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Principioeducativoderechopenaljuvenil Jaime Couso PDF
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Ahora bien, como aclaración inicial para este trabajo, cuando en este contexto se
habla de “educación” es claro que con esa expresión no se puede hacer referencia a lo
que la pedagogía y las ciencias de la educación entienden por tal. Pues la educación
del derecho penal de adolescentes, como advierte Albrecht (1993: 69) a partir de
la experiencia alemana, es entendida primordialmente como un efecto de la pena,
ya en el sentido de una intimidación individual (a través del “efecto educativo de la
retribución”), ya en el sentido de una “resocialización”. A diferencia de esta educa-
ción “a través de pena”, que requiere de -y cuenta con- el contexto coactivo de la
justicia penal, la educación de la que se habla en la pedagogía y en las ciencias de
la educación aspira al desarrollo de la personalidad, contando con su autonomía y
participación, y considerando plenamente su subjetividad. Para ello –agrega Albre-
cht- también es necesario contar con posibilidades de socialización adecuadas, es
decir, circunstancias vitales que permitan un desarrollo de la personalidad, pero
la disposición y distribución de tales posibilidades de desarrollo -concluye- es
una tarea de política social estatal, no la tarea del derecho penal y la justicia. La
“educación” del derecho penal de adolescentes, en cambio, tiene un único objetivo
sostenible desde el punto de vista constitucional, cual es la “dirección parcial del
comportamiento, en el sentido de la exigencia de un comportamiento legal. Desde
la perspectiva científico social esto último no es “educación” (socialización) sino
exclusivamente control social” (Albrecht, 1990: 108-109).
* Este trabajo corresponde a una versión ampliada de la conferencia ofrecida por el autor el 30 de marzo de 2006 en Oaxaca,
México, en el “Foro Justicia en Materia de Menores Infractores”, organizado por el Consejo de Tutela del Estado de Oaxaca
y auspiciado por la Unión Europea y el Instituto Nacional de Ciencias Penales (Inacipe), de México.
** Profesor-investigador del Centro de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Diego Portales, Chile.
1 En este trabajo no me referiré a lo impropio de la expresión “resocialización”, que asume una serie de supuestos muy
discutibles acerca de la situación del adolescente infractor y su relación con el sistema social. Tampoco ahondaré –aunque
sí haré una referencia a la cuestión- en lo impropio del uso de la expresión “educación” en el marco del Derecho penal de
adolescentes, donde tiene una significación que la aleja radicalmente de su significado científico-social (Albrecht, 1993:
72-73). Para más detalles sobre esta incompatibilidad entre la educación propia de la pedagogía y el Derecho penal de
adolescentes, véase Couso (1998).
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Hecha esa aclaración, la siguiente pregunta guía esta ponencia: ¿queda aún un papel
para la educación y la (re)socialización en el derecho penal juvenil tras la crisis de
la prevención especial y el giro hacia un garantismo proporcionalista?
1. Durante buena parte del siglo XX los sistemas de justicia juvenil inspirados en el
Tribunal de Menores de Chicago se orientaron, a lo menos en el plano del discurso
y la ideología explícita, a la educación y (re)socialización de los menores infractores
más que a su justo castigo (Platt, 1982; García Méndez, 1992).
Para responder a esta pregunta hay que complejizar algo el diagnóstico, complemen-
tado los supuestos que acabo de reseñar con una serie de hipótesis que, si bien no
es posible fundamentar en este lugar, sí cuentan con cierta plausibilidad:
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2 Albrecht niega que en Alemania haya existido un efecto despenalizador derivado del movimiento por los tribunales de
menores (1993: 77).
3 Como lo anunciara polémicamente Martinson en 1974, al evaluar críticamente un amplio espectro de programas de
rehabilitación, en el marco de un estudio destinado a indagar “What Works?” en esa materia. Su conclusión (“nothing
works”), reproducida como slogan a partir de entonces, se convirtió en un símbolo de la crisis de las ideas (re)socializadoras
que comienza a acusarse ya por esos años (Feld, 1999).
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4 Como lo postulara Cohen, en Reino Unido, respecto de las sanciones de base comunitaria, que lejos de reemplazar
a la cárcel por estas sanciones más benignas y orientadas a la reinserción, reclutaban su clientela de un segmento de
criminalidad más bien insignificante, que antes no eran objeto de control alguno (Cohen, 1985).
