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Realismo y naturalismo en la novela

española
Joan Oleza

2.1. Para un marco del realismo español


Si el realismo en Francia puede darse por iniciado en la década de los años
30, la novela realista española sólo se impondrá con la Primera República y la
Restauración. A pesar de que los primeros esbozos de Pereda sean anteriores en
unos pocos años, verdadero modelo realista no existe hasta Galdós. «Cuando
años más tarde -escribe Torrente Ballester- inicia Galdós su grandiosa obra, su
ideología y sus sentimientos, si burgueses, corresponden a una etapa que en
Europa cumplió ya su ciclo y su vigencia; como que Galdós es el novelista que
corresponde a la burguesía española en su etapa ascensional» 1. Cabe hablar, por
consiguiente, de un retraso y de un cierto desfase en la aparición de nuestro
realismo.
La aparición de este hay que vincularla -cronológicamente no hay duda, y
desde el punto de vista ideológico parece imposible negarlo- al vacilante intento
de una revolución burguesa que, en un período de seis años, destrona a Isabel II,
forma un gobierno provisional, establece una monarquía constitucional con
Amadeo de Saboya, proclama la República, vive la reacción de un golpe de
Estado militar, regresa a la monarquía borbónica e inicia una experiencia de
Régimen parlamentario. Durante el período subsiguiente -la Restauración, intento
de estabilización de la revolución burguesa-, el país se abrió a las corrientes
culturales europeas al mismo tiempo que provocó una importante demanda de
información sobre sí mismo. A este doble impulso va a responder la novela
realista española, cuyo primer período puede situarse en la década de los setenta.
Hacia 1880 entramos en la segunda fase, la del llamado «naturalismo» español,
aunque muchos de los escritores realistas del momento no se sientan afectados
por él. Hacia 1886, pero fundamentalmente en la década de los noventa, el
naturalismo deja paso a la tercera fase del realismo español, el llamado realismo
«espiritualista». Al final de esta década puede darse por acabada la vigencia del
modelo cultural realista en España.

2.2. La ambigua relación entre el realismo y el naturalismo


¿Qué relaciones hay entre el llamado realismo español y el naturalismo? ¿Es
su relación del mismo tipo que la que ocurre en Francia? ¿Se trata de dos
movimientos distintos?, ¿de uno sólo en diferentes fases?, ¿de uno sólo con
distintas tendencias? Esto es lo que vamos a intentar responder ahora. Vimos que,
por lo que se refiere a Francia, Flaubert y Zola introducen un profundo cambio
con respecto a la novela realista. Cambio que se explicaba por una serie de
circunstancias históricas muy concretas y que conducían a una concepción
distinta de la novela, pese a la subsistencia de elementos comunes. ¿Ocurre lo
mismo en España? No es posible averiguarlo sin tener antes en cuenta el
ambiente literario de la sociedad española en el momento en que advino el
realismo, ambiente escindido (como lo estaba la sociedad española) en dos muy
claras y contrapuestas tendencias.

2.2.1. El realismo y las dos Españas


Antes incluso de que empiece a plantearse el problema del naturalismo, el
hecho mismo de la aparición de una serie de novelas en la década de los setenta
va a crear una profunda polémica entre el público y la crítica y los escritores del
momento. La aparición del realismo en España es inseparable de la novela
tendenciosa (en cuanto que se enfoca la realidad desde una determinada postura
político-moral) y, más tarde, de la novela de tesis (en cuanto que el enfoque se
hace explícito y la novela entera se destina a demostrar algún a priori). Los
realistas, salvo Valera2, empiezan su labor de escritores enfocando la
realidad desde las propias convicciones morales y el resultado es perfectamente
evidente: novelas de buenos y malos. Para Galdós los malos son los
tradicionalistas, los moralistas, los clericales; para Pereda, son precisamente los
buenos. «En el fondo, estos positivistas, estos observadores, son terribles
ideólogos, liberales o reaccionarios, y de la ideología sacan el metro de medir las
conciencias»3. En realidad, no se trata tanto de ideas como de pasiones, y el
conflicto no se plantea a nivel social, sino tan sólo a un nivel moral, religioso o
antirreligioso, o, mejor dicho, clerical o anticlerical.
El escándalo (1875) inicia el período de la novela de tesis en España 4 y «in
the forty years or so, which follow the publication of this work, a series —
23→ of thesis-novels continues the discussion of ‘trascendental’ problems. The
solutions offered in these novels to the religious and social questions of Spain
are partisan; the novel is conceived primarily as an instrument of propaganda to
advocate the ideas of the author and to attack and ridicule those of differing
belief»5.
Brian J. Dendle ha estudiado atentamente el proceso de estas novelas de
tesis. Nacen después de la Revolución de 1868, pues, como explica Clarín: «... y
es que para reflejar, como debe, la vida moderna, las ideas actuales, las
aspiraciones del espíritu del presente, necesita este género (la novela) más
libertad en política, costumbres y ciencia de la que existía en los tiempos
anteriores a 1868»6. Prueba evidente de que la novela de tesis responde al
hervidero político-religioso-social surgido tras la revolución, es el impacto
inmediato que obtiene entre el público y el hecho de que acto seguido una serie
de críticos, como M. de la Revilla, Francisco de Paula, Armando Palacio Valdés,
Leopoldo Alas, Emilia Pardo Bazán, etc., fijaran su atención en esto nuevo
«género psicológico-moral» y trataran de definirlo. En los años siguientes, en
España hay dos clases de novelistas, cuya diferencia no viene marcada por la
aceptación o no del realismo, sino por los principios morales con que lo aplican.
