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Memorias indirectas

GIOVANNI PAPINI

Presentacion

FONDO 2000 presenta una selección de cuentos —publicados originalmente bajo el


título de Palabras y sangre— del gran escritor italiano Giovanni Papini, que él mismo llegó
a definir como sus Memorias indirectas. Se trata de narraciones impregnadas de la
vitalidad desbordante de sus años de juventud, cuentos irónicos y punzantes; relatos
íntimos que llaman la atención de cualquier lector.

Giovanni Papini nació en Florencia, en 1881, y murió en 1956. Sus letras marcaron toda
una época y tuvieron honda influencia en la literatura italiana, así como le allegaron al
autor el reconocimiento internacional. Polemista apasionado, Papini dejó en su
autobiografía, Un hombre acabado, una melancolía en páginas que para muchos
representa su obra maestra. Como ensayista se hizo célebre con sus libros El diablo, Don
Quijote del engaño y Gog. Ya en la madurez, se convirtió al catolicismo y escribió las
biografías de Miguel Ángel, el Dante y la célebre Historia de Cristo. En palabras de Jorge
Luis Borges, "Si alguien en este siglo es equiparable al egipcio Proteo, ese alguien es
Giovanni Papini, que alguna vez firmara Gian Falco, historiador de la literatura y poeta,
pragmatista y romántico, ateo y después teólogo".

El propio Borges dice que "hay estilos que no permiten al autor hablar en voz baja.
Papini, en la polémica, solía ser sonoro y enfático". En estos cuentos apenas se escucha
la voz del autor, son narraciones en murmullos. El lector de estas páginas recorrerá los
laberintos compartidos y enigmáticos de la intimidad humana. Los personajes parecen
fantasmas desconocidos; figuras que sólo aparecen en las páginas de un libro y, al
mismo tiempo, delatan rostros que vemos todos los días en los espejos. Papini narra con
una sencillez y claridad cuya lectura no sólo entretiene sino también provoca. Que un
hombre sea preso de él mismo, que los hombres se puedan apropiar de los demás, que
las almas sean una mercancía cotizada y que nuestros propios retratos sean caras
cambiantes; nos provoca una reflexión personal más allá de los párrafos. Papini también
provoca al escritor que todos deberíamos llevar dentro; parecería entonces fácil emular
sus fábulas, continuar sus cuentos y seguir su ejemplo de letras, pero esta provocación
es engañosa, pues pocos han logrado narraciones de tal perfección como la alcanzada
por Papini en estos breves cuentos. Quizá la provocación más evidente de estas páginas
sea la inevitable invitación a proseguir la lectura, pues como todos los grandes escritores,
Papini es un autor que no sólo debe leerse, sino que se deja releer fácilmente y ése es el
mejor homenaje que le podemos rendir.
El hombre de mi propiedad

I
Como, desde hace muchos años, he dejado de escribir un Diario, no
puedo decir con exactitud cuánto tiempo hace que me encontré el
cuerpo y el alma del Amigo Dité. Probablemente, dada mi distracción,
no me di cuenta en qué día preciso mi segunda sombra —aquella
sólida y relativamente viva— se decidió a entrar en la escena poco
iluminada de mi vida.

Una mañana, al salir de casa, me di cuenta de que iba acompañado, a


esa respetuosa distancia que no permite hacer preguntas ni dar
explicaciones, por un hombre de unos cuarenta años, enfundado en
un largo abrigo azul, alegre y sonriente (pero sin demasiada
exageración). No teniendo nada que hacer, y habiendo salido
únicamente de casa para no oír los crujidos de la leña en la chimenea,
me divertí mirando de reojo a mi acompañante, a pesar de que —
tenedlo bien en cuenta— éste no tenía nada de extraordinario. No
supuse, ni por un solo momento, que pudiese tratarse de un policía;
mi completa falta de valor físico y mi repugnancia por los malos olores
me han impedido siempre entregarme a la política militante; y la
pereza, unida a mi escasa habilidad manual, me ha salvado de buscar
en el delito los medios de subsistencia.

No podía, tampoco, imaginar que el hombre vestido de azul fuese una


especie de ladronzuelo de ciudad, decidido a robarme, pues mi
decente pobreza era conocida en todo el barrio, y mi modo de vestir,
más descuidado que desenvuelto, disociaba de mi persona cualquier
idea de bienestar.

A pesar de que yo no tuviese ningún derecho a ser seguido, comencé


a pasar y repasar por las calles más tortuosas del centro de la ciudad
para asegurarme de que no me equivocaba. El hombre me siguió por
todas partes con un aspecto cada vez más satisfecho. Di, de pronto,
la vuelta por una ancha calle llena de gente y apresuré el paso, pero
la distancia entre el hombre vestido de azul y yo continuó siempre
siendo la misma. Entré en un estanco para comprar un sello de tres
céntimos, y el desconocido entró en el mismo estanco y compró un
sello de tres céntimos; subí a un tranvía y mi sonriente compañero
subió al mismo tranvía; cuando descendí, el hombre vestido de azul
bajó tras de mí; compré un periódico, y él compró el mismo periódico;
me senté en el banco de un jardín, y el otro se sentó en otro banco
cercano; saqué del bolsillo un cigarrillo, y él sacó otro y esperó que
hubiese encendido el mío para encender el suyo.

Todo esto era al mismo tiempo gracioso y fastidioso. "Tal vez —pensé
— se trata de un humorista desocupado que quiere divertirse a mi
costa." Me decidí a resolver la duda por el medio más expeditivo: me
planté delante de mi acompañante con intención de preguntarle:

—¿Quién es usted? ¿Qué desea usted de mí?

No tuve necesidad de abrir la boca. El hombre vestido de azul se puso


en pie, se quitó el sombrero, sonrió un momento y dijo con
precipitación:

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—Perdóneme. Se lo explicaré todo, me presentaré inmediatamente:
soy el Amigo Dité. No tengo profesión conocida, pero eso no tiene
importancia. Tenía muchas cosas que decirle, pero hasta ahora...
También deseaba escribirle; le escribí dos o tres veces, pero no tengo
la costumbre de enviar las cartas. Por lo demás, soy un hombre
vulgarísimo e incluso sano, a lo que parece, alguna vez...

En este punto el Amigo Dité se detuvo titubeando, pero añadió de


pronto, como si se hubiese acordado repentinamente de una cosa que
le interesaba mucho:

—Tal vez tomaría usted algo. ¿Un poco de "marsala"? ¿Un café?

Ambos nos movimos rápidamente, a la vez, como impelidos por el


deseo de terminar pronto. Apenas llegados ante un café, penetramos
en el interior con gran prisa, como quien entra para beber y
escaparse. Nos sentamos en un rincón, junto a la estufa, sin pedir
nada. El café era pequeño, estaba lleno de humo y de cocheros, el
camarero tenía cara de ratero, pero no teníamos tiempo para elegir
otro lugar.

—Desearía saber... —comencé.

—Se lo diré todo —respondió el otro—, no tengo intención de


esconderle nada. Mi caso, a pesar de todo, es triste y difícil, y declaro,
ante todo, que tengo una gran confianza en usted. Ya estoy aquí, soy
de usted. Estoy en sus manos. Puede usted hacer de mí todo lo que
quiera...

—No le comprendo...

—Le aseguro que lo comprenderá todo. Déjeme hablar. ¿No le he


dicho ya quién soy? El nombre no dice nada, ya lo sé. Añadiré mi
definición; yo soy un hombre vulgar, un hombre terriblemente vulgar,
que quiere hacer a toda costa una vida no vulgar, una vida
absolutamente extraordinaria.

—Perdone...

—Lo perdono todo, señor, lo perdonaré todo. Únicamente le declaro,


una vez más, que tengo necesidad de hablar. Tengo en usted toda la
confianza. Será mi salvador, mi dueño, el director de mi conciencia,
de mis brazos, de mí, todo entero. Yo soy demasiado sabio,
demasiado bueno, demasiado noble, "demasiado mí mismo". Usted ha
escrito tantos cuentos absurdos, tantas novelas estrambóticas y yo he
vivido tanto tiempo con sus héroes, que los sueño por la noche y los
deseo durante el día. He creído reconocerlos por la calle, y luego,
aburrido y desesperado, he querido matarlos en mí, ahogarlos para
siempre...

—Se lo agradezco mucho, pero...

—Haga el favor de callar un momento, se lo ruego. Le explicaré por


qué he pensado en usted y por qué le he seguido. Me dije hace
algunos días: tú eres un imbécil, un tipo de todos los días y de todas
las ciudades, y sufres la enfermedad de querer vivir una vida noble,
peligrosa, aventurera, como la de los héroes de los poemas a
veinticinco céntimos y de las novelas de tres liras cincuenta. Por ti

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mismo no eres capaz de procurarte una vida semejante, porque estás
falto de imaginación. No te queda más remedio que buscar un creador
de héroes extraordinarios y regalarle tu vida, para que haga de ella lo
que quiera y la pueda transformar en algo más bello, más imprevisto,
más insospechado...

—¿Usted desearía, pues...?

—Un poco de paciencia, se lo ruego. Dentro de algunos minutos le


obedeceré en todo y podrá hacerme callar todo lo que quiera, pero
antes déjeme acabar. ¡Soy todavía mi propietario! No he de decirle
nada más que esto: usted es el creador elegido por mí, y aquí me
tiene para ofrecerle mi vida y los medios para ayudarle a hacerla
interesante. Usted es un imaginativo y puede romper sin esfuerzo la
insufrible vulgaridad de mis días. Hasta ahora ha tenido a su
disposición únicamente hombres imaginarios, y hoy le entrego un
hombre de verdad, un hombre que sufre y anda, del cual puede usted
hacer lo que guste. Estaré en sus manos no como un cadáver —¿qué
cosa haría de él?—, sino como un fantoche mecánico, un maravilloso
fantoche parlante y risueño que comprenderá sus órdenes. Desde
este momento le hago regular donación de mí vida y de una renta
anual de mil libras esterlinas para atender a todos los gastos que sean
necesarios para hacer pintoresca y peligrosa mi vida. Llevo en el
bolsillo una escritura de donación ya preparada... ¡Camarero, una
pluma! No falta más que la fecha y la firma de usted. ¡Dígame sí o no,
sin cumplidos, en seguida!

Fingí reflexionar por algunos momentos, pero mi decisión ya había


sido tomada. El Amigo Dité se adelantaba a uno de mis más antiguos
deseos. Desde hacía mucho tiempo me avergonzaba de inventar
únicamente vidas imaginarias. Soñaba, en las horas de vagar, en lo
que habría podido hacer si hubiese tenido un hombre de sangre y
nervios en mi poder ¡Y he aquí que el hombre se presentaba
espontáneamente, acompañado de un paquete de valores!

—No he tenido nunca la costumbre —dije después de fingida


meditación— de regatear inútilmente, y por eso acepto su donación,
aunque usted ya comprende la responsabilidad de aceptar un alma
acompañada de un cuerpo. Déjeme ver las condiciones de la
donación.

El Amigo Dité me puso delante un protocolo encuadernado con un


grueso y amarillo cartón, y yo lo leí en pocos minutos. La donación
estaba en regla. Por ella me convertía en dueño absoluto de la
sustancia y de la vida del Amigo Dité, con la sola condición de que yo
le ordenase inmediatamente lo que debía hacer, a fin de que su
existencia se convirtiera en heroica y novelesca. El contrato era válido
por un año, pero podía ser renovado en caso de que el Amigo Dité
estuviese satisfecho de mi dirección.

Escribí sin titubear la fecha y la firma y dejé inmediatamente al Amigo


Dité, prometiéndole para el día siguiente una carta, y ordenándole
entretanto que no me siguiese y que se quedase bebiendo algún
líquido alcohólico. En efecto, cuando yo salía, él pidió con su
acostumbrada sonrisa uno de los más famosos bitters del mundo.

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II
Aquella noche no me fui a acostar con el negro aburrimiento de las
otras noches. Tenía algo nuevo y grave en que pensar, y podía muy
bien aceptar una noche de insomnio. Un hombre se había convertido
en una cosa mía, de mi entera propiedad, y podía dirigirle, empujarle,
lanzarle a donde quisiese; experimentar en él los efectos de las
emociones raras y las combinaciones de aventuras de nuevo estilo.

