estoy muy tranquilo…

Concluida la cena y cada uno en su cama, ninguno de los tres


pudo dormir aquella noche. Estuvieron a la escucha de cualquier
ruido, de si se daban golpes, de si algún chasquido o rumor de lima
salía del cuarto de aquel anciano huésped. ¡Nada! Ni el más leve
ruidillo les dio testimonio de cualquier actividad. El más absoluto y
largo silencio les llenó la noche. A su hora, Tomás se levantó a echar
el pienso a las bestias y nada rompía el silencio del cuarto en que se
había encerrado el hombre con el tronco. Cantaron los gallos, careó el
día, comenzaron los trajines de la casa y todo seguía igual.

Aquella jornada les pareció la más larga de su vida. A la tarde, a


la hora de la siesta, Tomás propuso a su padre que entraran al cuarto
aquel, por si al anciano le había ocurrido algo. Alfonso negó con
rotundidad a su hijo el que tal cosa hicieran. Habían prometido no
entrar en un día y así lo cumplirían.

Llegó la tarde, se puso el sol y, a la hora de encender los


candiles, los tres se dirigieron al cuarto. Llamaron a la puerta. No les
contestó. Temieron que deberían forzarla para romper el cerrojillo que
el hombre habría echado; pero no fue necesario; al apoyarse en la
manivela, la puerta se abrió.

La cama estaba sin deshacer, el nombre no estaba allí. Tomás


comprobó que la reja del ventanuco estaba intacta. Junto a un rincón
había un bulto inmóvil. Parecía un hombre inclinado hacia delante y
con los brazos doblados como para coger algo. Ascensión trajo un
candil encendido, lo aproximaron al bulto aquel y comprobaron que
era la imagen de madera de un bellísimo Jesús Nazareno al que sólo
le faltaba una cruz sobre sus espaldas. Alfonso dio la vuelta alrededor
y se detuvo mirándolo detenidamente la cara. Aquellos ojos…

El huésped había cumplido lo prometido. Del tronco de la lonja


había hecho una imagen de Jesús. Pero él había desaparecido.
Recordaron que, preocupados por su silencio, no habían dejado sola la
casa en ningún momento. Para salir de allí, tendría que haber pasado
junto a cualquiera de ellos. No se lo explicaban.

Alfonso, sorprendido y encantado, se dirigió hacia el ventanuco.


Miró hacia el cielo. Allá en lo alto, junto al lucero de la tarde, que ya
brillaba como el día anterior, otra estrella desconocida centelleaba
intensamente y parecía como que, poco a poco, se alejaba de la
tierra.

_ Al día siguiente – concluía su historia el abuelo, cuando ya las


puertas de la Merced se estaban abriendo para empezar la
procesión-, Alfonso y su hijo se llegaron hasta Jaén y contaron lo que
les había sucedido. Revistieron la imagen, la guardaron y veneraron
en la casería y, cuando Alfonso y Ascensión murieron, los hijos,
cumpliendo la voluntad de sus padres, donaron aquel Nazareno al
Convento de los Carmelitas Descalzos que había frente a los
Cantones, donde todo Jaén, desde entonces, le dio culto. Tiempo
después lo trajeron aquí a esta iglesia, porque el convento se arruinó.

✰✰✰✰✰

Me levanté del escalón y me puse el caperuz. Como pude, empujando


y dejándome empujar, me separé de aquel narrador y de sus nietos,
me incorporé al río de nazarenos, penitentes de paisano, músicos,
soldados romanos y gentío variopinto que, empujados por quienes
salían de la iglesia, en masa informe, avanzaba por la calle Merced
Alta hacia los Cantones de Jesús y, mientras me dejaba llevar en
medio de aquella riada humana, oía la Marcha del Abuelo, del
maestro Cebrián, que una banda de música, dentro de la iglesia, no
cesaba de tocar. Ya en la anchura de los Cantones pudimos encender
nuestras velas y, en medio de una de aquellas largas filas, recorrí las
calles de Jaén como uno más de los cientos de negros penitentes que
acompañaban a Nuestro Padre Jesús en aquel Viernes de hace más de
cuarenta años…

✞✞✞✞✞✞

EL AGUA DE LA MAGDALENA

_ Don Eulogio, ¿es verdad que en el barrio de la Magdalena es


donde hay más leyendas de Jaén? – preguntaba, en la escuela
Cervantes, un alumno a su maestro, una tarde que dedicaban a
comentar y a cotarse unos a otros los cuentos de la ciudad.

_ Hombre, no he contado yo las leyendas de Jaén; pero sí que es


cierto que en la Magdalena, en ese bonito barrio de callejuelas
estrechas y de sabor moruno, es donde se pueden encontrar, por lo
menos, las más arraigadas. Y es que precisamente ese barrio es el
más antiguo de lo que conocemos hoy como ciudad de Jaén.
_ ¿Es que Jaén fue antes de otra manera? – insistió el curioso
alumno.

_ No sólo fue de otra manera, sino que estuvo en otro sitio, no


muy lejano, pero sí que muy diferente. Además entonces no se
llamaba Jaén, ni Yayyán, ni siquiera Auringis, que fue el nombre que le
pusieron los romanos. De eso puede hacer, según dicen los
estudiosos, más de cuatro mil años.

_ ¿Más de cuatro mil años? – exclamó sorprendido y admirado el


chaval, quien, no obstante, si lo decía su maestro, no dudaba de que
fuera cierto.

_ De eso ya hablaremos algún día. Hoy quiero, ya que me


preguntabas por la Magdalena, contaros algunas cosas de cuando los
cristianos conquistaron Jaén, allá por el año 1246. hay varias historias
de por entonces pero me referiré sólo a la del agua.

Cuenta la tradición, y en algunos libros algo también se dice,


que cuando el ejército cristiano de Fernando III el Santo entró en Jaén,
después de rendirse los moros de la ciudad, que había sufrido un
largo sitio, la conquista se celebró con muchas fiestas y, más que
nada, como era costumbre en la Edad Media, con procesiones y
consagraciones religiosas.

Había por entonces en Jaén varias mezquitas. La más grande,


en lo que hoy es la plaza de Santa María, donde está la Catedral,
tenía por entonces unos cien años, porque se había construido en
tiempos de los Almohades. Anteriormente, la mezquita principal había
sido la de cinco naves que Abderramán II de Córdoba mandó construir
frente a un gran nacimiento de agua, que todavía sigue manando, en
el barrio por el que tú me preguntabas; mezquita ésta que había
cumplido ya los cuatrocientos años. Este templo – aunque era casi la
tercera parte del principal -, por el lugar en que se encontraba, en el
corazón de la vieja ciudad, por la abundancia de agua que tenía y
además tan cerca, y por ser un lugar tan antiguo de culto a Alá y, aún
desde muchísimo antes, a los dioses paganos de la tierra y de las
aguas, era especialmente visitada por muchas gentes, no sólo de la
ciudad, sino que a ella venían, como en peregrinación, devotos de
muchos y lejanos lugares.

Por su fama como lugar sagrado de los moros, y anteriormente


de los visigodos y de los romanos, que allí mismo habían tenido un
gran templo dedicado a la diosa Venus, seguramente porque, como
en tantos otros sitios en los que nace el agua, los antiguos pobladores
prerromanos daban culto a la diosa madre y celebraban ritos eróticos,
de los que, a veces, quedan restos en casas de mala fama que siguen
funcionando alrededor de estos lugares; o quizás porque así pensaran
convertir antes a quienes por aquellas callejuelas habitaban; o tal vez
tan solo por seguir con la costumbre de que al ganarles una ciudad a
los moros, lo primero que hacían los cristianos era consagrar la
mezquita y convertirla en templo cristiano hasta que la pudieran
derribar para construir una iglesia de nueva planta; lo cierto es que,
como en los otros lugares de culto, cambiaron la orientación del altar,
para que no mirara a la Meca como lo hacía el mihrab o parte más
importante de una mezquita, y bendijeron como iglesia este lugar,
dedicándolo a Santa María Magdalena.

Algunas buenas gentes de Jaén, muchísimo tiempo después,


dijeron que S. Fernando dedicó esta iglesia a esta Santa del tiempo de
Cristo porque, viendo el agua que manaba frente a ella, dijo:

_ “Aquí sea
A Dios levantado un templo
De planta y fábrica nueva.
Y tenga la devoción
De María Magdalena
De cuyos ojos brotaron
Raudales de penitencia“.

O sea, que este poeta de Jaén interpretó que como la


Magdalena lloró a los pies de Cristo arrepentida por sus pecados, el
agua sería como el símbolo de ese arrepentimiento y un poco como el
agua sagrada del cristianismo.

Y no andaba muy descaminado nuestro poeta. La mezquita


mayor, como os contaré otro día, se dedicó a la Virgen María; pero
ésta, que podríamos decir que era un lugar de más devoción y
tradición religiosa, se consagró a la Magdalena porque – decían
misteriosos documentos hoy perdidos -, esta Santa representó
durante buena parte de la Edad Media como el depósito del mensaje
de Jesús. En realidad, en los Evangelios, es la mujer que más se
encuentra con Él. Y, además, se cuenta que en una barca sin timón,
con José de Arimatea, llegó hasta Marsella, en Francia, e hizo
penitencia después en el desierto de Aix, en ese mismo país. Decían
aquellos viejos papeles que un caballero francés vino a la corte de S.
Fernando y que, en ella, había popularizado la devoción a María
Magdalena quien, además, había sido una prostituta arrepentida, que
dejó sus actividades por seguir a Jesús. El agua, que para los paganos
era símbolo de la fertilidad de la tierra y la mejor representación de la
vida y de su transmisión, para el cristianismo es el símbolo del
renacer espiritual, es algo que purifica, que convierte y que renueva,
así que poco trabajo le costaría al caballero convencer al Obispo que
acompañaba a Fernando III, de que se dedicara esta iglesia a la Santa
a quien en la iglesia francesa medieval se la invocaba como valedora
de los partos difíciles y para conseguir la concesión de la fertilidad a
las mujeres estériles. Con esta dedicación, se conseguía que el
tradicional movimiento de visitantes del lugar, se reorientara hacia el
culto cristiano y se sustituyeran remotas creencias paganas por los
siglos, antiquísimos ritos de los primeros pobladores, con los nuevos
de los cristianos que acababan de reconquistar la ciudad.

Con el tiempo, la devoción por Santa María Magdalena


menguaría bastante en la Iglesia Católica, pero no así en el viejo
barrio de Jaén, en el cual, junto al nacimiento de agua conocemos se
fundara en aquellos parajes, sigue venerándose desde entonces. Su
nombre lo lleva la iglesia que allí se levanta y, junto a ésta, se pueden
contemplar, todavía hoy, restos de aquella antigua mezquita que
fundara Abderramán II e, incluso, otros aún más antiguos, de la época
romana.

☀☀☀☀☀

EL ALGUACIL VELASCO

Un día de verano, andaba yo jugando con otros chiquillos de mi


calle, hace ya muchos años, por el barranco de los Escuderos, entre la
senda de los Huertos que discurría pegada a la vieja tapia del
Seminario, hoy desaparecida, y los muros ce la parte trasera de las
casas que cerraban la calle de Fajardo, junto a los casi ruinosos restos
del convento de los Carmelitas Descalzos, cuando me llamó la
atención, en la pared sobre la que se abría el gran ventanal que
iluminaba el estudio del pintor Paco Cerezo, un raro hueco en el que
observé que se metía un pájaro de regular tamaño.

No olvidé el asunto y, una tarde, con mi amigo Manolo,


logramos entrar en el corralón que algún día debió de ser un huerto
de los frailes. La maleza, el escombro y algunas punzantes zarzas nos
impedían movernos con soltura. No obstante, con una vieja puerta
que apoyamos contra la pared y usando sus cuartizos transversales a
modo de escalera, ambos nos colocamos a la altura del boquete que
yo había visto desde la Senda. Metimos un palo en cuyo extremo
habíamos atado un grueso alambre en forma de gancho y, al hurgar
allí a pesar de que preveíamos la posibilidad de que saliera un
pajarraco, nos llevamos un susto que por poco nos hace caer al suelo
desde lo alto. Una de las alas del grajo que salió volando rozó la
cabeza de mi amigo, quien, instintivamente, se agarró a mí. Para que
no me arrastrara, alargué una mano hasta una de las piedras del
boquete y esa agarradera nos sujetó a los dos. Recuperamos el
equilibrio, mi amigo bajó hasta el suelo para recuperar el palo que se
le había caído y seguimos trasteando. Nos pareció escuchar un sonido
metálico al meter hasta el fondo nuestra alargadera y, espoleados por
la curiosidad y una especie de vengancilla contra el pájaro, por el
susto pasado, no paramos de sacar todo cuanto aquel agujero nos
ofreció. Salió de todo: hojas secas y menos secas, huesecillos
pelados, trocillos de cascarones de huevos, palotes, terroncillos de
barro, piedrezuelas y, casi al final, un cilindro de latón oxidado, que
era lo que había llamado nuestra atención por su ruido al chocar con
él nuestra improvisada herramienta. Salimos de allí y, como si fuese
un tesorillo, nos llevamos aquel cilindro, que pensamos que estaba
vacío pues, al agitarlo, no hacía ningún ruido y apenas pesaba.
Sentados en el escalón de mi casa, intentamos abrirlo. Era evidente
que constaba de dos partes, una más grande que la otra, y que la
pequeña servía como tapadera de la grande. Medía como dos cuartas
de largo. Por más que tirábamos uno de cada lado, no lográbamos
nada. Estaba como soldado por el óxido. Propuse a mi amigo que
entráramos en la habitación que mi padre utilizaba como carpintería y
que, con aceite que usaba para suavizar las hojas de los serruchos y
de la sierra, intentáramos descomponer el orín que casi soldaba la
tapadera. Además, en caso de que tampoco así lo consiguiéramos,
meteríamos el tubo en el tornillo y, serrándole una rodajilla con la
sierra de cortar hierro, veríamos si contenía algo.

Después de un buen rato, a base de paciencia y aceite, con las


manos sucias, logramos separar las dos partes. No salió nada de
aquel viejo y oxidado tubo; pero, al mirar dentro, Manolo notó que un
papel o algo parecido estaba enrollado en la parte interior del trozo
más largo. Para sacarlo tuvimos que enrollarlo un poco más y así, algo
más estrecho, salió un viejo pergamino que, al enderezarlo, vimos
que se resquebrajaba. Estábamos emocionados. Pensé si no sería el
plano de un tesoro, pero no era ningún plano. Era un escrito, por
cierto que con una letra muy rara y enrevesada. Parecía que le habían
hecho muchos adornos de los que tenían las mayúsculas de nuestros
ejercicios de caligrafía. Apenas logramos leer algunas palabras y, eso
sí, al principio, habían dibujado una cruz y comenzaba “In nómine
Dómini…” Creímos que estaba en latín o por lo menos eso fue lo que
dijo Manolo, que era monaguillo en la Catedral.

Pensamos en quién podría ayudarnos a leer aquello. Debería ser


de nuestra confianza porque, se era de algún tesoro… pensamos en
Miguel, un amigo de la calle, mayor que nosotros, que estaba
estudiando en Granada y que habíamos oído decir a su madre que
sabía leer libros antiguos. Al intentar enrollar el pergamino, una
esquina se partió y casi se deshizo, así que decidimos no moverlo de
allí. Le pusimos encima un cristal de los que mi padre tenía para
montar algún cuadro y fuimos en busca de Miguel. Lo encontramos,
con otro de su edad, jugando a los botones en el portal de su casa.
Esperamos a que terminaran y, cuando nos quedamos los tres solos,
le contamos lo que habíamos encontrado y lo que queríamos. Se
interesó enseguida, subió a coger un lápiz y una libreta y nos
metimos otra vez en la carpintería. Miró el documento, nos miró a
nosotros, le brillaron los ojos y se puso a copiar el escrito.

_ ¿Qué dice? – pregunté impaciente y sin poder contener mi


curiosidad.
_ ¡Calla y deja que termine! – se limitó a contestarme – Estaos
callados y no me deis la murga. Enseguida lo acabo.

Terminó de copiar, nos preguntó si por detrás había algo más


escrito. Le contestamos que no y volvimos a preguntarle, ya
desconfiados, que qué ponía allí.

_ No os preocupéis – nos dijo como adivinando el porqué de


nuestra curiosidad e insistencia -, que no es la pista de ningún tesoro.
Ahora os lo leo. Pero lo que tendríamos que hacer sería quitarlo de
aquí y, con cuidado, llevarlo arriba y protegerlo.

Levantamos el cristal y, al ir a tomar un extremo, de nuevo saltó


y se descompuso la esquina por la que lo cogía.

_ Esperad, vamos a ver si podemos meter debajo de él el cristal


y así, como en una bandeja, lo podremos mover – dijo Miguel.

Muy cuidadosamente lo intentamos; pero no había modo. Cada


vez que el cristal rozaba el documento o cuando con una cuñilla lo
queríamos levantar suavemente, aquello se descomponía, se hacía
polvo. Además, no dimos cuenta de que, aun sin rozarlo siquiera, iba
cambiando de color y haciéndose como ceniza. Para que no le diera
tanto el aire, Miguel le colocó otra vez el cristal encima y, al apoyarlo
sobre aquello, acabó de descomponerse. Las letras desaparecieron y
todo se convirtió en un fino polvillo.

Nos miramos los tres desconsolados. A mí, que siempre he sido


muy flojo en lágrimas, se me saltaron.

_ No te preocupes, al menos sabemos lo que ponía. Os lo voy a


leer.

Salimos de la carpintería, nos sentamos en un peldaño de la


escalera que subía hacia la cocina de mi casa y allí, al fresco de la
tarde, Miguel nos leyó el texto que había copiado del tristemente
desaparecido pergamino.

☧☧☧☧☧

Decía así:

En el nombre de Dios Todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu


Santo. Yo, Juan de Quiroga y Velarde, Provisor de esta Diócesis de
Jaén, en este año de 1681 en que felizmente la rige nuestro Obispo,
Reverendísimo señor D. Antonio Fernández del Campo, con su
permiso y bendición, hago copia del testimonio que ante mí prestaron
los señores que de yuso se dice, para que este documento sea
conservado en el convento de los Carmelitas Descalzos de esta
ciudad, como prueba de los que se contará en él y de todo lo cual soy
fedatario.

Digo que ante mí comparecieron los alguaciles Pedro del Salto y


mateo Torrecillas para deponer sobre lo que habían presenciado y
para rogarme que los acompañara hasta la casa número 6 de la calle
Cambroneras de esta ciudad, que da espaldas al almendral del
convento de la Merced.

Otrosí digo que estos mentados alguaciles, hombres de probada


honradez y fe religiosa, me expusieron cómo su Jefe, el Alguacil
Mayor, a pesar de haber recibido un disparo en el pecho, no había
sufrido más daño que el del golpe que como una feroz puñada lo
había derribado en el suelo, según ellos, a causa de la protección de
un relicario de Nuestro Padre Jesús, que el susodicho llevaba colgado
al cuello.

Otrosí digo que, en ningún momento, ni Pedro del Salto ni


Mateo Torrecillas me hablaron del milagro ni atribuyeron por ellos
mismos a ninguna fuerza sobrenatural lo acaecido.

Otrosí digo que, personado con ellos en la casa sobrescrita,


encontré a D. Lucas Manuel de Velasco, Alguacil Mayor de esta ciudad
de Jaén, echado en un catrecillo de la habitación primera según se
entra en la casa, sin herida alguna y tan sólo aquejado del dolor de
un golpe. Este hombre me contó que, con sus dos acompañantes, los
mentados Pedro y Tomás, alguaciles (otros varios ministros de su
justicia rodeaban la casa y los corrales), hubo de penetrar en donde
en aquel momento estábamos, a causa de que había recibido
denuncia de un vecino, según la cual, en esta casa se ocultaban,
amparados por los dueños, los dos facinerosos que cuatro días ha,
asaltaron y dieron muerte de un disparo en el pecho, en el paraje de
la Cuesta del Molinillo, al vecino de esta ciudad Lorenzo Carmona,
cristiano nuevo, conocido orfebre, quien, según su mujer, traía un
cáliz que le había encargado el señor Arcipreste de San Ildefonso.

Entrados los tres en la casa y dando con buena voz alto a la


justicia, fueron sorprendidos por uno de los asesinos quien,
embozado y desde la puerta del corral, a unos pocos pasos, echose a
la cara un trabuco que resultó estar cargado con cinco bolas y
disparó a bocajarro contra él. Otrosí me dice que cayó al suelo y que,
como él, todos creyeron que sería muerto. Cuando fue otra vez en sí,
notó que un compañero lo había desnudado del pecho y lo palpaba
sin encontrarle ninguna herida como así se lo dijo a él. Lo echaron
sobre el catre desde el que conmigo hablaba y todos pudieron
observar que un relicario que llevaba colgado al pecho, con la
estampa de Jesús tras un cristal, tenía abollado su marco de plata allí
donde las bolas del disparo se habían estrellado contra el mismo,
impidiendo que alcanzaran las carnes de D. Lucas. Ni el cristal ni la
imagen habían sufrido tampoco daño alguno, cosas que yo mismo, en
aquel momento, pude comprobar.

Otrosí digo que, ante lo que todos consideraron una protección


prodigiosa, salvo mejor sentencia de quien pudiera hacerlo, el señor
Alguacil Mayor decidió enviar a buscarme para deponer ante mí todo
lo que escrito queda de suso y que firmo y rubrico y conmigo el
deponente y los testigos del hecho que aquí se…

☠☠☠☠

_ Y aquí se cortaba esa línea. Más abajo estaban los garabatos


de las firmas. Como veis, no es ningún tesoro, pero sí es un escrito
muy interesante. La pena es que se ha descompuesto – dijo Miguel.

Él se quedó con el escrito y yo, cuando llegó mi padre, le conté


lo que nos había ocurrido; pero me parece que no me creyó. Me miró
así como con cara de broma y se limitó a decirme:

_ ¡Vaya cosas que te pasan!

LOS ANGELITOS DE LAS ANGUSTIAS

Siendo estudiante de un curso de Historia del Arte en la


Facultad de Letras de la Universidad de Granada, se me ocurrió un día
que no sería mala idea el llevarle a un profesor, del que yo pensaba
que era un gran entendido, las fotografías de los dos angelitos
llorones que acompañan a la imagen de la Virgen de las Angustias de
la Catedral, para que las estudiara o mandar hacer un estudio sobre
tales figuras. Las fotografías, que eran magníficas, me las facilitó mi
suegro y las había hecho el señor Roselló, un magnífico fotógrafo que
yo llegué a conocer. Mí, hasta varios años después, admirado
profesor, no me hizo ni caso. Tomó las fotos, las dejó sobre la mesa de
su despacho y me aseguró, como el que asegura que va a llover al día
siguiente, que ya me llamaría.

Aquella primavera, en los días previos a la salida de la procesión


del Cristo de la Buena Muerte, anduve por la Catedral echando una
mano al fabricano de la Virgen, cuando montaban las imágenes en el
carro. Miré y remiré los angelitos. Si tú, lector, los ves, estoy seguro
de que nunca olvidarás sus apenados rostros angelicales. Ayudé a
trasladarlos al trono. Llevé el que sujetaba un martillo. Mientras lo
llevaba, observé que el dedo índice de su mano izquierda parecía,
algo más abierto que los demás, como si quisiera señalar hacia el
muslo del mismo lado o hacia la peana. Le di la vuelta, observé la
zona en la que se apoya y me pareció que se podían leer unos signos:
P-T3-9º, creí entender. La verdad es que estaban muy poco visibles.
No sabía lo que aquello querría decir, pero no olvidé aquella
especie de clave.

Casi cuatro años después, en una de aquellas tardes en las que


subía al Archivo Histórico Diocesano de las galerías altas de la
Catedral, precisamente unos días después de que aquel antiguo
profesor mío se descubriera como un repetidor de lo que Chueca
Goitia, en su libro, decía de Vandelvira y de nuestra Catedral, cosas
que vino a descubrirnos a los de Jaén, cuando ante mí había
minusvalorado esta grandiosa obra arquitectónica, curioseando en la
Biblioteca, me entretuve hojeando un volumen de Papeles raros y
curiosos. Cuando lo saqué del armario, tuve la sensación de que algo
conocido estaba a mi alrededor. Me senté a la mesa. Era un tomo que
reunía, manuscritos en perfecta letra inglesa, probablemente, de
finales del siglo XVIII, diversos documentos, generalmente copias.
Cerré el libro, miré su lomo. La signatura nada tenía de particular.
Correspondía a la clasificación decimal de la Biblioteca. En la primera
página de respeto, como suele ser normal, se repetía la misma
signatura y, más arriba, tachada por una raya a lápiz, aparecía otra
más antigua. Di un respingo. La signatura tachada era P-T-3. Me quité
las gafas, me froté los ojos. En efecto, aquellos signos coincidían con
los primeros de la serie que había leído en el angelito del martillo y
que tantas veces me había repetido. Nervioso, busqué el índice de
documentos y, en un instante, leí la línea correspondiente al 9º.
Decía: Posible origen de los A. de la V. de las A.

Estaba claro. Aquellos signos eran la clave de donde se recogían


datos sobre la cuna de los preciosos angelitos. Podéis imaginaros lo
poco que tardé en buscar las páginas que me interesaban.

