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Tabla de contenidos
1. Introducción
Bibliografía citada
1. Introducción
Inés Dussel
Escribir en medio de un curso tiene ventajas y desventajas. Por una parte, se agradece que
la conversación ya esté iniciada y que algunos acuerdos y desacuerdos hayan sido
alcanzados. Pero por otra parte, sobrevuela la obligación de referir a los textos y las
discusiones de otros, a los jalones que fueron dejándose en este recorrido que lleva ya
algún tiempo. Y, más pedestre, está la sensación de que uno repite algo que ya ha sido
dicho, y que seguramente ha sido dicho de mejores maneras que las que nos sentimos en
condiciones de decir.
Quizás necesito explicitar, a modo de exorcismo, algo de esto, para sentarme a escribir
esta clase. También quiero explicitar que me gustaría intervenir en esta conversación
en curso desde una perspectiva particular: la de la pedagogía escolar. No quiero
reducir lo educativo a lo escolar: ya hubo mucho de eso, y aprendimos sobre las
limitaciones y pobrezas de esas perspectivas. Pero tampoco quisiera sumarme a la
línea desescolarizante y a los discursos sobre la crisis terminal de la institución
escolar, que simplifican situaciones que son bien complejas.
Parto de que la escuela ha supuesto un orden institucional particular, histórico y
contingente, que ha tenido mucho que ver con la producción de profundas exclusiones
y desigualdades. En la primera parte de esta clase, trabajaré ese argumento con más
profundidad. Pero también tengo la convicción de que la escuela sigue siendo un
espacio importante para pensar en políticas plurales, en una expansión de los
márgenes de la libertad o en la construcción de movimientos democráticos. A pesar de
todos los planteos del declive de la escuela como espacio de aprendizajes relevantes,
las escuelas todavía son, por lejos, la institución pública más importante en promover
algún tipo de “sentido común” (definido, más o menos libremente, en relación a la
cultura letrada, y no por el mercado de las industrias culturales) y también son de las
pocas (si no de las únicas) instituciones que se preocupan por los efectos que la cultura
y la sociedad producen en los sujetos. Quiero aclarar que, cuando digo “se
preocupan”, me refiero a cierto tipo de reflexión, y acción, como la que tiene que ver
con la definición de un curriculum como norma pública, y con algún seguimiento,
aunque sea laxo, sobre lo que los sujetos aprenden. Que esto tenga un costado
autoritario y de imposición, nadie lo duda; pero creo que es mejor correr ese riesgo -y
en todo discutir y cuestionar esa autoridad que construye la escuela- que promover el
abandono de cualquier discusión pública sobre qué nos constituye como sociedad, qué
lazos queremos mantener en común, y qué queremos legarles a los que siguen.
El cineasta Alain Bergala, además editor de la famosa revista Cahiers du Cinéma, dice algo
similar en su libro sobre la transmisión del cine en la escuela:
“La escuela es la mejor situada, si no la única, para resistir a la amnesia galopante a la que
nos acostumbran los nuevos modos de consumo de las películas (…). Una de las
principales funciones de la escuela, hoy en día más problemática que nunca, consiste en
tejer algunos hilos conductores entre las obras del presente y del pasado, en urdir lazos,
trazar esbozos de filiaciones sin las que la confrontación con la obra tiene todas las
probabilidades de quedar asfixiada, incluso si la obra es de calidad.” (Bergala, 2007: 69-70)
En la transmisión del cine, que para Bergala tiene el valor de un encuentro con el arte y con
la alteridad, encuentro que no se hace sin esfuerzo y que no necesariamente es inmediato,
la escuela puede jugar un papel importante. Lo mismo podría decirse en relación a otros
aspectos de la cultura. Contra la visión espontaneísta y romántica de la naturaleza humana,
uno llega a ser quien es después de muchos avatares en los cuales la confrontación con la
cultura y con los otros son fundamentales. Claro que esto no implica defender a la escuela
tal cual es, ni mucho menos. Las escuelas de hoy muchas veces no ayudan a percibir el
mundo de manera más plural, ni siempre permiten encuentros desafiantes e interesantes
con los saberes. Lo que quiero sostener es que pensar en su carácter contingente y histórico
habilita a señalar que hay otras articulaciones posibles, que hay otros caminos o
tecnologías que podrían haberse tomado, y que, tal vez, hubieran supuesto otros recorridos
para muchos sujetos, otra relación con el saber, otra relación con el poder, otras prácticas
de libertad.
