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GIOVANNI PAPINI
Presentacion
Giovanni Papini nació en Florencia, en 1881, y murió en 1956. Sus letras marcaron toda
una época y tuvieron honda influencia en la literatura italiana, así como le allegaron al
autor el reconocimiento internacional. Polemista apasionado, Papini dejó en su
autobiografía, Un hombre acabado, una melancolía en páginas que para muchos
representa su obra maestra. Como ensayista se hizo célebre con sus libros El diablo, Don
Quijote del engaño y Gog. Ya en la madurez, se convirtió al catolicismo y escribió las
biografías de Miguel Ángel, el Dante y la célebre Historia de Cristo. En palabras de Jorge
Luis Borges, "Si alguien en este siglo es equiparable al egipcio Proteo, ese alguien es
Giovanni Papini, que alguna vez firmara Gian Falco, historiador de la literatura y poeta,
pragmatista y romántico, ateo y después teólogo".
El propio Borges dice que "hay estilos que no permiten al autor hablar en voz baja.
Papini, en la polémica, solía ser sonoro y enfático". En estos cuentos apenas se escucha
la voz del autor, son narraciones en murmullos. El lector de estas páginas recorrerá los
laberintos compartidos y enigmáticos de la intimidad humana. Los personajes parecen
fantasmas desconocidos; figuras que sólo aparecen en las páginas de un libro y, al
mismo tiempo, delatan rostros que vemos todos los días en los espejos. Papini narra con
una sencillez y claridad cuya lectura no sólo entretiene sino también provoca. Que un
hombre sea preso de él mismo, que los hombres se puedan apropiar de los demás, que
las almas sean una mercancía cotizada y que nuestros propios retratos sean caras
cambiantes; nos provoca una reflexión personal más allá de los párrafos. Papini también
provoca al escritor que todos deberíamos llevar dentro; parecería entonces fácil emular
sus fábulas, continuar sus cuentos y seguir su ejemplo de letras, pero esta provocación
es engañosa, pues pocos han logrado narraciones de tal perfección como la alcanzada
por Papini en estos breves cuentos. Quizá la provocación más evidente de estas páginas
sea la inevitable invitación a proseguir la lectura, pues como todos los grandes escritores,
Papini es un autor que no sólo debe leerse, sino que se deja releer fácilmente y ése es el
mejor homenaje que le podemos rendir.
El hombre de mi propiedad
I
Como, desde hace muchos años, he dejado de escribir un Diario, no
puedo decir con exactitud cuánto tiempo hace que me encontré el
cuerpo y el alma del Amigo Dité. Probablemente, dada mi distracción,
no me di cuenta en qué día preciso mi segunda sombra —aquella
sólida y relativamente viva— se decidió a entrar en la escena poco
iluminada de mi vida.
Todo esto era al mismo tiempo gracioso y fastidioso. "Tal vez —pensé
— se trata de un humorista desocupado que quiere divertirse a mi
costa." Me decidí a resolver la duda por el medio más expeditivo: me
planté delante de mi acompañante con intención de preguntarle:
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—Perdóneme. Se lo explicaré todo, me presentaré inmediatamente:
soy el Amigo Dité. No tengo profesión conocida, pero eso no tiene
importancia. Tenía muchas cosas que decirle, pero hasta ahora...
También deseaba escribirle; le escribí dos o tres veces, pero no tengo
la costumbre de enviar las cartas. Por lo demás, soy un hombre
vulgarísimo e incluso sano, a lo que parece, alguna vez...
—Tal vez tomaría usted algo. ¿Un poco de "marsala"? ¿Un café?
—No le comprendo...
—Perdone...
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mismo no eres capaz de procurarte una vida semejante, porque estás
falto de imaginación. No te queda más remedio que buscar un creador
de héroes extraordinarios y regalarle tu vida, para que haga de ella lo
que quiera y la pueda transformar en algo más bello, más imprevisto,
más insospechado...