✳✳✳✳

Decían así:

A continuación, se transcribe una copia del documento manuscrito


que se encontraba en uno de los legajos peor conservados de los que
se trasladaron a esta S.I. Catedral, desde el convento de los
Carmelitas Descalzos, cercano al Juego de Pelota, de Jaén:

“Antes de expirar, tumbado sobre su camastro, el fraile lego de


esta comunidad, fray Eulogio de la Virgen del Carmen, cuyo nombre
en el siglo desconocemos, después de poner su alma a bien con el
Todopoderoso, cuyo cuerpo ha recibido con todo fervor, en unos
momentos de lucidez en imprevista energía, me ha desvelado que las
imágenes de los angelitos que acompañan en su retablo a la imagen
de la Virgen de las Angustias en nuestra capilla, que él nos trajo
cuando pidió ingresar en nuestra Casa y que nos dijo que le habían
sido donadas por un desconocido en el camino de Granada, junto al
puerto de Montillana, no proceden de tal donación. Ha confesado que,
en tiempos, fue hombre casado y que esas imágenes no son sino
retratos de bulto de los dos hijuelos que tuvo de su legítima esposa,
de quienes hubo de separarse a la fuerza y a los que nunca más
volvió a ver, a pesar de buscarlos con ahínco y sin desmayo, durante
más de treinta años, por toda la Andalucía y por el norte de África,
desde Tetuán hasta Bujía, donde había conocido a su mujer estando
él prisionero de la morisma. Allí, después de que lo dejaran libre, al
no ser rescatado por nadie, trabajó en casa de un notable, cuya hija
correspondió al amor que nuestro hombre le declaró. Nuestro
hermano, fervoroso creyente, convirtió a su amada al cristianismo y,
juntos, consiguieron huir y atravesar el mar hasta España. “Nos
ganábamos la vida honradamente – siguió contándome Fray Eulogio-,
en cada una de las ciudades que recorrimos para no ser encontrados
por los individuos que continuamente enviaba tras nuestro rastro el
padre de mi mujer, a base de vender las tallas que yo hacía y que,
después caí en la cuenta, fueron las que sirvieron a los sicarios de mi
suegro para no perder nuestra pista”

“También me contó que habían recorrido, cambiando de


nombre y de aspecto en cada mudanza, las ciudades de Almería,
Granada, Loja, Sevilla, Lucena, donde habían nacido sus dos hijos
mellizos, Úbeda y algunas más que no recordaba bien; pero que,
como si una maldición los persiguiera, cuando ya comenzaban a
acomodarse y cobrar alguna amistad, aparecían los espías africanos
que los buscaban y ellos no hacían otra cosa que escapar. Huyendo
de Úbeda, y pasada Baeza, cerca del río Guadalquivir, mientra su
mujer y los pequeños descansaban a la sombra de unos álamos, él se
acercó a la orilla a recoger agua en un cuenco. Al volverse, un
embozado le golpeó en la cabeza y perdió el conocimiento. Se
despertó maniatado y amordazado sobre la arena. Tres individuos de
tez obscura estaban sentados junto a su esposa, también atada y
amordazada, y los dos hijuelos que se abrazaban a la madre como
animalillos indefensos y sollozando. Uno de ellos, ciego de un ojo,
mientras sonreía malévolamente, le dijo en árabe que, por orden del
padre de la mujer, habían venido en su busca para castigarlos. Los
tres se incorporaron, separaron brutalmente a los pequeñuelos de su
madre y, procurando que el padre lo viera todo, degollaron a la pobre
mujer. “Nadie se puede imaginar la inmensa desesperación que sentí
y cómo hice fuerzas para soltarme de las crueles ligaduras de mis
manos, hasta que me sangraron y el dolor me hizo pensar que no las
tenía – siguió diciéndome fray Eulogio-. Mis hijos estaban
desencajados por el dolor de ver a su pobre madre tendida en el
suelo y desangrándose. Nunca he podido olvidar sus gestos, sus
lamentos, sus gritos, sus patadas y aspavientos contra aquellos dos
energúmenos sin corazón que los sujetaban y se burlaban de ellos
entre carcajadas. En un momento, aquellas desgraciadas criaturas se
quedaron como sin fuerzas, como rotos, y sólo un inacabable río de
lágrimas se movía por sus rostros…”
“A continuación, mientras la mujer, ya inmóvil, se acababa de
desangrar, clavaron sobre la arena una gumía, no lejos de donde
estaba tendido nuestro lego y después de reatar las caballerías de los
asaltados, a lomos de sus caballos, se alejaron al galope de allí. Fray
Eulogio se arrastró hasta el arma, logró cortar sus ataduras y, como
un loco corrió hacia donde habían desaparecido los asesinos de su
esposa y raptores de sus hijos, gritando desaforadamente, hasta que,
agotado, cayó al suelo y perdió el conocimiento. Despertó en la
cabaña de unos hortelanos que lo habían encontrado, le habían
puesto un ungüento en las muñecas para intentar curarle las heridas
que se había hecho con las cuerdas, le ofrecieron techo y alimento
hasta que pudo caminar. Desde entonces no cejó en su afán de
encontrar a los suyos. Pasó al África, recorrió los lugares de los que
su mujer le había hablado, espió y colaboró con partidas de bandidos
y de piratas, preguntó a cuantos se encontró, pero nadie pudo darle
razón de su familia ni de la de su suegro, que había vendido cuanto
tenía en Bujía y se había trasladado de allí. En fin, a pesar de los
años, más de treinta, que dedicó a buscarlos, nada consiguió. No
volvió a tallar ni esculpir más figuras, salvo en un tiempo en que,
refugiado en una cueva de la sierra de Jabalcuz, para que nunca se le
olvidaran las caras de sus hijos, con unas rudimentarias
herramientas, dio forma a las dos figuras que ya conocemos y que,
decidido a no seguir recorriendo los campos y ciudades como un loco,
le sirvieron como pretexto para llegarse hasta nuestra Casa, donde
pidió acogerse como lego. Ya con una voz muy entrecortada, me juró
que sus hijos habían sido bautizados y que moriría, con el dolor de las
pérdidas que me había relatado, pero sin el menor ánimo de
venganza contra nadie. Apenas en un susurro, murmuró: “Padre, en
el nombre de la Pasión de Nuestro Señor, le suplico que, en memoria
del martirio de mi amada esposa, no mande retirar de los pies de la
Piedad las dos figuras que reproducen el dolor de mis hijos”. Y, con
esta última palabra en la boca, entregó su alma a Dios Nuestro
Señor”.

✠✠✠✠
Al final del relato, dos iniciales cerraban la página manuscrita.
Eran: M.M. ¿A quién corresponderán?

LA VIRGEN DEL ARCO DEL CONSUELO

Ramona vivía en la calle Colegio, en una casilla de la acera de la


derecha, según se sube, frente al muro de la escuela de Los Curas.
Tendría poco más de treinta años y era una hermosa mujer, madre de
dos traviesos chiquillos, cuyo campo de juegos era la plaza de Santa
María y las lonjas de la Catedral. Su marido tenía un portalillo de
carpintería junto a la plaza de San Bartolomé y, en él, uno de los
pocos tornos de pedal que había en la ciudad. Por esta razón, le
llamaban el Tornero como apodo. Tenía el hombre, Lorenzo se
llamaba, muy buena planta: robusto, fuerte, alto, bien parecido y,
además, su mujer procuraba que fuera adecuadamente vestido y
siempre limpio, “para que no parezcas un desastrado”, según le
repetía.

Lorenzo vivía para su familia y para su trabajo. No era asiduo


visitante de tabernas ni de tertulias. Cuando tenía un rato disponible,
lo dedicaba a su mujer y a sus hijos.

Ramona llevaba su casa como buena administradora y su única


preocupación era la de que los niños crecieran saludables y honrados.
Por las tardes, cada día, dedicaba un rato a rezar a la recién
inaugurada iglesia del Sagrario. Al regreso, ya cuando obscurecía y
las callejuelas parecían llenarse de tinieblas, era la encargada de
encender la lamparilla de aceite que colgaba ante la hornacina de la
Virgen del Consuelo. Tomaba de un ánfora de la parroquia el aceite,
que era fruto de una antigua donación, se encaminaba por la calle de
las Campanas a la de Turronería y, allí, en el Arco, con un gancho de
hierro como el que usaban sus hijos para jugar al aro y que ella
guardaba disimulado en el hueco existente entre el quicio y el
bastidor de una puerta muy antigua, descolgaba el farolillo, rellenaba
el vaso, cambiaba la torcida y prendía la luz. Cumplida su misión, se
recogía en la casa a esperar al marido quien, poco después, aparecía
con su cansancio y sus noticias de la jornada trabajada.

Una tarde, mientras encendía la lámpara, entabló conversación


con una vecina que, después de algunos rodeos, le comentó algo que
la preocupó. Catalina, una moza con mala fama, había preguntado a
quien le hablaba, acerca de Lorenzo. Que si se llevaba bien con su
mujer, que si era formal, que si se hablaba de él por el barrio…, en
fin, que a ella le parecía que ese era mucho interés por un hombre
casado.

Ella no dudaba de su marido, pero la jovenzuela no era de fiar y


los hombres… ya se sabe; en fin, que, aunque ni siquiera había
motivos de sospecha, no se le iba de la cabeza lo que la vecina le
había comentado. Una de aquellas tardes, en lugar de encerrarse en
la casa, se le ocurrió recoger a su marido en el taller. Allá se
encaminó y, al salir a la plaza de S. Bartolomé, observó que una
mujer, que estaba sentada al borde del pilón del agua, se levantaba y
se encaminaba rápidamente hacia la calle de Las Palmas por donde
desapareció. Creyó reconocer la silueta de Catalina y eso la puso
triste. Entró al taller; su marido se alegró de verla allí, le dio un
cariñoso beso, le pidió que aguardara un poco y, concluidas las
tareas, cerró, la cogió por la cintura y, muy juntos, anduvieron hasta
su casa.
A pesar de que nada notó en su marido, a la tarde siguiente,
después de encender la lamparilla, le pidió a su Virgen del Consuelo
que, aunque ella no tenía motivos para dudar, que, si algo ocurría, le
diera luces a su esposo para no dejarse engatusar por aquella
lagartona. “Tú sabes que nunca te he pedido nada – le decía a la
Virgen-, pero esto te lo ruego por lo que más quiero, que son mis
hijos”.

Pasaron los días y Catalina, que no cejaba en su caprichoso


empeño por Lorenzo, ya había entablado alguna conversación con el
Tornero, so pretexto de un posible encargo para su casa. Una noche
de viento y rachas de lluvia de febrerillo el loco, la moza se hizo la
encontradiza con él cuando cerraba el taller.

_ Buenas noches, Lorenzo.

_ Buenas noches. ¿Dónde vas con la noche que hace?

_ Hacia mi casa, que vengo de la de una amiga y se me ha


hecho tarde.

_ ¿Y dónde vives, si puede saberse? – preguntó nuevamente el


Tornero y continuó – Si no es muy apartado de mi camino, te puedo
acompañar. Fíjate que este aire nuestro de Jabalcuz habrá apagado
las luces de todas las calles.

La moza sonrió para su rebozo. Había conseguido lo que


pretendía.

_ Vivo en la calle del Obispo. ¿Sabes dónde está?

_ Pues claro, eso está en mi camino y muy cerca de mi casa.


Iremos juntos.

Empezaron a caminar por la calle de la Muralla y ella, haciendo


como que tropezaba, se cogió al brazo del hombre. Salieron a la plaza
de Cervantes y Lorenzo no pudo dejar de sentir que la muchacha,
colgada de su brazo y cojeando, parecía como si lo retuviese. La
obscuridad era casi total. Sólo alguna que otra rendija de alguna
puerta o ventana ayudaba a reconocer el camino que seguían.

_ ¿No puedes andar más deprisa? ¿Es que te has hecho daño?

_ Un poco – respondió ella con una voz que simulaba dolor -.


Qué fuerte eres – siguió con coquetería.

Lorenzo no sabía qué hacer ni decir, sorprendido por los


recursos de aquella joven que se le acercaba como sólo su mujer lo
había hecho y que lo halagaba por su fortaleza. No hablaron más.
Continuaron su camino por la calle de Cerón, entraron en el callejón
del Consuelo y, poco a poco, el ritmo del paso se iba haciendo más y
más lento. Catalina pensaba en que iba consiguiendo lo que quería y
Lorenzo ni pensaba ni sabía qué hacer, tan sólo se dejaba llevar. Al
llegar junto al Arco, que era el único lugar del trayecto donde una
débil lucecita, protegida por éste y por su propio farolillo de cuatro
caras, brillaba con timidez, la muchacha se detuvo e hizo girar
levemente al hombre que, algo sorprendido, retrocedió hasta apoyar
la espalda en la pared. Ella, que no lo había soltado, se le ofreció con
descaro y le echó los brazos al cuello. Entonces, cuando él también
iba a abrazarla, levantó la mirada hacia la luz y, a su resplandor, se
encontró con los dulces ojos de la imagen del cuadro de la Virgen y se
quedó quieto. Catalina se dio cuenta de su actitud y se volvió a mirar.

_ Lo siento – oyó que le decía el hombre sin quitar los ojos de


aquel cuadro, mientras la separaba empujándola suavemente-.
Vamos, que te acompaño hasta la esquina de tu calle.

La moza dio un respingo y se soltó de él. La rabia y la


frustración hicieron que se olvidara de su fingida cojera y, con rapidez
y seguridad, se dirigió hacia la calle de las Campanas, por la de la
Turronería.

Tras unos instantes, Lorenzo recorrió el corto trecho que lo


separaba de su casa y entró en ella sin hacer ningún comentario.

Catalina, refugiada en un portal de la plaza de Santa María, se


limpiaba con un pico de la toca las lágrimas de rabia que se le habían
escapado. De pronto, salió del portal, cogió una rama que el viento
habría arrancado de alguno de los árboles de la plaza, volvió sobre
sus pasos y, bajo el arco, sin decir palabra, golpeó con aquella vara el
cristal de la hornacina de la imagen de la Virgen y rompió el farolillo,
cuyo aceite manchó la estampa. Inmediatamente después, arrojó la
rama y salió corriendo.

A la mañana siguiente, la noticia de que alguien había roto la


hornacina y había manchado la imagen del Consuelo se extendió por
la ciudad. Cuando Ramona se enteró, bajó hasta el arco, vio lo que
habían hecho y, con las lágrimas saltadas, fue en busca de su marido
que, como carpintero, sabría arreglar el marco y reponer el cristal y el
farolillo. Le contó lo que había visto y le dijo que sólo un loco habría
podido hacer aquello. “O una loca”, le dijo a su marido, que en toda la
noche no había podido pegar un ojo con el recuerdo de la muchacha.

_ No te preocupes más. Serénate y vete a la casa, que yo me


encargo de todo lo que haya que arreglar – le dijo el Tornero.

Aquella misma noche, a la hora acostumbrada, Ramona pudo


encender como siempre la lamparilla de la Virgen del Consuelo.
Algún tiempo más adelante, encontró que alguien había
colocado, junto a la imagen, unas tablillas estucadas en las que se
podía leer el siguiente poemilla:

Con asombro inexplicable


Vio el afecto fervoroso
Maltratado el rostro hermoso
De esta Virgen admirable.
El vértigo incomparable
Nulo hizo el atentado;
La devoción ha aumentado
Día a DIA por que cuadre
Que es más loco el que, hijo, a madre
Ofende con el pecado.

Muchos años después, Lorenzo el Tornero, ya viejo y muerta su


esposa, contó a su hijo mayor lo que aquella desapacible noche de
febrero había ocurrido y fue este hijo quien, a su vez, transmitió a los
suyos y a sus nietos esta historia que hoy yo te cuento a ti.

✿✿✿✿

LA BANDEJA DE PLATA

Cuentan que en el barrio de San Ildefonso, en la calle


Empedrada, ya cerca del Recinto, habitaba un emprendedor
matrimonio que vivía de la explotación de una buena huerta y un
millar de olivas que tenían muy cerca del puente de la Sierra, aguas
debajo de la desembocadura del río Quiebrajano en el de Jaén.

Aún jóvenes y de buen ver, no habían perdido el contacto ni las


ganas de relacionarse con otras gentes de Jaén, no sólo de su
ambiente del campo, sino también, en el casino de Artesanos, con lo
que ellos llamaban “la sociedad”. No estaban mal vistos, pero, cada
vez que podían, los que ellos creían sus amigos los tildaban de
catetillos, de pretenciosos, decían que se les veían los terrones o
hacían algún chiste de palurdos a su costa.

Ella, María la Cortijera, era una real moza; bien rellena y


proporcionada, sanota, fuerte y con una cara, un tanto rolliza y de
pómulos siempre coloradillos sin necesidad de ningún mejunje,
enmarcada por una mata de pelo negro brillante que a ella le gustaba
alisar cada noche. No podía presumir de mucha cultura ni
mundología, pero sí de laboriosa, de honrada a carta cabal, y de
sencilla y buena para con todo el mundo. Él, conocido por todos como
Juan del Hacha, cosa que no sabemos si sería por llevar este apellido
o por apodo profesional propio o heredado, no se quedaba atrás en su
aspecto ni en su hombría de bien. Quizás por ello, por lo bien que
siempre se portaban con todos, fuera por lo que algunos de los de su
círculo de conocidos los tildaran de lo que más arriba comentábamos.
La envidia, ya se sabe, es muy mala consejera para hablar de alguien.

En una de las ocasiones en que nuestra pareja había asistido al


baile del casino, se enteraron, porque era comentario general en la
ciudad, de una gran noticia: la reina Dª Isabel II vendría a visitar Jaén
muy pronto. Toda la ciudad estaba como en ascuas. Había que
agasajar a Su Majestad, había que hacerle obsequios, había que
demostrarle que en Jaén, a pesar de ser una ciudad pequeña, se sabía
acoger, regalar y festejar rumbosamente a una Reina de España.

Aquella noche, Juan y María trataron aquel asunto y llegaron a


la conclusión de que ellos colaborarían también en la recepción de la
Señora. Pensaron que no sería mala idea entregarle un aprenda típica
de Jaén, una mantilla colorada como las usadas por las jaeneras. Juan
subió al Ayuntamiento y, de allí, se encaminó al Gobierno Civil, donde,
al fin, accedieron a que su mujer, vestida de pastira, fuera una más
de las personas que saludarían a la Reina y le entregarían diversos
objetos y productos de la tierra, en señal de afecto y bienvenida.

Loco de contento, el marido fue en busca de su hermosa mujer


y le comunicó el éxito de su empresa. María se compró un nuevo traje
y hasta encargó un alpargate nuevo para el pelo, lo que junto con su
buena mata natural, daría a su tocado un aspecto impresionante.

Cuentan las crónicas que María, también buena costurera, cortó


la mejor bayeta roja, le cosió a bastilla el zócalo de felpón labrado
negro y bordó en uno de los extremos, con seda dorada, una pequeña
y preciosa corona real. La mantilla era una preciosidad de prenda, no
sólo por la calidad de las telas escogidas sino también por lo bien
cortada, cosida y bordada que estaba.

Para ofrecerla, pensó Juan que una batea de mimbre blanco


sería adecuada; pero su mujer no lo estimó conveniente, así que
recordando que la Señora de las Peñas, cuando expuso el ajuar de su
hija mayor, había colocado el tocado de novia sobre una rica bandeja
de plata labrada con discretos relieves de ramitas de olivo y
aceitunas, no dudó en visitarla y rogarle que, para ofrecer el obsequio
a la reina, se la prestara. La de Las Peñas se sintió halagada y no
pudo resistirse al recuerdo de las historias que le contaba su madre,
acerca de lo que a su abuela una vez en la Corte le dijo el Rey. En fin,
que mandó traer la bandeja y se la prestó a la Cortijera, no sin
repetidas advertencias del cuidado de una prenda tan rica y antigua y
la seria petición de que le fuese devuelta en cuanto pasara la
recepción y la ofrenda.
Por fin llegó la Reina a Jaén y, a la mañana siguiente, se
convocó a cuantos debían participar en la fiesta. María lucía su
hermoso palmito de deslumbrante pastira. Resaltaba, sobre el negro
corpiño, el multicolor y brillante bordado del mantoncillo, con flecos
que airosamente oscilaban al compás de su andar pausado. Como le
dijeron que, por la etiqueta, sería mejor que no llevara tocado, la
coloradilla lozanía de su rostro resaltaba bajo la raya que partía su
negrísimo pelo sobre la frente y entre los dos graciosos rodetes que
se había hecho a los lados, hasta casi ocultar sus pequeñas orejas, de
las que pendían, y parecían jugar con su esbelto cuello, dos delicadas
saboyanas de oro fino en las que se engastaban y daban leves toques
de verde deslumbrante, pequeñas esmeraldas.

Avanzaba, a tres pasos de quien la precedía, tal y como le


habían dicho, lenta y ceremoniosamente, como correspondía a la
ocasión, por el centro del salón noble del Palacio del Obispado, que
era donde se encontraban. Se notaba a sí misma un poquitín
nerviosa, pero pensaba que era natural, puesto que iba a saludar a la
Reina de España, ella, una cortijera, como sabía que la llamaban
algunas envidiosas. Ahora sí que iban a envidiarla y con razón. Llegó
su turno. Tras detenerse mientras se hacía la ofrenda inmediata,
recordó por última vez la muy ensayada reverencia que debía hacer
al aproximarse y se repitió la frasecilla de “Señora, os ofrecemos esta
mantilla de las mujeres de Jaén”. Estaba segura de que no lo haría
mal. Digamos que se inclinó aceptablemente y que Dª Isabel, tras
escucharla y sonreírle, tomó con la mano izquierda la mantilla que le
ofrecía y extendió la derecha hacia la cara de la mujer. En aquel
instante, uno de los pajes que asistían a la Reina, avanzó hacia la
pastira para recogerle la bandeja que María aún sostenía horizontal
entre las dos. En mal momento lo hiciera; porque, recordando las
recomendaciones de la dueña y la promesa que elle le hizo cuando se
la prestó, instintivamente, salió a flote la Cortijera que llevaba dentro
y, sin más etiqueta ni más modales que los de su natural manera de
ser, mirando con dureza al cortesano, que quedó sorprendido le dijo:

_ ¡No, la bandeja, no!

Dª Isabel procuró ocultar su sonrisa con un pañuelo y dirigió una


mirada de complicidad al familiar, que inmediatamente se echó hacia
atrás, mientras que María, rápidamente, había colocado la bandeja
bajo su brazo izquierdo, que era el menos cercano al hombre.

_ Adiós, hija – la despidió la Reina -, y muchas gracias.

María, conforme salía del salón y vio que todos la miraban, notó
que enrojecía y se fue sintiendo insegura, violenta, avergonzada. Al
llegar al piso de abajo, donde la esperaba Juan, se abrazó a él y, entre
el corrimiento y la emoción, como pudo, sentados ambos en un sofá,
le contó a su marido lo ocurrido. Él la reconfortó y, dándole un beso,
le dijo que no se preocupara más, que lo importante era que había
hablado con la Reina.

Poco después, ambos salieron del Palacio y, cuando, orgullosos


y presumidos como la ocasión merecía, atravesaban la plaza de Santa
María hacia la calle de las Almenas, se oyó una voz que cantaba:

La mujer de Juan el Hacha


A la Reina regaló
Una mantilla encarnada,
¡pero la bandeja, no!
La Reina le recogía
La mantilla que cosió
La cortijera María,
¡pero la bandeja, no!

Y es que, como decían en mi barrio, hay gente que las coge al


vuelo, sobre todo si es para meterse con los demás.

✄✄✄✄✄

LA CASA DE LOS RINCONES

Un amigo de mi padre, hace ya muchos años, le contó, estando


yo presente, que un tatarabuelo suyo había nacido en la casa de los
Rincones. Era ésta una gran mansión que alzaba su real junto al
nacimiento de agua de la Magdalena, un poco más abajo del
estanque que hoy se conserva. De aquella casa, contaba el hombre,
le habían hablado como de un gran palacio. Tenía una bella portada
con escudo de armas labrado en piedra, portón para carruajes y
caballerías, un gran patio central con galerías sobre columnas de
capiteles moriscos, magníficos artesonados y alcatifas sobre las que
los pies casi desaparecían al andar. Conservaba también mosaicos de
lacería, arcos con aturiques y ricos dinteles adornados, como las
puertas de las amplias estancias, con preciosas taraceas
perfectamente ajustadas. Sin duda que aquel fue un palacio de los
moros más poderosos que allí vivirían antes de la toma de la ciudad
por los cristianos. Era evidente que, sobre el palacio moro, se habían
hecho costosas reformas posteriores.

También le contaron que allí había ocurrido un hecho que dio


lugar al nacimiento de un título nobiliario.

Los hechos ocurrieron el año 1366. Desde once años antes, D.


Pedro I, rey de Castilla, estaba en guerra civil contra sus
hermanastros, los Trastámara. El reino se hallaba dividido en dos
facciones, claramente marcadas por el origen, la economía y los
privilegios heredados. Los nobles, los fijosdalgo, a quienes el Rey
quería meter en cintura, someterlos a su poder, se le opusieron
abiertamente y se declararon a favor del bastardo D. Enrique en tanto
que los judíos y los ricos hombres de la naciente burguesía, del
comercio y de las ciudades, apoyaban a D. Pedro.

En Jaén, D. Pedro tenía al principal suministrador de aceite para


los barcos que combatían contra Aragón en el Mediterráneo. Salazar,
se llamaba. Era hombre de firmes convicciones, de origen humilde,
buen administrador y mejor negociante, al que habían asistido en sus
primeros tiempos dos genios del comercio, los hermanos Jehuda y
Gad Tob. Este hombre, cuando las cosas le fueron bien, había
comprado un viejo palacio moro junto a la vieja mezquita, por
entonces ya convertida en iglesia de la Magdalena, que había
pertenecido a un acaudalado almojarife. Poco a poco, acondicionó la
zona habitable y usó los corralones, que se abrían ladera arriba por la
falda del cerro, como trojes y almacén.

Salazar, como casi todos los nuevos ricos de la ciudad se había


declarado abiertamente partidario del legítimo D. Pedro y, a pesar de
las presiones y amenazas de los nobles jaeneses, en ningún momento
dudó de su partido. Además, conocedor de la situación económica del
reino y de las pretensiones de D. Enrique, estaba convencido de que
la política de su Rey era la adecuada, aunque la amenazante inflación
no paraba de crecer. Él, en el secreto de su gabinete, lamentaba tal
cosa; pero como sus arcas no paraban de recibir más y más doblas
mayores de oro, en ningún momento pensó que la cosa fuera grave.

Lo que sí andaba harto revuelto era el asunto de la guerra entre


los hermanastros que se disputaban el poder. Por entonces había oído
decir que D. Enrique, el bastardo, se había proclamado Rey de Castilla
y que D. Pedro andaba organizando una fuerza capaz de neutralizar
tal desafuero.

Terminados los asuntos de uno de aquellos días, se retiró al


calor del fuego del hogar de una de las pequeñas salas que daban al
patio central. Con su mujer hablaba de la horrible noche de lluvia y
viento huracanado que azotaba la ciudad. Temblaban las cristaleras y
los postigos de las ventanas parecían querer abrirse empujados por el
ventarrón. A través de las rendijas, un amenazador silbido se colaba y
hacía temblar las reconfortantes llamas de la chimenea. Crepitaban
los leños de olivo al arder y la luz de las velas, encerradas en farolillos
de latón, tintaba de un color dorado los muros y el gran repostero con
motivos venatorios que habían comprado aquel año.

La esposa se retiró a su dormitorio y Salazar aún permaneció en


aquel agradable ambiente jugando unas tablas con su hijo mayor.
_ Padre, he oído decir que el Rey D. Pedro anda por las tierras
del Adelantamiento y al amparo del señor de la Torre.

_ Hijo, corren malos tiempos para D. Pedro. El bastardo se ha


proclamado Rey de Castilla y, sin duda, volverá lo más cruel de la
guerra. Ya se dice aquí mismo, en la ciudad, que los espías de D.
Enrique actúan en su beneficio y que algunas partidas de hombres
armados acechan por doquier dispuestos, incluso, a quitarle la vida si
se les ofrece la oportunidad. ¡Que Dios nos proteja y ayude a nuestro
Rey!

_ ¿Y cómo ha podido D. Enrique hacer frente a su hermano?

_ Lo apoyan la mayoría de los nobles y de los fijosdalgo de la


tierra. Le echan en cara que les quiere quitar sus poderes y
tradicionales privilegios y que sólo ayuda y apoya a quienes nos
ganamos la vida con nuestro trabajo y nuestros negocios. Un cronista
de la Corte ha escrito que D. Pedro enfambrece a los señores.
Además, si no cambia su política con los otros reinos, si no establece
pactos y alianzas con ellos, entre todos acabarán arrebatándose
Castilla.

_ Padre – preguntó muy preocupado el joven -, ¿y no es un gran


riesgo para vos el seguir fiel al Rey, a pesar de las intrigas que se
están dando aquí mismo en Jaén?

_ No te preocupes. Yo no cambiaré mis ideas. No te olvides de


que todos estos señores o, al menos, la mayoría, que andan
intrigando, como tú bien dices, lo que buscan en realidad es
enderezar sus haciendas y conseguir nuevos privilegios o, por lo
menos, no perder los que les quedan. Los tiempos están cambiando y
me necesitan. Son pésimos administradores y casi todos están medio
arruinados. Muy mal tendrían que irnos las cosas y muy torpe debería
ser mi comportamiento para que, si cambiara el Rey de Castilla,
nosotros tuviéramos que sufrir en nuestras vidas o haciendas.

De pronto, ya bien entrada la noche, la conversación de padre e


hijo se vio interrumpida por unos golpes en la puerta. Ambos se
miraron extrañados. Eran los únicos que seguían despiertos en la
casa. Dudaron sobre qué hacer. Poco después, dos nuevos golpes,
suaves pero firmes, volvieron a sonar.

Salazar ordenó a su hijo que entrara en otra habitación y se


dirigió al portón. Abrió el postiguillo de la mirilla y preguntó con su
recia y segura voz:

_ ¿Quién va?

_ Gente de paz – le respondieron desde el obscuro exterior -.


Dos de los hidalgos que buscan asilo para esta apacible noche.
Salazar creyó reconocer aquella voz. Pidió un momento de
espera, descorrió el cerrojo, soltó la aldaba y franqueó la puerta de su
casa a dos figuras embozadas que, a la luz del farolillo, parecían salir
de una gruta tenebrosa.

_ Señor, ¿podéis hospedarnos en esta malhadada noche?


Hemos extraviado el camino a la posada donde tenemos nuestros
caballos y, si por amor de Dios nos lo concedéis, pasaremos la noche
a cubierto en vuestra casa y, al amanecer de mañana, os libraremos
de nuestra presencia.

_ Señores, sed bienvenidos. Por vuestro aspecto deduzco


vuestra nobleza y mi casa es la vuestra. Seguidme.

Salazar acompañó a los dos caballeros embozados hasta la


pieza en la que había estado con su hijo. Llamó al muchacho y le
ordenó que preparara dos lechos no lejos del fuego.

_ Esta sala está caldeada y aquí podréis descansar a vuestro


placer durante esta noche.

_ Caballero, Dios os lo pagará, sin duda, esta buena acción – dijo


el mismo hidalgo que había hablado anteriormente, mientras dejaba
ver su cara, desembozándose y descubriendo su cabeza.

