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El Nino de La Pedagogia Antelo
El Nino de La Pedagogia Antelo
1
por Estanislao Antelo
Como es sabido, cada campo disciplinar inventa su propio niño. Existe el niño de la
pediatría, del psicoanálisis, de la literatura, de la psicología, de la puericultura, de la
filosofía o de la autoayuda. En esta ocasión me voy a ocupar brevemente de “nuestro”
niño, el de la pedagogía. Quisiera proponer como introducción una verdad de Perogrullo:
no parece haber pedagogía sin un niño cerca. Voy a utilizar tres verbos para ordenar las
ideas: nacer, criar y crecer.
Nacer
Como educadores nos intriga la llegada al mundo de unos nuevos. Porque nacer es
llegar, aparecer, brotar, salir de, y dejarse ver. De un huevo, una semilla, un vientre, un
deseo o un laboratorio. Nos intrigan los problemas del inicio o el origen, el principio, el
comienzo, lo que empieza. Dicen que en la Biblia se afirma lo siguiente: Nos ha nacido un
niño (1). Y, al parecer, mientras nazcan niños tenemos tarea.
Pero los chicos, ¿nacen o se hacen? Dice una voz popular que a los chicos los hacen los
padres (2). Si los chicos se hacen es porque no vienen hechos. Nadie nace siendo niño,
niño se hace. La pedagogía es de alguna manera la historia de lo que se hace con lo que
nace; historia acerca de cómo el niño que se hace hombre deberá primero hacerse (ser
hecho) hijo y niño. Tal vez la secuencia sea la siguiente: Cría-hijo-niño. Es probable que
esa sea la causa por la que hemos terminado por familiarizarnos con las siguientes
preguntas: ¿De dónde vienen? ¿Cómo, de qué manera y para qué se hace un niño?
¿Qué los trae hasta aquí?, y ¿quién y qué lo trae al mundo?
Podríamos probar llamar educación al trayecto que media entre el nacer y el ser hecho
por, es decir, la distancia entre lo que arriba y un niño, entre un montón de pelos, carne y
uñas, y un “hijo del hombre”, entre una cría -soporte material indeterminado- y un ejemplar
sapiens, entre lo natural y lo artificial, entre el arribo de un inconcluso e inmaduro -pura
carne o sustrato biológico- y la institución de un ser.
Educar es entonces el nombre del trabajo con los recién llegados, es decir, el gesto
milenario de intervenir sobre otro/s para introducirlos al mundo. Es sobre el fondo del
nacimiento y la llegada de un cachorro siempre prematuro que la máquina de educar se
activa y un niño podrá ser producido como tal. La fábrica de hacer niños se nos ha vuelto
familiar. El nacimiento se nos presenta natural. Lo que nace, nace aquí, ahora y siempre.
Basta un encuentro repetido desde el fin de los tiempos, inscripto en la naturaleza de lo
que somos, la naturaleza humana. Pero no existe nada parecido a esa naturaleza
humana, más allá del resultado práctico y perfectamente histórico de un número infinito de
intervenciones contingentes sobre la cría. Nadie nace sólo. Se viene de otro, se sale de
otro. Nadie -dice Meirieu- está presente en su propio origen. Llegamos a un mundo que
nos antecede, lleno de viejos y muertos. Ninguno de nosotros, hasta nuevo aviso,
proviene del encuentro entre un óvulo y un espermatozoide. O, como decía el genial
Oscar Masotta, sólo para una madre psicótica su hijo es un feto. Se nace incluso
entonces antes del encuentro natural, en un mundo de anhelos y palabras. El nacer (el
hacer nacer) comporta un enorme esfuerzo, una iniciación y un artificio. Una definición 2
precisa, académica y española, ayuda: Nacer: dicho de una cosa: empezar desde otra,
como saliendo de ella. Nos gusta decir de los nuevos ejemplares que se incorporan a la
familia lo siguiente: ¿A quién sale?
Y, ¿qué trae (además de pan bajo el brazo) el que nace? ¿Qué noticia? ¿Qué novedad?
Algunos dicen esperanza. Se afirma que hay esperanza porque vienen niños al mundo.
Lo contrario es lo infértil, una fotografía posible de nuestro presente. El arribo de un niño
constata un trabajo respecto a la decisión de reproducir, dar continuidad y perpetuar la
especie. Engendrar (3) es en cierta forma procrear, propagar y dar forma a la especie.
Engendrar es suponer herencia, linaje y descendencia. La fábrica de niños está abierta
las 24 hs. La pedagogía, si aspira a la supervivencia, precisa involucrarse con unas
teorías de la recepción, la hospitalidad y el amparo. Del nacer, nacerá una reunión
destinada a cobijar. La reunión alrededor de lo que nace es la familia (así la define con
belleza Jacques Derrida) y es por eso que los problemas actuales relativos a la
transformación, reinvención y desorden de la familia, son problemas educativos.