¿Qué debía ordenarle para el día siguiente? ¿Debía mandarle que


realizase alguna cosa determinada o convenía dejarle en la ignorancia
y prepararle una sorpresa? Terminé eligiendo una solución que unía
los dos sistemas. A la mañana siguiente le escribí que, hasta nueva
orden, durmiese durante el día y pasase la noche fuera de casa,
paseando por lugares solitarios. El mismo día fui a una agencia,
alquilé por seis meses una pequeña casa solitaria en las cercanías de
la ciudad y tomé a sueldo dos jovenzuelos sin trabajo que estaban
buscando el modo de ser alojados a costa de sus conciudadanos, al
menos durante el invierno. Después de cuatro días todo estaba
dispuesto. En la noche fijada hice seguir al Amigo Dité, el cual,
cuando llegó a un lugar desierto, fue agredido delicadamente por mis
ayudantes y conducido, con los ojos vendados, según la tradición, a la
casa que había preparado. Desgraciadamente, ningún guardia los
sorprendió durante la operación y no se presentó ninguna denuncia de
la desaparición del Amigo Dité, por lo que me hallé en la necesidad de
mantener por muchos meses a los dos robustos mancebos, que no se
contentaban únicamente con comer.

Lo peor era que no sabía qué hacer del hombre de mi propiedad.


Había pensado, la misma noche de la donación, que un secuestro de
persona sería un excelente principio de vida rica en aventuras, pero
no había reflexionado sobre el resto de la aventura. Sin embargo, la
vida del Amigo Dité, como en las novelas de folletín, tenía necesidad
de una continuación inmediata.

A falta de cosa mejor, recurrí al viejo expediente de enviar junto a él,


a la casa en donde le había encerrado, a una mujer que se le
presentase siempre cubierta con un antifaz y no le dirigiese nunca la
palabra. No fue cosa fácil encontrarla y, sobre todo, amaestrarla, y no
quiso comprometerse más que por un mes. El Amigo Dité,
afortunadamente, era un poco misántropo y tenía más de cuarenta
años, y por eso no sucedió nada de lo que hubiera podido suceder en
otros casos. Después de quince días vi que era necesario cambiar el
juego, y por medio de los mismos ganapanes hice liberar a mi hombre
y enviarle a su casa.

Comencé a darme cuenta de que el Amigo Dité no sé había mostrado


en modo alguno un hombre vulgar poniéndome a prueba de este
modo. ¿Quién sino un espíritu original hubiera podido imaginar una
esclavitud tan insidiosa?

Un espadachín que yo conocía consintió en ayudarme en este difícil


momento. Un día, mientras el Amigo Dité bebía tranquilamente una
taza de leche en un café de lujo, el espadachín se sentó a su lado, le
lanzó una mala mirada, le dio un empujón, y apenas el otro dijo algo
en voz baja, le abofeteó dos o tres veces, sin calor, como si no
quisiese hacerle daño. El Amigo Dité me pidió permiso para mandar

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los padrinos a su ofensor, y yo me apresuré a presentarle dos amigos
que le obligaron, de mala gana, a cruzar su espada con mi cómplice.
El Amigo Dité no sabía esgrima, y tal vez por eso, tirando
alocadamente desde el principio, consiguió herir a su adversario
bastante gravemente. Aproveché esto para hacerle comprender que
era necesario que se alejase de la ciudad, pero él no quiso apartarse
de mí y prefirió ser juzgado. Fue condenado a tres meses de cárcel.

Creí que con este tiempo me vería liberado de mi propiedad, pero al


cabo de muy pocos días comprendí, sin ninguna duda, que mi primer
deber era el de proporcionar la huida al Amigo Dité. La empresa
parecía imposible, pero, sin reparar en gastos, conseguí convencer a
dos personas del desinterés de mi acción y, gracias a un rápido
disfraz, el Amigo Dité pudo salir de la prisión poco antes de despuntar
el día. Esta vez no tenía más remedio que alejarse, y yo tuve que
dejar mi casa, mis trabajos, mi patria, para proteger su fuga.

Cuando nos hallamos en Londres, me encontré completamente


embrollado. No hablando ni una palabra de inglés, en medio de
aquella ciudad enorme y desconocida, me sentía, mucho más que
antes, incapaz de procurar aventuras extraordinarias a mi hombre. Me
vi obligado a dirigirme a un "detective" privado, que me dio algunos
vagos consejos en muy mal francés. Después de haber estudiado
durante algunos días un buen plano de Londres, conduje al Amigo
Dité al barrio de peor fama, pero no le pasó, con gran contrariedad
mía nada de particular. Encontramos los acostumbrados marineros
borrachos, las acostumbradas mujeres desvergonzadas y pintadas,
patrullas de viveurs baratos y rumorosos, pero ninguno nos molestó,
tomándonos tal vez por policías; tal era nuestra aparente seguridad al
vagar por aquellos laberintos de calles casi iguales.

Pensé entonces expedir al Amigo Dité al norte de la isla, solo, y


dándole únicamente veinte o treinta chelines, además del billete para
el viaje. Como él tampoco sabía nada de inglés, esperaba que le
sucediera algo muy desagradable, y que tal vez ya no consiguiese
volver. Ya comenzaba a estar cansado de aquella propiedad por la que
debía trabajar y sacrificarme, y esperaba con rabiosa nostalgia el
momento de volver a mi buena ciudad llena de cafés y vagabundos.
Pero, después de quince días, el Amigo Dité volvió a Londres en
perfecto estado de salud; en Edimburgo había encontrado por
casualidad a un amigo italiano —un violonchelista emigrado desde
hacía muchos años— que le había hospedado en su casa y había
hecho que se divirtiese durante todos aquellos días.

Pero no quise darme por vencido. Había encontrado en un periódico la


dirección de un pequeño club de estudios psíquicos que buscaba
nuevos socios, prometiendo apariciones auténticas y fantasmas
parlantes. Ordené inmediatamente al Amigo Dité que se inscribiera y
fuese allí todas las noches. Fue durante toda una semana y no vio
nada. Sin embargo, una mañana vino a encontrarme, diciendo que
había conocido un fantasma, pero que éste no le había parecido
mucho mejor que los hombres vivos y que incluso se había mostrado
estúpido hasta el punto de sacarle el pañuelo del bolsillo, echarle del
taburete en que estaba sentado, tirarle de los pelos y pellizcarle en la
espalda.

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—En conclusión —me dijo— no he encontrado, hasta ahora, nada
verdaderamente extraordinario en todo lo que ha hecho usted por mí.
Perdóneme si le hablo con franqueza, pero debe reconocer que en sus
novelas da muestras de una imaginación mejor y mayor. Reflexione
un momento: un rapto, una mujer enmascarada, un duelo, una fuga,
un fantasma. No ha sabido encontrar nada mejor que esos trucos
antiguos de novela francesa. En Hoffmann y en Poe hay cosas más
terribles, y en Caboriau y Ponson du Terrail, más complicadas. No
comprendo, ciertamente, la repentina decadencia de la imaginación
de usted. Los primeros días comencé a hacer todo lo que usted
ordenaba, esperando vivir una vida bella, pero pronto me di cuenta de
que la vida de usted era igual a la de los demás millones de hombres,
y pensé que todo su genio estaba reservado a los personajes de sus
novelas; pero ahora comienzo a dudar también de esto, y, con
desagrado, me veo obligado a decirle que, si antes de terminar el
plazo del contrato no encuentra algo más fuerte, me veré obligado a
buscarme otro dueño.

Mí dignidad me dispensó de contestar a tanta ingratitud. Pensé que,


durante los meses en que había recibido el donativo de aquel hombre,
no había vuelto a ser dueño de mi vida, y había tenido que dejar a
medio terminar mis trabajos y abandonar mi país para afanarme en
encontrar combinaciones novelescas y cómplices seguros. Desde el
momento en que había entrado en posesión de la vida del Amigo Dité
había tenido que sacrificarle mi vida entera. Yo, su dueño, me había
convertido, en el fondo, en su esclavo, en el empresario siempre
alerta de su existencia personal. Era necesario encontrar algo "más
serio" —como él había dicho— de lo que había imaginado hasta
entonces; algo que no requiriese la ayuda de cómplices. Después de
haber meditado con calma algunos días, le escribí:

Queridísimo amigo:

Puesto que es usted de mi propiedad, según contrato en regla,


tengo sobre usted derecho de vida y muerte. Por consiguiente,
le ordeno que se encierre en su cuarto, el sábado por la noche,
a las ocho que se tienda sobre la cama y se trague en seguida
una de las píldoras que le envío con esta carta. A las ocho y
media tomará otra, y a las nueve en punto una tercera. En
caso de desobediencia a estas órdenes, me declaro
absolutamente irresponsable respecto a su vida.

Sabía que el Amigó Dité no retrocedería ante la sospecha de la


muerte. A pesar de su descontento, se vanagloriaba de ser un leal
caballero y tenía un respeto exagerado a su firma y a su palabra. Me
proveí de un enérgico emético y estuve dispuesto para acudir a su
lado antes de las nueve, es decir, antes de que hubiese tomado la
última píldora, que le habría producido sin remedio la muerte.

En la tarde del sábado ordené que estuviese dispuesto un cab para las
ocho en punto, porque habitaba en una pensión muy alejada de la del
Amigo Dité. El coche se retrasó hasta las ocho y cuarto y yo intenté
hacer comprender al cochero que tenía mucha prisa. El caballo
comenzó, al principio, a correr con una especie de fingido galope,
pero después de diez minutos cayó de mala manera al suelo. Como
no era posible levantarlo en seguida, pagué al cochero y corrí a pie,
en busca de otro coche. Afortunadamente, lo encontré allí cerca, y

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calculé que llegaría a las nueve en punto a casa del Amigo Dité.
Comenzaba a estar un poco preocupado porque la niebla era muy
espesa y bastarían cinco minutos de retraso para ocasionar la muerte
del desgraciado.

En un determinado lugar el coche se paró. Era a la entrada de una


ancha calle llena de automóviles y de omnibuses, y un policeman
había hecho seña a mi cochero para que parase. Salté como un loco
del cab y me aproximé al enorme policeman para hacerle comprender
que tenía prisa y que se trataba de la vida de un hombre. Pero el
desgarbado guardia no comprendió o no quiso comprenderme. Tuve
que seguir el camino a pie, pero por culpa de la niebla y de mi escaso
conocimiento de la ciudad, me equivoqué de calle, y sólo después de
diez minutos de una carrera agobiante, me di cuenta de que corría en
dirección contraria. Tuve que volver hacia atrás siempre corriendo. No
faltaban más que pocos minutos para las nueve y realicé un esfuerzo
inaudito para llegar a la hora precisa. Hasta las nueve y siete minutos
no llamé a la puerta de la pensión. Apenas me abrieron me precipité
hacia el cuarto del Amigo Dité. El hombre yacía en el lecho, con la
chaqueta quitada, pálido e inmóvil como un cadáver. Le sacudí, le
llamé, escuché el corazón, la respiración. Estaba verdaderamente
muerto: la cajita que le había mandado estaba vacía. El Amigo Dité
había cumplido su palabra hasta el final. Había querido darle el
calofrío de la muerte inminente y la sorpresa de la resurrección, y le
había dado la muerte, ¡la muerte verdadera, para siempre!

Permanecí toda la noche en el cuarto, embrutecido por el dolor. Por la


mañana me encontraron con el muerto, pálido y silencioso como él.
Requisaron toda la correspondencia y fue encontrada mi última carta.
El proceso fue rápido, porque renuncié a defenderme, y no di a
conocer el documento de donación que llevaba conmigo. He estado
algunos años en la cárcel, pero no me arrepiento de lo que he hecho.
El Amigo Dité ha hecho mi vida más digna de ser contada, y no puedo
decir que haya realizado un mal negocio, porque durante el año en
que fue mío gasté algo más de las mil libras esterlinas que me había
dado.

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El prisionero de sí mismo
I
El castigo no me parecería completo si no contase a los demás, antes
de morir, una parte de mi vida. Por inverosímil que pueda parecer a
los hombres sanos, creo que será leída con provecho por aquellos que
no sientan repugnancia a estudiar el alma humana.

