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ITINERARIOS
CERVANTINOS
ITINERARIOS
CERVANTINOS
ÍNDICE
A guisa de prólogo 00
De la Mímesis a la Parodia 00
El Arte de Novelar 00
El Arte del palimpsesto 00
Héroe y personaje 00
Despedida 00
Bibliografía 00
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A GUISA DE PRÓLOGO
E
ste libro ha sido pensado como una especie de diario de a bor-
do o, si se quiere, de hoja de ruta, que dé fe de mis itinerarios
hacia, y en ocasiones desde Cervantes. Semejantes parcursos
suelen ser tortuosos, a menudo se bifurcan como los senderos de
cierto jardín borgeano y, al avanzar por ellos, no es imposible que
uno tropiece con accidentes de terreno y otros obstáculos patentes u
ocultos, reales o imaginarios, previsibles o fortuitos. Por consiguien-
te me parece útil ofrecer de antemano un esquema sinóptico que
facilite la orientación del lector.
Valga, pues, tal “mapa” a guisa de prólogo.
-9-
Efectos análogos surte la “lectura” cervantina de casos tan es-
trambóticos como el de cierto licenciado salmantino, a quien un
filtro de amor le deja convertido en loco-cuerdo de cuño quijotesco,
o el otro, de la hospitalera metida a bruja en Valladolid, o aquél de
dos cachorros que, al amparo de una noche portentosa, se lanzan a
platicar en lenguaje humano… Al pasar revista los trances de esos
personajes, el narrador se instruye en arterías y artimañas hechiceras;
para mayor provecho de su arte, puesto que algunas de ellas — como
la tropelía que “hace parecer una cosa por otra” — tienen profundas
afinidades con la literatura. Además, ello le proporciona la opor-
tunidad de incursionar en los dominios del “Cristianismo cósmi-
co”, humilde religión popular teñida de reminiscencias paganas y
de prácticas mágicas, que en su respectiva época hizo objeto de una
tremenda represión, la tristemente famosa “caza de brujas”. Respe-
tuoso del dogma pero exento de fanatismo, Cervantes, por su lado,
le reserva una crítica más bien risueña, que por rebote ridiculiza la
saña de los ceñudos inquisidores.
Algo similar puede decirse del tratamiento que recibe en el Quijote
el Amor cortés, como variante “alta” del Cristianismo cósmico. Nues-
tro autor lo contextualiza —vale decir lo rebaja—, pero con nostalgia
y ternura, y sobre todo con espíritu creativo, pues de tal contrapunto
nace la dualidad Dulcinea del Toboso / Aldonza Lorenzo.
El último paisaje visitado en este capítulo es Arcadia, una provin-
cia extraquijotesca que Cervantes y su protagonista anexan parcial-
mente al territorio novelesco, bajo la forma de un miniciclo paródi-
co, donde se rescata el entrañable, pese a inconcluso, experimento
iniciado en la Galatea.
El primer capítulo de este ensayo nos ha llevado hasta los confines
del Quijote, haciéndonos hollar incluso algunas franjas fronterizas,
como la cortesía o la bucólica quijotescas. Al segundo le corresponde
tomar el relevo y guiarnos al interior de la obra. Es de esperar que
hacia allí se nos abran varias puertas; al menos si es verdad —como
reza mi hipótesis básica de trabajo— que la novela cervantina se
adscribe a una tipología de la “forma abierta”.
La vía taxonómica, por ejemplo, da paso a la comprensión del
Quijote según su género. Dado el rasgo más específico del libro: un
-10-
relato movido por la lectura de otros relatos —, como tal género
(próximo) propongo la parodia que, a su vez, es un tipo de texto
en incesante interacción con el mundo de los textos y el texto del
mundo. En la parodia, debido a su antagonismo estructural hacia las
formas miméticas de toda índole, la apertura se patentiza de manera
rotunda y tajante. Y si tal apertura posee una historia, si (como nos
insta Umberto Eco) los orígenes de la opera aperta han de buscarse
en la comarca barroca, entonces el concepto de parodia con que es-
tamos operando se deduce de la oposición categorial entre lo clásico
y lo barroco y de la transición evolutiva desde el clasicismo del Cin-
quecento hasta el barroco que le sucedió en el Seicento2.
A continuación intento abordar el núcleo duro de la forma nove-
lesca, que es su arquitectura narrativa. En primer término mediante
un análisis narratológico de tradición estructuralista, cuyo objetivo
es poner de relieve el cervantino Arte de novelar. Tal análisis es sus-
ceptible de enmiendas, al aplicarle ciertas pautas (por así decirlo)
“postmodernas”. A resultas de ello, el Quijote aparecerá como ve-
hículo de un “Arte del palimpsesto”, anticipando así el Cuarteto de
Alejandría, de Lawrence Durrell.
Una última cala analítica y hermenéutica está dedicada a la poé-
tica del homo fictus quixoticus. Para empezar, el examen de la huma-
nidad que puebla la novela de Cervantes pone de manifiesto la exis-
tencia de dos grandes grupos tipológicos: héroes y personajes, situados
unos respecto de otros igual que la mímesis de cara a la parodia. Para
continuar, la red de relaciones interpersonales que presenciamos en
el libro mantiene analogías y homologías con la figura general del
saber, vigente en la época, que Michel Foucault llama episteme. Para
concluir, en esta perspectiva la obra cimera del barroco español dise-
ña “el negativo del mundo renacentista”.
Antes de finalizar mi ensayo, me propongo reconocer tres posi-
bles rutas de la posteridad quijotesca. Específicamente, la acogida
crítica y hermenéutica de la novela de Cervantes, las huellas que ha
dejado en otras obras de ficción y por último las traducciones de la
misma, hechas en distintos tiempos y lugares. ¡Vasto programa, casi
-11-
inasible, puesto que su horizonte temporal abarcaría normalmente
cuatro siglos y el espacial, todo este ancho mundo! Por lo mismo, no
tengo más remedio que circunscribirlo a épocas y regiones más fa-
miliares para mí, aunque algo “exóticas” para el lector hispano. Este
epílogo significa, hasta cierto punto, una salida del Quijote, pero no
una definitiva, ya que las despedidas de las grandes obras de la hu-
manidad no son sino rodeos que nos traen de vuelta a ellas.
Como ya he dicho, mi propósito ha sido el de dejar aquí cons-
tancia de mis itinerarios cervantinos. Para curarme en salud de cual-
quier sospecha de arrogancia (por ejemplo la que pudiera acarear el
posesivo), me apresuro a declarar que no pretendo ser el primero en
navegar por tales aguas ni el único en andar por tales caminos. Por
otro lado, sí me gustaría creer que, de trecho en trecho, haya dado
con algún atajo todavía poco conocido o, al contrario, haya seguido
un desvío inexplorado.
Al lector de juzgarlo.
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I. PARAJES, PAISAJES, PERSONAJES
-13-
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UNA NOVELA DE FAMILIA
(CON SECUELAS POÉTICAS)
E
n La Gitanilla, pieza de las más conocidas entre sus Novelas
ejemplares (1613), utiliza Cervantes un esquema argumental
extremadamente sencillo y eficaz, típico para la época en que
la narrativa aún no había concluido con el lector la tácita “conven-
ción de la verosimilitud” (Milan Kundera). Dicho argumento, o me-
jor dicho su meollo, es el siguiente:
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Al sentirse desatendido o frustrado del afecto de los suyos (la
supuesta causa de ello siendo, por ejemplo, el nacimiento de un
hermano), el niño, bajo la presión del complejo de Edipo, se pone
a fantasear que él mismo es un intruso en la familia y los padres
que lo están criando (o siquiera uno de ellos) son unos imposto-
res. Correlativamente, el infante deposita sus esperanzas en que sus
“verdaderos” genitores, sin duda alguna encumbrados y prestigio-
sos, han de llegar un día a “redimirle” (Laplanche-Pontalis 1990:
sub voce).
Siguiendo las pautas de Freud y de Otto Rank, la francesa Mar-
the Robert (1983: 69 sq.) distingue dos fases en la estructuración
de la historia de familia. La primera, que produce tramas del tipo
mis padres me abandonaron, y mi familia actual me ha recogido, es
presexual; en ella el sujeto se contenta con administrar su propio
narcisismo — al forjarse una ascendencia ilustre —, pero se muestra
incapaz de distinguir afectivamente entre padre y madre ni entre las
dos parejas antitéticas que aparecen en su “guión” imaginario. En la
segunda variante, correspondiente a un Edipo sexualizado, el niño
se imagina a sí mismo como fruto ilegítimo de los amores adúlteros de
su madre con algún varón de alcurnia. Así, la nueva versión compensa
paradójicamente el orgullo contrariado del sujeto (“príncipe” sí, pero
bastardo / bastardo sí, pero “de un rey”) y anula al padre (negando al
real y relegando al imaginario a una lejanía absoluta); por otro lado,
su ausencia — que en psicoanálisis significa muerte — crea un lugar
“vacante” y susceptible de ser ocupado por el propio niño, quien
recobra así la exclusividad del amor materno (a cambio de poner en
entredicho la moralidad de su madre carnal).
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que lleva desde el “novelar” acerca de los orígenes (personales) a la
novela propiamente dicha, como la relación estructural entre la “no-
vela ejemplar” y la Novela Familiar, relación que podemos describir
como influencia.
Pero, ojo: no hay que entender este concepto en la acepción del
comparativismo tradicional, cuya atención se centra sobre el tráfi-
co de temas, ideas y estilos entre distintos individuos y/o ámbitos
lingüísticos y culturales y sobre cuán equilibrada puede estar la “ba-
lanza” de tales intercambios. Lejos de tan mezquina contabilidad, la
verdadera influencia es algo mucho más dramático: una angustiosa
y angustiada “lectura deformante” (misreading), mediante la cual un
poeta, en y por sus textos, brega por apropiarse el acervo textual
de otro(s) poeta(s), y a la vez por hacer desaparecer toda prueba de
su deuda para con cual(es)quiera ancestro(s) (Bloom 1989: 41-53).
Me propongo demostrar que Cervantes, para construir su Gitanilla,
procesa la historia primordial de familia a través de una tal lectura
deformante. La perspectiva de mi acercamiento es evidentemente
intertextual, tanto más cuanto, según Bloom, la influencia es el prin-
cipal tipo de vínculo entre textos.
No hay que perder de vista que por un lado tenemos que ver
con un texto constituido, real y efectivo, y por otro con uno virtual,
inscrito sobre la arena movediza del inconsciente. De modo que no
me parece forzado decir que es como si los dos textos se soñaran entre
sí. En esta misma línea, las estrategias involucradas en la misreading
cervantina presentan analogías más que llamativas con las cuatro
operaciones de la “labor onírica” (Traumarbeit)3, que el inconsciente
utiliza para transformar el material psíquico latente en un cuerpo de
imágenes que constituye el contenido manifiesto del sueño (Freud
1969).
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Valga como hipótesis básica de este estudio la idea de que la “no-
vela ejemplar” y la de familia configuran juntas un intertexto onírico.
Antes de proceder a análisis puntuales al respecto, añadiré que, a mi
modo de ver, el impacto “influencial” entre las dos novelas se mani-
fiesta principalmente en dos direcciones: las opciones de género y la
construcción del personaje.
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Hablando en términos generales, el “cuento” es una Forma Sim-
ple (einfache Forme), o sea un argumento elemental, construido se-
gún los requisitos de la “moral ingenua”, que recompensa a los bue-
nos y, dado el caso, castiga a los villanos (Jolles 1972: 173 sq.) Sus
leyes estructurales permiten y hasta imponen a Cervantes el happy
end, que expresa directa y literalmente aquello que el fantasma in-
fantil o neurótico sólo formulaba en registro optativo.
Por otro lado y con referencia a un aspecto más puntual y
particular, sería interesante ver qué pasa en La Gitanilla con un
procedimiento bastante frecuente en la construcción del “cuento”,
la triplicación (Propp 1970: 74-75), que puede afectar funciones
aisladas o agrupadas, e incluso “movimientos” narrativos enteros6.
Cervantes utiliza ampliamente este recurso, en variantes desde las
más elementales hasta las más complejas. Tres son, por ejemplo,
las señales por las que reconocen a Preciosa como hija de doña
Guiomar y de don Fernando, dando así remedio a la situación per-
judicial padecida años atrás por ellos y por ella. Tres son asimismo
los perjuicios que sufre Andrés a lo largo del relato7. Por último,
también se triplica el “movimiento” cuyo contenido se cubre con
la Novela Familiar.
En su expresión más sencilla y esquemática, dicho “movimiento”
abarca tres tiempos: (a) pérdida de la familia real e ilustre, que equi-
vale al perjuicio — (b) paso más o menos dilatado por una familia
adoptiva y humilde — (c) recuperación de la primera, equivalente al
remedio. Hay en La Gitanilla tres desarrollos narrativos de este tipo,
a cargo de sendos personajes:
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—Preciosa = Constanza de Azevedo y de Meneses protagoniza una
Novela Familiar propiamente dicha: (a) de niña ha sido robada por
los gitanos — (b) se cría con ellos hasta la edad de quince años — (c)
vuelve a encontrar a sus verdaderos padres, momento seguido por su
matrimonio.
—Juan de Cárcamo = Andrés Caballero, galán y pretendiente de
la anterior, atraviesa una historia de familia sui generis, paralela y
hasta cierto punto complementaria de la de Preciosa: (a) abandona
su hogar por voluntad propia — (b) entre los gitanos pasa dos años
como “novio a prueba” de la moza — (c) se revela a la familia natu-
ral, justo para unirse en matrimonio con su amada.
—Clemente, ex paje y poeta, cuya historia transcurre entre tres
familias, todas adoptivas, y por eso mismo dista mucho del modelo
conocido de la Novela Familiar. Conserva sin embargo la trayectoria
social de ésta (de la alta sociedad a un ámbito humilde, hasta mar-
ginal, y de vuelta a la alta sociedad), así como sus tres tiempos. El
héroe, pues, (a) obligado por un hecho de sangre, huye de la casa
en que servía (primera familia, ya adoptiva, pero noble) — (b) los
gitanos (familia adoptiva, humilde) le brindan refugio — (c) pasa a
Génova, donde le dan acogida amigos de su antiguo señor (nueva
familia adoptiva, equivalente a la primera).
Los tres “movimientos” coinciden en el tramo mediano cuyo con-
tenido, aunque distinto en cada caso, corresponde en cierto modo
a una adopción del héroe en cuestión por el aduar gitano (familia
humilde). También coincidentes — por lo menos temporalmente
— son los momentos finales de las tres historias. Sin embargo, entre
ellos parece haber cierta jerarquía: el reencuentro de Preciosa con sus
padres carnales pone remedio no sólo al daño infligido a ella misma
sino también a todos los perjuicios padecidos por los demás prota-
gonistas (Andrés se salva de la condena por homicidio, Clemente de
sus perseguidores).
Huelga destacar que el reconocimiento, momento final de la No-
vela Familiar, se proyecta como preámbulo del matrimonio. Es otro
rasgo de género, ya que las bodas constituyen el desenlace obligato-
rio del “cuento”.
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A la vez —pero en otra perspectiva— ello demuestra que la his-
toria de familia viene supeditada a una de amor8. Nada sorprenden-
te: estamos muy cerca de los “orígenes de la novela” y, en aquel en-
tonces, la esfera de este otro género comprendía casi exclusivamente
des histoires feintes d’aventures amoureuses, écrites en prose avec art,
pour le plaisir et l’instruction des lecteurs, según la sagaz definición de
su primer teórico, Pierre-Daniel Huet (en Lettre-traité sur l’origine
des romans, 1669). Lo inesperado del caso es la versatilidad formal de
La Gitanilla, que una vez apunta hacia el “cuento” y otra vez hacia
el roman. Es verdad que el roman al que se refería Huet no había
conocido aún la “convención de verosimilitud” y por tanto seguía
bastante compatible con la Forma Simple llamada “cuento”. Pero en
cuanto a ello el tratadista se encontraba harto rezagado respecto de
Cervantes, quien ya con su primer Quijote, o sea más de medio si-
glo antes (1605), había iniciado el gran desplazamiento encaminado
hacia un concepto plenamente moderno de lo novelesco9. En este
trayecto, la “novela ejemplar” marca una pauta reconocible.
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— happy end, amplificación argumental mediante la triplicación,
desenlace matrimonial obligatorio — también las conserva la “no-
vela ejemplar” cervantina.
Ahora bien, el matrimonio, pese a ser propio de la Forma Sim-
ple, apunta asimismo a otra clase de objetos literarios: la de los ro-
mans; compuesta por excelencia de “historias fingidas de aventuras
amorosas”.
Lo romanesque no es un rasgo casual, ni es un mero epifenóme-
no del procesamiento del material previo, sino, desde siempre, un
objetivo prioritario para Cervantes. Como él mismo lo afirma en el
Prólogo a sus Novelas ejemplares: “soy el primero que he novelado en
lengua castellana”. Trátese de la variante corta del género, que estaba
experimentando a la zaga de la novella italiana, o de la larga, que
había estrenado en el Quijote, esta primacía le confiere el derecho
—y hasta el deber— de releer toda la literatura por el prisma de la
novela.
Es en esta perspectiva y con este criterio “deformante” que Cer-
vantes construye a su Preciosa como personaje novelesco, pero que se
maneja en medio de un “cuento”.
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dentro de esta misma esfera: el acento afectivo más patente recae ya
no sobre los contenidos edípicos de la Novela Familiar (‘mis padres
no son mis padres’), sino sobre el deseo inscrito en ella, que exige y
obtiene satisfacción inmediata (‘quiero otros padres’).
Tal desplazamiento viene representado o mejor dicho drama-
tizado10 a través del propio argumento construido por Cervantes,
donde, como decía, el tema edípico tiene un peso bastante reducido.
Ello no quiere decir que todo contenido de este tipo se haya esfuma-
do de La Gitanilla. En adelante, las alusiones al complejo de Edipo
serán harto discretas, pero no imposibles de identificar como tales.
Por ejemplo, las reservas de Preciosa de cara a la unión libre prac-
ticada por los gitanos, el hecho de que a este respecto ella opone
firmemente su propio albedrío al uso consuetudinario, podrían in-
terpretarse como manifestaciones de rebeldía contra el sistema de
valores de la “familia colectiva”:
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Lo que nos impide reconocer la relación que tales rasgos de ca-
rácter y comportamentales mantienen con el substrato edípico de la
Novela Familiar es el hecho de que Preciosa deposita sus expectativas
ya no en recuperar su “verdadera” familia sino en adquirir una nue-
va, mediante el matrimonio11.
Tenemos que ver con la señal perentoria de un nuevo desplaza-
miento, operado esta vez en la esfera sexual. El relato deja de estar
centrado sobre el personaje infantil, casi asexuado, pero en cambio
obsesionado con la sexualidad de sus padres; la “novela ejemplar” se
construye alrededor de una heroína eróticamente madura que admi-
nistra su propio sexo en provecho propio.
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Sin embargo, entre la meta que se plantea la heroína y la vía que
escoge para acceder a ella no deja de subsistir una cierta contradic-
ción lógica. El autor ha de resolverla siguiendo una vez más las pau-
tas del sueño donde, según se sabe, las disyuntivas no tienen cabida.
La condensación freudiana es la operación onírica capaz de fundir en
una misma imagen ideas latentes encontradas entre sí. Por su lado,
Cervantes se enfrenta al reto análogo de crear una estructura explica-
tiva en la que quepan necesariamente tanto el apego a la virginidad
como la aspiración al matrimonio. Así pues, la virginidad se muestra
claramente como el más eficaz acicate al matrimonio.
Al “proponer” tal solución, el autor encuentra apoyos tanto en
las mentalidades de su tiempo y espacio, como — sobre todo — en
una lógica económica. La sexualidad tiene un valor de uso, expresado
en la búsqueda del placer; y tiene asimismo un valor de cambio, re-
lacionado con cierto status social. En concreto, está clarísimo que,
de cara a su pretendiente, la heroína suspende sabiamente el de uso,
a fin de acrecentar el valor de cambio de su “prenda”. He aquí la
esencia del famoso “recato” femenino, tan valorado entre los pueblos
mediterráneos.
El texto cervantino no podía ser más explícito:
o también:
y por último:
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Si vos, señor, por sola esta prenda venís, no la habéis de
llevar sino atada con las ligaduras y lazos del matrimonio
(…); que entonces no sería perderla sino emplearla en
ferias que felices ganancias prometen (énfasis míos).
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Sin embargo no es frecuente que este concepto se exprese de forma
tan abierta y brutal a propósito de la supuesta célula básica de la socie-
dad. La Europa de Cervantes no había dejado de ser, al menos nomi-
nalmente, cristiana, y el Cristianismo (salvo en los países en que ya se
adoraba al Dios weberiano de los protestantes) profesaba un antimer-
cantilismo radical; asimismo — don Quijote podía atestiguarlo —, en
Europa subsistían aún fuertes recuerdos de la cortesía y el amor cortés
medievales. La mezcla de esos dos ingredientes había producido cierta
idea de lo que hoy llamaríamos “corrección política”, la cual exigía, a
contrapelo de la realidad, defender que la esencia del matrimonio era
el sacramento y que en el amor — a lo humano o a lo divino, carnal o
de caridad, con o sin matrimonio — sólo regían motivaciones nobles
y desinteresadas. Es más: tal conciencia falsa — y a veces hipócrita —
estaba sólidamente instalada entre las expectativas “evasionistas” del
lector de novelas, quien en sus páginas buscaba “historias fingidas de
aventuras amorosas”. Todo lo cual obligaba al novelista (esto sí: para
mayor provecho de su arte) a un permanente juego irónico entre la
intencionalidad de dar cuenta de la verdad de los hechos y la necesidad
de hacerlo en formas ideológicamente aceptables.
Tampoco Cervantes puede (ni quiere) obviar la exigencia de ca-
minar en esta cuerda floja. Así, en La Gitanilla, ante el inconfesable
hecho de un Eros casi venal y avasallado por el interés, el autor no
fabrica versiones cosmetizadas ni pronuncia denuncias panfletarias,
sino procede al montaje de tres guiones motivacionales que colocan
a la la heroína y a su actuación erótica bajo la luz indirecta, pero no
por ello menos penetrante, de la metáfora.
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Bien mirada, la supuesta bipolaridad se revela por consiguiente
como una estructura triangular. Los dos términos iniciales aparecen
uno en lugar del otro, lo cual quiere decir que mantienen entre sí rela-
ciones de tipo metafórico, a saber in absentia. Sin embargo, para que
pueda operarse una comparación — aun abreviada (metáfora) —, es
preciso que los objetos comparados tengan algo en común. Tal fun-
damentum comparationis lo proporciona el hecho de que, en la obra
cervantina, ni el Amor ni el Arte se hacen “por amor al Arte”, sino al
cambio. Por otro lado, si en el mundo del mercantilismo, modelo de
todo intercambio es el económico y equivalente de cualquier valor de
cambio es el dinero, entonces precisamente este modelo y este equi-
valente vienen a constituir un nuevo vínculo entre los dos términos,
ahora ya in præsentia. Para recordar los mecanismos de la labor del
sueño, el dinero hace aquí las veces de condensación, restructurando la
relación lógica: no ‘Amor o Poesía’ sino ‘Amor y Poesía’, o mejor dicho
‘Amor / Poesía’; ya no metáforas uno de otra, sino metonimias de un
mismo valor de cambio expresado en contante y sonante.
Así, desde la primera descripción que nos da de su heroína, Cer-
vantes asocia inseparablemente en su retrato: seducción erótica, ha-
bilidades estéticas y provecho financiero. Obsérvese, por ejemplo, la
selección del vocabulario, hecha con tal criterio que ciertos concep-
tos-clave se apliquen indistinta y simultáneamente a las tres esferas:
-28-
que más se parece tal arte es al amor venal. De hecho, la asociación
de ideas debe de haber estado en la mente de muchos contempo-
ráneos de Cervantes: no sólo en virtud a estereotipos corrientes en
la época sobre comediantes y/o gitanos, sino porque, a todas luces,
ambas situaciones se rigen teniendo como único móvil la codicia.
Uno daría en pensar que la motivación respectiva destaca de ma-
nera aun más cínica en la esfera artística que en la erótica. Valor sim-
bólico, la virginal “prenda” de Preciosa se cotizaba a través de otro
valor simbólico (el matrimonio); la obra de arte se evalúa en efectivo.
Así, cuando un poeta le pasa a Preciosa cierta obrita suya para que se
la interprete, no olvida de acompañar el encargo por un escudo de
oro, gesto que le merece la jocosa aprobación de la joven:
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Veamos, para empezar, cómo interpreta el famoso recato virginal,
a partir de una motivación sublimada del mismo, que yo llamaría el
“síndrome de la Belle Dame sans mercy”.
La alusión es a un tema poético de procedencia medieval, “con-
sagrado” por el francés Alain Chartier (aprox. 1385-1433), en su
extensa composición homónima de 1424. Las historias de este tipo
versan sobre una moza apuesta y en edad de merecer quien, no obs-
tante ello, ahuyenta a sus pretendientes y rehuye el sometimiento
amoroso y la servidumbre matrimonial. La fábula es ambivalente,
pues, según quién y cómo ejerce su lectura, se presta tanto para estig-
matizar la crueldad de la dama, a menudo mortífera para el amante
despechado, como para resaltar en ella una incipiente “emancipa-
ción” femenina, manifestada en el porfíado rechazo a los roles asig-
nados a la mujer por la sociedad patriarcal.
En el Quijote de 1605 (11-14), Cervantes pinta la figura de una
tal mujer “emancipada”, la pastora Marcela, con evidente simpatía
(pasando por alto el hecho de que su reserva erótica se había cobrado
la vida de un infeliz estudiante, enamorado de ella)13. En La Gitani-
lla, el autor construye el carácter de la protagonista con un criterio
aparentemente similar, pues a propósito de los mismos temas —
amor/matrimonio y entrega/reserva sexual — que para toda “bella
despiadada” constituían el contenido y la piedra de toque de su dis-
curso, Preciosa manifiesta una notable independencia de espíritu,
llegando incluso a enfrentarse a los usos y costumbres de su “familia”
gitana. Con la diferencia de que la heroína reivindica su “emanci-
pación” no contra sino dentro de los “roles” respectivos (la puesta en
reserva del sexo contribuye a hacer más deseable el matrimonio).
Por otro lado, detrás de la bella sans mercy se esconde a veces, y
otras veces se muestra, una virago (hembra terrible y temible, de las
que hoy imaginaríamos con botas y látigo), representando el com-
ponente sadomasoquista rastreable ya en el “síndrome” de origen.
El vocablo es un retruécano que combina vir y virgo; el concepto —
cuyo origen se encuentra en la “marimacha” (gulāmiyya) celebrada
por algunos poetas de al-Andalús — enfatiza que este tipo de mujer
-30-
pone en su quehacer erótico cierta dosis de brutalidad “masculina”
(Pérès 1983: 401-402 y 429-430). Típico de la virago es, por ejem-
plo, su rencoroso regocijo al infligirle al varón la tan aborrecida y
aborrecible (para ella) esclavitud amorosa.
Es éste el comportamiento de Preciosa hacia don Juan de Cár-
camo alias Andrés Caballero, el señorito “agitanado” por habérselo
pedido su amada. La “tortura” que le aplica la moza compagina de
maravilla con su famoso recato: se trata de la promesa de entregársele
algún día, mil veces renovada y mil veces remitida a un horizonte
temporal más o menos lejano:
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La expresión en bastardillas no pasa de ser un tópico retórico. Sin
embrago, en este contexto preciso es difícil evitar la tentación de in-
terpretarla literalmente: como “maleficio gitano” obrando mediante
la posesión psíquica y la “atadura” de la voluntad.
-32-
Sea como fuere, para el héroe cervantino el supuesto assag consti-
tuye un nuevo guión, simétrico y complementario del anterior, pues
aquí el acento cae sobre la puesta en reserva de la sexualidad mas-
culina. La “emancipada” Preciosa sabe sin embargo dorarle la píldo-
ra con un audaz barniz moderno. Para empezar, esta dura “ordalía”
medieval viene presentada como una especie de noviazgo de prueba.
Además, tal proceder se justifica por analogía con la deontología co-
mercial, que exige que al “comprador” se le conceda un período de
gracia, para poder conocer los pros y los contras de la “mercancía”:
-33-
10. JURATA PROSTITUTIO (¿QUIÉN PAGA LA CUENTA?)
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UNA NOVELA DE FAMILIA
(CON SECUELAS POÉTICAS)
E
n las páginas que siguen me propongo demostrar desde una
perspectiva comparatística que el intertexto descrito en la
primera parte de este díptico se extiende más allá del ámbito
cervantino. El proceso mantiene la dinámica y las características
de la lectura deformante, que lleva a la eliminación completa de
los rasgos pertenecientes a la Novela Familiar. Perdura en cambio
Preciosa misma, siquiera como nombre. Asimismo, por mucho
que varíe la fisonomía del personaje, el interés de quienes se lo
apropian sigue, a la zaga de Cervantes, centrado en aspectos de su
sexualidad.
Para sostener tal hipótesis he elegido dos muestras. La primera
es un poema de Federico García Lorca, donde el granadino aún
sueña a Preciosa — la obra cervantina, pero desde el contexto es-
pecífico de su Romancero gitano (Preciosa/Lorca). La segunda es
un texto en prosa, presentado explícitamente como transcripción
de un sueño, cuyo autor es el poeta griego Odysseas Elytis (1911-
1996, Premio Nobel 1979). Aquí las huellas de la novela ejemplar
han desaparecido totalmente, pues Elytis sueña con Preciosa — el
personaje, a partir del punto donde acaba el soñar de García Lorca
(Preciosa/Elytis).
-35-
1. EXCURO DEL MÉTODO
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sueños — como quien dice “habla en lenguas” — mientras que la
poesía sueña los sueños del sexo y articula la “glosolalia” onírica en
discurso. Todo ello ha existido probablemente desde siempre, o al
menos desde que la humanidad ha dado en poetizar sus sueños. A
este antiquísimo esquema, lo inédito que trae la modernidad tardía
con sus vanguardias es una nueva forma de soñar.