Es cierto que todo este asunto del nacer parece estar patas para arriba. Las coordenadas
básicas de la procreación y la natalidad, los debates sobre el aborto y la eutanasia así
como otros temas conexos ligados a la biotecnología y a la farmacología han pasado a
ser problemas de interés pedagógico. Asistimos a la proliferación de fantasías poco
fantásticas de niños nacidos fuera del cuerpo de una madre biológica, en un útero
prestado y por medio de un semen que ya no es el del padre (5). Asistimos atónitos a un
aluvión de novedades acerca de lo que se hace con lo que nace.
Volvamos a las preguntas. ¿Será todo niño nacido, nacido para educar? No sabemos,
pero sí sabemos que sin nuevos por llegar no hay niños por venir, y sin niños en el
porvenir no hay trabajo educativo por hacer. ¿O sí?
Cuidar - Criar
El cuidado del que (en el inicio) no puede cuidarse solo, constata la subordinación y
dependencia del cachorro. Lo que nace, nace inmaduro, virgen, inerme, inútil. El recién
llegado no puede solo. Vive de otro, como un obstinado parásito que se alimenta sin fin
hasta encontrar a tientas el camino de la frágil autonomía. Rara economía la que produce
niños. Si ningún nuevo viene hecho niño (en tanto ni “niñez” ni “humanidad” están en
potencia en la cría), la operación pedagógica toca la institución y la transformación misma
del ser (8). 3
Crianza es entonces lo que se pone en juego una vez arribado, recibido, siempre
adoptado (recordemos que mientras la adopción es para Lewcowicz un fenómeno
absolutamente general, co-extensivo con las sociedades humanas, para Fariña es la
autonomía que existe entre la acción biológica de la procreación –que compartimos con
las demás especies animales- y la función de filiar, eminentemente humana) entre pares,
afiliado y emprendido su cuidado, sumado el esfuerzo enorme de sostén, acarreo o
transporte y manutención. Conocemos, por ejemplo, los vaivenes entre tener un hijo y
acogerlo. En la Roma imperial, alzar al hijo varón, tomarlo entre las manos -actividad
vedada a la madre- luego de exámenes médicos que evaluaban su correcta hechura, era
el signo inequívoco de que no sería abandonado (Rouselle, 1989:67). Marrou ilustra la
complejidad de la carga y el traslado, esta vez en Esparta: Apenas nacido el niño debe
ser presentado ante una comisión de Ancianos de la Leche: el futuro ciudadano sólo
queda aceptado si es bello, bien conformado y robusto; los enclenques y contrahechos
son condenados a ser arrojados a los Apotetas, depósitos de residuos (Marrou, 1985:39).
Carga y abandono, exposición y acogida han mantenido en el interior de la reflexión
pedagógica una permanente discusión. La cuestión es: ¿Cargar o no cargar? ¿Hasta
cuándo? Y, ¿cuándo descargar? Cargar el y con el encargo, porque los niños se
encargan... Lo cierto es que no parece haber pedagogía sin niño que cargar ni pedagogo
que no sea en un punto changarín, estibador, conductor, acompañante, custodio, peón,
arriero, pastor, patovica, reponedor, inspector de tránsito, guía turístico, supervisor de
aduanas, transportador.
Toda pedagogía carga con su niño a cuestas. No es sólo la siempre dubitativa etimología
(9) sino que en el comienzo mismo, pedagogo es el que transporta un niño, literalmente, a
babucha. Lo conduce al foro, al monasterio, a la escuela, al shopping, a sí mismo, a tal o
cual estadio de desarrollo, a la perdición, a la salvación o donde se termine por querer.
Uno de los últimos instrumentos técnicos que da cuenta del peso de este transportar lo
ofrece -como bien ha destacado Juan Vasen- el carrito, changuito de supermercado.
Aferrado a uno de esos changuitos fue amarrado, secuestrado y asesinado en 1993 un
niño de dos años llamado James por otros dos niños de diez años (John y Robert) en
Liverpool, en un episodio que quizás podríamos llamar como el de los últimos niños
modernos (Vasen, 2000: 26 y sgts).
Queda claro que la pedagogía se dirime en estos pasajes del piso a los brazos, de los
brazos a la espalda, de ahí a la cuna, al changuito, al andador, al parvulario, a la escuela
o a la cárcel. La variedad es notable a la hora de hacer algo con el cachorro portátil. En
Kant y en Rousseau hay un esbozo de una pedagogía de lo andante, en el que proliferan
llamativas y minuciosas descripciones sobre las bondades e inconvenientes de esta
operación: ¿dejarlo en el suelo o levantarlo?, y si este es el caso, ¿cuánto tiempo?
