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(Texto argumentativo)
Antiguamente se daba por sentado que la vida en la Tierra es la suma de los caballos, las
vacas, los monos de la selva, los peces del mar, los pájaros del aire, las plantas y los
microorganismos. Se consideraba que esos organismos tenían poco que ver unos con otros,
como quien tiene canarios en una jaula, peces en la pecera y rosales en el jardín sin que
integren un nicho ecológico. Luego se aprendió que los vegetales, al captar la luz solar y
nutrientes del suelo, constituyen el primer eslabón de una cadena trófica, al que le siguen
los herbívoros que se alimentan de ellos, los carnívoros y los descomponedores (en su
mayoría bacterias, hongos y levaduras). Más adelante se advirtió que esas cadenas tróficas
forman ciclos ininterrumpidos, pues de faltar —por ejemplo— los descomponedores o los
vegetales, morirían los restantes eslabones de la cadena. El todo constituye una suerte de
superorganismo.
Más tarde se descubrió que no es tan fácil definir a un organismo, pues, por ejemplo, un
simple pelícano es en realidad un complejo nicho ecológico en el que viven bacterias,
hongos, artrópodos microscópicos —y no tan microscópicos— que habitan normalmente
los resquicios de sus plumas, pliegues de su piel e intestinos. Sus células más íntimas
parecen ser “federaciones” de mitocondrias, flagelos y centrosomas que hasta se
comportan como organismos individuales, pues se reproducen gracias a sus propios
genomas, y se mantienen asociados al pelícano porque así les conviene. Resulta
problemático decidir si la flora de bacterias intestinales es en sí parte del pelícano. Cobra
incluso sentido el chiste de la pulga que pregunta a su compañera: “¿Crees tú que exista
vida en otros pelícanos?”.
Al profundizar los estudios se advirtió que el agua, el sodio, el nitrógeno, el hierro, el yodo
y cuanto elemento el investigador desee poner bajo la lupa son solo residentes pasajeros
del organismo: el potasio, que hasta ayer formaba parte del plátano que comimos esta
mañana, viajó en un glóbulo rojo hasta uno de nuestros bíceps, luego lo abandonó y ahora
está siendo filtrado en un glomérulo renal. En el paseo campestre de esta tarde orinaremos
tras los arbustos y mañana el potasio estará trepando por las raíces de una zarza, metido
en las células de un gusano o volando dentro de una mariposa. Pero no solamente ese ion
pasará de nosotros a esos otros organismos, sino que ahora es nosotros y esta tarde pasará
a ser zarza, gusano o mariposa. Hasta hoy le corresponde una parte de nuestro registro
federal de causantes. Y no se trata de un solo paso de uno a otro sino que, tomando una
escala de tiempo mayor, se constata que ese potasio seguirá pasando de un organismo a
otro, hasta que acaso regrese a nosotros y continúe el ciclo. De modo que los organismos
somos estaciones en las que momentáneamente coinciden los ciclos de los diversos
elementos.
En realidad, más que un ciclo, hay una verdadera maraña trófica y de interdependencias
que se limitan al intercambio de sustancias. Así, ciertas plantas dependen de pájaros, abejas
y mariposas que las polinizan, lombrices que orean el suelo, carnívoros que mantienen
alejados a animales herbívoros que de lo contrario las devorarían, y ellas, con sus espinas,
toxinas y feromonas, atraen a unos y repelen a otros. Un tigre dormido en una rama revela
un pacto con la planta: “Cuida que no venga a comerme ningún herbívoro”. Una ceiba con
monos encaramados a sus ramas comiendo frutos implica otro pacto: “Come de sus frutos,
pero no digieras las semillas, defécalas a cierta distancia, así germinan y mi especie se
propaga”.
Incluso cuando una especie no aprovecha al máximo un recurso, sino que lo elimina y
permite que otra lo pueda aprovechar, no parece hacerlo de puro ineficiente, sino para
darle oportunidad de que se mantenga integrada con ella y ayude a formar un nicho
ecológico balanceado. Una vaca defeca una docena de veces al día y un elefante deposita
unos dos kilogramos por hora. A este ritmo, las pasturas dejarían de asolearse y se
extinguirían, con lo que también desaparecerían esos herbívoros. Sin embargo, pocos
minutos después de depositados, esos montones se pueblan de unos quince mil
escarabajos que los desaparecen en pocas horas. Los escarabajos, a su vez, dan oportunidad
de que prospere una fauna de insectos que viven de ellos y de pájaros que sobreviven
cazándolos.
No extraña entonces que cada eslabón en las cadenas de la vida, se trate de la mitocondria
en una célula, la célula en un hígado, el hígado de un búfalo, el búfalo de una manada, o la
manada de búfalos de una pradera, desarrollen señales y formas de controlar o por lo
menos influir en los otros miembros de las cadenas para que el todo “superorganismo” sea
menos lábil. Por el contrario, cuando un integrante de estas intrincadas cadenas de
intercambios e interdependencias no cumple eficientemente su función, constituye un
riesgo para todos. Por eso los ciclos de materia y energía que constituyen la vida cuentan
con mecanismos eficientes para que el componente defectuoso o innecesario se elimine,
se trate de una célula que ya no se necesita, que se hizo atípica (cancerosa), o de pobladores
que talan el bosque.
[…]
De manera que todo objeto biológico, sea una mitocondria, una persona o una población
de pingüinos, es una pieza que funciona ensamblada a lo que hemos llamado
“superorganismo” (la célula para una mitocondria, la sociedad para una persona, y el nicho
ecológico para un pingüino). Cada componente de un organismo parece tener un contrato
que especifica: “cuando yo no cumpla debidamente mi función, indíquenmelo y me
suicido”.
Bajo esta óptica, la apoptosis convierte a cada célula en una especie de “empleada de
confianza” del organismo, que se obliga a “renunciar” en cuanto deje de recibir la
confirmación de que todavía es necesitada o, peor aún, hasta que se le comunique
mediante contactos y hormonas que es preferible que se suicide cuidadosa y
eficientemente. Y con un criterio más amplio aún, la muerte aparece como un recurso por
el que la eliminación de un miembro da lugar a que el todo (“superorganismo”) subsista y
se optimice.
Fuente: Cereijido, M., y Blanck-Cereijido, F. (2010). La muerte y sus ventajas. México: Fondo de Cultura
Económica.