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II
Aquella noche no me fui a acostar con el negro aburrimiento de las
otras noches. Tenía algo nuevo y grave en que pensar, y podía muy
bien aceptar una noche de insomnio. Un hombre se había convertido
en una cosa mía, de mi entera propiedad, y podía dirigirle, empujarle,
lanzarle a donde quisiese; experimentar en él los efectos de las
emociones raras y las combinaciones de aventuras de nuevo estilo.
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los padrinos a su ofensor, y yo me apresuré a presentarle dos amigos
que le obligaron, de mala gana, a cruzar su espada con mi cómplice.
El Amigo Dité no sabía esgrima, y tal vez por eso, tirando
alocadamente desde el principio, consiguió herir a su adversario
bastante gravemente. Aproveché esto para hacerle comprender que
era necesario que se alejase de la ciudad, pero él no quiso apartarse
de mí y prefirió ser juzgado. Fue condenado a tres meses de cárcel.
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—En conclusión —me dijo— no he encontrado, hasta ahora, nada
verdaderamente extraordinario en todo lo que ha hecho usted por mí.
Perdóneme si le hablo con franqueza, pero debe reconocer que en sus
novelas da muestras de una imaginación mejor y mayor. Reflexione
un momento: un rapto, una mujer enmascarada, un duelo, una fuga,
un fantasma. No ha sabido encontrar nada mejor que esos trucos
antiguos de novela francesa. En Hoffmann y en Poe hay cosas más
terribles, y en Caboriau y Ponson du Terrail, más complicadas. No
comprendo, ciertamente, la repentina decadencia de la imaginación
de usted. Los primeros días comencé a hacer todo lo que usted
ordenaba, esperando vivir una vida bella, pero pronto me di cuenta de
que la vida de usted era igual a la de los demás millones de hombres,
y pensé que todo su genio estaba reservado a los personajes de sus
novelas; pero ahora comienzo a dudar también de esto, y, con
desagrado, me veo obligado a decirle que, si antes de terminar el
plazo del contrato no encuentra algo más fuerte, me veré obligado a
buscarme otro dueño.
Queridísimo amigo:
En la tarde del sábado ordené que estuviese dispuesto un cab para las
ocho en punto, porque habitaba en una pensión muy alejada de la del
Amigo Dité. El coche se retrasó hasta las ocho y cuarto y yo intenté
hacer comprender al cochero que tenía mucha prisa. El caballo
comenzó, al principio, a correr con una especie de fingido galope,
pero después de diez minutos cayó de mala manera al suelo. Como
no era posible levantarlo en seguida, pagué al cochero y corrí a pie,
en busca de otro coche. Afortunadamente, lo encontré allí cerca, y
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calculé que llegaría a las nueve en punto a casa del Amigo Dité.
Comenzaba a estar un poco preocupado porque la niebla era muy
espesa y bastarían cinco minutos de retraso para ocasionar la muerte
del desgraciado.
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El prisionero de sí mismo
I
El castigo no me parecería completo si no contase a los demás, antes
de morir, una parte de mi vida. Por inverosímil que pueda parecer a
los hombres sanos, creo que será leída con provecho por aquellos que
no sientan repugnancia a estudiar el alma humana.
