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LITERATURA

Cosmovisiones realista y fantástica


Ciencia ficción

5to año ECO


Prof. Ximena Massironi
Año 2023
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Sobre la literatura

La pregunta acerca de qué es la literatura ha intentado responderse desde distintas reflexiones y


miradas. Es posible que uno de los textos más tempranos que haya indagado este problema sea la Poética
del filósofo griego Aristóteles (383 a. C. - 322 a. C.). Si bien la noción de literatura en el siglo IV a. C. aún no
existía, Aristóteles se detiene en una característica central de este tipo de textos: su carácter ficcional.

Para el filósofo griego, la ficción se sostiene en el arte como imitación de acciones humanas
(mímesis). Así, el rasgo ficcional de la literatura tiene la condición de ser verosímil, es decir, creíble. Los
textos literarios imitan la realidad de modo verosímil. Pero ¿cómo se puede dar cuenta de la poesía o del
género fantástico desde esta antigua aproximación?

Literatura y ficción

Para comenzar, podemos postular que toda la literatura es ficción, lo cual nos permitiría diferenciar
aquellos textos que presentan un hecho real de otros en los cuales ese hecho solo es producto de la
imaginación. Pero también es cierto que existen obras basadas en hechos reales que son consideradas
literarias, tal es el caso del Diario de Ana Frank, en el que una niña judía narra sus experiencias durante la
ocupación nazi en Amsterdam, en el contexto de la Segunda Guerra Mundial. A este argumento podríamos
oponer el siguiente: el autor, en este caso Ana Frank, solo tomó hechos sucedidos en la realidad y los elaboró
de acuerdo con su visión del mundo, sus ideas, sus pensamientos. El Diario de Ana Frank es literatura y, por
lo tanto. la discusión no se cierra aquí: además del carácter ficcional de una obra literaria, hay otros
elementos que debemos tener en cuenta para definir qué es o no es literatura.

La obra literaria y sus procedimientos

Hacia la década de 1920, la teoría literaria, disciplina que estudia lo literario y sus elementos, recibe
un aire de renovación con el surgimiento de una corriente conocida como formalismo ruso. Los
investigadores de este movimiento discutieron con dos antiguos modos de leer los textos literarios: por un
lado, el modo biografista, que vincula la trama de la obra con la vida del autor; y por otro lado, el modo
subjetivo, esto es, una mirada sin fundamentos, arbitraria. Autores como Victor Shklovski y luri Tinianov
explicaron la literatura desde un análisis inmanente, a partir de los siguientes conceptos:

El extrañamiento: en su artículo "El arte como artificio", Shklovski señala que, ante el automatismo de
la vida cotidiana (todo se ve igual, perdemos percepción), el arte propone un extrañamiento. Así, un texto
literario, sea realista o fantástico, novela o poesía, libera el modo típico de percibir la realidad y revela otra
faceta de esta. Los procedimientos formales son, justamente, aquellos recursos que le permiten a la literatura
desautomatizar la percepción adormecida.

La función: en su ensayo "Sobre la evolución literaria", Tinianov sostiene que la obra literaria debe
analizarse como un sistema. Aquello que organiza las partes de ese sistema se llama función constructiva.
Dicha función explica cómo entran en relación el tema y el estilo, el ritmo y la sintaxis de una obra. Así, la
literatura se caracteriza por una función estética particular, la función constructiva, y la teoría literaria debe
intentar comprender cómo se construye cada sistema-obra a partir de la relación entre sus distintas partes.

Terry Eagleton, crítico inglés contemporáneo, afirma que una obra literaria se define por un uso
especial del lenguaje. De acuerdo con esta teoría, la literatura consiste en una forma de escribir que se aleja
del modo en que se habla o se escribe en la vida diaria. Así, la literatura se distinguiría por un uso estético del
lenguaje. El acto de comunicación está centrado en el mensaje mismo: el lenguaje ordinario y sus códigos
tienen una organización especial: y su fin no es meramente utilitario, sino que intenta provocar un goce

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estético. La obra busca ser percibida o apreciada como belleza del mismo modo que nos sucede cuando
admiramos una obra pictórica o nos deleitamos con los acordes de una melodía.

La función poética

Todas las obras que se consideran literarias producen una suerte de placer vinculado con lo bello. El
que lee una novela o un poema encuentra un goce particular, diferente de otras formas del deleite. Ese goce
que la literatura, como las obras artísticas en general, es capaz de generar, se denomina "placer estético".
Esa es, precisamente, la característica que define y diferencia la literatura de otros productos hechos con
palabras.

Por ejemplo: la finalidad de informar "a través de las palabras" se logra principalmente mediante la
función informativa que, para tal fin, emplea una serie de estrategias particulares. Del mismo modo, la
finalidad de llamar la atención de alguien se logra principalmente por medio de la función apelativa. La
finalidad estética propia de las obras literarias se vale especialmente de la función poética. Esta función se
caracteriza por interesarse en el mensaje mismo, no sólo por lo que se dice sino por cómo se lo dice; esto
significa que el lenguaje pasa a ser el protagonista del texto a través de una cuidada selección y combinación
de las palabras. En el lenguaje literario, todas las palabras obedecen a sentidos precisos: entre varias
opciones se elige una palabra y no otra, porque la seleccionada es la que mejor transmite la idea, es la
expresión exacta que el autor quiere lograr.

El lenguaje literario

Dado que el lenguaje cobra una particular importancia en los textos literarios, es interesante analizar
cuáles son los rasgos que lo caracterizan:

1. es plurisignificativo dado que tiene la capacidad de sugerir tantos significados como, en principio,
acercamientos puedan hacerse al texto;

2. tiene la capacidad de crear su propia realidad, su propio universo de ficción diferente de aquel en
que están inmersos tanto el autor como el lector;

3. posee una entidad lingüística propia, dado que las relaciones entre los significados y los
significantes son distintas de las que las palabras tienen en el uso cotidiano. Por ejemplo, cualquier verso de
un poema transmite más información que una simple secuencia de palabras;

4. es connotativo, porque las palabras presentan valores semánticos (significados) peculiares y de su


combinación puede surgir una nueva visión de la realidad, un nuevo concepto.

El rol de los receptores

Por otro parte, Eagleton plantea que el concepto de literatura es una convención: no radica en un
concepto válido universalmente; en cambio, es arbitrario y no está determinado solo por este uso específico
del lenguaje. sino también por la relación que el receptor tiene con la obra.

Así, lo literario lleva implícitas las diferentes formas en que las personas nos relacionamos con lo
escrito. Aquí no sólo los lectores cobrarían un papel relevante para decidir qué se lee como literatura y qué
no, sino que, además la crítica literaria, los medios de comunicación, las editoriales, las universidades y las
escuelas tendrían un rol decisivo para definir qué es la literatura. Estas instituciones conformarían aquello que
se denomina canon literario.

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Relaciones entre textos
En el ya mencionado artículo "Sobre la evolución literaria", el formalista ruso Iuri Tinianov señala que
toda obra forma parte de una serie literaria, es decir, de un conjunto de obras. A su vez, esta serie literaria se
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relaciona, mediante diversos procedimientos, con otras series extraliterarias. Así, la novela de Bram Stoker,
Drácula, se ubica en la serie literaria de las novelas de terror y suspenso, pero también entra en relación con
libros históricos sobre la figura de Vlad Tepes y sobre las leyendas populares. En este sentido, todo texto
literario dialoga con otros textos, sean literarios o extraliterarios.

Los vínculos entre las series textuales han sido descriptos, años más tarde, por el francés Gérard
Genette. Este señaló que los textos pueden relacionarse entre sí de modo explícito o implícito. Las relaciones
entre los textos en la teoría de Genette se denominan transtextualidad. Según el teórico, estos enlaces
pueden clasificarse a partir de las siguientes categorías:

• Interdiscursividad: es la relación más general entre textos y señala el vínculo entre un texto y otras
artes, como el cine, la danza, la pintura, etcétera. Por ejemplo, la adaptación de Tim Burton de Alicia en el
país de las maravillas establece una relación interdiscursiva con la obra literaria de Lewis Carroll.

• Architextualidad: plantea la relación de un texto con el género al que pertenece. Por ejemplo:
cuento, novela, poesía, entre otros. Cada uno de ellos es un género y comprende cierto tipo de textos.

• Hipertextualidad: Es la relación que un texto mantiene con otro escrito anteriormente y del cual
deriva ampliándolo. Al texto original se lo llama hipotexto, mientras que al derivado se lo denomina hipertexto.
Por ejemplo, la “segunda parte” de una historia.

•Metatextualidad: Es la relación de comentario que une un texto a otro. Es decir, uno de los textos se
refiere al otro, habla de él. Por ejemplo: los textos producidos por la crítica literaria y publicados en los
suplementos culturales de los diarios son metatextuales, porque se refieren a otros textos literarios, los
analizan y reflexionan sobre los mismos.

• Intertextualidad: se trata de la presencia de un texto dentro de otro a través de diferentes


estrategias, como la cita (referencia literal y explícita), la alusión (referencia explícita, pero no literal) o el
plagio (referencia literal, pero no explícita).

• Paratextualidad: se trata de la relación de un texto con su paratexto, es decir, aquello que lo rodea
(epígrafe, dedicatoria, imágenes y otros). La elección del paratexto puede ser útil para comprender
motivaciones, vínculos personales y lecturas de un autor, entre otros.

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La literatura es una expresión de los modos en que una época interpreta el mundo. Así, una forma de
periodizar la historia de la literatura es a partir de la cosmovisión predominante en cada momento.

• Período clásico (siglo VIII a. C. - V d. C.). Cosmovisión geocéntrica (la Tierra es el centro del
universo). Unidad y armonía como ideales estéticos. En Europa, se caracteriza por el predominio de la
literatura épica (Ilíada y Odisea de Homero), la tragedia (Edipo, de Sófocles) y la comedia.

• Período medieval (siglos V-XV). Cosmovisión teocéntrica (el sentido del mundo y del hombre reside
en Dios). Predominio de la literatura religiosa, los romances y los cantares de gesta como el Poema de mio
Cid.

• Período moderno (siglos XV-XIX). Cosmovisión humanista (el hombre es el centro de todas las
cosas). Abarca el Renacimiento (Lazarillo de Tormes), el Barroco (Don Quijote de la Mancha, de Cervantes),
la Ilustración y el Romanticismo (Frankenstein, de Mary Shelley).

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• Período contemporáneo (fines del siglo XIX en adelante). Cosmovisiones múltiples. Incluye diversos
movimientos y escuelas: simbolismo, vanguardias, literatura de posguerra, etcétera.

A mediados del siglo XVIII se produce un cambio radical en los modos de vida. los factores que
intervinieron fueron:
- Un desarrollo científico y técnico (máquinas, teléfono, automóvil, rayos x, psicoanálisis, etc).
- La industrialización de la economía y la mecanización del trabajo, el surgimiento del capitalismo y los
movimientos migratorios masivos (facilitados por la extensión del ferrocarril y el barco de vapor).
- El crecimiento de las ciudades y el cambio demográfico.
- El fin de las monarquías absolutas y el afianzamiento de la burguesía y su poder político y económico.
- La confianza en la razón humana y la fe en el progreso.
- Los avances técnicos también alcanzaron al arte por lo que surgió una antimodernidad: corrientes
culturales y artísticas que se opusieron a la burguesía, lo industrial, lo racionalista y clasicista.

UNIDAD 1: EL REALISMO

La sociedad europea de principios del siglo XIX

El comienzo del siglo XIX en Europa se caracteriza por una serie de transformaciones sociales que
tuvieron consecuencias tanto de orden político como cultural: la consolidación de la burguesía, el apogeo de
avances científicos y tecnológicos, el surgimiento del proletariado urbano, la expansión imperialista y la
expresión de la nacionalidad.

Con la Revolución Francesa producida en 1789, es decir, hacia finales del siglo XVIII, ascendió al
poder una nueva clase social: la burguesía, lo que originó una redistribución del poder que estaba en manos
de la nobleza. Esta revolución repercutió en toda Europa, y sus principios y proclamas se extendieron mucho
más allá del ámbito en que se había producido.

Los progresos científicos y tecnológicos que comenzaron a perfilarse la nueva clase social emergente
llegaron, en el siglo XIX, a su apogeo. Así tuvo lugar un gran desarrollo industrial, una tecnificación en la
producción que transformó profundamente la estructura económica de Europa.

Asimismo, una de las modificaciones más destacables fue que la organización de las comunidades
cambió. Su conducción se trasladó a las ciudades, y la producción agraria perdió importancia y quedó
relegada al papel de proveedora de materias primas, que fueron procesadas en los grandes núcleos urbanos.

Pero mientras la nueva clase social emergente, la burguesía, se consolidaba y enriquecía, surgía de
manera paralela otra clase social: el proletariado, integrado por obreros que estaban sujetos a condiciones de
vida indignas, sin leyes que protegieran su trabajo y con jornadas laborales agobiantes, de las que no eran
excluidos ni siquiera los niños.

Mientras las grandes ciudades florecían por la gran concentración de gente y, en consecuencia, por el
consumo siempre creciente, el medio rural se hacía cada vez más pobre.

La expansión imperialista

La tecnología permitió la producción a gran escala y de esta forma la acumulación de capitales por
parte de muchos Estados europeos, entre los que se destacan Francia y el Reino Unido. La consecuencia
inmediata de este fenómeno fue el deseo de expansión de los Estados más ricos, más allá de sus propios
límites territoriales, es decir, el desarrollo de un imperialismo necesario para encontrar nuevos productos que,
ahora, se elaboraban en una escala superior a las posibilidades de consumo local. La supremacía europea se
consolidó así en diversas partes del mundo (por ejemplo el Reino Unido y Francia se aseguraron sus colonias

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en África).

Paralelamente a la expansión imperialista, se gestó un ansia de rebelión en los pueblos sometidos


tanto dentro del continente europeo como fuera de él. Fue a principios del siglo XIX, por ejemplo, cuando tuvo
lugar la gesta emancipadora del Nuevo Mundo, es decir, de las colonias españolas en América. Pero también
se sublevaron muchos pueblos europeos sometidos. Surgen, de este modo, fenómeno que puede ser
considerado uno de los más importantes del siglo XIX: el origen de las nacionalidades.

La situación cultural

Hasta que el origen de un intenso sentimiento nacional dio lugar a luchas por la independencia y por la
unidad, el timón cultural lo comandaba Francia. Casi toda Europa reflejó la influencia de la cultura francesa. El
francés era la lengua obligada de todo aquel que, en esa época, se considerara "culto" y, aun, las expresiones
locales evidenciaban un marcado afrancesamiento. Casi ningún país se sustraía a esta tendencia.

Con relación a la filosofía, se imponía el racionalismo de los iluministas franceses, cuyas ideas tanto
habían influido en la Revolución de 1789. Tanto la poesía como la expresión dramática estaban influidas por
la normativa clásica, es decir, por la preceptiva de la Antigüedad grecolatina. Pero el terreno en el que se
observó, sobre todo, esta influencia -con el nombre de Neoclasicismo- fue la pintura.

Como sucede habitualmente, todos los nuevos movimientos culturales que surgieron en la primera
mitad del siglo XIX lo hicieron en oposición a los preceptos del período anterior. En este caso, los nuevos
conceptos estéticos constituyeron una negación del Clasicismo y del Neoclasicismo.

El Romanticismo y el Realismo

Durante la primera mitad del siglo XIX, surgieron dos corrientes que se oponen de manera terminante
a los principios clásicos. Estos movimientos fueron el Romanticismo y el Realismo, cada uno de los cuales
tiene características particulares y una raíz común, ya que ambos poseen una vinculación estrecha con el
origen de la burguesía como clase social dominante. En consecuencia, los dos movimientos reivindican, a su
manera, los valores del hombre que adquiere dignidad humana a través de una búsqueda personal.

La dimensión heroica del hombre, por lo tanto, ha sufrido un desplazamiento: ya no se encuentra en la


dignidad abstracta de los héroes clásicos, sino en las individualidades de las personas comunes. De este
modo, tanto los sentimientos gozosos, como el amor, hasta los padecimiento de las clases pobres adquirieron
un carácter trascendente.

El Romanticismo se difundió por casi toda Europa. Su epicentro, sin embargo, estuvo en Alemania y
en Inglaterra. El movimiento Sturm und Drang ("Tormenta e ímpetu") nucleó a los jóvenes románticos de
diferentes regiones de Alemania en torno a la figura de Johann Wolfgang Goethe (1749-1832). Estos jóvenes
defendían los derechos del corazón y del sentimiento en contra de los rígidos imperativos de la razón y
alertaron contra uno de los peligros del hombre moderno: la deshumanización a que puede llevarlo la
tecnología que lo aleja de la naturaleza.

El Realismo

La consolidación y el apogeo del Realismo se produjeron en la segunda mitad del siglo XIX, cuando
los postulados de este movimiento se hicieron cada vez más radicales y adquirieron la forma de una doctrina
artística. Sin embargo, la corriente comenzó a gestarse ya en la primera mitad de este siglo, y su nacimiento
apenas posterior al del Romanticismo. Puede decirse, además, que el Realismo fue una consecuencia del
movimiento romántico, y que ambos compartieron elementos comunes, aunque el Realismo corrió el interés
del yo individual propio de los románticos al yo social y esta se constituyó, precisamente, en su característica
distintiva.

El Realismo se expresó, sobre todo, a través de la pintura y la literatura. Su epicentro fue Francia,
donde pintores como François Millet y Gustave Courbet representaron en imágenes el trabajo de los
campesinos y donde el caricaturista Honorė Daumier mostró, a través de la maestría de sus dibujos, los
distintos tipos sociales. Muy pronto, el movimiento se extendió a casi toda Europa para reflejar las injusticias
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del capitalismo, que se consolidaba explotando a obreros y a campesinos.

Honoré Daumier. Gargantúa (1831) Las espigadoras. 1857. Jean- François Millet

Sin pan y sin trabajo, de Ernesto de la Cárcova (1894)

El género por excelencia del Realismo fue la novela, que en Francia alcanzó su máximo desarrollo de
la mano de Honoré de Balzac. Sus obras se agrupan con el nombre de la Comedia humana, una serie que
abarca más de noventa títulos. Por sus páginas, desfilan más de dos mil personajes, cuyo destino Balzac
concebía de manera completa, desde el nacimiento hasta la muerte, como si se tratara de vidas reales.

En el Reino Unido, el gran desarrollo industrial requirió mano de obra barata, y los niños fueron los
más explotados durante largas jornadas de trabajo. El novelista Charles Dickens (1812-1870) se dedicó a
denunciar este hecho y muchas otras injusticias sociales a través de sus obras.

El artista como agitador social

En el Realismo, la dimensión heroica del hombre pasó a estar en la persona como actor social. El
sufrimiento, por ejemplo, no fue reivindicado como una manifestación privilegiada de la individualidad, sino
como la expresión de la injusticia de la sociedad. El desposeído, el obrero, el niño que se ve obligado a
trabajar para mantener a sus padres, el que no tiene otra elección que robar para alimentarse y alimentar a su
familia y que va a la cárcel por el "delito" de ser pobre, el hombre que lucha para poder encontrar su lugar en
una sociedad cada vez más materialista e injusta constituyen el verdadero héroe del Realismo.

Algunas obras pueden ser consideradas "realistas", ya que en ellas prima el reflejo de una realidad
objetiva concreta, aunque puedan servirse de argumentos de ficción. En ellas, pues, se identifica realismo con
verosimilitud. Según este punto de vista, el realismo sería una técnica literaria (y también pictórica, escultórica
e, incluso, musical) que se opondría al idealismo o a lo maravilloso.

Frente a las ensoñaciones románticas, pretende poner los pies en la realidad objetiva, como fruto de
una nueva sociedad (la burguesa), de una nueva filosofía (el positivismo) y de la preeminencia de lo científico
(Revolución Industrial).

Características de la creación realista

La creación realista se caracteriza por ciertos rasgos:

Minuciosa observación del mundo: Dado que, para los realistas, el artista era un retratista de su

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época, su arte debía basarse en la observación detallada del hombre y de las circunstancias. Esta
observación debía realizarse en tres niveles:

a. Natural: El hombre es un ser que pertenece a la naturaleza y, por lo tanto, debía ser considerado
como entidad biológica, es decir, con los instintos y con las características innatas que trae de nacimiento por
pertenecer al género humano y por aquellos que constituyen su naturaleza biológica individual.

b. Psicológico: El hombre es también un ser con una interioridad propia, afectivo, con pasiones y
pensamientos que lo definen como individuo y que en gran parte, determinantes de las acciones que lleva a
cabo.

c. Social: El hombre es, sobre todo, un ser gregario, que pertenece a una comunidad determinada y
cumple dentro de ella un papel específico. Con frecuencia, ese papel no es elegido libremente, sino que
obedece a la determinación de un orden social injusto contra el que los realistas se manifestaron en rebeldía.

2. Compromiso social. La observación del mundo llevada a cabo por el artista realista debía ser una
observación comprometida. El escritor estaba obligado a observar con "objetividad", y esa supuesta
objetividad lo llevó a descubrir un orden social injusto que estaba obligado a denunciar. Por esta época, se
consolidó la idea del artista como militante de las causas justas. Dickens, por ejemplo, no sólo luchó contra la
explotación infantil también fuera de los límites de la literatura sino que, además, se proclamó a través de la
prensa contra los ajusticiamientos públicos que eran comunes en su país, en esa época.

3. Precisión y sobriedad en la escritura. Para los románticos, la forma debía estar al servicio de la
expresión de las pasiones y, por lo tanto, podía manifestar los mismos desbordes que la emoción que
expresaba. Pero los realistas hicieron pasar la forma a un segundo plano, para anteponer los contenidos que
debía difundir. Por esta razón, la escritura debía ser sobria, concisa y eficaz en la transmisión de lo que se
proponía expresar. Las frases cortas y los adjetivos certeros constituían el medio utilizado para hacer que la
realidad surgiera en la escritura sin que esta se interpusiera como un valor estético en sí mismo.

4. Surgimiento del héroe social. A diferencia de los románticos, el verdadero héroe de los realistas
no era el yo sometido a la tortura incontrolable de las pasiones y de los arrebatos del corazón, sino los
múltiples “yoes” sociales que sufrian una situación injusta. Este desplazamiento se manifiesta en la utilización
de la Tercera persona ("el/ ellos") en detrimento de la primera persona característica de los románticos ("yo").
Dado que el artista era considerado como un mero cronista de su época, la voz narrativa que se identificara
con él debía desaparecer para dejar que irrumpiera la "realidad" tal cual era. La escritura no debía tener la
marca de la subjetividad, sino volverse impersonal hasta tal punto de producir la ilusión de que los hechos se
narraban solos sin la mediación subjetiva del narrador.

LA NUEVA FILOSOFÍA

La base teórica del nuevo movimiento literario va a ser una escuela filosófica llamada Positivismo,
inaugurada por el francés Augusto Comte y que llega a su momento de máximo esplendor con la publicación
del Curso de filosofía positiva en la década de los 50. El Positivismo reduce el objetivo del conocimiento
humano a los llamados "hechos positivos", o sea, aquellos hechos que pueden ser captados por los sentidos
y someterse a comprobación por medio de la experiencia. Comte, defendiendo su teoría, afirmaba que la
razón humana "tenía que prescindir de preocupaciones teológicas y metafísicas" para reducirse al estudio de
las ciencias positivas (Matemáticas, Física, Biología, Química, etc...).

La teoría positivista pretendió, también, establecer períodos en la vida (que se relacionan con la
Historia) del hombre. Con esta intención, Comte formuló su teoría de los "estados". Según ella, en un primer
estado, el teológico, se buscan las causas y principios de las cosas, y se recurre a la divinidad para
explicarlos; en un segundo estado, el metafísico, se siguen buscando los conocimientos absolutos, pero los
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agentes sobrenaturales de antes se sustituyen ahora por entidades abstractas; finalmente, en un tercer
estado, el positivo, domina la observación y la mente humana se atiene a las cosas en cuanto son.

EL CIENTIFICISMO

Como consecuencia de la filosofía positiva, y apoyándose en los "sorprendentes" avances científicos,


toda la segunda mitad del siglo va a estar dominada por la exaltación de la ciencia, que se va a convertir en
un verdadero "dios", lo mismo que había sucedido con la razón en el s. XVIII o con el sentimiento en el
Romanticismo. El hombre de la época va a confiar en los poderes casi ilimitados de la ciencia como respuesta
a los grandes interrogantes de la vida. Todo debe apoyarse en datos demostrables, como exige el hombre del
"estado positivo"; y esto es perfectamente aplicable a las obras literarias. En las novelas, el cientifismo puede
demostrarse, simplemente, con la alusión al nacimiento de dos géneros novelísticos nuevos: la novela
policíaca y el relato de anticipación.

La novela policíaca

El recurso al misterio y al terror comienza a utilizarse durante el Romanticismo, pero va a ser a


mediados del siglo cuando comenzarán a divulgarse en Francia los relatos del americano Edgar Allan Poe
(1809-1849) que traerán como consecuencia el que muchos autores comiencen a escribir relatos en los que
se presenta una acción criminal como problema que, racionalmente, ha de merecer una explicación por parte
del detective protagonista. Es a partir de 1870 cuando se van a multiplicar los relatos policíacos, dentro de los
que destaca la obra de Arthur Conan Doyle (1859-1930), que se asegurará su éxito editorial con el detective
Sherlock Holmes, gran defensor del método deductivo.

La novela policíaca no sólo servirá para presentar el razonamiento humano de acuerdo con los
métodos científicos en boga, sino que también servirá para que el autor presente una realidad desagradable,
descarnada, de acuerdo con los principios del Naturalismo literario.

La novela de anticipación

Pero los grandes adelantos científicos del siglo van a encontrar su cauce literario más importante en
los relatos de anticipación o en lo que más tarde se llamará ciencia-ficción. El verdadero creador del género
es el francés Julio Verne (1828-1905) que, desde 1863, comienza a publicar una larga colección de novelas
en las que hace girar el argumento en torno a un descubrimiento posible (el submarino, la nave espacial, los
rápidos viajes, etc...), dada la situación de la ciencia en la época.

Cientificismo y Naturalismo

El novelista francés Emile Zola, padre del movimiento naturalista, rompe en el último tercio del s. XIX
con las limitaciones de la moral y de la estética, dando entrada en sus novelas a lo feo, lo inmoral y lo
repugnante. Por otra parte, su obra literaria va a apoyarse también en la teoría filosófica del determinismo,
que acentuará la indefensión del hombre, al negarle la posibilidad de elegir su propio camino. En último lugar,
Zola va a dar entrada en sus novelas, como personajes trágicos, a figuras extraídas de las capas más bajas
de la sociedad que, hasta entonces, habían estado marginadas.

En la concepción naturalista de Zola, el novelista debe comportarse como si fuera un médico, como si
los personajes de sus novelas fuesen sus pacientes, de manera que el resultado, el desenlace de la novela y
de los personajes, debe ser el resultado de la observación del comportamiento de los mismos y de la
experimentación con las causas que provocan sus diferentes actuaciones, ya que, según la teoría
determinista, el hombre no puede actuar en libertad, sino que sus actos dependerán de las condiciones
sociales que le rodean.
Síntesis: https://drive.google.com/file/d/15_7k2rMP8702EVV0qkblUlTObzVduPHc/view?usp=drivesdk

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Poquita cosa, A. Chéjov (1883)

Hace unos días invité a Yulia Vasilievna, la institutriz de mis hijos, a que pasara a mi despacho.
Teníamos que ajustar cuentas.
-Siéntese, Yulia Vasilievna -le dije-. Arreglemos nuestras cuentas. A usted seguramente le hará falta
dinero, pero es usted tan ceremoniosa que no lo pedirá por sí misma… Veamos… Nos habíamos puesto de
acuerdo en treinta rublos por mes…
-En cuarenta…
-No. En treinta… Lo tengo apuntado. Siempre le he pagado a las institutrices treinta rublos… Veamos…
Ha estado usted con nosotros dos meses…
-Dos meses y cinco días…
-Dos meses redondos. Lo tengo apuntado. Le corresponden por lo tanto sesenta rublos… Pero hay que
descontarle nueve domingos… pues los domingos usted no le ha dado clase a Kolia, solo ha paseado… más tres
días de fiesta…
A Yulia Vasilievna se le encendió el rostro y se puso a tironear el volante de su vestido, pero… ¡ni
palabra!
-Tres días de fiesta… Por consiguiente descontamos doce rublos… Durante cuatro días Kolia estuvo
enfermo y no tuvo clases… usted se las dio solo a Varia… Hubo tres días que usted anduvo con dolor de muela
y mi esposa le permitió descansar después de la comida… Doce y siete suman diecinueve. Al descontarlos
queda un saldo de… jum… de cuarenta y un rublos… ¿no es cierto?
El ojo izquierdo de Yulia Vasilievna enrojeció y lo vi empañado de humedad. Su mentón se estremeció.
Rompió a toser nerviosamente, se sonó la nariz, pero… ¡ni palabra!
-En víspera de Año Nuevo usted rompió una taza de té con platito. Descontamos dos rublos… Claro que
la taza vale más… es una reliquia de la familia… pero ¡que Dios la perdone! ¡Hemos perdido tanto ya!
Además, debido a su falta de atención, Kolia se subió a un árbol y se desgarró la chaquetita… Le descontamos
diez… También por su descuido, la camarera le robó a Varia los botines… Usted es quien debe vigilarlo todo.
Usted recibe sueldo… Así que le descontamos cinco más… El diez de enero usted tomó prestados diez rublos.
-No los tomé -musitó Yulia Vasilievna.
-¡Pero si lo tengo apuntado!
-Bueno, sea así, está bien.
-A cuarenta y uno le restamos veintisiete, nos queda un saldo de catorce…
Sus dos ojos se le llenaron de lágrimas…
Sobre la naricita larga, bonita, aparecieron gotas de sudor. ¡Pobre muchacha!
-Solo una vez tomé -dijo con voz trémula-… le pedí prestados a su esposa tres rublos… Nunca más lo
hice…
-¿Qué me dice? ¡Y yo que no los tenía apuntados! A catorce le restamos tres y nos queda un saldo de
once… ¡He aquí su dinero, muchacha! Tres… tres… uno y uno… ¡sírvase!
Y le tendí once rublos… Ella los cogió con dedos temblorosos y se los metió en el bolsillo.
–Merci -murmuró.
Yo pegué un salto y me eché a caminar por el cuarto. No podía contener mi indignación.
-¿Por qué me da las gracias? -le pregunté.
-Por el dinero.
-¡Pero si la he desplumado! ¡Demonios! ¡La he asaltado! ¡Le he robado! ¿Por qué merci?
-En otros sitios ni siquiera me daban…

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-¿No le daban? ¡Pues no es extraño! Yo he bromeado con usted… le he dado una cruel lección… ¡Le
daré sus ochenta rublos enteritos! ¡Ahí están preparados en un sobre para usted! ¿Pero es que se puede ser tan
tímida? ¿Por qué no protesta usted? ¿Por qué calla? ¿Es que se puede vivir en este mundo sin mostrar los
dientes? ¿Es que se puede ser tan poquita cosa?
Ella sonrió débilmente y en su rostro leí: “¡Se puede!”
Le pedí disculpas por la cruel lección y le entregué, para su gran asombro, los ochenta rublos.
Tímidamente balbuceó su merci y salió… La seguí con la mirada y pensé: ¡Qué fácil es en este mundo ser
fuerte!