En un breve ensayo de 1947 (lastimosamente poco conocido
fuera y aun dentro de su país) el rumano D. Trost, miembro del
grupo surrealista bucarestino (1944-1948), señala la falacia en que
cayeron, según él, los freudianos, al pretender haber descubierto «un
contenido latente con función erótica, al cual se tiene acceso me-
diante el ritual de la memoria asociativa». Tal “desvío racional” hace
perder de vista «el así llamado sueño manifiesto, hecho de imágenes,
que es el único que existe», y pasar por alto el «carácter universal-
mente amoroso de todas las imágenes oníricas como tales». Por con-
siguiente, en el centro mismo de la labor de interpretación arraigan
los mecanismos represivos que impiden a la conciencia «percatarse
del alcance real de las escenas que tienen lugar delante de ella». El
modelo alternativo del sueño, elaborado por el teórico rumano, re-
chaza la dicotomía freudiana «contenido latente» versus «contenido
manifiesto», proponiendo a cambio una especie de aplanamiento de
los dos niveles. También propone un modelo analítico destinado a
funcionar por «eterno retorno sobre sí mismo, arrastrando consigo
capas sucesivas y cada vez más amplias de realidad». Tal «tautolo-
gía dialéctica», que postula aquí Trost, tiene mucha analogía con
el principio de la autorreferencialidad y autorreflexión del mensaje,
que es el meollo de la “función poética”, según la definición de Ro-
mán Jakobson. Adelantándose en unos veinte años a la codificación
teórica de dicha idea, el surrealista rumano la formula en el lenguaje
provocativo de los manifiestos de vanguadias: «Puesto que semejante
identificación infinita, que arranca desde el cristal, es propia de la
modalidad poética, objetivo y científico sólo puede ser un enfoque
poético del sueño» (Trost 1983: passim) 18.
18 El original está en francés. El resumen y la traducción de las citas son míos. Los
subrayados pertenecen al autor.
-37-
Trost describe, pues, un mundo onírico cuya característica es
la “erotización general de la materia” del sueño. Su condición de
existencia es, en mi opinión, el inconsciente inteligente de los su-
rrealistas que, mediante un entrenamiento específico (ejercicio del
dictado automático, cultivo sistemático de estados mediúmnicos e
hipnagógicos etc.), aflora en la superficie del alma, e incluso aspira a
integrarse con los contenidos psíquicos manifiestos, formando la así
llamada “superconciencia” 19.
Los sueños poéticos que me propongo examinar a continuación
son productos de un psiquismo afín al que ha venido generando esta
nueva manera de soñar. Por consiguiente, para acercarse a ellos pue-
de resultar útil un modus operandi extrapolado a partir del modelo
de Trost, y distinto de un psicoanálisis “tradicional”, que utilizara los
instrumentos y metodos freudianos de interpretación de los sueños
para acercarse a obras literarias igualmente “tradicionales” (como el
que yo mismo he aplicado en mi anterior lectura de La Gitanilla).
Dado que tanto en el poema de García Lorca como en el texto de
Elytis el contenido sexual del onirismo, otrora de substrato, está ya
presente a flor de piel, la clave metodológica para su análisis es re-
nunciar a la proyección y jerarquización en profundidad del material
psíquico. Desde luego, ello no significa que en adelante el discurso
crítico descartará cualquier referencia a la dimensión “latente”, sino
que es preciso advertir que dicha dimensión pertenece al texto mis-
mo y se refiere a contenidos de índole estrictamente (inter)textual.
En este preciso contexto, también la condensación, el desplazamiento
y la representabilidad (o dramatización) conservarán su valor instru-
mental, ya que al rendir cuentas sobre la transformación de un con-
tenido latente en contenido manifiesto, de hecho las rinden sobre la
deformación que borra las huellas de la “influencia”. Sin embargo,
entre las operaciones de la labor de sueño la primacía por orden de
importancia pertenece en este caso a la elaboración secundaria, que
19 Poca documentación hay sobre este tipo de prácticas y menos aun sobre los corolarios
teóricos de las mismas. El dato sobre el esfuerzo de ciertos surrealistas por alcanzar una
especie de individuación (diferente de la jungiana), que sería la “superconciencia”, lo
sonsaqué a través de largas conversaciones con mi inolvidable maestro y amigo, el gran
poeta surrealista rumano Gellu Naum (1915—2001).
-38-
pasa a “primaria” por cuanto es el arte poética de la imágen onírica.
De lo anterior se deduce que tanto el acercamiento analítico de
tipo freudiano —en pos del trasfondo oculto—, como el “trostia-
no” —orientado hacia el sistema patente de imágenes—, remiten en
primera y última instancia a un análisis literario. Así, mi conclusión
al respecto no puede sino reiterar, con leves variaciones, a la de Trost:
cuando el sueño es texto y los textos sueñan, el único psicoanálisis
“objetivo y científico” es su “enfoque poético”.
-39-
Por cierto, esta idea — como la anterior — pertenece a los loci
communi de la crítica lorquiana. Para pasar de semejantes generali-
dades a la labor del sueño con sus operaciones específicas, y más que
nada para valorar su alcance concreto, hay que observar de cerca la
“lectura deformante” de las reminiscencias cervantinas (y otras por
el estilo), que emprende el poeta; reminiscencias que, por otro lado,
no se reducen, ni muchísimo menos, al mero nombre de la heroína,
como la misma crítica ha querido hacernos creer20. De hecho, en
el romance, Preciosa es más bien un señuelo, cuya representabilidad
explícita monopoliza la atención, y así “borra” otras huellas intertex-
tuales (es decir oculta su presencia a los ojos del lector) 21.
Entre ellas, algunas susceptibles de proporcionarnos la clave
principal para la interpretación del sistema de imágenes del poe-
ma en su conjunto. En la profusión de epítetos y metáforas — a
veces bastante efectistas — que designan al viento perseguidor de
Preciosa, el calificativo de San Cristobalón desnudo (Preciosa/Lorca:
v. 21) no destaca en absoluto22. No obstante ello, y de acuerdo una
vez más con la lógica onírica, precisamente tal presencia “discreta”
nos hace sospechar que la expresión respectiva es el resultado de un
desplazamiento de acento emocional y valórico, que a su vez traiciona
20 Sin embargo Guillermo Díaz Plaja, tras señalar la concidencia de “nombre y estado”
entre la Preciosa lorquiana y la cervantina, manifiesta que ésta no es la única huella que
la novela ejemplar ha dejado en Romancero gitano (Díaz Plaja 1971: 324). Aun así, se
trata de una afirmación hecha de paso y entre paréntesis, sin que se nos proporcione
detalle alguno al respecto.
21 Por ejemplo, el refugio y la ayuda que le brinda a Preciosa el cónsul de los ingleses
(Preciosa/Lorca 1928, 46 sq.) pueden ser el eco “desplazado” del reconocimiento final
de la heroína por su verdadera familia (Preciosa/Cervantes 1613), episodio que, a su
vez, constituía uno de los escasos rasgos de la primigenia “novela familiar” conservados
en La Gitanilla. En este caso concreto, la “lectura deformante” echa mano de un
recurso onírico bastante frecuente, que es el reemplazo del sentido metafórico (de
una palabra, una situación etc.) por su significado literal (cf. Freud 1969, passim): la
“distancia” social que separa al héroe de la familia que le acoge en su seno (humilde à
alto) se convierte aquí en la distancia etnogeográfica, o sea en última instancia espacial,
entre Preciosa y su protector (gitana/española à inglés).
22 Ni siquiera llama demasiado la atención su carácter incongruente con el contexto,
pues en el verso inmediatamente siguiente, una imagen mucho más chocante: lleno de
lenguas celestes (Preciosa/Lorca: v. 22) — lo desvía hacia un transparente emblema del
cuniliguus.
-40-
una intensa “angustia de influencia” (como diría Harold Bloom). Es
como si García Lorca quisiera a toda costa disimular el lugar textual
donde tiene arraigo esta imagen. En una escena, por lo demás epi-
sódica y accesoria, de La Gitanilla, la heroína pronuncia un breve
texto versificado, de carácter apotropaico, contra “el mal de corazón
y los vaguidos de cabeza”, en realidad destinado a aplacar los celos
que siente Andrés al oír el soneto dedicado a Preciosa por un paje—
poeta; el supuesto conjuro comienza con la exhortación juguetona:
Cabecita, cabecita / tente en ti, no te resbales y acaba con una especie
de envío o dedicatoria, pero “a lo divino” (como dirían en la época):
Dios delante / y San Cristóbal gigante (Cervantes 1986: i, 98) (énfasis
mío).
La labor de la “lectura deformante” que efectúa García Lorca
arranca justamente desde este ‘San Cristóbal’23. El poeta procede, para
empezar, por unas pocas modificaciones y sustituciones léxicas, relati-
vamente fáciles de comprender con referencia a la “dicción formular”,
pues tanto su verso como el de Cervantes se ajustan a un determina-
do “pattern rítmico” (Lord 1960: 37), que es el tetrametro trocaico
romanceril. Más difícil parece responder a la interrogante de cómo y
-41-
por qué San Cristóbal/-ón aparece aquí desnudo. Para hacerlo hay que
tener presente que la peculiar polisemia producida por la condensación
onírica hace que las imágenes diverjan hacia múltiples direcciones y
que en ellas converjan múltiples procedencias (Freud 1969: IV). A
mi parecer, la imagen de García Lorca condensa la siguiente cadena
asociativa: (i) la c o r p u l e n c i a atribuida al santo en cuestión por la
tradición popular (ii) le confiere un aspecto extremadamente v a r o n
i l y hasta (iii) sexualmente a g r e s i v o , que provoca (iv) el virginal
t e m o r de Preciosa (lo cual explica su huída). Al decir “condensa”,
entiendo que únicamente los eslabones (iii) y (iv) están representados
o dramatizados explícitamente en el poema; el (i) pertenece a la novela
ejemplar y ha sido ocultado (por constituir una “influencia”), mien-
tras el (ii), eslabón importante para la coherencia lógica del sistema
asociativo, sólo puede deducirse. Tengo la sensación de que, en este
preciso punto, converge otra “influencia”, igual de bien disimulada,
que llega desde Los melindres de Belisa de Lope, obra que precede a
la novela cervantina en, por lo menos, un lustro (y que García Lorca
debió de conocer, ya que se apropió el nombre de la heroína para su
divertimento teatral Los amores de don Perlimplín y Belisa en su jardín).
Hay, pues, en la comedia lopesca un largo parlamento escrito en forma
de romancillo, donde la muy remilgada doncella da rienda suelta a sus
fantasmas más o menos histéricos acerca de la angustia que le produce
el contacto físico con el sexo opuesto. Allí, el gigantesco San Cristóbal
es evocado en un contexto supersaturado de emblemas de la virilidad
lindando en lo bestial, tan evidentes que el recurso a claves freudianas
resulta casi superfluo (cf. Vaiopoulos 2001: 118-119)24.
Eso es, más o menos, todo lo que puede decirse del sueño poé-
tico de García Lorca en sistema psicoanalítico “clásico”, a saber
orientado hacia el contenido latente; con la salvedad de que —
repito — dicho contenido es de índole (inter)textual y su carác-
ter latente se debe a la “angustia de influencia”. En otras palabras,
-42-
hemos visto cómo los antecedentes literarios del romance, y sobre
todo cierto detalle de La Gitanilla han sido ocultados y “defor-
mados” — hasta volverse irreconocibles — por obra de las opera-
ciones oníricas de desplazamiento, condensación y dramatización.
Queda por examinar lo esencial, o sea la elaboración secundaria,
cuyo producto es el sueño manifiesto (“el único que existe”, según
Trost), vale decir — en nuestro caso — la composición propia-
mente literaria del romance, donde el material — sea cual fuere su
procedencia — viene (re)organizado con fines estéticos.
Cierta observación, formulada por Guillermo Díaz Plaja en su
ensayo monográfico sobre el granadino, constituye una buena pauta
para empezar. Manifiesta el crítico español que “Preciosa y el aire”
es una de las piezas más representativas para la fórmula lorquiana en
esta etapa (la del Romancero gitano), basada en la “convivencia” entre
imágenes de una gran audacia y el lenguaje llano y natural (Díaz
Plaja 1971: 122).
En efecto, si de audancia se trata, el texto nos pinta, sin apenas
eufemismos, un “acoso sexual” de inusual violencia y un estupro vir-
tual que se extiende desde caricias lascivas: Niña, deja que levante / tu
vestido para verte./ Abre en mis dedos antiguos / la rosa azul de tu vientre
(Preciosa/Lorca: vv. 25-28) hasta el cunilingus — cuya metonimia son
las lenguas celestes y relucientes (ibid.: vv. 22 y 42) del potencial viola-
dor — y el coito propiamente dicho, representado metonímica y a
la vez metafóricamente por el símbolo fálico espada caliente (ibid.: V.
32). Todo ello parece, en primera instancia, uno más entre los artifi-
cios de los que se vale el poeta para ocultar la “influencia” cervantina:
con respecto a la novela ejemplar, en el romance asistimos a una clara
inversión de términos, por cuanto al papel dinámico y agresivo lo asu-
me aquí el factor masculino (a diferencia de La Gitanilla, donde ese
mismo factor aparecía en postura de “varón domado”).
Ahora bien, si mantenemos la interpretación del poema de García
Lorca dentro de una perspectiva onírica, es sumamente paradójico que
sus imágenes patentes, consideradas una por una, resulten mucho más
chocantes que las latentes — cuando lo normal sería el contrario ya
que, según Freud, la elaboración secundaria tiene la función de hacer el
sueño medianamente aceptable, o siquiera inteligible (Freud 1969: IV).
-43-
En honor a la verdad hay que decir que, gracias al principio de la
“convivencia” señalado por Díaz Plaja, eso es precisamente a través
del equilibrio entre audacia y naturalidad expresivas, la elaboración
secundaria cumple parcialmente con su misión, suavizando la trucu-
lencia de las imágenes de agresión sexual (por otro lado altamente
metaforizadas).
La explicación del fenómeno y de su ambivalencia hay que bus-
carla dentro del sistema de Trost. Según el surrealista rumano, en
cuyo modelo onírico (recordémoslo) queda abolida la dimensión de
profundidad, tanto el contenido erótico como la censura del mis-
mo operan en la superficie del sueño. La censura es un atributo de
la propia conciencia — y no de algún estrato psíquico intermedio
(preconsciente etc.), como postula la ortodoxia freudiana — y, de
hecho, se identifica con la racionalización. Es ella la que determina
el “desvío” interpretativo hacia el contenido latente, remitiendo toda
actividad onírica (e inconsciente, en general) al esquema edípico; y
también ella la que impide a la conciencia misma “captar el verda-
dero alcance de las imágenes que transcurren en su proximidad” (cf.
Trost 1983: 483).
Pues bien, parece ser que el papel de censura viene asignado en
el poema de García Lorca al lenguaje natural con el que las imágenes
respectivas “conviven”, y que las neutraliza al hacerlas alternar con
pasajes de simple prosa ritmada (cf. Díaz Plaja 1971: 123). Pero la
acción de este parţametro estilístico llega aún más lejos, ya que de
él se deduce una forma global en cuyo seno la truculencia de las
imágenes sexuales resulta a su vez natural. Tal forma podría ser el
poema alegórico-mitológico de cuño barroco, donde no pocas veces
la trama convencional sirve de coartada para lo grotesco y lo mons-
truoso y acoge escenas de tonos subidos en lo violento o lo erótico.
Un ejemplo típico en este sentido ofrece Góngora, con su Fábula de
Polifemo y Galatea (1612).
No es de extrañar por lo tanto que, en su condición de miembro
de una generación poética cuyo principio cohesivo fuera el compar-
tido fervor gongorino, el granadino haya compuesto en homenaje al
-44-
cordobés su propia “Fábula de San Cristóbal y Preciosa”25. Y si en la
gongorina, Lorca veía “un poema de erotismo puesto en sus últimos
términos”, los de una “sexualidad floral” (Lorca 1969: 80), el rasgo
distintivo de su “réplica” es (valga la perífrasis) una sexualidad aérea
rayana en lo tormentoso. En efecto, conforme a la antemencionada
pauta de género (fábula), el San Cristóbal lorquiano no es sino una
alegorización del viento, en tanto que el guión narrativo del romance
repite con leves variaciones la leyenda del rapto de Oritía, hija de
Erecteo, rey de Atenas, por Bóreas, el viento del Norte (cf. J. C.
Forster 1966: 114)26.
Conviene sin embargo recordar que el alegorismo es un recurso
de la censura, destinado a hacer que los acontecimientos referidos
resulten “naturales” a los ojos de la conciencia, puesto que en con-
texto alegórico Preciosa aparece en postura de ninfa acosada por un
sátiro o por un dios pagano. Más acá o más allá de ello, el poema de
García Lorca constituye, en clave onírica, la expresión explícita, la
materialización de un deseo27. Deseo de revancha y venganza: como
si, persiguiendo a la niña gitana con ánimos de violarla, el rudo y
varonil vendaval de García Lorca quisiera desquitarse en ésta, por
cuenta de los varones despechados por la otra — la cervantina —,
con sus trucos de consumada allumeuse28.
-45-
Volviendo al “enfoque poético” del sueño lorquiano (el único
“objetivo y científico”, según Trost), me propongo finalizar este
párrafo con el examen de dos tópicos de índole propiamente lite-
raria: el semantismo de la imagen y la función de la trama narrati-
va de conjunto. Tanto en uno como en otro aspecto, García Lorca
sigue las directrices que él mismo puso de relieve en la poesía
Góngora.
“Para que una metáfora tenga vida” —manifiesta el poeta—“ne-
cesita dos condiciones esenciales: forma y radio de acción” (Lorca
1969> 68 (Imagen). Ahora bien, al observar la imagen del viento
personificado, que ocupa el centro del romance, comprobamos que
su esfera s e m á n t i c a tiene justamente dos polos:
-46-
Para indagar el aspecto funcional de la trama narrativa, hay que
reflexionar sobre el rótulo de “fábula” que, un tanto metafóricamen-
te, acabo de aplicar al romance de García Lorca. Intentando precisar
más el perfil de este concepto, aprovecho la oportunidad para hacer
dos observaciones que me parecen harto útiles al respecto:
Sin embargo, entre todas estas metáforas, hay una que al final
queda suelta, sin que la composición narrativa del poema consiga
domeñarla. La imagen respectiva tiene que ver con la “ágil castidad”
de la heroína (Díaz Plaja 1971: 123), quien logra burlar la perse-
cución, dejando a su persecutor furioso y frustrado, a morder en
-47-
los techos de pizarra (Preciosa/Lorca: v. 27). Tal frustración ofrece la
“moraleja” de que, más allá de la “angustia de influencia”, con su lec-
tura deformante, y más alla de la disciplina que el molde tradicional
impone al material temático, en el texto de lorquiano el enigma de
la esquiva y huidiza sexualidad de Preciosa (que arranca desde Cer-
vantes) conserva intacta su irreductible magia.
30 En una página de corte memorialístico, Elytis esboza con rasgos firmes y escuetos el
paisaje de aquellos años terribles y fervorosos cuando, a pesar de los pesares, una tertulia
de famélicos muchachos se citaba en el ateniense Café Loumides, para saciar su hambre
de poesía. A mesitas vecinas llegaban capitostes del mercado negro quienes, entre trato
y trato, les echaban miradas torvas y a ratos asustadas, “(…) cuando casualmente a sus
oídos llegaban briznas de nuestra jerigonza, que habíamos enriquecido últimamente
con vocablos españoles de pura cepa, como aquello de verde que te quiero verde, o
lo otro, aun más dulce al paladar, de en la noche platinoche/ noche, qué noche nochera”
(Elytis 1974: 399).
-48-
cidad” (hellenikóteta) cultural en términos también modernos. Por
lo general, el tenor de tal gestión no fue “revolucionario” sino más
bien “reformista”, ya que se persiguió prioritariamente la integra-
ción y la síntesis, antes que la ruptura entre lo tradicional y lo no-
vedoso. Salvando las diferencias y guardando las proporciones, se
siguió al respecto el modelo del high Modernism angloamericano y
su ideal de classical Revival, promovidos en Grecia con mucha auto-
ridad intelectual por Yorgos Seferis, el principal teórico del grupo.
No obstante ello, dentro de la Generación del 30 también hubo un
núcleo radical, a cuyos representantes — entre ellos a Elytis —‚ tal
moderación les quedaba corta. Por consiguiente, se esforzaron por im-
primir a sus búsquedas un cariz vanguarista de tendencia surrealizante.
Son justamente estas dos pautas las que guían el juicio de Elytis
sobre García Lorca, formulado en un ensayo de 1944, que refleja
los datos fundamentales del horizonte de expectativa generacional:
“Basta con leer la Oda a Salvador Dalí (...) para comprender qué es
lo que el poeta pretendió conservar y qué rechazar, qué modificar
y qué asimilar, qué censurar y qué aclimatar a la atmósfera de su
propia tradición, de entre el acervo del Surrealismo internacional”
(Elytis 1974: 631).
Interesado en el onirismo del granadino31, “sueño en alerta” ca-
paz de captar “la poesía antes y después del poema” (Elytis 1974:
378), era natural que tarde o temprano el poeta griego parase mien-
tes en “Preciosa y el aire”. Como en la pieza respectiva parte de su
poeticidad precede al poema propiamente dicho, pues procede del
soñar lorquiano acerca de la heroína de Cervantes, Elytis se encarga
simétricamente de rastrear la “poesía después del poema”, al soñar a
su vez con el personaje del sueño de Lorca.
Resultado de ello, el “Sueño con Preciosa”, es — como ya he
dicho — un texto que se recomienda como stricto sensu onírico.
Pertenece a la sección titulada “Los sueños”, de Las cartas bocarri-
ba, libro en que Elytis recoge gran parte de su prosa ensayística y
31 ...cuya lección Elytis ya parece haber asimilado en 1943, año en que edita su poemario
Sol Primero, donde, igual que en el Romancero girano (sostiene una sagaz estudiosa
griega), existe una “realidad onírica” que recuerda la del país de las maravillas de Lewis
Caroll o de las películas de Walt Disney (cf. Koutrianou 2002: 64).
-49-
memorialística. En concreto, el poeta lo clasifica en la categoría de
sueños evocadores de personas “a veces conocidas y reales, otras veces
imaginarias, sacadas directamente de la historia literaria”. Dicho ma-
terial onírico debe de ser anterior a la obra elytiana madura, pero lo
único que se nos dice a ese respecto es que el poeta lo había reunido
y transcrito hacía años, en períodos cuando (a la par de muchos su-
rrealistas) se estaba ejercitando en “considerar la vida cotidiana desde
el punto de vista del sueño” (Elytis 1974: 203-207).
32 Quizás porque, a un nivel más general, el precedente de García Lorca, con su síntesis de
tradición y vanguardismo, le sirve a Elytis para aplacar u obviar la “angustia de influencia”
mucho más efectiva y contundente, que le provoca el Surrealismo “puro y duro”.
-50-
A mi modo de ver, las primeras tres operaciones oníricas (despla-
zamiento, condensación y dramatización) participan aquí de la elabo-
ración secundaria y contribuyen a la estructuración del “guión” del
sueño. Huelga asimismo recordar que dicho “guion” es el propio con-
tenido manifiesto y, como tal (hablando nuevamente en los términos
de Trost), “crea” y es “creado” por un deseo a su medida. Obviando
cualquier tergiversación latente y optativa, las imágenes oníricas nos
muestran de forma abierta, directa y actual a una Preciosa que por fin
corresponde al apetito varonil, tanto más cuanto tal apetito apenas va
más allá del voyeurismo. Todo ello tiene en el texto elytiano (en mayor
medida que en el de García Lorca) un desarrollo narrativo, bajo la
forma de una trama dividida en tres secuencias o escenas.
-51-
Sin embargo, tal deseo resulta en primera instancia frustrado,
con lo cual la secuencia se cierra:
-52-
vedad, muerta de risa y con ademanes graciosos. Antes
de que los pies de la niña toquen el suelo, las señoras
la propulsan nuevamente hacia lo alto con un cariño-
so golpecito en su trasero, y luego la contemplan bajar,
con su faldita que se levanta, como falda de bailarina.
-53-
Luego, tras la desparición de las monjas (dejando sin embargo
tras ellas “varios crucifijos católicos” colgados en las paredes), a la
imagen se añade un nuevo detalle:
-54-
pretación literaria. En la textura del sueño existen ciertas imágenes
e ideas de carga afectiva que, bien miradas, remiten unas a otras en
base a ciertas afinidades a distancia, formando así redes que, a su vez,
motivan las acciones que componen la trama onírica. El concepto de
motivación, perteneciente a la poética narrativa, describe asimismo,
pues, la acción estructurante ejercida por la elaboración secundaria
sobre el contenido manifiesto del sueño, visto como texto poético.
A mi modo de ver dichas redes son las siguientes:
-55-
2. persecución — juego — vuelo La huida de Preciosa se produ-
ce, como recordamos, tras el malentendido sobre la naturaleza
precisa del deseo que ella quiere y puede satisfacer y después de
la promesa de satisfacerlo pese a todo, bajo reserva de su suaviza-
ción en dirección a lo visual. Pues bien, la persecución de la he-
roína por un “largo, interminable corredor” representa, a mi pa-
recer, una especie de penitencia impuesta a ese mismo deseo, con
miras a su respectiva sublimación. Prueba de ello el que, al cabo
del trayecto, el persecutor puede contemplar el juego “con” Pre-
ciosa: una típica “traducción” onírica del significado metafórico
en significado literal — a partir (quizás) de la expresión ‘ser/estar
hecha un juguete del deseo’ — que en el contexto connota com-
placiente entrega del personaje a la mirada del voyeur. Otro tanto
sugiere su vuelo, a través de una alusión por rebote a la Preciosa
lorquiana. La de Elytis manifiesta su consentimiento asumiendo
la sexualidad aérea de la otra, precisamente porque, al elevarse
por los aires, convertida en balón o “cometa”, ofrece al mirón el
panorama de sus “partes ocultas” a punto de descubrirse.
-56-
Ya fuera del texto, me permitiré hacer una hipótesis, un tanto
especulativa, acerca de este dato que escapa a la motivación onírica.
La culpabilidad que transmite la última secuencia del sueño no pue-
de radicar en el voyeurismo, ya que Preciosa consiente de su propia
voluntad satisfacer deseos de este tipo, y hasta ayuda a su formación
y formulación. Causa del sentimiento de culpa parece ser el carácter
pedofílico de las preferencias sexuales expresadas por este sueño33.
Si la aceptamos como acertada, tal conjetura nos explica la “sua-
vización” del deseo en función justamente de la tierna edad del per-
sonaje femenino. También nos explica el final del sueño que inte-
rrumpe el cumplimiento del deseo voyeurístico. El despertar asume
aquí la frustración y la “motiva”, al enmarcarla en una forma textual
homologada y clasificada, que pertenece al experimentalismo surrea-
lista: se trata “mera y simplemente” (nos susurra al oído una voz sa-
bia y tranquilizadora) de la transcripción de un sueño, ...y los sueños,
sueños son. Reconocemos, pues, los efectos de la censura que, según
Trost, actúa en la superficie del sueño e impide a la conciencia valo-
rar el alcance real de las imágenes oníricas. En el caso concreto del
sueño elytiano, tal valoración tergiversada podría referirse a la índole
pedofílica del deseo, cuya “coartada” visual no consigue eximirlo de
ciertos rezagos de culpabilidad.
5. PARA CONCLUIR
-57-
podría definirse como “antiedípica”. Ello no remite tanto a Gilles
Deleuze como a la guerra sin cuartel que una treintena de años antes
los surrealistas rumanos (entre ellos D. Trost), habían declarado a los
“restos diurnos” — de la opresión social e histórica — que, a través
del complejo de Edipo, ponen trabas al libre juego del deseo. En el
mismo sentido, Andreas Empeirikos, maestro y correligionario de
Elytis, instaba a los surrealistas griegos a luchar por la “irrestricta e
ilimitada” libertad amorosa.
El que tales metas se alcancen sobre todo en el terreno oníri-
co y el poético mantiene viva la esperanza de que (como decía al
principio de estas páginas) la trinidad Sexo — Sueño — Poesía está
en condiciones de devolverle al mundo la dimensión mágica que le
amputara la edad moderna.
-58-
ANEXOS
-59-
-60-
I. FEDERICO GARCÍA LORCA
Preciosa y el aire
A Dámaso Alonso.
Su luna de pergamino
Preciosa tocando viene
por un anfibio sendero
5 El silencio sin estrellas,
huyendo del sonsonete,
cae donde el mar bate y canta
su noche llena de peces.
En los picos de la sierra
10 los carabineros duermen
guardando las blancas torres
donde viven los ingleses.
Y los gitanos del agua
levantan por distraerse,
15 glorietas de caracolas
y ramas de pino verde.
Su luna de pergamino
Preciosa tocando viene.
20 el viento que nunca duerme.
-61-
25 —Niña, deja que levante
tu vestido para verte.
Abre en mis dedos antiguos
la rosa azul de tu vientre.
El inglés da a la gitana
un vaso de tibia leche,
y una copa de ginebra
que Preciosa no se bebe.
-62-
55 Y mientras cuenta, llorando,
su aventura a aquella gente,
en las tejas de pizarra
el viento, furioso, muerde.
-63-
-64-
II. ODYSSEAS ELYTIS
Los sueños
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vivo solo y que puede seguirme a mi piso; pero no, no es esto: he in-
terpretado mal sus intenciones. Sin enfadarse sino bien al contrario,
haciéndome mil gracias, me indica los papeles que trae, y finalmente
me da a entender que debería comprarle algunos. Me los hace ver:
son fotos de futbolistas, es más: de ases del balón, cuyos nombres
conoce de memoria y pronuncia uno a uno, a fin de facilitarme la
elección. Con visible desengaño le digo que tales asuntos no me in-
teresan en absoluto.
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de risa y con ademanes graciosos. Antes de que los pies de la niña
toquen el suelo, las señoras la propulsan nuevamente hacia lo alto
con un cariñoso golpecito en su trasero, y luego la contemplan bajar,
con su faldita que se levanta, como falda de bailarina. Es una mara-
villa. Mi corazón late con fuerza. Dejo de lado cualquier vergüenza
y avanzo hacia el centro de la habitación, para poder ver mejor; in-
cluso, para no asustar a las dos señoras, tomo un aire familiar, como
si hace rato participase yo también del juego. Mas las señoras se han
convertido ahora en dos monjas católicas, con enormes tocas blancas
cubriendo sus cabezas y pesados crucifijos colgados de sus cuellos; se
han puesto muy serias y me están mirando temerosas, cubriéndose
la boca con la mano, como si les diera mucha vergüenza que las hu-
biese pillado in fraganti. «Bueno, a lo hecho pecho», pienso, y decido
hacer como si no existieran.
