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El Paternalismo en Psicología

Tal y como aparece formulado en la literatura especializada, uno de los aspectos más
peligrosos de la relación que hay entre el ejercicio de la psicología y sus límites es el del
paternalismo. El paternalismo puede ser entendido como una interferencia en las
acciones y las decisiones de un agente, dirigida contra su voluntad, pero orientado, en
principio, hacia su propio bien. El paternalista no solo cree que está en capacidad de
analizar mejor una determinada situación, sino que, además, no está interesado en
reconocer otra opinión y, en consecuencia, ejecuta un curso de acción que a juicio propio
considera como el mejor de todos.

Por qué se cae en el paternalismo: Para los clásicos el cuidado de sí consiste en el cultivo
del cuerpo y la búsqueda del autoconocimiento, con el objetivo de resolver los problemas
y poder gobernar. Hablamos de salud, intelecto y control. A propósito de este último
aspecto, los griegos consideran que una de las mayores fallas que pueden tener los
hombres es no saber gobernarse a sí mismos y sucumbir ante el peso de sus pasiones e
impulsos: el hombre que se deja llevar por la ira, el amor, la tristeza, los celos, entre otras
cosas, no sería una persona virtuosa que se autogobierna, pues al no conocerse lo
suficiente, no sabe controlarse y, de tal suerte, no puede afirmarse que cuida de sí.

Una de estas pasiones puede ser el a inclinación que las personas sienten para procurar lo
mejor para los demás, querer que se encuentren en las mejores condiciones posibles. Para
el caso de los psicólogos esto resulta fundamental tenerlo en mente ya que muchas veces
sus pasiones los pueden llevar a extralimitarse, cayendo en lógicas paternalistas. Dado que
los psicólogos se encuentran en la posición de ofrecer lo mejor para sus usuarios, y es su
responsabilidad debido al Principio de Beneficencia, él podría olvidarse de las exigencias
del Principio de Autonomía e intentar imponer su propia idea de bien al usuario,
preocupándose con las mejores intenciones pero olvidándose de que esto se encuentra en
contra de las preferencias del usuario.

Al momento de cuidar del usuario se está haciendo un ejercicio de la libertad y la


autonomía, se espera que quién cuida de alguien no imponga su poder ni su juicio sobre el
sujeto del cuidado. Pero, en la práctica y, sobre todo cuando la relación entre las personas
es de naturaleza jerárquica cómo se da por el conocimiento privilegiado que tiene el
psicólogo, siempre existe el riesgo que el cuidado que empezó como una escucha y se
transformó en acciones concretas y discursivas, termine por imponerlas al sujeto del
cuidado. Esto es, precisamente, lo que está a la base de profundos riesgos como lo son el
paternalismo o las visiones asistencialistas, que le niegan al sujeto la posibilidad de elegir
por sí mismo y lo condenan a tomar las decisiones que otros consideran más adecuadas
para sí.
El problema del cuidado en psicología: Un diálogo entre principios y sentimientos

Al pensar la responsabilidad dejando de lado el problema de su imputación (¿cuándo es


posible imputar responsabilidad por algo?) para dirigirse a su contenido, esto es la
pregunta qué es la responsabilidad, autores como Sartre, Horkheimer, Lévinas, entre
otros, coinciden en que ser responsable tiene que ver con la asunción de un tipo particular
de compromiso, cuyo contenido implica ofrecer respuestas discursivas (reconocimiento) y
prácticas (cuidado) frente a los llamados que nos hacen los demás. En ese sentido, el
ejercicio de la responsabilidad puede caracterizarse como una práctica que involucra el
cuidado y el respeto por el otro y el mundo [1]. Sin embargo, para que esta formulación
resulte productiva, es necesario que se indague sobre los modos en que tal práctica puede
materializarse; para nuestro caso y de forma particular, al interior del ejercicio de la
psicología. Con el propósito de contribuir a ese objetivo, el presente texto se ocupará de
uno de los elementos que caracterizan a un psicólogo responsable, a saber, el cuidado que
asume respecto de sí, respecto de los usuarios y colegas, así como de las instituciones en
las que desarrolla su labor.

La psicología es una profesión con una responsabilidad social amplia que, por tanto, debe
asumir compromisos de carácter ético. Para promover y garantizar esos deberes, que a la
vez son derechos de los usuarios, se crearon los tribunales deontológicos; así mismo, se
han venido desarrollaron reflexiones de carácter normativo sobre la manera en que debe
darse la práctica psicológica. En esa línea resultan fundamentales las consideraciones que
plasma la Ley 1090 de 2006, así como diferentes trabajos que desde COLPSIC y otras
instancias se han realizado para comprender los compromisos al interior de una
deontología profesional como la que cobija a los psicólogos. Estos trabajos encuentran
una síntesis, aunque no se reducen a ello, en la nueva versión del Manual Deontológico y
Bioético del Psicólogo, Acuerdo # 15, que fue presentado a la comunidad en el mes de
febrero del año 2016 [2]. Allí los principios que deben guiar la práctica de los profesionales
encuentran una fundamentación que trasciende el ámbito de lo legal para ubicarse, más
bien, al interior de una reflexión moral que remite, en su espíritu, a la realizada por la
Declaración de los Derechos Humanos y, en última instancia, a la idea de dignidad. Para
ejercer la psicología de forma responsable, explica el manual, es necesario que los
profesionales asuman en sus prácticas diferentes principios morales que buscan cuidar y
reconocer la dignidad de los demás.

En el documento Ética y el ejercicio de la psicología en Colombia (2016) [3], Félix Rojas


explica que el cuidado, en tanto componente de la responsabilidad, busca hacer justicia a
la dignidad, para que esta se haga presente en las diferentes relaciones y espacios de
nuestra vida. Pero ¿cómo entender ese concepto al que el cuidado apunta como objetivo?
¿Qué es eso de la dignidad? Sin pretender dar una respuesta última, quisiéramos empezar
por la clarificación de algunos aspectos de esta noción, para comprender cuál es el
llamado que la dignidad hace y la responsabilidad, la respuesta, a la cual aspira.

Tras la frialdad que está a la base del daño, las políticas que llevan al sufrimiento o la
negación del otro, suele haber una característica común en las personas que participan de
estas situaciones, a saber, una suerte de incapacidad para juzgar las consecuencias
morales de sus actos y, por tanto, para preguntarse por qué se debería asumir una serie
de compromisos con los otros que propendan por su cuidado, su libertad y su bienestar en
sentido general. Se trata de lo que autores como Hannah Arendt, Philip Zimbardo o
Stanley Milgram expresaban a través de tesis como la de la banalidad del mal o el
problema de las fuerzas situacionales en condiciones de obediencia a la autoridad.
Theodor Adorno sugería que aquel que no se cuestiona estas cosas suele tener una
concepción sobre el otro, según la cual su valor reside en lo que puede brindarle, de
suerte que la relación que entabla con los demás queda encapsulada en el ámbito de la
lógica instrumental o mercantil, donde son valores como la utilidad o el beneficio propio
los que sirven de criterio para la acción. Frente a la frialdad que ha colonizado nuestras
relaciones y la incapacidad para asumir deberes morales más allá de nuestro círculo de
afecto, hace falta, no solo realizar modificaciones institucionales que impidan el daño
promoviendo la capacidad de juicio, sino también promover reflexiones profundas, que
pensando en aquello que nos hace valiosos, permeen los sentimientos que se encuentran,
junto a los juicios, a la base de nuestras acciones.

Cuando se vive en contextos en los que se ha naturalizado la violencia y esta no genera


compasión ni redenciones al interior de relaciones de dominación, en el territorio de
múltiples violencias simbólicas, etc. fácilmente puede generarse una sensación según la
cual las relaciones deben ser, precisamente, ejercicios de fuerza en los que triunfa el más
poderoso y donde se deja de lado la consideración por el daño moral que se le infringe al
otro en la búsqueda de los propios intereses, de la satisfacción de los propios deseos,
fundando así una cierta identidad narcisista incapaz de sentirse interpelada por las
necesidades ajenas. En un contexto como el descrito es necesario no solo juzgar el daño,
sino también hacerle frente a través de la construcción de otras maneras de comprender
el mundo, esto es, de lenguajes que nos abran a perspectivas sobre las que sea posible
construir relaciones de bienestar. La reflexión sobre la dignidad pasa entonces por un
intento en la construcción de un lenguaje divergente al de la violencia que espera fundar
relaciones de cuidado, reconocimiento y responsabilidad en virtud del valor de las
personas.
La dignidad es un concepto que a lo largo del tiempo ha sido abordado desde múltiples
perspectivas. Destacan, por ejemplo, las visiones de la dignidad como consecuencia y
atributo. La primera puede encontrarse en aproximaciones de carácter teológico en las
que se señala que los seres son dignos porque son creación de un ser supremo. En esta
perspectiva, la dignidad es la consecuencia de una causa anterior al ser; tal es, por
ejemplo, el sentido que guarda una frase como: “los hombres fueron creados a imagen y
semejanza de Dios”. El problema con esta visión es que, basándose en un esquema causal,
hace que de la verdad de la causa dependa la verdad de la consecuencia: si Dios existe y
creó a los hombres, luego estos son dignos. Ahora bien, en el marco de una sociedad
pluralista esta lectura resulta peligrosa ya que, al justificar la dignidad del hombre en la
verdad de Dios, y teniendo en cuenta que esta razón no resulta vinculante para todos ni
mucho menos demostrable, se puede caer en una visión totalitaria que imponga como
justificación de la idea de valor que sostiene los deberes morales y políticos, una visión
exclusiva del mundo.

Otra visión del concepto como atributo, que podemos encontrar en el espíritu de la
sociedad griega y que encarna el problema de lo político, señala que es la pertenencia a
un tipo particular de grupo lo que nos hace dignos. Esta lectura instaura una diferencia
entre el nosotros y el ellos, que se convierte en la base para la construcción de la
identidad de grupo; así las cosas, somos dignos en la pertenencia a un grupo que nos
diferencia del otro que nos pone en cuestión y que, por su parte, carece de dignidad.
Siguiendo esta línea, el otro que no es como nosotros se lo considera un ser de menor
categoría: el bárbaro, el extranjero, el esclavo, la mujer. Sujetos frente a los cuales, desde
esta lectura excluyente, no se tienen los mismos deberes que los que mantenemos con los
nuestros. El problema de esta perspectiva es que encarna la violencia y puede convertirse
en un elemento de legitimación del daño ya que, al hacer del otro un sujeto carente de
dignidad debido a su diferencia, no tengo razones que me vinculen con su cuidado.

