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I.

"STULTIFERA NAVIS" Foucault

Al final de la Edad Media, la lepra desaparece del mundo occidental. En las márgenes de la comunidad, en las
puertas de las ciudades, se abren terrenos, como grandes playas, en los cuales ya no acecha la enfermedad, la cual,
sin embargo, los ha dejado estériles e inhabitables por mucho tiempo. Durante siglos, estas extensiones
pertenecerán a lo inhumano. Del siglo XIV al XVII, van a esperar y a solicitar por medio de extraños encantamientos
una nueva encarnación del mal, una mueca distinta del miedo, una magia renovada de purificación y de exclusión.

El mismo fenómeno de desaparición de la lepra ocurre en Alemania, aunque quizás allí la enfermedad retroceda con
mayor lentitud; igualmente observamos la conversión de los bienes de los leprosarios (conversión apresurada por la
Reforma, igual que en Inglaterra) en fondos administrados por las ciudades, destinados a obras de beneficencia y
establecimientos hospitalarios; así sucede en Leipzig; en Munich, en Hamburgo. En 1542, los bienes de los
leprosarios de Schleswig-Holstein son transferidos a los hospitales. En Stuttgart, el informe de

un magistrado, de 1589, indica que desde cincuenta años atrás no existen

leprosos en la casa que les fuera destinada. En Lipplingen, el leprosario es

ocupado rápidamente por incurables y por locos.

Extraña desaparición es ésta, que no fue lograda, indudablemente, por las oscuras prácticas de los médicos: más
bien debe de ser resultado espontáneo de la segregación, así como consecuencia del fin de las Cruzadas, de la
ruptura de los lazos de Europa con Oriente, que era donde se hallaban los focos de infección. La lepra se retira,
abandonando lugares y ritos que no estaban destinados a suprimirla, sino a mantenerla a una distancia sagrada, a
fijarla en una exaltación inversa. Lo que durará más tiempo que la lepra, y que se mantendrá en una época en la cual,
desde muchos años atrás, los leprosarios están vacíos, son los valores y las imágenes que se habían unido al
personaje del leproso; permanecerá el sentido de su exclusión, la importancia en el grupo social de esta figura
insistente y temible, a la cual no se puede apartar sin haber trazado antes alrededor de ella un círculo sagrado.

Desaparecida la lepra, olvidado el leproso, o casi, estas estructuras permanecerán. A menudo en los mismos lugares,
los juegos de exclusión se repetirán, en forma extrañamente parecida, dos o tres siglos más tarde. Los pobres, los
vagabundos, los muchachos de correccional, y las "cabezas alienadas", tomarán nuevamente el papel abandonado
por el ladrón, y veremos qué salvación se espera de esta exclusión, tanto para aquellos que la sufren como para
quienes los excluyen. Con un sentido completamente nuevo, y en una cultura muy distinta, las formas subsistirán,
esencialmente esta forma considerable de separación rigurosa, que es exclusión social, pero reintegración espiritual.

El lugar de la lepra fue tomado por las enfermedades venéreas. De golpe, al terminar el siglo XV, suceden a la lepra
como por derecho de herencia. Se las atiende en varios hospitales de leprosos. Y sin embargo no son las
enfermedades venéreas las que desempeñarán en el mundo clásico el papel que tenía la lepra en la cultura
medieval. A pesar de esas primeras medidas de exclusión, pronto ocupan un lugar entre las otras enfermedades. En
suma, en el curso del siglo XVI el mal venéreo se instala en el orden de las enfermedades que requieren tratamiento.
Sin duda, está sujeto a toda clase de juicios morales: pero este horizonte modifica muy poco la captación médica de
la enfermedad.

Hecho curioso: bajo la influencia del mundo del internamiento tal como se ha constituido en el siglo XVII, la
enfermedad venérea se ha separado, en cierta medida, de su contexto médico, y se ha integrado, al lado de la
locura, en un espacio moral de exclusión. En realidad no es allí donde debe buscarse la verdadera herencia de la
lepra, sino en un fenómeno bastante complejo, y que el médico tardará bastante en apropiarse.