Cuando cometí el primer delito, tenía poco menos de veinticuatro


años y, sin embargo, mi habilidad en ocultar actos y sentimientos me
sorprendía a mí mismo. Mi mayor placer, incluso de niño, era el hacer
algo sin que los demás se diesen cuenta. Se trataba, al principio, de
cosas inocentes que hubiera podido hacer muy bien delante de todos
sin miedo a recriminaciones, pero mi alegría no consistía en realizar
aquellas acciones, sino en conseguir esconder lo que había hecho. Al
correr de los años, creciendo la fuerza y el ingenio, las pequeñas
cosas ya no me fueron suficientes. El riesgo era demasiado inocente
para excitar mi imaginación, y me veía obligado siempre a usar
expedientes que me parecían, a fuerza de costumbre, demasiado
sencillos.

Me decidí entonces a cometer un delito de tal manera que el asesino


quedase para siempre desconocido. Rico y poco ambicioso, no tenía
ningún motivo particular para robar o matar y me vi obligado a elegir,
como primera víctima, a un buen hombre que apenas conocía y que
habitaba a pocos pasos de mi casa. Durante muchos días estudié el
mejor modo para realizar sin peligro la repugnante obra. Preví todos
los casos, todos los contratiempos, todos los incidentes; preparé, con
exacto cuidado, mi coartada y los instrumentos de la ejecución. El día
fijado por mí, el hombre fue encontrado muerto en su habitación.

El delito conmovió a toda la ciudad, porque nadie comprendía el


motivo del homicidio, el método usado por el asesino para no ser
descubierto. Nada había sido tocado en la casa del asesinado y no
había indicio alguno para seguir la pista del culpable.

Animado por este feliz éxito, continué del mismo modo —no más de
cuatro o cinco veces al año— realizando similares y bien calculadas
supresiones. En poco más de dos años murieron misteriosamente a
mis manos: dos muchachas, un cura, un mozo de cuerda borracho;
tres jóvenes bien vestidos, de los cuales no supe nunca el nombre ni
la condición; una patrona de casa de huéspedes, un antiguo profesor
mío y un emigrante alemán. Para no levantar sospechas, fingía
ocuparme en historia del arte y realizaba con este motivo largos
viajes por Italia y el extranjero. A mi casa, donde había reunido
cuadros, estampas, mármoles y cerámica en gran cantidad, venían
con frecuencia unos cuantos aficionados maniáticos y dos o tres
jóvenes estudiosos. Operaba, naturalmente, en diversas ciudades y
con medios diferentes. Rechazaba los instrumentos vulgares, como el
cuchillo y el revólver, y prefería procedimientos más refinados e
indirectos para procurar la muerte: ahogar en el agua,
envenenamiento a pequeñas dosis, inoculación de enfermedades
incurables o fulminantes, incendios, caídas en apariencia casuales,
escapes de gas, y otros semejantes. Había adquirido, en el manejo de
estos medios, una seguridad que muchos asesinos profesionales me
habrían envidiado. Prescindiendo siempre de cómplices y

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guardándome mucho de coger nada que perteneciese a las víctimas,
aunque se tratase de ricos, no corrí jamás peligro de ser descubierto.
No teniendo rencores, ni pasiones que desfogar, ni hambre de dinero,
podía acometer con frialdad las empresas más complicadas, y no me
dejé llevar nunca de la tentación de obrar improvisadamente, aunque
la ocasión pareciese favorable. Por grande que fuese el terror de mis
conciudadanos y la obstinación de la Policía, no me ocurrió nunca que
se sospechase de mí, ni que fuese interrogado. Mi vida, un poco
extraña, de aficionado rico y vagabundo, me ocultaba enteramente.
Había llegado a ser infalible en el arte del disimulo. Para no mostrar,
ni aun lejanamente, una señal de mi actividad delictiva, no quise leer
nunca ni las memorias de Canler, ni de otros célebres polizontes, ni
las alabadas aventuras de Sherlock Holmes y de sus imitadores, ni
tampoco el famoso libro de De Quincey, cuyo título —El asesinato
considerado como una de las bellas artes— me atraía mucho.

II
Esta vida duró casi tres años y estaba a punto de cumplir los
veintisiete cuando cambió de repente mi doble existencia.

Un día me di cuenta de que no conseguía ver de los hombres más que


los ojos. En las casas, en los cafés, por la calle, en todas partes me
sentía forzado a mirar fijamente los ojos de aquellos que estaban o
pasaban cerca de mí. Todos los seres humanos se convirtieron para
mí en una multitud de órbitas blancas y pupilas curiosas. Ojos
abiertos y redondos de buenas y sencillas gentes; ojos claros y
serenos de jovencitas no enamoradas todavía; ojos negros, profundos
y viciosos, que parecían esperar la noche; ojos celestes y velados de
niños; ojos pardos, pero apasionados, de hombres que ya no eran
jóvenes; ojos mortecinos e hinchados de noctámbulos; ojos falsos y
ojerosos de mujeres; ojos entornados, casi expirantes, entre los
párpados enrojecidos por el llanto, o legañosos por la enfermedad;
todos los ojos del mundo vi en torno mío, fijos en mí, en esos días.
Me parecía que los cuerpos habían desaparecido, y que en el mundo
existían únicamente ojos, ojos separados de todo, que se movían aquí
y allá para mirarme. Tenía la impresión de que todos aquellos ojos me
espiaban para descubrir lo que hacía.

Compliqué el misterio y redoblé las precauciones, pero apenas me


hallaba fuera de casa, sentía sobre mí las miradas de amenaza o de
burla, como si todos hubiesen "visto" mi vida secreta, y me parecía
que me hallaba todavía libre, únicamente para que todas aquellas
infinitas pupilas pudiesen disfrutar de mi terror. Esta sensación, como
pude persuadirme más tarde, no tenía una fundada realidad, porque
ninguno de ellos dio muestras de haber descubierto lo que había
hecho, y a nadie se le ocurrió vigilarme o acusarme.

Pero, desde aquel momento, martirizado por aquel íncubo,


experimenté una gran irritación contra mí mismo. Hasta entonces
había cometido mis homicidios con fría calma y sin sombra de
remordimiento, y únicamente cuando el mundo estuvo poblado para
mí tan sólo de ojos, comprendí claramente que era un monstruo
peligroso que merecía el castigo. Además, después de los primeros
delitos tan bien tramados, el placer de ocultarlos se había
amortiguado mucho. Preparar un homicidio impunible era para mí una
cosa tan fácil que todo riesgo había ya desaparecido, y experimentaba

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entonces muy poco gusto leyendo en los periódicos las
investigaciones inútiles de la justicia. El delito ya no me divertía. ¿Qué
otra cosa podía hacer? Todo lo demás no vale la pena de que sea
ocultado.

Una sola cosa "nueva" podía hacer: castigarme. Pero ¿cómo? No tuve
ni un solo momento la intención de denunciarme. Mis coartadas eran
tan ingeniosas, todos los instrumentos y documentos habían sido tan
cuidadosamente destruidos, que no podía esperar que consiguiese
persuadir a la Policía ni a los jueces. Me hubieran creído loco y me
habrían encerrado en un manicomio, donde no hubiera tenido la
suficiente tranquilidad para una verdadera expiación.

Pensé que la pena debía ser oculta como la culpa y que debía
esconder la prisión como había escondido los delitos. Yo mismo fui mi
acusador, mi juez, mi defensor. Revisé uno a uno mis asesinatos,
todas las circunstancias en que los había cometido; los cálculos, las
premeditaciones y las circunstancias agravantes; mi dura crueldad, mi
hipocresía monstruosa. Consideré los sufrimientos de las víctimas, las
lágrimas y los daños de los que habían quedado, la piedad y el pavor
de los ciudadanos, las inútiles fatigas de la Policía, los gastos del
Estado, y todo lo demás que había arrostrado sin temblar. Me defendí
cuanto pude con todos los sofismas aprendidos en Stendhal, en
Stirner, en Nietzsche, en Oscar Wilde y en otros inmoralistas más
oscuros; pero de nada valieron los subterfugios de mi inteligencia
contra la convicción de mi alma. Los ojos de los hombres habían
despertado mi conciencia: había destruido muchas vidas humanas y
debía ser castigado sin piedad.

Cuando habló en mí el juez, reconocí inmediatamente que la muerte


no era una pena suficiente. El suicidio es un castigo demasiado rápido
y por eso poco doloroso. Es más bien la liberación que el castigo. No
quedaba más que la completa separación de los hombres, para
siempre o por largo tiempo.

Confieso que no tuve el valor de condenarme a cárcel perpetua.


Después de algunas dudas me condené a treinta años de completa
separación. Tenía entonces veintisiete años: habría podido volver al
mundo, si la vida me hubiese durado, a los cincuenta y siete años,
cercano ya a la muerte.

Apenas dictada la sentencia, pensé cumplirla inmediatamente. Vendí


lo que poseía en la ciudad y busqué en el campo una casa que se
prestase para mi propósito. Después de semanas de investigaciones,
tuve la suerte de poder comprar un caserón de feo aspecto, en el
fondo de un valle solitario, que había sido antiguamente un castillo
lindero. Lo único sólido que había quedado era una tosca torre de
piedra que servía de granero y, en lo alto, de palomar. Habilité lo
mejor que pude la estancia más alta de la torre, hice construir una
puerta maciza con cerraduras perfeccionadas, cerré la única ventana
con gruesos barrotes de hierro, hice llevar una camita de hierro, un
taburete, una mesa, una jarra, una palangana, un espejo y cuatro
libros. Cuando todo estuvo dispuesto, busqué carcelero. Encontré un
joven campesino huérfano, no muy inteligente, pero de confianza, al
que asigné un salario que podía cobrar solamente con mi firma, a
condición de que viniese todos los días a la torre para traerme agua y
comida, y mantuviese oculta a todos mi existencia. Por lo demás, la

11
casa se hallaba muy alejada de las carreteras y de los pueblos, y mi
carcelero fingió haberla alquilado para guardar el heno y la cebada.

En la tarde de un límpido día de abril, después de haber paseado por


el campo respirando el aire puro y el perfume de las flores, me
encerré en la cárcel voluntaria y entregué las llaves al campesino.

III
Desde el primer día comprendí que había conseguido lo que mi alma
buscaba desde su nacimiento. Mi voluntad más constante había sido
la de esconder mi vida, pero hasta entonces no había conseguido
esconder más que "algunas" de sus partes —las más odiosas
ciertamente—, pero pocas. Mucha parte de mi vida, aquella práctica,
externa, animal, social, se había desenvuelto ante los ojos de los
otros, y la mayor parte de mis actos habían sido un espectáculo diario
para los extraños. Cada uno de nosotros vive y "es mirado" por
alguien, y casi en todos los momentos es "actor" para alguien: es
entrevisto, visto, observado, espiado. Ahora, en cambio —¡finalmente!
—, mi vida entera quedaba escondida y secreta. Para todos los
hombres, a excepción de uno, estaba ausente, desaparecido,
desconocido, como muerto. Seguía viviendo, pero como encerrado en
un ataúd, en un sepulcro, bajo la tierra, fuera de la tierra. Podía
pensar, pero nadie sabía nada de mis pensamientos; podía hablar,
pero nadie escuchaba mis palabras; podía obrar, pero a nadie ver y
contar acciones. Desde aquel día, por treinta años, por trescientos
sesenta meses, por casi once mil días, estaría separado de los
hombres; sin ver una cara nueva, sin oír una voz conocida, sin recibir
un saludo lejano, sin ocuparme en un asunto, sin saber lo que ocurre
en el mundo. Cuando reapareciese entre los hombres, ninguno me
reconocería; todos los que conocí estarían dispersos, desaparecidos,
sepultados, y yo ya no comprendería las palabras de los nuevos
hombres, después de tantos años de alejamiento y de mudanzas.

Para el presente y el futuro mi vida quedaría absolutamente ignorada


para los hombres. Tenía pocos parientes y aun estos lejanos; ninguno
se daría cuenta de mi desaparición. No tendría luz, no cantaría, no
podría asomarme a la ventana; nadie descubriría mi cárcel solitaria.
Confortado con estos pensamientos, pensé sin espanto en los largos
años que debería pasar encerrado para obedecerme a mí mismo.