Animado por este feliz éxito, continué del mismo modo —no más de
cuatro o cinco veces al año— realizando similares y bien calculadas
supresiones. En poco más de dos años murieron misteriosamente a
mis manos: dos muchachas, un cura, un mozo de cuerda borracho;
tres jóvenes bien vestidos, de los cuales no supe nunca el nombre ni
la condición; una patrona de casa de huéspedes, un antiguo profesor
mío y un emigrante alemán. Para no levantar sospechas, fingía
ocuparme en historia del arte y realizaba con este motivo largos
viajes por Italia y el extranjero. A mi casa, donde había reunido
cuadros, estampas, mármoles y cerámica en gran cantidad, venían
con frecuencia unos cuantos aficionados maniáticos y dos o tres
jóvenes estudiosos. Operaba, naturalmente, en diversas ciudades y
con medios diferentes. Rechazaba los instrumentos vulgares, como el
cuchillo y el revólver, y prefería procedimientos más refinados e
indirectos para procurar la muerte: ahogar en el agua,
envenenamiento a pequeñas dosis, inoculación de enfermedades
incurables o fulminantes, incendios, caídas en apariencia casuales,
escapes de gas, y otros semejantes. Había adquirido, en el manejo de
estos medios, una seguridad que muchos asesinos profesionales me
habrían envidiado. Prescindiendo siempre de cómplices y
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guardándome mucho de coger nada que perteneciese a las víctimas,
aunque se tratase de ricos, no corrí jamás peligro de ser descubierto.
No teniendo rencores, ni pasiones que desfogar, ni hambre de dinero,
podía acometer con frialdad las empresas más complicadas, y no me
dejé llevar nunca de la tentación de obrar improvisadamente, aunque
la ocasión pareciese favorable. Por grande que fuese el terror de mis
conciudadanos y la obstinación de la Policía, no me ocurrió nunca que
se sospechase de mí, ni que fuese interrogado. Mi vida, un poco
extraña, de aficionado rico y vagabundo, me ocultaba enteramente.
Había llegado a ser infalible en el arte del disimulo. Para no mostrar,
ni aun lejanamente, una señal de mi actividad delictiva, no quise leer
nunca ni las memorias de Canler, ni de otros célebres polizontes, ni
las alabadas aventuras de Sherlock Holmes y de sus imitadores, ni
tampoco el famoso libro de De Quincey, cuyo título —El asesinato
considerado como una de las bellas artes— me atraía mucho.
II
Esta vida duró casi tres años y estaba a punto de cumplir los
veintisiete cuando cambió de repente mi doble existencia.
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entonces muy poco gusto leyendo en los periódicos las
investigaciones inútiles de la justicia. El delito ya no me divertía. ¿Qué
otra cosa podía hacer? Todo lo demás no vale la pena de que sea
ocultado.
Una sola cosa "nueva" podía hacer: castigarme. Pero ¿cómo? No tuve
ni un solo momento la intención de denunciarme. Mis coartadas eran
tan ingeniosas, todos los instrumentos y documentos habían sido tan
cuidadosamente destruidos, que no podía esperar que consiguiese
persuadir a la Policía ni a los jueces. Me hubieran creído loco y me
habrían encerrado en un manicomio, donde no hubiera tenido la
suficiente tranquilidad para una verdadera expiación.
Pensé que la pena debía ser oculta como la culpa y que debía
esconder la prisión como había escondido los delitos. Yo mismo fui mi
acusador, mi juez, mi defensor. Revisé uno a uno mis asesinatos,
todas las circunstancias en que los había cometido; los cálculos, las
premeditaciones y las circunstancias agravantes; mi dura crueldad, mi
hipocresía monstruosa. Consideré los sufrimientos de las víctimas, las
lágrimas y los daños de los que habían quedado, la piedad y el pavor
de los ciudadanos, las inútiles fatigas de la Policía, los gastos del
Estado, y todo lo demás que había arrostrado sin temblar. Me defendí
cuanto pude con todos los sofismas aprendidos en Stendhal, en
Stirner, en Nietzsche, en Oscar Wilde y en otros inmoralistas más
oscuros; pero de nada valieron los subterfugios de mi inteligencia
contra la convicción de mi alma. Los ojos de los hombres habían
despertado mi conciencia: había destruido muchas vidas humanas y
debía ser castigado sin piedad.
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casa se hallaba muy alejada de las carreteras y de los pueblos, y mi
carcelero fingió haberla alquilado para guardar el heno y la cebada.
