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Obituario de Karol Wojtyla

Por: FERNANDO VALLEJO

Pasó por esta vida mintiendo y predicando su mentira. Como el fundador de su


religión inicua, no tuvo una palabra de amor por los animales. Ni una sola vez
levantó su voz para defender a las ballenas que sus congéneres matan con
arpones, ni a las focas que exterminan a garrotazos, ni a las vacas que acuchillan
en los mataderos como acuchillan a los marranos en las fincas de Colombia la
asesina y la borracha para celebrar en las navidades la venida al mundo del Niño
Dios. No le dio el alma para sentir el dolor de su otro prójimo, el más humilde y
más abandonado. En un planeta superpoblado, cuyos ríos son cloacas y cuyo mar
se está muriendo, se opuso al control natal. Viajó por África negra devastada por
el sida predicando contra el uso del condón y a América vino a lo mismo,
arrogándose por todas partes el título de defensor de los que aún no han nacido
como si ellos se lo hubieran dado desde su nada. ¡A dónde no fue! A Bosnia,
Suiza, Rusia, Guatemala, México, viajando en jet privado, recibido por la gentuza
del poder y la chusma novelera, llevando a todas partes su mascarada innoble. A
Colombia no podía faltar, el país más católico de la Tierra. Aquí estuvo, aquí lo
vimos, aquí lo oímos, aquí nos vino el manirroto a repartir sus bendiciones.
¿Cuántos nacieron, a la sombra de su prédica, después de su visita? Millones.
Millones destinados al horror que su palabra mentirosa llamó "el banquete de la
vida". ¿A cuántos niños colombianos nacidos con su bendición acogió en el
Vaticano? A cuántos salvó de acabar como sicarios al servicio de los paramilitares,
el narcotráfico, la guerrilla? ¿A cuántos? ¿A cuántos? ¿Y a cuántos niños africanos
con sida? Sucedía a un papa bondadoso que reinó pocos días y que murió en
circunstancias extrañas, acaso asesinado en una conjura palaciega por la Curia
tenebrosa y con la complicidad de Dios. Pronto se reveló como el que era,
vástago de la estirpe de los impíos, la de Pío Nono, Pío Décimo, Pío Doce y la
alimaña tonsurada de Pablo Sexto de almita ponzoñosa. De ellos heredó los
palacios, las obras de arte, la púrpura, el oro, los baldaquines, la Guardia Suiza,
el puño firme para gobernar, la verdad infalible. Manos solícitas de monjas, curas,
obispos y cardenales lo atendían, lacayos de mucha o de poca monta. De cuanto
granuja hay con poder se hizo recibir o los recibió en sus palacios vaticanos. Para
ellos sí estuvieron siempre abiertas las puertas de la ciudadela mas no para los
desposeídos de la Tierra que por él nacieron. Pastor de su inmensa grey, el
rebaño con garras, se creía dueño de la verdad y la conciencia moral del mundo.
A Cuba fue a cohonestar con su presencia los crímenes del tirano y a fotografiarse
con él. Tal para cual. Se necesitaban ambos para legitimar cada quien su vileza
con la del otro. ¿Y los treinta y cinco años que el carcelero de Cuba persiguió a su
Iglesia? ¡Se le olvidaron! Por todo el planeta paseó el espectáculo de su vanidad
de pavorreal, chapuceando idiomas como si le quemaran las plumas del trasero
las lenguas de fuego del Espíritu Santo. En los primeros años de su pontificado y
sus primeros viajes no bien bajaba del avión se arrodillaba a lo Pablo VI en la
pista del aeropuerto a besar el suelo como conquistador que toma, con el culo al
aire y a los cuatro vientos mientras suena la fanfarria, posesión de la tierra. Le
quedaron faltando el genocida de Saddam Hussein y el hampón de Libia pero ya
los tenía en la mira. Al terrorista de Arafat lo recibió en el Vaticano, cuyas puertas
estuvieron siempre abiertas de par en par para los detentadores del poder, de la
calaña que fueran. Cómplice con su silencio de las escuelas terroristas coránicas,
de los ayatolas asesinos de Irán y de toda la ralea musulmana, los cortejaba con
sus falsedades de jesuita y sinuosidades de Maquiavelo. Siervo de los poderosos,
se las daba de paradigma de la independencia moral. Enfermo de vanidad, su
fatuidad lo movía a querer ser siempre el centro de la atención de todos. Nada
sabía pero se creía dueño de la verdad. Sostenida por los menesterosos de este
mundo la pompa de su Iglesia limosnera le echaba incienso y el lobo disfrazado
de cordero lo aspiraba. La pederastía de sus curas y obispos de Boston y de
Chicago le drenó las arcas de sus diócesis más lucrativas y le hizo perder muchas
ovejas de su rebaño norteamericano, ¡pero qué importa, le quedaba México!
Canonizador manirroto con tal de que lo vieran, devaluó hasta la santidad. En sus
solos años de pontificado canonizó a más que sus 264 predecesores juntos en dos
milenios de historia de la Iglesia. País que le diera limosnas, país que premiaba
con un santo. Varios centenares de beatificados le tocaron a México, mina de oro.
Cansado de bendecir, al final le dio a pedir perdón, y hasta a Galileo le tocaron
sus lloriqueos porque la Tierra al final de cuentas siempre sí resultó girando
alrededor del Sol. A su sucesor le queda la tarea de pedirles perdón a los
homosexuales, que le quedaron faltando. Era homofóbico rabioso. Babeaba y
temblequeaba sin pudor mientras hacía teatro y hablaba con voz tartufa. Sigue el
entierro, el show televisivo, la última mascarada, la farsa póstuma, convertido el
pavorreal en cadáver protagónico. Sigue el cónclave, un cónclave amañado de
cardenales títeres a quienes él nombró y a quienes seguirá manipulando, por
unos días, desde ultratumba. Sigue el ascenso al trono del sucesor, quien
continuará su política de canonizar a lo manirroto y quien, pasado un tiempo
prudente, a su vez lo canonizará. Entonces la santidad se habrá convertido por
derecho propio en sinónimo de la infamia.

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