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vuelo intentase dirigir. Al principio siento algunas vibraciones fuer-
tes; luego, como si toda resistencia hubiese desaparecido, estiro, y las
braguitas comienzan a deshilarse, a la manera de un tejido, dejando
poco a poco al descubierto las partes ocultas de la pequeña. La cinta
llega ahora hasta el suelo de espejo, pero, en vez de amontonarse allí
haciendo un ovillo, se proyecta hacia abajo y forma un vínculo, una
especie de cordón umbilical que une las dos imágenes de Preciosa
por aquel ángulo oscuro de sus muslos entreabiertos. Con el alma en
vilo sigo la escena esperando el momento en que el paulatino descu-
brimiento alcance el punto preciso. Despierto presa de una terrible
desilusión.
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DE CARA AL CRISTIANISMO CÓSMICO
C
uál es, cabalmente hablando, la índole de la religiosidad
cervantina? ¿Cómo y hasta qué punto las creencias religio-
sas de la persona empírica influyen en la obra del artista?
Son temas de los más complejos (y peliagudos) que plantean la exé-
gesis y la hermenéutica en torno al autor del Quijote.
Épocas y críticos para quienes los contenidos de disentimien-
to y la eventual carga subversiva que acarrea la literatura constitu-
yen sus virtudes supremas, han hecho de Cervantes un heterodoxo
multifacético (desde judaizante a erasmista)34. Otras épocas y otros
críticos han querido ver en él poco menos que un fundamentalista
tridentino35. A mi parecer, el diagnóstico más acertado pertenece
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a quienes sostienen — como Américo Castro, Martín de Riquer y
otros — que nuestro autor debe de haber sido un cristiano sincero
y respetuoso del dogma (prueba de ello que nunca sus escritos le
crearon desavenencias con el Santo Oficio). Agregaré sin embargo
que ello no es señal de conformismo; más bien denota la inapetencia
de Cervantes por problematizar inútilmente la fe, ya que su interés
real iba hacia los valores éticos — contextualizados en la vida —, que
no hacia debates teológicos abstractos (de aquéllos que inflamaban
los espíritus de sus coetáneos). Pues bien, tal piedad sencilla y poco
problemática es precisamente la que mejor compagina con la natural
propensión del autor a la tolerancia y la falta de fanatismo.
Por otro lado, la cervantina no es una fe sin nervio: también
tiene su aspecto polémico, que apunta a un blanco determinado. Mi
tesis es que Cervantes encara con cierta adversidad una serie de ideas
y prácticas heterodoxas que, según su procedencia cultural, pueden
clasificarse en dos categorías: 1º — el corpus de creencias y ritos que
conforman la religión popular y 2º — el contenido pararreligioso de
la ficción caballeresca, cuyo núcleo duro es la famosa “cortesía”, o
religión del Amor.
Sin desatender las grandes diferencias que existen entre los dos
grupos, me parece útil abordarlos sin embargo desde una perspectiva
unitaria. Para tal efecto propongo como posible instrumento teórico
el Cristianismo cósmico, acuñado por el historiador rumano de las
religiones Mircea Eliade.
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tónoma y completa del mismo. Sin embargo el rompecabezas se deja
reconstituir a partir de sus piezas sueltas: se trata de la más original
creación espiritual de las poblaciones rurales sureste europeas (espe-
cialmente rumanas), donde “por un lado (se) proyecta el misterio crís-
tico sobre la naturaleza en su conjunto, y por otro lado (se) desesti-
ma(n) los elementos históricos del cristianismo” (Eliade 1995: 259 y
Eliade 1976: ii, § 237). Dichos elementos, que la mentalidad arcaica
rehúye, “insistiendo, por el contrario, sobre la dimensión litúrgica de
la existencia humana en el mundo”, pertenecen a la tradición bíblica,
sobre todo (aunque no exclusivamente) a la veterotestamentaria, don-
de el genio religioso judaico deja constancia de su visión de la historia
“como teofanía” (Eliade 1969: 122 sq.)36 Estos son los datos básicos
del problema. Ahora bien, en sus Diarios de los años 1962-66, el autor
esboza (¡lástima que sólo au vol de la plume!) algunas direcciones de
extensión y ampliación de su teoría. Para empezar, tácita y paulatina-
mente, la desvincula de sus determinaciones demasiado limitativas: lo-
cales (sureste de Europa), confesionales (contexto cristiano-oriental),
potencialmente etnocéntricas (espiritualidad rumana). En paralelo,
ensancha la esfera de su concepto para abarcar una religiosidad cósmica,
más o menos ecuménica (Eliade 2004: i, 541, 546, 566-7 etc.)
Sería muy tentador (y no del todo arbitrario) ver en esta “reli-
gión cósmica” la ontología implícita que sostiene la creatividad y
las mentalidades folklóricas. De ser así, es de extrañar cómo Eliade
jamás ha establecido una correlación entre ésta y la otra cara de la
espiritualidad popular, que es la magia. Tanto más cuanto sugeren-
cias al respecto se encuentran en su propia obra, particularmente
en una serie de estudios y artículos de su período rumano. En uno
de ellos, titulado significativamente “El folklore como instrumento
de conocimiento” (1937), el autor señala, con referencia a la ma-
gia “simpatética” de tipo “contagioso”, que su fundamento mental
es, según Frazer, la creencia en la “fluidez” de los vínculos entre
el hombre y todo lo que alguna vez ha estado en contacto con él.
36 Así, por ejemplo, la Creación ex nihilo, vista como comienzo del tiempo histórico
santificado por los grandes monoteísmos, viene reemplazada en el “Cristianismo
cósmico” por un mito dualista donde Dios y el Diablo aparecen en postura de co-autores
del mundo (Eliade 1995: 85 sq.)
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Unos años después, en “Comentarios a la leyenda de maese Mano-
le” (1943), Eliade vuelve a la carga, subrayando que tales vínculos
suponen la existencia de un “espacio-red” que facilita el “contagio”
mágico entre objetos distantes (Eliade 1991: 168 sq. y 396-398).
Pues bien, el ámbito idóneo para el desarrollo de “redes” a través de
las cuales pudiese propagarse el flujo de la “simpatía” mágica, sería
justamente un universo redimido y abarcado en su totalidad por la
gracia, como el de la religiosidad cósmica37.
No es menos cierto que, en otros aspectos, las dos facetas de
la mentalidad folklórica se oponen una a otra como lo diurno a lo
nocturno, lo masculino a lo femenino (intensamente culpabilizado
en ciertas épocas), lo divino a lo demoníaco. Ello se debe en gran
medida a la ambivalencia de la magia misma, que antes que una
doctrina es sobre todo una técnica y, como tal, se presta a usos tanto
benéficos como malignos. Por consiguiente, una teoría que dé cuen-
ta de la complementariedad entre magia y Cristianismo cósmico será
a la vez una teodicea, encaminada a explicar la presencia del mal en el
mundo, desde un punto de vista asimismo “cósmico”.
Con esta salvedad, creo que se puede responder positivamente a
la pregunta planteada en el título de este párrafo: sí, el Cristianismo
cósmico es un cristianismo mágico. Pese a parecer un tanto arriesga-
da, tal fórmula nos permite interpretar mejor el hecho de que los
fenómenos en cuestión son históricamente coextensivos. Al iniciar
su trayectoria, dentro del proceso de “universalización del mensaje
cristiano mediante (…) la continua asimilación del acervo religioso
precristiano” (Eliade 1976: ii, § 237), el Cristianismo cósmico se
hace cargo justamente de la adopción y la adaptación de materiales
de procedencia mágico-ritual. Al final de la misma, la salida de esce-
na de la religión popular se produce en el contexto de la gran “caza
de brujas” de los siglos 16 y 17, que castigó duramente el campo oes-
te europeo, desarraigando toda clase de sincretismos de tipo cósmico
(Eliade 1976: iii, § 306).
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2. DE LA CAZA DE BRUJAS AL ANTI-RENACIMIENTO
-73-
apuntaba, diríase, a un Cristianismo cósmico “a lo culto”. En ello
estaba involucrada la mayor y mejor parte de la élite intelectual de la
época, incluidos sectores ilustrados de la Curia romana.
Contra tal sincretismo la Reforma y la Contrarreforma (de he-
cho reforma interna del catolicismo) reaccionaron mancomunada-
mente, pues más allá de su rivalidad y pugna las unía una enemistad
compartida hacia el neopaganismo renacentista. Las innumerables
hogueras en que agonizaban humildes hechiceras aldeanas no fue-
ron sino meras maniobras tácticas, dentro de la gran contraofensiva
conservadora cuyo objetivo estratégico era “persuadir” a la intelec-
tualidad extraviada a volver al redil doctrinal. Así, en poco tiempo
el miedo se extendió como una marea a lo largo y a lo ancho de
Occidente y borró del panorama el sistema de las ciencias renacen-
tistas38, arrancando de raíz la flora fantástica del espíritu europeo. En
adelante, la inteligencia se vería encaminada por otros derroteros,
más prácticos y menos peligrosos, a cuyo término estaban vislum-
brándose las ciencias modernas y sus aplicaciones técnicas, econó-
micamente provechosas. El precio a pagar fue sin embargo altísimo,
pues el umbral de la modernidad lo traspasó un mutante y un gran
mutilado: una “mosca áptera” (Couliano 1984a: 255 sq.)
De ese intricado ajedrez también participa la obra de Miguel de
Cervantes.
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Recordemos que nuestro autor se enfrenta a un “enemigo” bi-
fronte, una de cuyas caras es la religiosidad popular. En concreto, se
trata de variantes del Cristianismo cósmico polarizadas entre el “uso
supersticioso de la religión” y “una larga serie de prácticas mágicas,
desde el simple recurso a filtros de amor hasta la adoración del dia-
blo” (Finch 1989: 55-56), que Cervantes actualiza y “ficcionaliza”
en su obra, bajo forma de aleaciones sincréticas de varia dosifica-
ción. Por otro lado, la ficción cervantina supone el conocimiento
del repertorio real de estereotipos que circulaban en la época acerca
de la hechicería rústica. Para aquel entonces, el repertorio respectivo
estaba adquiriendo el aspecto de un guión coherente y compacto,
donde confluían aluviones folklóricos y fantasmas de toda índole
y en cuya elaboración habían “colaborado” tanto los perseguidores
como — tortura de por medio — los perseguidos. Su argumento
monótono y obsesivo versa sobre la “secta” diabólica de los brujos,
sus ritos abominables (el famoso Sabbath o aquelarre) y el complot
que esos siniestros sujetos están tramando a fin de arruinar el orden
cristiano del mundo39.
Para concretar la discusión, he escogido aquí tres muestras re-
presentativas, todas pertenecientes a Novelas ejemplares, con que es-
pero poder ilustrar la actitud de Cervantes hacia la magia popular.
Nuestro autor, digámoslo desde el principio, se muestra tolerante y
humano dentro de lo que cabe. No niega de plano los fundamentos
doctrinales de la caza de brujas, pues ir contra la ortodoxia no com-
pagina con su horizonte intelectual. En cambio, mediante el humor
y la ironía, resta sistemáticamente importancia al fenómeno y ridi-
culiza el clima psicótico que lo rodea, con su retahíla de estereoti-
pos absurdos, propios de cualquier “teoría de la conspiración”. Tal
actitud le viene dictada a Cervantes por su temperamento artístico,
interesado (como ya he dicho) en la “casuística” concreta de la vida,
no en especulaciones abstractas.
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3.1. Curando «el mal de corazón y los vaguidos de cabe-
za».— La primera muestra es una escena, hacia el comienzo de La
Gitanilla:
40 Broma aparte, juzgando por un caso análogo que incluye la misma novela ejemplar
— pelos de perros se usan para sanar su mordedura (Ricapito 1999: 22 y nota 10) —,
parece que los curanderos genuinos practican más bien la magia de tipo “contagioso”.
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Bien al contrario: lo proyecta en el corazón mismo del espacio má-
gico por excelencia, que es el Eros. De hecho, para el Renacimien-
to magia significa antes que nada “manipulación de fantasmas”, y
dichos fantasmas son de índole obviamente erótica. Entre los dos
campos hay “identidad de sustancia, identidad de operación”; por
consiguiente cabe poner entre ellos el signo de igualdad, como ma-
nifestaba Marsilio Ficino (Couliano 1984a: 125 sq.)
Al parecer, el fragmento cervantino ilustra puntualmente el
principio respectivo. Desde el comienzo, la actuación de Preciosa
se inscribe por completo dentro de la esfera de la magia erótica. Al
plantearse aplacar con su ensalmo los “pensamientos rüines” de su
galán, ella actúa sobre aquella immoderata cogitatio, que ya Andrés el
Capellán consideraba como la más típica manifestación de la patolo-
gía amorosa. Tras la manipulación de tales “celosas imaginaciones”,
la heroína pasa sin solución de continuidad a manipular los fantas-
mas del deseo. Instrumento de la nueva operación es el tiempo, que
la operadora administra con tretas de experta allumeuse (“apareja dos
puntales/ de la paciencia bendita”), a fin de acrecentar a los ojos del
amante el valor de su “prenda” virginal, siempre prometida (“verás
cosas / que toquen a milagrosas”) y siempre mantenida en reserva,
hasta la obtención de su precio preciso, que es el matrimonio41. Por
último, en este mismo código se aclara el sentido de la juguetona y
enigmática “dedicatoria” “Dios delante / y San Cristóbal gigante”,
sobre la cual se cierra el poemita de Preciosa. Habida cuenta de que
en la cultura popular gitano-andaluza al hercúleo santo se le atribu-
yen un gran apetito sexual y proezas a la medida42, los versos respec-
tivos admiten la siguiente “traducción”: previo sacramento (“Dios
delante”), te esperan placeres dignos de un San Cristóbal.
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de un “tríptico”, en tanto que el suceso en cuestión hace las veces de
bisagra entre su panel izquierdo y el central. En términos aristotéli-
cos, desempeña el papel de “peripecia” o vuelco de la situación na-
rrativa, pues a partir de ese momento el esforzado estudiante Tomás
Rodaja se convierte en el “Licenciado Vidriera” y el propio relato en
“una sarta de apotegmas” (Alberto Blecua, apud Rojas Otálora 2004:
1687). Pero más que la función argumental del episodio, lo que me
interesa es su contenido propiamente dicho:
43 Dicho sea de paso, el veneficium —magia de las drogas y los venenos — es, según
Giordano Bruno (De Magia), una subclase del maleficium (Couliano 1984a: 211).
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la mujer: un estereotipo hondamente enraizado en la mentalidad
colectiva de aquel entonces44.
Por otro lado, en la filigrana del mismo fragmento puede leerse
la peculiar actitud cervantina, que consiste en restarle importancia a
la hechicería. El autor la rebaja a yerro o superstición, cuando no a
simple ilusión: “creyendo que le daba cosa que le forzase la voluntad
a quererla”45. Notable es el argumento de estricta ortodoxia en que se
apoya Cervantes: no hay en el mundo “hierbas, encantos ni palabras
suficientes a forzar el libre albedrío” (énfasis mío). De ahí una teodicea
sui generis, en la que el mal tiene alcance limitado y aparece acciden-
talmente, debido a las chapuzas de una aprendiz de bruja. Sin alcanzar
su meta mágico-erótica, lo que logra es propagar en cadena su torpeza
inicial, a través de una serie de desaciertos irónicos, rozando los límites
del humor negro: al querer “hechizar” al desganado galán, la amante
resentida lo envenena; en vez de matarle, el veneno lo enloquece; sin
embargo el veneficio redunda en beneficio del héroe quien, igual a don
Quijote, se gana la fama de “loco cuerdo”; pese a ello, al recobrar com-
pletamente la cordura, el Licenciado Vidriera pierde su popularidad,
de modo que el fin del maleficio marca el inicio de su fracaso social.
-79-
más leído entre las Novelas ejemplares, alternan las voces de Cipión
y Berganza, “perros del Hospital de la Resurrección, que está en la
ciudad de Valladolid, fuera de la Puerta del Campo”46.
46 Entre los que han dejado constancia de la intensa fruición que les produjo la lectura
del relato se cuenta, ni más ni menos, Sigmund Freud. De adolescentes, el futuro padre
del psicoanálisis y un amigo y compañero de estudios se carteaban en macarrónico
hispano-alemán, firmando sus misivas con los nombres de los personajes caninos de
Cervantes.
-80-
Cañizares le habla también de ella misma y de sus es-
fuerzos por conciliar su actual carrera civil de hospitalera,
con su perenne vocación de bruja. Por último, le pide
que se quede cuidándole el cuerpo, mientras ella acude
en espíritu al Sabbath y trate de sonsacarle a su “dueño”
algo más sobre el destino futuro de su protegido. El final
del episodio tira a burlesco: amedrentado por la vista del
cuerpo sin vida de la bruja, Berganza lo arrastra al patio
del hospital, de modo, que al volver a habitarlo Cañiza-
res, de regreso del aquelarre, su doble vida y condición
quedan al descubierto. A consecuencia de ello Berganza
tiene que huir (ii, 334-347).
-81-
y si lo son a la vez o sucesivamente, se verá en adelante, a medida
que vayamos explorando la fenomenología del personaje respectivo.
Para empezar, el aspecto físico de la hospitalera es grotesco, raya-
no en lo monstruoso:
-82-
En su libro reiteradamente citado aquí, Carlo Ginzburg sostiene
que dicho substrato es el chamanismo, fenómeno casi universal que
a Occidente llega por difusión lenta a partir de sus focos siberia-
nos. Pasemos revista algunos actos de tipo chamánico que registra
Cervantes:
Camacha de Montilla sabe domeñar los fenómenos meteorológicos
y los ciclos de la vegetación: “Ella congelaba las nubes cuando quería,
cubriendo con ellas la faz del sol y cuando se le antojaba volvía se-
reno el más turbado cielo (...) Por diciembre tenía rosas frescas en
su jardín y por enero segaba trigo”48. Otra destreza por el estilo es la
metamorfosis animal. Las brujas la ejercen tanto sobre ellas mismas
como sobre otros: el propio Berganza, según Cañizares, la padeció al
nacer. La primera modalidad constituye una especie de disfraz para
acudir al Sabbath: “Otras veces (...) mudamos de forma, y converti-
das en gallos, lechuzas o cuervos, vamos al lugar donde nuestro due-
ño nos espera”. La segunda es casi siempre magia erótica, que la na-
rradora prefiere interpretar como metáfora, de modo que los hechos,
presentados como irreales, resulten paradójicamente verosímiles:
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el “complejo” del éxtasis chamánico, pero el autor lo trata en clave
irónica, a través de la sabrosa interpretación de Cipión: tras exami-
nar con docta solemnidad el “sentido alegórico” y el “literal” del va-
ticinio, el compañero de Berganza los encuentra igual de inservibles,
y de ello infiere “que la Camacha fue burladora falsa, y la Cañizares
embustera, y la Montiela, tonta, maliciosa y bellaca, con perdón sea
dicho, si acaso es nuestra madre”49.
Aspectos y funciones del éxtasis son también: la capacidad de
separación entre el cuerpo y el alma: una “especialidad” del chamán
en la que se ha visto el soporte del profetismo; la comunicación con el
más allá, que borra la frontera entre el mundo de los vivos y el de los
difuntos (e. g. las apariciones y desapariciones de la Montiela, des-
pués de muerta, “por los cementerios y encrucijadas”); la invocación
de espíritus, los infernales incluidos (arte en que destaca la madre de
Berganza, capaz de encerrarse en un cerco “con una legión de demo-
nios”, en tanto que Cañizares, reconociéndose “algo medrosilla”, se
contenta “con conjurar media legión”).
El momento supremo en la carrera de una hechicera — y el clí-
max del arrebato chamánico — es su vuelo mágico. Se trata de un
motivo mitológico universal50, que en el imaginario de los persegui-
dores ha dado origen a la imagen — hoy humorística, pero en su
tiempo siniestra — de la bruja montada sobre el mango de una esco-
ba cruzando el cielo nocturno rumbo al aquelarre. Por consiguiente,
el vuelo, sin dejar de ser uno de los atributos más importantes de la
operadora mágica, participa igualmente del núcleo semántico del
Sabbath, contexto que considero más adecuado para volver sobre el
tema.
-84-
(3.3.b) El segundo polo temático que analizaré aquí es, como
ya he dicho, el Sabbath. De procedencia poco clara y de difusión
relativamente tardía, este vocablo ocupa, según Carlo Ginzburg, el
centro de toda una constelación sinonímica (barlott, striaz, Hexen-
tanz, strigiarum conventus o synagoga etc.) que, en varios idiomas
europeos, en registro vulgar o culto, significa ‘lugar de reunión
y ceremonia de los brujos’. En español ha prevalecido la palabra
euskera a q u e l a r r e < akerra = ‘chivo’ (la más corriente epifa-
nía animal del diablo). Cervantes no otorga al evento un nombre
preciso sino, por boca de Cañizares, se refiere a él con perífrasis
y rodeos como “estos convites”, “una gran jira” o el “lugar donde
nuestro dueño nos espera”.
Sea cual fuere ese lugar51, lo que sucede allí es casi siempre lo
siguiente:
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lo que los primeros querían oír, pues lo “sabían” de antemano52.
Dejando de lado las razones políticas, que de hecho prevalecían,
desde el punto de vista intelectual esta terrible tragedia resulta de
un diálogo de sordos: los inquisidores aplican a los datos materiales
y espirituales de la religiosidad cósmica las categorías de la teología
cristiana, totalmente inadecuada como instrumento epistemoló-
gico, por participar de una “antropología deficitaria” (Couliano
1994: 75).
La imagen del aquelarre que nos da Cervantes paga por fuerza
tributo a los estereotipos al uso en su tiempo. Sin embargo, a través
de la manipulación irónica de los datos, el autor nos sugiere una vez
más tomarlos cum grano salis. En concreto, filtra simultáneamente
el relato por la óptica de un relator poco fidedigno y por la de un
receptor poco crédulo53. La situación semeja a la que puede darse
en ciencias sociales, cuando, en una investigación de terreno, el in-
formante se pone “astuto” (por cautela), obligando al investigador
a usar “astucia (crítica) y media” para interpretar la información.
En nuestro caso, Cañizares, testigo presencial y participante en el
Sabbath, está interesada en minimizar el alcance y la gravedad de
sus pecados; por otro lado Berganza, destinatario de su narración,
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multiplica sus reservas mentales hacia la narradora54. Pese a tal difi-
dencia — o quizás debido a ella —, por los intersticios de ese doble
tamiz algo de la realidad cultural (etnológica) y hasta material del
fenómeno se cuela en las páginas de Cervantes.
El escritor no concede mucho espacio a la descripción puntual
del Sabbath, probablemente por tratarse de detalles ampliamente
conocidos y por tanto banales en aquel entonces. Sin embargo, de
lo poco dicho por la “informante” puede deducirse que a los “con-
vites” nocturnos acuden sobre todo, si no exclusivamente, mujeres.
Ello nos permite clasificar las ceremonias respectivas en la categoría
‘mesnada’ o ‘cacería salvaje’ (mesnie sauvage, Wildjagd), a cargo de
frenéticos grupos femeninos que adoran a una Gran Diosa, llamada
distintamente en distintas regiones (Diana, Herodías, Arada, He-
rodiana, Domina Abundia vulgo Richella, Berchta, Hulda), entre
cuyos atributos se cuenta el proteger la vegetación y propiciar la fe-
cundidad55. Sin embargo, en la época de la caza de brujas la anti-
gua reina del aquelarre ve su soberanía usurpada por el Diablo, con
quien, por lo visto, los inquisidores se sienten más a gusto (Ginzburg
1996: 97-129). Bajo el cetro de éste último, las orgías rituales que
eventualmente comprendía el culto agrario de la Diosa, ceden terre-
no a otras, de cariz francamente pornográfico, salidas directamente
del imaginario malsano y el inconciente recargado de los persegui-
dores. También este estereotipo se nos da forma alusiva y perifrásti-
ca, y además con distanciamiento irónico, ya que sobre los detalles
escabrosos Cañizares corre un tupido velo, por no ofender las “castas
orejas” de su interlocutor canino.
-87-
En cambio Cervantes hace hincapié en un aspecto mucho menos
“espectacular” del aquelarre, empeñándose incluso en cuestionar la
versión estereotipada del mismo. Hablando del famoso “ungüento”
de las brujas, preparado, según se decía, con sangre o grasa de niños
secuestrados y asesinados por las mismas, la vieja afirma abierta y
rotundamente que, en realidad, la pomada respectiva está hecha “de
jugos de hierbas en todo estremo fríos” (énfasis mío). Pues bien, es-
tos dos datos — composición vegetal y efecto refrigerante — bastan
para indicarnos que el susodicho mejunje es pura y simplemente una
droga56.
Lo anterior nos proporciona una clave para la interpretación
“positiva” de todo el complejo de datos que se refiere a los atributos y
poderes de la hechicera y que compone el guión básico del aquelarre.
Los etnólogos lo saben de sobra: en los cultos chamánicos el evento
central es “el uso de alucinógenos, bajo la supervisión de ‘especialis-
tas’ y al interior de cofradías iniciáticas”. Tal drómenon (para utilizar
un tecnicismo griego) “se halla en el origen de muchas creencias de
la humanidad, en particular de aquéllas que tienen que ver con la
movilidad del alma y el vuelo mágico. En el caso de la brujería, no
cabe la menor duda a ese respecto” (Couliano 1984a: 348).
Semejante explicación, un tanto reduccionista, le sirve a Cervan-
tes para poner una vez más los estereotipos en tela de juicio: si los
supuestos sacrilegios de los brujos no son sino alucinaciones provo-
cadas por drogas, ¿en qué queda entonces el guión del Sabbath? Por
otro lado, con una dialéctica muy renacentista (aun cuando el Rena-
cimiento y su cultura fantástica se hallen en proceso de liquidación),
afirma que la realidad del fantasma no es menos contundente que la
“realidad real”:
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Hay opinión que no vamos a estos convites sino con la
fantasía (...) Otros dicen que no, sino que verdadera-
mente vamos en cuerpo y ánima; y entrambas opiniones
tengo para mí que son verdaderas (...) todo lo que nos
pasa en la fantasía es tan intensamente que no hay que
diferenciarlo de cuando vamos real y verdaderamente
(énfasis mío).
las unturas (...) son tan frías, que nos privan de todos los
sentidos en untándonos con ellas, y quedamos tendidas
y desnudas en el suelo 57
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su capacidad de distinguir entre el bien y el mal, no puede hacer
debido uso de ella. Ahora bien, recordemos que tal vaho polar es
señal inequívoca de que la pomada con que se untaban las hechiceras
comprendía sustancias alucinógenas. Si extrapolamos la misma cau-
salidad hacia el “frío” moral, la conclusión lógica es que la adicción
al mal significa de hecho... drogadicción58.
Por cierto no quiero insinuar que Cervantes pensara efectiva-
mente tal cosa u otras por el estilo (aunque pueden efectivamente
inferirse de su insistencia sobre las “unturas”). Cuestionar la ortodo-
xia no estaba entre sus intenciones, ni tenía apenas cabida dentro de
su horizonte intelectual59. Con toda probabilidad, el autor entendía
defender las verdades establecidas de la fe; eso sí: a su manera. Y esta
manera es una sutilísima ironía dialéctica, que sabe mostrarse tan
indulgente como mordaz, según enfoca las flaquezas o los desvaríos
de los humanos.
Para empezar, el autor relativiza el tremendismo atribuido al
Sabbath por sus perseguidores, lo cual redunda en beneficio de los
perseguidos. Explicar la magia por el factor droga la rebaja eo ipso
de peccatum exceptum a peccata minuta. Pero éste no es un debate
académico; los argumentos de Cervantes son los de su arte cómico
y, más que demostrar, nos muestran que el aquelarre, los brujos y su
infernal conspiración son una sarta de fantasías seniles, un sucedá-
neo de placer para consuelo de la tercera edad60. La risa cervantina le
quita al mal toda su sombría grandeza. Así hace más en aras del bien
que toda una legión de fruncidos inquisidores.
-90-
(3.3.c.) El problema del mal, aun visto bajo esta luz poco dramá-
tica, nos remite al tercer núcleo temático de este episodio. Aquí el
interés hermenéutico viene canalizado hacia un nuevo personaje, el
Diablo, bajo cuya jurisdicción recaen teóricamente todos los males
de este mundo61. En la época de la witchcraze el motivo diabólico
llega a constituir una especie de centro gravitacional, que atrae a su
órbita tanto a la bruja como el aquelarre. En efecto, desde que el
demonio desplaza a la Gran Diosa y usurpa su liderazgo del culto
nocturno de Occidente, la “mesnada salvaje” se transforma paulati-
namente en el siniestro Sabbath, en tanto que la operadora mágica
y su arte vienen arrancados de la esfera etnológica (a la que pertene-
cían de jure y de facto) y proyectados, con consecuencias funestas, “al
centro de un debate teológico” (Battisti 1982: i, 204). Dicho debate
gira en torno a la eterna pregunta de las teodiceas: ¿por qué Dios,
que es infinitamente bueno, permite que el mal exista?, o también:
¿qué lugar y qué peso puede tener lo malo en un universo creado y
regido por la eterna bondad de Dios?
La respuesta de Cervantes (por boca de su bruja metida a teólo-
ga) consiste en que es del todo superfluo referirse al factor diabólico
para explicar la presencia del mal en el mundo. Por el contrario,
-91-
(...) sin su permisión yo he visto por experiencia que no
puede ofender el diablo a una hormiga; y es tan verdad
esto, que rogándole yo que destruyese la viña de un mi
enemigo, me respondió que ni aun tocar a una hoja de
ella no podía, porque Dios no lo quería.
-92-
Hospitalera soy; buenas muestras doy de mi proceder;
buenos ratos me dan mis unturas (...); con todo esto sé
que Dios es bueno y misericordioso y que Él sabe lo que
ha de ser de mí, y basta.