Ese fenómeno es la locura. Pero será necesario un largo momento de latencia, casi dos siglos, para que este nuevo
azote que sucede a la lepra en los miedos seculares suscite, como ella, afanes de separación, de exclusión, de
purificación que, sin embargo, tan evidentemente le son consustanciales. Antes de que la locura sea dominada, a
mediados del siglo XVII, antes de que en su favor se hagan resucitar viejos ritos, había estado aunada,
obstinadamente, a todas las grandes experiencias del Renacimiento.

De todos los navíos novelescos o satíricos, el Narrenschiff es el único que ha tenido existencia real, ya que sí
existieron estos barcos, que transportaban de una ciudad a otra sus cargamentos insensatos. Los locos de entonces
vivían ordinariamente una existencia errante. Las ciudades los expulsaban con gusto de su recinto; se les dejaba
recorrer los campos apartados, cuando no se les podía confiar a un grupo de mercaderes o de peregrinos. Esta
costumbre era muy frecuente sobre todo en Alemania.

No es fácil explicar el sentido exacto de esta costumbre. Se podría pensar que se trata de una medida general de
expulsión mediante la cual los municipios se deshacen de los locos vagabundos; hipótesis que no basta para explicar
los hechos, puesto que ciertos locos son curados como tales, luego de recibidos en los hospitales, ya antes de que se
construyeran para ellos casas especiales.

Los locos, pues, no son siempre expulsados. Se puede suponer, entonces, que no se expulsaba sino a los extraños, y
que cada ciudad aceptaba encargarse exclusivamente de aquellos que se contaban entre sus ciudadanos. ¿No se
encuentran, en efecto, en la contabilidad de ciertas ciudades medievales, subvenciones destinadas a los locos, o
donaciones hechas en favor de los insensatos? En realidad el problema no es tan simple, pues existen sitios de
concentración donde los locos, más numerosos que en otras partes, no son autóctonos.

Pero hay otras ciudades, como Nuremberg, que no eran, ciertamente, sitios de peregrinación, y que reúnen gran
número de locos, bastantes más, en todo caso, que los que podría proporcionar la misma ciudad. Estos locos son
alojados y mantenidos por el presupuesto de la ciudad, y sin embargo, no son tratados; son pura y simplemente
arrojados a las prisiones.

Se puede creer que en ciertas ciudades importantes —lugares de paso o de mercado— los locos eran llevados en
número considerable por marineros y mercaderes, y que allí se "perdían", librando así de su presencia a la ciudad de
donde venían. Acaso sucedió que estos lugares de "contraperegrinación" llegaran a confundirse con los sitios a
donde, por el contrario, los insensatos fueran conducidos a título de peregrinos.

La preocupación de la curación y de la exclusión se juntaban; se encerraba dentro del espacio cerrado del milagro. Es
posible que el pueblo de Gheel se haya desarrollado de esta manera, como un lugar de peregrinación que se vuelve
cerrado, tierra santa donde la locura aguarda la liberación, pero donde el hombre crea, siguiendo viejos temas, un
reparto ritual.

Es que la circulación de los locos, el ademán que los expulsa, su partida y embarco, no tienen todo su sentido en el
solo nivel de la utilidad social o de la seguridad de los ciudadanos. Hay otras significaciones más próximas a los ritos,
indudablemente; y aun podemos descifrar algunas huellas. Por ejemplo, el acceso a las iglesias estaba prohibido a
los locos, aunque el derecho eclesiástico no les vedaba los sacramentos.

La Iglesia no sanciona al sacerdote que se vuelve loco; pero en Nuremberg, en 1421, un sacerdote loco es expulsado
con especial solemnidad, como si la impureza fuera multiplicada por el carácter sagrado del personaje, y la ciudad
toma de su presupuesto el dinero que debe servir al cura como viático.