III
Desde el primer día comprendí que había conseguido lo que mi alma
buscaba desde su nacimiento. Mi voluntad más constante había sido
la de esconder mi vida, pero hasta entonces no había conseguido
esconder más que "algunas" de sus partes —las más odiosas
ciertamente—, pero pocas. Mucha parte de mi vida, aquella práctica,
externa, animal, social, se había desenvuelto ante los ojos de los
otros, y la mayor parte de mis actos habían sido un espectáculo diario
para los extraños. Cada uno de nosotros vive y "es mirado" por
alguien, y casi en todos los momentos es "actor" para alguien: es
entrevisto, visto, observado, espiado. Ahora, en cambio —¡finalmente!
—, mi vida entera quedaba escondida y secreta. Para todos los
hombres, a excepción de uno, estaba ausente, desaparecido,
desconocido, como muerto. Seguía viviendo, pero como encerrado en
un ataúd, en un sepulcro, bajo la tierra, fuera de la tierra. Podía
pensar, pero nadie sabía nada de mis pensamientos; podía hablar,
pero nadie escuchaba mis palabras; podía obrar, pero a nadie ver y
contar acciones. Desde aquel día, por treinta años, por trescientos
sesenta meses, por casi once mil días, estaría separado de los
hombres; sin ver una cara nueva, sin oír una voz conocida, sin recibir
un saludo lejano, sin ocuparme en un asunto, sin saber lo que ocurre
en el mundo. Cuando reapareciese entre los hombres, ninguno me
reconocería; todos los que conocí estarían dispersos, desaparecidos,
sepultados, y yo ya no comprendería las palabras de los nuevos
hombres, después de tantos años de alejamiento y de mudanzas.
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Por la ventana no veía más que el cielo, el sol, las nubes y alguna vez
la luna y, apoyando el rostro contra la reja, podía columbrar, muy a lo
lejos, un breve horizonte de campos solitarios.
Muchas veces soñaba con los ojos abiertos; volvía a ver los
momentos, los espectáculos de mis años de libertad; todos los rostros
que había visto o entrevisto se me aparecían en la memoria, uno a
uno, todos con una leve sonrisa bonachona; me parecía volver a oír
voces de mucho tiempo olvidadas; recordaba, de pronto, un chiste
insulso oído en el teatro o una frase oscura cogida al vuelo por la
calle.
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Durante muchos años no me ocurrió casi nunca que me acordase de
mis delitos, y si me venían a la memoria, conseguía rechazar el
recuerdo sin mucho trabajo. Mi sueño estaba vacío: no soñaba, o no
me acordaba de mis sueños. Pasaba largas horas contemplándome en
el espejo. Algunas veces, a fuerza de contemplar mi imagen, me
parecía que ya no era yo: me olvidaba de quién era y de dónde
estaba. Entonces comenzaba a gritar, a llamarme y, finalmente, me
reconocía. Con el espejo pude seguir, mes por mes, año por año, mi
rápida decadencia. Todos los días hacía un atento examen de mi color,
de mi delgadez, de las manchitas de mi piel, del color de mis cabellos,
y podía asistir, grado a grado, a la disolución de mi cuerpo.
Así pasaron muchos años sin que yo sintiese, ni por un solo momento,
el deseo de la libertad. El verdadero aburrimiento de la separación
comenzó únicamente después de trece años. Todo aquello que podía
observar y estudiar en torno mío ya me era conocido, familiar hasta la
náusea. Había leído y releído numerosas veces los cuatro libros que
había llevado conmigo —Las mil y una noches, el Gil Blas, un tratado
de química y la Historia de Port-Royal, de Sainte-Beuve— hasta el
punto de que me los había aprendido de memoria, desde la primera
hasta la última palabra, y habría podido recitarlos comenzando por
cualquier página. Había explicado y comentado, para mí, dentro de
mí, cada narración, cada frase, cada fórmula. Había reescrito más de
una vez, en mi cabeza, las mismas aventuras y las mismas teorías;
había imaginado continuaciones, ideado modificaciones, reunido
posibles glosas e hipotéticos comentarios.