Por otra parte, introducir el cachorro al mundo parece requerir una dosis importante de
domesticación en tanto se trata de inscribirlo en una comunidad. Domesticarlo, hacerlo
doméstico. Son esos cuadros anteriores de los que hablamos y que proporcionan los
medios de orientación de los que se carece al nacer. Como señala Sloterdijk: el hecho de
que el hombre haya podido convertirse en el ser que está en el mundo tiene unas
profundas raíces en la historia del género humano de la que nos dan cierta idea los
insondables conceptos de nacimiento prematuro, neotenia e inmadurez animal crónica del
hombre. Aún se podría ir más allá y designar al hombre como el ser que ha fracasado en
su ser-animal y en su mantenerse como animal. Al fracasar como animal, el ser
indeterminado se precipita fuera de su entorno y, de este modo, logra adquirir el mundo
en un sentido ontológico (Sloterdijk, 2000:55).
Pero existen quienes sostienen la diferencia radical entre la domesticación y la cría, o que
cuestionan la relación necesaria entre cría, domesticación y adiestramiento al denunciar
en el gesto del domesticador una voluntad de docilizar, amansar, apaciguar,
empequeñecer. Nietzsche es el que plantea con vigor el conflicto y quien, como recuerda
Sloterdijk, barrunta un espacio en el que darán comienzo inevitables peleas sobre la
dirección que ha de tomar la cría de hombres… (10). 4
Si parir no es sin esfuerzo, criar es un esfuerzo mayor cuyo objetivo central es incorporar
a la cría al parque humano. El nacido una vez nacido, será nacido de y nacido para. Una
rara propensión natural. Una determinación, una marca. Por ejemplo, nacido para matar.
Es aquella cuestión tan familiar sobre aquello que el niño trae de la cuna. Criar es el
resultado provisorio de lo que se escribe sobre lo que nace. Criar es marcar. En cierta
forma somos el resultado (esto es lo que las definiciones inigualables de Rousseau y Kant
sobre educación parecen querer expresar) de lo que hemos hecho con lo que nos ha sido
dado. ¿Qué tipo de marcas son estas marcas que la educación deja a su paso?
Como señala Sloterdijk, la disputa por el monopolio de la crianza de los recién llegados no
puede ser acallada fácilmente. No basta con denunciar el complot de los criadores o la
verticalidad y arbitrariedad de los que se dirigen a los recién llegados en nombre de no sé
qué candidez y buenos sentimientos. Si bien criar no es necesariamente domesticar, el
conjunto que conforman maleabilidad, plasticidad y el carácter relativamente influenciable
de la materia humana, invita a todas las formas y artificios de la manipulación, modelación
y fabricación de otros. El padre del aula decía que un niño no es más que un animal que
se educa y dociliza (11).
Nuestros léxicos temerosos suelen definir este deporte bajo el término formación que, en
apariencia, se presenta como más benigno y menos invasivo. Engendramiento, como
hemos recordado, es una palabra difícil pero adecuada. En tanto la disputa no es sólo por
el monopolio de la cría sino, más precisamente, por la selección y distribución de las
mismas en el tiempo y en el espacio, la crianza de lo que todavía no es camina siempre
sobre el filo del desprecio. ¿Se puede hacer cualquier experimento con lo viviente? (12).
Si toda pedagogía anda con su niño a cuestas, educar será desde el comienzo una
preocupación por el transporte pre y post-locomocional, el acarreo y el traslado. Si el
hombre es el animal, el emigrante, abocado al cambio de domicilio (Sloterdijk, 1998:89), la
pedagogía tendrá que especificar quiénes serán los encargados, porteros, funcionarios,
repartidores de destinos, domésticos y domiciliarios, cuáles sus funciones respectivas y
qué hacer a la entrada, en la travesía y a la salida del mundo físico. Se lo carga, es cierto,
en tanto no puede andar sólo, en tanto débil e inerme, pero se lo carga, cuida y custodia
también para que no desvíe el camino. Retengamos la pertinente aseveración de Peter
Sloterdijk sobre el impulso ineludible del animal polivalente a marcharse y salirse de ruta
(Sloterdijk, 1998:118).
Tal vez, la pedagogía precise unas ideas más convincentes de movimiento, movilidad,
carrera, recorrido, desplazamiento o travesía. Si bien la educación no es ciertamente para
toda la vida, la recepción y el cuidado acrecientan su chance en la medida en que
localizan en el horizonte una meta garantizada por la magnitud del verbo diferir. Diferir,
cambiar de versión, salir, crecer. La pedagogía trabaja sobre lo que es, pero más lo hace
sobre la forma misma de lo que puede ser, de lo que aún no es. Un trayecto le es
imprescindible. ¿Cuánto debe durar la educación? Dura -responde Kant- lo que dura la
infancia.