64 Los dos sucesos mencionados no son “lo contrario” uno del otro, salvo si con ello
se quiera señalar la disparidad entre transmutación metafórica y real, o entre magia
erótica y maleficio propiamente dicho.
65 Véase infra, “El Arte de novelar”, donde trato de demostrar que este mismo “método
del sí, pero” constituye un estratagema básico del narrar en clave realista, que a su vez
es uno de los niveles argumentales de la novela cervantina.
-93-
de antemano: la magia constituye un acto maligno y pecaminoso
y un gran peligro social. Sí, pero (1er caso) el ensalmo de Preciosa
es una broma cuya segunda intención, si es que la hay, persigue
intereses erótico-matrimoniales (y, según dicen, en el amor como
en la guerra, todo está permitido). Sí, pero (2º caso) el maleficio que
convirtió a Tomás Rodaja en el Licenciado Vidriera fue más bien
una torpeza que un ex profeso, y por otro lado (¡no hay mal que por
bien no venga!) el “veneficio” le trajo beneficio. Si, pero (3er caso) el
contexto etnológico sugiere que el aquelarre — con o sin diablo de
por medio — no pasa de ser una ocasión para experimentar arrobos
de fantasía con la “ayuda” de narcóticos. Conclusión (común): la
magia es cumplimiento imaginario de deseos y propósitos cada vez
distintos, y por tanto de imposible concertación en una conspira-
ción universal de los brujos.
La tesis inicial, que el escritor acepta porque así lo estipula la
Iglesia y se lo imponen sus creencias y convicciones, constituye el
contenido “principal” de su discurso; en cambio los mecanismos y
el resultado de la tropelía, vale decir los ‘sí, pero’ y el corolario final
revelador de una visión alternativa sobre la brujería, representan su
aspecto “secundario”. Ahora bien, por secundario de ningún modo
hay que entender lo baladí, sino solamente lo que está fuera del
mainstream. La dialéctica de estas dos facetas de los fenómenos, nos
dice el teórico rumano-norteamericano Virgil Nemoianu, concierne
muy de cerca a la literatura, que busca “un mejor ajuste entre los
distintos sectores de lo existente”. Rara vez en tiempos anteriores a
los modernos el artista impugna de frente la “principalidad” de lo
principal, pero sí libra innumerables escaramuzas en su retaguardia,
para el rescate o siquiera la mejor valoración de un enorme bulto
de detalles olvidados, alternativas descartadas, posibilidades aban-
donadas, matices desatendidos... — en resumidas cuentas a favor de
todo aquello que, en el cuadro intelectual de un período histórico,
representa el extenso telón de fondo sobre el cual se proyecta la es-
cena de primer plano (Nemoianu 1989: xi-xv). Hay épocas en que
la correlación establecida entre lo principal y lo secundario llega in-
cluso a invertirse, en el sentido de que el segundo término cobra más
peso que el primero. Una de ellas es la del manierismo y el barroco
-94-
donde, tanto en pintura como en poesía, es frecuente la composi-
ción pluritemática de la obra, con la “preterición del asunto central”
y la potenciación complementaria de uno o varios temas periféricos
(Orozco 1970: 171—204)
Hijo de la época respectiva y ducho en su(s) estilo(s), Cervantes
maneja con destreza ese tipo de tropelía y sabe sacar notables efectos
artísticos de su juego de espejismos. Así, en el Coloquio de los perros,
el debate ideológico que desplaza uno a uno los estereotipos “prin-
cipales” acerca de la religiosidad cósmica, sufre una nueva metamor-
fosis, apareciéndonos inextricablemente entretejido con el tema de
arte poética66. No sólo en perspectiva instrumental, o sea como “un
modo de ampliar los confines de la realidad” (Cesare De Lollis, apud
Finch 1989: 56), sino también en la estructural. Como hemos visto,
la intencionalidad narrativa de este episodio consiste en relativizar la
credibilidad del “guión” acerca de la brujería; ello a su vez motiva y
es motivado por el “contexto performativo” de la narración, presen-
tado por el autor como laberíntico e infidente.
Recordemos que el Coloquio de los perros es un inciso dentro de
la novela que lo precede, la penúltima de las Ejemplares, titulada El
casamiento engañoso (ii, 281-295). El inciso tiene un narrador implí-
cito, Berganza, cuyo discurso es narrado por la narración-marco, la
cual tiene su propio narrador implícito, el Alférez Campuzano. Éste
escucha la historia de aquél y luego deja de ella constancia escrita.
También se cuenta con dos destinatarios implícitos: Cipión, oyente
del relato de Berganza, y el Licenciado Peralta, lector del manuscrito
de Campuzano. Tal situación comunicativa (que de hecho es bas-
tante más complicada) se estructura a dos niveles. El primero — el
episodio de la bruja Cañizares referido por Berganza a Cipión en el
hospital de Valladolid, una noche prodigiosa en que los dos perros
adquieren la capacidad de hablar — sería (para decirlo en jerga téc-
nica) el nivel del enunciado, con su sujeto (el narrador implícito) y
su “narratario” (el destinatario implícito del relato). El segundo nivel
66 Tema que, si bien visto desde la perspectiva del asunto o argumento narrativo puede
parecer “secundario”, es evidente por otro lado que ocupa un lugar de primera —ya
que no el primero— entre las prioridades de un escritor como Cervantes, quien suele
reflexionar sobre los problemas teóricos y prácticos de su Arte.
-95-
— el manuscrito de Campuzano leído por Peralta — incluye los
mismos datos que el otro y además refiere el cómo este contenido se
actualiza como narración: es el nivel de la enunciación, que también
tiene su sujeto y su narratario67.
Al primer nivel nos encontramos con que su supuesto básico
— que los perros puedan hacer uso de la palabra humana — está
puesto en entredicho: reserva tanto más elocuente cuanto el que la
hace es el propio narrador implícito o sujeto del enunciado:
67 Las actuales ciencias del lenguaje practican la distinción entre el enunciado, que es
la actualización de una determinada entidad lingüística (por ejemplo una frase) a
través de “un sujeto hablante determinado, en un lugar y un momento determinados”,
y la enunciación, es decir “el acontecimiento histórico que es la producción de un
enunciado” (Ducrot 1995: sub voce). Por otro lado, un enfoque más sofisticado del
mismo tema hace hincapié en que, en el proceso de enunciación (que subyace en
cualquier enunciado), „lo expresado es atribuíble a un yo que apela a un tú” (Filinich
2003: 18). A tal “apelación” responden aquí los narratarios implícitos.
68 En todo enunciado hay que distinguir un nivel explícito, llamado “enuncivo” o “lo
enunciado”, eso es la información efectivamente transmitida, y otro implícito, el
“enunciativo” o “la enunciación”, que es el proceso o acto de lenguaje mediante el cual
se nos transmite dicha información (Filinich 2003: 18—19).
-96-
por escrito pudo haber sido en sueños, o pudo ser un delirio provo-
cado por la enfermedad que dio con sus huesos en el hospital. Lo
cual nos lleva a otra deducción “secundaria”, no tan explícita como
la anterior, pero igual de contundente dadas las circunstancias: si
este narrador alucina, con más razón tacharemos de alucinación el
contenido de su narración69 (tanto más cuanto los hechos puntuales
giran alrededor del tema de la droga).
Como resulta de lo anterior, el recorte del relato al nivel del
enunciado y la enunciación pone de relieve un montaje de trope-
lías, de apariencias cambiadizas, que suspenden la credibilidad de
lo narrado siguiendo la escala de una paulatina emergencia de lo
secundario. Este proceso se prosigue y redondea con el aporte del
factor narratario que, sin constituir propiamente un nivel distinto,
representa sin embargo la dimensión interactiva rastreable en los dos
anteriores. Por consiguiente, sólo atendiendo a cómo el tú enuncia-
tivo (oyente o lector) responde a la “apelación” del enunciado narra-
tivo, la tropelía — emblema de la escritura cervantina — se actualiza
plenamente en hipóstasis de arte poética.
En concreto, Cipión, el narratario del enunciado, renuncia a
buscar explicación al portento de poder hablar, e insta a su amigo
aprovecharlo para enunciar su historia:
69 Para poner las cosas en su punto, recordaré que Campuzano es el narrador del relato-
marco, que incluye el Coloquio de los perros; el contenido del inciso se nos da a través
de dos “narradores narrados”, que son Berganza, narrador a tiempo completo, y
Cañizares, narradora a ratos.
-97-
Complementariamente, al nivel de la enunciación es el narra-
dor implícito quien insta al narratario que deje de lado toda pre-
ocupación por la veracidad de los hechos, para saborearlos como
ficción:
70 Adviértase que la índole interactiva de tal proceso es aquí más evidente que en el
caso anterior, pues se patentiza mediante un diálogo — ¡apelación! entre el yo y el tú
enunciativos.
-98-
En su segunda acepción, nuestro término es casi sinónimo de
‘retórica’: el área conceptual que, entre otras, acoge la clasificación
identitaria de las obras por géneros literarios. Uno de ellos es la na-
rración fantástica, cuya poética implica la renuncia a zanjar (¡deja en
suspenso!) el dilema de si lo narrado pasa o no “de los términos de
naturaleza”. Los mejores investigadores del asunto han llegado prác-
ticamente a consenso sobre la idea de que lo fantástico y sus efectos
emocionales71 nacen del encuentro y enfrentamiento entre dos sis-
temas de interpretación de los hechos, que no pueden dilucidarse
entre sí. Por consiguiente, para gozar de tales emociones, es menester
reforzar ciertos aspectos “secundarios” de la lectura: su ambigüedad
e indecisión, ya que no (valga el barbarismo) su indecidibilidad. ¿No
es esto lo que Cervantes pide a su público: que disfrute de la historia
que se le cuenta y que conserve toda su incredulidad, si así lo quiere,
pero... entre paréntesis? El lector idóneo de la literatura fantástica
sería, pues, aquél que, en los términos de una conocida boutade,
se atreviera a confesar: “Yo no creo en brujas, pero sí que me dan
miedo”.
-99-
se vio sumergido por una ola de intolerancia impulsada tanto por
la Reforma protestante como por la Contrarreforma católica. Su
manifestación más brutal fue la “caza de brujas” que asoló el campo
europeo barriendo con las formas folklóricas de sincretismo cósmi-
co, pero la contraofensiva conservadora apuntaba más alto, eso es
a la liquidación de la cultura mágica y fantástica del Renacimiento.
Es en este contexto que Cervantes se acerca al tema respectivo a
través de una serie de escenas de brujería y figuras de hechiceras que
incluye en sus páginas. El escritor no impugna el establishment her-
menéutico sobre el fondo del problema, pero lo tergiversa mediante
profusas referencias al fundamento etnológico de la magia popular.
Bien mirados, los datos que resultan de ese examen (prácticas cha-
mánicas, consumo ritual de drogas etc.) ponen seriamente en entre-
dicho la realidad de los actos abominables atribuidos a los brujos por
el “guión” estereotipado que circulaba en la época.
Por otro lado, asistimos a la apropiación simpatética de la magia
por parte de nuestro autor, quien transfiere sus técnicas y las apro-
vecha al nivel de su propia arte poética. Sus preferencias parecen ir
hacia la tropelía, operación mágica que consiste en “hacer parecer
una cosa por otra”, ya que tal proceder sale al encuentro de la esté-
tica barroca, que se complace en semejantes juegos de apariencias y
espejismos. Así, la tropelía rinde cuentas de la tan cauta como eficaz
estrategia de argumentación que maneja Cervantes, sacando a relu-
cir importantísimos aspectos “secundarios” de un asunto, aparen-
temente sin arriesgarse a cuestionar la interpretación “principal” (y
oficial) del mismo. También la tropelía es la que le ayuda a prescribir
al receptor estrategias adecuadas de lectura. En concreto, sus narra-
ciones requieren que su destinatario suspenda cualquier juicio de
existencia y/o de verosimilitud acerca de los hechos referidos. Ello le
permite concentrarse sobre el mensaje en sí, actualizando su función
“poética”, y le permite asimismo experimentar el efecto de ambigüe-
dad sobre el cual descansa una lectura de tipo fantástico.
Nuestro autor consigue confiscar los ingredientes mágicos de la
religiosidad popular para forjarse con ellos su propia estética mági-
co—irónica. Armado con esta herramienta, Cervantes empieza ha-
ciendo obra de curandero, al ejercitar el poderoso hechizo de su arte
-100-
contra los torpes maleficios de hechiceras que han alcanzado a las
doncellas, los varones y los cachorros que desfilan por sus páginas.
Pero tales exorcismos puntuales dejarán pronto de satisfacerle. Su
próxima meta será arrebatar al mismo complejo mágico-religioso sus
contenidos quasi sagrados y transferirlos a un espacio quasi profano.
La nueva proeza se lleva a cabo sobre terreno del Quijote, donde
Cervantes emprende la secularización de la “religión” caballeresca y
cortesana del Amor, ya que en ella puede aún reconocerse el tenor
“cósmico” del sincretismo folklórico.
Para avistar la temática anticipada en estas líneas finales, invito al
“lector amantísimo” (como rezan los sabrosos prólogos cervantinos)
a abrir el segundo postigo del díptico que dedico a Cervantes “de
cara al Cristianismo cósmico”.
-101-
-102-
DE CARA AL CRISTIANISMO CÓSMICO
C
onstituye el origen de las siguientes páginas la muy debatida
cuestión de la religiosidad cervantina. En un primer acer-
camiento a este asunto, sostuve que el autor del Quijote fue
un católico respetuoso del dogma, pero sin fanatismos de cualquier
índole ni desgarres anímicos causados por arrebatos místicos o por
dudas tortuosas. No es ajeno a tal postura el hecho de que, por ejem-
plo, en plena “caza de brujas”, la hechicería popular le mereciera una
crítica más bien risueña72.
A la hora de retomar el tema, me propongo examinar otro tópico
hacia el cual Cervantes extiende su polémica, con ánimo, por cierto,
nada feroz. Me refiero al contenido similirreligioso de la doctrina
caballeresca.
Para evitar la dispersión limitaré el área de mi búsqueda a Don
Quijote. Por el mismo motivo considero, aun a riesgo de incurrir en
cierto reduccionismo, que dicho contenido se cifra principalmente
en el culto a la amada.
Sería interesante ver qué opinaban a este respecto los contem-
poráneos de Cervantes y de su héroe. La palabra tiene Vivaldo,
posesor de un “respetable conocimiento de la literatura caballeres-
ca”, que hace de él un “excelente interlocutor” para don Quijote
(Blanco 1998: 46), mediando el episodio de la bella Marcela y el
infeliz Grisóstomo:
-103-
(…) una cosa entre otras muchas me parece muy mal
de los caballeros andantes y es que cuando se ven en
ocasión de acometer una grande y peligrosa aventura,
en que se ve manifiesto peligro de perder la vida, nun-
ca en aquel instante de acometella se acuerdan de en-
comendarse a Dios, como cada cristiano está obligado
a hacer en peligros semejantes, antes se encomiendan a
sus damas, con tanta gana y devoción como si ellas fue-
ran su Dios (DQ 1605: 13) (énfasis mío).
73 Lo confirma el propio hidalgo manchego, con la torpe excusa de que, para pensar en
Dios, “tiempo y lugar les queda (a los caballeros) en el discurso de la obra”.
74 La fórmula data de finales del ochocientos y pertenece al medievalista francés Gaston
Paris. Unos cincuenta años antes, Stendhal (1857) lo definió acertadamente como
amour-passion, reservándole el primer puesto entre los cuatro tipos que registra en su
ensayo sobre el amor, muy famoso en el primero y segundo tercio del siglo 19.
-104-
El primero se gestó lentamente, en tiempos sin fechas, en el seno
de las humildes culturas rurales de remotos parajes balcánicos. El
segundo apareció de súbito, en el siglo xi, en cinco o seis cancio-
nes del primer trovador conocido, el conde Guilhem de Peitieu
(Guillaume de Poitiers), noveno duque de Aquitania. Patria de la
fin’amors (voz femenina en su lengua de origen) fue la aristocrática
Occitania, país sin unidad política pero de robusta y coherente
identidad lingüística y cultural, capaz de engendrar la “primera
civilización europea” (Paz 1994: 72), cuyo fruto más exquisito fue
el lirismo cortés.
Mi hipótesis de trabajo es que ambos fenómenos espirituales
pertenecen, técnicamente hablando, a la esfera del sincretismo, pero
en cada uno este rasgo se actualiza de manera diferente y tiene otro
peso específico.
La “cósmica” es la única forma en que las culturas folklóricas
aceptan y asimilan el cristianismo. Según Eliade, ello descansa sobre
la creencia de que el mundo es bueno, puesto que ha sido “rescata-
do por la muerte y la resurrección del Señor y santificado por los
pasos de Dios Padre, Jesucristo, la Virgen y los santos”. De ahí una
“solidaridad mística entre el hombre y la naturaleza”, encaminada
a conjurar el “terror de la historia”, a convertir los infortunios del
sujeto en momentos de un sacramento arquetípico. En él se igno-
ra ostensiblemente la dimensión histórica de la teología cristiana,
en tanto que sus aspectos dogmáticos “apenas se dejan adivinar”.
Esta doble exclusión despeja el terreno para un sincretismo popular
que acoge en su seno “numerosos elementos religiosos ‘paganos’, ar-
caicos, a veces escasamente cristianizados” (Eliade 1995: 259, 263;
Eliade 2003: i, 504, 541, 567 etc.) Entre los ingredientes respecti-
vos, las creencias y prácticas mágicas ocupan un lugar privilegiado,
a tal extremo que podría sostenerse que el Cristianismo cósmico es un
cristianismo mágico.
Por su lado, el fenómeno cortés posee un perfil análogo y carac-
terísticas similares. Demostrarlo requiere reflexiones pacienzudas y
distingos cautelosos.
-105-
2. SINCRETISMO CORTÉS
75 Johan Huizinga (1977: 206), autoridad de peso en materia de teoría lúdica, lo incluye
entre los juegos agonales, relacionándolo con “la antigua competición por el honor en
cuestiones amorosas”.
76 Salvo indicación expresa, la traducción de las citas en francés medieval es mía y la de
las occitanas pertenece a Martín de Riquer.
77 El sistema de citación para esta obra es el siguiente: ‘De Amore: primera parte (I), cap.
primero (i), perícope 1’. Para la traducción se remite al texto inglés: ‘Courtly Love:
página 28’.
-106-
2.1.— Es de suponer que por la vía cogitativa y por la ascética,
la estética amatoria adquiere el sentido trascendente de una “mística
profana”, como diría René Nelli (1974: ii, 266 etc.)
Su carácter sincrético puede comprobarse, para empezar, a un
nivel intertextual, como “fusión entre elementos latinos y árabes”
(Parry 1990: 12). Los primeros se remontan a Ovidio, cuyo influjo
resultó decisivo para la cristalización de la temática amatoria trova-
doresca78. Igual de decisivos, o más — ya que también atañen a la
retórica, la prosodia y las formas estróficas cultivadas por los trova-
dores —, parecen ser los estímulos procedentes de Al-Andalús, Me
refiero a la poesía de gran elevación estética y espiritual que celebraba
el “amor odrí” (al-hawa al-‘udri), llamado así en recuerdo a la legen-
daria tribu Banu ‘Odra, donde, dícese, “se moría de amor”. Coin-
cidencia significativa: también el odrismo cuenta con su “manual”,
de tenor análogo al del Capellán, que es la obrita de inspiración
platónica El Collar de la Paloma, de Abū Muhammad Ibn Hazm
al-Zāhiri (c. 1022)79.
2.2.— Otro argumento a favor del sincretismo de la cortezia es
el famoso assag, la “prueba de amor” a la que ya alude Guilhem de
Peitieu (R 4): Ma dona m’assay’ e·m prueva / quossi de qual guiza l’am
(Mi señora me tantea y me prueba (para saber) de qué guisa la amo).
78 La “erotografía” ovidiana comprende dos ciclos más o menos “teóricos” Ars amatoria y
Remedia amoris , y un poemario más anecdótico (Amores) El buen Capellán sigue este
esquema fielmente en cuanto a la división de su tratado, que se inicia con el. Accessus
ad amoris y finaliza con la “palinodia” Reprobatio amoris. En el ínterin se inserta una
segunda parte, cuyo carácter misceláneo recuerda bastante a Amores. En concreto, trata
de cómo “administrar” el amor una vez adquirido, incluye una muestra de casuística
amorosa y las sentencias dictadas en los casos respectivos por Aliénor d’Aquitaine,
Marie de Champagne, Ermengarde de Narbonne, Isabel de Flandes, Adèle o Aëlis
de Blois y otras damas famosas, desde sus no menos famosas Cortes de Amor (De
Amore: p. II, cap. vii / Courtly Love: 167 sq.) El liber secundus termina con 31 regulæ,
estatuidas ni más ni menos por el Rex Amoris y custodiadas por el rey Arturo y sus
Caballeros de la Tabla Redonda (De Amore: p. II, cap. viii, 44—48 / Courtly Love:
184-186).
79 Familiar a los eruditos españoles desde el siglo 18, la hipótesis en cuestión cuenta en
la actualidad, por ejemplo, con el respaldo cauteloso del conocido arabizante francés
Henri Pérès (1983: especialmente IV, cap. i) y la censura prudente de H.—I. Marrón,
autoridad de peso entre los occitanistas.(1983: 94—108). Retomada con argumentos
sólidos por René Nelli (1974: I, 66 sq.), la “teoría árabe” se ganó asimismo la adhesión
entusiasta de Denis de Rougemont (2000: 115 sq., 409 sq. etc.)
-107-
Más allá de sus proyecciones éticas — ponderar la mezura y la casti-
tatz como virtudes supremas del “entendedor” y, por otro lado, en-
salzar la “preponderancia simbólica del sexo femenino” (Nelli 1974:
II, 29) —, elocuentes me parecen los detalles concretos de este ritual
amoroso. Según testimonios explícitos, tenemos que ver aquí con la
concubitatio sine actu: los enamorados yacen nudus cum nuda, sepa-
rados (como Tristán e Iseo), o tocándose, pero (como leemos en Fla-
menca, apud Alexandrian 1989: cap. ii): sol de baisar et d’embrassar
/ d’estreiner et de manejar (Sólo para besar y abrazar, para estrechar
y acariciar — traducción mía). Más púdico, el Capellán habla de
cuatro grados instituidos ab antiquo en la relación amorosa: luego
de haber “dado esperanzas” (spei datio) y “regalado un beso” (osculi
exhibitio) a su galán, la Dama le hará acceder al penúltimo grado,
donde los amantes “gozan abrazados” (in amplexibus fruitione) (De
Amore: p. I, cap. vi, 60 / Courtly Love: 42)80. Acertadamente Mir-
cea Eliade (1983: § 269) señala la semejanza del assag con ciertas
técnicas sexuales tántricas, las cuales “pueden entenderse tanto en
sentido literal, como también en el contexto de la fisiología sutil o
sobre un plano puramente espiritual”. En estos mismos contextos,
Nelli (1974: II, 28) y de Rougemont (2000: 130-131) hablan de
coito con retención seminal, el segundo haciendo incluso referencia
a la cópula ritual hindú (maithuna).
3. EL AMOR BRUJO
80 En cuanto a la cuarta etapa del amor, la “entrega completa” (totius personæ concessio;
occ. lo fag = ‘el acto’), el amante estará autorizado a recorrer tan sólo a condición de
superar exitosamente la tercera.
81 Como cuando el conde-duque Guilhem insinúa que, eternizado el deseo al mantenerse
el goce carnal en reserva, el amor es capaz de lo cor (…) refrescar y la carn renovelar
(refrescar el corazón… renovar la carne), preservándolos así de envejecer (apud de
Rougemont 2000: 295 sq.)
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Para encaminar la discusión me parece útil partir de un con-
cepto más amplio de la magia. Por ejemplo el de Hubert y Mauss,
para quienes ‘mágico’ es “todo rito que no pertenece a un culto orga-
nizado, un rito privado, secreto, misterioso, rozando lo prohibido”
(Mauss-Hubert 1996: 32). Tal definición parece formulada con los
ojos puestos en la cortezia.
Desde luego, el culto a la Dama tolera a y veces requiere contextos
institucionales y públicos — las Cortes de Amor —, pero ¿qué culto
no tiene, amén de sus lados esotéricos, también unos exotéricos?
No por ello los ritos corteses resultan menos secretos y misteriosos.
La pasión necesita resguardarse tras el silencio absoluto y la reserva
más estricta, que constituyen la esencia del celamen. Así, adquiere
un aura de intensa extrañeza, que a veces la proyecta en una lejanía
irreducible (la de aquel amor de loing o de terra lonhdana, que acabó
matando a Jaufré Rudel) y otras veces enajena el significado del dis-
curso amoroso, tanto de la voz que lo profiere como del destinatario
a quien se dirige82. Por último, el cortés es un amor prohibido por
adúltero, pues, según falla con toda autoridad Marie de Champagne,
amorem non posse suas inter duos iugales extendere vires (De amore: p.
I. cap. vi, 397 / Courtly Love: 106)83.
82 He aquí el principio del trobar clus. Cf. Guilhem de Peitieu (R 1): Farai un vers de dreit
nien (…) Amigu’ ai ieu, non sai qui s’es (Haré un verso sobre absolutamente nada…
Tengo amiga, no sé quién es) y Marcabru: Per savi·l tenc ses doptanssa / cel qui de mon
chant devina (…) qu’ieu mezeis sui en erransa / d’esclarzir paraul’escura (Tengo por sabio
sin duda a aquel que mi canto adivina… pues yo mismo estoy en un aprieto al aclarar
palabra oscura) (Versos citados y traducidos por Martín de Riquer, pero no incluidos en
el corpus de su antología, por cuanto el poema no está numerado).
83 Este mismo es el argumento de mayor peso en la “palinodia” condenatoria que
constituye el liber tertius del Capellán: Amor enim inique matrimonia frangit (…) In
hoc enim sæculo nihil debet aliquis homo tanta affectione diligere quanta uxorem quæ
legitimo est sibi iure coniuncta (…) cum uxore sine crimine libidinem superamus etc.
(De amore: p. III, 44-46 / Courtly Love: 196). La misma razón invocan en ocasiones
hasta algunos trovadores (por ejemplo Marcabru, R 16). Por otro lado, el bon ton
aseguraba cierto margen de tolerancia para el lado lúdico de la cortezia, toda vez que
el “valor simbólico” involucrado en ella revertía solidariamente tanto sobre el esposo
como sobre el trovador: The lady is an object of prestige for both lord and poet: praise of
her attractions enhances the prestige of her husband’s court; her favor enhances the poet’s
status within it (Paterson 1993: 258). Siempre y cuando de por medio no apareciese
un burdo y posesivo marit drut, poco receptivo a semejantes sutilezas. En tal caso, el
juego cortés podía tornarse un juego mortal. Como para Guillem de Cabestany, cuyo
corazón enamorado (reza una leyenda recogida por Boccaccio) le fue arrancado del
pecho, guisado y servido en almuerzo a su amada.
-109-
3.1.— Pero la del adulterio no es la única prohibición que pesa
sobre la fin’amors. Sus tintes mágicos se cargan de amenazas mayo-
res si consideramos la posibilidad de que los trovadores, al rendir
pleitesía a la Dama, hicieran a la vez, en poemas à double entrée,
acto de devoción a una fe perseguida. Que su “amor brujo” fuera
tal por hereje.
De ser así, ello plantea impostergablemente la peliaguda “hipó-
tesis cátara”, que se refiere a la religión dualista arraigada en Occi-
tania en tiempos de la cortezia. Contra esta herejía el papa Inocen-
cio iii llamó a la cruzada en 1208, proporcionando a los brutales
barones del Norte la coartada idónea para lanzarse a la conquista
del rico y refinado Midi. Tras cincuenta años de matanzas, pillaje y
vandalismos, la civilización occitana quedó aniquilada, y con ella
también la poesía trovadoresca.
Con la orientación básica que he podido adquirir acerca del
tema (Nelli 1972; Eliade 1983: §§ 293—294; Eliade / Couliano
1990: sub voce (Religions dualistes); Couliano 1990: caps. ix-x y
Couliano 1992: caps. viii-ix), no me atrevo adentrarme en la tupi-
da selva de la doctrina cátara, donde un lego como yo se perdería
irremediablemente. A decir verdad, ni lo veo necesario, pues lo
que realmente viene al caso aquí es sopesar los paralelismos, las
amalgamas, las connivencias y las complicidades entre la herejía y
la cortezia. Ahora bien, sobre este tópico la documentación positi-
va es exigua. Lo que más hay son conjeturas y especulaciones, y el
interesado puede moverse ad libitum entre la tesis “negacionista”
(nada en la poesía del amor cortés demuestra contaminación con
las creencias de los herejes) y la “integrista” (todo en esa poesía
alegoriza dichas creencias)84.
Lejos de ambos extremos, lo que puede sostenerse al respecto sin
mayor riesgo es que, durante el período en que convivieron sobre el
mismo territorio (siglos xi a xiii), es imposible que la cortezia y la gno-
-110-
sis cátara se hubiesen ignorado una a otra85. Sin embargo, aun cuando
algunos trovadores hayan sido creyentes o simpatizantes de la última
(entre los “grandes” Peire Cardenal y Peire Vidal, y varios más entre los
“menores”), sus opciones religiosas escasamente influyeron la filosofía
intrínseca de su poesía. Servir a Dios por amor a la Dama (como fray
Guilhem en Flamenca), o transferirle a esta misma Dama la función
soteriológica propia del Redentor (como Uc de Sant Circ y otros), son
sincretismos que “huelen a gentilidad” — como diría Vivaldo — pero
no específicamente a catarismo (cf. Nelli 1974: II, 103 sq.)86
Todo ello me hace pensar que el amor cortés no extrae su em-
brujo de la magia de lo prohibido y lo clandestino que rodeaba el
dualismo occitano. Es más: me parece que entre éste y aquél rige
una cierta incompatibilidad, debida sobre todo al radical a-cosmis-
mo o nihilismo del último. La conjunción adversativa puede resultar
aquí engañosa, pues los dos rasgos sólo son sinónimos parciales. El
primero es de tenor ontológico: para todos los dualistas la creación
y la criatura son repudiables como obra de un demiurgo perverso
o torpe; para los cátaros (Bartolomé, Juan de Lugio), el mundo
creado es, además, el dominio del no ser (nihil; occ. nien), según
se infiere de una lectura algo taxativa de Juan, I: 387. El segundo
85 En los años terribles de la cruzada, el patriotismo occitano vulnerado hizo que los
contactos de todo tipo entre una y otra se estrechasen. Es de suponer, por ejemplo,
que las feroces imprecaciones de un Peire Cardenal (R 317): Clergue si fan pastor / e son
aucizedor (Los clérigos se las dan de pastores y son asesinos) o la dolorida evocación
de Bernart Sicart de Maruèjols (R 241): Ai Tolosa e Proensa / e la terra d’Agensa / Bezers
e Carcassey / quo vos vi e quo us vey (¡Ay, Tolosa y Provenza y la tierra de Agensa, y
Beziers y Carcasés, cómo os vi y cómo os veo!), hayan encontrado un eco fraterno en
los rangos de la resistencia cátara. Sin embargo no hay razón de atribuir tal resonancia
sino al dolor compartido de ver devastada la tierra natal y arruinadas Amor e Paratge,
por el invasor francés y la Iglesia romana (Nelli 1972: 106 sq.)