Salazar reconoció inmediato a quien hablaba. Era Pero Gil


Zático, cuarto señor de la Torre de su nombre y, al retirar su capa el
otro huésped, un estremecimiento recorrió su cuerpo. El Rey D. Pedro
I, el llamado Cruel por sus enemigos, había entrado en su casa. El
perfil de las doblas de oro recogía fiel e inconfundiblemente el de
aquel rostro.

_ Podéis retiraros – dijo Pero Gil al dueño de la casa, sin poder


reprimir aquella orgullosa sugerencia, poco pertinente a la situación,
pero natural si se considera que se dirigía a un hombre que ni siquiera
era un caballero.

Apenas clareaba la aurora del día siguiente, cuando los dos


huéspedes se levantaron, vistieron y armaron. Pero Gil salió de la
habitación en la que habían dormido y, al dirigirse hacia la puerta, en
el rincón entre el muro de esta y el de la sala contigua, vio que había
un hombre armado. Instintivamente, mientras desenvainaba la daga y
se ponía en guardia ante aquel individuo, gritó:

_ ¡Señor, nos han traicionado!

El Rey, sorprendido por aquella exclamación de su Pero Gil,


también echó mano a su puñal mientras afirmaba:
_ ¡Nunca hubiera supuesto una tal villanía en quienes me
abrieron anoche las puertas de su casa! ¿Dónde está el felón?

Salazar, que no era otro el individuo de cuya presencia armada


se había sorprendido Pero Gil, salió de golpe de su duermevela. Se
puso en pie de un salto, apoyó la punta de su vieja y herrumbrosa
espada en el suelo, hincó una rodilla en el suelo y, dirigiéndose al
Rey, le dijo:

_ No soy un felón, Señor. En mi humilde persona no cabe la


traición. Anoche os reconocí y, temiéndome que alguien os
persiguiera hasta mi misma casa en estos días tan aciagos, decidí
tomar mi vieja espada y pasar la noche en vela guardando vuestro
reposo. Ahora, si me permitís, ordenaré que os preparen los dos
mejores caballos de mi establo y que os aprovisionen como mandéis.

D. Pedro, guardando la daga, se adelantó hacia Salazar, que


permanecía en el mismo lugar donde fue sorprendido y, tomándolo de
uno de sus brazos para que se incorporara, le dijo:

_ Sal del Rincón. Por éste tu gesto y ante D. Pero Gil, te otorgo
título de nobleza para ti y para tus descendientes. Tu apellido será
Rincón, como recuerdo y testimonio del lugar en el que guardaste fiel
lealtad a tu Señor natural. ¿Reclamas para ti alguna merced?

Salazar no lo pensó dos veces; como hombre práctico y, al


mismo tiempo, orgulloso de su proceder, pidió al Rey agua y almenas,
cosas que D. Pedro, de buen grado le concedió.

Posteriormente, ya como señor, también consiguió cartas reales


por las que se le otorgaba el derecho sobre los despojos del
matadero, que se había construido en un solar, contiguo a su casa,
que el ya, que el ya Señor del Rincón había vendido al Ayuntamiento.

△△△△

CELOS Y HONRA

Cuentan las viejas crónicas de la ciudad que hace muchos años,


poco antes de que el Condestable Miguel Lucas de Iranzo gobernara
Jaén, las gentes de otras tierras, como suele ser triste costumbre,
hablaban mal de los que por entonces habitaban estos lugares. Tanto
era así que, guiados por la envidia y la mala fe, inventaron y
propalaron un refrán contra las mujeres que, cuando lo escuchaban
los jaeneses, se irritaban sobremanera.
Como prueba de que tal frase era falsa, se recogió por escrito la
verdadera historia de una gran mujer a la que en nuestro cuento
llamaremos Dª Lucía del Pozo, única hija del matrimonio de D. Alonso
de la Eras y Dª Ascensión de Cuatro Caminos.

Tuvieron varios hijos varones, mayores que Dª Lucía; pero


ninguno pasó de la edad juvenil, así que la única que llegó a tomar
estado fue la hija. A pesar de las desgraciadas pérdidas de los hijos,
este matrimonio no se dejó llevar por la desesperación y de sus labios
nunca salieron más que los naturales y doloridos lamentos de unos
padres que ven morir a sus hijos. Con todo, no dejaban de rogar a
Dios y de darle gracias por lo que tenían.

Eran honestos y poseían una hacienda que les permitía vivir de


ella con dignidad. D. Alonso era un hombre de recto juicio y sólidas
convicciones. A pesar de no haber sentido ninguna atracción por la
acción de la política, con gran frecuencia era requerido por los
caballeros de la ciudad para consultarle y recibir de él su ponderado y
sabio consejo en asuntos de importancia. Él siempre actuaba y
opinaba con justicia, sin mirar otros beneficios que los del bien de
todos.

Cuando Dª Lucía tenía unos quince años, la madre, Dª


Ascensión, murió repentinamente y, con aquel dolor, el padre decidió
retirarse a su cortijo del camino viejo de Jabalcuz, donde la hija, con la
ayuda de su vieja ama, gobernaba la casa como si de una persona
madura se tratara. El resto del tiempo – como era costumbre de las
mujeres de aquella época -, lo empleaba en leer libros piadosos, en
aplicarse a las labores de bordado y de encaje y, ocasionalmente, en
recibir a algunas amigas de su edad, con las que compartía secretillos
y juegos propios de muchachas. Estas visitas aparecían cuando los
padres de tales amigas decidían acudir al cortijo de D. Alonso para
consultarle asuntos o negocios de interés, cosa que ocurría concierta
frecuencia.

Pasado no demasiado tiempo, alguno de los amigos comentó al


anciano señor que, por la ciudad se ponderaba la belleza y las
virtudes de su hija y que también se comentaba que era una pena
que aquella hermosa joven la tuviera su propio padre prácticamente
encerrada con el pretexto del gobierno del hogar. D. Alonso, a quien
no le afectaban las malintencionadas habladurías de la gente,
tomando en cuenta lo referido por su amigo, reflexionó sobre aquel
asunto y, tras hablar con su hija, decidió la conveniencia de pasar
algunas temporadillas en la casa de la ciudad y asistir a alguna fiesta.

_ Padre – protestaba Lucía-, yo no necesito ir a ningún sarao.


Soy feliz en nuestra casa y nada necesito que no tenga.
_ Hija mía – argumentó el padre-, ya soy muy viejo. Cualquier
día puedo caer enfermo y es lo natural que te deje sola. No quisiera
que te encontraras desamparada cuando ocurra ese trance.

_ ¡Vos no sois tan viejo! – exclamó la muchacha -. Además, con


la ayuda de Isabel, mi ama, nunca estaría sola.

_ Eres una ingenua – dijo el padre, sonriendo con benevolencia


ante la protesta de su hija -. Isabel es aún más vieja que yo. No se
hable más. Iremos a la ciudad para la Virgen de Agosto y tú lucirás el
más bonito de tus vestidos. Quiero presumir de que tengo la hija más
hermosa de todas.

Dª Lucía, sonrojada y obediente a su padre, no replicó y en eso


quedaron. Se irían unos días a la casa de la ciudad, participarían en
los festejos de la Asunción de la Virgen, que atraerían a las gentes de
los alrededores e, incluso, a visitantes de lejanas tierras que querían
presenciar la ostensión de la Santa Verónica.

Pasadas las fiestas, en las que Dª Lucía, sin proponérselo, lució


su hermosura y fue la admiración de todos y la envidia de muchas,
cuando ya llevaban unos días en el campo, dos jóvenes caballeros
manifestaron al padre su interés por la joven, atraídos por su lozana
hermosura, sus envidiables virtudes y su buen carácter. Ambos eran
de familias principales, aunque uno casi doblaba en dote al otro.

D. Alonso los recibió, habló con cada uno de ellos y se los


presentó a su hija. Igualmente aceptó que los visitaran y, tras
consultar el parecer de Dª Lucía – cosa que muy pocos padres hacían
en aquellos tiempos -, decidió elegir a aquel de los dos pretendientes
que, aun teniendo menos hacienda, le pareció más honrado, virtuoso
y de mejor carácter. Como correspondía a su natural, se dejó llevar
más por la calidad del hombre que por su riqueza. Celebraron los
esponsales y las nupcias y. poco después, ni tan siquiera habían
transcurrido dos meses, el viejo padre enfermó gravemente y murió.

El pretendiente que había sido rechazado – y pronto


comprobaremos cuan bueno fue el criterio de D. Alonso -, no supo
aceptar su derrota. Consideró que, por su mayor hacienda, debería
haber sido elegido él. Su orgullo herido lo llevó a concebir una ruin
venganza por lo que consideró menosprecio. Con tales retorcidas
intenciones y malos sentimientos, éste mal llamado caballero simuló
tener en gran consideración al nuevo matrimonio y procuró cultivar la
amistad del recién casado para, así, buscar la ocasión de acercarse a
la esposa y deshonrarlo.

Dª Lucía, digna hija de sus padres, honesta y discreta, se dio


cuenta del malvado intento del que se decía amigo de su esposo y,
para evitar la más remota ocasión, procuraba eludir hábilmente al
traidor pretendiente quien, cada vez más osado y mejor tratado por el
marido, ciego por su sed de venganza y por la atracción que la bella
joven, involuntariamente, ejercía sobre él, insistía de tal manera que
dio lugar a que el esposo percibiera ciertas actitudes que le llevaron a
pensar n en la virtud de su joven mujer, sino a entrar en celosas
sospechas de que pudiera acercarse a algún modo de infidelidad.

A pesar de sus celos, por los que ya creía ver lo que no ocurría,
cosa que aprovechaba su amigo para, arteramente, sugerirle ciertas
apariencias que más y más le envenenaban el ánimo, no cometió la
imprudencia de acusar a su esposa. Se sentía angustiado, pero no
tenía más remedio que reconocer la inexistencia de causa concreta
alguna, que indicara que su mujer fuera culpable de nada.

La ocasión que temía apareció cuando el Rey ordenó la


formación de una milicia en varias ciudades. Para mandar la de Jaén,
se debía nombrar un capitán y, bien situado en el Concejo Municipal,
el mal amigo intrigó y consiguió, pretextando que así le daba prueba
de amistad, que propusieran al marido de Dª Lucía para tal menester.
Aquella era una honra que sólo un noble podía recibir, así que ¿quién
mejor que aquel joven, que, además, era el yerno de uno de los más
honrados hijos que había tenido la ciudad?

Al enterarse Dª Lucía, pidió a su marido que se excusase,


mucho más cuando supo que el nombramiento lo había sugerido
quien ella bien sabía que quería su mal. Pero el esposo, que recelando
algo raro también ya había rechazado el nombramiento, como no
confiaba en su mujer, decidió, aprovechando la oportunidad, tender
una trampa a quienes, sin pruebas, él creía amantes.

_ Ya me he excusado e intentado rechazar el nombramiento –


decía a su mujer -, más habré de ir hasta la Corte para dar allí mis
razones y no ser considerado un medroso y pusilánime, lo cual nos
deshonraría.

_ Haced como creáis – decía la esposa -, pero me gustaría


acompañaros en tal viaje. No quisiera permanecer aquí sola.

_ No, señora mía. Ello no es posible. Mi voluntad es que vos


permanezcáis en el cortijo mientras que yo viajo hasta la Corte.
Deberéis velar, en mi ausencia, por nuestros intereses.

No hubo más oposición. Esta conversación, que de antemano


procuró el celoso marido fuera oída por algún criado, se cercioró de
que llegara a conocerla el despechado pretendiente, quien,
inicialmente frustrado por el rechazo del cargo ofrecido a su rival,
creyó encontrar remedio a sus propósitos en aquel largo viaje que
dejaría a la joven casada a su disposición y nada menos que en el
campo.
Cuando llegó la hora de partir, el esposo dejó encerrada a Dª
Lucía en la casa y él, fingiendo salir para la Corte, tras un largo rodeo,
se marchó al cortijo.

El impaciente falso amigo, al día siguiente, creyendo que el


marido al que pensaba burlar ya estaría al norte de la Sierra Morena,
por los campos de la Mancha, se dirigió discretamente al cortijo
donde pensaba hallar a la hermosa joven como el halcón encuentra a
la tórtola. Aguardó a la noche, espió la casa y, en cierto momento,
creyó ver la silueta de su deseada tras una de las ventanas. Se
aproximó a la reja. Desde allí comprobó que la que creía ver se
encontraba sentada en un sillón que le daba la espalda, no lejos de la
ventana.

_ ¡Señora!- susurró aproximándose a las entreabiertas vidrieras


- ¡Señora! Dadme ocasión de poder hablar con vos y, en ello, aliviar la
pena que me acongoja. No me seáis ya más tan esquiva.

Ninguna reacción observó en la figura del sillón. Como ni lo


rechazó ni llamó a nadie, coligió que Dª Lucía se dejaba querer y,
animado, prosiguió su discurso.
_ Dª Lucía, a pesar de vuestros desaires y menosprecios,
en mi corazón arde cada vez con más fuerza el amor que prendió
cuando os vi por vez primera. Por Dios, mi señora, compadeceos de
mí y permitid que pueda hablaros cara a cara. Sé que vuestro esposo
camina hacia la Corte y, por ello, nuestro encuentro en este apartado
lugar no menguará vuestra fama. Incluso la piadosa luna parece
querer ayudarnos al dejarse ocultar por esas volubles nubecillas.

Poco más insistió el enamorado. Dentro, con movimientos


pausados, debieron ir apagando cada una de las luces del candelabro
que el galán no divisaba y, desde la penumbra, una voz menguada
por lo que él pensó que sería discreción y disimulo para no llamar la
atención en la casa, le dijo:

_ Dirigíos a la parte de atrás, junto a la puerta del corral. Al oír


que se descorre el cerrojo, entrad y cerrad el portillo.

Se sintió feliz y satisfecho. Aquella era la ocasión que estaba


esperando. Si alguien le hubiera preguntado, no habría sabido
responder sobre lo que más le empujaba: su primer afán de venganza
o su ciego amor por Dª Lucía, a la que creía sentir entre sus brazos.
Rápida y silenciosamente rodeó el edificio y se apostó junto al portillo
del corralón trasero.

No era sólo un ciego enamorado el que por allí andaba. También


así estaba el esposo. Eclipsada su razón por los infundados celos, no
fue capaz de reconocer en el discurso del rival el hecho inequívoco de
la inocencia y virtud de su honesta esposa, quien, ante los intentos
del falso amigo, no había querido comunicar nada a su marido, a
pesar de que tal cosa le sugirió alguna vez su ama.

_ La esposa honrada – le respondió con aplomo -, no sólo ha de


mantenerse honesta y fiel a su marido, sino que, además, debe
procurar el evitarle situaciones de violencia y pesadumbres
semejantes.

En fin, embozado en amplia capa, el esposo atravesó el corral y


liberó el portillo en un momento en que la luna desaparecía. El
pretendiente creyó escuchar música en el chirrido de los hierros.
Empujó el batiente, penetró y cerró tras de sí. No alcanzó a ver más
que el bulto embozado de la que creyó mujer y, dirigiéndose a ella,
comenzó:

_ Dª Lucía, este momento…

Salió otra vez la luna; al mismo tiempo, el embozado se deshizo


de la capa y desenvainó una espada corta, mientras, a media voz,
decía:

_ ¡Falso y ruin amigo! ¡En esta hora me daréis cuenta de


vuestras pretensiones!

El sorprendido pretendiente no supo cómo reaccionar. Quien


creía paloma resultó ser gavilán y lo amenazaba con sus garras. Tomó
su daga y, como pudo, esquivó la primera acometida del ofendido
caballero. La riña no fue larga. El esposo hirió de cierta gravedad al
mal amigo, que cayó al suelo.

Al verlo en tal estado, herido y desarmado, se compadeció de él


como si la vista de la sangre lo hubiera calmado. Le ayudó a
incorporarse y lo condujo al interior. Vistas las heridas, le tomó la
sangre con unos pañizuelos de narices, lo condujo a un aposento, lo
acostó y mandó que lo atendieran debidamente, no sin exigirle antes
que le jurase absoluto silencio sobre lo ocurrido, cosa que el herido
prometió.

_ Sí, os juro por Dios que nada diré de este lance. Asimismo
afirmo que vuestra esposa nunca me ha dado ocasión de creerla infiel
ni caprichosa ni liviana en ningún modo. Estad seguro de que su
honestidad y fidelidad a vos han sido inquebrantables. Fueron mi
orgullo herido, mi envidia y mi afán de una impertinente venganza las
causas que me guiaron para actuar de tan alevosa manera contra
vuestra honra, por lo que reconozco haber sido merecedor de estas
heridas y aun de haberos entregado la vida.

El joven esposo se sintió satisfecho de aquellas palabras; pero


su magnanimidad para con el ofensor no evitó que todavía maquinara
lo que él consideró nueva prueba del amor y la fidelidad de su
inocente y virtuosa esposa.

Con tal propósito recogió en la ciudad a Dª Lucía y, con ella,


regresó al cortijo. Por el camino, le contó que había sostenido un
lance de armas con otro hombre, el cual se encontraba en un
aposento curándose de las heridas que le había ocasionado. No le
reveló quién era el convaleciente y, para su cuidado, había ordenado
que se ocupara una criada de la casa.

Unos días después, mejorado el herido, aunque no tanto como


para levantarse, el impertinente esposo volvió a las andadas.

_ Dª Lucía – dijo a su mujer -, me veo en la necesidad imperiosa


de salir por unos días. Os ruego que, en mi ausencia, os ocupéis de
que nada falte a nuestro huésped. Me complacerá que, como aún no
se levanta del lecho, vos lo visitéis y os intereséis por si todo está a
su sabor.

_ Si así lo deseáis – respondió la mujer, que todavía desconocía


quien fuera el enfermo -, así lo haré; mas sabe Dios que preferiría no
ver a ningún hombre sin que vos estéis presente.

Salió el marido y, al poco, sin ser notado, regresó y se ocultó en


el cortijo para espiar, indigna y desconfiadamente, a su esposa.

El herido, tras haber recibido la lección y lo que consideró justo


castigo por su taimada locura, no guardó el más mínimo rencor en su
corazón. De buena fe deseaba recuperarse para demostrar a quien
consideraba magnánimo amigo, que lo acogió a pesar de la ofensa
contra él perpetrada, que, a partir de entonces, podría confiar en él
ciegamente. Esto, naturalmente, ni siquiera lo imaginaba el celoso,
que fue capaz de pasar dos días oculto y observando cualquier
movimiento de su casa.

En vista de ello, a la segunda noche, ya en silencio la casa y


apagadas las todas luces, penetró sigilosamente en el dormitorio
matrimonial y se abalanzó sobre Dª Lucía forcejeando con ella como
si fuera el huésped. Al principio fueron dulces y suaves palabras, pero
como no surtían efecto y ella se defendía y rogaba que se marchara
sin escandalizar a los criados, ya empleose con mayor esfuerzo y
violencia para forzar a la dama. Ante esto, la mujer, que ni
remotamente se hubiera dejado vencer, elevando su voz hasta los
gritos, pidió socorro a los de la casa. Tal alboroto se desató que
incluso el herido huésped se incorporó, tomó su daga y, junto a unos
criados que llevaban luces, llegaron hasta el aposento desde donde la
mujer pedía ayuda. Todos quedaron sorprendidos al contemplar a la
señora desmelenada que se defendía de su propio marido. Los ojos de
ella también expresaron sorpresa, pero nada dijo.
Fue el marido quien, satisfecho y convencido de que su malsana
curiosidad no le había llevado más que a probar la extrema honradez
de su joven esposa, dirigiéndose a los presentes, les exigió, al
huésped porque se lo debía y a los criados porque era su señor, que
nada de aquel asunto relataran a nadie.

Así lo hicieron los criados, pero el huésped, admirado de la


fidelidad y calidad humana de Dª Lucía, sí que en diversas ocasiones
refirió lo acontecido, aunque cuidándose de ocultar los nombres de
los protagonistas. A pesar de ello, por las circunstancias que se dieron
en el caso, fueron bastantes los jienenses que vinieron a entender de
qué señora se trataba.

Y cuentan las crónicas que, tiempo después, el fallido


pretendiente casó a su hijo mayor con una hija de su antigua
pretendida, porque no dudaba de que aquella habría heredado de su
madre la bondad, el valor honesto y la entereza de no otorgar el más
liviano favor del mundo a cambio de caricias, ni de regalos, ni de
joyas, ni de las mayores promesas. Y, más aún, la admirable cualidad
de que, a pesar de tanto acosarla, ella lo hubiese sabido disimular con
su marido para evitarle cualquier mal paso, hasta el punto de que
nada de lo referido hasta aquí salió jamás de su boca.

◎◎◎◎◎

EL CRISTO DEL ARROZ

LA CRUZ DE JASPE

LA CRUZ DEL PÓSITO

Doña Catalina de Almodóvar era una hermosa y joven mujer. Su


familia, ahora en no muy desahogada situación económica, aunque
procuraban disimularlo, había sido de las más ricas e influyentes de la
ciudad, desde hacía un año, en secreto, Dª Catalina estaba
comprometida en matrimonio con D. Álvaro de las Fuentes, un joven
vecino de Jaén, cuyos padres habían muerto, y que comenzaba una
prometedora carrera militar. La familia de ella era el único obstáculo
que se oponía a que la pareja se casara. Aquel pretendiente, decían a
la muchacha, no era de su alcurnia y lo más probable sería que nunca
salieran de pobres; ella se merecía y, por su belleza, lo podría
alcanzar, un matrimonio de mayor ventaja.

No se dejaba convencer la joven, quien, en secreto, siempre


que podía, se encontraba con su amado y, entre discretas caricias, se
reafirmaban sus eternos amores y firmes promesas.

En una Semana Santa de finales del siglo XVII, D. Álvaro tuvo


que viajar a Sevilla mandando un grupo que escoltaba una partida de
aceite y grano para la Armada. Que tuviera que hacer aquel viaje le
sentó muy mal a su amada, ya que ella esperaba que, con motivo de
los oficios litúrgicos, las oportunidades de encontrarse e, incluso, de
convencer a los suyos acerca de la conveniencia de sus amores, les
allanaran el terreno para llegar a la boda, quedó, pues, Dª Catalina,
tan frustrada que los suyos pensaron que estaba enferma. No salió el
viernes de Dolores y tampoco a la fiesta de los Ramos.

El martes, recibió a algunas amigas. Entre otras muchas


naderías de las que hablaron, la pusieron al corriente del asunto más
importante que corría por la ciudad. Había llegado a ésta, un apuesto
y bastante joven caballero, noble de cuna, muy rico y con una aureola
de héroe de las gestas europeas de los tercios españoles. Se decía
que había venido para abrir casa en Jaén, donde aspiraba a
permanecer para siempre, porque ya pensaba que había combatido y
entregado a la patria mucho más que otros a su edad.

Dª Catalina, despechada por lo que consideró abandono de su


amado, a quien, en lugar de comprensión le aplicaba cada día un
mayor u más injusto rigor en el reproche, sintió que despertaba en
ella un punto de curiosidad y otro de no muy sana ambición. Su
madre, que estaba presente en la charla, al darse cuenta del interés
mostrado por la hija, encontró el flanco por el que entrarle para
conseguir lo que hasta aquel momento no había podido.

- ¿Y cómo decís que es este caballero? ¿Alguna de vosotras lo


conoce?_ preguntó, haciéndose la inocente la retorcida
señora.

_ Sí, yo he conversado brevemente con él en mi casa_ comentó


una de las amigas, hija de uno de los Caballeros Veinticuatro_. Es
joven, como de unos treinta y pocos años, alto de casi seis pies,
fornido y bien proporcionado, de abundoso pelo negro y brillante. Sus
facciones son hermosas, la frente amplia, los ojos grandes y de un
negro que, cuando mira, semeja una sonda que penetra en tus
pupilas y baja hasta la garganta, de donde la saliva desaparece…; su
andar es señorial y se viste con una sencilla elegancia, con un porte
de nobleza… ¡Ay, señoras, que lo vi, y me enamoré sin remedio!

Todas sonrieron y siguieron parloteando. Cuando la reunión si deshizo,


la madre propuso a su hija que ya estaba bien de encierro y que a los
oficios de jueves no podrían faltar. La descripción del nuevo caballero
y la sugerencia de su madre dieron lugar a que a la veleidosa
muchacha, se le eclipsara el recuerdo de su amor anterior y, desde
ese momento, sólo pensó en la estrategia de conquista del
desconocido recién llegado.

La verdad es que tampoco Dª Catalina tuvo que esforzarse


demasiado en seducir a D. Baltasar, que así se llamaba el acaudalado
y famoso caballero. Cuando éste la vio en la Catedral, no pudo retirar
sus ojos de aquella angelical figura. Parecía que se había escapado de
uno de sus poemas favoritos. Era la Laura de Petrarca, la Isabel de
Garcilaso, la Filis y la Belisa y todas las musas de todos los poetas que
recordaba. Aquellas guedejas que le asomaban bajo la toca, aquellos
infinitos ojos garzos, su sonrosada tez, sus rojos labios gordezuelos,
sus delicadas manos, su esbeltez… y aquella mirada, a la vez
profunda y huidiza, lo habían encadenado sin remedio. Desde ese
momento, Calixto de su Melibea, no supo hacer otra cosa que
reclamar a sus conocidos el favor de que lo introdujeran en el
mundillo de Dª Catalina.

Se conocieron, entablaron relaciones, bendecidas por los padres


de ella, que así veían la redención de sus cuitas económicas y
sociales, pues de nuevo quedaron encumbrados entre lo más alto de
la sociedad de la ciudad y, cuando D. Álvaro regresó de Sevilla, antes
de que pudiera ir a encontrarse con su amada, un amigo le comentó
cuanto a él le afectaba. Quedó desesperadamente hundido. Su
ansiedad por el reencuentro se convirtió en la más tenebrosa de las
sinrazones. Se encerró en su casa y cayó enfermo. Atravesó más de
dos meses de abandono y padecimientos en los que bordeó la locura.
Tan sólo los maternales cuidados de su vieja ama y las visitas de su
mejor amigo y del Superior del convento de San Francisco, con quien
había cultivado una sincera amistad, sirvieron de puente con el
mundo real durante aquel largo tiempo.

Su primera salida a la calle, recuperado física y mentalmente, la


hizo el día en que su amada celebraba la boda con D. Baltasar.
Aunque sus amigos se lo desaconsejaron, decidió asistir a la
ceremonia religiosa, ataviado con su uniforme de la milicia. No lejos
de la puerta de entrada, presenció el paso del cortejo nupcial. Cuando
la hermosa Dª Catalina llegaba hasta su altura, cruzaron sus miradas,
él clavó sus ojos en ella con dureza y, al tiempo, con un amor
indudable; ella, que recorría las caras de los presentes sin detenerse
en ninguna, al pasar por la de D. Álvaro, detuvo sus ojos unos
instantes sobre los del antiguo prometido y, sin poderlo remediar,
vaciló en su paso, se le desbocó el corazón y sintió que se ruborizaba,
aunque esto no salió al exterior oculto por el maquillaje. Era evidente:
el amor entre ellos no se había roto del todo.

No transcurrieron ni siquiera dos años, cuando el nuevo


matrimonio comenzó a no llevarse bien. Nunca se supieron con
certeza las causas de las desavenencias, porque ninguno de los dos
comentó nada; pero sus desacuerdos pasaron a discusiones, éstas a
gritos y malos tratos y, al poco, Dª Catalina sólo salía a sus
devociones y no recibía a nadie y D. Baltasar, que no paraba en la
magnífica casa más que de tarde en tarde, se convirtió en solitario y
asiduo participante en cuantas fiestas, juergas, reuniones, orgías y
partidas de juego se dieran en la ciudad. Rodeado por desaprensivos
amigotes, que sólo veían en él al rico que todo lo pagaba, y halagado
por algunas busconas y cortesanas con las que le gustaba mezclarse,
no tardó en arruinarse hasta tal punto que una madrugada en la que
había perdido todo lo que tenía, como no le aceptaban un pagaré,
envió a su casa a un criado que lo acompañaba para que le trajera
inmediatamente las joyas de su esposa.

