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En torno a la crisis de los modelos de intervención social

Fernando Álvarez-Uría

En la actualidad parece claro que existe un malestar entre los profesionales de los servicios
comunitarios. Trataremos aquí de intentar reflexionar acerca del malestar que existe entre los
profesionales del trabajo social, un malestar que se expresa bajo formas diversas.
La hipótesis de Álvarez-Uría, es que la crisis del trabajo social, la crisis de los modelos de
intervención social, lejos de ser un problema reciente, está inscrita en la naturaleza misma de la
profesión desde su institucionalización a finales del siglo XIX.
La intervención social tenía por objeto reparar las fracturas sociales –fracturas asignadas a individuos
de determinadas clases y grupos socialmente relegados– pero sin alterar en profundidad la lógica de
fondo que las generaba. En fin, el trabajo social se sustentó, a su vez, en un principio, de unos
códigos teóricos de intervención bastante ambiguos que fluctuaban entre los saberes de las ciencias
sociales y los valores propios de la filantropía.
El trabajo social, los modelos de intervención social que han existido desde el siglo XIX hasta la
actualidad, han oscilado por tanto entre el control social y la inserción, y es justamente este estatuto
contradictorio lo que provoca el desánimo y lo que será preciso superar en el futuro.
La génesis del Trabajo Social
Se recurre a la Historia no tanto para conocer el pasado cuanto para dar cuenta del presente. La
sociología se convierte así en la ciencia que estudia la génesis y funcionamiento de las instituciones,
el saber que explica las funciones sociales, que desempeñan las instituciones así como los avatares
que les han conferido una determinada conformación en el presente.
Si consideramos el trabajo social como una institución, podemos preguntarnos por el conjunto de los
factores que hicieron posible el nacimiento de este ámbito institucional, así como por las funciones
sociales desempeñadas por esta profesión a lo largo de su historia. Deberíamos indagar también las
condiciones que hicieron posible su aparición. De hecho, el trabajo social presupone la existencia de
un espacio específico de intervención, un espacio especialmente acondicionado para la asistencia o
tratamiento de los problemas sociales que denominamos generalmente con el rótulo
de espacio social.
El espacio social surgió íntimamente ligado a la noción de solidaridad. EI movimiento solidarista
creó, tras la Comuna de París, este ámbito estratégico de primer orden con el fin de superar la cruda
y vieja dialéctica establecida entre el liberalismo y el socialismo. Se trataba de buscar una tercera vía
de solución al problema generado por las bolsas de miseria, de dar respuestas a la cuestión palpitante
de la época: la cuestión social. Frente al modelo liberal inspirado en el laissez–faire, que
hacía recaer sobre el funcionamiento expedito del mercado la clave última de solución de los
problemas sociales, y frente a las propuestas de los sindicalistas y los socialistas, que pretendían
abolir el derecho de propiedad y socializar la riqueza, una serie de reformadores sociales postularon
un espacio neutro para la intervención sin conmociones, un espacio que permitía el juego concertado
de las «reformas legítima»: nacía así el espacio diferenciado de lo social al margen de la política y de
la economía, al margen de la dictadura del proletariado y de los tan insondables como caprichosos
designios de la mano invisible. El objetivo era intervenir con medidas de previsión y protección
social en el seno de las trabajadoras, sin necesidad de conceder a los asistidos derechos sobre el
espacio político, sobre el espacio de la soberanía. Lo que en realidad se proponía, en nombre de la
solidaridad, era ejercer una estrecha tutela del obrero a partir del momento mismo en el que se
producía la quiebra del modelo contractual.
El nuevo dispositivo de seguridad social arraigó en la mayor parte de los países europeos en el
último tercio del pasado siglo, pero fue en la Alemania de Bismarck en donde las leyes sociales –
contra las que votaron en el Parlamento los partidos obreros– favorecieron el empuje del catolicismo
social y sentaron las bases de un nuevo modelo de Estado: el Estado interventor. A principios del
Siglo XX, en la mayor parte de los países occidentales los dispositivos más duros de control –
ejército, cárceles y manicomios fundamentalmente– perdieron gran parte de su negro protagonismo,
tan trabajosamente conquistado tras la Revolución Francesa, para dejar paso a las instituciones de
socialización –familia y escuela principalmente– y a los nuevos mecanismos de previsión social. Las
traumáticas medidas de represión, a las que con frecuencia acudían los Gobiernos liberales para
defender el orden social instituido, fueron sustituidas por medidas de anticipación de los peligros,
medidas reparadoras y preventivas articuladas ahora en torno a un Estado que no abdicaba, como el
liberal, de su capacidad de intervención. Es en este sesgado marco en el que históricamente nace el
trabajo social.