Un tercer camino, ligado al anterior, piensa que la dignidad es un atributo que se


conquista; de suerte que su presencia en el ser es el resultado de un tipo particular de
actos. Así, por ejemplo, se piensa que una vida digna es una vida virtuosa y que, en tanto
la vida no responda a un cierto estándar moral, estético y político, no resulta digna. Tal es
la idea que se puede ver en defensas del daño que afirman, por ejemplo, que cuando un
victimario niega la dignidad de su víctima pierde la suya y que, por tanto, no merece
nuestra consideración. Así mismo, es el tipo de justificación que se encuentra tras la
defensa de castigos como la pena capital. El problema de este tipo de aproximaciones es
que convierten a la dignidad en un atributo susceptible de poseerse o no y, en esa
medida, no puede ser un valor vinculante que justifique los deberes que tenemos para
con los otros en sentido amplio.

Dejando de lado estas perspectivas y más cerca de una lectura kantiana, se puede afirmar
que la dignidad, al menos para la deontología psicológica, no es una consecuencia o un
atributo susceptible de poseerse o no, sino más bien, una condición sine qua non del ser,
lo que la hace inalienable, esto es un valor intrínseco que no requiere fundamentación
adicional, sino que, por el contrario, es la base desde la cual se fundamentan los principios
de acción. Esto quiere decir que, independientemente de la existencia de Dios, de la
comunidad a la pertenecemos, o del tipo de vida que llevamos, la dignidad está presente
en nosotros. Es en tanto que se considera a las personas como dignas en sí mismas que se
instaura la necesidad de tratarlas como fines y no como medios, esto quiere decir no
valerse de ellas sino, por el contrario, hacer lo posible para enriquecer su experiencia en
términos de bienestar y reconocimiento. Respecto de la postura kantiana, Dorando
Michelini (2010) [4] señala en su texto Dignidad humana en Kant y Habermas que:

En cuanto ser dotado de razón y voluntad libre, el ser humano es un fin en sí mismo, que,
a su vez, puede proponerse fines. Es un ser capaz de hacerse preguntas morales, de
discernir entre lo justo y lo injusto, de distinguir entre acciones morales e inmorales, y de
obrar según principios morales, es decir, de obrar de forma responsable. Los seres
moralmente imputables son fines en sí mismos, esto es, son seres autónomos y merecen
un respeto incondicionado. El valor de la persona no remite al mercado ni a apreciaciones
meramente subjetivas (de conveniencia, de utilidad, etcétera), sino que proviene de la
dignidad que le es inherente a los seres racionales libres y autónomos (Estudios de
filosofía práctica e historia de las ideas, 12 (1), 41-49).

Decir que una persona es un fin en sí misma supone asumir acciones que den cuenta de
tal valor absoluto. En ese sentido, el reconocimiento de la dignidad no es una pasividad;
antes bien, es un continuo compromiso que se asume frente al llamado que la dignidad
del otro nos hace. Siguiendo la lectura hecha por Emanuel Lévinas (2002) [5], a propósito
del problema del rostro, podemos comprender que la dignidad se expresa en la simple
presencia (no requiere palabras) y que demanda un tipo particular de compromiso, según
el cual, se espera que frente a la necesidad se ofrezca ayuda, que en nuestras relaciones
se asuman posiciones de cuidado recíproco.

Lévinas explica en Totalidad e infinito que el otro, sin decir palabra, todo el tiempo me
está expresando algo: “no me mates” y “ayúdame si lo necesito”. Ese llamado es,
precisamente, el que busca salvaguardarse al apelar a la noción de dignidad no solo al
interior del Manual Deontológico Deontológico, sino también en la Declaración de los
Derechos Humanos o la Constitución Política. El compromiso inicia con un proceso en el
que debemos aprender a ver la dignidad, a través de un ejercicio de crítica que nos libere
de las ideologías y conceptos que, como un velo, cubren esa presencia que manifiesta el
ser. Hablamos, entonces, de una evaluación de nuestros prejuicios que nos abra a
comprender al otro como un igual que merece nuestra consideración para, a
continuación, entregarnos a un verdadero ejercicio de cuidado. Pero ¿Cómo comprender
esta práctica? ¿Puede la psicología a través de su deontología realizar ejercicios de
cuidado? ¿Cómo distinguir el paternalismo del cuidado? Estas preguntas, sus derivaciones
e intersecciones serán, en sentido general, el objeto de las siguientes páginas.

Una parte fundamental del cuidado, no solo para los psicólogos, sino para cualquiera que
esté interesado en la acción moral, tiene que ver con el cuidado de sí mismo que, de
hecho, es la condición para ejercer cualquier tipo de cuidado para con los otros. ¿Qué es
cuidar de sí? Para los clásicos, comenta Foucault (2010) [6] en su curso El coraje de la
verdad, el cuidado era ante todo una práctica que remitía al sujeto que la practicaba. El
ejercicio del cuidado aparece como un cuidar-se del peligro, de los otros, de sí mismo; se
trata de una actividad que tiene dos dimensiones: el cuidado del cuerpo y el cuidado del
alma que, valga aclarar, no tiene que ver, al menos de forma inmediata, con la lectura que
ofrece el cristianismo de este término. Para los griegos, el culto al cuerpo y su belleza (que
se expresa en las capacidades atléticas), es fundamental para poder ser considerado un
verdadero hombre, para poder ejercer el poder que implica la capacidad de gobernar a los
otros sean conciudadanos, esclavos, familia, etc. Hablamos de un ejercicio, una labor en la
que los hombres se cultivan para poder desempeñarse en la guerra, para consolidar la
fuerza que hace posible la ejecución del poder de gobierno. No obstante, el paradigma de
la integridad reclama, a su vez, el cuidado del alma, del pensamiento y las pasiones, de los
impulsos, cuidar-se de la hybris; en otras palabras, realizar un continuo ejercicio de
prudencia en el que se busca el conocimiento y la virtud.

Aunque ya no sea el problema de la guerra o el del gobierno de la polis lo que nos ocupa,
se trata de una aproximación que sigue siendo válida en tanto que nos muestra que la
condición para cualquier labor, es un cuidado autorreferencial que busque el continuo
enriquecimiento de la persona a través del ejercicio y la reflexión. Para el caso de los
psicólogos esto se transforma en el deber de ejercer su profesión con los más altos
estándares, y reconocer los límites de su competencia y de sus técnicas. En la Ley 1090 de
2006 esto se expresa a la manera de un deber: “solamente prestarán sus servicios y
utilizarán técnicas para los cuales se encuentren cualificados” (Art 2). Cuidar de sí, implica
a su vez, tomar precauciones respecto de aquellas áreas que carezcan de estándares
reconocidos, a la vez que mantenerse “actualizados en los avances científicos y
profesionales relacionados con los servicios que prestan” (Art 2). Pero, dado que el
autocuidado solo es posible en una institución que lo promueva, los empleadores
cuidarán de los psicólogos “garantizando su integridad física y mental” gracias a
condiciones laborales adecuadas, lo que implica “contar con el recurso humano,
tecnología e insumos adecuados y necesarios para el desempeño oportuno y eficiente de
la profesión” (Art 9), mientras se promueve el respeto y reconocimiento del psicólogo
como un profesional científico.

El cuidado del alma para los griegos implicaba asumir la máxima que coronaba el oráculo
de Delfos: “gnóthi seautón”, “conócete a ti mismo”, según la cual la búsqueda del sentido,
la orientación que se espera brinden los dioses a través de la pitonisa, se resuelve gracias
a la interpretación que de sus palabras realizan los hombres en virtud del conocimiento
que tienen sobre sí. Es famoso el relato de Platón [7] en el que se cuenta que un amigo de
Sócrates fue a Delfos con el objetivo de preguntar quién era el hombre más sabio, a lo
cual el oráculo contestó que era Sócrates, lo que, sin embargo, no le resultaba evidente al
filósofo. ¿Cómo entender las palabras según las cuales, pregunta Sócrates, él es el hombre
más sabio, a pesar de que sabe que no tiene certezas sobre cosa alguna? La respuesta
para Sócrates aparece cuando reflexiona sobre lo que sabe de sí mismo, hasta que logra
comprender que él es el hombre más sabio, precisamente, porque sabe que nada sabe y
no pretende, como otros que se llaman a sí mismos sabios, saber lo que no sabe. El punto
de esta historia está en que la claridad sobre las palabras del oráculo, Sócrates la obtiene
porque cumple con aquello que el oráculo demanda: conocerse a sí mismo y esto significa
saber juzgar las propias fuerzas y sus alcances.