Salió el criado, llegó a la casa, despertó a la señora y le


comunicó la petición de su marido. Ella, airadamente, se opuso a la
pretensión y echó al criado, quien, ante los otros jugadores, no dudó
en transmitirle a su señor lo ocurrido.

- Señor – dijo el mensajero, sin ocultar ni disimular palabra


alguna, tal vez por sentirse él mismo maltratado por la señora_, al
pedirle a Dª Catalina las joyas, como vos me habéis encargado, airada
y sin respeto hacia vuestra persona, me ha ordenado salir de la casa
y me ha gritado:” ¡Maldito alcahuete, decid a quien se considera mi
esposo; a ese perdulario, ruin, dilapidador y adúltero D. Baltasar, que
mis joyas no pagarán ninguno de sus despreciables vicios!”

Los presentes se quedaron inmóviles y dirigieron sus miradas,


sin ninguna discreción, al rostro del caballero. Éste, como si lo
hubieran pinchado con una aguijada de bueyes, se levantó de un
salto, mientras derribaba la silla y, golpeando con el puño sobre la
mesa, exclamó:

- ¡Esa puerca! ¡Vuelvo enseguida!

Se ciñó la espada y salió a escape. Su orgullo herido, su natural


soberbio y aquellas palabras lo cegaron del todo.

Llegó a la casa. Subió hasta el aposento de su mujer, que


seguía despierta y sollozaba. Se dirigió a la cómoda donde sabía que
ella guardaba las joyas. Abrió y tiró por los suelos todos los cajones.
Como no las encontraba, miró a la mujer, que lo observaba
aterrorizada, aunque dispuesta a no ceder en su postura. Dio unos
pasos hacia ella, desenvainó la espada y le gritó:

- ¡Las joyas! ¡Nada teníais cuando os desposé y a nada tenéis


derecho! ¡Dadme las joyas!
- ¡Nunca! – respondió con un grito ahogado Dª Catalina,
mientras aferraba contra su regazo una arquita de piel.
-
Se abalanzó sobre la mujer y, con gran violencia, agarrándola de un
brazo, la levantó de su asiento y la lanzó contra el balcón. Cedieron
las cortinas y, desequilibrada, cayó contra uno de los batientes. La
cabeza golpeó sobre la vidriera y los cristales saltaron en pedazos. En
el brusquísimo movimiento, el cofre cayó al suelo. D. Baltasar lo cogió
y, sin mirar para atrás, salió del aposento y regresó a su partida.

Cuando el marido salió de la casa, la doncella de la infeliz


esposa penetró en la habitación. Encontró a su señora inmóvil, medio
envuelta en el cortinaje de uno de los balcones y en una rara postura.
Al acercarse hasta ella, comprobó que la tela de la cortina que le
servía como de hamaca estaba empapada en sangre, porque, al
atravesar con su cabeza el cristal, uno de los trozos se le había
clavado en el cuello. Su señora estaba muerta.

A la mañana, la noticia corrió por toda la ciudad y, antes del


medio día, don Álvaro, todavía enamorado, supo de la inicua muerte
de su antigua prometida. Sin pensarlos siquiera, salió en busca del
que siempre consideró su rival, dispuesto a vengar aquel vil
asesinato. Recorrió todas las casonas en las que sabía que se
organizaban partidas de juego; visitó, incansable, los garitos de la
ciudad vieja. Ya a la tarde, detrás del convento de San Francisco, en
una timba que, cerca del mercado, había montado un portugués,
encontró a D. Baltasar que, desconocedor del fin de su esposa, seguía
jugando a los naipes.

Con una terrible mirada de odio se limitó a desafiarlo.

- ¡Señor asesino de mujeres indefensas, si os queda algo de


hombría, salid a defender la vida que vengo a quitaros!

Salieron al campillejo donde estaba el rollo de los ajusticiados y, en él,


los compañeros de juego de la partida, uno de los cuales daba luz con
una antorcha, presenciaron el más violento duelo que pudieran haber
imaginado. El asesino quedó muerto junto a la columna del rollo, con
un brazo apoyado en el borde del pilón, que junto a ella se
encontraba, y sin saber que había matado a su esposa. D. Álvaro,
vengador de su amada, desapareció hacia la plaza del mercado.

Y dice la tradición que sobre aquella columna, se colocó una


cruz de hierro con rayos en sus ángulos, en memoria de la muerte de
aquel matrimonio; porque, una noche de tormenta, en medio de la
cruel inclemencia invernal, en aquel lugar, un hombre, arrodillado,
rezaba con fervor y recogimiento inusitados. A sus espaldas, apareció
una silueta embozada que le preguntó por qué o por quién rezaba en
aquellas circunstancias. El orante respondió que pedía a Dios por las
almas de un matrimonio: ella muerta por su esposo; el marido,
víctima de la venganza de un antiguo amor de la mujer, ajusticiado
en aquel mismo lugar en un terrible duelo.
Brilló un relámpago, estalló un trueno descomunal y aquella
silueta embozada desapareció mientras, con una voz catacumbal,
decía:

- ¡D. Álvaro, rezad tan sólo por el alma de Dª Catalina; que la mía,
sin remisión, está condenada a vagar por estos lugares por toda la
eternidad!

En efecto, aquel orante era el desgraciado enamorado quien –


siguen contando las gentes_, al día siguiente de aquel misterioso
encuentro, se confesó con su amigo el prior del inmediato convento
de San Francisco e ingresó en él como hermano lego y con la
obligación de aplicar sus rezos por aquellos dos muertos.

EL DESCENSO DE LA VIRGEN DE LA CAPILLA

- La tradición más importante que tiene Jaén es la del descenso


de la Virgen – explicaba yo lo mejor que podía, el once de junio
pasado , a una pareja de forasteros que, junto a mí presenciaba la
ofrenda de flores a la Patrona, en la plaza de San Ildefonso.

- ¿Y en qué se basan para creer que la Virgen se paseó por Jaén?


– me preguntó el hombre_

- Pues en que existe un documento, fechado en el día trece de


junio de 1430, tan sólo tres días escasos después de hecho, pues ello
ocurrió en la noche del diez al once, en el que varios testigos
declaran, bajo juramento, que ellos han presenciado tal
acontecimiento.

_ ¿Y se puede ver esa declaración? – interrogó con interés y


un deje de desconfianza la mujer.

- ¡Pues claro! – les respondí con aplomo, un poco molesto


por lo que interpreté como falta de delicadeza por su parte _. Existe el
documento original y varias copias literales autorizadas, alguna de
ellas fácilmente asequible a los visitantes.

- Lo malo será – objetaba la mujer _. Que el escrito estará


en un castellano muy antiguo y con una letra que, por lo menos
nosotros, no sabremos leer.

- Si les interesa – les ofrecí sin pensármelo – les puedo


acompañar a la Iglesia, para que vean el pergamino y, si ustedes lo
desean, me encargaré de enviarles una versión actualizada del
documento.
La pareja aceptó mis propuestas y, mientras visitábamos la
Iglesia y el Museo de la Virgen, quedamos en que, como aquella
misma tarde debían seguir viaje hacia la costa, unos días después, les
mandaría la versión prometida.

Me documenté, procuré no apartarme demasiado de la versión


original del siglo XV y les envié una carta en la que incluía las
declaraciones del documento. Ésta que sigue es una copia de la
versión enviada.

☥☥☥
En la muy noble ciudad de Jaén, martes, a trece días
del mes de junio del año de mil cuatrocientos treinta del nacimiento
de Nuestro Salvador Jesucristo, este día, el honrado y discreto varón
Juan Rodríguez de Villalpando, bachiller en Decretos, Provisor oficial
y Vicario general en lo espiritual y temporal en todo el obispado, por
el muy reverendo en Cristo, padre y señor D. Gonzalo de Astúñiga,
por la gracia de Dios y de la Santa Iglesia de Roma, obispo de Jaén, y
en presencia de nos, los notarios públicos y testigos yuso escritos.

El dicho provisor dijo que por cuanto en esta ciudad se


decía y era fama pública que el sábado anterior, día diez del dicho
mes y año, que algunas personas habían visto cerca de la Iglesia de
San Ildefonso, sita en el arrabal, cerca de esta ciudad, ciertas visiones
maravillosas de personas que habían aparecido en cierta forma y con
mucho resplandor de claridad, y por cuanto él quería saber qué
personas eran aquellas que habían visto la dicha visión y recibir
información de aquello que había aparecido y habían visto, porque la
verdad de ello manifiestamente pudiese parecer y no hubiese
mezclamiento de falsedad con ella, y por ende que nos requería y
rogaba que diésemos fe de lo que ante nosotros pasase; y para la
dicha información algunos testigos que delante de él fueron traídos y
presentados de su oficio, los cuales fueron Pedro, hijo de Juan
Sánchez, casero de la mujer de Rui Díaz de Torres, que Dios perdone,
morador en Jaén en la dicha colación de san Ildefonso, y Juan, hijo de
Usanda Gómez, morador en Jaén, en la colación de san Bartolomé, y
Juana Fernández, mujer de Aparicio Martínez, pastor, vecina de la
dicha colación de san Ildefonso, los cuales pusieron la mano en la
cruz y juraron en la mano del dicho provisor, por Dios y por Santa
María y por la señal de la cruz, que con sus manos tañeron
corporalmente, y a los santos evangelios doquiera que están, que
bien y fiel y verdaderamente dieran la verdad de todo lo que
supiesen en aquel caso sobre que allí eran traídos y presentados, y
que no la dejarían de decir por amor o desamor ni temor ni por otra
causa, no por aprovechar a uno ni dañar a otro, más que como fieles
cristianos dirán la verdad de todo lo que habían visto sin
mezclamiento de falsedad y juraron según y por la forma que el dicho
señor provisor les mandó y tomó el dicho juramento, respondiendo
ellos y cada uno de ellos: “si juro”, y después: “amén”, según la
costumbre.

El mencionado Pedro dijo: que el sábado anterior, así


como queriendo dar el reloj la hora de la media noche, estando él en
una cama durmiendo con otros, en casa de Alonso García, cerca de la
iglesia de san Ildefonso, que despertó y vio la puerta de la calle
abierta y que vio entrar a Juan, el hijo de Usanda, que dormía con él,
que éste entró recio, que cerró la puerta y que echó la tranca y luego
se dejó caer en un poyo, de manera que era claro que venía
espantado. Así echado, le dijo a este testigo:

- Pedro, levántate y verás cuanta gente.


- ¿Por dónde van? – preguntó Pedro.
- Ahí arriba van, de cara a san Ildefonso.

Luego este testigo se levantó en camisón y se entró a un corral, que


está en la dichas casas; por una pared jaba, trepó hasta otra más alta
desde donde podía muy bien mirar toda la calle y las espaldas de la
capilla de la iglesia. En asomándose por encima de la dicha pared, vio
ir por la calle de arriba, de cara a la iglesia, siete cruces que llevaban
siete hombres, una en pos de la otra, que se parecían a las cruces de
la ciudad, y los hambres iban vestidos todos de cosa blanca hasta los
pies. Junto a las cruces iban hasta veinte personas, igualmente
vestidas de blanco hasta los pies, a ambos lados, en procesión y
rezando. Al final de esta procesión iba una dueña que era más alta
que las otras personas, vestida de blanco y que llevaba una falda tan
grande como dos brazadas y media o tres, que iba sola. No le vio la
cara, pero le pareció que salía tanto resplandor de su cara de ella que
alumbraba más que el sol y que todos estaban en tanta claridad que
se veían las casas de entorno y tejas de los tejados y la dicha iglesia
y todas las cosas asé como si fuera medio día, y tanto resplandor era
que le quitó la vista de los ojos a este testigo tanto y más que si
mirara al sol de frente.

Esta dueña llevaba en los brazos una criatura pequeña, vestida


también de blanco, y que no vio que llevara otra cosa la dicha
criatura y que lo llevaba en la mano con el brazo derecho solo.

Detrás de la falda de la señora, venían hasta trescientas


personas, hombres y mujeres, las mujeres cerca de ella y los
hombres atrás, y todos vestidos de blanco, y todos juntos y no en
procesión. Más atrás venían hasta otros cien hombres armados, todos
en blanco, y que sonaban las armas unas con otras y que en esto
conoció que eran armados y que le pareció que traían las lanzas
sobre los hombros. Toda esta gente que caminaba detrás de la dueña
iban callados y despacio, paso a paso, de manera que cuando este
testigo se subió a la pared, la procesión no era llegada a la dicha
iglesia, a pesar de que la distancia entre la casa y la capilla de la
iglesia sería la de la echadura de una piedra puñal.
A las espaldas de parte de fuera de la dicha capilla, dijo que
viera aparejado un grande altar tan alto como una lanza que
relumbraba mucho y que estaba muy adornado y compuesto, con
paramentos en toda la pared, arriba blancos y abajo colorados.
También vio que cantaban en alta voz hasta veinte personas vestidas
de blanco, y que sus voces parecían flacas, como las suelen tener los
enfermos desque se levantan de la dolencia. No vio la cara de
ninguna de aquellas personas y tampoco vio en el altar ninguna
persona a manera de clérigo vestido ni aun otro que llegase al altar ni
fuese tan alto.

Llegando la gente al altozano, ante la capilla, la dueña se


asentó y le pareció que eran tantos que llenaban el mencionado
altozano. Cuando llegaron, la vista de este testigo ya no podía sufrir
la claridad tan grande y se echó de pechos sobre la pared y dejó de
mirar. Cuando los ojos le descansaron, volvió a mirar y vio a la dueña
asentada con ropa que resplandecía como de figura de plata y que
también estaba asentada toda la otra gente menos los que cantaban
que estaba de pie a los lados del altar. Cuando vio todo esto,
comenzó a descender de la pared, cosa que no hizo antes porque no
veía y, así, estuvo en lo alto cosa de media hora poco más o menos y
que, cuando subió, daba el reloj las doce y, en acabándolas de dar,
tañeron a maitines en la iglesia de santa María y en algunas de las
otras iglesias. También dijo que cuando venía la gente que oyó a
muchos perros que venían ladrando en pos de ellos.

Al preguntarle si, ante la visión, hubo espanto o placer o qué


sintió, declaró que, cuando vio la gente primera, sitió placer en su
corazón y que cuando vio la gente armada hubo espanto, y que aquel
placer que sintió que le pareció que era porque en aquel arrabal
tienen miedo de los moros cada noche, pero al ver la procesión y la
gente y las cruces se sintió bien, pues así como los de fuera estaban
seguros, también lo estarían los moradores del arrabal.

Se echó a dormir y, cuando fue el día claro, vino a ver si aquella


gente había dejado huellas o algún rastro, pero que no halló huella
ninguna.

Al preguntarle que si había hablado de aquello, respondió que


volviendo él del cementerio de buscar las huellas, antes de entrar en
la casa, encontró al mencionado Juan, quien contaba lo que había
visto a Miguel Fernández de Pegalajar y que él comentó que lo había
visto todo. También dijo que el dicho Juan tenía la cara amarilla
cuando se levantó y que él le dijo:
- ¿cómo estás así tan amarillo?
- Del miedo de anoche, _ le respondió Juan.

También lo comentó, tal y como lo había visto, el domingo, cuando se


o preguntaron, y añadió que el miércoles de antes, así como a media
noche, de que despertó de dormir, oyó una voz que le dijo. “No
duermas y verás mucho bien”. Y que el jueves, como al primer sueño,
despertó y oyó la semejante voz, y que el viernes no oyó cosa
ninguna y que el dicho día sábado vio lo que dejó dicho.

Juan, hijo de Usanda Gómez, declaró que el sábado, a lo


que le pareció que sería la media noche, vio una claridad como de
candela que llegaba hasta la casa en la que , con otros tres dormía, y
que creyó que era de día. Luego oyó ladridos de perros, que eran
siete perros cazadores que estaban fuera de la casa y otros muchos
perros chicos y grandes que sonaban como lejos de aquella casa.
Como pensó que era de día, de tanta claridad, se levantó desnudo,
abrió un poco la puerta de la casa y estuvo mirando por entre la
puerta y la pared. Vio venir cinco cruces, una tras otra, como suelen
venir en procesión; las traían cinco hombres mancebos barbirrapados
y eran así como las de Jaén todas blancas. A continuación de la
procesión de las cruces, iba una dueña vestida y cobijada con ropas
blancas a manera de mantillo y que le pareció, según el bulto que
llevaba, como que estaba en cama o en estrado o como en una silla
grande que parecía de plata, y que ella iba más alta que los otros
como medio codo, pero que no llevaba nadie a la dueña, que
caminaba por sus pies muy lentamente.

De esta dueña salía tanta claridad que resplandecía así


como el día resplandece cuando hace el sol claro y está en su virtud.
Se veía toda la calle. Llevaba una falda arrastrando que sería de
hasta tres brazadas y el brazo derecho portaba unan criatura
pequeña como de un año que le pareció bien hermoso y todo vestido
de blanco. En la cabeza llevaba una cosa como blanco.

A la dueña no llegaba persona a la altura de su falda, pero


detrás de ella, le pareció que venían clérigos, a una parte y a otra, a
manera de procesión, y conoció que eran clérigos, porque traían las
coronas abiertas e iban rezando, que no entendió palabra de lo que
decían. Tras los clérigos, venían cuantía de cien personas, armados y
vestidos todos en blanco que sonaban las armas y que llevaban como
lanzas. El testigo no esperó que pasasen todos, se metió enseguida y
cerró la puerta tras sí. Quiso llamar a su compañero Juan, el hijo del
molinero, pero no pudo y entonces llamó a Pedro y le dijo:
_ Verás, Pedro, qué cosa es ésta, que gente va por la calle
en blanco y una señora.

El dicho Pedro se levantó, se vistió su camisón y se fue al corral


y este testigo se vistió su ropa y se acostó sobre un poyo en el que
primero estuvo pensando en lo que había visto y, después, se durmió
y no vio cuando regresó Pedro a acostarse.

Preguntado si cuando vio aquella gente si tomó placer o si hubo


pavor, dijo que cuando vio las cruces pensó que andaban en
procesión, y después que vio aquella gente en blanco que vio que la
claridad no era tal claridad como de que no hubo pavor ni placer,
salvo que cuando luego salió al comienzo que aquella claridad como
que lo calentó, aunque no tanto como el sol.

Preguntado que cómo lo dijo después, contestó que, de


mañana, cuando se levantó, que lo dijo a la mujer y a los otros que
estaban el la casa y que el dicho Pedro estaba allí y que dijo que él
había visto eso mismo.

María Sánchez, la mujer de Pero Hernández, pastor. Declaró que


el sábado en la noche, estando en las casas de su morada, situadas
en la calle maestra que va a san Ildefonso, en el arrabal de esta
ciudad, así como a la hora de entre las once y las doce, que se
levantaba a dar agua a un niño su hijo que tenía doliente, y que vio
gran claridad dentro de las dichas casas, que parecía así como
resplandor de oro reluciente cuando le da el sol; que pensó que era
un relámpago, que hubo temor y que se puso de rodillas en el suelo.
Por un resquebrajo grande de las puertas de su casa, miró hacia la
calle y vio que pasaba una dueña con paños blancos y con flores
blancas más claras que los dichos paños y que le parecía que el
manto que llevaba la dicha dueña que iba forrado en cendales como
de colores de tornasol; y que llevaba un niño en los brazos y en el
brazo derecho y abrazado con el izquierdo, y que el dicho niño iba
envuelto en un paño de seda blanco. Que ella era como un codo más
alta que las otras personas y que el niño parecía como de cuatro
meses y bien criadillo.

A su mano derecha, iba un hombre que le parecía semejante a


la figura de san Ildefonso, según está figurado en el altar de su
iglesia, el cual llevaba una estola al cuello y un libro en la mano y que
llevaba la dicha estola según la ponen los clérigos para decir misa y
un manípulo en la mano, y el dicho libro abierto en las manos como
llevándolo para que ella lo viese, con una cobertura blanca.

A la otra parte de la dueña iba una mujer a manera de beata,


un poco atrás, que no hubo conocimiento de quién era. Del rostro de
la dueña salía todo el resplandor, hubo súbitamente pavor y que
sintió que era la Virgen Santa María, porque le vio a la señora una
diadema puesta en la cabeza, según está figurada en el altar de la
dicha iglesia y que hay en el templo. Igualmente, el mencionado san
Ildefonso, se parecía a la imagen de la iglesia, con otra diadema en la
cabeza y su corona grande abierta como de fraile.

Después de la dueña iba gente vestida toda de blancas


vestiduras y no vio cruces ni candelas, salvo el dicho resplandor y
que, después de ella pasada, la claridad siguió en la calle y en las
casas; pero que ella, como estaba sola, no osó asomarse para ver
más. Se entró dentro y dijo que con ella no había más que dos
criaturas una de ocho años y la otra de cuatro, además de la gente
que iba en procesión desde la iglesia de san Ildefonso hacia la ciudad.
Entrada en su casa, hubo gran consolación y oyó en seguida el reloj
que dio las doce horas y, acabando que tañeron a maitines. También
dijo que, a la sazón, oyó como un canto, pero que le pareció de este
mundo y que, al oírlo, hubo mucho agrado y consolación.

Juana Hernández, mujer de Aparicio Martínez, testigo recibido


también por el señor provisor, so cargo de juramento, dijo que, el
sábado anterior, estando en sus casas, situadas frente al cementerio
de la colación de san Ildefonso, así como después del primer sueño
antes que cantase el gallo, que se levantó y fue al corral porque tenía
dolor de tripas, por lo que se había levantado ya antes otras tres
veces. Estando así, vio un súbito resplandor grande cerca de las
espaldas de la capilla de la iglesia, y que imaginó que era un
relámpago y que discurrió que no lo sería porque era muy grande y
muy resplandeciente la claridad y, además, era continua. Así
pensando, entre las puertas, vio venir a una dueña que venía con otra
mucha gente de hacia las cantarerías, la calle arriba, hacia la dicha
capilla, y que parecía que traía la dicha dueña en los brazos ante sus
pechos un bulto que no pudo determinar qué cosa sería, y que le
pareció que de su faz de ella y de aquel bulto salía aquel resplandor,
y que venía por encima de un muladar que estaba cerca de la dicha
capilla a manera de procesión.

Detrás de ella venía otra gente vestida de ropas blancas y le


pareció que algunos de ellos traían en las manos palos enhiestos. Y
no pudo ver si lo que portaban eran cruces o cetros u otra cosa
porque el umbral de la puerta se lo impedía. La claridad no le pareció
ni de sol ni de luna ni de candelas, antes le pareció como un
resplandor que nunca había visto. Cuando vio todo esto, cayó
amortecida y comenzó a temblar toda. Como perdía la vista, se echó
turbada hacia la pared y las espaldas hacia la claridad y estuvo así un
poco, se levantó y apoyando las manos en la pared, se fue a su casa
y la claridad se quedó allí. Añadió que la dueña se paró ante la capilla
y que ella, después de quitar a una criatura que dormía junto a su
marido, se acostó, temblando, junto a él.

Preguntada si la gente venía en procesión o junta dijo que, con


el temor, no paró mientes, salvo que venía mucha gente vestida en
blanco y que más cercanos de la señora venían dos personas, sin
saber si eran hombres o mujeres, una a un lado y la otra al otro, que
le pareció que la dueña era más alta que los otros y que poco
después oyó tañer a maitines y que le pareció que todos caminaban
despacio en procesión.

De toda esta declaración y juramentos fueron testigos Pedro de


Plasencia y Alonso, hijo de Lope Pérez, escribanos, y Álvaro de
Soberado, vecinos y moradores de esta ciudad de Jaén, y así mismo
Gabriel Díaz, clérigo compañero en la iglesia de Jaén, que lo tomó el
dicho señor provisor para ver hacer la dicha información.
Y yo, Juan Rodríguez de Baena, escribano de nº señor el Rey y
su notario público en la su corte y en todos los sus Reinos, en uno con
el dicho señor provisor y por ante Álvaro de Villalpando y Fernando
Díaz de Jaén, notarios públicos, y por ante los dichos testigos, a todo
lo susodicho presente fui y soy además testigo y lo hice escribir, y
además hice aquí este mi signo, en testimonio de verdad. Juan
Rodríguez.

LA ESPADA DE ANTONIO ORDÓÑEZ

- He encontrado un comienzo de romance (o una soleá),


que no entiendo muy bien lo que quiere decir. Se refiere a un gran
soldado de Jaén, de hace muchos años, al que le quitaron una espada
famosa – comentaba conmigo, hace no mucho tiempo, uno de mis
alumnos más aventajados y más aficionado a leer e investigar sobre
las tradiciones y señas de identidad de nuestra ciudad _. Dicen así los
versillos:

La justicia se desvela,
Más por la espada que quita
Que por la vida que enmienda.

- Si no recuerdo mal – le dije _, se refieren a la espada de


Antonio Ordóñez. Era un caballero de gran valentía que, un día,
recuperó su espada, que la llevaba el hijo del Corregidor de la ciudad
y a quién le dio una buena lección; pero, ya se sabe, en vez de
reconocer que aquel gesto supuso un oportuno correctivo para un
insolente jovenzuelo, que hoy llamaríamos hijo de papá, el juez que
se encargó del caso, sin duda que presionado por el poderoso padre,
condenó a muerte al buen soldado que tuvo que huir de… Pero, ¿por
qué no consultas la Historio de la antigua y continuada nobleza de la
ciudad de Jaén, de Ximémez Patón, y redactas tú una versión de estos
hechos?

- Por mí encantado – aceptó _. ¿Me lo tendrá en cuenta en la


calificación de Lengua, no?

Unas semanas más tarde, mi alumno me presentó el texto que


incluyo a continuación.


Antonio Ordóñez fue un joven jaenés que, a los catorce años, se
alistó en la compañía del famoso capitán Hernando de Quesada, el
Mellado. Estaban en Cartagena y se preparaban para marchar a la
guerra en Italia. Era un mozalbete algo libre, muy desenvuelto y tal
vez demasiado atrevido, por todo lo cual hubo de salir de su patria
chica, cambiar de vida y buscar fortuna. De allí en adelante sólo daría
pesar a los enemigos de su religión y de su rey.

En sus campañas italianas, dejó bien patente su valentía en la


pelea y su gran capacidad para afrontar las peores situaciones. Su
capitán, admirado, decía de él que valía por diez hombres aguerridos.

Después de un tiempo, oyó decir que, en Flandes, las ocasiones


de ganar gloria y honores eran mayores y, con permiso de su capitán,
acompañado de otro paisano, se marchó allá. En los Países Bajos, se
portaron ambos de tal manera que, nada menos que D. Juan de
Austria, los eligió para que estuviesen cerca de él, como guardia
personal, y les llegó a dar pruebas de confianza y cierta familiaridad.

Un día, nuestro héroe quedó en un importante castillo junto al


General Maestre de Campo de D. Juan. Cerca de allí, pasaron fuerzas
enemigas, de entre las cuales se apartó y se dirigió a los muros del
castillo un envalentonado capitán, fanfarrón y vocinglero, que
comenzó a gritar a los de las murallas que él desafiaba a uno o hasta
a diez españoles.

Conocido el hecho por el Maestre, mandó que nadie hiciese


caso de aquel enemigo, puesto que, a poco que se pensara, aquello
tenía todas las trazas de ser una trampa.

Al comprobar que, durante tres días, nadie respondía a su


desafío, el flamenco – que sin duda también sería valiente _, crecido
en su arrogancia profirió contra los de fuerte mil injurias de baldón y
menosprecio.

Apenas pudiéndose contener, Ordóñez solicito permiso del


General para salir a escarmentar a aquel individuo que tan
tozudamente los ofendía. El Maestre, hombre prudente y mesurado,
no sólo no le dio permiso para tal salida, sino que, además, al verlo
tan fuera de sí, se lo prohibió bajo pena de muerte.

Quedó muy apesadumbrado y contrariado nuestro hombre. A la


tarde, en el patio de armas, vio que abrían el rastrillo y que bajaban el
puente para hacer unas observaciones en el foso y, sin pensárselo
dos veces, impulsado por su natural intrepidez, armado con su
alabarda, su espada y su daga (que esta arma era la que más fama le
había dado entre sus enemigos, por lo diestro que siempre se había
mostrado en su manejo), se plantó en punta frente al enemigo.
- ¡Defendeos, señor vocinglero! Tratad de defenderos o de
matarme, porque juro que no vengo a quitaros la vida sino a llevaros
ante mi General, con todas vuestras armas, para que os pongan una
mordaza en vuestra lengua, por haber blasfemado de la honra de
Dios y de la nación española – le dijo Ordóñez con un aceradísimo
tono de voz y con una dureza de expresión que hubieran hecho
temblar una torre.