GRISCHA - Anton Chéjov - 1886

Grischa, chiquillo regordete, de dos años y ocho meses, pasea con su niñera, por la alameda. Lleva
abriguito, una bufanda, un gran gorro de pieles, y botas de abrigo. Tiene calor y los rayos del alegre sol de abril
le dan directamente sobre los ojos, pellizcándole los párpados. Toda su figurita torpe y su andar inseguro y
tímido expresan el mayor asombro.
Hasta ahora Grischa conocía tan sólo un mundo compuesto por cuatro rincones, en uno de los cuales
estaba su cama, en otro el baúl de la niñera, en el tercero una silla y en el cuarto una lamparita ardiendo ante la
imagen. Mirando debajo de la cama, se veía una muñeca con el brazo roto, y un tambor, y detrás del baúl de la
niñera, infinidad de cosas variadas..., carretes de hilo, papeles, una caja sin tapa y un payaso roto. De este
mundo forman parte, además de la niñera y de Grischa, mamá y el gato. Mamá se parece a una muñeca y el
gato a la chaqueta de papá, sólo que esta última no tiene ojos ni rabo. La puerta del mundo llamada cuarto de
los niños abre sobre el espacio en que se come y se toma el té. Allí está la silla de patas altas de Grischa y un
reloj colgado, que al parecer no tiene más objeto que mover el péndulo y sonar. Del comedor puede pasarse a la
habitación en la que hay butacas de color rojo.
Aquí, sobre el tapiz, resalta oscura una mancha por la que Grischa hasta ahora ha sido siempre
amenazado con el dedo. Detrás de esta habitación hay otra en la que no le dejan entrar y por la que entra y sale
de prisa papá, una personalidad en sumo grado enigmática.
A niñera y a mamá se las comprende..., visten a Grischa, le dan de comer y le acuestan..., pero papá...,
¿para qué existe papá?..., no se sabe. Hay allí otra personalidad también enigmática; la tía que regaló a Grischa
el tambor. Ésta, tan pronto aparece como desaparece.
¿Adónde se va? Grischa ha mirado muchas veces detrás de la cama, detrás del baúl, debajo del diván...,
pero nada, no estaba allí. En este nuevo mundo en el que el sol pica los ojos, hay tantos papás, tantas mamás y
tantas tías, que uno no sabe sobre quién precipitarse corriendo. Pero lo más asombroso y estúpido de todo son
los caballos.
Grischa mira cómo mueven las patas y no comprende nada. Mira también a la niñera para que ésta le
saque de su perplejidad, pero la niñera calla.
De pronto suenan unas terribles pisadas... Por la alameda, directamente hacia él, avanza un pelotón de
soldados con rostros rojos y palos debajo del brazo. Grischa, a quien el espanto ha dejado frío, mira a la niñera
con ésta interrogación en los ojos:
« ¿Hay peligro?...», pero niñera ni llora, ni se echa a correr, lo cual quiere decir que no hay peligro.
Grischa sigue con la vista a los soldados y se pone a andar al compás de ellos cuando dos grandes galgos, con
largos hocicos, lenguas colgantes y retorcidos rabos, atraviesan corriendo la alameda. Grischa piensa que
también él tiene que correr, y corre tras ellos.
— ¡Para! —le grita la niñera, tomándolo bruscamente por los hombros—. ¿A dónde vas? ¡Las
travesuras no se te permiten!

14
Sentada junto a un puesto de naranjas, de pequeña altura, hay otra niñera. Grischa pasa por delante de ella y, sin
decir nada, toma una naranja.
— ¿Qué haces? —dice su acompañante dándole un manotazo y quitándole la naranja— ¡Tonto!
Ahora le gustaría mucho a Grischa recoger un cristalito que está a sus pies y que brilla como la lamparita, pero
tiene miedo de otro manotazo.
—Le presento mis respetos —oye decir de pronto, Grischa, casi en su mismo oído, a una voz fuerte y
profunda.
Junto a él ve a un hombre alto, con unos botones relucientes.
Para su contento, este hombre tiende la mano a la niñera y se detiene a conversar con ella. El refulgir del
sol, el estrépito de los carruajes, los caballos, los botones relucientes, ¡todo ello es tan asombrosamente nuevo y
terrible, que el alma de Grischa se llena de deleite y Grischa empieza a reír!
— ¡Vamos! ¡Vamos! —dice al hombre de los botones relucientes tirándole del faldón.
— ¿Adónde quieres ir? —Pregunta el hombre.
— ¡Vamos! —insiste Grischa.
—Es que le gustaría que estuvieran también aquí su papá, su mamá y el gato..., solo que la lengua no se
lo deja decir…
Un rato después, niñera tuerce por la alameda y hace entrar a Grischa en un gran patio en el que todavía
hay nieve.
Acompañados del hombre de los botones relucientes, sortean los charcos y los montones de nieve, y tras
de subir por una sucia y oscura escalera, entran en una habitación. Aquí hay mucho humo y huele a asado. Una
mujer en pie junto al fogón fríe algo. La cocinera y la niñera se abrazan.
Ambas y el hombre se sientan en un banco y se ponen a hablar en voz baja. Como Grischa está tan
abrigado, siente calor y un sofoco insoportables.
« ¿Por qué será?», piensa, dirigiendo la vista a todos lados.
Ve el oscuro techo, el fogón que lo mira con su grande y negro agujero.
— ¡Maaá..., maaá!... —lloriquea.
— ¡Bueno, bueno!... —dice la niñera— ¡Espera un poco, que ya vamos!
La cocinera coloca encima de la mesa una botella, tres copas y un pastel. Las dos mujeres y el hombre
de los botones relucientes chocan los vasos y beben. El hombre abraza tan pronto a la niñera como a la
cocinera. Luego los tres se ponen a cantar a media voz.
Grischa se empina hacia el pastel, del que le dan un pedacito.
Mientras lo come, mira como bebe la niñera. También tiene sed.
— ¡Dame!... ¡Dame, niñera!... —pide.
La cocinera le da a beber un poco de su copa y Grischa abre mucho los ojos, hace gestos de desagrado,
tose y agita los brazos durante largo rato. La cocinera lo mira y se ríe.
Al volver a casa, Grischa empieza a contar a mamá, a las paredes y a la cama, dónde ha estado y lo que ha
visto. No habla tanto con la lengua como con la cara y las manos. Explica cómo brilla el sol, cómo corren los
caballos, cómo mira el terrible fogón y cómo bebe la cocinera…
Por la noche no puede dormirse. Los soldados, los palos, los grandes galgos, los caballos, el cristalito, el
puesto de naranjas, los relucientes botones... Todo se agolpa dentro de su cabeza, oprime sus sienes y le hace
dar vueltas de un lado a otro, charlando sin cesar, hasta que, por fin, sin poder reprimir ya su excitación, rompe
a llorar.
— ¡Pero si tiene fiebre! —dice mamá, poniéndole la palma de la mano en la frente— ¿Qué le ha podido
ocurrir?
— ¡Fogón! —llora Grischa— ¡Vete de aquí, fogón!...
—Seguramente es que ha comido demasiado —dice mamá.

15
Y Grischa, repleto de todas las impresiones de su nueva y desconocida vida, recibe de manos de mamá
una cucharada de aceite de ricino.

Al abrigo, Juan José Saer

Un comerciante de muebles que acababa de comprar un sillón de segunda mano descubrió una vez que
en un hueco del respaldo una de sus antiguas propietarias había ocultado su diario íntimo. Por alguna razón
--muerte, olvido, fuga precipitada, embargo-- el diario había quedado ahí, y el comerciante, experto en
construcción de muebles, lo había encontrado por casualidad al palpar el respaldo para probar su solidez. Ese
día se quedó hasta tarde en el negocio abarrotado de camas, sillas, mesas y roperos, leyendo en la trastienda el
diario íntimo a la luz de la lámpara, inclinado sobre el escritorio. El diario revelaba, día a día, los problemas
sentimentales de su autora y el mueblero, que era un hombre inteligente y discreto, comprendió enseguida que
la mujer había vivido disimulando su verdadera personalidad y que por un azar inconcebible, él la conocía
mucho mejor que las personas que habían vivido junto a ella y que aparecían mencionadas en el diario. El
mueblero se quedó pensativo. Durante un buen rato, la idea de que alguien pudiese tener en su casa, al abrigo
del mundo, algo escondido --un diario, o lo que fuese--, le parecía extraña, casi imposible, hasta que unos
minutos después, en el momento en que se levantaba y empezaba a poner en orden su escritorio antes de irse
para su casa, se percató, no sin estupor, de que él mismo tenía, en alguna parte, cosas ocultas de las que el
mundo ignoraba la existencia. En su casa, por ejemplo, en el altillo, en una caja de lata disimulada entre revistas
viejas y trastos inútiles, el mueblero tenía guardado un rollo de billetes, que iba engrosando de tanto en tanto, y
cuya existencia hasta su mujer y sus hijos desconocían; el mueblero no podía decir de un modo preciso con qué
objeto guardaba esos billetes, pero poco a poco lo fue ganando la desagradable certidumbre de que su vida
entera se definía no por sus actividades cotidianas ejercidas a la luz del día, sino por ese rollo de billetes que se
carcomía en el desván. Y que de todos los actos, el fundamental era, sin duda, el de agregar de vez en cuando
un billete al rollo carcomido.
Mientras encendía el letrero luminoso que llenaba de una luz violeta el aire negro por encima de la
vereda, el mueblero fue asaltado por otro recuerdo: buscando un sacapuntas en la pieza de su hijo mayor, había
encontrado por casualidad una serie de fotografías pornográficas que su hijo escondía en el cajón de la cómoda.
El mueblero las había vuelto a dejar rápidamente en su lugar, menos por pudor que por el temor de que su hijo
pensase que él tenía la costumbre de hurgar en sus cosas. Durante la cena, el mueblero se puso a observar a su
mujer: por primera vez después de treinta años le venía a la cabeza la idea de que también ella debía guardar
algo oculto, algo tan propio y tan profundamente hundido que, aunque ella misma lo quisiese, ni siquiera la
tortura podría hacérselo confesar. El mueblero sintió una especie de vértigo. No era el miedo banal a ser
traicionado o estafado lo que le hacía dar vueltas en la cabeza como un vino que sube, sino la certidumbre de
que, justo cuando estaba en el umbral de la vejez, iba tal vez a verse obligado a modificar las nociones más
elementales que constituían su vida. O lo que él había llamado su vida: porque su vida, su verdadera vida, según
su nueva intuición, transcurría en alguna parte, en lo negro, al abrigo de los acontecimientos, y parecía más
inalcanzable que el arrabal del universo.

16
EL NIÑO QUE TENÍA UN OSO DE TRAPO
De Manuel Lueiro Rey

a Pablo Picasso, con esperanza, siempre con esperanza…

Si el niño hubiese llegado a hombre, yo sé que trataría de humanizar con esfuerzo la materia grosera que
perdura aún desparramada por el ancho mundo en que vivimos.

El niño iría pisando los caminos del mundo, haciendo intentos para abrir los horizontes nuevos a las
miradas ciegas de las gentes ciegas.

Si el niño hubiese llegado a hombre, yo sé que amaría la piedra y el árbol, el agua de los torrentes, la
espiga madura del trigo, la fuerza ayudadora del viento, las aspas limpias de los molinos de Castilla…

En cada cosa -¡la tierra!..¡el agua!… el pan! – buscaría con denuedo los bienes por los cuáles el hombre
ha de luchar.

Si el niño llegase a hombre, yo sé que amaría el perro que defiende la casa de labranza, el caballo de
tiro, a las gallinas caseras del gallinero casero; amaría la oveja y la abeja- ¡la lana!…¡la miel!…- los gatos
ratoneros, los pájaros libres, los peces fríos del río, las paloma inocentes, las meseta y la montaña, la espuma
del mar…

Si el niño hubiese llegado a hombre, amaría el fuego, la energía que se esconde en la naturaleza viva, las
voces humanas de los vecinos, el trabajo eficiente de todos, el bien colectivo…

Pero aquel niño

Solamente tenía seis años de vida

Un puñado de horas, un breve puñado,

Un puñado de barro, un puñado de sal,

Y amaba a su oso de trapo…

El oso de trapo era el único juguete de que disponía. El oso de trapo era la verdad de su tiempo. El oso
de trapo estaba siempre con él. Los dos veían cómo los días pasaban madurando el instinto..

El niño sabía que el oso era un animal de trapo, gozando de sus pasiones inocentes, penetrando en sus
secretos, presente en sus ansias desbordadas.

El oso de trapo, sin saberlo ya tenía un pedacito del corazón del niño. Él se lo había dado. Un pedacito
del corazón que latía al mismo ritmo del corazón del niño.

En la tela de sus patas, en la curva de su lomo, en el brillo de sus ojos de cristal, en el silencio
incomprensible del aserrín de su relleno, ya había penetrado la vida del niño como un hermoso misterio latente..

17
Era un oso pequeño, inofensivo, Un oso blanco de trapo. Pero ya tenía un pedacito del corazón del
niño…

Una vez en que el niño jugaba a la puerta de su casa, sentado en la piedra de su acera, le preguntó al oso
de trapo:

-Cuando yo me muera…¿tú qué harás?

El oso no dijo nada. Dobló la cabeza sobre la mano inocente del niño y lo miró fijamente con sus ojos
de cristal.

El niño entonces le dijo:

-¡Tonto!… Cuando yo me muera de viejo quiero que te entierren conmigo.

Pero no fue así. No. No fue así como el niño pensaba.

¡Un día alguien trajo la muerte!

El niño jugaba en la plaza del pueblo… Sobre la tierra firme de la plaza del pueblo…Gozando del sol
claro del sol de abril….

Entre las ramas de los árboles, con la savia nueva, se oía el piar de pájaros libres…Y el sol batía en el
cristal de las ventanas libres…Y el aire removía los cabellos libres del niño…Y las mujeres voceaban
libremente en el mercado del pueblo…

¡Libre era todo!

¡La voz del hombre!

¡El juego el niño!…

¡El agua!…

¡El viento!…

¡la luz!

¡El sol!….

¡Libre era todo!

De pronto un vuelo de cuervos dejó caer la muerte desde el cielo. La muerte caía desde el cielo sobre los
tejados de las casas del pueblo en forma de metralla…

18
Y entonces…

Hubo un caballo desventrado,

atravesado por una lanza…

Y una casa en llamas…

Y esparcidos la cabeza y los brazos

de un hombre muerto…

y una mano empuñando una espada

rota…

y una mujer desnuda a rastras…

y en una ventana

un perfil gigante de otra mujer llorando, con los pechos y las manos separadas encima del alféizar…

y un brazo extendido hacia fuera sosteniendo una antorcha encendida…

y otra mujer, rodeada de llamas, levantando los brazos al cielo…

Y un toro en actitud belicosa, con la cabeza vuelta hacia un lado y la cola levantada…

Y un pájaro alargando el cuello, con el pico abierto…

Y delante del toro, otra mujer gritando porque llevaba en los brazos al niño muerto…

¡En el suelo oscuro, lleno de sangre inocente, una flor, sólo una flor…!

Al niño lo enterraron sin el oso de trapo. En la tabla que señala su tumba – un puñado de tierra, un
puñado de silencio- se puede leer:

El niño
Antonio Zabalagoitta Echevarría
Muerto en el bombardeo
De los aviones alemanes
El día 26 de abril de 1937
GUERNICA

Pero yo sé que si aquel niño hubiese llegado a hombre, seguiría pisando la tierra con firmeza, buscando
los caminos nuevos, porque tenía los ojos llenos de esperanza.

19
Pablo Picasso, Guernica. Medidas: 3,49 m x 7,77 m Picasso, 1937

Puzzle
Julio Cortázar
A Rufus King

Usted había hecho las cosas con tanta limpieza que nadie, ni siquiera el muerto, hubiese podido culparlo
del asesinato.
En la noche, cuando las sustancias se sumergen en una identidad de aristas y de planos que sólo la luz
podría romper, usted vino armado de un cuchillo curvo, de hoja vibrante y sonora, y se detuvo junto a la
habitación. Escuchó, y al no hallar más réplica que la del silencio, empujó la puerta; no con la lentitud
sistemática del personaje de Poe, aquel que le tenía odio a un ojo, sino con alegre decisión, como cuando se
entra en casa de la novia o se acude a recibir un aumento de sueldo. Usted empujó la puerta, y sólo un motivo
de elemental precaución pudo disuadirlo de silbar una tonada. Que, no está de más decirlo, hubiera sido
Gimiendo por ti.
Ralph solía dormir de costado, ofreciendo un flanco a las miradas o los cuchillos.
Usted se acercó despacio, calculando la distancia que lo separaba del lecho; cuando estuvo a un metro,
hizo alto. La ventana, que Ralph dejaba abierta para recibir la brisa del amanecer (y levantarse a cerrarla por el
mero placer de dormir nuevamente hasta las diez), permitía el acceso a los letreros luminosos. Nueva York
estaba rumorosa y llena de caprichos esa noche, y a usted le causó gracia observar la competencia entablada, sin
cuartel, entre las marcas de cigarrillos y los distintos tipos de neumáticos.
Pero ése no era momento para ideas humorísticas. Había que concluir una tarea iniciada con alegre decisión y
usted, hundiéndose los dedos en el cabello y echando ese cabello hacia atrás, se resolvió a dar una puñalada a
Ralph, ahorrando todo preliminar y toda mise en scène.
Acorde con tal principio, usted puso el pie derecho en la alfombrita roja que señalaba el emplazamiento
justo del lecho de Ralph (claro está que un paso hacia delante); olvidándose de los carteles luminosos, giró el
torso hacia la izquierda y, moviendo el brazo como si estuviera por lanzar un tiro de golf, enterró el cuchillo en
el costado de Ralph, algunos centímetros por debajo del sobaco.
Ralph se despertó en el preciso instante de morir, y tuvo conciencia de su muerte.
Eso no dejó de agradarle a usted. Prefería que Ralph comprendiera su muerte, y que la cesación de tan
odiada vida tuviera otro espectador directamente interesado en ello.

20
Ralph dejó huir un suspiro, y luego un quejido, y después otro suspiro, y después un borborigmo, y nada quedó
en el aire que pudiese hacer dudar de que la muerte había entrado junto con el cuchillo y se abrazaba a su nueva
conquista.
Usted desenterró la hoja, la limpió en su pañuelo, acarició suavemente el cabello de Ralph —lo cual era
una ofensa premeditada— y fue hacia la ventana. Estuvo largo rato inclinado sobre el abismo, mirando Nueva
York. La miraba atentamente, con gesto de descubridor que se adelanta visualmente a la proa de su navío. La
noche era antipoética y calva. Allá abajo, siluetas de automóviles regresaban a condición de escarabajos y
luciérnagas por el imperio del color y la hora y la distancia.
Usted abrió la puerta, la cerró otra vez, y se fue por el corredor, con una dulce sonrisa de ángel perdida
fuera de los dientes.
—Buen día.
—Buen día.
—¿Dormiste bien?
—Bien. ¿Y tú?
—Bien.
—¿Tomas el desayuno?
—Sí, hermanita.
—¿Café?
—Bueno, hermanita.
—¿Bizcochos?
—Gracias, hermanita.
—Aquí tienes el diario.
—Lo leeré, hermanita.
—Es raro que Ralph no se haya levantado aún.
—Es muy raro, hermanita.
Rebeca estaba frente al espejo, empolvándose. La policía observaba sus movimientos desde la puerta de
la habitación. El agente con rostro de pajarera celeste tenía un modo sospechoso de mirar, presumiendo
culpabilidades desde lejos.
El polvo cubría las mejillas de Rebeca. Se maquillaba de manera mecánica, pensando todo el tiempo en Ralph.
En las piernas de Ralph, en sus muslos lisos y blancos.
En las clavículas de Ralph, tan personales. En la manera de vestirse de Ralph, su artístico desaliño. Usted estaba
en su habitación, rodeado por el inspector y varios detectives. Le hacían preguntas, y usted las contestaba,
hundiéndose la mano izquierda en el cabello.
—No sé nada, señores. Ayer a la tarde lo vi por última vez.
—¿Cree en un suicidio?
—Lo creería si viese el cadáver.
—Quizá lo encontremos hoy.
—¿No había huellas de violencia en la habitación?
Los agentes se maravillaron de que usted se pusiera a interrogar al inspector, y eso le produjo a usted
una inmensa gracia. El inspector, por su parte, no salía de su asombro.
—No, no hay huellas de violencia.
—Ah. Pensé que podrían haber encontrado sangre en el lecho, en la almohada.
—Quién sabe.
—¿Por qué lo dices?
—Aún falta algo por hacer.
—¿Qué cosa, hermanita?

21
—Cenar.
—¡Bah!
—Y esperar la llegada de Ralph.
—Ojalá llegue.
—Llegará.
—Hablas con firmeza, hermanita.
—Llegará.
—Me convences.
—Te convencerás.
Fue entonces que usted pasó revista a algunos acontecimientos. Lo hizo aprovechando un alto en el
asedio policial.
Usted recordó cómo pesaba. Usted se dijo que la destreza había sido un factor importante en la
obtención del resultado. El corredor, al amanecer. Y el cielo plomizo, cargado de perros ambulantes color
manteca. Habría que dar pintura a alguna jaula de pájaros, pronto. Comprar una pintura carmesí, o mejor
bermellón, o mejor aún púrpura, aunque quizá el color por excelencia fuese el violado. Pintar la jaula de
violado, utilizando el pantalón y la camisa que ahora reposaban junto a una cosa.
Segundo: Usted pensó en la necesidad de comprar arena, fraccionarla en gran cantidad de paquetes de cinco
kilos, y llevarla a la casa. La arena serviría para contrarrestar derivaciones de orden sensorial. Tercero: Usted
pensó que la tranquilidad de Rebeca debía tener orígenes neuróticos, y empezó a preguntarse si, después de
todo, no le habría hecho un señalado favor.
Pero, claro está, esas cosas no podían averiguarse claramente.
—Adiós, sargento. —Adiós, señor.
—Feliz Nochebuena, sargento.
—Lo mismo le digo, señor.
La casa sola, y sus dos ocupantes.
Rebeca puso la tapa a la olla de la sopa. La puso despaciosamente. Usted estaba en el comedor, oyendo
radio, a la espera de la cena. Rebeca miró la olla, luego la fuente de ensalada, y después el vino. Usted criticaba
mentalmente a Ruddy Vallée.
Rebeca entró con la bandeja, y fue a sentarse en su sitio mientras usted cerraba el receptor y ocupaba la silla de
la cabecera.
—No ha vuelto.
—Volverá.
—Puede ser, hermanita.
—¿Es que acaso lo dudas?
—No. Es decir, quisiera no dudarlo.
—Te digo que volverá.
Usted se sintió arrastrado hacia la ironía. Era peligroso, pero usted no se arredraba.
—Me pregunto si alguien que no se ha ido... puede volver.
Rebeca lo miraba a usted con una fijeza increíble.
—Eso es lo que yo me pregunto.
A usted no le gustó nada esa respuesta.
—¿Por qué te lo preguntas, hermanita?
Rebeca lo miraba a usted con una fijeza increíble.
—¿Por qué suponer que él no se ha ido?
A usted se le estaban empezando a erizar los cabellos de la nuca.
—¿Por qué? ¿Por qué, hermanita?

22
Rebeca lo miraba a usted con una fijeza increíble.
—Sirve la sopa.
—¿Por qué he de servirla yo, hermanita?
—Sírvela tú, esta noche.
—Bueno, hermanita.
Rebeca le alcanzó la olla de la sopa, y usted la puso a su lado. No sentía ningún apetito, cosa que usted
mismo había previsto.
Rebeca lo miraba a usted con una fijeza increíble.
Entonces, usted levantó la tapa de la olla. La fue levantando despacio, tan despacio como Rebeca la
había puesto. Usted sentía un extraño miedo de descubrir la olla de la sopa, pero comprendía que se trataba de
una mala jugada de sus nervios. Usted pensó en lo bueno que sería estar lejos, en la planta baja, y no en el
último de los treinta pisos, a solas con ella.
Rebeca lo miraba a usted con una fijeza increíble.
Y cuando la tapa de la olla quedó enteramente levantada, y usted miró el interior, y después miró a
Rebeca, y Rebeca lo miró a usted con una fijeza increíble, y miró después el interior de la olla, y sonrió, y usted
se puso a gemir, y todo decidió bailarle delante de los ojos, las cosas fueron perdiendo relieve, y sólo quedó la
visión de la tapa, levantándose despacio, el líquido en la olla, y... y...
Usted no había esperado eso. Usted era demasiado inteligente como para esperar eso. A usted le sobraba
de tal manera la inteligencia que el excedente se sintió incapacitado para seguir viviendo en el interior de su
cerebro y decidió buscar una escapatoria. Ahora, usted hace números y más números, sentado en el camastro.
Nadie consigue arrancarle una sola palabra, pero usted suele mirar hacia la ventana, como si esperara ver avisos
luminosos, y después adelanta el pie derecho, gira el torso a la manera de quien se dispone a dar un golpe de
golf, y entierra la mano vacía en el vacío aire de la celda.
1938

Trabajo Práctico: Cuento Realista


1. Seleccionar citas o ejemplos del texto en donde se manifieste la psicología o la mirada de un niño frente al
mundo. Explicá por qué los elegiste.
2. Elaborar un párrafo explicando a qué refiere el autor la expresión "Poquita cosa". ¿Qué mirada sobre la
sociedad se desprende de este cuento?
3. ¿De qué manera el autor utiliza el cuadro de Pablo Picasso para realizar su cuento "El niño que tenía un
oso de trapo"? ¿Qué características del realismo aparecen en él? Explicar.
4. ¿Qué elementos propios de la poesía encontrás en el cuento “El niño que tenía un oso de trapo”? ¿Qué te
sugiere la disposición de los versos?
5. ¿Qué interpretación hacés sobre el cuento ”Al abrigo” relacionando los hechos con el título? Redactá un
texto.
7. ¿Cuál es el conflicto en “Puzzle”? ¿Qué se descubre sobre el crimen?¿Qué frases anticipan lo que sucedió
con Ralph? ¿Cuántos son los personajes que aparecen en el relato? ¿Qué efecto crea el uso de la segunda
persona? ¿Qué elementos del policial tiene el cuento? ¿Qué dificultades o diferencias con el policial de
enigma presenta?
9. Señalar qué innovaciones del S.XX que aparecen en los relatos dando al menos 3 ejemplos de algunos de
los cuentos.

