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ETICA
Y
MORAL MILITAR
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UNIVERSIDAD EXPERIMENTAL POLITECNICA
DE LA FUERZA ARMADA
VICE-RECTORADO ACADEMICO
COORDINACION DE INSTRUCCIÓN MILITAR
DECLARACION DE VIGENCIA
Se declara en vigencia el presente texto, denominado “MANUAL DE
ETICA Y MORAL MILITAR”, para ser utilizado como manual de consulta por
los alumnos y alumnas de la Universidad Experimental Politécnica de la Fuerza
Armada, durante el desarrollo de la Instrucción Militar.
Las modificaciones y alteraciones a este manual, sólo podrán realizarse con autorización
del Comandante General del Ejército. Cualquier recomendación de cambios en el presente texto
será presentada ante la Dirección de Operaciones del Ejército, Comité de Doctrina, a través de la
Coordinación de Instrucción Militar del Instituto.
Cúmplase:
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ETICA
Y
MORAL MILITAR
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INDICE
CAPITULO Y TEMA PAGINAS
VIGENCIA 1
CARATULA 2-3
INDICE 4
CAPITULO I. Adoctrinamiento profesional. Educación 5 – 22
moral. los cuadros de oficiales y clase
CAPITULO II. El Jefe. 23 – 36
CAPITULO III. La guerra en sus relaciones con la 37 – 45
psicología y la moral.
CAPITULO IV. Factores de deterioro y mejoramiento 46 – 49
de la moral.
CAPITULO V. Detención de los cuadros. 50 – 53
CAPITUILO VI. Las perturbaciones de la guerra. 54 – 61
CAPITULO VII. Las fuerzas morales en la guerra. 62 – 73
CAPITULO VIII. Estudio psicológico del combate 74 – 93
moderno.
CAPITULO IX. Las multitudes y la tropa. 94 – 104
CAPITULO X. La moral – el Ejército moderno. 105 – 112
CAPITULO XI. La educación moral. 113 – 118
CAPITULO XII. Educación e Instrucción militares. 119 - 125
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CAPITULO I
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La manera de conducirse en el ejercicio del mando depende del carácter y del
temperamento del Oficial, no pudiéndose dar en este aspecto sino consejos generales, lo primero
es que el Oficial no debe imaginar que su prestigio aumenta manteniendo sus subordinados a
distancia; tratándolos no como seres inferiores: todos son iguales ante el deber común; es mas,
puede suceder que algunos de los clases o soldados puedan tener superioridad intelectual o social
a la suya. Además procediendo en tal forma no Despierta confianza y simpatía en el personal.
El Oficial no debe caer en el extremo opuesto, EL Oficial tiene que tratar a sus soldados
con benevolencia y cordialidad pero no incurrir jamás en familiaridad.
2. El dominio de Sí mismo.
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3.- La Educación por el Ejemplo y la Acción,
La Unidad confiada al Oficial y que este debe saber educar, está llamada a actuar, en la
mayor parte de tos casos formando parte de otra Unidad orgánica de mayor importancia es decir:
el Oficial manda su Unidad, pero ésta a su vez a las ordenes de un Jefe, a quien debe
obedecer y a quien lo unen lazos de obligación común que abarcan a todo el conjunto del
Ejército. Por consiguiente, la situación del Oficial respecto a su Jefe, es la misma que la de los
clases y soldados frente a él. En nombre de ese deber común, el Oficial debe saberse a sí mismo
como colaborador, obediente y leal al Jefe, debiendo contribuir con todas sus fuerzas a que su
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autoridad se realice.
Grave falta comete el Oficial que niega a su Jefe la colaboración a qué tiene derecho. Tal
proceder no está desprovisto de traición, ya que el Jefe cuenta con esa colaboración no para su
bienestar personal, sino en pro del Ejército.
A pesar de lo que pudiera suceder, el Jefe tiene el derecho de contar con el concurso
leal y completo del Oficial; y si este trata de escapar a la subordinación leal, se coloca fuera de
su deber y. por consiguiente de la Institución. La subordinación exige que el Oficial no haga nada
contra su superior inmediato, basándose en el aprecio que, le profese un Jefe de mayor rango. Es
necesario prestar sincera obediencia al Jefe directo, sin argucias destinadas a presionarlo en
determinado sentido o a menguar su autoridad oponiéndole otra de mayor rango.
Mucho más grave es influenciar la autoridad del Jefe con la intervención de terceros
más o menos poderosos. Tal acto es una especie de traición al Ejército, porque quien lo emplea,
parece renegar de la disciplina, haciendo prevalecer fuerzas extrañas al organismo militar.
La sujeción a la subordinación ha de ser indestructible, resistente a cualquier embate,
constante y firme a pesar de las deficiencias y errores del Jefe, que, al fin y al Cabo, es también
humano.
Todo lo anterior que se refiere a la lealtad que se debe al Jefe; pero es más importante
que sea leal consigo mismo y con sus subalternos. En primer lugar, cuando cometa una falta o
un error debe reconocerlo honestamente, sin humillación, porque así demuestra poseer lucidez y
calidad moral, ya que un paso en falso no es una caída. Procediendo con franqueza, el Oficial
continúa siendo un colaborador honrado y reconoce de nuevo la autoridad de Jefe. Y si éste le ha
hecho una reprimenda justa y discreta, que ha sido aceptada francamente, no ha quedado
suspendida ni un instante la solidaridad entre uno y otro Con frecuencia se observa que la
moderación delicada de un Jefe y la obediencia leal de un subordinado, sirven ante
todo para aumentar la estimación recíproca.
De la misma manera, cuando el Oficial en un momento de ofuscación se excede
en actos o palabras hostiles para reprimir a un inferior, la lealtad a éste lo obliga a
colocarse de nuevo en el deber común que no tolera ninguna hostilidad y debe hacerlo
por medio de una declaración en alta voz que borre todo lo hecho fuera del marco de sus
legitimas atribuciones de mando.
La lealtad obliga a ser absolutamente veraz, pies sin la veracidad no se concibe
colaboración de ninguna especie. Todo parte o informe falso dirigido a un superior con el
propósito do ocultar la verdad, debe ser severamente castigado.
Hay que evitar hasta las pequeñas disculpas que acostumbran algunos Oficiales
para ocultar deficiencias o disimular omisiones cuando un superior inspecciona las
unidades.
Por supuesto, que es absolutamente correcto que el Oficial haga toda clase de
esfuerzos para presentar su tropa en las mejores condiciones posibles durante las
inspecciones y revistas que practique su Jefe, puesto que no se trata entonces de engañar
a este sino de recibirlo dignamente. Pero se comete una deslealtad y se falta a la verdad
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cuando, al comprobar el Jefe ciertos hechos, se presentan cuentas falsas o se pretende
demostrarlas con excusas desprovistas de fundamento. El amor a la veracidad cobra
mayor importancia en la guerra, pues de sus aseveraciones puede, en muchos casos,
depender el sentido de las órdenes y aún el éxito de las operaciones Una falta a la verdad
en tales circunstancias, asume las características de un crimen contra la Patria.
El Oficial que cumple sus obligaciones a cabalidad, puede mostrar a su Jefe,
hasta en los menores detalles, todos los aspectos de la unidad que manda, Si el superior le
señala ciertos defectos, da una prueba de su franqueza y confianza, debiendo el Oficial
suponer que aquel tiene el valor moral necesario pera llenar su función y la dignidad de
su grado, y que, por otra parte, este proceder del Jefe es al mismo tiempo la mayor regla
práctica de conducta en el servicio militar.
Una de las más graves faltas que puede cometer un Oficial, es la denigración y
hostilidad con respecto a sus superiores. Esta falta se eleva en proporción incalculable cuando
se hace con un Jefe en servicio y en presencia de inferiores, siendo un atentado directo contra el
deber militar. Antes bien, todo Oficial está obligado a emplear su autoridad precisamente en
sentido contrario, para afianzar la organización con ejemplo y consagración.
La denigración es más odiosa cuando se piensa que, quizás si en el mismo momento en
que el Oficial viola deslealmente el pacto de solidaridad, el Jefe a quien traiciona lo observa
sinceramente. El Oficial que en determinadas ocasiones haya dejado escapar apreciaciones malé-
volas sobre sus Jefes tiene que sentirse desacreditado si, con el correr del tiempo, un acto de
benevolencia afectuosa o una prueba de firme solidaridad del Jefe vienen a demostrarle que a
pesar de agravios más o menos ciertos, éste no ha dejado de ser el mas seguro apoyo de sus
subordinados
La maledicencia del inferior con respecto al Jefe, es susceptible de producirse de
diversas maneras. A menudo es originada, cuando el inferior se siente herido, por algún
procedimiento erróneo en la consideración debida a su grado o en su dignidad personal viéndose
entonces en la necesidad de defenderse porque no tiene le fuerza moral suficiente para continuar
observando el deber de solidaridad, que considere violado por su Jefe. Otras veces proviene da
una reacción personal e inconsciente contra los deberes diarios a que está sometido el Oficial
El deber tiene sus exigencias duras pero su autoridad es soberana, pues renegando de él se le
deshonra; entonces es cuando el Jefe debe hacer notar el incumplimiento del Oficial, este trata de
buscar faltas o errores, porque nadie es perfecto. El subordinado que no acepta el deber común a
que debe someterse, expresándose mal de su superior cree vengarse así de algo que considera
como daño personal de un ejercicio largo y pesado, de una marcha fatigosa o de una llamada al
orden,
En la mayor parte de los casos se trata de un chiste o humorada que no se propone
disminuir la consideración debida al Jefe. Pero tratándose de nuestro carácter, que tiende a no
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tomar en serio, ni medir las consecuencias de determinadas actitudes, así como de nuestro
temperamento siempre dispuesto a rechazar todo lo que signifique hábitos de trabajo y seriedad,
hay que alejar de la conducta toda tendencia a caer en la malsana costumbre de expresarse mal
del Superior, aunque sea fuera de los actos de servicio, para que no se forme un estado
espiritual impropio de la solidaridad y disciplina militares.
Por supuesto que no ruede impedirse que Oficiales del mismo grado se comuniquen
libremente lo que piensan, bueno o malo, sobre la actuación de sus Jefes; pero en estas
expansiones de carácter intimo, la crítica no debe llegar al extremo de la denigración hostil; pues
si un Oficial sobrepasa el límite de lo permitido en tales circunstancias; tratando de disminuir el
ascendiente del Jefe o de enfrentarse a su autoridad comete una falta excesivamente grave. El
Oficial que así proceda está a punto de traicionar el deber de su cargo, y, con su deplorable
tendencia, demuestra falta de valor y de inteligencia porque toda inquina baja y persistente, es
propia de almas envilecidas e ignorantes.
Hay Oficiales jóvenes que se imaginan que no proceden mal cuando nombran a un Jefe
con apodo puesto bajo impresión de algún defecto o debilidad que éste haya demostrado; pero tal
proceder es incorrecto; propio sólo de colegiales irresponsables sin solidaridad moral. El empleo
de apodos para designar a un Jefe militar es una falta de respeto muy vituperable que denota una
falta de solidaridad e inconsciencia para con la dignidad del uniforme.
Falta mucho más grave es, aún, valerse de la intriga para conquistar posiciones o
para malquistar a su Jefe. El Oficial intrigante falsea los principios en que descansa la vida
militar.
Los ascensos, empleos y recompensas que la nación otorga a sus servidores, son el
premio del esfuerzo, al deber cumplido lealmente y a la abnegación desplegada; de ninguna
manera es licito que otro, aprovechándose siempre de la mentira y la calumnia, auxiliar
indispensable de la intriga quite al verdadero merecedor el premio de sus virtudes. Y si se trata
de la intriga contra el Jefe, el Oficial que la emplea mina la autoridad de este, arrastrando en el
delito no sólo su propia conciencia, sino la de los superiores jerárquicos a quienes sorprende con
imputaciones falsas.
La murmuración es una falta moral indigna de un Oficial. Cuando un militar que se
estima cree violado su derecho, debe hacer ante su superior el reclamo respectivo; con toda la
firmeza que le da su condición de ofendido o postergado, pero no recurrir a la murmuración que
aniquila la autoridad del Jefe y arrastra la de quien la emplea. La murmuración es más oprobiosa
si se considera que los ataques son hechos a la sombra, no pudiendo la víctima defenderse en
modo alguno.
La personalidad del oficial domina por completo el cuadro de las fuerzas militares
de un país, decidiendo acerca de la calidad de éstas. El oficial es todo en la institución armada; la
exalta o deprime según como aplique su acción. Para que la patria esté segura reclama, del oficial
aceradas energías y acendrado patriotismo, puestos al servicio de un valor personal
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desprovisto de impaciencias y esperanzas. El oficial necesita poseer una calidad especial de valor
tanto para desarrollar su acción educadora en tiempo de paz, como para conducir su Unidad
durante le guerra. Una síntesis de las virtudes militares necesarias para cumplir con ambos
aspectos de su función es lo que constituye el valor moral del oficial. De ese conjunto de virtudes
hay algunas que sobresalen porque definen los rasgos predominantes de la carrera militar.
La abnegación proviene de su consagración a sus deberes públicos, que hacen anular el
amor propio, la vanidad y la ambición. Cuando estos factores predominan los hombres
confiados a su mando, por muchas que sean sus virtudes se convierten muy pronto en un
conjunto desprovisto de valor militar porque se ha abusado de la función para satisfacer
conveniencias personales.
El oficial de verdadero carácter debe dar a cada paso pruebas de su convicción;
penetrarse da los asuntos que le incumben, tener la atención siempre despierta, reflexionar en
caso de duda, remontarse a las causas de los hechos y corregirse a sí mismo par mandato
imperativo de su fuero interno. Para esto necesita estar animado por un incesante e
inquebrantable afán de conocerse y superarse en su propio valor intelectual y moral; ser dueño
de sí, gobernar sus facultades, modificarlas e incrementarlas; pero corno ese dominio de sí
mismo es tan poderoso para el mal como para el bien, es necesario que su dirección moral sea
una línea recta.
Si es frecuente encontrar oficiales valerosos e inteligentes, no pasa lo mismo
tratándose de hallar oficiales de carácter. Un Oficial puede tener una inteligencia despierta,
amor por su carrera y valor en el peligro; pero si carece de carácter, se siente moralmente débil.
Así, se ve impotente para imponerse reglas, para adoptar y seguir principios definidos de
conducta, es decir, no puede gobernarse a sí mismo. El mando flaquea en sus manos; cede por
igual a un impulso bondadoso como a uno de irritación; y su tropa no da la impresión de poder
irresistible, porque no presiente en el oficial al representante del deber estricto, pudiendo en
muchos casos no escucharlo ni seguirlo.
El carácter es un elemento esencial de aptitud para el mando. Sin embargo, su valor
es dudoso cuando no está basado en la consagración al bien del servicio. Constituye una fuerza
de acción benéfica u orientada al mal, según la dirección en que se aplicare. Un oficial ambicioso
e indiferente al deber, pero apegado al interés, es un terrible agente de destrucción en el Ejército;
todo lo falsea en su Unidad; el vigor y la persistencia de su voluntad quedan al servicio de sus
designios, y quebranta, o desvía, las fuerzas sanas del organismo militar. La tropa que manda
tendrá buena apariencia pero no estará caracterizada por el sentimiento del deber que el no puede
inculcarle.
Cuando un oficial descuida el cultivo de su voluntad y de su carácter, abandonándose al
acaso, enmohece su espíritu. Y si necesita emplear una y otra, encontrará que su propia inercia
los ha utilizado, y que perdido todo poder volitivo, será presa de la indolencia. La voluntad y el
carácter son elementos valorizadores de la personalidad del oficial, quien no sólo debe
satisfacer los dictados de su conciencia, sino presentarse al juicio de su tropa y de la opinión
pública con una pureza moral intachable.
El organismo militar está hecho con el fin de poner en acción las fuerzas nacionales
durante la guerra, por medio de la colaboración organizada de las energías individuales y
colectivas, encauzadas hacia el deber común. El oficial es el profesional de este deber y necesita
conocerlo, tanto en su esencia moral como en sus formas derivadas, adaptadas a la práctica y
expresadas en reglas de conducta positivas.
El oficial tiene en sus manos parte del poder soberano que le ha delegado la nación. Ese
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poder se manifiesta por el derecho a la obediencia absoluta y el castigo; en ciertos momentos
tiene derecho de vida y de muerte, y su investidura es de tal modo sagrada, que levantar la mano
sobre él no es sólo un delito, sino un atentado.
Otra misión del oficial es el cumplimiento del deber cívico que todo ciudadano tiene con la
patria. Por eso necesita estar penetrado de tal deber, y hacerlo practicar por sus subordinados; es
decir, tiene que consagrarse absolutamente al servicio de la nación. Su calidad de Oficial no la
adquiere como un titulo de profesión literal o lucrativa; la obtiene empeñando en su tarea el
honor y la vida. No le basta batirse técnica y valerosamente para mandar en las filas de la nación
en armas; es preciso que se convierta en un jefe nacional que sirva a todos de guía y ejemplo en
cumplimiento del deber, única manera como puede conquistar el brillo de sus galones,
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Cuando el Ejército no era profesional, poco o nada importaba al pueblo las condiciones
morales del Oficial: bastaba saber que era aguerrido y valeroso. No sucede hoy lo mismo. El
pueblo quiere encontrar en sus jefes todas las cualidades que inspiran la más segura confianza;
no le agradan los vanidosos, ni los seres brutales ni arrogantes, ni los que se imponen únicamente
por sus galones y su espada, ni los ambiciosos; gusta, en cambio, de los seres dignos, morales
justos, honestos y humanos.
El Oficial debe saber que, a causa de la pequeñez de los contingentes militares que
pasan bajo banderas, la mayor parte de los ciudadanos que le observan no comprenden la vida
militar, a la que miran con desconfianza y que si llega el momento de la movilización, los únicos
lazos morales que los unen al mayor número de los incorporados, son precisamente esos
extremos débiles, formados en los instantes en que el Oficial se exhibe ante el pueblo, con su
vida pública y privada.
El pueblo no es indulgente con el oficial; interpreta casi siempre en forma
desfavorable el rigor de la disciplina, las palabras, los gestos y las actitudes que dice y adopta; en
cambio siente mayor simpatía por el soldado.
EI carácter nacional de su función impone al Oficial diversas obligaciones. Por lo
pronto, está impedido de afiliarse a partidos políticos, sociales, religiosos o de cualquiera
otra tendencia, puesto que su autoridad tiene que ser indiscutible a base de ser absolutamente
imparcial y sus subordinados no deben tener desconfianza ni repugnancia para servir a sus
órdenes, la política destruye las fuerzas morales, mata el estímulo, debilita la cohesión,
corrompe la justicia distributiva, para introducir la desconfianza el favoritismo y el desgano por
el trabajo, por el estudie y por la consagración abnegada al cumplimiento del deber.
También debe abstenerse el Oficial de presentarse como exponente de una categoría
social elevada o aristocrática, aunque, por Otro lado tiene la obligación de relacionarse en la
mejor forma posible. Al efecto, es conveniente anotar que sus relaciones tiene que buscarlas
entre gentes honorables y digna, y no ir a caza de festejos pagados siempre por otros, cosa nada
encomiable por cierto. Este es uno de los defectos más acremente juzgados por la opinión
pública, sobre todo tratándose de oficiales sin medios de fortuna.
Cuando el Oficial, apartándose de estas normas, cree que forma parte de una casta
aristocrática, está en un profundo error. El cuerpo de oficiales está, si, constituido por tipos
selectos, pero esta selección sólo se hace con el fin de dignificar el Servicio, que abre sus filas a
todos los que son aptos para cruzar el sendero del deber común.
Para seguir el camino de la dignidad, el Oficial no debe fincar su porvenir en el apoyo
que puedan prestarle los poderosos, porque todo sometimiento se cobra generalmente al precio
de una abdicación moral. El mayor bien consiste en no obtener por otros lo que se puede alcanzar
por si, y en seguir el destino elaborado con las propias manos.
El oficial que piensa, trabaja y quiere honrar su carrera, nunca debe desear nada del
favor ajeno sino lo que pueda realizar con sus propios merecimientos. Dedicándose al servicio
de la patria con todas sus energías físicas y morales, recogerá siempre el fruto de sus desvelos,
aunque éste demore en la sazón, siéndole más grato a medida que le cueste mayor trabajo; en
cambio, si sus éxitos los logra por medio del favor, sentirá amargada su vida y no tendrá
jamás la satisfacción que da el triunfo de su propio esfuerzo.
Para que la noción del deber penetre en el corazón de los soldados y despierte en ellos
la voluntad de cumplirlo hasta el sacrificio, es necesario que el Oficial esté en comunicación
moral con sus inferiores, que les hable con convicción, con calor, pues no es posible ordenar
actos de abnegación.
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Otro aspecto del problema que supone conservar dignamente el rango de Oficial, es el
que ofrece su vida en relación con los camaradas del mismo cuerpo. En este concepto, debe
estar identificado con el sentir de sus compañeros, pero no olvidando que, en la colectividad de
los Oficiales, no cabe el predominio de armas, ni ninguna restricción que reste amplitud a la
elevación de miras que debe animar a todo oficial. El Espíritu de Cuerpo es la solidaridad moral
que resulta de la identidad de atribuciones y de funciones en la obra común.
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Todo Oficial que quiera dar a su autoridad la mayor eficacia, debe comenzar por
penetrarse de que la mejor forma de mandar consiste en la colaboración de todas las clases
de la jerarquía, haciendo todo esfuerzo para consagrarse a esa colaboración de modo definitivo;
tanto en sus relaciones con su jefe como con sus subordinados. Las restantes cualidades militares
que deben adornar al Oficial se derivan de su misma preocupación moral y del ejercicio de la
voluntad. Parece difícil caracterizar al tipo ideal de Oficial, pero no lo es tanto cuando se tiene el
fuego sagrado de un ideal.
El Oficial que sin estar desmoralizado por tendencias egoístas, se habitúa a una moral
muelle y conciliadora, sintiéndose agobiado por el esfuerzo que exige el servicio de un ideal no
puede llegar a ser sino un jefe mediocre, porque entre las condiciones exigidas por la aptitud para
el mando figuran, en primer término la facultad de apersonarse por un ideal y el hábito de
gobernarse a si mismo.
Hay Oficiales que sin poseer condiciones perfectas para el mando, tienen cualidades
poderosas y relevantes, carácter generoso y caballeresco que se entrega espontáneamente a la
realización de nobles acciones. Pueden faltarles constancia en el esfuerzo y dotes organizadoras,
pero son leales, valientes y buenos, y están animados del sentido del honor y de la solidaridad
militar. Pero generalmente estas espléndidas cualidades no bastan para lograr el éxito ante un
adversario dueño de sí mismo y más apto para el gobierno de tropas. Estos Oficiales no tienen
concepto racional del deber sino instintivo, y carecen de previsión y de reflexión, Aman la guerra
por los peligros que entraña, por las privaciones que soportan con energía, por todo aquello que
excita al hombre y lo lleva a actos sobre naturales.
Este tipo de Oficial sería ideal si tuviera que pensar en sí mismo, abandonándose
enteramente al culto de su yo; pero el Oficial, antes que todo, tiene que ser guía de su tropa a
la que debe conducir con el mayor tacto. Al Oficial no debe bastarle la virtuosidad guerrera, ni
desear la guerra para salir de ella con brillo; al contrario, dando ejemplo de completa abnegación,
debe desnudarse de toda tendencia ambiciosa, tener el sentido de su responsabilidad y no desear
otra cosa, que el triunfo de ideales y aspiraciones de su patria. Lo que sí debe tener en cuenta
todo Oficial es que, teniendo dotes naturales no muy brillantes puede adquirir las condiciones
de mando más sobresalientes por medio de la reflexión y de la voluntad, gracias a una auto
educación destinada, más que por una ilustración erudita. Pero esa auto educación debe ser
voluntaria, persistente, inspirada por el sentimiento del deber y atender al desarrollo de las
facultades personales necesarias.
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superficial y menos trascendente, tal como la pompa de los desfiles y el atractivo que presta el
uniforme. El joven inflama su espíritu con la arrogancia marcial de los batallones, el redoble de
los tambores, la vibración de los clarines, el ondear de las banderas, sintiendo algo que traduce
equivocadamente por vocación hacia la carrera de las Armas. Así vive en estado engañoso hasta
que las circunstancias del servicio o de la guerra le ponen ante la realidad insospechada. Solo
entonces es cuando mide las responsabilidades que entraña esta Carrera, los sacrificios que
exige, las penurias que en ella se sufren y la entereza de carácter que impone para mostrarse
superior en los momentos de adversidad.
Sin embargo, hay un medio de que el Oficial pueda suplir, aunque sólo sea en pequeña
proporción, la propia insuficiencia. Consiste en poner en acción una sinceridad tesonera para
desempeñarse decorosamente, ya sea por medio de la educación del carácter y de la voluntad,
o por el estudio, el trabajo y la dedicación al desempeño de sus funciones. Es de advertir que
tan honesta intensión de colocarse a la altura de su tarea, es ya un motivo de realce de las
condiciones morales del Oficial.
Lo que sí es completamente inadmisible, y por lo tanto vituperable, es que un Oficial sin
vocación y sin aptitudes para desempeñarse decorosamente, se aferre por simple acomodo o por
conveniencia material, a la situación que le ha deparado el azar, y que a pesar de todo este haga
gala de no emprender esfuerzo alguno por suplir con voluntad y constancia la falta de
condiciones naturales para una Carrera tan difícil y abnegada.
Sólo cuando el Oficial abraza su carrera con vocación verdadera puede estar preparado
para los dos aspectos de su función, obedecer al jefe y mandar a sus hombres, y para cumplir
el más esencial de sus deberes profesionales, esto es perfeccionar su propia contextura moral
y labrar el corazón de su tropa. Esa vocación es la que lo animará a proceder sincera y
tenazmente, a entregarse por entero en la obra patriótica que le impone su misión, y a estar a la
altura de las responsabilidades contraídas consigo mismo con la sociedad y con la patria. Esa
vocación es la que le infundirá conciencia de su alto deber, caminar enhiesto y dar la cara al sol,
sin que nadie pueda negarle su condición de verdadero patriota.
Si por el Oficial no lleva en su alma amor y decisión por su Carrera, el deber no
constituye para él un ideal en la vida, se limita a vestir el uniforme y a afianzar su autoridad ante
la tropa no por procedimientos educativos morales, sino por la imposición de su personalidad.
Las actividades sanas que definen la condición del buen Oficial lo encontraran siempre remiso o
indolente hasta para el cumplimiento del horario de trabajo, cristalizando su poca actividad en
una rutina que anula totalmente su individualidad.
Y es que la fuerza de la vocación militar es lo único que da nacimiento al optimismo, al
entusiasmo y la alegría en que se basa la obra moral del Oficial. El Optimismo le comunica
fuerza para luchar y fe para vence. El Entusiasmo le da alas para emprender las acciones más
brillantes. La Alegría le hace olvidar las rudezas de la vida militar y le comunica nuevos alientos
en pos de la victoria.
El Privilegio de dar órdenes es una manifestación de la autoridad del jefe, quien con
ellas indica su decisión, su deseo de actuar y su responsabilidad.
Quien imparte una orden debe fijar claramente el objeto que persigue y las intensiones
que trata de llevar a la práctica, dejando al subordinado la elección de los medios y
procedimientos para el fin propuesto. Por consiguiente, el superior deja al subordinado una
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iniciativa en relación con su jerarquía, teniendo en cuenta la capacidad de éste y la confianza que
haya sabido inspirarle.
El Ejército, es una fuerza en potencia, un organismo viviente que posee su actividad
propia, que está compuesto por un conjunto de Jefes, Oficiales y Tropa que deben reflexionar y
colaborar en la obra común. Un jefe que espera órdenes para actuar no cumple con su deber.
En toda orden, por insignificante que parezca, hay que distinguir entre la letra de su
texto y el espíritu que la anima. Ambas cosas deben ser tan nítidas y expresivas que no den
lugar a confusión.
La Cohesión intelectual, formada por la instrucción y el desarrollo de una doctrina de
guerra, así como la Cohesión Moral producida por una fuerte educación militar, facilitan
grandemente el cumplimiento de las órdenes. Ambas tienden a llevar al subordinado a una
interpretación justa, oportuna y atinada, aunque su letra sea deficiente o incompleta.
Si se viola la letra y el espíritu de las órdenes, se destruye la cohesión intelectual; ya no
seria fácil entenderlas. Sólo manteniéndose dentro del espíritu y la letra de las órdenes, se
persigue la armonía necesaria para alcanzar el fin propuesto. Cuando el Oficial piensa y quiere
vivir dentro del espíritu y la letra de las órdenes y cuando además de su ardor personal lo animan
la cohesión intelectual y moral, es seguro que se obtiene la victoria.
A primera vista puede parecer que la iniciativa inteligente se opone a la cohesión
intelectual y moral, pero en realidad no hace sino intensificarla, porque con el pensamiento en
contribuir a la misión, el Oficial encausa su iniciativa por la única vía fructífera, esto es: la
concentración de los esfuerzos. La expedición y el cumplimiento de las órdenes deben estar
inspirados en un estrecho sentido de solidaridad. Esa solidaridad se manifiesta recordando que
los subordinados están en la guerra casi abandonados a su propia suerte, y que por lo tanto
necesitan órdenes claras, eficientes y oportunas; y de parte de los subordinados, poniendo toda su
voluntad para que las disposiciones dictadas no se esterilicen con malas interpretaciones, flojera
o cobardía.
La historia registra numerosos casos en que jefes eminentes han tenido que tropezar con
la escasez de subordinados capaces y bien intencionados. La aptitud del Jefe necesita
completarse con la obediencia activa de los escalones inferiores, para asegurar eficientemente
la ejecución de las órdenes. Por consiguiente, es de sumo interés que los jefes presten especial
cuidado al desarrollo y empleo de la iniciativa, fomentando la capacidad y celo de sus
subordinados, tanto en época de paz como en tiempos de guerra.
Así como un resorte comprimido durante largo tiempo pierde su elasticidad primitiva, el
Oficial que tiene un jefe a quien gusta reglar el movimiento de su tropa hasta en los menores
detalles, no puede ejecutar actos de iniciativa en circunstancias graves o difíciles. Como un
músculo inactivo, la voluntad se atrofia y se paraliza cuando no se practica con frecuencia y
sólo puede recobrar su actividad después de un tiempo más o menos largo. La iniciativa no
adquiere su completo desarrollo sino progresivamente, y es necesario ejercitarla sobre asuntos
de importancia para abordar enseguida con mayor confianza y seguridad en el éxito, cuestiones
de orden más elevado.
