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Tristeza y Aflicción en La Primera Infancia y en La Niñez (Mahler) PDF
Tristeza y Aflicción en La Primera Infancia y en La Niñez (Mahler) PDF
CAPITULO XV
Existe una notable laguna en nuestros conocimientos sobre las relaciones entre lo que Spitz
(1946) caracterizó como "depresiones anaclíticas" y otros cuadros psicóticos de la primera infancia.
Mientras que las depresiones anaclíticas se dan en la segunda mitad del primer año de vida, las otras
afecciones psicóticas pueden tener o no sus antecedentes en el primer año de vida; de cualquier
manera, se desarrollan definidamente durante la fase de separación-individuación del desarrollo
normal, es decir, desde los cinco a los trece meses.
Según Spitz, la depresión anaclítica equivale a la "paratímia primaria", que fue descrita por
Abraham (1924) como el prototipo infantil de una psicosis depresiva posterior. Para Spitz se trata de una
psicosis, aunque, debido a la inmadurez del aparato psíquico, los signos y síntomas difieren de los que se
manifiestan en las psicosis de la vida posterior. Sostiene que en la segunda mitad del primer año de vida
el yo está lo suficientemente organizado como para controlar la motilidad y expresar afectos negativos y
positivos. Una perturbación extrema en estas funciones yódicas podría, pues, considerarse psicótica. Los
signos principales de la depresión anaclítica en los niños observados por Spitz eran una expresión y una
postura de abatimiento y disgusto por toda motilidad.
Estamos todos de acuerdo en que el agente etiológico cardinal en este síndrome, así como en
otras formas de psicosis infantil, es la pérdida objetal sufrida por esos pequeños. En relación con esto,
Spitz explica que después de los seis meses un niño puede buscar la presencia de un adulto y que los
pequeños que han sufrido una pérdida objetal intentan recobrar el perdido mundo objetal, de la misma
manera en que lo hacen los adultos. En la primera infancia esto supone encontrar un objeto sustituto.
Los niños del establecimiento que estudió Spitz no tenían muchas oportunidades de encontrar un objeto
sustituto, porque en realidad eran muy escasos los quo había allí para encontrar.
Intervino además otro importante factor etiológico, que no podemos permitirnos minimizar: estos niños
con depresión anaclítica se vieron privados de cuidados maternos durante la segunda mitad del primer
año de vida. Esa es para mí la fase simbiótica del desarrollo, y considero que la relación entre el hijo y la madre
que satisface necesidades durante ese periodo es un requisito para que se produzca el desarrollo normal. En
artículos anteriores (véanse los cáps. VI, VII, IX y X) expuse mis conceptos de las fases evolutivas -las
fases de autismo normal, simbiosis normal y separación-individuación- que constituyen el núcleo de mi
formulación de la psicosis infantil.
En esa fase crepuscular de la vida temprana que Freud llamó de narcisismo primario, el bebé da
pocas señales de ser capaz de percibir algo más que su propio cuerpo. Parece vivir en un mundo de
estímulos internos. Las primeras semanas de vida extrauterina se caracterizan por lo que Ferenczi (1913)
llamó el estadio de realización alucinatoria del deseo. Mientras que el sistema enteroceptivo funciona
desde el nacimiento, el sistema perceptivo consciente, el sensorio, no está todavía catectizado. Esta
falta de catexia sensorial periférica sólo gradualmente es reemplazada por la percepción, especialmente
la percepción a distancia, del mundo exterior. Esta primera fase de vida extrauterina, que puede
considerarse una fase autística normal de la unidad madre-hijo, da paso a la fase simbiótica
propiamente dicha (a partir del segundo mes de vida). En los períodos en que está despierto y siente
hambre, el bebé de tres o cuatro meses parece percibir, por lo menos transitoriamente, la Gestalt de
esa pequeña parte de la realidad exterior representada por el pecho, el rostro y las manos de la madre,
es decir, lo que el niño percibe como los servicios que le prodiga la madre.
