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TEMA 54.

- LOS TEATROS NACIONALES DE INGLATERRA Y FRANCIA


EN EL BARROCO. RELACIONES Y DIFERENCIAS CON EL TEATRO
ESPAÑOL.

1.- Orígenes y evolución del teatro europeo barroco.

En la Italia del Renacimiento, sobre todo en Toscana, la gran burguesía


había destinado a las representaciones sacras y ceremonias religiosas
escenificadas grandes cantidades de dinero, y habían exigido a los arquitectos
y mecánicos que inventasen tramoyas cada vez más espectaculares y
complejas. En este tipo de escenografía se puso de moda el drama pastoril,
basado en la lírica bucólica de Virgilio, Horacio, Boccaccio y, especialmente,
la Arcadia, de Sannazaro, género al que pertenecieron algunas de las obras
de aquel periodo, como la Fábula de Orfeo, de Poliziano, la Aminta, de Tasso, o
El pastor Fido, de Guarini. Pero en la misma Italia se percibió que no iba a ser
éste el teatro que pedía el pueblo, de modo que se vio reducido a diferentes
espacios nobiliarios ante el rechazo del público, que no encontraba sus
demandas satisfechas en la escena.

Paralelamente al teatro pastoril, en los inicios de los Siglos de Oro nos


encontramos con dos tendencias teatrales: la humanista y la que continúa la
tradición medieval. El teatro humanista se inserta de lleno en el
Renacimiento, fundándose en la revalorización de la dramaturgia griega,
teniendo como modelos a Aristófanes, Plauto y Terencio en la comedia y, en la
tragedia, a Esquilo, Sófocles, Eurípides y Séneca. Expone un estudio
psicológico de los personajes y una complicación de la intriga que tenía como
fin la crítica regocijada de las costumbres coetáneas.

Por otro lado, La Poética de Aristóteles era poco conocida en el Medievo


a través de unos comentarios de Averroes difundidos en el siglo XII; en 1508
Lorenzo Valla traduce la obra y se propaga de modo masivo en Occidente.
Aristóteles y Horacio aportan una serie de normas teatrales que el teatro
humanista tendrá como base: lo desagradable e inverosímil queda desechado
y la obra se divide en cinco actos. Sin embargo, a pesar de contar con un
fuerte aparato normativo, su índole culta - a veces se escribía sólo en latín -,
su falta de reflejo de los problemas del hombre contemporáneo y el hecho de
que no superara el estadio escrito hizo que no triunfara ni en España ni en
Inglaterra, aunque sí, como veremos, en Francia y, en parte, en Italia.

Por el contrario, el teatro de tradición medieval no tiene en cuenta más


normativa que la dicta la tradición: era el teatro del pueblo y, por tanto, el que
mantiene comercialmente a los autores y a las compañías. De ahí que sea
llamado teatro nacional en muchos países. Suponía la adaptación de la
tradición a los sentires nacionales del público, que en Inglaterra y España
coincide con el pueblo.

2.- El teatro isabelino inglés .

En Inglaterra, como en España, el siglo XVI trajo el conocimiento y el


rechazo del teatro humanista, con la intención de complacer no sólo a una
minoría de hombres cultos, sino a un amplio público popular. De ahí nace el
teatro isabelino, que coincide con el periodo del mismo nombre (1579 - 1660)
y que coincide, en parte, con el reinado de Isabel I (1580 - 1603).

Los continuadores del teatro medieval en el XVI abundarán en la idea de


teatro nacional expuesto anteriormente, como Thomas Kyd, con The Spanish
Tragedy, Robert Greene, autor de dramas como Friar Bacon and Friar
Bungay, y, especialmente, Christopher Marlowe, el mejor de los anteriores a
Shakespeare, con obras maestras como The Tragical History of Doctor
Faustus o The Rich Jew of Malta. Todos ellos tiene en común dos grandes
temas: los asuntos históricos, que exaltaban la grandeza nacional, y los
hechos dramáticos y cómicos extraídos de la vida cotidiana.