Pelearon como valientes. Venció Ordóñez y, tal y como dijo,


después de maniatarlo, levantó en vilo a su derrotado enemigo y lo
llevó con todas sus armas y sin haber perdido ninguna de las propias,
hasta la presencia de su General. Al entrar en el patio de armas, gritó:

- ¡Señor General, una mordaza para este blasfemo fanfarrón!

El Maestre de D. Juan, en aquel instante, dominó su mal humor


y le dijo.

- Gentilhombre de señor D. Juan – que así era como lo


llamaban entre los suyos _, no os niego que este hecho ha sido tan
valeroso que la fama lo podrá celebrar por todo el mundo en estos
tiempos y en los siglos venideros, ponderándolo como es justo; yo de
mi parte os lo agradezco y, si fuera rey, os hiciera las mercedes tan a
manos llenas como jamás se hubieran visto. Por esto, os daré la mejor
prenda que tengo que es esta mi espada.

Y, quitándosela de la cinta se la entregó. A continuación, se


levantó y ordenó llevar al capitán enemigo a prisión. Cuando éste
desapareció por la angosta puerta de las mazmorras, dirigiéndose a
Antonio Ordóñez, prosiguió:

- A vos, por haber quebrantado mis órdenes, porque sé que


sois caballero, se os hará un cadalso donde moriréis cortándoos la
cabeza. ¡Daos preso!

Antonio Ordóñez entregó sus armas y se dejó prender


mansamente sin rogar favor de su más alto jefe, quien mandó que lo
confesaran y lo prepararan para morir dignamente.

Todos lo capitanes y hombres importantes que estaban en el


castillo intercedieron por él, pero nada consiguieron del estricto,
riguroso e inflexible General. Ante tan draconiano comportamiento,
los soldados de la guarnición se amotinaron y, vistas las
circunstancias de la guerra, así como estudiando el caso, consideró
necesaria su intervención el propio D. Juan de Austria, quien otorgó
un perdón general.

Otros hechos heroicos y osados se cuentan de este grande


hombre de Jaén, mas, para el caso que nos ocupa, pensamos que con
lo referido ya tenemos de él un suficiente conocimiento.
Años adelante, ya establecido en su ciudad, paseaba una noche
Antonio, con su espada al cinto, cerca del convento de Los Ángeles,
cuando, sin percatarse de que era hora de queda, fue sorprendido por
la justicia que rondaba.

- ¿Qué gente? – preguntaron.


- Un soldado honrado – respondió.

Los alguaciles no hicieron caso de su respuesta y quisieron


desarmarlo. Él, con toda humildad y pidiendo disculpas, les regó una
y cien veces que no le privaran de su espada. Les argumentó que
había sido un gran soldado de España, que no se hallaba bien sin ella,
que la estimaba en gran manera porque se la había dado como trofeo
un Gran Maestre de D. Juan de Austria… Incluso llegó a ofrecerles
como prenda de un posible juicio, al que aseguraba que acudiría, una
bolsa de ducados que llevaba en la faltriquera. Nada consiguió. Así
pues, al fin, en vista de que no podría defenderla sin pesadumbre y
sangre, dijo:

_ Tomen y lleven la, que yo iré al señor Corregidor quien, sin


duda, cuando le diga cómo y dónde la gané, mandará que me la
devuelvan, porque es la mejor espada que hay en la ciudad.

En mala hora dijo aquellas cosas de su espada, porque, ante


aquel encarecimiento de tan preciada prenda, un hijo del Corregidor
se sintió atraído por ella y la pidió a su padre antes de que Ordóñez
tuviera tiempo de presentar su reclamación. El padre, prepotente y
orgulloso como hombre poderoso en la ciudad, ni siquiera dudó un
instante y, con evidente abuso de su autoridad, la entregó a su
inmoderado hijo. De nada sirvió el memorial que entregó Antonio
Ordóñez aduciendo sus razones de tan gran soldado y suficiente
mérito; de nada sirvieron los buenos terceros que le echó al injusto
Corregidor. No se la quiso devolver.
Pasados unos días – cuenta la historia _, Ordóñez y el mozo se
encontraron casi en el mismo lugar en el que los alguaciles se la
habían quitado. Al ver al joven que lucía con presunción y sin mérito
su espada, acercose con semblante sereno y aspecto grave.

- Señor – dijo Ordóñez _, os ruego y suplico que me


devolváis mi espada. Vos sabéis que fue prenda de una valiente gesta
que realicé en Flandes y que me pertenece por razones de profesión y
de valor sentimental.
- Por venir de quien decís que os la dio, es por lo que de
ninguna manera os la pienso devolver. ¡Dejad ya de importunar con
vuestras cansinas solicitudes! Esta espada, tan buena y tan noble
como vos la describís, necesita para blandirla una mano fuerte y
joven como la mía y no una decrépita y cansada como la de un viejo –
respondió, desafiante y engreído, el insolente mozalbete _. Id con
Dios en buena hora.
Ordóñez sintió que el fuego de su juventud le subía a la
garganta y no pudo soportar la actitud, ni mucho menos las palabras,
de aquel desvergonzado e imprudente muchacho. No llevaba espada,
puesto que, desde que se la arrebataron, había prometido no ceñirse
otra, si no la recuperaba; a pesar de ello, cerró contra el hijo del
Corregidor echando mano de una daga que siempre llevaba y con la
que, según sabemos, era muy diestro. El joven quiso defenderse del
ataque, bregaron con violencia y, después de dejar a su oponente
herido en la cabeza, Antonio Ordóñez recuperó su espada y salió del
lugar diciendo:

- ¡Pues sepa vuestra merced que ésta es mía y que la mano


que tanto la esgrimió sigue siendo digna de ella!

Tras aquel suceso, escarmentado por su experiencia y prudente


por sus años, nuestro hombre se marchó de la ciudad. El Corregidor,
tal y como dicen los versillos, en lugar de reconocer su error y aceptar
la lección que le habían dado a su hijo, solicitó justicia y le fue
enviado un juez del Consejo Real, quien, al no encontrar ni poder
interrogar al denunciado, lo condenó en ausencia a ser degollado y a
que se empeñara su mayorazgo.

Antes de un año de conocerse aquella sentencia, Antonio


Ordóñez se presentó en la Real Chancillería de Granada aportando en
su defensa no sólo el hecho de su voluntaria entrega, sino también la
memoria de los hechos según su versión, la relación de sus servicios
y, especialmente, la hazaña por la que el General le regaló su espada.
En este tribunal, lo dieron por libre y lo declararon como un muy
honrado soldado que había tenido justas causas para enfrentarse con
el hijo del Corregidor y con el padre, quienes era evidente que no se
habían dejado convencer por sus razones, por su humildad, su buen
término ni por sus muchos y razonables intercesores.

Lo que no nos cuenta la historia es si aquel injusto Corregidor


de Jaén siguió ejerciendo en la ciudad: aunque, tal y como funcionaba
por entonces la Justicia de su Majestad, no dudamos de que nada le
pasara ni de que, incluso, su insolente hijo heredara el cargo años
después.

¡Cuánta razón tenían aquellos versos!

¿FRENTE AL MORO?
Sentado en el autobús que me acercaba a la plaza de Santa
María, hace unos días, no pude evitar el escuchar lo que dos
personas, que iban detrás de mí, comentaban.

_ Oye, ¿por qué os llaman a vosotros los “Hinchaos? –


preguntaba una voz.

- ¡Vaya! – exclamó otra voz – Pues no te puedo responder


con seguridad; porque eso ya se lo decían a mi bisabuelo. Pero algo
su te puedo comentar. Hace ya algunos años, alguien me habló de
que, en un trabajito sobre motes de Jaén, se comentaba el de mi
familia. Venían allí dos versiones, una recogía el que a la primera
persona a la que se lo pusieron engordó mucho en muy poco tiempo y
por eso… La otra era más novelera, hablaba de que una vez apareció,
junto a la antigua vía del tren, entre Torredelcampo y Jaén, un
cadáver, con buenas ropas y signos de haberse caído de uno de los
vagones. Nadie lo reclamó, no lo identificó ni nunca se supo más de lo
que te he dicho. Pero, por entonces, mi bisabuelo comenzó a disponer
de mucho dinero sin que se supiera de dónde lo sacaba. La malicia
popular dijo que se había hinchado de dinero de pronto, coincidiendo
con la trágica muerte de aquel desconocido…

☪☪☪☪☪

Lo que no sabían estos interlocutores era que, allí delante, iba


sentado alguien que, a través de una fantástica pista casual, llegó a
enlazar la hinchazón del apodo de una de las varias familias que por
tal se conocen por estos pagos, con una famosa leyenda local. Se lo
cuento a ustedes.

Corrían los años llamados del hambre, que en nuestra tierra,


desgraciadamente, han sido períodos demasiado frecuentemente
repetidos; tiempo en que las gentes humildes, que son la inmensa
mayoría, para poder comer, tenían que malvender su trabajo,
rebuscar por el campo algo que se pudiera masticar y tragar,
beneficiarse de algún animalejo despistado de cualquier corral o
recoger algunos frutos y hortalizas casualmente desamparados de
sus celosos dueños.

Felipe era uno de aquellos que, con un viejo tranchete en el


bolsillo y un mohoso escardillo, de los de pico, trabado en la tomiza
que le sujetaba los calzones, se echó al cerro de Santa Catalina para
rebuscar cardillos silvestres, espárragos de entre las rocas, vinagricos
o lo que fuera, para pasar el día. Por el cerro arriba, con los ojos casi
arrastrando y escrutando los intersticios de las piedras, sólo veía
malolientes candilicos de bruja y otras yerbezuelas que sabía que ni
cociéndolas se podían deglutir.
Desolado, y después de mucho zigzaguear por la abrupta
ladera, llegó hasta la explanadilla que antiguamente existía entre el
viejo castillo moro y el cristiano, donde las ruinas de lo que unos
decían que era cementerio y otros caballerizas del tiempo de los
franceses amontonaban sus escombros. Se sentó junto a un arco que
comunicaba la cara norte, desde la que se divisaba la línea azulada
de la sierra Morena al fondo del paisaje, con la cara sur, la que se
asoma al monte Hacho, al de la Mella y deja ver, más a lo lejos, los
macizos de Jabalcuz y de la Pandera.

Pensaba en su hambre, en la de su mujer, que estaba criando al


más chiquitín y que, por cuatro duros, se tiraba los días en casa de la
Señora, como ella decía, haciendo de todo. Pensó en los otros cinco
chiquillos que, mientras estaban en la escuela de Los Curas, haciendo
palotes y curvas o leyendo cuentos o haciendo cuentas o recitando la
letanía del Rosario, no sentirían los retortijones y escarabajeos de las
tripas vacías. Si él tuviera dinero… Si encontrara…

Recordó la historia aquella que tantas veces le habían contado y


que se basaba en una frase que comenzó a darle vueltas por la
cabeza como si quisiera salírsele por algún lado y rebotara por dentro,
en los huesos del cráneo: “Frente al moro, está el tesoro…”; “frente al
moro…”; “frente al moro…”. Otros no lo contaban así, decían: “Frente
al toro, está el tesoro…” Una y otra vez, relevándose el toro y el moro
de las frases, a nuestro hombre le salían esas palabras hasta en voz
alta. Era como cuando te levantas una mañana con una cancioncilla y
ya todo el día la estás tarareando o silbando sin parar…”Frente al
moro, está el tesoro…”

“Y, ¿por qué no va a estar por aquí, donde sea, ese tesoro?,
pensó nuestro hombre. Se levantó y se puso a mirar por los derruidos
restos del viejo castillo moro, el del foso, el que estaba en la zona
menos alejada de Caño Quebrado. Removía piedras, observaba las
paredes y los techos. Salió a los alrededores y volvió a entrar una y
otra vez. Con las herramientas que llevaba, sacó de los muros
algunos pequeños sillares. ¡Nada! Y no podía quitarse de encima la
repiqueteante frasecita: “Frente al moro…” Se sentía agotado. Apenas
tenía fuerzas para seguir arrastrando los pies entre los escombros.
Entró en lo que llamaban la habitación de guardia, inmediata al casi
cegado foso. Miró una vez más por todos lados y se vino abajo. Sólo
había piedras sueltas y ruina. Apoyado en el murete norte, quieto y
deshecho, no aguantó más y se le saltaron las lágrimas. Al notarlas,
se dejó vencer y se le doblaron las rodillas. Quedó sentado, con la
espalda apoyada contra el muro y con la cara entre las manos
mientras, roto en un sollozo, intentaba limpiarse las desesperadas
lágrimas. Se serenó un poco. Levantó la cara y observó que, frente a
él, algo más arriba, se abría una especie de saetera vertical,
angostísima, por la que veía las Peñas de Castro, sólo su parte más
alta, la que conocían todos como Silla del Moro, porque levantaba sus
dos pétreas cimas como los brazos de una jamuga o como los cuernos
de un monte… “¡Silla del moro! ¡Cuernos de…! ¡El toro o el moro!” –
le dio por pensar a Felipe con una alegría sobresaltada -. Aquello le
cambió el ánimo. Se puso de pie, se acercó a la buhedera. No tenía el
alféizar en chaflán como los de las troneras, era igual de estrecha por
el interior que por el exterior. En aquel momento, el sol, que llegaba
la medio día, se coló por la rendija y lo dejó cegado por unos
instantes. Apartó la cara y se volvió hacia dentro. Recobró la visión al
momento y observó que una raya de luz atravesaba la estancia
pintando de blanco brillante las motas de polvo que danzaban en el
aire, y se apoyaba en el suelo hasta cerca de la pared donde había
estado sentado poco antes. Entonces pensó: “Mira que si esa raya del
sol marcara…” Y, como un proceso febril, comenzó a retirar las
piedras y el escombro y arrojarlo hacia los rincones más apartados.
Limpió un espacio suficiente en el lugar donde la raya de luz se había
apoyado tan sólo unos pocos segundos, quizás ni un minuto. Con el
viejo escardillo y con unas inexplicables energías, siguió levantando el
empedrado, la tierra, una especie de zahorra que había debajo.
Estaba como loco, obsesionado por hacer aquel agujero, aquella
pequeña zanja. A poco más de dos cuartas de hondura, hacia la
pared, le pareció que la punta del escardillo se enganchaba en un
hierro. ¡Así fue! Aumentó la velocidad de sus movimientos y, fuera de
sí, descubrió una arquetilla reforzada con pletinas y clavos de hierro.
La sacó, la colocó sobre sus piernas, se echó a llorar y no se atrevió a
abrirla.

De esa manera, sentado contra la pared, con la arquetilla en su


regazo, mojada por las lágrimas de sus sollozos, que sólo se cortaban
por algunos suspiros, permaneció semiinconsciente y agotado.
Cuando recobró el ánimo y la plena consciencia, ya el sol se había
marchado del horizonte y las tintas del atardecer amorataban las
rocas del cerro de Santa Catalina, por donde nuestro hombre, con un
pequeño bulto envuelto con la chaquetilla, descendió temblando de
emoción y de miedo a que alguien le saliera al paso y le robara lo que
él estaba seguro de que era un tesoro, aunque aún no se había
atrevido a abrirlo.

Ya anochecido, entró en su casa y, bien cerrada la puerta, hizo


un agujero en el suelo de la habitación que utilizaban como
dormitorio. Cuando le pareció suficiente, pidió silencio a su asustada
mujer, que no se explicaba la cara de su marido, los ojos de loco ni
aquel romper el suelo de tierra apelmazada que tanto les costaba
mantener sin polvo, y, con una palanqueta, rompió el cierre de la
vetusta arquetilla. No se había equivocado. Ante ellos aparecieron
unas barritas de brillante metal dorado.

Al día siguiente, después de pasar la noche en vela y de acordar


con su mujer que no le dirían nada ni siquiera a sus hijos, Felipe bajó,
con una de las barras, a la joyería de la plaza del Mercado, donde
contó que, al arrancar unos hinojos en la Llana, de entre las raíces,
salió aquella barrilla que parecía de oro. Con el dinero que le dieron
por ella, comenzó su cambio de vida y el de toda su familia que, hasta
hoy, no sólo no ha vuelto a pasar hambre, sino que sigue siendo de
las más acaudaladas de la ciudad.

✠✠✠✠✠
EL LAGARTO DE LA MALENA

Cuando mi nieta Andrea tenga edad de comprender una


narración, la primera que le contaré será, sin duda, la primera que me
contaron a mí. Fue en la más antigua feria de octubre que recuerdo.

Desfilaban, el primer día de los festejos, detrás de la banda


municipal de música, un par de gigantes de cartón, vestidos de rey y
reina, Blancanieves y sus siete enanos cabezones, y otra variada
caterva de cabezudos, entre los que recuerdo un grupo de niños de la
escuela. Detrás de estos cabezotas, sobre un camioncillo, que por
aquellos años nos parecía muy grande, un enorme y verdoso lagarto
abría y cerraba su descomunal bocaza. A su alrededor, todo el mundo
decía: “¡El lagarto! ¡El lagarto de la Malena!”

Pregunté a mi madre y ella me contó la siguiente historia:

☧☧☧☧

Hace muchos, muchísimos años, en la misteriosa cueva de la


que nacía el agua de la Magdalena, que todavía hoy sigue manando,
tenía su refugio una fiera que parecía un grande y monstruoso
lagarto, de fauces enormes e insaciables.

Las pobres gentes de Jaén, sobre todo las de los parajes


próximos a aquella cueva del agua, padecían continuamente los
estragos que la fiera ocasionaba. Cuando ésta sentía hambre, cosa
que era casi continua, salía de su antro y no cejaba hasta devorar
algún animal de los más grandes o varios de los más pequeños que
encontrara. El ganado menguaba alarmantemente y si el monstruo,
por mala fortuna, se encontraba en su camino a alguna persona,
hombre o mujer o niño, se lanzaba sobre ella, la descoyuntaba entre
sus horribles y potentísimas mandíbulas y se la tragaba en un
instante. Sólo con el vientre repleto, satisfecho y atiborrado de carne,
ya fuera animal ya fuera humana, aquella salvaje bestia de las
profundidades regresaba a su cubil y dejaba en paz el entorno hasta
que digería la carga de su enorme estómago.
Únicamente cuando se extendía la noticia de que la fiera había
logrado devorar una nueva presa, los aterrorizados habitantes se
atrevían a salir de sus casas y refugios para realizar sus labores o
sacar a pastar a sus animales.

El temor era tan inmenso que nadie se atrevía ya a enfrentarse


a aquella monstruosa fiera porque, cada vez que alguien lo había
intentado, el monstruo había devorado al osado.

Las pérdidas eran muy considerables entre los hatos de ganado


– cabras y ovejas – que pastaban por los feraces parajes verdes de los
alrededores y cuyos pastores no se percataban del tiempo
transcurrido desde la última fechoría. El lagarto salía de improviso,
sorprendía al pastor y a sus reses, se abalanzaba sobre la más
próxima, a la que retenía con su bocaza y, con su ágil y fortísima cola,
golpeaba alguna otra a la que después devoraba también.

Así estaban las cosas hasta que, un día, un joven pastor, cuyo
viejo padre, por sus achaques y torpeza, ya no salía con el ganado, y
al que la fiera había sorprendido una fría mañana de invierno y le
había devorado varios corderuelos, se propuso enfrentarse y matar al
insaciable y cruel enemigo. Habló en su casa de lo que iba a hacer. Su
padre se opuso; su madre se abrazó a él desconsolada y diciéndole
que nadie había podido antes ponerse delante de aquella bestia y
seguir vivo, que era el único hijo que tenían, que qué sería de ellos,
tan viejos, si él desaparecía, y muchas otras razones. Todas fueron en
vano. El muchacho estaba decidido y había preparado, con gran
astucia, una trampa en la que esperaba que el monstruo cayera. Al
final, dejando a su madre desesperada de dolor y de miedo y al padre
con una paralizante duda sobre el éxito de la aventura, nuestro joven
héroe se dirigió a las proximidades de la cueva del agua. Hacía varios
días que el monstruo no había salido, de modo que su voracidad lo
tendría a punto de aparecer.

El pastor había sacrificado una oveja, le había sacado las tripas


y, en su lugar, había puesto yesca y pólvora con una mecha; había
vuelto a coser el vientre y, con ella a cuestas, a una distancia
prudencial, aguardaba pacientemente y no sin cierto miedo, a que el
lagarto asomara.

Cuando así lo hizo, nada más aparecer la enorme cabeza por el


agujero del algar, nuestro joven dio voces, mostró su oveja en alto y
caminó rápidamente hacia las casas. La fiera que lo vio de inmediato,
se dirigió pesadamente hacia él, tal vez confiada en que su pitanza
estaba segura y no tendría escape. Aumentó la velocidad al ver que
el muchacho se alejaba y, poco a poco, se le fue acercando. Todas las
puertas y ventanas de las calles por las que pasaban estaban
cerradas y aseguradas con retrancas. Nadie se atrevía siquiera a
mirar por alguna rendija. Lo que esperaban y temían era el golpetazo
de las quijadas al cerrase en torno a la víctima y el pesado arrastrarse
del lagarto de regreso hasta su cueva.

Cuando el pastorcillo observó que la bocaza se abría


peligrosamente tras él, aprovechó la ocasión y, tras encender la
mecha, le lanzó dentro la oveja muerta. El monstruo cerró
brutalmente sus mandíbulas y se tragó el cebo en un santiamén; el
tiempo justo que aprovechó el pastor para alejarse nuevamente un
trecho y, vuelto hacia la fiera, llamar otra vez su atención. Como la
oveja le parecería poca cosa para su comida y allí, a poca distancia,
estaba el muchacho, el lagarto continuó su persecución, aunque no
iba ya tan rápido como al principio.

Así llegaron junto a la iglesia de San Ildefonso, que por entonces


tenía una verja alrededor y, en aquel lugar, con una horrible
explosión, reventó el lagarto de la Magdalena, entre la alegría del
pastorcillo y de los vecinos que, tímidamente al principio y en oleadas
después, tras oír el enorme ruido y las risas y gritos del héroe
salvador, fueron apareciendo por el lugar.

Trozos de la durísima piel de aquel monstruo quedaron


adheridos a los hierros de la verja y los vecinos recogieron pedacicos
de ella que, durante muchos años, guardaron las familias de Jaén
como recuerdo del reventón de aquella fiera y de la hazaña de aquel
valiente y astuto pastor que los libró de sus fechorías.

✬✬✬✬

LA MANTILLA COLORADA

En un domingo de Pascua, después de haber oído la misa del


alba en la iglesia del arrabal de San Ildefonso, como era costumbre
muy extendida, un grupo de jóvenes se dirigía, por el camino de La
Guardia, hacia los prados del Guadalbullón más próximos a la ciudad.
La fiesta de la Resurrección, en un día luminoso de primavera, les
brindaba la ocasión de gozar de alegres encuentros y diversiones
junto al río, tal y como la mayor parte de los excursionistas
recordaban que sus padres les habían relatado que hacían en sus
tiempos. Componían el grupo una docena de muchachas ataviadas
con sus mejores galas entre las que, desde lejos, resaltaban sus
blancas tocas que, como palomas juguetonas, se arremolinaban y se
dispersaban alegres, mientras descendían bordeando el arroyo de
Valparaíso. Arriba, a su izquierda, parecía complacerse en el
espectáculo que ofrecían, el amarillento cerro del Mercadillo, del que
habían comenzado a sacar piedra para construir una nueva iglesia de
Santa María en lo que hasta entonces había sido antigua mezquita
mayor, consagrada para los cristianos en tiempos del rey Fernando.

A aquellas jóvenes, las acompañaba un número de fornidos


mozos, vestidos a la morisca y armados con sus espadas y dagas, que
los tiempos no aconsejaban otra cosa. Todos cantaban y retozaban
incansablemente mientras descendían por el valle. Si se los
observaba con detenimiento, se podía comprobar cómo alguna que
otra pareja se retrasaba o apartaba del grupo, para, durante unos
instantes, mantener un fugaz escarceo en el que una breve caricia o
una volandera confesión de amor eran suficientes para hacerles
regresar, felices, al grupo.

La lozanía juvenil, el donaire de su mocedad, la vitalidad de


aquella doble primavera, la que ellos derrochaban y la que la
naturaleza exhibía con el agua cristalina del arroyo, con las flores de
los ribazos y la trama de las olivas, y con el alboroto de los pajarillos
que ya amanecían ruidosos entre las enramadas de las alamedas, de
los manzanos y melocotoneros, de las nogueras y de las numerosas
moreras que poblaban aquellos huertos y sombreaban el camino,
llenaban de vida y de alegría los pagos que iban recorriendo.

Todos caminaban tranquilos, confiados en que ninguna


malandanza les sobrevendría. Desde hacía más de tres años, los
moros granadinos respetaban las paces firmadas y pagaban
puntualmente sus tributos a los castellanos. Incluso no hacía ni dos
meses que, pasadas unas copiosas nieves de mediados de febrero, en
los tajos de la Cerradura, se habían encontrado amistosamente e,
incluso, se habían intercambiado recios presentes como prendas de
amistad y alianza, sendas embajadas del Señor de Cambil, en nombre
del rey granadino, y del Obispo de Jaén, que actuaba como
Adelantado del castellano.

Después de más de una hora de camino, nuestro grupo se


detuvo junto al río. Habían llegado al prado donde iban a celebrar la
comida de pascua, un cordero asado que, el día anterior, tres de los
muchachos habían matado, despellejado y dejado al oreo en la
cabaña de la huerta que, con otro hermano, uno de ellos, Alfonso
Ordóñez, explotaba.

Buena parte de la mañana la emplearon en agradables charlas,


en juegos y risas y en contar y escuchar cuentos y viejas consejas.
Juan del Arco, de aficiones y cualidades histriónicas, recitó con
maestría algunos romances de frontera que corrían de boca en boca y
que contaban y no acababan, hazañas de héroes y caballeros moros y
cristianos, casi contemporáneos suyos, quienes asombraban a las
muchachas y picaban con un puntillo de envidia a los mozos. Rosario
López, que cantaba como un ángel, emocionó con zéjel a sus
compañeros y, a continuación, los hizo cantar a coro. Manuel de Santa
Ana y Beltrán de los Escuderos los asombraron con sus habilidades
atléticas… Rayando el medio día, García de Campos, virtuoso de la
cocina y bravo mozo del Obispo, interrumpió las diversiones y
desatribuyó las tareas de preparación del almuerzo y acopio de frutas
y demás.

Todos, hombres y mujeres, se dispusieron para el trabajo. Ellos


se despojaron de sus armas y ellas dejaron sus coloreados mantones,
recogieron el pico de sus mandiles de fiesta y, arremangadas,
acarrearon, picaron, aderezaron, lavaron…, en buena armonía y
compaña. Mientras preparaban la comida, cantaban romancillos y
otras canciones, algunas picantuelas, que hacían reír a los
muchachos. Amontonaron leña, llenaron de agua la tinaja de la
cabaña, extendieron un amplio lienzo a modo de alfombra y, entre
unos chopos, colgaron una toldilla para completar la agradable
umbría que proporcionaba un inmenso nogal.

Aquella misma mañana, Al–Aniq, un joven noble, había recibido


de su padre, a la sazón alcaide del castillo de Cambil, como regalos
de cumpleaños, un caballo alazán, de pura sangre y doma impecable,
y una espada toledana conseguida por su abuelo en una famosa
razia. Con este motivo, un grupo de amigos, todos jóvenes como él,
se había reunido a su alrededor y celebraban alborozados, jinetes de
briosos caballos, carreras en los prados cercanos, corrían sortijas en la
explanada entre los dos castillos y, entre juegos y bromas,
sintiéndose poderosos, decidieron salir hacia la frontera.

En un principio, ninguno de aquellos jóvenes jinetes llevaba el


propósito de enfrentarse a los cristianos ni de arrasar parte alguna de
sus tierras. Eran un grupo reducido y, además, estaban en paz y
pagaban, aunque esto no les gustaba, tributos anuales. Recorrieron,
río abajo, la ribera del Guadalbullón, al paso, al trote o al galope,
según el terreno les permitió. Para que no los vieran desde la Guardia,
cruzaron el río y, al resguardo de las lomas sobre las que se levanta el
casal, desfilaron en silencio.