86 Más bien se les puede encontrar afinidad con la predicación de los Fedeli d’Amore
(siglo xii), místicos esotéricos devotos de la enigmática Madonna Intelligenza (a
quienes la papalidad amalgamaba empero con los cátaros). Uno de ellos, el trouvère
flamenco Jacques de Baisieux, es más que explícito a este respecto: A senefie en sa
partie / S a n s , et mor senefie m o r t ; / Or l’assemblons, s’aurons s a n s m o r t ( A
significa por su lado s i n , y mor significa m u e r t e ; juntándolos, tenemos, pues, s i n
m u e r t e ) (Eliade 1983: §§ 269—270).
87 El texto original reza: panta di’ autoú egéneto, kai chorís autoú egéneto o u d é h e n ho
gégonon, lo cual, en versión literal, sería: ‘Todo por Él se ha hecho, y fuera de Él nada
de lo hecho se ha hecho’, en tanto que su interpretación cátara es: ‘fuera de Él se ha
hecho la nada’ (Nelli 1972: 169 sq.)
-111-
término se aplica al campo antropológico-político y rinde cuentas
de la presión desestructurante que los dualismos ejercen sobre el
tejido social, cada vez que el incremento del poder amenaza con
refundir el antiguo orden de cosas en moldes estatales. Se produce
entonces una revuelta nihilista que, para prevenir el cambio opre-
sivo, no vacila en demoler justamente lo que quería preservar: la
sociedad misma. Es, por ejemplo, el caso de los tupí-guaraní de
Sudamérica, quienes, en el apogeo de su poderío, abandonaron
cualquier vida organizada y se lanzaron en pos de una Tierra sin
Mal anterior a todo poder, para acabar diezmados en esta bús-
queda sin fin. Al mismo esquema se pliega la historia hecha de
destierros, dispersiones y persecuciones, de los maniqueos persas,
los paulicianos de Bizancio, los bogómilos balcánicos, los patarinos
lombardos: todos ellos ancestros y precursores de los cátaros y los
albigenses occitanos. En cada etapa de su huida hacia Occidente,
los bougres orientales aspiraban a restaurar la pureza primigenia del
mensaje crístico, confiscado y adulterado por iglesias corruptas y
opresoras. Creyeron incluso haberlo logrado en las tierras del Me-
diodía y entre sus gentes, pero, poco después, el holocausto de la
cruzada arrasó definitivamente con ellos y con la sociedad que les
había dado acogida (Culianu 1981; Couliano 1990: cap. i., 10.2 y
cap. ii; Culianu 2000: 48 sq.)
88 …pues equivaldría a culpar a las víctimas del acoso que padecieron, como en la
actualidad los revisionistas más delirantes imputan la Shoah a los propios judíos. En
esta misma línea se mueve el “dictamen” anterior, procedente de un libro que, desde
su mero título, La Croisade contre les Albigeois et l’u n i o n du Languedoc à la France
(1942), delata la parcialidad ideológica del autor.
-112-
el “nihilismo” de los trovadores reviste de hecho la forma de la crí-
tica social y de una protesta concreta contra situaciones de su tiem-
po (corrupción del clero, opresión extranjera etc.). Sólo Bertran de
Born (R 140) celebra la alegría salvaje de la guerra, regodeándose de
la destrucción por la destrucción: E platz mi, quan li corredor / fan
las gens e l’aver fugir; / e platz mi quan vei apres lor / gran re d’armat
ensems venir; / e platz m’en mon coratge, / quan vei fortz castells asset-
jatz / e’ls barris rotz et esfondratz (Y me gusta ver que los exploradores
hagan huir a la gente con su hacienda, y me gusta cuando veo venir
detrás de ellos gran número de armados en grupo; y le place a mi
corazón ver sitiados fuertes castillos, y los muros rotos y arruinados).
Pero aun él, y aun en tal contexto, no deja de invocar lo gais temps de
pascor (el alegre tiempo de primavera), que otros poetas convierten
en escenario obligado de sus canciones amatorias.
Todo comienza con unos sencillos paralelismos y analogías
(Guilhem de Peitieu: R 2; R 4): Farai chansoneta nueva / ans que vent
ni gel ni plueva y sobre todo La nostr’amor va enaissi / com la brancha
de l’albespi (Haré cancioncita nueva antes de que sople el viento, de
que hiele o de que llueva... A nuestro amor le ocurre como a la rama
del blancoespino). Sencillos pero no simples; si su eco aún perdura
después de casi un siglo (Grimoart: R 36): Lanquan lo temps renovel-
ha / e par la flors albespina / ai talant d’un chant novelh (Cuando el
tiempo se renueva y aparece la flor del blancoespino, tengo deseo de
un canto nuevo), es porque el motivo respectivo admite muchas y
varias modulaciones. Puede, por ejemplo, consonar con la felicidad
del deseo correspondido (Giraut de Bornelh: R 80): Er ai gran joi
que·remebra l’amor / que·m te mo cor salf en sa fezeltat; / que l’altr’er
vinc en un verger, de flor / tot gen cobert ab chan d’auzels mesclat, / e
can estav’en aquels bels jardis, / lai m’aparec la bela flor de lis (Tengo
ahora gran alegría al recordar el amor que mantiene mi corazón
seguro en su fidelidad; pues el otro día fui a un vergel cubierto
graciosamente de flores mezcladas con canto de pájaros, y cuando
estaba en aquel bello jardín se me apareció la hermosa flor de lis).
Puede contrapuntear melancólicamente la distancia (Jaufré Rudel:
R 12): Lanquan li jorn son lonc en mai / m’es bels douz cans d’auzels
de loing / e qand me sui partitz de lai / remembra·m d’un’amor de loing
-113-
(En mayo, cuando los días son largos, me es agradable el dulce canto
de los pájaros de lejos, y cuando me he separado de allí, me acuerdo
de un amor de lejos) o vibrar por el dolor del alma lacerada por la
ausencia (Jaufré Rudel: R 10): Quan lo rius de la fontana / s’esclarzis,
(…) / e par la flor aiglentina / e·l rossinholetz el ram / volf e refranh ez
aplana / son douz chantar et afina / dreit es qu’ieu lo meu refranha. //
Amor de terra lonhdana // per vos tot lo cors mi dol (Cuando el arroyo
de la fuente se hace más claro… y aparece la flor del rosal silvestre,
y el ruiseñor, en la rama, repite, modula, suaviza y afina su dulce
cantar, es justo que yo module el mío. Amor de tierra lejana, por
vos todo el corazón me duele). Y puede igualmente emparejar una
alegría casi inaguantable (Bernart de Ventadorn: R 60): Cuan vei la
lauzeta mover / de joi sas alas contral rai, / que s’oblid’e·s laissa chazer
/ per la doussor c’al cor li vai..., con el despojo absoluto del ser, que
transfiere su sustancia a la pasión: Tout m’a mo cor, e tout m’a me, / e
se mezeis’ e tot lo mon; / e can se·m tolc, no·m laisset re / mas dezirer e
cor volon (Cuando veo la alondra mover sus alas de alegría contra el
rayo (del sol) y que se desvanece y se deja caer por la dulzura que le
llega al corazón… Me ha robado el corazón, me ha robado a mí, y
a sí misma y todo el mundo; y cuando me privó de ella no me dejó
nada más que deseo y corazón anheloso).
Un gran capítulo de la poesía medieval, la así llamada grande
chanson courtoise, descansa sobre una motivación dual ‘yo canto
porque amo’ (Zumthor 1983: 123, 128 etc.) Parece ser que en la
poesía trovadoresca tal díptico temático, elemental pero tan eficaz.
se enriquece con un nuevo término. Como resulta de los ejemplos
anteriores, este tercer polo es un paisaje preñado de significado (no
una mera convención, como piensan los eruditos), el cual acoge y a
menudo suscita tanto las armónicas del canto como el embrujo eró-
tico. Al recorrer este espacio electrizado, la vivencia amorosa pasa a
expresión poética y la poesía se vive como ofrenda de amor. Sin ma-
yor dificultad, reconocemos aquí el sustento de la magia simpatética,
aquel “éter invisible” a través del cual las cosas pueden interactúar a
distancia, por similitud o por contagio (cf. Frazer 1980: I, 30 sq.)
Pero hay también algo más que, al parecer, intuyó con sagacidad y lo
dijo humildemente Cercamon (R 25): Ab lo temps que fai refreschar
-114-
/ lo segle e la pratz reverdezir, / vueil un novel chant comenzar / d’un
amor cui am e dezir (Con el tiempo que hace refrescar el mundo
y reverdecer los prados, quiero empezar un nuevo canto sobre un
amor que amo y deseo). Este sacré du printemps — tal vez el único
sacramento que no rechazarían los cátaros — es para el poeta un
pequeño milagro que se ejerce por igual sobre el “prado” y sobre
el “siglo”: el renacer de la naturaleza brinda al tiempo profano una
promesa de eternidad, en el instante fugaz en que la gracia se posa
sobre el mundo contingente.
-115-
4.1.— La transformación se lleva a cabo en el primer Roman
de la Rose, el de Guillaume de Lorris90 (aunque, juzgando por su
canción ya citada, Giraut de Bornelh se le había adelantado) y con-
siste en una suerte de “miniaturización”. En efecto, el paisaje abierto,
“cósmico” de los trovadores, donde en principio tiene cabida todo el
que quiere y puede amar, se convierte aquí en hortus conclusus. Es el
jardín de Déduit (Placer de Amor), rodeado de un muro impenetra-
ble y custodiado por imágenes terroríficas destinadas a cerrar el paso
a los indeseables. Puesto que en él se puede apenas penetrar por una
estrecha portezuela, cuya conserje es dame Oyseuse (la Ociosa), y que
anfitriones del maravilloso recinto son figuras como Jeunesse (Juven-
tud), Largesse (Liberalidad), Richesse (Riqueza) etc., está claro que
al amor — simbolizado aquí por un bellísimo y delicado botón de
Rosa — tan sólo accederá quien está en condiciones y tiene los me-
dios para dedicársele a tiempo completo (Rose / Lorris: caps. ii-ix).
Esta reducción elitista tiene evidentes connotaciones sociológicas,
pero antes que nada obedece a una razón funcional. Comprimido
así, el amor deja de ser acontecimiento vivido, para poder caber en
una alegoría que, a su vez, está embutida en un sueño91. La miniatu-
rización equivale, pues (valgan los barbarismos), a la retorización y
la psicologización de la cortesía, primeros pasos rumbo a su ficcio-
nalización.
90 La segunda parte, o mejor dicho su continuación, por Jean de Meung (c. 1280),
descansa, como profusamente lo ha demostrado Georges Duby (1988), sobre bases
estéticas e ideológicas bien distintas.
91 Cf. Rose/Lorris: cap. i: Où vintiesme an de mon aage / Où point qu’Amors prend le
paage / Des jones gens, couchiez estoie / Une nuit, si cum je souloie, /Et me dormoie moult
forment, / Si vi ung songe en mon dormant,/ Qui moult fut biax, et moult me plot (De la
mi edad corría el año veinte, cuando Amor a los mozos cobra peaje. Yaciendo yo en mi
lecho, dormido, una noche, vide sueño fermoso que plúgome en extremo).
-116-
de Bretagne, es decir las leyendas y tradiciones célticas sobre el rey
Arturo y sus caballeros de la Mesa Redonda. Terreno del encuentro
respectivo es Lancelot ou le Chevalier de la Charrette (c. 1177), la
obra más conocida (pese a inconclusa) de Chrétien de Troyes. En el
encabezamiento de su poema (Lancelot / Chrétien: vv. 1—6), decla-
ra el poeta haberlo compuesto a instancias y por encargo de la influ-
yente musa de enamorados y poetas, condesa Marie de Champagne:
Puis que ma dame de Chanpaigne / Vialt que romans a feire anpraigne,
/ Je l’anprendrai mout volentiers / Come cil qui est suens antiers / De
quanqu’il puet el monde feire / Sanz rien de losange avant treire (Des-
que la mi señora de Champaña pídeme que le haga un romance, de
muy buen grado a la tarea me meto, pues yo le soy devoto más que
nadie, sin una sombra apenas de lisonja). Otro tanto hubiera podido
decir de su Perceval ou le Conte du Graal (c. 1181—1190, también
inconclusa) y de Roi Mark et Yseult la Blonde (antes de 1176, perdi-
da), pues en las tres piezas se vislumbran la “materia” y el “sentido”
traspasados por la condesa a Chrétien. Con posterioridad, los argu-
mentos respectivos serían procesados artísticamente varias veces y en
varias literaturas europeas, quizás mejor de lo que lo hizo el poeta de
Troyes; pero él fue el primero en ensayar el salto desde el roman en el
sentido de ‘romance’ al roman en el sentido de ‘novela’: desde cual-
quier composición en lengua vulgar a un género específico (aunque
sea en estado de boceto)92.
Como ya he dicho, el salto respectivo trae la fusión de la cortesía
con la caballería. Tal aleación ha cuajado con bastante dificultad.
Dentro de la dialéctica de las formas literarias — y dejando de lado
-117-
las consideraciones de índole puramente histórica93 — diría que la
temática marcial caballeresca — la «materia de Francia» — se remon-
ta a la gesta o saga, categoría que agrupa historias que versan sobre
los lazos de sangre, la solidaridad de clan y la herencia familiar. En
cambio en la “de Bretaña”, la pasión que nutre y a veces devora a los
enamorados (como a Tristán e Iseo) es esencialmente una anti-saga,
pues sólo existe — Marie de Champagne dixit — fuera, ya que no
en contra de los vínculos matrimoniales. Situación que la mentalidad
tribal detesta y recela, por confundir la genealogía y perturbar la
transferencia del patrimonio. Ahora bien, desde su fase inicial la no-
vela logra suavizar esta contradicción, al convertir la peligrosa carga
existencial del amor — el adulterio —, en dato psicológico y rasgo
estructural, es decir una vez más ficticio. Desde el punto de vista psi-
cológico, tenemos que ver con el “deseo según el tercio”: Lanzarote
pretende a Ginebra y Tristán a Iseo porque sus amadas pertenecen a
los reyes Arturo y Mark, respectivamente; desde el otro, el triángulo
amoroso representa una estructura de resistencia en la arquitectura
de la trama novelesca (Girard 1961). En el mismo orden de ideas, la
“materia de Bretaña” aporta un esquema narrativo específico y fun-
damental: la «demanda» (‘búsqueda’ o queste). Con sus aventuras de
trasfondo iniciático, dicho esquema también contribuye a eufemizar
-118-
la peligrosidad de la pasión, pues en este contexto la «demanda» de la
Dama se remite de una u otra forma a la del Santo Grial. Añadiré que
el ciclo artúrico hereda el esquema respectivo del cuento de hadas, de
donde procede igualmente toda la población de endriagos, gigantes,
enanos y encantadores, con sus filtros, maleficios y contramaleficios,
sus castillos encantados y sus “ínsulas” maravillosas, que pululan en
los libros de caballerías, a cuya lectura se entregaban con tanta frui-
ción don Quijote y sus contemporáneos. Tal gusto por lo inverosí-
mil, lo fantástico y lo sobrenatural caracteriza todo un período en
la historia de la novela primitiva, antes del “pacto de verosimilitud”
concluido con sus lectores en la etapa “clásica” del género (Kundera
1996: 105; para detalles también Ivanovici 2000). Acogiéndose a
argumentos narrativos de semejante índole, la cortesía convierte su
magia poética en magia romanceada rumbo a novelada, y así recorre
otra etapa importante por la vía de su ficcionalización.
-119-
cortesía como “asignatura” puntual en la formación del novelista94.
94 A lo sumo, cabe aquí un par de conjeturas sobre lo que podía saber Cervantes
a este respecto: (a) no es imposible que tuviera cierto conocimiento de la lírica
de tipo trovadoresco, si no de la occitana al menos de la galaico—portuguesa o la
cancioneril; (b) también puede ser que algo supiera acerca del Roman de la Rose, que
había estado circulando por el ruedo ibérico hasta la primera mitad del siglo 15:
lo tenía, por ejemplo, en su biblioteca un ilustre “afrancesado” de aquella época, el
Marqués de Santillana (Fitzmaurice Kelly 1908: 68-69); (c) con toda seguridad, estaba
familiarizado con la literatura “ovidiana” medieval, a la que España había aportado más
de una obra maestra: por ejemplo el epos cómico del Arcipreste de Hita o la Celestina
(tan admirada por nuestro autor). Sin embargo hay otros tantos argumentos que nos
instan a tomar estas hipótesis cum grano salis: (a’) en la poesía castellana, la temática
cortés estaba siendo desplazada por el petrarquismo emergente desde Garcilaso; (b’)
los lectores españoles del poema alegórico de Guillaume de Lorris no debían pasar
de un círculo aristocrático muy minoritario; (c’) no hay constancia de que Cervantes
hubiera frecuentado el tratado del Capellán, piedra de toque del “ovidianismo” cortés,
aunque el libro en cuestión se leía y se estudiaba a fines del 14, en las Cortes de
Amor barcelonesas, bajo el patrocinio de Joan I de Aragón y de la reina Violant de
Bar, quienes encargaron incluso una traducción catalana del mismo, a Doménech
Mascó, Vicecanciller del reino (Parry 1990: 23). Lo que sí puede demostrarse con
pruebas textuales es que Cervantes operaba con la distinción entre el ‘bueno’ y el
‘loco Amor’, en la que se percibe un eco remoto de los esfuerzos por “moralizar”
la gaya ciencia. Históricamente, el objetivo en cuestión se lo propuso la Escuela de
Tolosa, en un intento tardío (siglo 14) de salvar el desfalleciente arte trovadoresco a
cambio de extirparle su “mística profana”, que había sido condenada formalmente
en 1277, por el arzobispo de París (Nelli 1974: II, caps. vi-vii). Ahora bien, a finales
del 16 — principios del 17, la distinción respectiva ya se utilizaba como una mera
herramienta conceptual, de la que con anterioridad se había hecho uso tanto en el
Libro del Arcipreste como en la Celestina.
¿Advertiría Cervantes que en estas dos obras el campo semántico respectivo resultaba
sin embargo más enmarañado de lo que pareciera a primera vista? El asunto merece
una digresión, incluso a riesgo de alargar aun más esta nota, ya kilométrica.
Para empezar, no cabe duda que el ‘loco amor’ denota el lado oscuro y el efecto
destructor y antisocial de la pasión, pregonado explícitamente por Melibea en su
parlamento final: “Bien ves y oyes este clamor de campanas, este alarido de gentes,
este aullido de canes, este grande estrépito de armas. De todo esto yo fui la causa. Yo
cubrí de luto y jergas en este día casi la mayor parte de la ciudadana caballería (…)
yo fui ocasión que los muertos tuviesen compañía del más acabado hombre que en
gracia nació” etc. (Celestina, xx). Remitiéndonos a la clasificación del Capellán, este
mismo amor, francamente sensual; correspondería tanto al mixtus como al venal, que
a su vez incluye el amor per pecuniam acquisitus y el amor meretricum. Finalmente,
en el Banquete de Platón, las tres categorías recaen bajo la jurisdicción de la Venus
Pándemos, a quien lógicamente, incumbirían, asimismo las pericias de la “puta vieja”
en la Tragicomedia de Calixto y Melibea. Pues bien, a pesar de los pesares ella se llama
en la obra Celestina: nombre que, traducido al griego, nos da Ouranía: ¡el distintivo
de la diosa del amor purus! En similares oxímoros onomásticos también incurre el
buen Arcipreste, quien se complace en bautizar Buen Amor a “su” Trotaconventos;
bajo el mismo rótulo coloca también el libro en que ella aparece como personaje
(recomendándolo así, ni más ni menos, como un manual de alcahuetería) (Buen
Amor: estr. 933-934).
-120-
Sea como fuere, de sus escritos puede inferirse una erótica, bien
distante y a veces opuesta al concepto de amor cortés. Su índole es
inequívocamente platónica, pero sus raíces no bajan hasta la filosofía
amatoria del Banquete, sino se remiten al neoplatonismo renacen-
tista; más que nada a los Dialoghi d’Amore de León Hebreo. Sería
improcedente intentar resumir la doctrina en cuestión o comentar
su presencia en Cervantes (sobre todo en la Galatea, pero sin faltar
de otras obras), tanto más cuanto este balance ya está hecho (Castro
1945: 145 sq.), con una idoneidad que no podría alcanzar yo, aquí.
En cambio sí conviene destacar que, para Cervantes, hay identi-
dad sustancial y operacional entre Eros y Magia, igual que (digamos)
para Marsilio Ficino o Giordano Bruno (Couliano 1984: cap. iv).
De modo que, cuando nuestro autor nos pinta hechizos amatorios
específicos, lo hace con una propiedad que no poseen los trovadores
(pues en ellos lo mágico es más bien una metáfora de lo prohibido,
que en parte refleja y en parte encubre sus amores adúlteros y/o sus
eventuales complicidades con la herejía).
Veamos unos pocos ejemplos. En una de las Novelas ejemplares
se habla pertinentemente de la gastronomía venérea, en concreto de
un filtro de amor llamado veneficio que, administrado mediante “un
membrillo toledano”, trastorna el juicio de Tomás Rodaja, convir-
tiéndole en el fóbico licenciado Vidriera. Otra se refiere a la tropelía,
arte mágico “que hace parecer una cosa por otra” y que. al ejercerlo
una atractiva hechicera sobre ciertos hombres, los metamorfosea en
bestias, a la manera de Circe95. Un caso aún más interesante, porque
más complejo, es el de La Gitanilla. Aparentemente, el autor cuenta
aquí la historia de un amor que, sorteando dificultades de toda ín-
dole, desemboca honestamente en el matrimonio: una polémica casi
explícita, diríase, contra la unión libre ensalzada por el canon cortés.
Pero, ironía: al matrimonio se llega tras una suerte de noviazgo de
95 No hay que perder de vista, sin embargo, la ironía con que Cervantes se acerca a
los casos concretos de magia, justamente con el objeto de restar crédito a la magia
en general (y, de rebote, ridiculizar la saña sicótica de la “caza de brujas”). Así, el
“veneficio” es un maleficio torpe, pues en vez de embelesar al desganado Tomás, le
envenena; en cuanto a la círcea “tropelía”, no pasa de ser seducción a secas, con efectos
degradantes, sí, pero dentro de los “términos de naturaleza”. Véase supra, “Doncellas,
varones y cachorros (des) embrujados”.
-121-
prueba, que equivale a un largo y penoso assag — típico rito mági-
co-sexual practicado en el seno de la fin’ amors. Para colmo, de él se
hace un uso interesado, con el objeto de exacerbar el deseo masculi-
no, puesto que su satisfacción — siempre prometida y siempre pos-
puesta — requiere del varón un alto precio simbólico y proporciona
a la hembra emolumentos a la altura96.
Ahora bien, el Neoplatonismo renacentista no se reduce a es-
tas pautas concretas de magia erótica. Su esfera abarca toda una
cosmovisión, la magia naturalis, que en los medios humanistas
del Quattrocento y el Cinquecento había desarrollado una intensa
interacción con la doctrina católica, presagiando el advenimiento
de un sincretismo “a lo culto”, análogo al Cristianismo cósmico
popular. Giordano Bruno, por ejemplo, en su tratado De Magia
(1590), habla del “vínculo” llamado anima mundi o “espíritu del
universo”, que tiene la capacidad de fundir “todas las cosas con
todas”, de modo que “todas las cosas tengan entrada en todas las
cosas” (Bruno 1982: 260). Este papel unificador, comparable con
el que desempeñan la gracia inmanente o el temps novel en pri-
mavera, proyecta la imagen de un mundo homogéneo, a través
del cual la corriente de simpatía mágica y el magnetismo amoroso
circulan sin trabas.
A partir de semejantes vislumbres neoplatónicas, Cervantes mira
el mundo con un ojo más bien indulgente: si la Creación no es para
él enteramente buena — como en la religión cósmica y en la poesía
trovadoresca —, tampoco es del todo mala. Un bogómilo balcánico
o un cátaro moderado, por ejemplo, ratificarían la aserción puesta
en boca de la bruja Cañizares, de que el mismo Diablo tiene sujeta
su facultad de (mal) obrar a la “voluntad permitente” de Dios. En
cambio por el lado social no faltan en la obra cervantina los acentos
críticos — jamás panfletarios, sino hábiles e irónicos — hacia deter-
minadas instituciones. Así, la lectura “maliciosa” (pero no arbitraria)
del assag rayano en la perversión que se lleva a cabo en La Gitanilla
nos deja barruntar que el narrador pone en tela de juicio el matri-
monio, que supuestamente está defendiendo. La noveleta aportaría,
-122-
pues, argumentos de peso a trovadores y cátaros, quienes, más allá
de sus motivaciones distintas, coincidían en tacharlo de jurata forni-
catio e incluso de jurata prostitutio.
-123-
…en este nuestro estilo de caballería es un grande ho-
nor tener una dama muchos caballeros andantes que la
sirvan, sin que extiendan sus pensamientos que a servilla
(…), sin esperar otro premio de sus muchos y buenos de-
seos sino que ella se contente de acetarlos por sus caballe-
ros (DQ 1605: 31) (énfasis mío).
-124-
Teoría de la novela (1916) de Georg Lukács. En resumidas cuentas,
el filósofo húngaro sostiene que todo personaje novelesco es un “in-
dividuo problemático”, cuyo entorno vital, vacío de trascendencia,
ha dejado de ser una “totalidad”; por tanto aquí el ideal sólo puede
existir como “negatividad pura”. El quijotesco es negativo por parti-
da doble, puesto que el héroe habita un universo no sólo desertado
por Dios, sino además tomado en posesión por fuerzas demoníacas
que le impiden atender los imperativos aprióricos de la idea (Lukács
1963: p. II, cap. i). Cabe añadir que, en su última salida (recogida en
la segunda parte de la novela), don Quijote se enfrenta a una situa-
ción ontológica aún más grave. Sin entrar en detalles, diré que ahora
nuestro hidalgo tropieza con falsas resemantizaciones del mundo,
a base de una suerte de contrahecha adecuación de la realidad a ar-
quetipos que antes rechazaba o de los cuales hacía caso omiso98. Tan
tortuoso sinsentido requiere el recurso al maleficio para darle un
sentido. Si los gigantes contra quienes arremete el héroe continúan
siendo contumaces molinos de viento, es porque un encantador ha
querido robarle al caballero la gloria de derrotarlos (DQ 1605: 8).
Pero cuando en la Dulcinea que sale a su encuentro no reconoce
siquiera a Aldonza Lorenzo, la única forma en que Dulcinea pue-
de seguir existiendo para don Quijote es como Dulcinea encantada
(DQ 1615: 10).
En lo social, teóricamente hablando, el ideal quijotesco no tiene
un contenido negativo. Todo lo contrario:
-125-
personaje al oír la anterior declaración de principios), pero no es
irreal (como suele pensarse); antes bien se remite a antecedentes his-
tóricos comprobables y comprobados:
99 Don Quijote hace aquí un recuento de aquellos españoles quienes, hasta siglo y medio
antes de que él saliese de la pluma de Cervantes, se esforzaban por vivir de conformidad
con una “ósmosis entre lo real y lo novelesco” (Riquer 1967). Otro tanto puede decirse
de todo Occidente que, en el umbral del Renacimiento (siglo 15), no había perdido la
propensión a “una vida hermosa” según criterios y mentalidades medievales (Huizinga
1970).
100 Para un comentario detallado de este episodio, véase infra, “Desde la Mímesis a la
Parodia”.
-126-
pasión libertaria, que alcanza su verdadera justificación al entroncar
con la pasión amorosa:
-127-
Normalmente Cervantes desplaza fuera del Quijote la discu-
sión de los aspectos “políticamente incorrectos” de la cortesía; en
concreto, la aplaza para las Novelas ejemplares. Aunque a menudo
su dialéctica toma allí rumbos poco ortodoxos — paradójicos e
irónicos —, se supone que el autor brinda a tal problemática al-
ternativas edificantes. La Gitanilla (pongamos), pese a sus ambi-
güedades, aparece como un remedium amoris en esquema ovidia-
no. Por su lado, el hidalgo manchego no quiere juzgar ni quiere
enmendar el amor: lo vive. La tradición hermenéutica que acabo
de mencionar proyecta su vivencia también fuera del libro: en la
vida real, donde el “quijotismo” goza de un cierto prestigio modé-
lico, pese a negativo (eso es transgresivo y desviante de cara a las
normas sociales).
La novela en sí es el espacio donde el desencuentro de sus dos
“socios” remata en una forma coherente. Negociarla supone proezas
de diplomacia, para atraer hacia el Quijote las fuerzas centrípetas que
ejercen el autor y su héroe. Ello supone en primer término que el
organismo novelesco haya desviado cualesquier planteamientos uní-
vocos y tajantes de uno u otro. En segundo término, supone que los
haya sometido al proceso que Anthony N. Zahareas (2001) llama
la “secularización de los discursos quijotescos”. A este respecto, el
hispanista greco-norteamericano manifiesta que Cervantes — arqui-
tecto supremo de su Obra y de esta obra en particular —, “al adaptar
modelos tradicionales” (específicamente los de la locura), “eliminó
de ellos los factores religiosos o ejemplares para sustituirlos por con-
diciones histórico-sociales”.