Los detalles de la vida militar en tiempo de paz ofrecen vasto campo de experiencia
para lograr la preparación del Oficial en el empleo de la iniciativa, sin comprometer grandes
intereses, dándoles variadas ocasiones de acostumbrarse a actuar par si mismos de manera
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racional, basándose en el espíritu de las ordenes y en las intenciones de su jefe. Por su parte,
a veces el Oficial peca por falta de carácter, lo que trae como consecuencia el temor a la
responsabilidad y el apartamiento de todo acto de iniciativa. Otras veces es un gran deseo de
mantener la tranquilidad personal o la pereza intelectual lo que convida a permanecer en la
inercia. En fin, la falta de confianza en sí mismo y la idea de que el jefe no le es benevolente,
paralizan a menudo la buena voluntad del Oficial para actuar con iniciativa. En cuanto al
subordinado, la iniciativa es un acto de coraje, de juicio y de espíritu de decisión. Es acto de
coraje porque se atreve a proceder sin órdenes y bajo su responsabilidad. En efecto, es
relativamente fácil tomar decisiones cuando no se tiene un superior que pueda criticarlas; pero si
se está obligado a proceder dentro de los limites más o menos estrechos marcados por el jefe, el
asunto cambia enteramente de aspecto. El coraje necesario para emplear siempre la iniciativa
sólo puede darlo el carácter, y, en defecto de esta rara virtud, la confianza en sí y en la
benevolencia del Jefe.
La confianza en si nace de la certidumbre de encontrar sin dificultad disposiciones
apropiadas a las circunstancias; y esta certidumbre se adquiere más por una serie de ensayos
felices que por grandes conocimientos teóricos. La benevolencia del jefe se adquiere con el
celo, la inteligencia y el entusiasmo que el Oficial preste en el cumplimiento de sus deberes,
probado en toda circunstancia. El juicio y el espíritu de decisión se adquieren y se forman
también por la práctica diaria del mando, en forma inteligente.
Todo superior esta obligado a desarrollar en sus subordinados hábitos de iniciativa
racional, porque si se acostumbra a conducirlos de la mano en cuestiones sin importancia,
cuando suene la hora en que sólo deba o pueda hacerles conocer su intención y el fin por
alcanzar, se verá presa de la duda y de le incertidumbre respecto al cumplimiento atinado de sus
órdenes, entregándose a la tarea de abrumarlos con prescripciones minuciosas que lo absorberán
por completo y lo desviarán de su papel.
Para hacer posible el empleo de la iniciativa en tiempo de guerra, es necesario
desarrollarla desde el tiempo de paz, multiplicando las ocasiones en que pueda aplicarse
útilmente; tratando de que los subordinados se familiaricen con ella y pierdan el temor a las
responsabilidades, confíen en si mismos y en la benevolencia de su jefe, que este confíe a su vez
en sus subordinados, dándose cuenta de sus capacidades y acostumbrándose a mandarlos,
indicándoles el fin por alcanzar, sin entrar en detalles de ejecución y que se convenzan de que sus
inferiores, al hacer actos de iniciativa, se inspiren únicamente en el bien del servicio.
La iniciativa puede ejercitarse de dos modos; según que el jefe esté presente o que, en
caso contrario, no pueda hacer llegar oportunamente sus órdenes apropiadas a las circunstancias.
En el primer caso la iniciativa permite a cada escalón jerárquico introducir en la orden recibida
todos las disposiciones complementarias indispensables para que su ejecución sea
irreprochable, aligerando así la tarea del jefe. En el segundo caso, el Oficial queda liberado a sí
mismo y debe sustituir a su jefe; actuar como si este estuviera presente y juzgando las
circunstancias con criterio similar. En tal situación, se impone la educación previa de la iniciativa
si se quiere evitar errores que no pueden ser corregidos por la intervención oportuna del jefe. Tal
iniciativa debe ser disciplinada en el sentido dalas órdenes superiores, sin apartarse de su
impulsión. Todas las disposiciones complementarias, todas las medidas de ejecución prescritas
por un Oficial subordinado, deben concurrir, sin reserva alguna, a realizar las intenciones del
Jefe.
El Oficial está en la obligación de evitar escrupulosamente buscar el triunfo de sus
ideas personales con detrimento de su jefe; pero no debe vacilar en modificar o en cambiar
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completamente las órdenes recibidas, bajo su propia responsabilidad, cuando se da cuenta de que
las circunstancias difieren de las previstas por el jefe al dictar sus órdenes. Si el subordinado está
librado a sí mismo, tiene, que ponerse en el lugar del jefe y preguntarse que haría este si
estuviera presente, para adoptar enseguida las disposiciones que le parezcan más apropiadas.
La iniciativa debe ser activa, haciendo siempre más de lo mandado, pero nunca menos.
Este principio es de capital importancia, porque a veces el Oficial se aprovecha de la iniciativa
conque deben actuar sus inferiores para no hacer nada o para disminuir la tarea que le incumba.
Esto sólo puede evitarse por una sólida educación moral, nunca terminada, y por una generosa
emulación que impulse a todos a destacarse en el buen desempeño de sus deberes.
Para prevenir estas faltas y evitar las desviaciones que puede sufrir la iniciativa, el jefe
no debe tratar de restringir su empleo por temor al uso inconveniente que se le dé, sino corregir
todas las extralimitaciones por los medios reglamentarios y educativos de que dispone
principalmente estimulando el celo de sus subordinados.
La iniciativa debe ser racional, guiada por la reflexión y el juicio y no por la fantasía,
porque no producirá sino graves inconvenientes si tuviera abandonada al azar de la inspiración.
La rectitud de juicio del Oficial será la más segura garantía que tiene el jefe de que sus
intenciones van a ser comprometidas y sus órdenes ejecutadas con inteligencia, cualesquiera que
sean las circunstancias. El juicio es obra de la reflexión.
La reflexión es una cualidad más rara de lo que se supone, su desarrollo es una de las
partes más importantes de la educación militar. Para despertarla, todo superior debe pedir a sus
subordinados que expongan los motivos o razones en que han basado sus actos,
principalmente antes de la crítica de maniobras o trabajos. En efecto, saber es la primera
condición para actuar correctamente.
Al principio hay que proceder tratando cuestiones de escasa importancia; rectificando
los errores que entraban la ejecución de las órdenes. El jefe debe señalar con benevolencia los
errores y los medios de evitar su repetición.
Todo jefe está obligado a multiplicar las ocasiones para que los subordinados
reflexionen, dejando lugar, en sus órdenes, para que puedan hacer actos de iniciativa. En la
actualidad, la iniciativa de los subordinados, en tiempo de guerra, constituye la más poderosa
ayuda que puede tener un comando. Con los numerosos efectivos de hoy, la enorme extensión
de los frentes de combate, la necesidad de disimularse lo más posible, el jefe no puede abarcar ni
prever todos los detalles: necesitan contar con la colaboración activa e inteligente de oficiales.
Además, a pesar de la variedad y perfección de los órganos de transmisión, las órdenes llegan
muchas veces fuera de oportunidad o no llegan, lo que hace más necesaria la iniciativa.
En tales casos, los subordinados no deben esperar, resignadamente, órdenes para actuar;
ello sería caer en la inacción. La única solución consiste en el empleo de una enérgica y juiciosa
iniciativa, basado en los fines perseguidos por el comando.
La iniciativa no es la independencia respecto al jefe; es la convergencia de las
inteligencias y voluntades en el fin común; secundar la acción del superior y no sustituir sus
intensiones. La iniciativa inteligente es el resultado de la educación intelectual del Ejército y de
la unidad de doctrina, pues aunque el Oficial no tenga cabal conocimiento de las intenciones
del jefe, puede secundar a este aplicando reflexiva e inteligentemente los principios de la
doctrina común.
Tratándose de un Oficial de la más baja escala jerárquica la iniciativa que puede
desarrollar no es muy amplia, ni aún sobre los métodos de instrucción de la tropa; pero debe
notarse e que es urgente estar imbuido de las ideas anteriores para que esa cualidad se desarrolle
progresivamente, en especial durante el servicio en campaña y los ejercicios de combate.
El Oficial tiene generalmente temor de hacer actos de iniciativa, porque si comete errores se
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expone a las críticas do su jefe; pero no debe desanimarse por tal circunstancia, sobre todo si
tiene un concepto claro del límite que separa la iniciativa de la subordinación. Para evitar un re-
proche, el Oficie no debe caer en la inercia intelectual, ciñéndose a la ejecución literal de las
órdenes recibidas.
Hay que tener amor a la responsabilidad, y, por muy caro que pueda costarle, el
oficial no debe olvidar que un exceso de pasividad es también un acto de insubordinación, puesto
que contribuye a impedir la realización del pensamiento del jefe.
El Oficial no sólo debe hacer actos le iniciativa, sino también concederlos a los Clases y
soldados bajo sus ordenes. Sin embargo, los Oficiales jóvenes tienen le tendencia contraria. El
Oficial tiene que asegurarse de la competencia de aquellos y vigilarlos, pero nos descender hasta
los más mínimos detalles, restando autoridad a los clases y disminuyendo su espíritu de
responsabilidad. La vigilancia y control del Oficial sobre los clases, es más fructífera cuando se
hace bajo la forma de crítica impersonal y no de reproche.
El Oficial debe considerar que en tiempo de guerra, principalmente, es cuando va a
obtener los frutos de la educación que ha dado a sus hombres y que es necesario inspirarles el
deseo de ayudar a sus superiores con toda su voluntad y toda su inteligencia, porque el Ejercito
es un organismo viviente cuya actividad es la concurrencia de muchas actividades individuales
hacia un fin común: la victoria. Pero en su afán por despertar el espíritu de iniciativa, tan
necesario entre nosotros, el Oficial no debe ir hasta que cada uno haga lo que quiera;
tampoco le es permitido que por flojera o por falta de aptitud para el mando, deje entera libertad
a sus clases para él gozar de amplio descanso físico. Su obligación es conservar la dirección y
el freno de la máquina que ha de conducir tanto en la paz como en la guerra.
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defender sus libertades, sus hogares y el sagrado suelo de la patria, se producirían grandes
confusiones e inmensas catástrofes sociales y políticas, Por consiguiente, hay que buscar en la
educación en moral del soldado El freno pera los instintos materialistas y desordenados del
hombre, fortaleciendo el carácter y elevando el espíritu de los contingentes.
El Oficial consigue formar el espíritu y el corazón de los reclutas que se le confían
penetrando en su fuero interno con bondad, persuasión y paciencia, poderosos factores de una
disciplina consciente y voluntaria, muy distinta flor cierto de la brutal y tiránica do antes
El educador no puede ser muy severo ni muy indulgente; no debe confundirse la
severidad con la rudeza ni la indulgencia con la debilidad Lo mejor es juntar la bondad a la
firmeza, atemperando la una con la otra. Con la fuerza y En brutalidad sólo se obtiene una
disciplina superficial, capaz de impresionar a un observador poco perspicaz, pero insuficiente
para adueñarse de la voluntad del hombre. Este, al verse constreñido, se siente afectado en su
dignidad, aparenta sumisión, pero en su fuero interno se revele: con él las lecciones más
elocuentes y los mejores consejos son absolutamente estériles, contentándose con recibirlos, mes
sin llegar a convencerlo, y oponiendo a la voluntad que se le impone, la voluntad que ínsurge en
su interior llega, por ultimo, hasta sentir aversión por el Oficial si este recurre a la violencia
como medio educativo.
Para que la educación logre sus frutos y los buenos sentimientos se desarrollen, es
preciso que tenga confianza en su Oficial para abrirle su corazón y comunicarla sus
impresiones, Esto no puede conseguirlo un educador de carácter violento, pues sólo el método
basado en la buena voluntad reciproca hace fructífera la labor de instructor y educador de la
tropa,
El soldado es un niño grande y hay que tratarlo como tal: máxime si se trata del soldado
campesino, cuyo corazón no he sentido aún la huella de los grandes amores, ni de las grandes
ilusiones, ni de las grandes pasiones. El Oficial debe moldear la psicología de ese soldado con
ahínco y fe, desarrollándole su sensibilidad, su inteligencia y voluntad, es decir, formándolo.
El Oficial no tiene solamente la misión exclusiva de dar a los reclutas la instrucción
conveniente para cumplir los programas señalados; su tarea es mucho más elevada, puesto que
debe preparar hombres de voluntad firme, de inteligencia clara y corazón generoso.
Para dar al soldado la noción el gusto por el cumplimiento de sus deberes, el Oficial
tiene a su disposición el tesoro histórico del país y su palabra, pero nada hay tan eficaz como
el ejemplo. Al soldado se le convence firmemente, pero con hechos.
Formar la voluntad es quizás la parte más delicada del trabajo del Oficial, y para ello
hay que tratar de que los reclutas sepan la razón y el fundamento de lo que se les manda Por otra
parte la educación para ser eficiente, requiere que el recluta ame a su superior; para que tenga no
sólo el deseo de aprender sino el de satisfacer a este ultimo. Cuando la enseñanza no llena este
requisito y se produce en el soldado la violencia de sus sentimientos y una lucha continua en su
alma que rechaza repulsivamente lo que no ha llegado a comprender amar y Sentir. El educador
debe despenar [a simpatía del adunando y no el temor, pues sólo la primera da erectos duraderos
y sólidos-
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misión en el Ejército moderno tiene el triple aspecto de instructores, educadores y conductores.
En efecto, a causa de su constante relación con el soldado el Clase esta en condición de ejercer
una marcada influencia sobre la disciplina y la moral y de ser un poderoso auxiliar del Oficial en
la tarea educativa. El Clase da en forma permanente el ejemplo de abnegación y de espíritu de
sacrificio; vigila el cumplimiento de las órdenes; ejercita su influencia para mantener la más
severa disciplina y emplea todos los medios para mantener a los hombres en la senda del deber.
Los Clases constituyen el esqueleto del Ejército porque viven constantemente con los
hombres, los vigilan los acomodan, los animan en su proceder de todos los instantes. El contacto
casi continuo con el soldado le da oportunidad de conocer una serie de detalles y de hechos
menudos que escapan al Oficial, peno que en muchos casos pueden tener gran importancia. Una
de las obligaciones que el Oficial debe imponer a los Clases es que estos lo tengan al tanto de la
mentalidad y del estado de espirita de la tropa.
Hay Ejércitos que disponen de Clases profesionales que ocupan una situación
intermedia entre el Oficial y el individuo de tropa y en los cuales el Oficial tiene confianza
limitada; pero tal no es el caso de nuestro Ejército, en cuyo seno el Oficial si bien puede ser
secundado con relativa eficacia por los Clases no puede dar a estos entera amplitud, sino que
debe controlarlos muy de cerca, porque, a pesar de todas sus buenas cualidades y deseos, son
elementos por demás transitorios que no tienen una personalidad militar bien definida y que no
dejan huella profunda de su actividad en las fallas.
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C AP IT U LO II
EL JEFE
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penetrar en el alma de su tropa, lo que para el debe constituir tanto en la paz como en la
guerra, la más alta de sus satisfacciones morales y la más cierta de sus recompensas-
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interesarse por cada uno en particular sino que debe atender, con solicitud las necesidades ge-
nerales da la colectividad a sus órdenes, preocupándose de la alimentación, el equipo, el
vestuario y de todo lo que signifique bienestar de la Unidad.
Esta preocupación por las necesidades domesticas de la Unidad, la vigilancia del
sinnúmero da detalles de esta especie es una de las obligaciones primordiales del jefe puesto
que esa previsión asegura el orden y la disciplina y da al inferior la de que alguien vela por sus
necesidades, provocando así la adhesión personal hacia el superior que de tal modo procede.
Nada hay que pueda anular más el ascendiente del Jefe que el egoísmo, pues su deber
en pensar en sus subordinados antes de pensar, en sí. El Jefe que se preocupe de la instalación de
su tropa antes de la suya propia; que vigila sin afectación que sean curados los heridos o estro-
peados, que vela porque todos los hombres coman y descansen bien, que reconforta a los débiles
y facilita a los fuertes, confirme su autoridad por: el lazo fraternal del afecto, que no excluye la
disciplina y constituye una de las más poderosas fuerzas del Ejército.
Las necesidades de la educación militar imponen trabajos y sufrimientos: el Jefe debe
tratar de que sus subordinados comprendan que esas penalidades no las corren por desidia ni por
indiferencia, sino para endurecerlos en la vida de campaña, estimulando su propio honor e invo-
cando su patriotismo.
El Jefe debe abstenerse de por sí, y prohibir en absoluto a los comandantes
intermediarios que se injuria a los soldados o que se les demuestre orgullo de posición social o
racial, pues el tono imparcial de mando predispone a aceptar con alegría las fatigas y
sufrimientos; la estimación despierta la confianza, y la compasi6n por las desgracias personales
de los inferiores compromete la gratitud.
Establecida la simpatía entre el Jefe y sus subordinados, es fácil a éstos soportar las
exigencias y privaciones del servicio con alegría y voluntad. Al contrario, si no les mueve el
corazón no podrá obtener nada sino a fuerza de vigilancia y de represiones sin lograr que el
inferior cumpla sus deberes con entusiasmo.
El espíritu de justicia es otro de los fundamentos en el ascendiente del Jefe quien debe
ser obstinado y rigurosamente justo. La primera condición y la más difícil de lograr es resistir
aros asaltos del favoritismo, vengan de donde viniere esto requiere una verdadera fortaleza do
carácter El Jefe está obligado a oponer a todas las solicitudes de favor una valía infranqueable,
pues hay actos de favoritismo que son crímenes contra la patria, como el conceder ascensos a
los que no lo merecen posponiendo a los mejores.
El Jefe debe ser rigurosamente imparcial en materia de sanciones. Primero hay que
prevenir las faltas: pero una vez que éstas se producen, no quedan sino tres actitudes: cerrar los
ojos, en cuyo caso es más responsable que el culpable; pronunciar un discurso de protesta,
que no da resultado alguno o castigar, única solución moral y eficaz, Si no se castiga al
culpable sus camaradas pierden la noción de que el Jefe tiene como atributo la justicia pero si se
le castiga apropiadamente la vida militar continúa su curso normal. En todo caso el Jefe no
olvidara que si vacila en reprimir una falta flagrante, sobre todo en materia de disciplina, pierdo
el ascendente de sus subalternos.
3.- El poder del Jefe depende de su Valor Personal, del Valor de SUS Subalternos y de
la Colaboración que le Prestan Todos sus Subordinados.
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depende de la colaboración organizada de todos
El Jefe debe ser valeroso y resistente. Gracias a estas dualidades impone respeto,
conquista estimación inspira confianza y quita rudeza al carácter impositivo de las órdenes. El
valor aumenta su autoridad moral: manda más con la acción que con la palabra y más con esta
que con los galones. A la hora del peligro se convierte en el más valeroso con el derecho del más
fuerte.
A un Jefe valerosa se le disculpa el rigor con que manda porque todos saben que se
gobierna a sí mismo con tanto o mayor rigor, que a su tropa. En cambio sí un Jefe pusilánime
emplea el rigor todos ven en su actitud una especie de venganza que torna por no poder
afirmar su autoridad de otra manera.
Sin embargo la valentía del Jefe no excluye la prudencia pues un sacrificio inútil y que
no sirva de ejemplo es un crimen ya que la vida del hombre no se gasta en vano. Él tiene la
obligación de poner de manifiesto que tiene un concepto claro del valor de la vida y de que no
debe sacrificar sin provecho existencias reclamadas por un ideal superior.
El buen jefe debe anhelar siempre que sus inmediatos subordinados sean activos,
valerosos y resueltos; el mediocre trata de alejarse de individuos de esta especie y no busca
tener a sus órdenes sino inferiores timoratos pues estos le hacen fácil el comando mientras que
los primeros lo obligan a saber mandar.
El buen jefe prefiere subalternos ardientes resueltos y emprendedores y debe excitar sus
cualidades y saber conducirlos, porque es preferible la altivez a la deslealtad o a la
claudicación, el error a la debilidad.
Todo Jefe debe tener interés en aumentar las fuerzas morales de sus subordinados
dándoles pruebas de estimación y aprecio. Une de los más crasos errores que puede cometer un
jefe es tratar a sus inmediatos como factores sin importancia. LS cortesía en las relaciones
personales de unos y otros afirma la autoridad del que manda y facilita el cumplimiento por parte
del que obedece. Principalmente en combate, el jefe debe dar muestras da serenidad y aprecio al
subalterno, invocando los nobles sentimientos de este y reconociendo sus buenas aptitudes al
confiarle una misión delicada o que importe sacrificio.
Para tener mayor autoridad, un jefe tiene que proscribir todo mal tratamiento al
subalterno en presencia de la tropa, porque la autoridad de éste es uno de los +actores de la
suya. Tampoco se debe esgrimir la crítica acerba, ni la ironía, porque ello seria un abuse de
autoridad, ya que el interior esta incapacitado para proceder en igual forma. A los subordinados
se les habla como colaboradores indispensables, eficaces y decididos a obedecer, a fin de
intensificar el espíritu de subordinación. Particularmente es necesario es el uso de la cortesía en
el saludo y las expresiones de dignidad que exaltan la personalidad humana. Este sentimiento de
dignidad personal es un elemento de energía que aumenta la fuerza moral y debe ser estimulado
por todos los medios al alcance del Jefe. La detestable idea de apocar al inferior está más
extendida de lo que parece. En algunos es un instinto da torpe arrogancia que da por resultado la
pérdida de le dignidad personal por parte del inferior, pues lo inclina e la excesiva humildad y a
la bajeza de espíritu. En otros es el fruto de un error intelectual pues se llega a creer falsamente
que la humillación del inferior es una prueba de disciplina y que así se afirma la autoridad por un
temor saludable. A menudo se deprime al subalterno bajo la influencia de sentimientos innobles,
tales como la vanidad y la fatuidad personal, que no permite a quien la pone en juego,
contemplar que otros hombres puedan obedecer sin arrastrarse movidos sólo por la conciencia
del deber común.
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4.- La Palabra y El Ejemplo del Jefe son Necesarios a la Tropa.
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5.- El Carácter, El Espíritu de Decisión y La Voluntad de Vencer.
El Carácter es el principal factor en que se basa el ascendiente del Jefe; da casi siempre
la expresión de la fuerza moral del que manda, y consiste en la impulsión activa que tiene por
objeto darle la energía necesaria para tomar, en circunstancias a veces críticas, decisiones que
comprometen su responsabilidad personal. El carácter del Jefe regla el empleo de los medios
de acción para actuar sin tibiezas ni desfallecimientos, segur principios determinados a pesar de
los obstáculos, peligros y solicitaciones de toda índole que tienden a desviar su aplicación el
cumplimiento del deber militar. Es lo que da al Jefe sello y distinción moral, viniendo a ser lo
que la fisonomía en lo corporal es el carácter mezcla indefinible de cualidades entre las que
sobresalen la firmeza en el mando; la constancia en exigir a los inferiores el cumplimiento
exacto de sus deberes; la nobleza y la justicia; la severidad para corregir las faltas que lo
merezcan: la energía para imponer la autoridad en los trances difíciles, fortaleza para no dejarse
abatir por contrariedades y reveses: y la entereza para no doblegarse ante imposiciones
arbitrarias.
No es dable a todos reunir esto conjunto de cualidades en la medida necesaria pero la
educación y el hábito del mando puede desarrollarlas en grado suficiente en la mayor parte de
los casos, sobre todo si se tiene un concepto elevada de la misión y del deber que el Jefe está
llamada a desempeñar
Del Carácter de quien manda depende casi siempre la manera de obedecer en los
escalones inferiores. Por eso dicha virtud es el eje principal de la disciplina, y así lo exigen los
reglamentos cuando la señalan como una de las cualidades indispensables para el ascenso a
categorías superiores. Pero uno de los más graves errores en que puede incurrir un Jefe, es
confundir el carácter con el genio altanero adusto impulsivo o arrebatado. Tampoco debe creer
el Jefe que la firmeza de carácter es igual a la terquedad porque esta no es sino la manifestación
de la voluntad sin inteligencia y un simulacro de la voluntad consciente. Además, la brutalidad es
una desviación de la fuerza de carácter y consiste en actos de violencia de individuos que no
tienen la voluntad suficiente para reprimirse e si mismos y que- siendo de naturaleza débil y
tímida, creen que así llegan a imponerse. La manifestación estación más clara del carácter del
Jefe se traduce en su espíritu de decisión y su voluntad de vencer El Espíritu de decisión
crece cuando el Jefe es colocado desde el tiempo de paz en condiciones que le impongan un
ejercicio constante de loa hábitos de mando. Las maniobras, las operaciones y la guerra son el
medio más apropiado para el incremento de esta valiosa cualidad moral.
La Facultad de Decisión es necesaria para elegir sin vacilaciones la solución más
juiciosa en cada caso, arrastrando las consecuencias con ánimo sereno. Se facilita mucho
cuando el Jefe sabe conformarse con una solución aceptable, sin aspirar a una perfección
generalmente inalcanzable, en la guerra no es fácil acertar siempre con la respuesta más conve-
niente; pero si se tiene fe y aliento para aro proseguir el camino elegido, con tal de que sea
viable, puede obtenerse el éxito deseado.
El Jefe no debe engolfarse en analizar profundamente las ventajas y desventajas de
cada solución, pues tal vez sería conducido a verse perplejo en el momento de decidirse y le falte
resolución para obrar. Tampoco debe esperar que las circunstancias le sean absolutas y
totalmente favorables; por el contrario, tiene que aprovechar cualquier oportunidad para
actuar conforme a sus planes a fin de no caer en la inacción, que es la muerte de los Ejércitos-
Lo mejor que puede decidir el Jefe en cualquier oportunidad es hacer siempre lo que, dadas las
circunstancias del momento, pueda contrariar más los planes del adversario Todo es factible en
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la guerra, hasta lo que no parece muy conforme a las ideas generales todo es preferible a vacilar
a cada paso par no encontrar ocasión bastante favorable para decidirse a actuar- La decisión es el
reflejo de una voluntad firme que sabe lo que quiere y por qué lo quiere: obra en el Ejercito
como una fuerza positiva que se transmite a los inferiores, sosteniendo su energía, desarrollando
su iniciativa y acrecentando su espíritu ofensivo y su confianza en la victoria.
Par el contrario, la indecisión de un Jefe es una confesión de incapacidad para actuar
falta de visión clara, de valor para afrontar la responsabilidad de lo que acontezca después, Sus
consecuencias son funestas porque siembran la desconfianza y ahogan toda iniciativa.
No basta desear algo vivamente, es necesario, a la vez, hacer todo la posible para
alcanzar el fin propuesto; y en la guerra hay que llegar basta el sacrificio supremo, La voluntad
debe ser impecable, complete y sin desfallecimiento; hay que llevaría hasta el limite a pesar del
sufrimiento físico, del hambre, de la sed del suche, sólo así se puede impresionar al adversario e
imponerle miedo Aunque la inteligencia del Jefe es necesaria, en la guerra cobra mayor valor el
deseo obstinado, pues de la voluntad nacen la temeridad y la audacia, que a su vez son las que
procuran la victoria,
En todos los tiempos y en todos los países, la voluntad de vencer ha despertado el
espíritu de sacrificio, la abnegación, el renunciamiento, el olvido del interés personal: ella es la
que permite a los pueblos ser fieles a su palabra, la que inspira y reconforta en el martirio, la que
conduce siempre ala victoria que corresponde siempre a los que van hacia adelante, a los que
tienen la firme resolución de tornar la ofensiva, a los que hacen cuanto se lea exige para
conseguirla aun en las circunstancias mas criticas.
Todo militar, y particularmente el jefe, debe poseer en alto grado esta fuerza moral que
constituye la voluntad de vencer, basada en un alto concepto del honor profesional, en el apego
al cumplimiento del deber y en un profundo dominio de si mismo.
El Jefe date dar pruebas de una energía racional que nada puede disminuir, de una
invencible voluntad de resistir a los golpes del destino, actuar siempre con espíritu metódico, con
valentía y sin aspavientos, y manifestarse en toda ocasión lleno de la más fervorosa fuerza moral,
En resumen, dar un bello ejemplo, no de filosofía y resignación, sino de viril optimismo, sobre
todo en las horas tristes de la guerra.
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toda preocupación respecto a asuntos que no esta en su mano alcanzar ni disponer.
Corolario del espíritu de organización del Jefe es la previsión que debe caracterizarlo,
para no dejar nada al azar, ni a la responsabilidad de sus subordinados, que muchas veces se
encontrarán perplejos cuando aquel ha omitido uno de sus más esenciales deberes, que consisten
en hacer que cada uno haga su parte para que asuma también la consiguiente
responsabilidad.
El Jefe debe poseer una cultura intelectual completa, que le dará siempre una
autoridad indiscutible sobre sus subordinados. Aunque en la actualidad tiene gran importancia la
cultura deportiva, la intelectual no ha perdido en modo alguno su valor, siendo lo mejor que
ambas se complementen. La capacidad intelectual del Jefe se pone a prueba frente a la dificultad
de los problemas que tiene que resolver y por la corrección y rapidez con que debe
resolverlos. Dicha capacidad es función do la inteligencia individual pero esta facultad no basta
para suplir la falta da conocimientos adquiridos, es decir, de saber, puesto que la inteligencia no
hace sino aplicar y combinar los conocimientos para llegar al fin que se persigue. Al Jefe no le
basta el saber profesional, esto es, una buena instrucción militar y técnica, sino una amplia
cultura general que cubra las posibles criticas de sus inferiores. Esta cultura, sin embargo, no
debe ser puramente especulativa, sino que necesita ser flexible y estar orientada hacia la
aplicación certera a todos los asuntos relacionados con la guerra por medio de un
adiestramiento práctico que la haga penetrar en su subconsciente y la transforme en reflejos
intelectuales.
Los estudios de la Historia General y Militar, de Matemáticas, Geografía, Física,
Biología, Legislación. Idiomas y Sociología; especialmente los de Psicología Individual,
Colectiva y del Combate; y por ultimo una cultura militar propiamente dicha, iniciada en la
Escuela y seguida durante toda la Carrera darán el Jefe el adiestramiento intelectual necesario
pera la resolución, rápida y acertada de todos los problemas de orden táctico que se le presenten.
Principalmente el estudio psicológico del combate es y será la parte fundamental de la
ciencia militar; la que ilumina sí Jefe ti derrotero de le victoria, pues todos los medios puestos en
juego deben tender a conservar el valor ofensivo y la cohesión de las tropas y e destruir el del
adversario.
Primordial es en el Jefe estar preparado para la resolución de casos concretos en el
combate, de modo rápido y cabal, pues en la guerra las consecuencias de un retardo se traducen
en múltiples derramamientos de sangre y a menudo por pérdidas irreparables. El saber requerido
flor el Jefe para solucionar las cuestiones que se presenten, debe ser completo, verdadero,
claro, preciso, bien clasificado y siempre presente en el espíritu.