Lógicamente, tampoco se respetaban las tres unidades, pues la variedad


de localizaciones y tiempos es general en todos ellos. Con todo, en cuanto a la
unidad de acción, las tramas paralelas no estaban tan desarrolladas como en
España en cuanto se prefería, normalmente, centrar la tensión dramática en
una sola acción, que, a diferencia de la española se desarrollaba en cinco
actos, siguiendo la preceptiva aristotélica, y no en tres como los
condicionantes comerciales de la época distaban en España.

Por otro lado, no sólo no evitaban la aparición de lo desagradable en


escena sino que la crueldad y lo sanguinario fueron atributos diferenciadores
del teatro isabelino. Además, a despecho de las normas aristotélicas,
introducen lo trágico -aquí sí tomado de Séneca, especialmente- y lo cómico
en una misma obra. De modo análogo a España, durante el siglo XV y
comienzos del XVI se dará un auge neopopularizante que lideró el escocés
William Dunbar: partiendo del precedente culto que suponía Chaucer,
recopilan las composiciones tradicionales cantadas, las carols y ballads, que
llenarán de música gran parte del teatro isabelino, parecidamente a lo
sucedido en España con la moda neorromancística reflejada en las canciones
líricas que poblaban las comedias lopescas.

En cuanto al estilo, se siguió una naturalidad llena de ingenio, casando


la tradición renacentista con la gracia y la hondura de los juegos de palabras
-próximos a los conceptos de aquí-; más aún se subraya esta naturalidad si
vemos que Shakespeare consagró el verso blanco para el teatro, hecho que lo
diferencia notablemente de otras tradiciones dramáticas.

Aconteció un extraordinario florecimiento de autores y compañías, que


actuaban tanto ante los próceres como para el público corriente en teatros
construidos. Las representaciones no eran tan fastuosas como las italianas. El
escenario consistía en un tablado dominado por un balcón, o galería, reliquia
de la escena múltiple medieval, a la que dio fama varias escenas de Romeo
and Juliet; además, contaba con el proscenio, para los monólogos y los
exteriores; y el fondo para los interiores. Una sencilla tela servía de fondo, y
el cambio de situación se señalaba con un sencillo elemento indicador: así,
por ejemplo, una rama equivalía a un bosque, o un trono, a un palacio.

La enorme sencillez del decorado dio al texto una importancia


extraordinaria: además, las posibilidades de los dramaturgos se hicieron
infinitas, puesto que no dependían de los cambios de la decoración para situar
épocas o lugares diversos. Es importante señalar que, a diferencia de España,
donde los corrales de comedias eran patios de vecinos habilitados, en Londres
empiezan a construirse edificios específicamente destinados al teatro, como
The Globe, llegando a haber alguno cubierto, como el Blackfriars. Las
características del teatro isabelino las vamos a ver palmariamente
representadas en quien, ya en su tiempo y tras la muerte de Marlowe, se
consideró como su mejor representante: William Shakespeare.

Shakespeare (1564 - 1616) es actor antes de dedicarse al arte de


dramaturgo, hecho que le facultaría para conocer en la práctica los aspectos
teóricos que demandaba el público de su época. Como Lope, fue un escritor
de oficio que conocía a la perfección la obra y gestión de las representaciones
teatrales. Llegó, incluso, a ser empresario de la compañía protegida por el rey
Jacobo VI The King´s Men, desligándose de las actuaciones.

Una de las cualidades más interesantes de Shakespeare es la unión que


consigue entre lo tradicional, que optaba por un maniqueísmo plano y el
análisis de la mentalidad y actitudes de los personajes, más propio del teatro
humanista: no en vano, se le cita en un tratado de la época como equiparable
a Plauto y Séneca. De hecho, hoy quedan muchos de ellos como prototipos de
una pasión o una virtud humanas universales: así Othelo aparece legado a los
celos, Shylock, a la avaricia, Macbeth se identifica con la ambición, Hamlet,
con la indecisión,...