Así definido, bien vale para el término respectivo el sinónimo de
‘contextualización’. En lo sucesivo, me propongo esbozar su fenome-
nología, con referencia a los tópicos del amor cortés.
El proceso en cuestión, como cualquier otro, implica un quod y
un quomodo. Cabe, en otras palabras, preguntarse sobre qué objetos
simbólicos se ejerce y cómo lo hace. La respuesta a la primera interro-
gante apunta a una especie de semántica; a la segunda, a una retórica
de la contextualización - secularización.
-128-
6. PARA CONTEXTUALIZAR LA CORTESÍA:
(I) PAUTAS TEMÁTICAS Y SIMBÓLICAS
-129-
Considerando las dos extremidades del recorrido, la oposición
A/B se plantea en términos “radicales”, mientras las etapas interme-
dias y “mitigadas” (a.1 - a.2 - b.1 - b.2) avalan una transición suave
entre A y B entre Dulcinea y Aldonza y, en principio, pueden apli-
carse tanto a una como a otra. Como ya he dicho, se trata de varian-
tes combinatorias resultantes de la aplicación de una segunda grilla
sobre la primera, lo cual sugiere que tanto la sublimación como la
de-sublimación pueden funcionar en contextos realistas o idealistas.
Algunos ejemplos ilustrativos:
-130-
pareció ser bien darle título de señora de sus pensamien-
tos; y, buscándole nombre que no desdijese mucho del
suyo y que tirase y se encaminase al de princesa y gran
señora, vino a llamarla «Dulcinea del Toboso» porque
era natural del Toboso: nombre, a su parecer, músico y
peregrino y significativo… etc. (DQ 1605: 1).
-131-
b.2. de-sublimación realista, a cargo del narrador (Dulcinea con
rasgos de Aldonza):
101 Véase infra, “El Arte de novelar”. Véase asimismo infra, “El Arte del palimpsesto”.
-132-
etapas intermedias, aun sin llegar a fantásticas, tienen mucho de la
ambivalencia de de una tal visión de los acontecimientos:
-133-
He dicho aparentemente porque, de hecho, el círculo no se cie-
rra. Es que, según recordamos, en la segunda parte el desfase entre
el ideal quijotesco y el mundo donde el héroe pretende llevarlo a la
práctica se complica hasta tal punto, que el único sentido posible
se lo proporciona justamente el maleficio, que antes desarreglaba
su sentido102. Con su contrahecho “encantamiento” de Dulcinea,
Sancho hace que tanto Dulcinea como Aldonza se esfumen como
por encanto. En su lugar no hay más que “una moza aldeana no de
muy buen rostro”, como diría Miguel de Unamuno (1964: 127)103.
Ésta será en adelante la Dulcinea encantada: ni una ni otra, pero
sustituyendo a ambas y para todos los efectos. Con ella se topa (o
mejor dicho la injerta) el héroe en medio de la escenografía carolin-
gia y artúrica de la Cueva de Montesinos (DQ 1615: 22) y a ella le
toca a Sancho, según mandato expreso del sabio Merlín en persona,
“desencantarla”, o sea deshacer el entuerto ficticio a cambio de unos
reales y contundentes “tres mil azotes y trecientos / en ambas sus
valientes posaderas” (DQ 1615: 22).
Bien mirada, la re-sublimación no llega a constituir un movi-
miento complementario al de la de-sublimación, sino se queda en
unos cuantos destellos episódicos, como apéndices irónicos de episo-
dios de la serie contraria. Así, la fase b’.2 (Dulcinea encantada), basa-
da sobre la relación lógica ni (Dulcinea) — ni (Aldonza), se “cuelga”
de la b.2 (de-sublimación realista), que descansa sobre un simétrico
y — y (Dulcinea con habilidades de Aldonza). Por otro lado, la b’.1
(Dulcinea por desencantar) viene a ser la secuela “narrativa” de la b.1
(de-sublimación idealista), a condición de que entre ambas introduz-
camos el eslabón b’.2 (Dulcinea encantada): alabar a la aldeana Al-
donza como si fuera la princesa Dulcinea, allana el terreno para que
a Dulcinea se le imponga el rostro de una moza aldeana, lo cual exige
un remedio a lo Merlín, a fin de que la “encantada” (quienquiera
-134-
que sea) pueda recuperar su rostro principesco Finalmente, por obra
de una justicia inmanente cómica y simétrica, b’.2 y b’.1 también se
conectan entre sí. El alguacil alguacilado: un nuevo embuste hará
que el embustero Sancho sufra en carne, vale decir en nalga propia
las consecuencias de su embuste inicial.
Sin Aldonza y sin Dulcinea, es decir sin origen ni meta, la escala
del desencantamiento queda suspendida en el vacío. Lo cual, una
vez más, evoca la similar indecisión categorial de lo fantástico. Qui-
zás en ello consista la dominante semántica de la Dama quijotesca
secularizada.
-135-
(DQ 1605: 1)
y en otros lugares se expresa aún más explícitamente: “yo soy enamo-
rado, no más de porque es forzoso que los caballeros andantes lo sean”
(DQ 1615: 32) (énfasis míos).
Este guión general también ofrece modelos para la múltiple ca-
suística particular del amor. Por ejemplo, la novela explota a fondo
el motivo de los celos, derivado asimismo del “deseo triangular”.
Es verdad que la fin’amors también lo conocía, pero allí se trataba
de unos celos (por así decirlo) primarios, pertenecientes al propio
canon amoroso104, en tanto que don Quijote los vive “según el ter-
cio”. En el episodio de Sierra Morena, el ingenioso hidalgo resuelve
enloquecer por Dulcinea: no por sospechar de su Dama, sino para
emular e incluso competir con la locura de Amadís desdeñado por
Oriana y con la de Orlando traicionado por Angélica:
104 “Quien no siente celos no puede amar” (Qui non zelat amare non potest), reza la
segunda de las treinta y una regulæ amoris registradas por Andrés el Capellán (De
Amore: p. II, cap. viii, 44 / Courtly Love, 184).
-136-
éste el afecto de la propia. En ello y en ellas, don Quijote barrunta
incluso un ánimo hostil hacia Dulcinea, según (diríase) los perversos
mecanismos freudianos, que distorsionan el “deseo según el tercio”
convirtiéndolo en deseo de “perjudicar al tercio”.
105 La fidelidad a la amada constituye uno de los supuestos básicos del amor cortés y se
cubre con la tan sonada castitatz de los trovadores La cual, por cierto, nada tiene que
ver con el “platonismo” emasculado que se les ha querido atribuir. Impugnando este
falaz lugar común, René Nelli (1974: I, cap. iv) sostiene con todo el énfasis del caso
que la ”castidad”, junto a la mezura — puesta a prueba en el assag — etc. no suprimen
sino refinan lo carnal, pues apuntan a una unión de los corazones que precede,
condiciona y espolea el acoplamiento de los cuerpos. A su vez, H.—I. Marrou (1983:
133), tras preguntarse con ironía falsamente pedante utrum copularentur — contesta
categóricamente: “En mi opinión, nada nos permite dudar de ello”.
-137-
luego imaginó que la enamorada doncella venía para
sobresaltar su honestidad y ponerle en condición de
faltar a la fe que guardar debía a su señora Dulcinea
del Toboso (DQ 1615: 48).
Altisidora entró en el aposento de don Quijote, con
cuya presencia turbado y confuso se encogió y cubrió
casi todo con las sábanas y colchas de la cama, muda
la lengua, sin que acertase a hacerle cortesía ninguna…
etc. (DQ 1615: 70).
En las novelas del ciclo artúrico, las azarosas andanzas de los héroes
tienen carácter iniciático, pues la madre de todas las aventuras es aquí
la “demanda del Santo Grial” (la copa en que José de Arimatea había
recogido la sangre de Jesucristo, herido por Longino de un lanzazo en
el costado). En esta búsqueda están implicadas las figuras más seña-
ladas entre la Orden de la Mesa Redonda: Lanzarote, su hijo Galaor,
Percival y, por supuesto, el propio rey Arturo. En el Quijote, el tema
respectivo está contextualizado una vez más como “deseo según el ter-
cio”; a consecuencia de ello, su secularización viene a ser, hasta cierto
punto, una “estetización”. En efecto, don Quijote echa a andar por el
mundo a la zaga del caballero libresco, a favor de quien ha renunciado
a elegir personalmente el objeto de su deseo. Por otro lado, del Grial
y su “demanda” se hace mención una sola vez en toda la novela106. Por
consiguiente, el héroe busca la aventura por la aventura, tal como el
artista (Kant dixit) persigue en su obra una “finalidad sin meta”.
Otro tanto sucede con la “demanda” de la Dama. En las historias
caballerescas, tal búsqueda estaba supeditada a la del Santo Grial: ne-
gativamente las más veces, ya que para el hallazgo del divino recipiente
106 …y entonces de paso, como un dato más entre muchos otros de índole “bibliográfica”
o histórica, que el hidalgo invoca para sostener su tesis de la existencia real y efectiva
de la andante caballería ( DQ 1605: 49).
-138-
la condición sine qua non era la castidad del buscador, en el sentido
más estricto de la palabra (a Lanzarote, por ejemplo, sus amores pe-
caminosos con la reina Ginebra le frustran la proeza). En la novela
cervantina, una vez desvanecido el Grial, meta de la “demanda” por
excelencia pasa a ser Dulcinea. Pero ¿qué clase de meta? De confor-
midad con la dinámica “triangular” que rige la novela, más tiene que
ver la Dama de don Quijote con las ficticias amadas de los caballeros
ficticios, que con la zagala de carne y hueso Aldonza Lorenzo. Por
añadidura, su secularización se actualiza como “ficcionalización”, de
modo que consigue una autonomía de tipo estético respecto a datos
empíricos de cualquier índole:
¿Piensas tú que las Amarilis, las Filis, las Silvias, las Dia-
nas, las Galateas, las Fílidas y otras tales de que los libros,
los romances, las tiendas de los barberos, los teatros de las
comedias están llenos, fueron verdaderamente damas de
carne y hueso, y de aquellos que las celebran y celebra-
ron? No, por cierto, sino que las más se las fingen por dar
subjeto a sus versos y porque los tengan por enamorados y
por hombres que tienen valor para serlo. Y, así, bástame
a mí pensar y creer que la buena de Aldonza Lorenzo es
hermosa y honesta (…), y yo me hago cuenta que es la más
alta princesa del mundo (DQ 1605: 25) (énfasis míos).
-139-
en el vacío (que ya hemos revisado).
6.4.— Para poder percibir tales pautas como un verdadero siste-
ma de referencia, es preciso pasar revista los contextos espacio—tem-
porales o cronotopos de la secularización.
El concepto en cuestión ha sido formulado y desarrollado por
Mikhail Bakhtín, a fines de los años 30 del siglo pasado. Cronoto-
po, según el ilustre teórico ruso, se llama “la conexión esencial de
las relaciones temporales y espaciales valorizadas artísticamente en
la literatura” (Bakhtín 1982: 294). Por otro lado, “todo acceso a la
esfera del significado se hace exclusivamente por la puerta de los
cronotopos” (Bakhtín 1982: 490), debido a que los significados son
impensables desde nuestra experiencia, a no ser que revistan una
expresión semiótica, vale decir espacio-temporal. Se entiende, pues,
por qué el recurso al “análisis cronotópico” es imprescindible en una
aproximación de tipo semántico, como es el registro de pautas temá-
tico-simbólicas que acabo de esbozar en este párrafo.
-140-
aventuras.
Por el contrario, en el Quijote los datos espaciales adquieren ma-
yor peso específico. El inolvidable José María Casasayas (1998: 911
sq.) ha hecho un recuento pormenorizado de los lugares (y los subsi-
guientes tiempos) quijotescos, donde abundan las referencias a una
geografía reconocible: el Campo de Montiel, Puerto Lápice, El To-
boso, Argamasilla, Tordesillas, Sierra Morena, Zaragoza, Barcelona
y un largo etcétera. A resultas de una secularización “a lo Zahareas”,
aquí se distinguen claramente hitos históricos (e. g. la expulsión de
los moriscos) y sociales: “toda España, desde el galeote al duque”
(Bakhtín 1982: 475). Pero aun cuando las referencias nominalizadas
faltan, el poder evocativo de la escritura cervantina, tan admirado
por Flaubert, mantiene en todo momento visibles ces routes d’Espag-
ne qui ne sont nulle part décrites (apud Ortega y Gasset 1990: 137).
Por ellas transita un “andante miserable, imagen del anticaballero”,
quien tan sólo padece “antiaventuras” (Viña Liste 2001: 54): el hé-
roe de Cervantes siguiendo el rumbo trazado medio siglo antes por
el Lazarillo. Así pues, para citar una vez más los acertados juicios
bakhtinianos, lo propio del Quijote sería “el cruce entre el cronotopo
de un ‘mundo extraño y maravilloso’, presente en los libros de caba-
llerías, y aquél del ‘camino real de un mundo familiar’, propio de la
picaresca” (1982: 386).
Cruce significa forja de un entorno de carácter mixto. Por un
lado, la “itinerancia” del personaje le contextualiza dentro de un pai-
saje variopinto y ya totalmente antiheroico, compuesto de molinos,
rameras, rebaños y ventas. Por otro, en ellos el ingenioso hidalgo
reconoce gigantes, doncellas, ejércitos enemigos y castillos — pese a
desvirtuados; a veces tales portentos se le presentan incluso bajo su
aspecto “canónico” — aunque contrahecho (pero esto lo sabemos
nosotros, no él).
De nivel simbólico y hermenéutico más “bajo” que el modelo
con el cual comulga don Quijote, semejante aleación no (necesa-
riamente) es inferior desde un punto de vista axiológico. “Villanos”
hay en el orbe propiamente caballeresco como también los hay en el
quijotesco, peores siendo en ambos los encantadores; los “buenos”
se dan igualmente aquí y allí, y algunos — como el héroe mismo —
-141-
circulan irrestrictamente de uno a otro lado. Éste no será el mejor
de los mundos posibles, pero tampoco es malo de cabo a rabo. En
resumidas cuentas, el cronotopo mixto o de cruce lleva la impronta
de la cosmovisión cervantina, que en un párrafo anterior (5.1) la
comparaba con la ontología de los dualismos mitigados.
108 En efecto, en la Galatea hay una muerte por equivocación — Crisaldo mata a Leonida
queriendo matar a Silvia —, otra por venganza — Lisandro, amante de la víctima,
ajusticia al victimario —, un duelo entre dos rivales por las gracias de la bella Nisida y
así sucesivamente.
-142-
visto como una instancia distinta del autor (implícito o explícito):
aquí la utopía “ecológica” del idilio cae bajo la incidencia de un dua-
lismo radical, a-cósmico, el cual a su vez emana de don Quijote y de
su impedimento a vivir cualquier ideal más que como “negatividad
pura”. En este sentido, basta revisar los episodios antemencionados
para ver cómo va degradándose la Arcadia quijotesca y, al compás de
su degradación, cómo se carga de agresividad, al punto de llegar a
hostilizar al propio héroe109.
-143-
7. PARA CONTEXTUALIZAR LA CORTESÍA:
(II) PAUTAS RETÓRICAS
-144-
“adaptaciones” al suyo, tal práctica tiene su tradición que se remonta
a San Jerónimo, con su Vulgata latina, quien recomendaba arrastrar
los significados hacia la lengua materna como a los cautivos tras el
carro del vencedor.
Sobre esta retórica de la aculturación se apoyan los casos de de-su-
blimación de Dulcinea, que hemos visto anteriormente, sobre todo
la alabanza de Aldonza Lorenzo, hecha por Sancho al comunicarle
don Quijote que ella es Dulcinea del Toboso (DQ 1605: 25): “¡Vive
el Dador, que es moza de chapa, hecha y derecha y de pelo en pecho,
y que puede sacar la barba del lodo a cualquier caballero andante o
por andar que la tuviere por señora!” El escudero resemantiza, pues,
a la Dama quijotesca, transfiriéndole la semiología de su propio dia-
lecto: “¡Oh hideputa, qué rejo que tiene, y qué voz! (…) Y lo mejor
que tiene es que no es nada melindrosa, porque tiene mucho de
cortesana: con todos se burla y de todo hace mueca y donaire”. Tal
“traducción” no anula el código “alto”, sino lo mantiene (por lo me-
nos en cuanto a su eje simbólico) y lo aprovecha como componente
heteroglósico, para expresar “en lenguaje ajeno” el supuesto básico
de su sistema de valores: que las bellezas “aldoncinas” son dignas de
todas las finuras de la cortesía.
-145-
te a cabo su misión ante Dulcinea (DQ 1605: 31).
Transcribo tres breves secuencias:
-146-
último “en rebajar en lo posible (…) la figura de Dulcinea”, por
estar interesado en que su amo se case con la fingida princesa Mi-
comicona (alias Dorotea) (Allen 1998: 74). A mi criterio, las dos
series son en realidad sendas versiones (valgan los barbarismos)
apropiativas y aculturativas de la realidad llamada ‘Aldonza Loren-
zo’, que se cubren en algunos rasgos puntuales de la misma. Antes
de pasar a analizar los detalles y etapas de este proceso, me parece
útil resumirlo en un cuadro sinóptico:
-147-
ducciones”, junto con sus respectivos usuarios (don Quijote y
Sancho). La columna mediana incluye los “falsos amigos” sobre
los cuales se cruzan los lenguajes anteriores y los términos me-
dios surgidos espontáneamente o creados ad hoc entre ambos.
Por otro lado, los vectores (flechas) representan los trayectos “tra-
ductivos”, que a veces son divergentes y otras veces interfieren e
interactúan. Su zigzagueo indica que, para construir su respectiva
versión, cualquiera de estos lenguajes se refringe, al atravesar el
aura heteroglósica creada por el “lenguaje ajeno” alrededor del
objeto común.
Hay que añadir que el código quijotesco comprende, en
principio, tópicos del amor cortés pasados por el petrarquismo
renacentista, y el sanchopancesco, su reverso grotesco o, cuanto
menos, realista: “realista-grotesco”, en los términos de Bakhtín
(1974: 25 sq., sobre todo 28 sq.112). Más que oponerse, me parece
que las versiones respectivas contrapuntean una a otra. Analítica-
mente: no sólo y no tanto por interés rebaja Sancho a Dulcinea,
sino porque la percibe por el prisma del carnavalesco “principio
material-corporal de la vida” (Bakhtín 1974) que, de por sí, re-
presenta un nivel inferior en la jerarquía de estilos y niveles de
lenguaje vigente en la época; a su vez, don Quijote no necesita
esforzarse por “dignificar” lo rebajado por Sancho, pues en la re-
tórica solemne que maneja, la Dama se sitúa por sí misma en las
cumbres de lo sublime. Ello crea entre los dos polos una relación
de complementariedad: el registro “bajo” — socarrón, paródico,
hasta blasfematorio — necesita del “alto” para tener qué rebajar;
pero también el “alto” saca provecho de la “rebaja”, al hacer de ella
un trampolín para mayor enaltecimiento.
Es lo que vemos en la primera secuencia del diálogo, donde,
tratándose de los quehaceres de Dulcinea, el hidalgo enamorado la
supone ocupada en tareas principescas (“ensartando perlas”), en tan-
to que Sancho pinta la imagen de una Aldonza dedicada a las faenas
del campo (“ahechando trigo”); justo en esta merma toma pie don
Quijote, para volver a la carga y reforzar la sublimación (“los granos
-148-
de aquel trigo eran granos de perlas”)113. La segunda secuencia re-
cuerda la de “cortesana”, pues está basada en la simple interpretación
divergente de un “falso amigo”, el adjetivo alta, que el amo usa como
metáfora cualitativa (“alta señora”) y el escudero interpreta en clave
cuantitativa y corporal (“me lleva más de un coto”). Lo mismo sucede
en la tercera, donde el olor de la Dama se concretiza por un lado en
la “fragancia aromática” de Dulcinea y por otro, en el “olorcillo algo
hombruno” de Aldonza (sudorosa por el esfuerzo). Sin embargo, a la
secuencia se le da aquí extensión, bajo forma de una “negociación”
del rasgo respectivo; proceso en el que las dos versiones interactúan
intensamente. Don Quijote retoma la afirmación de Sancho, no
para “retraducirla” a su propio lenguaje sino para enviársela de vuelta
(“te debiste oler a ti mismo”), apoyándose ya no en el “falso amigo”,
sino en la versión “alta” del mismo (“yo sé bien a lo que huele aque-
lla rosa entre espinas”). Todo puede ser, replica Sancho, creando con
ello un término medio de falso consenso. Falso, porque las versiones
que de él se derivan, sólo divergen en cuanto al momento (“muchas
veces sale de mí” versus “entonces me pareció que salía de la señora
Dulcinea”), no así en cuanto al objeto, el cual sigue siendo “aquel
olor” (o sea el aldoncino “olorcillo algo hombruno”). Por último, la
“traducción” coincidente de estas versiones un diablo parece a otro,
representa un nuevo término medio, este sí auténtico, pues se cons-
tituye en “discurso ajeno en lenguaje ajeno”, tanto para el código
cortés como para el carnavalesco, y zanja su eterna controversia a
fuerza de relativizarla (‘todos los olores son iguales’).
113 El mismo procedimiento se utiliza en la novela cervantina en forma aún más explícita,
con motivo del debate entre los dos protagonistas sobre las cualidades estéticas de un
lunar que, según Sancho, tenía Dulcinea (la encantada) sobre el labio, cuando don
Quijote falla perentoriamente: “si tuviera cien l u n a r e s como el que dices, en ella
no fueran lunares, sino l u n a s y e s t r e l l a s resplandecientes” (DQ 1615: 10)
(énfasis míos). Aquí Cervantes echa mano de una de las estrategias más eficaces de la
poesía barroca, que consiste en negar de plano cualquier significado denotativo para
instaurar en su lugar la metáfora. Véase por ejemplo, en este sentido, el soneto Sur les
yeux de Madame la Duchesse (1597), de Laugier de Porchères, dedicado a Gabrielle
d’Estrées, favorita de Enrique IV de Francia, que comienza precisamente por el verso:
Ce ne sont pas des y e u x , ce sont plustost des d i e u x (énfasis míos). Dicho sea de paso,
este poema ha hecho objeto de un interesantísimo set de lecturas interdisciplinarias,
recopiladas en volumen por la Universidad de Nantes (Linguistique et Poétique 1980).
-149-
7.1.3.— Me he referido varias veces y en varios puntos de
este ensayo al status semántico distinto que tiene la segunda parte
de la novela cervantina respecto de la primera; el cual, añadiré
ahora, confiere a aquélla un carácter hasta cierto punto metafic-
cional. Pues bien, en el marco de la retórica de la secularización
que estoy esbozando aquí, a tal “metaficción” le corresponde una
meta-traducción.
Ejemplo típico en este sentido parece ser el conocido y muy co-
mentado capítulo décimo del Quijote de 1615, que trata de “la in-
dustria que Sancho tuvo para encantar a la señora Dulcinea”.
Tal industria toma en cuenta los mecanismos de la “traducción
por aculturación”, que hemos examinado anteriormente, pero los
desvirtúa mediante un silogismo falaz, al que se le ha alterado la pre-
misa minor para extender abusivamente su conclusión: Si Dulcinea
es Aldonza y Aldonza es una moza labradora cualquiera, entonces
cualquier moza labradora podrá pasar por Dulcinea. Por añadidura, la
falacia lógica viene acompañada aquí por una superchería de índole
moral o dolo (como dirían los juristas):
-150-
Cabe añadir que la meta-traducción se inscribe igualmente en
la esfera de lo carnavalesco, pues su tortuoso trayecto y la segunda
intención que implica nos autorizan identificarla con una especie
de “travestismo traductivo” (o, si se quiere, “traducción” disfrazada
o enmascarada). Pero aquí también caben unos cuantos distingos y
bemoles. En el Carnaval popular el disfraz y la máscara expresan la
“alegría del cambio y la reencarnación” (Bakhtín 1974: 48). En las
bromas “metatraductivas” que se le gastan a don Quijote, aunque el
componente jubiloso no falta (sobre todo en los episodios ubicados
en el castillo de los duques), la burla es unívoca y cruel (se ejerce
sobre una víctima que no puede defenderse, pues ignora el juego y
sus reglas), en tanto que, retóricamente hablando, el acento recae so-
bre el aspecto (valga en anglicismo) “deceptivo” de la transferencia:
traduttore traditore…
-151-
Reverter la versión falseada al código original, con el objeto de
que diga quasi la stessa cosa que una auténtica. se parece al esfuerzo
de un autor por desbaratar los plagios a su obra y salvaguardar el
copyright propio.
No sé si se ha advertido que la lucha del héroe por dejar sentado
que la tosca aldeana que se le ha presentado en las afueras del Toboso
es Dulcinea, siquiera la “encantada”, se despliega paralela y simétri-
camente con la pugna de Cervantes por demostrar que el Quijote
de Avellaneda no es el genuino, ni siquiera su segunda parte. A estos
efectos “retraduce” a un personaje de la versión apócrifa, don Álvaro
Tarfe, es decir lo introduce en la suya, obteniendo un quasi duplica-
do del mismo, quien puede declarar oficialmente
-152-
tu sin igual hermosura y rostro en el de una labradora pobre (…)” (én-
fasis míos). Por último, enmienda esta versión, aceptando tímida pero
definitivamente la idea de la agresión mágica cuya víctima es la propia
Dulcinea: “Sancho, ¿qué te parece cuán mal quisto soy de encantado-
res? (…) no se contentaron estos traidores de haber vuelto y transfor-
mado a mi Dulcinea, sino que la transformaron y volvieron en una
figura tan baja y tan fea como la de aquella aldeana” (DQ 1615: 10).
El proceso no puede darse por acabado sino una vez recontex-
tualizada, es decir integrada orgánicamente, la quasi Dulcinea en el
sistema de valores y representaciones quijotescas. Es lo que indica su
presencia en la morada de doncellas y caballeros encantados que es
la prodigiosa Cueva de Montesinos:
-153-
todo se estiende y a todos alcanza, y aun hasta los encantados no
perdona”), y él sólo le da cuatro; al cogerlos, la doncella que venía de
parte de la Dama, en vez de reverencia de agradecimiento, “hizo una
cabriola, que se levantó dos varas de medir en el aire” etc. etc. Son
pequeños detalles de tipo “realista grotesco” (como diría Bakhtín),
los cuales, introducidos sub-repticiamente entre los portentos de la
Cueva, no desplazan lo maravilloso, pero sí rebajan su solemnidad,
le restan crédito, en resumen lo carnavalizan.
El protagonista debe barruntar la existencia de todo el juego de
leves enajenaciones y recuperaciones aproximadas que implica la re-
troversión, ya que, al finalizar la aventura de Clavileño, y tras referir
Sancho sobre su viaje celeste detalles mucho más increíbles de lo que
su amo había contado sobre su descenso al antro subterráneo, don
Quijote aprovecha esta oportudidad para “renegociar” la verosimili-
tud de su propia historia:
-154-
Como puede apreciarse, el modelo de la meta-retroversión incor-
pora al de la meta-traducción, agregándole un nivel más. Todo em-
pieza con el empeño de la duquesa de “alguacilar al alguacil”, eso es
de convencer a Sancho que su engaño a don Quijote no fue tal, pues
el mismo maleficio que de veras había metamorfoseado a Dulcinea,
a él le hizo creer que todo fuera ficción:
-155-
de Dulcinea, del que ya hemos hablado (6.1). Don Quijote se lo
cree, pero su fe va menguando: así se explican los malos los agüeros
que, a la entrada de su aldea, le hacen presentir que nunca más verá
a Dulcinea (DQ 1615: 73), lo cual se verifica en el sentido de que,
volviendo a la razón, Alonso Quijano abandona a la Dama junto con
las demás ilusiones caballerescas (DQ 1615: 74). Sancho también se
cree el plan (siquiera a medias), pero no le hace ninguna gracia, pues
a él es a quien le toca llevarlo a cabo, a fuerza de azotes sobre sus
“valientes posaderas”. De ahí que, a partir del mismo “falso amigo”,
su “traducción” al lenguaje “bajo” sea una falsa penitencia, con que
el escudero persigue obviar la ejecución del desencantamiento, aun
cuando no duda del remedio. En este tramo de la meta-retroversión,
la “ruptura estilística” — como diría Erich Auerbach (1967: 374 sq.)
— entre los registros “alto” y “bajo” llega al extremo. Como cuan-
do, por única vez en toda la novela, Sancho se subleva abiertamente
contra don Quijote, quien quería obligarle a cumplir rigorosamente
con la flagelación:
-156-
un hombre en esta vida es dejarse morir sin más ni más,
sin que nadie le mate ni otras manos le acaben que las de
la melancolía. Mire no sea perezoso, sino levántese desa
cama, y vámonos al campo vestidos de pastores, como
tenemos concertado: quizá tras de alguna mata hallare-
mos a la señora doña Dulcinea desencantada, que no haya
más que ver (DQ 1615: 74) (énfasis míos).
-157-
degradado’114. De seguro, el autor del Quijote no se había propuesto
activar un proceso de tal índole, ni hubiera podido preverlo. Lo que
razonablemente podemos inferir es que su intención de secularizar
los temas amorosos — vale decir de replantearlos en contextos te-
rrenos y cotidianos — no conllevaba en absoluto la descalificación
de los mismos. Prueba de ello su “retórica”, que hemos revisado en
el párrafo anterior, y que descansa sobre una clase de ironía la cual
si bien deconstruye el objeto “secularizado”, al mismo tiempo lo res-
cata.