La narrativa y las innovaciones en el siglo XX


En el siglo XX, el cuento sigue la línea marcada por autores como Poe, pero también sufre
modificaciones a partir de las innovaciones artísticas que se produjeron desde las últimas décadas del siglo
XIX y del nacimiento del Psicoanálisis. Las transformaciones también son reflejo de los cambios ocurridos en
la sociedad de la época: el extraordinario desarrollo de la tecnología y de las ciencias, las dos guerras

23
mundiales, el surgimiento de la sociedad de masas, el gran poder manipulador de la propaganda
gubernamental.
Con el surgimiento de los movimientos vanguardistas que propusieron un cambio en la concepción
artística (tanto en pintura como en literatura) y crearon una estética distinta, se rompió con la tradición literaria
imperante. La nueva narrativa tomó de las vanguardias aquellas innovaciones que le permitieron salir de los
límites estrechos del cuento decimonónico. Para los nuevos escritores lo que se narra cede su lugar a cómo
se narra.
Nuevas preocupaciones se ven reflejadas en la narrativa del siglo XX:
1. El interés metafísico en relación con el tiempo y el espacio (ruptura de la linealidad cronológica,
disociación de los espacios). El relato del argentino Julio Cortázar (1914-1984) "La noche boca arriba", en el
que el narrador salta de un tiempo presente en una Buenos Aires de la década de 1960 a una selva mexicana
de la época precolombina.
La consigna para los nuevos escritores es alterar, deformar y complicar la concepción temporal y espacial
para que el lector participe activamente en la construcción del sentido.
2. El proceso de exploración de la conciencia y el inconsciente contribuye al surgimiento de la técnica
del "fluir de la conciencia" que supone un fluir continuo e indivisible de sensaciones, percepciones,
sentimientos, deseos, aversiones, recuerdos, imágenes, ideas, etc. Muchos autores la emplearon para
reproducir el continuo discurrir del pensamiento humano. Se manifiesta formalmente en el empleo particular
de signos de puntuación (por ejemplo, páginas enteras sin ellos, frases separadas por puntos suspensivos,
etc.) y en la ruptura del orden canónico de la oración: sujeto-verbo-modificadores del verbo.
La realidad no estuvo ya conformada únicamente por acciones u objetos; también se incluyó en ella la
interioridad del hombre: su conciencia, su interpretación del sentido de la existencia, sus miedos, su mundo
onírico.
3. La presencia de elementos implícitos que auspician efectos de sentido nuevos y provocan cierta
ambigüedad que debe ser resuelta por el lector (simbología, intertextualidad). Una búsqueda de nuevos y
particulares efectos de sentido.
4. El papel del narrador aparece restringido y limitado: ya no se presenta exhaustivamente cada
elemento sino que se escatima información (elipsis), se dan indicios, se produce un ocultamiento. Como
consecuencia, el lector se ve obligado a participar activamente en el proceso de comprensión y decodificación
del texto. Se presenta un relato personalizado en el que propone la visión de un mundo fragmentado.
Otros tipos de narrador: por ejemplo, el uso del narrador en 2da persona o la inclusión de varias
voces. Esta visión, tan recurrente en la nueva narrativa, se manifiesta en muchas oportunidades a través de
distintas voces que presentan un mismo acontecimiento desde diferentes puntos de vista.
5. Inclusión de otros géneros textuales: cartas, crónicas periodísticas, páginas de diarios íntimos, etc.

EL REALISMO EN EL TEATRO
Proyecto de lectura personal:
J. B. Priestley, La visita del inspector:
https://drive.google.com/file/d/1u-L1mGa37aHaoEfkLRGCETf24JA6vPtn/view?usp=drivesdk
H. Ibsen, Casa de muñecas:
https://drive.google.com/file/d/1k5OMbg1QFslY2cQqftUZ8Se2PfzZjVVk/view?usp=sharing

UNIDAD 2: GÉNERO FANTÁSTICO

Una introducción a la literatura fantástica


El búlgaro Tzvetan Todorov-uno de los intelectuales más activos y reconocidos del siglo XX- desarrolló
uno de los primeros estudios sistemáticos sobre los mecanismos del género, acaso el más significativo hasta
el momento. En su Introducción a la literatura fantástica (1970), señaló los puntos débiles de muchas de las
teorizaciones precedentes y exploró los elementos que determinan que un relato pueda ser considerado
fantástico.
24
Propondrá un nuevo modo de pensar la literatura fantástica, apartándose de la clásica oposición entre
lo real y lo fantástico, y estableciendo relaciones entre este género y otros cercanos.

Lo extraño, lo maravilloso y lo fantástico


En Introducción a la literatura fantástica, Todorov sostiene: <<Un género se define siempre con
relación a los géneros que le son próximos». Distingue. así, lo fantástico de lo extraño y lo maravilloso. En los
tres casos se presentan elementos sobrenaturales.
Sin embargo, en los relatos extraños, los hechos narrados encuentran, hacia el final, una explicación
racional que niega la condición sobrenatural de lo acontecido. Aquello que, en un principio, parecía escapar a
las leyes de la razón se revela finalmente como un error de percepción por parte de los personajes o del
narrador. Por ejemplo, esto sucede en algunos cuentos policiales de Edgar Allan Poe.
En los textos maravillosos, por el contrario, en ningún momento se intenta dar una explicación de los
hechos que se apartan de la realidad, porque todo responde a una lógica distinta. Los cuentos de hadas, por
ejemplo, responden a estas características.
Lo fantástico se ubicaría, precisamente, en un espacio intermedio. Incluso, Todorov indica que lo
«fantástico puro» es muchas veces difícil de encontrar o, con más exactitud, es «un género siempre
evanescente»>.

La condición de lo fantástico según Todorov


La experiencia de lo fantástico nunca tiene lugar desde el comienzo del texto. El mundo que se
muestra en un principio es el mismo que aquel en el que se mueve el lector: responde a las leyes de la razón,
y los personajes y acontecimientos que allí se desarrollan no presentan características fuera de lo común. En
un momento, sin embargo, se produce un hecho que no puede explicarse por las leyes de ese mundo familiar.
Esa irrupción de lo fantástico en un universo que, hasta un instante antes, era perfectamente
reconocible produce en quien lo percibe una sensación de incertidumbre. Esa sensación surge de no saber
qué explicación dar a lo que acaba de suceder: si considerarlo una ilusión de los sentidos o aceptar que el
hecho en verdad ocurrió, y, por lo tanto, las leyes que rigen la realidad son diferentes de las que se pensaban
y resultan desconocidas.
Para Todorov, la sensación de incertidumbre o vacilación es lo que define el género fantástico. Es
más, lo fantástico «ocupa el tiempo de esa incertidumbre. En cuanto se elige una de las dos respuestas, se
deja el terreno de lo fantástico para entrar en un género vecino: lo extraño o lo maravilloso>>.

El lector vacilante
Ahora bien, ¿quién experimenta esa vacilación? En la mayor parte de los textos, el personaje que se
enfrenta al hecho sobrenatural evidencia signos de duda ante lo que ve y debe optar entre las dos
explicaciones (considerarlo producto de su imaginación o parte de una realidad regida por leyes nuevas).
Pero el lector también debe identificarse con ese sentimiento. Porque el fantástico implica una «manera de
leer»: se demanda determinada actitud del lector, que tiene que entrar en el juego e integrarse en el mundo
de los personajes. Un lector que no cumpla con este pacto de lectura corta de inmediato con la condición de
lo fantástico.

El tema del doble


Doppelgänger es el vocablo alemán para definir el doble fantasmagórico o malvado de una persona viva.
La palabra proviene de doppel, que significa 'doble' y gänger: 'andante'. Su forma más antigua, acuñada por el
novelista Jean Paul en 1796, es Doppeltgänger, 'el que camina al lado'.​ El término se utiliza para designar a
cualquier doble de una persona, comúnmente en referencia al «gemelo malvado» o al fenómeno de la bilocación.
Los Doppelgänger aparecen en varias obras literarias de ciencia ficción y literatura fantástica, en las cuales son un
tipo de metamorfo que imita a una persona o especie en particular.

¿Qué es un doppelgänger y dónde está el tuyo?

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​ Aleks Krotoski, BBC, Digital Human
https://www.bbc.com/mundo/noticias/2016/05/160427_doppelgangers_gemelos_extranos_fantasmagor
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La casa de azúcar, de Silvina Ocampo

Las supersticiones no dejaban vivir a Cristina. Una moneda con la efigie borrada, una mancha de tinta,
la luna vista a través de dos vidrios, las iniciales de su nombre grabadas por azar sobre el tronco de un cedro la
enloquecían de temor. Cuando nos conocimos llevaba puesto un vestido verde, que siguió usando hasta que se
rompió, pues me dijo que le traía suerte y que en cuanto se ponía otro, azul, que le sentaba mejor, no nos
veíamos. Traté de combatir estas manías absurdas. Le hice notar que tenía un espejo roto en su cuarto y que por
más que yo le insistiera en la conveniencia de tirar los espejos rotos al agua, en una noche de luna, para quitarse
la mala suerte, lo guardaba; que jamás temió que la luz de la casa bruscamente se apagara, y a pesar de que
fuera un anuncio seguro de muerte, encendía con tranquilidad cualquier número de velas; que siempre dejaba
sobre la cama el sombrero, error en que nadie incurría. Sus temores eran personales. Se infligía verdaderas
privaciones; por ejemplo: no podía comprar frutillas en el mes de diciembre, ni oír determinadas músicas, ni
adornar la casa con peces rojos, que tanto le gustaban. Había ciertas calles que no podíamos cruzar, ciertas
personas, ciertos cinematógrafos que no podíamos frecuentar. Al principio de nuestra relación, estas
supersticiones me parecieron encantadoras, pero después empezaron a fastidiarme y a preocuparme seriamente.
Cuando nos comprometimos tuvimos que buscar un departamento nuevo, pues según sus creencias, el destino
de los ocupantes anteriores influiría sobre su vida (en ningún momento mencionaba la mía, como si el peligro le
amenazara sólo a ella y nuestras vidas no estuvieran unidas por el amor). Recorrimos todos los barrios de la
ciudad; llegamos a los suburbios más alejados, en busca de un departamento que nadie hubiera habitado: todos
estaban alquilados o vendidos Por fin encontré una casita en la calle Montes de Oca, que parecía de azúcar. Su
blancura brillaba con extraordinaria luminosidad. Tenía teléfono y, en el frente, un diminuto jardín. Pensé que
esa casa era recién construida, pero me enteré de que en 1930 la había ocupado una familia, y que después, para
alquilarla, el propietario le había hecho algunos arreglos. Tuve que hacer creer a Cristina que nadie había vivido
en la casa y que era el lugar ideal: la casa de nuestros sueños. Cuando Cristina la vio, exclamó:

¡Qué diferente de los departamentos que hemos visto! Aquí se respira olor a limpio. Nadie podrá influir
en nuestras vidas y ensuciarlas con pensamientos que envician el aire.

En pocos días nos casamos y nos instalamos allí. Mis suegros nos regalaron los muebles del dormitorio,
y mis padres los del comedor. El resto de la casa lo amueblaríamos de a poco. Yo temía que, por los vecinos,
Cristina se enterara de mi mentira, pero felizmente hacía sus compras fuera del barrio y jamás conversaba con
ellos. Éramos felices, tan felices que a veces me daba miedo. Parecía que la tranquilidad nunca se rompería en
aquella casa de azúcar, hasta que un llamado telefónico destruyó mi ilusión. Felizmente Cristina no atendió
aquella vez el teléfono, pero quizá lo atendiera en una oportunidad análoga. La persona que llamaba preguntó
por la señora Violeta: indudablemente se trataba de la inquilina anterior. Sí Cristina se enteraba de que yo la
había engañado, nuestra felicidad seguramente concluiría: no me hablaría más, pediría nuestro divorcio, y en el
mejor de los casos tendríamos que dejar la casa para irnos a vivir, tal vez a Villa Urquiza, tal vez a Quilmes, de
pensionistas en alguna de las casas donde nos prometieron darnos un lugarcito para construir ¿con qué? (con
basura, pues con mejores materiales no me alcanzaría el dinero) un cuarto y una cocina. Durante la noche yo
tenía cuidado de descolgar el tubo, para que ningún llamado inoportuno nos despertara. Coloqué un buzón en la
puerta de calle; fui el depositario de la llave, el distribuidor de cartas.

Una mañana temprano golpearon a la puerta y alguien dejó un paquete Desde mi cuarto oí que mi mujer
protestaba, luego oí el ruido del papel estrujado. Bajé la escalera y encontré a Cristina con un vestido de
terciopelo entre los brazos.

– Acaban de traerme este vestido me dijo con entusiasmo.

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Subió corriendo !as escaleras y se puso el vestido, que era muy escotado.

-¿Cuándo te lo mandaste hacer?

Hace tiempo. ¿Me queda bien? Lo usaré cuando tengamos que ir al teatro, ¿no te parece?

-¿Con qué dinero lo pagaste?

-Mamá me regaló unos pesos.

Me pareció raro, pero no le dije nada, para no ofenderla.

Nos queríamos con locura. Pero mi inquietud comenzó a molestarme, hasta para abrazar a Cristina por
la noche. Advertí que su carácter había cambiado: de alegre se convirtió en triste, de comunicativa en reservada,
de tranquila en nerviosa. No tenía apetito. Ya no preparaba esos ricos postres, un poco pesados, a base de
cremas batidas y de chocolate, que me agradaban, ni adornaba periódicamente la casa con volantes de nylon, en
las tapas de la letrina, en las repisas del comedor, en los armarios, en todas partes como era su costumbre. Ya no
me esperaba con vainillas a la hora del té, ni tenía ganas de ir al teatro o al cinematógrafo de noche, ni siquiera
cuando nos mandaban entradas de regalo Una tarde entró un perro en el jardín y se acostó frente a la puerta de
calle, aullando. Cristina le dio carne y le dio de beber y, después de un baño, que le cambió el color del pelo,
declaró que le daría hospitalidad y que lo bautizaría con el nombre Amor, porque llegaba a nuestra casa en un
momento de verdadero amor. El perro tenía el paladar negro, lo que indica pureza de raza.

Otra tarde llegué de improviso a casa. Me detuve en la entrada porque vi una bicicleta apostada en el
jardín – Entré silencíosamente y me escurrí detrás de una puerta y oí la voz de Cristina.

-¿Qué quiere? repitió dos veces.

-Vengo a buscar mi perro -decía la voz de una muchacha-. Pasó tantas veces frente a esta casa que se ha
encariñado con ella. Esta casa parece de azúcar. Desde que la pintaron, llama la atención de todos los
transeúntes. Pero a mí me gustaba más antes, con ese color rosado y romántico de las casas viejas. Esta casa era
muy misteriosa para mí. Todo me gustaba en ella: la fuente donde venían a beber los pajaritos; las enredaderas
con flores, como cornetas amarillas; el naranjo. Desde que tengo ocho años esperaba conocerla a usted, desde
aquel día en que hablamos por teléfono, ¿recuerda? Prometió que iba a regalarme un barrilete.

-Los barriletes son juegos de varones.

-Los juguetes no tienen sexo. Los barriletes me gustaban porque eran como enormes pájaros; me hacía
la ilusión de volar sobre sus alas. Para usted fue un juego prometerme ese barrilete; yo no dormí en toda la
noche. Nos encontramos en la panadería, usted estaba de espaldas y no vi su cara. Desde ese día no pensé en
otra cosa que en usted, en cómo sería su cara, su alma, sus ademanes de mentirosa. Nunca me regaló aquel
barrilete. Los árboles me hablaban de sus mentiras. Luego fuimos a vivir a Morón, con mis padres. Ahora,
desde hace una semana estoy de nuevo aquí.

Hace tres meses que vivo en esta casa, y antes jamás frecuenté estos barrios. Usted estará confundida.

-Yo la había imaginado tal como es. ¡La imaginé tantas veces! Para colmo de la casualidad, mi marido
estuvo de novio con usted.

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-No estuve de novia sino con mi marido. ¿Cómo se llama este perro?

-Bruto.

-Lléveselo, por favor. antes que me encariñe con él.

Violeta, escúcheme. Si llevo el perro a mi casa, se morirá. No lo puedo cuidar. Vivimos en un


departamento muy chico. Mi marido y yo trabajamos y no hay nadie que lo saque a pasear.

No me llamo Violeta. ¿Qué edad tiene?

-¿Bruto? Dos años. ¿Quiere quedarse con él? Yo vendría a visitarlo de vez en cuando, porque lo quiero
mucho.

-A mi marido no le gustaría recibir desconocidos en su casa, ni que aceptara un perro de regalo.

-No se lo diga, entonces. La esperaré todos los lunes a las siete de la tarde en la plaza Colombia. ¿Sabe
dónde es? Frente a la iglesia Santa Felicitas, o si no la esperaré donde usted quiera y a la hora que prefiera; por
ejemplo, en el puente de Constitución o en el parque Lezama. Me contentaré con ver los ojos de Bruto. ¿Me
hará el favor de quedarse con él?

-Bueno. Me quedaré con él

-Gracias, Violeta.

-No me llamo Violeta.

-¿Cambió de nombre? Para nosotros usted es Violeta. Siempre la misma misteriosa Violeta.

Oí el ruido seco de la puerta y el taconeo de Cristina, subiendo la escalera. Tardé un rato en salir de mi
escondite y en fingir que acababa de llegar. A pesar de haber comprobado la inocencia del diálogo, no sé por
qué, una sorda desconfianza comenzó a devorarme Me pareció que había presenciado una representación de
teatro y que la realidad era otra. No confesé a Cristina que había sorprendido la visita de esa muchacha. Esperé
los acontecimientos, temiendo siempre que Cristina descubriera mi mentira, lamentando que estuviéramos
instalados en ese barrio. Yo pasaba todas las tardes por la plaza que queda frente a la iglesia de Santa Felicitas,
para comprobar si Cristina había acudido a la cita. Cristina parecía no advertir mi inquietud. A veces llegué a
creer que yo había soñado. Abrazando al perro, un día Cristina me preguntó:

-¿Te gustaría que me llamara Violeta?

-No me gusta el nombre de las flores.

-Pero Violeta es lindo. Es un color.

-Prefiero tu nombre.

Un sábado, al atardecer, la encontré en el puente de Constitución, asomada sobre el parapeto de fierro


Me acerqué y no se inmutó.

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-¿Qué haces aquí?

-Estoy curioseando. Me gusta ver las vías desde arriba.

-Es un lugar muy lúgubre y no me gusta que andes sola.

-No me parece tan lúgubre. ¿Y por qué no puedo andar sola?

-¿Te gusta el humo negro de las locomotoras?

-Me gustan los medios de transporte. Soñar con viajes. Irme sin irme. «Ir y quedar y con quedar
partirse.»

Volvimos a casa. Enloquecido de celos (¿celos de qué? De todo), durante el trayecto apenas le hablé.

-Podríamos tal vez comprar alguna casita en San Isidro o en Olivos, es tan desagradable este barrio -le
dije, fingiendo que me era posible adquirir una casa en esos lugares.

-No creas. Tenemos muy cerca de aquí el parque Lezama.

-Es una desolación. Las estatuas están rotas, las fuentes sin agua, los árboles apestados. Mendigos,
viejos y lisiados van con bolsas, para tirar o recoger basuras.

-No me fijo en esas cosas.

-Antes no querías sentarte en un banco donde alguien había comido mandarinas o pan.

-He cambiado mucho,

-Por mucho que hayas cambiado, no puede gustarte un parque como ése. Ya sé que tiene un museo con
leones de mármol que cuidan la entrada y que jugabas allí en tu infancia, pero eso no quiere decir nada.

-No te comprendo -me respondió Cristina. Y sentí que me despreciaba, con un desprecio que podía
conducirla al odio.

Durante días, que me parecieron años, la vigilé, tratando de disimular mi ansiedad. Todas las tardes
pasaba por la plaza frente a la iglesia y los sábados por el horrible puente negro de Constitución. Un día me
aventuré a decir a Cristina:

Si descubriéramos que esta casa fue habitada por otras personas ¿qué harías, Cristina? ¿Te irías de aquí?

-Si una persona hubiera vivido en esta casa, esa persona tendría que ser como esas figuritas de azúcar
que hay en los postres o en las tortas de cumpleaños: una persona dulce como el azúcar. Esta casa me inspira
confianza ¿será el jardincito de la entrada que me infunde tranquilidad? ¡No sé! No me iría de aquí por todo el
oro del mundo. Además no tendríamos adónde ir. Tú mismo me lo dijiste hace un tiempo.

No insistí, porque iba a pura pérdida. Para conformarme pensé que el tiempo compondría las cosas.

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Una mañana sonó el timbre de la puerta de calle. Yo estaba afeitándome y oí la voz de Cristina. Cuando
concluí de afeitarme, mi mujer ya estaba hablando con la intrusa. Por la abertura de la puerta las espié. La
intrusa tenía una voz tan grave y los pies tan grandes que eché a reír.

-Si usted vuelve a ver a Daniel, lo pagará muy caro, Violeta.

-No sé quién es Daniel y no me llamo Violeta -respondió mí mujer.

-Usted está mintiendo.

-No miento. No tengo nada que ver con Daniel.

-Yo quiero que usted sepa las cosas como son.

-No quiero escucharla.

Cristina se tapó las orejas con las manos. Entré en el cuarto y dije a la intrusa que se fuera. De cerca le
miré los pies, las manos y el cuello. Entonces advertí que era un hombre disfrazado de mujer. No me dio tiempo
de pensar en lo que debía hacer; como un relámpago desapareció dejando la puerta entreabierta tras de sí.

No comentamos el episodio con Cristina; jamás comprenderé por qué; era como si nuestros labios
hubieran estado sellados para todo lo que no fuese besos nerviosos, insatisfechos o palabras inútiles. En
aquellos días, tan tristes para mí, a Cristina le dio por cantar. Su voz era agradable, pero me exasperaba, porque
formaba parte de ese mundo secreto, que la alejaba de mí. Por qué, si nunca había cantado, ahora cantaba noche
y día mientras se vestía o se bañaba o cocinaba o cerraba las persianas!

Un día en que oí a Cristina exclamar con un aire enigmático:

Sospecho que estoy heredando la vida de alguien. las dichas y las penas, las equivocaciones y los
aciertos. Estoy embrujada -fingí no oír esa frase atormentadora. Sin embargo, no sé por qué empecé a averiguar
en el barrio quién era Violeta, dónde estaba, todos los detalles de su vida.

A media cuadra de nuestra casa había una tienda donde vendían tarjetas postales, papel, cuadernos,
lápices, gomas de borrar y juguetes. Para mis averiguaciones, la vendedora de esa tienda me pareció la persona
más indicada; era charlatana y curiosa, sensible a las lisonjas. Con el pretexto de comprar un, cuaderno y
lápices, fui una tarde a conversar con ella. Le alabé los ojos, las manos, el pelo. Nunca me atreví a pronunciar la
palabra Violeta. Le expliqué que éramos vecinos. Le pregunté finalmente quién había vivido en nuestra casa.
Tímidamente le dije:

-¿No vivía una tal Violeta?

Me contestó cosas muy vagas, que me inquietaron más. Al día siguiente traté de averiguar en el almacén
algunos otros detalles. Me dijeron que Violeta estaba en un sanatorio frenopático y me dieron la dirección.

Canto con una voz que no es mía -me dijo Cristina, renovando su aire misterioso. Antes me hubiera
afligido, pero ahora me deleita. Soy otra persona, tal vez más feliz que yo.

Fingí de nuevo no haberla oído. Yo estaba leyendo el diario.

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De tanto averiguar detalles de la vida de Violeta, confieso que desatendía a Cristina.

Fui al sanatorio frenopático, que quedaba en Flores. Ahí pregunté por Violeta y me dieron la dirección
de Arsenia López, su profesora de canto.

Tuve que tornar el tren en Retiro, para que me llevara a Olivos. Durante el trayecto una tierrita me entró
en un ojo, de modo que en el momento de llegar a la casa de Arsenia López, se me caían las lágrimas, como si
estuviese llorando. Desde la puerta de calle oí voces de mujeres, que hacían gárgaras con las escalas,
acompañadas de un piano, que parecía más bien un organillo.

Alta, delgada, aterradora apareció en el fondo de un corredor Arsenia López, con un lápiz en la mano.
Le dije tímidamente que venía a buscar noticias de Violeta.

-¿Usted es el marido?

-No, soy un pariente -le respondí secándome los ojos con un pañuelo.

-Usted será uno de sus innumerables admiradores -me dijo, entornando los ojos y tomándome la mano-.
Vendrá para saber lo que todos quieren saber, ¿cómo fueron los últimos días de Violeta? Siéntese. No hay que
imaginar que una persona muerta forzosamente haya sido pura, fiel, buena.

-Quiere consolarme -le dije.

Ella, oprimiendo mi mano con su mano húmeda, contestó:

-Sí. Quiero consolarlo. Violeta era no sólo mi discípula, sino mi íntima amiga. Si se disgustó conmigo,
fue tal vez porque me hizo demasiadas confidencias y porque ya no podía engañarme. Los últimos días que la
vi, se lamentó amargamente de su suerte. Murió de envidia. Repetía sin cesar. «Alguien me ha robado la vida,
pero lo pagará muy caro. No tendré mi vestido de terciopelo, ella lo tendrá; Bruto será de ella; los hombres no
se disfrazarán de mujer para entrar en mi casa sino en la de ella; perderé la voz que transmitiré a esa otra
garganta indigna; no nos abrazaremos con Daniel en el puente de Constitución, ilusionados con un amor
imposible, inclinados como antaño, sobre la baranda de hierro, viendo los trenes alejarse.»

Arsenia López me miró en los ojos y me dijo:

-No se aflija. Encontrará muchas mujeres más leales. Ya sabemos que era hermosa ¿pero acaso la
hermosura es lo único bueno que hay en el mundo?

Mudo, horrorizado, me alejé de aquella casa, sin revelar mi nombre a Arsenia López que, al despedirse
de mí, intentó abrazarme, para demostrar su simpatía.

Desde ese día Cristina se transformó, para mí, al menos, en Violeta. Traté de seguirla a todas horas, para
descubrirla en los brazos de sus amantes. Me alejé tanto de ella que la vi como a una extraña. Una noche de
invierno huyó. La busqué hasta el alba.

Ya no sé quién fue víctima de quién, en esa casa de azúcar que ahora está deshabitada.

1. Explicá las características del Género fantástico según la clasificación de T. Todorov.


2. ¿Cuál es el conflicto en "La casa de azúcar" de Silvina Ocampo?
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3. ¿Cuál es el hecho fantástico? Explicar cómo se va dando el proceso con citas o ejemplos del cuento.
4. Redactar un texto haciendo una comparación con el cuento "La hechizada" de Manuel Mujica Láinez.
Tener en cuenta: el tema, el concepto de doppelganger, los personajes y sus acciones, el conflicto, el
hecho fantástico, el marco.

LOS MECANISMOS DE LO FANTÁSTICO EN CORTÁZAR

CASA TOMADA

Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más
ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno,
nuestros padres y toda la infancia.
Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir
ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once
yo le dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía,
siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar
pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos
a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me
murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada
idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía
asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se
quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros
mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde. Irene era una chica nacida para no
molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio.
No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto
para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí,
mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le
agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de
algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los
colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y
preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la
Argentina.
Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me
pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover está
terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno
de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor para
preguntarle a Irene qué pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba
plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza
maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y
una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.
Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y
tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un
pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina,
nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa
por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría
la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que
conducía a la parte más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y mas allá empezaba
el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo
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más estrecho que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy
grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y
yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer
la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero
eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa
el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien
con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y los
pianos.
Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo
en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por
el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando
escuché algo en el comedor o en la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla
sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo
después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la pared antes de
que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro
lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.
Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:
-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo. Dejó caer el tejido y me miró con
sus graves ojos cansados. -¿Estás seguro?
Asentí.
-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.
Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que me
tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.
Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas
que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene pensó en una
botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días)
cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.
-No está aquí.
Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.
Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las
nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir
conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo
preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre
resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con
la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.
Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de
los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá, y eso me
sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el
dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:
-Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?
Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el mérito de
algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin
pensar.
(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz de
estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en
grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero
de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que
conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.

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Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las
agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era
maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en voz más alta o
Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros sonidos
irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al
living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos despacio para no molestarnos. Yo creo
que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)
Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a
Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en
la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó
la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los
ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo
mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.
No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin
volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe
la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.
-Han tomado esta parte -dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y
se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo. -¿Tuviste
tiempo de traer alguna cosa? -le pregunté inútilmente.
-No, nada.
Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era
tarde ahora.
Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de
Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la
puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se
metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.