Los principales agentes de la intervención social, los llamados visitadores del pobre, fueron por lo
general mujeres de la burguesía urbana acomodada, predominantemente solteras, con un nivel de
instrucción más bien elevado y animadas de una clara voluntad reformadora. Adoptaron para su
actividad sobre el terreno el modelo médico de la visita domiciliaria. Se pretendía de este modo
proporcionar una solución individualizada a las fracturas sociales. La intervención en el terreno de lo
social sin duda contribuyó a amortiguar las lacras de la pobreza, pero las ayudas conferidas a los
trabajadores tuvieron lugar sin que las clases dominantes cediesen derechos políticos sobre el Estado.
El empuje de las políticas de prevención y el establecimiento de una tutela moral sobre las clases
populares confirieron a estas clases un estatuto de minoría que legítimo el anclaje de los servicios
sociales. Se trataba de educar a la clase obrera, de asistirla e higienizarla; en suma, de regenerarla.
Era preciso conferir a los obreros un estatuto de minoría que justificase el ejercicio unilateral de la
asistencia. A este programa de despotismo ilustrado encubierto prestaron su concurso las pioneras de
la asistencia secularizada. Las primeras trabajadoras sociales proyectaban fuera del
hogar sentimientos maternales producidos y reproducidos en la privacidad para sentar las bases de
las nuevas profesiones femeninas.
Las pioneras de la asistencia social eran las portadoras de los valores morales propios de la
civilización en un medio desarraigado caracterizado por la enfermedad y la depravación, que
aparecían como compañeras inseparables de la miseria. Para su labor misional disponían de la
entrevista codificada, del cuestionario o encuesta a domicilio, en tanto que instrumento privilegiado
de observación y objetivación.
Las primeras trabajadoras sociales encontraron en la filantropía patronal un aliado natural, pero su
acción pretendía ir más lejos: trataba de superar los estrechos límites de la filantropía y de la caridad
para convertirse en una actividad científica.
Podemos detectar algunas ambigüedades que se han perpetuado y que se encuentran, en gran medida,
en la base del malestar que manifiestan los profesionales de la asistencia: la neutralidad del espacio
de la intervención, el objetivo marcado de tutelar e individualizar a la población asistida; la
feminización de lo privado en el espacio de lo público; en fin, el ambiguo estatuto de un saber
práctico ejercido a través del privilegiado modelo de intervención médico-liberal con el fin no menos
ambiguo de fiscalizar y a la vez ayudar a las poblaciones “necesitadas”. Los trabajadores sociales
nacieron, por tanto, vinculados a un programa político de neutralización y a la vez de integración de
las clases trabajadoras urbanas.
Funciones sociales del Trabajo Social
Algunos críticos de inspiración marxista consideran que las intervenciones tienen en general por
objeto reparar y reproducir con cargo a la comunidad a una fuerza de trabajo al margen. Los intereses
de los capitalistas serían en este sentido prioritarios ya que con recursos públicos, cargados a la
cuenta de la comunidad, se recicla en el mercado de trabajo a una fuerza de trabajo que va a incidir
tendencialmente en la baja salarial al incrementar la concurrencia laboral. Desde una perspectiva más
durkheimiana, consideran que la principal función del trabajo social es acondicionar un territorio al
margen que, al designar a unos sujetos como incapaces y desviados, al etiquetarlos y tratarlos, define
a la vez con trazos firmes, el espacio de la patología social –desempleo, enfermedad, marginación,
pobreza–, definición que es de una gran utilidad para el orden establecido, puesto que sin ella no
sería posible la demarcación de la normalidad en tanto que ámbito legitimo de existencia, es decir, en
tanto que marco reconocido de ejercicio de los derechos políticos y ciudadanos. Lo normal no
excluye lo patológico sino que lo precisa como momento de demarcación, como transfondo que hace
posible la definición misma de normalidad y correlativamente sirve de coartada a las instituciones de
normalización. Desde una perspectiva más weberiana, tienden a considerar a los trabajadores
sociales como a nuevos agentes del orden que vendrían a engrosar el ejército en continuo
crecimiento de la burocracia estatal. El Estado, en tanto que empresa de dominación, se vería así
reforzado por unos especialistas de la miseria que harían llegar los tentáculos de la maquinaria estatal
hasta aquellos confines en los que los funcionarios clásicos se detenían. Gracias a unos intrépidos
exploradores de la geografía de la miseria se extiende el espacio público y con él el control público.