Los conocimientos profesionales deben ser más profundos y la ilustración general más
extensa, a medida da que sean más indispensables para poner en acción medios técnicos Así
mismo, el Juicio recto es el resultado de una cultura general desarrollada; generalmente se
adquiere emprendiendo estudios completes sobra determinadas actividades que ensanchen el
espíritu, por los viajes y la observación Pero no debe olvidarse que el saber superficial no es útil,
sino más bien peligroso, porque constituye una especie de enmascaramiento intelectual que solo
produce soluciones falsas e incompletas.
El saber es verdadero cuando se adquiere comes resultado de estudios exactos y
mantenidos al día, siendo recomendable roe en caso de experiencias personales hay que
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desconfiar de olvidos, omisiones, ilusiones y errores de observación que imponen verificaciones
siempre que sea posible. Para que el saber del Jefe sea claro y preciso, es necesario que le
permita concebir y exponer su pensamiento con absoluta nitidez, expresando sin oscuridad de
conceptos y el objeto que persigue, evitando errores de interpretación por parte de los
subordinados.
Todas las nociones relativas a una misma materia debe el Jefe adquirirlas y
completarlas metódicamente y clasificarlas en orden en la memoria. Así, por el juego
automático de la asociación de ideas, los conocimientos relativos a cualquier asunto acuden a la
imaginación y se presentan en un orden lógico.
La Rapidez para concebir y actuar que debe caracterizar al Jefe, no se alcanza sino
cuando se le presentan espontáneamente ideas útiles para el fin que se propone, lo que a su vez
sólo se logra al ejercitarse continuamente en los temas que el deberá resolver en la guerra.
Para Obtener el mayor rendimiento el Jefe debe tener presente que la mejor manera de
proceder consiste en aprovechar el progreso, la capacidad y virtudes individuales de sus
subordinados creadas y desarrolladas por una educación militar completa y orientada hacia la
cooperación por medio de la iniciativa racional.
Únicamente cuando en un organismo reinan la ignorancia y la inmoralidad es preciso
usar de la mayor autoridad y sujeción, pero solo con el fin de imponer o perfeccionar la
educación. Cuando esto y los hábitos de orden han dado sus frutos y desde que los cuadros
inferiores son capaces de proceder en la forma arriba indicada, es necesario emancipar, hacer un
llamamiento a la inteligencia, a la buena voluntad ya la iniciativa abnegada de todos, para
que sean capaces da cumplir sus deberes flor sí mismos, bajo la impulsión directora del Jefe.
El Jefe debe educar a sus subordinados lo más posible y mandar imperativamente lo
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menos que pueda para crear la iniciativa inteligente y abnegada, no fijando a cada uno sino el
objetivo, el objetivo que se va a alcanzar y su misión en el conjunto para que el inferior elija los
medios de ejecución, y no ordenando sino lo que sus subordinados no puedan ordenar de
por si.
El Jefe debe inspeccionar, principalmente, los resultados no adquiridos acerca de la
preparación para la guerra y no los medios sino los resultados. Tiene también que evitar
pérdidas de tiempo en obtener uniformidades y sincronismos de puro efecto exterior e
inútiles en la guerra, pues estos no constituyen sino apariencias vanas y engañadoras de la
disciplina.
Por otra parte, el Jefe debe recordar siempre que siendo la solidaridad uno de los
elementos esenciales del valor militar de las tropas, puede obtener los mejores resultados
respetando la solidaridad de las unidades orgánicas, porque conociéndose entre sí todos sus
elementos integrantes, se prestaran una colaboración más activa, intima y precisa porque, desde
el punto de vista de la mayor eficiencia moral hay que dejar siempre a las unidades en manos de
los Jefes jerárquicos que las conocen y saben conducirlos mejor. Sin hacer llamamientos al
temor ya los castigos cuyo empleo, siendo a veces necesario, siempre acarrea inconvenientes.
Así mismo, el Jefe debe dar sus órdenes por la vía jerárquica tanto como sea posible; De este
modo se evitan las órdenes contradictorias, seda prueba de cohesión y orden en el mando, se
afirma la confianza de los soldados en sus cuadros y no se ve anulada ninguna autoridad
intermediaria, cargando cada cual con su parte de responsabilidad.
El procedimiento de mando por el temor, inspirado por el Jefe al subordinado es
ilógico y solo es aceptable por individuos absolutamente ignorantes. Y si se trata del Jefe, este
necesita comprender y hacer comprender a sus inferiores que el deber militar es una
colaboración, que la obediencia tiene que ser espontánea y que obedecer y mandar es siempre
hacer la tarea común bajo la inspiración del deber también común. La disciplina debe
ejercitarse, no como una sumisión, sino come una orgullo so obediencia.
Lejos de ser amenazadora, la autoridad del jefe debe convertirse en un poder
bienhechor, absolutamente necesario a los subalternos sobre quienes la ejerce y cuyas fuerzas
multiplica agrupándolos en un solo haz, Particularmente en el combate los inferiores desean
sentir la acción alentadora del Jefe, porque ellos so sienten pequeños y débiles cuando no pue-
den contar sino con sus propias fuerzas. Es entonces cuando se pone en evidencia la colaboración
mutua entre el Jefe y el subalterno, puesto que ambos representan una misma fuerza aplicada a
una misma obra y a un mismo deber.
Todo Jefe debe dar la acción del mando ya la obediencia el carácter de un deber común,
que lo obliga tanto a él como a sus inferiores. Así eliminara toda idea de temor al castigo y creará
un ambiente de subordinación digna y voluntaria. Las amenazas del castigo quebranten el resorte
moral de la subordinación, que es la única virtud que debe quedar intacta en las circunstancias
críticas de la guerra, o sean la adversidad y la derrota.
El Jefe que quiere preparar e su tropa para que llegue basta el asalto bajo el fuego
enemigo, no necesita domesticar a sus hombres sino educarlos en la noble y digna disciplina del
deber. Para que el soldado moderno acepte libremente la necesidad de hacer los más penosos
sacrificios, es necesario que el derecho que tiene el Jefa pera exigir obediencia se apoye sobre
una fuerza reconocida y consentida por todos: y esa fuerza no es otra que el sentimiento del
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deber. La sumisión por el temor no da sino la apariencia exterior de la verdadera disciplina.
Es conveniente que todos los subordinados sepan que el Jefe tiene en sus manos los
medios de imponer la obediencia, pero esto no quiere decir que esa sea su manera normal de
proceder: al contrario, la experiencia enseña que la intimidación perenne no da sino unidades
indisciplinadas. La subordinación es un deber de hombre libre y no una esclavitud; hay que
practicarla dignamente corno obligación lealmente aceptada, sin humillación, sin dudas, sin
temor. Bajo este aspecto debe ser exigida por el Jefe y no como una imposición personal pues los
inferiores no están a su servicio sino en el servicio de la patria. El mando y la obediencia son
impersonales y dura lo que la función o el cargo desempeñados, sino que continúan a través
de la autoridad ejercida por los nuevamente designados a ejercer el comando. La autoridad del
Jefe y la obediencia del subalterno son, dos aspectos del deber común, que como su nombre la
indica, obliga tanto al Jefe corno al último soldado.
Como el mando y la obediencia son actas de igual dignidad, es claro que eh tono
arrogante en el Jefe y la actitud servil en el subordinado están igualmente fuera de lugar, y no
vienen a ser otra cosa que vanidad, simulación y apariencia. Cuando las relaciones entre los
diversos escalones de la jerarquía asumen esa forma, todos se colocan fuera del deber común,
33
pues se olvida que el superior de otro es a la vez inferior de alguien colocado más arriba.
Si la arrogancia es odiosa, tratar de adquirir popularidad es detestable, puesto que es una
manifestación de egoísmo. El ejercicio del mando no puede quedar subordinado al deseo de
conquistar el afecto de los subordinados, Es natural que en el curso de las relaciones que impone
el servicio, se establezca una simpatía mutua entre el Jefe y sus colaboradores así esto lazo de
simpatía debe ser más fuerte que el afecto que pueda conquistar un Jefe por medio de
demostraciones exteriores o complacencias lesivas al buen servicio. A todo Jefe debe repugnar el
empleo de artificios pera engañar a sus inferiores con demostraciones de un cariño simulado,
porque ese no es un recurso honorable.
El afecto recíproco que nace del deber cumplido es común, no tiene nada de análogo
con los procedimientos de mando fáciles y agradables que puedan ser empleados con el afán de
aparecer bonachón, le disciplina familiar y arrulladora, que se traduce en niñadas,
complacencias y debilidad no es sino un entrenamiento frágil y gracioso; en nada se parece a la
disciplina militar. El Jefe que tiende a adquirir popularidad le falta abnegación; emplea la
autoridad para satisfacer sus sentimientos personales. El Jefe manda solo para asegurar la
práctica de un deber determinado.
Pero la más perniciosa de las actitudes que equivocadamente puede adoptar un Jefe, es
la de hacerse popular entre la tropa menguando la autoridad de sus inmediatos subordinados.
Esta actitud es inconsciente. El Jefe debe tener por los soldados toda la solicitud que éstos
merecen, pero sin aparecer como el único preocupado por ellos, menospreciando así a sus
subalternos. Además, tal proceder atenta contra el principio de la subordinación jerárquica, es
una excitación a la indisciplina y una traición al deber común, que destruye autoridad de los
colaboradores de rango inferior.
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Hasta el presente no se ha logrado idear un sistema que formo que soldados valientes
por temor al castigo, ni gentes virtuosas por miedo a los gendarmes. Si la disciplina no educa,
carece por completo de valor, pues los subalternos aprovechan los descuidos del Jefe para
hacer lo que les place. Además, quien sufre un castigo no mejora por eso sus sentimientos; antes
por el contrario, si tiene carácter, se revela contra las violencias autoritarias y lleva su
indisciplina hasta encapricharse en desobedecer y hacer gala de una actitud, que le parece digna.
La base inconmovible de la autoridad del Jefe es su superioridad moral, no consiste en
manifestarse violento ni amenazador, sino firmemente apoyado en principios morales
indiscutibles. Si consigue que sus subordinados estén penetrados del deber militar, que no es sino
una parte del deber cívico, se impondrá siempre a estos de manera indiscutible cuando les llame
la atención sobre el deber desconocido, pero con lenguaje calmado y sereno. Al culpable hay que
convencerlo de su falta al deber para que, humilde y vencido acepte la autoridad soberana del
Jefe y los castigos que éste le imponga, con la convicción de que ello es la consecuencia
inmediata y moralmente inevitable de su falta. De este modo la represión no es un acto de
mando sino un mero accidente que tiene lugar para colocar de nueva en el sendero recto a los
que pudieran haberse extraviado.
Hay que notar también que la represión es un deber y no una prerrogativa, y de
ninguna manera es un motivo para darse importancia y afirmar con ella el poder personal del
Jefe. Tampoco es plausible que éste se dedique a aumentar los castigos impuestos por buenos
subordinados suyos bajo el pretexto de que le parecen faltas débiles. En principio, sólo se debe
aumentar un castigo cuando el inferior ha aplicado el máximo de sus atribuciones.
Proceder de otro modo equivale tachar al subalterno de debilidad reprensible. Mucho peor aún
es levantar un castigo impuesto por Un subordinado; y cuando ello es absolutamente
necesario por razón de justicia, el Jefe está obligado a hacer sentir a su subalterno el error que ha
cometido. El procedimiento mas ajustado a las normas disciplinarias morales, consiste en hacer
suspender el castigo por quien lo impuso invocando la justicia que asiste al castigado sólo en el
caso muy extraordinario de un empecinamiento ciego que impida al que castigo ver su abuso de
autoridad y percibir la injusticia, puede un Jefe suspender de por sí una sanción, pero no por acto
de autoridad, sino en resguardo de la justicia y la disciplina de la Unidad,
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culpable, que colocan a éste en la imposibilidad material de ejecutarlas simultáneamente.
Los castigos deben estar proporcionados no sólo a las faltas, sino también a la
conducta habitual, al carácter, al tiempo de servicio y al grado de inteligencia de cada uno; y
por otra parte el Jefe está obligado a prevenir las faltas antes que sancionarlas, cada vez que
ejercite el derecho de castigar debe buscar y considerar todas las circunstancias atenuantes.
Hay dos categorías de individuos con los que es preciso recurrir a los medios de
represión; los culpables por falta de voluntad y los culpables por exceso de voluntad.
Los que carecen de carácter, generalmente comprenden la justicia de los consejos y
reproches que se les hace pero no tienen la energía necesaria para enmendarse; por lo tanto, es
necesario ayudarlos, sometiendo su voluntad a estimulantes más vigorosos. En tal caso, la
represión debe tender a educar, pues lo importante no es castigar sino corregir.
En cuanto a los que tienen exceso de voluntad, hay que tener un tacto particular. Uno de
los problemas más delicados que pueden presentarse a un Jefe, es conducir a hombres reacios,
pero enérgicos; sin embargo, esto constituye un buen entrenamiento para preparar soldados de
primer orden para las maniobras y la guerra.
El Jefe tiene en sus manos una de las más poderosas palancas para mover el alma
humana: el amor propio individual, que, manejado con talento, inspira gran confianza a los
hombres y los subyuga poderosamente haciendo que le obedezcan con devoción particular. Sin
embargo, si no logra con este medio imponerse a ciertos temperamentos rebeldes o viciosos,
tienen que recurrir inexorablemente a los medios que le proporcionan la disciplina, porque si en
tal caso procede con indulgencia, daría prueba de debilidad, Pero antes de imponer al culpable el
castigo material que merece, hay que aplicarle una sanción moral.
El Jefe es el Guardián celoso e intransigente de la disciplina que, a pesar de la
evolución actual de las ideas, debe permanecer rigurosamente intacta. Todo su arte y ciencia de
mandar consiste sólo en elegir los medios más apropiados para lograr tal fin y obtener de su
tropa la voluntad de obedecer, no tolerando la voluntad de desobedecer, La disciplina
voluntaria y la represiva no se excluyen, sino que se complementan. El Jefe que tratara en toda
circunstancia de aplicar la primera sin la segunda, o recíprocamente, desconoce en absoluto el
arte de mandar.
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CAPITULO III
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2.- Preparación Moral para la Guerra.
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Pero hoy es muy diferente; los grandes efectivos, la intervención de la aviación, de la
artillería, la facilidad de comunicaciones y transporte, crean lazos estrechos entre el Ejército y
la población civil. A esto hay que agregar la difusión de las teorías antinacionalistas, para
tener una idea clara de la influencia reciproca entre la masa civil y las Fuerzas Armadas.
Otro factor de singular importancia en la preparación moral de la guerra es la prensa;
pero debe cuidarse el fondo y la forma de las noticias que se difunden y de las apreciaciones que
emite, para que aliente al pueblo y no dé lugar a depresiones y pánico que hay que evitar a
toda costa. Es cierto que no es necesario mentir ni al pueblo ni al Ejército, pero todo hay que
saberlo decir con mesura y sin truculencia. Un pueblo patriota sopada los mayores sacrificios
cuando so prepara su opinión por medio ce una prensa comprensiva y se le convence de la
necesidad de su sacrificio.
Además de la prensa, los cuadros civiles de la nación deben poner en juego toda su
influencia para avivar la cruzada patriótica emprendida. Autoridades, clero, maestros, publicistas
y en general todos aquellos que por su papel en la vida social tengan ascendientes sobre la masa
popular, deben consagrar la parte de su actividad a solidificar, por la práctica y el ejemplo, la
moral de la nación. Pero es necesario que esa tarea sea dirigida y controlada por un organismo
superior destinado a informar al país y a cristalizar la opinión pública respecto de los
problemas de la guerra, teniendo especial cuidado de escoger acertadamente al ciudadano que ha
de gobernar ese organismo, que así se convierte en director moral de la nación y en un agente de
propaganda interna y externa que crea simpatías para la causa del país. Tal organismo debe tener
poder sobre todas las actividades públicas y actuar en perfecta comunidad de ideas con el
comando en Jefe del Ejército, única entidad capaz, desde el punto de vista militar, de juzgar los
hechos y la forma de expresarlos.
De esta manera, gracias al concurso decidido de todas las energías, la acción de los
poderes públicos y de la prensa, la moral de la nación se prepara desde el tiempo de paz y se
conserva a la hora de la crisis. El Ejército encontrará en la moral de la nación el más poderoso
estímulo y retaguardia contribuirá a dar la parte que le corresponde para alcanzar la victoria.
La inteligencia humana no ha descubierto aún las leyes que rigen los fenómenos
sociales, ni puede percibir con claridad y correctamente las proyecciones de estos en un futuro
lejano.
Los hombres de Estado tienen la imperiosa obligación de apreciar certeramente los
hechos y sus consecuencias, por medio de un cabal conocimiento de las influencias efectivas,
místicas y colectivas que impulsan a los pueblos; pero, a veces, esa a apreciación se desfigura
por un raciocinio exagerado que impide a la inteligencia darse cuenta de los móviles que
predominan en el alma del pueblo, siendo generalmente más fructífero el empleo de un claro
sentido de previsión.
Los gobiernos disponen de poderosos y múltiples medios de información; pero casi
nunca llegan a penetrar en la verdadera intención de los pueblos vecinos; unas veces por la
mediocridad de los hombres encargados de apreciar los hechos, otras, por dejarse llevar de ideas
y sentimientos suyos no conformes con la realidad. Estos factores negativos dan lugar a graves
faltas en el gobierno de las naciones, en lo que respecta a las posibilidades y preparación para la
guerra.
Las faltas de psicología más comunes son: la ilusión pacifista, que conduce a descuidar
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la preparación militar; la idea de que las guerras son de corta duración, que conduce a la falta
de preparación del pueblo para hacer esfuerzos prolongados; la creencia de que en la guerra
habrá pocas batallas de importancia, que conduce a pesar en que las bajas serán pocas; la
excesiva fe en los vecinos y aliados, que conduce a una vana confianza en la efectividad de una
ayuda casi siempre problemática; la exageración en apreciar los defectos del enemigo, que
conduce a disminuir la exaltación de las propias facultades morales, la creencia de que el terror
es una fuerza eficaz para abatir la moral del adversario, que conduce a excitar la resistencia que
este opone; la tendencia a perseguir ideas religiosas, que conduce a aminorar la cohesión
nacional.
5.- La Transformación de los Métodos de Guerra y sus Repercusiones sobre la Moral de las
Tropas.
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bajo la superficie terrestre, a la guerra al nivel del mar y submarina, y a la guerra en el aire.
En lo que respecta; a la guerra terrestre, se tienen los enormes efectivos a que
alcanzan proporcionalmente los ejércitos modernos: la gran extensión de los frentes de batalla; la
utilización del terreno (fortificación y arreglos) llevada al máximo; el gran alcance do la
artillería; el terrible poder destructor de los explosivos y el gran desarrollo de los medios de
transmisión para noticiar al comando y permitir dar oportunamente ordenes en tan vastos medios.
En la guerra naval se ha revelado el poder del arma submarina, tanto para la lucha
contra las naves de guerra cuanto para dificultar el comercio y los transportes marítimos
ordinarios.
En lo que atañe a la guerra aérea, los aviones pueden llevar su poder destructor más
allá de los continentes y de los mares, sembrando el pánico y la destrucción en las poblaciones
alejadas del frente de batalla y haciendo sentir la guerra a la totalidad de la población de un país.
La Batalla antigua era una lucha espectacular donde se veía a las tropas de uno y
otro bando presenciar las maniobras de sus contrarios y a sus generales sobre una elevación del
terreno disponiendo sus medios de acción en un frente reducido, siempre bajo su vista. El
campo de batalla actual se caracteriza por una sensación de vacío dada por el enmascaramiento
y ocultación de las tropas adversas, que no dejan percibir sus movimientos sino al saltar sobre las
líneas sucesivas del terreno, durante breves instantes y en forma desparramada, arrastrándose los
hombres para no ser blanco de los fuegos concentrados desde lejanas distancias; los Jefes ya no
abarcan de una mirada su campo de acción y se encuentran generalmente bien distanciados,
dirigiendo un ejército invisible por medio de órdenes generalmente telefónicas y recibiendo
datos del frente que le permiten orientar sus reservas hacia las necesidades de la lucha.
Dejando de lodo el aspecto técnico de las condiciones de ha guerra moderna, que no
corresponde a este curso, hay que estudiar únicamente la repercusión que sobre las fuerzas
morales de las tropas han tenido o tienen esas condiciones técnicas.
Así se ve que las dificultades de abastecimiento a enormes masas humanas en grandes
extensiones, crean en el espíritu de las tropas cierta inseguridad sobre la forma en que serán
atendidas sus necesidades de vida, de municiones y material do diversa índole, dando lugar a
temores de insuficiencia que disminuyen la capacidad combativa, tanto en el ataque corno en
la defensa; particularmente en el primero.
La gran extensión de los frentes no permite la concentración de tropas en un solo
punto y hacer un esfuerzo decisivo en determinada dirección; las batallas se hacen indecisas en
la mayor parte de los casos. Tal indecisión produce una disminución de la capacidad
combativa de las tropas, que no ven llegar rápidamente el fruto de sus esfuerzos y piensan que
cada unidad no desempeña el papel principal en la lucha, sino que ese papel está asignado a
otra fracción, no dando por tanto el máximo rendimiento.
El empleo intensivo de la fortificación y organización del terreno, parece dar a las
tropas una sensación de inferioridad respecto si enemigo, que se traduce por una
superestimación de las fuerzas que este pone en acción y por una desconfianza del propio valor.
La guerra de trincheras, desde el punto de vista moral, es una serie de luchas
sicologías en las cuales la moral del combatiente, factor principal de la victoria, sufre pruebas.
Cuando los efectivos lo permiten, el sistema de relevos de los elementos avanzados logra
aminorar los efectos de la vida en las primeras líneas; pero si la actividad y la insuficiencia
son tales que la guerra asume el carácter de un contacto permanente con la muerte, la
naturaleza humana reacciona por un fatalismo resignado, por una especie da embrutecimiento
animal que, a pesar de ser un verdadero antídoto contra el peligro, al fin acarrea una
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disminución en la capacidad combativa del individuo.
Otra consecuencia funesta de la guerra de trincheras, es la oposición que crea entre
las tropas y el mando, por que la inutilidad de la maniobra lleva al hombre a pensar que el
comando es inútil y esta de más; y de otro lado, a consecuencia de las nuevas formas del
combate, el soldado adquiere la impresión de que todo el peso de la lucha recae sobre él .
Tampoco acepta sin resistencia las decisiones de un mando que vive lejos de él una vida
diferente y, que no puede por lo tanto captar las consecuencias de sus órdenes, ni comprender la
realidad de los sacrificios que pide.
En el curso de la guerra de estabilización, el hombre adquiere la costumbre de medir
la importancia de los éxitos o reveses por la extensión del terreno conquistado o perdido,
adquiriendo así el terreno una significación militar muy particular.
La última guerra europea puso en evidencia el poco valor de las fortificaciones
permanentes, Pues bien, esta debilidad ha disminuido la invulnerabilidad de ciertas regiones de
los efectos de la guerra, y de origen a que las poblaciones y las tropas tengan la impresión de
inseguridad que da la posibilidad de que el enemigo no pueda ser contenido en parte alguna por
las moles de concreto y acero que representan las grandes fortificaciones.
42
transformación.
Hay pueblos y razas de temperamento flexible tales como el nuestro, que se adapta muy
pronto a las necesidades da una nueva situación. Esta Facultad debe ser aprovechada
inteligentemente por los que mandan, a fin de que durante la guerra, mantenga una constante
inquietud espiritual orientada hacia la exaltación de las virtudes morales y hacia el
vencimiento del carácter conformista que pueda desarrollarse en momentos de adversidad. EL
hombre generalmente ignora que puede más de lo que cree. Solo las circunstancias permiten la
evolución de las capacidades humanas.
En tiempos normales, los hombres se clasifican por su cuna y los títulos que adquieren
en las diversas profesiones. Pero esta clasificación responde muy rara vez al valor real de los
individuos, principalmente en lo que se relaciona con las necesidades de la guerra.
Es imposible predecir como actuaran las diversas personas en la guarra. Casi siempre
las previsiones hechas al respecto fracasan ante la realidad. Tal es la causa por la cual se ha visto
a individuos que aparentemente servían para poco en la vida ordinaria, tener papel descollante en
las acciones de armas, descubriendo energías insospechadas y una personalidad que sólo
necesitaba un medio oportuno para revelarse.
43
no hubiera podido continuar con éxito sin la ayuda del capital. De igual modo se puso en
evidencia que la necesidad de trabajar más rápido y mejor, hizo desaparecer los
procedimientos rutinarios y estimuló la iniciativa.
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Las guerras del pasado sólo interesaban directamente al elemento militar,
permaneciendo casi indiferente el resto de la nación. Pero en las guerras modernas, en las que
participaban las fuerzas de todo orden, la psicología nacional se modifica completamente a
causa de la intervención de toda la población, pues todos los individuos aptos son llamados bajo
las armas y se les extiende sobre inmensos teatros de operaciones; se reduce al mínimo
estrictamente indispensable los que se necesitan para el funcionamiento del estado y de las
industrias de guerra; los que no pueden ir al frente tienen su destino en los depósitos, servicios
auxiliares, fabricas, etc., Pero toda la población sufre un cambio en el desarrollo de su vida
normal. No hay familia que no tenga uno o dos deudos en el frente, encontrándose afectada en
su economía, en sus sentimientos y hasta en su estructura.
El mundo esté gobernado hoy por conceptos colectivos que van cristalizando poco a
poco, pero que luego adquieren una gran fuerza expansiva. De ahí la razón por la que es
necesario seguir la evolución de los sentimientos populares durante la guerra, principalmente en
lo relativo a su continuación y la forma en que debe terminar. Al respecto, cabe advertir que
la realidad de las cosas vale en el sentimiento popular menos que la idea que el pueblo se
haya forjado de la situación.
Una nación en guerra es vencida cuando el sentimiento popular no cree en la
victoria; cuando ese sentimiento se muestra desconfiado en alcanzara o se considera vencido:
pero cuando un pueblo se siente con fuerzas morales, materiales y espirituales suficiente,
concluye casi siempre por imponer su voluntad al enemigo.
El sentimiento público es susceptible de pasar por varias fases según la duración y el
desarrollo de la lucha. Casi siempre al principio de la guerra un entusiasmo desbordante
arrebata las almas; luego viene una sensación de apatía que gana todos los espíritus,
principalmente cuando no se logra pronto una victoria notable sobre el enemigo; y por último,
con el correr del tiempo, sobreviene un estado de excesiva nerviosidad pública a manera de
reacción contra la apatía anterior, durante el cual el menor hecho da armas repercute
intensamente en el alma popular, que se encuentra presa da un fenómeno casi morboso.
Pero un pueblo consciente se muestra siempre optimista y seguro de la victoria; se
habitúa a la idea de que sus sacrificios no son estériles y trata en toda ocasión de mostrarse firme
en el éxito y en la adversidad. Y si ese pueble tiene en su debe un fracaso que haya pasado lustros
sobre su existencia es necesario que oponga a los acontecimientos una voluntad decidida a no
dejarse arrastrar nuevamente al fracaso, que, repetido, puede ser la causa de su fin como
nación. Para ello le es preciso tener una clara noción del peligro y dirigir su mentalidad hacia la
conservación de sus destinos.
CAPITULO IV
45
FACTORES DE DETERIORO Y MEJORAMIENTO DE LA MORAL
Los resultados obtenidos por medio de esas diferentes técnicas, tomadas aisladamente o
en conjunto, permiten precisar la existencia y la influencia de los factores que actúan
negativamente sobre la moral militar y más especialmente sobre la del combatiente. La
naturaleza misma de la condición militar implica la acción de estos agentes destructivos. El paso
del estado civil al estado militar, verdadero fenómeno de ruptura social, exige al individuo, no
solamente una adaptación individual a finalidades precisas, sino su inserción dentro de un nuevo
marco colectivo que obedece e leyes especiales. Si bien estas dificultades de adaptación
individual y colectiva son menores para el soldado profesional cuyo entrenamiento es más
progresivo y cuyos gustos están más de acuerdo con las exigencias de la profesión militar, en
cambio asechan inevitablemente a la inmensa masa de los reclutas. Numerosas encuestas
realizadas por medio de cuestionarios han comprobado los datos de la experiencia al respecto, de
manera que es posible clasificar en la siguiente forma los factores principales de deterioro de la
moral:
A. La Obligación de Matar.
La obligación de dar muerte (y a menudo de comprobarla) provoca en la mayor parte
de los combatientes un sentimiento de culpa perjudicial para la moral. En algunos casos puede
conducir a la objeción por razones de conciencia.
B.- Restricciones.
Las numerosas restricciones impuestas al ciudadano movilizado (falta de
comodidades físicas, abstinencia sexual, separación familiar, desaparición de las ganancias, etc.),
crean un estado de tensión que deprime la moral.
Un primer grupo de reformas consiste en reducir por medios apropiados los agentes
destructores de la moral inherentes a la vida militar y al combate. El complejo de culpabilidad
originado por la obligación de matar será objeto de conversaciones explicativas, y el comando
deberá esforzarse, cada vez que sea posible, por disimular los afectos destructores producidos
(tiro, bombardeo, etc.). Las restricciones deberán ser atenuadas por toda clase de distracciones
(correos, permisos, Deportes, etc.). La disciplina y las convenciones militares se reducirán a lo
estrictamente necesario y serán objeto ce comentarios justificativos.
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La ansiedad latente y el temor se combatirán por medio de la exposición de los riesgos
restringidos en que se incurre, apoyadas con estadísticas. Pero estos paleativos tienen poco valor
y son discutibles en muchos casos, Por lo tanto sólo deben utilizarse en esa inteligencia,
recurriéndose a procedimientos menos artificiales y más constructivos.
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Estos factores y sus componentes están sujetos a variaciones en el tiempo y sometidos a
los ataques de la propaganda enemiga. A su vez deben ser analizados sistemáticamente.
Es evidente, que la tarea del Psicólogo Militar en lo que se refiere al problema de
exaltar la motivación podría reducirse al siguiente esquema de actividades:
4. Factores Auxiliares.
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de tablas de castigos.
La exaltación del valor: Las consideraciones de orden ético constituyen la base
principal en la exaltación del valor, sentido del deber, solidaridad, patriotismo, orgullo. Las
razones egoístas: paga elevada, ascensos, desempeñan un papel menor.
La confianza en el material: La tripulación, los Jefes, la cohesión y la organización
jerárquica y funcional desempeñan una función determinante que es confirmada de une manera
estadísticamente significativa por los porcentajes de aprobación recogidos.