Deseo hacer hincapié en que la simbiosis normal implica una compleja interacción entre el bebé
y la madre. La Gestalt de los servicios maternos es un componente de la Gestalt de la compañera
simbiótica y tiene una cualidad afectiva en alto grado libidinizada. Esta fase de desarrollo se caracteriza
por la específica respuesta sonriente que provoca el objeto simbiótico y por la angustia y el temor entre
extraños que el bebé muestra alrededor de los ocho meses (Spitz, 1950 b). Nunca podrá exagerarse la
importancia de estas respuestas. También haré notar que aunque el desarrollo que conduce del autismo
normal a la simbiosis normal se verifica dentro de la matriz de las secuencias de gratificación y
frustración orales en la situación de crianza normal, ese desarrollo depende de la satisfacción de la
necesidad (y es sinónimo de ella) sólo en un sentido muy amplio. Este desarrollo comprende mucho más
que la satisfacción de las necesidades orales y otras necesidades vegetativas. El yo primitivo parece
poseer una pasmosa capacidad para absorber y sintetizar complejas imágenes objetales sin efectos
adversos, y en ocasiones hasta con provecho. De esta manera, la Gestalt de la niñera, cuya función
puede quedar relegada a la de atender la satisfacción de necesidades inmediatas, es sintetizada con la
Gestalt de la madre, que acaso sólo sea accesible como un yo exterior adicional o transitorio. Y es
realmente impresionante el hecho de que aunque la madre intervenga poco en los cuidados materiales
del bebé, su imagen parece atraer tanta catexia que a menudo, aunque no siempre, llega a ser la
representación objetal cardinal. Este importantísimo fenómeno se menciona rara vez en la bibliografía y,
que yo sepa, nunca fue investigado en un estudio sistemático. En esta dirección, el artículo de Freud
sobre Leonardo (1910 a) y el que publicó Helene Deutsch con el título “A Two-Year-Old's First Lave
Comes to Grief” (1919) son clásicos que inducen a reflexionar.
Si bien las representaciones del objeto simbiótico son extremadamente complejas durante esta
decisiva fase de desarrollo y si bien la Gestalt del objeto que satisface necesidades y de los servicios que
éste prodiga es en alto grado específica, parece que el niño sólo tiene una oscura conciencia de las
fronteras del sí-mismo como algo distinto de las fronteras del "objeto simbiótico". Durante la fase
simbiótica el pequeño se comporta y funciona como si él y su madre fueran un omnipotente sistema
(una unidad dual) dotado de una frontera común (una membrana simbiótica, por así decido).
En general, suponemos que en los últimos tramos de la fase simbiótica el narcisismo primario
declina y gradualmente cede su lugar al narcisismo secundario. El pequeño toma su propio cuerpo y el
de la madre como el objeto de su narcisismo secundario. Sin embargo, el concepto de narcisismo sigue
siendo algún tanto oscuro en la teoría y en el uso psicoanalíticos a menos que pongamos suficiente
énfasis en las vicisitudes de la pulsión agresiva.
Durante el curso del desarrollo normal, diversos sistemas de protección defienden el cuerpo del
niño de las presiones orales sádicas que comienzan a constituir una potencial amenaza a la integridad
corporal a partir del cuarto mes (Hoffer, 1950 a). La barrera del dolor es uno de esos sistemas. Además,
Hoffer (1950 b) hizo especial hincapié en que la adecuada libidinización del cuerpo, en el seno de la
relación madre-hijo, es importante para que se desarrolle la imagen del cuerpo.
Sólo cuando el cuerpo llega a ser el objeto del narcisismo secundario del pequeño, por obra de
los amorosos cuidados de la madre, el objeto exterior resulta elegible para la identificación. Para citar a
Hoffer (1950 a), desde los tres o cuatro meses "el narcisismo primario ya se ha modificado, pero el
mundo de los objetos no ha tomado aún necesariamente una forma definida", La identificación permite
al niño separarse gradualmente de la madre y dejada fuera de la hasta entonces "omnipotente órbita
común" al catectizar las "fronteras del sí-mismo" (pág. 159).
La simbiosis normal prepara el camino hacia la fase de separación-individuación, la cual se
superpone a la fase simbiótica y luego la reemplaza. Como resultado del ímpetu madurativo que se
registra durante el segundo año de vida, el pequeño normal alcanza un grado de autonomía física
relativamente avanzado. En ese momento, la función yoica autónoma de la locomoción puede constituir
el paradigma más notable de la discrepancia entre el ritmo de maduración y el ritmo de desarrollo de la
personalidad. (1) La locomoción permite al niño separarse físicamente -apartarse de la madre, aunque
puede no estar emocionalmente preparado para ese acto. El niño de dos años adquiere conciencia de su
separación también de muchas otras maneras. Goza de su independencia y persevera con gran
tenacidad en sus intentos de alcanzar dominio. De este modo, el yo utiliza grandes cantidades dé libido
y agresión. Pero, por otro lado, algunos niños reaccionan adversamente a esta recién adquirida
autonomía y se aferran más a la madre. El darse cuenta de que son entidades separadas puede provocar
intensa angustia en pequeños vulnerables, quienes tratan desesperadamente de negar su separación y
luchan contra la absorción por parte de la madre intensificando su oposición a los adultos de su
ambiente. En el Centro de Niños Masters estamos actualmente investigando diversas reacciones de
separación-individuación. (2) Este proyecto de investigación comprende el estudio intensivo de la
interacción entre niños de cuatro a treinta y seis meses y sus madres.