Al mismo tiempo, me parece importante señalar algunas tensiones presentes en las nuevas
pedagogías que buscan (me incluyo: buscamos) estructurar experiencias educativas con
márgenes más amplios de libertad. No podemos desconocer que la escuela, en tanto
organización burocrática y pedagógica masiva, plantea limitaciones a las propuestas
libertarias. ¿Cómo se hace para promover prácticas de libertad en el marco de un sistema
escolar que tiene que garantizar cierta relación con los saberes a todos? ¿Cómo convive eso
con la condición laboral de los docentes, que quieren –con toda razón- que haya igual paga
por igual trabajo, y cuyos gremios no permiten, las más de las veces y por buenas razones,
la contratación de perfiles no docentes en las escuelas? ¿Cómo se evalúan experiencias tan
disímiles, de modo de mantener algún horizonte más igualitario? ¿Cualquier propuesta
debe ser bienvenida, o habría que pasarla por algún tamiz, cuyas características se vuelven
mucho más difíciles de definir en cuanto nos ponemos “prácticos” y pensamos quiénes lo
definen, cómo lo definen, por cuánto tiempo, etc.etc.? No tengo respuesta para todas estas
preguntas, pero me parece que son preguntas importantes sobre el cómo se hacen las cosas,
sobre las tecnologías concretas de acción educativa, que no son menospreciables.
Hay un elemento que me gustaría traer a la discusión, y tiene que ver con colocar en alguna
serie histórico-política las transformaciones de los modos de hacer de las escuelas en el
último medio siglo. Me baso para esto en un trabajo interesante y polémico de un
australiano, Ian Hunter. Este autor dice que fue en el mandato de hacerse más y más
popular, más y más inclusiva, que la escuela fue adoptando formas y saberes del entorno y
de las familias, al punto que la demanda de volverse receptiva y hospitalaria se puso en el
centro de su ideario (Hunter, 1998). La escuela se fue familiarizando, y la familia se fue
escolarizando. En palabras de Hunter:
Vuelvo al argumento de Hunter. El desafío de incluir a todos, de hacerle lugar a los saberes
populares y a las demandas y necesidades locales, puso un límite fuerte a la igualdad
burocrática que planteaba la escuela moderna, y fue conllevando un desplazamiento del
ideal más “burocrático” y abstracto de igualdad educativa hacia un ideal de inclusión
localizada, adaptada, organizada según el gusto del público. No elijo estas asociaciones por
casualidad: me interesa destacar la cadena de asociaciones entre adaptación local –
audiencia – consumo de masas, porque son movimientos que se fueron dando en paralelo.
Quizás Hunter debería incluir un tercer o un cuarto término en la relación escuelas-
familias: el mercado, las industrias culturales de masas, han transformado profundamente
las relaciones sociales, la idea de lo íntimo y lo privado, y las razones públicas.
Aquí es donde las propuestas libertarias se articulan a aliados impensados como las
industrias capitalistas culturales que promueven como único criterio el gusto o la
satisfacción del cliente. Digo esto, y me asusto un poco, porque el argumento parece llevar
a defender el monopolio del estado en la decisión del bien común. Espero que no sea leído
así. Creo que la comparación más adecuada es con el trabajo de Jacques Donzelot, “La
policía de las familias” (1979), una historia de los saberes y tecnologías de gobierno de las
familias que muestra cómo el feminismo de fines del siglo XIX terminó aliado al Estado
capitalista y a las profesiones burguesas de control de los cuerpos y las almas (medicina,
trabajo social, pedagogía) para desbancar el poder del Pater Familias. A nadie se le
ocurriría (bueno, probablemente a algunos sí, pero no nos contamos entre ellos) volver al
status quo anterior, con el poder del padre sobre la vida y la muerte de los integrantes de la
familia; pero eso no implica dejar de reconocer que la victoria del feminismo tuvo costos
altos en sus propias capacidades de acción, y que alimentó poderes igualmente peligrosos y
dañinos.