En este sentido se asemeja al proceso de jerarquización de personajes


que llevó a cabo Calderón de la Barca respecto a Lope: aquél, como
Shakespeare, logró nutrir de personalidad psicológica a los personajes
-aunque ésta sea una caracterización externa- centrándose en el conflicto
interno que desarrollan, otorgándole tanta importancia en la obra como a la
propia trama, pero sin que ésta perdiera dinamismo -como ocurrió en la
tragedia francesa, como veremos-.

Los dramas históricos de nuestro autor son extraídos de crónicas


tardomedievales o renacentistas, especialmente de las Chronicles of England,
Scotland and Ireland, de Holinshed (1577): en ellas se desarrollan conflictos
propios del hombre barroco británico, pero, en virtud de la mencionada
individualización de los personajes, logra que éstos trasciendan ampliamente
sus coordenadas espacio-temporales coetáneas. No poco tiene que ver en ello
el uso que hace el inglés de la tragedia. En efecto, toma paralelamente a la
tradición teatral histórica anterior a él la tragedia clásica en un punto clave:
la culpabilidad. Para que haya tragedia tiene que darse un personaje que,
arrastrado por sus pasiones y algo a él sobrenatural, le conduzca a un destino
inexorable; de este modo, como Edipo, su culpabilidad se ve atenuada por su
ignorancia o por la confabulación de las circunstancias: evidentemente, la
moral cristiana de la época tuvo que añadir el concepto de culpa: pongamos
por caso a Macbeth, que, a pesar de ser consciente de su ruina, es percibido
como una víctima de un mundo sobrenatural y de las propias traiciones que
giran a su alrededor.
Las mismas afirmaciones caben para las obras ambientadas en la
Historia Antigua -Titus Andronicus, Anthony and Cleopatra, Pericles,
Coriolanus,...-, mera extensión de sus ideas acerca de la tragedia, donde se
añade el prestigio de los temas tratados, dignificados de antemano por la
tradición.

Algunas de sus historias están ambientadas en Escocia, hecho que se ha


interpretado como un apoyo a la legitimación de la reinante dinastía de los
Estuardo, de origen escocés, hecho que fue uno de los motivos de mayor
controversia en la época. Con ello, se manifiesta que el teatro barroco inglés,
como el español y el francés, mantiene una continua relación de interés mutuo
con la monarquía.

Igualmente, el teatro isabelino tomó, como en España, la tradición de los


novellieri italianos, situando muchas de su obras en la Italia del norte, iniciado
con el gran éxito de The Ducchess of Malf, de John Webster, y que
Shakespeare consolidó en obras como The Merchant of Venice, o Romeo and
Juliet. Tales novelle añadían un componente de lances, pasiones y aventuras
urbanas que pronto obtuvieron la aceptación popular.

En cuanto a las comedias o dramas mitológicos y/o pastoriles, que


tampoco fue el preferido del público español, Shakespeare escribió algunas
obras de esta índole para la corte u otros espacios nobiliarios -así, con Venus
and Adonis, para el conde de Southampton-. No obstante sí aprovecho muchos
de estos personajes para introducirlos en sus comedias fantásticas, como Ariel
y Calibán en The Tempest, hecho que añade un componente fantástico que lo
diferencia de las dramaturgias gala e hispánica.

Hay excelentes dramaturgos contemporáneos suyos. Ben Jonson


descuella en la comedia festiva (p. ej. Volpone), género que también
practicaron en colaboración Francis Beaumont y John Fletcher, en obras como
The Woman Hater; por su parte, John Webster estrena tragedias tan bien
construidas como The White Devil, or Life and Death of Vittoria Corombona.

El cierre de los teatros (de 1640 a 1660) por las presiones del
radicalismo puritano, supuso la desaparición física del teatro isabelino. El
teatro de finales del siglo XVII, tras los cierres, y principios del XVIII se halla
ya bajo la influencia del teatro clasicista francés de Corneille, Racine y
Molière. Entre los trágicos hay que mencionar a Thomas Otway y Thomas
Southerne, y, entre los comediógrafos, a William Wicherley y William
Congreve. Especial importancia tendría hasta bien entrado el XVIII la sátira
de costumbres de la alta sociedad, o Comedy of Manners.