Se lo lleva a cabo en un patio de recreo natural. Allí recogemos, a través de la observación participante y
no participante, material relativo al desarrollo normal, y prestamos particular atención a los pasos
específicos de los varios procesos de desligamiento del objeto simbiótico, sobre los cuales sabemos tan
poco. En un segundo proyecto investigamos a niños psicóticos simbióticos. Este estudio se lleva a cabo
dentro de un marco terapéutico en el cual los niños y sus madres están simultáneamente presentes
(véase el cap. XIII). (3)
El pequeño es capaz de experimentar con las funciones autónomas de su yo, de practicarlas y
gozar de ellas únicamente si la maduración y el desarrollo de la personalidad marchan parejos. El
dominio de estas funciones depara al niño un placer narcisista, secundario, como lo ha señalado
Hendrick (1942). Además, semejantes experiencias lo ayudan ulteriormente a adquirir el sentido de la
identidad individual.
Aquí es evidente, por lo menos desde un punto de vista teórico, que el pequeño no es capaz de
hacer frente a las exigencias de la fase de separación-individuación del desarrollo si no ha sido
satisfactoria la anterior fase simbiótica.
La traumatización más grave durante la fase simbiótica es la sufrida por los niños con depresión
anaclítica, que fueron separados de su principal objeto de amor durante esa fase. Esos niños sufrieron
verdadera pérdida del objeto y no contaron con una madre sustituta. No obstante, si volvían con su
madre y si ello ocurría dentro de un plazo razonable (antes de que el yo hubiera sufrido daños irrepa-
rables) los niños se recobraban. Es interesante especular sobre cuáles sean los mecanismos que
expliquen este notable potencial de recuperación en estos niños anaclíticamente deprimidos.
Hay un hecho que nos deja también perplejos, aunque por otras razones: la anamnesis de los niños con
psicosis autística o simbiótica no indica, o sólo muy raramente, que se haya verificado una separación de
la madre de significativa duración. En la mayor parte de estos casos no hubo una verdadera pérdida del
objeto simbiótico, independientemente de esas breves separaciones que casi todos los niños normales
suelen experimentar durante los primeros dos o tres años de vida. Me refiero a esos traumas de
separación transitoria de la madre debida al nacimiento de un hermano o a la hospitalización de la
madre o del niño. Cuando estos hechos se dan durante la segunda mitad del primer año de vida, y aun
después, durante la fase decisiva de separación-individuación, no hay duda de que el pequeño sufre
considerablemente. Con todo, la mayor parte de los niños pequeños y de los bebés son capaces de
aceptar objetos de amor sustitutos, si éstos resultan accesibles durante la ausencia de la madre.
Parecen capaces de conservar la imagen mental del objeto simbiótico original. Esto les permite obtener
la satisfacción de sus necesidades de una fuente transitoria y sustituta y luego restaurar la imagen
original cuando se opera la reunión.