De un lado, Alarcón, Pereda, Coloma, Pardo Bazán; del otro, Clarín, Galdós,
Palacio Valdés, Blasco Ibáñez. Las novelas de unos y otros toman como campo
de batalla el problema religioso, pero con un enfoque sorprendente: «Catholics
defend religion on material grounds of utility: anticlericals claim that they, and
not the Church possess the true spirit of Christianity»7. Como observa B. J.
Dendle, la defensa de la religión por los católicos apenas tiene nada que ver con
la religión en sí misma, es más bien la apología de una sociedad que tiende a
desaparecer tras la revolución. Todos ellos vuelven nostálgicamente la mirada
hacia atrás, hacia la España del pasado, hacia lo que ellos creen la verdadera
España, pues la surgida tras la revolución es producto extranjero, ruptura de los
valores inherentes a la raza, entronización de unos modos de vida que no se
corresponden con nuestro modo de ser y que son radicalmente negativos. «The
Catholic attitude can only be described as one of fear: fear of the present, fear of
the city, fear of the alien ideas 8». Por ello buscan la España eterna, la España de
siempre, no en el pasado, como los románticos, sino en el campo, en las
sociedades rurales, donde el tiempo se ha detenido y los males de la civilización
no han degradado la vida. Así aparece la novela regional y así aparece esa
sensación de atemporalidad tan frecuente en el lector de Alarcón e incluso de
Pereda. Lo malo llega de fuera, es extranjero y arraiga en Madrid, la gran ciudad,
que viene a sustituir al «coco» de los cuentos infantiles. También la cultura es
enemiga del hombre. La cultura conduce a la incredulidad y a la duda. La
salvación está en la fe ciega, en la fe sencilla —24→ y no problematizada.
Apenas la Pardo Bazán, dentro de esta concepción, se muestra más tolerante,
aunque sin desviarse de esta línea tradicionalista y conservadora. Excepción
hecha de la novelista gallega, a la que preocupa la religión en sí misma y como
drama individual, no hay apenas conflictos espirituales en los novelistas
católicos, apenas mención de Cristo o de los Evangelios. Su cristianismo es
presentado más en términos de nacionalismo hispánico y de patriarcalismo rural
que en términos de la relación del hombre con Dios. Como escribe Dendle, las
tres virtudes cardinales parecen estar ausentes de estas novelas. La fe tiene su
objeto en el pasado, la caridad no existe para con los que mantienen puntos de
vista contrarios, la esperanza es algo que no aparece en estas novelas,
caracterizadas por un profundo pesimismo y una actitud pasiva ante el futuro de
España, invadida por la impiedad. «An outstanding scene of Pereda's Don
Gonzalo is that in which Don Román crosses his arms and passively watches the
forces of barbarismo destroy the most idyllic of Catholic villages»9.
En contraste con este pesimismo, con esta resignación pasiva (que recuerda
mucho a la literatura romántica de los exiliados franceses), los escritores
anticlericales están llenos de esperanzas y de entusiasmo. Los héroes de Galdós,
Palacio Valdés, Blasco Ibáñez, trabajan para el futuro, luchan por una nueva
sociedad de fraternidad y justicia social. «Anticlerical novelists are not hostile to
religioss values», sino al abuso que en nombre de estos valores se comete en el
país. Los escritores liberales no atacan la religión, sino el simulacro de vida
religiosa, la hipocresía, la utilización de la religión por las fuerzas inmovilistas.
Los católicos de sus novelas carecen de amplitud de miras y del sentido de la
caridad. Los personajes liberales son, en cambio, todo generosidad y amplitud de
espíritu. Se critica el culto externo: el hombre, sugieren, no necesita mediaciones
para llegar a Dios. La Iglesia se alía al oscurantismo, al fanatismo, a la
perpetuación de unos intereses que explotan a la nación y contra los que los
nuevos héroes (ingenieros, médicos, hombres de negocios, etc.) luchan. La
novela liberal reivindica a las minorías oprimidas. La educación es considerada
como el fundamento incondicional para edificar una nueva España. Los
novelistas anticlericales se conciben a sí mismos como misioneros,
evangelizadores que llevan la luz allí donde sólo existe la oscuridad y la
podredumbre moral. Se respira en sus novelas un utopismo de cariz religioso: la
caridad, el amor al prójimo, la benevolencia, la tolerancia, la rectitud moral, etc.
En el fondo es, también, una actitud religiosa10.
Ambos tipos de novelas responden a una actitud teológica según la cual el
hombre está en el mundo respondiendo a un propósito superior. De ahí que todo
lo humano tenga una trascendencia significativa, que un objeto o un personaje no
sean sólo tales, sino símbolos de algo que está más allá de ellos. Para los
novelistas católicos, todo lo que ocurre responde a los designios de la Divina
Providencia; para los liberales, la historia refleja —25→ siempre un inevitable
progreso hacia una sociedad más perfecta. Para ambos hay un sistema moral de
validez absoluta desde el que el individuo es juzgado y clasificado, y dentro del
cual los acontecimientos siguen un orden y tienen un sentido. De ahí que los
hombres sean siempre buenos o malos y los acontecimientos beneficiosos o
perjudiciales. En la España de la Restauración se levantan voces por todas partes
reclamando precisamente esta actitud: la novela debe cumplir un fin moral y
didáctico. En esto están todos de acuerdo, salvo Valera. En lo que difieren es en
el tipo de finalidad, clerical o anticlerical, y en el grado en que ha de ser
utilizada. González Blanco distinguía entre la novela de tesis y la novela de
tendencia11. Pero en ambos casos se trata de lo mismo en sustancia: lo que ocurre
no es inocente, sino que lleva una carga demostrativa, sea ésta explícita o no.