3.- El teatro clasicista francés.

El teatro francés alcanzó el cenit de modo coincidente con el esplendor


político y militar del país, periodo que empezó con el definitivo ocaso del
Imperio español, tras la Paz de los Pirineos, y que abarca los dos últimos
tercios del siglo XVII, época que se llamó, pomposamente, Le Grand Siècle.

En este tiempo, Francia se distinguió en el panorama europeo por haber


sido la nación donde el teatro que arriba describimos como humanista produjo
los mejores frutos y porque París fue el encuentro de dos tradiciones del
teatro tan importantes como la italiana de la Commedia dell´arte y la
francesa. Ya en el siglo XVI aparecieron poéticas que marcarán los cimientos
de la doctrina clasicista, como la Poetique, de Jules Cesar Scaliger, o el Art de
la tragédie, de Jean de la Taille.

Las poéticas francesas adelantan lo que en España florecerá en la


segunda mitad del XVIII: en primer lugar el sometimiento a la razón,
entendida ésta como el pensamiento universal, es decir, aquéllo en que están
de acuerdo todos los hombres y resulta por tanto sensato y, sobre todo,
verosímil; lo racional se opondría en este sentido al capricho o al sentimiento
personal y a lo fantástico, y equivaldría a lo simplemente humano,
prescindiendo de excepciones y gustos particulares. También el estilo evitará
toda artificialidad, exageración o exceso -tan propios de las dramaturgias
española e inglesa- y se limitará a seguir la máxima naturalidad y sencillez de
acuerdo con la elegancia de la norma lingüística cortesana del francés del
Grand Siècle.

Por otro lado, el tema común a todas las producciones de este tiempo es
el estudio del carácter del hombre, ya que así el autor podrá darle a su obra
un valor moral que garantizaba el prodesse horaciano.

Ya en ese siglo, se manifestaron tendencias semejantes a las que


surgieron en Inglaterra y España pero sin el desarrollo de estos países: el
teatro de tradición medieval se había transformado, en tiempos de la Reforma
en un evento tan polémico que Francisco I acabó por prohibir las
representaciones sacras, que eran las más representadas en aquel tiempo. Al
margen de un teatro popular de plazas públicas representados por actores
saltimbanquis, malabaristas,... la dramaturgia francesa no arrancó del pueblo,
como en España y Francia. Por el contrario adquirió existencia al amparo de
la corte. La misma estructura del lugar en que tenía efecto la función se
resintió de la finalidad que se le daba al espectáculo. La sala y el escenario
franceses estaban dispuestos de modo que sólo se gozaba de visibilidad
perfecta desde un puesto: el situado exactamente ante la escena, donde se
sentaba el rey, a la altura del nivel del horizonte y en la confluencia de
perspectiva de la construcción escénica.

El monarca y sus cortesanos impusieron las tendencias y la elección de


los autores de acuerdo con sus aficiones y sus preferencias. Tal circunstancia
favoreció el refinamiento del teatro cómico -que se vio obligado a pulir los
atrevimientos que tomó de la Commedia dell´arte-, y el favor y la protección
reales le concedieron las libertades satíricas y morales en contra de la Iglesia,
que en estos siglos se mostró adversa a todo tipo de crítica a la sociedad del
momento.

Molière, seudónimo de Jean Baptiste Poquelin (1622 - 1673), les dio


razones a quienes veían en la nueva comedia un afán eminentemente satírico:
la intención primera de éste fue la de condensar en un tipo rasgos difundidos
en la alta sociedad de su tiempo, mostrando su mezquindad y ridiculez bajo la
protección de Luis XIV. De este modo se conseguía criticar actitudes
coetáneas sin tocar directamente a personas concretas, algo que lo asemeja a
Lope, quien en el Arte nuevo de hacer comedias recomendaba un pique sin
odio, que no tocara a nombres tanto como a tipos humanos.