CAPITULO V
49
DETENCION DE LOS CUADROS
Esta característica puede estar reforzada por un alto grado de motivación (interés,
vocación).
C. Estado Mental.
Exige un alto grado de inteligencia general (rapidez mental y adaptabilidad ante nuevas
circunstancias).
D. Estado Caracterológico.
(Equilibrio emocional).
E. Estado Disciplinario.
A. Competencia General.
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Se divide en competencia militar (reglamento), técnica (especialidad), administración
(organización), y pedagogía (formación, entrenamiento). . Esta cualidad es indudablemente la
más importante de las que debe tener un Jefe.
La Rapidez del juicio es función directa del nivel mental y de la competencia general. A
su vez rige en parte a la rapidez de decisión que implica además firmeza y resolución.
D. Discreción y Tacto.
Estas dos cualidades son indispensables para mantener relaciones armoniosas en todos
los escalones dala jerarquía.
G. Cualidades Secundarias.
Hay ciertos factores de menor importancia que pueden acrecentar la autoridad del Jefe;
aspecto físico, claridad de la expresión verbal: calma y precisión de los ademanes, etc. Pero
todos estos matices de la presentación son mucho menos determinantes de lo que muchos han
creído. (Alemania).
Aunque todo Oficial tendría que poseer ese conjunto de condiciones en diverso grado
que debe ser determinado por el comando en función de las diferentes utilizaciones funcionales
de los cuadros, al Oficial de "elite" se le exigen otras características. Estas pertenecen más
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especialmente al factor humano
A. Inteligencia Social,
Esta forma de inteligencia no implica, tan sólo, la inclinación a interesarse por los
problemas humanos planteados por la realidad militar cotidiana, sino también el mantenimiento
del justo equilibrio entre el distanciamiento afectado o la ridícula austeridad y la familiaridad de
mala ley.
B. Lealtad.
La lealtad del Oficial con respecto a la finalidad buscada, a las tareas a realizar y a los
reglamentos que deben ser observados, origina una corriente de confianza recíproca entre Jefe y
Subordinado.
C. Cortesía, Buen Humor, Serenidad.
La conformidad a estas normas, cualesquiera puedan ser las circunstancias, exige del
Oficial una personalidad estable y especialmente bien ajustada.
D. Imparcialidad y Objetividad.
Estas cualidades desempeñan un papel importante en el mantenimiento de la
disciplina y de la moral.
Aunque el dogma de la infalibilidad del Jefe ha cedido bastante terreno, hay pocos
Oficiales poseedores de la penetración intelectual y la rectitud de juicio necesarias para descubrir
el fundamento real de sus eventuales errores. Y menos aun para reconocerlos ante sus iguales y
subordinados. Sin embargo la experiencia ha demostrado que la autoridad y la crítica, lejos de
dañar el prestigio acrecientan a menudo el potencial de confianza recíproca entre los diferentes
escalones jerárquicos.
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B. Imaginación Táctica.
C. Inteligencia Totalitaria.
D. Inteligencia Organizadora.
CAPITULO VI
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¡LAS PERTURBACIONES DE LA GUERRA!
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increíbles, y ello se hace sentir de manera más acentuada por la dificultad que habrá después, al
período de paz, para llevar los hombres al terreno de la vida jurídica y que caracteriza el respeto
a las leyes por todos los ciudadanos. Durante la guerra, el único código del soldado es la simple
voluntad del Jefe; las leyes civiles valen poco para él. Por eso su espíritu se revela aceptar
después las disposiciones que no sean estrictamente militares.
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las informaciones que se tenga de las reuniones y movimientos que puede intentar el enemigo,
pero dichas informaciones son generalmente erróneas, y. además el enemigo puede ocultar sus
verdaderas intenciones ejecutando operaciones que induzcan a su adversario a caer en el vacío y
en la desorientación. Es en este caso, cuando se manifiesta todo el valor intelectual y moral del
comando, pues sin abandonar la misión que reciba, tiene que introducir rápida y oportunamente
en su dispositivo los cambios accesorios para hacer frente a la nueva situación, sin ofuscarse ni
dar señas de debilidad, sino con serenidad y firmeza de intenciones.
Pero es sobre todo desde el puma de lista táctico cuando lo imprevisto se convierte en
un factor determinante. Las batallas y combates casi siempre comienzan sin que se haya fijado
anticipadamente las intenciones, fuerza y dispositivo adverso: es poca lo que al respecto puede
hacer, el Jefe más perspicaz y sólo a medida que van desarrollándose los acontecimientos, va
aclarándose la situación. Si a esto se agrega que cualquier momento es susceptible de producir un
hecho imprevisto que modifique a veces profundamente la fisonomía de la batalla, se tendrá una
visión bastante clara y real de que la incertidumbre juega un papel preponderante en las
decisiones.
La batalla es el choque de dos voluntades contrarias; de allí que sea preciso prever
anticipadamente y hasta donde se pueda las manifestaciones más diversas del pensamiento
enemigo. Y como el Jefe que dirige una acción no puede encontraras en todas partes pare
resolver todas las eventualidades, es menester que sus subordinados estén bien penetrados de sus
intensiones para conformar sus ordenes y movimientos, y que hagan uso de un fuerte espíritu de
iniciativa para oponerse a los planes enemigos aunque se presente en la forma más sorpresiva.
Para que el militar de toda jerarquía salga triunfante en la lucha contra lo inesperado,
son indispensables dos cualidades; el valor y la inteligencia. El primero se manifiesta por el
espíritu de resolución; la segunda por la iniciativa perspicaz o golpe de vista. Ambos alejan el
temor y educan el ánimo para decisiones vigorosas. El hombre resuelto e inteligente obra sin
variaciones y con disciplina.
La inteligencia y el valor deben marchar estrechamente unidos para que den una
solución decidida y eficaz. La simple inteligencia no puede resolverse las situaciones que
presentan la guerra; para ser fructífera debe despertar en primer termino el sentimiento del valor,
para que este la sostenga, y la llave por el camino del éxito, pues en los momentos críticos los
sentimientos dominan al hombre con mayor fuerza que las ideas.
La incertidumbre de la guerra realza el valor del espíritu resuelto. En ningún arte como
en el de la guerra puede decirse que lo mejor es enemigo de lo bueno, pues cuando se presentan
las ocasiones críticas más vale resolverlas con rapidez que perder tiempo en buscar soluciones
perfectas. Para obtener esa rapidez, hay que estudiar la guerra, pero con criterio realista, ya que
en ella tienen las razones del corazón un valor más poderoso que el de todas las ideas teóricas
adquiridas; además es necesario que el corazón esté habituado a estar en perenne conexión con el
cerebro.
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atributos que le permitan ser el amo absoluto. De lo contrario, su propio animo no es bastante
fuerte, el Jefe se deja arrastrar por el peligro y llega a hasta perder la vergüenza. Tal es la fuerza
de ánimo y la energía moral que el Jefe tiene que evidenciar en el combate y que deben crecer a
medida que sube la jerarquía.
El Jefe debe poder resistir a las sobreexcitaciones deprimentes de que sea presa su tropa
en las circunstancias adversas o en los impensados desastres. Aún más, aprovecharse de esas
congojas y crisis colectivas para enardecer su propio ánimo; y, cuando vea a los suyos con los
rostros densamente pálidos, con las manos lívidas y crispadas sosteniendo el fusil como un
leño, debe golpear su pecho, henchir sus pulmones, abrir bien sus ojos y sentir el impulso de
atropellar, de avasallar cuanto se le ponga a su frente, para que suba a su garganta un adelante
repetido hasta enronquecer acompañado por gesto y el ademán imperativo que cambie la
perspectiva de los suyos, que los empuje cual torrente hacía el enemigo con los rostros de ira y
con las manos empuñando vigorosamente su Fusil, en supremo anhelo de vencer al adversario
con la punta de su bayoneta.
En una palabra, que no se lucha con hombres contra material, que la importancia de este
último factor no se discute actualmente, y que el error consistiría en creer que hasta para todo y
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por si solo.
La ultima guerra ha puesto una vez más en evidencia que a cada invento del beligerante
oponía el contrario la respuesta correspondiente; que ambos equilibraron prontamente su
material y que los perfeccionamientos continuos de las armas aumentan los peligros en igual
proporción para todos los contendores.
También demostró esa contienda que el material más perfecto no tiene valor cuando los
Oficiales que lo ponen en acción, no han sabido emancipar su espíritu de la rutina del pasado, ni
penetrar los secretos de su correcto empleo; y cuando los soldados que lo manejan, en el dominio
moral, no tienen la resolución de luchar hasta morir.
En resumen, la última guerra, como todas las anteriores, ha enfrentado elementos no
comparables entre sí porque no están sujetos a las mismas leyes.
Tales elementos son: los Materiales: armamento, técnica, procedimiento, etc., que se
modifican con rapidez sorprendente gracias a los progresos industriales, que dan a la guerra un
carácter más científico cada día: y los Morales, función del hombre, que ha permanecido idéntico
a sí mismo ante la emoción, el peligro y la muerte, y que conserva a la guerra con sus
características de arte en el que tienen la mayor parte el lado moral y el sociológico.
La Preparación para la guerra es una ciencia, pero su ejecución es un arte. Si los medios
materiales evolucionan en la guerra cada vez con mayor rapidez el elemento moral por el
contrario, no cambia. Aún es cierta la antigua concepción de la guerra como una lucha entre dos
voluntades, en la que el factor moral ocupa el lugar más importante en la mayor parte de los
casos.
La preponderancia del factor moral es indudable; ya sea que se trate la lucha entre
naciones, entre ejércitos o entre combatientes. Y como el factor moral es esencialmente
psicológico, hay que estudiar la psicología de los pueblos, de los ejércitos y del combatiente.
Napoleón, al buscar la decisión de la guerra en el aniquilamiento del enemigo y no únicamente
en la maniobra, expresaba que las fuerzas morales daban las tres cuartas partes del éxito final y
que las numéricas y materiales sólo significaban una cuarta parte.
Un Ejército no se considera vencido sino cuando el pueblo que lo respalda se siente
desfallecer. La solución del conflicto es de orden militar, pero las causas que lo generan y lo
desarrollan no son todas de ese orden.
La voluntad general y la organización de un pueblo se demuestran cuando produce y
utiliza las inmensas cantidades de medios materiales que requiere la guerra; la magnitud de las
fuerzas que ponen en acción de la medida exacta de su capacidad de trabajo, de su espíritu de
sacrificio, de su resolución de vencer. Así, la victoria alcanzarla pertenece a la nación entera, que
puede enorgullecerse de una obra en que han participado íntegramente todos sus componentes.
La guerra moderna cobra un carácter sociológico y moral que no habían tenido
precedentes, puesto que es mayor la intervención de la colectividad. Una nación puede contar
con poderosísimos medios materiales, pero puede ser batida en una guerra por falta de psicología
de sus dirigentes o por menospreciar las fuerzas morales de su adversario y de los neutrales.
Así, pues, la preponderancia de los elementos sicólogos y morales afirmase cada vez
más a medida que la guerra adquiere un carácter más nacional.
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Armamento, efectivos, terreno, fortaleza, etc.
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Y esta historia es lo único que acelera el porvenir. Al principio del mundo, el hombre no tenía
más lazo social que el de la familia, que tuvo su origen en una necesidad instintiva: la
reproducción. Las tres etapas características de la familia eran su constitución, su desarrollo al
nacer los hijos, su respectiva agrupación. En la especie humana, por sus características
fisiológicas, y sicólogas, la familia ha tenido, desde el principio, una organización sólida que le
define con precisión.
Constituida bajo la soberanía del padre, la existencia de la familia fue fácil al principio
porque no le costaba gran cosa asegurar su subsistencia por la poca densidad de población y
porque le bastaban los medios a su alcance. Además eran pocas las causas de deserción y dé
lucha entre las distintas familias.
No sucedía lo mismo en el interior de la familia, que sólo tenía su quietud asegurada
cuando el padre era capaz de imponer su voluntad; pero al crecer los hijos, la autoridad paterna
se debilitaba y así se generaban los odios de familia y las luchas que contribuyeron las primeras
guerras del pasado.
A medida que aumentaron el número de familias y la densidad de la población, las
condiciones de existencia fueron haciéndose más difíciles; esta dificultad y la envidia de los
débiles contra los fuertes que pudieron dar a los suyos más comodidades, fueron creando
conflictos y nuevas causas de guerra.
La necesidad de hacer la guerra con éxito indujo a los débiles a constituir alianzas. Se
formó la sociedad para hacer la guerra, como la familia para los fines de reproducción.
Terminada la guerra, si estas alianzas alcanzaban la victoria y no se producían
rivalidades internas, permanecían agrupadas para conservar las ventajas que les reportaba su
reunión. Si eran derrotadas, los grupos vencidos se fundían con el vencedor, o si no, reconocían
su importancia y buscaban nuevas alianzas para recomenzar la lucha en mejores condiciones. Así
se tiene las primeras agrupaciones sociales formadas para la guerra. En resumen, puede decirse
que la formación original de las sociedades se hizo para la guerra en su forma más simple
destinada a asegurar las necesidades de la vida: la guerra de formación social.
La constitución de agrupaciones más numerosas y el aumento de la densidad de
población, trajeron modificaciones profundas en las condiciones de la vida humana, pues el
hombre comenzó a explotar el suelo para asegurar su subsistencia. Las primeras agrupaciones se
procuraron rápidamente ventajas de existencia que les dieron superioridad sobre sus vecinos,
cuya envidia dio lugar a conflictos por la posesión de las riquezas. Las agrupaciones formadas
posteriormente trataron de apoderarse de las ventajas de los otros sobrevino así una nueva
especie de lucha: la guerra de conquista.
Estas guerras de conquista no produjeron siempre los resultados que se propuso el
iniciador. Si la agrupación vencedora era inteligente y rica anexándose el vencido, éste trataba
muchas veces de aprovechar su derrota y de asimilarse al vencedor para obtener mejores
condiciones de existencia, resultando así que el vencido hacía una guerra de conquista.
Este género de guerras llena la historia del mundo. Estas guerras, que mentalidades
escasas han atribuido casi siempre a la voluntad individual de los soberanos, son más bien
fenómenos sociales difíciles de determinar y dependen de fuerzas desconocidas. Aunque
iniciadas con fines de conquistas estas grandes guerras del pasado, como las del porvenir, son
empresas inconscientes en que se lanzan los pueblos sin saber por qué, con prescindencia de los
gobiernos, que casi siempre no hacen otra cosa que seguir la corriente y aparentar que las
conduce.
Ese instinto particular que lleva a las agrupaciones sociales primitivas a agruparse
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cuando las circunstancias son propicias, es el mismo que guía posteriormente a las agrupaciones
más fuertes para absorber a los débiles poniendo en acción sus fuerzas, que no reconocen otro
limite que el que opone otra fuerza análoga.
Las tendencias expansionistas de las naciones son comunes a las que llevan numerosos
siglos de existencia y también a las más jóvenes. La más elocuente prueba de esa tendencia está
constituida por las empresas coloniales que, con pretexto de civilizar razas humanas inferiores,
tienen siempre la guerra como medio de lograr sus fines, o como resultado. Es la tea de Belone
transformada irónicamente en antorcha de la civilización.
Pero lo cierto es que, ya se trate de las guerras coloniales de pequeña importancia, o de
las grandes guerras que han procedido a la formación e independencia de los estados, estas
guerras de expansión constituyen uno de los más poderosos factores de civilización y puede
decirse que es lo que más ha hecho progresar al universo.
En el mundo moderno no es posible que la guerra desaparezca, pues al contrario, las
causas de conflicto se multiplican a medida que aumentan los intereses de las naciones. Además,
la humanidad no se encuentra sociológicamente preparada para resolver sus diferencias por el
arbitraje pues este medio pacifista ha dado más bien, en ocasiones, origen a guerras que pudieron
no producirse.
El único arbitraje posible es el que imponga una potencia o un grupo de potencias que
amparen por la fuerza sus resoluciones; mejor dicho, es la paz que Roma ideó en su delirio de
grandeza; pero aún cuando esta poderosa nación había impuesto su ley al mundo por medio de
las armas y de una organización social superior, sucumbió a su vez al empuje de los bárbaros,
que le impusieron su fuerza brutal de disolución. No hay en el mundo actual ninguna entidad
internacional cuya fuerza material y moral sea comparable a la del Imperio Romano. Además, no
es deseable una paz que sólo puede durar mientras se le puede imponer por la fuerza.
De modo, pues, que la existencia de las naciones está ligada a la posibilidad de hacer la
guerra con éxito; por consiguiente, hay que poner en acción todas las fuerzas vivas del país con
tal objeto, y hacer cuanto esfuerzo sea preciso para conservar la independencia, la integridad y el
decoro.
Tanto en el porvenir como en el pasado, la preparación para la guerra es condición sine
que non del derecho que tienen las naciones a vivir. El Pueblo que no cree en este deber y que no
hace uso de él, no merece la independencia de que goza y es más seguro que la perderá tarde o
temprano.
Tal es la razón por la cual el militar ha de asumir la misión capital de preparar los
contingentes y los cuadros de guerra de la nación, seguro de que la guerra llegará, y esa
convicción es una de las fuerzas morales más poderosas, quizá la más poderosa de las nos
animan al cumplimiento de nuestros deberes diarios.
CAPITULO VII
LAS FUERZAS MORALES EN LA GUERRA
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1. - Las fuerzas Morales en la Vida Nacional.
Las fuerzas morales no constituyen una manifestación abstracta que mueve a las
colectividades para alcanzar fines más o menos elevados; son por el contrario, un producto de
las condiciones morales del conjunto de los ciudadanos y de cada uno en particular. Cuando los
pueblos tienen clara comprensión de sus destinos; cuando deseen vivir su propia vida, sin co-
nocer las imposiciones del más fuerte; cuando tienen que luchar para conservar su patrimonio, en
fin, cuando aman su pasado, sus glorias y exaltaciones, fomentan las fuerzas morales suficientes
para la realización de sus ideas.
El valor moral de los pueblos se desarrolla en luchas armadas; y para ello, antes que
atender al buen manejo de las armas, hay que vigorizar los espíritus y templarlos para la guerra.
El refinamiento contemporáneo y las riquezas naturales de una nación tienden a hacer
más fácil y amable la vida corporal, disminuyendo en gran proporción las energías físicas de
pueblo. Esta disminución hay que compensaría acrecentando las energías morales si no se
quiere rebajar la dignidad humana.
Este acrecentamiento se alcanza por sanas y enérgicas campañas en pro de los ideales
nacionales, por manifestaciones de desinterés en todas las actividades de la ciudadanía y por el
ejemplo y la práctica de las virtudes patrióticas que dan los gobernantes y las personas o
entidades que encauzan o dirigen la vida del país.
Cuando las fuerzas morales decaen, ese decaimiento no se subsana con leyes, ni con
lamentaciones colectivas: su único remedio consiste en el estímulo de una fuerte educación
moral de los individuos y de una vida pulquérrima de las instituciones públicas y privadas.
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Para soportar las fatigas y privaciones de una campaña, para afrontar sin temor los
peligros del combate moderno, las cualidades del corazón y las fuerzas morales del alma son tan
necesarias como la habilidad maniobrera y la destreza en el empleo de las armas. Confiando
en ellas, en su energía y en su instrucción militar, el soldado debe en toda circunstancia
obedecer a los sentimientos de disciplina y de abnegación.
Pero esas fuerzas morales tan necesarias, son opuestas al instinto de conservación, que
por el contrario lleva al hombre a evitar el peligro y a buscar su comodidad y la satisfacción de
sus necesidades. Precisamente, las fuerzas morales deben servir para resistir a esas tendencias
cuando se oponen al cumplimiento del deber. Por supuesto, para lograrlo se requiere que el
hombre se sienta impulsado por muy poderosos móviles que hagan germinar en su espíritu la
idea del sacrificio y le permitan soportar sin debilidades, hasta el límite de sus fuerzas, las
miserias y peligros inherentes al estado de guerra, así como resistir a las múltiples influencias
que tienden a desvirtuarlo del cumplimiento de sus deberes.
Cuando las guerras eran frecuentes, la educación moral de la tropa se hacía por sí sola,
puesto que Oficiales y Soldados estaban casi siempre en campaña y adquirían, por fuerza de los
acontecimientos, la cohesión necesaria; los jóvenes Oficiales se formaban al lado de otros,
envejecidos en las campañas anteriores, aguerridos y diestros en el oficio; los soldados se
formaban al calor de las batallas y eran valientes y disciplinados. Pero hoy no sucede tal cosa; las
guerras se alejan cada vez más; y así se impone la necesidad de aprovechar al máximo y hacer
más estricto el cumplimiento del servicio militar, y aún así, por más voluntad que se ponga, se ve
que estos recursos son insuficientes para dar a la tropa una sólida disciplina de guerra, que sólo
puede darle una sólida y fuerte educación moral integral.
Las Fuerzas Morales en el Ejército constituyen los más poderosos factores de la
victoria; vivifican el empleo de los medios materiales; inspiran todas las decisiones de los
Jefes y presiden todos los actos de la tropa.
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comenzar el combate, es inútil esperar que la victoria corone los esfuerzos de sus soldados.
La movilización de masas de todo un pueblo, ofrece peligrosos in convenientes para
la moral de su Ejército. En primer término, la formación de un gran número de nuevas unidades
sin tradición, sin camaradería, es nefasta al espíritu de cuerpo y por consiguiente a la moral del
conjunto; pero el mayor peligro que hay respecto a estas tropas de reserva, consiste en su brusco
pasaje de la vida civil a la militar.
Entre nosotros hay que prestar mucha atención a este aspecto de la moral del pueblo
sobre la de las tropas. Por razones de todos conocidas, los contingentes anuales que pasan bajo
las banderas no constituyen sino una pequeñísima parte del número de individuos aptos para
cumplir el Servicio Militar Obligatorio. De manera que muchas unidades del Ejército, al
movilizarse, tendrán un encuadramiento muy pequeño de hombres física y moralmente
preparados para la dura realidad de la guerra y muchos cuerpos de reserva quizá serán formados
por individuos sin educación moral alguna. Por consiguiente, este es el motivo más poderoso
para suplir la cantidad numérica con la calidad moral de los hombres incorporados al Ejército,
pues cada uno de éstos tendrá que servir de modelo a muchos que sólo conocerán la vida militar
cuando se presente bruscamente la guerra.
Pero no es durante la fase victoriosa de una guerra, sino en los duros trances de la
derrota, cuando se aprecia mejor la relación que existe entre las fuerzas morales del pueblo y del
Ejército.
La derrota de un Ejército Moderno no es sino la expresión de descomposición de un
conjunto psicológico más elevado; marca el aniquilamiento de la unidad colectiva nacional y la
reanimación del individualismo. La Unidad Sicóloga Nacional, a pesar de sus elementos
culturales y racionales, se forja a base de entusiasmo, y este es difícil de prolongar por mucho
tiempo. Es durante esta crisis cuando los sentimientos egoístas suben rápidamente al primer
plano. A la diferencia general sigue muy pronto al poder de otras influencias de orden
económico, psicológico y social, que se exteriorizan primero por un disgusto colectivo y luego
por un sentimiento de horror y de odio.
El Materialismo, al presentar el bienestar del individuo como el único objetivo
razonable de la vida y el sacrificio en áreas de la patria como una funesta tontería, es susceptible
de tener profunda repercusión en la moral de un pueblo que carece de los elementos necesarios
para la vida y para continuar la lucha. Y los peligros que acarrea tal doctrina se aumentan
cuando, en una guerra de larga duración, hay que llamar nuevos clases a las armas; así como
también bajo la influencia de las ideas con que retornan a las filas los que salen con permiso, las
cartas y los periódicos del interior, pues la retaguardia es más impresionable y se encuentra siem-
pre espiritualmente más apta para asimilar la propaganda disolvente.
Por otra parte, estos son los momentos en que la propaganda enemiga se muestra activa,
estando encaminada a fomentar por todos los medios las disensiones políticas, exagerar la
miseria económica que sufre el pueblo y a alentar la corrupción general y los antagonismos
regionales.
Hay que buscar, pues, las fuerzas morales en la elevación de los corazones y en la fiel
observancia de la psicología humana. Sin fuerzas morales los pueblos se degradan; y, por el
contrario, a medida que éstas son más poderosas, el ciudadano convertido en soldado rendirá a la
patria una mayor consagración y cumplirá con mayor fidelidad el intransigente deber militar.
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4.-Clasificación de las Fuerzas Morales.
Las fuerzas morales son numerosas y varían con los caracteres étnicos de los pueblos,
pero pueden ser agrupadas en dos categorías definidas; fuerzas naturales y atávicas, y fuerzas
adquiridas, que a su vez comprenden por un lado las que pueden desarrollarse entre el na-
cimiento y la edad adulta, y por otro lado, las que se inculcan al hombre ya formado durante la
vida militar.
La primera categoría está formada por las fuerzas particulares de la raza; son
inconscientes y están profundamente arraigadas en la especie humana por tendencias atávicas. Su
conocimiento exige el estudio de la psicología y de la historia para darse cuenta de las reacciones
de los pueblos en los períodos de crisis que han atravesado y para conocer las características
individuales y de conjunto del primer elemento que constituye los ejércitos: el hombre.
La segunda categoría está constituida por las fuerzas que se adquieren por la
educación durante los primeros años del hombre y en el curso del servicio militar, siendo éstas
las que tienen particular importancia para los Oficiales, porque su desarrollo es de su exclusiva
competencia. Estas son las fuerzas que es preciso cultivar e incrementar en el individuo, en
general, y en el soldado, en particular, para lograr de este el máximo rendimiento dentro de un
medio organizado como lo es el ejército, y para orientarlo hacia la realización de hechos que
materialicen el arraigo profundo que en el soldado debe tener el amor a la patria, supremo ideal
del hombre sobre la tierra
Ambas categorías de fuerzas se relacionan con el papel de educador que corresponde al
Oficial en la sociedad y en el ejército moderno, que se hace más difícil y complejo a medida que
el refinamiento material de los pueblos crece y que fuerzas antagónicas en apariencia, pero en
realidad afín, propugnan una civilización basada únicamente en el bienestar material y en el
predominio de unas ciases sobre otras, con mengua de la elevación moral y de la unidad nacional
que fortalece a los pueblos.
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comunes definidas, lo que trae como resultado cierta falta de cohesión nacional que es necesario
salvar por el progreso general, la escuela y principalmente por la labor encomendada al Oficial
en la educación moral de la tropa. Esa cohesión va obteniéndose particularmente por el
desarrollo de la personalidad, de la alegría y ardor comunicativos, del amor propio, del deseo de
distinguirse y del amor a la gloria, hasta hacer tradicionales estos sentimientos. Las mismas
notables transformaciones políticas registradas por Venezuela, que ha pasado casi bruscamente
de la tribu a la conquista y de ésta a la república, hacen que el espíritu nacional no se haya
cristalizado completamente, sobre todo en esta última etapa de la vida nacional.
La Cohesión Nacional, el más preciado de los objetivos conductores de los pueblos, es
una fuerza moral de primer orden, que constituye la base del poderío nacional y que permite
desafiar todo ataque, cualquiera que sea, quebrándolo por completo.
Sin embargo, recorriendo las páginas de la historia nacional se confirman las cualidades
morales innatas de nuestra tropa, que, en el apogeo de su grandeza, llevó sus armas victoriosas
hasta remotas fronteras, que durante la conquista y el coloniaje opuso en ocasiones denotada
resistencia al invasor y provocó levantamientos en pro de su libertad política; que luego se
mostró digno de sus ancestrales en las épicas jornadas de la independencia y que su afán guerrero
supo conquistar, tras penalidades sin cuento, laudos inmortales de victoria combatiendo por la
libertad.
Igual tradición de virtudes racionales trajo el conquistador tenaz y valiente en el peligro,
aunque de espíritu inquieto y egoísta. Sus huestes las paseó por todos los campos de batalla del
viejo mundo con gallardía no superada hasta hoy.
De manera que, con tan buenos y honrosos antecedentes nacionales, tenemos un
material de primera calidad para echar las bases de un espíritu nacional robusto que, para
manifestarse, sólo requiere cohesionarse por medio de la combinación de todas las actividades y
energías hoy dispersas para dar una fisonomía a la conciencia nacional. El culto por las glorias
del pasado dará a la nacionalidad venezolana una vitalidad que resistirá cualquier embate de los
acontecimientos históricos del continente. La fe en el porvenir le dará una energía capaz de todas
las audacias y de todas las reacciones viriles que impongan los sucesos del devenir histórico.
En esta tarea evolutiva el alma nacional, que puede intensificarse al máximo para lograr
frutos apreciables en corto tiempo, toca al Oficial un papel singularísimo, principalmente porque
el 800/o de los hombres que pasan bajo banderas proviene de las masas campesinas y es una
materia prima moldeable a voluntad.
Las fuerzas morales nativas se manifiestan, hay que repetirlo, sin ninguna intervención
de la voluntad del medio en que se vive; son el producto del sedimento histórico acumulado a
través de la acción del tiempo que va enriqueciéndose con la práctica y desarrollo de virtudes de
toda especie.
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propicio siempre a exagerar el balance de las ideas nuevas, en los países nuevos adquiere mayor
relieve la inculcación de fuerzas morales en el hogar y en la escuela; y una práctica continuada
en sentido conveniente a los ideales nacionalistas, irá cristalizando, aunque sea
paulatinamente, un espíritu nacional fuerte y decidido, basado en un intenso patriotismo y en el
orgullo por lo que es propio del país. A este respecto debe analizarse profundamente, para
tratar de imitarla, la labor desarrollada en la familia y la escuela japonesas para desarrollar y
reforzar las cantidades nativas de la raza.
Padres y maestros pueden contribuir a desarrollar esa fuerza moral indispensable al
ciudadano de una nación que quiere vivir sus propias desunos, que tiene orgullo de su país
conciencia de la fuerza material y moral que le corresponde y debe corresponderle en el
concierto de los pueblos y convicción profunda para hacer por su patria otro tanto de lo que
hicieron sus héroes ancestrales.
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desarrollo de esta fuerza moral constituye el principal objeto de la disciplina y de la
subordinación que en si resume toda la educación militar
La disciplina es un elemento indispensable a toda colectividad organizada y en lo que
toca al Ejército es el conjunto cío los deberes que en todos los grados de jerarquía deban cumplir
los militares respecto de los superiores a quienes se rinde obediencia, de los iguales a quienes se
ofrenda la camaradería, de los subordinados a quienes se debe dar el ejemplo.
La obediencia debe ser completa, pero esto no quiere decir que sea pasiva, palabra
nefasta que debería desaparecer del vocabulario militar sino esencialmente activa; como
corresponde al soldado que tiene confianza en sí y en sus jefes y que debe desear de todo corazón
poner su parte de energía y de inteligencia en la ejecución de las órdenes recibidas. La disciplina
debe interpretarse como una orgullosa obediencia en el cumplimiento del deber.