Dos grupos de bebés en que ahora pienso aguzan aun más esta aparente contradicción en nuestras
formulaciones pronosticas. Se trata de niños que estuvieron sometidos a cambios muy frecuentes de los
objetos (simbióticos) que satisfacen necesidades. Al propio tiempo tenían que afrontar la pérdida
permanente del objeto de amor original: la madre, Me refiero a los niños descritos por Anna Freud y
Sophie Dann (1951) y al grupo estudiado por William Goldfarb (1945). Los niños descritos por Anna
Freud y Sophie Dann habían estado en campos de concentración y habían sido brutalmente separados
de sus madres. No les era posible establecer una relación simbiótica estable con la sucesión de madres
sustitutas que a su vez eran también bruscamente separadas de ellos. Los bebés de los estudios de
William Goldfarb, a los que se refirió Bowlby (1951), habían sido colocados en casas de crianza y eran
transferidos con gran frecuencia de una a otra de esas casas. Sin embargo, en medio de las
circunstancias más adversas, estos niños fueron capaces de obtener provecho de las sustituciones del
maternaje original perdido. Aunque puedan haber pagado el precio de esa pérdida objetal con
trastornos neuróticos, con perturbaciones del carácter o con dificultades psicóticas en la vida posterior,
esos niños nunca cortaron sus lazos con la realidad. Debemos suponer que su yo rudimentario era capaz
de mantener alguna clase de huella mnémica de la satisfacción de sus necesidades llevada a cabo en
otro tiempo por una fuente humana exterior, debemos suponer que continuaba operando algún
vestigio de confiada expectación, que podían integrar cualquier sustituto de cuidados maternos, por
magro que fuera, y que eran capaces de utilizar al máximo los recursos auto eróticos de sus propios
cuerpos y probablemente también de objetos transicionales (Winnicott. 1953). En otras palabras, esos
niños eran capaces de crear para sí una órbita narcisista no deshumanizada.
Aquí es especialmente pertinente la obra (1954) de Edith Jacobson relativa a la capacidad del yo
para crear representaciones mentales del sí-mismo y del mundo objetal, trabajo que complementa la
concepción de Anna Freud (1952 c) y de Heinz Hartmann (1952) según la cual el desarrollo del yo
dependería del objeto libidinal.
Al pasar revista a los casos incluidos en la bibliografía y a las historias clínicas con las que estoy
personalmente familiarizada, encontré muchos ejemplos en los que la relación de la madre con el hijo
era indudablemente muy deficiente. Pero haré notar, sin embargo, que también encontré muchos casos
que indicaban una respuesta emocional razonable por parte de la madre y en los que además el niño
parecía mostrar señales de placentera expectativa respecto de la satisfacción de sus necesidades por
obra del objeto vivo, a lo menos durante los primeros doce o dieciocho meses de su vida. Estoy
pensando en ese grupo de casos de psicosis infantil temprana en los cuales, transitoriamente por lo
menos, se registraba una marcada interacción simbiótica entre la madre y el hijo. Nos desconcierta
además el hecho de que, aunque la mayoría de las veces comprobamos abundante traumatización de la
unidad madre-hijo, hay muchos casos en los cuales esos traumas no alcanzan a justificar ni por el
momento en que se produjeron, ni por su gravedad, ni por su multiplicidad, la pronunciada
fragmentación y regresión del yo de estos niños.
La anterior descripción de las varias categorías de anamnesis nos permite, desde luego, llegar a
ciertas conclusiones sobre la personalidad de las madres de esos niños. Indudablemente hay entre ellas
una buena proporción de personalidades infantiles; también hay personalidades esquizoides y
desapegadas; muchas otras impusieron al bebé sus pretensiones parasitarias simbióticas, lo estimularon
en exceso y luego lo abandonaron bruscamente. Muchas de las madres habían sufrido en alguna medida
depresión de posparto. Pero, en general, nos impresiona el gran número de madres que habrían sido
aceptadas como miembros del amplio grupo de Winnicott de madres normales dedicadas a sus hijos.
Muchas personas experimentadas que trabajan en este campo -por ejemplo, Bender, Despert, Anna
Maenchen y Annemarie Weil- han llegado a la misma conclusión respecto de las llamadas "madres
esquizofrenogénicas”.
De manera que vamos cobrando conciencia cada vez más del enigma que debemos afrontar. Por
un lado, a pesar de los serios daños infligidos a la relación simbiótica madre-hijo, la mayor parte de los
niños progresa sin romper sus lazos con la realidad. Y, por otro lado, niños atípicos cuya traumatización
no fue más profunda, ni en calidad ni en cantidad, rompieron con la realidad y en un proceso de
regresión volvieron a quedar librados a sí mismos, es decir, retornaron al estado autístico.
Evidentemente algún factor desconocido o combinación de factores desconocidos opera aquí.
Creo que en estos casos de psicosis infantil el hecho precipitante cardinal es el colapso de ese "proceso
circular", en alto grado sutil, sobre el que Emmy Sylvester (1947, 1953) llamó la atención: la relación
recíproca que permite a la madre y al hijo emitir y recibir señales en lo que constituye, por decirlo así,
una interreacción compatible y predecible.