En este sentido, se diferencia de otros autores por su fin primordial


moralizante: la risa pensativa, como se llamó, uniendo el tópico delectare et
prodesse y el precepto de Boileau para los cómicos: Que la nature donc soit
votre étude unique1, cuya poética desembocará en el principio de nuestros
autores dieciochescos: Tomar a los antiguos por modelo, a la naturaleza por
objeto y a la razón por guía.

No obstante, su valor moral es una simple crítica contra todo exceso -de
avaricia, de hipocresía, de misoginia,...- y una defensa de la moderación y el
equilibrio dentro del orden social de la monarquía del Rey-Sol. El ridículo será
el castigo del hombre que, desmintiendo su naturaleza, trate de singularizarse
entre sus semejantes, ya por la pedantería, por la ignorancia, por el desdén
del matrimonio,... en obras como L´ècole des femmes, Tartuffe, Le malade
imaginaire,...

Naturalmente siguió el resto de los preceptos clásicos aristotélicos y


renacentistas de la época, tanto el de las tres unidades como el de no
intromisión de la tragedia en sus comedias, o el de la no inserción de lo
desagradable e inverosímil en ellas, apartándolo de toda semejanza, en este
punto, con las comedias españolas e inglesas.

Tomó también asuntos de la comedia española pero, a diferencia de


ésta, su humor se fundaba más en el carácter de los personajes que en los
enredos y situaciones. El conocimiento de las comedias españolas,
especialmente de Lope, Calderón, Tirso de Molina y Moreto pudo ser bien
directo o bien a través de adaptaciones francesas e italianas. Así, por
ejemplo, en Le festin de pierre, desarrolla el esquema argumental del Don
Juan de El burlador de Sevilla, de Tirso, sin embargo el personaje se nos
muestra ahora, de acuerdo con la línea intelectual del momento, como un
librepensador, un libertin, cosa que le aparta notablemente del personaje
esbozado por Tirso.

En cuanto a la tragedia, Corneille y Racine, encontraron un enorme


apoyo teórico en el mismo Aristóteles y, por extensión, en todas las
preceptivas posteriores, en cuanto la tragedia era un género perfectamente
definido. A todas las reglas mencionadas, añaden la del también preceptivo
tono elevado para su asunto, generalmente de personajes nobles, o elevados
de la Biblia, la Historia Antigua o la Medieval.

Pierre Corneille (1606 - 1684) fue el verdadero creador de la tragedia


clásica francesa, con una serie de obras que exaltan dos ideas fundamentales:
el principio de autoridad y orden, reflejo de la monarquía de Luis XIV, y la
preeminencia de la voluntad y la razón humanas contra las debilidades de los
sentimientos -nada más lejos de los atormentados actos de Macbeth, Othelo,
El castigo sin venganza,... y tantas obras de las tradiciones española e
inglesa-. Estas intenciones le llevan a sustituir el movimiento externo de la
1
Que la naturaleza sea, pues, vuestro único estudio.
acción por los conflictos racionalizados que se producen dentro de los
personajes, hecho este que lo aleja definitivamente del teatro español
coetáneo.

Como Molière, tomó asuntos de la dramaturgia áurea española. Así, en


Le Cid recoge Las mocedades del Cid, de Guillén de Castro, adaptándolo a su
estética - por ejemplo, a diferencia del español, el caballero ve clara la
preeminencia del poder real, considerado como deber ineludible, sobre los
solícitos amores de Jimena-, técnica que repetirá en la fusión que hace de La
verdad sospechosa, de Ruiz de Alarcón y Amar sin saber a quién, de Lope de
Vega en Le menteur.

Jean Racine (1639 - 1699) perfecciona el oficio iniciado por Corneille


extremando la pureza de las reglas preceptivas. Sin embargo, se aleja de
Corneille en un punto básico: el de la pureza de la tragedia: éste al desechar
todo lo desagradable de la escena y al adoptar la preeminencia de la razón
cayó en un contrasentido purista por exceso: la esencia de la tragedia, según
los modelos de Séneca o Sófocles, tiene como base el poder de las pasiones
sobre el alma humana, que crea una catarsis en el público. Racine, consciente
de ello, abundó en esta idea en obras como Esther o Fedra.

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