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Lectura 1 - El Trabajo en La Antigüedad PDF
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¿En qué radica el carácter revolucionario de esa lenta transformación? En primer lugar,
como ya adelantamos, las sociedades paleolíticas dependían de la caza, la pesca y la recolección,
actividades básicamente depredadoras. La agricultura, en cambio, significó la emergencia de
sociedades ocupadas en la producción de los bienes que consumían.
Asociado con ello, tuvo lugar el tránsito desde el nomadismo al sedentarismo de las
nacientes sociedades campesinas. Ello se debía a que, mientras la actividad cazadora requería
efectuar continuos desplazamientos, las tareas agrícolas exigían permanencias más prolongadas
en un mismo lugar. Aunque es probable que, en un primer momento tras el descubrimiento de la
agricultura, los grupos humanos desarrollaran un modo de vida que combinaba nomadismo con
sedentarismo estacional, poco a poco el sedentarismo se fue convirtiendo en el patrón de
asentamiento generalizado.
Surgieron asimismo, actividades asociadas con el trabajo agrícola, como la alfarería y más
adelante la metalurgia. Si bien los grupos neolíticos fabricaban sus propios utensilios, la
sofisticación lograda en las sociedades agrícolas era mucho mayor.
Por último, incluso las creencias religiosas sufrieron el impacto de las nuevas formas de
vida. Dado que el desempeño de la cosecha dependía en gran medida del comportamiento de
fuerzas de la naturaleza que los seres humanos, además de no controlar, ni siquiera
comprendían, estos comenzaron a rendir culto a divinidades asociadas al proceso agrícola. El
surgimiento de divinidades que representaban a la lluvia, la tierra o la fertilidad, debe ser explicado
en este contexto.
Al margen de los grandes ríos que proporcionaban regadío, se fueron formando las
primeras ciudades estado. Eran los casos de río Nilo en Egipto, el Tigris y el Eufrates en la
Mesopotamia asiática (actual Irak), el Indo y el Ganges en la India. El poder dentro de estas
incipientes formas de organización política se distribuía entre el palacio y el templo.
Luego de una primera etapa de autonomía, la conquista militar permitió que algunas de
estas ciudades estado sometieran a otras, dando origen a reinos más extensos. En un segundo
momento, la guerra de conquista condujo a la formación de imperios, si bien no en todos los casos
se trató de formaciones políticas duraderas, pues conspiraciones y rebeliones obstaculizaban
permanentemente las posibilidades de alcanzar estabilidad.
Tanto la economía de las ciudades estado como la de los imperios, dependía la producción
del mundo rural. En ese mundo rural predominaban, en un primer momento y en algunos casos
durante mucho tiempo, formas de trabajo dependientes de la colaboración familiar de los
campesinos. Se aprecia, de este modo, una significativa línea de continuidad con las primeras
etapas que siguieron al descubrimiento de la agricultura.
Estos campesinos estaban obligados a pagar tributos para el sostenimiento del palacio y
del templo que de este modo se apropiaban de los excedentes de la producción agrícola. A
cambio de ello, palacio y templo garantizaban la defensa ante posibles invasiones de pueblos
vecinos, la organización del culto y del almacenamiento de cosechas y la realización de obras
públicas necesarias para aprovechar mejor los recursos que ofrecía la naturaleza.
Era el origen de la desigualdad social pues mientras algunos grupos sociales trabajaban en
función de garantizar la subsistencia, otros quedaban liberados de la producción primaria. Esa
desigualdad alcanzaría niveles mucho mayores cuando la esclavitud desplaza a las comunidades
familiares como principal forma de organización del trabajo agrícola.
El paso de los siglos fue introduciendo una radical transformación en la organización del
trabajo agrícola. Ello tuvo lugar, paulatinamente, cuando las comunidades familiares fueron
progresivamente sustituidas por el recurso a la esclavitud. Se trataba de una institución
preexistente, pues su origen coincide, prácticamente, con el origen de la guerra a partir de las
posibilidades de capturar prisioneros y, en lugar de matarlos, obligarlos a trabajar para un amo.
Sin embargo, durante siglos el trabajo esclavo había sido marginal en el cultivo de la tierra; se lo
utilizaba, fundamentalmente, para las grandes obras públicas organizadas desde el poder político.
Una vez convertida en la forma predominante de trabajo en el campo, la esclavitud fue uno
de los rasgos característicos más relevantes de la actividad productiva en la Grecia clásica y en el
Imperio Romano. Más allá de significativas continuidades, como la persistencia de un dinámico
mundo urbano sostenido desde la producción de las áreas rurales, ese tránsito permite oponer
dos realidades altamente diferentes. Una de ellas estaba fundada en el trabajo familiar. La otra
dependía de la organización de tareas compulsivas a cargo de esclavos.