Acá podemos encontrar una relación directa con la deontología en psicología con el
Principio de Integridad, ya que señala que los psicólogos “son cautos y reconocen los
límites de sus conocimientos, técnicas, competencias y experticias”. Sócrates señala la
importancia del autoconocimiento, prudencia sobre las propias capacidades y actuación
de acuerdo a ellas, esto hace sumamente importante para el psicólogo tomar consciencia
para sí de cómo podrá, y hasta dónde podrá afectar, a sus usuarios. Siguiendo este
principio, y con el propósito de cuidar el bienestar de sus usuarios, implica para los
psicólogos ser veraces y conscientes de sus capacidades, de forma que al publicar o
anunciar sus servicios se promueva una decisión informada. Esto conlleva a asumir como
práctica de prudencia la aplicación del Consentimiento Informado, que busca cuidar del
usuario dándole información completa sobre el alcance, método y pronóstico de la
intervención que se realizará; un consentimiento que haga explícito aquellos límites que
como psicólogo reconoce de su práctica. El Manual Deontológico lo expresa del siguiente
modo:

El principio de veracidad corresponde a la obligación moral de cuidar y respetar la


información transmitida al consultante buscando siempre velar por su autonomía para
que pueda tomar las decisiones correspondientes, es decir, seguir las reglas que rigen la
revelación de información para alcanzar el consentimiento del paciente. De esta manera,
para que el consentimiento sea acorde con la autonomía, el profesional debe ofrecer
información pertinente y clara acerca del proceso y de los beneficios y riesgos a los que se
expone el usuario, tanto si acepta como si rechaza el servicio profesional (p. 80)

Para los clásicos el cuidado de sí consiste en el cultivo del cuerpo y la búsqueda del
autoconocimiento, con el objetivo de resolver los problemas y poder gobernar. Hablamos
de salud, intelecto y control. A propósito de este último aspecto, los griegos consideran
que una de las mayores fallas que pueden tener los hombres es no saber gobernarse a sí
mismos y sucumbir ante el peso de sus pasiones e impulsos: el hombre que se deja llevar
por la ira, el amor, la tristeza, los celos, entre otras cosas, no sería una persona virtuosa
que se autogobierna, pues al no conocerse lo suficiente, no sabe controlarse y, de tal
suerte, no puede afirmarse que cuida de sí. Antes bien, es un esclavo que es gobernado
por sus impulsos. Para el caso de los psicólogos esto resulta fundamental tenerlo en
mente ya que muchas veces sus pasiones los pueden llevar a extralimitarse, cayendo en
lógicas paternalistas o atentando contra sus usuarios, por ejemplo, al discriminarlos por
alguna condición, o al terminar por entablar una relación afectiva en la condición de
jerarquía que implica la relación con el usuario, por no mencionar el carácter vulnerable
de este último. Este asunto del paternalismo, no obstante, será desarrollado más
adelante.

El cuidado de sí busca crear las condiciones que permitan actuar de forma libre en
conformidad con los propios juicios. Para los griegos, cuidar de sí es garantizar lo que
llamamos autonomía y no ceder ante el poder de otros que no son como ellos. El otro,
para los griegos, no es un igual, sino más bien el bárbaro que los pone en cuestión, el
extranjero, la mujer. No obstante, a diferencia de los griegos y a la luz de la idea de
dignidad, nosotros consideramos que cualquier otro es un sujeto de derechos al que
debemos responder. En ese sentido el cuidado de sí de los clásicos debe ser matizado y
comprenderse no solo como la búsqueda de la propia autonomía, sino como el trabajo en
el que creo condiciones para que, en el marco de relaciones de igual respeto, aunque no
siempre horizontales, todos los participantes puedan ejercer su propio juicio y actuar en
conformidad con lo que consideran valioso. Para el caso de los psicólogos y en particular
al interior de la relación con sus usuarios esto implica respetar profundamente las
creencias del otro, estar dispuesto a escucharlo y explicarle con detalle cada uno de los
procedimientos a realizar, así como guardar el secreto de la información recibida y no usar
categorías o etiquetas absolutas que generen desvalorización o discriminación.
Aunque hasta ahora se haya presentado una visión de los griegos como una sociedad
excluyente, lo cierto es que buena parte del pensamiento de los filósofos clásicos y
algunas de sus prácticas apuntan al reconocimiento del otro como igual. Respecto de
estas visiones vale la pena destacar que para los griegos, explica Foucault (2010) [6], la
posibilidad de resistir al gobierno de los otros, solo es posible por un otro que es la
condición del cultivo y el autoconocimiento. Foucault explica que en la Grecia Antigua es
muy clara la idea según la cual solo podemos conocer de nosotros mismos gracias a un
otro que nos dice verdad, figura que los griegos llaman el “parresiasta” y que encuentra su
símbolo, nuevamente, en Sócrates.

Este filósofo es un sujeto que encarna la parresia al decir verdad pues, dirigiéndose a
aquellos que creen que saben sin saber, se vale de preguntas que les muestra que no
saben ya que las respuestas que ofrecen son contradictorias, tienen vacíos o conducen a
sin salidas. Para sus interlocutores tal situación constituye una posibilidad de conocer sus
propios límites, errores y dificultades, con el fin de solucionarlos y, de tal suerte, fortalecer
su autocuidado y escapar de la esclavitud que les generan sus posiciones infundadas y
falsas creencias. El parresiasta es una figura que, poniéndose en riesgo y a riesgo de poner
en juego la amistad y la relación, le dice verdad al otro para que este pueda avanzar en su
autoconocimiento y cuidado. Se trata de una figura que a lo largo del tiempo ha tomado
diferentes formas pero que sigue siendo latente en épocas contemporáneas,
precisamente, en profesiones como la psicología. Cuando el psicólogo se encuentra con su
usuario o su sujeto de investigación, realiza un ejercicio de cuidado en la búsqueda de
solución de un problema; entra en el juego de la parresia y ha de decir verdad para que la
persona a la que se dirige pueda, precisamente, gracias a ese otro que lo interpela, tomar
las mejores decisiones posibles basado en elementos de juicio sólidos. Esto se expresa a
manera de deber del psicólogo y como un derecho del usuario en diferentes situaciones;
vale la pena destacar aparte de las ya mencionadas, aquellas que tienen que ver con los
procesos de investigación; al respecto la Ley 1090 de 2006 señala que el ejercicio de
cuidado consiste en que los psicólogos mantengan suficientemente informados a los
usuarios tanto del propósito como de la naturaleza de las valoraciones, de las
intervenciones educativas o de los procedimientos de entrenamiento y que reconozcan la
libertad de participación que tienen los usuarios, estudiantes o participantes de una
investigación. Ahora, cuando la condición del usuario no permite su consentimiento, el
psicólogo debe dirigirse a los padres o tutores para proteger los derechos de los sujetos en
condición de vulnerabilidad. Respecto de la investigación con animales y en tanto que
estos también son objeto de derechos, en dónde no existan reglamentaciones específicas,
los psicólogos deben cuidar de estos asegurando su bienestar y tratando de reducir al
máximo el dolor y la cantidad de animales usados a través de simulaciones con
computadoras o modelos in vitro en los casos en que sea posible. En cuanto a la
presentación de informes y conclusiones de investigación, el cuidado del psicólogo se
manifiesta como un ejercicio de prudencia que depende de la estandarización y
evaluación de las pruebas que usa; al respecto la ley 1090 recuerda en su artículo 47 que
“no son suficientes para hacer evaluaciones diagnósticas los solos tests psicológicos,
entrevistas, observaciones y registro de conductas; todos estos deben hacer parte de un
proceso amplio, profundo e integral”.

Para los griegos la parresia es una figura necesaria para el progreso de la polis; no
obstante, una figura política profundamente riesgosa para el que la asume, pues cada vez
que se interpela al otro no solo se pone en riesgo la relación que se tiene con este, sino
que también se pone en riesgo la propia vida. Tanto la condena a muerte de Sócrates,
como la esclavitud que le impone a Platón el gobernante de Siracusa, son el resultado de
su papel como parresiastas; ellos son hombres que han decidido ser el otro que, a fuerza
de verdad, le permite a los otros auto-conocerse, aun cuando por ello puedan perderse a
sí mismos. Pero, ¿por qué alguien elige ser el intermediario que garantiza el cuidado de
otro, aun cuando tal labor lo puede poner en riesgo, es decir, por qué aceptar cuidar a
otro a pesar de sí mismo? ¿O será, más bien, que esa falta de autocuidado del parresiasta
es tan solo aparente y, por el contrario, constituye un cuidado más profundo?

Aunque en los griegos la figura del yo, de la autoría, es muy fuerte, lo cierto es que la
construcción de dicha particularidad se da sobre la conciencia de una totalidad; el griego
nunca deja de lado su comunidad, por el contrario, ve en ella la condición sin la cual no
sería posible la construcción de su particularidad. Por tal razón, la figura del nosotros y del
deber para con su comunidad es de gran importancia. Se trata de una intuición política
según la cual, debido a que es la comunidad la que garantiza el éxito de los individuos,
estos le deben sus servicios y dedicación; así, por ejemplo, los espartanos veían el servicio
militar como algo obligatorio, mientras que los atenienses juzgaban, de igual modo, la
participación en la asamblea. Para un griego, servir en la guerra o debatir en la asamblea
no constituye una carga sino un honor en el servicio a su comunidad. Hablamos de lo que
en términos contemporáneos llamamos responsabilidad social, un deber fundamental que
constituye un ejercicio de cuidado respecto de nuestra sociedad. En el caso de los
psicólogos, lo que está en juego no es entregar la vida, pero sí una serie de acciones que
reflejan la vocación de servicio de la profesión a través de ejercicios de responsabilidad y
solidaridad como la crítica constructiva a las instituciones (autonomía), la denuncia de las
circunstancias de injusticia u opresión (beneficencia), el dedicar tiempo a labores de
apoyo comunitario sin buscar retribución económica para promover el desarrollo y
conocimiento de la sociedad (justicia), de igual manera el rechazar prestar sus servicios
cuando sepa que serán mal utilizados y llevaran al detrimento de personas, grupos o
pueblos (no maleficencia).
Si evaluamos la figura del parresiasta sobre el trasfondo de una visión política comunitaria
podemos comprender que para los griegos, dado que decir verdad es algo fundamental
para el progreso de la polis, pues le permite comprender sus errores, los riesgos que ello
acarrea son menos importantes en comparación al beneficio que genera; razón por lo cual
podemos afirmar que el parresiasta no es alguien que está dispuesto a dejar de cuidar de
sí, sino que, por el contrario, su actividad es un acto de cuidado aún más profundo que el
cuidado egoísta ya que él cuida, de hecho, la condición que permite el éxito de los
individuos, esto es, la comunidad política y, con ello, de sí mismo. Lo mismo ocurre con los
psicólogos, su compromiso con la comunidad en general es la garantía y condición de su
éxito.