El Estado invade los arrabales, extiende su monopolio de la violencia al entrar en territorios vírgenes,
allí «donde la ciudad cambia de nombre».
Los servicios sociales juegan también un pape1 menos fiscalizador y más positivo en relación con las
poblaciones segregadas, una función de inserción de sujetos desafiliados que no debe ser
minusvalorada. Frente a los desajustes del mercado, frente al capitalismo liberal y el imperio del
mercado autorregulador que generan la anomía y la desorganización social, se trataría restaurar las
fracturas generadas por un modo de producción regido por la lógica del egoísmo.
Frente a las sociedades divididas por una abismal desigualdad entre ricos y pobres la intervención de
los especialistas de la pobreza señala una tendencia inversa que asigna a los derechos humanos una
posición de centralidad.
La búsqueda de un nuevo estatuto
Tras la Gran Depresión, tras el New Deal y la derrota de los fascismos, con la implantación del
Estado de Bienestar, se producen importantes cambios en el régimen de protección social.
De la derrota de los totalitarismos parecía renacer como el Ave Fénix el sueño de una sociedad sin
pobres. El Estado keynesiano, mediante mecanismos de redistribución y asistencia, parecía
convertirse en el motor de un complejo entramado maquínico destinado a producir una sociedad
integrada, una sociedad sin fracturas importantes, ni grandes desequilibrios, es decir, una sociedad
que respondiera al imperativo constitucional de la igualdad.
El nuevo Estado asistencial nació como antídoto del fascismo pero también del liberalismo
económico. Los programas, las políticas, seguían, no obstante, emanando desde arriba. Se perpetuaba
la distancia entre los planificadores de las políticas asistenciales y los encargados de ponerlas en
práctica, así como entre estos y las poblaciones asistidas.
El modelo de trabajo social imperante tras la Segunda Guerra Mundial en la mayoría de los países
industriales había sido puesto a punto en la época de la Gran Depresión por las asistentes sociales
norteamericanas y, de forma especial, por el equipo liderado en Chicago por Jane Addams y sus
colegas asistentes sociales en la obra social de Hull House. Su principal técnica de intervención era
el estudio de casos (case-work).
El estudio de casos seguía siendo una forma individualizada de abordar los problemas sociales pero
la superposición de casos permitía establecer tipologías y trayectorias, es decir, modelos construidos
para objetivar la compleja y siempre cambiante realidad social. Estas tipologías, lejos de presentar
analogías con las fotos fijas, permitían definir carreras de marginación o de desviación. Nacían así
las historias de vida, se ponían a punto a partir de la observación participante y de las entrevistas en
profundidad, modélicas monografías sobre los vagabundos o las taxi-dance en las que la riqueza de
cada historia personal servía para caracterizar a un grupo de sujetos humanos en situación de
«dificultad». Las trabajadoras sociales ya nada tenían que ver con los tan combativos como
confesionales ejércitos de salvación en lucha contra la pobreza y el vicio. La batalla se centraba
ahora en ir más allá del concepto de desorganización social. La institucionalización del trabajo social
se operó en relación de contigüidad con el desarrollo de una sociología universitaria de carácter
reformista vertida a demarcar las zonas de diferenciación social de las grandes ciudades industriales.
Con la implantación, durante el período de formación, del Estado de bienestar de un seguro único
capaz de servir de cobertura a las situaciones de riesgo, es decir, de la Seguridad Social, ésta pasó a
ser el sistema dominante de protección de los trabajadores. El optimismo keynesiano implicaba la
creencia en el crecimiento continuo y, por tanto, la tendencia al pleno empleo. La asistencia social
quedaba reservada para asistir mediante ayudas económicas, personales e institucionales, a un grupo
cada vez menor de personas individualizadas descolgadas del sistema salarial en expansión así como
para potenciar en el interior de las empresas la mejora de las relaciones humanas y el apoyo a los
trabajadores en dificultad. Fue así como el trabajo social pasó a formar parte de los programas de
desarrollo del potencial humano. Establecidos y consolidados mediante leyes los mecanismos de
redistribución, planificada la economía desde el Estado, en fin, una vez institucionalizados para
determinados riesgos los derechos sociales, los casos de pobreza y marginación, lejos de cuestionar
el sistema, planteaban más bien la necesidad de encontrar en los sujetos descolgados del grueso de
los trabajadores las raíces de los desajustes.