Los primeros días pasaron rápidamente. En torno de mi casa había


campos pedregosos y poco reputados y, más lejos, los espesos
zarzales de los cerros y de las hayas. Los únicos rumores eran —pero
raras veces— las esquilas de las ovejas y de las cabras, las canciones
melancólicas del pastor y el suspirar del viento entre los árboles.
Únicamente cuando soplaba la tramontana oía, por la mañana y por la
tarde, los tañidos desvanecidos de una campana.

En los primeros tiempos estuve ocupado en el estudio de esos


rumores. Conseguí pronto distinguir los sonidos de las esquilas de los
diferentes rebaños que pastaban en las cercanías, las voces de las
pastoras, la dirección y la fuerza del viento según el rumor de las
hojas.

12
Por la ventana no veía más que el cielo, el sol, las nubes y alguna vez
la luna y, apoyando el rostro contra la reja, podía columbrar, muy a lo
lejos, un breve horizonte de campos solitarios.

Durante muchos meses seguí confusamente con la mirada los


momentos de la vida agreste, vi el verde tierno cambiarse en verde
oscuro, luego palidecer y aparecer el amarillo, luego reaparecer y
aparecer el rastrojo quemado, ennegrecerse las vides; rojas las hojas,
morenos los surcos; despojarse toda la campiña, cubrirse de nieve y
reaparecer, al fin, el verde tierno de la primavera. Pero el estudio más
dulce era seguir las mutaciones y los viajes de las nubes, seguir el
ritmo del viento entre las ramas y el de la lluvia en el techo. Conocí
todas las fases y los colores de la luna: observé todas las gradaciones
de la luz solar; descubrí nuevos reflejos de auroras y nuevos
desvanecimientos de crepúsculos. El trocito de cielo y de tierra que
podía contemplar era un mundo que comenzaba a conocer en cada
uno de sus átomos e instantes, como Dios. Los seres vivientes me
parecían desaparecidos del mundo; algún pájaro que atravesaba "mi"
cielo, una oveja lejana, las manchas blancas de los bueyes, la cara
apática de mi campesino, eran las únicas cosas animadas que veía.

En verano mi cárcel era menos solitaria. Las moscas, los mosquitos y


las abejas llegaban hasta mi torre y me dieron ocasión para largas y
aventureras cacerías; las pulgas invadieron mi lecho, y su destrucción
me ocupó durante muchas horas; un día una luciérnaga parda llegó
hasta mi ventana, y conseguí hacerla prisionera y tenerla conmigo
durante casi dos meses. Dos arañas habían tejido sus telas entre las
vigas del techo y me divertía observando sus asechanzas y sus
pacientes viajes de tejedoras. Tuve también la bulliciosa visita de los
vencejos, pero ninguno hizo nido cerca de mí.

En invierno la soledad fue absoluta. En la estancia —sin calefacción, y


que yo no quería calentar— hacia frío y me veía obligado a
permanecer en la cama incluso durante el día. La mayor parte del
tiempo estaba adormecido, pero en las horas de vigilia —¡pocas, pero
qué largas!— no podía hacer más que estudiar minuciosamente mi
prisión. Cuando la primavera llegó, conocía palmo a palmo las seis
superficies que me encerraban. Cada vena de las vigas, cada grieta
de los montantes, cada desconchadura de la pared, cada agujero de
los ladrillos me eran tan perfectamente conocidos que los hubiera
podido encontrar en la oscuridad. Conté los ladrillos del suelo, los
agujeros de las paredes, las desconchaduras del techo, las manchas
de orín de los hierros; seguí, día por día, los síntomas de
envejecimiento de lo que me rodeaba.

La tosquedad de los hierros, las huellas de la humedad en las


paredes, los arañazos de la puerta, las grietas de la cal, el empañado
del espejo me absorbían días enteros.

Muchas veces soñaba con los ojos abiertos; volvía a ver los
momentos, los espectáculos de mis años de libertad; todos los rostros
que había visto o entrevisto se me aparecían en la memoria, uno a
uno, todos con una leve sonrisa bonachona; me parecía volver a oír
voces de mucho tiempo olvidadas; recordaba, de pronto, un chiste
insulso oído en el teatro o una frase oscura cogida al vuelo por la
calle.

13
Durante muchos años no me ocurrió casi nunca que me acordase de
mis delitos, y si me venían a la memoria, conseguía rechazar el
recuerdo sin mucho trabajo. Mi sueño estaba vacío: no soñaba, o no
me acordaba de mis sueños. Pasaba largas horas contemplándome en
el espejo. Algunas veces, a fuerza de contemplar mi imagen, me
parecía que ya no era yo: me olvidaba de quién era y de dónde
estaba. Entonces comenzaba a gritar, a llamarme y, finalmente, me
reconocía. Con el espejo pude seguir, mes por mes, año por año, mi
rápida decadencia. Todos los días hacía un atento examen de mi color,
de mi delgadez, de las manchitas de mi piel, del color de mis cabellos,
y podía asistir, grado a grado, a la disolución de mi cuerpo.

Así pasaron muchos años sin que yo sintiese, ni por un solo momento,
el deseo de la libertad. El verdadero aburrimiento de la separación
comenzó únicamente después de trece años. Todo aquello que podía
observar y estudiar en torno mío ya me era conocido, familiar hasta la
náusea. Había leído y releído numerosas veces los cuatro libros que
había llevado conmigo —Las mil y una noches, el Gil Blas, un tratado
de química y la Historia de Port-Royal, de Sainte-Beuve— hasta el
punto de que me los había aprendido de memoria, desde la primera
hasta la última palabra, y habría podido recitarlos comenzando por
cualquier página. Había explicado y comentado, para mí, dentro de
mí, cada narración, cada frase, cada fórmula. Había reescrito más de
una vez, en mi cabeza, las mismas aventuras y las mismas teorías;
había imaginado continuaciones, ideado modificaciones, reunido
posibles glosas e hipotéticos comentarios.

Mi alimentación —por voluntad mía— era sencilla: pan y fruta. No


haciendo trabajo alguno y ningún esfuerzo muscular, no tenía
necesidad de comer mucho, pero la extremada sobriedad me hacía
caer, más a menudo de lo que yo deseaba, en una especie de éxtasis,
de cansancio, en el que mi cerebro, sin freno, perdía la exacta
intuición del mundo y me conducía lejos, a esferas de existencia
nuevas para mí.

En uno de esos sopores comencé a sentir que no me hallaba solo. No


oía voces ni se me aparecían fantasmas; pero estaba seguro de que
alguien se hallaba cerca de mi cama y se divertía contemplándome
vivir. No se trataba de alucinaciones exteriores. En todo esto no había
nada concreto, material, "verdadero". Estaba cierto de que alguien se
hallaba junto a mí y pensaba cerca de mi pensamiento. No oía, sin
embargo, suspiro alguno ni columbraba ninguna sombra; pero
escuchaba los pensamientos de mis compañeros y, alguna vez, mi
alma contestaba, vacilante, a las almas desconocidas.

En los primeros tiempos, estas apariencias invisibles me ocurrieron


tan sólo cuando me hallaba sumido en el sopor del cansancio; pero, al
cabo de dos años, llegaron a ser constantes; y tuve siempre, en todo
momento, algún compañero en mi habitación. Los que venían con
más frecuencia eran mis víctimas. Una tras otra sentía cómo se
acercaban a mí para mirarme sin odio. Alguna de ellas me contó, sin
hablar, su historia, me describió su vida, especialmente las
sensaciones que precedieron a la muerte. Me confesaron que al
quitarles la vida no les había hecho aquel daño que creían los que
habían quedado.

14
Algunos de los asesinados se hallaban ya aburridos y desesperados en
el momento en que los había asesinado; los demás reconocieron que
el resto de su vida —"ahora que sabían"— hubiese sido más triste que
la tranquila del cementerio.

Esos coloquios me hacían bien; comenzaba a recordar mi existencia


pasada sin remordimiento. Durante un año intenté reconstruir las
teorías sobre la infelicidad de la vida, y conseguí llegar a creerme un
generoso filántropo que había arriesgado su libertad para salvar
algunas almas del sufrimiento y se había castigado injustamente
cediendo a un estúpido remordimiento. Pero la duda me asaltaba sin
descanso. La teoría sobre el dolor de la vida y el mal del mundo tenía
necesidad, para aparecer del todo cierta, de estar apoyada en un
sistema que abarcase toda la realidad. Pasé un año en reflexiones
metafísicas de toda especie, intentando reconstituir con el
pensamiento aquello que ya conocía e inventar cosas nuevas. Pero
este estéril ejercicio me agotó la mente por mucho tiempo.

Comencé a sufrir angustias, espasmos, desmayos; mi cerebro


permaneció oscurecido días enteros. Durante meses viví como un loco
gritando día y noche palabras sin sentido, arañándome el rostro,
retorciéndome las manos.

De pronto me despertaba lleno de melancolía, con las uñas


ensangrentadas, los miembros doloridos, y en mi cerebro
comenzaban a girar de nuevo las fantasías más absurdas.

En aquellos momentos experimentaba un deseo inquieto de huir; me


debatía entre las cuatro paredes como una bestia furiosa; aullaba en
la ventana, con objeto de que alguien viniese a liberarme; mordía los
barrotes de hierro y, cuando venía el campesino a traerme el pan,
caía de rodillas llorando y le rogaba que me llevase con él. Pero no se
conmovió nunca; antes de encerrarme le había expuesto claramente
las condiciones y sabía que, si me hubiese liberado, habría perdido el
salario y tal vez la vida.

IV
Así transcurrieron más de veinte años en mi prisión lejana y solitaria,
sin que ningún acontecimiento viniese a cambiar mi vida. Una vez o
dos, el campesino permaneció dos días seguidos sin venir porque se
hallaba enfermo —las voces de las pastoras cambiaron cada tres o
cuatro años—; una vez oí voces de hombres bajo mi torre; una noche
mi habitación se vio alumbrada por el fuego que se había declarado
en un bosque vecino; éstos, para mí, fueron los hechos importantes
de todo aquel tiempo.

Había llegado casi a los cincuenta años y ya no sabía cómo llenar mi


vida. Conocía, átomo por átomo, todo lo que me rodeaba —había
pensado, imaginado, soñado y llorado durante años enteros—. Me
hallaba aburrido de los compañeros invisibles que, con demasiada
frecuencia, me tomaban como un juguete y me trataban como a un
muchacho.

Los tres años que siguieron a los primeros veinte fueron los más
singulares de mi vida. Pasaba casi todo el tiempo tendido en la cama,
sumido en un sopor perpetuo que no era ni vigilia, ni sueño, ni

15
ensueño. Durante el día no discernía nada; me parecía únicamente
que una luz intensa, blanca, cegadora cubría como una niebla
luminosa todo lo que existía. Cuando llegaba el campesino, tenía que
coger a tientas el pan que me ofrecía y, apenas había comido,
apoyaba la pesada cabeza sobre la almohada, y mi boca estaba
amarga y seca como al día siguiente de una sucia borrachera.

Por la noche desaparecía la luz, pero era peor; experimentaba la


sensación de hallarme absolutamente solo, no solamente solo en mi
habitación, sino solo en el Universo, en medio de la nada. Me parecía
que las paredes, los campos, las ciudades habían desaparecido para
siempre; que toda la tierra se disolvía, que el Sol y las estrellas se
apagaban, que callaba todo rumor, y que yo únicamente, tranquilo y
eterno, permanecía solo, literalmente único en medio del vacío
infinito. Luego, poco a poco, el mundo se iba rehaciendo,
reconstituyendo, en torno mío —primero la habitación, luego el
campo; luego el Sol, luego la tierra—; pero apenas despuntaba el día
sentíame de nuevo sumido en una luz ardiente, más allá de la cual
imaginaba el mundo atroz, duro, peligroso.