Esto nos permite ver que el cuidado no solo supone un otro que es la condición para el
auto-cuidado, sino que, además supone actividades que constituyen un cuidado del otro,
como lo es la actividad del parresiasta que cuida de su comunidad. Foucault muestra que
esta figura del sujeto que dice verdad por el bien de la comunidad política, ha estado
presente a lo largo de la historia con otras manifestaciones, como la del confesor al
interior de la pastoral cristiana o la del psicólogo y el psicoanalista en épocas
contemporáneas. Mientras el confesor escucha al otro con el propósito de redimirlo, el
psicoanalista, por ejemplo, escucha al otro para ayudarle a crear sentido; en ambos casos
se trata de un sujeto que da respuesta y contribuye al autoconocimiento de los otros,
mientras cuida de su alma o su mente. Vale la pena destacar que en estas dos figuras, de
forma más explícita que en la del parresiasta, la respuesta que se ofrece al otro es, ante
todo, una escucha que, no obstante, no constituye una pasividad. Lo que nos permite
comprender que el cuidado del otro halla su primer término como escucha, esto es, como
reconocimiento de las necesidades por las cuales el Otro demanda mi atención.

Dado que la escucha es la antesala a un discurso, se comprende que el cuidado, a su vez,


tiene que ver con la clarificación de un sentido. El cuidado que empieza como escucha
deviene creación de sentido a través de la construcción de un discurso. Pero, en este
punto, es necesario ahondar en el espacio de la crítica y poner de manifiesto una posible
contradicción a la que puede llevar cierta interpretación de la construcción del sentido.
Hemos de recordar que el autocuidado, en tanto que apuesta por el ejercicio de la
libertad y la autonomía, espera que los otros no impongan su poder ni su juicio sobre el
sujeto del cuidado; pero, al interior de la construcción discursiva, sobre todo cuando la
relación entre las personas es de naturaleza jerárquica, siempre existe el riesgo que el
cuidado que empezó como una escucha y devino discurso, termine por imponer ese
discurso al sujeto del cuidado; esto es, precisamente, lo que está a la base de profundos
riesgos como lo son el paternalismo o las visiones asistencialistas, que le niegan al sujeto
la posibilidad de elegir por sí mismo y lo condenan a tomar las decisiones que otros
consideran más adecuadas para sí.

Si el cuidado busca, entre otras cosas, la protección de la libertad y la autonomía, el


ejercicio de cuidado que lleva a la imposición de un sentido entraría en contradicción con
esta normativa primera. Cuidar del otro, al menos en este plano, no puede ser la
imposición de un sentido sino la reflexión y búsqueda de las herramientas para que el otro
encuentre su propio sentido en conformidad con lo que considera valioso. Así puesto, el
ejercicio del cuidado tendría que ver con la promoción y fortalecimiento de las
herramientas de juicio necesarias para la toma de decisiones y no con la imposición de
caminos de acción en conformidad con los intereses y creencias particulares de quien
cuida. Este es un énfasis que se presenta en algunas técnicas de terapia como la de
Aceptación y Compromiso (ACT) y la Analítica Funcional (FAP).

La reflexión sobre el cuidado desde la práctica del decir veraz que se expresa en la
parresia griega, nos muestra que el cuidado es, ante todo, algo que se da en el marco de
una relación. Si bien por la forma de la exposición puede darse la sensación de que en esta
un sujeto asume las veces de cuidador, mientras que el otro las de sujeto del cuidado, lo
cierto es que se trata de una relación mutable en la que el cuidado no guarda una
dirección particular, sino más bien un carácter recíproco. Hay ocasiones en las que
requerimos del cuidado del otro, así como circunstancias en las que asumimos el rol de
cuidadores. En ese sentido surge la pregunta respecto del modo en que los usuarios
pueden asumir posiciones de cuidado respecto de los psicólogos. En sentido general
podríamos afirmar que los usuarios pueden cuidar de sus psicólogos respetando y
reconociendo su experticia, respetando la objeción de conciencia, siendo veraces,
cumpliendo sus compromisos económicos, cuidando el buen nombre, más todo aquello
que supone el reconocimiento de su dignidad en términos de derechos fundamentales,
laborales, civiles, etc.

La dignidad se niega a ser contenida, aun cuando el cuerpo y la palabra sucumben al


encierro. Pero, así como estos, su carácter es frágil y requiere de un ejercicio de cuidado
que le permita darse o permanecer. Lévinas (2002) [5] muestra como en la relación que se
presenta con el otro surge la naturaleza del cuidado al señalar que, si bien la destrucción
del hombre por el hombre no niega el rostro, así como la dignidad no se pierde por vivir
en condiciones indignas, el rostro solo puede manifestarse en la finitud del sujeto, en su
cuerpo y su lenguaje, del mismo modo que la dignidad solo se presenta en ciertas
condiciones que le permiten su expresión. El rostro hace parte de lo infinito, pero solo se
manifiesta en la finitud, de suerte que responder al rostro del otro, a sus llamados, supone
por principio atender, cuidar, acoger al otro en el sentido más cotidiano. Lévinas
encontraba en tal acogida que él llamaba la hospitalidad, el deber del hombre para con el
hombre, un deber que caracterizaría al pensamiento ético y que él esperaba, pudiese ser
adoptado de forma tal que todas nuestras acciones lo tuvieran a la base, sin importar su
naturaleza.

La hospitalidad, explica Lévinas, se opone a la hostilidad y nos permite hallar nuestro


valor, al actuar teniendo en consideración el “para el otro”, antes que el “para nosotros
mismos”. Nuestro deber de cuidado, señalaba Lévinas, es absoluto y equiparable al deber
con el infinito; traslapando la figura de Dios, explica Hilary Putnam (2004) [8], Lévinas ha
hecho del Otro el valor absoluto, de suerte que su apuesta podría entenderse como si lo
que Lévinas pidiera, para hacer frente al mal, al daño y la muerte, es que actuáramos con
el Otro como si estuviéramos ante Dios mismo.

El cuidado en Lévinas se comprende como hospitalidad, pero, en esa medida, requiere


una clarificación, ya que la apertura de la casa, el en-casa que deja entrar al otro, bien
puede convertirse en un riesgo difícil de detectar, en tanto que se presenta como
generosidad. Abrir la puerta de nuestra casa es una metáfora que, no obstante, no quiere
ser una ficción. Abrimos ante el llamado, pero abrimos protegidos por una cadena,
abrimos con condiciones; sin embargo, lo que espera Lévinas es que en la ética como
hospitalidad la condición no aparezca como respuesta al llamado, sino que, la apertura
sea incondicionada. Se trata de tener abierta la puerta, recibir a cualquiera y, no obstante,
al entrar, no encerrarlo, no condicionarlo, no imponerle nuestro poder ni nuestro juicio;
esto es evitar el paternalismo y hacer del cuidado una actividad que busca que lo infinito
se manifieste en lo finito, que busca hacer florecer al otro, hacerlo alcanzar su potencia en
conformidad con su propio juicio.

En cualquier caso, la actividad que surge como respuesta, la acogida que se abre a la
necesidad del otro, si quiere dejar de lado la imposición del poder que presiona y limita,
requiere que se re-piense el papel del lenguaje, el papel del discurso como creador de
sentido. Dado que el otro se me ofrece siempre a través de una ventana, bien sea la que le
impone mi mirada que es lenguaje o su presencia que me mira o me habla, que también
es lenguaje, que se expresa en el lenguaje, esto es como discurso, es imprescindible que el
lenguaje de nuestra relación no sea tal que lo niegue, lo minimice, lo humille, o lo trate
como un objeto. En ese sentido el cuidado que le ofrezco al otro es, en esta medida, un
problema de discurso. Para los psicólogos, explica el Manual Deontológico, ello implica la
necesidad de asumir un profundo cuidado para evitar que con lo que del otro se dice, o
con lo que se le dice, se le generen perjuicios de injustificables (supresión de derechos,
restricciones, inducción de conductas nocivas, atentados contra su integridad); en esa
medida, resulta importante que los psicólogos sean críticos con las categorías de la
enfermedad y la patología y aprendan a ver a sus usuarios más allá de estos moldes para
poder comprenderlos, antes que diagnosticarlos.

Se puede afirmar, no obstante, que el cuidado tiene que ver con la satisfacción de las
necesidades del otro y que, en esa medida, lo fundamental del cuidado es un problema
vital, más que discursivo. No cabe duda que el hambre de pan es tan urgente como el
hambre de justicia, pero su satisfacción no es, propiamente, el objeto del cuidado, sino su
condición. La satisfacción de las necesidades vitales es la base para la perseverancia del
hombre, pero no es, en modo alguno, el sentido último de su vida. En tanto que la
satisfacción de tales necesidades es, tan solo, un primer momento del deseo, casi un
instinto, leerlas como totalidad sería apresurado y reduciría la figura del hombre a la de un
animal sin historia. Las pretensiones de los hombres son mucho más amplias y remiten,
ante todo, al problema del sentido y la creación de un proyecto de vida. Una forma de
entender este fenómeno es la Pirámide de las Necesidades humanas de Maslow, que
precisamente organiza jerárquicamente las necesidades desde las fisiológicas hasta las de
autorrealización, pasando por las de seguridad, afiliación y reconocimiento.

Para Lévinas el cuidado que remite al rostro del otro, si bien tiene como condición la
satisfacción de la necesidad, tiene como fin el deseo, es decir aquellas pretensiones que
remiten a la construcción del sentido. Cuidar al otro es obrar de tal modo que este pueda
perseverar en su ser gracias a un trato que no lo cosifica, sino que da cuenta, en su
contenido, de la grandeza del sujeto del cuidado; cuidar no es satisfacer una carencia sino
tener la experiencia de un exceso, esto es el reconocimiento de que el otro no es
reducible a un objeto ni a la medida de lo que yo soy. En tanto que el otro se me presenta
como lenguaje y mi contacto con él también es lingüístico, el cuidado se manifiesta como
cuidado del discurso, lo que significa, en primer término, no leer al otro desde categorías
que son un velo a su infinitud, a su dignidad.

En el marco del mito bíblico existe un pasaje del génesis cuyo sentido e importancia no
debería perderse de vista, al reflexionar sobre el problema del cuidado como discurso; se
trata, de hecho, de un pasaje que resuena en la obra de Lévinas. Mientras avanza la
creación y antes de que, del cuerpo de Adán haya sido creada su compañera (el Otro),
Dios le impone una tarea al hombre: Adán ha de nombrar las cosas, el mundo, los
animales, todo aquello que él no es y que está a su disposición, en otras palabras, la serie
de objetos sobre los que puede ejercer su poder. Allí el nombre, el nombre propio que se
adjudica es un sello, la huella que simboliza el poder y que le da realidad a lo otro a partir
de la mirada y la palabra del hombre. Si el mundo se comprende a través de la mirada que
lo nombra, el hombre aparece, entonces, como la medida que configura la experiencia
posible de lo Otro y del Otro. Pero en este punto, cuando Adán nombra a la mujer, cuando
le da su nombre propio al Otro es, precisamente, el instante donde la violencia llega al
mundo pues, lo que ha ocurrido, es la legitimación del poder del hombre sobre el hombre.
El mal y la violencia, reflexionaba Walter Benjamin (2001) [9], llega al mundo por el
hombre a través del lenguaje.