En ocasiones, algunos locos eran azotados públicamente, y como una especie de juego, los ciudadanos los
perseguían simulando una carrera, y los expulsaban de la ciudad golpeándolos con varas.

Señales, todas éstas, de que la partida de los locos era uno de tantos exilios rituales.

Así se comprende mejor el curioso sentido que tiene la navegación de los locos y que le da sin duda su prestigio. Por
una parte, prácticamente posee una eficacia indiscutible; confiar el loco a los marineros es evitar, seguramente, que
el insensato merodee indefinidamente bajo los muros de la ciudad, asegurarse de que irá lejos y volverlo prisionero
de su misma partida. Pero a todo esto, el agua agrega la masa oscura de sus propios valores; ella lo lleva, pero hace
algo más,lo purifica; además, la navegación libra al hombre a la incertidumbre de susuerte; cada uno queda
entregado a su propio destino, pues cada viaje es,potencialmente, el último. Hacia el otro mundo es adonde parte el
loco en suloca barquilla; es del otro mundo de donde viene cuando desembarca. Lanavegación del loco es, a la vez,
distribución rigurosa y tránsito absoluto. Encierto sentido, no hace más que desplegar, a lo largo de una geografía
mitad realy mitad imaginaria, la situación liminar del loco en el horizonte del cuidado delhombre medieval,
situación simbolizada y también realizada por el privilegio quese otorga al loco de estar encerrado en las puertas
de la ciudad; su exclusióndebe recluirlo; si no puede ni debe tener como prisión más que el mismo umbral,se le
retiene en los lugares de paso. Es puesto en el interior del exterior, einversamente. Posición altamente simbólica,
que seguirá siendo suya hastanuestros días, con sólo que admitamos que la fortaleza de antaño se haconvertido en
el castillo de nuestra conciencia.

El agua y la navegación tienen por cierto este papel. Encerrado en el navío de donde no se puede escapar, el loco es
entregado al río de mil brazos, al mar de mil caminos, a esa gran incertidumbre exterior a todo. Está prisionero en
medio de la más libre y abierta de las rutas: está sólidamente encadenado a la encrucijada infinita. Es el Pasajero por
excelencia, o sea, el prisionero del viaje.

No se sabe en qué tierra desembarcará; tampoco se sabe, cuándo desembarca, de qué tierra viene. Sólo tiene
verdad y patria en esa extensión infecunda, entre dos tierras que no pueden pertenecerle.

La barca simboliza toda una inquietud, surgida repentinamente en el horizonte de la cultura europea a fines de la
Edad Media. La locura y el loco llegan a ser personajes importantes, en su ambigüedad: amenaza y cosa ridícula,
vertiginosa sinrazón del mundo y ridiculez menuda de los hombres.

En primer lugar, una serie de cuentos y de fábulas. Su origen, sin duda, es muy lejano. Pero al final de la Edad Media,
dichos relatos se extienden en forma considerable: es una larga serie de "locuras" que, aunque estigmatizan vicios y

defectos, como sucedía en el pasado, los refieren todos no ya al orgullo ni a la falta de caridad, ni tampoco al olvido
de las virtudes cristianas, sino a una especie de gran sinrazón, de la cual nadie es precisamente culpable, pero que
arrastra a todos los hombres, secretamente complacientes.

La denuncia de la locura llega a ser la forma general de la crítica. En las farsas y soties, el personaje del Loco, del
Necio, del Bobo, adquiere mucha importancia.

No está ya simplemente al margen, silueta ridícula y familiar: ocupa el centro del teatro, como poseedor de la
verdad, representando el papel complementario e inverso del que representa la locura en los cuentos y en las
sátiras. Si la locura arrastra a los hombres a una ceguera que los pierde, el loco, al contrario, recuerda a cada uno su
verdad; en la comedia, donde cada personaje engaña a los otros y se engaña a sí mismo, el loco representa la
comedia de segundo grado, el engaño del engaño; dice, con su lenguaje de necio, sin aire de razón las palabras
razonables que dan un desenlace cómico a la obra. Explica el amor a los enamorados, la verdad de la vida a los
jóvenes, la mediocre realidad de las cosas a los orgullosos, a los insolentes y a los mentirosos.

