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Prólogo

Juan Villoro

El lenguaje tiene una curiosa forma de esforzarse para lucir “irrefutable”, o por lo menos
“oficial”. Cuando un paciente llega a una sala de emergencias o un detenido es presentado
en la delegación de policía, las palabras habituales son sustituidas por otras que los
diccionarios y la costumbre consideran más aptas para la ocasión. En ese límite entre la
normalidad y el encierro, la enfermera o el oficial de guardia encaran al sujeto en apuros, y
no le piden sus cosas o sus pertenencias, sino sus “efectos personales”.

Las expresiones legales suelen abrumar al lenguaje con solemnidad innecesaria. Sin
embargo, me gusta que un silbato, un reloj, un cortauñas y una cartera constituyan
“efectos”. No estamos, como podría pensar la sana literalidad, ante las consecuencias de la
acción individual, sino ante objetos que adquieren valor especial por ser los que el
sospechoso o el enfermo llevaba consigo, los talismanes que todavía lo unen al mundo
donde hay cines y teléfonos y puertas que abrir.

El Diccionario de la Real Academia ofrece siete acepciones para la voz “efecto” (entre ellas
la muy sugerente de “impresión hecha en el ánimo”) hasta llegar a la que nos ocupa:
“Bienes, muebles, enseres”. Por su parte, el muy reciente Diccionario del español actual,
dirigido por Manuel Seco, entrega ocho acepciones de “efecto” antes de decir: “Enseres u
objetos”. Estamos, sin sombra de duda, ante el último uso de una palabra, el que se reserva
para circunstancias de apremio que deben ser normalizadas o siquiera sobrellevadas por el
idioma.

En un artículo incluido en Tremendas nimiedades, Chesterton disertó sobre las cosas íntimas
y extrañas halladas en sus bolsillos. Ese breve inventario describe su carácter con mayor
nitidez que la introspección. Algo parecido ocurre con los “efectos personales”. Últimos
testimonios de quien hasta hace poco estaba sano o era libre, el llavero con el emblema de
un equipo y el boleto que sirvió para tomar un tranvía se vuelven señas de identidad,
entregan un mensaje adicional. “El hombre acorralado se vuelve elocuente”, ha dicho
George Steiner. En la hora del riesgo, las bagatelas son efectos.

Al razonar sus pasiones, el ensayista suele sentir la tentación de ser “objetivo”. De cualquier
forma, sus argumentaciones sobre los demás acaban por definirlo y revelar la vulnerable
subjetividad que no se concede ante el espejo, cuando el careo es franco y declarado. Los
ensayos literarios se ocupan de voces ajenas, delegan las emociones y los méritos en el
trabajo de los otros; sin embargo, incluso los más renuentes a adoptar el tono
autobiográfico delatan un temperamento. Como los efectos personales, entregan el retrato
íntimo y accidental de sus autores.

En The World, the Text, and the Critic, Edward W. Said pide que el ensayo asuma el doble
compromiso de atender a las condiciones internas del texto y al entorno histórico que
contribuye a determinarlo. A través de ese equilibrio, Said busca rescatar a la literatura
tanto del análisis del discurso ajeno al contexto, como de las explicaciones extraliterarias
que hacen de la obra un mero vehículo para la sociología, el psicoanálisis o los estudios
culturales. Aunque su interlocutor natural -al menos el que más le preocupa- es el
académico que ha dejado de leer novelas y transita por un reino de sombras donde sólo se
escriben críticas sobre críticas, su demanda de vincular “texto” y “mundo” no puede ser
desdeñada por los ensayistas que provenimos de la ficción. Efectos personales quiere
moverse entre ambos extremos, aunque en ocasiones el centro de gravedad se desplace
hacia un plato de la balanza. “El fusilero de las estrellas” aspira a explicar Tirano Banderas
a partir de sus innovaciones formales, la vida de Valle-Inclán y el escenario en que se
cumple; en cambio, en el texto sobre Burroughs (quien me interesa más por sus
repercusiones contraculturales que por sus logros estilísticos), el personaje cobra mayor
relieve que la obra y por momentos está más cerca de la crónica que del estudio literario.
En contraste, el ensayo sobre Pedro Páramo no depende tanto de la historia o la biografía
del novelista como del afán de escuchar voces (la de Rulfo, las de los comentaristas que le
otorgan un contexto crítico y trazan la historia de su recepción).
Hay, pues, énfasis cambiantes en estos Efectos personales. No podía ser de otro modo en
el safari de un animal híbrido e inapresable, el “centauro de los géneros”, como lo llamó
Alfonso Reyes.

La primera parte del libro se ocupa de la novela “mexicana” de Valle-Inclán y algunos


autores latinoamericanos del siglo XX. La tercera indaga otras literaturas. La segunda
sección es un interludio dedicado a la mirada ajena: “Iguanas y dinosaurios” aborda los
prejuicios y prenociones con que los productos de la imaginación latinoamericana son vistos
en el extranjero, y “El traductor”, los favores y los límites del traslado de literaturas.

Antes de pasar a los ensayos, quisiera recordar una escena sobre la perturbadora fuerza de
las cosas nimias que definen a los hombres. En Si esto es un hombre, Primo Levi refiere la
historia de un campo de concentración donde se comunica que, al día siguiente, los presos
serán conducidos a las cámaras de gases. ¿A qué se dedican los prisioneros en su última
noche? Pelean, se burlan unos de otros, conspiran, hacen el amor. Las mujeres descubren
que aún les quedan tareas pendientes y pasan horas lavando camisas y calcetines. Al otro
día, cuando el tren llega por los condenados, la ropa está perfectamente tendida.

Nada destruye los efectos personales.

Ciudad de México, 10 de julio de 2000

Villoro, Juan. “Prólogo” a Efectos personales. Ediciones Era.

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