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Algunos de los asesinados se hallaban ya aburridos y desesperados en
el momento en que los había asesinado; los demás reconocieron que
el resto de su vida —"ahora que sabían"— hubiese sido más triste que
la tranquila del cementerio.
IV
Así transcurrieron más de veinte años en mi prisión lejana y solitaria,
sin que ningún acontecimiento viniese a cambiar mi vida. Una vez o
dos, el campesino permaneció dos días seguidos sin venir porque se
hallaba enfermo —las voces de las pastoras cambiaron cada tres o
cuatro años—; una vez oí voces de hombres bajo mi torre; una noche
mi habitación se vio alumbrada por el fuego que se había declarado
en un bosque vecino; éstos, para mí, fueron los hechos importantes
de todo aquel tiempo.
Los tres años que siguieron a los primeros veinte fueron los más
singulares de mi vida. Pasaba casi todo el tiempo tendido en la cama,
sumido en un sopor perpetuo que no era ni vigilia, ni sueño, ni
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ensueño. Durante el día no discernía nada; me parecía únicamente
que una luz intensa, blanca, cegadora cubría como una niebla
luminosa todo lo que existía. Cuando llegaba el campesino, tenía que
coger a tientas el pan que me ofrecía y, apenas había comido,
apoyaba la pesada cabeza sobre la almohada, y mi boca estaba
amarga y seca como al día siguiente de una sucia borrachera.
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movimientos, la lentitud de mis ideas, la imposibilidad de encontrar a
esta edad nuevos amigos me hace vivir solo en medio de millones de
hombres, como en mi torre. He intentado, alguna vez, parar en la
calle a algún joven para contarle mi historia, pero todos sienten
repugnancia hacia mí y me juzgan un enfermo fastidioso salido de
repente de lo desconocido. Mi casa ha sido destruida para hacer sitio
a una calle más ancha; mi nombre ha desaparecido de los registros
de la ciudad y de la memoria de los hombres. Ya no soy nada para los
demás y casi nada para mí. Desde que he vuelto entre los demás, no
puedo respirar bien, mi pecho está oprimido por un aire pesado; todo
lo que me rodea parece lleno de polvo. No consigo apasionarme, y
recuerdo únicamente, casi con deseos, los balidos desgarrados y
tristes de las ovejas lejanas.
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El mendigo de almas
Había gastado en un café, a primeras horas de la noche, los últimos
céntimos que me quedaban sin que la acostumbrada bebida me
hubiese dado la inspiración que buscaba y de la que tenía inmediata
necesidad. En esos tiempos pasaba casi siempre hambre, hambre de
pan y de gloria, y no tenía padres ni hermanos en el mundo. El
director de una revista —un hombrecillo pálido y taciturno— aceptaba
mis cuentos cuando no tenía nada mejor para publicar, y me daba
cada vez cincuenta liras, ni más ni menos, fuera el que fuese el valor
y la extensión de lo que le llevaba.
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cualquiera, el hombre vulgar de quien implorar la caridad de una
confesión.
—No tema nada señor —le dije con mi voz más melodiosa—; no soy
ni un asesino ni un ladrón, y ni siquiera un mendigo. Un mendigo,
verdaderamente, sí, pero no pido dinero. No he de pedirle más que
una sola cosa, y una cosa que no le cuesta nada: el relato de su vida.
—No soy lo que usted se cree, señor; no soy un loco. Soy únicamente
algo semejante: soy un escritor. Debo escribir para mañana un cuento
y este cuento me salvará del hambre, y quiero que me diga quién es
usted y cuál ha sido su vida, a fin de que pueda hacer el argumento
de mi cuento. Tengo necesidad absoluta de usted, de su confesión, de
su vida. No me niegue este favor; no rehuse a un miserable esta
ayuda. ¡Usted es el que yo buscaba, y con la materia que me
proporcionará escribiré, tal vez, mi obra maestra!