Esta obediencia activa se obtiene cuando se posee el instinto de ayuda recíproca,
también designando como camaradería de combate, que constituye el sentido que todo militar
debe poseer, que indica claramente que la victoria se obtiene por la convergencia de los esfuerzos
y según las facultades de cada uno y que es una fuerza moral que debe inculcarse a todos los
elementos militares.
Debe notarse que no se trata solamente de obtener el enlace moral dentro de un cuerpo
de tropa sino entre las unidades de distintas armas que combaten lado a lado y que es menester
que cada una tenga el espíritu dispuesto a prestar ayuda al vecino si este lo necesita en la
seguridad de que éste hará lo propio en circunstancies análogas. Aunque son principalmente los
Oficiales y los clases los que toman las medidas necesarias para dar ese apoyo reciproco, se debe
tener en cuenta que, es necesario que el sentimiento de camaradería esté completamente anclado
en el espíritu de todos, desde el General en Jefe hasta el último soldado. Sólo la convergencia
inteligente de los esfuerzos puede reducir al máximo las pérdidas de fuerza viva y asegurar el
funcionamiento armonioso del organismo militar resultante de la disciplina y de la
subordinación, sin las cuales no se concibe que pueda haber fuerza de conjunto. El hombre es
egoísta por naturaleza y aún por educación; de modo que no es fácil que penetre en su espíritu y
en su corazón ese instinto de la ayuda recíproca y de la camaradería, que implican gran
abnegación y un sacrificio.
La enseñanza de la historia facilita enormemente la tarea del educador en este aspecto
de la vida militar; hace resaltar por un lado la grandeza de los ejemplos de ayuda recíproca que
han permitido obtener en los combates grandes provechos materiales y morales, y, por otro, las
desastrosas consecuencias que han acarreado en algunos ejércitos el no haber cultivado esta
importante fuerza moral. Pero la tradición histórica, aunque juega un papel esencial en la
formación moral de un ejército, no impresiona al individuo por el conocimiento de los hechos
históricos en si, sino por el sentimiento de continuidad que esos hechos imponen. Este
sentimiento crea entidades morales, y da al sacrificio individual un sentido noble que une el
pasado con el porvenir. El goce de las victorias alcanzadas en el pasado tra3 en convencimiento
de la invencibilidad y da al individuo la medida de su importancia por la del esfuerzo que se le
exige.
La necesidad de enlazar los esfuerzos materiales es conveniente hacerla tangible en las
maniobras; principalmente cuando actúan diferentes armas que deben apoyarse. Es fácil mostrar
entonces a la tropa, la necesidad de coordinar los esfuerzos; sobre todo en el avance contra el
enemigo.
Todo superior debe tener cuidado de sancionar las faltas de actividad en las
oportunidades en que se debe actuar, así como exaltar y recompensar al que no ha dudado en
cumplir su deber, aún con riesgo de gran peligro. Así es como se obtiene una disciplina férrea
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indispensable para la guerra, que no consiste como creen algunos espíritus miopes, en el rigor
implacable para castigar las faltas en campaña, sino que constituye el conjunto de las fuerzas
morales adquiridas en la paz para templar los caracteres y poder hacer grandes cosas a pesar de
la adversidad.
Una de las fuerzas que es indispensable de la disciplina es la subordinación, que une los
diferentes escalones de la jerarquía militar, y asegura la comunicación y la ejecución de las
órdenes del Jefe, así como la transmisión del resultado de dichas órdenes. Esta corriente
ininterrumpida, similar a la sanguínea en el cuerpo humano, es lo que asegura la vida del orga-
nismo militar. Al efecto debe ser establecida con el método y la unidad de doctrina
indispensables al buen funcionamiento del conjunto, teniendo por base el respeto que el superior
debe profesar a la jerarquía y a la iniciativa de sus subordinados, y, por otra parte de éstos, la
obediencia indiscutida y la consagración absoluta a sus deberes.
Pero no basta que nuestro soldado adquiera todas y cada una de las fuerzas morales
indispensables; es menester además, que las posea en grado superior al adversario, para tener la
certidumbre de que, llegado el caso, sabrá conservar con energía el patrimonio de la nación. Al
lado de los factores morales educativos, hay otros de orden afectivo, tales como el sentimiento de
superioridad material o moral que abriga el soldado sobre sus enemigos.
Si bien es verdad que el número ha perdido mucha de su importancia táctica, ha
conservado toda su significación sicóloga. La superioridad numérica da al individuo un
sentimiento de poder irresistible. Sus propias fuerzas parecen multiplicarse por las del conjunto.
Así, en las paradas, desfiles y otras manifestaciones militares, que son como la vivificación del
número, el soldado tiene una sensación de poder que sobrepasa el marco de sus temores
personales.
Estas fuerzas morales, superiores, unidas a una buena instrucción militar de la masa y a
la íntima convicción de la guerra en el Oficial, deben dar al país un Ejército de valor
excepcional, capaz de enfrentarse con éxito con cualquier adversario, por más que sea superior
en fuerza material.
69
debido adquirir los genios militares para alcanzar la ciencia del éxito, que resume en si todo el
arte de la guerra. Por supuesto, son pocos los que tienen la capacidad suficiente para adquirir tal
cúmulo de conocimientos en la primera mitad de su vida; pero tampoco debe creerse que los
genios hayan entrado a la vida militar ya completos, sino que les ha sido necesario trabajar
incesantemente para aplicar con éxito las enormes facultades mentales con que han nacido.
Gracias a esas extraordinarias facultades pudieron asimilar toda clase de conocimientos los
grandes capitanes, distinguiéndose de los que, aún bien dotados por la naturaleza, necesitan toda
una vida para lograr tanto. Pero esos grandes hombres han necesitado trabajar mucho. La
leyenda de los generales espontáneos o intuitivos es una mentira peligrosa, el genio de los
grandes caudillos militaras se ha formado por el trabajó incesante y profundo.
De modo que si para esos hombres incesantes fue indispensable el trabajo, con mayor
razón para los que no tienen ni su excepcionalidad ni su deslumbradora facultad de asimilación.
Como el trabajo debe formar su espíritu abarca casi todos los conocimientos humanos,
el Oficial necesita una elevada cultura intelectual. Al Oficial le es indispensable una gran cultura
científica, técnica y humanística que, completada en las escuelas militares por una instrucción
casi exclusivamente profesional, lo pone en condiciones de trabajar con provecho.
Pero no hay que caer en el error de que lo que se estudie en las escuelas, basta para
formar Oficiales dignos de tal nombre; los profesores y alumnos deben cuidarse de pensar que
los cursos seguidos en estas escuelas son la quinta esencia del arte de la guerra.
El objeto de la instrucción en los planteles militares es despertar la atención de los
alumnos, darles afición por el trabajo y deseo de penetrar en el inmenso dominio del arte de la
guerra. La enseñanza debe orientarse en el sentido de hacer conocer al alumno las relaciones del
arte de la guerra con todas las ciencias humanas; nociones claras sobre los principios generales;
mostrarle cuan extenso es el campo en que se le hace penetrar, para que aprenda a ser modesto.
Más tarde, cuando llegue a los cuerpos, el Oficial podrá complementar la preparación escolar,
por medio del trabajo personal diario. En este trabajo, el Oficial comprobará muchas veces que
algunas de las enseñanzas recibidas son ilusorias; se dará cuenta de que nuevos factores
intervienen en el arte de la guerra, y llegará a la conclusión de que la mejor manera de apreciar la
influencia de estos factores, consiste en analizar la historia y sacar consecuencias personales.
Este procedimiento es el único aplicable a todos los casos y el que puede dar resultados
de cierto valor; principalmente con relación a la influencia que han aportado a la conducción de
la guerra los perfeccionamientos del material moderno.
Pero no hay que exagerar la importancia de los perfeccionamientos. Eso fue lo que
sucedió con el fusil Chassepot en Francia. Se preconizó que para liberarse de los poderosos
efectos de su fuego, el infante debía ocultarse y maniobrar y con este pretexto se trataba de evitar
el choque, que es y será siempre el único medio efectivo de vencer al enemigo.
Hoy más que nunca es indispensable el conocimiento perfecto del hombre, el estudio de
la historia y la reflexión, para que el oficial tenga bases sólidas en que apoyar sus ideas y sacar
provecho de sus trabajos. Y como el campo de sus estudios es inmenso, el Oficial debe hacer
investigaciones personales, muy interesantes pero arduas; es de notar que no le basta aumentar la
extensión de su saber, sino que sus subordinados aprovechen el fruto de su trabajo. El Oficial
tiene que ser maestro de sí mismo, profesor de sus subordinados, administrador y jefe de su
Unidad, velar hasta en sus menores detalles por la vida del soldado; todo esto sin consideraciones
personales ni de familia.
El trabajo y la reflexión no bastan para cumplir esa larga y penosa tarea. La ciencia se
adquiere por el estudio, pero el arte hay que practicarlo; es el resultado de la experiencia.
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En los tiempos actuales se esparcen teorías que señalan el bienestar y la satisfacción de
los apetitos como el único objeto de los humanos esfuerzos. Ahora bien, la guerra no ha sido
nunca una situación propicia al bienestar y a la satisfacción material. El éxito sólo puede
coronarlo cuando se le conduce con el mayor espíritu de sacrificio y con el más profundo
menosprecio del peligro y de la comodidad. Tales ideas hay que inculcarlas a los clases y
soldados desde tiempos de paz; y esto no es posible al Oficial cuando él mismo posee tales
cualidades como si fueran naturales. La enseñanza hecha con convicción, los ejemplos del
pasado y las consecuencias que se deducen, preparan los espíritus para la asimilación de tales
virtudes; pero sólo el ejemplo dado en las más variadas circunstancias, es capaz de hacerlas
sentir e imponerse. Tal es la razón por la cual se exige a todos la estricta observación de los
reglamentos en los breves períodos de la vida militar semejantes a la vida de campaña. Y hay que
tratar de que esos períodos sean lo más frecuentes, porque ellos dan al Oficial oportunidad para
dar a su tropa ejemplo de resistencia a la fatiga, de energía física y moral, de ánimo frente a las
privaciones o pequeñas contrariedades; en una palabra, en todas las dificultades con que se
tropieza en las marchas y maniobras en tiempos de paz.
Así puede el Oficial entrenar su energía y resistencia con fatigas y privaciones.
Acostumbrándose a condiciones penosas de la vida, mostrándose indiferentes a las solicitudes
del confort, que son la plaga de los cuerpos de tropa en operaciones o en maniobras.
Al Oficial entrenado le es fácil dar ejemplos de resistencia pero no pasa lo mismo con el
que no ha adquirido las costumbres de la vida en campaña desde el comienzo de su Carrera y no
las ha conservado en circunstancias de entrenamiento.
Si este tipo de Oficial no puede subordinar su servicio a ciertos hábitos de comodidad
debe revestirse de una energía particular, pero que cualquiera que sea el resultado de sus
esfuerzos, el Oficial no entrenado gastará una parte de su energía en vencer esa tendencia y
siempre se encontrará en inferioridad delante del Oficial que tenga entrenamiento.
Hay que dar a la tropa en guarnición, todas las comodidades posibles que permitan los
recursos, para obtener derecho a exigirle sacrificios en maniobras o en campaña.
Por muy dura que sea la vida en maniobras, no es sino un pálido reflejo de la vida en
campaña, pues no hay casi dificultades de abastecimiento, las privaciones son raras, no hay
causas de depresión ni se sienten los efectos del fuego. Principalmente en los cuerpos montados
es donde el Oficial debe ejercer mayor vigilancia en el cumplimiento de las disposiciones
reglamentarias, porque su misma organización le procura ciertas facilidades de vida que no
conocen las tropas a pie, para que éstas tengan la impresión de que todo marcha correctamente y
se aumenta así la confianza recíproca entre las diferentes armas, estrechando los lazos morales
indispensables en todo organismo militar.
Pero la exageración en todas estas cuestiones es tan perjudicial como el descuido. El
soldado sólo tiene que ocuparse de sus caballos, mientras que el Oficial tiene una misión más
compleja que reclama mayor esfuerzo intelectual y cierta presencia de espíritu que únicamente se
alcanza reduciendo su fatiga física conforme a los procedimientos que señala el reglamento al
tratar sobre sus prerrogativas.
Falta a su deber el Oficial que exagera su fatiga aunque sea con el fin laudable de dar
buen ejemplo, porque en el momento en que tenga que ejecutar un trabajo propio de su categoría,
podrá no tener la energía y libertad de espíritu indispensables. Un exagerado celo en este sentido
puede tener graves consecuencias para el éxito de una operación; por tanto, el Oficial no debe
agotar sus fuerzas porque puede presentarse una situación que requiera un gran esfuerzo o una
gran energía para el bien de todos y entonces es cuando necesita la integridad de sus facultades.
71
De ahí que el Oficial conozca bien su resistencia a la fatiga, lo que puede hacer sin comprometer
su fuerza moral y su poder de decisión. Sólo la experiencia puede hacerlo conocer sus fuerzas y
su temperamento.
El Oficial debe usar su energía en todas las circunstancias de la vida militar; debe
trabajar incesantemente para adquirir los conocimientos indispensables al Jefe; estar convencido
de que su misión, tan grande por su saber como por su consagración, no tiene ninguna que le sea
superior en el organismo social. Sólo así alcanzará a tener esa poderosa fuerza moral que se
llama valor personal del Jefe, que junto con la convicción de la guerra, forman la base de todas
las fuerzas morales para la guerra.
10.- Las Fuerzas Morales de los Vecinos en Relación con las Propias.
Como las instituciones militares de una nación dependen estrechamente en su
organización política y social, es necesario estudiarlas también con detenimiento, no sólo en lo
que corresponde al propio país, sino en relación con los países vecinos, probables aliados o
adversarios.
El estudio de la historia militar permite determinar el valor relativo de las fuerzas
atávicas de los pueblos y de las fuerzas adquiridas, así como la influencia que estas han cobrado
a través del tiempo sobre el desarrollo de las primeras. Este estudio es más útil al Oficial,
tratándose de los probables adversarios.
Pero en este estudio comparativo no es conveniente sobrestimar el valor del adversario
puesto que ello no estaría de acuerdo con la realidad; pero lo que nunca debe hacerse es
menospreciarlo, porque ello envuelve peligros para el Ejército que así lo haga, a la hora de la
realidad puede sufrir la sorpresa de una profunda equivocación.
De este estudio concienzudo debe deducir también el Oficial todo lo que es necesario
72
trabajar en tiempo de paz para desarrollar la potencia militar de la nación y ponerla en juego
cuando sea menester, con todas las probabilidades de éxito. Hay que dar a los clases y soldados
la convicción de la guerra; inculcarles que la superioridad numérica no es sino un pequeño factor
del éxito; que las fuerzas morales tienen una importancia capital y que contando con ella nada
hay que temer.
De allí puede ver el Oficial la importancia del papel social que desempeña en la nación,
y que para cumplirla suficientemente, necesita estudiar, tener convicciones militares y serenas
reflexiones. Y cuando por virtud de sus esfuerzos el Ejército nacional obtenga la victoria que le
corresponde por las armas, puede decir con orgullo que ha cumplido el deber militar y social que
le señala su profundo amor a la patria.
CAPITULO VIII
ESTUDIO SICOLOGICO DEL COMBATE MODERNO
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El primer elemento del combate es el hombre. No luchan entre sí 05 cañones ni las
ametralladoras, ni las granadas ni los fusiles: El hombre es quien mata, el hombre es quien
muere. Cualquiera que sea el adversario que tenga el hombre lleva en lo más profundo de su ser
el más terrible de sus enemigos, del que nunca hable: su propio instinto de conservación. La
primera lucha que sostiene el combatiente es entre la voluntad de vivir que proviene del instinto,
y su voluntad de vencer.
Manifestaciones de ese instinto de conservación son la idea de la muerte y el temor que
se despierta en el individuo al ser dominado por las emociones desencadenadas en su
subconsciente, alteraciones físicas y espirituales más o menos profundas, traducidas en los
diversos grados de miedo. Por tales motivos, el estudio psicológico del combate tiene impor-
tancia para el Oficial; gracias a él saca a la luz los elementos de exaltación y de depresión a
que está sometida la moral del soldado en el campo de batalla, permitiéndole enfocar
acertadamente el problema de las fuerzas morales en un ejército moderno. Por consiguiente, el
estudio del miedo, y de los medios de combatirlo o de mitigar sus efectos, así como del valor,
son fundamentales para el Oficial.
La guerra moderna, al arrastrar pueblos enteros, causa profundos trastornos en la
mentalidad de los individuos, por el número de adversarios en acción, por la ferocidad y potencia
de los medios, superiores a lo que puede concebir la imaginación más viva. A su influjo se
producen alteraciones síquicas que aumentan o disminuyen el valor de los combatientes.
El Oficial debe conocer las reacciones espirituales del hombre aislado al pasar
bruscamente de su sistema de vida relativamente individual a la vida en común; de la seguridad,
a la constante amenaza de la muerte o la mutilación; de la conciencia oscura del deber, a la
necesidad imperiosa de cumplirlo a cualquier precio; debe saber como, y en qué tiempo se hará
la referida adaptación y, que modificación de emotividad o de sentimentalidad será necesario
provocar para lograrla provechosamente.
Por consiguiente, este estudio es de gran amplitud, resumiéndose en el del instinto de
conservación y de una de sus manifestaciones esenciales, el miedo, debiendo hacerse
paralelamente el estudio del sentimiento de la responsabilidad, del deber y del sacrificio
personal. Pero debe tenerse presente que el problema del individuo aislado se plantea con
caracteres singularmente distintos, ya sea que se trate del soldado o del Oficial, del cerebro que
manda o del brazo que ejecuta.
Después hay que aplicar las nociones de psicología de las multitudes (que se tratará
especialmente) estudiando sus dos aspectos fundamentales:
Mejoramiento de los individuos en la colectividad (espíritu de sacrificio, lealtad,
heroísmo) o desmoralización colectiva (pánico, instintos destructores), principal mente en sus
relaciones con la disciplina y con las facultades de persecución, convicción y contagio que
animen al Jefe.
Así llegará el Oficial a obtener enseñanzas concernientes a la psicología del combate,
especialmente en lo relativo a los medios más apropiados para desmoralizar al adversario e
impedir la desmoralización de sus propias tropas, vencer y dominar los efectos del miedo o
del instinto de conservación en sí mismo y en los hombres bajo su mando, que debe arrastrar al
sacrificio, adaptando sus procedimientos a la psicología individual de sus subordinados.
Todo el estudio psicológico del combate se resume en dos conclusiones: desmoralizar y
no dejarse desmoralizar. En la práctica esto consiste en dominar y vencer las emociones,
principalmente el miedo; en conservar la calma y lucidez del juicio, en aguzar el sentido crítico,
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sugiriendo a los hombres con la palabra y el ejemplo, las virtudes del valor, sacrificio y
heroísmo.
75
El móvil que impulsa al soldado, la fuerza superior al temor a la muerte, no es por cierto
la sala de castigo, ni la prisión, no; hay una fuerza moral superior que pone en juego los nobles
resortes del corazón humano y que mantienen al hombre en su puesto como ha mantenido a sus
antepasados; es claro y profundo sentimiento de los grandes deberes y del espíritu de sacrificio
que imponen el amor a la patria.
Pero estos sentimientos tan nobles, tan necesarios, no van a inculcarse en el combate,
pues ello sería demasiado tarde y en esa hora no podrían tampoco escuchar a sus Jefes, ni
comprenderían ese lenguaje. El Oficial que no habituara a su tropa en tiempos de paz a cumplir
con sus deberes militares, cuando los preparaba para la guerra, llegará al combate con una
espada sin temple, que se quebrará al menor esfuerzo.
No es tratando de convencer a los soldados en la víspera del combate como el Oficial va
a hacerse seguir; esto sólo lo consigue el que ha sabido captarse la confianza de sus
subordinados por la firmeza y rectitud de sus actos y el interés demostrado por todo lo más
intimo que a ellos corresponda. Es en el campo de batalla donde el Oficial cosecha lo que ha
sembrado en la paz. A medida que haya tenido más reputación de justo, instruido, firme,
valeroso, atento con sus hombres, podrá reunir en el combate todas las voluntades para
convertirlas en una sola, que es la suya. Pero no basta todo lo anterior; es preciso que el
ascendiente moral conquistado por el Oficial se confirme, se incremente, llegue hasta el paroxis-
mo con la actitud, el ejemplo y las exhortaciones del momento.
El hombre en el combate está solicitado por dos fuerzas antagónicas: una negativa, el
miedo, que lo impulsa a huir y otra positiva, el sentimiento del deber y la voluntad de vencer,
que tienden a mantenerlo en su puesto. Es preciso que el Oficial lo haga actuar para que la
resultante de ambas fuerzas sea positiva. El hombre en el combate está en equilibrio psicológico
inestable; el más ligero soplo puede empujarlo en un sentido o en otro.
Si se examinan dos tropas valerosas que van al abordaje, ambas con voluntad de vencer,
se observa que no llegan siempre al combate cuerpo a cuerpo. En la mayoría de los casos uno
cede el terreno, porque ha sido dominada por el miedo, ya sea por las pérdidas sufridas o por
diversas causas. Y si la energía de los combatientes produce la refriega, esta no dura mucho,
porque uno de los adversarios no tardará en abandonar la lucha, quizá en el mismo momento en
que el otro pensaba proceder de igual manera.
El Oficial debe educar a su tropa en el sentido de fortalecer la voluntad de vencer;
haciendo que esta penetre en el alma del soldado, persuadiéndole de que si avanza siempre el
enemigo huirá, de que sólo con el esfuerzo continuo se alcanza la victoria, y de que es la mejor y
más cierta manera de estar seguro, porque no hay peor peligro que el de huir.
Tampoco debe olvidarse que el éxito o el fracaso depende en gran parte de las ideas
preconcebidas al emprender una operación. A los ojos del soldado, la ofensiva es precursora de
la victoria; al contrario, la defensiva da la idea de que se renuncia al avance porque deja al
adversario la iniciativa del ataque y parece que sólo se combate para evitar la derrota.
Por consiguiente, es importante actuar siempre ofensivamente cuando otras
consideraciones no se oponen a ello de manera absoluta. Rara vez fallan los movimientos
ofensivos sobre los flancos y la retaguardia de los asaltantes, y repercuten gravemente sobre
la moral de éstos aunque sólo se ejecuten con efectivos restringidos. De aquí que sea necesario,
precaver a las propias tropas contra los efectos de tales movimientos, haciendo las
previsiones del caso por el estudio de las posibilidades del enemigo y de las formas en que se
burlarán sus planes.
Cuando se actúa con tropas que ya han sido batidas o tengan poca consistencia moral
76
por su reciente formación una de las más eficaces maneras de levantar sus fuerzas morales
consiste en empeñar pequeñas acciones parciales para cada vez se presentan ocasiones
favorables, pues así, aunque no se logren éxitos apreciables, se obtiene la confianza de esas
tropas en su propio valor y se les convence de que el enemigo no es temible.
El soldado nacional de centros urbanos es impresionable, está dotado de iniciativa e
inteligencia, y bien conducido es capaz de hechos heroicos señalados; el campesino es
incansable, flemático y sereno en el peligro, necesitando también ser conducido por cuadros
valerosos y animados del profundo sentimiento de la victoria. En ambos casos se ve, pues, que la
acción de los oficiales es de todo punto necesaria para la conducción de sus hombres, exigiendo
de aquellos un perfeccionamiento constante y una reserva inagotable de fuerzas morales para
la guerra.
1.-Amor a la Patria,
2.-Espíritu de Disciplina,
4.-Camaradería de Combate.
A estos factores morales de orden general y que los militares tienen la obligación de
despertar, desarrollar y fortificar en las tropas, es preciso agregar las cualidades raciales propias
de nuestros soldados y las virtudes que es necesario conservar y desarrollar: ardor guerrero, amor
propio, adhesión a la persona del Jefe.
El ardor guerrero es una cualidad que, impele a batirse y aplastar al enemigo sin
contemplación alguna. Bajo la influencia de este ardor, el combatiente se transforma en un ser
sobrenatural que no mide el peligro ni concibe la fatiga. En el combate moderno no ha
disminuido la importancia de este factor como algunos lo han pensado, sino que, antes bien, ha
conservado toda su importancia.
El amor propio es una cualidad muy explotable en un medio como el nuestro,
principalmente en el hombre urbano, de temperamento impresionable y con poca propensión a la
solidaridad, pues lo caracteriza el deseo de distinguirse o el temor de que se le tenga de menos, y
no la voluntad serena y reflexiva de ayudar a sus camaradas. Por consiguiente, es ilógico no
aprovecharse de este sentimiento, opacándolo con restricciones necesarias o con palabras
injuriosas, o maltratos en la fila o el combate. El Jefe debe lograr la adhesión de su tropa
brindando a éste su confianza integral, pues así se duplica el valor del soldado y, se consigue que
ponga su voluntad y su vida al servicio de la voluntad del que manda.
77
definitivo, no puede llegarse a ninguna conclusión respecto a la constitución, táctica y disciplina
del Ejército. El estado espiritual del combatiente al comenzar la guerra y antes de los primeros
encuentros, es el de un hombre arrancado violentamente de su vida, sus afectos, sus intereses casi
siempre vitales para la existencia y el porvenir de su familia. Uniformado y equipado con
rapidez, ha recorrido en penosas condiciones materiales los largos trayectos impuestos por una
concentración, fatigándose en extremo a causa de su falta de entrenamiento. Ha trastornado por
completo sus costumbres y se halla inquieto por los seres queridos que se ha visto obligado a
abandonar.
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7.- El Bombardeo y El Asalto.
En la guerra moderna, el combatiente tiene que sufrir dos grandes crisis: El bombardeo
y el asalto. El bombardeo intenso y de larga duración es una de las pruebas más terribles de la
guerra. Muchas veces se ha dado el caso que individuos sometidos por varias horas a la
avalancha de la metralla en una trinchera inundada, muertos de hambre, sedientos, exasperados
por la fatiga y la angustia, han salido bruscamente al exterior de la obra en busca de una granada
que pusiera fin a tanto sufrimiento. En lo que respecta al asalto, su imaginación ha estado
ocupada durante algún tiempo, antes de la hora precisa, en calcular las ocasiones y los lugares en
que puede encontrar la muerte al reconocer la zona de ataque que lo separa del enemigo, para
llegar a batirse cuerpo a cuerpo con éste.
8.- Condiciones en que Combaten las distintas Armas.
Hay que notar especialmente que las condiciones de la lucha no son idénticas para las
distintas armas. El caballo, el avión y el carro de combate, constituyen en los momentos de crisis
un elemento de cohesión. A menudo sucede que los movimientos y esfuerzos que hace el hombre
para manejarlos son independientes de su voluntad; de allí que ocupan la atención del
combatiente y los distraen del peligro. Lo mismo sucede con los artilleros, que aventajan en esto
a los infantes. En efecto, el artillero necesita en el combate de un valor especial, porque no le es
dado aturdirse moviéndose en el terreno ni disparando su arma individual, debiendo conservar en
el campo de batalla la sangre fría. Por consiguiente, en la artillería hay que desarrollar
particularmente el sentimiento de la solidaridad, explicando con minuciosidad a los soldados
que, sin un apuntador, un graduador o cualquiera otro sirviente de la pieza cumple mal su trabajo,
compromete no sólo a toda la batería, sino que expone la vida de los camaradas del arma de
infantería que tienen adelante, cuando su deber es, por el contrario, apoyar a éstos.
En todas las guerras modernas se ha comprobado, felizmente, que los artilleros han
dado alrededor de sus piezas ejemplos no comunes de serenidad, calma y de solidez en el fuego,
aún perteneciendo a unidades recién formadas con reclutas. Esta propiedad moral se ha
aprovechado para dar singularidad a la naturaleza del arma, a su organización y a su manera de
combatir.
La artillería se compone de máquinas manejadas por hombres; cada cañón constituye un
verdadero taller que no funciona sino gracias a la coordinación de esfuerzos de los sirvientes,
cosa que estos saben. El artillero no concibe al soldado aislado. En artillería no se cuentan los
elementos combatientes por hombres como en las otras armas- sino por piezas. Además el Jefe
de la unidad y su compañero de armas ejercen sobre el artillero un constante control sobre sus
actos y esto lo hace conducirse de mejor manera.
No pasa lo mismo con los infantes. Cada uno de sus actos, hasta el menor, es la
resultante de un triunfo de la voluntad sobre el instinto, de una lucha entre el espíritu y la
materia. El infante es por excelencia el combatiente de la proeza individual, a cada instante
renovada y perdida siempre en el anónimo. El infante es la multitud que vive, sufre, desfallece,
enloquece, se rehace, combate y muere en la forma más gloriosa, pero anónima e ingrata.
Al comienzo del combate, la infantería está compuesta por unidades normalmente
constituidas; pero muy luego estas se desintegran y entremezclan, no quedando sino elementos
confusos y dislocados. Los Oficiales y la tropa no ven más que a sus vecinos más inmediatos.
Los grupos de combate pierden su regularidad, dependiendo su valor del hombre que,
con grado o sin el, haya sabido hacerse seguir y obedecer. Sólo queda entonces en pie, con el fin
de mantener la resistencia o impulsar el avance, la voluntad personal de cada combatiente para
cumplir por entero su deber e ir en pos de la victoria. Los progresos de la infantería dependen del
79
vigor, de la iniciativa y del corazón de los cuadros subalternos, pues el medio de acción que no
ha cambiado en la infantería y que es el más poderoso, es el corazón del hombre.
Respecto de los ingenieros, puede decirse que ningún soldado de otra arma tiene que
desplegar mayor valentía en el campo de batalla. Tiene que ejecutar bajo el fuego enemigo sin
responderlo, terraplenes, vías de comunicación, movimientos de tierra y puentes; tiene que
aisladamente ejecutar destrucciones, hacer saltar puentes y cortar alambradas; en la guerra de
minas tiene que exponerse a ser aplastado en las galerías subterráneas. Todo esto requiere alma
templada, espíritu de sacrificio y heroísmo nunca bien apreciado por el comando ni por las otras
armas, puesto que, el trabajo del ingeniero no sólo es glorioso, sino útil.
A estas circunstancias de orden material, de por sí impresionantes hay que agregar otras
que se reflejan sobre la moral del combatiente, a saber:
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inspecciones, dando lugar a una notable confusión de sus ideas que no les permiten reaccionar
con lucidez para dar las órdenes apropiadas a la situación que se les presenta, introduciéndose el
desorden en su tropa, aumentando la fatiga y poniendo en exhibición la incoherencia del
pensamiento del hombre que la dirige. Está de más señalar que esta confusión llegará a
proporciones incalculables si tal situación se trasplanta al campo de batalla: por tanto, El Oficial
debe prepararse en la paz para ser dueño de sus nervios y resolver pronta y acertadamente las
diversas situaciones tácticas que se le presenten.