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El sentimiento de lo fantástico*
Julio Cortázar

Yo he escrito una cantidad probablemente excesiva de cuentos, de los cuales la inmensa mayoría son
cuentos de tipo fantástico. El problema, como siempre, está en saber qué es lo fantástico. Es inútil ir al
diccionario, yo no me molestaría en hacerlo, habrá una definición, que será aparentemente impecable, pero
una vez que la hayamos leído los elementos imponderables de lo fantástico, tanto en la literatura como en la
realidad, se escaparán de esa definición.
Ya no sé quién dijo, una vez, hablando de la posible definición de la poesía, que la poesía es eso que se
queda afuera, cuando hemos terminado de definir la poesía. Creo que esa misma definición podría aplicarse a
lo fantástico, de modo que, en vez de buscar una definición preceptiva de lo que es lo fantástico, en la
literatura o fuera de ella, yo pienso que es mejor que cada uno de ustedes, como lo hago yo mismo, consulte
su propio mundo interior, sus propias vivencias, y se plantee personalmente el problema de esas situaciones,
de esas irrupciones, de esas llamadas coincidencias en que de golpe nuestra inteligencia y nuestra sensibilidad
tienen la impresión de que las leyes, a que obedecemos habitualmente, no se cumplen del todo o se están
cumpliendo de una manera parcial, o están dando su lugar a una excepción.
Ese sentimiento de lo fantástico, como me gusta llamarle, porque creo que es sobre todo un sentimiento e
incluso un poco visceral, ese sentimiento me acompaña a mí desde el comienzo de mi vida, desde muy
pequeño, antes, mucho antes de comenzar a escribir, me negué a aceptar la realidad tal como pretendían
imponérmela y explicármela mis padres y mis maestros. Yo vi siempre el mundo de una manera distinta, sentí
siempre, que entre dos cosas que parecen perfectamente delimitadas y separadas, hay intersticios por los
cuales, para mí al menos, pasaba, se colaba, un elemento, que no podía explicarse con leyes, que no podía
explicarse con lógica, que no podía explicarse con la inteligencia razonante.
Ese sentimiento, que creo que se refleja en la mayoría de mis cuentos, podríamos calificarlo de
extrañamiento; en cualquier momento les puede suceder a ustedes, les habrá sucedido, a mí me sucede todo
el tiempo, en cualquier momento que podemos calificar de prosaico, en la cama, en el ómnibus, bajo la ducha,
hablando, caminando o leyendo, hay como pequeños paréntesis en esa realidad y es por ahí, donde una
sensibilidad preparada a ese tipo de experiencias siente la presencia de algo diferente, siente, en otras
palabras, lo que podemos llamar lo fantástico. Eso no es ninguna cosa excepcional, para gente dotada de
sensibilidad para lo fantástico, ese sentimiento, ese extrañamiento, está ahí, a cada paso, vuelvo a decirlo, en
cualquier momento y consiste sobre todo en el hecho de que las pautas de la lógica, de la causalidad del
tiempo, del espacio, todo lo que nuestra inteligencia acepta desde Aristóteles como inamovible, seguro y
tranquilizado se ve bruscamente sacudido, como conmovido, por una especie de, de viento interior, que los
desplaza y que los hace cambiar.
(…)En la literatura lo fantástico encuentra su vehículo y su casa natural en el cuento y entonces, a mí
personalmente no me sorprende, que habiendo vivido siempre con la sensación de que entre lo fantástico y lo
real no había límites precisos, cuando empecé a escribir cuentos ellos fueran de una manera casi natural, yo
diría casi fatal, cuentos fantásticos.
(...) Elijo para demostrar lo fantástico uno de mis cuentos, La noche boca arriba, y cuya historia,
resumida muy sintéticamente, es la de un hombre que sale de su casa en la ciudad de París, una mañana, en
una motocicleta y va a su trabajo, observando, mientras conduce su moto, los altos edificios de concreto, las
casas, los semáforos y en un momento dado equivoca una luz de semáforo y tiene un accidente y se destroza
un brazo, pierde el sentido y al salir del desmayo, lo han llevado al hospital, lo han vendado y está en una
cama, ese hombre tiene fiebre y tiene tiempo, tendrá mucho tiempo, muchas semanas para pensar, está en un
estado de sopor, como consecuencia del accidente y de los medicamentos que le han dado; entonces se
adormece y tiene un sueño; sueña curiosamente que es un indio mexicano de la época de los aztecas, que

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está perdido entre las ciénagas y se siente perseguido por una tribu enemiga, justamente los aztecas que
practicaban aquello que se llamaba la guerra florida y que consistía en capturar enemigos para sacrificarlos en
el altar de los dioses.
Todos hemos tenido y tenemos pesadillas así. Siente que los enemigos se acercan en la noche y en el
momento de la máxima angustia se despierta y se encuentra en su cama de hospital y respira entonces
aliviado, porque comprende que ha estado soñando, pero en el momento en que se duerme la pesadilla
continúa, como pasa a veces y entonces, aunque él huye y lucha es finalmente capturado por sus enemigos,
que lo atan y lo arrastran hacia la gran pirámide, en lo alto de la cual están ardiendo las hogueras del sacrificio
y lo está esperando el sacerdote con el puñal de piedra para abrirle el pecho y quitarle el corazón. Mientras lo
suben por la escalera, en esa última desesperación, el hombre hace un esfuerzo por evitar la pesadilla, por
despertarse y lo consigue; vuelve a despertarse otra vez en su cama de hospital, pero la impresión de la
pesadilla ha sido tan intensa, tan fuerte y el sopor que lo envuelve es tan grande, que poco a poco, a pesar de
que él quisiera quedarse del lado de la vigilia, del lado de la seguridad, se hunde nuevamente en la pesadilla y
siente que nada ha cambiado. En el minuto final tiene la revelación. Eso no era una pesadilla, eso era la
realidad; el verdadero sueño era el otro. Él era un pobre indio, que soñó con una extraña, impensable ciudad
de edificios de concreto, de luces que no eran antorchas, y de un extraño vehículo, misterioso, en el cual se
desplazaba, por una calle.

* Conferencia dictada en la U.C.A.B. (fragmento)

LEJANA
Diario de Alina Reyes

12 de enero
Anoche fue otra vez, yo tan cansada de pulseras y farándulas, de pink champagne y la cara de Renato Viñes, oh
esa cara de foca balbuceante, de retrato de Dorian Gray a lo último. Me acosté con gusto a bombón de menta, al
Boogie del Banco Rojo, a mamá bostezada y cenicienta (como queda ella a la vuelta de las fiestas, cenicienta y
durmiéndose, pescado enormísimo y tan no ella.)
Nora que dice dormirse con luz, con bulla, entre las urgidas crónicas de su hermana a medio desvestir. Qué
felices son, yo apago las luces y las manos, me desnudo a gritos de lo diurno y moviente, quiero dormir y soy
una horrible campana resonando, una ola, la cadena que Rex arrastra toda la noche contra los ligustros. Now I
lay me down to sleep… Tengo que repetir versos, o el sistema de buscar palabras con a, después con a y e, con
las cinco vocales, con cuatro. Con dos y una consonante (ala, ola), con tres consonantes y una vocal (tras, gris)
y otra vez versos, la luna bajó a la fragua con su polisón de nardos, el niño la mira mira, el niño la está mirando.
Con tres y tres alternadas, cábala, laguna, animal; Ulises, ráfaga, reposo.
Así paso horas: de cuatro, de tres y dos, y más tarde palindromas. Los fáciles, salta Lenin el Atlas; amigo, no
gima; los más difíciles y hermosos, átate, demoníaco Caín o me delata; Anás usó tu auto Susana. O los
preciosos anagramas: Salvador Dalí, Avida Dollars; Alina Reyes, es la reina y… Tan hermoso, éste, porque
abre un camino, porque no concluye. Porque la reina y…
No, horrible. Horrible porque abre camino a esta que no es la reina, y que otra vez odio de noche. A esa que es
Alina Reyes pero no la reina del anagrama; que será cualquier cosa, mendiga en Budapest, pupila de mala casa
en Jujuy o sirvienta en Quetzaltenango, cualquier lado lejos y no reina. Pero sí Alina Reyes y por eso anoche
fue otra vez, sentirla y el odio.
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20 de enero
A veces sé que tiene frío, que sufre, que le pegan. Puedo solamente odiarla tanto, aborrecer las manos que la
tiran al suelo y también a ella, a ella todavía más porque le pegan, porque soy yo y le pegan. Ah, no me
desespera tanto cuando estoy durmiendo o corto un vestido o son las horas de recibo de mamá y yo sirvo el té a
la señora de Regules o al chico de los Rivas. Entonces me importa menos, es un poco cosa personal, yo
conmigo; la siento más dueña de su infortunio, lejos y sola pero dueña. Que sufra, que se hiele; yo aguanto
desde aquí, y creo que entonces la ayudo un poco. Como hacer vendas para un soldado que todavía no ha sido
herido y sentir eso de grato, que se le está aliviando desde antes, previsoramente.
Que sufra. Le doy un beso a la señora de Regules, el té al chico de los Rivas, y me reservo para resistir por
dentro. Me digo: «Ahora estoy cruzando un puente helado, ahora la nieve me entra por los zapatos rotos». No
es que sienta nada. Sé solamente que es así, que en algún lado cruzo un puente en el instante mismo (pero no sé
si es el instante mismo) en que el chico de los Rivas me acepta el té y pone su mejor cara de tarado. Y aguanto
bien porque estoy sola entre esas gentes sin sentido, y no me desespera tanto. Nora se quedó anoche como
tonta, dijo: «¿Pero qué te pasa?». Le pasaba a aquella, a mí tan lejos. Algo horrible debió pasarle, le pegaban o
se sentía enferma y justamente cuando Nora iba a cantar a Fauré y yo en el piano, mirándolo tan feliz a Luis
María acodado en la cola que le hacía como un marco, él mirándome contento con cara de perrito, esperando
oír los arpegios, los dos tan cerca y tan queriéndonos. Así es peor, cuando conozco algo nuevo sobre ella y justo
estoy bailando con Luis María, besándolo o solamente cerca de Luis María. Porque a mí, a la lejana, no la
quieren. Es la parte que no quieren y cómo no me va a desgarrar por dentro sentir que me pegano la nieve me
entra por los zapatos cuando Luis María baila conmigo y su mano en la cintura me va subiendo como un calor a
mediodía, un sabor a naranjas fuertes o tacuaras chicoteadas, y a ella le pegan y es imposible resistir y entonces
tengo que decirle a Luis María que no estoy bien, que es la humedad, humedad entre esa nieve que no siento,
que no siento y me está entrando por los zapatos.

25 de enero
Claro, vino Nora a verme y fue la escena. «M’hijita, la última vez que te pido que me acompañes al piano.
Hicimos un papelón». Qué sabía yo de papelones, la acompañé como pude, me acuerdo que la oía con sordina.
Votre âme est un paysage choisi… pero me veía las manos entre las teclas y parecía que tocaban bien, que
acompañaban honestamente a Nora. Luis María también me miró las manos, el pobrecito, yo creo que era
porque no se animaba a mirarme la cara. Debo ponerme tan rara.
Pobre Norita, que la acompañe otra. (Esto parece cada vez más un castigo, ahora sólo me conozco allá cuando
voy a ser feliz, cuando soy feliz, cuando Nora canta Fauré me conozco allá y no queda más que el odio).

Noche
A veces es ternura, una súbita y necesaria ternura hacia la que no es reina y anda por ahí. Me gustaría mandarle
un telegrama, encomiendas, saber que sus hijos están bien o que no tiene hijos -porque yo creo que allá no
tengo hijos- y necesita confortación, lástima, caramelos. Anoche me dormí confabulando mensajes, puntos de
reunión. Estaré jueves stop espérame puente. ¿Qué puente? Idea que vuelve como vuelve Budapest donde habrá
tanto puente y nieve que rezuma. Entonces me enderecé rígida en la cama y casi aúllo, casi corro a despertar a
mamá, a morderla para que se despertara. Nada más que por pensar. Todavía no es fácil decirlo. Nada más que
por pensar que yo podría irme ahora mismo a Budapest, si realmente se me antojara. O a Jujuy, a
Quetzaltenango. (Volví a buscar estos nombres páginas atrás). No valen, igual sería decir Tres Arroyos, Kobe,
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Florida al cuatrocientos. Sólo queda Budapest porque allí es el frío, allí me pegan y me ultrajan. Allí (lo he
soñado, no es más que un sueño, pero cómo adhiere y se insinúa hacia la vigilia) hay alguien que se llama Rod
-o Erod, o Rodo- y él me pega y yo lo amo, no sé si lo amo pero me dejo pegar, eso vuelve de día en día,
entonces es seguro que lo amo.

Más tarde
Mentira. Soñé a Rod o lo hice con una imagen cualquiera de sueño, ya usada y a tiro. No hay Rod, a mí me han
de castigar allá, pero quién sabe si es un hombre, una madre furiosa, una soledad.
Ir a buscarme. Decirle a Luis María: «Casémonos y me llevas a Budapest, a un puente donde hay nieve y
alguien». Yo digo: ¿y si estoy? (Porque todo lo pienso con la secreta ventaja de no querer creerlo a fondo. ¿Y si
estoy?). Bueno, si estoy… Pero solamente loca, solamente… ¡Qué luna de miel!

28 de enero
Pensé una cosa curiosa. Hace tres días que no me viene nada de la lejana. Tal vez ahora no le pegan, o no pudo
conseguir abrigo. Mandarle un telegrama, unas medias… Pensé una cosa curiosa. Llegaba a la terrible ciudad y
era de tarde, tarde verdosa y ácuea como no son nunca las tardes si no se las ayuda pensándolas. Por el lado de
la Dobrina Stana, en la perspectiva Skorda, caballos erizados de estalagmitas y polizontes rígidos, hogazas
humeantes y flecos de viento ensoberbeciendo las ventanas Andar por la Dobrina con paso de turista, el mapa
en el bolsillo de mi sastre azul (con ese frío y dejarme el abrigo en el Burglos), hasta una plaza contra el río,
casi en encima del río tronante de hielos rotos y barcazas y algún martín pescador que allá se llamará sbunáia
tjéno o algo peor.
Después de la plaza supuse que venía el puente. Lo pensé y no quise seguir. Era la tarde del concierto de Elsa
Piaggio de Tarelli en el Odeón, me vestí sin ganas sospechando que después me esperaría el insomnio. Este
pensar de noche, tan noche… Quién sabe si no me perdería. Una inventa nombres al viajar pensando, los
recuerda en el momento: Dobrina Stana, sbunáia tjéno, Burglos. Pero no sé el nombre de la plaza, es como si de
veras hubiera llegado a una plaza de Budapest y estuviera perdida por no saber su nombre; ahí donde un
nombre es una plaza.
Ya voy, mamá. Llegaremos bien a tu Bach y a tu Brahms. Es un camino tan simple. Sin plaza, sin Burglos. Aquí
nosotras, allá Elsa Piaggio. Qué triste haberme interrumpido, saber que estoy en una plaza (pero esto ya no es
cierto, solamente lo pienso y eso es menos que nada). Y que al final de la plaza empieza el puente.

Noche
Empieza, sigue. Entre el final del concierto y el primer bis hallé su nombre y el camino. La plaza Vladas, el
puente de los mercados. Por la plaza Vladas seguí hasta el nacimiento del puente, un poco andando y queriendo
a veces quedarme en casas o vitrinas, en chicos abrigadísimos y fuentes con altos héroes de emblanquecidas
pelerinas, Tadeo Alanko y Vladislas Néroy, bebedores de tokay y cimbalistas. Yo veía saludar a Elsa Piaggio
entre un Chopin y otro Chopin, pobrecita, y de mi platea se salía abiertamente a la plaza, con la entrada del
puente entre vastísimas columnas. Pero esto yo lo pensaba, ojo, lo mismo que anagramar es la reina y… en vez
de Alina Reyes, o imaginarme a mamá en casa de los Suárez y no a mi lado. Es bueno no caer en la sonsera: eso
es cosa mía, nada más que dárseme la gana, la real gana. Real porque Alina, vamos-No lo otro, no el sentirla

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tener frío o que la maltratan. Esto se me antoja y lo sigo por gusto, por saber adónde va, para enterarme si Luis
María me lleva a Budapest, si nos casamos y le pido que me lleve a Budapest. Más fácil salir a buscar ese
puente, salir en busca mía y encontrarme como ahora porque ya he andado la mitad del puente entre gritos y
aplausos, entre «¡Álbeniz!» y más aplausos y «¡La polonesa!», como si esto tuviera sentido entre la nieve
arriscada que me empuja con el viento por la espalda, manos de toalla de esponja llevándome por la cintura
hacia el medio del puente.
(Es más cómodo hablar en presente. Esto era a las ocho, cuando Elsa Piaggio tocaba el tercer bis, creo que
Julián Aguirre o Carlos Guastavino, algo con pasto y pajaritos). Pero me he vuelto canalla con el tiempo, ya no
le tengo respeto. Me acuerdo que un día pensé: «Allá me pegan, allá la nieve me entra por los zapatos y esto lo
sé en el momento, cuando me está ocurriendo allá yo lo sé al mismo tiempo. ¿Pero por qué al mismo tiempo? A
lo mejor me llega tarde, a lo mejor no ha ocurrido todavía. A lo mejor le pegarán dentro de catorce años, o ya es
una cruz y una cifra en el cementerio de Santa Úrsula. Y me parecía bonito, posible, tan idiota. Porque detrás de
eso una siempre cae en el tiempo parejo. Si ahora ella estuviera realmente entrando en el puente, sé que lo
sentiría ya mismo y desde aquí. Me acuerdo que me paré a mirar el río que estaba sonando y chicoteando. (Esto
yo lo pensaba). Valía asomarse al parapeto del puente y sentir en las orejas la rotura del hielo ahí abajo. Valía
quedarse un poco por la vista, un poco por el miedo que me venía de adentro -o era el desabrigo, la nevisca
deshecha y mi tapado en el hotel-. Y después que yo soy modesta, soy una chica sin humos, pero vengan a
decirme de otra que le haya pasado lo mismo, que viaje a Hungría en pleno Odeón. Eso le da frío a cualquiera,
che, aquí o en Francia.
Pero mamá me tironeaba la manga, ya casi no había gente en la platea. Escribo hasta ahí, sin ganas de seguir
acordándome de lo que pensé. Me va a hacer mal si sigo acordándome. Pero es cierto, cierto; pensé una cosa
curiosa.

30 de enero
Pobre Luis María, qué idiota casarse conmigo. No sabe lo que se echa encima. O debajo, como dice Nora que
posa de emancipada intelectual.

31 de enero
Iremos allá. Estuvo tan de acuerdo que casi grito. Sentí miedo, me pareció que él entra demasiado fácilmente en
este juego. Y no sabe nada, es como el peoncito de dama que remata la partida sin sospecharlo. Peoncito Luis
María, al lado de su reina. De la reina y –

7 de febrero
A curarse. No escribiré el final de lo que había pensado en el concierto. Anoche la sentí sufrir otra vez. Sé que
allá me estarán pegando de nuevo. No puedo evitar saberlo, pero basta de crónica. Si me hubiese limitado a
dejar constancia de eso por gusto, por desahogo… Era peor, un deseo de conocer al ir releyendo; de encontar
claves en cada palabra tirada al papel después de tantas noches. Como cuando pensé la plaza, el río roto y los
ruidos, y después… Pero no lo escribo, no lo escribiré ya nunca.
Ir allá a convencerme de que la soltería me dañaba, nada más que eso, tener veintisiete años y sin hombre.
Ahora estará bien mi cachorro, mi bobo, basta de pensar, a ser al fin y para bien.

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Y sin embargo, ya que cerraré este diario, porque una o se casa o escribe un diario, las dos cosas no marchan
juntas -Ya ahora no me gusta salirme de él sin decir esto con alegría de esperanza, con esperanza de alegría.
Vamos allá pero no ha de ser como lo pensé la noche del concierto. (Lo escribo, y basta de diario para bien
mío.) En el puente la hallaré y nos miraremos. La noche del concierto yo sentía en las orejas la rotura del hielo
ahí abajo. Y será la victoria de la reina sobre esa adherencia maligna, esa usurpación indebida y sorda. Se
doblegará si realmente soy yo, se sumará a mi zona iluminada, más bella y cierta; con sólo ir a su lado y
apoyarle una mano en el hombro.
*
Alina Reyes de Aráoz y su esposo llegaron a Budapest el 6 de abril y se alojaron en el Ritz. Eso era dos meses
antes de su divorcio. En la tarde del segundo día Alina salió a conocer la ciudad y el deshielo. Como le gustaba
caminar sola -era rápida y curiosa- anduvo por veinte lados buscando vagamente algo, pero sin proponérselo
demasiado, dejando que el deseo escogiera y se expresara con bruscos arranques que la llevaban de una vidriera
a otra, cambiando aceras y escaparates.
Llegó al puente y lo cruzó hasta el centro andando ahora con trabajo porque la nieve se oponía y del Danubio
crece un viento de abajo, difícil, que engancha y hostiga. Sentía cómo la pollera se le pegaba a los muslos (no
estaba bien abrigada) y de pronto un deseo de dar vuelta, de volverse a la ciudad conocida. En el centro del
puente desolado la harapienta mujer de pelo negro y lacio esperaba con algo fijo y ávido en la cara sinuosa, en
el pliegue de las manos un poco cerradas pero ya tendiéndose. Alina estuvo junto a ella repitiendo, ahora lo
sabía, gestos y distancias como después de un ensayo general. Sin temor, liberándose al fin -lo creía con un
salto terrible de júbilo y frío- estuvo junto a ella y alargó también las manos, negándose a pensar, y la mujer del
puente se apretó contra su pecho y las dos se abrazaron rígidas y calladas en el puente, con el río trizado
golpeando en los pilares.
A Alina le dolió el cierre de la cartera que la fuerza del abrazo le clavaba entre los senos con una laceración
dulce, sostenible. Ceñía a la mujer delgadísima, sintiéndola entera y absoluta dentro de su abrazo, con un crecer
de felicidad igual a un himno, a un soltarse de palomas, al río cantando. Cerró los ojos en la fusión total,
rehuyendo las sensaciones de fuera, la luz crepuscular; repentinamente tan cansada, pero segura de su victoria,
sin celebrarlo por tan suyo y por fin.
Le pareció que dulcemente una de las dos lloraba. Debía ser ella porque sintió mojadas las mejillas, y el pómulo
mismo doliéndole como si tuviera allí un golpe. También el cuello, y de pronto los hombros, agobiados por
fatigas incontables. Al abrir los ojos (tal vez gritaba ya) vio que se habían separado. Ahora sí gritó. De frío,
porque la nieve le estaba entrando por los zapatos rotos, porque yéndose camino de la plaza iba Alina Reyes
lindísima en su sastre gris, el pelo un poco suelto contra el viento, sin dar vuelta la cara y yéndose.

ESBOZO DE UN SUEÑO
Bruscamente siente gran deseo de ver a su tío y se apresura por callejuelas retorcidas y empinadas, que
parecen esforzarse por alejarlo de la vieja casa solariega. Después de largo andar (pero es como si tuviera los
zapatos pegados al suelo) ve el portal y oye vagamente ladrar un perro, si eso es un perro. En el momento de
subir los cuatro gastados peldaños, y cuando alarga la mano hacia el llamador, que es otra mano que aprieta una
esfera de bronce, los dedos del llamador se mueven, primero el meñique y poco a poco los otros, que van
soltando interminablemente la bola de bronce. La bola cae como si fuera de plumas, rebota sin ruido en el
umbral y le salta hasta el pecho, pero ahora es una gorda araña negra. La rechaza con un manotón desesperado,
y en ese instante se abre la puerta: el tío está de pie, sonriendo detrás de la puerta cerrada. Cambian algunas

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frases que parecen preparadas, un ajedrez elástico. «Ahora yo tengo que contestar…» «Ahora él va a decir…»
Y todo ocurre exactamente así. Ya están en una habitación brillantemente iluminada, el tío saca cigarros
envueltos en papel plateado y le ofrece uno. Largo rato busca los fósforos, pero en toda la casa no hay fósforos
ni fuego de ninguna especie; no pueden encender los cigarros, el tío parece ansioso de que la visita termine, y
por fin hay una confusa despedida en un pasillo lleno de cajones a medio abrir y donde apenas queda lugar para
moverse.
Al salir de la casa sabe que no debe mirar hacia atrás, porque… No sabe más que eso, pero lo sabe, y se
retira rápidamente, con los ojos fijos en el fondo de la calle. Poco a poco se va sintiendo más aliviado. Cuando
llega a su casa está tan rendido que se acuesta enseguida, casi sin desvestirse. Entonces sueña que está en el
«Tigre» y que pasa todo el día remando con su novia y comiendo chorizos en el recreo Nuevo Toro.

Continuidad de los parques

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla
cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes.
Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías,
volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón
favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó
que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su
memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi
enseguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la
vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al
alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a
palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y
adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la
mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente
restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las
ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se
entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas
como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que
enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de
otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de
esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía
apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.

Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba,


se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda
que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para
verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los
árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo
la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no
ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los
tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus
oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul,
después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas.
Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del
salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto
respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

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LA NOCHE BOCA ARRIBA
Y salían en ciertas épocas a cazar enemigos;
le llamaban la guerra florida.

A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde y se apuró a salir a la calle y sacar la motocicleta
del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería de la esquina vio que eran las nueve
menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y él
-porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre- montó en la máquina saboreando el paseo. La moto
ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones.
Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle Central.
Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles,
con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos
bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo por la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por
la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidió prevenir el
accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya
era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pie y con la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de
la mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe.
Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la moto.
Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar la presión en
el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y
seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina.
Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca
arriba hasta una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños en la piernas.
“Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de costado…”; Opiniones, recuerdos, despacio,
éntrenlo de espaldas, así va bien, y alguien con guardapolvo dándole de beber un trago que lo alivió en la
penumbra de una pequeña farmacia de barrio.
La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a
gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía
que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o
dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y
nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. “Natural”, dijo él. “Como que me
la ligué encima…” Los dos rieron y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya
la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo,
pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerró los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron
largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa
grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el
tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento.
Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el pecho
como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado, se le acercó y se puso
a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El
hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la
mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás.

50
*
Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya
que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el
olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los
aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única
probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada
que sólo ellos, los motecas, conocían.
Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se revelara contra eso
que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego. “Huele a guerra”, pensó, tocando
instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo
agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó,
tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran
lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no se
repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del olor a guerra. Se
enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la
guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a
cada instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero
los tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una
bocanada del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante.
-Se va a caer de la cama -dijo el enfermo de la cama de al lado-. No brinque tanto, amigazo.
Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras trataba de sonreír a
su vecino, se despegó casi físicamente de la última visión de la pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un
aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero no querían darle
mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera
podido dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el
diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito
blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con alcohol la cara anterior del muslo, y le
clavó una gruesa aguja conectada con un tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un médico
joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche,
y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de
teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes; como estar viendo una película aburrida y
pensar que sin embargo en la calle es peor; y quedarse.
Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trozito de pan, más precioso
que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde
lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los ventanales de enfrente viraron a
manchas de un azul oscuro, pensó que no iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al
pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad,
abandonándose.
Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o confundidas.
Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles era
menos negro que el resto. “La calzada”, pensó. “Me salí de la calzada.” Sus pies se hundían en un colchón de
hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas.
Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la

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calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla.
La mano que sin saberlo él aferraba el mango del puñal, subió como un escorpión de los pantanos hasta su
cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las
lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo
que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro, y la espera en la oscuridad del chaparral
desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres
noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada más allá de la región de las
ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en la cantidad de prisioneros que ya habrían hecho.
Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal
del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores.
Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte, vio
antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer
enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las
luces y los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás.
-Es la fiebre -dijo el de la cama de al lado-. A mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno. Tome agua y
va a ver que duerme bien.
Al lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara violeta
velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en
voz baja. Todo era grato y seguro, sin acoso, sin… Pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas
cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en
el aire. Le habían puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche. Bebió del gollete, golosamente.
Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no debía tener tanta
fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel,
sacando la moto. ¿Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del
accidente, y le dio rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el
choque y el momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y
al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera
tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. El
choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi un
alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la
contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le
preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia abajo.
La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar de
veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco.
Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio el olor a
humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos
y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió las sogas en las
muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el piso, en un suelo de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la
espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo
habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como
filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba en las
mazmorras del templo a la espera de su turno.
Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él que gritaba en
las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final
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inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del
sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la
vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos
lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se le hundían en la
carne. Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo intolerable y hubo que ceder. Vio
abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de
la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en
los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos
calientes, duras como el bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo
llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de
paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era
el final. Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de
antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara ante él la escalinata incendiada de gritos y
danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de
estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no
quería, pero cómo impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de la
vida.
Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pensó que
debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo de
burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó buscando el alivio de los
pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegadas a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las
veía formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora estaba
despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a esa
hora, sin imágenes, sin nada… Le costaba mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un
último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se
cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones
rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca
de sombra, y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no
querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo
raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata,
ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de rojo
perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del
sacrificado, que arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó
los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque estaba otra vez inmóvil
en la cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía a muerte y cuando abrió los ojos vio la figura
ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez
los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había
sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una
ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que
zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también
alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos
cerrados entre las hogueras.

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Consideraciones sobre los cuentos fantásticos

En el prólogo a la Antología de la literatura fantástica, recopilación realizada por Jorge Luis Borges, Silvina
Ocampo y Adolfo Bioy Casares, se enumeran algunos argumentos de los cuentos fantásticos:
• argumentos en los que aparecen fantasmas,
• viajes por el tiempo o recuerdos,
• pedidos de deseos,
• relatos con personaje soñado,
• narraciones con metamorfosis,
• acciones paralelas que obran por analogía,
• fantasías metafísicas,
• textos donde se trata el tema de la inmortalidad,
• cuentos con vampiros y castillos.

Observaciones generales:
- Crear un ambiente, una “atmósfera”: una persiana que se golpea, la lluvia, una frase que vuelve,
caserones abandonados, histerias, melancolías, los mustios otoños. También el uso de un ambiente
plenamente creíble, doméstico en el que sucediera un solo hecho increíble. Escenas de calma y
felicidad son anuncios de calamidades. El contraste consigue la sorpresa.

En Cortázar, Ocampo, Mujica Láinez y Bierce por ejemplo, vemos el tema de la dualidad:

- personajes que se desdoblan, transmigración de almas,


- dos lugares distantes que se conectan,
- dos tiempos que se conectan,
- entidades sobrenaturales o inexplicables frente a seres humanos,
- un objeto que se vuelve extraño,
- la confusión entre vigilia y sueño, vida y muerte.