Como espero haber dejado en claro, creo que hay una tensión no demasiado bien resuelta
(debería decir más modestamente: no para mí), en las relaciones entre igualdad y
diferencia en el sistema escolar. Es esa tensión la que me gustaría desplegar en esta clase,
en la que seguramente plantee más preguntas que respuestas. Y es quizás por eso que me
decido a incluir un subtítulo que quiere interrumpir esa discusión desde otras lógicas, las de
la justicia y el amor. Que son, y no son, maneras de rondar las mismas preguntas: qué
hacemos en/con la escuela para hacerle lugar a la diferencia y la singularidad, y cómo
lo hacemos para que eso no implique renunciar a la igualdad como proyecto ético
-político democrático.
En su clase, José Contreras discute la igualdad homogeneizante tal como fue planteada por
la escuela. Me gustaría retomar y ampliar sus aportes para volver a colocar la cuestión ética
y política de la propuesta escolar, y del acto de educar en general. Voy a proponerles un
breve recorrido histórico de cómo se planteó la cuestión de la igualdad desde el ideario de
la revolución burguesa a las discusiones más recientes sobre estructurar propuestas
heterogéneas.
La idea de igualdad fue uno de los pilares de la expansión de los sistemas educativos
modernos. Por ejemplo, las instituciones educativas que diseñó la revolución francesa se
llamaban “casas de igualdad”, y en ellas los niños debían acceder al mismo vestuario, la
misma alimentación, la misma instrucción y el mismo cuidado (Chevallier y Gosperrin
1971). En la Argentina, la propuesta de Sarmiento y de otros miembros de su generación
implicó algo similar: la imagen de ricos y pobres en el mismo banco de escuela y
recibiendo la misma educación fue motivo de orgullo para muchas generaciones. Todos
debían ser socializados de la misma forma, sin importar sus orígenes nacionales, la clase
social, su condición masculina o femenina o su religión, y esta forma de escolaridad fue
considerada un terreno “neutro”, “universal”, que abrazaría por igual a todos los habitantes.
¿Qué pasó con este discurso homogeneizante sobre la igualdad escolar? De nuevo, voy a
remitirme a la Argentina, que es el país que mejor conozco. Este consenso comenzó a
quebrarse en la etapa posterior a la dictadura militar que terminó en 1983, cuando se
hicieron más visibles las marcas más autoritarias de esta forma escolar. Los discursos
democratizadores y participativos de la década del ’80 lograron impactar en articular otras
formas de convivencia y en replantear, con el apoyo de las psicologías constructivistas, al
sujeto de aprendizaje como protagonista activo de la enseñanza, aunque fueron menos
efectivos en cuestionar la estructura básica del sistema escolar. Julia Varela (1995) ha
escrito agudas reflexiones sobre el peso del constructivismo en la definición de sujetos
ahistóricos y aislados, y la carga de clase (de la pequeña burguesía) de sus definiciones de
actividad, interés y participación. Aunque también debe admitirse que ayudaron, en
algunos casos, a reconocer que niñas y niños eran sujetos dignos de ser escuchados, y que
no eran tablas rasas donde se imprimía sin más el deseo adulto. Empieza a surgir con
fuerza la pregunta ética sobre qué derecho tenemos a pretender ciertas conductas y
conocimientos de la infancia.
Pero es sobre todo en los ’90 que se abrió paso una impugnación más fuerte de la tradición
homogeneizante, esta vez unificando proclamas participativas y anti-burocráticas con el
eficientismo del discurso managerial. Como lo ha señalado Beatriz Sarlo (2001), la ruptura
de un imaginario que se pensaba republicano e igualador es quizás uno de los legados más
fuertes que dejó la década del ´90 en la Argentina. La aceptación de la diferencia y de los
caminos sinuosos y originales en el aprendizaje empezó a traducirse, para algunos, como
resignación frente a la desigualdad. “Nos acostumbramos a que la sociedad sea impiadosa”
(Sarlo, 2001: 133), afirma la ensayista, tomando como parte de un paisaje estático e
inmodificable lo que fue resultado de políticas concretas, de la acción humana.