Esta terrible existencia cesó, no por mi culpa, al comienzo del


vigésimo cuarto año de mi prisión. El campesino no compareció
durante dos días seguidos; pero, como no era la primera vez, no hice
caso. Tenía siempre, por lo demás, fruta en conserva suficiente para
no morirme de hambre. Por la mañana del tercer día, oí abrir la
puerta del exterior y subir la escalera, pero me di inmediatamente
cuenta de que no era el paso acostumbrado. Cuando la puerta de mi
habitación se abrió, después de muchas tentativas, me vi ante una
pobre mujer de unos cuarenta años que me miraba con espanto y no
sabía qué decirme. ¡Era el segundo rostro humano que veía después
de veintitrés años! La enorme novedad del acontecimiento me
devolvió un poco de lucidez y pregunté a la mujer quién era y qué
quería. Después de grandes esfuerzos conseguí comprender que era
la mujer del campesino carcelero, y que éste se había vuelto loco casi
repentinamente, y que había recomendado repetidas veces, antes de
ser recluido, que fueran a liberarme, porque él era la causa de todo y
había un hombre que sufría por su culpa. Había dado minuciosas
noticias sobre el lugar donde me hallaba y sobre mi extraña vida,
pero nadie quiso creerle. Finalmente, la mujer, un poco por curiosidad
y un poco por descargar su conciencia, había ido a ver y me había
encontrado.

La libertad se ofrecía a mí, después de tantos años, sin que yo la


hubiese buscado. Por otra parte, ¿qué hacer? Ahora el secreto ya
estaba descubierto y no me hubiesen dejado tranquilo. Tal vez la
justicia hubiese querido ocuparse de mí, y era preferible huir antes de
que llegasen los curiosos. Rogué a la mujer que hiciese venir un coche
hasta la torre; al día siguiente me hice llevar a la ciudad más cercana
y desde allí me dirigí a mi patria.

Y ahora, desde hace más de un año, estoy aquí en la ciudad que me


vio nacer y de la que me marché todavía joven para enterrarme hasta
la vejez. Todo lo que veo me cansa; no reconozco muchas cosas;
otras son completamente nuevas para mí. Me parece que amo a los
hombres como un niño ama a la madre que ha vuelto a encontrar y,
sin embargo, nadie me quiere a su lado. Mi aspecto singular, mi
ignorancia de la vida presente, la torpeza inexplicable de mis

16
movimientos, la lentitud de mis ideas, la imposibilidad de encontrar a
esta edad nuevos amigos me hace vivir solo en medio de millones de
hombres, como en mi torre. He intentado, alguna vez, parar en la
calle a algún joven para contarle mi historia, pero todos sienten
repugnancia hacia mí y me juzgan un enfermo fastidioso salido de
repente de lo desconocido. Mi casa ha sido destruida para hacer sitio
a una calle más ancha; mi nombre ha desaparecido de los registros
de la ciudad y de la memoria de los hombres. Ya no soy nada para los
demás y casi nada para mí. Desde que he vuelto entre los demás, no
puedo respirar bien, mi pecho está oprimido por un aire pesado; todo
lo que me rodea parece lleno de polvo. No consigo apasionarme, y
recuerdo únicamente, casi con deseos, los balidos desgarrados y
tristes de las ovejas lejanas.

No sé cuánto tiempo permaneceré aquí, no sé dónde iré. La muerte está


próxima, pero no deseo morir. Tengo miedo de volver a encontrar a "mis"
muertos, y tener que volver a empezar con ellos, una vez más, mi vida.

17
El mendigo de almas
Había gastado en un café, a primeras horas de la noche, los últimos
céntimos que me quedaban sin que la acostumbrada bebida me
hubiese dado la inspiración que buscaba y de la que tenía inmediata
necesidad. En esos tiempos pasaba casi siempre hambre, hambre de
pan y de gloria, y no tenía padres ni hermanos en el mundo. El
director de una revista —un hombrecillo pálido y taciturno— aceptaba
mis cuentos cuando no tenía nada mejor para publicar, y me daba
cada vez cincuenta liras, ni más ni menos, fuera el que fuese el valor
y la extensión de lo que le llevaba.

En aquella noche de enero el aire estaba saturado de viento y de


campanadas —de viento nervioso y chirriante y de campanas
horriblemente monótonas—. Había entrado en el gran café (luz
blanca, rostros soñolientos) y había vaciado lentamente mi taza,
esforzándome en despertar en mi cerebro alguna reminiscencia de
curiosas aventuras, obstinándome en aguijonear mi imaginación para
que crease cualquier historia que me permitiese vivir por algunos
días. Tenía necesidad, aquella misma noche, de escribir un cuento
para ir por la mañana a ver al acostumbrado director, el cual me
habría anticipado lo suficiente para poder comer hasta la saciedad.
Estaba, por eso, dolorosamente atento al río de mis pensamientos,
dispuesto a lanzarme sobre la primera visión que se prestase a llenar
el montoncito de hojas blancas ya numeradas, dispuestas delante de
mí. Pasaron así cuatro horas y cuarto de inútil espera. Mi alma estaba
vacía, mi espíritu tardo y mi cerebro cansado. Renuncié, puse sobre la
mesa los últimos céntimos y salí. Apenas me hallé fuera, una frase, al
azar, se apoderó de mi espíritu, una frase que había oído repetir
muchas veces y cuyo autor no recordaba.

"Si un hombre cualquiera, incluso vulgar, supiese narrar su propia


vida, escribiría una de las más grandes novelas que se hayan escrito
jamás."

Durante unos diez minutos, esta frase se apoderó de mí y dominó mi


mente sin que yo fuese capaz de sacar ninguna consecuencia. Pero
cuando me hallé cerca de mi casa, me detuve y me pregunté:

"¿Por qué no he de hacer eso? ¿Por qué no contar la vida de algún


hombre, de algún hombre de verdad, del primer hombre vulgar que
me venga delante? Yo no soy un hombre vulgar y, por otra parte, me
he contado tantas veces en mis cuentos que no sabría ya qué decir.
Es preciso que encuentre ahora, en seguida, un hombre cualquiera,
un hombre que no conozca, un hombre ordinario, y que le obligue a
decirme quién es y qué hace. ¡Esta noche tengo absoluta necesidad
de una vida humana! Yo no quiero pedir a nadie limosna en dinero
pero exigiré y pediré a la fuerza limosna en biografía."

Este proyecto era tan sencillo y singular que decidí seguirlo


inmediatamente. Di la vuelta y me dirigí al centro de la ciudad, donde
a aquella hora avanzada podría encontrar todavía algunos hombres. Y
así me convertí en nuevo y extraño mendigo en busca de la víctima.
Marché rápidamente, mirando hacia delante, clavando los ojos en el
rostro de los transeúntes; procurando elegir bien el que debía saciar
mi hambre. Como un ladrón nocturno o un atracador, me puse al
acecho en el hueco de una puerta y esperé que pasase un hombre

18
cualquiera, el hombre vulgar de quien implorar la caridad de una
confesión.

El primero que pasó bajo el farol —iba solo y me pareció de mediana


edad— no quise detenerlo porque su rostro, surcado de extrañas
arrugas, era demasiado interesante, y yo quería realizar la prueba en
las condiciones menos favorables. Pasó luego un jovencito embozado
en una capa, pero sus cabellos desgreñados y sus ojos de gustador de
haxix me retuvieron porque adiviné en él a un fantaseador, un alma
no suficientemente usual y común. El tercero que pasó, viejo y
completamente desbarbado, iba canturreando, con triste cadencia, un
motivo popular español, que debía de recordarle toda una vida llena
de sol y de amor, una vida dorada, báquica, meridional. Tampoco me
convenía y no le detuve.

Yo mismo no sé recordar con exactitud la rabia que sentía en aquel


momento. Imaginaos a ese singular ladrón mendigo, hambriento,
excitado, que espera en una esquina a un hombre que no conoce, que
desea oír una vida que no sabe, que arde en deseos de lanzarse sobre
una presa ignorada. Y por una absurda y molesta casualidad, los
hombres que pasan no son los que busca; son hombres que llevan en
el rostro la marca de su distinción y de su vida nada ordinaria. ¡Lo
que habría dado en aquel momento por ver ante mí a uno de esos
innumerables filisteos, con la cara roja y tranquila como la de los
cerdos jóvenes, que me habían dado asco y divertido tantas veces!

En aquellos tiempos era obstinado y valiente, y esperé todavía bajo el


farol, que unos momentos palidecía y otros resplandecía, según las
rachas de viento. Las calles estaban ya desiertas a aquella hora y el
viento había dispersado a los noctámbulos. Únicamente algunas
sombras apresuradas animaban la ciudad. Una de esas sombras pasó,
finalmente, bajo el farol donde me hallaba operando y vi, de pronto,
que me convenía. Era un hombre ni joven ni viejo, ni demasiado bello
ni desagradable de cara, con los ojos tranquilos, dos bigotes bien
rizados, envuelto en un pesado abrigo, en buen estado.

Apenas me hubo rebasado algunos pasos, le seguí y le detuve. El


hombre retrocedió a causa del susto y alzó un brazo para defenderse,
pero inmediatamente le tranquilicé.

—No tema nada señor —le dije con mi voz más melodiosa—; no soy
ni un asesino ni un ladrón, y ni siquiera un mendigo. Un mendigo,
verdaderamente, sí, pero no pido dinero. No he de pedirle más que
una sola cosa, y una cosa que no le cuesta nada: el relato de su vida.

El hombre abrió mucho los ojos y nuevamente se hizo atrás. Me di


cuenta de que creía que yo estaba loco, y por eso continué con la
mayor calma:

—No soy lo que usted se cree, señor; no soy un loco. Soy únicamente
algo semejante: soy un escritor. Debo escribir para mañana un cuento
y este cuento me salvará del hambre, y quiero que me diga quién es
usted y cuál ha sido su vida, a fin de que pueda hacer el argumento
de mi cuento. Tengo necesidad absoluta de usted, de su confesión, de
su vida. No me niegue este favor; no rehuse a un miserable esta
ayuda. ¡Usted es el que yo buscaba, y con la materia que me
proporcionará escribiré, tal vez, mi obra maestra!

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Al oír estas palabras, el hombre pareció conmoverse y ya no me miró
con terror, sino más bien con piedad.

—Si mi vida le es tan necesaria —dijo— no tengo ningún


inconveniente en contársela, tanto más que ella es de una perfecta
sencillez. Nací hace treinta y cinco años, de padres acomodados,
honrados y cuerdos. Mi padre era empleado, mi madre tenía una
pequeña renta. Fui el único hijo, y a los seis años comencé a ir a la
escuela. A los once años acabé los estudios elementales sin que
hubiese estudiado mucho ni poco. A los once años entré en el
gimnasio, a los dieciséis en el Liceo, a los diecinueve en la
Universidad. A los veinticuatro obtuve el título, sin haber dado nunca
muestras de una inteligencia muy brillante ni de una estupidez
irremediable. Cuando hube obtenido el título, mi madre me procuró
un empleo en ferrocarriles y me presentó a mi novia. Mi empleo me
ocupa ocho horas del día y no requiere más que un poco de memoria
y de paciencia. Cada seis años mí sueldo aumenta automáticamente
en doscientas liras. Sé que a los sesenta y cuatro años obtendré una
pensión de tres mil cuatrocientas cincuenta y tres liras y sesenta y
dos céntimos. Mi novia me convenía y me casé con ella al año. No ha
habido nunca entre nosotros inútiles sentimentalismos. Iba a visitarla
tres veces a la semana, y dos veces al año —por su santo y por
Navidad— le llevé dos regalos y le di dos besos. He tenido de ella dos
hijos, un varón y una hembra. El varón tiene diez años y estudia para
ingeniero; la mujer tiene nueve años y será maestra. Yo vivo
tranquilo, sin zozobras ni deseos. Me levanto todas las mañanas a las
ocho, y a las nueve de la noche voy a un café, donde hablo de la
lluvia y de la nieve de la guerra y del Ministerio con cuatro colegas del
oficio. Y ahora que ya le he contado lo que quería, déjeme marchar,
porque han pasado ya diez minutos de la hora en que debo volver a
casa.