Y esto es lo importante: la novela del momento no se diferencia en novela
católica y no-católica, sino que se integra en novela de tesis. Las tendencias
ideológicas opuestas coinciden en ser tendencias y su expresión novelística es
una y común: la novela de tesis.
La situación española, al abrirse a nuevos horizontes, parecía exigir una toma
de contacto con la realidad desde plataformas beligerantes. Así ocurrió. Nuestro
realismo inicial fue un realismo debilitado, o, mejor dicho, un «realismo
abstracto» o «encauzado». Ahora bien, en 1881 Galdós abandona «el período
abstracto» e inicia con La desheredada el período naturalista. En 1883 la Pardo
Bazán publica un libro de ensayo La cuestión palpitante y una novela La tribuna,
y Galdós publica El doctor centeno. 1884 es la fecha en que ven la luz La
Regenta, de Clarín, y Tormento, La de Bringas y Lo prohibido, de Galdós. Es el
momento naturalista. Poco después, en 1886 y 1887, aparecerán las dos novelas
tradicionalmente consideradas más representativas del naturalismo, Los pazos de
Ulloa y La madre Naturaleza. Al advenimiento del naturalismo, ¿qué sucede con
ese realismo abstracto, con esa novela realista impregnada de ideología?,
¿continúa así o se transforma radicalmente? Y, aún más: ¿cómo es nuestro
naturalismo?, ¿a qué motivaciones obedece?

2.2.2. Aparición del naturalismo español


Hasta este momento hemos identificado indirectamente realismo y novela de
tesis, y lo hemos hecho conscientemente, dada la enorme confusión que en la
época existió entre realismo y naturalismo. El mero hecho de la atención a los
aspectos feos y repulsivos de la realidad, o el del detallismo minucioso, servían
para calificar a un novelista de naturalista, como el hecho de —26→ introducir
algo tan vago como el «ideal», del que todo el mundo hablaba, servía para
clasificarlo como realista, pero no como realista decimonónico, sino como
partícipe de un realismo que incluía al Arcipreste de Hita, a Cervantes, a
Quevedo, a Pereda, etc., en divertido revoltijo. El realismo español, como
veremos, no se limita a la novela de tesis y, a su vez, se diferencia muy
claramente del realismo de Juan Ruiz, del de Cervantes o del de Quevedo. Pero
antes de diferenciarlo es preciso conocer, puesto que el fenómeno realista es
mucho más amplio e indeterminado que el naturalista, los límites y el carácter de
nuestro naturalismo.
El realismo de nuestro siglo XIX lo edificaron Pereda, Valera, Galdós,
Emilia Pardo Bazán, Clarín, etc. El naturalismo es, en cambio, cosa de escuela,
por ello resulta mucho más fácil de definir.
W. T. Pattison ha estudiado con minuciosidad de erudito la penetración del
naturalismo en España desde el primer artículo -del corresponsal en París de
la Revista Contemporánea, Charles Bigot-, que hace referencia a Zola y que trata
de describir las características de su novela 12. Esto ocurría en 1876. Siguen una
serie de artículos que culminan con el escandaloso éxito de L’Asommoir. A partir
de este momento empieza a generalizarse la reacción en España ante el
naturalismo. Las primeras reacciones son de escándalo por lo que se considera
inmoralidad del naturalismo, y de congratulación por no tener en España tales
porquerías. A partir de 1880 empiezan a traducirse novelas naturalistas, y Ortega
Munilla puede escribir que estamos en «plena era naturalista y escéptica» 13.
Pronto, salvo la actitud inteligente de alguna rara excepción, como Clarín, para el
cual el naturalismo es válido siempre que no se pretenda exclusivo 14, las
reacciones ante el movimiento francés se escindirán en dos grupos: los
conservadores, como Alarcón -que habla de la «mano negra» y de la «mano
sucia» de la escuela naturalista-, o como Pereda -que reaccionó indignado cuando
un crítico despistado lo calificó de naturalista-, para los cuales naturalismo era
sinónimo de obscenidad y grosería; y los liberales, para los que era investigación
de la verdad, observación de la realidad en su palpitación misma de modo
científico. «Sin embargo, los partidarios del naturalismo casi siempre ponían
algún pero en sus elogios. La nueva escuela tenía mucho de bueno, pero... era
una exageración; la verdad no consistía sólo en crudezas. Así, el deseo de hallar
un justo medio entre el idealismo y el naturalismo llegó a ser el punto de vista de
casi la totalidad de los naturalistas españoles»15.
La constante contraposición idealismo-naturalismo es, según Pattison, reflejo
de la contraposición liberalismo-tradicionalismo. Algunos intelectuales del
momento se declaran naturalistas no por simpatía hacia el nuevo movimiento,
sino por oposición al idealismo tradicionalista. «Allá en el fondo quizá no me
reconocí bien. convencido nunca -admite Tomás Tuero explicando —27→ su
adscripción naturalista-; pero como urgía decidirse por alguien, y los
reaccionarios se pusieron aquí, sin distinción de reacciones, de parte
del idealismo, era menester que los liberales nos uniéramos; para lo cual había un
buen precedente en las elecciones municipales, la unión hace la fuerza. Nos
declaramos, pues, naturalistas, y a partir de entonces, disparamos con bala para
contra todo el arte artiguo»16. La polémica que enfrenta a los partidarios del
idealismo y del naturalismo en la literatura, los enfrenta también en cuanto a la
aceptación o no del libre examen, la acción revolucionaria de la ciencia, el
celibato eclesiástico, etc.