Ello se evidencia en los sentidos sobre la diversidad que pueden escucharse entre los
docentes. La “diversidad” es leída, por muchos de ellos, como un indicador de extrema
pobreza o de discapacidad manifiesta; no engloba a la diferencia inscripta en cada uno de
los seres humanos, sino la desigualdad total sobre la que hay poco por hacer. “Yo sí que
trabajo con alumnos diversos”, se escucha en los cursos de formación cuando se comienza
a trabajar el tema, y allí inevitablemente surgen relatos terribles y dolorosos sobre la
miseria y la exclusión. ¿De qué está hablando la apelación a la “diversidad” cuando se trata
de desigualdades e injusticias? Como bien señala José Contreras, la diversidad es el
problema de “los otros”: es claro que esta pedagogía no abre ningún cuestionamiento a las
políticas de normalización y exclusión de las diferencias. Pero además está el agravante
de que “la pobreza” deja de ser una desigualdad que debe denunciarse, remediarse o
al menos provocar cierto escándalo moral, para convertirse en una “diversidad” que
debe ser tenida en cuenta como los puntos de partida inmodificables que “traen”
ciertos alumnos “porque forma parte de la sociedad”.
¿Qué se hace con la diversidad entendida de este modo? ¿Qué espacio hay para que cada
historia pueda aparecer en su singularidad, para que pueda abrirse y desplegar otra cosa que
el estereotipo? En este apartado, me gustaría poner a discusión algunas de las respuestas
pedagógicas que se fueron estructurando en estos años para “atender a la diversidad”.
La primera cuestión que destacaría es que hay un uso de la palabra (me refiero al
“hablar/dar voz” y al “escuchar”) que me resulta, de a ratos, bastante problemático.
A diferencia de otras épocas en que hablar de política, de economía o de pobreza no estaba
bien visto, hoy en las escuelas la realidad irrumpe todo el tiempo, y no hay más fronteras
claras y definidas sobre lo escolar y lo no escolar. El declive de las instituciones con
programas institucionales fuertes (Dubet, 2003) hace que cobren importancia las dinámicas
particulares, los afectos y las personalidades de quienes las habitan, y que eso esté en el
primer plano todo el tiempo (algo de lo que habla, de otras maneras, el citado Ian Hunter).
Pongo un ejemplo un tanto extremo, pero real. Hace pocos años, en una escuela muy pobre
en el conurbano bonaerense, una docente señalaba cómo un alumno le contaba que había
participado en un secuestro express. Lo que más llama la atención, en la Argentina de hoy,
no es que un alumno regular participe de actividades delictivas, sino más bien que las
cuente abiertamente frente a la clase sin temor a ser sancionado aunque sea moralmente.
No está claro qué buscaba ese adolescente al contar esto (¿aval o sanción? ¿apoyo o
freno?), pero lo cierto es que la escuela sigue siendo una de las pocas instituciones
estatales que, aunque débil, sigue en pie, que está obligada a escuchar dolores,
padecimientos y demandas de una manera mucho más abierta que otras instituciones,
y que tiene que navegar en esas turbulencias.
No hay dudas que éste no es un problema meramente educativo o que vaya a resolverse
solamente desde la pedagogía. Pero me vienen a la mente algunos ejemplos de acciones
pedagógicas concretas que sí construyen otros espacios y otras políticas a partir de “lo que
escuchan”. Una escuela media en una villa urbana, ante reiterados episodios de abuso
policial a los adolescentes del colegio, se propuso realizar reuniones periódicas entre las
madres activistas y los jefes policiales de la zona para promover más protección para los
alumnos. También reorganizó la enseñanza de la formación ética y ciudadana alrededor de
la idea de sujetos de derecho y derechos vulnerados. Hay otra ética en estas pedagogías que
buscan incluir y asistir de una manera que no desprecie a quienes recibe.
¿Hay maneras de “escuchar” o “ver” la diferencia de otro modo? Tomo, por ejemplo, una
imagen tomada por un fotógrafo francés, Olivier Culmann, que tiene un ensayo fotográfico
sobre las “escuelas del mundo”.