Y dicho todo esto con gran tranquilidad, el hombre se dispuso a


marcharse. Permanecí un momento como agobiado por el terror.
Aquella vida monótona, común, regular, prevista, medida, vacía me
llenó de una tristeza tan aguda, de un espanto tan intenso que estuve
a punto de echarme a llorar y huir. Sin embargo, pude dominarme.

"He aquí —me dije— el famoso hombre normal y vulgar en nombre


del cual los médicos austeros nos desprecian y condenan como
dementes y degenerados. He aquí el hombre modelo, el hombre tipo,
el verdadero héroe de nuestros días, la pequeña rueda de la gran
máquina, la pequeña piedra de la gran muralla; el hombre que no se
nutre de sueños malsanos y de locas fantasías. Este hombre, que yo
creía imposible, inexistente, imaginario, está ante mí, pavoroso y
terrible en la inconciencia de su incolora felicidad."

Sin embargo, el hombre no esperó el final de mis pensamientos y se


dispuso a marcharse. Aterrorizado todavía, pero obstinado, me puse
delante de él y le pregunté:

—¿Verdaderamente no ha habido nada más en su vida? ¿No le ha


pasado nunca nada? ¿Nadie ha intentado matarle? ¿No le ha
engañado su mujer? ¿No le han perseguido sus superiores?

—Nada de todo eso me ha ocurrido —contestó con una cortesía un


poco molesta—; nada de todo lo que me dice. Mí vida ha transcurrido

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tranquila, igual, regular, sin muchas alegrías, sin grandes dolores, sin
aventuras...

—¿Ninguna aventura, señor —le interrumpí—, ninguna? Procure


recordar bien, busque por su memoria; no puedo creer que no le haya
ocurrido nunca nada, ni una sola vez. ¡Su vida sería demasiado
horrible!

—Le aseguro que no he tenido ninguna aventura —contestó el


Hombre Vulgar haciendo un gran esfuerzo de amabilidad—; al menos
hasta esta noche. El encuentro con usted, señor novelista, ha sido mi
primera aventura. Si le conviene, puede contarla.

Y sin darme tiempo para contestarle se marchó, tocándose


ligeramente el ala del sombrero. Yo permanecí aún algunos momentos
parado en el mismo sitio, como bajo la impresión de una cosa terrible.
Llegué por la mañana a mi cuarto y no escribí el cuento.

Desde aquella noche ya no me atrevo a reirme de los hombres vulgares.

21
El que no pudo amar

Desde que Don Juan se ha casado es casi imposible encontrarlo fuera


de su casa, sobre todo por la noche. Los cabellos ralos y grises, los
hombros un poco curvados y también —¿por qué no decirlo?— un
catarro obstinado, ya crónico, le tienen apartado del mundo y de sus
pompas. Sin embargo, una noche, a mediados de marzo, vi a Don
Juan Tenorio hablando en un lugar público con Juan Buttadeo, llamado
el Judío Errante.

En medio de la ridícula majestad de una gran cervecería de tipo


germánico, bajo la claridad esfumada de una redonda lámpara
eléctrica, los dos hombres hablaban, meneando sus grises cabezas,
sin mirar a las mujeres de labios rojos y a los jovencitos escuálidos
que se hallaban ganduleando y beborroteando en torno de ellas. Las
dos legendarias apariciones habían bebido su café y no parecía que se
diesen cuenta de que se hallaban en el mundo de los estudiosos del
"folclor" y de los profesores de poesía comparada. Vivían y hablaban
como vosotros y como yo, y sus palabras me llegaron distintas y
comprensibles apenas me acerqué a la mesita de hierro junto a la que
se hallaban sentados. Había una silla vacía cerca de ellos y me senté
en ella. Los dos viejos no interrumpieron su conversación y me
miraron con una fugitiva sonrisa, como si hubiese sido un amigo de la
infancia que acabasen de dejar pocos momentos antes.

—No es fácil; no, no es fácil —afirmaba enérgicamente Don Juan—


dar una explicación de mi historia, y tal vez me moriré antes de que
se descubra el secreto de mi vida. He ido algunas veces al teatro
donde representaban mis gestas y me he reído mucho más que los
otros al ver aquella ingenua parodia que hace de mí un insaciable
libertino, amasijo de lujuria y de vanidad, arrastrado finalmente al
infierno por la venganza del Comendador y de Dios.

"¡Dulcísima cosa no ser comprendido por esos reyes de la platea! Ni


siquiera Moliére, quien, sin embargo, era cortesano y comediante,
pudo comprender quién era yo. Bajo mi justillo azul marino, bajo mi
sombrero de solitaria pluma negra, nadie ha sabido verme.
Seducciones, besos, raptos nocturnos, escaleras secretas, citas
insidiosas, celadas, mascaradas y banquetes, y el blanco monumento,
y la última fiesta, todo eso era exterior, convencional, ficción; los
escritores de tragicomedias y poemas han visto todo eso y nada más.
Un pintoresco seductor, un caprichoso caballero, un voluble
enamorado; eso es lo que soy para todos ésos y para los que los leen.
¡Y ninguno de estos grandes reveladores del corazón humano han
descubierto la razón desesperada de mis aventuras, ni siquiera uno ha
adivinado que fui libertino contra mi voluntad y voluble contra mi
deseo!

"Podría volver a evocar las noches de mi primera adolescencia,


cuando antes de dormirme intentaba imaginar y decidir cuál iba a ser
mi vida. No ha habido ningún muchacho más apacible y puro que yo.
Pensaba en el amor como en una cosa sagrada y en la mujer como en
un proemio misterioso que me esperaba en el umbral de la juventud.
Y la juventud llegó, y vino la primavera, y temblaron las estrellas y
reverdecieron los árboles, y las mujeres se envolvieron en sus bellos

22
vestidos claros. Pero el amor no vino. El amor fue para mí una
palabra. No sentí ninguna de aquellas palpitaciones que hacen poner
pálidos de repente los rostros de los hombres. No tuve sobresaltos ni
estremecimientos a la vista de un querido rostro, al sonido de una voz
clara. Mis sentidos se despertaron, pero mi corazón permaneció
tranquilo, pausado, como antes. Tenía el deseo del amor, pero no la
capacidad de amar. Comprendía que no amaría nunca, que no podría
conocer nunca los extravíos y los perfumes de la pasión. Comprendía
que podría disfrutar de las mujeres, que podría hacerme amar por
ellas, pero que no conseguiría agitar por un solo momento mi corazón
o turbar mi alma. No quise creer en los primeros tiempos en esa
imposibilidad de amar y busqué todos los caminos para desmentir mis
primeras experiencias, ya que creía en la belleza y en la grandeza del
amor, y no quería que las mujeres fuesen para mí únicamente un
juego y un pasatiempo. Traté, pues, de hacer nacer en mí, por todos
los medios, esa pasión de la que me sentía espontáneamente
incapaz; probé todos los métodos para que se desarrollara en mí,
aunque no fuese más que por una sola vez, la loca llama del amor.

"Pensé que lo conseguiría obrando 'como si' estuviese enamorado,


esperando que, a fuerza de repetir ciertas palabras y de realizar
ciertos actos, nacería también en mí el sentimiento que los demás
expresaban con esos actos y palabras. Por eso fingí perfectamente
amar e imité todos los gestos, las sonrisas, las miradas, las palabras,
las expresiones que usan los enamorados. Repetí mil, diez mil veces
las más tiernas imágenes, las más ardientes confidencias y los más
apasionados suspiros de lírica apasionada; besé, acaricié, suspiré,
pasé largas horas bajo una ventana; esperé noches enteras envuelto
en mi capa, la aparición de una luz conocida; escribí cartas
desatinadas, me esforcé en verter lágrimas de emoción y conseguí
perfectamente comprometerme a los ojos de todos, jurándome
solemnemente prometido a una jovencita que mi comedia amorosa
había turbado. Pero todo fue vano. De nada valió mi diligente ficción,
estudiada con arreglo a los modelos más perfectos y los libros más
célebres. Continuaba siendo incapaz del verdadero y único amor;
tenía que reconocer siempre mi radical imposibilidad de amar.

"Entonces comenzó mi vida legendaria, aquella que ha hecho de mí el


tipo del inconstante libertino. Hasta aquel tiempo había sido puro de
cuerpo y había buscado con toda el alma aquel afecto potente y
terrible de que todos los hombres son presa, al menos una vez. Pero
ante mi impotencia pasional no tuve valor para resignarme. Quise
aún, y por toda la vida, tentar la suerte. Esperaba que, tal vez,
repentinamente, el amor surgiría a oleadas de mi corazón, más
intenso e impetuoso a causa de la larga espera. Creía que hasta aquel
momento no había nacido en mí porque no había encontrado todavía
la mujer que debía hacer brotar y bullir mi interna fuente de pasión. Y
comencé a buscar desesperadamente a esa mujer; recorrí todos los
países, todas las ciudades del mundo, toda la Tierra, seduciendo
muchachas, atrayendo vírgenes, conquistando viudas y esposas;
siempre inquieto, incansable, descontento, no satisfecho; siempre al
acecho de esa mujer única, de esa liberadora desconocida que debía
existir en alguna parte, que debía encontrar, que debía hacerme
conocer el amor inmortal. Y hubo mujeres que huyeron conmigo, y
mujeres que lloraron por mí, y mujeres que murieron por mí, y nunca
tuve la alegría y la sorpresa de encontrar aquella que debía hacer
estremecer mi corazón y confundir mi espíritu. Disfruté los cuerpos de

23
innumerables mujeres, sentí latir sobre mi pecho innumerables
corazones de amantes, y, sin embargo, ni por un momento fui capaz
de fundir mi alma con la de la que amaba. Me hallaba a su lado con el
espíritu frío, insensible, lúcido: interesado únicamente en las formas
de sus miembros y en la graciosa curiosidad de sus pequeñas almas
ardientes. Las miraba a los ojos —ojos negros, ojos azules, ojos
grises, ojos de espasmo y de pasión— y veía en ellos reflejarse mi
rostro, y veía brillar la alegría de ellas al sentirme a su lado, y, sin
embargo, mis ojos no se velaron ni por un instante, y cuando las
había poseído, las dejaba sin remordimientos.

"Se dijo entonces que yo era un vil lujurioso que buscaba el placer del
cuerpo y despreciaba el amor, ¡cuando yo iba de mujer en mujer, de
aventura en aventura, para buscar precisamente el único amor, y mi
volubilidad nacía de la constancia en quererlo encontrar, y mi capricho
nacía de la desesperación de no encontrarlo! Creían que yo me
divertía, cuando estaba triste por mi vana persecución; dijeron que
era cruel, cuando la suerte era cruel conmigo. Buscaba mil mujeres
porque no conseguía amar a una sola para siempre, y se imaginaban
que yo quería burlarme de todas. No vieron bajo la aparente ligereza
del voluble caballero toda la rabiosa tristeza del 'amante no
correspondido por el amor'. Muchos corazones de mujeres sufrieron
por mi culpa, pero ninguna conoció, ni en las lágrimas ni en los
sollozos del abandono, toda la acerba desesperación de mi alma no
satisfecha de la mórbida carne ni de las veloces fortunas. Bajo la
máscara de mi leyenda se halla la amarga sonrisa del que fue amado
demasiado y no consiguió amar."

Calló el viejo seductor en este momento, y el otro viejo comenzó a


hablar con voz lejana:

—Lo que has dicho es tal vez verdad y ciertamente terrible. Pero no
has dicho más que la causa interna, la prehistoria de tu leyenda, y no
has ofrecido ninguna nueva interpretación, no has añadido ningún
nuevo sentido. Yo, que hace siglos y siglos recorro el mundo y he
aprendido a meditar en la soledad; yo, que he llegado a ser como el
errante Edipo, descifrador de enigmas y filósofo trágico, comprendo
perfectamente la moraleja que se desprende de tu lamentable
historia. Aquello que los hombres han querido condenar y matar en ti
es "el amor a la diversidad, el amor al cambio". Ante tu ir de mujer en
mujer, ante la continua movilidad de tus gustos y de tus deseos ellos
han levantado la blanca y rígida estatua del Comendador, el
verdadero símbolo, diría un lógico, del inmóvil concepto ante la
continua variedad de la intuición. ¡Y por eso, oh Don Juan, eres mi
hermano! También en mí los hombres han expresado su odio y su
miedo al cambio.