Ya Clarín escribía: «En la novela hay dos bandos... luchan el pasado y el
presente, luchan la libertad y la tradición» 17. Sin embargo, hay ahora un cambio
fundamental en nuestro panorama novelístico. Hasta el advenimiento del
naturalismo los dos bandos hacen una misma cosa: enfrentar sus ideologías desde
una misma forma expresiva: la novela de tesis.
Ahora no. Parece que la diferente ideología ha encontrado cauces
novelísticos diferentes a través de los cuales expresarse. Los escritores liberales
aceptan el naturalismo -con más o menos moderación-, los tradicionalistas lo
rechazan indignados. El caso más típico es el de Pereda, al que, por determinados
recursos estilísticos, se califica de naturalista, saliendo él al paso con una
indignada repulsa. Los escritores jóvenes, liberales, como Ortega Munilla, Narcís
Oller, Palacio Valdés, hacen novela naturalista. Los tradicionalistas consagrados,
como Pereda y Alarcón, continúan el camino de la novela de tesis. Es entonces
cuando un gran escritor, consagrado ya y liberal, como Galdós, publica La
desheredada, que consolida la adaptación del nuevo movimiento, y une su firma
a la de los jóvenes en la revista naturalista «Arte y letras». «Por fortuna del
naturalismo, el único de los grandes novelistas que sin rebozo se declara
valientemente su partidario -escribe Clarín- es el mejor de todos, Benito Pérez
Galdós». Esta, digamos, alianza, por la que Galdós era sentido como maestro
indiscutible del nuevo movimiento, culmina en el banquete-homenaje promovido
por los miembros del «Bilis-Club» naturalista.

2.2.3. El carácter del naturalismo español


Hemos visto cómo aparece el naturalismo y cómo llega a imponerse con La
desheredada. Falta, sin embargo, contestar a dos preguntas fundamentales sin las
cuales resultaría imposible entender a nuestro naturalismo.
1.ª Si el naturalismo es, tal como lo hemos descrito en Francia, la expresión
de una necesidad de objetivación, del cese de la fe en el pacto entre individuo y
sociedad, nacida precisamente de la crisis de la concepción individualista —
28→ del mundo, propia de la burguesía del capitalismo liberal, ¿cómo es
posible que aparezca en España el naturalismo cuando aquí la evolución de la
sociedad es muy distinta y los valores de esa concepción burguesa están todavía
empezando a imponerse?
2.ª El naturalismo, en España, es aceptado como un triunfo de la verdad en
literatura, del derecho al libre examen, de la libertad de tratar cualquier tema, de
la aceptación del mito del progreso y de la fe en la ciencia, por la intelectualidad
liberal. ¿Cómo se explica entonces que la más típica representante de nuestro
naturalismo haya sido considerada, por la historia, doña Emilia Pardo Bazán,
tradicionalista y católica?
Estas dos preguntas llevan en sí una tercera, más general y decisiva: ¿es
auténtico nuestro naturalismo o, como dijo Zola, refiriéndose a doña Emilia, es
«puramente formal, artístico y literario», es decir, inmotivado y producto de una
moda? El importante estudio ya citado de Pattison, llega una y otra vez a la
misma conclusión: en el naturalismo español hay una evidentísima tendencia
hacia la transigencia. No se acepta, sin más, el zolaísmo, sino que se trata de
llegar a una fórmula superadora que integre la «materia» y el «ideal». El origen
de esta búsqueda, de este anhelo de un justo medio, hay que ir a buscarlo en la
filosofía krausista18. Y en efecto, nada mejor que una simple consideración de lo
que significó, independientemente de su valor real como filosofía, el krausismo
para comprender el espíritu de tolerancia con el que España, a diferencia de
Francia, se abrió a la nueva concepción cientifista del mundo.
España se abrió a las corrientes culturales europeas del siglo XIX bajo la
forma del pensamiento krausista adaptado por Sanz del Río. El krausismo
implica un claro espíritu de tolerancia: todas las religiones tienen algo de bueno y
algo de verdad; el hombre posee la razón, que le permite escoger el bien del mal,
y la conciencia, que le permite distinguirlos. El principio del libre examen y la
negación del dogma son esenciales al espíritu krausista. El libre examen conduce
a la tolerancia y a la curiosidad respecto a todos los sistemas filosóficos,
científicos, políticos, vitales en una palabra. Fue este espíritu de tolerancia el que
acercó a los krausistas a las teorías positivistas. Eoff ha escrito con respecto a la
filosofía de Sanz del Río: «Su influencia en la ‘generación de 1868’ fue muy
grande, pero el efecto amplio y liberal de sus enseñanzas sirvió más para difundir
el respeto por la filosofía en general que para inculcar un sistema concreto» 19.