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Al oír estas palabras, el hombre pareció conmoverse y ya no me miró
con terror, sino más bien con piedad.
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tranquila, igual, regular, sin muchas alegrías, sin grandes dolores, sin
aventuras...
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El que no pudo amar
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vestidos claros. Pero el amor no vino. El amor fue para mí una
palabra. No sentí ninguna de aquellas palpitaciones que hacen poner
pálidos de repente los rostros de los hombres. No tuve sobresaltos ni
estremecimientos a la vista de un querido rostro, al sonido de una voz
clara. Mis sentidos se despertaron, pero mi corazón permaneció
tranquilo, pausado, como antes. Tenía el deseo del amor, pero no la
capacidad de amar. Comprendía que no amaría nunca, que no podría
conocer nunca los extravíos y los perfumes de la pasión. Comprendía
que podría disfrutar de las mujeres, que podría hacerme amar por
ellas, pero que no conseguiría agitar por un solo momento mi corazón
o turbar mi alma. No quise creer en los primeros tiempos en esa
imposibilidad de amar y busqué todos los caminos para desmentir mis
primeras experiencias, ya que creía en la belleza y en la grandeza del
amor, y no quería que las mujeres fuesen para mí únicamente un
juego y un pasatiempo. Traté, pues, de hacer nacer en mí, por todos
los medios, esa pasión de la que me sentía espontáneamente
incapaz; probé todos los métodos para que se desarrollara en mí,
aunque no fuese más que por una sola vez, la loca llama del amor.
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innumerables mujeres, sentí latir sobre mi pecho innumerables
corazones de amantes, y, sin embargo, ni por un momento fui capaz
de fundir mi alma con la de la que amaba. Me hallaba a su lado con el
espíritu frío, insensible, lúcido: interesado únicamente en las formas
de sus miembros y en la graciosa curiosidad de sus pequeñas almas
ardientes. Las miraba a los ojos —ojos negros, ojos azules, ojos
grises, ojos de espasmo y de pasión— y veía en ellos reflejarse mi
rostro, y veía brillar la alegría de ellas al sentirme a su lado, y, sin
embargo, mis ojos no se velaron ni por un instante, y cuando las
había poseído, las dejaba sin remordimientos.
"Se dijo entonces que yo era un vil lujurioso que buscaba el placer del
cuerpo y despreciaba el amor, ¡cuando yo iba de mujer en mujer, de
aventura en aventura, para buscar precisamente el único amor, y mi
volubilidad nacía de la constancia en quererlo encontrar, y mi capricho
nacía de la desesperación de no encontrarlo! Creían que yo me
divertía, cuando estaba triste por mi vana persecución; dijeron que
era cruel, cuando la suerte era cruel conmigo. Buscaba mil mujeres
porque no conseguía amar a una sola para siempre, y se imaginaban
que yo quería burlarme de todas. No vieron bajo la aparente ligereza
del voluble caballero toda la rabiosa tristeza del 'amante no
correspondido por el amor'. Muchos corazones de mujeres sufrieron
por mi culpa, pero ninguna conoció, ni en las lágrimas ni en los
sollozos del abandono, toda la acerba desesperación de mi alma no
satisfecha de la mórbida carne ni de las veloces fortunas. Bajo la
máscara de mi leyenda se halla la amarga sonrisa del que fue amado
demasiado y no consiguió amar."