Hasta las viejas fiestas de locos, tan apreciadas en Flandes y en el norte de Europa, ocupan su sitio en el teatro y
transforman en crítica social y moral lo que hubo en ellos de parodia religiosa espontánea.

En la literatura sabia la locura también actúa en el centro mismo de la razón y de la verdad.

Hasta la segunda mitad del siglo XV, o un poco más, reina sólo el tema de la muerte. El fin del hombre y el fin de los
tiempos aparecen bajo los rasgos de la peste y de las guerras. Lo que pende sobre la existencia humana es esta

consumación y este orden al cual ninguno escapa. La presencia que amenaza desde el interior mismo del mundo, es
una presencia descarnada. Pero en los últimos años del siglo, esta gran inquietud gira sobre sí misma; burlarse de la
locura, en vez de ocuparse de la muerte seria.
La sustitución del tema de la muerte por el de la locura no señala una ruptura sino más bien una torsión en el
interior de la misma inquietud. Se trata aún de la nada de la existencia, pero esta nada no es ya considerada como
un término externo y final, a la vez amenaza y conclusión. Es sentida desde el interior como la forma continua y
constante de la existencia. En tanto que en otro tiempo la locura de los hombres consistía en no ver que el término
de la vida se aproximaba, mientras que antiguamente había que atraerlos a la prudencia mediante el espectáculo de
la muerte, ahora la prudencia consistirá en denunciar la locura por doquier, en enseñar a los humanos que no son ya
más que muertos, y que si el término está próximo es porque la locura, convertida en universal, se confundirá con la
muerte.

Los elementos están ahora invertidos. Ya no es el fin de los tiempos y del mundo lo que retrospectivamente
mostrará que los hombres estaban locos al no preocuparse de ello; es el ascenso de la locura, su sorda invasión, la
que indica que el mundo está próximo a su última catástrofe, que la demencia humana llama y hace necesaria.

Ese nexo de la locura y de la nada está anudado tan fuertemente en el siglo XV que subsistirá largo tiempo, y aún se
le encontrará en el centro de la experiencia clásica de la locura.

Con sus diversas formas —plásticas o literarias— esta experiencia de la insensatez parece tener una extraña
coherencia.

La palabra y la imagen ilustran aun la misma fábula de la locura en el mismo mundo moral; pero siguen ya dos
direcciones diferentes, que indican, en una hendidura apenas perceptible, lo que se convertirá en la gran línea de
separación en la experiencia occidental de la locura. La aparición de la locura en el horizonte del Renacimiento se
percibe primeramente entre las ruinas del simbolismo gótico; es como si en este mundo, cuya red de significaciones

espirituales era tan tupida, comenzara a embrollarse, permitiera la aparición de figuras cuyo sentido no se entrega
sino bajo las especies de la insensatez.

¿Cuál es, pues, el poder de fascinación, que en esta época se ejerce a través de las imágenes de la locura?

En primer lugar, el hombre descubre, en esas figuras fantásticas, uno de los secretos y una vocación de su
naturaleza. En el pensamiento medieval, las legiones de animales, a las que había dado Adán nombre para siempre,
representaban simbólicamente los valores de la humanidad.