Producto del espíritu de tolerancia y de este respeto por la filosofía es el especial
modo en que la intelectualidad española adaptó el positivismo, tratando de
conciliarlo con el racionalismo alemán. Se busca, como en toda Europa,
encontrar un sistema unitario del ser, pero no subordinando el espíritu a la
materia, como Comte, Spencer o Taine, sino equiparándolos a ambos. No hacer
de la filosofía una ciencia, sino encontrar un equilibrio entre ambas. «Con el
clima intelectual —29→ de España durante las dos últimas décadas del siglo
XIX la ciencia que mejor podía adaptarse a esta fusión era la psicología. El punto
de vista psicológico a que nos referimos, en términos generales, puede
describirse como una combinación en la que lo físico y lo psíquico, aunque
independientes en apariencia, dependen uno de otro y admiten una síntesis a un
nivel más elevado de conciencia»20. A diferencia de Francia, el interés que la
psicología despertó en España a partir de 1880 se dirige más hacia los sistemas
eclécticos germanos, como el de Wilhelm Wundt, que hacia los materialistas de
un Spencer o un Taine21. Para Wundt, espíritu y materia no existen
independientemente, sino que lo fisiológico se subordina a lo psíquico. González
Serrano, en sus Estudios psicológicos22, fue el representante en España de esta
tendencia, tendencia en que la libertad y la voluntad adquieren, a diferencia de
los franceses, una transcendencia máxima. Independientemente de que Wundt
fuera o no leído por los escritores españoles, resulta evidente que es su espíritu el
que alimenta el clima intelectual del que se nutrirá el naturalismo español. «En
sentido muy amplio, era una mezcla de idealismo filosófico y de realismo
científico, que en el arte novelístico se le puede aplicar el término de idealismo
realista»23. Síntesis de empirismo e idealismo, el «positivismo» o «naturalismo»
español tenía que sentirse votado por el análisis psicológico, lo cual es bien
evidente en Galdós y Clarín sobre todo. El hombre, en la activa interdependencia
entre la herencia, agente natural, y la sociedad, agente ambiental. El pensamiento
evolucionista colabora en concebir esta interdependencia como un proceso
dinámico. Como escribe Th. Ribot: «la personalidad no es un fenómeno, sino una
historia; no es un presente ni un pasado, sino ambos» 24. Ahora bien, y esto nos
parece absolutamente fundamental, sobre esta concepción común de la
personalidad humana caben dos interpretaciones: la de la escuela zolesca, según
la cual la dialéctica herencia-medio es un proceso que gira sobre sí mismo,
devorándose, en círculo cerrado; y la de un cierto naturalismo espiritualista,
como el español, en el que la dialéctica encuentra siempre estados superadores,
en el que la interacción herencia-medio va formando al individuo producto de
ella, pero a la vez superador de ella, en cuarto el individuo es siempre una
resultante de la pugna, claro que una resultante en estado de transformación.
Ejemplos muy claros podrían ser los de Maximiliano Rubín, Fortunata,
Torquemada, Gaspar de Montenegro, Fermín de Pas, Ana Ozores, —30→
Bonifacio Reyes, etc., en los que la pugna herencia-medio se hace proceso y el
individuo va evolucionando, pero sin desaparecer como tal, sin ser el puro
producto de la pugna, sino superándola, haciéndose resultante que avanza,
asimilando la interacción para superarla y volverse a someter a ella y volver a
superarla. Esto es lo que hace recordar, como escribe Eoff, la filosofía de Hegel.
«El hegelismo había perdido terreno frente al advenimiento del positivismo, pero
reconquistó parte de su prestigio en el último tercio del siglo, y, lo que es más
curioso, en un momento en que la estrella de Schopenhauer se encontraba en un
franco ascenso»25.
En Europa se pasa del positivismo a un progresivo hegelismo. En España, el
positivismo no se da en forma pura y ya desde el principio es posible encontrar
un cierto hegelismo. «Entre 1870 y 1880, en España, un buen número de
intelectuales destacados eran hegelianos, entre ellos Emilio Castelar, que en 1874
declaró que ‘la verdadera filosofía del progreso es la filosofía de Hegel’» 26. Por
su parte, Luis de Rute escribía: «Elevarse sobre los objetos que la experiencia
presenta, dominar este mundo de oposiciones y luchas, de contradicciones y
antítesis, y hallar la verdad en que esas oposiciones desaparecen, las negaciones
se borran, y todo viene a refundirse en leyes de unidad y armonía; tal es la
ciencia de lo esencial; tal es el objeto de la filosofía» 27. El resultado de toda
lucha, el final resultante de toda antítesis, es el espíritu: detrás de las antinomias
de la materia, detrás de la pugna herencia-medio, lo que encontramos es el
espíritu.
Esta es, esencialmente, la filosofía de conciliación y de tolerancia que anima
el clima intelectual de la época en España, y que aún así parecía inaceptable a los
intelectuales más tradicionalistas.
La crítica ha observado repetidamente que parece inconcebible que la
manifestación teórica más significativa de nuestro naturalismo, La cuestión
palpitante, crease tanto escándalo. Si se interpreta literalmente lo que la Pardo
Bazán dice tendríamos que considerarla como «realista» y no como
«materialista». Explícitamente lo declara en uno de sus artículos: «Si es real
cuanto tiene existencia verdadera y efectiva, el realismo en el arte nos ofrece una
teoría más ancha, completa y perfecta que el naturalismo. Comprende y abarca lo
natural y lo espiritual, el cuerpo y el alma, y concilia y reduce a unidad la
oposición del naturalismo y del idealismo nacional»28. Este texto es la más
perfecta definición que podía esperarse del «espíritu de tolerancia y conciliación»
que acabamos de estudiar. Este texto, como veremos en seguida, es a la vez el
que encierra la respuesta al carácter de nuestro naturalismo. ¿Por qué entonces
tanta polémica, tanto escándalo? Una buena parte hay que atribuirla a la
personalidad misma de la Pardo Bazán, con su regusto por llamar la atención y
sentirse el centro del mundillo literario, con su tendencia a promover polémicas,
producto todo ello, si se atiende —31→ al patetismo y los grandes gestos
espectaculares con que se acompaña, de un cierto carácter paranoico debido a su
circunstancia de «mujer escritora» en la sociedad de entonces. Pero ello no basta
para explicar todo el revuelo. Para que el gusto de la Pardo Bazán por estos,
digamos, escándalos literarios se manifestase, debía encontrar un punto de apoyo,
una justificación, y este punto de apoyo nos parece muy claro. Se atacó el libro y
a la Pardo Bazán no por la teoría literaria que propugnaba, sino por su defensa de
Zola. Más que atacar el naturalismo rebajado de la Pardo Bazán, lo que se
atacaba era el naturalismo de Zola, y se atacaba en la persona y el libro de la
Pardo Bazán porque esta -en un doble juego que creo que todavía no ha analizado
la crítica- a un mismo tiempo eliminaba del naturalismo lo que lo hacía
subversivo para la sociedad española29 y hablaba en defensa del solitario de
Medan y su escuela. Un «No... pero sí» continuo.