—Lo que has dicho es tal vez verdad y ciertamente terrible. Pero no
has dicho más que la causa interna, la prehistoria de tu leyenda, y no
has ofrecido ninguna nueva interpretación, no has añadido ningún
nuevo sentido. Yo, que hace siglos y siglos recorro el mundo y he
aprendido a meditar en la soledad; yo, que he llegado a ser como el
errante Edipo, descifrador de enigmas y filósofo trágico, comprendo
perfectamente la moraleja que se desprende de tu lamentable
historia. Aquello que los hombres han querido condenar y matar en ti
es "el amor a la diversidad, el amor al cambio". Ante tu ir de mujer en
mujer, ante la continua movilidad de tus gustos y de tus deseos ellos
han levantado la blanca y rígida estatua del Comendador, el
verdadero símbolo, diría un lógico, del inmóvil concepto ante la
continua variedad de la intuición. ¡Y por eso, oh Don Juan, eres mi
hermano! También en mí los hombres han expresado su odio y su
miedo al cambio.
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nos han querido escupir con desprecio. Pero nosotros corremos, ¡oh
Don Juan!, nosotros corremos más de prisa que ellos y ellos irán
pronto bajo tierra a incubar su económica felicidad."
—Bajo la máscara de mi leyenda hay tal vez una sonrisa, una amarga
sonrisa, pero dentro de mi corazón no hay más que angustia, siempre
renovada por mis desilusiones. Ahora ya soy viejo, y no sabré nunca
que cosa es el amor. La mujer que buscaba no me ha salido al
encuentro por ningún camino, y cuando ha llegado la vejez y he
tenido necesidad del reposo y de cuidados, no he encontrado más que
una pobre criada que haya querido cuidarme.
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La última visita del Caballero Enfermo
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ruego, porque tal vez no podré repetirle dos veces las mismas cosas,
y es, sin embargo, necesario que las diga al menos una vez.
"No se figure que hablo con enigmas o por medio de símbolos. Lo que
le digo es la verdad, toda la sencilla y tremenda verdad. ¡Cese, pues,
de dilatar sus pupilas a causa del estupor!
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necesario, sin embargo, que supiese quién era mi soñador para
dilucidar el sentido de mi vida. En los primeros tiempos me espantaba
al pensar que pudiese bastar la más pequeña cosa para despertarlo,
esto es, para aniquilarme. Un grito, un rumor, un soplo podía de
pronto precipitarme en la nada. Amaba entonces la vida, y por eso
me torturaba vanamente para adivinar cuáles fuesen los gustos y las
pasiones de mi ignoto poseedor; para dar a mi existencia aquellas
actitudes y aquellas formas que pudiesen serle gratas. Temblaba a
cada momento ante la idea de realizar algo que pudiese ofenderle,
asustarle, y, por lo tanto, despertarle. Imaginé durante algún tiempo
que era una especie de paterna divinidad evangélica, y por eso
procuré llevar la más virtuosa y santa vida del mundo. Otras veces
pensaba que podría ser algún héroe pagano, y entonces me coronaba
con pámpanos, cantaba himnos báquicos y bailaba con las frescas
ninfas en los claros de la selva. Creí, finalmente, una vez, que
formaba parte del sueño de algún sublime y eterno sabio, que había
conseguido llegar a vivir en un sublime mundo espiritual, y pasé
largas noches velando inclinado sobre los números de las estrellas, y
las medidas del mundo, y la composición de los vivos.
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también a los hombres, ¿no es verdad? ¿Y ocurre que se despiertan
cuando se dan cuenta de que sueñan?
—¿No cree usted que todo esto es verdad? —dijo—. ¿Cree que
miento? ¿Por qué no puedo desaparecer, por qué no tengo libertad
para acabar? ¿Soy, tal vez, parte de un sueño que no acabará nunca?
¿El sueño de un eterno durmiente, de un eterno soñador? ¡Quíteme
esta idea espantosa! Consuéleme un poco; sugiérame alguna
estratagema, alguna intriga, algún fraude que me suprima. Se lo pido
con toda el alma. ¿No tiene, pues, piedad de este aburrido espectro?
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El espejo que huye
—Señor Hombre —le dije—, este tren que acaba de llegar, ¿no le ha
dicho nada referente a nuestro asunto? ¿No ha oído su contestación?