El cauce del río se iba abriendo ante ellos y la fértil vega era
cada vez más anchurosa. Para no dejarse ver, continuaron sin
descender hasta la zona más llana de las huertas, en dirección al
oeste. Al – Aniq, que habría la marcha, se detuvo y los demás se
agruparon a su alrededor. Les pidió silencio y todos callaron y
sujetaron o acariciaron a sus caballerías.

- ¡Escuchad! Me parece que se oyen voces por aquí cerca – les


dijo.
- ¡Cierto! – aseguró con poco más que un susurro uno de sus
compañeros _. Suenan voces allí delante, hacia el río y, por Alá, que
algunas son femeninas.

Decidieron avanzar y observar lo que ocurría. No se explicaban


la presencia de mujeres en aquellos pagos, pues conocían que en un
día como aquel los cristianos no trabajaban. Desde un cerrete, ocultos
por unos quejigos, entrevieron allá abajo, en un pradillo, junto a una
huerta en la que se levantaba una cabaña, a un grupo de hombres y
mujeres que se afanaban y cantaban, entre risas y juegos, en lo que
parecía una fiesta.

Se miraron unos a otros, indecisos. Selim, uno de los


menores, propuso bajar hasta los cristianos, ahuyentar a los hombres
y raptar a las mujeres, ninguno contestó en un principio. Al – Aniq,
que había asumido el papel de jefe de la partida, no hizo ni un solo
gesto.

_ Son doce hombres – dijo por fin _, y doce mujeres. Nosotros


somos diez y tenemos a nuestro favor la sorpresa. Además, no veo
que vayan armados.

A los demás les brillaron los ojos. Sin más palabras, comenzaron a
bajar procurando no dejarse ver. Para aproximarse más, cruzaron el
río y avanzaron por detrás de unos macizos de cañaverales. No les
separaban ni cincuenta metros de sus presas, cuando Al – Aniq, con
su nueva espada en la mano, hizo un gesto inconfundible de cargar
contra los descuidados cristianos.

A la orilla del agua, con un caldero, Martín Hernández


recogía agua. Oyó que las cañas crujían. Levantó la cara y, entre las
hojas vio a un grupo de jinetes que se acercaban a ellos.

_ ¡Alarma! ¡Alarma! – gritó con todas sus fuerzas, mientras se


aprestaba a defenderse con el mismo caldero _ ¡Nos atacan!

El primer caballo capoteó en el agua y cruzó hacia Martín. Su


jinete condujo al animal hasta echárselo encima. En el momento en
que el muchacho extendía sus brazos como para protegerse del
empellón, el hábil caballero tiró de la brida hacia su izquierda y,
descubierto el enemigo, le descargó un tajo en el costado. Martín
cayó al suelo y, desde el grupo, una de las jóvenes dio un grito
desgarrador.

Ya los moros habían cruzado el río y galoparon hacia los


muchachos quienes, ante el primer grito de Martín, instintivamente se
dirigieron hacia el murete de la cabaña donde habían apoyado sus
espadas. Las mujeres, tras ellos, se quedaron con las dagas y María
de la Capilla, después de ver el tajo que había derribado a su Martín,
tomó la espada que quedaba sin dueño como si fuera un mandoble y,
con los ojos fuera de sus órbitas, se colocó a la altura de sus
compañeros. El más próximo intentó decirle que se quedara detrás,
junto a las demás; pero, al contrario, Capilla, loca de dolor por lo que
había visto, avanzó corriendo hacia el primero de los jinetes que ya se
les echaba encima.
Era Al_ Aniq. El joven moro, al ver que una mujer se dirigía a su
encuentro, dudó unos instantes, pues ni por asomo se le había
ocurrido que tendría que descargar su espada contra una de aquellas.
Eso le costó la vida. Quedó con el brazo en alto mientras Capilla se
abalanzaba contra él y su caballo, por el lado del brazo izquierdo, con
el que sujetaba la brida. Le atravesó el pecho y no pudo evitar que la
sangre del herido de muerte le saltara sobre la cabeza. A causa del
encontronazo, perdió la espada y salió despedida, rodando por la
hierba. El noble moro, con el pecho atravesado, se dobló sobre el
arzón de su caballo, que siguió galopando libremente. Dos de sus
compañeros salieron tras él, para ayudarle. Los demás fueron
recibidos por los enardecidos mozos. Chocaron las armas, superaron
la línea y, sin darse cuenta, se encontraron frente a otra, ésta de
mujeres, que se les enfrentaba empuñando las dagas. Volvieron las
grupas para encontrarse de nuevo con los hombres y, como en medio
de un enjambre de ardorosos combatientes, se encontraron envueltos
por un bosque de brazos de hombres y mujeres que les lanzaba
cuchilladas sin darles cuartel. Sorprendidos por aquel ardor y por la
diferente proporción de combatientes respecto de lo que ellos habían
calculado, dando golpes y haciendo caracolear a sus cabalgaduras,
procuraron salir de lo que, para ellos, se había convertido en una
imprevista encerrona. Los dos jinetes que fueron tras el caballo del
herido, regresaban por el lado del río y gritaron a sus compañeros que
Al – Aniq estaba muerto. Al oírlo llevaron a sus caballos hacia ellos y
dejaron atrás la pelea y a los fieros combatientes que, a pie, tan
gallardamente se habían defendido.

Selim, al contemplar a su amigo muerto sobre el caballo, no


pudo contener sus lágrimas y, empujando por su dolor, y casi cegado,
galopó de nuevo hacia los cristianos. Antes de que pudiera golpear a
ninguno de los enemigos, recibió, por cada lado, sendos golpes que lo
armaron y le hirieron una pierna, cortando al mismo tiempo la correa
de un estribo y haciéndolo caer. Dos muchachas, de inmediato, le
clavaron las dagas que empuñaban.

Ante aquella inusitada fiereza, los jóvenes moros, doloridos por


la muerte de sus dos amigos y heridos ellos mismos por las
cuchilladas recibidas, abandonaron el campo y se llevaron el cadáver
de Al – Aniq.

Cuando se cercioraron de que los moros habían desaparecido y


no volverían, cada pareja se abrazó y palpó una y otra vez,
preguntándose unos a otras si estaban malheridos. Tenían los mozos,
menos dos de ellos, diversas cuchilladas en brazos y hombros.
Beltrán, además, sangraba por la cabeza, donde una brecha se le
abría desde encima de la oreja hasta casi la nuca. Pensaron en Martín
y en Capilla. Ellos corrieron hacia el muchacho, que inmóvil yacía a la
orilla del río. No lejos de él encontraron la ensangrentada espada
toledana de Al_ Aniq, con la que éste le había abierto el costado de un
tajo.
Cuando las jóvenes se acercaron a Capilla, pensando que
estaría malherida o muerta, comprobaron con alegría que intentaba
incorporarse. Tenía la cara roja de sangre y la toca empapada y del
mismo color. Era la del moro que ella había atravesado con la espada
de Martín.

Serenados los ánimos de lucha, llegaron al estado de


desesperado dolor por la muerte del amigo. Con el agua lavaron
manos y caras y, después de colocar el cadáver del compañero sobre
la mula que habían dejado en la huerta el día anterior, desolados,
regresaron a Jaén.

Por el triste camino de vuelta, los pajarillos guardaron silencio


entre las ramas de los árboles que, a la caída del sol, parecían
obscurecer sus hojas en señal de luto. Las flores de la mañana se
habían cerrado y el agua por el arroyo, había perdido su brillo y
parecía, en vez de cantar, querer ocultarse entre las ovas y las
piedras de su lecho.

Aquellas tocas que, a la mañana, se dispersaban y


arremolinaban como blancas palomas, ahora, durante el triste
regreso, semejaban, al viejo monte que las miraba, una hilera de rojas
banderas anunciadoras del arrojo, la valentía, el coraje y el temple de
aquellas heroicas mujeres.

Fruto de esta hazaña, un famoso poeta de Jaén, dejó escrito un


romance que termina diciendo:

En memoria del suceso,


Quizás cuento o fantasía,
Y en honra de aquellas tocas
Con la sangre enrojecidas,
Llevan en Jaén, las hembras,
Coloradas las mantillas.

✄✄✄✄✄✄

EL PEÑÓN DE URIBE

Antonio López era un humilde jornalero que vivía hace ya


muchos años, cerca de dos siglos, en una habitación alquilada, con
derecho a cocina, en una calleja de cerca del Arrabalejo. A través de
una puertecilla, esta habitación daba a un patio común, rodeado de
columnas que apenas se veían, porque, entre ellas, habían levantado
delgados tabiques para conseguir varias estancias a partir de lo que
seguramente fue un claustro o una amplia galería de la ya viejísima
casa de palacio.

En aquel espacio, habitaban como podían él y su familia. Tenían


cuatro hijos, tres niñas y un pequeñajo que no gozaba de muy buena
salud y, más que crecer, parecía que vegetaba y languidecía sin
remedio. Además, desde hacía más de un año, habían recogido al
padre de Antonio, de su mismo nombre, pues la hija con la que vivía,
separada de su marido y unida a otro hombre, se había marchado a
las Américas, “porque aquí se muere una de hambre sin poder hacer
nada para remediarlo”

En efecto, tal y como dijo su hermana antes de emigrar,


estaban atravesando unos años de insoportable sequía. Tan poco
llovía que, durante más de una década, no habían visto salir el agua
del Ojo del Buey ni de la cueva de Jabalcuz. Los campos estaban tan
sedientos que en algunas zonas, sobre todo en las más altas, fanegas
de olivar se habían secado. En la vega, el río no llevaba agua y raro
era que se lograra un riego del caz cada quincena. En tales
condiciones, nadie contrataba ni a un solo peón. Tampoco se habían
sembrado las tierras calmas y, salvo con las limosnas de los socorros
de beneficencia y alguna ayuda de los pocos señores que
permanecían en la ciudad, ningún dinero se podía conseguir.

Antonio y su mujer habían hecho milagros con los últimos


ingresos de los jornales trabajados en la Molinera del campillejo de los
Huérfanos; pero aquello se había acabado muchos días atrás. Ya no
les fiaban y estaban desesperados.

_ Nos moriremos de hambre o, si viene otra vez, nos llevará la


peste, como yo recuerdo que se llevó a mis dos hermanillos, cuando
éramos chicos – comentó Luisa a su marido una clarísima tarde de
primeros de junio.

- No digas eso, mujer – intentó consolarla el marido,


mientras la tomaba con un brazo por los hombros como para
ampararla _, ya verás como las cosas se arreglan y me sale algo. He
hablado con el Tejuelas, que el año pasado formó una cuadrilla y se
fueron a segar a La Mancha, y me ha dicho que, si les sale trabajo,
me avisará para que vaya con ellos.

_ Sí, eso está muy bien; pero mientras que tú vas y trabajas y
cobras y vuelves con algún dinero ¿de qué vamos a comer? – le
preguntó, sin ninguna acritud, pero con desesperanza, la mujer _
¿Cómo viviremos aquí los cinco? Y eso si te vas; porque si no te
llaman…

Antonio sentía en su garganta la angustia de la impotencia y la


imagen de sus hijos hambrientos no la podía borrar de su cabeza.
_ Tú te podrás arrimar a tu madre, que cuidara a los chiquillos, y
buscar alguna casa… Pero mi padre…

Siguieron hablando y, sin otro recurso, decidieron que al abuelo


Antonio, un cariñoso anciano que en nada perturbaba la vida familiar,
lo llevarían al asilo, al hospicio de hombres, que la beneficencia
pública mantenía no lejos de donde ellos vivían. No fue fácil conseguir
que admitieran al viejo. La decisión la adoptaron unos señores que
visitaron la habitación y comprobaron que, en aquellas condiciones,
cuatro niños, dos adultos y un abuelo que nada tenían, no podían
vivir. Prometieron que conseguirían que un médico viera al pequeño
y, uno de ellos, el más gordo, que lucía una brillante sortija en un
dedo de cada mano, ofreció a Antonio unos jornales segando
alhucema en la sierra.

Ante aquella visita y sus resultados, nuestra pareja se sintió


bendecida y feliz.

- ¿Ves tú como las cosas no son tan malas? Siempre hay


buena gente – comentaba el marido a su callada esposa, a la que
aquel comentario hizo que le saltaran unas lagrimillas, no sabemos si
porque pensara como Antonio o porque le reconociera un buen
corazón rayano en la ingenuidad _. Ya verás como todo se arregla en
cuanto que mañana empiece a segar.

- ¿Sabes que ni siquiera te podré apañar la talega? – casi


afirmó con una tierna impotencia la pobre mujer.

- No te preocupes. Ya conseguiré algo por los cortijillos.


Nunca en el campo han negado un pedazo de pan a quien lo pide por
Dios o a cambio de trabajo.

Aquella tarde, tal y como le habían dicho, después de hablar


con el buen viejo, que en nada se opuso a la decisión de sus hijos,
Antonio se echó a cuestas a su padre, que ya no andaba desde hacía
meses, y fatigosamente, pues las fuerzas no le sobraban, comenzó a
subir las empinadas callejas empedradas que los separaban del
hospicio. Ambos guardaban silencio. Al salir de la calle de la Cuna,
apenas el quedaba resuello. No podía más. Vio el peñón que, a modo
de banco, estaba junto al palacio de los Uribe y en él dejó caer a su
baldado padre. Lo acomodó y él también se sentó.

Mientras se recuperaba del esfuerzo realizado, observó que el


anciano, con la cabeza girada, parecía sollozar.

- ¿Qué le pasa, padre?


- Nada, no es nada. Cosas de viejos.

Efectivamente, notó que su padre tenía húmedas las mejillas, a


pesar de que se había pasado la manga de la camisa por ellas.
- Dígame qué le pasa y no se ande con disimulos.
- Está bien… Verás… Hace más de treinta años, tú eras
muy chiquitín, en este mismo peñón yo también me paré a descansar
porque no podía con mi padre, al que, igual que tú a mí ahora, llevaba
al hospicio.

A Antonio le entró un ahogo de tristeza y de impotencia que no


sabía cómo remediar. Aunque no recordaba desde cuándo no lloraba,
las pupilas se le humedecieron. Clavó la vista en el suelo y, antes de
que pudiera reaccionar, su padre continuó hablándole.

_ Tú querías saber lo que me pasaba y te lo he dicho. Sabes que


nunca te he engañado. Ahora quiero que me escuches con atención y
que hagas lo que te voy a decir. Ya sé cómo están las cosas en tu
casa y en otras muchas casas. También sé que no puedo ayudaros y
que sólo soy un estorbo… ¡No me digas nada!; te repito que sé cómo
están las cosas y, con eso, no quiero decir que no me queráis. Piensa
que en este asilo tendré un camastro, la poca comida que un viejo
necesita y la atención que puedan darme las monjas. Yo no necesito
más. Lo único que te pido es una cosa: que, de vez en cuando,
siempre que podáis, subáis a verme y me traigáis a mis nietecillos.
Separarme de vosotros, y especialmente de ellos, es lo que más me
duele. Cuando llegues a viejo, te darás cuenta de que ver crecer a los
nietos es como una especie de consuelo que te ayuda a seguir
adelante, a pesar de saber que tu vida se acaba. Por eso te lo pido. Tú
piensa que, por lo menos, aquí tendré más sitio que en la habitación –
acabó bromeando el buen viejo.
Antonio no supo qué responder a su padre. Sólo fue capaz de
incorporarse, colocarse frente a él, que seguía sentado y, después de
mirarlo a los ojos unos instantes, abrazarlo.

- ¡Padre! – fue todo lo que pudo decir.


- ¡Vamos, Antonio! – le apremió el anciano _, si ya has
descansado, acabemos el viaje; no sea que lleguemos tarde.

La pareja se alejó del peñón que, como testigo inerte, depositó


en sus entrañas una más de tantas conversaciones que, más o menos
como aquella, había oído durante años…

✞✞✞✞✞

REVELACIÓN DE SANTA CATALINA A SAN FERNANDO

Allá por los principios del siglo XIII, en Yayyán, que era el
nombre de Jaén musulmán, los ciudadanos estaban revueltos y
preocupados. Las pretensiones y rivalidades entre las grandes
familias y los poderosos señores hacían cambiar de bando, con
frecuencia, a los pueblos y, también muy frecuentemente, acarreaban
guerras, muertes, destrucciones y desgracias de todo tipo. En una de
esas luchas, el señor de Arjona, Muhammad ibn Yusuf ibn Nasr,
llamado Al Ahmar, o sea, el Rojo, ayudado por su familia política,
agrandó su reino a costa de Jaén y de Guadix. Al hacerse con la
ciudad, por su importancia y características, decidió establecer su
capital en ella y rindió pleitesía al señor de Murcia, Ibn Hud. Cuando
murió éste, Al Ahmar, hombre de gran visión política, se unió a los
castellanos quienes, con el rey Fernando III, no dejaban de asolar y
reconquistar territorios al sur de la Sierra Morena. Incluso ayudó a S.
Fernando a reconquistar Córdoba, por lo que el castellano le permitió
conquistar Granada en 1238 y hacer de ella la nueva capital de su
reino.

Ya en el año 24, los castellanos se habían acercado casi hasta


Yayyán y habían arrasado algunos de sus baluartes defensivos; pero
la ciudad y sus barreras aparecían como inexpugnables para
cualquier atacante. Precisamente por eso, el rey castellano, desde el
principio de sus campañas, abrigaba la idea de hacerse con ella.
Tanto era así que, al año siguiente, después de sostener una secreta
conversación con uno de los hombres de D. Alvar Pérez de Castro,
que a la sazón estaba enemistado con el rey cristiano y residía en
Jaén con ciento sesenta caballeros, Fernando decidió sitiar la ciudad,
a pesar de que el espía le dijo que en Jaén, “ciudad fuertemente
defendida por murallas y por un foso o cava”, había “tres mil
caballeros y cincuenta mil peones musulmanes”, aparte de los
cristianos de D. Alvar.

En el Fonsario, contra la parte de las peñas de Castro, plantaron


las tiendas y, junto al camino de Granada, en la parte opuesta se
acantonaron las mesnadas de Segovia, Ávila, Cuéllar y Sepúlveda.

Fueron muchos los días de asedio e innumerables y durísimos


los combates. Los cristianos, empecinados en la conquista, lograron
rellenar el profundo foso y romper la barbacana, pero la heroica y
perfecta defensa de la ciudad no pudo ser doblegada; sobre todo
porque las huestes de Fernando III no disponían de ingenios para
salvar sus defensas. Así pues, a pesar del tiempo empleado y del
desgaste infligido, los asaltantes cejaron en su empeño y se retiraron
hacia el norte, no sin arrasar los campos y estragar los alrededores.

Por tercera vez S. Fernando se acercó a Yayyán para tomarla,


cinco años más tarde. En esta ocasión, ya sí utilizaron máquinas de
guerra para quebrantar las formidables murallas. De nuevo,
asaltantes y defensores se batieron en durísimos combates. Tres
meses después de iniciado el asedio, al llegar noticias al rey cristiano
de que su padre había muerto en León, mandó levantarlo y, después
de arrasar los campos, se retiraron. La fortaleza de Yayyán, el valor de
sus gentes, el aprovisionamiento y la dificultad de un bloqueo total,
por las irregularidades de su perímetro, así como la abundancia de
magníficas aguas en el interior del poblado, no eran circunstancias
que la hicieran una presa fácil.

Corría el año cuarenta y cuatro, cuando, nuevamente, Fernando


III desencadenó una nueva campaña de reconquista. Su objetivo
estaba muy claro: quería aislar a Yayyán. Para ello, partiendo desde
Andújar, atacó Arjona. La Guardia, Pegalajar, Bexid e incluso llegó
hasta las puertas de Granada, arrasando sus campos, como antes
había hecho con los de Alcaudete y Jaén. Estaba claro que el rey
castellano, con una planificación impecable, desmantelaba los
baluartes de apoyo del entorno y eliminaba, en buena medida, las
posibilidades de aprovisionamiento que los campos del entorno y los
no tan próximos pudieran ofrecer.
Yayyán quedó como un reducto avanzado en tierras de
cristianos y, en aquel invierno, comenzaron a escasear los alimentos.
Tan mala llegó a ser la situación que Al Ahmar, desde Granada,
ordenó preparar, para enviarla a Jaén, una expedición de mil
quinientas caballerías con víveres. Enterado Fernando, que estaba en
Córdoba, procuró inmediatamente una partida de cierre a tal reata, la
cual, al cabo, no apareció.

Corría el mes de agosto del año mil doscientos cuarenta y cinco,


cuando Fernando decidió cercar de nuevo la ciudad, para evitar el
agotamiento del plantón de tantas fuerzas como eran necesarias,
reunidos en el real, decidieron que se relevarían en el cerco huestes
de nobles y concejos. El plan parecía bueno; pero no dio los
resultados apetecidos. Los yayyaníes lograban burlar repetidamente
el asedio. Les ayudaba la orografía y las zonas boscosas del poniente,
sobre todo en la parte más alta, junto a la alcazaba.

Ante tales circunstancias, poco antes de acabar aquel año, el


rey Fernando decidió asumir el mando directamente, se desplazó
hasta Jaén y aquí volvió a montar su campamento.

A diario, después de reflexionar sobre los planes que tan bien


conocía, se reunía con los nobles y capitanes para preparar la
estrategia conveniente, tanto en lo referente al cierre del cerco, como
en lo que tocaba al asedio, al arrasamiento de lo que pudiera servir
de eventual apoyo a los sitiados y al propio aprovisionamiento.

Con frecuencia, el rey se encontraba a sí mismo transformando


unas palabras que le habían contado que, sobre esta ciudad, estaban
escritas por un historiador musulmán de poco tiempo atrás y que,
más que disuadirlo de sus intenciones, le servían de estímulo para
insistir y más en su empeño. Pensaba Fernando que la descripción de
Jaén no tardaría en hacerse por los historiadores cristianos de una
forma parecida a la que él pensaba que sería así: “Jaén es villa real et
de grant pueblo et bien enfortalesçida et bien encastellada de muy
fuerte et de muy tenduda çerca et bien asentada et de muchas et
muy fuertes torres, et de muchas et muy buenas aguas et muy frías
dentro en la villa, et abondada de todos abondamientos que a noble
et a rica villa de muy grant guerra et muy reçelada, et donde venie
sienpre mucho danno a cristianos et quantos enpesçemientos avien a
seer”

Una fría y ventosa noche de finales de otoño, después de rezar


las vísperas, como solía hacer, agotado, el rey se quedó dormido en el
escaño.

Todavía no había amanecido, cuando se despertó con una muy


agradable sensación.

- ¡Hola! – llamó a su gente – Haced que vengan ante nos, lo


antes posible, todos nuestros capitanes y los nobles y jefes de
mesnada. Tenemos buenas nuevas que comunicarles.

En pocos minutos, extrañados por la urgencia y por la hora, lo


que hoy podríamos llamar la plana mayor de su ejército estaba en la
tienda del consejo, ante su Señor. Nadie hablaba.

_ Hemos de daros una buena nueva – comenzó el rey. Esta


noche, en sueños hemos tenido una muy agradable visión. Santa
Catalina de Alejandría, desde un pedestal rocoso que semejaba el que
sostiene la alcazaba de Yayyán, venía hacia nos y nos ofrecía unas
llaves en cuyos ojos, que aparecían como quebrados, se podían
identificar unas medias lunas como los símbolos que usa el Islam.
Caballeros, no nos cabe la menor duda, la Santa, que es muy de
nuestra devoción, nos ha anunciado que la ciudad, muy pronto,
estará con Castilla. Es nuestra voluntad que deis a conocer este
hermoso y seguro presagio a toda nuestra hueste. Que lo conozca
hasta el último de nuestros hombres y, si supiéramos de algún espía,
importa que también lo sepa. Con la bendición de Dios Nuestro Señor,
de cuya voluntad no nos cabe duda de que ha sido mensajera Santa
Catalina, la campaña de Jaén la culminaremos con ventura. ¡Por
Nuestro Señor! – gritó el rey, levantando la cruceta de su espada ante
sus vasallos, los cuales respondieron repitiendo a coro,
entusiasmados, el mismo grito _ ¡Por Santa Catalina! – a lo que los
presentes respondieron igualmente _ ¡Por Castilla! Concluyó
Fernando, quien, tras escuchar la respuesta de los suyos, se sentó en
el escaño, que le servía a modo de trono de campaña.

En silencio, los restantes personajes permanecieron de pie


hasta que, a un gesto del rey, fueron saliendo y comentando a sus
respectivas partidas lo que en la tienda del consejo habían escuchado
de labios del rey, cuya fama de Santo ya era conocida por todas sus
huestes.
El invierno fue durísimo. Lluvias y vientos huracanados hicieron
padecer a los sitiadores muy frecuentes destrucciones de sus
campamentos y penosas condiciones de vigilancia, sitio y asalto. Otro
tanto supuso para los cercados, que no pudieron salir por víveres ni
por leña, que veían agotarse sin remedio sus posibilidades de
resistencia y que cada vez que intentaban, más de tarde en tarde,
desesperadas salidas, éstas acababan en crudelísimos y sangrientos
combates de los que regresaban cada vez con más bajas. Para colmo,
a mediados del mes de febrero, cuando la inmediata primavera
parecía querer abrir un rayo de esperanza a la resistencia o al auxilio
desde Granada, todo se truncó con una semana de intensísimos fríos
y dos grandes nevadas, ante lo cual, entre los heroicos habitantes de
la ciudad, se extendió la especie de que, por alguna extraña razón,
Alá los había abandonado.

Los cristianos estaban al borde del abandono. No lo hacían por


el espíritu que animaba al rey y por la promesa de Santa Catalina,
que a algunos ya les parecía remota. De todas formas, grandes
hogueras mantenían un cerco de fuego que los de la ciudad
envidiaban y temían.

Por fin, terminado febrero, Ibn Al Ahmar, informado de la


desesperación de los yayyaníes e impotente para poder ayudarles, no
tuvo más remedio que capitular y, con su tradicional visión política,
declararse vasallo del castellano para, de ese modo, salvar Granada.
Cuentan las crónicas que Jaén fue la perla que hubo de entregar el
rey granadino para salvar, durante casi doscientos cincuenta años
más, los restos de su collar. Además de la capitulación y de la entrega
de Jaén, el granadino se comprometió con Fernando III a pagarle,
anualmente, ciento cincuenta mil piezas de oro durante veinte años.

Poco después, en la última semana del mes de marzo del año


mil doscientos cuarenta y seis, San Fernando entró en Jaén, tomó
posesión de la ciudad, mandó consagrar como iglesias sus mezquitas
y, desde entonces, la ciudad se convirtió en la mejor cabeza de
puente para las nuevas acciones de reconquista contra el vecino reino
nazarí.

✠✠✠✠✠

EL RONQUÍO DE JAÉN

_ Don Antonio, ¿se dice ronquío o ronquido? – preguntaba a su


maestro, en la escuela de Santo Tomás, un alumnillo.

_ ¡Hombre!, eso depende – respondió D. Antonio, lo cual dejó al


niño algo desconcertado _. Si te refieres a lo que emite un individuo
cuando ronca mientras duerme y no quieres hablar de una forma
vulgar, deberás decir ronquido; pero si te refieres a eso que se dice
de nuestra tierra, que Jaén es la tierra del ronquío, como no lo digas
así, no te entiende nadie.

_ Y, ¿por qué se dice eso? ¿Es que aquí roncamos más que en
otros sitios? – volvió a preguntar el chaval, a quien su maestro le
había despertado un nuevo interés por lo que le había dicho.

_ No, hombre, no. No es eso – negaba el viejo profesor, mientras


sonreía _. Eso sólo lo dicen los que no saben la verdad de su
significado. Y no creáis que quienes piensan así son tan sólo personas
incultas, ni mucho menos; incluso gentes doctoradas han afirmado,
equivocadamente, que a Jaén se la llama la tierra del ronquío porque
aquí la gente ronca mucho o porque, al decir Jaén, se pronuncia
mucho la jota. ¡Y eso es una estupidez!

- ¿Por qué es entonces? – preguntaron, vivamente


interesados, varios alumnos.

- Os explicaré primero qué era eso del ronquío de Jaén y


después, si queréis, os contaré una de las historias que responden a
cómo nació la costumbre.

