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INTRODUCCIÓN
Tiempo atrás Pedro Salvador, de seis años de edad, había conocido y trabado extraña
amistad con Cristian Castro, homónimo del baladista mexicano pero firme defensor de
la cultura rock y todas sus manifestaciones, para éste último el evento más importante
del año sin lugar a dudas es la jornada de rock del 31 de diciembre en la Concha
Acústica de la Villaflora a la que llaman desde hace mucho Al Sur del Cielo.
Esta amistad de edades tan lejanas, que si bien no resulta cotidiana no tendrían mayor
extrañeza de no ser por los reiterados y frecuentes pedidos de Pedro a su amigo Pescado
de la música que escucha el rockero. De esta relación de amistad surgió la invitación
que el cuarentañero hiciera al niño y a sus padres al evento de rock del 31 de diciembre.
A la llegada del niño al evento lo primero que le llama la atención es el tener que hacer
una larga fila donde al final sus padres son registrados en búsqueda de armas corto
punzantes y drogas. Él sabe que sus padres no tienen vicios pero sus palabras no
alcanzan para evitar que sus padres sean desvalijados furiosamente y que a su padre le
sea confiscada su correa que, aunque no tiene púas ni cuchillos ocultos, resulta a ojos de
la autoridad peligroso en el evento.
Esto ya lo había visto el año anterior en el mismo evento. Desde entonces sabe que hay
gente que trata mal a los rockeros, por eso jamás hace la señal de cuernos con sus dedos,
esa propia de los rockeros y sus conciertos frente a sus compañeros o la maestra de su
escuela. Porque le han dicho que los rockeros no son buenos, pero Pedro está
empezando dudarlo porque eso significaría aceptar que su amigo pescado es malo y
peligroso, no amable y solidario como su corazón de niño le dicta. Por su lado, Cristian
Castro luego de treinta años de ser parte de lo que él llama la Movida Rock recuerda
que en los tiempos de León Febres Cordero el pelo largo y la música eran síntomas
inequívocos de subversión que debía ser exterminada a cualquier costo, por eso en
dolorosas e innumerables ocasiones vio como a sus hermanos la policía cortó el pelo
con filos de botellas rotas luego de golpearlos y antes de apresarlos por verse y pensar
distinto.
Elementos como los citados han hecho que la historia del rock esté sembrada de
irreconciliable protesta ante una sociedad que encasilla y prejuicia al distinto. Resultan
normales entonces letras que cuestionan al Señor Prohibicionista y cuestionan a una
sociedad que los incordia. Es más, cada 31 de diciembre muchos de los asistentes al
concierto debieron pasar por un templo de alguna religión, los beatos cuando los miran
pasar los califican de satánicos y señalan con sus denos a los rockeros mientras
esconden a sus hijos para que no se contagien de sus efluvios satánicos.
Pedro a sus seis años ama la música que su amigo le enseñó a escuchar, canta de
memoria algunas canciones de sus bandas favoritas y se maravilla ante la pasión con la
que los vocalistas cantan letras que hablan de ser valientes y ser guerreros de Piel y
Metal pero no entiende por qué no le permiten cantar la música que está aprendiendo a
amar sus compañeros y maestros. Él tiene seis años y sabe que no debe mostrar a todos
su condición de admirados de la música rock, su amigo viejo Cristian ya aprendió que
defender lo que ama duele y es complicado. Pero al fin y al cabo vale la pena porque en
la música, cada uno a su manera y memoria, recrean la felicidad a través de la música.
Del compendio de estas dos ópticas sobre el mismo tema haremos un ejercicio de
análisis de cada uno de los contextos que generan prejuicios ante el rockero,
independientemente de su edad, y respondernos a la pregunta evidente: el prejuicio se
crea o se lo lega a os hijos. En cualquier caso, buscaremos saber si el prejuicio es
también una cultura de una sociedad que le cuesta renovar sus horizontes.