Pero al principio del Renacimiento las relaciones con la animalidad se invierten; la bestia se libera; escapa del mundo
de la leyenda y de la ilustración moral para adquirir algo fantástico, que le es propio. Y por una sorprendente
inversión, va a ser ahora el animal, el que acechará al hombre, se apoderará de él, y le revelará su propia verdad. Los
animales imposibles, surgidos de una loca imaginación, se han vuelto la secreta naturaleza del hombre; y cuando, el
último día, el hombre pecador aparece en su horrible desnudez, se da uno cuenta de que tiene la forma monstruosa
de un animal delirante: son esos gatos cuyos cuerpos de sapos se mezclan en el "Infierno" de Thierry Bouts con la
desnudez de los condenados; son, según los imagina Stefan Lochner, insectos alados con cabeza de gatos, esfinges
con élitros de escarabajo, pájaros con alas inquietas y ávidas, como manos; es el gran animal rapaz, con dedos
nudosos, que aparece en la "Tentación" de Grünewald. La animalidad ha escapado de la domesticación de los
valores y símbolos humanos; es ahora ella la que fascina al hombre por su desorden, su furor, su riqueza en
monstruosas imposibilidades, es ella la que revela la rabia oscura, la locura infecunda que existe en el corazón de los
hombres.

En el polo opuesto a esta naturaleza de tinieblas, la locura fascina porque es saber. Es saber, ante todo, porque todas
esas figuras absurdas son en realidad los elementos de un conocimiento difícil, cerrado y esotérico.

¿Qué anuncia el saber de los locos? Puesto que es el saber prohibido, sin duda predice a la vez el reino de Satán y el
fin del mundo; la última felicidad es el supremo castigo; la omnipotencia sobre la Tierra y la caída infernal. La "Nave
de los locos" se desliza por un paisaje delicioso, donde todo se ofrece al deseo, una especie de Paraíso renovado,
puesto que el hombre no conoce ya ni el sufrimiento ni la necesidad; y sin embargo, no ha recobrado la inocencia.

El fin no tiene valor de tránsito o promesa; es la llegada de una noche que devora la vieja razón del mundo. Es
suficiente mirar a los caballeros del Apocalipsis, de Durero, enviado por Dios mismo: no son los ángeles del Triunfo y
de la reconciliación, ni los heraldos de la justicia serena; son los guerreros desmelenados de la loca venganza. El
mundo zozobra en el Furor universal. La victoria no es ni de Dios ni del Diablo; es de la Locura.

Por todos lados, la locura fascina al hombre. Las imágenes fantásticas que hace nacer no son apariencias fugitivas
que desaparecen rápidamente de la superficie de las cosas. Por una extraña paradoja, lo que nace en el más singular
de los delirios, se hallaba ya escondido, como un secreto, como una verdad inaccesible, en las entrañas del mundo.
Cuando el hombre despliega la arbitrariedad de su locura, encuentra la oscura necesidad del mundo; el animal que
acecha en sus pesadillas, en sus noches de privación, es su propia naturaleza, la que descubrirá la despiadada verdad
del infierno; las imágenes vanas de la ciega bobería forman el gran saber del mundo; y ya, en este desorden, en este
universo enloquecido, se adivina lo que será la crueldad del final. En muchas imágenes el Renacimiento ha
expresado lo que presentía de las amenazas y de los secretos del mundo, y es esto sin duda lo que les da esa
gravedad, lo que dota a su fantasía de coherencia tan grande.

Es cierto que la locura atrae, pero ya no fascina. Gobierna todo lo que es fácil, alegre y ligero en el mundo. Hace que
los hombres "se diviertan y se regocijen"; al igual que a los dioses, ha dado "Genio, Juventud, Baco, Sileno y este
amable guardián de los jardines".

En ella todo es superficie brillante: no hay enigmas reservados.

Sin duda, la locura tiene algo que ver con los extraños caminos del saber.

Es que, de una manera general, la locura no se encuentra unida al mundo y a sus fuerzas subterráneas, sino más bien
al hombre, a sus debilidades, a sus sueños y a sus ilusiones.

Resumamos brevemente lo que es indispensable en esta evolución para comprender la experiencia que el clasicismo
hizo de la locura.

1º La locura se convierte en una forma relativa de la razón, o antes bien locura y razón entran en una relación
perpetuamente reversible que hace que toda locura tenga su razón, la cual la juzga y la domina, y toda razón su
locura, en la cual se encuentra su verdad irrisoria. Cada una es medida de la otra, y en ese movimiento de referencia
recíproca ambas se recusan, pero se funden la una por la otra.

