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InterludioDarwin

sabía que no era así, y el mundo al revés de las


plantas carnívoras lo fascinaba. En 1860, poco después de
encontrar su primera planta carnívora (una drósera) en un brezal
inglés, el autor de El origen de las especies escribió: «Me
interesa más la drósera que el origen de todas las especies del
mundo». Pasó meses haciendo experimentos con las plantas.
Dejaba caer moscas sobre las hojas y observaba cómo éstas
plegaban lentamente los tentáculos pegajosos sobre su presa.
Las estimulaba con trozos de carne cruda y yema de huevo. Se
maravillaba al ver que el peso de un cabello humano era
suficiente para iniciar una reacción. Sin embargo, las dróseras no
prestaban atención a las gotas de agua, ni siquiera a las que
caían desde gran altura. Reaccionar a la falsa alarma de un
chubasco, razonó Darwin, sería un gran error por parte de la
planta. Aquello no era un accidente. Era adaptación.

Cuando una hoja se cerraba, se


transformaba en «una copa o un
estómago temporal»
Darwin extendió sus estudios de las dróseras a otras especies, y
finalmente en 1875 reunió sus observaciones y experimentos en
un libro, Plantas insectívoras. Quedó maravillado por la exquisita
rapidez y la fuerza de la atrapamoscas, una planta que en su
opinión era «una de las más hermosas del mundo». Demostró
que cuando una hoja se cerraba, se transformaba en «una
copa o un estómago temporal» que secretaba enzimas
capaces de disolver a la presa.
Observó que las hojas tardaban más de una semana en volver a
abrirse después de cerrarse y razonó que los dientes
entrecruzados de los márgenes dejaban escapar a los insectos
más pequeños para ahorrar a la planta el gasto de digerir una
comida insuficiente. Comparó la velocidad del movimiento de la
atrapamoscas (que se cierra en una décima de segundo) con la
contracción de los músculos en los animales. Pero las plantas no
tienen músculos ni nervios. Así pues, ¿cómo era posible que
reaccionaran como los animales?