Con el estallido de mayo del 68, se planteó entonces en muchos países occidentales un intenso
debate en torno al estatuto del trabajo social. Para algunos profesionales de la asistencia social había
llegado el momento de subsumir la profesión en la militancia política. Los partidarios de esta opción
cuestionaban todo el proceso de ideologización, el moralismo y el reformismo, al que contraponían
la necesidad de un compromiso explícito y directo de los trabajadores sociales con las poblaciones
segregadas. Otros grupos, sin embargo, reclamaban una mayor autonomía, la defensa de las formas
comunitarias de acción. A los asistentes sociales les correspondería ahora como principal función
informar a los más discriminados y marginados (que generalmente son también los más carentes de
recursos, los menos informados y los más necesitados) de sus derechos, unos derechos de ciudadanía
que pueden y deben ser reclamados. En fin, un tercer grupo defendía la validez de la vía profesional.
Con la ayuda de los códigos psicoanalíticos de interpretación se podía responder a las demandas y,
por tanto, contribuir a aminorar el sufrimiento de los más desasistidos y sometidos.
La crisis económica que se hizo patente a mediados de los años setenta puso de manifiesto las
insuficiencias del nuevo modelo psicológico profesional. La complejidad de los problemas parecía
cada vez más requerir un nuevo tipo de profesional capaz de ir más allá de la relación dual. Fue en
estos años cuando los trabajadores sociales se integraron en equipos más amplios de intervención
formados por otros profesionales que trataban de cimentar su práctica a partir de otros códigos
interpretativos. En estos equipos multiprofesionales destinados a enfrentarse a la complejidad de la
pobreza y el desarraigo primaba la perspectiva relacional. La teoría de sistemas tendía a sustituir al
psicoanálisis en tanto que teoría de la práctica. Psiquiatras, psicólogos, pedagogos, asistentes sociales
y en menor medida sociólogos se integraban en equipos comunitarios por áreas zonales sin que los
problemas de fondo, relativos a la naturaleza y las funciones del trabajo social, fuesen claramente
explicitados. Durante los años ochenta, cuando la crisis se hizo patente, las ambigüedades, las
contradicciones y también las expectativas y posibilidades de1 trabajo social salieron a flote y se
hicieron palpables. Se produjo et1toncesuna sacudida en los cimientos mismos de la profesión. La
necesidad de objetivar los problemas y de hacer un balance estaban puestas. Era preciso avanzar
respuestas con una cierta urgencia.
Década neoliberal y nuevos retos para el trabajo comunitario
Durante la denominada década neoliberal, la década de los ochenta, las diferencias sociales se
agudizaron en los países occidentales al tiempo que se agrandó el abismo de separación entre los
países del Norte y los países denominados del Tercer Mundo.
El mercado de trabajo se segmentó en diversos estratos de la población laboral con condiciones de
vida e intereses muy diferenciados y en muchas ocasiones contrapuestos desde los diferentes tipos de
parados (los que aún no han accedido al primer empleo, los de larga duración, etc.) y los trabajadores
que se mueven en la zona de la economía sumergida y el trabajo precario, hasta los trabajadores con
contratos «blindados», con contratos por tiempo indefinido. La flexibilización laboral rompió las
rigideces del mercado, pero los trabajadores pasaron a sufrir los golpes de los ajustes y reajustes, y
en esos golpes de acordeón en los que la pervivencia de la empresa pasa por la inseguridad y
flexibilidad de los asalariados muchos de ellos, despedidos y reconvertidos, pasaron a flotar como
náufragos en el mar de la desregulación.
Cuanto más se desestructuraba el mercado de trabajo protegido, más crecía sin cesar el trabajo
precario y el desempleo. La desregulación laboral alimentaba la fragilidad social, una fragilidad
encubierta por la cultura del diseño, por la cosmética y el estilo marcado por las nuevas clases
medias en ascenso.
Urgen, pues, respuestas valientes, innovadoras, que propicien la inserción las poblaciones
segregadas.
Un nuevo perfil profesional
Los servicios sociales burocratizados, jerarquizados, domesticados, funcionando a base del
predominio casi exclusivo de la relación dual, no son ya un instrumento eficaz para luchar contra la
desigualdad. El «trabajo de despacho es insuficiente. Sin embargo, ese trabajo prácticamente no se
hace. Muchos trabajadores hacen explícita la insatisfacción que les produce dedicarse
exclusivamente a trámites burocráticos.