Trabajo esa foto en actividades de formación docente, y frente a la pregunta de qué ven en
esta foto, aparecen los siguientes descriptores: pobreza (precariedad del entorno, chuyo del
niño, banquito en vez de banco y silla escolar), cansancio (la posición del lápiz), espera
(idem), soledad (tendría que haber un otro que no hay en esa imagen, la educación siempre
tiene que ver con más de uno), opresión. También algunos, generalmente una minoría,
“ven” belleza, felicidad, una situación extraordinaria y hasta violenta (invierte la
disposición habitual de los cuerpos en el aula, al estar de espaldas al pizarrón), esperanza,
“a pesar de”. En un encuentro reciente, surgió también la cuestión del artificio de la
representación, lo forzado de la composición, y hasta la bronca porque aparece la misma
mirada “antropológica” de la diferencia y la pobreza.
Este epígrafe, en cierta manera, desmiente la foto, y trae nuevos sentidos que abren
otras preguntas. El ejercicio de ver la foto y discutir su epígrafe permite una primera
entrada a lo que “vemos” cuando “vemos” imágenes de niños pobres. ¿Qué sentidos
estamos acostumbrados a poner, y a encontrar, en esas imágenes de infancia? ¿Puede
un niño pobre aburrirse? ¿Puede estar cuidado aunque esté solo? Y también, en línea
con lo que dice Jorge Larrosa en su clase, ¿puede esa violencia de la representación
artística ser, sin embargo, más amable y más hospitalaria que el pretendido realismo?
Habría mucho más para decir, y para traer al debate, sobre el “escuchar” y el “ver” que se
despliega en nuestras pedagogías de las diferencias. Digamos por ahora que, como ha
venido sosteniéndose a lo largo de este curso, son dos verbos que no habría que tomar a la
ligera.
La otra cuestión, con la que me gustaría ir terminando este apartado, es otro tipo de
respuesta que surge frente a tanta impiedad: la tentación de ser piadosos, y de vincularse
a los alumnos desde una piedad que sólo los ve como víctimas, nunca como iguales. La
compasión es un sentimiento bien antiguo, ya discutida por Aristóteles en su Retórica, y
que asume otras connotaciones desde su articulación al discurso religioso del cristianismo.
Lo que es menos habitual es considerarla parte de las políticas “progresistas”, inauguradas
con la Revolución Francesa. Recurro aquí al texto de Hannah Arendt, “Sobre la
revolución”, donde ella describe la política de la compasión que estructuró los lazos
sociales sobre las premisas del sufrimiento y la conmiseración (Arendt, 1990). La
emergencia de la esfera pública burguesa centrada alrededor del “espectáculo del
sufrimiento” (les malheureux, los infelices/pobres cuyo dolor debe ser reparado por la
revolución) establece un modo de relación con los otros que privilegia una política de la
compasión (Arendt, 1990). Arendt oponía una política de la compasión (conmiserar a los
pobres, y hacerlo desde un punto de vista distante y externo, un punto de vista “del
espectador”, que convierte al sufriente en una víctima), a una política de la justicia, que se
centra en una lógica de la equivalencia y los derechos.
Hace unos años, el sociólogo Richard Sennett publicó un libro en el que habla del respeto y
la dignidad en las sociedades desiguales; allí señala que la compasión por los pobres
conlleva en general un fondo de desprecio, y que sustituye a la justicia (Sennett, 2003: 146
y ss.). Por eso me parece importante interrumpir el discurso de la diversidad desde la
pregunta por la justicia. Esta es una pregunta política y ética que atraviesa al conjunto de
la organización escolar y al curriculum, que no se resuelve en el espacio de la “educación
para los pobres” sino que exige que nos replanteemos el horizonte de igualdad ciudadana
que estamos proponiendo a las nuevas generaciones, e involucra al sistema en su conjunto.
Desarmar el discurso de la diversidad implica, antes que nada, sacarlo del coto de “los
otros/los diferentes” y transformarlo en un discurso pedagógico sobre el conjunto, y
sobre cada uno de nosotros.