Los chiquillos asintieron encantados. D. Antonio sabía contar


hermosas historias y, de camino, pensaban ellos, dejarían de hacer
tareas más tediosas. Les habló de esta manera:

Eso del ronquío era una costumbre que ya está casi perdida.
Cuando a una persona le contaban algo increíble o le pedían una cosa
muy costosa o que no quería dar, cuando se quería decir algo así
como “¡Anda ya!”…, en lugar de responder con palabras o
menospreciar con otros gestos, el de Jaén soltaba una especie de
gruñido o de ronquido: “¡jrrr!” y se quedaba tan pancho el tío. Por
usar frecuentemente en estos pagos ese sonido, con esa significación,
es por lo que se dijo la frase de Jaén es la tierra del ronquío.

Y, ahora, os cuento una versión sobre su posible origen.

A principios del siglo XV, allá por el mil cuatrocientos y pico, en


Jaén, que era cristiano desde el año 1246, las cosas no estaban muy
tranquilas. La frontera con los moros de Granada era insegura y las
correrías y razias, las expediciones de castigo y de arrasamiento de
campos y aldeas eran frecuentísimas. Pensad que la frontera estaba
muy cerca de la ciudad. Por ejemplo, Cambil ya era de los moros y,
desde tan cerca, por el valle del río Guadalbullón, las algaradas
islámicas se metían en las puertas de la ciudad sin ser vistas. Las
gentes de la vega y de las inmediaciones de Jaén procuraban
defenderse, pero, con frecuencia, eran sorprendidos y asesinados o
apresados sin darles tiempo a pedir ayuda.

Ante la situación, decidieron establecer unos turnos de


vigilancia, tanto de día como de noche, con grupos de hombres
armados, lanceros y ballesteros, mandados por un militar, para que
velaran por la seguridad de sus convecinos. Su misión era la de vigilar
y, más que defender los pasos o caminos, encender una buena
hoguera que fuera vista desde el alcázar de Jaén y diera tiempo a
preparar la defensa o de acoger a las gentes de extramuros. Si los
asaltantes no eran muchos, entonces sí les hacían frente y
procuraban ahuyentarlos o vencerlos.

Estas pequeñas milicias las formaban, como decía, grupos de


unos veinte vecinos. Eran trabajadores del campo o albañiles o
humildes menestrales que, de ese modo, aportaban su tiempo, y en
algunos casos sus vidas, al común de la ciudad. Siempre los mandaba
un militar o un caballero y, desde luego, en estas partidas no
participaban los viejos.

Especia riesgo corrían los que debían hacer turno de noche. Una
táctica de los moros era la de, aprovechando la obscuridad,
aproximarse en celada hasta el farallón del S. Cristóbal donde los
jaeneses establecían la guardia y, sorprendiéndolos, evitar el aviso a
la ciudad. De esa manera, al amanecer, podían llevar impunemente
su ataque hasta los mismos muros, no sin apresar o descabezar a los
desprevenidos campesinos que salían a trabajar con el alba.

En una de esas ocasiones, esa especie de pequeña milicia


urbana estaba compuesta por una decena de amigos, amén de otros
pocos que se les unieron para completar el número necesario, que
habían constituido una fraternal unión entre ellos y sus familias y que,
para evitar suspicacias de otros grupos de carácter religioso, fueron
de los primeros en prestarse a velar por la seguridad de la ciudad.

La jornada había sido de gran trabajo para todos y, al caer el


sol, se reunieron en el arrabal para, juntos, ordenada y
disciplinadamente, dirigirse hacia el cerro a relevar al grupo que
había cumplido la misión durante el día.

Al frente de aquella partida, que, a pesar de la diferencia de


colores y tejidos de sus jubones y capotes para defenderse del
relente, en nada parecía una patulea, caminaba Rafael de Campos,
que había obtenido el grado de alférez en la campaña contra el último
Reduán granadino y que, naturalmente, tenía derecho a espada. La
cofradía lo seguía al completo. Allí estaban el albañil Miguel de Torres,
mocetón de buenas espaldas, aunque muy puntilloso; Francisco del
Moral, oficial de lo mismo, muy exigente en sus trabajos; Diego de la
Fuente, ayudante de alquimista, que aprendió el oficio con unos
moros de Granada en tiempos de paz; Joaquín Mirlo, hijo de uno de
los primeros colonos cristianos de Arjona; los hermanos Domenech,
cuyo padre, mercader aragonés, se había establecido en Jaén cuando
ellos eran niños; Juan Colmenero y Juan Ferrándiz, preceptores y
ayudantes de escribanía; y García de Carmona, un descendiente de
conversos que aprovechaba cualquier ocasión para demostrar que no
era un infiel. Con ellos, otra decena de vecinos caminaba en silencio.

Llegaron al farallón que ya conocían, dieron el santo y seña,


pues ya las sombras se habían cerrado sobre el lugar, y relevaron al
pelotón que no les dio más novedad que la de su aburrimiento.

Rafael, después de sortear las guardias, distribuyó los puestos y


comprobó el estado y la abundancia de la leña que, en caso
necesario, habría de ser prendida para dar aviso. Eran cinco los
puestos y los cubrían en turnos de una hora. Mientras libraban, en la
parte central, junto a la leña, descansaban los que quedaban francos.
El reloj que formaban las estrellas con la referencia del castillo de la
ciudad, marcaba los tiempos.

Todos estaban muy cansados, pero, al menos durante los tres


primeros turnos, nadie se durmió. El quinto relevo, en una noche sin
luna, en la que sólo las estrellas se ofrecían como distracción de los
guardianes, ya fue posible de aguantar. Uno a uno, sin poder
remediarlo, fueron cayendo en el sueño los imaginarias. Primero
entraron en una especie de inmovilidad, luego de vacío, después de
pesadez de los párpados y finalmente llegaron a esa reconocible
dulzura que nos envuelve antes de dormirnos. Arriba, el dosel de
zafiro repintado de negro dejaba pasar la inmensidad de puntos
luminosos entre los que se echaba de menos a la luna. El silencio de
aquella cerrada y obscura noche sólo estaba roto a jirones por culpa
de la cansina cancioncilla de los grillos.

De los cinco vigías, el último en cerrar los ojos fuer García, a


quien el cielo estrellado le sugería ideas que, por aquellos años, no se
podían decir en voz alta. ¿Cómo era posible pelearse entre los
hombre porque, al creador de aquel maravilloso espectáculo de luces
infinitas, unos lo llamaban Dios, otros Alá, otros Yahvé…? Para mayor
comodidad en su contemplación, se había dejado recostar sobre un
buen macizo de romero. Admiró las estrellas, luego se puso a
contarlas, después se incorporó e intentó escudriñar la impenetrable
obscuridad del entorno. Nada parecía moverse, nada sonaba, sino el
rasca – rasca de los grillos y un lejano y suave murmullo del agua del
arroyo que jugaba con las piedras de su lecho. Se recostó de nuevo.
Pensó en los moros, en el riesgo de estar allí… Si estuvieran cerca,
algo sonaría… Se le cerraron los párpados.

Casi en el centro de la breve meseta, en una especie de corro,


dormían confiados los restantes componentes de la mesnadilla. Uno
de ellos, Rafael, soñaba con una heroica batalla en la que cabalgaba
junto al rey. Su sueño era profundo. En uno de sus movimientos, que
tal vez lo provocara alguna acción del ensoñamiento, se quedó boca
arriba y comenzó, como solía, a roncar suavemente.

Una partida de moros de Cambil, que habían estado


observando, desde la tarde, el emplazamiento, el relevo y los puestos
de los cristianos, se había aproximado sigilosamente hasta ellos. El
único acceso practicable a la mesetilla que ocupaban estaba
guardado por dos vigías. Si caían sobre ellos y los eliminaban en
silencio, la sorpresa estaba asegurada y muy difícil lo tendrían los
otros dieciocho, que seguían durmiendo.

Seis de la morisma, como silenciosas y astutas serpientes, iban


de avanzada a eliminar a los vigías. Cuando oyeron el abejorreo del
dormido Rafael, se alegraron. Caerían sobre aquellos dos primeros,
que eran García y el de Torres, para, de inmediato, con apoyo de otros
más de su grupo, pasar a todos a cuchillo.

Ya veían el bulto de los dormidos y estaban dispuestos a


degollarlos.

De pronto, inopinada y sorprendentemente, una especie de


trueno los dejó paralizados y despertó a los centinelas. Rafael, en su
roncar, había perdido la respiración por unos instantes y, como
reacción, sus pulmones quisieron introducir tanto aire que el ronquido
fue descomunal, pareció un redoble de tambor.

Todos se despertaron y, uno de los moros más próximos, el


inmediato a Miguel, se traicionó y éste lo vio.

_ ¡Alarma! – gritó mientras, al mismo tiempo que se ponía de


pie, alanceaba ágilmente al moro, atravesándole el pecho _ ¡Alarma!
¡Nos atacan!

La reacción de García fue también instintiva y, como su


compañero, derribó con su lanza al más cercano.

Los que descansaban en el centro, al unísono, se dirigieron


hacia la brecha de acceso para apoyar a sus dos compañeros. Los
cuatro moros de la avanzada que quedaban, mientras retrocedían con
desventaja, por estar en un plano más bajo, intentaban defenderse de
las bravas acometidas de los dos centinelas quienes, sabiéndose
respaldados por sus amigos y sin ningún posible flanco descubierto,
los hostigaban sin miedo.

Todo estaba organizado de tal modo que, simultáneamente a la


formación de la línea de defensa, Francisco, el mayor de aquel
pelotón, prendía fuego a la pira de leños para iluminar el entorno y
avisar de la asomada a los de la alcazaba de la ciudad. La defensa del
lugar no era complicada. Perseguidos y muertos o heridos los de la
avanzada enemiga, y comprobadas las otras centinelas, la posible
entrada, un tanto angosta y en un favorable declive, se prestaba a un
cierre fácil. Lo único que había de cuidar, y todos lo sabían, era el no
ofrecer la propia silueta contra la del fuego. En tal caso, una flecha
enemiga podía atravesar al incauto.

Al resplandor de la hoguera, comprobaron que, al menos hasta


el arroyo, no había enemigos. También observaron que allá arriba, en
la torre del homenaje del castillo, la aureola luminosa de otro fuego
respondía al mensaje que ellos les habían enviado. Ya no habría
sorpresa. Los planes enemigos, en aquella ocasión, habían sido
frustrados.

Volvió la quietud y el silencio; comenzó a trazarse en las lomas


de oriente la leve raya primeriza de la aurora. Un lejano rumor de
cascos resonaba hacia el sur, por la cañada del arroyo y, algo más
tarde, pudieron ver una ligera nube de polvo que buscaba el descanso
sobre las copas de los árboles.

Ya de día, una expedición de la ciudad exploró los alrededores y


sus componentes pudieron comprobar que un apreciable contingente
de caballeros y peones había estado acantonado en espera de poder
tomar por sorpresa a los vecinos, al amanecer; pero, al no conseguir
eliminar a los vigías y descartada la sorpresa, debieron retirarse en
dirección a Campillo de Arenas.

La anécdota del ronquido se corrió de boca en boca entre todos


los vecinos de Jaén y, desde entonces, cualquier hecho o palabra o
frase que a un jiennense le mereciera menosprecio – como os decía
antes _, le hacía emitir un ronquido; aunque, sin duda, no tan
estruendoso como el de Rafael de Campos.

❦❦❦❦

EL SEÑOR DE LA TARIMA

En una de mis visitas a la iglesia de la Merced, antiguo convento


y hoy parroquia del barrio del mismo nombre, la persona con quien
iba recorriendo la ciudad para que conociera alguna de sus obras, de
sus monumentos, museos, callejas, etc., se extrañó de que aquel
templo estuviera tan desmantelado.
Le conté algo de lo que a mí me habían narrado sobre los
aciagos días en los que, cuando la guerra civil, quemaron, destrozaron
o robaron tantas cosas; entre ellas obras de arte y de devoción.

El cura que allí nos acompañaba, ante la pregunta de si,


además de retablos, destruyeron algunas imágenes, refirió con más
detalle lo que en aquella iglesia se había perdido. Al enumerar las
obras, mencionó al Señor de las Injurias.

_ ¿No era una tabla recortada y pintada – apunté yo, en ese


momento -, a la que también llamaban el Señor de la Tarima?

_ ¿De la tarima? – intervino, extrañado, mi acompañante.

_ Sí – confirmó el cura -, esos eran sus nombres. Tanto uno como


el otro aluden a la leyenda de su hallazgo; el primero por lo que
decían que le habían hecho a la imagen; el segundo por el lugar en
que la encontraron.

_ ¿Y cuál es la leyenda? – preguntó de nuevo con interés.

_ Si quieren, podemos pasar al claustro y, mientras que


paseamos por él, les contaré lo que yo sé.

Así lo hicimos. Entramos en la sacristía y, a continuación, nos


mostró los testimonios de lo que, sin duda, fue lo que alguien ha
calificado como uno de los mejores claustros del Jaén del siglo XVII.
Mientras paseábamos por el patio, por algunas de las galerías y
admirábamos su severa monumentalidad, nos narró lo siguiente.

Se cuenta, aunque no se sabe con seguridad de qué tiempo,


que hace más de seis siglos, en la calle Maestra baja, más cerca de la
plaza de la Audiencia que de la de Santa María, había un viejo
torreón, resto de un antiquísimo palacio. Adosada a él, en una sola
planta baja, se apoyaba una casucha en la que unos conversos, que
hay quienes dicen que eran moriscos y otros afirman que eran judíos,
tenían su morada y, para ganarse la vida, en el portalillo de entrada,
habían montado una tienda para el mercadeo de comestibles. Por la
estatura de la mujer, muy bajita, todos llamaban al tenducho casa la
Chaparreta.

A la entrada de aquel portal en el que las buenas gentes


humildes podían comprar sus víveres, para facilitar el acceso, había
una rampa descendiente, de madera, que salvaba el desnivel de tres
escalones del viejo palacio. No era un lugar amplio ni tampoco estaba
iluminado ni ventilado por ningún hueco excepto la puerta de
entrada; pero, a pesar de ello, tenía una amplia clientela, pues el
comportamiento de los dueños, un matrimonio metido en años, cuyos
cuatro hijos, al llegar a la edad, habían emigrado sucesivamente, era
de buen trato para con todos e, incluso en ocasiones, habían fiado a
los más humildes en épocas de carestía irremediable.

Dicen que una mañana, a una de las vecinas del corral de al


lado, se le escapó de su jaulón una gallina y, con sus dos hijos
menores, la persiguieron para atraparla. El animal, asustado,
esquivaba a sus perseguidores como podía: ora correteaba, ora daba
una volantada. A la mujer, el ejercicio la iba poniendo cada vez más
fuera de sí; a los niños, por el contrario, aquello de correr
alocadamente sin control y por doquiera, les resultaba divertido.

En una de sus carreras, el animalejo se coló bajo la tarima de la


tiendecilla, por una oquedad que había entre la tabla y en vano de
dos de los escalones. El primero de los chiquillos se agachó y miró
hacia dentro. Nada veía. Metió, no sin cierto temor, el brazo por el
agujero y no logró tocar a la gallina. El otro lo apartó de un empujón y
repitió lo que el primero había hecho. Nada. Ni la tocaba. El animalillo,
seguramente, se habría refugiado en lo más alejado, o se habría
desviado en alguna mella de la grada. La madre llegó hasta ellos y, al
comprobar que no la alcanzaban, pidió a la Chaparreta que le
prestara una escoba o un palo o algo para intentar con ello hacer salir
a la fugitiva.

Acudió el matrimonio, se acercaron unos clientes que estaban


allí en ese momento, también rodearon el lugar algunos vecinos que
pasaban, por la calle y fueron atraídos por tan extraña actividad. Unos
preguntaban, otros, sin saber lo que ocurría, inventaban las versiones
más inverosímiles que se pudieran pensar.

Ni con el escobón, ni con el gancho de colgar y descolgar los


hatos de las vigas lograron hacer salir al mal bicho, que parecía haber
desaparecido bajo aquella madera.

Uno de los vecinos, enterado de lo que buscaban, propuso que,


entre varios, levantaran la rampa. Así lo hicieron y, en cuanto lo
habían hecho como media vara, la gallina salió de su refugio y se
topó, probablemente cegada por la luz, con el regazo de su ama,
quien, con rapidez, la envolvió con el mandil que le cubría la saya y la
sujetó casi hasta asfixiarla.

Soltaron la tarima que, al golpear contra el suelo, levantó una


espesa nube de polvo, y uno de los niños, que no se había levantado,
estuvo a punto de perder los dedos de una mano bajo ella. Al ver lo
que podía haber ocurrido, todos se quedaron unos instantes en
silencio. Después del animado jaleo anterior, aquellos instantes
fueron de un extraordinario contraste.

El otro chiquillo se agachó junto a su hermano. Al aproximarse,


vio que le hacía señas para que se acercara en silencio. Los dos
pegaron la oreja a la madera. Los de alrededor comenzaron a
preguntarles y la madre les ordenaba que se levantaran. Ellos, lejos
de hacerles caso, muy serios. Les hacían señas para que guardaran
silencio y los dejaran en paz.

Uno de ellos se incorporó y, dirigiéndose a la madre le dijo:

_ Madre, en esa tabla suenan lamentos; así como que alguien se


queja…, como que llora…

_ ¡Lo que nos faltaba! – exclamó la madre - ¡Ahora, además de


la gallina, mis hijos quieren volverme loca!

Uno de los presentes, que había comenzado a reír, al escuchar


las palabras de la mujer, viendo que el niño hablaba con una gran
seriedad y que el otro no despegaba la oreja de las maderas y que
seguía pidiendo silencio, se inclinó junto a él y se puso a escuchar.

El hombre cambió su gesto y la cara se le puso blanca. ¡En


efecto!, allí debajo había alguien que daba apagados gritos de dolor.
Se incorporó y, ante el asombro de todos, dijo:

_He escuchado ayes de dolor. Es como si alguien a quien no


dejan gritar, se estuviera lamentando por algo horrible.

No sabían qué hacer. Se miraron unos a otros. Preguntaron a los


Chaparretes que si aquella casucha tenía sótano, a lo que ellos
respondieron asustados y rápidamente que no, que ni siquiera se les
había ocurrido nunca pensar que allí debajo hubiera ningún sótano ni
cueva ni hueco alguno.

Como ya empezaban a surgir disparatadas teorías de


apariciones y fantasmas, una de las mujeres corrió a dar aviso al
señor Prior de San Lorenzo, que se encontraba a un tiro de piedra de
allí, por si era necesaria la intervención de un religioso. Los demás,
mientras tanto, permanecieron en silencio y acercándose, uno a uno a
oír aquellos lamentos que no cesaban. Por fin aparecieron la vecina y
el Prior.

_ Levantad la tarima – ordenó el hombre -. Pero levantadla del


todo: ponedla contra la pared.

Así lo hicieron de inmediato; aunque con el reparo de si las


manos que ahora volvían a meter bajo el tablero no sufrirían alguna
mala broma infernal. Apoyaron la rampa de madera, vuelta del revés,
contra el muro y, a la vista de todos, apareció una antigua y
polvorienta pintura de un crucificado.

Se quedaron como petrificados. El silencio del grupo era tal que


no paraba de atraer a cuantos transitaban por la calle, el señor Prior
de San Lorenzo se santiguó mientras se arrodillaba, cosa que imitaron
los que lo rodeaban.

La pintura, que dicen era de tonos obscuros y de enérgico trazo,


presentaba un buen aspecto, a pesar del evidente mal trato que
había sufrido desde quién sabe cuanto tiempo.

Pasados unos minutos, el sacerdote pidió a quienes quisieran


hacerlo que llevaran el tablero hasta su iglesia y, como en procesión,
hasta allí se desplazaron cuantos habían acudido al lugar.

Según se escribe en algunas crónicas de tradiciones jienenses,


parece ser que a los dueños de la tiendecilla, a los Chaparretes, les
hicieron un proceso para averiguar si ellos sabían o no sabían que,
bajo la tarima que a diario tantos pisoteaban, estaba pintada una
imagen de Cristo. Hay versiones de la tradición que dicen que sí lo
sabían y que, por irreverentes, falsos y herejes, los condenaron a
muerte; pero también hay quien opina que, si los mataron fue por
falsas declaraciones de algún envidioso que los veía medrar y
comerciar con crecientes ganancias, a pesar de no ser cristianos
viejos, y que aprovecharía la oportunidad para quedarse con el
negocio.

En la iglesia, limpiaron la pintura, recortaron la imagen y la


entronizaron en un altar, donde recibió culto y desagravio durante
muchos años.

Cuando la parroquia de San Lorenzo desapareció, el Señor de la


Tarima, como se le llamaba, pasó a esta iglesia conventual en la que
nos encontramos y estuvo un poco olvidado. Años después, cuando,
tras la desaparición del convento de los Descalzos, aquí se trajo
también la imagen de Nuestro Padre Jesús Nazareno, se dispuso que
el Cristo de la tabla ocuparía el primer altar, según se entra por la
puerta principal, a la izquierda. Se renovó, desde entonces, la gran
devoción que antaño había tenido, se le atribuyeron numerosos
milagros, se le dejaron mandas en testamentos e, incluso, llegó a
tener bajo su advocación una cofradía que le rendía cultos anuales y,
en ese tiempo, fue cuando se le empezó a llamar el Señor de las
Injurias. Lo triste es que, por lo que decíamos al principio, la imagen
había desaparecido. A veces pienso que esa pintura parece que
hubiera nacido para ser maltratada hasta su destrucción… ¡Claro que
ustedes dirían que pienso así porque, como soy sacerdote…!

✞✞✞✞

EL VIENTO DE JABALCUZ
Cualquier investigador sabe lo delicado que es un manuscrito que
haya permanecido casi mil años metido en una vasija de barro,
enterrado o escondido. Por ello, cuando tuve la inmensa suerte de
encontrar aquellos irregulares y viejos pergaminos en una olleta que
reventó bajo la maza que arribaba un muro maestro de la casería en
el pago de Almodóvar, como llevaba conmigo la cámara fotográfica,
hice unas fotos sobre las cuales pude luego trabajar para transcribir
aquellas palabras. Lo que no podía esperar era que, a los pocos
minutos, aquellos documentos se volatilizaran, se descompusieran
tan deprisa que ni siquiera tuve tiempo de meterlos entre dos
cristales de ventana, como era mi intención.

Una segunda y desagradable sorpresa la sufrí hace unos días


cuando, al abrir la carpeta donde guardaba las fotos, los clichés y los
folios con las transcripciones, encontré que los papeles de las
fotografías y los negativos estaban pálidos y sin imágenes, como
cuando se exponen al tiempo y quedan comidos o quemados por el
sol. Crean que me sentí mal, muy mal. Nervioso, abrí los folios y
¡menos mal!, las líneas transcritas estaban en su sitio, en mis
papeles. Ante esa situación, me he decidido a publicar lo que
encontré sin esperar a posibles comprobaciones.

✞✞✞✞

En el nombre del Dios Todopoderoso, único para todos lo


pueblos, yo, Habbus Ibn Malik al-Razi, con el propósito de transmitir
una vieja leyenda de los infieles de Yayyán, escribo este relato de
cuya falsedad estoy seguro, porque sólo Allah es el verdadero Dios y
no hay otros dioses.

Dice el incompleto documento latino.

“… los bosques poblaban las sierras, montes y colinas que


rodean Aurgi por el sur y por el oeste. Hasta el arroyo del valle de las
moreras; hasta los viejos lugares sagrados donde el agua nace entre
las peñas; hasta el santuario de las blancas vestales y hasta las
mismas casas de la pequeña ciudad aurgitana, llegaba el abrazo de
las encinas, de los alcornoques, de los quejigos, madroños, olivillas,
brezos, coscojas, retamas y cornicabras. Y, en las umbrías, los arces,
robles y serbales levantaban sus ramas como lo hacen en las alturas
los pinos, los enebros y las sabinas.

_ Bellotas, leñas, buenas maderas para hacer aperos, para


carros, mangos y muebles, para puertas y vigas (…)

“Al sur del cerro donde se levanta la alcazaba, entre la cortada


vertiente norte de la peña del agua y la suave redondez del monte de
la nieve, una ladera muy pendiente, coronada en su parte alta por un
extenso paredón natural de gran altura, mellado en su parte central,
cierra un pequeño y empinado valle.

“ En esa ladera – que por la descripción es la de Almodóvar -, se


levantaba, en una pequeña explanada rodeada en perfecto círculo por
cinco encinas y cinco robles, un viejo templo de los primitivos
habitantes que daban culto al sol y a la luna.

“Una antiquísima ceremonia se celebraba en otoño e invierno,


cuando el sol se ponía exactamente por el hueco de la mella del
paredón del cerro. Se celebraba, respectivamente, la próxima muerte,
en otoño, y la evidente resurrección, en invierno, del sol del valle.
Mágicos ritos y vitalísimas fiestas alborotaban los calveros, los
caminos y las explanadas. Las gentes subían hasta el santuario de las
cinco encinas y los cinco robles y hacían sus ofrendas votivas.

“Venerables ancianos eremitas, entregados al estudio del cielo,


a la magia y a las oraciones, compartían con los sencillos pobladores
aquellas ceremonias y, después, quedaban solos en sus chozas sin
comunicación ninguna con el poblado.

“Hacia el año 450 de Roma, tuvo lugar una cruenta batalla entre los
colonizadores y los habitantes de Aurgi que se defendían fieramente.
La ciudad les fue arrebatada; muchos murieron, pero bastantes
huyeron a los bosques desde donde hostigaban con frecuencia a los
colonizadores romanos y a sus colaboradores, quienes menos
conocedores del terreno, no lograban dominarlos o eliminarlos.

“Como los colonos no recibían auxilio, decidieron prender fuego


al bosque del entorno y, así, eliminaban los escondrijos de los nativos
y abrían nuevas tierras para su roturación.

“Prendido el fuego, un pavoroso incendio comenzó a


asolar las laderas del norte de los montes más cercanos y los
aurgitanos libres, impotentes y asustados, buscaron refugio en torno
al viejo templo solar.

“El seco verano anterior y el retraso de las lluvias


aumentaban la fácil expansión del voraz incendio.

“Aterrados, sin poder hacer nada, las gentes del viejo


poblado sólo gritaban peticiones de auxilio.

“El más anciano de los eremitas, Luckan era su nombre,


hizo callar a los que le rodeaban y, levantando los brazos al cielo,
ofreció su vida a los dioses para que ayudaran a extinguir el incendio.
“Las llamas avanzaban por el valle de la mella del sol, por
el de los viejos lugares sagrados donde el agua nace entre las peñas y
se acercaban a las laderas más empinadas.

“Luckan ordenó a los aurgitanos que subieran hasta la


mella rocosa donde no había vegetación y que allí permanecieran
orando. Él se encerró en el santuario y, de rodillas e inclinado hacia la
tierra, recitó las secretas oraciones que comprometen a los dioses.

“El fuego continuó avanzando, prendió en los árboles de


la explanada del santuario y las llamaradas envolvieron el viejo
templo. En aquel momento, desde el suroeste, sobre la cumbre de la
gran montaña obscura – la que los hijos de Allah llamamos Yabal al –
Qust- apareció una grande y espesa nube negra y un huracanado
viento que la desplazaba hacia la zona del incendio. El incontenible
viento detuvo la marcha de las llamas y las hizo inclinarse hacia la
parte ya devastada. Al poco, estalló una copiosísima tormenta que
acabó con los escasos rescoldos que el viento había dejado. Durante
el resto del día y toda la noche, cenizas y pavesas apagadas fueron
arrastradas por el viento hacia el poblado que amaneció tan negro
como si hubiera ardido.

“Ese mismo amanecer, los refugiados de la mella bajaron


hasta la explanada del santuario. Diez tocones requemados, los de las
cinco encinas y los cinco robles, hacían guardia mortuoria en torno a
las ennegrecidas ruinas del templo. Entre aquellas calcinadas piedras
encontraron la hebilla del ceñidor y los dos discos humerales de plata
de Luckan. Cuando, con fervor y miedo, recogían aquellas reliquias,
de nuevo el viento del suroeste rugió y sopló con todas sus fuerzas,
de tal manera que las ruinas y la explanada quedaron limpias de los
restos del incendio.