Richard Sennett dice en sus libros sobre el respeto y la cooperación que hay dos maneras
de lidiar con la gente: tratarlos tal como son o tal como deberían ser. Es bien cierto que la
inermidad crónica a la que hicimos referencia invita a todas los experimentos imaginados
y por imaginar. Como hemos visto, la falta de ser que caracteriza al ejemplar humano al
nacer libera el juego de intervenciones adultas más o menos contingentes en cuyo
repertorio nunca faltan anhelos megalómanos de fabricación o liberación. Todo sucede
como si el acto educativo no pudiera no poder no despreciar a quien ocupa
temporalmente la posición de educando. ¿O acaso es posible dirigirse en tren pedagógico
al ya educado? Como sabemos, quien se dirige a niños y jóvenes con afán educativo
precisa suponer que éstos no están aún suficientemente educados. Repito: ¿acaso tiene
algún sentido el esfuerzo de educar al ya educado? Y si eso fuera o fuese necesario, ¿no
sería la palabra reeducación una señal indiscutible del deseo que anima la acción
educativa? ¿No seríamos todos los pedagogos por definición unos farsantes que viven de
la debilidad ajena? ¿No estaríamos repitiendo una forma perfeccionada del
menosprecio?
Es tan fácil decir que no, que en realidad podemos ser buenos, justos, críticos, creativos,
innovadores (todos conocemos la impostura de ese vocabulario sentimentaloide que no
hace más que exacerbar nuestra tendencia al oprobio), que estamos obligados a
sospechar de la bonhomía pedagógica y del deseo que la anima.
Hagamos una pregunta de otro tenor: ¿cómo se puede pensar una intervención
pedagógica que no sea omnipotente, pretenciosa, desmesurada o desproporcionada?
¿Qué remedio está disponible para la arrogancia educativa crítica o tradicional?
Francamente lo ignoramos, pero tal vez la búsqueda debiera incluir la negativa a
arrogarse la hechura del semejante y la audacia de estar dispuesto a desaparecer como
influyente.
Por otro lado, tiendo a pensar que la aporía del afán pedagógico se sintetiza a través de la
noción –supongo que acuñada por Jon Elster- de subproducto. Es decir, aquellos estados
emocionales que solo se producen cuando uno abandona la pretensión de producirlos.
Creo que el pedagogo no puede no desear producir algo en los otros. Disfrazado de
crítico, activo o constructivista, sabe de antemano dónde se habrá de llegar. La fantasía
del copyright y la megalomanía concomitante son parte del deseo de educar. No hay
muestra más palmaria de ese gesto que la relación parasitaria que establecemos con la
ignorancia y/o de lo que le falta a su destinario de turno. Como dice sin miramientos
Rancière: es el maestro el que precisa al ignorante y no al revés.
Tal vez la palabra idiota resulte hostil; podemos usar “imbécil”, a la que el diccionario le
quita parte de su aspereza: Alelado, escaso de razón, flaco, débil. Casi todos conocemos
la versión popular que circula en la academia: un imbécil es alguien que no puede solo,
que depende de otro para caminar, el que usa un bastón. Esa descripción denota cierta
debilidad física y mental. Ya que estamos, recuerden el esclavismo crónico del pedagogo,
obligado a transportar al niño que no puede solo.
En “la ética del psicoanálisis” Lacan advierte acerca de la cercanía entre pedagogía y
ortopedia. A partir de esa suposición, me interesa discutir la noción de desprecio. Pienso
que tal vez el pedagogo no puede no despreciar al niño. ¿Por qué? Tomemos la idea
misma de desarrollo. Para desarrollar es necesario suponer que el otro no está suficiente
mente desarrollado. Otra tanto con la famosa conciencia: desarrollar o formar la
conciencia precisa suponer que el otro no está suficientemente concientizado. Eso le hace
decir a Peter Sloterdijk que la idea de desarrollo resulta insultante pues “los destinatarios
no han llegado a convertirse en lo que deben ser”. Pregunto, ¿no es ése acaso el afán
pedagógico por excelencia? Y, ¿no es ésa una forma palmaria del desprecio?
Cerremos este ensayo con una cita de Baruch Spinoza: “el desprecio se suscita a raíz de
la representación de una cosa que impresiona tan poco al alma, que ésta, ante la
presencia de esa cosa, tiende más bien a representar lo que en ella no hay que lo que 7
hay”.
Notas