“Los riffs que la guitarra de Jimi Hendrix exhaló durante el festival de Woodstock
tuvieron un eco inesperado en Quito hace más de 4 décadas. Inspirados en ese blues
surrealista y rabioso -al igual que en la música de Credence Clearwater Revival o los
Rolling Stones-, un puñado de jóvenes organizaron un concierto en 1972, al que
tuvieron que llamar ‘Festival de Música moderna’ para que las autoridades de la
dictadura, que entonces gobernaba el país, no fueran a impedirles su realización. Pero,
en ese momento, Ramiro “Negro” Acosta, Marco Romero, Xavier Benavides y René
Vinueza quizá no imaginaron que estaban fijando las coordenadas de un enclave para
los roqueros de las 4 décadas posteriores.” (Rodríguez, 2014, pág. 24)
Para el periodista quiteño Pablo Rodríguez, también seguidor de la música rock y toda
su cultura, el evento de la Concha Acústica de la Villaflora es en sí mismo una defensa
de la cultura rock, además de ser también una constatación clara del prejuicio social que
pesa sobre los rockeros específicamente. Por su parte, Cristian Castro manifiesta que
comparativamente los espectáculos de rock son mucho menos peligrosos que los de
otros géneros musicales. Específicamente los eventos de chicha y tecnocumbia
generalmente tienen como lamentable resultado episodios de violencia según él ha
investigado con la misma autoridad policial. A pesar de la manifestado, señala Cristian,
no se requisa a los asistentes a estos espectáculos ni se los despoja de armas u objetos
corto punzantes aunque se han dado casos de apuñalamientos en riñas dentro de
eventos, la conclusión es evidente: aunque los hechos dicen que el concierto de cada 31
de diciembre no ha reportado víctimas de agresiones las requisas a los asistentes se
convierten en ejemplos calaros del prejuicio con el se trata a los rockeros.
A pesar de las agresiones y los prejuicios que pesan sobre ellos, este concierto cumplió
el pasado 31 de diciembre 30 años ininterrumpidos de presencia, hasta convertirse en el
evento rockero con mayor convocatoria en el Ecuador. Diego Brito, dirigente de la
corporación rockera Al Sur del Cielo, manifiesta que durante estas treinta ediciones del
evento de fin de año el público ha tenido una asistencia promedio de 13.000 personas
aunque hubo ediciones, antes de que vallaran la Concha Acústica e impusieran las
requisas que generan una espera promedio de 20 minutos para entrar al espectáculo,
donde se calculó una presencia de público que oscilaba las 20.000 personas.
Los inicios de este espectáculo de cierre de año no fueron fáciles, ni parecía que iba a
generar tanta respuesta favorable del público rockero de la capital de los ecuatorianos,
hace treinta años la hondonada de la Villaflora, si bien prestaba las condiciones al ser
una concha acústica natural no brindaba ninguna facilidad de orden infraestructural ni
física, fue la obstinación de un grupo de jóvenes rockeros los que año tras año empezada
a transformar la hondonada de un parque en el ícono de la presencia rockera en la
capital y en todo el Ecuador. Posteriormente se construye un escenario con las
autoridades de la ciudad reconocían la existencia formal de un evento que convocaba un
número de asistentes en franco aumento de año a año.
Si bien diez años antes personajes relevantes de la historia del rock en el Ecuador como
Ramiro, El Negro, Acosta habían probado múltiples lugares donde poder interpretar su
música preferida, ningún lugar podía ser usado más de una vez, precisamente por el
fuerte prejuicio de una sociedad quiteña aún fuertemente prejuiciosa ante aquellos
distintos que suponían que por vestirse siempre de negro debían ser “necesariamente”
satánicos. Es decir la concha de la Villaflora fue, luego de varios intentos, el lugar
olvidado de la ciudad donde pudieron tocar su música y quedarse por el tiempo.
Pedro y Pescado, dos vidas y dos miradas distintas pero complementarias a un
mismo mundo
Cristian Castro, a quien sus amigos lo conocen bajo el mote de “Pescado” a sus cuarenta
y seis años sigue creyendo que aunque se ha caminado un largo trecho en el camino por
dignificar a la cultura rock el camino restante es largo aún. Reconoce, no obstante, que
aunque se mantiene un marcado prejuicios contra los rockeros se ha superado en algo la
agresión de la que sus hermanos de cultura que cuentan con mayor edad que él han sido
objeto. No era extraño hace tres décadas que encarcelen a rockeros por verse distintos al
prototipo que como sociedad habíamos desarrollado de lo que suponíamos “gente
decente”, incluso, no hace mucho el ex presidente Abdalá Bucaram mandó a aprehender
a un grupo de rockeros y, una vez presos, cortarles el pelo largo con el que se
distinguían como tales.
Al reunirse 15.000 personas y cantar a todo pulmón canciones cuya letra toca temas
como el señalado anteriormente, seguramente se convierte el evento en un acto de
riesgo para el estatus quo de un estado con rabo de paja. Probablemente este sea el
fondo del prejuicio: temor ante un grupo humano que sabe decir frontalmente
embaucador a quien merece este adjetivo.