Veamos, entonces, algo de lo que quería traer con mi subtítulo. Las lógicas de la justicia y
del amor en la educación, ¿podrán decirnos algo nuevo sobre la escuela y sobre la
pedagogía de la diferencia? En el curso, ya se ha discutido sobre la relación educativa
como relación amorosa y su relación con el “don”, el “dar” como elemento intrínseco al
acto de educar. También se habló de la justicia, porque las pedagogías de las diferencias se
articulan fundamentalmente a partir de la voluntad de una educación más justa.
En lo que sigue, me gustaría tratar de poner juntas las lógicas de la justicia y las del amor,
para ver si pueden ayudarnos en esta tensión entre igualdad y diferencia en la pedagogía
escolar. El filósofo Paul Ricoeur, en un agudo ensayo sobre ambos términos, dice que el
amor tiene que ver con la dinámica desproporcionada del dar, del preocuparse por el
bienestar del otro sin esperar nada a cambio; la justicia, a su vez, se vincula a una dinámica
del distribuir, de pensar en el reparto, de la reparación y de la igualdad de los seres
humanos (Ricoeur, 2001).
Propongo, para eso, revisar una serie de imágenes de la justicia, porque quizás haya que
volver a abrir esos términos para poder pensarlos conjuntamente. Tomo como base el
trabajo del historiador de la cultura Martin Jay (1999), que con una gran erudición recorre
la iconografía de la justicia en la cultura occidental. Empieza por una imagen romana de la
diosa Justitia, personaje femenino que tenía una espada en una mano, representando al
poder del Estado, y la balanza en la otra, imagen que- señala Jay- ya estaba presente en el
Libro de los Muertos de los egipcios y que simbolizaba la claridad de juicio sopesando los
méritos de ambas partes.
La segunda imagen, “La erupción de la Justicia en causas imaginarias: El juicio a Satán y
la Reina Ratio”, es una representación del siglo XV. La justicia sigue siendo un ícono
femenino, como hasta nuestros días; lo que llama la atención es que esta justicia basa su
habilidad en la evidencia visual que puede recolectar, en su capacidad de vincularse a lo
sensible.
Una tercera imagen, de 1494, muestra a la Justicia con los ojos vendados, en lo que Jay
refiere como “el modo más enigmático de los atributos de la Justicia”. Esta imagen está
tomada de un libro en alemán, El barco de los locos, y se hizo muy popular rápidamente.
Lo curioso es que en esta versión, el hecho de estar tapados sus ojos significa que le han
robado la capacidad de entender bien las cosas, de sostener bien su espada y de ver qué hay
en su balanza.
Jay señala la relación entre este vendaje en los ojos y la iconografía de muchas otras
figuras medievales, igualmente vendadas: la Muerte, la Ambición, la Ignorancia, la Ira.
Incluso Cupido era representado como un niño con ojos vendados, “no sólo porque el amor
oscurece el juicio sino porque Cupido estaba en el lado equivocado del mundo moral” (Jay,
1999:20). Un caso emblemático es la representación de los judíos. En una escultura de la
Catedral de Estrasburgo, del siglo XIII, llamada “La sinagoga”, puede observarse cómo la
ceguera o incapacidad de ver es connotada negativamente como “la resistencia a la
iluminación de la luz divina, (…) contrastada con la Iglesia de ojos abiertos.” (Jay,
1999:21)
Jay sigue la pista de esta asociación y encuentra un cambio con la Reforma protestante, que
toma seriamente la prohibición de las imágenes y se vuelve iconofóbica. “Ahora era
nuevamente una virtud resistirse a lo que San Agustín había llamado célebremente “la
lujuria de los ojos”. Una justicia vendada podía evitar así las seducciones de las imágenes y
alcanzar la distancia desapasionada necesaria para dictar veredictos imparcialmente.” (Jay,
1999:22). La ceguera de la justicia es la forma en que se la piensa neutral e imparcial,
resistente a las tentaciones de la debilidad de la carne, y para no perderse en el mundo. Pero
parece que eso se hubiera logrado a costa de invalidar una parte de la humanidad, de dejar
de lado la sensibilidad, de no ver el rostro de los otros.