Opción 1
Realizar un video/cortometraje inspirado en uno de los cuentos leídos o en una historia creada por ustedes.
Puede ser una secuencia de fotos, un stop motion, dibujos, kamishibai, un video actuado, una voz en
vivo,una voz en off, un videolit, etc.
Les dejo unos ejemplos:
Cortometraje, La ventana abierta, de Saki: https://www.youtube.com/watch?v=URXcNOTWq0M

Narración en vivo, El corazón delator, de Poe https://www.youtube.com/watch?v=qWGKr2D9K1E


Stop Motion, Infinito,https://www.youtube.com/watch?v=rITD74XQRVQ

Cuento infinito, https://www.youtube.com/watch?v=3YEAnPXQyzY

Aplastamiento de las gotas, J. Cortàzar - Videolit: https://www.youtube.com/watch?v=R52iNrFKUSw

Opción 2
Para escribir un cuento fantástico:

Tema libre:
- Pensar en un tema y un conflicto (de ayuda tienen la bibliografía anterior).
- Cuáles serán los personajes y el narrador.
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- ¿El hecho fantástico se dará como un proceso o de forma repentina?
- ¿Qué frases pueden anticipar el hecho fantástico?
- ¿Se explicará el hecho fantástico o se dará a entender? ¿Aparecerá desde el principio?
- ¿Cómo se resolverá el conflicto?
- Verificar ortografía y redacción.

El cuento puede ser tradicional (solo texto) o digital (puede incluir imágenes, sonido).
Explorar la página de cuentos digitales Itaú.
https://antologiasitau.org/

Les dejo un ejemplo realizado en Canva:


Función
Infinita:https://www.canva.com/design/DAE-X6pxj4c/Ze3JD-7gkkWn8v_v81xQfw/watch?utm_content=DAE
-X6pxj4c&utm_campaign=designshare&utm_medium=link2&utm_source=sharebutton

UNIDAD 3: CIENCIA FICCIÓN


Los mundos posibles de la ciencia ficción

Para entender qué es la literatura de ciencia ficción y cuál es la visión del mundo que ofrece a los
lectores, podemos comenzar a pensar la relación entre las dos palabras que forman el concepto: "ciencia" y
"ficción". En primer lugar, entendemos que se trata de una literatura relacionada con la ciencia, ya que los
mundos que crea son mundos posibles gracias a las conquistas de la ciencia y a la evolución tecnológica que
los descubrimientos científicos traen aparejadas. La ciencia ficción se puede pensar, así, como un intento de
describir y explorar el impacto de lo científico sobre el hombre, no solo en el aspecto práctico y cotidiano, sino
también en los campos filosófico, mitológico y poético.

Estos relatos manifiestan los temores, incertidumbres y esperanzas de una época frente a los avances
tecnológicos y sus consecuencias, tanto simbólicas como materiales y concretas, para los seres humanos. A
este primer acercamiento a una definición de la ciencia ficción, podemos agregarle la cualidad de ser una
literatura de anticipación: el escritor de ciencia ficción se anticipa a la ciencia porque se propone "inventar" un
futuro probable.

Las diferencias con lo maravilloso y lo fantástico

A diferencia del género fantástico, en la ciencia ficción siempre hay una explicación posible y racional
para los acontecimientos narrados. Sus resoluciones, o su trama misma, pueden resultar fantásticas para
nuestro presente, pero no son sobrenaturales. El escritor norteamericano Robert Heinlen señala que no se
trata, como en lo maravilloso y lo fantástico, "de negar, o al menos trascender, lo real, basando el relato sobre
premisas irreales: hadas, burros que hablan, vampiros, las riberas de Bohemia, el ratón Mickey. La ciencia
ficción, y poco importa lo fantástico que pueda parecer su contenido, acepta siempre el conjunto del mundo
real y el cuerpo de conocimientos humanos relacionados con el mundo real como su marco".

Es decir, la ciencia ficción exhibe un mundo posible, al que los avances de la ciencia han modificado
hasta hacer irreconocible para el hombre actual. No hay leyes naturales refuten, por lo que aparece como una
de entre las infinitas posibilidades del devenir humano.

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El futuro ya llegó. Apuntes sobre la ciencia ficción
Introducción

“Nada teme más el hombre que ser tocado por lo desconocido”.


Elías Canetti

Como lo ha señalado el escritor norteamericano Thomas M. Disch (1940),” la ciencia ficción nos ha enseñado a
imaginar los terrores del porvenir” (Disch:1987).

En efecto, puede leerse en los relatos de ciencia ficción la paranoia que ha despertado, en el imaginario
colectivo, el avance acelerado de los descubrimientos científico-tecnológicos desde la Revolución Industrial en
adelante.

Pero, a diferencia de lo que sucede en la literatura fantástica, por ejemplo, estos temores son poco menos que
caprichosos. Los relatos de ciencia ficción se construyen en torno a una garantía científica en tanto exploran los
límites de lo posible en un universo donde el ocaso de la religión como saber hegemónico ha dado lugar al reino
indiscutido de la ciencia y la tecnología legitimadas en el discurso positivista del siglo XIX.

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Esta garantía, asimismo, habilita los mecanismos de verosimilitud que subyacen a una pregunta recurrente en
la literatura del género: “¿Qué pasaría si...?”.

De este modo, la ciencia ficción se anticipa a ciertas conjeturas formuladas en el mundo real vinculadas a los
nuevos descubrimientos científicos. En esta dirección, puede resultar interesante que se discuta en el aula que
descubrimientos científicos anticiparían novelas como Frankenstein (1818), de Mary Shelley; Yo, robot (1950),
de Isaac Asimov o 1984 (1945), de George Orwell.

No obstante, para que se preserve la lógica del género y sus relatos conserven su vigencia, es a su vez
necesario que esas conjeturas nunca se cumplan. Esto es así puesto que, desde el momento en que las
revelaciones imaginadas por la literatura se vuelven reales, las historias pierden eficacia sencillamente porque
el futuro deja de ser tal.

De allí que, a la luz de los nuevos descubrimientos del siglo XX, las narraciones del viaje a la luna concebidas
por el escritor francés Jules Verne (1828-1908) o las historias tejidas en torno a la hipótesis de vida
extraterrestre en Marte como las de Edgar Rice Burroughs (1875-1950), creador de Tarzán y de varias novelas
de ciencia ficción, hayan envejecido y se hayan convertido en meras novelas de aventuras.

¿De qué hablamos cuando hablamos de ciencia ficción?


Se han arriesgado, hasta el momento, diversas definiciones de ciencia ficción. Desde un criterio sintáctico, por
ejemplo, se ha dicho que “los relatos de ciencia ficción son relatos del futuro puestos en pasado”1. A su vez,
desde una perspectiva estética, algunos estudiosos han sostenido que la ciencia ficción forma parte de una
literatura “pasatista”, inferior en calidad a los relatos del mainstream o literatura consagrada. Se ha advertido
también que la ciencia ficción trata de algo fantástico enmascarado dentro de un cierto realismo.

En cuanto a los temas de los que se nutre, la noción clásica del género, acuñada en la década del 30 del siglo
pasado, proponía agrupar los tópicos en tres grandes grupos: la vida futura, los mundos desconocidos y los
visitantes inesperados.

En otras palabras, la lógica que gobernaba la ciencia ficción de esos primeros años era la lógica de la otredad:
otros tiempos, otros mundos, otras subjetividades.

Los orígenes
Existe una creencia que sostiene que los primeros relatos de ciencia ficción pudieron haber sido engendrados en
el siglo XVII. Aquellos que defienden esta teoría mencionan El otro mundo (1657), de Cyrano de Bergerac
(1619-1655), como prueba irrefutable de su hipótesis. Otra postura sugiere incluso que el origen del género
pudo haber tenido lugar varios siglos antes.

En un conocido prólogo a Crónicas marcianas (1950), de Ray Bradbury (1920-2012), Jorge Luis Borges advierte
que ya en el segundo siglo de nuestra era Luciano de Samosata imaginó seres de otros planetas, y que en el
siglo XVI Ludovico Aristo escribió que un paladín descubre en la Luna todo lo que se pierde en la Tierra, las
lágrimas y suspiros de los amantes, el tiempo malgastado en el juego, los proyectiles inútiles y los no saciados
anhelos2.

No obstante estas presunciones, un relativo consenso propone ubicar el nacimiento de la ciencia ficción en el
siglo XIX. De este primer momento pueden mencionarse obras como La máquina del tiempo (1895) y La guerra
de los mundos (1898), ambas del escritor británico H.G. Wells (1866-1946), o Viaje al centro de la
Tierra (1864) y Veinte mil leguas de viaje submarino (1870), de Jules Verne.

Ya en el siglo XX, con la aparición del concepto de posibilidad ilimitada, los relatos de ciencia ficción, escritos en
su mayoría en Inglaterra y los Estados Unidos, comienzan a tener una circulación masiva. A través de revistas
como Wonder Stories, Amazing Stories o Galaxy, se codifica la noción del género cuyo autor modelo es
precisamente H.G. Wells. Estas revistas crean a su vez un público lector de aficionados directamente vinculado
a la emergente cultura de masas.

Una nueva generación de escritores de ciencia ficción surge a mediados de siglo, aglutinada bajo el rótulo
de New Age o 'nueva ola'. James Ballard, el nombre más representativo de este grupo, sostiene entonces que
de lo que se trata ahora ya no es de explorar el espacio exterior sino de replegarse hacia el espacio interior:”

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Los desarrollos más importantes del futuro cercano tendrán lugar no en la Luna o Marte, sino en la Tierra; y es
su espacio interior, no exterior, el que debe ser explorado. El único planeta verdaderamente alienígena es la
Tierra. En el pasado, el sesgo científico que tomaba la ciencia ficción se relacionaba con las ciencias físicas
–cohetes, electrónica y cibernética–; ahora el énfasis debería virar hacia las ciencias biológicas”3.

La experiencia de las dos guerras mundiales y de la bomba atómica, lanzada en 1945 a las ciudades japonesas
de Hiroshima y Nagasaki, no son datos menores a considerar en esta nueva etapa del género.
Los perversos experimentos con el cuerpo perpetrados por el nazismo y la creación de leyes de eutanasia y
eugenesia durante los años 30 en Alemania dieron origen a un nuevo modo de entender la política. El Estado
comienza a manipular genéticamente el cuerpo del individuo para propósitos por demás aterradores. La
conjunción entre medicina, economía y política da nacimiento a la biopolítica, un modo de ejercicio del poder en
el cual está en juego la producción y la reproducción de la vida misma. De esta forma, el Estado no ejerce su
control solo a través de las conciencias. Ahora opera también sobre los mismos cuerpos, alienándolos y
administrándolos según sus propios intereses.

El filósofo francés Michel Foucault (1926-1984) y el continuador de sus tesis, Giorgio Agamben (1942), se han
ocupado de este tema en libros tales como La voluntad de saber (1976) y Homo Saccer (1995)
respectivamente. Campo de concentración (1968), de Thomas Disch, por ejemplo, puede leerse desde este
universo de significaciones.

Por otro lado, la biopolítica pone en escena uno de los temas más recurrentes de la filosofía del siglo XIX: la
muerte de Dios. Si los hombres pueden disponer de la vida y la muerte de otros hombres a su parecer, el
dominio de la existencia humana queda entonces confinado a los caprichos de nuestra especie. Las
películas Blade Runner (1982) y El sexto día (2000) imaginan qué pasaría si esto efectivamente fuera así. La
literatura de ciencia ficción también se ha hecho eco de esta problemática.

Ciencia ficción y utopía


Como es sabido, utopía significa literalmente 'no lugar'. El término se relaciona, por analogía y por oposición,
con palabras como eutopía ('buen lugar') y distopía ('mal lugar'). Los relatos de ciencia ficción responden a uno
u otro término dependiendo de la aprobación o la desaprobación del autor de la sociedad que describen.

En 1932, un año antes de la asunción de Hitler al poder, Aldous Huxley (1894-1963) escribe Brave new
world (en español, Un mundo feliz).

La novela de Huxley profetizaba la manipulación de embriones que, en el libro, es usada en pos de la creación
de individuos psicológicamente adecuados a la profesión que el destino tiene reservada para ellos. De este
modo, por ejemplo, aquellos fetos que en un futuro se convertirían en ascensoristas, eran gestados en frascos
chicos y rociados con un poco de alcohol para evitar que desarrollaran demasiado su inteligencia y se sintieran
limitados dentro de su profesión.

1984, de George Orwell, vaticina un futuro igualmente aterrador. El desencanto producido por la moderna
sociedad industrial y los excesivos métodos de control impuestos por el fordismo en sus fábricas le ofrecen a
Orwell un escenario propicio para el desarrollo de la trama. A la manera del Estado policial implantado por el
estalinismo y el panoptismo descrito por Foucault para nombrar los métodos de control instaurados por el
capitalismo salvaje en la modernidad, el Estado en la novela de Orwell vigila a sus ciudadanos con celo y afán
de dominación.

La deshumanización –según la ensayista norteamericana Susan Sontag (1933-2004), el motivo más fascinante
de la ciencia ficción– es puesta en escena en ambos relatos para conjeturar los posibles estragos que el
desarrollo científico y tecnológico produciría en las relaciones humanas.

En el prólogo de Ballard a su célebre novela Crash (1973), el desenlace de ese desarrollo es sentenciado con
exactitud: “La víctima más aterradora de nuestra época –escribe allí– (es) la muerte del afecto”.

“La pradera”, de Ray Bradbury, incluido en su libro El hombre ilustrado (1951), tematiza esta muerte. Además
de anticipar la realidad virtual, este relato explora los límites de la tecnología y sus efectos en los vínculos
familiares.

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1. Link, D. (1994). Escalera al cielo. Utopía y ciencia ficción. Buenos Aires: La Marca.

2. Borges, J. L. (1998). Prólogos con un prólogo de prólogos. Madrid: Alianza.

3. Ballard, J. G. (1979). Crash. Buenos Aires: Minotauro.

4. Sontag, S. (1984). Contra la interpretación. Barcelona: Seix-Barral.

Selección del texto tomado de la página www.educ.ar

“Marionetas S.A.”, de Ray Bradbury, En El hombre ilustrado (1950)

Caminaban lentamente por la calle, a eso de las diez de la noche, hablando con tranquilidad. No tenían más de
treinta y cinco años. Estaban muy serios.

-Pero ¿por qué tan temprano? -dijo Smith.

-Porque sí -dijo Braling.

-Tu primera salida en todos estos años y te vuelves a casa a las diez.

-Nervios, supongo.

-Me pregunto cómo te las habrás ingeniado. Durante diez años he tratado de sacarte a beber una copa. Y hoy, la
primera noche, quieres volver enseguida.

-No tengo que abusar de mi suerte -dijo Braling.

-Pero, ¿qué has hecho? ¿Le has dado un somnífero a tu mujer?

-No. Eso sería inmoral. Ya verás.

Doblaron la esquina.

-De veras, Braling, odio tener que decírtelo, pero has tenido mucha paciencia con ella.

Tu matrimonio ha sido terrible.

-Yo no diría eso.

-Nadie ignora cómo consiguió casarse contigo. Allá, en 1979, cuando ibas a salir para Río.

-Querido Río. Tantos proyectos y nunca llegué a ir.

-Y cómo ella se desgarró la ropa, y se desordenó el cabello, y te amenazó con llamar a la policía si no te
casabas con ella.

-Siempre fue un poco nerviosa, Smith, entiéndelo.

-Había algo más. Tú no la querías. Se lo dijiste, ¿no es así?

-En eso siempre fui muy firme.

-Pero sin embargo te casaste.

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-Tenía que pensar en mi empleo, y también en mi madre, y en mi padre. Una cosa así hubiese terminado con
ellos.

-Y han pasado diez años.

-Sí -dijo Braling, mirándolo serenamente con sus ojos grises-. Pero creo que todo va a cambiar. Mira.

Braling sacó un largo billete azul.

-¡Cómo! ¡Un billete para Río! ¡El cohete del jueves!

-Sí, al fin voy a hacer mi viaje.

-¡Es maravilloso! Te lo mereces de veras. Pero, ¿y tu mujer, no se opondrá? ¿No te hará una escena?

Braling sonrió nerviosamente.

-No sabe que me voy. Volveré de Río de Janeiro dentro de un mes y nadie habrá notado mi ausencia, excepto tú.

Smith suspiró.

-Me gustaría ir contigo.

-Pobre Smith, tu matrimonio no ha sido precisamente un lecho de rosas, ¿eh?

-No, exactamente. Casado con una mujer que todo lo exagera. Es decir, después de diez años de matrimonio, ya
no esperas que tu mujer se te siente en las rodillas dos horas todas las noches; ni que te llame al trabajo doce
veces al día, ni que te hable en media lengua. Y parece como si en este último mes se hubiese puesto todavía
peor. Me pregunto si no será una simple.

-Ah, Smith, siempre el mismo conservador. Bueno, llegamos a mi casa. ¿Quieres conocer mi secreto? ¿Cómo
pude salir esta noche?

-Me gustaría saberlo.

-Mira allá arriba -dijo Braling.

Los dos hombres se quedaron mirando el aire oscuro.

En una ventana del segundo piso apareció una sombra. Un hombre de treinta y cinco años, de sienes canosas,
ojos tristes y grises y bigote minúsculo se asomó y miró hacia abajo.

-Pero, cómo, ¡eres tú! -gritó Smith.

-¡Chist! ¡No tan alto!

Braling agitó una mano.

El hombre respondió con un ademán y desapareció.

-Me he vuelto loco -dijo Smith.

-Espera un momento.

Los hombres esperaron.

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Se abrió la puerta de calle y el alto caballero de los finos bigotes y los ojos tristes salió cortésmente a recibirlos.

-Hola, Braling -dijo.

-Hola, Braling Dos-dijo Braling.

Eran idénticos.

Smith abría los ojos.

-¿Es tu hermano gemelo? No sabía que...

-No, no -dijo Braling serenamente-. Inclínate. Pon el oído en el pecho de Braling Dos.

Smith titubeó un instante y al fin se inclinó y apoyó la cabeza en las impasibles costillas.

Tic-tic-tic-tic-tic-tic-tic-tic.

-¡Oh, no! ¡No puede ser!

-Es.

-Déjame escuchar de nuevo.

Tic-tic-tic-tic-tic-tic-tic-tic.

Smith dio un paso atrás y parpadeó, asombrado. Extendió una mano y tocó los brazos tibios y las mejillas del
muñeco.

-¿Dónde lo conseguiste?

-¿No está bien hecho?

-Es increíble. ¿Dónde?

-Dale al señor tu tarjeta, Braling Dos.

Braling Dos movió los dedos como un prestidigitador y sacó una tarjeta blanca.

"MARIONETAS, SOCIEDAD ANÓNIMA

Nuevos Modelos de Humanoides Elásticos.

De funcionamiento garantizado.

Desde 7.600 a 15.000 dólares.

Todo de litio."

-No -dijo Smith.

-Sí -dijo Braling.

-Claro que sí -dijo Braling Dos.

-¿Desde cuándo lo tienes?

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-Desde hace un mes. Lo guardo en el sótano, en el cajón de las herramientas. Mi mujer nunca baja, y sólo yo
tengo la llave del cajón. Esta noche dije que salía a comprar unos cigarros. Bajé al sótano, saqué a Braling Dos
de su encierro, y lo mandé arriba, para que acompañara a mi mujer, mientras yo iba a verte, Smith.

-¡Maravilloso! ¡Hasta huele como tú! ¡Perfume de Bond Street y tabaco Melachrinos!

-Quizás me preocupe por minucias, pero creo que me comporto correctamente. Al fin y al cabo mi mujer me
necesita a mí. Y esta marioneta es igual a mí, hasta el último detalle.

He estado en casa toda la noche. Estaré en casa con ella todo el mes próximo. Mientras tanto otro caballero
paseará al fin por Río. Diez años esperando ese viaje. Y cuando yo vuelva de Río, Braling Dos volverá a su
cajón.

Smith reflexionó un minuto o dos.

-¿Y seguirá marchando solo durante todo ese mes? -preguntó al fin.

-Y durante seis meses, si fuese necesario. Puede hacer cualquier cosa -comer, dormir, transpirar cualquier cosa,
y de un modo totalmente natural. Cuidarás muy bien a mi mujer, ¿no es cierto, Braling Dos?

-Su mujer es encantadora -dijo Braling Dos-. Estoy tomándole cariño.

Smith se estremeció.

-¿Y desde cuándo funciona Marionetas, S. A.?

-Secretamente, desde hace dos años.

-Podría yo... quiero decir, sería posible... -Smith tomó a su amigo por el codo-. ¿Me dirías dónde puedo
conseguir un robot, una marioneta, para mí? Me darás la dirección, ¿no es cierto?

-Aquí la tienes.

Smith tomó la tarjeta y la hizo girar entre los dedos.

-Gracias -dijo-. No sabes lo que esto significa. Un pequeño respiro. Una noche, una vez al mes... Mi mujer me
quiere tanto que no me deja salir ni una hora. Yo también la quiero mucho, pero recuerda el viejo poema: «El
amor volará si lo dejas; el amor volará si lo atas.» Sólo deseo que ella afloje un poco su abrazo.

-Tienes suerte, después de todo. Tu mujer te quiere. La mía me odia. No es tan sencillo.

-Oh, Nettie me quiere locamente. Mi tarea consistirá en que me quiera cómodamente.

-Buena suerte, Smith. No dejes de venir mientras estoy en Río. Mi mujer se extrañará si desaparecieras de
pronto. Tienes que tratar a Braling Dos, aquí presente, lo mismo que a mí.

-Tienes razón. Adiós. Y gracias.

Smith se fue, sonriendo, calle abajo. Braling y Braling Dos se encaminaron hacia la casa.

Ya en el ómnibus, Smith examinó la tarjeta silbando suavemente.

"Se ruega al señor cliente que no hable de su compra. Aunque ha sido presentado al

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Congreso un proyecto para legalizar Marionetas, S. A., la ley pena aún el uso de los robots."

-Bueno -dijo Smith.

"Se le sacará al cliente un molde del cuerpo y una muestra del color de los ojos, labios, cabellos, piel, etc. El
cliente deberá esperar dos meses a que su modelo esté terminado."

No es tanto, pensó Smith. De aquí a dos meses mis costillas podrán descansar al fin de

los apretujones diarios. De aquí a dos meses mi mano se curará de esta presión incesante. De aquí a dos meses
mi aplastado labio inferior recobrará su tamaño normal.

No quiero parecer ingrato, pero... Smith dio vuelta la tarjeta.

"Marionetas, S. A. funciona desde hace dos años. Se enorgullece de poseer una larga lista de satisfechos
clientes. Nuestro lema es «Nada de ataduras.» Dirección: 43 South

Wesley."

El ómnibus se detuvo. Smith descendió, y caminó hasta su casa diciéndose a sí mismo:

Nettie y yo tenemos quince mil dólares en el banco. Podría sacar unos ocho mil con la excusa de un negocio. La
marioneta me devolverá el dinero, y con intereses. Nettie nunca lo sabrá.

Abrió la puerta de su casa y poco después entraba en el dormitorio. Allí estaba Nettie, pálida, gorda, y
serenamente dormida.

-Querida Nettie. -Al ver en la semioscuridad ese rostro inocente, Smith se sintió aplastado, casi, por los
remordimientos-. Si estuvieses despierta me asfixiarías con tus besos y me hablarías al oído. Me haces sentir,
realmente, como un criminal. Has sido una esposa tan cariñosa y tan buena. A veces me cuesta creer que te
hayas casado conmigo,

y no con Bud Chapman, aquel que tanto te gustaba. Y en este último mes has estado todavía más enamorada
que antes.

Los ojos se le llenaron de lágrimas. Sintió de pronto deseos de besarla, de confesarle su amor, de hacer pedazos
la tarjeta, de olvidarse de todo el asunto. Pero al adelantarse hacia Nettie sintió que la mano le dolía y que las
costillas se le quejaban. Se detuvo, con ojos desolados, y volvió la cabeza. Salió de la alcoba y atravesó las
habitaciones oscuras.

Entró canturreando en la biblioteca, abrió uno de los cajones del escritorio, y sacó la libreta de cheques.

-Sólo ocho mil dólares -dijo-. No más. -Se detuvo-. Un momento.

Hojeó febrilmente la libreta.

-¡Pero cómo! -gritó-. ¡Faltan diez mil dólares! -Se incorporó de un salto-. ¡Sólo quedan

cinco mil!

¿Qué ha hecho Nettie? ¿Qué ha hecho con ese dinero? ¿Más sombreros, más vestidos, más perfumes? ¡Ya sé!
¡Ha comprado aquella casita a orillas del Hudson de la que ha estado hablando durante tantos meses!

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Se precipitó hacia el dormitorio, virtuosamente indignado. ¿Qué era eso de disponer así del dinero? Se inclinó
sobre su mujer.

-¡Nettie! -gritó-. ¡Nettie, despierta!

Nettie no se movió.

-¡Qué has hecho con mi dinero! -rugió Smith.

Nettie se agitó, ligeramente. La luz de la calle brillaba en sus hermosas mejillas.

A Nettie le pasaba algo. El corazón de Smith latía con violencia. Se le secó la boca. Se estremeció. Se le
aflojaron las rodillas.

-¡Nettie, Nettie! -dijo-. ¿Qué has hecho con mi dinero?

Y en seguida, esa idea horrible. Y luego el terror y la soledad. Y luego el infierno, y la desilusión. Smith se
inclinó hacia ella, más y más, hasta que su oreja febril descansó, firmemente, irrevocablemente, sobre el pecho
redondo y rosado.

-¡Nettie! -gritó.

Tic-tic-tic-tic-tic-tic-tic-tic-tic-tic-tic-tic-tic-tic...

Mientras Smith se alejaba por la avenida, internándose en la noche, Braling y Braling

Dos se volvieron hacia la puerta de la casa.

-Me alegra que él también pueda ser feliz -dijo Braling.

-Sí -dijo Braling Dos distraídamente.

-Bueno, ha llegado la hora del cajón, Braling Dos.

-Precisamente quería hablarle de eso -dijo el otro Braling mientras entraban en la casa-.

El sótano. No me gusta. No me gusta ese cajón.

-Trataré de hacerlo un poco más cómodo.

-Las marionetas están hechas para andar, no para quedarse quietas. ¿Le gustaría pasarse las horas metido en un
cajón?

-Bueno...

-No le gustaría nada. Sigo funcionando. No hay modo de pararme. Estoy perfectamente

vivo y tengo sentimientos.

-Esta vez sólo será por unos días. Saldré para Río y entonces podrás salir del cajón.

Podrás vivir arriba.

Braling Dos se mostró irritado.

-Y cuando usted regrese de sus vacaciones, volveré al cajón.


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-No me dijeron que iba a vérmelas con un modelo difícil.

-Nos conocen poco -dijo Braling Dos-. Somos muy nuevos. Y sensitivos. No me gusta nada imaginarlo al sol,
riéndose, mientras yo me quedo aquí pasando frío.

-Pero he deseado ese viaje toda mi vida -dijo Braling serenamente.

Cerró los ojos y vio el mar y las montañas y las arenas amarillas. El ruido de las olas le acunaba la mente. El sol
le acariciaba los hombros desnudos. El vino era magnífico.

-Yo nunca podré ir a Río -dijo el otro-. ¿Ha pensado en eso?

-No, yo...

-Y algo más. Su esposa.

-¿Qué pasa con ella? -preguntó Braling alejándose hacia la puerta del sótano.

-La aprecio mucho.

Braling se pasó nerviosamente la lengua por los labios.

-Me alegra que te guste.

-Parece que usted no me entiende. Creo que... estoy enamorado de ella.

Braling dio un paso adelante y se detuvo.

-¿Estás qué?

-Y he estado pensando -dijo Braling Dos- qué hermoso sería ir a Río, y yo que nunca podré ir...

Y he pensado en su esposa y... creo que podríamos ser muy felices, los dos, yo y ella.

-M-m-muy bien.-Braling caminó haciéndose el distraído hacia la puerta del sótano-.

Espera un momento, ¿quieres? tengo que llamar por teléfono.

Braling Dos frunció el ceño.

-¿A quién?

-Nada importante.

-¿A Marionetas, Sociedad Anónima? ¿Para decirles que vengan a buscarme?

-No, no... ¡Nada de eso!

Braling corrió hacia la puerta. Unas manos dc hierro lo tomaron por los brazos.

-¡No se escape!

-¡Suéltame!

-No.

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-¿Te aconsejó mi mujer hacer esto?

-No.

-¿Sospechó algo? ¿Habló contigo? ¿Está enterada?

Braling se puso a gritar. Una mano le tapó la boca.

-No lo sabrá nunca, ¿me entiende? No lo sabrá nunca.

Braling se debatió.

-Ella tiene que haber sospechado. ¡Tiene que haber influido en tí!

-Voy a encerrarlo en el cajón. Luego perderé la llave y compraré otro billete para Río, para su esposa.

-¡Un momento, un momento! ¡Espera! No te apresures. Hablemos con tranquilidad.

-Adiós, Braling.

Braling se endureció.

-¿Qué quieres decir con «adiós»?

Diez minutos más tarde, la señora Braling abrió los ojos. Se llevó la mano a la mejilla.

Alguien la había besado. Se estremeció y alzó la vista.

-Cómo... No lo hacías desde hace años -murmuró.

-Ya arreglaremos eso -dijo alguien.

Recuerdo perdido, Isaac Asimov

Transcurridos miles de siglos recordó que era Ames. No esa fusión de longitudes de onda que por toda la
galaxia era ahora el equivalente de Armes, sino el sonido que correspondía a la pronunciación de su nombre.

Nació así una pálida evocación de las ondas sonoras que ahora no percibía, y que no percibiría nunca más.

El nuevo proyecto aguzaba su memoria, resucitando tantas y tantas cosas extraviadas en la noche de los
tiempos. Condenso las cargas de energía que constituían el conjunto de su individualidad, y sus líneas de fuerza
se extendieron más allá de las estrellas.