Jacques Derrida (1971) [10] ha señalado que la mayor parte del lenguaje de la filosofía
occidental se ha construido sobre los principios de la tradición griega y, en esa medida,
sobre un modo de comprender de carácter absolutista, universalista, masculino. La mayor
parte de los discursos filosóficos de occidente son de carácter falogocéntrico, se presumen
absolutos, son excluyentes, no aceptan la alteridad y se sustentan en un proceder fálico,
penetrante, violento y masculino (lo que no implica “de hombres”) que se impone sobre el
mundo para domarlo, gobernarle, a través de conceptos que persiguen intereses
particulares, mientras se sustentan en ejercicios de violencia que sangran. Frente a esta
manera de conceptualizar se opone una perspectiva femenina (que no es equiparable a
“de mujeres”) que, antes de penetrar el mundo e imponerle su violencia para gobernarlo,
se abre a este para acoger múltiples perspectivas sin presumir cierres interpretativos sino,
más bien, potenciando la multiplicidad de discursos (el enriquecimiento de la experiencia)
sin buscar los consensos absolutos sino, más bien, la posibilidad del disenso no violento.

Para Lévinas este poder de la palabra como creadora del mundo, de su sentido, no
obstante, halla su límite en la figura del Otro, la mujer, lo femenino que es la
representación de todo Otro y de la ética. El nombre que el ser humano se da, debería ser
símbolo, huella de la grandeza y santidad que lo configura. El “no matarás” constituiría la
respuesta a la santidad del Otro que es nombrado con un lenguaje diferente al de la
coacción. Frente al mito bíblico lo que espera Lévinas es que el Otro no sea un objeto más
del mundo que se designa con sus categorías y, en esa medida, sobre el cual se pueda, por
derecho, ejercer el poder. El Otro, por el contrario, reclama según Lévinas de un lenguaje
especial que no sea un cerco sino, más bien, un discurso que le permite florecer y realizar
sus potencias. En el sentido más práctico esto significa que el camino del cuidado está en
la realización de un ejercicio de crítica que permita poner en cuestión los discursos que
limitan, para abrirnos, no a un espacio más allá del lenguaje, sino a la ampliación de
nuestras categorías y prácticas que refieren al otro.
En esa misma línea Lévinas piensa el cuidado como feminidad, lo cual no implica que se
trate de un territorio privilegiado a la “mujer”; antes bien, lo que está en juego es la
adopción de prácticas discursivas que desde la vitalidad promueven la vida. Una feminidad
que, en hombres y mujeres que rechazan las violencias que sangran, los abre para acoger
en sí, a los otros de forma incondicional. Esta acogida es una apertura que no quiere
indagar en el Otro para descubrirlo, revelarlo, develar su misterio, sino una acción que
crea un territorio para que el otro pueda hacer de sí expresión del reconocimiento
recíproco.

La reflexión adelantada por Lévinas abre la posibilidad de pensar modos divergentes de


comprender los problemas de la moralidad en tanto que da cuenta de una diferencia
entre lo masculino y lo femenino. Lévinas ve en lo femenino y en particular en la figura de
la maternidad, un símbolo para ejemplificar lo que él considera propio de la ética, esto es:
un compromiso incondicionado con el cuidado del otro. No obstante, es necesario aclarar
que la referencia a esta distinción no es naturalista, así como tampoco se trata de un
ejercicio que esencializa el género; Lévinas pretende, más bien, explicar que este
compromiso ético femenino no es, tan solo, posible para las mujeres y que los hombres,
de igual manera, son capaces de tal planteamiento pues su naturaleza no está confinada a
una masculinidad violenta. Bien puede darse la ética en hombres y en mujeres, pero esta
se parece, señala el autor, a los valores que históricamente ha encarnado la feminidad
respecto del otro masculino.

Un planteamiento de esta naturaleza se encuentra en ciertas lecturas adscritas a la ética


feminista que, apoyada en la psicología, se conocen como ética del cuidado.
Históricamente hablando, el trazado general de esta postura ha sido rastreado,
aproximadamente, hacia mediados de la década de los 80 del siglo pasado. Los
comentaristas ubican en la obra de Carol Gilligan (1982) [11] uno de los trabajos
fundacionales de esta corriente, y en particular, destacan aquellas hipótesis derivadas de
una serie de estudios vinculados a la psicología del desarrollo moral iniciada por la figura
de Lawrence Kohlberg, para quien, el desarrollo moral de los sujetos no solo es uniforme,
sino que, además, se encuentra estrechamente relacionado con el uso de la razón. En esa
medida, las diferencias que Kohlberg encuentra entre el razonamiento moral de hombres
y mujeres, las interpreta como el resultado de un uso incompleto y deficiente de la razón
de parte de estas últimas. Ante lo cual Gilligan, reinterpretando gran parte de los
resultados más importantes del trabajo de Kolhberg, responde que el autor no ha
percibido que el problema no remite al uso de la razón, sino que lo que se esconde a la
base de esta diferencia es otro modo legítimo para enfrentarse a los asuntos morales, que
dejando de lado los principios y las máximas, encuentra sus criterios de acción en una
apertura hacia el uso de los sentimientos morales. A continuación, a partir de la lectura de
varios autores de esta corriente, esperamos ofrecer un panorama general sobre la
propuesta que nos permita hallar elementos enriquecedores para la práctica del cuidado
en la psicología.

La ética del cuidado, al menos desde el punto de vista académico y disciplinar, ha sido
descrita como una de las dos grandes aproximaciones feministas a la dimensión moral de
las relaciones humanas (Tong 2014) [12] [13]. Se trata de una nueva forma de entender,
reformular y repensar los diferentes esquemas y modelos interpretativos que
tradicionalmente han sido utilizados por la ética, ya no desde la defensa de deberes y
principios universales, sino desde el punto de vista de la experiencia femenina; ya que es
desde el terreno de las prácticas, los hábitos y las costumbres desde donde se puede
constatar que las aproximaciones éticas tradicionales (deontología, utilitarismo, ética de la
virtud) han oscurecido la experiencia moral, no solo de las mujeres, sino en general de
aquellos grupos humanos que han sido históricamente marginados (Slote 2007) [14],
debido a que estos grupos nunca han sido quienes postulan los principios, sino a quienes,
en el marco de relaciones de poder, se los imponen sin dar cuenta de sus aspiraciones y
expectativas.

Tal y como ha sido destacado por Allison Jaggar (2000) [15], las teorías éticas tradicionales
han desestimado el papel que juega la mujer en el centro de sus consideraciones y con
esto, han generado por lo menos tres grandes problemas. Primero: las aproximaciones
éticas tradicionales han trivializado aquellos conflictos morales que nacen en la “esfera
privada” de la vida humana por considerarla una dimensión exclusiva para los cuidados
del hogar y de los niños. Segundo: las posturas éticas tradicionales han sobrevalorado
rasgos culturalmente asociados a lo masculino, como la “independencia”, la “obligación” y
la “autonomía”, al mismo tiempo que han restado crédito a nociones convencionalmente
asociadas a lo femenino, como la “interdependencia”, la “ausencia de jerarquías” y la
“empatía”. Tercero, y tal vez el problema más importante, es el hecho de que las éticas
tradicionales han privilegiado una cierta modalidad para el razonamiento práctico,
colocado un gran énfasis al tema de la universalidad y la imparcialidad, pero dejando a un
lado otras formas de razonamiento, que ponen en el centro de la discusión el carácter
relacional de nuestras interacciones morales y el papel que juega el contexto en la toma
de decisiones del individuo. Sin embargo, afirmar esto no significa que la ética del cuidado
esté defendiendo una lectura esencialista del comportamiento moral de las mujeres; sino
que más bien, está describiendo la existencia de una voz diferente (Gilligan, 1982) [11], es
decir, de otros modos de ser desde los que se pueda leer y narrar nuestra experiencia
ética.
Según esta lectura, uno de los rasgos constitutivos de la ética del cuidado es ante todo la
construcción de una ética del género; esto es, un enfoque interpretativo que logre dar
cuenta de las relaciones de dominación que la sociedad ejerce sobre ciertos grupos
humanos, lo que supone la ejecución de una apuesta crítica sobre nuestro presente. Así
pues, una ética del cuidado vendrá a ser una aproximación teórica interesada por la forma
en la que se configuran las relaciones humanas, pero, sobre todo, por el peso que tienen
este tipo de relaciones a la hora de asumir nuestras obligaciones con el otro. Según Jaggar,
la ética, en términos generales, tiene que ver con las posibilidades que emergen de la
búsqueda de la libertad humana. Y, siguiendo dicha línea, la ética feminista coloca un
especial énfasis en el trabajo de tres grandes temas. Primero: la articulación de una crítica
moral hacia todas las actitudes y prácticas que perpetúan la subordinación de la mujer (y
otros grupos excluidos). Segundo: la construcción de formas de resistencia moralmente
justificadas frente a dichas acciones. Y tercero: el análisis de la experiencia moral
femenina como una forma de repensar nuestra relación con el otro (Jaggar 2000) [15]. Tal
vez este último punto sea uno de los temas más importantes a la hora de entender la
relación que hay entre la crítica a las posturas éticas tradicionales, y la formulación de una
manera de entender la ética desde el punto de vista relacional.