Un aspecto enormemente significativo en La cuestión palpitante y en casi
todas las manifestaciones teóricas de nuestros naturalistas es el entronque —
32→ que tratan de realizar con la novela realista del Siglo de Oro. Según su
planteamiento, el naturalismo estaba ya en Cervantes, en Quevedo, en Mateo
Alemán, y el naturalismo de Zola no es más que una desviación de aquella gran
línea tradicional. Ya en un artículo de fecha tan temprana como 1879, Federico
Moja, comentando L’Assommoir, opinaba que el naturalismo no era cosa nueva y
que sus antecedentes podían encontrarse en la novela picaresca española 30.
Galdós, por ejemplo, afirma que las formas francesas del realismo no «ofrecen,
bien miradas, novedad entre nosotros, no sólo por el ejemplo de Pereda, sino por
las inmensas riquezas de este género que nos ofrece nuestra literatura
picaresca»31. Esta referencia del naturalismo a la novela picaresca y a la pintura
de Velázquez llegó a convertirse en un tópico muy manido por la crítica de la
época, lo que hace que nos preguntemos: ¿qué hay detrás de ella?, ¿a qué
obedece? Obedece evidentemente a una serie de causas superficiales,
«estratégicas», podríamos decir. Dado el tradicionalismo y el patrioterismo
exaltado de una buena parte del mundillo literario español, recordar el parecido
del naturalismo con la gran tradición nacional era un poco como dorar la píldora
para hacerla más tragable. Obedecía también a la necesidad de contar con
recursos defensivos frente a las acusaciones de que el naturalismo introducía un
lenguaje bajo y grosero, vulgar e inmundo, o de que era «la religión de lo feo»
(L. Alfonso), «la mano sucia literaria» (Alarcón), «el enemigo mortal de toda
belleza» (Díaz Carmona), etc. Entonces se podía argumentar, como Ortega
Munilla, que el naturalismo reproducía la vida y que si parecía inmoral no era
culpa de la novela, sino de la vida; o bien podían traerse a colación pasajes de las
obras de nuestros clásicos no menos atrevidas y terribles que las de los
naturalistas. En primer lugar, pues, obedecía a un instinto de defensa, a una
necesidad de justificación. Pero algo más profundo había allí y era el consenso
general de los que se mostraban partidarios (a medias) del naturalismo, de que la
forma francesa no era la auténtica, de que era un extravío, una corrupción del
sano realismo. Quiere decir esto, ni más ni menos, que algunos escritores sentían
la necesidad de una forma nueva de arte y que la fórmula francesa, aunque estaba
en el camino necesitado, no era sin embargo lo que buscaban, no era la más
adecuada. Despertaba, eso sí, y hacía consciente la necesidad del nuevo arte, pero
no satisfacía las peculiares necesidades de los realistas españoles, situados en una
sociedad muy distinta a la francesa. Cabía preguntarse entonces cuál era la
fórmula que España necesitaba. Mientras se buscaba, mientras la buscaban
Galdós y la Pardo Bazán y Clarín en sus —33→ novelas, había que
encontrarle una justificación teórica, un antecedente, algo que se acercara. Y ello
fue la tradición picaresca. Véase en expresión de Galdós: «Todo lo esencial del
naturalismo lo teníamos en casa desde los tiempos remotos, y antiguos y
modernos conocían ya la soberana ley de ajustar las dicciones del arte a la
realidad de la naturaleza y del alma, representando cosas y personas, caracteres y
lugares como Dios los ha hecho». Hay que aclarar que, para Galdós, y esto nos
parece muy significativo, Pereda revivía en la actualidad la tradición picaresca. A
él se refiere cuando habla de «modernos». Pero continúa Galdós: «El naturalismo
nos era familiar a los españoles en el reino de la novela». A fin de cuentas no es
sino «repatriación de una vieja idea; en los días mismos de esta repatriación tan
trompeteada (se refiere a las polémicas sobre la ‘cuestión palpitante’), la pintura
fiel de la vida era practicada en España por Pereda y otros, y lo había sido antes
por los escritores de costumbres». Para concluir: «Recibimos, pues, con mermas
y adiciones... la mercadería que habíamos exportado... nuestro arte de la
naturalidad... responde mejor que el francés a la verdad humana» 32. Y aquí le
hubiera faltado añadir a Galdós «en la realidad española», porque,
evidentemente, en esta la fórmula de los Galdós, Clarín, Pereda, etc., respondía
más adecuadamente que la francesa, igual que nuestro noventayochismo
respondió más adecuadamente que el impresionismo, o el modernismo más
adecuadamente que el parnasianismo-simbolismo. Sólo preguntando qué es lo
que hizo que prefirieran la expresión tradicional a la francesa podremos averiguar
lo que buscaban nuestros realistas. F. Ayala ha examinado atentamente lo que
creyó ver Galdós en su modelo, en Quevedo: la trascendencia de las miserias de
la realidad gracias al humor.