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asegurada ni puede contarse con ella como una cuestión de principio, sino que
depende de una cuestión empírica, que da cuenta de su base utilitaria. El argumento
utilitario reza “estamos dispuestos, como sociedad, a renunciar al castigo puro y
duro, a cambio de que el adolescente sea sometido a una medida (re)socializadora
que reduzca su peligrosidad delictual, garantizando un comportamiento futuro sin
delitos”; y el presupuesto empírico consiste en que realmente las medidas o san-
ciones ambulatorias ofrezcan una cierta eficacia preventivo-especial, y estén en
condiciones de demostrarlas. En todo caso, si la comparación se efectúa con los
resultados (normalmente negativos) de las sanciones de encierro, entonces la vara
no está demasiado alta: incluso un nulo aporte preventivo-especial (ni aumenta ni
disminuye la peligrosidad delictual) podría ser argumentado a favor de las sanciones
ambulatorias si el encarcelamiento asegura un “plus criminógeno” (es decir, una
mayor peligrosidad delictual como efecto neto de su empleo); pero esta comparación
rara vez se hará de esa manera, pues siempre el encarcelamiento tendrá a su favor su
mayor impacto preventivo-general (incluso simbólico), de modo que las sanciones
ambulatorias, para ganarse un espacio y conservarlo, se encuentran en la necesidad
de demostrar un aporte preventivo-especial, en términos absolutos, es decir, una
cierta capacidad de disminuir la reincidencia. Una condición para ello (entre muchas
otras) es la capacidad para hacer calzar en forma precisa sujetos con programas,
lo que exige procedimientos profesionales de diagnóstico y selección de medidas;
la falta de esta capacidad explica en parte el relativo fracaso preventivo-especial de
las sanciones penales de adolescentes (Feld, 1999: 281).
5 Sobre la base de ese derecho, en Estados Unidos se han presentado demandas judiciales en contra de centros de internación de menores,
por denegar el “derecho al tratamiento”, como un aspecto de la garantía del debido proceso (14ª enmienda), o por violar la prohibición (8ª
enmienda) de penas crueles e inusuales. Pero los menores tienen reconocido, en la jurisdicción federal de los Estados Unidos, un “interés,
basado en el debido proceso, en ser libres de restricciones físicas innecesarias, que les da derecho a un escrutinio más minucioso de las
condiciones de encierro que el que se concede a los condenados adultos” (en Feld, 1999: 275). El fundamento mediato de ese estándar más
alto a favor de los menores se encuentra en la doctrina de la Corte Suprema de Estados Unidos según el cual, cuando el estado encarcela a
una persona con el propósito de tratarla o rehabilitarla, la garantía del debido proceso exige que las condiciones de encierro guarden una
relación razonable con el propósito para el cual fue confinada (Youngberg v. Romeo, 457 U.S. 307 (1982), que recayó en un caso de un adulto
con retraso mental). Esa doctrina fue desarrollada por una corte federal, para el caso de un centro de internación de menores (6 Alexander
S. v. Boyd 876 F. Supp. 773 (1995), fallo disponible en www.jurisprudenciainfancia.udp.cl), que explícitamente señala que el estándar para
los menores es el debido proceso (en relación con el derecho al tratamiento) y no simplemente la prohibición de penas crueles o inusuales
(que se aplica a los adultos).
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6 Según un comprehensivo meta-análisis de Lipsey y Wilson, publicado en 1998, sobre la base de 200 estudios sobre
intervenciones con infractores graves, según el cual “el efecto promedio de las intervenciones fue positivo, estadísticamente
significativo y equivalente a una reducción de reincidencia de aproximadamente 6%, por ejemplo, de 50% a 44%” (citado
por Feld, 1999: 279-280).
7 Redondo, citado por Cillero (2003: 18).
8 Ello ocurriría en algunos tipos de programas, por ejemplo, los de habilidades interpersonales, y los programas familiares,
de training y de comportamiento. Este tipo de programas, según el mismo estudio de Lipsey y Wilson, redujeron las
tasas de reincidencia para jóvenes institucionalizados y no-institucionalizados entre un 15 y un 20 por ciento, si bien
muchos de esos efectos de tratamiento se basaron en hallazgos obtenidos de un número muy pequeños de estudios (3
a 6 casos) (en Feld, 1999: 280).