Si las señales del niño no llegan a la madre porque aquél es incapaz de emitirlas, o si no son
atendidas porque la madre no tiene la capacidad de reaccionar a ellas, la interreacción circular de
madre-hijo asume un ritmo peligrosamente discordante. Las secuencias de gratificación y frustración
son impredecibles y puede producirse una extremada desorientación en lo tocante a las tensiones
internas frente a la gratificación procedente de una fuente exterior. En tales circunstancias, el niño no
puede desarrollar una capacidad de confiada expectación (Benedek, 1938), una capacidad de confianza
básica (Erikson, 1950), que le permitiría, a partir del tercero o cuarto mes, mantener en suspenso
perturbadores impulsos a provocar una descarga inmediata de las tensiones ... y éste es el primer
requisito de la formación de la estructura del yo.
Otra vicisitud de la fase de la unidad dual primera de madre-hijo (que representa la fase autística
normal del desarrollo) puede deberse al hecho de que se trate al niño como a un ser puramente
vegetativo, en cuyo caso no será capaz de elaborar señales que indiquen sus necesidades. Su hambre
quedará acallada y saciada antes de que el bebé adquiera conciencia de la tensión interna. Además, la
gratificación de las necesidades orales y otras necesidades puramente fisiológicas resultará disociada de
la satisfacción más sutil y completa de esas necesidades humanas que David M. Levy (1937) llamó
hambre de afecto. Quiero decir con esto que no habrá integración de las huellas mnémicas de las
gratificaciones orales y otras gratificaciones puramente fisiológicas con sus acompañantes afectivo s,
esto es, con la compleja Gestalt de los servicios prestados por la madre. En suma, en tales casos el bebé
no tiene ningún incentivo para anticipar la liberación de tensiones por obra de un agente exterior que
satisface necesidades ni posee ningún faro seguro para orientarse en el mundo exterior.
Mientras que el niño primariamente autístico no llega a desarrollar la compleja imagen mental
de la compañera materna simbiótica, hay otros niños, especialmente aquellos que poseen una gran
sensibilidad innata (Bergman y Escalona, 1949) y muy poca tolerancia a la frustración, que parecen
desarrollar la compleja representación del objeto simbiótico y avanzar hacia la fase simbiótica. Sin
embargo, parecen capaces de lograr la homeostasis sólo llevando permanentemente el objeto que
satisface necesidades al medio interior, en el sentido de Hoffer. De ahí que se dé la fijación en la unidad
dual simbiótica y omnipotente sin esa fluidez que corresponde a su forma normal y que debería
preparar el camino para la separación-individuación. En esos casos, la representación mental del objeto
simbiótico está rígida y permanentemente fijada a la' representación primitiva del sí-mismo. Cuando en
el curso de la maduración el yo se encuentra frente al hecho incontrovertible de ser una entidad
separada, las representaciones simbióticas fundidas del sí-mismo y el objeto no permiten el progreso
hacia la individuación. Sobrevienen entonces esas catastróficas reacciones de pánico y cólera que he
caracterizado como típicas del síndrome psicótico simbiótico. Así y todo, ningún organismo puede
tolerar un pánico crónico, y por eso se produce la regresión al autismo secundario y a otros mecanismos
simbióticos primarios y autísticos secundarios, en varias combinaciones. Las secuelas de la pérdida
objetal fueron descritas por muchos autores, entre ellos por Rochlin (1953 a, 1959), Mahler y Elkisch
(cáp. XI), Elkisch y Mahler (cap. XII) y Mahler (cap. X).
En una concepción bastante avanzada, Spitz equiparaba, o por lo menos comparaba, la
depresión anaclítica de la infancia con la melancolía de la edad adulta. Spitz piensa que mientras en la
melancolía la agresión del superyó se vuelve contra el yo, en la depresión anaclítica el superyó es
todavía el objeto externo de amor, cuyo sadismo se vuelve contra el niño.
Sabemos que en la niñez se desconocen los trastornos afectivos sistematizados.