La tendencia en la mayor parte de los países occidentales apunta a intervenir sobre el terreno, es
decir, a sustituir o complementar las políticas administrativas y de carácter central con el trabajo de
campo de carácter local. Las alternativas que se dibujan pasan por una concepción más ágil y eficaz
de los servicios públicos animados por nuevos profesionales capaces de intervenir a la vez con
medidas preventivas y reparadoras ante problemas específicos que han de ser neutralizados
arbitrando también programas específicos. La necesidad de un nuevo modelo de trabajo social que
coincide con el que se viene esbozando en estos últimos años en una gran parte de los países
europeos. Esto supone el planteamiento y la elaboración progresiva de un nuevo perfil profesional.
Castel esbozó un nuevo perfil profesional del trabajador social. El tipo ideal se caracterizaría por los
siguientes rasgos: hombre, de edad que oscila entre los 35-45 años, perteneciente a la generación de
Mayo del 68, con experiencia profesional diversificada e intensa actividad militante, posee un
importante capital relacional –y también una gruesa agenda con direcciones y teléfonos– y requiere
para trabajar un amplio margen de autonomía. Estos nuevos especialistas participarían de un tipo
común de ideología que podríamos caracterizar con el término de idealismo pragmático. Rompen
con el coloquio singular e imponen como imperativo fundamental el trabajo en equipo. Sus
intervenciones están concebidas a corto o medio plazo y se articulan en tomo a proyectos evaluables.
El objetivo principal de este nuevo profesional es el de animar equipos que trabajan en la resoluci6n
de problemas en el interior de dispositivos territorializados.
Los riesgos de la gestión
El primer peligro se deriva de las disfuncionalidades en relación con el trabajo social oficializado. Y
es que los trabajadores sociales tradicionales muchas veces se sienten desplazados y arrinconados
por unos advenedizos que, en su opini6n, carecen muchas veces de las credenciales necesarias para
ejercer la profesión. Los responsables de programas, seleccionados por los responsables políticos de
forma directa y como «hombres de confianza», saltan por encima de los organigramas establecidos
en las Administraciones, lo que provoca insatisfacciones en quienes legítimamente aspiraban
legítimamente a una carrera profesional.
Un segundo peligro se deriva de los límites que en ocasiones imponen los responsables de las
políticas sociales de intervención social. Y es que, en teoría, los objetivos de los nuevos dispositivos
comunitarios pueden ser la inserción de las poblaciones desafiliadas, la prevención de riesgos, la
promoción de la integración social, la respuesta al imperativo constitucional de la igualdad, pero en
la práctica se puede tratar también de acondicionar espacios para neutralizar, sin suprimir, la
marginación. En la práctica cabe la posibilidad de que determinadas políticas, lejos de los
mencionados ideales, traten en realidad de favorecer la dependencia y el clientelismo de las
poblaciones sometidas. La opacidad y la discrecionalidad con las que muchas Administraciones han
manejado hasta ahora los fondos públicos, y en particular los destinados, y en particular los
destinados a los «asuntos sociales», no nos ayudan precisamente a descartar ese riesgo.
Un tercer peligro deriva del carácter multiprofesional de los equipos. El trabajo en cooperación
requiere un proceso de aprendizaje y de rodaje, pero las dificultades se acentúan cuando ese trabajo
lo protagonizan técnicos que objetivan e intervienen sobre los problemas desde diferentes ópticas
profesionales no siempre fácilmente armonizables.
En fin, un cuarto y último peligro estriba en que la necesaria profesionalización de los programas
pueda tecnificarse hasta tal punto que éstos se conviertan en la mejor expresión de una racionalidad
tecnocrática, en mera tecnocracia, es decir, que silencien o ignoren a los destinatarios. Se corre así el
riesgo, desgraciadamente tan frecuente, de que los programas sean pensados y realizados por
gestores a espaldas de los beneficiarios.
Hacia una pequeña “revolución”
El gran reto en la actualidad estriba en articular un nuevo discurso político de la igualdad, en
articular discursos y prácticas críticas que aúnen lo local y lo global, que sin renunciar a lo
institucional impliquen también un compromiso de revitalización de las instituciones democráticas.
Es probable que ese nuevo discurso, lejos de surgir de forma abstracta y distante, sólo pueda nacer de
la comprobación de las desigualdades, de un compartido sentimiento de rechazo de la pobreza, y de
poner en marcha los más variados medios y estrategias para combatirla. En este caso «la pequeña
revolución de los trabajadores sociales estaría aún por hacer, pero encontraría en los procesos de
marginación y desafiliación que se están operando día a día ante nuestros ojos un campo abonado.

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