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11ª Desde el punto de vista de la teoría de los fines de la pena, los déficit de eficacia y
legitimidad de la pena preventivo-especial se han traducido, en el campo del derecho
penal de adultos, en su subordinación a los fines preventivo-generales. Esto significa
que la decisión positiva de sancionar no puede fundamentarse en la expectativa de
(re)socialización o rehabilitación del delincuente, como tampoco puede apoyarse en
ella la decisión de imponerle una sanción de mayor duración. Es un punto de vista
bastante pacífico en el derecho penal (Roxin, 1994: par 3) que esas decisiones sólo
pueden apoyarse en consideraciones de prevención general –limitadas por la medida
de la culpabilidad individual del autor-, que ya vienen fundamentalmente expresadas
en los marcos penales y en las reglas que, basadas en la gravedad del injusto come-
tido en cada caso, permiten al juez moverse dentro de ese marco o salir de él, en
ciertas ocasiones. Dicho de manera más simple, la decisión de sancionar en lugar
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de no hacerlo sólo puede fundarse en que se trata de un delito de tal gravedad que
la justicia no puede “dejarlo pasar”. El propósito de contribuir a la (re)socialización,
en cambio, sirve para fundamentar una reducción de la pena o su no ejecución (o, si
se quiere, para preferir una pena no privativa de libertad, cuando era posible imponer
una que sí lo sea), y con ese efecto, limitador de la pena (no fundamentador de ella),
el ideal (re)socializador se convierte en un derecho del condenado, el derecho a la
(re)socialización, que en algunos países tiene base constitucional (como en España
y Alemania). Un derecho de tal naturaleza se desprende, para los adolescentes, del
Artículo 40.1 de la Convención Internacional sobre Derechos del Niño 11 que en varios
países latinoamericanos tiene rango constitucional.
11 Que reconoce a todo niño (persona menor de dieciocho años) el “derecho… a ser tratado de manera acorde con el
fomento de su sentido de la dignidad y el valor, que fortalezca el respeto del niño por los derechos humanos y las libertades
fundamentales de terceros y en la que se tengan en cuenta la edad del niño y la importancia de promover la reintegración
del niño y de que éste asuma una función constructiva en la sociedad”.
12 McKeiver v. Pennsylvania, 403 US 528 (1971), que supone una diferencia entre el tratamiento a los delincuentes y
el castigo de los criminales, y la emplea como la principal justificación para negar a los menores el derecho a juicio por
jurados (Feld, 1999: 246). Sin embargo, de “un examen crítico de las cláusulas sobre objetivos legales, de las opiniones
del tribunal, de las leyes que regulan la determinación de sanciones a menores, de las prácticas sancionatorias de los
tribunales, de las condiciones del encierro institucional y de las evaluaciones sobre eficacia del tratamiento” resulta que
no es cierto que ambos sistemas “apuntan a diferentes direcciones” ... “Más bien, estos diversos indicadores revelan
en forma consistente que los tribunales de menores castigan a los delincuentes por sus delitos en forma creciente y
explícita” (Feld, 1999: 250-251).
13 Allen v. Illinois, 478 US 364 (1986).
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14 Paradigmática, en este sentido, es la sentencia Nº 591-F-97, del Tribunal de Casación Penal de Costa Rica, emitida en
una causa penal de adolescentes.
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Quinta tesis: Dado que únicamente está justificado emplear el principio educativo
como un límite para la intervención penal, no corresponde recurrir a sanciones,
ni siquiera ambulatorias, si es posible prescindir de toda sanción a través de un
proceso de conciliación entre el autor y la víctima, acompañado en su caso de una
reparación material o simbólica.
• segunda opción, desestimar el caso en la justicia juvenil y derivar el asunto a los servicios
sociales regulares y de protección (o terapia) de la infancia y la familia, cuando el
adolescente tiene necesidades educativas y de socialización insatisfechas que requieren
alguna intervención institucional, que jamás podrá ser sanción encubierta;
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• quinta opción (como “último recurso y por el menor tiempo posible), imponer
una sanción privativa de libertad, en condiciones privilegiadas en comparación
con otros centros, y planteándose desde el primer momento la posibilidad
de reducir su impacto negativo para la socialización a través de beneficios
penitenciarios.
Bibliografía
Feld, Barrie (1999), Bad kids. Race and the transformation of the Juvenile Court.
Oxford University Press, New York – Oxford.
García Méndez (1992), Para una historia del control penal de la infancia: la informa-
lidad de los mecanismos formales de control social, en Bustos, Juan Un derecho
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Roxin, Claus (1994), Strafrecht. Allgemeiner Teil, Band. I. Grundlagen. Der Aufbau
der Vebrechenslehre, 2ª ed., München.
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