Se ha establecido de manera concluyente que la inmadura estructura de la personalidad del bebé o del
niño mayor no es capaz de producir un estado de depresión como el que se encuentra en los adultos
(Zetzel, 1953, 1960). Pero prevalece en cambio la aflicción como reacción básica del yo. Esto implica que,
apenas el yo emerge de la fase indiferenciada, aparecen los signos miméticos, gestuales y fisiológicos de
la aflicción, aunque en una forma rudimentaria. La aflicción del niño es notablemente breve porque su
yo no puede mantenerse sin adoptar prontas acciones defensivas contra la pérdida del objeto. No
puede sobrevivir durante mucho tiempo en un mundo sin objetos (véase el cap. X). Otros mecanismos
diferentes de la aflicción, como la sustitución, la negación y la represión, prevalecen muy pronto,
combinados en diversas formas. Los niños se recobran de sus transitorias reacciones de duelo, por lo
tanto, con mayor o menor cicatrización.
Edward Bibring (1953) señaló que tanto la angustia como la depresión son reacciones
fundamentales del yo. Creo que es en general válida la definición que da Bibring de depresión,
concebida como la expresión emocional de un estado de impotencia y desamparo, y creo que esa
definición contribuye a hacemos comprender mejor la fluidez y vulnerabilidad del yo durante la fase en
que ya están diferenciadas la oscura imagen del sí-mismo y la representación del objeto simbiótico.
Bibring observa que frecuentes frustraciones de las necesidades del niño pueden movilizar primero
angustia y cólera, pero que si la frustración continúa a pesar de las "señales" emitidas por el niño, la
cólera inicial será reemplazada por sensaciones de agotamiento, impotencia y depresión. Lo que esta
hipótesis destaca no es la frustración oral ni la ulterior fijación oral, sino la sensación de desamparo que
experimenta el niño pequeño (la cual es sentida como un choque) y su fijación a esa sensación.
Freud (1926) hizo la siguiente observación sobre la aflicción:
[El bebé] no es aún capaz de distinguir la ausencia transitoria de la ausencia permanente; cuando no ve
a su madre... se comporta como si nunca fuera a verla de nuevo, y son necesarias repetidas experiencias
consoladoras para que el bebé aprenda a establecer que esas desapariciones de su madre son
generalmente seguidas por reapariciones. La madre promueve ese conocimiento... entregándose con el
hijo al familiar juego de cubrirse el rostro y luego tornar a revelárselo con gran gozo del niño. Con lo que
éste queda capacitado, por así decirlo, para experimentar el anhelo sin caer en la desesperación ...
Posteriormente, reiteradas situaciones en las que se experimentó gratificación convierten a la madre en
el objeto que recibe, cuando surge una necesidad, una intensa catexia, una catexia que podemos llamar
"vehemente" (págs. 118-119).
Podemos definir la aflicción como la reacción específica a la pérdida objetal, y la angustia como la
reacción específica al peligro que entraña dicha pérdida. Esta conexión, esta afinidad entre el estado
afectivo de anhelar y emociones moduladas, filtradas por el yo, como la aflicción y la depresión, fue
subrayada por David Rapaport (1959) en su artículo dedicado a la memoria de Edward Bibring. Esta
reacción afectiva subjetiva, que recuerda la depresión, parece consistir en los niños en un vago darse
cuenta de su impotencia, en la aprensión que experimenta el yo ante la posibilidad de que el objeto
libidinal no acuda en su socorro en momentos de creciente tensión interna. Pero he de hacer notar que
el yo debe estar bastante estructurado para permitir un respiro suficiente a fin de que puedan
movilizarse vestigios de confiada expectación, lo cual implica que el proceso secundario demore la
descarga de la tensión. Sólo si se cumplen estas condiciones es posible, experimentar el afecto subjetivo
del anhelo que, en mi opinión, es un precursor del afecto filtrado por el yo de la tristeza y la aflicción.
Ilustraré la dinámica de este proceso refiriéndome brevemente a las conclusiones a que hemos llegado
en nuestra investigación terapéutica con niños simbióticoso Esta investigación terapéutica aspira a
aumentar la capacidad del niño para restaurar el objeto simbiótico que satisface necesidades; para
crear, por así decido, una representación del objeto bueno. Nos interesó especialmente observar el tono
general de los sentimientos del niño en sus manifestaciones afectivas y estados de ánimo durante este
proceso. Es un hecho bien conocido que las respuestas afectivas del niño psicótico que se ha retirado a
un mundo autístico propio, restringido y confortable, son mínimas a menos que algo venga a trastornar
ese mundo autístico omnipotente y desdiferenciado. De manera que cuando la terapia y el ambiente del
Centro afectan este retiro autístico del niño, se producen reacciones afectivas muy variadas, que van
desde el vagabundeo y la búsqueda incesantes, (5) desde la hiperactividad, la intranquilidad, el enojo y
la irritación, hasta reacciones de pánico abismal, accesos de ira, berrinches, durante los cuales el niño se
golpea la cabeza, se muerde a sí mismo e incurre en otros actos de autoagresión, hasta que llega a un
estado de agotamiento o de extrema apatía. Posteriormente, cuando el niño comienza a recuperar el
objeto simbiótico] a catectizar su representación con libido, observamos estados de ánimo y emociones
más filtrados por el yo. Estas manifestaciones marcan la primera fase del abandono y reemplazo de las
defensas autísticas; marcan también el surgimiento del yo como una estructura funcional de la
personalidad.