Martin Jay reconoce que esta imagen de los ojos vendados tenía algunos antecedentes en
Plutarco y en otras imágenes egipcias donde la ceguera implicaba neutralidad; esa serie, sin
embargo, había sido minoritaria por muchos siglos. A partir de la reforma protestante, la
iconografía –incluso en los países católicos- empieza a ser más austera, y la imagen de la
justicia comienza a ser emplazada dentro o cerca de los edificios públicos, invistiendo al
emergente Estado de los valores ético-políticos del protestantismo. La justicia empieza a
ser subsumida por la ley, que quiere reducirla a una cantidad perfectamente mensurable,
dominada por un principio de intercambios equivalentes -como si la ética y la política
pudieran reducirse a eso-.
Cabe aclarar que Jay sigue de cerca, en estas reflexiones, la “Dialéctica del Iluminismo” de
Adorno y Horkheimer. Un enunciado me parece particularmente interesante para la
reflexión en este curso:
“El vendaje sobre los ojos de Justitia no sólo significa que no debería haber ningún asalto
sobre la justicia, sino que la justicia no se origina en la libertad…” (citado por Jay, p. 25)
Jay termina abogando por una justicia que pueda habitar una tensión creativa entre
las particularidades concretas y contingentes y algunos criterios prescriptivos
abstractos que nos protejan de los “malos legisladores y juristas”. Lanzados al libre
arbitrio de los jueces, es probable que mucha injusticia sucediera; pero una justicia
ciega a lo singular es también pasible de tremendas injusticias –como expresamos en la
primera parte de esta clase-. La erudición de Martin Jay viene al rescate para
proponer una imagen de la justicia que combine “el rigor de la subsunción conceptual
con la sensibilidad a la particularidad individual” (a la singularidad, diríamos
nosotros). Es una imagen de los Países Bajos, de 1567, tomada de un libro de J. de
Damhoudere, “Praxis rerum civilium”, y muestra a la justicia con dos caras.
“La primera cara tiene los ojos abiertos, capaz de discernir la diferencia, la alteridad y
la no identidad, mirando hacia la mano que sostiene la espada, mientras que la otra,
mirando hacia la mano que tiene la balanza de la imparcialidad de las reglas, tiene los
ojos vendados. Porque sólo la imagen de una deidad de dos caras, una criatura híbrida
y monstruosa, una alegoría que resiste la subsunción en un concepto general, sólo esa
imagen puede hacer, por así decirlo, justicia a la dialéctica negativa, quizás incluso
aporética, que vincula a la ley y la justicia.” (Jay, 1999:35).
Esta imagen de la justicia, entonces, asume algo de la lógica del amor de la que habla
Ricoeur en la cita mencionada al principio de este apartado. Es una lógica que no es sólo la
de las equivalencias, aunque las tenga que incluir en tensión permanente. Es una mirada
atenta a lo singular, una mirada sensible y una mirada implicada en el mundo. En ese
sentido, me parece evidente que es una mirada amorosa. Es una justicia que se pregunta por
la igualdad sin desatender la diferencia.
Llego, entonces, al último punto del recorrido que quiero proponerles aquí, y que se suma a
las conversaciones que vienen sosteniendo en el curso sobre la cuestión del amor. Recurro a
la literatura: se trata de un ensayo de palabras e imágenes escrito a dúo por las chilenas
Diamela Eltit (escritora) y Paz Errázuriz (fotógrafa), sobre la experiencia del amor entre los
enfermos mentales del hospital chileno de Putaendo1 : Cito (disculpen la extensión):
(Eltit, Diamela y Errázuriz, Paz, El infarto del alma, Francisco Zeigers Editor, Santiago de
Chile, 1999)
Este extracto seguramente podría organizar otra clase, pero no resistí a la tentación de
ponerlo básicamente porque creo que es muy sugerente para pensar en una ética y una
estética del amor no sentimentalista, por fuera de los clichés que suelen acompañar al
discurso amoroso. Creo que habla de la posibilidad de “escuchar” y “ver” algo más que
pobreza, marginación, soledad (la serie que se asocia a los discursos sobre la diversidad), y
encontrar la fuerza vital que nos sostiene a todos, en muy distintas circunstancias. Me gusta,
sobre todo, esa idea de arriesgarse a perder la calidad ciudadana en la entrega amorosa. No
es una lógica de equivalencias la que se pone en acto en una relación afectiva, y la educación
tiene que ser un acto de implicación con el otro y con uno mismo. El lenguaje de la justicia
es muy importante en la educación, y creemos, como venimos sosteniendo desde el principio
de la clase, que la preocupación por las injusticias y la desigualdad no tendría que
abandonarse. Pero también es importante empezar a hablar algún lenguaje del amor (ojalá
nos saliera tan bien como a Diamela Eltit), donde la “calidad ciudadana”, los discursos de
los deberes y los derechos, no lo son todo, porque se juegan otras cosas: la dependencia
mutua, lo irracional, la risa, el llanto, el estómago, el placer, en fin: las pasiones menos
gobernables pero más poderosas.