En este marco de cosas Cristian Castro, gracias a una larga amistad con sus padres,
conoció a Pedro Salvador, él tiene seis años y hace tres recibió como regalo su padre un
par de discos de música heavi metal. No sabía que este se convertiría en un regalo para
su hijo más que para el padre. El niño escuchaba como hipnotizado esa música extraña y
a la siguiente visita del rockero a casa de sus padres le confesó que le gustaba esa
música y le pidió más música, incluso aprendió a admirar a lagunas de las bandas
nacionales e internacionales de ese extraño género musical.
Este treinta y uno de diciembre acudió con sus padres al concierto de La Concha
Acústica de la Villaflora, pudo ver a quienes hace treinta años creaban este evento.
Aplaudió sorprendido cuando Ramiro, el Negro, Acosta tocaba la guitarra eléctrica con
la boca y en la tarde vio como el evento del que hablaba desde hace meses antes
terminaba antes de lo establecido por orden de una comisaria que no podía entender que
un evento de ese tipo pueda existir. Al abandonar la Concha Acústica, cuando se
despedía de su amigo Pescado, y le conto a su amigo y a sus papás que algún fotógrafo
le había tomado una fotografía cantando una de sus canciones favoritas y haciendo la
señal de los cuernos, típica de los rockeros. Estaba algo preocupado porque, dijo, que no
sabría qué hacer si alguno de sus compañeritos de la escuela llegaba a ver esa fotografía.
Un comentario posiblemente inocente guardaba el miedo que niño había tenido que
vivir ante el prejuicio. Sus compañeritos no consideraban que esa música sea buena,
incluso alguno amenazó a Pedro con contarle a la profesora del grado que Pedro es
rockero. De esta manera el niño aprendió que aquella señal que ama hacer con sus dedos
pequeños cuando oye su música favorita inevitablemente le delataba y el gusto por la
música rápida y fuerte que le apasiona por su ritmo y letra debe ser guardado como un
secreto porque nadie lo entenderá.
Con temor en clase de educación musical tomó el valor necesario para decirle a su
profesor que le gustaría aprender a tocar la batería. Ante un pedido de un alumno suyo
tan poco común le preguntó al niño que a qué se debía el querer aprender a tocar un
instrumento tan poco común. Pedro contó a sus papás que no le quedó más remedio que
contarle a su profesor su secreto. Le había pedido a su profesor que le permita acercarse
a su oído porque necesitaba contarle un secreto. El profesor accedió, fue entonces
cuando Pedro le dijo en voz muy baja a su profesor “es que soy rockero y por eso me
gustaría tocar la batería” luego contó a sus padres que el profesor le conto, también en
secreto, que él también era rockero pero que no le vaya a contar a las monjitas del
plantel porque ellas tampoco lo sabían y posiblemente no les gustaría tener en su plantel
a un profesor de música que prefiera ese estilo de música infernal.
Finalmente constó a sus padres que ahora tiene un secreto con su profesor y que una vez
incluso, al salir de la sala de música, se atrevió a hacerle la señal de los cuernos
rockeros al profesor porque ya nadie lo estaba viendo y que el profesor, luego de
percatarse también de que nadie lo mire, le respondió con la misma señal.
A Pedro y Cristian Castro les separa cuarenta años de diferencia pero los dos, en cada
uno de sus contextos viven efectos del prejuicio ante una condición de pertenecía a una
cultura urbana poco ortodoxa. El adulto aprendió a vivir toda su vida bajo el estigma de
ser roquero ante una sociedad que maltrata al distinto. Por su parte Pedro, el niño de seis
años, sabe que los niños de su edad ven muy mal su condición de rockero y por ello
debe ocultarla.
Este hecho, como se ha intentado demostrar a la largo del presente ensayo, entraña un
problema social aun mayor: el prejuicio. Lo dolorosamente extraño del caso es que son
los niños de nuestra sociedad los que saben ya crear prejuicios y membretar al distinto.
Es decir, estamos amamantando a la más clara opción de ternura para nuestra sociedad
de juicios pre construidos e injustos por infundados y arbitrarios. La necesidad de
comprender que la riqueza de un pueblo radica, precisamente, en la diferencia entre las
personas y los grupos humanos que lo conforman; y que la tolerancia no es más que una
falsa permisividad que la mayoría otorga a mas minorías distintas por tal, la respuesta
debería ser pasar de la tolerancia al franco y fraterno respeto a la diferencia del prójimo
entendiendo que precisamente esa diferencia se constituye en la posibilidad de
complementar lo que nos falta con la diferencia que el distinto posee. Posiblemente ese
será el mejor legado que como sociedad podemos legar a nuestros hijos.