114 El drama de Emma Bovary, por ejemplo, consiste en haber llevado a la vida
toda la espantosa cursilería “novelera”, donde el mito del “amor-pasión”
venía servido en guisos soft, para el paladar de la clase media. ¿Y qué decir
de las pobres migas léxico-semánticas que aún nos quedan del festín poético
trovadoresco? En el siglo 19, el vocablo maîtresse (que remeda el apelativo
occitano midons, que a su vez proviene del latín meus dominus) se aplicaba
a las… concubinas de lujo. En la actualidad, “caballeroso” suele decirse de
un trato no del todo burdo y “cortesía”, de la mínima y elemental urbanidad
— situaciones, por cierto, cada vez menos frecuentes, en las cuales las
feministas ven la cara oculta de la falocracia —; “corte” es el eufemismo de
cualquier ligue y mon bel desport de los trovadores se ha convertido en el
movimiento browniano que agita los estadios…
-158-
aproximaciones a la magia popular115. El paralelismo no es fortui-
to, ya que, justamente, ambos fenómenos se acomodan mucho
mejor a un “Cristianismo cósmico”, sincrético, enriquecido con
influencias de las gnosis dualistas “moderadas”, como el que nos
descubre la cosmología popular balcánica o la “mística profana”
de la fin’amors. En este contexto no me parece del todo insensato
soñar con que el “libro sagrado sobre el Amor” que Occidente
nunca tuvo podía haber sido la grande chanson courtoise, tal como
la moduló en su tiempo la Occitania martirizada.
Como buen católico de la Contrarreforma, Cervantes no podía
más que impugnar semejantes sincretismos, doctrinalmente sospe-
chosos. Pero como artista, tampoco pudo olvidar que allí estaba una
de las fibras íntimas de su propia cultura. Así es como dio a su censu-
ra un giro irónico, matizado, en última instancia amable. De modo
que el dictamen de Borges (1966: 66) sobre los asuntos caballerescos
en la novela cervantina puede repetirse en términos idénticos acerca
de la materia cortés: “El Quijote es menos un antídoto de esas ficcio-
nes, que una secreta despedida nostálgica”.
-159-
-160-
LOCURAS HEROICO-BUCÓLICAS
EN LA ARCADIA QUIJOTESCA
E
n su estudio sobre la pervivencia de la cultura clásica a lo largo
del Medioevo y a lo ancho de la literatura europea, Ernst Ro-
bert Curtius dedica todo un capítulo a los distintos avatares
del motivo de Arcadia (1970: 216-237). El erudito alemán manifiesta
que, al lado de la epopeya, la poesía bucólica y pastoril (con la que el
tópico respectivo se identifica) ejerció un influjo poderoso y duradero.
Tal vitalidad se debe al proteísmo de la temática arcádica, que
se anuncia desde sus intrincados orígenes. Así, la «sede» de la utopía
pastoril fue asentada en la Arcadia griega por... un romano, Virgilio,
quien de hecho nunca había puesto pies en ella, y por lo mismo
pudo imaginarla como un país de un exotismo mítico donde su Tí-
tiro reposaba perpetuamente sub tegmine fagi (en una famosa églo-
ga cuyos ecos llegan hasta Gide). En cuanto a la bucólica helénica
— anterior a Virgilio —, estaba localizada en Sicilia, pues su autor
«canónico» fue el siracusano Teócrito. Como ámbito pastoril se ofre-
ce también, aunque menos frecuentemente, la isla de Cos, donde
transcurre uno de los idilios del mismo Teócrito. Sin embargo, las
raíces más remotas del tema llegan hasta Homero quien, en su Odi-
sea (ix: 118 y 132-135) menciona que, no muy lejos de la tierra de
los Cíclopes, se encuentra una isla «desierta de gente, que sólo cría
cabras»116 (en d’aiges apeiresiai gegáasin): allí „hasta la orilla llegan
los húmedos pastizales” y allí „los viñedos brotarían sin cesar, y año
-161-
tras año ricas mieses cubrirían sus fértiles campos de fácil labranza”
(en men gar leimones halós polioío par’ochthas/ hydreloí malakoí. mala
k’áphthitoi ámpeloi eien./ en d’árosis leíe. mala ken bathy leíon aieí/ eis
horas amoen, epeí mala hyp’oudas).
Cualquier escenario, pues, con tal que cumpla con ciertos requi-
sitos, está capacitado para acoger en su seno la temática bucólico—
pastoril, la cual, por consiguiente, se acomoda con cualquier «forma
externa». También la «forma interna» puede variar infinitamente,
debido a que (como puntualiza Curtius) el tema respectivo no está
estrictamente asociado a un género literario determinado, ni siquiera
al discurso poético.
Semejante versatilidad obedece empero a un determinismo más
profundo. Los constituyentes temáticos elementales del así llamado
«complejo bucólico»: el locus amoenus, la arboleda, el frescor, el des-
embarazado erotismo… — decorado que, desde luego, alude a la
Edad de Oro — configuran (siempre según Curtius) el tópico del
«paisaje ideal». A su vez, éste — a la par de otros temas recurrentes y
remanentes — remite a ciertos arquetipos enraizados en los arcanos
del inconsciente colectivo. Entre ellos destaca el de la reconciliación
de los opuestos en el seno acogedor de la Naturaleza, tal y como, con
poética lucidez y en un lenguaje esencial, lo formula Goethe en un
pasaje «arcádico» de su Faust (ii: acto 3): Denn wo Natur im reinen
Kreise waltet/ Ergreiffen alle Welten sich (“Pues, en donde la natura-
leza reina en círculo puro, todos los mundos abrazan uno a otro”).
1. CERVANTES EN ARCADIA
117 Entre ellos, vale la pena citar a los italianos Jacopo Sannazaro (autor de Arcadia),
Torquato Tasso (con Aminta) y Guarini (con Pastor fido) y al portugués Jorge
Montemayor (con su Diana) — casi todos contemporáneos de Cervantes.
-162-
Al decidirse a medir sus fuerzas con el tema respectivo, Cervan-
tes compuso la narración (¿novela?) pastoril Galatea (impresa en
1585 en su natal Alcalá de Henares, por el librero Blas de Robles).
Fue para el autor un ensayo entrañable aunque no del todo exitoso.
Prueba de ello, que jamás llegó a dar la continuación anunciada en
las páginas finales de la Galatea, pese a que, al cabo de veinte años
reiteró la promesa en el Quijote de 1605118, después de otros diez en
el de 1615119, e igualmente en algunas otras ocasiones120.
Así y todo, según Avalle—Arce, el experimento pastoril marca un
hito en la búsqueda cervantina de «nuevas fronteras narrativas», pues
incluye un elemento harto novedoso. Dentro del universo bucólico
— que un tratadista contemporáneo tildaba de «mundo de amores
sin violencia» — irrumpe precisamente la violencia y la muerte. De
modo que la frívola Arcadia manierista adquiere una dimensión trá-
gica y sus moradores, que desenfadada y convencionalmente deam-
bulaban por bosques y prados, vienen sometidos a un proceso de
«humanización» por la «mortalización» (Avalle—Arce 1987).
Es de suponer que el autor no tardó en intuir que tal innovación
rebasaba los límites de la poesía pastoril en dirección a una especie
literaria temáticamente miscelánea, que es la novela propiamente
dicha. Se abre así el camino para que la Arcadia cervantina, abando-
nando la Galatea, se traslade hacia el Quijote.
1. LA ARCADIA QUIJOTESCA
118 Muchos años ha que es grande amigo mío ese Cervantes, y sé que es más versado en desdichas
que en versos. Su libro tiene algo de buena invención; propone algo y no concluye nada: es
menester esperar la segunda parte que promete (DQ 1605: 6).
119 Olvídaseme decir que esperes (...) la segunda parte de Galatea (DQ 1615: «Prólogo al
lector»).
120 En la dedicatoria de Comedias y entremeses (1615) y en la de Los trabajos de Persiles y
Segismunda (1616).
-163-
— el encuentro del héroe con unos cabreros y, a continuación,
la historia de la hermosa Marcela y el infeliz Grisóstomo (DQ 1605:
11—14);
— la historia de la bella Leandra y el pastor Eugenio, seguida por
la «pendencia» que éste tuvo con don Quijote (DQ 1605: 51-52);
— las bodas de Camacho y el triángulo amoroso Camacho-Qui-
teria-Basilio (DQ 1615: 19—20);
— la «Arcadia fingida o contrahecha» (DQ 1615: 58); y por
último:
— la resolución de don Quijote de meterse a pastor, su actuación
en ese sentido y, a guisa de epílogo, la muerte del héroe (DQ 1615:
67-68 y 73-74).
Más allá de las semejanzas y diferencias puntuales que hay en-
tre ellos, los episodios en cuestión están emparentados, por ser don
Quijote en casi todos, el principal portavoz de los valores arcádicos,
pese a que el «sistema de las virtudes caballerescas» (Curtius 1970:
597-618) parece contrastar fuertemente con el «mundo de amores
sin violencia» de la poesía pastoril. La paradoja desaparece apenas se
la mire bajo otro ángulo:
(I) En el «paisaje ideal» de Arcadia, elementos heterogéneos u
opuestos tienden a reconciliarse en el seno de la naturaleza (lo cual,
de hecho, explica la versatilidad del «complejo bucólico»). Más allá
de ello, también existen afinidades electivas reales entre la caballe-
ría y lo pastoril. Las dos áreas temáticas y axiológicas son compati-
bles con el código del «amor cortés» (fin’amors, amour courtois)121.
Es más: entre las formas poéticas inventadas y cultivadas por los
trovadores provenzales se cuenta la así llamada pastourelle (Curtius
1970: 221-222) — que en España se convirtió en «serranilla» —,
donde un caballero requiere amorosamente, según todas las reglas
de la cortesía, a una pastora. Sobre estas bases, la atracción mutua
— ejercida desde el polo caballeresco o desde el pastoril — juega a
favor de la forma miscelánea y la vocación integradora de la novela,
por lo que Cervantes no deja de valorizarla en aras de edificar ese
nuevo género.
-164-
(II) No pocas veces el tema arcádico — o uno de sus motivos —
funciona como «disfraz» de un contenido ideológico de tipo caballe-
resco. La razón del subterfugio consiste quizás en que, a finales del
Renacimiento, había mayor tolerancia hacia lo pastoril que hacia el/lo
caballeresco. Y no porque el primero fuese menos dañino que el segun-
do. Al contrario. Escuchemos lo que opina sobre el particular la sobrina
de don Quijote, con motivo del «donoso y grande escrutinio» efectua-
do por el cura y el barbero «en la librería de nuestro ingenioso hidalgo»:
122 Ortega y Gasset (1990) hace hincapié en lo esencial que resulta, desde el punto de vista
estético, el no perder de vista que la novela cervantina es una crítica de las ficciones
caballerescas.
-165-
su personaje de tierno juego bucólico, el autor moviliza lo lúdico al
servicio de la parodia123.
Vistos desde la perspectiva de su funcionalidad narrativa, los cin-
co episodios «arcádicos» del Quijote ostentan una serie de simetrías
contrapúnticas, como si se tratase de variaciones sobre el mismo leit-
motiv bucólico que, a su vez, se funde en el sistema polifónico más
amplio de la novela.
Tal contrapunto se origina principalmente en la ironía paródica
que, dentro de este miniciclo arcádico, valoriza para sus propios fines
el componente lúdico implícito en el complejo bucólico. El mismo
efecto tiene una segunda causa, que refleja la articulación entre las
dos partes de la novela cervantina. Dans la seconde partie (…), es-
cribe Michel Foucault, Don Quichotte rencontre des personnages qui
ont lu la première (…) et qui le reconnaissent, lui, l’homme réel, pour
le héros du livre (1966: 62). Esta articulación, que se pliega sobre la
oposición estructural entre la parodia, eso es la crítica de la ficción
por sus propios medios, y la metaparodia, a saber la autocrítica de la
misma obra cervantina — operada en su segunda parte —, no puede
sino afectar los distintos detalles y aspectos particulares de la novela,
incluído, desde luego, el ciclo arcádico.
123 Sobre la parodia cervantina véase para más detalles infra: “Desde la Mímesis a la
Parodia”.
-166-
la andante caballería. Uno de los cabreros trae la noticia
de la muerte de Grisóstomo, «pastor estudiante» y vícti-
ma — según se murmura — de sus infelices amores por
«aquella endiablada moza de Marcela» (una belle dame
sans mercy, la llamarían los medievales). Deciden los co-
mensales acudir al sepelio del joven. En el funeral tam-
bién aparece la moza cuya belleza y recato habían llevado
a la perdición al desventurado Grisóstomo. Los amigos
del difunto la colman de reproches amargos y violentos;
en réplica, Marcela proclama su inocencia y defiende
su derecho a una virginal emancipación, desdeñosa de
los vínculos amorosos. En este punto don Quijote, asu-
miendo su papel y deber de amparador de doncellas, que
le incumbe como caballero andante, toma partido por la
joven, lo cual modera el rencor de los compañeros de la
víctima. Finalmente, al seguir a la hermosa Marcela para
ofrecerle su protección, el héroe es molido a palos por
unos «desalmados yangüeses».
-167-
2.2. DQ 1605: 51-52.— Esta reincidencia del quijotismo en el
espacio arcádico resulta harto difícil de resumir en pocas frases, no
tanto por lo complejo sino por lo intricado del argumento:
-168-
joven cabrero dudas sobre la entereza mental del hidal-
go. Al expresarlas en voz alta, don Quijote se ofende y le
contesta con epítetos contundentes, resultando de ello un
altercado sumamente cómico.
124 …suscitando varios ecos y asociaciones de ideas dentro del horizonte de expectativa
de un lector familiarizado con el género respectivo. Por ejemplo el despojo y abandono
de la novia nos remite a la “afrenta de Corpes”, un episodio del Poema del Mío Çid
interpretable como «picaresco» avant la lettre; la respetabilidad y prosperidad fingidas
con miras a conseguir ventajas matrimoniales, recuerdan El casamiento engañoso
del propio Cervantes; sobre todo, la elegancia que con medios tan parcos y escasos
aparenta el miles gloriosus es un evidente calco lazarillesco (compárese, allí, con el
episodio del escudero).
125 P. ej.: «No hay hueco de peña, ni margen de arroyo, ni sombra de árbol que no
esté ocupada de algún pastor que sus desventuras a los aires cuente (...) Entre estos
disparatados, el que muestra que menos y más juicio tiene es mi competidor Anselmo,
el cual, teniendo tantas otras cosas de que quejarse solo se queja de su ausencia (...) Yo
sigo otro camino más fácil, y a mi parecer más acertado, que es decir mal de la ligereza
de las mujeres (...) y ésta fue la ocasión, señores, de las palabras y razones que dije a esta
cabra cuando aquí llegué, que por ser hembra la tengo en poco, aunque es la mejor de
todo mi apero» (DQ 1605: 51).
-169-
o después del mismo (pendencia de Eugenio y don Quijote). Ello
significa que aquí no llega a cuajar la fórmula renovada de poesía
pastoril que Cervantes había acuñado en la Galatea.
En el mismo orden de ideas, el mito pastoril y el caballeresco,
que en el episodio anterior parecían haberse fundido, en éste vienen
separados y hasta enfrentados entre sí. Mi conjetura es que su en-
frentamiento acaece a raíz de un cierto conflicto de intereses ocasio-
nado por la competencia entre dos mitos literarios126. De no ser así,
¿cómo explicar la agresividad de Eugenio hacia don Quijote? Porque
un «árcada» de fantasía no es quien pueda censurar al que fantasea
con ser un caballero andante…127
Finalmente, hay que notar que el episodio en cuestión, situado
al final de la primera parte, aparece en un contexto que ya prefigura
la segunda. Específicamente, se trata de un grupo de capítulos (a
partir de DQ 1605: 26), donde el cura y el barbero ponen exito-
samente en marcha un plan encaminado a hacer regresar al héroe
a su aldea. Con tal fin, conocedores del «tema» de su locura, fingen
creer en sus fantasías. Semejante actitud anticipa aquélla de ciertos
personajes quienes reconocen a don Quijote en la vida real, por el
héroe de la ficción que han leído. Aquí, pese a que la ficción no existe
(pues estamos todavía en la primera parte), se dan sin embargo dos
tales reconocimientos. El que corre a cargo de Eugenio, identifica el
modelo libresco imitado por el hombre de carne y hueso. La clara
separación entre la instancia real y la ficticia hace posible el distan-
ciamiento crítico:
126 En los términos de Harold Bloom, la situación podría interpretarse igualmente como
«ansiedad de influencia» y/o como conflicto entre dos retóricas en vías de obsolescencia,
por sobrevivir dentro del Canon.
127 Obsérvese que tal «patología literaria» afecta a casi todos los personajes de este episodio.
También Leandra, para aducir otro ejemplo, se deja seducir por las «novelerías» de
Vicente, anticipando en ello, diríase, a Emma Bovary de Flaubert. (En momentos
diferentes, dos filósofos del siglo pasado, el francés Jules de Gaultier y el español José
Ortega y Gasset, resaltaron lo que el «bovarismo» le debía al «quijotismo»).
-170-
para mi tengo, o que vuestra merced se burla, o que este
gentil hombre debe de tener vacíos los aposentos de la ca-
beza (DQ 1605: 52; énfasis míos).
-171-
instancias de todos, con el consentimiento del marido
oficial. Pero no bien acaba el sacerdote de oficiar el sa-
cramento nupcial, el moribundo resucita. Acto segui-
do se revela que el suicidio no ha sido sino una treta
planeada por los dos amantes contrariados. Después de
unos momentos de confusión, la fiesta de matrimonio
se prosigue, pero… con novio distinto.
129 Hecho que da a pensar hasta qué punto el Renacimiento había marginalizado los
ideales caballerescos, no sólo en la esfera de lo real sino hasta en el reino de lo deseable.
-172-
También aquí el Caballero de la Triste Figura encuentra
en un bosque una pequeña comunidad arcádica. Tam-
bién aquí goza de una acogida cordial (casi festiva) por
parte de los miembros de dicha comunidad: jóvenes de
ambos sexos, pertenecientes a la alta sociedad, quienes
se habían retirado por su propia voluntad a aquellos
lugares para vivir a la manera «pastoril». También aquí
don Quijote entiende agradecer la hospitalidad que le
brindaran sus anfitriones. Sale, pues, al camino real para
defender y sustentar, armas en la mano, durante «dos
días naturales», que «(...) a todas las hermosuras y corte-
sías del mundo exceden las que se encierran en las ninfas
habitadoras destos prados y bosques, dejando a un lado
a la señora de mi alma Dulcinea del Toboso. Por eso, el
que fuere de parecer contrario, acuda; que aquí le espe-
ro». Y una vez más la aventura acaba en desastre para
el héroe, quien es arrollado por una manada de toros
salvajes.
-173-
2.5. DQ 1615: 67-68; 73-74.— Estamos llegando así a la quinta
y última secuencia «arcádica» que incluye la obra maestra cervantina.
-174-
del Caballero de las novelas, don Quijote es humillado por un «caba-
lero» quien imita la novela de la imitación. Así, el sistema axiológico
caballeresco, marginalizado en el mundo exterior, es también ex-
pulsado violentamente del espacio interno donde el héroe le había
brindado asilo. Por consiguiente, el recurso al «complejo bucólico»
es para don Quijote un último intento por salvar los principios
en que cree, disfrazándolos de modo que puedan gozar de cierta
aceptación130.
No obstante ello, tampoco Arcadia escapa a la acción corrosiva
de la parodia y la metaparodia. Baste pensar en el significativo deta-
lle de que, en cuatro de los cinco episodios arcádicos, don Quijote
es agredido, pisoteado y humillado por representantes del mundo
bucólico-pastoril: ciertos «desalmados yangüeses» con sus caballos
(DQ 1605: 15), el cabrero Eugenio (DQ 1605: 52); una manada de
toros salvajes (DQ 1615: 58) y, para colmo, una “gruñidora piara”
de puercos (DQ 1615: 68). La «moraleja» del caso es que, al igno-
rársele, lo inmanente se venga inmanentemente. Nótese al respecto
la «escala» del castigo expresada a través de los animales que lo ad-
ministran en tres de los cinco casos. Su progresión degradante: caba-
llos toros cerdos — nos da la medida de la degradación
de Arcadia.
Así es cómo lo único que le queda a nuestro caballero es renun-
ciar a toda ilusión y volver arrepentido a la mediocridad del sentido
común. Muerte de Arcadia: muerte del héroe. El modelo cervantino,
la «humanización por la mortalización», se hace patente por última
vez, para revelarnos su significado último: el ensanche y la renova-
ción del género son a la vez el canto de cisne de la poesía bucólica.
El paralelismo y la solidaridad entre el destino de la andante ca-
ballería y el de Arcadia nos hacen sospechar que ésta, como aquélla,
debe haber fallecido tiempo ha, puesto que sólo en las fantasías de
130 En verdad, los acérrimos anti-quijotistas que son el cura y el bachiller no sólo no
ponen traba alguna al proyecto pastoril, sino hasta lo adoptan con entusiasmo: «Y más
— dijo Sansón Carrasco —, que, como ya todo el mundo sabe, yo soy celebérrimo
poeta y a cada paso compondré versos pastoriles o cortesanos, o como más me viniere
a cuento, para que nos entretengamos por esos andurriales donde habemos de andar;
y lo que más es menester, señores míos, es que cada uno escoja el nombre de la pastora
que piensa celebrar en sus versos» etc. (DQ 1615: 73).
-175-
un loco sus valores han podido conservar cierta coherencia, y sólo
bajo forma de parodia o de juego ha logrado aún ocupar un pequeño
lugar en la realidad-real. Cuando la h.istoria se repite, apuntaba un
filósofo, lo hace a guisa de burla. En los albores de la era burguesa,
la muerte de la estética idealista parece un hecho consumado. Con el
Quijote, Cervantes llega a pronunciar su obituario cómico.
Sin embargo, tal inmolación no ha sido superflua. Esta muerte se
parece a la del grano evangélico, ya que la Arcadia difunta revive en
la nueva y fértil cosecha del género novelesco.
-176-
II. EL QUIJOTE COMO FORMA ABIERTA
(CUATRO APROXIMACIONES)
-177-
-178-
DE LA MÍMESIS A LA PARODIA
(Barroco vs. Clásico)
T
iempo ha que en filosofía, en estética y hasta en política la
relevancia de las tipologías binarias ha ido desdibujándose;
en cambio algunas categorías estilísticas131, al parecer, no
tienen más remedio que definirse por oposición a categorías adver-
sas. Tal es el caso de lo barroco, cuya esfera conceptual se ha confi-
gurado polarizando defensiva u ofensivamente rasgos morfológicos
anti-clásicos.
La forma gramatical que atribuyo aquí a la palabra—clave no es
casual: el artículo definido neutro señala que su origen es el famoso
ensayo Du baroque+ (1936), de Eugeni(o) d’Ors, cuyo título ha pasa-
do al castellano justamente como ‘lo barroco’. El pensador catalán se
refiere al concepto en cuestión como a un tipo morfológico recurrente
en el devenir de la cultura, equiparable a aquello que, en el neopla-
tonismo helenístico, era un ‘eón’ (aiôn): Un éon pour les Alexandrins
signifiait une catégorie qui, malgré son caractère métaphysique (...), avait
cependant un développement inscrit dans le temps, avait en quelque sorte
131 Me refiero, desde luego, a los “estilos culturales” estudiados por la “morfología
(filosófica) de la cultura”, tal como la practicaron los alemanes Leo Frobenius (1873-
1938) y Oswald Spengler (1880-1936), el rumano Lucian Blaga (1895-1961) etc. A
Spengler, famoso por su Declino de Occidente (1919), se le debe la elaboración (a la
zaga de Nietzsche) del concepto de “estilo cultural”.
-179-
une histoire (d’Ors 1936: 94). En esta perspectiva, la tipológica, el
estilo barroco se enfrenta al clásico d’une manière plus fondamentale
encore que le romantisme qui, lui, n’est en somme qu’un épisode dans le
déroulement de la constante baroque (d’Ors 1936: 101).
Según se sabe, la Historia del Arte ha sido la primera en agrupar
bajo un rótulo único, el adjetivo ‘barroco’, rasgos como lo irregular y
lo recargado, el trompe l’oeil y el horror vacui, un dinámismo hiper-
tenso y la retórica de la hipérbole. Sobre el terreno de esta disciplina,
el concepto en cuestión se aplica al estilo artístico que media entre
el Renacimiento y el Neoclasicismo dieciochesco; lo cual quiere de-
cir que aquí la perspectiva temporal prevalece sobre la morfológica.
Pero no del todo. Heinrich Wölfflin, por ejemplo, después de estudiar
profusamente, en su Renaissance und Barock (1888), la línea evolutiva
que va desde el Cinquecento al Seicento, al querer sistematizar todo ese
material factológico, sintió la necesidad de apoyar la idea de tránsito
entre los dos períodos sobre una armazón tipológica. Por consiguien-
te, en Kunstgeschichliche Grundbegriffe (1915), el teórico suizo elaboró
una grilla formada de cinco pares de categorías o rasgos estructurales132
que describen la antítesis entre el estilo clásico y el barroco, sin que ello
conlleve necesariamente un enfrentamiento entre ambos.
A mi modo de ver, semejante morfología “dulcificada” por la
evolución incluye también el modelo orsiano, a condición de poder
demostrar que las veintidós especies del Genus Barrocchus, que regis-
tra Xenius (desde el barrocchus archaicus, en Creta y Micenas, hasta
el posteabellicus, representado por las vanguardias de entreguerras),
contrastan con sendas especies del Genus Classicus, y que lo hacen
siguiendo las pautas wölfflinianas.
Para ello es preciso establecer en cada caso cuál de ellas prevalece
puntualmente y cuál tiene validez diacrónica. Por razones cuyo de-
sarrollo completo rebasa la economía de este capítulo, considero que
el tránsito de lo lineal a lo pictórico da cuenta de la emergencia del
barroco (histórico), en tanto que la dualidad forma cerrada / forma
-180-
abierta define el perfil morfológico de lo barroco (eónico)133. En otras
palabras, la (re)conciliación de la tectónica estructural con la fluidez
temporal ofrece un suelo firme sobre el cual se extiende la vía que nos
lleva de lo cerrado a lo abierto, cualquier cosa que uno y otro signifi-
quen en una u otra coyuntura particular. Una vez más, se trata de una
perspectiva de índole contrapúntica y evolutiva, que no antagónica,
pues, como manifiesta Umberto Eco en su Opera aperta (1962), el
examen de la tradición de la apertura remite en todas sus etapas a una
u otra variante de la poética barroca (Eco 1969: 24-25).
La que me propongo indagar a continuación es una poética de la
Parodia. De conformidad con mi opción (esbozada en las líneas an-
teriores) por un enfoque a la vez histórico y morfológico del objeto
que nos ocupa aquí, dicha poética se me impone como el destino de
un itinerario a recorrer. Para este viaje no hay mejor guía y cicerone
que Don Quijote.
Ello no ha sido siempre evidente. En sus sagaces Meditaciones...
de 1914, quejábase Ortega de la desestima en que había caído el
propósito declarado de Cervantes, de haber escrito su libro “contra
los de caballerías”. Por el contrario, el pensador español consideraba
esencial la intención polémica del autor, pues, visto en esta pers-
pectiva, el arte cervantino “conquista la profundidad estética” y “se
enriquece con un término más” (Ortega y Gasset 1990: 210-11).
Aunque el autor no lo nombre, tratándose del Quijote el término en
cuestión es justamente la Parodia, como parámetro constitutivo de
la novela cervantina (cuando no de la novela a secas).
Pero, ¿qué parodia Cervantes y con qué objeto? Mi tesis es que el
“derribar la máquina mal fundada destos caballerescos libros” (DQ
1605: Prólogo), bien vale como punto de partida e hipótesis de tra-
bajo134, pero queda corto a la hora pasar a un examen más general
de lo paródico y sus hitos. Desde este punto de vista, que es el de su
poética, la Parodia representa metonímicamente a lo barroco, y se
opone a la Mímesis, como metonimia de lo clásico.
-181-
Para poder ponderar morfológicamente las dos categorías, sin
olvidar su sucesión como momentos históricos, es preciso efectuar
unas cuantas calas en sus respectivas esferas conceptuales.
135 También “planos” pueden considerarse, según E. M. Forster (1968: 72 sq.), los héroes
o personajes construidos en torno a una sola idea o calidad”. Para detalles y para una
mayor precisión terminológica, véase infra, “Héroe y personaje…”: § 2.
-182-
aquí y ahora, tal diferencia se muestra asentada sobre una sólida
similitud: de ambas situaciones se infiere con necesidad un refe-
rente extraliterario.
La literatura de este tipo será por fuerza mimética, en el sentido
de que todos los problemas de su lectura, por tanto también de su
valoración, se plantearán en términos de semejanza y desemejanza
con un modelo. Dicho modelo es además único: la «naturaleza» o
las obras de los antiguos que, a raíz de su lejanía temporal y autori-
dad cultural, han ido convirtiéndose en instancias casi naturales. Por
consiguiente sus diversas imitaciones pueden existir independientes
una de otra, ya que la ficción pretende ser inocente, reiterando cada
vez el acto de la Creación. Así, en los distintos clasicismos la tradi-
ción se vuelve inútil. Lo clásico produce obras aisladas, discontinuas,
a lo sumo ordenadas en series jerárquicas, verticales, por la fuerza
gravitacional del modelo.
En toda forma clásica de pensamiento y vida, la Mímesis re-
presenta, pues, un principio morfológico fundamental. Su radio
de validez y acción rebasa ampliamente la estética, abarcando asi-
mismo los campos ontológico y antropológico. El lenguaje por
ejemplo, manifiesta Foucault, participa plenamente de la sustancia
óntica del universo; por consiguiente, en una episteme de la simili-
tud como la del Renacimiento, ha de ser motivado, con la mayor
fidelidad posible136. El hombre clásico es un (neo) platónico espon-
táneo, quien recela por sobre todo la “desemejanza” (anomoiotes),
ya que su “oscuro limo” (bórboron skoteinón), como diría Plotino
(Enn. I: 8, 16-18), nos aleja de la Idea, siendo, pues, consustancial
del mal.
Mas, ¿cómo no caer en lo disímil cuando el mundo a imitar está
hecho de imágenes falaces y cuando sobre el poeta pesa de antemano
la culpa de multiplicar, reflejándolas, la mentira de tales imágenes?
Aún si nos resignásemos a ello, ¿acaso deberíamos aceptar con la
misma resignación la precariedad del artefacto artístico, el cual, de
cara al mundo, no es sino la imitación de una imitación, el reflejo
136 Considérese, por ejemplo : le langage n’est pas un système arbitraire; il est déposé dans le
monde et en fait partie à la fois (Foucault 1966: 49).