Una ética del cuidado no solo reivindica la esfera privada de la vida humana por hacer
parte de una estrategia política centrada en el reconocimiento de la violencia de género.
También lo hace porque la vida privada es un escenario caracterizado por valores y
elementos que rara vez aparecen en el núcleo de una argumentación moral y que, según
esta lectura, nos ofrecen una comprensión mucho más profunda de la vida humana. Dicho
en palabras de Virginia Held (2006) [16]:

La ética del cuidado reconoce que los seres humanos son por muchos años de su vida
dependientes, que el reclamo moral de los que dependen de nosotros para obtener la
atención que necesitan es urgente, y que hay aspectos morales de gran importancia en el
desarrollo de las relaciones de cuidado que permiten vivir y progresar a los seres
humanos. Cada persona necesita cuidado durante al menos sus primeros años. Las
perspectivas para el progreso humano y el florecimiento dependen fundamentalmente
del cuidado de aquellos que lo necesitan, y la ética del cuidado subraya la fuerza moral de
la responsabilidad de responder a las necesidades de la persona a cargo. La mayoría de las
personas se enfermarán y dependerán durante algunos períodos de sus vidas posteriores,
incluyendo en las etapas de vejez más frágil, y algunos que se encuentran discapacitados
de forma permanente necesitarán atención durante la totalidad de sus vidas. Aquellas
morales construidas sobre la imagen de la persona independiente, autónoma y racional
pasan por alto en gran medida la dependencia humana que toda moralidad exige. La ética
del cuidado asiste a esta preocupación central de la vida humana y delinea los valores
morales involucrados. Se niega a relegar el “cuidado” a un escenario “exterior a la
moralidad”. Cómo el cuidado de otros debe reconciliarse con las exigencias de, por
ejemplo, la justicia universal, es un tema que debe ser abordado. Sin embargo, la ética del
cuidado comienza con las reivindicaciones morales de los otros en particular, por ejemplo,
de un hijo, cuyo valor puede ser convincente sin tener en cuenta un principio universal”
[Traducción propia] (p. 538)

Así las cosas, según Klaver, Elst y Baart (2014) [17], al entender el cuidado como una
práctica y no como una categoría filosófica podemos conseguir dos cosas. Primero: no
caer en aquellas tendencias románticas que ven el cuidado como un ejercicio de coerción
en el que, por ejemplo, el psicólogo impone sus valores y decisiones por encima de la
autonomía del consultante; pues al encontrarse estrechamente vinculado con la reflexión
ética, las actitudes que acompañan a las prácticas están siendo retroalimentadas por
quien está siendo sujeto de cuidado. Y segundo: ampliar el rango de temas y problemas
para analizar; ya que, una ética que descanse en el ejercicio y estudio de las prácticas, a la
larga, nos permitirá involucrar cualquier asunto que afecte la esfera política y moral de la
realidad. Así, en palabras de Klaver, Elst y Baart, “el término “práctica” proporciona cierto
tipo de elementos que continuarán siendo importantes a la hora de comprender el
cuidado, tales como los criterios (¿qué es un buen cuidado?), las virtudes (las excelentes
propiedades o características de los cuidadores), las responsabilidades (¿quién hace
qué?), y los valores (¿de qué se trata realmente el cuidado?” [Traducción propia]. (p. 759)

No somos agentes todo el tiempo. Gran parte de nuestra vida nos definimos como
pacientes en virtud de alguna relación. Somos dependientes, interdependientes y
nuestros actos a nivel individual son finitos y contingentes. Cada uno de nosotros
necesitó, necesita y necesitará ser cuidado. Con lo cual, el cuidado implica el
establecimiento de una relación, y aquí es donde la ética del cuidado trasciende las
versiones más clásicas y radicales del sentimentalismo moral: no puede haber cuidado, es
decir, no puede haber una consideración ética, sin que exista alguien que desee cuidar y
alguien que necesite ser cuidado (Slote 2007, 10 - 15) [14]. La relación, en ese orden de
ideas, se convierte en uno de los elementos ontológicamente constitutivos del ser
humano. Estar en relación no es otra cosa que el correlato, o mejor, la expresión de este
atributo. Necesitamos del otro todo el tiempo. Sin la presencia del otro no podríamos
aprender el lenguaje, así como otro amplio número de operaciones mentales y
psicomotrices. Sin embargo, esta dependencia e incluso, esta interdependencia no se
parece, tal y como es entendida por las defensoras de la ética del cuidado, al concepto
clásico de reciprocidad, esto es, a la versión contractual de la cooperación (Noddings
2013, 3 - 5). No cuidamos del otro por un contrato. La ética del cuidado tiene que ver con
relaciones particulares, y en ese sentido, cuidar no es un asunto en el que nos sentimos
favorablemente dispuestos hacia la humanidad en general. El cuidado requiere de un
encuentro activo con individuos específicos; y no se puede conseguir, solamente, a través
de buenas intenciones. Y por eso, la relación entre el terapeuta y el paciente; o entre el
psicólogo y la población con la que trabaja resulta fundamental.

Cuidar entraña, por un lado, una actitud, que puede ser entendida como cierta capacidad
para comprender las necesidades del otro, y en ese sentido, es aquello que nos permite
articular un sentimiento adecuado hacia un determinado estado de cosas (llamemos a
esta actitud “empatía”); por otro lado, cuidar tiene que ver con la puesta en marcha de un
trabajo o una acción, indispensable al momento de resolver una necesidad (llamemos a
esto una “práctica”). Así, “el cuidado tiene que ver con tener una cierta clase de
mentalidad, pero también se encuentra relacionado con la asistencia de aquellos que
necesitan ser cuidados” [Traducción propia]. (Tong 2014, 163) [12]. Ahora bien, gran parte
del rechazo hacia la utilización de principios universales tiene que ver con el hecho de que
el carácter relacional del cuidado permite identificar las necesidades del otro, y en ese
sentido, es capaz de identificar hasta qué punto estamos desarrollando actitudes y
prácticas orientadas por la empatía, y hasta qué punto podríamos estar instituyendo
gestos paternalistas y asistencialistas. La forma en la que opera nuestra capacidad para
juzgar una práctica, afirma la ética del cuidado, no descansa en la capacidad para aplicar
principios a casos concretos, sino derivar de la singularidad del caso cuáles son sus
elementos constitutivos y, de este modo, articular un determinado plan de acción.
Justamente, para no caer en este tipo de malentendidos, Joan Tronto (2013) [18] definirá
el cuidado como “un tipo de actividad que incluye todo aquello que hacemos para
mantener, contener y reparar nuestro “mundo” de manera que podamos vivir en el de la
mejor forma posible. Este mundo incluye nuestros cuerpos, nosotros mismos y nuestro
ambiente” [Traducción propia]. (p. 19). Siguiendo esta clave de lectura, la definición de
Tronto (2013) [18] entiende el cuidado fundamentalmente como una práctica, pero,
además, identifica cuatro elementos constitutivos del cuidado que se pueden entender de
forma simultánea como etapas, disposiciones o metas:

Cuidado. En la primera fase del cuidado alguien o algún grupo descubre o se da cuenta de
necesidades de cuidado insatisfechas. Cuidar a. Una vez las necesidades son identificadas,
alguien o algún grupo debe asumir la responsabilidad de hacer que varias de estas
necesidades sean satisfechas. Dar cuidado. La tercera fase del cuidado requiere que el
acto de dar cuidado sea realizado. Receptora de cuidado. Una vez que las prácticas de
cuidado son realizadas, habrá una respuesta por parte de la persona, cosa, grupo, animal,
vegetal, o el medio ambiente que ha sido atendida. Al observar la respuesta y hacer juicios
sobre ella (por ejemplo, ¿el cuidado brindado fue suficiente, exitoso y completo?)
llegamos a la cuarta fase de la atención. Hay que tener en cuenta que mientras que el
receptor del cuidado puede ser el que responde, no tiene por qué ser así. A veces, el
receptor del cuidado no puede responder. Otros en cualquier ámbito de cuidado también
estarán en posición, potencialmente, para evaluar la eficacia del acto de cuidado. Y, en
aquel que tuvo necesidades de cuidado previamente satisfechas, seguramente, surgirán
nuevas necesidades” [Traducción propia] (p. 22 – 23).

Cuidar, en este contexto, tiene que ver entonces con una cierta modalidad para
relacionarnos moralmente con otros. Una modalidad que, de la misma manera que
sucede con las facultades de la razón, hace parte de los elementos constitutivos de la vida
humana. Siguiendo esta clave de lectura, Sara Ruddick (1994) [19] afirma que, “los
agentes de la práctica maternal que actúan en respuesta a las demandas de sus hijos
adquieren un esquema conceptual -un vocabulario y una lógica de conexiones- a través de
la cual ordenan y expresan los hechos y valores de su práctica” [Traducción propia] (p.
214) . Sin embargo, no estamos defendiendo la tesis según la cual, todas las relaciones de
cuidado maternal son prácticas éticamente responsables; pues lo que hace valiosa una
práctica no es, siguiendo la lectura de Held (1987) [20], dónde ocurre sino cómo ocurre. Y
esta transición, al menos en el contexto de la práctica psicológica resulta fundamental,
pues no se trata de identificar una mejor forma de leer el cuidado (en este caso la que
podría ejercer una mujer) sino identificar el cuidado como una práctica, esto es, como un
trabajo que recoge una multiplicidad de actividades y oficios que trascienden el problema
de la relación entre una madre y su hijo. Así pues, si la experiencia moral que estamos
analizando es “la experiencia de elegir conscientemente, de aceptar o rechazar de manera
voluntaria, de vivir con estas decisiones, y, sobre todo, de actuar y de vivir con estas
acciones y sus resultados [Traducción propia]. (p. 112 – 113), entonces, cualquier relación
moral de estas características será una práctica de cuidado.

A partir del momento en el que entendemos que el cuidado no debe fundarse, o mejor,
no debe confundirse con una cierta lectura del amor de las mujeres, sino que se trata de
una actividad concreta, debemos aceptar que las obligaciones que nacen de esta práctica
se deben distribuir de forma relativa al rol de los actores involucrados. Así, las
responsabilidades que detenta un psicólogo como agente de cuidado, se encuentran
íntimamente relacionadas con las condiciones que posibilitan un adecuado ejercicio de su
profesión y, de igual modo, con las responsabilidades que detentan aquellos que tienen la
función de organizar y regular dicha práctica. Supongamos que, frente a la incapacidad del
psicólogo para atender apropiadamente a un consultante, su deber es de identificar los
límites de sus acciones y, en consecuencia, derivar al consultante a otro profesional que
esté en capacidad de dar cuenta de las necesidades del paciente. Aquí, parece ser que la
máxima kantiana “deber implica poder” permite describir con mayor claridad el centro del
problema. Se es responsable de una práctica siempre y cuando el marco de posibilidades
que está a disposición del agente (en este caso el psicólogo) permita hacer algo; con lo
cual, frente a la incapacidad de ofrecer un servicio que respete la autonomía, la dignidad y
la integridad del usuario, la obligación es trasladar el caso ante un profesional que esté en
capacidad de hacerlo.