Estos procesos pudieron observarse en varios niños. Amy, de tres años y medio, solía entregarse
a actividades estereotipadas y sin objeto, tales como derramar agua o esparcir arena por todas partes.
Era incapaz de concentrarse y parecía mirar a través de las personas. Orinaba y defecaba apenas sentía
la necesidad de esas descargas corporales y de pronto se lanzaba precipitadamente a arrebatar objetos.
El cambio más ínfimo producido en el ambiente le provocaba agudos chillidos o prolongados lamentos.
Amy reaccionaba a las frustraciones, por pequeñas que fueran, con desesperados arrebatos de cólera y
gran hiperactividad.
En el curso de nuestra investigación terapéutica, Amy desarrolló un visible apego por su terapeuta, a la
que usaba del modo más primitivo como una extensión de su propio yo, como un instrumento para
satisfacer necesidades. En concomitancia con este apego se comprobó que Amy retenía sus
excrementos y también lograba mantener en suspenso otras tensiones. En este punto la niña, cuya
conducta había oscilado hasta entonces entre una hiperactividad inquieta y un letárgico agotamiento,
comenzó a exhibir, en el semblante y en los gestos, tristeza y hasta aflicción.
En la vida de la pequeña Lotta, una niña autista que fue remitida a tratamiento a los tres años y
cuatro meses, se registró un dramático episodio. A los cuatro años y medio, después de haber
establecido la niña una relación simbiótica conmigo en el segundo año de tratamiento analítico, la
familia se mudó a un distante suburbio. Como consecuencia de ello, el tratamiento quedó interrumpido
y cambió radicalmente el ambiente inanimado de la pequeña. Tiempo después recibí un llamado
telefónico de su desesperada madre y entonces las visité. Lotta presentaba un aspecto descorazonador
y trágico de extremada aflicción. Evitaba mirarme; parecía rechazar incluso la percepción de mi
presencia, arrastrándose sobre sus asentaderas por el jardín, meciéndose y cubriendo de tierra, que
tomaba con ambas manos, su desgreñada cabecita, gimiendo lastimeramente, pero sin derramar
lágrimas y sin dar muestras de apelar a los seres humanos que la rodeaban. No empleaba ninguna de las
señales que .aprendiera en la terapia y que me habían permitido satisfacer sus necesidades. El lenguaje
de señales, sincrético por naturaleza pero bien libidinizado, suponía confianza y una expectación
placentera. Pero ahora Lotta rechazaba cualquier intento de aproximación por parte mía o de su madre.
No necesito decir que resultó sumamente difícil restablecer el contacto con Lotta cuando reinició el
tratamiento.
El yo de Lotta sufrió un daño psíquico similar, aunque está vez permanente, cuando alrededor de
los seis años fue colocada en un establecimiento que alojaba a niños autistas y con lesiones cerebrales
orgánicas. Irónicamente, Lotta fue colocada allí después de haber alcanzado cierto adelanto en la
terapia y haber adquirido un vocabulario bastante extenso aunque de tipo automático. La madre le
había enseñado ese vocabulario y había sido también capaz de enseñarle ciertas operaciones mentales
automatizadas que eran notables por su complejidad, incluida la lectura. Desgraciadamente Lotta llegó a
un punto muerto en este aprendizaje automático y la madre, preocupada con un nuevo embarazo, no
estaba en condiciones de atender a las necesidades de Lotta, que se manifestaban por un señalamiento
muy deformado y muy delicado. Ambos padres decidieron que "todo era inútil".