La esclavitud marcó, de ese modo, la historia de la última etapa del mundo antiguo. Cabe
tomar como ejemplo el caso del Imperio Romano donde, al igual que en el resto del mundo
antiguo, el sistema productivo estaba basado en las actividades rurales. De los excedentes
Dos factores se combinaban para llegar a esa problemática situación. En primer lugar, las
miserables condiciones de vida de los esclavos no constituía el mejor escenario para el
crecimiento vegetativo de la población rural. En segundo lugar predominaba la separación de los
sexos. Al respecto, la mayoría de quienes trabajaban en el campo eran hombres. Las esclavas
mujeres, además de ser muchas menos que los hombres, se reservaban para trabajos domésticos
en las ciudades, en donde residían los propietarios rurales.
Esa necesitad permanente de recurrir a la guerra constituyó, sin embargo, una fuente de
inestabilidad que también adquirió carácter permanente. Tal inestabilidad alcanzó sus
dimensiones más dramáticas durante los últimos siglos del Imperio Romano. Sin pretender arribar
a explicaciones monocausales, cabe señalar que la crisis, decadencia y posterior destrucción del
Imperio Romano reconoce una significativa dimensión vinculada con los límites de la producción
esclavista, de la cual dependía en gran medida el edificio del imperio al constituir la base de la
economía, tanto en materia abastecimiento de alimentos a la población urbana como en lo relativo
a las posibilidades de acumular riqueza y poder por parte de los grupos dominantes.
Puede apreciarse, como veremos en otros pasajes de la asignatura, que los diferentes
modelos productivos generalmente dan respuesta a problemas que sus modelos precedentes no
lograban resolver, pero suelen dejar cabos sueltos que anticipan posteriores crisis, en muchos
casos terminales. El sistema esclavista fue la base de una sociedad dinámica pues liberó de la
producción primaria a grandes contingentes de personas que pudieron dedicarse a otras
actividades. Aunque el surgimiento de grupos sociales exceptuados de las tareas agrícolas era
anterior al nacimiento de las economías esclavistas, las dimensiones de este logro eran
impensables en una economía fundada en el trabajo de comunidades domésticas familiares. Sin
embargo, el sistema esclavista presentaba debilidades que, tarde o temprano, conducirían a su
propia crisis.
Cabe preguntarse, ahora, cómo era la interacción entre la realidad del trabajo,
precedentemente analizada, con las percepciones predominantes acerca del trabajo en las
sociedades antiguas.
En nuestro análisis, fundado en los aportes efectuados por el sociólogo chileno Martín
Hopenhayn, tomaremos como punto de partida la organización del trabajo en aquellas etapas
anteriores a la generalización de la esclavitud como forma dominante en las tareas agrícolas. Se
trataba, como ya analizamos, de economías domésticas basadas en el trabajo colectivo de las
comunidades familiares, incluidos mujeres y niños que tenían a cargo parte de las
responsabilidades productivas.
“La desvalorización del trabajo manual en la Grecia clásica (ver el siguiente apartado) contrasta con su
exaltación en los textos sagrados de pueblos que vivieron en el Medio Oriente y cuya existencia data de antes
de la era cristiana. Una posible explicación es que la división del trabajo que desarrolló la civilización helénica
no tuvo paralelo entre los caldeos o hebreos, cuya existencia se mantuvo ligada a las actividades agrícolas y
cuya modalidad social no trascendió el ámbito del clan familiar o de pequeña comunidad. Esta diferencia
respecto de la sociedad griega contribuyó también a que consideraran el trabajo desde una óptica distinta. La
producción comunitaria constituyó la base para una estructura social y de relaciones humanas menos compleja
que la sociedad de clases propia de la Atenas del siglo V a. C. Es natural que grupos humanos que convivían y
aseguraban su subsistencia en el trabajo agrícola, generaran otro pensamiento político. Y en la medida en que
vivieron y se alimentaron del fruto de su propio trabajo, difícilmente llegaron a despreciar el trabajo manual.”
(Hopenhayn, M.: Repensar el trabajo. Buenos Aires: Grupo Editorial Norma, p. 41)
“es cierto que el trabajo encarnó aquí, como en los griegos, un destino fatal. Pero esta fatalidad se justificó
porque a través de ella se superaba el reino “caído” por causa del pecado original. El trabajo era un
medio para producir pero también para redimir. En tanto castigo, poseía carga negativa, pero como expiación
tuvo sentido positivo…” (Hopenhayn, M.: Repensar el trabajo. Buenos Aires: Grupo Editorial Norma, p. 44)
Una concepción ambivalente (que incluía aspectos positivos y negativos) acerca del
trabajo, era introducida en el pensamiento hebreo a partir de la cosmovisión religiosa
predominante y ello complejizaba los efectos del sistema productivo familiar sobre el pensamiento
en torno al trabajo. Entre los pensadores de la Grecia clásica, en cambio, no habría tales
ambivalencias en las opiniones sobre el trabajo, considerado como una actividad propia de los
grupos inferiores.