Según Pope y Vásquez (2010) [21], la psicoterapia es posible y éticamente responsable


gracias a que fundamenta sus decisiones en tres grandes pilares: la confianza, el poder y el
cuidado. Así, los Estados y las comunidades académicas tienen la tarea de gestionar y
administrar dicho oficio con el objetivo de otorgar un estatus profesional al psicólogo en
virtud de sus conocimientos y de su relación con el paciente o con la población con la que
trabaje. No es posible ejercer plenamente la psicología, en ese orden de ideas, sin contar
con un documento que, además de regular el comportamiento del psicólogo, también fije
las responsabilidades de las entidades encargadas de regular a la profesión. Sin embargo,
a la luz del problema que se ha venido desarrollando a lo largo del texto, vale la pena
tratar de problematizar, en primer lugar, aquel registro en el que la confianza ocupa un
papel fundamental. A saber, el de los vínculos que se establecen entre el terapeuta y el
paciente; entre el psicólogo organizacional y el empleado de una institución; entre el
psicólogo educativo y el estudiante; entre el psicólogo social y la población con la que
trabaja.

La confianza significa, al menos en una definición muy general, la capacidad para creer de
forma integral en las acciones, prácticas y discursos ejecutados por un agente. Confiamos,
en ese orden de ideas, que el profesional al que nos acercamos no solo tenga los
conocimientos adecuados para el desarrollo de dicha actividad, sino que, además,
reconozca los límites de sus propias acciones. Con esto en mente, la confianza se entrega
a la base de una relación de confidencialidad con el profesional de la psicología en la cual
el consultante revela problemas, secretos, temores e incluso fantasías, en aras de recibir
una orientación apropiada a la luz de una serie de expectativas. No obstante, responder
adecuadamente a dichas expectativas hace parte de la confianza, pero no la constituye en
sí misma. La responsabilidad del psicólogo, en ese orden de ideas, es orientar todas sus
actividades hacia la consecución de los objetivos fijados a lo largo del proceso psicológico;
con lo cual, si dicho objetivo no es alcanzado en su totalidad no significa que el psicólogo
haya vulnerado la confianza del paciente, sino que, dadas las circunstancias, el profesional
actuó de tal manera que no prometió cosas que no se podían cumplir a cabalidad.
Hacerlo, de alguna manera, no solo constituye una violación explícita a los principios de
no-maleficencia y autonomía, sino que, además, significa un claro ejercicio de
paternalismo.
A la base de la confianza entregada al psicólogo subyace un elemento fundamental que
es, de alguna manera, el de la fragilidad del consultante. Narrar lo que nos sucede implica
poner de manifiesto cierto tipo de información que no le contamos a todo el mundo. Y
aquí es, precisamente, donde aparece el segundo pilar de la psicoterapia del que nos
hablan Pope y Vásquez (2010) [21], a saber: el problema del poder. Según los autores, si la
confianza es un aspecto entregado por el paciente, el poder es, en cierto sentido, el
vehículo encargado de transportar la información y las expectativas del consultante hacia
los objetivos fijados durante el proceso. Los psicólogos cuentan con un enorme poder (p.
36). Y este poder no se restringe únicamente a la posibilidad de hacer preguntas e indagar
en áreas sobre las que los consultantes mantienen una cierta confidencialidad y que, de
alguna manera, autorizan a través del Consentimiento Informado, sino que, dadas las
circunstancias, el psicólogo tiene el poder de tomar decisiones capaces de afectar las
libertades civiles de sus consultantes; como puede ser el caso de la pérdida o
recuperación de la patria potestad de un menor de edad, o incluso, el inicio de una
investigación penal por cuenta de algún caso de abuso sexual.

Otra faceta del poder es aquella que se encuentra íntimamente relacionada con el uso del
lenguaje, esto es, con la capacidad para nombrar y definir. Los psicólogos evalúan,
diagnostican, prescriben, y el peso de dichos enunciados puede, dadas las circunstancias,
crear nuevas realidades para el paciente. Siguiendo esta línea, uno de los ejemplos más
interesantes al respecto es el “Experimento de Rosenhan”, en el cual se buscaba
determinar si los diagnósticos de enfermedades mentales eran identificables en los
síntomas del consultante, o si, por el contrario, tales evaluaciones están en los ojos de los
observadores. Sin duda, una de las conclusiones más interesantes de tal estudio es la idea
de que algunas de las condiciones estructurales del ejercicio de la psicología, dentro de las
cuales se destacan la escasa existencia de instituciones de salud mental que ofrezcan
atención especializada en cierto tipo de trastornos, impiden una adecuada identificación
del estado mental del paciente y lo hacen tremendamente vulnerable. Así, tal y como lo
destacan Pope y Vásquez (2010) [21], citando a David Rosenhan:

Aquellas etiquetas, impuestas por profesionales de la salud mental, son tan influyentes en
el paciente como lo son en sus amigos y familiares y no debería sorprender a nadie que el
el diagnóstico sean una profecía que se cumple a sí misma. Eventualmente, el paciente
mismo acepta el diagnóstico con todos su significados y expectativas asociadas, y se
comporta de acuerdo a él. (p. 36).

Sin lugar a dudas este es un ejemplo localizado y útil para muy pocas áreas de la
psicología, dentro de las que se destacan la rama de la psicología clínica, pero, no
obstante, los autores consideran que es un problema susceptible de ser extendido a otros
campos del ejercicio psicológico. Así las cosas, tal vez la mejor manera de hacerse cargo
del amplísimo poder con el que cuenta el psicólogo es hacer de la confianza depositada
por el consultante una relación de cuidado; toda vez que, aquello que hace del psicólogo
un profesional no es, solamente, su formación académica sino su capacidad ética para
situar las necesidades de su paciente por encima de otro tipo de consideraciones.

El cuidado, tal y como se ha presentado, es una actividad orientada hacia el


mantenimiento y preservación del mundo en el que vivimos de tal manera que podamos
hacer de él un lugar en el que podamos reconocer la pluralidad humana. No obstante, tal
y como lo destacan Pope y Vásquez (2010) [21], en una dimensión un poco más localizada,
esta es, la de la práctica psicológica, el cuidado se encuentra relacionado con el
reconocimiento de las necesidades del consultante y, en consecuencia, con la adopción de
una serie de actitudes y responsabilidades para consigo mismo y con el consultante (p. 39
– 40). Así las cosas, no podemos dar por hecho que el cuidado es una especie de instinto,
a pesar de que, según Nel Noddings, esta actitud se encuentre atravesada por factores y
elementos de carácter evolutivo. Al contrario, en el centro de las reflexiones sobre el
cuidado el componente educativo sale a la luz como una especie de plataforma desde la
que se da forma a esta práctica. Ahora bien, teniendo en cuenta lo anterior y a manera de
cierre conviene preguntarse ¿cómo diferenciar el cuidado de otro tipo de gestos que,
aunque superficialmente pueden tener resultados similares, en el fondo, resultan
prácticas tremendamente dañinas y destructivas para el consultante?

Uno de los mayores retos a los que se tiene que enfrentar el psicólogo durante su ejercicio
profesional es, nuevamente, el problema de los límites. ¿Hasta dónde es posible
intervenir? ¿Hasta qué punto los prejuicios del psicólogo pueden orientan el
comportamiento del consultante? ¿Hasta qué punto la falta de información puede
lastimar la autonomía del paciente? En gran parte una de las razones que justifica la figura
de una tarjeta profesional, no es solamente la de asociar a los miembros de un gremio,
sino la de establecer fronteras. Es en este contexto donde los códigos deontológicos se
presentan como recursos o principios de acción para el ejercicio profesional. Se presume,
en ese orden de ideas, que quien ajusta su conducta a los principios del código sería un
profesional éticamente responsable, en este contexto, un psicólogo éticamente
responsable. Sin embargo, defender una actitud de tales características significaría, en
gran parte, estar a favor de una especie de adoctrinamiento, esto es, una aplicación ciega
de la norma por mor de lo que está plasmado en el código. Aquí, el problema de los
límites no aparece como una zona clara frente a la cual el profesional de la psicología es
consiente, sino como un muro que le impide observar cuáles son los peligros que se
encuentran más allá de dicha frontera. Esto no significa, de manera alguna, que los
manuales o códigos deontológicos carezcan de utilidad, sino que la formación ética
basada única y exclusivamente en ellos puede producir una cierta ceguera que, a la larga,
podría resultar mucho más problemática. No en vano el mismo Manual Deontológico y
Bioético del Psicólogo afirma que “constituye una falta ética toda conducta debidamente
tipificada, así como aquella que, aun cuando no se ha tipificado en virtud de un proceso
deliberativo se demuestra que transgrede los principios rectores de carácter ético que han
de guiar la actuación profesional” (p. 57)

Tal y como aparece formulado en la literatura especializada, uno de los aspectos más
peligrosos de la relación que hay entre el ejercicio de la psicología y sus límites es, como lo
hemos visto, el del paternalismo. Según Roxanna Lynch (2015), el paternalismo puede ser
entendido como una interferencia en las acciones y las decisiones de un agente, dirigida
contra su voluntad, pero orientada, en principio, hacia su propio bien (p. 115 - 116). El
paternalista no solo cree que está en capacidad de analizar mejor una determinada
situación, sino que, además, no está interesado en reconocer otra opinión y, en
consecuencia, ejecuta un curso de acción que a juicio propio considera como el mejor de
todos. Siguiendo el esquema esbozado por Gerald Dworkin (2010), Lynch (2015) afirma
que nos encontramos con actitudes paternalistas cuando se da el siguiente estado de
cosas:

X actúa paternalísticamente hacia Y al levar a cabo (omitir) Z: 1. Z (o su omisión) interfiere


con la libertad o autonomía de Y Y. 2. X lo hace sin el consentimiento de Y. 3. X lo hace
solamente porque Z incrementará el bienestar de Y (dónde esto incluye prevenir la
reducción de su bienestar), o en alguna manera promueve los intereses, valores o bien de
Y. [traducción propia] (p. 116).