«Las crudezas descriptivas -escribe Galdós- pierden toda repugnancia bajo la
máscara burlesca empleada por Quevedo». Ayala ha demostrado cuán diferentes
son el sarcasmo escéptico y corrosivo de Quevedo y el humor de Galdós 33, con
qué diferente intención creadora están usados ambos. Pero esto aquí no importa.
Lo que importa es subrayar «la significativa dualidad que también establece
siempre (en sus manifestaciones teóricas), muy significativamente, entre materia
y espíritu, en desacuerdo con el consistente materialismo que presta su base
intelectual a la escuela naturalista y al propio positivismo» 34. Lo que importa es
comprender que lo que cree Galdós es «que la realidad sensible está preñada de
significaciones trascendentes, y que la misión del artista consiste en detectarlas y
exponerlas incorporadas en su obra»35. La realidad supera con mucho los datos de
los sentidos, y en este superar está precisamente lo esencial de ella. De ahí el uso
del simbolismo, a todos los niveles, en Galdós, de ahí la presencia continua en su
mundo novelesco de lo que Gullón ha llamado «ámbitos oscuros» 36, de ahí su
progresiva —34→ identificación de los destinos individuales con la historia de
España, su deformación kafkiana del mundo burocrático, etc., y lo dicho de
Galdós, con diferentes recursos, puede decirse también de doña Emilia Pardo
Bazán37 y de Clarín38. Al naturalismo español no le servía la fórmula francesa,
como no le sirvió al ruso, porque nuestro proceso cultural era muy distinto del
francés, donde la evolución política y social había llevado a un escepticismo y
desconfianza totales frente al espíritu, frente a todo lo que oliera a «ideal» o a
«subjetividad», mientras que en España estábamos todavía en una fase de
esperanzada lucha, de conquista y estabilización de los grandes ideales
democráticos. Cuando la realidad democrática española, con la Restauración, no
satisfaga estos ideales, toda Europa habrá girado ya su mirada desviándola, en un
nuevo subjetivismo, de la realidad exterior. Entonces, la última fase de la obra de
Galdós, la Pardo Bazán, Clarín, girará desde el naturalismo hacia un
espiritualismo progresivo que encontrará en su camino a los hombres del 98.
¿Hay, pues, o no, auténtico naturalismo en España? Si por naturalismo
entendemos el movimiento francés, desde luego en España no lo hay. ¿Quiere
esto decir que lo que venimos llamando naturalismo español es, al modo de
nuestro romanticismo, un movimiento inmotivado, producto de una moda
importada? Ni mucho menos, el arte de La desheredada, Lo prohibido, La
tribuna, Los pazos de Ulloa, La madre Naturaleza, La Regenta, etc., no —
35→ rompe fundamentalmente con el realismo anterior, sino que lo continúa, lo
adensa y, sobre todo, lo barre de tesis y de «apriorismos» moralizantes. La gran
conquista de nuestro naturalismo es haber descubierto que la trascendencia está
en la materia misma y que esta no es disociable del espíritu. Lo que Galdós, la
Pardo Bazán y Clarín hacen es revelar la idea, el espíritu, que impregna la
materia, en lugar de -como Fernán Caballero y la novela de tesis- tratar de
imponerle a la materia un espíritu que le es ajeno, lo que implica, muy
románticamente por cierto, que materia y espíritu son cosas pertenecientes a dos
planos distintos. Si en España se produce un eco del naturalismo francés, este es
puramente superficial, visible en algunos de los recursos tremendistas y
declamatorios de La tribuna, Los pazos y La madre Naturaleza y, sobre todo, en
una subescuela que más que crear sigue ciegamente la moda francesa, con obras
como las de López Bago (La prostituta, La pálida, La buscona, La querida, La
monja, etc.) y Alejandro Sawa (Crimen legal, La mujer de todo el mundo, etc.).
El naturalismo español crece desde el realismo iniciado con Fernán Caballero, y
crece desde dentro, orgánicamente. Primero, a la materia se trata de dotarla,
desde fuera, con el «ideal» (Fernán Caballero y la novela de tesis), después se
descubre a la materia conteniendo el «ideal» (fase naturalista), finalmente y por
progresión, por intensificación, el «ideal» va impregnando la materia hasta
hacerse esta casi invisible (Misericordia, La Sirena negra, Su único hijo). El paso
siguiente es la negación de la realidad (El Mayorazgo de labraz, Sonatas, El
ruedo Ibérico) o la afirmación del espíritu (Tía Tula, Niebla, Don Sandalio). En
la primera fase hay un acuerdo entre individuo y realidad y lo que chocan son las
realidades diversas (Pepe Rey, no choca con D.ª Perfecta, lo que chocan son las
realidades que representan, la España del progreso y la España estancada). En la
segunda, el individuo lucha contra la realidad y es vencido, pero ello no es culpa
exclusiva de la realidad, sino que el individuo, por algún motivo, es también
impuro (la ambición en Fermín de Pas, la histeria ensoñadora de Ana Ozores, la
fantasía exaltada de Isidora Rufete, etc.). En la tercera, el individuo es siempre
más puro que la realidad, a la que trata de imponerse, y contra la que persevera
en busca de su perfección, aun después de vencido (Bonifacio Reyes en busca de
su hijo; Benigna, pese a la ingratitud de doña Francisca y los suyos; Gaspar de
Montenegro frente a su educación, su medio, frente a sí mismo y sus actos). En
una palabra: el naturalismo español no rompe, en ningún momento, el pacto
sobre el que se asentaba el realismo. El naturalismo español no es más que una
fase de nuestro realismo.