La emoción del miedo en el campo de batalla hace que los individuos se vuelvan
moralmente inertes, incapaces de iniciativa, de resolución y de tenacidad: bajo su influencia
quedan como embrutecidos, alucinados: no ven al enemigo donde realmente se encuentra sino
donde ellos lo suponen: fusilan o cañonean a sus mismas tropas; huyen hasta delante de una
sombra acogen y esparcen las noticias más inverosímiles, se dejan sugestionar por las más
perniciosas apariencias. Mientras el miedo no llega al paroxismo, los hombres obedecen
pasivamente a sus superiores; pero cuando sube de punto, ya no reconocen a sus Jefes ni a sus
compañeros, no comprenden ni las órdenes más simples, y, si obedecen, es por un reflejo del
subconsciente, pero sin poner nada de su voluntad. El miedo vuelve a los hombres como locos,
los hace correr en todo sentido, matan o hieren a amigos o enemigos: a veces no pueden moverse
de su sitio tienen los miembros temblorosos y se dejan matar sin defenderse siquiera. Estos
fenómenos síquicos van acompañados con frecuencia de vómitos, diarreas, incontinencia de
orina, brote de espuma por la boca, etc.
81
o de cólera irresistible, a pánicos locos o a explosiones de dolor o alegría.
Los fenómenos sugestivos en el combate se encuentran unidos a los reflejos de
obediencia que despiertan las voces de mando, los movimientos provocados
automáticamente por los grupos de adelante y por los toques de clarines y redobles de
tambores, signos usuales que provocan una asociación directa gracias al hábito, entre dichas
voces y señales y los movimientos correspondientes.
Como se verá después, la multitud difiere de la tropa en que ésta es disciplinada y
jerarquizada: pero ambas tienen una característica común; el contagio mental, que hace propagar
las emociones con asombrosa rapidez. La moral de una tropa es función de la de su Jefe, y si ésta
se ve levantada o quebrantada, el contagio mental no tarda en propagarse. El contagio mental es
casi siempre favorable para la transmisión de la audacia y de la sangre fría; a su influencia se
excitan la conciencia individual, los sentimientos de honor y emulación, a los cuales es
enormemente sensible el hombre educado en el culto a la Patria, y el Deber.
Ese contagio es más rápido a medida que la tropa esté abatida por la fatiga, por el
hambre, por un fracaso anterior o por la tensión de un peligro común. Al encontrarse en tal
estado, la tropa adquiere todas las características de la multitud, ser colectivo impresionable,
de equilibrio mental y rol inestable, para el cual la imitación es un gesto tan natural como para
toda persona cuya facultad de raciocinio es habitualmente escasa, se encuentra bajo la influencia
de una causa exterior inferiorizante. Tal es el momento en que la tropa se encuentra propicia a
sufrir los efectos de tal pánico.
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tiempo, una fatiga o un esfuerzo superiores a los ordinarios, provocando sobre todo entusiasmo,
silencio y calma en estos momentos. El Oficial debe tener siempre presente que no basta su
valentía personal para guiar el combate, sino que también precisa tener calma y sangre fría para
sí para comunicarle a todos y cada uno de sus subordinados, cuyos ojos estarán fijos en él
atisbando sus menores movimientos para levantarse a la gloria o hundirse en la vergüenza.
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delicada, en la que los Oficiales reflexionan poco, teniendo muchos la creencia equivocada de
que no debe hablarse del miedo porque es un sentimiento vergonzoso. La exaltación y la
depresión de la moral en el campo de batalla son susceptibles de afectar a todos los escalones de
la jerarquía, y tiene sus momentos culminantes. La depresión se produce cuando ha sido vencida
o neutralizada la voluntad, síntesis de las dificultades intelectuales humanas, que se afirman
poderosamente cuando el individuo tiene salud, reposa, buena alimentación y excita
moderadamente sus sentimientos
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cerebrales se modifica por todos estos fenómenos, el hombre pierde sus facultades intelectuales,
ya no asocia las ideas y disminuye la capacidad de juzgar los hechos y prestar aten ción a sus
obligaciones.
Desde el punto de vista psicológico, en el combate se producen perturbaciones
importantes en las facultades espirituales del individuo, comenzando por lo referente a la
iniciativa y la invención, extendiéndose después a la voluntad. Las facultades más resistentes al
miedo son los hábitos automáticos. Estas perturbaciones se manifiestan por: disminución o
desaparición del poder inhibitorio de la voluntad del individuo; la pérdida del control de sus
actos; alteración del sentido critico; de la facultad de juzgar los hechos y las ideas; nerviosidad,
excitación de la imaginación, con tendencia a exagerar el peligro. El miedo ofrece una escala de
intensidades crecientes: Inquietud, aprensión, ansiedad, desazón, miedo, espanto, terror, etc.
La persona de temperamento nervioso e impresionable es habitualmente predispuesta a sufrir
los estímulos más diversos. Hay tendencia a centralizar el miedo por ciertos lugares, ciertas
personas o ciertos métodos de combate, y muchas veces el hombre se ve influenciado por el
miedo que lo agitó durante sus primeros años, principalmente en los casos de neurastenia. Nadie
puede estar libre de sentir los efectos del miedo, siendo lo más particular que los seres de cierta
educación y con grandes responsabilidades llegan hasta tener miedo al miedo.
Por consiguiente, a fin de hacer frente con ventajas a los efectos sicológicos producidos
por el miedo, es necesario que la educación e instrucción militar del soldado hagan automático
el movimiento que ha de servirle en el campo de batalla para que los ejercite maquinalmente;
y que por medio de un entrenamiento incesante de la inteligencia y de la voluntad, se habitúe a
los Oficiales a tomar decisiones acertadas.
Desde el punto de vista exclusivamente militar, los efectos del miedo se dejan traslucir
de manera más manifiesta en el tiro y en el avance hacia el enemigo. En el tiro, por causa de la
dilatación de la pupila, la puntería no puede hacerse correctamente, se actúa mal sobre el
disparador, se tira por hacer ruido, por aturdirse, casi siempre muy alto.
Esto no quiere decir, por supuesto, que deba desecharse por inútil la instrucción de un
tirador en el tiempo de paz; por el contrario, hay que llevarla al máximo del automatismo, para
que actúe reflejamente en el combate, con la misma regularidad que en el campo de tiro,
comunicándole mayor confianza en su eficacia. En lo relativo al avance hacia el enemigo, el
soldado va cobrando temor al ver caer a sus compañeros, heridos o muertos. De allí que la
vigilancia de los Oficiales se oriente a hacer la disciplina más firme, sobre todo con tropas que
no tengan la debida preparación moral.
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sugestionabilidad de los hombres, debilitando su personalidad y haciendo perder su capacidad
de resistencia a las emociones. En lo que respecta a las facultades intelectuales, la fatiga produce
olvido en las ideas y en las expresiones; dificulta la comprensión de las órdenes, y suprime el
poder de distinción. Entre los elementos que producen la fatiga hay que citar el sufrimiento, el
frío, el calor, el hambre, la sed, las intoxicaciones, etc. Por consiguiente, un Jefe previsor debe
hacer lo posible porque sus tropas lleguen al campo de batalla bien descansados y alimentados: y
si no está en sus manos hacer que esto suceda, necesita, al exigirle los esfuerzos que demanda la
situación, tener en cuenta esas circunstancias que disminuyen la capacidad moral de los hombres.
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Cuando el Oficial no ha alcanzado por medio de su educación moral eliminar sus
temores y su pesimismo, la tropa obra sin conducción, pierde la confianza en el mando y rebaja
su moral a límites inconcebibles.
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Asimismo, los caballos y mulas juegan con frecuencia un papel importante en los
pánicos, pues se aturden mucho y basta que uno o dos emprendan la fuga a todo galope, para
que el resto haga un tropel que arrolla cuanto encuentra.
Las tropas colocadas en segundo escalón o en reserva están en contacto con los grupos
de cobardes que van formándose con los hombres que se desprenden a propósito de sus
unidades para no combatir. Estos Individuos, a la menor emoción, creyéndose en inminente
peligro de muerte, emprenden la fuga con vivos gritos de dolor, arrojando sus armas y equipo,
sin obedecer a los Oficiales, presas del delirio. Se ha visto ya que el pánico es originado por
peligros imaginarios y es más fácil de cundir a medida que la imaginación de los hombres es
menos vigilada por la observación, lo que sucede frecuentemente cuando están bajo la influencia
de la fatiga ocasionada por el sufrimiento, el hambre la sed, la fiebre, el excesivo calor.
Respecto a este último elemento, se ha observado que favorece la propagación del pánico.
Las operaciones nocturnas son medio favorable para el desarrollo del pánico, a
causa de que la oscuridad no permite observar al enemigo, ni discernir sobre el verdadero peligro
que lo amenaza. Casi siempre estos pánicos nocturnos se traducen en matanzas entre amigos.
A fin de prevenir y limitar los efectos del pánico, es necesario dar a la tropa un
entrenamiento físico y moral superior; impedir la circulación de noticias alarmantes; evitar las
manifestaciones de cobardía; no dejar inactivas a las tropas, ni aún lejos del enemigo; no
abandonar jamás al ganado, a fin de evitar su dispersión, e imponer disciplina estricta en
todos los actos de la tropa. Desatado el pánico, los hombres huyen inconteniblemente y no
obedecen ni por sus reflejos, porque no comprenden las órdenes que se les da; sólo pueden ser
gobernables por la sugestión. Lo primero que debe hacerse es tratar de reunir a los hombres por
unidades, encuadrarlos, ordenarles algunos movimientos de orden cerrado para despertar sus
hábitos automáticos, y luego enviarlos a sus cuerpos de origen.
En cuanto el pánico se presente en una tropa vecina, los Oficiales deben redoblar sus
esfuerzos para evitar el contagio, haciendo esfuerzos de todo orden para aumentar la moral y la
cohesión, procurando distraer su atención por medio de gran actividad física.
Es el momento de emplear los medios persuasivos, los llamados al patriotismo y al
deber; en caso de ser insuficientes estas medidas, no debe dudarse en emplear las amenazas
aún la violencia los primeros que intenten huir. Para que una tropa emplazada en segunda
línea no se vea arrastrada por elementos que vienen presas del pánico, es conveniente hacerla
echar cuerpo a tierra, esperar que pase la avalancha incontenible de fugitivos y luego emprender
el movimiento por los medios regulares.
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deber, por su sentido de responsabilidad por el ejemplo que tiene que dar, el menosprecio que
echaría sobre si se dejara dominar por su instinto de conservación. El miedo desaparece casi
siempre en el Oficial al llegar el momento en que su deber lo obliga a tomar parte en la
acción.
Al miedo le hace dominar el miedo el avezamiento al peligro, el deseo de no
mostrarse inferior a sus camaradas, el temor a que lo menosprecien, el amor propio, el sentido de
las responsabilidades ante sus compañeros, la esperanza de una recompensa honorífica. También
lo aleja del miedo el convencimiento de que la superioridad ha hecho todo lo posible para
alcanzar la victoria, de que su artillería es eficiente para presentarle el apoyo requerido, y de que
la del enemigo puede ser fácilmente destruida o neutralizada. Pero el miedo tiene raíces muy
profundas y naturales para pensar en que puede ser reprimido. Hay que contemplar sus efectos
para atenuarlos y evitar todas sus manifestaciones externas, que, por ser sumamente contagiosas,
pueden sembrar la desmoralización.
El valor habitual, racional y constante que exige la guerra moderna, no es un don
natural al alcance de todos los hombres. Esta forma de valor, muy distinta de la valentía
impulsiva e irracional, sólo se adquiere a fuerza de avezamiento y de entrenamiento. La
prevención y disminución del estupor y el miedo se alcanzan por un entrenamiento bien
comprendido, por el conocimiento cabal de las sugestiones poderosas que borran en el espíritu
humano las reivindicaciones del instinto de conservación, y por el hábito de dominarse a sí
mismo y tomar sobre el yo un imperio absoluto. Otra causa de disminución del valor combativo
de las tropas es la larga duración de la guerra moderna.
Cualesquiera que sean las cualidades étnicas o individuales del soldado, éste se ve
solicitado por dos tendencias: una optimista, que lo lleve a la acción, la confianza, y a la victoria,
y otra que por el contrario, mine sus fuerzas vivas, hace nacer la desconfianza, el descontento, el
desaliento y finalmente el pánico; la una engendra el valor y el espíritu de sacrificio; la otra da
origen al miedo, que a su vez provoca la cobardía; la una asegura la victoria; la otra provoca la
derrota.
20.- Factores de la Victoria - El Valor y sus Elementos.
La victoria es el ideal supremo y la principal razón de los ejércitos. Para obtenerla
es preciso hacer converger todos los esfuerzos morales, intelectuales y materiales, obligar al
enemigo a abandonar la lucha; la victoria consiste pues, en conservar el propio valor y en
destruir al adversario.
Para el Oficial, la victoria consiste en conservar su valentía personal, mantener y
exaltar la de sus subordinados, y batir la del enemigo. El hombre considera la vida como un
bien precioso, pero hay circunstancias en que obedeciendo a impulsiones ancestrales superiores
al instinto de conservación, las sacrifica voluntariamente. La condición fundamental para tener
éxito en la guerra, es la que el soldado esté animado de esta cualidad fundamental que es el valor,
que puede definirse diciendo que es la facultad de actuar con energía moral, intelectual y física,
a pesar de la influencia depresiva del miedo, del sufrimiento y la fatiga, despreciando la muerte
en pos de un ideal. El desarrollo de este ideal condensado en un sublime amor a la Patria, y el
entrenamiento en el menosprecio a la muerte, constituyen la base de la educación militar en los
ejércitos.
Mientras que el miedo es un fenómeno natural y una manifestación del instinto de
conservación individual, el valor es por el contrario una fuerza moral que puede adquirirse
con el entrenamiento, siendo propiamente una manifestación del instinto de conservación
social. El sentimiento que da más valor al corazón del soldado es el patriotismo; el campo
89
donde lo desarrolla es el de batalla. El hombre se perfecciona moralmente a medida que
abandona sus sentimientos egoístas y comprende que se debe a su familia, a su pueblo, a su
patria. Y cuando llega a adquirir la convicción de que su sacrificio es necesario para que ésta
superviva, va derecho a la muerte sin importarle nada el bienestar de la civilización ni sus
intereses materiales. El valor y la resistencia física no guardan entre sí estrecha relación.
Los fornidos matones del tiempo de paz son a menudo los más cobardes en el combate. En
cambio, hombres de temperamento emotivo se conducen casi siempre admirablemente frente al
enemigo. También hay perezosos que son valientes en cualquier clase de peligro.
Los elementos que intervienen en las demostraciones de valor forman un todo complejo
que ofrece los aspectos más variados y que dan origen a las diversas clasificaciones del valor en
activo, neutro, accidental y continuo.
El valor activo proviene de una fuerte tendencia a actuar en el sentido deseado u
ordenado, manifestándose bajo la forma de la voluntad de vencer, que impulsa al hombre a
marchar hacia adelante y lanzarse sobre el enemigo. El neutro consiste en el dominio o
ausencia de toda emoción depresiva, que traduciéndose en la sangre fría, impasibilidad e
intrepidez, preserva del deseo de la fuga y del atolondramiento.
El valor accidental es más fácil tenerlo, relativamente, pues su acción sólo se extiende
a determinado período de tiempo, esto es, de duración limitada. La expresión "estuvo valiente tal
día" aclare suficientemente este concepto. El valor continuo es más difícil de tener, y sólo es
posible' cuando el hábito hace su práctica casi inconsciente. La más bella expresión de valentía
es la que permite al hombre que está en seguridad y sin excitación previa, lanzarse a la lucha con
una voluntad fríamente calculada, en un peligro conocido y avaluado, animado únicamente
por un sentimiento de patriotismo intenso, de honor inmaculado o de profundo sentimiento del
deber. La valentía verdadera es prudente y se limita a lo preciso, sin fanfarronadas inútiles,
aunque hay casos en que es necesario dar ejemplo para arrastrar a los vacilantes.
El valor en un mismo grupo de hombres varía notablemente según los
circunstancias; sobre todo con individuos de temperamento tan influenciable como el nuestro. A
este respecto la confianza de los hombres en sus Jefes es un factor de capital importancia. La
misma tropa, en circunstancias semejantes, pueden lograr un éxito o sufrir un revés, según la
manera como está mandada. Se ha notado en el primer período de las guerras que el valor
de los hombres es brusco e impulsivo, lanzándose aún a descubierto contra los infantes y las
baterías enemigas y sufriendo grandes perdidas en consecuencia. Con el correr de las semanas, al
sufrir en propia carne los efectos del fuego enemigo, las tropas se hacen más cautelosas,
desarrollándose en los hombres un valor más sereno y útil, abrigando el convencimiento de que
para vencer, todo es necesario menos la temeridad. El valor así considerado tiene una forma
más humilde, más interna, más oscura, pero no por eso deja de ser menos grande ni moral. En
su forma antigua el valor era más espectacular, más arrogante. En una trinchera o en un
repliegue del terreno, el hombre valeroso no tiene hoy más testigos de sus hazañas que sus
vecinos de derecha e izquierda. Su acción es limitada; su único mérito consiste en conservar
siempre su sangre fría, el libre funcionamiento de su cerebro y de su voluntad.
El valor de una tropa está en razón directa de su encuadramiento. No son raros los
ejemplos de unidades empeñadas que, combatiendo con valentía denodada, han flaqueado en
cuanta han visto desaparecer a sus Jefes o cuando estos han dejado de hacer sentir su autoridad.
El valor se funda en los sentimientos, las creencias y los hábitos individuales. Su parte activa
está constituida por sentimientos iluminados por creencias: Patriotismo, afecto por los Jefes y
compañeros, honor individual y colectivo, necesidad de la defensa nacional, de la
90
subordinación, de la iniciativa y del espíritu de empresa. Estos factores determinan al soldado
a cumplir espontáneamente sus deberes, no obstante los peligros y la fatiga, y a hacer el
sacrificio de su vida en pos de ideales superiores. A estos factores hay que añadir, en la fase final
del combate por lo menos, otras fuerzas síquicas activas como la cólera, y el instinto de
agresividad, o sea la manifestación ofensiva del instinto de conservación.
Las manifestaciones de valor provienen del temperamento y del carácter de la raza,
agresivo o tímido; del espíritu y hábitos de ofensiva más o menos inculcados a las tropas, o de
otros estados de conciencia como la confianza o la inquietud, la esperanza o la desesperación.
Los estados afectivos favorecen la cólera y la agresividad. La parte neutra del valor está
constituida por la resistencia a la fatiga, la sangre fría y la impasibilidad, que son
características de la raza; por el adiestramiento que hace al hombre avezado al peligro, y por la
confianza en el porvenir.
El valor puramente físico, fuera de control, en el que no toma parte la voluntad, es la
simple negación del miedo y se conoce con el nombre de sangre tría, siendo cuestión de
temperamento. Los hombres del campo, que constituyen el núcleo más importante de nuestras
tropas, son de sangre fría, flemáticos, poco irritables y lentos en sus reflejos; tienen pocos
arranques, y arrebatos, pero mucha voluntad y desprecio al peligro. Son capaces de un valor
calmado, de impasibilidad y no son propensos a arranques bruscos y a furia ofensiva.
La sangre fría natural o hereditaria, puede ser desarrollada por la costumbre, que
llega a embotar las sensaciones y hace que los hombres se vuelvan indiferentes al familiarizarse
con el peligro y con las incomodidades de la guerra. La sangre fría, natural o adquirida, se
refuerza por la confianza en la propia superioridad y por el optimismo, que hace interpretar
cualquier hecho como un éxito y que no cesa de reanimar el valor. En cambio, se ve deprimida
por el fatalismo o por el pesimismo, que hace ver todo como un fracaso o una improvisación
introduciendo la desmoralización. Estos elementos activos y neutros del valor son individuales o
internos y actúan sobre el individuo aislado o formando parte de una tropa; su exaltación debe
ser uno de los principales fines de la educación militar.
Pero cuando el hombre actúa como parte de una tropa se ve solicitado por
influencias exteriores que ejercen sobre él sus superiores y compañeros. El ejemplo dado por
los Jefes o por los más valientes, los estímulos mutuos, el amor a las recompensas, las amenazas
y los reflejos de obediencia automática, lo impulsan a cumplir sus deberes con mayor
abnegación. Estos factores del valor adquieren en nuestro medio, principalmente con los
hombres de las ciudades, una importancia capital. Su temperamento excitable, su amor propio, su
ambición de gloria, su emulación, su deseo de alcanzar recompensas, deben ser aprovechados
por los superiores al máximo, por medio de un sentimiento de confianza y control, enérgico y
comprensivos a la vez desarrollado desde la paz que dé al hombre la sensación de que en
cualquier momento están sobre él los ojos de su superior, que conoce todas las debilidades para
reprimirlas y está dispuesto a la vez a premiar sus esfuerzos.
El valor colectivo, es el que demuestran las tropas en la batalla, tiene sus orígenes en
el alma nacional; un ejército que actúa movido por un ideal elevado, con la convicción de la
justicia de su causa, tiene forzosamente que ser valiente y tenaz. El conocimiento del ideal
que se defiende, infunde al militar una acentuación de su valor, pues los pueblos que
comprenden la causa por la cual luchan, dan siempre los mejores soldados.
Comprendiéndolo así, los grandes capitanes de la historia han puesto siempre especial cuidado
en sus problemas.
91
21.- El Heroísmo.
El heroísmo es una forma de valor que implica la certidumbre de la muerte, o por
lo menos, lleva al supremo sacrificio libremente consentido con muy poca o ninguna esperanza
de éxito.
Como el valor, el heroísmo no es patrimonio de ninguna raza ni categoría social.
Puede ser intermitente o eventual; pero las condiciones de la guerra moderna exigen al hombre
manifestaciones continuas de heroísmo. A la gallardía de las cargas de otros tiempos, a pie o a
caballo, se tiene hoy la vida oscura dentro de las trincheras, oculta dentro de los matorrales o
detrás de los padrones de las serranías. Presas del cañón, llenos de barro, sedientos, aplastados
física y moralmente los soldados de un ejército moderno, tienen que luchar para vencer, con casi
ninguna posibilidad de salir con vida.
92
debilitarlo y detenerlo, pues no lo destruye ni lo desmoraliza. Por tanto, no ha alcanzado un
resultado decisivo. Para lograr este resultado decisivo será preciso que al ser detenido el atacante,
el defensor saliera de su posición y avanzará sobre aquél, forzándolo hacia la retirada, es decir, el
abandono de la defensiva.
Cuando se obtiene la retirada del enemigo se ha logrado un éxito, pero incompleto,
si aquel queda en condiciones de rehacerse un poco más atrás y con las tropas obedeciendo a su
comando, capaces de una acción nueva colectiva coherente. El resultado decisivo sólo se logrará
haciendo que la retirada enemiga se convierta en fuga; cambiando su desaliento en
desesperación, su miedo en pánico, obligando a los débiles a romper la cohesión moral y física e
introduciendo el desorden en sus filas y el desaliento en los corazones enemigos. Urge, pues,
emprender la persecución encarnizada y violenta, hasta que no se tenga por delante sino una
masa informe de fugitivos embrutecidos por la fatiga y el temor, sordos a la voz de sus Jefes,
rindiéndose a discreción o disparando por todas partes.
Después de una acción en la que el enemigo haya sido duramente tratado, éste
necesitará un tiempo más o menos largo para rehacerse, y mucho mayor aún para abandonar su
miedo y combatir de manera eficaz. Así también se habrá adquirido el poder necesario para
imponer al adversario el ascendiente moral que facilitará el resto de la campaña y llevará el
ánimo del vencido el convencimiento de su derrota.
CAPITULO IX
93
El estudio del individuo aislado y en colectividades es necesario al Oficial, porque es
indispensable conocer las leyes sicológicas que rigen las tropas. Dichas leyes, en muchos casos,
están en contradicción con las que se refieren a la psicología individual. La psicología de una
colectividad no está formada por la simple yuxtaposición o reunión de las sicologías individuales
que la integran; si no que difieren del mismo modo que la combinación química de los cuerpos
se diferencia esencialmente de la mezcla de los mismos. De modo, pues, que toda colectividad
tiene una personalidad, una mentalidad y una sensibilidad que le son particulares. Pero no
basta que un número más o menos grande de individuos se reúna accidentalmente para pensar
que constituyen una colectividad en el sentido psicológico de la palabra. Para que un
conglomerado de individuos adquiera alma colectiva, esto es, para que se convierta en
colectividad sicológica, es necesario que existan ideas comunes en sus componentes. Una
multitud sicológica es el resultado de la reunión de individuos a quienes el azar reúne, poro que
no se encuentran impresionados por una idea, un espectáculo cualquiera o un peligro. Hay una
gran variedad de multitudes, tales como la formada por los asistentes aun espectáculo teatral,
una banda de agitadores fanáticos, etc.
Desde el punto de vista militar, a la tropa hay que considerarla como una
colectividad de homogeneidad variable, según sus reclutas o sus reservistas estén más o menos
recientemente incorporados; pero esta multitud está mandada e instruida por una colectividad
infinitamente más homogénea como son sus cuadros profesionales. Los caracteres
generales que diferencian la psicología de las colectividades de la del individuo son las
siguientes: Intelectualmente, la multitud es siempre inferior al hombre aislado pero desde el
punto de vista sentimental y por consecuencia de los actos que puedan provocar sentimientos, la
multitud puede ser mejor que los individuos, o peor; según el caso. Todo depende de la
orientación que se le dé y de la sugestión y conducción que le imprima el caudillo.
Menos egoísta que el individuo, la multitud está predispuesta a los sentimientos
generosos, a la consagración al sacrificio y al heroísmo. Cuando un hombre forma parte de una
colectividad pierde, por un lado, una parte de su individualidad, mientras que por otra adquiere
cierto número de caracteres particulares al organismo a que pertenece. Una multitud amorfa y sin
dirección es siempre inferior a los diversos individuos que la componen. Una colectividad
organizada y bien dirigida, al contrario, puede alcanzar un nivel superior al de los elementos
que la forman. Tal es el fenómeno que se observa en los ejércitos disciplinados, en los que preva-
lecen cualidades de valentía, paciencia y abnegación que no poseen jamás, en el mismo grado,
cada uno de los hombres que la constituyen.
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afirmar de manera más eficaz su personalidad en el campo de batalla. Al contrario, los
fenómenos sugestivos explican la desorientación completa de algunas tropas en el combate
95
desarrollar al máximo grandes virtudes que tienen su origen en el patriotismo ardiente que debe
animar el heroísmo de los soldados. Los educadores de la nación no sólo deben desarrollar su
valor moral sino también su espíritu militar.
El espíritu militar, que hace aceptar sin debilidades al dolor, la muerte prematura, las
privaciones, la disciplina inflexible y penosa, depende de una serie de factores pero
principalmente, de la educación dada al pueblo, y de la exaltación de sus valores indiscutibles;
porque, aún cuando ese espíritu exista en estado latente en el corazón popular, es necesario cul-
tivarlo para que no degenere y se empobrezca como suelo abandonado. El espíritu militar basa su
fuerza en los recuerdos gloriosos y en una educación viril, así como en la estimación de que
goce la profesión militar y del lugar que ocupe el ejército en las ceremonias públicas.
Algunos literatos y filósofos han pretendido ver un antagonismo entre el espíritu
militar y el espíritu democrático; y en nombre de este sofisma preconizan la supresión de los
ejércitos, juzgando que constituyen supervivencias de un pasado del que no debe quedar huella.
Inaudito despropósito, pues el Ejército, las Fuerzas Armadas, son precisamente, una
indispensable garantía para el sostenimiento, oficio y amparo de la Ley. Si la nación que goza de
instituciones democráticas no posee en alto grado respeto por la Ley, que es un contrato
libremente consentido, y no observa una fuerte disciplina, lleva rumbo fatal a la anarquía.
El Ejército es un recurso fundamental de las leyes. El espíritu militar jamás está en oposición
con el espíritu democrático, tal como debe concebírsele.
Las tropas que además de tener confianza en sí mismas y en sus armas la tienen también
en sus Jefes, alcanzan un valor moral considerable. Los Oficiales de toda jerarquía deben, por
todos los medios a su alcance, esforzarse por inspirar '1nS confianza absoluta a los hombres
que tienen a sus órdenes. Desde luego, la confianza se inspira por la dignidad de los que
mandan; por un espíritu cultivado con elevación; por el ejemplo, por el olvido completo de sí
mismo; por la consagración absoluta a sus hombres, a los que hay que infundirles la convicción
de que uno está con ellos en cuerpo y alma para que así juntos sirvan ambos únicamente a la
patria. Ya no se trata de los grandes hechos heroicos, como en el tiempo en que el ascendiente
del Jefe dependía únicamente de su valentía, hoy sólo gracias a su alto valor moral e
intelectual, el comandante de una tropa ganará el respeto, estimación, el afecto y la confianza
de las masas armadas que le están encomendadas.
El valor de los cuadros y su elección es una de las preocupaciones más urgentes y
serias del comando, el que no debe perder ocasión de darse cuenta de las aptitudes de sus
auxiliares subalternos.
No es un problema de resolver la reconstrucción de los cuadros durante una guerra
larga. Unas veces hay pronunciada falta de cuadros, principalmente después de los combates o
batallas importantes; otras hay plétora, sobre todo cuando regresan a las filas los heridos y se
encuentran con que han sido reemplazados ~ sus puestos.
De modo, pues, que el comando necesita proceder con mucha precaución y tino en lo
que respecta a los ascensos del personal subalterno, siéndole imposible tener en cuenta los
intereses particulares.
96
depende del valor moral de los individuos que la integran, y más esencialmente del estado moral
colectivo que se crea en toda Unidad. El estado moral no es fijo; varía constantemente y es
susceptible de alcanzar grados muy diversos.
La locura de las multitudes, no puede renacer cuando ha desaparecido. Al contrario, el
entusiasmo cobra nuevo valor en la acción; es el estado fisiológico de ruptura del equilibrio
mental, el predominio de elementos sensibles que de modo excepcional puede suministrar un
valor práctico que todo Jefe hábil debe saber aprovechar. Cuando una colectividad es presa del
fanatismo, demuestra que su organización es debida al azar, inestable y pasiva; cuando la anima
el entusiasmo, es porque posee bases sólidas y tradicionales, móviles justos y verdadera unidad
que le permiten sobrevivir a los sobresaltos pasionales, tal como una máquina bien construida
resiste las más fuertes presiones. El fanatismo que cae es la muerte de la multitud, su
dislocación, el abandono de su caudillo. Al contrario, pasado el entusiasmo, la colectividad que
ha podido cultivarlo retorna a la calma, a la vida normal y fecunda.