La respuesta de Brock llegó hasta él.

Podía confiar en Brock, pensó Ames. Estaba seguro.

El flujo energético de Brock entró en contacto con el suyo.

- ¿No vas a venir, Ames? Estaba seguro.

- Claro que sí.

- ¿Participarás en el concurso?
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- Sí – Las líneas de fuerza de Ames se agitaron con intensas pulsaciones-. Sin duda. He soñado una nueva
forma artística. Algo original.

-¡Cuánto esfuerzo derrochado en vano! ¿Cómo puedes creer que exista una nueva variante, después de dos mil
siglos? No podemos descubrir nada nuevo.

Por un instante Brock se desfasó, interrumpiendo el contacto, y Ames se vio obligado a reajustar sus líneas de
fuerza. Captó entonces extraños pensamientos a la deriva, le llegó una visión de galaxias polvorientas sobre el
telón aterciopelado de la nada, percibió las líneas de fuerza de torrentes insondables de energía vida, errantes
por toda la galaxia.

-Absorbe mis pensamientos, por favor Brock –pidió Ames-. No bloquees tu mente. Se me ocurrió como
manipular la materia. ¡Imagínate! Una sinfonía de materia. ¿Por qué no llenarse de energía? No hay nada nuevo
en la energía, y lo sabes.

¿No prueba eso que debemos experimentar con la materia?

-¿La materia?

Ames registró las vibraciones energéticas de Brock y las interpretó como manifestaciones despectivas.

-¿Por qué no? – Dijo - ¿Acaso no fuimos antes materia? De eso hace un quintillón de años, por lo menos. ¿Por
qué no construir objetos o incluso formas abstractas partiendo de la materia? Escucha Brock, ¿Por qué no
moldear una réplica de nosotros mismos en materia, en nuestra forma original?

-No recuerdo nuestro aspecto –replicó Brock-. Ya todos lo olvidaron.

-Yo si – dijo Ames con vehemencia-. No pienso en otra cosa, y comienzo a recordar. Brock, déjame mostrarte.

Dime que tengo razón. Dímelo.

No. Es estúpido. Me repugna.

Déjame intentarlo, Brock. Hemos sido amigos. Hemos reunido nuestra energía desde el principio, desde el
momento en que nos convertimos en lo que somos. ¡Brock, te lo suplico… por favor!

Entonces, hazlo rápido.

Ames no había sentido correr un temblor igual, a lo largo de sus líneas de fuerza, desde ¿cuánto tiempo? Si lo
intentaba ahora ante Brock y tenía éxito, se atrevería a manipular la materia delante de la asamblea de seres
energéticos que esperaban en vano el nacimiento de una novedad desde hacía varios milenios

La materia se hallaba ahora muy dispersa, en los intersticios de las galaxias, pero Ames la concentró, barrió
volúmenes que sumaban años-luz elevados al cubo, seleccionó los átomos, obtuvo una consistencia gelatinosa y
obligó a la materia a disponerse en forma ovoidal, alargada en su parte inferior.

¿No recuerdas, Brock, si era como esto?

El haz energético de Brock se conmovió con una sacudida en fase.

No recuerdo nada.

73
-Eso era la cabeza. Así la llamaban: cabeza. La recuerdo tan bien que podría pronunciar el nombre. Quiero
decir, emitir sus sonidos-. Esperó un momento, y dijo: -Mira, ¿recuerdas esto?

En la parte superior del ovoide apareció la palabra CABEZA.

-¿Qué es? –preguntó Brock.

-Es el término que designa la cabeza. Los símbolos que representaban esa palabra en su traducción sonora.

¡Dime lo que puedes recordar ahora, Brock!

-Había algo –Brock vaciló-. Algo en la mitad. Y tomó forma un cuerpo vertical.

-¡Sí, claro! ¡La nariz, eso es! –dijo Ames, y apareció la palabra NARIZ en el lugar indicado-. Y aquí están los
ojos, a ambos lados.

¿En realidad deseaba lo que estaba haciendo?

-La boca –dijo, sus líneas de fuerza temblaban-. Y el mentón, y la manzana de Adán, y las clavículas. ¡Voy
recordando los nombres!

-No había pensado en esto en varios miles de siglos. ¿Por qué lo trajiste a mi memoria? ¿Por qué?

Ames estaba absorto en sus pensamientos. Había otras cosas, el órgano del oído y sus receptores de ondas
sonoras. ¡Las orejas! ¿Dónde hay que ponerlas? No recuerdo nada.

-Olvídalo todo. Las orejas y todo lo demás. ¡No lo recuerdes! –Le gritó Brock.

-¿Qué hay de malo en recordar? –preguntó Ames, herido.

-Que la superficie no era áspera ni fría como tu escultura, sino dulce y tibia. Que los ojos eran tiernos y vivos, y
los labios de la boca trémulos y acariciantes se posaban sobre los míos.

Las líneas de fuerza de Brock palpitaban y se apagaban intermitentemente…

-¡Me duele tanto!

-Me recordaste que antes fui mujer, y que conocí el amor. Que los ojos no solo sirven para ver, y que ahora no
tengo con qué llenar ese vacío.

Ella entonces añadió materia violentamente a la cabeza elaborada en forma burda, y gimió:

-Pues bien, que esto la termine –giró y se fue.

Y Ames comprendió que antes fue hombre. La fuerza de su energía partió en dos la cabeza. Salió velozmente
por las galaxias, siguiendo el rastro energético de Brock, para volver al inexorable destino de la vida.

Los ojos de la cabeza resquebrajada seguían brillando con la humedad que depositó Brock cuando quiso
representar las lágrimas. Y la cabeza de materia logró lo que los seres energéticos no podrían conseguir en toda
su existencia: lloró por la humanidad entera y por la frágil belleza de los cuerpos a los que un día los hombres
renunciaron, miles de siglos atrás.

74
La sonrisa - Ray Bradbury

La cola se ordenó en la plaza del pueblo a las cinco de la mañana, cuando los gallos cantaban en los lejanos
campos cercados y no había fuegos. En todas partes, entre los edificios ruinosos, había, al principio, restos de
bruma, pero ahora se disipaba ya, con la nueva luz de las siete. Camino abajo, en parejas y tríos, se reunía cada
vez más gente para el día de mercado, el día del festival.

El niño estaba inmediatamente detrás de dos hombres que hablaban en el aire claro, y las voces parecían más
altas a causa del frío. El niño saltaba sobre un pie y otro pie y se soplaba las manos agrietadas y rojas, y
observaba las ropas sucias de los hombres y la larga fila de hombres y mujeres.

— Eh, chico, ¿qué haces levantado tan temprano? — dijo el hombre que estaba detrás.

— Estoy en la cola — dijo el chico.

— ¿Por qué no te haces humo y dejas tu sitio a alguien que sepa?

— No lo molestes al chico — dijo el hombre que estaba adelante, volviéndose de pronto.

— Era una broma. — El hombre de atrás puso la mano sobre la cabeza del niño. El niño se apartó fríamente. —
Sólo que me pareció raro, un chico levantado tan temprano.

— Este chico entiende de arte, no lo olvides — dijo el defensor del niño, un hombre llamado Grigsby — .
¿Cómo te llamas, muchacho?

— Tom.

— Tom va a escupir como Dios manda, ¿verdad, Tom?

— ¡Claro que sí!

La risa corrió por la fila.

Más adelante, un hombre vendía tazas resquebrajadas de café caliente. Tom miró y vio la pequeña hoguera y el
brebaje que hervía en una olla oxidada.

No era café en realidad. Lo hacían con unas bayas de los prados, y lo vendían a un penique la taza, para calentar
los estómagos; pero no eran muchos los que compraban, no muchos tenían dinero.

Tom miró hacia el frente, hacia la cabeza de la fila, más allá de una combada pared de piedra.

— Dicen que sonríe — comentó.

— Ay, y cómo sonríe — dijo Grigsby.

— Dicen que está hecha de aceite y tela.

— Cierto. Y por eso pienso que no es el original. El original, he oído decir, fue pintado sobre madera hace
mucho tiempo.

— Dicen que tiene cuatro siglos.

— Tal vez más. Nadie sabe en verdad en qué año estamos.

75
— ¡2061!

— Sí, eso dicen, chico. Mienten. Podría ser también el año 30000 5000.

Durante un tiempo todo fue aquí muy confuso. Sólo nos quedan restos y pedazos…

Arrastraron los pies sobre el empedrado frío.

— ¿Cuánto tendremos que esperar para verla? — preguntó Tom, inquieto.

— Unos pocos minutos. La pondrán entre cuatro postes de bronce y cordeles de terciopelo, todo para mantener
alejada a la gente. Y atención,

Tom, piedras no; no permiten que le tiren piedras.

— Sí, señor. El sol ascendía en el cielo, calentando el aire, y los hombres se sacaron los abrigos sucios y los
sombreros grasientos.

— ¿Por qué estamos todos aquí en fila? –preguntó por último Tom — . ¿Por qué venimos a escupir?

Grigsby no se volvió, y examinó el sol.

— Bueno, Tom, hay muchas razones. — Buscó distraídamente en un bolsillo desaparecido tiempo atrás un
cigarrillo que no estaba allí. Tom había visto ese movimiento un millón de veces. — Mira, Tom, es el odio. El
odio al pasado. Piensa, Tom. Las bombas, las ciudades destruidas, los caminos como piezas de rompecabezas,
los trigales radiactivos que brillan de noche.

¿No es algo tremendo?

— Sí, señor, creo que sí.

— Así es, Tom. Odias siempre lo que golpea y te destruye. Es la naturaleza humana. Inconsciente, quizá, pero
naturaleza humana al fin.

— Odiarnos casi todas las cosas — dijo Tom.

— ¡Claro ! Toda esa gentuza del pasado que gobernaba el mundo. Y aquí estamos, un jueves por la mañana,
con las tripas pegadas a los huesos, muertos de frío, viviendo en cuevas y otros agujeros semejantes, sin
cigarrillos, sin bebidas, sin nada excepto estos festivales, Tom, nuestros festivales.

Tom recordó los festivales de los últimos años. El año en que rompieron todos los libros en la plaza y los
quemaron y la gente estaba borracha y alegre. Y el festival de la ciencia del mes anterior cuando arrastraron el
último automóvil y echaron suertes y todos los que ganaban tenían derecho a darle un mazazo al automóvil.

— ¿Si recuerdo, Tom, si recuerdo? Cómo no recordarlo, si a mí me tocó hacer añicos el parabrisas, ¿oyes? ¡Y
qué ruido maravilloso, oh Dios! ¡Crash!

Tom oyó cómo el vidrio caía en brillantes montones.

— Y Bill Henderson, a él le tocó romper el motor. Oh, hizo un buen trabajo,

Bill es un hombre eficiente. ¡Bam! Pero lo mejor de todo — rememoró

76
Grigsby — fue aquella vez que destruyeron una fábrica donde intentaban aún producir aeroplanos. Dios, cómo
voló por el aire y qué felices nos sentimos. Y después descubrimos esa fábrica de papel de diario y el depósito
de municiones y volarnos todo al mismo tiempo. ¿Entiendes, Tom?

Tom reflexionaba, perplejo.

— Creo que sí.

Era pleno mediodía. Ahora los olores de la ciudad en ruinas apestaban el aire caliente y unas cosas reptaban
entre los edificios desmoronados.

— ¿No volverá nunca, señor?

— ¿Qué? ¿La civilización? Nadie la quiere. ¡No yo, al menos!

— Yo podría soportar una pequeña parte — dijo un hombre detrás de otro hombre — . Había algunas cosas
hermosas.

— No se haga mala sangre — gritó Grigsby — . No hay ninguna posibilidad, además.

— Ah — dijo el hombre detrás de otro hombre — Alguien aparecerá algún día, alguien con imaginación, y la
reconstruirá. Recuerde lo que le digo.

Alguien que tenga corazón.

— No — dijo Grigsby.

— Yo digo que sí. Alguien que tenga un alma para las cosas hermosas.

Podría devolvemos una especie de civilización limitada, donde sería posible la paz.

— Lo primero que habrá será una guerra.

— Pero quizá la próxima vez sea distinto.

Habían llegado al fin a la plaza principal. Lejos, un hombre a caballo venía hacia el pueblo. Llevaba en la mano
una hoja de papel. En el centro de la plaza estaba el área cercada por las cuerdas. Tom, Grigsby y los demás
juntaban saliva y avanzaban, avanzaban preparados y listos, con los ojos muy abiertos. Tom sintió el corazón
que le latía con fuerza, excitado, y la tierra caliente bajo los pies desnudos.

— Ahora, Tom, al vuelo.

Cuatro policías estaban de pie en las esquinas de la zona cercada, cuatro hombres con aros de cuerda amarilla
en las muñecas, y que tenían autoridad sobre los otros. Estaban allí para evitar que arrojasen piedras.

— Así — dijo Grigsby a último momento — todo el mundo siente que tiene su oportunidad, ¿ves, Tom?
Vamos, ahora.

Tom se detuvo frente al cuadro y lo miró largo rato.

— ¡Tom, escupe!

El chico tenía la boca seca.

77
— ¡Vamos, Tom! ¡Adelante!

— Pero — dijo Tom, lentamente — es tan hermosa.

— Vamos, ¡ yo escupiré por ti !

Grigsby escupió y el proyectil voló a la luz del sol. La mujer del retrato sonreía a Tom serenamente,
secretamente, y Tom la miraba con el corazón palpitante, y una especie de música en los oídos.

— Es hermosa — dijo.

— Vamos, adelante, antes que la policía...

— ¡Atención!

Los hombres y las mujeres que le gritaban a Tom, porque no avanzaba, se volvieron hacia el jinete.

— ¿Cómo la llaman, señor? — preguntó Tom, en voz baja.

— ¿Al cuadro? Mona Lisa, Tom, creo. Sí, Mona Lisa.

— Atención, una proclama — dijo el jinete — . Las autoridades decretan que a partir del mediodía de hoy el
retrato que está en la plaza será entregado a manos del pueblo, para que todos participen en la destrucción de...

Tom apenas tuvo tiempo de gritar antes que la multitud lo arrastrase, voceando y golpeando, hacia el retrato. Se
oyó el rasguido de una tela. La policía escapó. La multitud aullaba ahora. Las manos de los hombres eran como
pájaros hambrientos que picoteaban el retrato. Tom se sintió lanzado contra la tela rota. Tendió la mano,
imitando ciegamente a los otros, tomó una punta de la tela pintada, tironeó, sintió que la tela cedía, y cayó, y
rodó entre puntapiés. Ensangrentado, la ropa hecha jirones, vio a las viejas que masticaban trozos de tela, los
hombres que destrozaban el marco, pateaban el cuadro y lo reducían a confeti.

Sólo Tom permanecía aparte, silencioso en el movimiento de la plaza. Se miró la mano, y apretó el trozo de tela
contra el pecho.

— Eh, Tom, ¡aquí! — gritó Grigsby.

Tom, sollozando, echó a correr. Corrió trepando y bajando por los cráteres de las bombas, y llegó a un campo,
vadeó un arroyo, sin mirar atrás, con el puño apretado bajo la chaqueta.

Al atardecer cruzó la aldea. A las nueve llegó ala casa ruinosa de la granja.

Del otro lado, en el silo, en la parte que aún se mantenía en pie, cubierta de lonas, oyó los ruidos del sueño, la
familia, la madre, el padre y el hermano.

Se escurrió por la puertita rápidamente, silenciosamente, y se tendió, jadeando.

— ¿Tom? — preguntó la madre en la oscuridad.

— Sí.

— ¿Dónde estuviste? — rezongó el padre — . Ya arreglaremos cuentas mañana.

Alguien le lanzó un puntapié a Tom. El hermano, que se había quedado trabajando la pequeña parcela de tierra.

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— Duérmete — gritó la madre, débilmente.

Otro puntapié.

Tom, acostado, recobró el aliento. Tenía la mano contra el pecho, apretada, apretada. Se quedó así, en el
silencio, inmóvil, media hora, con los ojos cerrados.

De pronto notó algo, y era una luz fría y blanca. La luna subía y el rectángulo de luz se movía en el silo y
trepaba lentamente por el cuerpo de Tom.

Entonces, sólo entonces, aflojó la mano. Lenta, cautelosamente, escuchando a los que dormían alrededor, Tom
alzó la mano. Vaciló, contuvo el aliento, y entonces, poco a poco, abrió la mano y desarrugó el trozo diminuto
de tela pintada.

Todo el mundo dormía a la luz de la luna.

Y allí, en la mano, estaba la Sonrisa.

La miró a la blanca lumbre del cielo de medianoche. y pensó, una y otra vez, silenciosamente, la Sonrisa, la
hermosa Sonrisa.

La veía aún una hora más tarde, aún después de plegarla y esconderla cuidadosamente. Cerró los ojos y la
Sonrisa estaba allí en la oscuridad. Y seguía estando allí, cálida y dulce, cuando se durmió y el mundo calló y la
luna navegó subiendo, y descendió por el cielo frío a la luz de la mañana.

Utopía de un hombre que está cansado, Jorge Luis Borges

Llamóla Utopía, voz griega cuyo

significado es no hay tal lugar.

Quevedo

No hay dos cerros iguales, pero en cualquier lugar de la tierra la llanura es una y la misma. Yo iba por un
camino de la llanura. Me pregunté sin mucha curiosidad si estaba en Oklahoma o en Texas o en la región que
los literatos llaman la pampa. Ni a derecha ni a izquierda vi un alambrado. Como otras veces repetí despacio
estas líneas, de Emilio Oribe:

En medio de la pánica llanura interminable

Y cerca del Brasil,

que van creciendo y agrandándose.

El camino era desparejo. Empezó a caer la lluvia. A unos doscientos o trescientos metros vi la luz de una casa.
Era baja y rectangular y cercada de árboles. Me abrió la puerta un hombre tan alto que casi me dio miedo.
Estaba vestido de gris. Sentí que esperaba a alguien. No había cerradura en la puerta.

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Entramos en una larga habitación con las paredes de madera. Pendía del cielorraso una lámpara de luz
amarillenta. La mesa, por alguna razón, me extrañó. En la mesa había una clepsidra, la primera que he visto,
fuera de algún grabado en acero. El hombre me indicó una de las sillas.

Ensayé diversos idiomas y no nos entendimos. Cuando él habló lo hizo en latín. Junté mis ya lejanas memorias
de bachiller y me preparé para el diálogo.

- Por la ropa - me dijo -, veo que llegas de otro siglo. La diversidad de las lenguas favorecía la diversidad de los
pueblos y aún de las guerras; la tierra ha regresado al latín. Hay quienes temen que vuelva a degenerar en
francés, en lemosín o en papiamento, pero el riesgo no es inmediato. Por lo demás, ni lo que ha sido ni lo que
será me interesan.

No dije nada y agregó:

- Si no te desagrada ver comer a otro ¿quieres acompañarme?

Comprendí que advertía mi zozobra y dije que sí.

Atravesamos un corredor con puertas laterales, que daba a una pequeña cocina en la que todo era de metal.
Volvimos con la cena en una bandeja: boles con copos de maíz, un racimo de uvas, una fruta desconocida cuyo
sabor me recordó el del higo, y una gran jarra de agua. Creo que no había pan. Los rasgos de mi huésped eran
agudos y tenía algo singular en los ojos. No olvidaré ese rostro severo y pálido que no volveré a ver. No
gesticulaba al hablar.

Me trababa la obligación del latín, pero finalmente le dije:

- ¿No te asombra mi súbita aparición?

- No - me replicó -, tales visitas nos ocurren de siglo en siglo. No duran mucho; a más tardar estarás mañana en
tu casa.

La certidumbre de su voz me bastó. Juzgué prudente presentarme:

- Soy Eudoro Acevedo. Nací en 1897, en la ciudad de Buenos Aires. He cumplido ya setenta años. Soy profesor
de letras inglesas y americanas y escritor de cuentos fantásticos.

- Recuerdo haber leído sin desagrado - me contestó - dos cuentos fantásticos. Los Viajes del Capitán Lemuel
Gulliver, que muchos consideran verídicos, y la Suma Teológica. Pero no hablemos de hechos. Ya a nadie le
importan los hechos. Son meros puntos de partida para la invención y el razonamiento. En las escuelas nos
enseñan la duda y el arte del olvido. Ante todo el olvido de lo personal y local.

Vivimos en el tiempo, que es sucesivo, pero tratamos de vivir sub specie aeternitatis. Del pasado nos quedan
algunos nombres, que el lenguaje tiende a olvidar. Eludimos las inútiles precisiones. No hay cronología ni
historia. No hay tampoco estadísticas. Me has dicho que te llamas Eudoro; yo no puedo decirte cómo me llamo,
porque me dicen alguien.

- ¿Y cómo se llamaba tu padre?

- No se llamaba.

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En una de las paredes vi un anaquel. Abrí un volumen al azar; las letras eran claras e indescifrables y trazadas a
mano. Sus líneas angulares me recordaron el alfabeto rúnico, que, sin embargo, sólo se empleó para la escritura
epigráfica. Pensé que los hombres del porvenir no sólo eran más altos sino más diestros.

Instintivamente miré los largos y finos dedos del hombre.

Éste me dijo:

- Ahora vas a ver algo que nunca has visto.

Me tendió con cuidado un ejemplar de la Utopía de More, impreso en Basilea en el año 1518 y en el que
faltaban hojas y láminas.

No sin fatuidad repliqué:

- Es un libro impreso. En casa habrá más de dos mil, aunque no tan antiguos ni tan preciosos.

Leí en voz alta el título.

El otro se rió.

- Nadie puede leer dos mil libros. En los cuatro siglos que vivo no habré pasado de una media docena. Además
no importa leer sino releer. La imprenta, ahora abolida, ha sido uno de los peores males del hombre, ya que
tendió a multiplicar hasta el vértigo textos innecesarios.

- En mi curioso ayer - contesté -, prevalecía la superstición de que entre cada tarde y cada mañana ocurren
hechos que es una vergüenza ignorar. El planeta estaba poblado de espectros colectivos, el Canadá, el Brasil, el
Congo Suizo y el Mercado Común. Casi nadie sabía la historia previa de esos entes platónicos, pero sí los más
ínfimos pormenores del último congreso de pedagogos, la inminente ruptura de relaciones y los mensajes que
los presidentes mandaban, elaborados por el secretario del secretario con la prudente imprecisión que era propia
del género.

Todo esto se leía para el olvido, porque a las pocas horas lo borrarían otras trivialidades. De todas las funciones,
la del político era sin duda la más pública. Un embajador o un ministro era una suerte de lisiado que era preciso
trasladar en largos y ruidosos vehículos, cercado de ciclistas y granaderos y aguardado por ansiosos fotógrafos.
Parece que les hubieran cortado los pies, solía decir mi madre.

Las imágenes y la letra impresa eran más reales que las cosas. Sólo lo publicado era verdadero. Esse est percipi
(ser es ser retratado) era el principio, el medio y el fin de nuestro singular concepto del mundo. En el ayer que
me tocó, la gente era ingenua; creía que una mercadería era buena porque así lo afirmaba y lo repetía su propio
fabricante. También eran frecuentes los robos, aunque nadie ignoraba que la posesión de dinero no da mayor
felicidad ni mayor quietud.

- ¿Dinero? - repitió -. Ya no hay quien adolezca de pobreza, que habrá sido insufrible, ni de riqueza, que habrá
sido la forma más incómoda de la vulgaridad.

Cada cual ejerce un oficio.

- Como los rabinos - le dije.

Pareció no entender y prosiguió.

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- Tampoco hay ciudades. A juzgar por las ruinas de Bahía Blanca, que tuve la curiosidad de explorar, no se ha
perdido mucho. Ya que no hay posesiones, no hay herencias. Cuando el hombre madura a los cien años, está
listo a enfrentarse consigo mismo y con su soledad. Ya ha engendrado un hijo.

- ¿Un hijo? - pregunté.

- Sí. Uno solo. No conviene fomentar el género humano. Hay quienes piensan que es un órgano de la divinidad
para tener conciencia del universo, pero nadie sabe con certidumbre si hay tal divinidad. Creo que ahora se
discuten las ventajas y desventajas de un suicidio gradual o simultáneo de todos los hombres del mundo.

Pero volvamos a lo nuestro.

Asentí.

- Cumplidos los cien años, el individuo puede prescindir del amor y de la amistad. Los males y la muerte
involuntaria no lo amenazan. Ejerce alguna de las artes, la filosofía, las matemáticas o juega a un ajedrez
solitario. Cuando quiere se mata. Dueño el hombre de su vida, lo es también de su muerte.

- ¿Se trata de una cita? - le pregunté.

- Seguramente. Ya no nos quedan más que citas. La lengua es un sistema de citas.

- ¿Y la grande aventura de mi tiempo, los viajes espaciales? - le dije.

- Hace ya siglos que hemos renunciado a esas traslaciones, que fueron ciertamente admirables. Nunca pudimos
evadirnos de un aquí y de un ahora.

Con una sonrisa agregó:

- Además, todo viaje es espacial. Ir de un planeta a otro es como ir a la granja de enfrente. Cuando usted entró
en este cuarto estaba ejecutando un viaje espacial.

- Así es - repliqué. También se hablaba de sustancias químicas y de animales zoológicos.

El hombre ahora me daba la espalda y miraba por los cristales. Afuera, la llanura estaba blanca de silenciosa
nieve y de luna.

Me atreví a preguntar:

- ¿Todavía hay museos y bibliotecas?

- No. Queremos olvidar el ayer, salvo para la composición de elegías. No hay conmemoraciones ni centenarios
ni efigies de hombres muertos. Cada cual debe producir por su cuenta las ciencias y las artes que necesita.

- En tal caso, cada cual debe ser su propio Bernard Shaw, su propio Jesucristo y su propio Arquímedes.

Asintió sin una palabra. Inquirí:

- ¿Qué sucedió con los gobiernos?

- Según la tradición fueron cayendo gradualmente en desuso. Llamaban a elecciones, declaraban guerras,
imponían tarifas, confiscaban fortunas, ordenaban arrestos y pretendían imponer la censura y nadie en el
planeta los acataba. La prensa dejó de publicar sus colaboraciones y sus efigies. Los políticos tuvieron que

82
buscar oficios honestos; algunos fueron buenos cómicos o buenos curanderos. La realidad sin duda habrá sido
más compleja que este resumen.

Cambió de tono y dijo:

- He construido esta casa, que es igual a todas las otras. He labrado estos muebles y estos enseres. He trabajado
el campo, que otros cuya cara no he visto, trabajarán mejor que yo. Puedo mostrarte algunas cosas.

Lo seguí a una pieza contigua. Encendió una lámpara, que también pendía del cielorraso. En un rincón vi un
arpa de pocas cuerdas. En las paredes había telas rectangulares en las que predominaban los tonos del color
amarillo. No parecían proceder de la misma mano.

- Ésta es mi obra - declaró.

Examiné las telas y me detuve ante la más pequeña, que figuraba o sugería una puesta de sol y que encerraba
algo infinito.

- Si te gusta puedes llevártela, como recuerdo de un amigo futuro - dijo con palabra tranquila.

Le agradecí, pero otras telas me inquietaron. No diré que estaban en blanco, pero sí casi en blanco.

- Están pintadas con colores que tus antiguos ojos no pueden ver.

Las delicadas manos tañeron las cuerdas del arpa y apenas percibí uno que otro sonido.

Fue entonces cuando se oyeron los golpes.

Una alta mujer y tres o cuatro hombres entraron en la casa. Diríase que eran hermanos o que los había igualado
el tiempo. Mi huésped habló primero con la mujer.

- Sabía que esta noche no faltarías. ¿Lo has visto a Nils?

- De tarde en tarde. Sigue siempre entregado a la pintura.

- Esperemos que con mejor fortuna que su padre.

Manuscritos, cuadros, muebles, enseres; no dejamos nada en la casa.

La mujer trabajó a la par de los hombres. Me avergoncé de mi flaqueza que casi no me permitía ayudarlos.
Nadie cerró la puerta y salimos, cargados con las cosas.

Noté que el techo era a dos aguas.

A los quince minutos de caminar, doblamos por la izquierda. En el fondo divisé una suerte de torre, coronada
por una cúpula.

- Es el crematorio - dijo alguien -. Adentro está la cámara letal. Dicen que la inventó un filántropo cuyo
nombre, creo, era Adolfo Hitler.

El cuidador, cuya estatura no me asombró, nos abrió la verja.

Mi huésped susurró unas palabras. Antes de entrar en el recinto se despidió con un ademán.

- La nieve seguirá - anunció la mujer.

83
En mi escritorio de la calle México guardo la tela que alguien pintará, dentro de miles de años, con materiales
hoy dispersos en el planeta.

El Peatón - Ray Bradbury

Entrar en aquel silencio que era la ciudad a las ocho de una brumosa noche de noviembre, pisar la acera de
cemento y las grietas alquitranadas, y caminar, con las manos en los bolsillos, a través de los silencios, nada le
gustaba más al señor Leonard Mead. Se detenía en una bocacalle, y miraba a lo largo de las avenidas
iluminadas por la Luna, en las cuatro direcciones, decidiendo qué camino tomar. Pero realmente no importaba,
pues estaba solo en aquel mundo del año 2052, o era como si estuviese solo. Y una vez que se decidía,
caminaba otra vez, lanzando ante él formas de aire frío, como humo de cigarro.