La madre de Lotta me escribió una carta en la que me hablaba de la visita que había hecho a
aquel establecimiento. La descripción que daba de Lotta parecía la de un adulto en estado de aguda
melancolía. La niña no hablaba; se limitaba a implorar desesperadamente con sus ojos. Sus movimientos
eran lentos e indiferentes, andaba con paso arrastrado. La madre me informaba que también se negaba
a comer. Lotta fue luego llevada a su casa, donde se la hizo volver a la vida, una vida extremadamente
automatizada y deslibidinizada. La madre logró adiestrada de tal manera que Lotta fue aceptada en la
escuela pública de la comunidad.
Lotta fue de visita a mi consultorio cuando tenía nueve años. Sus respuestas eran automáticas;
no daba señales de reconocerme como persona. Recordaba sincréticamente los más pequeños detalles
del cuarto de juegos y enumeraba, a la manera del proceso primario, todos los objetos que la rodeaban.
Ejecutaba una pasmosa serie de órdenes que indudablemente la madre le había dado de antemano. Por
ejemplo, si yo trataba de decide algo personal, se defendía de sus impulsos agresivos internos recitando
a gritos, con la voz de un vendedor callejero: "Sé siempre cortés"; "Deberías querer a todos los niños";
"Ve al pizarrón"; "Sé hacer divisiones largas, sé deletrear"; "El ascensor te llevará abajo"; "Irás a tu casa";
"Dormirás en tu casa"; Lotta empleaba estas órdenes internalizadas, pero no integradas, para dominar
su angustia y su desconfianza fundamental.
Precisamente experiencias como éstas de Lotta y otras análogas nos impulsaron al doctor Furer y
a mí a elaborar un método terapéutico que permite a la madre intervenir plenamente en el tratamiento,
lo cual la ayuda a prestarse para que su hijo vuelva a experimentar fases de desarrollo omitidas y
deformadas. En este procedimiento terapéutico tripartito el terapeuta sirve como catalizador, agente de
transferencia y amortiguador entre la madre y el hijo. Este enfoque debería impedir las reacciones
catastróficas e irreversibles resultantes de la desintegración de una simbiosis reciente terapéuticamente
impuesta, como la que sobrevino en el caso de Lotta.
En un reciente artículo, David Beres (1960) declaró sucintamente: "Sólo con el desarrollo de la capacidad
para crear representaciones mentales del objeto ausente, el niño progresa desde la respuesta
inmediata, sincrética, afectiva, sensoriomotriz hacia la respuesta diferida, abstracta, conceptualizada,
que es característicamente humana". Esta imagen intrapsíquica, esta representación mental del objeto
simbiótico transitoriamente ausente parece servir como un indispensable catalizador, por cuanto
posibilita que las facultades potencialmente autónomas del yo primitivo se hagan funcionales. Yola
considero la chispa que pone en marcha la capacidad del yo para el afecto humano, los contactos
sociales y el desarrollo emocional.
En los niños psicóticos, el fracaso de las funciones fundamentales del yo - de todas ellas o de muchas de
ellas - puede atribuirse a una de las siguientes causas:
1. la incapacidad del yo' para crear la imagen intrapsíquica relativamente compleja del objeto
simbiótico humano, o
2. la pérdida de una precaria representación mental del objeto simbiótico, que, por estar
excesivamente ligado a la satisfacción de necesidades en el nivel simbiótico parasitario, no
puede evolucionar hacia la constancia objetal y, por lo tanto, no puede afrontar las exigencias de
la fase de separación-individuación.
Todos estamos familiarizados con las secuelas crónicas de estos hechos psíquicos.
Lo que rara vez vemos y lo que rara vez aparece descrito en la bibliografía es el período de aflicción y
duelo que, según creo, precede inevitablemente (y la anuncia) a la completa ruptura psicótica con la
realidad, es decir, el retiro autístico secundario. En este capítulo también traté de mostrar que la tristeza
y la aflicción son los primeros signos de un desarrollo progresivo y parecen ser los acompañantes
obligados del fenómeno por el cual el niño emerge del mundo autístico, carente de vida, en virtud de la
restauración del objeto libidinal.
1. Hartmann, Kris y Loewenstein (1946) introdujeron la útil distinción entre ellos conceptos de
desarrollo y maduración,
2. Este proyecto de investigación fue patrocinado por In Field Foundation y luego fue apoyado por
el Psychoanalytic Research and Development Fund Inc. y por la Taconic Founfation.
3. "La historia natural de la psicosis infantil simbiótica", patrocinada por una subvención de los
Institutos Nacionales de Salud Mental del Departamento de Salud Pública de los Estados Unidos.