8.-Condiciones de que depende y Factores que intervienen en el valor Militar de una Tropa.
El valor militar de una tropa es un factor que no puede apreciarse teóricamente en
los problemas militares durante la paz. A lo más, se podría suponerlo en forma de coeficiente de
los medios de acción que se cuentan. Sin embargo, el valor militar de la tropa asume en la guerra
una importancia capital, y el Jefe está obligado a evaluarlo escrupulosamente al apreciar
cualquier situación que se le presente. El valor militar de la tropa depende de la calidad de sus
cuadros y efectivos; de su instrucción; de su estado moral y de la importancia de sus medios
materiales.
97
10.- El Fanatismo Multitudinario y el Entusiasmo de las Tropas.
Un Ejército bien conducido es refractario al fanatismo, pero es siempre permeable al
entusiasmo. Entre ambos términos hay un abismo igual al que existe entre los hechos patológicos
y los normales. El Fanatismo se apodera del alma con una tendencia morbosa; el entusiasmo es
quizá pasión del espíritu que impone como toda pasión su exclusivismo y determina la ruptura de
un equilibrio mental, pero es también una virtud que, sin atrofiar la inteligencia, ni la voluntad,
desarrolla momentáneamente los límites y las capacidades de la naturaleza sensible. El fanatismo
trae la inefabilidad del espíritu, tiene causas y móviles que no se pueden determinar: es una
forma pasiva del sentimiento. El entusiasmo es luminoso; es el desarrollo de las actividades
pasionales. El fanatismo y el entusiasmo, ambos contagiosos, desaparecen frecuentemente de un
manera brusca, dejando el espíritu en su primitiva quietud, sacándolo de esa locura pasajera que
caracteriza al fanatismo o haciendo perder la racha de ánimo a una sensibilidad vigorosa. Hay
otra consideración que profundiza más aún la diferencia entre el individuo de una muchedumbre
y el soldado de un ejército. El primero no puede tener ninguna iniciativa, es como el grano de
arena que el viento agita; el segundo, en cambio, a la hora en que la iniciativa es permisible o
necesaria, encontrará en las esferas superiores de su psicología individual, que no han sido
disminuidas sino conservadas y desarrolladas por la educación moral militar, la inspiración
fecunda necesaria para la cooperación de los esfuerzos comunes, esto es, para el objeto final, que
es la victoria colectiva. Una multitud se constituye bruscamente, bajo la presión de un
acontecimiento, bajo la sugestión de un sofisma; cada uno de sus elementos constitutivos no es
sino un instrumento inconsistente, perfectamente animalizado, susceptible de romperse en las
manos de un caudillo infortunado, la multitud no tiene tradición, pertenece a la hora que pasa,
muere sin legar patrimonio. El Ejército, por 31 contrario, nacido para los fines de la defensa de la
Patria, se ha mantenido, transfor1iiado y perfeccionado. El soldado de hoy ha conservado la
valentía de sus mayores y de los hombres de armas que le precedieron; posee además la herencia
forjada, poco a poco, por el esfuerzo nacional, trasmitida indefinidamente por el soldado de ayer
y al de hoy y bien pronto al de mañana.
El Ejército no pertenece al instante fugaz; tiene raíces profundas en el seno del
pasado y se extiende a desconocidas alturas, las ramas portadoras de frutos que garantizan
el porvenir.
98
que se pone de manifiesto por su moral, lejos de ser producto del azar y de las pasiones, es una
afirmación lenta, reflexiva, dirigida, que sigue exactamente el desenvolvimiento psicológico de
la nación ya que tiene componentes propios que son principalmente de origen intelectual. El
individuo que forma parte de una muchedumbre se entrega por entero y sin resistencia a la
violencia de pasiones colectivas, olvidando que su abandono puede acarrearle graves peligros.
Por el contrario, el individuo no se somete a las exigencias del servicio militar o del combate,
sino cuando reconoce, conscientemente o no, la utilidad de su misión y la significación de su
sacrificio. Por consiguiente, como en la moral del ejército interviene la inteligencia individual,
hay que establecer una clara distinción entre ella y la unidad sicológica de las muchedumbres,
cuya esencia reside en las fuerzas afectivas.
La multitud está caracterizada por la incoherencia sicológica, mientras que los
elementos que constituyen el ejército están unidos entre sí por estrechos lazos, tales como la
idea directriz que los conduce y el papel individual que juega en su seno cada soldado y que no
es otro un diminutivo de la función global del grupo, en el que están cinceladas en miniatura las
cualidades básicas de dicha función. En la muchedumbre, cada cual pierde su personalidad
bajo la influencia del caudillo, fenómeno pasivo, de sugestión inconsciente; en la colectividad
militar cada uno subordina su voluntad a la del Jefe por medio de un acto de conciencia
voluntaria, tal como la disciplina, que exige las actividades más sensibles del espíritu humano.
Hay quienes sostienen la necesidad de crear para la colectividad militar una psicología adecuada
al papel que está llamada a desempeñar, haciendo que sus componentes pierdan sus sentidos
sicológicos superiores; es decir, la inteligencia y la voluntad, ya que los individuos no
conservarían así, sino funciones cerebrales reducidas. Pero esta teoría se refuta diciendo que la
disciplina no es una manifestación de pasividad sino de actividad; que no se forma el soldado
por tendencias regresivas; que ésta tarea no es el fruto de la involución; y que no es castrando al
hombre como se forma al soldado. Este debe llevar al Ejército lo mejor de su espíritu y no
puede considerársele en el seno de este como un sometido; el se somete voluntariamente.
Es por ello que tanto los poderes públicos como los Jefes de mayor jerarquía del
Ejército, en quienes se resume la gran tarea de la conducción de la guerra, deben prestar interés
al estudio de los movimientos de la Opinión pública y de los factores que la crean; ya sea en el
frente de batalla, en la retaguardia o en el interior; al análisis profundo de la prensa en
tiempo de guerra que, bien orientada, es una garantía para alcanzar la unidad mental necesaria y
puede ser un factor de la victoria, y, desviada, puede convertirse en un poderoso elemento
derrotista; a la minuciosa y exquisita redacción de los comunicados a la prensa referentes a las
operaciones militares, teniendo en cuenta el principio de que, si en caso de éxito hay que
solidificar y satisfacer el espíritu del público, en caso de revés no es posible ocultar la verdad
por mucho tiempo, siendo en la mayor parte de las veces preferible que las autoridades hagan
conocer a la opinión los contratiempos sufridos, aunque excitándolos a confiar siempre en el
triunfo final y a estudiar las inconveniencias que pudieran desarrollarse detrás de las líneas
enemigas.
Asimismo, hay que seguir atentamente el proceso histórico de la psicología de las
multitudes durante los grandes movimientos revolucionarios que han agitado la humanidad, así
como aprovechar los conocimientos relativos a la psicología de las multitudes para establecer y
mantener la disciplina popular en los duros trances de la guerra. Por supuesto, la orientación
dada a las multitudes conclusiones emanadas del análisis de tan numerosos factores debe
condensarse en fórmulas simples e impresionantes que hagan efecto en el seno de todas las capas
sociales. En cuanto a la personalidad de los grandes jefes políticos o militares es preciso
99
estudiarla aún en tiempo de paz, investigando especialmente las causas o elementos que
aumentan o disminuyen su prestigio y el arraigo que tienen en las masas populares Asimismo, es
necesario estudiar las características sicológicas que debe reunir el Comandante en Jefe de las
Tropas, los Oficiales Superiores y los Oficiales que están en contacto con la tropa. Todos estos
conocimientos se complementan con los antecedentes históricos de algunos caudillos típicos y
la forma como estos han actuado en las huelgas, en las rebeliones, en la comisión de delitos
colectivos, y en fin, en los grandes movimientos revolucionarios.
100
impulsiones cobran un valor tan imperioso, que son capaces de anular el interés personal. Las
multitudes desean una cosa con frenesí, pero ese deseo no les dura mucho, porque son incapaces
de reflexionar y de voluntad duradera. En los sentimientos de las multitudes no entra en
juego la premeditación. Su impresionabilidad varía considerablemente según las razas; es vivaz
y momentánea, en los pueblos de temperamento nervioso o irreflexivo; poco permeable en los
temperamentos flemáticos.
Por la sugestionabilidad y la credulidad de que están animadas, las multitudes
orientan con gran rapidez sus sentimientos en una dirección determinada y creen cuanto se les
expresa, sin someter nada a la crítica. Las leyendas y relatos más extravagantes se propagan en
su seno con vertiginosidad. En cuanto sus sentimientos, aceptan la primera deformación de los
hechos o de las ideas, son presa de la sugestión y el contacto mental, que les hace aceptar los
milagros y las alucinaciones que uno cualquiera les infunda.
Por la exageración y simplismo de sus sentimientos la multitud es inaccesible a las
medias tintas; su tendencia a exagerar está apoyada en la aprobación que encuentra por todas
partes por sugestión mutua. La simplicidad y la exageración anulan la duda y la incertidumbre.
La más leve suposición de antipatía se transforma inmediatamente en odio feroz. Conociendo
estas tendencias, los oradores populares siempre afirman, repiten y exageran sus ideas, sin
llegar a la demostración. Cuando los hombres actúan como multitud, tienen la impresión de
que la fuerza moral de cada uno se multiplicaba en proporciones colosales; por eso, cuando
las multitudes se sienten fuertes, creen que todas las maneras les asiste también el derecho,
que todo les es permitido y que nada les es imposible.
Para las multitudes no existe el sentimiento de la responsabilidad; por ello son
capaces de todos los excesos y de traducir en actos los deseos más absurdos. En cambio, la
responsabilidad individual del hombre que forma parte de una sociedad civilizada, no permite
dejarse llevar por los instintos.
Por su intolerancia y fanatismo, la multitud estima que las verdades o errores son
absolutos; y, consciente de su fuerza, trata de imponer sus tendencias. Por iguales motivos no
ama ni respeta sino actos de violencia, considerando la bondad como signo de debilidad. La
multitud sube muy alto en sus sentimientos o desciende muy bajo; pero no sucede lo mismo
en el campo de la intelectualidad. Al contrario, el espíritu militar que debe animar a un pueblo
libre, no se funda en la observancia de una fuerte disciplina pasiva que hace del hombre un
instrumento sin corazón y sin alma, sino de una disciplina activa, voluntariamente consentida
y soportada por la generalidad, gracias a la cual el soldado digno de este nombre acepta sin
murmurar la orden que recibe; por penosa que sea cumplirla, empleando todas sus fuerzas, su
energía y su inteligencia para alcanzar con la mayor perfección el objeto que se le ha asignado.
Con el servicio militar de corta duración, es más necesario que nunca desarrollar en la
nación el espíritu militar por medio de una fuerte educación, dada desde la infancia, porque el
secreto de la victoria reside hoy, precisamente, no en la perfección de los medios de destrucción,
sino en el temple de los combatientes. La confianza en sí no debe ser el sentimiento de
entusiasmo y de irreflexión de los ejércitos improvisados que, si puede durar, a veces, en el
peligro, es susceptible de desvanecerse rápidamente y de convertirse en un sentimiento contrario
que ve por donde quiera traición; la verdadera confianza en si es un sentimiento íntimo basado en
el conocimiento exacto de su fuerza y que no se extingue en el momento de la prueba. Respecto
a la educación militar, hay un perfecto acuerdo en reconocer que hay muy poco de nuevo por
introducir al respecto, puesto que casi toda ella consiste en desarrollar los sentimientos que
deben anidarse en el alma de los jóvenes que concurren al servicio de las armas.
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Es imprescindible que en el espíritu de los hombres penetren los principios de
cohesión, de solidaridad, de sumisión y de obediencia, y desarrollar en ellos el sentimiento
de la excelencia de las armas. Al respecto hay que precaverse contra la exageración y no
confundir la educación cívica con la educación moral militar, que sólo puede ser infundida en
las filas del ejército y que sin lugar a dudas, despierta virtudes y cualidades que son tan
necesarias al buen ciudadano como al buen trabajador y al buen soldado. La fuerza moral por
excelencia que debe desarrollarse en el ejército es la voluntad de vencer; voluntad que se
afirma por la tenacidad, el encarnizamiento y la renovación incesante de la lucha, aunque se
crea que esta será desfavorable. Jamás puede decirse que un ejército está vencido cuando
conserva esta voluntad de vencer, pudiendo afirmarse que una tropa sólo está vencida
cuando cree estarlo. "Quien no espera vencer ya está vencido".
La fuerza moral tiene una gran influencia sobre la actitud de las tropas en el combate. El
hombre habituado a las situaciones de guerra conserva su sangre fría en el peligro y tiene un
valor moral mucho más grande, puesto que sentirá dentro de sí el sentimiento de su fuerza y de
su confianza. Esta confianza da origen a la cohesión, y se desarrolla poco a poco en los
diferentes contactos de la vida en común que llevan los soldados y en los favores que se prestan
mutuamente, creando lazos de camaradería y de amistad que se incrementarán después en el
campo de batalla. Así va extendiéndose paulatinamente a las diferentes unidades formándose el
espíritu de cuerpo, una de las fuerzas morales de mayor importancia.
En campaña y en combate, es el espíritu de cuerpo una palanca poderosa en manos
de los Jefes que saben crearlo y sostenerlo. Su origen se remonta a la infancia de la humanidad,
al tiempo en que las familias se constituían y adoptaban para reconocerse, al mismo tiempo que
se formaba su unidad, signos y símbolos particulares. El grito de guerra de la tribu y del
regimiento, el pabellón y las insignias que servían a las legiones para reconocerse, tienen un
origen común. El espíritu de cuerpo provoca entre las unidades una emulación tan elevada que
durante todas las guerras, han permitido una gran cantidad de actos de heroísmo colectivo.
102
sentido de la realidad, lo que autoriza al comando para ser audaz con tropas de buenas
condiciones morales. Pero, al correr del tiempo, el desgaste se acentúa; los mejores cementos
superiores y subalternos acaban por sucumbir, pues cada vez se vuelven más atentos y
desconfiados. El ejército se empobrece poco a poco y sobre su moral pesa el recuerdo de su
pasado desastre. Las operaciones sólo se hacen posibles gracias al apoyo de medios
materiales cada vez más numerosos, y a pesar de todos los resultados son escasos. De allí que
sea necesaria toda la experiencia y toda la energía de los Jefes para poder luchar contra el
desaliento que cunde y que, si no es detenido puede comprometer los resultados de la guerra.
Durante una guerra, el estado moral de una tropa experimenta crisis tan pronto lentas y
profundas, como violentas y súbitas. Estas últimas asumen la forma de pánicos y se deben
principalmente a sorpresas o a amenazas súbitas de peligro. Pero una misma causa puede
producir efectos diferentes, tales como la fuga, seguida de la disolución de las fuerzas, o el
abandono repentino de una posición, para rehacerse más atrás y hacer frente de nuevo al
enemigo. La reacción ofrecida por una tropa a la sorpresa depende de su grado de entrenamiento
y de su experiencia en el campo de batalla. Aunque el Jefe tiene la obligación de ponerse a
cubierto de las sorpresas, estas no pueden ser evitadas por completo y es necesario,
paralelamente, fortificar la moral de la tropa y ponerla en condicionas de reaccionar
favorablemente a las causas del pánico. Para lograr este resultado, hay que vigilar en primer
término el estado moral de la tropa, fijándose en todo los indicios y siguiendo todas las
variaciones que puedan afectarlo. Esta tarea no es fácil, y al abordarla el Jefe debe desarrollar la
instrucción militar de la tropa y mejorarla constantemente, llegando en algunos casos hasta
recomenzarla desde 5u base, cosa que no es casi nunca del agrado de los soldados, pero sin que
esto sirva al Jefe de obstáculo para sus propósitos. Enseguida hay que proporcionar a la tropa la
mayor suma posible de comodidad en su alimentación, alojamiento, correo, vestuario,
distracciones y permisos, en la medida en que no es incompatible con las necesidades de las
operaciones y del servicio y que las circunstancias lo permitan.
Después viene el desarrollo de la camaradería, no sólo en el interior de cada Arma,
sino también entre las distintas Armas, Oficiales de Estado Mayor y las tropas; el espíritu de
justicia para distribuir las recompensas y las sanciones; el contacto personal del Jefe y la tropa, la
confianza del Jefe y el soldado, a quien siempre debe decir, sino toda la verdad, por lo menos
parte de ella, pero no engañarlo pues el hombre que se ve engañado pierde la fe en su superior.
103
CAPITULO X
104
perfección por los romanos. Desapareció en la Edad Media, con el feudalismo, para resucitar en
forma más precisa durante la Revolución Francesa; primero, bajo la forma de llamamientos
voluntarios, luego con los levantamientos en masa y por último con el sistema legal de
conscripción, adoptado hoy por la generalidad de los países. Fueron los prusianos los que
aplicaron con mayor éxito el método de la Nación en Armas desde principios del siglo pasado.
El criterio moderno de la Nación en Armas está consagrado entre nosotros por la Ley de
Servicio Militar, que establece las obligaciones militares para todos los ciudadanos válidos. El
valor de la Nación en Armas reside en el número de hombres educados militarmente, que
proporcionan una reserva de valor militar inapreciable. Tal consideración lleva a pensar en la
obligación que se presenta al Oficial de educar al soldado en forma que, al licenciarse, él sirve a
su vez de propagandista de las ideas de patriotismo, deber, disciplina y cohesión que han
adquirido en el Ejército; para generalizar en el seno de la ciudadanía esas ideas capitales en la
concepción de la defensa nacional. La colaboración que al respecto pueden prestar los
licenciados, se obtiene enseñándoles que deben contribuir por todos los medios a la instrucción
militar de los ciudadanos, cuando así lo dispongan las autoridades militares.
A pesar de todo, el sistema de la Nación en Armas tiene detractores que claman por el
Ejército profesional. Pero la historia les da el más profundo matiz, pues los ejércitos nacionales
siempre han vencido a los profesionales. Es posible vencer a un ejército, a un partido, a una
dinastía, pero a una Nación en Armas sólo se vence cuando ésta no quiere luchar.
El soldado ciudadano aporta al ejército, desde el punto de vista moral y físico, todo el
esplendor de la juventud, sus creencias y sus ilusiones; se entrega sin restricciones cuando se le
invoca el nombre sagrado de la patria y no pide al término de su servicio más recompensa que un
certificado de buena conducta. El profesional, en cambio, todo lo hace a base de cálculo,
combate cuando y como quiere, es escéptico e incapaz de sentir fuertes emociones patrióticas.
105
El órgano de la fuerza nacional de un país es el ejército, cuya función es la de preservar
la existencia de la nación y de poner la fuerza al servicio de sus ideales y objetivos.
Los objetivos de las naciones morales son también morales y buscan la justicia y la
humanidad. Los pueblos inferiores no conocen más satisfacción que la de sus apetitos, se recrean
en el abuso de la fuerza y creen encontrar la gloria en el desmembramiento o humillación de las
naciones vecinas, en el placer de demostrar su vigor anexándose porciones territoriales,
arrancándolas a Otros pueblos. Una nación puede emplear sus fuerzas, es decir su ejército tanto
para alcanzar un fin injusto e inhumano, como para lograr un objetivo digno y moral. Pero en
cualquiera de los casos, al ejército sólo le toca encargarse del acto de fuerza, sin entrar a analizar
si los organismos directivos se exceden en sus funciones y embarcan a la nación en empresas
injustas. El ejército entra en acción cuando se ha declarado la lucha; no actúa sino durante la
lucha y para luchar, cuand6 se ha cerrado toda discusión y está comprometida la vida nacional.
FI Ejército no tiene más que cumplir su función de organismo de fuerza los más perfectamente
posible, y su honor y su Ley moral consisten en hacer hasta lo imposible, para destruir al
adversario. En este momento termina el papel del Ejército. Corresponde a los órganos directivos
de la Nación usar de la victoria alcanzada con justicia y moderación, no abusar de ella para
satisfacer los apetitos brutales que inspiraron la guerra. El Ejército no es responsable de la
honorabilidad, ni de los móviles d3 la lucha, ni de la justicia y humanidad de las condiciones que
el vencedor impone al vencido. Así saldría de su papel y se sustituiría al organismo de dirección
causando los más graves desórdenes si pretendiera convertirse en juez de las intenciones de país
y de la lucha. Es al organismo directivo a quien corresponde desenvainar la espada y dar por
iniciado el combate. Cruzados los aceros, el Ejército debe servirse de la fuerza con vigor, des-
treza y coraje, con espíritu de completa abnegación hacia la Patria. En estas condiciones, su
honor queda a salvo aunque la lucha sea injusta o aunque la nación haga mal uso de la victoria
alcanzada. La nación confiere al Ejército el carácter mandatario para representarla en la lucha; le
entrega su bandera para que la haga flamear frente al enemigo y darle convicción de que la patria
siempre está presente en los combates y en el esfuerzo de sus hijos. Si el ejército rinde o abate su
Bandera, reconoce que entre sus débiles brazos se ha quebrantado la voluntad nacional y está a
merced del adversario.
Durante la lucha, el Ejército no tiene obligación para con el adversario; es el único juez
de su conducta y se inspira, únicamente, en su honor propio. Las consideraciones que guarda a
los seres indefensos no las tiene para congraciarse con el enemigo, sino porque lo imponen su
honor y el respeto de sí mismo. La razón de ser del Ejército, su papel natural, su Ley, la
condición esencial de su existencia, es que debe emplear en caso necesario con la máxima
energía, cualesquiera que sean los móviles que guían a la nación al entrar a la guerra. Es decir, la
función del Ejército consiste en un deber absoluto para la nación en todos los casos. La Ley
moral del Ejército en la guerra es el honor militar colectivo que constituye el secreto de sus
fuerzas y le da confianza para hacer los esfuerzos necesarios al cumplimiento de su función
nacional. Los sentimientos que dan esta seguridad son: Consagración absoluta a la nación, coraje
y respeto de sí mismo. Estos sentimientos forman el Honor Nacional, única Ley moral que
admite el empleo de la fuerza.
106
el cumplimiento de ese deber tenga utilidad, es necesario que tenga una estructura orgánica, que
se preste a la transmisión de las ideas e impulsiones necesarias, y que el deber pueda expresarse
bajo una forma positiva, apropiada al espíritu y a la constitución material del Ejército. La
organización que permite a la masa pasar del deber a la acción consiste en la Jerarquía, cuyo
funcionamiento descansa en el principio de la subordinación.
La forma en que el Ejército cumple su deber, es por medio de la disciplina. El concepto
ideal del deber nacional tiene una gran importancia de por sí, pero como su cumplimiento está
confiado a una gran colectividad, es menester dar a esta una organización y presentarle la idea
del deber en forma práctica y accesible, que no quede en estado de una fuerza lenta, vaga, difusa
y absolutamente ineficaz. Por con siguiente, la disciplina no es sino el deber militar hecho
práctico en el Ejército bajo la forma jerárquica necesaria y expresado en reglas positivas cuyo
cumplimiento esta garantizado con las respectivas sanciones.
Jerarquía y Subordinación son dos términos solidarios, puesto que la primera
organización formal del Ejército que permite la transmisión de las impulsiones desde el
Comando hasta sus más pequeñas ramificaciones, y la segunda denota el principio que asegura el
cumplimiento de la transmisión. Por consiguiente, la frase subordinación jerárquica expresa el
concepto definido de la organización militar.
La subordinación se traduce en autoridad del superior para mandar y en sumisión del
inferior para obedecer. Todo acto jerárquico es un acto de subordinación que a su vez comprende
una acción de mando y otra de obediencia. La misión del Ejército puede expresarse del modo
siguiente:
La nación es un ser orgánico colectivo con personalidad propia y no una suma de
individuos. En el cuerpo nacional existen varios órganos para llenar distintas funciones, siendo el
Ejército el encargado de la lucha armada; y como esta es esencial para la nación, tiene para el
ejército y para cada uno de sus componentes el carácter de un deber absoluto, el ejército no es
responsable sino del acto de fuerza propiamente dicho, y no de los móviles o consecuencias de la
guerra; su papel consiste en habérselas con el adversario; su única obligación, su única Ley
moral durante la lucha, es su propio honor, es decir El Honor Nacional.
El Ejército es una colectividad orgánica, porque en el estado de masa inorgánica no
podría llenar su papel. Su organización es una estructura jerárquica en el cual la autoridad y la
función se subdividen en ramas subordinadas cada vez más pequeñas. En esta organización
vertebrada toca a la masa ejecutar el acto de fuerza. En cada rama funciona un organismo
jerárquico que debe transmitir sus propias impulsiones a las ramas subordinadas; ya sea por
acción propia y espontánea motivada por el conocimiento que tiene de su función, o bien por la
impulsión que recibe de su superior. Es claro que, si los elementos subordinados son de escaso
valor, precisa la acción continua y persistente del superior. A la inversa, cuando los elementos
individuales conocen su función a cabalidad, esta degenera y se vuelve importante cuando los
superiores, por su continua intervención, los reduce a meros instrumentos de transmisión.
Si el comando actúa bajo la inspiración del deber común, llena cumplidamente su
función; pero si procede movido por otra idea, su misión se perturba y falsea; en resumen, el
Ejército tiene el deber absoluto de estar listo para la guerra y no puede negarse a cumplirlo sin
traicionar a la nación. Por consiguiente, cada uno de los elementos que lo integran tiene el deber
de asegurar sus funciones en el límite de sus atribuciones. El cumplimiento del deber según el
grado de la jerarquía puede asumir la forma de un comando o de una obediencia. Pero en ambos
casos está caracterizado por la acción personal, inmediata y espontánea de los elementos
subordinados. Estos factores son desiguales en alcance y en consecuencia, y sin embargo son
idénticos en su origen, naturaleza y dignidad. Saber obedecer y saber mandar, son indispensables
en todos los escalones de la jerarquía. La función general del Ejército se cumple repartiéndola en
107
misiones colectivas o individuales, proporcionadas al grado de cada uno. El cumplimiento de la
misión individual es una obligación moral que se manifiesta bajo dos aspectos: La obligación de
mandar y la obligación de obedecer. Ambas son manifestaciones casi idénticas del deber militar.
En efecto, comandar es proceder bajo la inspiración directa de los principios,
interpretados por la voz del Jefe. La diferencia entre los dos conceptos es apenas sensible si se
considera cada uno de los actos en si; y sólo se acentúa en la aplicación a casos concretos, en que
el Jefe tiene el justificado derecho y el obligado deber de velar porque prevalezca una
interpretación personal de los principios que norman la conducta de todos. Sin embargo, tiene
que mantenerse dentro de los límites de su función orgánica y no usurpar la de su inferior.
Para que el organismo militar funcione es indispensable cumplir la obligación de
obedecer y de mandar. Retroceder delante de un acto de mando por cuestiones de orden personal,
es tan denigrante como esquivar un acto de obediencia. La subordinación no sólo implica
obediencia, sino que establece la c9laboración entre el superior y el inferior; esto es, la
coordinación jerarquizada de los deberes particulares en que se divide el deber común, tanto de
arriba hacia abajo como inversamente. Al Jefe y al subordinado se les llama superior o inferior
porque la jerarquía es una escala que asciende de grado en grado. Pero como la fatuidad personal
es uno de los mayores enemigos del deber militar, es necesario no olvidar que los inferiores
jerárquicos no son seres inferiores; que cada uno obedece al mandar y manda al obedecer; que el
valor profesional de un militar no se mide por la función que desempeña, sino por la manera de
cumplirla; que la obediencia en muchos casos es mayor al mando, y que la obediencia, el mando,
la sumisión y la autoridad, son una misma función bajo aspectos ligeramente distintos.
108
otras profesiones o manifestaciones de carácter social. Sometidos a un mismo plan, los reclutas
de las diversas capas sociales, van acercándose y fusionándose en un conjunto armónico, que a
su vez se traduce en un afianzamiento de la democracia.
Al pasar por el servicio militar los jóvenes reciben una educación basada en el más
riguroso concepto de patriotismo, dignidad y energía. Su cuerpo y su espíritu,
mancomunadamente, se harán vigorosos al adaptarse a la vida militar y por la virtud
m6ralizadora de una disciplina/determinada y bien conducida que, a la vez que difunde
sentimientos nobles como el cumplimiento del deber hasta el sacrificio, crea hábitos plausibles
como la puntualidad, la higiene y la economía. Al dejar el Ejército, el adolescente regresa
humanizado y susceptible de poner en luego todas las aptitudes que antes sólo poseía en
potencia, entrando todavía joven en la madurez de la vida, habiéndose convertido de golpe en
soldado y en hombre, aportando al seno de la masa popular una vivificación de las energías
morales ciudadanas, que se afirma entonces con más énfasis porque lo aprendió por los reclutas
durante su vida militar tiene caracteres perdurables.
Por supuesto, la homogeneidad y la mayor solidez de las reservas alcanzan su máxima
expresión cuando pasa bajo banderas la totalidad la población masculina, prestando el servicio
activo por el tiempo fijado por la Ley y asistiendo a los períodos de llamamientos extraordinarios
las reservas. Tal cosa no sucede entre nosotros; de manera que, como se le ha visto, se impone así
la intensificación de la educación militar de los contingentes llamados a las filas, haciendo más
preponderante la acción de los Oficiales,
Al ser decretada la movilización, todos los hombres válidos, movilizables, reservistas y
territoriales, se convierten en soldados y abandonan su familia, profesiones e intereses, en
cumplimiento del mayor de los deberes cívicos; y al marchar a la frontera para defender los
intereses de la colectividad, tienen que pensar forzosamente en todo lo que dejan atrás de sí. Pero
en cumplimiento de tal sacrificio, el ciudadano convertido en soldado, pone mayor empeño y
abriga mayor fe en si, si cuenta con la eficiencia moral e intelectual del cuerpo de Oficiales. De
aquí nace la Obligación que estos tienen de desarrollar su propia instrucción técnica y de
alcanzar una gran autoridad moral.
109
las fuerzas del Ejército, pero no para crear fuerzas morales y de acción, que son inherentes a las
masas. En un ejército desmoralizado, la organización no es sino una estructura frágil; la
estrategia y la técnica nada pueden hacer porque sólo las energías morales son capaces de acción
potente; el comando es una maquinaria que se disloca al primer choque. En un ejército así, todo
se desvía, se falsea y se pierde en la inercia, el egoísmo y los apetitos individuales. Si bien hay
casos en que es necesaria una voluntad que desde lo alto obligue la realización de un acto
determinado, ello no quiere decir que el Jefe puede suponer que la obediencia y la subordinación
se le prestan los inferiores por temor a los medios coercitivos o de presión. Tampoco el
subalterno puede pensar que su deber se reduce a esperar y obedecer la impulsión autoritaria del
Jefe. En todos los escalones de la jerarquía, es la conciencia que tiene cada uno de los deberes y
atribuciones que le conciernen en la obra común, lo que mueve las voluntades y las inteligencias
individuales a actuar en el sentido indicado.