A veces caminaba durante horas y kilómetros y volvía a su casa a medianoche. Y pasaba ante casas de ventanas
oscuras y parecía como si pasease por un cementerio; sólo unos débiles resplandores de luz de luciérnaga
brillaban a veces tras las ventanas. Unos repentinos fantasmas grises parecían manifestarse en las paredes
interiores de un cuarto, donde aún no habían cerrado las cortinas a la noche. O se oían unos murmullos y
susurros en un edificio sepulcral donde aún no habían cerrado una ventana.

El señor Leonard Mead se detenía, estiraba la cabeza, escuchaba, miraba, y seguía caminando, sin que sus
pisadas resonaran en la acera. Durante un tiempo había pensado ponerse unos botines para pasear de noche,
pues entonces los perros, en intermitentes jaurías, acompañarían su paseo con ladridos al oír el ruido de los
tacos, y se encenderían luces y aparecerían caras, y toda una calle se sobresaltaría ante el paso de la solitaria
figura, él mismo, en las primeras horas de una noche de noviembre.

En esta noche particular, el señor Mead inició su paseo caminando hacia el oeste, hacia el mar oculto. Había
una agradable escarcha cristalina en el aire, que le lastimaba la nariz, y sus pulmones eran como un árbol de
Navidad.

Podía sentir la luz fría que entraba y salía, y todas las ramas cubiertas de nieve invisible. El señor Mead
escuchaba satisfecho el débil susurro de sus zapatos blandos en las hojas otoñales, y silbaba quedamente una
fría canción entre dientes, recogiendo ocasionalmente una hoja al pasar, examinando el esqueleto de su
estructura en los raros faroles, oliendo su herrumbrado olor.

-Hola, los de adentro -les murmuraba a todas las casas, de todas las aceras-.

¿Qué hay esta noche en el canal cuatro, el canal siete, el canal nueve? ¿Por dónde corren los cowboys? ¿No
viene ya la caballería de los Estados Unidos por aquella loma?

La calle era silenciosa y larga y desierta, y sólo su sombra se movía, como la sombra de un halcón en el campo.
Si cerraba los ojos y se quedaba muy quieto, inmóvil, podía imaginarse en el centro de una llanura, un desierto
de Arizona, invernal y sin vientos, sin ninguna casa en mil kilómetros a la redonda, sin otra compañía que los
cauces secos de los ríos, las calles.

-¿Qué pasa ahora? -les preguntó a las casas, mirando su reloj de pulsera-.

Las ocho y media. ¿Hora de una docena de variados crímenes? ¿Un programa de adivinanzas? ¿Una revista
política? ¿Un comediante que se cae del escenario?

84
¿Era un murmullo de risas el que venía desde aquella casa a la luz de la luna? El señor Mead titubeó, y siguió
su camino. No se oía nada más.

Trastabilló en un saliente de la acera. El cemento desaparecía ya bajo las hierbas y las flores. Luego de diez
años de caminatas, de noche y de día, en miles de kilómetros, nunca había encontrado a otra persona que se
paseara como él.

Llegó a una parte cubierta de tréboles donde dos carreteras cruzaban la ciudad. Durante el día se sucedían allí
tronadoras oleadas de autos, con un gran susurro de insectos. Los coches escarabajos corrían hacia lejanas
metas tratando de pasarse unos a otros, exhalando un incienso débil. Pero ahora estas carreteras eran como
arroyos en una seca estación, sólo piedras y luz de luna.

Leonard Mead dobló por una calle lateral hacia su casa. Estaba a una manzana de su destino cuando un coche
solitario apareció de pronto en una esquina y lanzó sobre él un brillante cono de luz blanca. Leonard Mead se
quedó paralizado, casi como una polilla nocturna, atontado por la luz.

Una voz metálica llamó:

-Quieto. ¡Quédese ahí! ¡No se mueva!

Mead se detuvo.

-¡Arriba las manos!

-Pero... -dijo Mead.

-¡Arriba las manos, o dispararemos!

La policía, por supuesto, pero qué cosa rara e increíble; en una ciudad de tres millones de habitantes sólo había
un coche de policía. ¿No era así? Un año antes, en 2052, el año de la elección, las fuerzas policiales habían sido
reducidas de tres coches a uno. El crimen disminuía cada vez más; no había necesidad de policía, salvo este
coche solitario que iba y venía por las calles desiertas.

-¿Su nombre? -dijo el coche de policía con un susurro metálico.

Mead, con la luz del reflector en sus ojos, no podía ver a los hombres.

-Leonard Mead -dijo.

-¡Más alto!

-¡Leonard Mead!

-¿Ocupación o profesión?

-Imagino que ustedes me llamarían un escritor.

-Sin profesión -dijo el coche de policía como si se hablara a sí mismo.

La luz inmovilizaba al señor Mead, como una pieza de museo atravesada por una aguja.

-Sí, puede ser así -dijo.

85
No escribía desde hacía años. Ya no vendían libros ni revistas. Todo ocurría ahora en casa como tumbas, pensó,
continuando sus fantasías. Las tumbas, mal iluminadas por la luz de la televisión, donde la gente estaba como
muerta, con una luz multicolor que les rozaba la cara, pero que nunca los tocaba realmente.

-Sin profesión -dijo la voz de fonógrafo, siseando-. ¿Qué estaba haciendo afuera?

-Caminando -dijo Leonard Mead.

-¡Caminando!

-Sólo caminando -dijo Mead simplemente, pero sintiendo un frío en la cara.

-¿Caminando, sólo caminando, caminando?

-Sí, señor.

-¿Caminando hacia dónde? ¿Para qué?

-Caminando para tomar aire. Caminando para ver.

-¡Su dirección!

-Calle Saint James, once, sur.

-¿Hay aire en su casa, tiene usted acondicionador de aire, señor Mead?

-Sí.

-¿Y tiene usted televisor?

-No.

-¿No?

Se oyó un suave crujido que era en sí mismo una acusación.

-¿Es usted casado, señor Mead?

-No.

-No es casado -dijo la voz de la policía detrás del rayo brillante.

La luna estaba alta y brillaba entre las estrellas, y las casas eran grises y silenciosas.

-Nadie me quiere -dijo Leonard Mead con una sonrisa.

-¡No hable si no le preguntan!

Leonard Mead esperó en la noche fría.

-¿Sólo caminando, señor Mead?

-Sí.

-Pero no ha dicho para qué.

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-Lo he dicho; para tomar aire, y ver, y caminar simplemente.

-¿Ha hecho esto a menudo?

-Todas las noches durante años.

El coche de policía estaba en el centro de la calle, con su garganta de radio que zumbaba débilmente.

-Bueno, señor Mead -dijo el coche.

-¿Eso es todo? -preguntó Mead cortésmente.

-Sí -dijo la voz-. Acérquese. -Se oyó un suspiro, un chasquido. La portezuela trasera del coche se abrió de par
en par-. Entre.

-Un minuto. ¡No he hecho nada!

-Entre.

-¡Protesto!

-Señor Mead...

Mead entró como un hombre que de pronto se sintiera borracho. Cuando pasó junto a la ventanilla delantera del
coche, miró adentro. Tal como esperaba, no había nadie en el asiento delantero, nadie en el coche.

-Entre.

Mead se apoyó en la portezuela y miró el asiento trasero, que era un pequeño calabozo, una cárcel en miniatura
con barrotes. Olía a antiséptico; olía a demasiado limpio y duro y metálico. No había allí nada blando.

-Si tuviera una esposa que le sirviera de coartada... -dijo la voz de hierro-.

Pero...

-¿Hacia dónde me llevan?

El coche titubeó, dejó oir un débil y chirriante zumbido, como si en alguna parte algo estuviese informando,
dejando caer tarjetas perforadas bajo ojos eléctricos.

-Al Centro Psiquiátrico de Investigación de Tendencias Regresivas.

Mead entró. La puerta se cerró con un golpe blando. El coche policía rodó por las avenidas nocturnas, lanzando
adelante sus débiles luces.

Pasaron ante una casa en una calle un momento después. Una casa más en una ciudad de casas oscuras. Pero en
todas las ventanas de esta casa había una resplandeciente claridad amarilla, rectangular y cálida en la fría
oscuridad.

-Mi casa -dijo Leonard Mead.

Nadie le respondió.

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El coche corrió por los cauces secos de las calles, alejándose, dejando atrás las calles desiertas con las aceras
desiertas, sin escucharse ningún otro sonido, ni hubo ningún otro movimiento en todo el resto de la helada
noche de noviembre.

Exilio de Héctor Germán Oesterheld

Nunca se vio en Gelo algo tan cómico.

Salió de entre el roto metal con paso vacilante, movió la boca, desde el principio nos hizo reir con esas piernas
tan largas, esos dos ojos de pupilas tan increíblemente redondas.

Le dimos grubas, y linas, y kialas.

Pero no quiso recibirlas, fijate, ni siquiera aceptó las kialas, fue tan cómico verlo rechazar todo que las risas de
la multitud se oyeron hasta el valle vecino.

Pronto se corrió la voz de que estaba entre nosotros, de todas partes vinieron a verlo, él aparecía cada vez más
ridículo, siempre rechazando las kialas, la risa de cuantos lo miraban era tan vasta como una tempestad en el
mar.

Pasaron los días, de las antípodas trajeron margas, lo mismo, no quiso ni verlas, fue para retorcerse de risa.

Pero lo mejor de todo fue el final: se acostó en la colina, de cara a las estrellas, se quedó quieto, la respiración
se le fue debilitando, cuando dejó de respirar tenía los ojos llenos de agua. Si, no querrás creerlo pero los ojos
se le llenaron de agua, de a-gu-a como lo oyes.

Nunca, nunca se vio en Gelo nada tan cómico.

Actividades:

Marionetas S.A., de Ray Bradbury


1. ¿Qué elementos propios de la ciencia ficción aparecen en este cuento? ¿Se puede considerar un
relato utópico o contrautópico? Justificar.
2. La ciencia ficción en muchas ocasiones permite reflexionar sobre temas sociales o morales. ¿Qué
temas pensás que aparecen en este cuento como crítica social y qué reflexión podés hacer?

3. “Exilio”: Comentar de qué trata brevemente el relato. ¿Cómo imaginás que llegó el humano allí?
¿Cuáles son los indicios sobre esta situación y qué indicios te permiten reconocer lo que sucede en el
relato?
4. “Utopía de un hombre que está cansado”: ¿Cómo describirías a la sociedad del futuro y a los humanos
que habitan en ella? Da ejemplos o citas de cada punto que menciones. ¿Qué elementos considerás
utópicos o aparentemente utópicos en la sociedad del relato? ¿Qué elementos del pasado son
criticados por el habitante de la casa? ¿Por qué en el futuro llaman filántropo a Adolf Hitler?
5. “El peatón”: ¿Quién es Leonard Mead? ¿Por qué es interceptado por la policía? ¿Cuáles son las
costumbres consideradas “normales”? ¿De qué acusan a Leonard? ¿Qué elementos de la sociedad
podrían ser considerados utópicos? ¿Cuál es el costo de tener una sociedad en apariencia utópica?
6. ¿Qué características de la ciencia ficción presentan cada uno de estos últimos tres cuentos?

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Proyecto de lectura personal (novela):
Ray Bradbury, Fahrenheit 451:
https://drive.google.com/file/d/1vkQzvrZBtowpEPgAudV-ti_WT3rDT7kc/view?usp=sharing
A. Bioy Casares, La invención de Morel:
https://drive.google.com/file/d/1x-4k3oN2HefqvyF5WXMZRdoHEsNh-kDA/view?usp=sharing

ACTIVIDAD DE INTEGRACIÓN:

Lectura: El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, de R. L. Stevenson

Textos académicos:
La Reseña Crítica
Se trata de un texto de carácter expositivo-argumentativo que implica una evaluación o valoración del material
considerado. Persigue dos funciones:

Exige del autor una postura de lector (obra literaria) o espectador (material audiovisual, puesta en escena de
una obra de teatro) con una actitud activa y crítica, capaz de cuestionar aquello que lee, escucha o ve.
Se presenta como una argumentación en la que el autor nos habla de su valoración del material reseñado, pero
no de modo subjetivo, sino que esas valoraciones deben estar sustentadas.
La trama textual argumentativa de toda reseña crítica implica una postura y, por lo tanto, cierto grado de
subjetividad. Pero esa postura debe estar sostenida por razones válidas, es decir, razones que se desprendan
del texto reseñado, del contexto de la obra, de las características del escritor, etcétera.

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Ejemplo de reseña

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Consignas:
1. Buscá información sobre el autor y el contexto en el cual fue escrita la obra. Seleccioná la
información que creas pertinente para la introducción de tu reseña.
2. Podés combinar o ayudarte con las siguientes afirmaciones para construir tu propia hipótesis.
Contás además con un archivo de definiciones de los diferentes géneros.

Dr. Jekyll y Mr. Hyde es la más cautivante narración policial de los últimos tiempos... (Lupas y detectives)

Con su última publicación, Stevenson nos da una clase magistral sobre literatura fantástica... (Modern
Fantasy)

Un tratado filosófico no sería una alegoría tan clara del alma humana como El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr.
Hyde... (El londinense)

Junto con Frankenstein, el relato de Stevenson abre las puertas a la literatura de ciencia ficción... (La voz de
Marte)

La novela gótica se enriquece con la historia de Jekyll y Hyde... (El fantasma en su telaraña)

Archivo (se puede ampliar la consulta con: libros de Lengua, diccionarios, enciclopedias, etc.)

La alegoría es, en su acepción amplia, una comparación: implica dos sentidos, uno literal y uno metafórico.
En general, el sentido propio se ha borrado casi por completo, como en los refranes populares. Por ejemplo,
al oír el dicho "Más vale pájaro en mano que cien volando", nadie piensa en bandadas de aves ni en trampas
para cazarlas, pero el sentido metafórico se capta de inmediato: es mejor tener una cosa segura que muchas
posibilidades remotas... Es decir que la alegoría implica la existencia de, por lo menos, dos sentidos para las
mismas palabras. A veces, el primer sentido puede desaparecer; otras, ambos pueden estar juntos. Este
doble sentido debe estar indicado en la obra de manera explícita: no depende de la interpretación del lector.
El sentido alegórico es propio de escritos con una finalidad moralizante, es decir, que intentan dejar una
enseñanza, como las parábolas y las fábulas.

La ciencia ficción funda su novedad en presentar un mundo que cambia a raíz del desarrollo de la ciencia.
Los avances científicos se presentan como el medio de realizar sueños legendarios del hombre: como la
conquista del espacio o la animación de la materia. Se genera otro mundo posible, en el cual los personajes
obran según leyes distintas de las que conocemos. Si nos atenemos a esas leyes, los sucesos narrados
serán aceptados como "normales" y no como "fantásticos". Estas historias suelen transcurrir en épocas
futuras o en otros planetas; con personajes como robots, androides, seres extraterrestres, etc. En términos
generales, los relatos de ciencia ficción entrañan una advertencia sobre los peligros que encierra para el
hombre el excesivo desarrollo de la ciencia y de la tecnología. El género surge en el siglo XIX y alcanza su
plenitud en el siglo XX.

Un relato fantástico presenta la narración según todas las convenciones de la narración realista, para luego
romperlas al introducir hechos o personajes manifiestamente irreales. Esto nos provoca duda, vacilación:
dudamos en explicar los hechos por causas naturales o sobrenaturales. Muchas veces, la vacilación del lector
está representada en el texto por el narrador o por alguno de los personajes, por lo cual se prefiere un
narrador en primera persona o varios puntos de vista. Lo sobrenatural irrumpe, en general, durante la noche o
el atardecer. Los elementos que simbolizan un pasaje, como puertas, ventanas, espejos, suelen estar
presentes. Algunos de los motivos fantásticos más recurrentes son: fantasmas, sombras, vampiros,
hombres-lobo, dobles, identidades divididas, claustros, monstruos, bestias, caníbales.

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Se conoce como novela gótica a aquella que surge en Inglaterra a fines del siglo XVIII y se prolonga durante
el siglo siguiente. Presenta escenas de misterio, horror y prodigio, en una atmósfera oscura, tormentosa,
embrujada, llena de locura y de espíritu de venganza. A nivel psicológico depende de la sensación de deseos
prohibidos y reprimidos, por esto ha sido llamada psicosexual. Como estos deseos están expresados por
agentes sobrenaturales -fantasmas, demonios, vampiros-, los textos escapan de la censura de la época. En
cuanto a su estructura, encontramos múltiples narradores, puntos de vista fragmentarios, el héroe se
convierte en antihéroe; el yo, en su sombra o en un monstruo de resonancia simbólica.

En un relato policial clásico se trata básicamente de descifrar un enigma, hecho que recién se realiza en el
final del relato. A través de este enigma, que suele ser un crimen -robo o asesinato- se enfrentan un
personaje que cumple el papel de investigador y logra esclarecerlo, y un criminal que finalmente es
descubierto. El lector posee todos los indicios como para llegar al fondo de la cuestión, pero el investigador es
siempre más inteligente que él y descifra estas "pistas" con mayor agudeza. Los hechos pueden parecer a
veces inexplicables o sobrenaturales, pero el final presenta una explicación perfectamente lógica, en general,
sorpresiva.

3. Podés incluir alguna de estas citas de autoridad como recurso argumentativo:

Mi propósito artístico [en Dr. Jekyll y Mr. Hyde] era hacer desarrollarse una acción fantástica en medio de
hombres ordinarios y de buen sentido.
Robert Louis Stevenson (Cit. por V. Nabokov).

En el drama del fatal influjo de Mr. Hyde, las mujeres permanecen todas juntas en un ala. Es muy obvio que
ellas debieron cumplir un papel importante en su desarrollo. El horroroso tono de la historia se acentúa, sin
ninguna duda, por su ausencia: es como la luz de la última hora de la tarde en un brumoso domingo de
invierno, cuando aún los objetos inanimados tienen cierta apariencia perversa.
Henry James

Aunque la fábula pueda parecer loca, la moraleja es muy cuerda [...] El quid de la fábula no está en que un
hombre pueda desprenderse de su conciencia, sino en que no puede. La operación quirúrgica es fatal en la
historia. Es una amputación a consecuencia de la cual las dos partes mueren. Jekyll, galal morir, afirma la
conclusión del caso: que el peso de la lucha moral del hombre está unido a él y no se puede rehuir de este
modo.
Gilbert K. Chesterton

La originalidad de la concepción de Stevenson del "yo" se ve claramente si enfatizamos el lugar de Dr. Jekyll y
Mr. Hyde en la tradición de la literatura gótica...
Frank McLynn

En el libro, la identidad de Jekyll y de Hyde es una sorpresa: el autor la reserva para el final del noveno
capítulo. El relato alegórico finge ser un cuento policial; no hay lector que adivine que Hyde y Jekyll son la
misma persona; el propio título nos hace postular que son dos.
Jorge Luis Borges

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El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde significa la aparición de una de las más importantes figuras del
universo de la ciencia ficción, principalmente en el campo cinematográfico.
Enciclopedia Salvat del Cine

Destruí el primer manuscrito [de Dr. Jekyll y Mr. Hyde] por tal que, como me señaló mi esposa, había perdido
el punto de vista de la alegoría, el auténtico corazón de la historia, la verdadera justificación.
Robert Louis Stevenson (Cit. por H. Davies).

UNIDAD 4: REALISMO MÁGICO

La categoría de realismo mágico fue creada en 1925 por el crítico y fotógrafo alemán Franz Roh para
referirse a imágenes de una realidad distorsionada.

Luego en 1947, Arturo Uslar Pietri utilizó este término para describir la obra de ciertos autores
latinoamericanos. Desde entonces se considera realismo mágico a aquellas narraciones en las que los
elementos sobrenaturales, míticos, legendarios o desmesurados son percibidos por los personajes como
normales.
El realismo mágico es una corriente literaria de los años 60 que se caracteriza por la combinación de
elementos fantásticos y fabulosos con el mundo real (tal como veremos en el análisis de "Muerte constante
más allá del amor" de Gabriel García Márquez).
Así, esta propuesta poética implica la búsqueda de un equilibrio entre una atmósfera mágica y una
cotidiana. En los textos literarios, lo real se presenta, como maravilloso-planteando escenas y hechos
fabulosos como si fueran sucesos comunes y cotidianos- y lo maravilloso como real -atribuyendo un carácter
fantástico e irreal a hechos de la vida cotidiana-.

Características
- Exactitud en la descripción, tal como lo haría un escritor realista, pero aplicada a asuntos mágicos o
sobrenaturales. En ocasiones, aplicada a atmósferas oníricas o imprecisas.
- Yuxtaposición de elementos, temas, hechos y situaciones para mostrar la relatividad de la realidad.
Ejemplos: elementos mágicos intuitivos, supersticiones, presencia de lo sensorial como parte de la
percepción de la realidad.
- Uso de lo grotesco, por lo que la realidad sufre una deformación y se parece a una caricatura.
- Utilización de la sorpresa como resultado de la combinación de elementos reales e irreales, concretos
y abstractos, trágicos y absurdos.
- Fusión de pares opuestos: magia y religión, fantasía y realidad, civilización y salvajismo, ricos y
pobres.
99
- Empleo del mito, la historia y la tradición cultural del continente para lograr un estilo autóctono y
particular.
- Aceptación de lo insólito como algo cotidiano y normal.
- Preocupación del autor por los problemas sociales, culturales y políticos de Latinoamérica: existe
solidaridad entre el escritor y su pueblo. Escenarios americanos; en mayoría ubicados en los niveles
más duros y crudos de la pobreza y marginalidad social.
- La novela realista había privilegiado el narrador omnisciente. En la nueva narrativa latinoamericana, la
historia la lleva a cabo el propio personaje. También encontramos la mirada de los personajes en una
multiplicidad de voces, con el fin de darle distintos puntos de vista a una misma idea y mayor
complejidad al texto. El juego de los diferentes puntos de vista ofrece al lector una pluralidad de
matices de los rasgos psicológicos de los personajes.
- El tiempo es percibido como cíclico, no como lineal. Se lo distorsiona para que el presente se repita o
se parezca al pasado.
- El fenómeno de la muerte no es tomado en cuenta, es decir, los personajes pueden morir y luego
volver a vivir.

Un señor muy viejo con unas alas enormes, G. G. Márquez.


1. Describir las características de la gente del pueblo. Citar dos ejemplos.
2.Caracterizar a la criatura sobrenatural, su aspecto físico, su forma de moverse y hablar, su
alimentación, sus actitudes y hábitos. Dar ejemplos del texto.
3.¿Qué cambios se producen en la familia y en el ángel durante su estadía?
4.Explicar la siguiente frase relacionándola con los hechos del cuento: “García Márquez muestra la
realidad latinoamericana, respetando su historia, sus mitos y sus códigos con una lógica particular, que
consiste en relatar con la más absoluta naturalidad sucesos completamente inverosímiles. Esta es la clave del
Realismo Mágico.”

Viaje a la semilla - Alejo Carpentier.

1. ¿Quién es el protagonista de la historia? ¿Qué momentos de su vida se nombran en el texto?


2. ¿Cuál es el recurso que utiliza el autor para realizar una ruptura estilística? Ejemplificar con 5 citas
textuales. ¿Qué personaje provoca ese fenómeno?
3. ¿Qué temas, momentos o intereses típicos de las diferentes etapas del hombre se ven en el
cuento? Dar ejemplos.
4. ¿Qué características del realismo mágico se reflejan en el relato?

Un señor muy viejo con alas enormes, Gabriel García Márquez

Al tercer día de lluvia habían matado tantos cangrejos dentro de la casa, que Pelayo tuvo que atravesar
su patio anegado para tirarlos al mar, pues el niño recién nacido había pasado la noche con calenturas y se
pensaba que era causa de la pestilencia. El mundo estaba triste desde el martes. El cielo y el mar eran una
misma cosa de ceniza, y las arenas de la playa, que en marzo fulguraban como polvo de lumbre, se habían
convertido en un caldo de lodo y mariscos podridos. La luz era tan mansa al mediodía, que cuando Pelayo
regresaba a la casa después de haber tirado los cangrejos, le costó trabajo ver qué era lo que se movía y se
quejaba en el fondo del patio. Tuvo que acercarse mucho para descubrir que era un hombre viejo, que estaba
tumbado boca abajo en el lodazal, y a pesar de sus grandes esfuerzos no podía levantarse, porque se lo
impedían sus enormes alas.
Asustado por aquella pesadilla, Pelayo corrió en busca de Elisenda, su mujer, que estaba poniéndole
compresas al niño enfermo, y la llevó hasta el fondo del patio. Ambos observaron el cuerpo caído con un
100
callado estupor. Estaba vestido como un trapero. Le quedaban apenas unas hilachas descoloridas en el cráneo
pelado y muy pocos dientes en la boca, y su lastimosa condición de bisabuelo ensopado lo había desprovisto de
toda grandeza. Sus alas de gallinazo grande, sucias y medio desplumadas, estaban encalladas para siempre en el
lodazal. Tanto lo observaron, y con tanta atención, que Pelayo y Elisenda se sobrepusieron muy pronto del
asombro y acabaron por encontrarlo familiar. Entonces se atrevieron a hablarle, y él les contestó en un dialecto
incomprensible pero con una buena voz de navegante. Fue así como pasaron por alto el inconveniente de las
alas, y concluyeron con muy buen juicio que era un náufrago solitario de alguna nave extranjera abatida por el
temporal. Sin embargo, llamaron para que lo viera a una vecina que sabía todas las cosas de la vida y la muerte,
y a ella le bastó con una mirada para sacarlos del error.
- Es un ángel –les dijo-. Seguro que venía por el niño, pero el pobre está tan viejo que lo ha tumbado la
lluvia.
Al día siguiente todo el mundo sabía que en casa de Pelayo tenían cautivo un ángel de carne y hueso.
Contra el criterio de la vecina sabia, para quien los ángeles de estos tiempos eran sobrevivientes fugitivos de
una conspiración celestial, no habían tenido corazón para matarlo a palos. Pelayo estuvo vigilándolo toda la
tarde desde la cocina, armado con un garrote de alguacil, y antes de acostarse lo sacó a rastras del lodazal y lo
encerró con las gallinas en el gallinero alumbrado. A media noche, cuando terminó la lluvia, Pelayo y Elisenda
seguían matando cangrejos. Poco después el niño despertó sin fiebre y con deseos de comer. Entonces se
sintieron magnánimos y decidieron poner al ángel en una balsa con agua dulce y provisiones para tres días, y
abandonarlo a su suerte en altamar. Pero cuando salieron al patio con las primeras luces, encontraron a todo el
vecindario frente al gallinero, retozando con el ángel sin la menor devoción y echándole cosas de comer por los
huecos de las alambradas, como si no fuera una criatura sobrenatural sino un animal de circo.
El padre Gonzaga llegó antes de las siete alarmado por la desproporción de la noticia. A esa hora ya
habían acudido curiosos menos frívolos que los del amanecer, y habían hecho toda clase de conjeturas sobre el
porvenir del cautivo. Los más simples pensaban que sería nombrado alcalde del mundo. Otros, de espíritu más
áspero, suponían que sería ascendido a general de cinco estrellas para que ganara todas las guerras. Algunos
visionarios esperaban que fuera conservado como semental para implantar en la tierra una estirpe de hombres
alados y sabios que se hicieran cargo del Universo. Pero el padre Gonzaga, antes de ser cura, había sido leñador
macizo. Asomado a las alambradas repasó un instante su catecismo, y todavía pidió que le abrieran la puerta
para examinar de cerca de aquel varón de lástima que más parecía una enorme gallina decrépita entre las
gallinas absortas. Estaba echado en un rincón, secándose al sol las alas extendidas, entre las cáscaras de fruta y
las sobras de desayunos que le habían tirado los madrugadores. Ajeno a las impertinencias del mundo, apenas si
levantó sus ojos de anticuario y murmuró algo en su dialecto cuando el padre Gonzaga entró en el gallinero y le
dio los buenos días en latín. El párroco tuvo la primera sospecha de impostura al comprobar que no entendía la
lengua de Dios ni sabía saludar a sus ministros. Luego observó que visto de cerca resultaba demasiado humano:
tenía un insoportable olor de intemperie, el revés de las alas sembrado de algas parasitarias y las plumas
mayores maltratadas por vientos terrestres, y nada de su naturaleza miserable estaba de acuerdo con la egregia
dignidad de los ángeles. Entonces abandonó el gallinero, y con un breve sermón previno a los curiosos contra
los riesgos de la ingenuidad. Les recordó que el demonio tenía la mala costumbre de recurrir a artificios de
carnaval para confundir a los incautos. Argumentó que si las alas no eran el elemento esencial para determinar
las diferencias entre un gavilán y un aeroplano, mucho menos podían serlo para reconocer a los ángeles. Sin
embargo, prometió escribir una carta a su obispo, para que éste escribiera otra al Sumo Pontífice, de modo que
el veredicto final viniera de los tribunales más altos.
Su prudencia cayó en corazones estériles. La noticia del ángel cautivo se divulgó con tanta rapidez, que
al cabo de pocas horas había en el patio un alboroto de mercado, y tuvieron que llevar la tropa con bayonetas
para espantar el tumulto que ya estaba a punto de tumbar la casa. Elisenda, con el espinazo torcido de tanto