Así reaccionan las plantas a los ataques externos


Actualmente los biólogos, que utilizan la tecnología del siglo XXI
para estudiar las células y el ADN, están empezando a
comprender cómo cazan, comen y digieren esas plantas, y cómo
aparecieron esas curiosas adaptaciones. El fisiólogo vegetal
Alexander Volko cree haber desentrañado el secreto de la
atrapamoscas después de años de estudio. «Es una planta
eléctrica», afirma.
Cuando un insecto roza un pelo de la hoja de una atrapamoscas
se produce una minúscula carga eléctrica. Dicha carga se
acumula en el interior del tejido de la hoja pero no es suficiente
para estimular el cierre, por eso la planta no reacciona a falsas
alarmas como las gotas de lluvia. Un insecto en movimiento,
sin embargo, suele rozar un segundo pelo, lo que añade
suficiente carga para desencadenar la reacción que cierra la
hoja.
Los experimentos de Volkov revelan que la carga se desplaza en
el interior de la hoja por túneles llenos de líquido, lo que
determina la apertura de poros en las membranas celulares. El
agua pasa de las células interiores de la hoja a las exteriores, lo
que hace que cambie rápidamente de forma, de convexa a
cóncava, como una lente de contacto blanda. Al volverse del
revés, las hojas se cierran y atrapan al insecto en su interior.
La utricularia dispone de un mecanismo igual de complejo para
tender su trampa subacuática: bombea el agua contenida en
unas pequeñas vesículas, lo que reduce su presión
interna. El paso de una pulga de agua o de alguna otra pequeña
criatura estimula los pelos táctiles de la vesícula y hace que se
abra una válvula. La baja presión interna succiona el agua, que
arrastra con ella a la presa. En dos milésimas de segundo, la
puerta vuelve a cerrarse. Entonces, las células de la vesícula
empiezan a bombear agua hacia fuera, creando de nuevo el
vacío.
Otras muchas especies de plantas carnívoras actúan como el
papel matamoscas, capturando a sus víctimas con apéndices
pegajosos. Las plantas jarro utilizan otra estrategia: desarrollan
largas hojas tubulares en las que los insectos caen. Algunas de
las más grandes tienen «jarros» de hasta 30 centímetros de
profundidad y son capaces de digerir una rana entera o incluso
una rata que haya tenido la mala suerte de caer en su
interior. Complejos procesos químicos contribuyen a hacer
de la planta jarro una trampa mortal. Nepenthes rafflesiana,
que crece en los bosques de Borneo, produce un néctar que
además de atraer a los insectos, vuelve resbaladizas las
superficies. Los insectos que se posan en el borde del jarro-
trampa se deslizan como un hidroavión en el agua y caen en el
interior. El fluido digestivo en el que se precipitan tiene
propiedades diferentes. En lugar de ser resbaladizo, es denso y
pegajoso. Si una mosca intenta despegar una pata y escapar, el
fluido la sujeta tenazmente.
Casuarios, extrañas aves de Oceanía
Muchas plantas carnívoras tienen glándulas especiales que
secretan enzimas suficientemente potentes para atravesar el
duro exoesqueleto de los insectos y absorber sus nutrientes.
Pero la sarracenia purpúrea, que vive en turberas y suelos
arenosos estériles de gran parte de América del Norte, se
aprovecha de otros organismos para digerir el alimento. La planta
alberga una complicada red de larvas, mosquitos diminutos,
protozoos y bacterias, muchos de los cuales sólo pueden
sobrevivir en ese singular hábitat. Los animales se reparten las
presas que caen en el jarro, y los organismos más pequeños se
alimentan de los desechos. Finalmente, la planta absorbe los
nutrientes liberados por ese festín gastronómico. «Los animales
forman una cadena procesadora que acelera todas las
reacciones –dice Nicholas Gotelli, de la Universidad de
Vermont–. Por su parte, la planta aporta oxígeno a los insectos.»
Hay miles de plantas jarro en las turberas del bosque
Harvard, un área de investigación ecológica de la Universidad,
en el centro de Massachusetts. Un día de finales de la
primavera, Aaron Ellison me llevó de excursión. «No has
vivido realmente la experiencia de una turbera hasta que no te
has metido hasta las ingles en ella», me dijo este ecólogo de la
reserva forestal mientras observaba pacientemente cómo sacaba
yo las piernas del fango. Por todo el bosque ondeaban banderitas
naranjas. Cada una de ellas marcaba una planta jarro designada
para servir a la ciencia. A lo lejos, un estudiante alimentaba con
moscas las plantas marcadas. Los investigadores crían a estos
insectos con comida a la que han añadido marcadores poco
habituales de carbono y nitrógeno, para poder recoger después
las plantas y medir qué cantidad de cada elemento presente en
las moscas han absorbido. Como las plantas jarro son de
crecimiento lento (pueden vivir varias décadas), los experimentos
pueden tardar años en dar resultados.
El oasis botánico de Londres
Ellison y Gotelli están intentando desentrañar qué fuerzas
evolutivas empujaron a estas plantas a decantarse por probar la
carne. Comer animales proporciona a las plantas carnívoras unos
beneficios evidentes; cuando los científicos dan a las plantas
jarro una ración extra de insectos, crecen más. Pero los
beneficios de comer carne no son los que cabría imaginar. Los
animales carnívoros, como nosotros, usan las proteínas y la
grasa de la carne para producir tejido muscular y energía. Las
plantas carnívoras, en cambio, extraen de sus presas nitrógeno,
fósforo y otros nutrientes esenciales con los que sintetizan las
enzimas necesarias para captar la luz. En otras palabras, comer
animales permite a las plantas carnívoras hacer lo que hacen
todas las plantas: aprovechar directamente la energía del sol.
Por desgracia, lo hacen muy mal. Las plantas carnívoras son
tremendamente ineficaces en la transformación de la luz
solar en tejidos, porque tienen que destinar gran cantidad de
energía a la producción del equipo necesario para atrapar
animales (las enzimas, las unidades de bombeo, los apéndices
pegajosos…). Una planta jarro o una atrapamoscas no realizan
tanta fotosíntesis como las plantas con hojas corrientes porque, a
diferencia de éstas, no disponen de «paneles solares» planos
capaces de captar grandes cantidades de luz solar. Ellison y
Gotelli creen que sólo en ciertas circunstancias los
beneficios del consumo de carne superan los costes. El
suelo pobre de las turberas, por ejemplo, ofrece muy poco
nitrógeno y fósforo, por lo que las plantas carnívoras gozan
allí de una ventaja respecto a las plantas que obtienen esos
nutrientes por medios más convencionales. Además, las
turberas reciben luz solar en abundancia, por lo que incluso una
ineficiente planta carnívo

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