En Grecia fue temprana, tal como se aprecia en los poemas homéricos, la emergencia de
un ideal aristocrático que distinguía a los guerreros, depositarios del honor, de quienes trabajaban
la tierra, si bien en la figura de Ulises coexistía el ideal de ese honor guerrero con el de la astucia
de comerciantes y piratas, dos profesiones escasamente diferenciadas entre sí en la Grecia
arcaica.
“En una cultura que asombra por el desarrollo de su reflexión intelectual, como fue la de la Grecia clásica, no
ha de extrañar la pobreza de su reflexión sobre el trabajo. La base material de la polis griega fue el esclavismo,
pilar sobre el cual aseguró su permanencia...” (Hopenhayn, M.: Repensar el trabajo. Buenos Aires: Grupo
Editorial Norma, p. 29.)
Más aún, aunque muchos de los principales aportes de los pensadores griegos fueron
consecuencia de una preocupación central, mucho mayor que en otras civilizaciones antiguas, por
el hombre y por el mundo, también sorprende que esa preocupación no estuviera vinculada con la
aplicación práctica, ni tampoco con el “dominio del mundo”, como sí lo estaría muchos siglos más
tarde, desde la época del Renacimiento.
La clave explicativa de la situación planteada se encuentra, según Hopenhayn, en la
asimilación, en la cultura de la Grecia clásica, entre el trabajo manual y el mundo de los esclavos.
Desde la perspectiva de este autor
“…la valoración peyorativa que nació del desprecio por los esclavos se extendió a toda la fuerza de trabajo
empleada en tareas manuales: quien brega con la naturaleza para vencer, mediante su trabajo, las resistencias
que un material le impone, y en esa lucha debe renunciar a la pura contemplación, y se extravía en los afanes
de su cuerpo y en los imperativos de su supervivencia, se ve impedido de llevar una vida libre y de poseer un
conocimiento verdadero de la realidad.” (Hopenhayn, M.: Repensar el trabajo. Buenos Aires: Grupo Editorial
Norma, p. 32)
En el contexto del imperio romano, sociedad esclavista, el impacto del cristianismo amerita
un tratamiento especial. A diferencia de la cosmovisión de los hebreos, quienes se consideraban a
sí mismos como el pueblo elegido, el cristianismo introdujo un pensamiento religioso portador de
un mensaje de salvación universal, extensible a todos los pueblos del mundo. Al respecto
Hopenhayn asevera que:
“el cristianismo primitivo conservó, en lo que respecta a la noción de trabajo, la ambivalencia hebrea y la visión
del trabajo como castigo impuesto al hombre por Dios a causa del pecado original. Pero le asignó un nuevo
valor, aunque siempre en tanto medio para un fin virtuoso: el trabajo, para el cristiano, no sólo se destinaba a la
subsistencia sino sobre todo a producir bienes que pudieran compartirse fraternalmente. Si se utilizan los frutos
del trabajo para la práctica de la caridad, el trabajo mismo se convierte en actividad virtuosa. En el carácter
moral atribuido al trabajo el cristianismo primitivo difiere de la concepción hebrea, pero mantiene el rasgo de
medio para un fin moral.” (Hopenhayn, M.: Repensar el trabajo. Buenos Aires: Grupo Editorial Norma, p. 52)
A partir de una estricta y explícita diferenciación entre “lo que es del César y lo que es de
Dios”, es decir entre lo terrenal y lo espiritual, los cristianos no cuestionaron el poder temporal del
Imperio Romano. Tampoco objetaron la presencia de considerables asimetrías sociales, la
principal de las cuales era la esclavitud, que cimentaban el edificio político y económico del
imperio.
Sin embargo, los cristianos eran portadores de un mensaje religioso cuyo destinatario era
la humanidad entera. Ello generaría, de modo inevitable, fuertes sacudones en una sociedad
fundada en una radical distinción de estatus entre las personas, tan radical que incluso
consideraba a algunos individuos como propietarios de pleno derecho del tiempo y la vida de otros
individuos. En ese contexto, el mensaje de los primeros cristianos contenía un ingrediente
altamente subversivo de las jerarquías del imperio y de su modelo productivo. En torno a esta
cuestión, Hopenhayn sostiene que
“…El universalismo del mensaje de Cristo era incompatible con la esclavitud” (…) “La solidaridad genérica y la
igualdad de todos ante Dios exige valorar indistintamente a todos los hombres y a todos los trabajos” (…) “Una
oposición abierta se desató entre los aspectos espirituales de la nueva religión y las cuestiones materiales
que dividían al imperio.” (Hopenhayn, M.: Repensar el trabajo. Buenos Aires: Grupo Editorial Norma, pp. 51-52)
Todo ello contribuye a explicar tanto las persecuciones sufridas por los primeros cristianos,
como los efectos disruptivos y desestructurantes que, en el largo plazo, ejerció la nueva religión
sobre la sociedad imperial.
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