Ahora bien, ¿es eso todo? No es que sea poco, por supuesto; pero me da la impresión que a
veces nos instalamos demasiado cómodamente en los discursos amorosos, y parece
suficiente con “amar a los niños”, “amar al diferente”. Insisto con la sensación de
incomodidad e inquietud del principio, y a la idea de que hay que vivirla como “tensión
creativa” –en las palabras de Martin Jay-.
El punto es que creo que en la educación, junto al aprendizaje amoroso, se trata del
aprendizaje de las distancias, de las reglas, de algunos criterios o principios más abstractos y
generales con los cuales poner en tensión (sopesar, como los balancines de la justicia)
nuestras decisiones. Y vuelvo a las preocupaciones iniciales explicitadas en esta clase, en
torno a las condiciones histórico-políticas en las que estamos. La cuestión de la distancia
aparece valorada, crecientemente, como un contrapeso valioso a la hora de despegarnos de
tanto impacto directo que generan las industrias culturales. La distancia sería, para una línea
que reconoce en Bertoldt Brecht a uno de sus mejores teorizadores, la posibilidad de la
singularidad, del “disculpe, pero preferiría no hacerlo”, al decir de Carlos Skliar/Bartleby-
Melville. La posibilidad de la libertad, nada más y nada menos.
El tema de la distancia ya había aparecido en esta clase cuando hablamos de los docentes
que pedían “saber menos” de sus alumnos, o cuando, ante el abuso policial, estructuraban
espacios protegidos y mediados por la palabra (esto es, por la construcción de una cierta
distancia) entre policías y las familias de los adolescentes en conflicto con la ley. Creo que
tenemos que trabajar más en esta dirección. Muchas veces, en la urgencia del trabajo escolar
y también urgidos por la demanda amorosa (la propia y la ajena), cuesta tomar esta distancia
justa, que no es negligencia ni es indiferencia, sino es precisamente la posibilidad de ser uno
y ser otro dentro de una relación amorosa. De paso, volvería a leer al escrito de Diamela
Eltit, que dice que al enamorarse se arriesga a perder su calidad ciudadana, no que se pierde
del todo. Toma ese riesgo, y en esa decisión, reafirma su libertad. Algo de ese gesto debería
repetirse en la pedagogía escolar, para que la tensión entre igualdad y diferencia se mantenga
como espacio incómodo pero productivo en la búsqueda de distancias amorosas, de justicias
sensibles.
Referencias:
1-
Bibliografía citada
Arendt, H. (1996). “La crisis de la educación”, en: Entre el pasado y el futuro. Seis ensayos
de filosofía política. Madrid, Paidós.
Auyero, J. (2000), Poor People´s Politics. Peronist Survival Networks and the Legacy of
Evita. Durham, NC & London, Duke University Press.
Bergala, A. (2007). La hipótesis del cine. Pequeño tratado sobre la transmisión del cine en
la escuela y fuera de ella. Barcelona, Laertes.
Corea, C., y Lewkowicz, I. (1999). ¿Se acabó la infancia? Ensayo sobre la destitución de
la niñez. Buenos Aires, Lumen-Humanitas.
Eltit, D. y Errázuriz, P. (1999).El infarto del alma. Santiago de Chile, Francisco Zeigers
Editor.
Fassin, D. (2004). Des maux indicibles. Sociologie des lieux d’écoute. Paris, La
Découverte.
Jay, M., “Must Justice Be Blind? The Challenge of Images to the Law”, en: Douzinas, C.
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