Siguiendo las lecturas de Lynch y Dworkin, el paternalismo, en cualquiera de sus


modalidades, involucra como uno de sus ingredientes principales el análisis de la
justificación de quien realiza el acto paternalista. Hablamos de paternalismo cuando
identificamos una justificación que suprime la autonomía, así como otro tipo de principios
del centro de las consideraciones que debería tener el consultante para la toma de
decisiones. En el campo de la psicología hablamos de paternalismo, por ejemplo, cuando
algunas de las prácticas del profesional atentan contra principios como la autonomía, la no
maleficencia y la solidaridad. El Consentimiento Informado, en ese orden de ideas, es un
mecanismo diseñado para que los consultantes conozcan en qué consiste un
acompañamiento o intervención psicológica, cuáles son sus derechos, qué es lo que se va
a hacer con la información suministrada, quién puede tener acceso a ella y cuándo se
rompe el secreto profesional. Hablamos de paternalismo, en esa medida, cuando el
psicólogo decide omitir de forma parcial o total algún dato o aspecto importante que el
consultante debería tener en cuenta para la toma de una decisión, por ejemplo, bajo la
justificación de que demasiada información puede confundir al consultante, distrayéndolo
del objetivo principal. Así mismo, el paternalismo se encuentra presente en la práctica
psicológica cuando, habiendo asumido el compromiso de atender a un consultante, el
psicólogo niega o se abstiene de prestar la atención debida. Aquí es importante distinguir
entre la negación para aceptar un consultante y la negación que se da una vez el
profesional se ha comprometido a atender al paciente; ya que en el primer caso no hay
fuente de obligación, mientras que en el segundo sí.

Las secciones precedentes nos han permitido familiarizarnos, a través de un recorrido por
diferentes posturas, con una imagen del cuidado como una práctica , motivada por
sentimientos y conceptos, que responde a las necesidades del otro (a sus llamados) y que
es constitutiva de nuestras relaciones; hemos caracterizado dichos llamados como una
manifestación de la dignidad que, trascendiendo lo vital pone de manifiesto la
persecución de un proyecto, la pretensión de validez de los discursos y otras luchas por el
reconocimiento básicas para nuestra constitución como personas plenas. Hemos insistido
en que el riesgo del ejercicio del cuidado tiene que ver con el traspaso de una delgada
frontera que puede llevarnos al paternalismo y las visiones asistencialistas. No obstante,
no hemos señalado la dificultad conceptual en la que se encuentra la propuesta: la de una
apuesta que pretende compatibilizar dos modos muy diferentes de enfrentarse a los
problemas morales.

La psicología en Colombia es una profesión que, en lo que respecta a asuntos morales, se


ha construido sobre la postulación de una serie de principios. Félix Rojas (2016) [3] nos ha
mostrado que se trata de normativas que vienen de múltiples tradiciones (liberalismo,
personalismo, doctrinas gremiales, etc.) y que su incorporación en la praxis del psicólogo
requiere un tipo particular de comprensión que se basa en la adopción de una suerte de
principialismo jerarquizado, una moral de mínimos y máximos dirían otros (al menos eso
es lo que propone Colpsic, para dar cuenta de forma coherente de una multiplicidad de
tradiciones). En cualquier caso, lo que podemos ver es que la Ley 1090 de 2006, así como
la Ley 1164 de 2007 son normativas que, influenciadas por las visiones más clásicas del
análisis moral, terminan por constituir una deontología basada en principios. Se trata de
una visión de la moral con pretensiones universalistas que se basa en conceptos y en las
que la autonomía tiene un valor preponderante. No consideramos que sea una
perspectiva errónea, pero lo que nos muestra la reflexión adelantada al interior de las
éticas del cuidado, es que resulta incompleta, ya que no da cuenta de las motivaciones
que puede haber tras cierto tipo de actos como el cuidado.
El trabajo adelantado al interior de los tribunales de deontología nos ha mostrado que la
falta ética, esto es la acción que está en contravía con los principios éticos que deben regir
el actuar del psicólogo y que se expresa en un incumplimiento de los deberes o un
atentado contra ciertos derechos, pocas veces es el resultado de un desconocimiento de
la norma o de los principios, lo que significa que el conocimiento de un concepto no es
necesariamente garantía para la realización de un tipo particular de acto. Muchas
personas sabiendo lo que deben hacer, no lo hacen y eso nos habla de la poca fuerza
vinculante de una visión moral basada en conceptos, en normativas y principios generales.

Cualquiera que haya intentado ofrecer una formación moral basada en conceptos se da
cuenta que son muy pocas las ocasiones en las que este tipo de reflexiones pueden
modificar una conducta. En ese sentido, se ha señalado que el problema es que muchas
de las acciones que llamamos morales son el fruto de ciertos sentimientos que están a la
base de nuestras relaciones con los otros y que, en esa medida, la formación moral no
puede desvincularse de una formación en sentimientos morales. Pero ¿cómo es posible
una tal formación? En un sentido general la formación de un sentimiento depende de la
vivencia de cierto tipo de experiencias que lo configuran; en esa medida, podemos señalar
que los sentimientos no son gratuitos y mucho menos naturales, pero no podemos
afirmar que sea sencillo crearlos en tanto que suponen la sistematización de una
experiencia, la posibilidad de su réplica en un ambiente formativo.

La ética del cuidado, por su parte, menciona que estos sentimientos que configuran
prácticas como el cuidado surgen en el marco de la vida privada y bajo la lógica de tales
espacios pero que, en modo alguno, se trata de estrategias susceptibles de ser replicadas
en los espacios de lo común. Para algunos de estos autores no es posible pensar un
tránsito de las prácticas morales de la vida privada a los problemas de justicia de la vida
pública, pues se trata de lenguajes diferentes con dinámicas particulares. Hay autores que
consideran que las prácticas de la vida privada, que la ética del cuidado estudia, no
pueden devenir doctrina moral ya que este tipo de aproximaciones invisibilizan el carácter
relacional e interdependiente de la existencia humana. Por su parte, del lado de las
visiones basadas en principios y, en particular, desde la deontología se piensa que el
problema de la acción moral tiene que ver con la auto-imposición de una serie de normas
y, en esa medida, con un ejercicio de racionalidad en el que poco o nada tienen que ver
los sentimientos pues estos, de hecho, distraen el uso consciente de la razón.

Nosotros, de otro lado, consideramos que tanto la ética del cuidado como la deontología
dan cuenta de diferentes lados de la acción moral y que, de hecho, deberían entrar en
diálogo, pero no para que una termine por imponerse sobre la otra, sino para pensar una
vía intermedia que permita comprender con mayor amplitud el problema de la formación
moral y, en particular, el problema del cuidado. Cuando se revisa el Acuerdo # 15[2] y en
particular la matriz con la cual finaliza, se comprende que hay un principio de carácter
general que es el de responsabilidad, esto es la asunción de una respuesta frente a los
llamados de la dignidad que encuentra su manifestación en la acción que se adapta a
principios, con lo cual se da cuenta de los deberes de los profesionales y los derechos de
los usuarios. Hemos señalado que ese ejercicio de responsabilidad es la asunción de un
compromiso con el cuidado y el reconocimiento y, en esa medida, al caracterizar el
cuidado se ha dicho que se trata de un trabajo para enriquecer la experiencia del otro
mientras se promueve su bienestar lo que, por supuesto, también aplica para el cuidado
de sí. No obstante, en sentido general la acción de cuidado no aparece como un ejercicio
de racionalidad, aunque se trata de un ejercicio de coherencia con lo que somos. No es el
fruto de una auto-imposición; antes bien, hablamos de una acción que se basa en el
reconocimiento del valor del otro, de su rostro, en ese sentido de una particular
sensibilidad que está a la base del ejercicio del cuidado.

Se trata, consideramos, de una sensibilidad que es necesario crear a través de un ejercicio


de crítica que ponga en cuestión los velos ideológicos que no nos permiten ver el valor del
otro y sus llamados. Una sensibilidad que, de igual manera, para surgir requiere que las
personas, en este caso los psicólogos, puedan ser partícipes de experiencias que
configuren un tipo particular de sentimientos como la empatía, experiencias que rompen
con los sentires más arraigados en una cultura violenta que no cuida de los otros. En esa
medida, el ejercicio del cuidado requiere del trabajo conjunto de las instituciones para
diseñar espacios que, basados en reglas particulares, generen prácticas y sentires que
apuesten por el desarrollo de una sensibilidad que permita responder por el otro
desconocido y no solo por aquel con el que existen lazos afectivos. Consideramos que solo
de ese modo la deontología podrá contar con la fuerza de motivación necesaria para que
las personas, efectivamente, decidan actuar en conformidad a principios en tanto que
guías normativas que les permiten dar cuenta de una particular sensibilidad. Este trabajo
de construcción de sentimientos basado en experiencias, aunque hay interesantes
ejemplos como la idea de comunidad justa, los juegos de roles, el análisis de dilemas, el
aprendizaje cooperativo y a través del servicio, etc. en términos generales está por venir y
es un deber de las instituciones (en particular de las universidades) tomarlo como guía
para la formación de sus estudiantes.

Rosemarie Tong destaca que, junto con la ética del cuidado, existe una amplia gama de
enfoques en el campo de la ética feminista, que pueden ser reunidos bajo el término
“Status-Oriented Feminist Approaches to Ethics”. Según Tong, la diferencia entre esta
última lectura y la ética del cuidado reside en el hecho de que las “orientaciones
feministas con enfoque ético” defienden una tesis según la cual, las preguntas y las
consideraciones sobre la justicia preceden a las reflexiones sobre el cuidado; mientras
que, para la ética del cuidado, el problema principal descansa en la posibilidad de leer los
problemas morales en clave relacional a la luz de sentimientos, actitudes y aprendizajes
(Tong 2014)

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