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barrer basura de feria, tuvo entonces la buena idea de tapiar el patio y cobrar cinco centavos por la entrada para
ver al ángel.
Vinieron curiosos hasta de la Martinica. Vino una feria ambulante con un acróbata volador, que pasó
zumbando varias veces por encima de la muchedumbre, pero nadie le hizo caso porque sus alas no eran de
ángel sino de murciélago sideral. Vinieron en busca de salud los enfermos más desdichados del Caribe: una
pobre mujer que desde niña estaba contando los latidos de su corazón y ya no le alcanzaban los números, un
jamaicano que no podía dormir porque lo atormentaba el ruido de las estrellas, un sonámbulo que se levantaba
de noche a deshacer dormido las cosas que había hecho despierto, y muchos otros de menor gravedad. En
medio de aquel desorden de naufragio que hacía temblar la tierra, Pelayo y Elisenda estaban felices de
cansancio, porque en menos de una semana atiborraron de plata los dormitorios, y todavía la fila de peregrinos
que esperaban su turno para entrar llegaba hasta el otro lado del horizonte.
El ángel era el único que no participaba de su propio acontecimiento. El tiempo se le iba buscando
acomodo en su nido prestado, aturdido por el calor de infierno de las lámparas de aceite y las velas de sacrificio
que le arrimaban a las alambradas. Al principio trataron de que comiera cristales de alcanfor, que, de acuerdo
con la sabiduría de la vecina sabia, era el alimento específico de los ángeles. Pero él los despreciaba, como
despreció sin probarlos los almuerzos papales que le llevaban los penitentes, y nunca se supo si fue por ángel o
por viejo que terminó comiendo nada más que papillas de berenjena. Su única virtud sobrenatural parecía ser la
paciencia. Sobre todo en los primeros tiempos, cuando le picoteaban las gallinas en busca de los parásitos
estelares que proliferaban en sus alas, y los baldados le arrancaban plumas para tocarse con ellas sus defectos, y
hasta los más piadosos le tiraban piedras tratando de que se levantara para verlo de cuerpo entero. La única vez
que consiguieron alterarlo fue cuando le abrasaron el costado con un hierro de marcar novillos, porque llevaba
tantas horas de estar inmóvil que lo creyeron muerto. Despertó sobresaltado, despotricando en lengua hermética
y con los ojos en lágrimas, y dio un par de aletazos que provocaron un remolino de estiércol de gallinero y
polvo lunar, y un ventarrón de pánico que no parecía de este mundo. Aunque muchos creyeron que su reacción
no había sido de rabia sino de dolor, desde entonces se cuidaron de no molestarlo, porque la mayoría entendió
que su pasividad no era la de un héroe en uso de buen retiro sino la de un cataclismo en reposo.
El padre Gonzaga se enfrentó a la frivolidad de la muchedumbre con fórmulas de inspiración doméstica,
mientras le llegaba un juicio terminante sobre la naturaleza del cautivo. Pero el correo de Roma había perdido
la noción de la urgencia. El tiempo se les iba en averiguar si el convicto tenía ombligo, si su dialecto tenía algo
que ver con el arameo, si podía caber muchas veces en la punta de un alfiler, o si no sería simplemente un
noruego con alas. Aquellas cartas de parsimonia habrían ido y venido hasta el fin de los siglos, si un
acontecimiento providencial no hubiera puesto término a las tribulaciones del párroco.
Sucedió que por esos días, entre muchas otras atracciones de las ferias errantes del Caribe, llevaron al
pueblo el espectáculo triste de la mujer que se había convertido en araña por desobedecer a sus padres. La
entrada para verla no sólo costaba menos que la entrada para ver al ángel, sino que permitían hacerle toda clase
de preguntas sobre su absurda condición, y examinarla al derecho y al revés, de modo que nadie pusiera en
duda la verdad del horror. Era una tarántula espantosa del tamaño de un carnero y con la cabeza de una doncella
triste. Pero lo más desgarrador no era su figura de disparate, sino la sincera aflicción con que contaba los
pormenores de su desgracia: siendo casi una niña se había escapado de la casa de sus padres para ir a un baile, y
cuando regresaba por el bosque después de haber bailado toda la noche sin permiso, un trueno pavoroso abrió el
cielo en dos mitades, y por aquella grieta salió el relámpago de azufre que la convirtió en araña. Su único
alimento eran las bolitas de carne molida que las almas caritativas quisieran echarle en la boca. Semejante
espectáculo, cargado de tanta verdad humana y de tan temible escarmiento, tenía que derrotar sin proponérselo
al de un ángel despectivo que apenas si se dignaba mirar a los mortales. Además los escasos milagros que se le
atribuían al ángel revelaban un cierto desorden mental, como el del ciego que no recobró la visión pero le
salieron tres dientes nuevos, y el del paralítico que no pudo andar pero estuvo a punto de ganarse la lotería, y el

102
del leproso a quien le nacieron girasoles en las heridas. Aquellos milagros de consolación que más bien
parecían entretenimientos de burla, habían quebrantado ya la reputación del ángel cuando la mujer convertida
en araña terminó de aniquilarla. Fue así como el padre Gonzaga se curó para siempre del insomnio, y el patio de
Pelayo volvió a quedar tan solitario como en los tiempos en que llovió tres días y los cangrejos caminaban por
los dormitorios.
Los dueños de la casa no tuvieron nada que lamentar. Con el dinero recaudado construyeron una
mansión de dos plantas, con balcones y jardines, y con sardineles muy altos para que no se metieran los
cangrejos del invierno, y con barras de hierro en las ventanas para que no se metieran los ángeles. Pelayo
estableció además un criadero de conejos muy cerca del pueblo y renunció para siempre a su mal empleo de
alguacil, y Elisenda se compró unas zapatillas satinadas de tacones altos y muchos vestidos de seda tornasol, de
los que usaban las señoras más codiciadas en los domingos de aquellos tiempos. El gallinero fue lo único que
no mereció atención. Si alguna vez lo lavaron con creolina y quemaron las lágrimas de mirra en su interior, no
fue por hacerle honor al ángel, sino por conjurar la pestilencia de muladar que ya andaba como un fantasma por
todas partes y estaba volviendo vieja la casa nueva. Al principio, cuando el niño aprendió a caminar, se
cuidaron de que no estuviera cerca del gallinero. Pero luego se fueron olvidando del temor y acostumbrándose a
la peste, y antes de que el niño mudara los dientes se había metido a jugar dentro del gallinero, cuyas
alambradas podridas se caían a pedazos. El ángel no fue menos displicente con él que con el resto de los
mortales, pero soportaba las infamias más ingeniosas con una mansedumbre de perro sin ilusiones. Ambos
contrajeron la varicela al mismo tiempo. El médico que atendió al niño no resistió la tentación de auscultar al
ángel, y encontró tantos soplos en el corazón y tantos ruidos en los riñones, que no le pareció posible que
estuviera vivo. Lo que más le asombró, sin embargo, fue la lógica de sus alas. Resultaban tan naturales en aquel
organismo completamente humano, que no podía entender por qué no las tenían también los otros hombres.
Cuando el niño fue a la escuela, hacía mucho tiempo que el sol y la lluvia habían desbaratado el
gallinero. El ángel andaba arrastrándose por acá y por allá como un moribundo sin dueño. Lo sacaban a
escobazos de un dormitorio y un momento después lo encontraban en la cocina. Parecía estar en tantos lugares
al mismo tiempo, que llegaron a pensar que se desdoblaba, que se repetía a sí mismo por toda la casa, y la
exasperada Elisenda gritaba fuera de quicio que era una desgracia vivir en aquel infierno lleno de ángeles.
Apenas si podía comer, sus ojos de anticuario se le habían vuelto tan turbios que andaba tropezando con los
horcones, y ya no le quedaban sino las cánulas peladas de las últimas plumas. Pelayo le echó encima una manta
y le hizo la caridad de dejarlo dormir en el cobertizo, y sólo entonces advirtieron que pasaba la noche con
calenturas delirantes en trabalenguas de noruego viejo. Fue esa una de las pocas veces en que se alarmaron,
porque pensaban que se iba a morir, y ni siquiera la vecina sabia había podido decirles qué se hacía con los
ángeles muertos.
Sin embargo, no sólo sobrevivió a su peor invierno, sino que pareció mejor con los primeros soles. Se
quedó inmóvil muchos días en el rincón más apartado del patio, donde nadie lo viera, y a principios de
diciembre empezaron a nacerle en las alas unas plumas grandes y duras, plumas de pajarraco viejo, que más
bien parecían un nuevo percance de la decrepitud. Pero él debía conocer la razón de estos cambios, porque se
cuidaba muy bien de que nadie los notara, y de que nadie oyera las canciones de navegantes que a veces
cantaba bajo las estrellas. Una mañana, Elisenda estaba cortando rebanadas de cebolla para el almuerzo, cuando
un viento que parecía de alta mar se metió en la cocina. Entonces se asomó por la ventana, y sorprendió al ángel
en las primeras tentativas del vuelo. Eran tan torpes, que abrió con las uñas un surco de arado en las hortalizas y
estuvo a punto de desbaratar el cobertizo con aquellos aletazos indignos que resbalaban en la luz y no
encontraban asidero en el aire. Pero logró ganar altura. Elisenda exhaló un suspiro de descanso, por ella y por
él, cuando lo vio pasar por encima de las últimas casas, sustentándose de cualquier modo con un azaroso aleteo
de buitre senil. Siguió viéndolo hasta cuando acabó de cortar la cebolla, y siguió viéndolo hasta cuando ya no

103
era posible que lo pudiera ver, porque entonces ya no era un estorbo en su vida, sino un punto imaginario en el
horizonte del mar.

Alejo Carpentier
Viaje a la semilla
I
— ¿Qué quieres, viejo?...
Varias veces cayó la pregunta de lo alto de los andamios. Pero el viejo no respondía. Andaba de un lugar
a otro, fisgoneando, sacándose de la garganta un largo monólogo de frases incomprensibles. Ya habían
descendido las tejas, cubriendo los canteros muertos con su mosaico de barro cocido. Arriba, los picos
desprendían piedras de mampostería, haciéndolas rodar por canales de madera, con gran revuelo de cales y de
yesos. Y por las almenas sucesivas que iban desdentando las murallas aparecían —despojados de su secreto—
cielos rasos ovales o cuadrados, cornisas, guirnaldas, dentículos, astrágalos, y papeles encolados que colgaban
de los testeros como viejas pieles de serpiente en muda. Presenciando la demolición, una Ceres con la nariz rota
y el peplo desvaído, veteado de negro el tocado de mieses, se erguía en el traspatio, sobre su fuente de
mascarones borrosos. Visitados por el sol en horas de sombra, los peces grises del estanque bostezaban en agua
musgosa y tibia, mirando con el ojo redondo aquellos obreros, negros sobre claro de cielo, que iban rebajando
la altura secular de la casa. El viejo se había sentado, con el cayado apuntalándole la barba, al pie de la estatua.
Miraba el subir y bajar de cubos en que viajaban restos apreciables. Oíanse, en sordina, los rumores de la calle
mientras, arriba, las poleas concertaban, sobre ritmos de hierro con piedra, sus gorjeos de aves desagradables y
pechugonas.
Dieron las cinco. Las cornisas y entablamentos se desploblaron. Sólo quedaron escaleras de mano,
preparando el salto del día siguiente. El aire se hizo más fresco, aligerado de sudores, blasfemias, chirridos de
cuerdas, ejes que pedían alcuzas y palmadas en torsos pringosos. Para la casa mondada el crepúsculo llegaba
más pronto. Se vestía de sombras en horas en que su ya caída balaustrada superior solía regalar a las fachadas
algún relumbre de sol. La Ceres apretaba los labios. Por primera vez las habitaciones dormirían sin persianas,
abiertas sobre un paisaje de escombros.
Contrariando sus apetencias, varios capiteles yacían entre las hierbas. Las hojas de acanto descubrían su
condición vegetal. Una enredadera aventuró sus tentáculos hacia la voluta jónica, atraída por un aire de familia.
Cuando cayó la noche, la casa estaba más cerca de la tierra. Un marco de puerta se erguía aún, en lo alto, con
tablas de sombras suspendidas de sus bisagras desorientadas.
II
Entonces el negro viejo, que no se había movido, hizo gestos extraños, volteando su cayado sobre un
cementerio de baldosas.
Los cuadrados de mármol, blancos y negros volaron a los pisos, vistiendo la tierra. Las piedras con
saltos certeros, fueron a cerrar los boquetes de las murallas. Hojas de nogal claveteadas se encajaron en sus
marcos, mientras los tornillos de las charnelas volvían a hundirse en sus hoyos, con rápida rotación.
En los canteros muertos, levantadas por el esfuerzo de las flores, las tejas juntaron sus fragmentos,
alzando un sonoro torbellino de barro, para caer en lluvia sobre la armadura del techo. La casa creció, traída
nuevamente a sus proporciones habituales, pudorosa y vestida. La Ceres fue menos gris. Hubo más peces en la
fuente. Y el murmullo del agua llamó begonias olvidadas.
El viejo introdujo una llave en la cerradura de la puerta principal, y comenzó a abrir ventanas. Sus
tacones sonaban a hueco. Cuando encendió los velones, un estremecimiento amarillo corrió por el óleo de los
retratos de familia, y gentes vestidas de negro murmuraron en todas las galerías, al compás de cucharas
movidas en jícaras de chocolate.

104
Don Marcial, el Marqués de Capellanías, yacía en su lecho de muerte, el pecho acorazado de medallas,
escoltado por cuatro cirios con largas barbas de cera derretida.
III
Los cirios crecieron lentamente, perdiendo sudores. Cuando recobraron su tamaño, los apagó la monja
apartando una lumbre. Las mechas blanquearon, arrojando el pabilo. La casa se vació de visitantes y los
carruajes partieron en la noche. Don Marcial pulsó un teclado invisible y abrió los ojos.
Confusas y revueltas, las vigas del techo se iban colocando en su lugar. Los pomos de medicina, las
borlas de damasco, el escapulario de la cabecera, los daguerrotipos, las palmas de la reja, salieron de sus
nieblas. Cuando el médico movió la cabeza con desconsuelo profesional, el enfermo se sintió mejor.
Durmió algunas horas y despertó bajo la mirada negra y cejuda del Padre Anastasio. De franca,
detallada, poblada de pecados, la confesión se hizo reticente, penosa, llena de escondrijos. ¿Y qué derecho
tenía, en el fondo, aquel carmelita, a entrometerse en su vida? Don Marcial se encontró, de pronto, tirado en
medio del aposento. Aligerado de un peso en las sienes, se levantó con sorprendente celeridad. La mujer
desnuda que se desperezaba sobre el brocado del lecho buscó enaguas y corpiños, llevándose, poco después, sus
rumores de seda estrujada y su perfume. Abajo, en el coche cerrado, cubriendo tachuelas del asiento, había un
sobre con monedas de oro.
Don Marcial no se sentía bien. Al arreglarse la corbata frente a la luna de la consola se vio
congestionado. Bajó al despacho donde lo esperaban hombres de justicia, abogados y escribientes, para
disponer la venta pública de la casa.
Todo había sido inútil. Sus pertenencias se irían a manos del mejor postor, al compás de martillo
golpeando una tabla. Saludó y le dejaron solo. Pensaba en los misterios de la letra escrita, en esas hebras negras
que se enlazan y desenlazan sobre anchas hojas afiligranadas de balanzas, enlazando y desenlazando
compromisos, juramentos, alianzas, testimonios, declaraciones, apellidos, títulos, fechas, tierras, árboles y
piedras; maraña de hilos, sacada del tintero, en que se enredaban las piernas del hombre, vedándole caminos
desestimados por la Ley; cordón al cuello, que apretaban su sordina al percibir el sonido temible de las palabras
en libertad. Su firma lo había traicionado, yendo a complicarse en nudo y enredos de legajos. Atado por ella, el
hombre de carne se hacía hombre de papel.
Era el amanecer. El reloj del comedor acababa de dar la seis de la tarde.
IV
[...]
Reaparecieron muchos parientes. Volvieron muchos amigos. Ya brillaban, muy claras, las arañas del
gran salón. Las grietas de la fachada se iban cerrando. El piano regresó al clavicordio. Las palmas perdían
anillos. Las enredaderas saltaban la primera cornisa. Blanquearon las ojeras de la Ceres y los capiteles
parecieron recién tallados. Más fogoso Marcial solía pasarse tardes enteras abrazando a la Marquesa.
Borrábanse patas de gallina, ceños y papadas, y las carnes tornaban a su dureza. Un día, un olor de pintura
fresca llenó la casa.
V
[...] La Marquesa trocó su vestido de viaje por un traje de novia, y, como era costumbre, los esposos
fueron a la iglesia para recobrar su libertad. Se devolvieron presentes a parientes y amigos, y, con revuelo de
bronces y alardes de jaeces, cada cual tomó la calle de su morada. Marcial siguió visitando a María de las
Mercedes por algún tiempo, hasta el día en que los anillos fueron llevados al taller del orfebre para ser
desgrabados.
Comenzaba, para Marcial, una vida nueva. En la casa de altas rejas, la Ceres fue sustituida por una
Venus italiana, y los mascarones de la fuente adelantaron casi imperceptiblemente el relieve al ver todavía
encendidas, pintada ya el alba, las luces de los velones.
VI

105
Una noche, después de mucho beber y marearse con tufos de tabaco frío, dejados por sus amigos,
Marcial tuvo la sensación extraña de que los relojes de la casa daban las cinco, luego las cuatro y media, luego
las cuatro, luego las tres y media... [...]
Y hubo un gran sarao, en el salón de música, el día en que alcanzó la minoría de edad. Estaba alegre, al
pensar que su firma había dejado de tener un valor legal, y que los registros y escribanías, con sus polillas, se
borraban de su mundo. [...]
VII
[...] Fue entonces cuando Marcial quiso ingresar en el Real Seminario de San Carlos. Después de
mediocres exámenes, frecuentó los claustros, comprendiendo cada vez menos las explicaciones de los dómines.
El mundo de las ideas se iba despoblando. Lo que había sido, al principio, una ecuménica asamblea de peplos,
jubones, golas y pelucas, controversistas y ergotantes, cobraba la inmovilidad de un museo de figuras de cera.
Marcial se contentaba ahora con una exposición escolástica de los sistemas, aceptando por bueno lo que se
dijera en cualquier texto. «León», «Avestruz», «Ballena», «Jaguar», leíase sobre los grabados en cobre de la
Historia Natural. Del mismo modo, «Aristóteles», «Santo Tomás», «Bacon», «Descartes», encabezaban páginas
negras, en que se catalogaban aburridamente las interpretaciones del universo, al margen de una capitular
espesa. Poco a poco, Marcial dejó de estudiarlas, encontrándose librado de un gran peso. Su mente se hizo
alegre y ligera, admitiendo tan sólo un concepto instintivo de las cosas. ¿Para qué pensar en el prisma, cuando
la luz clara de invierno daba mayores detalles a las fortalezas del puerto? Una manzana que cae del árbol sólo
es incitación para los dientes.
Un pie en una bañadera no pasa de ser un pie en una bañadera. El día que abandonó el Seminario, olvidó
los libros. El gnomon recobró su categoría de duende: el espectro fue sinónimo de fantasma; el octandro era
bicho acorazado, con púas en el lomo.
[...] Ahora vivía su crisis mística, poblada de detentes, corderos pascuales, palomas de porcelana,
Vírgenes de manto azul celeste, estrellas de papel dorado, Reyes Magos, ángeles con alas de cisne, el Asno, el
Buey, y un terrible San Dionisio que se le aparecía en sueños, con un gran vacío entre los hombros y el andar
vacilante de quien busca un objeto perdido. Tropezaba con la cama y Marcial despertaba sobresaltado, echando
mano al rosario de cuentas sordas. Las mechas, en sus pocillos de aceite, daban luz triste a imágenes que
recobraban su color primero.
VIII
Los muebles crecían. Se hacía más difícil sostener los antebrazos sobre el borde de la mesa del comedor.
Los armarios de cornisas labradas ensanchaban el frontis. Alargando el torso, los moros de la escalera
acercaban sus antorchas a los balaustres del rellano. Las butacas eran más hondas y los sillones de mecedora
tenían tendencia a irse para atrás. No había ya que doblar las piernas al recostarse en el fondo de la bañadera
con anillas de mármol.
Una mañana en que leía un libro licencioso, Marcial tuvo ganas, súbitamente, de jugar con los soldados
de plomo que dormían en sus cajas de madera.
Volvió a ocultar el tomo bajo la jofaina del lavabo, y abrió una gaveta sellada por las telarañas. La mesa
de estudio era demasiado exigua para dar cabida a tanta gente. Por ello, Marcial se sentó en el piso. Dispuso los
granaderos por filas de ocho. Luego, los oficiales a caballo, rodeando al abanderado. Detrás, los artilleros, con
sus cañones, escobillones y botafuegos. Cerrando la marcha, pífanos y timbales, con escolta de redoblantes. Los
morteros estaban dotados de un resorte que permitía lanzar bolas de vidrio a más de un metro de distancia.
—¡Pum!... ¡Pum!... ¡Pum!...
Caían caballos, caían abanderados, caían tambores. Hubo de ser llamado tres veces por el negro Eligio,
para decidirse a lavarse las manos y bajar al comedor.
Desde ese día, Marcial conservó el hábito de sentarse en el enlosado. Cuando percibió las ventajas de
esa costumbre, se sorprendió por no haberlo pensando antes. Afectas al terciopelo de los cojines, las personas

106
mayores sudan demasiado. [...] Sólo desde el suelo pueden abarcarse totalmente los ángulos y perspectivas de
una habitación. Hay bellezas de la madera, misteriosos caminos de insectos, rincones de sombra, que se ignoran
a altura de hombre. Cuando llovía, Marcial se ocultaba debajo del clavicordio. Cada trueno hacía temblar la
caja de resonancia, poniendo todas las notas a cantar. Del cielo caían los rayos para construir aquella bóveda de
calderones-órgano, pinar al viento, mandolina de grillos.
IX
Aquella mañana lo encerraron en su cuarto. Oyó murmullos en toda la casa y el almuerzo que le
sirvieron fue demasiado suculento para un día de semana.
Había seis pasteles de la confitería de la Alameda—cuando sólo dos podían comerse, los domingos,
después de misa. Se entretuvo mirando estampas de viaje, hasta que el abejeo creciente, entrando por debajo de
las puertas, le hizo mirar entre persianas. Llegaban hombres vestidos de negro, portando una caja con
agarraderas de bronce. Tuvo ganas de llorar, pero en ese momento apareció el calesero Melchor, luciendo
sonrisa de dientes en lo alto de sus botas sonoras. Comenzaron a jugar al ajedrez. Melchor era caballo. Él, era
Rey. Tomando las losas del piso por tablero, podía avanzar de una en una, mientras Melchor debía saltar una de
frente y dos de lado, o viceversa. El juego se prolongó hasta más allá del crepúsculo, cuando pasaron los
Bomberos del Comercio.
Al levantarse, fue a besar la mano de su padre que yacía en su cama de enfermo. El Marqués se sentía
mejor, y habló a su hijo con el empaque y los ejemplos usuales. Los «Sí, padre» y los «No, padre», se
encajaban entre cuenta y cuenta del rosario de preguntas, como las respuestas del ayudante en una misa.
Marcial respetaba al Marqués, pero era por razones que nadie hubiera acertado a suponer. Lo respetaba porque
era de elevada estatura y talla [...].
X
Cuando los muebles crecieron un poco más y Marcial supo como nadie lo que había debajo de las
camas, armarios y vargueños, ocultó a todos un gran secreto: la vida no tenía encanto fuera de la presencia del
calesero Melchor. Ni Dios, ni su padre, ni el obispo dorado de las procesiones del Corpus, eran tan importantes
como Melchor.
Melchor venía de muy lejos. Era nieto de príncipes vencidos. En su reino había elefantes, hipopótamos,
tigres y jirafas. [...] Melchor sabía canciones fáciles de aprender, porque las palabras no tenían significado y se
repetían mucho. Robaba dulces en las cocinas; se escapaba, de noche, por la puerta de los cuadrerizos, y, cierta
vez, había apedreado a los de la guardia civil, desapareciendo luego en las sombras de la calle de la Amargura.
En días de lluvia, sus botas se ponían a secar junto al fogón de la cocina. Marcial hubiese querido tener
pies que llenaran tales botas. [...]
Marcial y Melchor tenían en común un depósito secreto de grageas y almendras, que llamaban el «Urí,
urí, urá», con entendidas carcajadas. Ambos habían explorado la casa de arriba abajo, siendo los únicos en
saber que existía un pequeño sótano lleno de frascos holandeses, debajo de las cuadras, y que en desván inútil,
encima de los cuartos de criadas, doce mariposas polvorientas acababan de perder las alas en caja de cristales
rotos.
XI
Cuando Marcial adquirió el hábito de romper cosas, olvidó a Melchor para acercarse a los perros. Había
varios en la casa. El atigrado grande; el podenco que arrastraba las tetas; el galgo, demasiado viejo para jugar;
el lanudo que los demás perseguían en épocas determinadas, y que las camareras tenían que encerrar.
Marcial prefería a Canelo porque sacaba zapatos de las habitaciones y desenterraba los rosales del patio.
Siempre negro de carbón o cubierto de tierra roja, devoraba la comida de los demás, chillaba sin motivo y
ocultaba huesos robados al pie de la fuente. De vez en cuando, también, vaciaba un huevo acabado de poner,
arrojando la gallina al aire con brusco palancazo del hocico. Todos daban de patadas al Canelo. Pero Marcial se
enfermaba cuando se lo llevaban. Y el perro volvía triunfante, moviendo la cola, después de haber sido

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abandonado más allá de la Casa de Beneficencia, recobrando un puesto que los demás, con sus habilidades en la
caza o desvelos en la guardia, nunca ocuparían.
Canelo y Marcial orinaban juntos. A veces escogían la alfombra persa del salón, para dibujar en su lana
formas de nubes pardas que se ensanchaban lentamente. Eso costaba castigo de cintarazos.
Pero los cintarazos no dolían tanto como creían las personas mayores. Resultaban, en cambio, pretexto
admirable para armar concertantes de aullidos, y provocar la compasión de los vecinos. Cuando la bizca del
tejadillo calificaba a su padre de «bárbaro», Marcial miraba a Canelo, riendo con los ojos Lloraban un poco
más, para ganarse un bizcocho y todo quedaba olvidado. Ambos comían tierra, se revolcaban al sol, bebían en
la fuente de los peces, buscaban sombra y perfume al pie de las albahacas. En horas de calor, los canteros
húmedos se llenaban de gente. Ahí estaba la gansa gris, con bolsa colgante entre las patas zambas; el gallo viejo
de culo pelado; la lagartija que decía «urí, urá», sacándose del cuello una corbata rosada; el triste jubo nacido
en ciudad sin hembras; el ratón que tapiaba su agujero con una semilla de carey. Un día señalaron el perro a
Marcial.
—¡Guau, guau!—dijo.
Hablaba su propio idioma. Había logrado la suprema libertad. Ya quería alcanzar, con sus manos objetos
que estaban fuera del alcance de sus manos.
XII
Hambre, sed, calor, dolor, frío. Apenas Marcial redujo su percepción a la de estas realidades esenciales,
renunció a la luz que ya le era accesoria.
Ignoraba su nombre. Retirado el bautismo, con su sal desagradable, no quiso ya el olfato, ni el oído, ni
siquiera la vista. Sus manos rozaban formas placenteras. Era un ser totalmente sensible y táctil. El universo le
entraba por todos los poros. Entonces cerró los ojos que sólo divisaban gigantes nebulosos y penetró en un
cuerpo caliente, húmedo, lleno de tinieblas, que moría. El cuerpo, al sentirlo arrebozado con su propia
sustancia, resbaló hacia la vida.
Pero ahora el tiempo corrió más pronto, adelgazando sus últimas horas. Los minutos sonaban a
glissando de naipes bajo el pulgar de un jugador.
Las aves volvieron al huevo en torbellino de plumas. Los peces cuajaron la hueva, dejando una nevada
de escamas en el fondo del estanque. Las palmas doblaron las pencas, desapareciendo en la tierra como
abanicos cerrados. Los tallos sorbían sus hojas y el suelo tiraba de todo lo que le perteneciera. El trueno
retumbaba en los corredores. Crecían pelos en la gamuza de los guantes. Las mantas de lana se destejían,
redondeando el vellón de carneros distantes. Los armarios, los vargueños, las camas, los crucifijos, las mesas,
las persianas, salieron volando en la noche, buscando sus antiguas raíces al pie de las selvas. Todo lo que
tuviera clavos se desmoronaba. Un bergantín, anclado no se sabía dónde, llevó presurosamente a Italia los
mármoles del piso y de la fuente. Las panoplias, los herrajes, las llaves, las cazuelas de cobre, los bocados de
las cuadras, se derretían, engrosando un río de metal que galerías sin techo canalizaban hacia la tierra. Todo se
metamorfoseaba, regresando a la condición primera. El barro, volvió al barro, dejando un yermo en lugar de la
casa.
XIII
Cuando los obreros vinieron con el día para proseguir la demolición, encontraron el trabajo acabado.
Alguien se había llevado la estatua de Ceres, vendida la víspera a un anticuario. Después de quejarse al
Sindicato, los hombres fueron a sentarse en los bancos de un parque municipal. Uno recordó entonces la
historia, muy difuminada, de una Marquesa de Capellanías, ahogada, en tarde de mayo, entre las malangas del
Almendares. Pero nadie prestaba atención al relato, porque el sol viajaba de oriente a occidente, y las horas que
crecen a la derecha de los relojes deben alargarse por la pereza, ya que son las que más seguramente llevan a la
muerte.

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