¿Quiere que yo se lo repita, yo, humilde traductor, puesto que sé
traducir la lengua de los trenes y de muchas otras cosas? Hasta hace
pocos minutos este tren corría a una velocidad media de ochenta
kilómetros por hora —pequeño mundo apresurado e iluminado, a
través de la campiña solitaria y brumosa—. Y he aquí que de pronto
se ha parado, y los habitantes de la pequeña ciudad en fuga han
desaparecido, y el maquinista se seca la frente con aire poco
satisfecho. Las ruedas se han parado tristemente sobre los rieles, y
los vagones vacíos y oscuros encuentran a faltar las charlas de los
viajeros y las abigarradas maletas. Así termina una fuga cuando se
viaja sobre ruedas. Pero dejemos el tren y volvamos a los hombres.
En este momento estoy pensando una cosa absurda y voy a decírsela
a usted, señor Hombre, y se la digo, ya que aquí no hay una multitud
que pueda oírme. Si estuviesen aquí todos los que deseo, diría:
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"Imaginad, hombres, una cosa imposible, una cosa absurda, loca,
increíble y terrible. Imaginad que todo el mundo se parase de golpe,
en un determinado instante, y que todas las cosas permaneciesen en
aquel punto en que estaban, y que todos los hombres se quedasen
inmóviles, como estatuas, en la postura en que se hallaban en aquel
momento, en aquel acto que se hallaban realizando. Si esto ocurriese,
y a pesar de todo eso continuase en los hombres el pensamiento, y
pudieran recordar y juzgar lo que hicieron y lo que estaban haciendo,
y pudiesen considerar todo lo que realizaron desde su nacimiento, y
volver a pensar sobre lo que querían realizar antes de morir, ¡cuánta
desesperación palpitaría bajo el trágico silencio de este mundo
detenido repentinamente!
"El señor Hombre —ese que está presente ante mí— ha dicho una
grande y tremenda verdad. Los hombres piensan en el futuro, viven
para el porvenir, consagran perpetuamente todos sus hoy y sus
mañana a los mañana que deben venir. Todo hombre no vive más que
por lo que espera. Toda su vida está hecha de manera que, en cada
instante, tiene valor en cuanto sabe que este instante prepara un
instante sucesivo, cada hora una hora que vendrá, cada día un día
que seguirá. Toda su vida está hecha de sueños, de ideales, de
proyectos, de esperas; todo su presente está hecho de pensamientos
en torno al futuro. Todo aquello que es, que es en el presente, le
parece oscuro, mezquino, insuficiente, inferior, y nos consolamos
únicamente pensando que todo este presente no es más que un
prefacio, un largo y enojoso prefacio de la bella novela del porvenir.
Todos los hombres, lo sepan o no, viven con esta fe. Si en un
momento se les dijese que deben morir todos dentro de una hora,
todo lo que hacen y han hecho no tendría para ellos ningún gusto,
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ningún sabor, ningún valor. Sin el espejo del futuro, la realidad actual
parecería torpe, vacía, insignificante. Sin el mañana que hace esperar
en el desquite, en las victorias, en las ascensiones, en las
promociones y en los aumentos, en las conquistas y en los olvidos, los
hombres ya no desearían vivir.
—He aquí —le dije— mis ideas sobre el progreso, sobre el porvenir y
sobre la vida. Usted no está seguramente de acuerdo conmigo, pero
yo estoy de acuerdo con alguien, por ejemplo, con la niebla que
intenta cubrir el mundo y esconder el hombre al hombre, la miseria al
desprecio, la violencia a la melancolía. Y yo amo muchísimo, señor
Hombre, los trenes que se detienen después de inútiles fugas, y la
niebla que vela lo que no se puede destruir. El Hombre que no
conozco se había puesto nervioso y todo su entusiasmo había
desaparecido como un jirón de humo. En vez de contestarme, se
quitó del ojal una de sus violetas y me la ofreció. Yo la tome con una
inclinación, la acerqué a mi nariz y su leve olor me gustó.
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