Debido a esto el naturalismo no representa en España el comienzo de la
crisis de la ideología burguesa, con la consiguiente ruptura de la identificación
entre novela y burguesía, sino todo al contrario: es la expresión de una cierta
burguesía liberal, de una vanguardia burguesa. Dado el fracaso de una profunda
revolución burguesa en España y su consecuencia más inmediata, la falta de
coherencia y de solidez ideológica de la burguesía española, sus vacilaciones y
contradicciones internas, el naturalismo no conseguirá hacerse representativo de
toda una clase social, sino tan sólo de algunos de sus —36→ grupos de
vanguardia: de ahí precisamente su carácter minoritario y su moderación, de ahí
precisamente lo efímero de su paso por la historia de la literatura española. A
partir del año mismo de su triunfo, 1884, se presentan ya los síntomas de su
desintegración, que puede observarse en múltiples datos, uno de los cuales -y no
de los de menor importancia- sería el impacto causado en la crítica y en los
intelectuales españoles por la novela rusa, en la que todo el mundo coincidió en
considerar como su rasgo más característico el espiritualismo. La nueva
tendencia espiritualista comienza anotarse más claramente hacia 1886: los
críticos que defendieron a Zola empiezan a criticarlo y ello culmina con la
declaración, en 1891, de la Pardo Bazán, según la cual «el naturalismo francés
puede considerarse hoy un ciclo cerrado, y que novísimas corrientes arrastran a la
literatura... (El naturalismo tenía) sus paladines en Francia; el ciclo nuevo, que
podemos llamar realista ideal, los halló en Rusia». A partir de ahora todo el
mundo se dedica a enterrar el naturalismo. La novela se abre paso por los
caminos del psicologismo y por la investigación de las actitudes del espíritu. La
fe en la ciencia entra en crisis. La Pardo Bazán, una vez más con sus
declaraciones patéticas, declama que «en efecto, la ciencia, a fines del siglo XIX,
ha dado en quiebra estrepitosamente». Por todas partes aparece como por
ensalmo la palabra «misticismo». Se habla de «novela novelesca». Andrenio
relaciona los nuevos caminos de la novela con «la restauración del espíritu
religioso que parecía tan desmayado no hace mucho y que hoy resurge
lozanamente en este final de siglo». Bourget, Ibsen y Tolstoi dominan el
panorama literario. Como escribe Clarín: «El arte del alma, que vuelve a
reinvindicar sus derechos, permanece en la poesía y se restaura en la novela
psicológica», y da carta de validez, siempre que no sean exclusivas, como no
quería que lo fuese el naturalismo, a las nuevas tendencias. Galdós, una vez más,
con La incógnita y Realidad marca el camino. Ángel Guerra, Torquemada en la
Cruz, Nazarín, Halma, etc., lo profundizan. Más allá de esta tendencia del
realismo a adelgazarse, a hacerse psicología, espiritualismo, interiorismo, en una
palabra, tendencia que como reconoce Clarín se produce en todos los países, el
naturalismo continúa su vigencia en algunos escritores aislados, como V. Blasco
Ibáñez o Armando Palacio Valdés, pero la suerte estaba ya echada. La cultura
occidental camina a grandes pasos hacia los movimientos que, como el
impresionismo y el simbolismo, representan la crisis del sistema de valores
erigido por la burguesía en el siglo XIX. La crisis del capitalismo liberal viene
acompañada por una crisis de la ideología burguesa, cuyas primeras fases vienen
representadas por la quiebra del positivismo y el progresivo distanciamiento de la
realidad. Apresada entre el temor a la revolución del proletariado y la
inviabilidad de perpetuar el sistema del capitalismo liberal, que la conduce a la
primera conflagración mundial, a la revolución soviética y a la crisis de 1929, la
burguesía trata de encontrar un nuevo camino y de escapar a la alternativa
proletaria. La solución extrema del nacional-socialismo y del fascismo se anuncia
tentadora y amenazante. Esta fase de desconcierto, de crisis del sistema vigente y
de búsqueda de una alternativa no proletaria, se expresa en la cultura burguesa
europea por la —37→ aparición del irracionalismo en sus múltiples formas. El
asalto a la razón ha comenzado y va a dominar el arte y la literatura del primer
cuarto del siglo XX, llevando en su seno no sólo el reflejo de una quiebra y del
consiguiente desconcierto, sino también la subversión de todos los valores
establecidos. Esta subversión se realizará desde distintas plataformas. Por
ejemplo, en España, desde una plataforma predominantemente estética en la que
la expresión ideológica queda implícita (el modernismo), o desde una plataforma
que aporta explícitamente a la vez un nuevo planteamiento estético e ideológico
(noventayochismo). Pero el irracionalismo conlleva, junto con la expresión de la
crisis y la subversión de un sistema de valores, los intentos de producción de una
nueva mitología (A. Ganivet, R. de Maeztu, el futurismo italiano, etc.) que, en
algunos casos, dará carne a las aspiraciones del fascismo.

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