Y es principalmente el cuerpo de Oficiales, el elemento constitutivo que a manera de
reservorio de fuerzas vitales o de foco de vida del Ejército, está siempre latente en todos los
puntos del organismo militar. Cada Oficial tiene la misión de penetrar en la masa y hacerla actuar
en el sentido del deber general. Del valor del cuerpo de oficiales, de su cohesión y de su
conciencia cabal del deber, depende la fuerza vital del Ejército.
Esta fuerza vital no la crea la transmisión jerárquica de las órdenes superiores, pues así
le faltarían la necesaria inteligencia, iniciativa y consagración que deben animar la acción militar.
La solidez y la energía del comando sólo se concibe y asegura por el desarrollo de la actividad
intelectual y moral de los Oficiales, cuando se da a estos la ocasión y los medios de ejercitar la
actividad que les corresponde. Y es justamente en el campo de batalla donde esas actividades se
desenvuelven por excelencia, pudiendo afirmarse que ellas constituyen la esencia misma del
comando.
Sólo por medio de las energías locales repartidas dentro del Ejército, esto es, de los
Oficiales y clases, puede el Jefe actuar sobre unidades y hombres empeñados en el combate,
cuando, por la misma acción de los proyectiles enemigos, la tropa se disgrega y se excita en
escenas tumultuosas y los superiores caen, no siéndoles posible hacer frente a todos los
enemigos, a todos los peligros, dando órdenes en toda dirección. Es en estos momentos críticos
cuando el Oficial es el único hombre que sabe siempre donde está el deber común y el que está
en todas partes para mostrarlo a sus subordinados.
En todas las circunstancias de la guerra, es preciso que las acciones y reacciones del
ejército se produzcan inmediatamente, en contacto con el enemigo, por medio de la energía que
hay en potencia en el momento y lugar afectados. Dicha energía es la conciencia perfecta, clara y
activa del deber militar, que es menester ejercitar en todo tiempo para estar seguro de contar con
ella en el campo de batalla.
110
el soldado consideraba la vida militar no como un deber sino corno un oficio, haciéndosele la
vida de guarnición insoportable por la rutina de los ejercicios y la disciplina rigurosa a que estaba
sometido; anhelaba la guerra para salir de esa atmósfera deprimente; en la guerra demostraba
indiscutible valentía y desprecio del peligro; el soldado al licenciarse se convertía en un civil con
ideas de casta no compartidos por los suyos, estimando que había saldado la deuda con la nación
al terminar su servicio, pues ya no había disposición legal alguna para que se le llamara de nuevo
a filas.
En el Ejército nacional, los efectivos son siempre crecidos y no se estima jamás
exagerados, pues todos los ciudadanos válidos se convierten en soldados; para la defensa
nacional se cuenta ante todo con las reservas; la nación se ve así defendida por sí misma; el
soldado es tenido como un ser que forma parte de la sociedad nacional, pues durante su
permanencia en filas, que dura el tiempo indispensable no se le exige el olvido de los 5uyos, ni
de su profesión e intereses, considerándose antes bien, que estos factores contribuyen a
afianzarlo en el cumplimiento de sus deberes militares, convirtiéndose así en buen soldado, sin
dejar de ser ciudadano; el soldado, lejos de ser hombre de armas exclusivamente, pasa la mayor
parte de su vida dedicada a actividades profesionales civiles; en la guerra defiende a su país por
convicción, puesto que así ve defendida la familia y sus intereses; al ser licenciado del servicio
activo vuelve a asumir su papel en la sociedad civil, pero estando aún durante largos años a la
disposición de la nación para los períodos de instrucción, o en caso de movilización, pues
permanece siendo soldado en receso hasta el limite de edad fijado por la Ley.
111
ningún motivo puede calificarse de ociosidad; y, si algunas ideas extrañas al buen servicio,
pueden acudir a su cerebro, ellas sólo se refieren, seguramente, recuerdo de sus seres queridos,
que él ha sabido abandonar en la casa, en la aldea o en la ciudad, para acudir al llamado de la
patria. Pero esas críticas, aún con ser perniciosas, no tienen el carácter demoledor de la prédica
antimilitarista propiamente dicha, que tiende unas veces a impulsar al soldado hacia la deserción
de las filas, en nombre de un ideal de paz que no está de acuerdo con las realidades nacionales de
cada país y llevan otras veces a propagar la falta de obediencias a los superiores. La propaganda
contra estos y contra la disciplina se hace antes de la entrada de los reclutas al ejercicio y aún
dentro de los mismos cuarteles; y aunque entre nosotros no ha producido gran efecto, es
necesario estar prevenidos para el futuro.
Las ideas antimilitares no sólo se extienden en el seno de las clases proletarias, sino
hasta en los círculos intelectuales, lo que se hace mucho más peligroso, pues estos son
generalmente hábiles propagandistas que explotan la ignorancia de las masas, haciendo perder a
los ciudadanos la noción de patria y alejándose del cumplimiento de los deberes que imponen su
defensa. Hay pensadores que predican la paz a toda costa y que es inútil que las naciones se
preparen para la guerra. Si bien es cierto que el mayor enemigo de la humanidad y de su propio
país es el demagogo de la guerra, también lo es que otro tanto puede decirse de los demagogos
de la paz. Cuando una nación o un individuo pueden trabajar por la paz, faltan al deber no
procediendo en tal sentido; pero si la guerra es necesaria y justa, el hombre y la nación que
vacilen en recurrir a ella, se hacen culpables de traición a sus propios derechos.
Los pacifistas ultra avanzados ven la paz en la supresión de la patria, en la renuncia al
ideal nacional y en repudio al servicio militar. Pero, ciudadanos de un país digno, proclaman con
orgullo que el patriotismo es un sentimiento tan natural y necesario como el amor a la familia.
Existen otros elementos antimilitaristas que, aún de naturaleza pasiva, tratan de impedir, como
los activos, que el Ejército llegue a adquirir las cualidades morales necesarias para alcanzar la
victoria; tales elementos pasivos, derrotistas se refugian en las clases adineradas y aristocráticas,
que ven en el Ejército la cristalización de la más pura democracia. A unos y a otros, sin embargo,
la ciudadanía debe oponer la valía inatacable de su patriotismo intenso, y el Oficial, en particular,
su espíritu de sacrificio en aras del deber.
CAPITULO XI
LA EDUCACION MORAL
112
en el Ejército, es incompleta si no marcha paralelamente o está basada en la educación
moral. Esta necesidad de la educación moral del soldado está contemplada en todos los
reglamentos vigentes y es tan vieja como la existencia de los ejércitos. En todo tiempo se ha
dicho que la fuerza moral está sobre la fuerza física; que la instrucción técnica del soldado no es
la más difícil de las tareas del Oficial; que las evoluciones y el manejo de armas que se enseñan
al recluta son muy necesarias, pero que no basta para convertirlo en soldado; que este se forma
por el sentimiento de la disciplina, el respeto a sus superiores, la confianza en sí mismo y en
sus camaradas y la emulación de las nobles acciones. La historia militar prueba que los
factores más importantes del éxito son los factores morales, tales como el sentimiento del
deber, el patriotismo y la confianza en los jefes y que la disciplina es eficaz en medio de los
peligros de la guerra.
El Ejército es la gran escuela del país, en cuyo seno los sucesivos contingentes
adquieren sentimientos de patriotismo, de disciplina y de honor. El ciudadano recibe en él una
educación viril que ejerce a la postré una gran influencia sobre sus destinos, elevando así el
nivel moral de los hombres y de la sociedad.
En el tiempo que el Oficial emplea en enseñar a los soldados el manejo de las armas, la
fortificación, el servicio interior, el de guarnición y otras materias, está seguramente bien
empleado; pero el tiempo consagrado a la educación moral, que hace nacer en el espíritu la idea
del sacrificio y de la abnegación, tiene una importancia que se mide por minutos pues la
principal misión del Oficial es el desarrollo de las fuerzas morales
Ante todo, el Oficial tiene que enseñar al soldado la razón del deber militar y el
porqué de la pesada obligación del deber militar en la paz, de los sacrificios que se le exigen
en campaña, de la necesidad de obediencia la disciplina y elevación de sentimientos de
patriotismo y solidaridad La importancia de esta labor crece a medida que disminuye la duración
del servicio y que el adelanto del país lleva al Ejército elemento más leídos o imbuidos de ideas
más o menos disolventes, pues el ciudadano de hoy quiere saber por qué debe arriesgar su vida
y obedecer a sus jefes, creyendo que le será más fácil cumplir estos deberes cuando conozca las
razones de su necesidad.
Otra causa que hace necesaria la educación moral es la diversidad de procedimientos de
combate, basados en el desarrollo de las fuerzas morales, individuales y colectivas, que obligan
al soldado, aislado y lejos de sus jefes a combatir forzando su propio instinto de conservación;
esto es reemplazando la cohesión física, constituida por las formaciones densas de antes, con la
cohesión moral, que permite orientar las energías dispersas hacia el fin común. La educación
moral permite que el soldado encuentre en su patriotismo no sólo la inteligencia y la iniciativa
que reclama 1< guerra moderna, si no también la valentía y la voluntad para afrontar el peligro,
aún con riesgo de su vida. En Particular, en el soldado proveniente de los contingentes
campesinos, hay que desarrollar la conciencia del sacrificio y del heroísmo, el espíritu de
solidaridad, el sentimiento de ayuda sus conciudadanos como si se tratara de sí mismo, y que si
falta a su deber, pone en peligro a la nación entera. Esta labor, de su yo difícil, corresponde por
igual a los padres de familia, a los maestros y a los oficiales El deber que tiene el Oficial es más
imperioso si se considera que las virtudes en que descansa la fuerza moral del Ejército y de la
nación, son combatidas por teorizantes ilusos que sueñan con la paz perpetua y predican
que el cumplimiento del Servicio Militar es una carga para el pueblo
113
este bien es obligatorio.
El ser humano, vive, siente y piensa; considera un bien todo lo que hace la vida más
intensa, más amplia y más variada. El bien es real cuando lo perciben realmente las facultades,
Ejemplos: La salud, la amistad, la ciencia. El bien es ideal cuando sólo se le concibe por
analogía o generalización del bien real; Ejemplos: la inmortalidad, el amor infinito, la ciencia
absoluta. Cada vez que el hombre considera el bien, piensa simultáneamente en la necesidad y el
deber de cumplirlo. La idea del deber, desarrollada por la educación y la civilización, se
convierte en un sentimiento y en una inclinación.
La primera etapa en el individuo y en la colectividad a gobierna el instinto; viene luego
el imperio de la razón, la educación y civilización que transforman en hábito el cumplimiento
del deber. En cuanto a la voluntad, formada y desarrolla por la educación individual y
colectiva, se pone primero al servicio del instinto y sucesivamente al de la razón y la
inclinación al bien. Esta evolución del sentimiento del bien se transmite al individuo por medio
de la educación y a los pueblos por medio de la civilización.
El sentimiento del deber es una cuestión de orden social, porque no es posible concebir
al hombre aislado sino en relación con los demás seres de su misma especie, es decir, en
sociedad; y esta, para asegurarse las mejores condiciones de vida en común, ha establecido
sanciones para los que desconocen sus deberes o se resisten a cumplirlos. Hay preceptos de
moral que no figuran en leyes escritas, pero que no son menos obligatorios, como las costumbres
morales, para cuya infracción no existe pena Y esta falta de sanción es la que justamente da a
tales costumbres un carácter más elevado, que las coloca por encima de la legalidad.
114
alcoholismo (falta de temperancia) es un peligro social porque degenera la raza; el trabajo
propende al engrandecimiento económico del país. Esos mismos deberes guardan entre sí
estrechas relaciones de reciprocidad. Así, la temperancia implica el juego de la razón para
apreciar el buen camino y de la voluntad para resistir a las pasiones.
115
la colectividad considerada como personalidad moral.
Respecto de los deberes para con los demás miembros de la colectividad, son los
mismos de que ya he hablado; esto es, los de justicia, fraternidad y solidaridad; pero en este caso
son más precisos e imperiosos. El hombre moral comprende teóricamente que sus iguales
necesitan gozar de la mayor suma de bienestar y reconoce que debe a sus antecesores gran parte
de la libertad, civilización y comodidades que disfruta. Estos conceptos dan una idea clara sobre
el deber de ayuda mutua que tiene para con su coheredero en la unidad material, intelectual y
moral que es la patria.
Pero no basta al hombre tener noción clara de los deberes para con la colectividad; es
indispensable que haga lo posible para llevarlos a la práctica, estando listos para cumplirlos en
todo momento. A cada paso se le presentan ocasiones para hacerlo, ya sea que se trate de los
miembros de la familia, de la patria o de otras colectividades de que forma parte.
No es necesario establecer una escala jerárquica para cumplir los deberes con las
colectividades, ni cultivarlos exquisitamente en particular: todo hombre que ha comprendido sus
deberes de fraternidad, justicia y solidaridad, los llenará en toda constancia y bajo cualquier
forma que se le presenten; el buen hijo será buen ciudadano y lo será en la forma más amplia de
la palabra. Podría decirse que, de manera general, son siempre los mismos individuos los que
cumplen sus deberes, y siempre los mismos, también, quienes no los cumplen. Los deberes para
con la colectividad considerada como persona moral consisten, según la constitución de dicha
colectividad en salvaguardar la existencia de esta. La humanidad, considerada totalmente, no es
una persona moral puesto que su constitución no esta ajustada a ninguna regla, ni lo estará
nunca; no tiene necesidades propias y especificas, y no se puede concebir una personalidad
moral sin relaciones externas. Por consiguiente, el hombre no tiene deberes para con la
humanidad considerada como, persona moral: sólo tiene deberes para con todo ser humano.
Entre todas las colectividades que constituyen persona moral, la familia y la patria tienen un
carácter más personal y vital.
La familia desempeña un papel social civilizador; asegura el crecimiento de la raza y
la educación de los hijos, por medio de la cual transmite a estos la riqueza intelectual y moral de
las generaciones precedentes; es la base de la solidaridad hereditaria, y permite la civilización y
el progreso de la humanidad por medio del adelanto individual.
La organización civil de la familia la protege contra aquellos cuya educación moral es
insuficiente; es necesario, por lo tanto, respetar las leyes que la rigen que, en suma, no tienen
más objeto que consagrar una evolución que quizás es contraria al instinto físico, pero que está
conforme con el progreso de la humanidad y que es susceptible de aumentar por la educación
moral. Así, son respetables las leyes que establecen la monogamia y el matrimonio, pues hacen
de la familia un organismo educador por excelencia, valiéndose de la razón; dando origen a
efectos más puros e imperecederos, desarrollando los sentimientos que constituyen la verdadera
célula social.
116
idioma, de religión, de costumbres y de intereses, que crean una solidaridad más definida y más
imperiosa. Pero lo que constituye la verdadera cohesión de todos estos elementos es la
comunidad de sentimientos y de voluntades que da a la patria la organización del Estado, pues
este le confiere una personalidad, gracias a la cual las generaciones venideras se enlazan con las
que pasaron, aprovechan de sus trabajos, sufren sus errores, continúan sus proyectos y terminan
las reformas proyectadas. Todo esto forma la tradición nacional, lazo consistente entre los
ciudadanos, independientes de la constitución política, que hace de la patria una personalidad
original que se desarrolla y se afirma en toda circunstancia. Cada nación así constituida
comprende la vida a su manera, busca el progreso en el sentido que se adapta a su propio carácter
y aprovecha él progreso alcanzado por otras naciones. Así, cada una aporta su contribución al
adelanto general de la humanidad, que se beneficia con la diversidad de actividades, con la
emulación que impulsa todos los esfuerzos. Pero la patria exige numerosos deberes, tales como
el respeto a las leyes, la defensa nacional, la contribución a los gastos públicos, el sufragio, etc.
El respeto y obediencia a las leyes es un deber esencial cuyo abandono conduce a la
anarquía y la destrucción nacional; no se puede considerar; siquiera, si la Ley es justa o
injusta, porque por perfecta que sea, siempre es susceptible de ser considerada mala por un
individuo o grupo de individuos; es necesario admitir la legalidad en conjunto, sin distinción de
ninguna especie, puesto que las leyes son la expresión de la voluntad nacional, principalmente en
los países democráticos.
Las naciones son indispensables al progreso; cada una tiene su carácter propio, y
además, deberes y derechos con relación a las demás tales como son los de conservación, justicia
y fraternidad. Para cumplir esos deberes y ejercer esos derechos, es natural que toda nación exija
el concurso de todos los ciudadanos que aprovechan sus instituciones. Esta es una carga táctica
que asume cada ciudadano sin compromiso previo, por el sólo hecho de su nacimiento. La
existencia nacional impone que este contrato no esté sujeto a la voluntad explícita de los
contratantes. En fin, en una democracia, en la que cada ciudadano goza de los derechos esen-
ciales del hombre, esa obligación asume mayores proporciones por la fusión absoluta que en
todos produce el sentimiento de la dignidad de la patria es la dignidad del ciudadano. Esto es lo
que dicta la razón, pero se hace mucho más comprensible y más profundo cuando en su
consideración interviene también el patriotismo, que es el lenguaje del sentimiento.
El patriotismo es un hecho que nadie puede negar; que anima a todos, aún a los que
pretenden que no es necesario para llevar la vida con dignidad. En efecto, cada hombre ama
instintivamente a su patria, simplemente porque es suya. Pero no todos ponen en el patriotismo la
misma fuerza de actividad y de sacrificio, variando, en muchos casos, su intensidad según las
características de la época.
El amor a la patria no se traduce forzosamente por el odio hacia las otras naciones,
como algunos pretenden. El verdadero patriotismo no consiste en la suma de odios, de
prejuicios y de antipatías por otros pueblos. Consiste, al contrario, en todas las verdades, las
facultades y derechos que cada pueblo mantiene como su patrimonio espiritual o material; en el
ansia constante de superación en todos los órdenes de la vida; en el orgullo de tener una
tradición y una historia que denotan la grandeza de alma de los antepasados; en la firme
voluntad de hacer todo esfuerzo por conservar el patrimonio nacional y por impulsar todas las
fuerzas que tienden al engrandecimiento del país que nos da la vida, la cultura y los pliegues
protectores de su bandera. La defensa nacional se apoya en el raciocinio y en el sentimiento, que
se funden en un profundo, intenso e inextinguible amor por la patria. Este amor es la finalidad
suprema de la educación moral y exige grandes sacrificios, puesto que durante la paz obliga a
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sacrificar intereses con la prestación del servicio militar, y, durante la guerra, impone el sacrificio
de la vida misma.
CAPITULO XII
118
parecen no tener relación entre sí, cuando en realidad se compenetran y reaccionan
constantemente unas sobre otras. Hay quienes consideran la educación física desligada por
completo de la educación intelectual y se imaginan que ésta nada tiene que ver con la educación
moral. En casi todos los programas de instrucción se ve que estas cuestiones se separan y se les
consagra horas diferentes, olvidando que, principalmente, la educación moral es de necesidad
permanente y por tanto inseparable de cualquier actividad militar. El entrenamiento del soldado
debe dirigirse a la voluntad y a los músculos, para desarrollar al mismo tiempo el vigor moral y
la resistencia física. Así, las formas particulares de la voluntad que se llaman la resistencia a la
fatiga y el desprecio al peligro, se adquieren gracias al entrenamiento físico al desafiar la
intemperie, dormir sobre el suelo duro, hacer largos recorridos, producir en el organismo
esfuerzos violentos y continuos, adquirir el dominio del cuerpo por medio de la voluntad.
La educación, la instrucción y el entrenamiento son, pues, el resultado del trabajo diario
y están ligados entre sí, pues hasta en los más simples ejercicios se presentan ocasiones de
señalar al soldado la necesidad del coraje, del esfuerzo y de la disciplina. La camaradería, la
consagración al deber y el sacrificio, se ponen en práctica principalmente en la instrucción de
combate, porque si así no acontece, se trabaja en el vacío.
El Oficial debe poner en juego todos sus recursos profesionales para que en cualquier
ejercicio, en cualquier academia, en cualquier acto, ya sea en el cuartel o fuera de éste, relacione
los problemas exclusivamente técnicos con los esencialmente morales, siempre con la idea fija
de formar soldados inteligentes y enérgicos, capaces hasta de reemplazar a sus superiores en caso
de que estos caigan en el campo de Batalla. La buena instrucción de las tropas es el mejor medio
de inculcarles la voluntad de vencer. Sólo los espíritus superficiales no conciben que todo acto
rutinario o de servicio pueda ser aprovechado para educar mejor al soldado. Precisamente, la
educación de la tropa es más fructífera cuando se hace objetivamente que cuando se realiza en
forma de teorías sujetas a un horario fijo.
La instrucción técnica tiene un objetivo material inmediato que debe ser verificado por
la animación que incita al soldado a afrontar las pruebas y peligros de la guerra. El hombre debe
comprender que todas las enseñanzas y procedimientos de instrucción son necesarios para la
guerra y forman un conjunto del cual no puede separarse ninguna de las partes.
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entrenamiento, siendo propiamente una manifestación del instinto de conservación social.
El sentimiento que da más valor al corazón del soldado es el patriotismo; el campo
donde lo desarrolla es el de batalla. Sin embargo, se hace también labor educativa al instruir,
porque pone en juego la voluntad, la energía y otras facultades que perfeccionan el espíritu. Por
otra parte, todo hombre que quiere ser útil a la patria, necesita instrucción complementada con
educación. La educación tiene muchos puntos de contacto con la instrucción, pero no llegan a
confundirse. La instrucción esta dirigida al cerebro, mientras que la educación debe llegar al
corazón, al alma, para despertarla y moverla por ideas nobles y elevadas.
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conciencia y se apreste a cambiar sus métodos de educación, tratando de conocer a los jóvenes
reclutas, juzgados a veces por las apariencias y con precipitación. Quizá conociéndolos mejor, el
Oficial puede encontrar muy pronto el remedio a los males de que son víctimas.
Las condiciones de vida, tanto en la familia como en la nación, han cambiado, mientras
que los métodos educativos permanecen inalterables. Hay ahora una crisis de autoridad que
presenta un doble aspecto, a saber:
Individualismo y aversión a la autoridad, que se manifiestan por horror a los
reglamentos y desconfianza en los Jefes; y por otra parte, profundo apego al orden y a la
imposición de autoridad. Hay que conciliar, por lo tanto, estos aspectos tan divergentes y darles
en conjunto una orientación que marque rumbos al verdadero educador.
La autoridad proviene del desarrollo de la facultad analítica del hombre que ha
comenzado por sacudir el polvo a los viejos dioses protectores de la disciplina. En algunas partes
se ha perdido mucho el respeto y se ha introducido la costumbre de decir No. Ante hechos tan
fehacientes, todo educador debe buscar las causas naturales y combatirlas con todas sus fuerzas.
Jóvenes no controlados por sus padres en sus tendencias y costumbres, que no han
conocido la mano firme para corregir sus primeros desvíos; que muchas veces a muy corta edad
han asumido las obligaciones de Jefes de familia; que han tenido malos ejemplos; que están ani-
mados de ciertos sentimientos de superioridad sobre la generación precedente, se rebelan a
someterse al rigor de la disciplina militar y gozan al demostrar que ya no son como los buenos
muchachos de antes; en una palabra, tratan de quebrantar la autoridad de los superiores. Si se
estableciera cierta intimidad permisible y cierta comunidad de sentimientos entre el Oficial y los
hombres que están bajo sus órdenes, se podría obtener de estos la lealtad en todas sus acciones.
Así seria fructífera la educación, porque el soldado comprendería que el Oficial y los clases no
actúan sin razones y quieren realmente su bienestar y la gloria y progreso de la nación. En estos
términos, es necesaria la confianza y el Oficial debe inspirarla. Al efecto, es de advertir que
muchas veces el recluta estima que no se confía en él, se siente herido al ver que se le quiere
conducir sin conocerlo y comienza a rebelarse interiormente: este es el primer aspecto de la crisis
de la autoridad.
El segundo aspecto es una consecuencia del primero, porque los individualismos tratan
de agruparse rápidamente y concluyen por establecer la lucha de clases, que es la reacción
obligada e inmediata producida por aquellos excesos.
Analizando 1os dos tipos de soldados nacionales; se ve que ninguno de ellos es
indisciplinado. El de las poblaciones importantes es espiritualmente inquieto y llega en muchos
casos a extralimitarse en la confianza que se le otorga, pero siente la necesidad de ser
comprendido por sus superiores y le gusta ver que estos son enérgicos y firmes. El campesino es
humilde y desconfiado, necesita ser tratado con cariño y rectitud, pero también le agrada sentirse
bajo la autoridad de un superior enérgico y sagaz. De manera que ambos, aunque de
características diferentes, coinciden en la facilidad con que aceptan la disciplina y la autoridad
del Oficial. Uno quiere la autoridad libremente aceptada, le gusta entregarse por su voluntad y le
desagrada que lo obliguen a someterse. Otro desea verse protegido por una fuerza que lo guíe, lo
ampare y lo conduzca al éxito.
La crisis de autoridad entre nosotros no se produciría casi nunca por la tendencia
individual del hombre, sino por la influencia indirecta de las nuevas ideas que agitan al mundo.
Puede también producirse por la falta de comprensión de la tarea que tiene el Oficial como
educador. Este debe tener presente que el valor de la educación no depende únicamente de los
principios, sino muy principalmente de las condiciones del educador. La nueva generación, a
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medida que avanza la desanalfabetización, es cada vez más individualista; por consiguiente, la
lógica impone que la educación sea también una obra individual y personal. EI Oficial debe,
pues, ganar el corazón de cada uno de sus hombres por medio de la instrucción y la educación,
poniendo de manifiesto sus buenas cualidades personales, sus ideales, sus energías, en una
palabra, su personalidad entera. Así obtendrá por el entusiasmo provocado lo que antes
alcanzaban con la imposición ciega.
Nadie conquista sino lo que merece conquistar. Al Oficial se le entrega en cada recluta
un ser moldeable, al que debe transformar no ya por los medios caducos, ni por aplicación de
sanciones, sino comunicándole animación, impulsándolo a su perfeccionamiento, moral, físico o
intelectual, para que ponga voluntad en el cumplimiento de su deber, fuerza, para ir hasta donde
este lo empuje y capacidad para escoger el mejor camino que lo lleve al éxito.
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aprende aún en horas, principalmente si debe servirse de ella al día siguiente. En tiempo de paz,
casi siempre el hombre está predispuesto en forma permanente al optimismo o al permiso; pero
en tiempo de guerra, su estado espiritual puede cambiar de un momento a otro según que reciba
buenas o malas noticias de su hogar o del frente de batalla.
Como todas las facultades humanas, el sentimiento se desarrolla con el ejercicio, para lo
cual es necesario provocar emociones diversas, ya sea por sensación directa, por representación
estética o por la práctica de ritos.
Nada es tan elocuente como el espectáculo de la realidad; de allí que sea necesario
provocaría a cada paso para que el soldado reciba impresiones duraderas. Pero como el Oficial
no tiene siempre la posibilidad de materializar la realidad, tiene que valerse de ciertos medios
como: la lectura, la recitación, el cine y otros, para provocar en el soldado sentimientos
patrióticos y guerreros. El empleo del rito como procedimiento educativo se justifica por la ley
sicológica que tiende a relacionar el estado de conciencia con las actitudes corporales.
Pero las ideas y los sentimientos no constituyen sino tendencias actuar, siendo necesario
el concurso de la voluntad para llevarlas a 1£ práctica. La educación de la voluntad debe
proseguir toda la vida. Particularmente para el militar, la voluntad es una cualidad superior. En
efecto, no basta tener grandes concepciones si falta la voluntad para ejecutar lo proyectado sin
desfallecimientos ni tibiezas. La inteligencia influye menos en el éxito que la voluntad obstinada,
a pesar del sufrimiento físico y de las torturas morales. Pero la fuerza de voluntad no se adquiere
de golpe; hay que entrenarse cuidadosamente en la acción para llegar a adquirirla.
La base de la educación de la voluntad es el conocimiento de sí mismo. FI hombre debe
examinar su conciencia frecuentemente, con toda franqueza e imparcialidad, para dedicarse con
valentía y constancia a combatir y vencer sus defectos. Es necesario desafiar las impulsiones del
espíritu, confiando además en que la inteligencia ayuda a tomar decisiones acertadas por medio
de maduras reflexiones. El militar debe tener confianza en sí sin llegar a la presunción. El
conjunto de los sentimientos de un hombre y de su fuerza de voluntad constituye su carácter.
Este se modifica según ciertos factores inconscientes, como los instintos; Orgánicos como la
edad, la raza, el clima, las condiciones de vida, las enfermedades. El carácter es, puede decirse,
el resumen de los hábitos de un individuo. El hombre tiene poca acción sobre los factores
hereditarios, los instintos, los hábitos adquiridos por la vida social y su primera educación; pero
puede modificar su carácter adquiriendo hábitos nuevos.
El hábito juega un papel muy importante en la educación, principalmente en la
educación de la voluntad. Por eso la educación más firme es la que cada hombre se da a sí
mismo, adquiriendo buenos hábitos. La mejor escuela de la voluntad la forman los hechos
menudos que la vida ofrece a diario al individuo para que éste se perfeccione.
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un buen estado de salud general.
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por consiguiente, el comandante de esta debe Utilizar sus cuadros aprovechando sus aptitudes de
la mejor manera; buscando clases apropiados para tal o cual instrucción, o cuyo carácter se preste
más a la primera aclimatación física y moral. Después, hay que proceder a una nueva
reagrupación de los hombres conforme a la especialidad correspondiente.
Todo instructor queda obligado a obtener de sus subordinados los mejores resultados en
calidad y cantidad; principalmente poniendo en juego la noble emulación de los individuos. Hay
que tener en cada acción buenos tiradores, buenos ametralladores, buenos corredores, hombres
de confianza para determinadas circunstancias. El instructor debe saber lo que quiere, pero con
energía, método y según una progresión racional. Es necesario querer sólo lo posible; no
desgastar la energía en detalles sino en asuntos graves. La progresión del trabajo no es tangible,
pudiendo producirse retrasos o adelantos según el tiempo, la temperatura, el desarrollo de la
instrucción civil, etc. La progresión es una guía para el trabajo y no una cadena que esclaviza.
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