“Todos comprendieron que Luckan había sido escuchado


por los dioses, los cuales aceptaron su vida a cambio del viento
huracanado y de la impetuosa lluvia del suroeste.

“Poco tiempo después, de una de las encinas brotó un


hijuelo y ese retoño se convirtió en símbolo de vida o memoria de lo
acontecido en el valle.

“Desde entonces, el viento de Aurgi, con gran violencia,


recuerda la muerte de Luckan, aquel hombre que ofreció su vida a los
dioses del cielo para detener el incendio que asolaba esos parajes”.

❦❦❦❦
Al leer estas palabras, recordé el dicho de un sabio: “Oh,
gentes, la tierra es el primer don de Allah a favor de sus siervos…” y
reconocí que el único Dios de los creyentes puso desde siempre en el
corazón de los hombres la fructífera semilla del amor a la tierra. Por
eso doy gracias a Allah y a él solo alabo y elogio en este año del
doscientos noventa y seis de ha hégina del Profeta.

Y esto es todo, querido lector; nada más puedo decirte.

LA VIRGEN CORONADA

En una clase de Religión del instituto, un día en que a algún


compañero se le ocurrió preguntar al profesor acerca de las
advocaciones, de los nombres, de las vírgenes, me enteré de que
aquí, en Jaén, hubo una a la que llamaban de la Coronada.

Todo salió a colación porque una de las niñas se llamaba Cinta.


Alguien comentó que igual se podía llamar cuerda o guita o lazo… con
lo que nos echamos a reír. Entonces fue cuando el profesor nos hizo
pensar en que los nombres, casi siempre, son nombres de cosas o de
actitudes o de defectos o de deseos, etc. Concretamente, los nombres
que se le dan a la Virgen, todos empiezan por María y luego añaden,
según el lugar o el aspecto o alguna prenda, etc., de la Capilla, de la
Cabeza, de Cuadros, del Camino, de la Villa, de los Dolores, etc., etc.
Después, lo de María nadie lo dice y las mujeres son llamadas como
Capilla, Cabeza, Cuadros, Dolores… Unos nombres, los que son más
corrientes, los más universales o extendidos, nos parecen normales;
pero otros, que se utilizan tan sólo en ambientes locales, en algunos
pueblos o ciudades, nos chocan por desconocidos, por inusuales.

_ ¿Conocéis a alguien que se llame Coro?- preguntó el profesor.

Nos miramos uno a otros con caras y gestos de mofa. Nadie


conocía a una persona que se llamara así.

_ Pues, ya veis, también es un nombre de mujer. Lo que pasa es


que hay una Virgen del Coro, una Virgen de la Corona y una Virgen
Coronada.

Nos echamos a reír. Aquello parecía una clase de lengua en la


que había que buscar palabras de la misma familia. El profesor
continuó:
_ Vosotros os reís, pero la Virgen Coronada era una de las más
antiguas de Jaén. Sólo le ganaba en antigüedad otra imagen que hay
en la Catedral.

_ ¿Por qué dice usted que “le ganaba”?- preguntó uno de mis
compañeros.

_ Pues porque la famosa imagen de la Coronada de Jaén ya no


existe. La quemaron cuando la guerra del treinta y seis.

_ ¿Y por qué era famosa?- insistió el mismo.

El profesor cerró la libretilla de la lista y el libro de texto que


tenía delante y, sabiendo que eso era lo que a nosotros más nos
gustaba, se acodó sobre la mesa y, después de tenernos unos
instantes en suspenso, se puso a contarnos la historia de aquella
desaparecida imagen de la Virgen.

Cuentan viejos cronicones de esta ciudad que, en tiempos de


Alfonso X el Sabio, quien fue hijo de San Fernando, el que conquistó
Jaén a los moros, unos labradores cristianos, de los que repoblaron
Jaén a partir de su reconquista, se encontraban abriendo un hoyo en
un pago extramuros de la puerta de Martos. Cuando ya llegaban al
fondo de lo que se habían propuesto excavar, toparon con una
campana o vasija invertida que les llamó la atención y que,
lógicamente, no sin trabajo, lograron extraer del suelo. Cuando lo
hicieron, quedaron asombrados pues, protegida por ella, apareció una
no muy grande imagen de la Virgen María, perfectamente
conservada, colocada de pie. Cuando aquellos campesinos vieron la
imagen, admirados y sorprendidos, se hincaron de rodillas a su
alrededor, rezaron las oraciones que supieron y a todos se les
saltaron las lágrimas de contento por el hallazgo.

Sin duda que sería una de las imágenes que, con todo cuidado,
los godos o sus descendientes que tuvieron que soportar las
persecuciones del tiempo del dominio islámico, época en que se
prohibía el culto cristiano y se destruían las imágenes, ocultarían
enterrándola, en el hueco de aquel contenedor.

Lo que más llamó la atención de quienes la encontraron fue que


sobre su cabeza llevara una hermosa corona, por lo cual la
nombraron como imagen de la Coronada, apelativo con el que, para
siempre se la conocería y que, si recorréis las calles de Jaén,
reconoceréis, por el barrio de S. Juan, en una de las suyas.

Ni siquiera se atrevieron a tocarla. Uno de ellos, pues los demás


se quedaron guardándola, se dirigió a la casa del Obispo de entonces
a comunicar el feliz encuentro. Al conocer la noticia, el Obispo ordenó
que la imagen fuera trasladada en procesión hasta la iglesia más
próxima, hasta que se construyera una ermita en el lugar.
Construida la ermita, las gentes de los alrededores la visitaban
con frecuencia, le rezaban con fervor y le pedían mercedes y favores.
No fueron pocos los milagros que por su intercesión consiguieron sus
fieles.

Se dice también que, en aquellos tiempos difíciles, lo que más


afligía a los de Jaén eran las razias de los vecinos moros de Granada y
sus frecuentes apresamientos de cuantos cristianos podían esclavizar.
A estos prisioneros los mantenían en miserables calabozos y
mazmorras cargados de cadenas y no los liberaban si no se pagaban
fuertes rescates por ellos; mas, los labriegos de los alrededores poco
rescate podían pagar por sus deudos, así que su única solución y
esperanza la fijaban en los rezos a la Virgen Coronada que, obligada
por la devoción de sus gentes, alguna vez, doliéndose de sus
miserias, intercedió ante su Hijo para que enviara a Granada a sus
ángeles y libraran de sus dura prisiones a los tristes y afligidos que
allí padecían cautiverio sin remisión. Obrado el milagro, los antiguos
cautivos colgaban en la ermita los grilletes y cadenas que los habían
martirizado, a modo de ofrendas y exvotos que testimoniaran los
inmensos favores recibidos.

Como la devoción iba en aumento y los favores recibidos


también, los labradores decidieron edificar una torre, junto a la
ermita, que les sirviera de refugio y defensa contra los asaltantes de
la morisma y, más adelante, asentaron, instituyeron y fundaron una
cofradía, que pervivió cientos de años, a la que llamaron de los
Ballesteros de la Coronada. Más de una vez, los vecinos granadinos
quisieron destruir la torre, pero el amparo de la Virgen, la fortaleza de
la construcción y el arrojo de sus defensores no lo consintieron.

Tantos favores se le reconocieron a esta imagen que, como


consecuencia, su patrimonio fue creciendo tanto que pasó a ser de
los más ricos de Andalucía.

Muchos años adelante, D. Alonso Suárez de la Fuente del


Sauce, a la sazón obispo de la ciudad, trajo como confesor a un gran
teólogo carmelita. Fray Andrés de Zaragoza. Este fraile, conocedor
de las maravillas atribuidas, la antigüedad, las posesiones, los hechos
acaecidos en aquel entorno y la gran veneración que la imagen de
aquella ermita despertaba, así como de que los bienes eran más que
suficientes para fundar una casa de religiosos, hizo a D. Alonso tal
propuesta.:

El Obispo mandó llamar a los oficiales y hermanos de la


Cofradía de los Ballesteros y les instruyó para que, en beneficio de
una mayor veneración de la Santa imagen, se fundase allí un
convento del Carmelo, prometiendo labrarles casa a su costa, tal y
como este obispo acostumbraba.
Fueron pasando los años y la devoción inicial se fue enfriando
poco a poco. Hasta tal punto fue así que incluso se decidió sustituir la
pequeña y antigua imagen original por otra más del gusto de la
época y más grande. Entronizaron la nueva y la antigua imagen
coronada la tendieron dentro de un arca en la que la guardaron.

Por entonces, a un magistral a quien en las crónicas llaman D.


Lopes, canónigo de mucha ciencia y costumbres aprobadas, al que la
antigua imagen despertaba una muy gran devoción, un anoche que
estaba rezándole, se le apareció la Coronada y le mandó que fuese al
Prior de convento y le dijera que la sacaran del arcaz y la devolvieran
al altar donde se le había venido tradicionalmente rindiendo culto.
Nuestro hombre, aleccionado por demasiados cuentos y apariciones,
consideró de buena fe que aquello había sido una ilusión o una visión
fantástica y, sin darle mayor importancia, procuró olvidarlo. A la
noche siguiente, la Virgen volvió a aparecérsele y le preguntó que
cómo no había hecho lo que le había mandado. El hombre quedó
mudo de asombro y, todavía llevado por su incredulidad, le pidió a la
Virgen una señal. La respuesta de la Virgen fue contundente:

_ Dentro de ocho días morirás.

El doctor Lopes tomó en erio aquel aviso y, convencido de la


veracidad de la aparición, se preparó para bien morir; cosa que, como
a buen cristiano, no le dio más cuidado del normal, puesto que
esperaba y creía que, si aquello se cumplía, estaría con Ella, y,
efectivamente, dentro del plazo marcado el hombre murió. Al día
siguiente de la segunda aparición, fue al convento de La Coronada,
habló con el Prior a quien contó lo que le había sucedido y éste le
confesó que a él también la Virgen le había ordenado que la sacara
de allí.

Celebraron una ceremonia de desagravio, tres frailes revestidos


abrieron el arcaz y, sorprendentemente, se encontraron a la Virgen
erguida, de pie, no tendida como sabían que la habían colocado, y de
su rostro divino despedía unos maravillosos rayos de cegadora luz
celestial. Todos quedaron primero sorprendidos y admirados, luego
fuertemente avergonzados por haber menospreciado aquella imagen
hasta llegar a ocultarla y, finalmente, entre grandes muestras de
alegría, la llevaron en unas andas preciosas y cantándole himnos,
antífonas y versos de alabanza, hasta su antiguo tabernáculo.

Cuando, por aquellos días se conoció en la ciudad el milagro de


las apariciones y la muerte del canónigo, se avivó la devoción y de
nuevo las gentes acudían hasta el convento extramuros para rezar a
Nuestra Señora. Y no sólo eran gentes de Jaén, sino de toda la
comarca y de otras lejanas quienes venían a orar y celebrar misas y
otras fiestas litúrgicas.
No mucho tiempo después, ya en el año de 1621,los Carmelitas
se entraron en la ciudad, que les concedió un amplio espacio para su
convento en medio de ella, porque en el campo se padecían algunas
incomodidades y enfermedades continuas con la mudanza de los
tiempos. Para la fábrica de su nuevo convento, en el lugar donde hoy
se abre la plaza que se llama de los Rosales, cerca de la iglesia de
San Juan, el obispo Moscoso y Sandoval contribuyó también, como lo
hiciera su antecesor, generosamente. Allí permaneció hasta que, en
tiempos de la desamortización, la orden desapareció de Jaén, la
imagen se trasladó a San Bartolomé y el convento se convirtió el
cárcel, con lo que, al cabo de los siglos, las cadenas de los presos
volvieron a tener que ver con la imagen de la Coronada.

LA VIRGEN DE LA ANTIGUA

En La Cruz de Jaspe, comenté que les había servido de guía a


tres visitantes que, una tarde, me encontré en la Catedral. Después
de que escucháramos la leyenda sobre la citada cruz, continuamos
paseando por la Catedral y, al volver por delante de la Capilla Mayor,
donde ya no estaban las personas que habían presenciado la
ostensión del Santo Rostro, les comenté la existencia, en un arcón de
los restos del obispo Suárez, que se decía que pronto, después de
tenerlo allí cuatro siglos, iban a enterrar definitivamente. En esas
estábamos, cuando el que menos hablaba, señalando hacia arriba, a
la hornacina que hay sobre el Santo Rostro, en el magnífico retablo,
me preguntó:

_ ¿Qué Virgen es esa?

_ La de la Antigua.

_ ¿La de la Antigua? – insistió; sin quitarle ojo a cuantos detalles


pudiera encontrar en ella – Antigua sí que debe ser; porque, si nos
fijamos, se le ven manchas obscuras y algunos desconchones en la
cara y en la mano que parece que sujeta el pecho que le ofrece al
Niño.

Se quedó un momento en silencio y, a continuación, me dijo:

_ Yo soy de Ondarroa y, mire usted qué casualidad, la patrona


de mi pueblo es la Virgen de la Antigua. Lo que pasa es que la que
tenemos allá, en una ermita, en lo alto del pueblo, junto al
cementerio, dominando el puerto y mirando al Cantábrico, no es
como esta.

_ Pienso que se la llama de la Antigua –dije yo-, porque, según


la tradición, es la de mayor antigüedad de las que tenemos en Jaén.
_ ¿También hay una leyenda sobre esta imagen? – Preguntó la
mujer.

_ Sí; y ésta no es tan maravillosa como la que nos ha contado


hace un rato mi amigo.

_ ¿Cuál es? –insistió, interesada.

Ante una pregunta tan directa, no tuve más remedio que


resumirle lo que yo recordaba acerca de la Virgen de la Antigua.

Cuando en el año 1246, a la entrada de la primavera, las


huestes de Fernando III el Santo entraron en la ciudad de Jaén, dicen
las crónicas que lo primero que hicieron fue dirigirse a la mezquita
mayor, que estaba situada aquí mismo, donde años más tarde se
levantó esta catedral, formando una gran procesión. Cuando el obispo
de Córdoba que lo acompañaba, D. Gutierre, consagró como iglesia la
mezquita, el Rey hizo entronizar en un altar preferente la imagen de
Santa María que llevaba en las batallas y ante la que habitualmente
oraba este santo Rey.

Muchas gentes han dicho en ocasiones que ésta es la imagen


que llevaba en el caballo en las cabalgadas; pero, evidentemente,
para llevarla en el arzón, es demasiado grande.

Lo cierto es que, por el sitio que ocupa y por la dedicación de


esta iglesia, a Santa María, que es el nombre con que se la conocía a
lo largo de la Edad Media, todo parece indicar que la tradición tenga
bastante de verdad; pero como, en otros muchos lugares, también
existen advocaciones de este mismo nombre y con tradiciones de
haber sido llevadas por los reconquistadores, cualquiera sabe el
verdadero origen. Lo que sí sé es que es una talla gótica, de cuerpo
entero, y que se las reviste por tradición.

Curiosamente, hay que comentar también que la advocación de


la Virgen a la que, como les decía antes, se dedica esta catedral, no
es ésta, sino a la de la Asunción de María.

Hay quienes opinan que, si no era ésta una imagen que S.


Fernando llevara en el arzón, lo que, como les decía, parece evidente,
a no ser que el caballo del rey Fernando fuera monstruosamente
grande y que su silla, más que silla apareciera un sofá, que esta
Virgen sí sería la que, al menos hasta la entrada en la ciudad, tuviera
entronizada en el altar de campaña que sin duda el Rey ordenaba
montar para sus prácticas religiosas y las de sus huestes. Fíjense que
en la Clave Historial, del padre Flórez, obra de 1743, podemos leer
sobre Fernando III el Santo que …Los planes de las Campañas contra
Moros, los arreglaba, no tanto en el Gabinete, como en el Oratorio…
En fin, a nosotros nos parece exagerada la afirmación, sobre
todo si se estudian detenidamente las insistentes y bien preparadas
campañas que Fernando III el Santo realizó contra sus vecinos, y
muchas veces vasallos, los moros del sur de Castilla; pero tampoco
dudamos de su fervor y de sus condiciones religiosas. De lo contrario
no lo habrían elevado a los altares, ¿no creen ustedes?

☧☧☧☧

EL VUELO DE SAN EUFRASIO

Allá por los años en que todo era posible y a casi nadie se le
ocurría investigar y comprobar la veracidad de cuanto el narraban ni,
si nos apuran, la verosimilitud de las historias, surgió una pintoresca
leyenda acerca del porqué de la presencia del Santo Rostro de Jaén.

Cuando nosotros nos la contaron por primera vez, ninguno de


los elementos de la trama nos produjo la sensación de que fuera una
fábula; al contrario, sabíamos ya que S. Eufrasio, varón apostólico, fue
el primero de los obispos de lo que, mucho tiempo después, sería la
diócesis de Jaén, y habíamos leído también que un diablo, cojuelo por
más señas, había acompañado a un curioso mirón por encima de las
casas de la ciudad de Madrid, le había levantado los tejados para que
su curiosidad no tuviera límites y, al final de tal viaje aéreo, de nuevo
había depositado sano y salvo a su compañero de viaje en tierra.
Además, eso de viajar por el aire, para nosotros, y no suponía ninguna
maravilla; pues, de vez en cuando, sobre nuestras infantiles cabezas
de entonces, atravesaba el cielo azul de nuestro Jaén, armando un
estruendoso ruido característico, algún que otro avión de los que
llamábamos aparatos.

También habíamos leído que las brujas volaban con sus escobas
y que…

_ ¡Abuelo! – me interrumpió mi nieta Andrea, con cara de


impaciencia y con un mohín de disgusto por tantos prolegómenos -
¿No me ibas a contar el vuelo de S. Eufrasio?

_ Tienes razón. La historia es la que sigue.

Se sabe que, hace casi dos mil años, uno de los siete varones
apostólicos que trajeron el Evangelio de Cristo a la Península Ibérica
fue Eufrasio. Este santo varón predicó por nuestras tierras y fundó su
sede en Iliturgi, que era una ciudad situada casi donde hoy se levanta
la de Andújar, a orillas del río Guadalquivir.

Fue, así, el primero de los obispos de Jaén. Pues bien, este


obispo, a quien todos los antiguos habitantes de estas tierras de
tartésicos e íberos querían por su bondad, estaba un día de verano
reposando, después de almorzar, sentado en un sillón con balancín, al
fresco de la galería del patio interior de su hermosa casa, donde
disfrutaba de un estanque central sobre el que un surtidor vertía
sonoros, refrescantes y alegres chorros de agua.

En un lateral de la galería, sobre el poyete de una especie de


hornacina cuadrada, una redoma de mediano tamaño, parecida a una
garrafa de media arroba, de grueso vidrio verdoso y cerrada con un
refuerzo de alambre de hierro, parecía adornar el lugar como lo
hacían numerosos tiestos de plantas y flores. Pero no era un adorno.
En realidad era una especie de prisión. Si mirabas detenidamente, en
su interior adivinabas más que veías a un par de diablillos que, como
podían, pasaban aquellas calurosas horas veraniegas entre
empujones para acomodarse en las estrechuras y chácharas
insustanciales que los distrajeran en su encierro.

Eufrasio, en aquel agradable ambiente, estaba a punto de


dormirse, cuando creyó escuchar algo de la conversación de aquella
pareja de diablejos. Sin aparentar que los oía, procuró enterarse de
sus palabras.

_ ¡Esta vez será sonada! – oyó que decía Lucipauca, que era el
más tontucio de los dos.

_ ¡Chiss! – le reconvino Ficusbel, señalando hacia el obispo y


haciendo ver a su compañero que podían ser oídos – Habla en voz
baja.

_ No te preocupes – argumentó el otro -. ¿No ves que ya está


como todas las tardes? Pronto empezará a roncar. Como te decía,
esta vez sí que será importante la hazaña de nuestro jefe supremo, el
gran Lucifer. Me he enterado de que, dentro de poco, tenderá una
trampa al Papa de Roma, al jefe de nuestros enemigos y que el
sucesor de Pedro, que no es tan listo como él, caerá en ella.

_ Pues si eso es así – comentó Ficusbel-, una vez caído el gran


jefe, los demás no tardarán en hacerlo también. ¡Tienes razón! Esta
vez sí que los del averno ganaremos la partida. ¿Y sabes cuál será la
tentación?

_ ¡Pues claro, no la iba a saber! – afirmó ufanamente el


caracandil de Lucipauca -. Nuestro gran Lucifer ha conseguido
introducir en la casa del Papa a una diablesa que, con las formas de
una joven mujer esplendorosa se presentará ante él en un momento y
en unas circunstancias que, irremisiblemente, lo llevarán a apostatar
en secreto de su cristianismo.

Al decir la última palabra, prohibida entre los diablos, Lucipauca


escupió como para compensar su falta, y lo hizo con tan mala fortuna
que el escupitajo le cayó, con aquellas estrechuras a su compañero
Ficusbel. Éste, ofendido por la guarrada del tontucio de su amigo, le
soltó un tortazo y, al responderle el otro con una puñada de en las
narices, se enzarzaron en una de sus frecuentes peleas. Tanto se
golpearon que, en un momento, Eufrasio tuvo que levantarse para
ordenarles que se estuvieran quedos o les cambiaría el encierro por
una caja de hierro desde la que no podrían ver ni siquiera la luz del
día.

Cuando se calmaron, el obispo, dirigiéndose a Lucipauca le


manifestó que lo había oído todo y que, o le ayudaban a evitar
aquella fechoría o los denunciaría a su jefe Lucifer como
colaboradores con los cristianos.

_ Pero… Eufrasio… Eso que me dices es un chantaje. ¿Cómo un


obispo me dice esas cosas? – preguntó vacilantemente el diablillo.

_ Tú verás – dijo el obispo, mientras les daba la espalda y se


dirigía de nuevo a su sillón.

_ ¡Eh! Bueno… No te vayas… Negociemos… - intervino Ficusbel,


que era algo más despabilado que su compañero de encierro.

_ ¿Y qué vamos a negociar? – preguntó el obispo.

Vacilaron los demonios y, al final, viendo que estaban en un


callejón de difícil salida, ambos se escogieron de hombros y Ficusbel
preguntó:

_ ¿Qué nos darías a cambio a nosotros? ¿No te parece que sería


justo que sacáramos algo a cambio del servicio? Al fin y al cabo, lo
que haremos será una traición a nuestro jefe y, si no sacamos nada…

Eufrasio, que conocía bien a sus mascotas infernales, sabía que


Ficusbel era un comilón insaciable y que, por cualquier cosa
comestible, sería capaz de vender a todo el infierno. El otro,
Lucipauca, no era más que un infeliz. Seguramente sería una especie
de diablillo sietemesino o medio aborto a quien no habrían eliminado
para hacerle sufrir, como es propio de los instintos de los demonios.
Así pues, se le ocurrió una idea y la manifestó a sus prisioneros, que
lo miraban expectantes, con las feas caras pegadas al cristal de la
redoma, lo que se las deformaba más aún.

_ Si uno de vosotros me lleva inmediatamente a Roma, además


de no denunciarle el asunto a vuestros superiores, os ofrezco las
sobras de todas mis cenas y dejaré escrito que, cuando yo muera, os
den la libertad.

Ambos se retiraron del cristal, cuchichearon entre ellos y


llegaron a la conclusión de que lo de las sobras era lo mejor que les
ofrecía; conocían las costumbres de Eufrasio y de quienes vivían con
él y le servían, así que se las prometieron muy felices. Lo de dejarlos
en libertad no les resultó demasiado atractivo, porque tendrían que
trabajar y ya estaban acostumbrados a no hacer absolutamente nada.

_ De acuerdo – se ofreció Lucipauca-. Yo te llevaré en un suspiro


hasta Roma y, a nuestro regreso, tú deberás cumplir con tu
ofrecimiento. Júranoslo.

_ Yo no juro a un diablo. Lo más que puedo hacer es empeñar mi


palabra y queda empeñada. Si lo queréis, bien; si no, ya podéis
dejarme dormir la siesta – dijo el obispo a sabiendas de que ya los
tenía convencidos.

_ Está bien, está bien; no te irrites – protestó Ficusbel, que creyó


en peligro el asunto de la comida-. Abre la redoma y mi compañero te
llevará como ha dicho.

Así lo hizo Eufrasio; los diablillos se despidieron y, en mucho


menos de una hora, sentado a horcajadas en la espalda del diablejo,
pudo ver desde lo alto el río Tíber, que les sirvió de orientación para
localizar la ciudad y, en ella, la casa del Papa.

Llegaron hasta él, que recibió asombrado y un tanto receloso a


Eufrasio, a quien hacía mucho tiempo que no había visto. El de Iliturgi
comunicó al Pontífice lo que sabía y le rogó que le permitiera exortizar
la estancia, rezar con él y, en su momento, descubrir la trampa que
se le iba a tender.

Apenas transcurrió un par de horas y anunciaron la visita de


una fastuosa embajada. La presidía una hermosísima mujer y la
acompañaban multitud de porteadores cargados de fastuosos
tesoros. Al comenzar su ofrecimiento, Eufrasio se aproximó
disimuladamente a ella y, por sorpresa, apoyó su cruz pectoral en uno
de sus desnudos brazos.

La reacción fue sobrecogedora. Su figura se transformó en un


horrible monstruo con patas de cabra, cabeza cornuda y destelleantes
ojos rojos como los rubíes. De toda ella saltaban chispas; ahumaba
por sus enormes orejas y desprendían un insoportable olor a azufre en
combustión. Su comitiva, tan espectacular unos segundos antes,
ahora se había convertido en una piara de apestosos cerdos que
correteaban por la estancia buscando un escape y gruñendo sin cesar.
Poco después, todo aquel horrible espectáculo cesó de improviso.
Entre una nube de maloliente humo negro, todos desaparecieron.
Pasada la sorpresa, el Papa se aproximó a Eufrasio y lo abrazó.

_ Hermano –le dijo, como a obispo que era -, siempre te estaré


agradecido por este tan señalado favor que me has hecho. En todas
mis celebraciones y oraciones ocuparéis un lugar de privilegio; pero,
además, quiero, como prueba de mi profunda gratitud, que te lleves a
tu sede un obsequio que te voy a hacer y que espero que lo tengáis,
tanto tú como tu grey, en el inmenso valor que posee.

Eufrasio quedó en suspenso, sin saber como reaccionar ante


aquella manifestación de agradecimientos que a él lo anonadaba.
Salió el Pontífice, regresó al poco y, en una preciosa caja de madera
de cedro adornada con incrustaciones de oro le presentó su regalo.

_ Ábrelo – le dijo-

Al abrir la caja, Eufrasio cayó de rodillas con ella en sus manos.


Dentro, bajo un vidrio transparente que la mantenía extendida, se
encontró con la Verónica de Jesús, con el rostro de Cristo, que había
quedado impreso en el paño que la piadosa mujer, en la Pasión, había
utilizado para enjugar la cara del Nazareno. Aquel era uno de los tres
dobleces que nuestro obispo sabía que existían impresos.

Emocionado y paralizado por aquella visión y por la generosidad


del Papa, fue éste quien tuvo que levantarlo del suelo y animarlo a
que regresara a Iliturgi con aquella preciosa reliquia.

_ Vete con Dios, que sea bueno tu viaje y procura que esta
imagen de Nuestro Señor encuentre en aquellas lejanas tierras el
lugar idóneo para su culto a mayor gloria del Creador. Ten por seguro
que Él velará por todos vosotros. Recibe mi bendición.

San Eufrasio, lleno de alegría y de reverencial fervor por lo que


en aquella caja transportaba, regresó por el mismo medio y, cuando
llegó a su sede iliturgitana, no dudó en cumplir con lo que a sus dos
diablillos había prometido. Desde la primera noche, ordenó que su
cena, a partir de entonces y para siempre, fuera un muslo de pollo,
medio vaso de agua y siete nueces. Cuando acababa,
imperturbablemente, con el hueso del pollo y con las cáscaras de las
siete nueces, se dirigía a la redoma de los diablillos, la abría y
ahuecando la voz, mientras echaba dentro aquella carga decía:

_ De acuerdo con la palabra empeñada, aquí están las sobras de


mi cena.

Y cuentan muy viejas crónicas que, cuando murió San Eufrasio y


abrieron la redoma a los dos compadres infernales, Lucipauca y
Fiscubel estaban tan delgaduchos y tan débiles que ni siquiera
tuvieron fuerzas para salirse de aquella redoma de cristal verdoso de
la que nadie supo dar señales poco tiempo después.

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