2º La locura se convierte en una de las formas mismas de la razón. Se integra a ella, constituyendo sea una de sus
formas secretas, sea uno de los momentos de su manifestación, sea una forma paradójica en la cual puede tomar
conciencia de sí misma. De todas maneras, la locura no conserva sentido y valor más que en el campo mismo de la
razón.

También al mundo moral pertenece la locura del justo castigo. Es ella quien castiga, por medio de trastornos del
espíritu, los trastornos del corazón; pero tiene también otros poderes: el castigo que inflige se desdobla por sí
mismo, en la medida en que, castigándose, revela la verdad. La justicia de esta locura tiene la característica de ser
verídica. Verídica, puesto que ya el culpable experimenta, en el vano torbellino de sus fantasmas, lo que será en la
eternidad el dolor de su castigo.

En fin, el último tipo de locura, que es la pasión desesperada. El amor engañado en su exceso, engañado sobre todo
por la fatalidad de la muerte, no tiene otra salida que la demencia. En tanto que había un objeto, el loco amor era
más amor que locura; dejado solo, se prolonga en el vacío del delirio. ¿Castigo de una pasión demasiado
abandonada a su propia violencia? Sin duda; pero este castigo es también un calmante; extiende, sobre la
irreparable ausencia, la piedad de las presencias imaginarias; encuentra en la paradoja de la alegría inocente, o en el
heroísmo de las empresas insensatas, la forma que se borra. Si el castigo conduce a la muerte, es a una muerte
donde aquellos que se aman no serán jamás separados.

A través de esta extravagancia, el teatro desarrolla su verdad, que es la de ser ilusión. Eso es, en estricto sentido, la
locura.

Nace la experiencia clásica de la locura. La gran amenaza que aparece en el horizonte del siglo XV se atenúa; los
poderes inquietantes que habitaban en la pintura de Bosco han perdido su violencia. Subsisten formas, ahora
transparentes y dóciles, integrando un cortejo, el inevitable cortejo de la razón.

La locura ha dejado de ser, en los confines del mundo, del hombre y de la muerte, una figura escatológica; se ha
disipado la noche, en la cual tenía ella los ojos fijos, la noche en la cual nacían las formas de lo imposible. El olvido
cae sobre ese mundo que surcaba la libre esclavitud de su nave: ya no irá de un más acá del mundo a un más allá, en
su tránsito extraño; no será ya nunca ese límite absoluto y fugitivo. Ahora ha atracado entre las cosas y la gente.
Retenida y mantenida, ya no es barca, sino hospital.

Apenas ha transcurrido más de un siglo desde el auge de las barquillas locas, cuando se ve aparecer el tema literario
del "Hospital de Locos".

Cada forma de locura encuentra allí su lugar, sus insignias y su dios protector: la locura frenética y necia, simbolizada
por un tonto subido en una silla, se agita bajo la mirada de Minerva; los sombríos melancólicos que recorren el
campo, lobos ávidos y solitarios, tienen por dios a Júpiter, maestro en las metamorfosis animales; después vienen los
"locos borrachos", los "locos desprovistos de memoria y de entendimiento", los "locos adormecidos y medio
muertos", los "locos atolondrados, con la cabeza vacía"... Todo este mundo de desorden, perfectamente ordenado,
hace por turno el Elogio de la razón. En este "Hospital", el encierro ya ha desplazado al embarco.

Este mundo de principios del siglo XVII es extrañamente hospitalario para la locura. Ella está allí, en medio de las
cosas y de los hombres, signo irónico que confunde las señales de lo quimérico y lo verdadero, que guarda apenas el
recuerdo de las grandes amenazas trágicas —vida más turbia que inquietante; agitación irrisoria en la sociedad,
movilidad de la razón. Pero nuevas exigencias están naciendo: "He tomado cien veces la linterna en la mano,
buscando en pleno mediodía.

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