"Me han condenado a ser un eterno vagabundo, imaginándose que el


cambiar continuamente de lugar, ver siempre cosas nuevas, no tener
morada fija, un rincón estable del nacimiento a la muerte, constituye
la más grande maldición para el alma de un hombre. En cambio, yo
he convertido en alegría su condena; me he hecho un alma magnífica,
de pasajero, de explorador, de peregrino, de caballero errante, de
globetrotter aficionado, y así vivo, en el continuo diverso y en el
perpetuo cambio, una vida bastante más rica que la de mis jueces y
mis verdugos. Yo y tú, Don Juan, somos los héroes de la diversidad y
de la mutabilidad, y los esclavos de la casa única y de la mujer única

24
nos han querido escupir con desprecio. Pero nosotros corremos, ¡oh
Don Juan!, nosotros corremos más de prisa que ellos y ellos irán
pronto bajo tierra a incubar su económica felicidad."

Pero Don Juan no escuchaba al sentencioso viajero, y apenas éste


hubo callado, continuó hablando:

—Bajo la máscara de mi leyenda hay tal vez una sonrisa, una amarga
sonrisa, pero dentro de mi corazón no hay más que angustia, siempre
renovada por mis desilusiones. Ahora ya soy viejo, y no sabré nunca
que cosa es el amor. La mujer que buscaba no me ha salido al
encuentro por ningún camino, y cuando ha llegado la vejez y he
tenido necesidad del reposo y de cuidados, no he encontrado más que
una pobre criada que haya querido cuidarme.

El Judío Errante iba a sacar alguna consecuencia filosófica de las palabras


de Don Juan, cuando un hombrecillo muy cumplido, vestido de negro y
con un lunar sobre el bigote izquierdo, vino a anunciar que la cervecería
se cerraba. Don Juan sacó de su bolsa una moneda de oro, pero el
hombrecillo la miró y la rechazó. Era un doblón español de 1662. Juan
Buttadeo, más práctico, sacó del bolsillo una moneda de plata, la hizo
sonar sobre la mesa y los tres salimos juntos a la plaza desierta, riéndonos
estrepitosamente sin razón ninguna.

25
La última visita del Caballero Enfermo

Nadie supo nunca el verdadero nombre de aquel a quien todos


llamaban el Caballero Enfermo. No ha quedado de él, después de su
inesperada aparición, más que el recuerdo de sus inolvidables
sonrisas y un retrato de Sebastiano del Piombo, quien le representa
envuelto en la sombra mórbida de una pelliza, con una mano
enguantada que cae blandamente como la de un ser dormido.
Algunos de los que más le amaron —y yo me hallé entre esos pocos—
recuerdan también su singular cutis de un pálido amarillo,
transparente, la ligereza casi femenina de sus pasos y la languidez
habitual de sus ojos. Le gustaba hablar mucho, pero nadie
comprendía lo que quería decir, y sé de algunos que "no querían
comprenderle, porque las cosas que decía eran demasiado horribles".

Era, verdaderamente, "un sembrador de espanto". Su presencia daba


un color fantástico a las cosas más sencillas; cuando su mano tocaba
algún objeto, parecía que éste entrase a formar parte del mundo de
los sueños. Sus ojos no reflejaban las cosas presentes, sino las cosas
desconocidas y lejanas, que los que se hallaban con él no veían. Nadie
le preguntó nunca cuál era su enfermedad y por qué no se cuidaba.
Vivía andando siempre, sin detenerse, día y noche. Nadie supo nunca
dónde se hallaba su casa, nadie le conoció padres o hermanos.
Apareció un día en la ciudad y, después de algunos años, otro día
desapareció.

La víspera de este día, a primera hora de la mañana, cuando apenas


el cielo comenzaba a iluminarse, vino a despertarme a mi cuarto.
Sentí la suave caricia de su guante sobre mi frente y le vi ante mí,
envuelto en la pelliza, con la boca que parecía eternamente el
recuerdo de una sonrisa, y sus ojos más extraviados que de
costumbre. Me di cuenta, a causa del enrojecimiento de los párpados,
de que había pasado toda la noche velando y de que debía de haber
esperado la aurora con gran ansia, porque sus manos temblaban y
todo su cuerpo parecía presa de fiebre.

—¿Qué le pasa? —le pregunté—. ¿Su enfermedad le hace sufrir mas


que otros días?

—¿Mi enfermedad? —respondió—. ¿Mi enfermedad? ¿Usted cree,


pues, como todos, que yo "tengo" una enfermedad? ¿Que se trata de
una enfermedad "mía"? ¿Porque no decir que yo "soy una
enfermedad"? No hay nada que sea mío, ¿comprende? ¡Nada me
pertenece! ¡Pero yo soy de alguien y hay alguien a quien pertenezco!

Estaba acostumbrado a sus extraños discursos, y por eso no le


contesté. Continué mirándole, y mi mirada debía de ser muy dulce,
porque él se acercó a mí y me tocó otra vez la frente.

—No tiene usted ningún rastro de fiebre —continuó diciéndome—;


está usted perfectamente sano y tranquilo. Su sangre circula con
tranquilidad por sus venas. Puedo, pues, decirle algo que tal vez le
espantará; puedo decirle quién soy yo. Escúcheme con atención, se lo

26
ruego, porque tal vez no podré repetirle dos veces las mismas cosas,
y es, sin embargo, necesario que las diga al menos una vez.

Al decir esto se tumbó en un sillón morado, junto a mi cama, y


continuó con voz más alta:

—Yo no soy un hombre real. No soy un hombre como los otros, un


hombre con huesos y músculos, un hombre generado por hombres.
No he nacido como vuestros compañeros; nadie me ha mecido ni
vigilado mi crecimiento; no he conocido ni la inquieta adolescencia ni
la dulzura de los lazos de la sangre. Yo no soy —y quiero decirlo a
pesar de que tal vez no quiera creerme—, yo no soy más que la
"figura de un sueño". Una imagen de Guillermo Shakespeare es, con
respecto a mí, literal y trágicamente exacta: ¡yo "soy de la misma
sustancia de que están hechos vuestros sueños"! Existo porque hay
"uno" que me sueña, hay "uno" que duerme y sueña, y me ve obrar, y
vivir, y moverme, y en este momento sueña que yo digo todo esto.
Cuando ese "uno" comenzó a soñarme, yo comencé a existir; cuando
se despierte, cesaré de existir. Yo soy una imaginación, una creación,
un huésped de sus largas fantasías nocturnas. El sueño de este "uno"
es de tal modo consistente e intenso, que me he hecho visible incluso
a los hombres que están despiertos. Pero el mundo de la vigilia, el
mundo de la realidad concreta, no es el mío. ¡Me siento tan poco
adaptado a la vulgar solidaridad de vuestra existencia! Mi verdadera
vida es la que discurre lentamente en el alma de mi durmiente
creador...

"No se figure que hablo con enigmas o por medio de símbolos. Lo que
le digo es la verdad, toda la sencilla y tremenda verdad. ¡Cese, pues,
de dilatar sus pupilas a causa del estupor!

"Ser el actor de un sueño no es lo que más me atormenta. Hay poetas


que han dicho que la vida de los hombres es la sombra de un sueño, y
hay filósofos que han sugerido que la realidad es toda alucinación. En
cambio, yo me siento preocupado por otra idea: '¿quién es el que me
sueña?' ¿Quién es ese 'uno', ese ser ignoto que no conozco y del que
soy propiedad, que me ha hecho surgir de repente de la negrura de
su cerebro cansado y que al despertarse me borrará de golpe, como
una llama muere de un soplo? ¡Cuántas veces pienso en ese dueño
mío que duerme, en ese creador mío ocupado en el curso de mi
efímera vida! Seguramente debe de ser grande y potente, un ser para
el cual nuestros años son minutos, y que puede vivir toda la vida de
un hombre en una de sus horas, y la historia de la Humanidad en una
de sus noches. Sus sueños deben ser tan vivos, fuertes y profundos
que pueden proyectar fuera de él sus imágenes, hasta el punto de
que aparezcan como cosas reales. Tal vez el mundo entero no es más
que el producto perpetuamente variable de un entrecruzarse de
sueños de seres semejantes a él. Pero no quiero generalizar
demasiado; ¡dejemos la metafísica a los imprudentes!

"¿Quién es éste? Ésta es la pregunta que me agita desde hace mucho


tiempo, desde que descubrí la materia de que estoy hecho. Usted
comprende perfectamente la importancia que tiene para mí este
problema. De la respuesta que pudiese darme dependería para mí
todo mi destino. Los personajes de los sueños disfrutan de una
libertad bastante amplia, y por eso mi vida no se ve determinada del
todo por mi origen, sino en mucha parte por mi albedrío. Era

27
necesario, sin embargo, que supiese quién era mi soñador para
dilucidar el sentido de mi vida. En los primeros tiempos me espantaba
al pensar que pudiese bastar la más pequeña cosa para despertarlo,
esto es, para aniquilarme. Un grito, un rumor, un soplo podía de
pronto precipitarme en la nada. Amaba entonces la vida, y por eso
me torturaba vanamente para adivinar cuáles fuesen los gustos y las
pasiones de mi ignoto poseedor; para dar a mi existencia aquellas
actitudes y aquellas formas que pudiesen serle gratas. Temblaba a
cada momento ante la idea de realizar algo que pudiese ofenderle,
asustarle, y, por lo tanto, despertarle. Imaginé durante algún tiempo
que era una especie de paterna divinidad evangélica, y por eso
procuré llevar la más virtuosa y santa vida del mundo. Otras veces
pensaba que podría ser algún héroe pagano, y entonces me coronaba
con pámpanos, cantaba himnos báquicos y bailaba con las frescas
ninfas en los claros de la selva. Creí, finalmente, una vez, que
formaba parte del sueño de algún sublime y eterno sabio, que había
conseguido llegar a vivir en un sublime mundo espiritual, y pasé
largas noches velando inclinado sobre los números de las estrellas, y
las medidas del mundo, y la composición de los vivos.

"Pero finalmente me sentí cansado y humillado al pensar que debía


servir de espectáculo a ese dueño desconocido e incognoscible. Me di
cuenta de que esa ficción de vida no valía tanta bajeza ni tanta
aduladora vileza. Deseé entonces ardientemente lo que antes me
causaba horror, esto es, que se despertara. Me esforcé en llenar mi
vida con espectáculos tan hórridos que se despertase a causa del
espanto. Lo he intentado todo para conseguir el reposo del
aniquilamiento; todo lo he puesto en obra para interrumpir esta triste
comedia de mi vida aparente, para destruir esta ridícula larva de vida
que me hace semejante a los hombres.

"No dejé de cometer ningún delito, ninguna cosa mala me fue


ignorada, ningún terror me hizo retroceder. Asesiné con refinada
tortura a viejos inocentes, envenené las aguas de toda una ciudad,
incendié en un mismo instante las cabelleras de multitud de mujeres,
desgarré con mis dientes, que se habían hecho salvajes a causa de mi
voluntad de aniquilamiento, a todos los muchachos que encontré en
mi camino. Por la noche busqué la compañía de monstruos
gigantescos, negros, silbantes, que los hombres ya no conocen; tomé
parte en increíbles empresas de gnomos, de íncubos, de vestigios, de
fantasmas; me precipité desde lo alto de un monte a un valle desnudo
y revuelto, rodeado de cavernas llenas de blancos huesos, y las
hechiceras me enseñaron aullidos de fieras desoladas que hacen
temblar en la noche a los más fuertes. Me parece que aquel que me
sueña no se espanta de lo que hace temblar a los demás hombres. O
disfruta con la visión de lo más horrible, o no le da importancia y no
se asusta. Hasta hoy no he conseguido despertarle y debo todavía
arrastrar esta innoble vida, servil e irreal.

"¿Quién me librará, pues, de mi soñador? ¿Cuándo despuntará el alba


que le llamará a su trabajo? ¿Cuándo sonará la campana, cuándo
cantará el gallo, cuándo gritará la voz que debe despertarle? ¡Espero
hace tiempo mi liberación! ¡Espero con tanto deseo el fin de este
chocante sueño, del que soy una parte tan monótona!

"Lo que hago en este momento es la última tentativa. Yo digo a mi


soñador que soy un sueño; quiero que él sueñe que sueña. Esto pasa

28
también a los hombres, ¿no es verdad? ¿Y ocurre que se despiertan
cuando se dan cuenta de que sueñan?

Por esto he venido a verle, y por esto le he dicho todo esto, y


desearía que el que me ha creado se diera cuenta en este momento
de que yo no existo como hombre real, y que en el instante mismo
dejaré de existir, incluso como imagen irreal. ¿Cree que lo
conseguiré? ¿Cree que a fuerza de repetirlo y de gritarlo despertaré
sobresaltado a mi invisible propietario?"

Y al pronunciar esta palabra el Caballero Enfermo se agitaba en el


sillón, se quitaba y se ponía el guante de la mano izquierda, y me
miraba con ojos cada vez más extrañados. Parecía esperar de un
momento a otro algo maravilloso y espantoso. Su rostro adquiría
expresiones de agonizante. Se contemplaba de cuando en cuando su
propio cuerpo, como si esperase ver cómo se disolvía, y se acariciaba
nerviosamente la húmeda frente.

—¿No cree usted que todo esto es verdad? —dijo—. ¿Cree que
miento? ¿Por qué no puedo desaparecer, por qué no tengo libertad
para acabar? ¿Soy, tal vez, parte de un sueño que no acabará nunca?
¿El sueño de un eterno durmiente, de un eterno soñador? ¡Quíteme
esta idea espantosa! Consuéleme un poco; sugiérame alguna
estratagema, alguna intriga, algún fraude que me suprima. Se lo pido
con toda el alma. ¿No tiene, pues, piedad de este aburrido espectro?

Y como yo continuaba callado, él me miro y se puso en pie. Me pareció


entonces mucho más alto que antes, y observé que su piel era un poco
diáfana. Se comprendía que sufría enormemente. Su cuerpo se agitaba;
parecía un animal que intentaba escurrirse de alguna red. La dulce mano
enguantada estrechó la mía y fue la última vez. Murmurando algo en voz
baja, salió de mi cuarto, y sólo "uno" le ha podido ver desde aquel
momento.

29
El espejo que huye

En una apacible mañana de invierno, en una estación muy conocida,


un hombre que no conozco —con gabán, dos violetas en el ojal—
quería demostrarme que los hombres son felices, que la vida es
grande, que el mundo es bello. Yo le escuchaba con interés, haciendo
caer a cada momento la ceniza de mi cigarrillo, que se consumía al
viento sin que me lo llevase una sola vez a los labios. Le escuchaba y
sonreía, y el Hombre que no conozco se acaloraba cada vez más; del
humour pasaba al sentimentalismo, del entusiasmo al delirio.

Un momento su voz dijo:

—Piense, señor, piense en la grandeza del progreso que se ha


realizado ante nuestros ojos; el progreso que lleva a los hombres del
pasado al futuro, de lo que ya no existe a lo que todavía ha de existir,
de lo que se recuerda a lo que se espera. Los salvajes no prevén el
futuro, no piensan en el porvenir; no prevén y no se preparan. Pero
nosotros los hombres civilizados, nosotros los hombres nuevos,
vivimos para el futuro y gracias al futuro. Toda nuestra vida se dirige
hacia el porvenir; está construida con miras a lo que ha de ocurrir.
Nuestros hombres consagran hoy al mañana; siempre el hoy, el hoy
que pasa, al mañana que pasará.

"Este enorme progreso del espíritu profético es lo que hace que se


desvanezcan los peligros, lo que nos da la fuerza, lo que hace
descubrir nuevas posibilidades, lo que nos hace dueños de la tierra,
del mar y del cielo, y de una cosa que vale más que todo eso, oh
señor: ¡de nosotros mismos!"

Pero en aquel momento un tren expreso llegó a la estación. Su


estrépito solemne en el cruce de las vías, su silbido breve, decidido,
irritado interrumpió el discurso del Hombre que no conozco. Cuando el
tren se detuvo y no se oyeron más que los sordos resoplidos de la
máquina, y los viajeros huyeron, el Hombre quería continuar
hablando, pero yo se lo impedí:

—Señor Hombre —le dije—, este tren que acaba de llegar, ¿no le ha
dicho nada referente a nuestro asunto? ¿No ha oído su contestación?
¿Quiere que yo se lo repita, yo, humilde traductor, puesto que sé
traducir la lengua de los trenes y de muchas otras cosas? Hasta hace
pocos minutos este tren corría a una velocidad media de ochenta
kilómetros por hora —pequeño mundo apresurado e iluminado, a
través de la campiña solitaria y brumosa—. Y he aquí que de pronto
se ha parado, y los habitantes de la pequeña ciudad en fuga han
desaparecido, y el maquinista se seca la frente con aire poco
satisfecho. Las ruedas se han parado tristemente sobre los rieles, y
los vagones vacíos y oscuros encuentran a faltar las charlas de los
viajeros y las abigarradas maletas. Así termina una fuga cuando se
viaja sobre ruedas. Pero dejemos el tren y volvamos a los hombres.
En este momento estoy pensando una cosa absurda y voy a decírsela
a usted, señor Hombre, y se la digo, ya que aquí no hay una multitud
que pueda oírme. Si estuviesen aquí todos los que deseo, diría:

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"Imaginad, hombres, una cosa imposible, una cosa absurda, loca,
increíble y terrible. Imaginad que todo el mundo se parase de golpe,
en un determinado instante, y que todas las cosas permaneciesen en
aquel punto en que estaban, y que todos los hombres se quedasen
inmóviles, como estatuas, en la postura en que se hallaban en aquel
momento, en aquel acto que se hallaban realizando. Si esto ocurriese,
y a pesar de todo eso continuase en los hombres el pensamiento, y
pudieran recordar y juzgar lo que hicieron y lo que estaban haciendo,
y pudiesen considerar todo lo que realizaron desde su nacimiento, y
volver a pensar sobre lo que querían realizar antes de morir, ¡cuánta
desesperación palpitaría bajo el trágico silencio de este mundo
detenido repentinamente!

"He aquí al hombre sorprendido en el pesado sueño con la boca


entreabierta como un cadáver borracho; he aquí el hombre en el acto
del amor, tendido como una bestia anhelosa sobre la mujer de los
ojos cerrados; he aquí al hombre que robaba en las tinieblas con sus
ojos falsos y la lámpara que ya no se apagará; he aquí al juez vestido
de negro que distribuye el infierno y la sangre desde su alto asiento;
he aquí al miserable que se arrastra por el fango de la ciudad
buscando un hueso y un céntimo; he aquí a la mujer que sonríe
lascivamente con el rostro empolvado, un poco inclinado; he aquí al
mercader de las manos huesudas que gesticula para tener diez
céntimos más; he aquí al campesino afanado, aguijando los inmóviles
bueyes; he aquí al elegante orador que se ha detenido a la mitad de
una sonrisa y de un cumplido; y al soldado que estaba con la
bayoneta calada delante de una puerta cerrada; y al homicida que
estaba preparando sus venenos en una buhardilla; y al obrero
soñoliento inclinado sobre las enormes máquinas untuosas, inmóviles
y siniestras; y al hombre de ciencia que no puede apartar el ojo
cansado del microscopio, donde han interrumpido su danza los
monstruos invisibles.

"Imaginamos ahora, si no os falta el valor, los pensamientos de todos


estos hombres condenados en un instante mismo a la conciencia de
su muerte. ¿Creéis que habrá un solo hombre —uno solo— que esté
alegre y satisfecho de aquel momento en el cual el destino le ha
dejado inmóvil? ¿Creéis que para uno solo de estos hombres haya
sido éste el momento de Fausto, el momento bello que desearíamos
detener, fijar, conservar para toda la eternidad?

"El señor Hombre —ese que está presente ante mí— ha dicho una
grande y tremenda verdad. Los hombres piensan en el futuro, viven
para el porvenir, consagran perpetuamente todos sus hoy y sus
mañana a los mañana que deben venir. Todo hombre no vive más que
por lo que espera. Toda su vida está hecha de manera que, en cada
instante, tiene valor en cuanto sabe que este instante prepara un
instante sucesivo, cada hora una hora que vendrá, cada día un día
que seguirá. Toda su vida está hecha de sueños, de ideales, de
proyectos, de esperas; todo su presente está hecho de pensamientos
en torno al futuro. Todo aquello que es, que es en el presente, le
parece oscuro, mezquino, insuficiente, inferior, y nos consolamos
únicamente pensando que todo este presente no es más que un
prefacio, un largo y enojoso prefacio de la bella novela del porvenir.
Todos los hombres, lo sepan o no, viven con esta fe. Si en un
momento se les dijese que deben morir todos dentro de una hora,
todo lo que hacen y han hecho no tendría para ellos ningún gusto,

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ningún sabor, ningún valor. Sin el espejo del futuro, la realidad actual
parecería torpe, vacía, insignificante. Sin el mañana que hace esperar
en el desquite, en las victorias, en las ascensiones, en las
promociones y en los aumentos, en las conquistas y en los olvidos, los
hombres ya no desearían vivir.

"Pensad, pues, en estos hombres detenidos de repente que ya no


pueden actuar pero que todavía piensan. Pensad en estos hombres
aprisionados en un eterno hoy, sin la liberación de la conciencia. ¿Qué
deben pensar esos hombres? ¿Qué llaga debe roer sus vísceras y
crispar sus nervios? Inmóviles en sus posturas vergonzosas o
delictivas, tristes e idiotas, sin la posibilidad de esperanza, sin luz de
sueños, sin dulzura de proyectos, con las alas cortadas, las piernas
atadas, las manos encadenadas, como una multitud de prisioneros
estrujados en los lazos de su mezquina vida, melancólica y
repugnante; en los vínculos de esa vida que ellos soportaban
únicamente con la esperanza y la espera de vidas más bellas y más
grandes; ellos, esos perpetuos condenados a la inacción, reconocerán
con infinita rabia toda la absurda estupidez de su vida anterior.

"Ellos pensarán que 'todo el presente era sacrificado por ellos a un


futuro que, a su vez, se habría convertido en presente y sacrificado, a
su vez, a otro futuro, y así hasta el último presente, hasta la muerte'.
Todo el valor de hoy estaba en el mañana, y el mañana valía
únicamente por otro mañana, y se llegaba así hasta el último hoy, el
hoy definitivo, y de este modo toda la vida habría transcurrido para
preparar de día en día, de hora en hora, de momento en momento, lo
que no viene nunca. Y ellos descubrirían esta tremenda cosa: que el
'futuro no existe como futuro', que el futuro no es más que una
creación y una parte del presente, y que el soportar la vida inquieta,
la vida triste, la vida doliente, para ese futuro que de día huye y se
aleja, es la más dolorosa tontería de esta tonta vida.

"Hombres, nosotros perdemos la vida por la muerte, nosotros


consumimos lo real por lo imaginario, nosotros valoramos los días
solamente porque nos conducen a días que no tendrán otro valor que
el de llevarnos a otros días semejantes a ellos..."

Otro tren expreso gritando y tronando, entro en la estación, y una vez


más los viajeros huyeron y el maquinista se enjugo la frente con aire
poco satisfecho. El hombre que no conozco continuaba delante de mí
—con gabán, dos violetas en el ojal— a pesar de que yo me había
olvidado completamente de él.

—He aquí —le dije— mis ideas sobre el progreso, sobre el porvenir y
sobre la vida. Usted no está seguramente de acuerdo conmigo, pero
yo estoy de acuerdo con alguien, por ejemplo, con la niebla que
intenta cubrir el mundo y esconder el hombre al hombre, la miseria al
desprecio, la violencia a la melancolía. Y yo amo muchísimo, señor
Hombre, los trenes que se detienen después de inútiles fugas, y la
niebla que vela lo que no se puede destruir. El Hombre que no
conozco se había puesto nervioso y todo su entusiasmo había
desaparecido como un jirón de humo. En vez de contestarme, se
quitó del ojal una de sus violetas y me la ofreció. Yo la tome con una
inclinación, la acerqué a mi nariz y su leve olor me gustó.

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