-183-
de un reflejo? La moderna exigencia de separación radical entre la
ficción y la realidad puede haber surgido de la conciencia de este
impasse, primordialmente ético. Ortega (1982: 45 sq.) no lo duda:
la novela realista, justamente en virtud de su realismo, necesita im-
periosamente ser “hermética”, es decir excluir toda posibilidad de
parangonar el mundo ficticio con la vida real.
En efecto, el esteticismo o la autonomía de lo estético (l’art pour
l’art) es una idea de los últimos dos siglos, y su afirmación explícita
(por ejemplo en Flaubert) constituye una secuela directa del realismo a
lo Balzac. Pero ello no significa que la idea respectiva no haya existido
como posibilidad teórica y realización practica en formas anteriores
del clasicismo. Acaso ¿no del Arte clásico se dedujo el sistema más es-
tricto y coercitivo de convenciones que jamás conociera la historia de
las doctrinas y los programas estéticos? Pues bien, un tal sistema, por
su mera existencia, submina el principio mimético en sí mismo. So-
metida a reglas y prescripciones, la imitación pierde su carácter (inter)
activo para con un modelo natural y se convierte en adecuación pasiva
a un molde abstracto: en resumidas cuentas, deja de ser imitación.
El aspecto retórico de la norma es contrario a cualquier naturalidad
lingüística: cabe juzgar la obra de conformidad con el canon estilís-
tico (alto, humilde, mediano etc.), no con la realidad del habla. Los
inamovibles “caracteres” del teatro francés clásico son abstracciones
que remiten a La Bruyère (y a través de él a Teofrasto), antes que al
devenir psicológico del hombre de carne y hueso. La estética de la
“tipicidad” — de la cual no sólo Balzac se hace responsable — exige
como sistema de referencia la sociología, no la sociedad concreta. Al
límite, todos estos rasgos tienden a imposibilitar cualquier lectura par-
ticipativa, a impedir la reciprocidad y la identificación entre el lector
y la obra. Carente pues de «transitividad», la obra clásica tampoco es
«reflexiva»137, pues lo clásico es radicalmente antilírico. El ideal del
creador impersonal tiende a convertir la obra en una máscara serena
— que sería, una vez más, la expresión del Hombre como abstracción
caracterológica. La creación se vuelca así sobre sí misma, cerrando un
137 El teórico rumano Tudor Vianu (1975) habla de una “doble intención del lenguaje”:
la “tránsitiva”, orientada hacia el receptor y el referente, y la “reflexiva”, que expresa la
personalidad individual del sujeto parlante.
-184-
círculo perfecto. Resulta claramente, pues, que en la figura estética del
clasicismo — igual que en su episteme escrutada por Foucault — lo
humano no tiene cabida.
¡Extrañas antinomias socavan el edificio de armonías cristalinas
del eón clásico! Un arte centrado sobre la Mímesis, cuyo referente es
necesariamente externo, se ve forzado a desistir de cualquier cotejo
con la realidad exterior. Una creatividad proclive al inicio absoluto,
implica la tradición en su aspecto más tiránico posible: como apa-
rato restrictivo de reglas y convenciones. Una estética que estatuye,
con Boileau, que rien n’est beau que le vrai, niega toda posibilidad
de estimar la veracidad de la obra. Finalmente, una episteme de la
similitud, cuyo principio es a la vez un dramático problema ético,
desestima la problemática moral. Puesto que semejantes afanes son
la prerrogativa exclusiva de un hombre concreto, la humanidad ge-
nérica e impersonal que habita los distintos clasicismos no tiene más
remedio que acoger (y acogerse a) el hermetismo de la ficción.
-185-
30), la Parodia está situada en el cruce de un asunto (sujet) “vulgar”
y un estilo “noble”. Y, lo que es más importante, Genette la clasifica
entre los géneros de la littérature au second degré. A mi modo de ver,
estas tres características que los dos autores asignan a la Parodia son
efectivamente las que deslindan y resaltan su esencia. Revisémoslas
con referencia al Quijote.
Con arreglo a la taxonomía genettiana, la Parodia instituye
una relación interactiva entre un texto B (“hipertexto”) y uno
anterior A (“hipotexto”) (Genette 1982: 11). Este atributo básico
de la “literatura al segundo grado”, llamado hipertextualidad140,
rinde pertinentemente cuenta de la relación del hipertexto cer-
vantino con el hipotexto caballeresco. Por otro lado, la “topoló-
gía” de Genette circunscribe con suma precisión el status del Qui-
jote como novela paródica (o, si se quiere, de la Parodia vista des-
de el Quijote). En efecto, la obra de Cervantes releva el contraste
entre el argumento antiheroico — las tribulaciones cómicas de
un loco en medio de la realidad pedestre — y su enaltecimiento
por el personaje, cuya vivencia lo “reescribe” como aventuras de
un caballero andante. Finalmente, dicho contraste nos remite a
la paradoja aristotélica de la Parodia: dentro de esta lógica, don
Quijote, al querer parecerse a los héroes de la mitología artúrica,
no hace más que patentizar cuan distinto es de aquéllos. De lo an-
terior podemos inferir un diagnóstico histórico y otro tipológico.
Es decir: en la medida en que niega la episteme de la similitud y
así proyecta su reverso o el “negativo del mundo renacentista”141,
como diría Foucault (1966: 61), la parodia quijotesca pertenece
al barroco; a la vez, pertenece a lo barroco, por ser objetivamente
antimimética, o sea anticlásica, en el sentido de trascender las
antinomias de cualquier clasicismo.
Es bastante probable que, en griego clásico, el vocablo parôdía
— este ‘canto’ (ôdé) ‘desviado’ (para = lit. ‘de lado’ o ‘al lado’) —
-186-
evocaba por asociación de ideas la palabra párodos142, entre cuyos
significados se cuenta el de ‘acción de avanzar’ (cf. Bailly 1968, sub
voce). La inter— o hipertextualidad de la Parodia implica la recupe-
ración del mensaje parodiado: “desviando” el mensaje respectivo, lo
hace “avanzar” hasta sus últimas consecuencias, a menudo rayanas
en lo ridículo. Desde este punto de vista, tiene afinidad con el co-
nocido truco matemático y retórico de la “reducción al absurdo”, y
así se cubre en cierta medida con la ironía. La Parodia vista como
especificación de la ironía debe por fuerza poseer la capacidad de ésta
última, de ejercerse tanto transitivamente (hacia los otros), como re-
flexivamente (hacia uno mismo). Sobra decir que, en este contexto,
lo paródico es un parámetro contundente de la apertura en la novela.
Ello significa la institución de una semiótica específica donde, con
su antimimetismo, la Parodia se hace responsable de que Cervantes
abandone la motivación unívoca (requerida por la episteme renacen-
tista), para aproximarse al signo arbitrario o convencional, que da
pie a interpretaciones múltiples.
Examinemos bajo este ángulo el capítulo que trata “De la li-
bertad que dio don Quijote a muchos desdichados que, mal de su
grado, los llevaban donde no quisieran ir” (DQ 1605: 22), o sea el
“episodio de los galeotes”143.
Un primer acercamiento al texto nos depara el contacto con un
plano narrativo inmediato — las actuaciones de don Quijote, la reac-
ción de la escolta, la de los presos etc. — al que podemos sin incon-
veniente considerar como significante. Normalmente aquí se incluyen
acontecimientos derivados de los propósitos explícitos del protagonis-
ta. Examinado en sí mismo, es decir desconectado del conjunto de la
142 En efecto, la principal diferencia entre los dos vocablos se cifra, fonéticamente
hablando, en que la primera tiene en su tema una ô larga (omega) y la segunda, una
corta (ómicron).
143 Para mejor seguir la argumentación desarrollada en este párrafo, el lector ha de tener
presente el modelo triangular del signo (significante — significado — referente); las tres
relaciones intrasíngnicas: (i) la significación (entre significante y significado), (ii) la
designación (entre el significante y el referente) y (iii) la referencia (entre el significado
y el mismo referente); y por último las perspectivas semióticas de las cuales participa
el signo: (a) la semántica (básicamente las anteriores relaciones internas), (b) la
sintáctica (relaciones con otros signos) y (c) la pragmática (relaciones con sus usuarios
o receptores).
-187-
novela, tal significante admite dos significados distintos, hasta opuestos.
La liberación de los galeotes (i) es un acto positivo, por cuanto deshace
un atropello a la voluntad soberana del hombre; y (ii) es uno negativo,
por eludir el justo castigo a los delincuentes.
El primer significado está de hecho incluído en el propio signifi-
cante, es decir pertenece a la esfera de las intenciones del personaje:
-188-
Por otra parte, como ya he dicho, a través de la actuación de
don Quijote en este episodio se actualiza el significado de que la
liberación de los galeotes constituye un acto ‘positivo’. Para seguir
dentro de la perspectiva semiótica, este significado también remite al
modelo aludido, mediante una referencia explícita:
-189-
sui generis, el cual, además, no se limita al modelo predilecto del
personaje. Con los pastores, por ejemplo, el protagonista habla de
los placeres de la vida bucólica y de la “Edad de Oro” (DQ 1615:
11); con el humanista Diego de Miranda, de “las armas y las letras”;
con su hijo, el poeta, de las virtudes del castellano como lengua li-
teraria (DQ 1605: 18-19) y un largo etcétera. El estar allegada a la
semiótica del signo arbitrario no impide a la Parodia adecuarse a
situaciones puntuales. Por consiguiente, puede sostener con relativo
éxito el eventual parangón con la realidad circundante, al que no
resistirían obras salidas de poéticas declaradamente miméticas. Una
vez más, pues, la ficción barroca supera otra antinomia de lo clásico.
Dentro del signo, la correlación del caballero libresco y el cervan-
tino corresponde, recordémoslo, a la designación (del referente por el
significante sígnico). Lejos de ser un mero vínculo virtual (como sue-
le suceder normalmente), la designación quijotesca es, recordémoslo
también, de tipo figurativo, en el sentido de que éste imita fielmente a
aquél. Por lo mismo, dicha relación proyecta fuera del signo un cam-
po mimético, que es a la vez el de la “sintaxis” de los personajes, pues
la imitación constituye la modalidad principal que éstos escogen para
interactuar. Pero si el enlace sintáctico (in presentia) de don Quijote
con cualquier Amadís de Gaula tiende a relevar una similitud casi
tautológica entre ambos, entonces ¿por qué su actualización discur-
siva pone de relieve tantas y tan profundas diferencias? Una primera
causa podría ser, en los términos Ortega y Gasset, la falta de “acomo-
do” de la “realidad actual” dentro de la “capacidad poetica” (Ortega
1914/90, 212). Como ya hemos dicho, toda vez que el significado
cervantino145 se orienta hacia el referente caballeresco, la referencia
suscita la crítica del ideal respectivo por la realidad misma.
Sin embargo, la recíproca también es válida. El revés sufrido por
el protagonista no se deriva de sus intenciones sino de su realización,
no del significante sino del significado. Pero como en el Quijote el
significado del metalenguaje paródico y el del lenguaje parodiado se
cubren en gran medida, la significación desarrolla a su vez una crítica
145 Se trata del segundo significado, que selecta e impone Cervantes mismo, o sea que la
liberación de los galeotes es ‘negativa’.
-190-
de la realidad en nombre del ideal. Dicha crítica proyecta un campo
ético, dentro del cual, como diría Kirkegaard, las peculiaridades de
una vida finita están puestas en conexión con exigencias infinitas
(Lo Patético). Desde luego, semejantes reflexiones y juicios le incum-
ben al lector empírico de la obra quien, a través de su pragmática o
“comercio” con el signo novelesco (distanciamiento, identificación
etc.), llega a concluir que, si don Quijote sólo consigue parecerse
medianamente a su ideal, no también realizarlo, ello tiene que ver
con nuestra condición humana confrontada en todo momento con
su finitud y sus limitaciones inherentes. Al acceder, pues, a tal pro-
blemática moral, que la Mímesis implicaba sin poder asumirla, la
forma paródica trasciende, por cuenta de lo barroco, la última de las
antinomias clásicas.
Según puede apreciarse, la parodia quijotesca nace al intersectar-
se el campo de la verdad con el mimético y el ético. Delimitada por
las intenciones, el ideal y su actualización/realización, y sobre todo
por las tensiones entre estos tres parámetros, la novela configura un
espacio conflictivo y, por ello mismo, capaz de asumir no sólo la
experiencia puntual de su respectivo momento, sino también la que
generaciones sucesivas de lectores han de verter en él. Se trata, pues,
de una auténtica Work in Progress de corte moderno, audazmente
abierta al oleaje de significados que levanta la historia. Tal índole
acusadamente contingente confiere a la obra barroca unas oportu-
nidades de durar incomparablemente mayores que las que podría
tener cualquier obra clásica, apuntando obstinada y ostensiblemente
a esencias supuestamente eternas.
El camino hacia la universalidad pasa siempre por lo existencial
concreto.
-191-
Las leyes de la “literatura al segundo grado” requieren probable-
mente que todo hipertexto, y con más razón el paródico, incluya una
especie de practical criticism a su hipotexto. Ahora bien, el Quijote
la ejerce desde una paradoja: censurada en el plano de la verdad, la
caballería no deja de ser un ideal válido en el plano ético de la obra.
En estas condiciones, ¿en qué queda la “crítica” de Cervantes (en que
tanto hincapié hacía Ortega y Gasset)? ¿Qué objeto tiene tal crítica,
si la hay?
La opción del autor por este determinado género de Parodia,
donde el esquema libresco viene puesto a funcionar en contexto real,
nos sugiere la respuesta más probable. Lo ridículo que implica la
figura de don Quijote — el hidalgo lugareño a quien “del poco dor-
mir y del mucho leer se le secó el cerebro de manera que vino a per-
der el juicio” (DQ 1605: 1), denuncia un error de óptica, al parecer
bastante frecuente entre el público de aquella época: la identificación
desvirtuada que, al suspender el sentido de lo convencional, llega a
confundir la ficción y la vida. Por otro lado, la gran mayoría de los
pobladores de la novela demuestran ser muy doctos en materia de
caballerías, y sin embargo siguen en sus cabales. Los libros de aven-
turas no son, pues, perniciosos en sí mismos, sino sólo para quienes
son incapaces de distinguir los dos planos. La crítica que encierra el
Quijote es ante todo una cuestión de psicología de la lectura.
La insistencia casi cartesiana con que Cervantes instruye a su
lector sobre la necesidad de “ideas claras y distintas” al respecto, es
un rasgo francamente clásico de su espíritu. Pero fijarlo en esta fór-
mula empobrece el mensaje cervantino. Cuando la ficción interactúa
con la vida, ello no siempre desemboca en una lectura errónea. La
mayoría de las veces tal interacción pone en tela de juicio la consis-
tencia de aquel universo de hábitos que solemos llamar ”realidad”.
El practical criticism cervantino avanza, pues, por caminos tortuosos,
pero no por ello erráticos.
Para empezar, la “realidad” a la que don Quijote se enfrenta sin
cesar es, como he tratado de demostrar en otro lado, sólo una de las
perspectivas de un argumento novelesco estratificado según quiénes
y cómo perciben los acontecimientos. En concreto, dicha “realidad”
— o, si se quiere, su interpretación “realista” — corre a cargo del
-192-
narrador (cf. Ivanovici 2006, 2.1), y por tanto pertenece a un plano,
real sí, pero dentro-de-la-ficción. Es en este marco donde se insertan
las fantasías librescas del protagonista, constituyendo un segundo
plano, el ficticio, pero también dentro-de-la-ficción. Conforme a un
estereotipo de aceptación tan amplia como irreflexiva, diríase que tal
multiplicación de planos obedece al gusto general del arte barroco
por la complicación. Las cosas no están exactamente así, pues la fic-
ción-dentro-de-la-ficción, como el teatro-dentro-del-teatro, tienen
un cariz ontológico y son variantes de otra idea muy difundida en la
época: el mundo como teatro, vale decir como ficción.
Para ahondar un poco este tema, detengámonos sobre otro epi-
sodio, el del “retablo del maese Pedro” (DQ 1615: 26).
Ante don Quijote, el “titiritero” (de hecho el ex galeote Ginés
de Pasamonte) representa con sus marionetas la dramatización de
un romance carolingio, cuyos héroes son don Gaiferos y su esposa,
la bella Melisenda. Apresada ésta por los moros de Sansueña (Zara-
goza), su marido sale en su búsqueda y logra sacarla de la ciudad. La
evasión no pasa desapercibida, y los infieles persiguen a los fugitivos.
Cuando están a punto de alcanzarlos, la vida irrumpe en la escena,
modificando el curso de los acontecimientos:
-193-
En eso de las campanas anda muy impropio maese Pe-
dro, porque entre los moros no se usan campanas, sino
atabales, y un género de dulzainas que parecen nuestras
chirimías; y esto de sonar campanas en Sansueña sin
duda que es un gran disparate.
-194-
..the play’s the thing
Wherein I’ll catch the conscience of the king.
(Hamlet II: 2).
-195-
¡Bien cruel es el juego que juegan aquí Shakespeare y Cervantes!
El maravilloso retablo de la ficción parece ser más bien una caja de
Pandora. De ella sale un escenario rotatorio que de pronto se pòne
a girar para mostrar a los espectadores sentados en sus butacas todo
el enjambre de cuerdas, poleas y engranajes que un momento antes,
en la luz de los proyectores, había animado la ilusión de la realidad.
La irresistible risa que, a raíz de ello, recorre los rangos del público es
justamente la que, según Bergson, resulta du mécanique plaqué sur le
vivant. Pero el escenario sigue girando, y con el también la sala con
espectadores y todo, quienes se sienten invadidos por el terror, al
barruntar que también a ellos les mueve el implacable mecanismo de
una mise en scène oculta. La irrisión se extiende sobre la vida, equipa-
rándola a una ficción igual a la escénica, sólo que representada sobre
un escenario más vasto.
Puede adivinarse la malicia con que Cervantes, desde la autori-
dad de su autoría, obliga a don Quijote optar por el sentido común
en contra de la locura, por la realidad en contra de las novelas. In
articulo mortis, Alonso Quijano el Bueno puede eventualmente creer
que por fin ejerce una elección correcta; el autor en cambio sabe que
se trata de una falsa alternativa. Acabado el libro y enterrado su per-
sonaje, lo que perdura es una ironía todopoderosa.
Pero también amarga. El risueño Cervantes le guiña el ojo al afli-
gido Calderón, pues con pinceles diferentes, los dos pintan la vida
del color de la sombra y de la ficción.
-196-
ADDENDA
Renacimiento Barroco
1) lineal (plástico) 1) pictórico
2) representación plana
(bidimensional) 2) representación en profundidad
3) forma cerrada 3) forma abierta
4) multiplicidad (pluralidad) 4) unidad
5) claridad absoluta 5) claridad relativa
-197-
no puede ser considerado la especie de otro género de rango supe-
rior. No todas las parejas wölfflinianas satisfacen en igual medida tal
requisito. Intentaré, pues, jerarquizarlas según su grado de genera-
lidad, considerando que en una pareja categoríal más amplia están
incluidas todas aquéllas, más estrechas, que la preceden.
-198-
abandonan su índole particular y, a raíz de ello, empiezan a emular
los procedimientos y efectos de la pintura. En el barroco (posre-
nacentista) lo pictórico se convierte, pues, en el polo hacia el cual
tienden todas las artes de la representación.
He dejado de lado hasta ahora la pareja ‘forma cerrada vs. forma
abierta’ y su relación lógica con las demás categorías ya jerarquiza-
das. En los Grundbegriffe, Wölfflin tiende a considerar la apertura
como una de las modalidades de lo pictórico, pues consiste en un
cierto relajamiento de las reglas y los cánones representativos, y en
particular de la severidad tectónica (plástica). Concretamente, y en
este contexto, la clausura (lo cerrado) destaca los límites del obje-
to, a saber el contorno, la línea; contrariamente, la apertura borra
estos límites, es decir acentúa su picturalidad. Aunque correcta,
esta particularización me parece demasiado limitativa. De hecho,
el propio autor afirma en el mismo libro que la “forma abierta” es
un nuevo modo de representación, una modalidad creativa fun-
damental (por cuanto, diría yo, lo pictórico le queda corto como
genus proximus). Por otro lado, en Renaissance und Barock, Wölfflin
sostiene que lo “pintoresco” es un procedimiento muy adecuado
para representar el movimiento, es decir según Eco, del aspecto
más notorio de la apertura (cf. Opera aperta). Es evidente, pues,
que la forma abierta es la que incluye lo pictórico (y la cerrada, lo
lineal).
Sin embargo, como he manifestado anteriormente (cf. intra),
la oposición ‘lineal vs. pictórico’ es suficiente para definir el barro-
co (histórico) que sucede al Renacimiento (neoclásico), mientras
‘cerrado vs. abierto’ define lo barroco (tipológico) opuesto a lo
clásico, como modalidades fundamentales del Arte, en una ge-
neralización teórica que rebasa las hipóstasis históricas concretas
de una y otra categoría. En función de la opción por uno u otro
punto de vista (que de hecho son complementarios), la formali-
zación y jerarquización de los cinco pares de categorías reviste un
aspecto distinto:
-199-
Para un uso adecuado de los instrumentos conceptuales ante-
riores, es preciso recordar que un nivel superior implica todos los
niveles subordinados. Así, para el barroco (histórico), pictórico =
‘unidad + claridad relativa + representación en profundidad’, y para
el barroco tipológico, abierto = ‘pictórico + unidad + claridad relativa
+ representación en profundidad’. De igual modo se conforman las
jerarquías renacentista (neoclásica), por un lado, y clásica (tipológi-
ca), por otro lado.
Otra serie de problemas específicos plantea su adaptación a la
esfera de la literatura:
-200-
ejemplo, tenemos pues que evidenciar en Don Quijote los va-
lores que revisten justamente la clausura y/o la apertura. Según
se ve en el cuadro sinóptico, las jerarquías tipológicas se inician
a un nivel más alto que las históricas, y ello nos autoriza hablar
de aspectos no pictóricos de lo abierto (tales como el perspec-
tivismo y el serialismo del argumento novelesco, la estratifica-
ción psicológica del personaje y sobre todo la Parodia como
principio estructural de la obra), sin salirnos de lo barroco.
— Las dos perspectivas son las caras de una misma moneda y su
copresencia se justifica por el grado máximo de polisemia del
texto. La primera nos hace contemplar la novela cervantina
como un hito en la evolución desde el Renacimiento al barroco
(histórico), la segunda no ayuda descubrir en ella rasgos que
anticipan ciertas tendencias de apertura formal en el Arte y la
literatura modernos.
-201-
-202-
EL ARTE DE NOVELAR
E
n nuestro espacio cultural — el europeo, occidental o judeo-
cristiano — es tanta la cantidad de especulaciones acumula-
das alrededor de Don Quijote, que solamente el volumen de la
exégesis bíblica podría quizás igualarlo. De índole histórica, socioló-
gica, psicológica, política, patriótica (y patriotera), filosófica, moral,
religiosa o pararreligiosa (y un largo et caetera), las interpretaciones
de la novela cervantina tienden casi todas a considerarla como la
alegoría de un sentido último o superior. Tal plétora hermenéutica
nos impide a menudo ver que este libro es, sin embargo y ante todo,
una maravillosa obra narrativa.
Es cierto que desde siempre se ha pregonado urbi et orbi que el
Quijote representa a la vez una cumbre del género novelesco y la “pri-
mera novela moderna”. Bien mirado, empero, tampoco este tópico
está a salvo de los estragos de la lectura alegorizante, ya que depende
de los contenidos de la “modernidad” que cada uno se siente auto-
rizado a verter en el recipiente literario ofrecido por Cervantes. De
hecho, el contenedor respectivo está habilitado para acoger en su
seno todo tipo de contenidos; no obstante ello, tal capacidad, que
constituye su valor de uso, es función de parámetros tales como su
forma, el material del que está hecho y sobre todo la labor y la des-
treza que en él ha invertido su artesano.
Atendiendo, pues, a semejantes parámetros, intentaré en lo su-
cesivo volver a la literalidad — ya que no a la “realidad” — del
texto cervantino, para echar una mirada analítica a determinados
aspectos del Arte de novelar en el Quijote. Las herramientas de mi
-203-
aproximación pertenecen a una esfera teórica antaño en boga y aho-
ra ampliamente en desuso (por el mismo vaivén de las modas meto-
dológicas). Se trata de las categorías y modelos de procedencia sobre
todo lingüística, cuya aplicación a la esfera narrativa formó, hace
más de cuarenta años, objeto de un famoso número monográfico de
la no menos famosa revista Communications, consagrado al “Análi-
sis estructural del relato”. Después de tanto tiempo, ¿de qué puede
servir levantar los polvos de aquellos lodos, revisitar el estructuralis-
mo cuando ya se han enfriado las pasiones que suscitara su remota
batalla del método? A mi modo de ver, precisamente esta distancia
es la que hace hoy posible un estructuralismo “desengañado”, de
vuelta de sus fanatismos tecnicistas, pero conservando lo esencial de
su perfil epistemológico, eso es un cierto modo de pensar arraigado
en la convicción de que, en el Arte en general y en el arte de narrar
peculiarmente, no hay detalles inútiles o indiferentes, ni efectos ca-
suales; por el contrario, en palabras de Roland Barthes (1966: 7),
allí tout a un sens ou rien n’en a.
Semejante ley de hierro se llama estructura narrativa.
1. HISTORIA Y DISCURSO
-204-
obra o, según otra definición, “la totalidad de los acontecimientos en
su correlación recíproca e íntima”, en tanto que la segunda, llamada
“argumento” (sjužet), es la manera de la que el lector se entera de ello,
en otras palabras “la construcción artística de la distribución de los
acontecimientos en una obra” (Tomaševskij 1973: 252; 254). Final-
mente, la escuela estructuralista francesa, siguiendo a Émile Benve-
niste, propone como términos de esta misma oposición la “Historia”
(histoire) y el “Discurso” (discours) (Todorov 1966: 126-127). La una
incluye la “lógica de las acciones” y un repertorio de reglas que rigen
la interacción entre los personajes; la otra rinde cuentas del verbo na-
rrativo y sus categorías, así como de su origen y su destino (narrador y
lector), respectivamente (Todorov 1966: 128 sq.; 138 sq.)
Con este aparato conceptual, que manejaré muy libremente,
me propongo abordar a continuación el arte de nvelar en la obra
maestra de Cervantes. Evidentemente, razones de extensión levan-
tan trabas insuperables ante cualquier acercamiento “inductivo” que
quisiera pasar revista todos los aspectos, las facetas y los detalles de la
novela. Seguiré por consiguiente la vía “deductiva”, recomendada en
teoría por R. Barthes (1966: 2-3) e ilustrada en la práctica por Erich
Auerbach, en su famoso Mimesis, donde el autor demuestra que, a
partir de análisis puntuales sobre fragmentos significativos, pueden
inferirse rasgos pertinentes al nivel de conjunto146.
146 Una de ellas versa justamente sobre el fragmento del Quijote que yo mismo he elegido
para analizar a continuación.
-205-
sodio anterior, el de Sierra Morena (DQ 1605: 25 sq.), el caballero
le había encargado llevar a Dulcinea un mensaje escrito de su parte,
mas Sancho, al salir para la Mancha, había olvidado la misiva. Para
ahorrarse reproches e incluso algún castigo, pero también engañado él
mismo por el cura y el barbero (confabulados para llevar a don Quijote
de vuelta a su hogar), Sancho se había inventado entonces un encuen-
tro imaginario con Dulcinea. Según esa versión la doncella mandaba
decir al Caballero de la Triste Figura que acudiese a verla con la mayor
brevedad posible. Ahora el escudero, al haber caído en la trampa de
sus propias mentiras, no encuentra otra salida que una nueva patraña:
Siendo, pues, loco, como lo es, y de locura que las más veces
toma unas cosas por otras (...) no será muy difícil hacerle creer que
una labradora, la primera que me topare por aquí, es la señora Dulci-
nea; y cuando él no lo crea, juraré yo, y si el jurare, tornaré yo a jurar,
y si porfiare, porfiaré yo más (...)
Las cosas evolucionan exactamente de la manera que había pre-
visto y planeado Sancho. Aparecen tres mozas aldeanas y el escudero
las presenta como Dulcinea con sus damas de compañía. Ante ellas
y para su amo, Sancho actúa con perfecta naturalidad y con mucha
habilidad, creando ad hoc una escena caballeresca tan coherente, que
consigue involucrar en ella a todos los presentes. La primera reacción
de don Quijote es de incredulidad:
-206-
(...) ya que el maligno encantador me persigue y ha
puesto nubes y cataratas en mis ojos, y para sólo ellos
y no para otros ha mudado y transformado tu sin igual
hermosura y rostro en el de una labradora pobre (...) 147
La moza se asombra y ofende, replicándole bruscamente
en un cómico lenguaje rústico ¡Toma que mi agüelo!
¡Amiguita soy yo de oír resquebrajos! Apártense y déjen-
mos ir, y agradecérselo hemos.
Luego se aleja a todo correr, dejando a sus dos “admira-
dores” en medio del camino: a Sancho divertido con el
éxito de su farsa y a don Quijote postrado y dolorido,
lamentando amargamente su mala suerte:
Sancho, ¿qué te parece cuán mal quisto soy de encan-
tadores?
147 Obsérvese que, por ahora, el héroe cree ser más bien él víctima de tal agresión, ya
que el cambio de Dulcinea sólo es perceptible para sus ojos “y no para otros”; idea
reforzada por la hipótesis suplementaria: “si ya también el mío no le ha cambiado en el
de algún vestiglo, para hacerle aborrecible a tus ojos”. Sólo ulteriormente, y de manera
paulatina, el héroe aceptará la “realidad” del encantamiento de Dulcinea; este proceso
de autopersuasión puede darse por acabado en el episodio de la cueva de Montesinos,
donde a Don Quijote ya no le queda la menor duda de haberla visto, bajo apariencia
de labradora, entre la población encantada del respectivo antro (DQ 1615: 23).
-207-
(re)construye los acontecimientos, es decir procesa el material temá-
tico de la obra hasta convertirlo en producto artístico (ofrecido para
“consumo” al lector).
-208-
Salvando las diferencias, ‘Historia’ y ‘Discurso’ son al relato lo
que ‘Sustancia’ y ‘Forma’ al lenguaje. Tal como la Sustancia se presta
a modelación por cualquier idioma, pues no pertenece a ninguno
en particular, así de la Historia se puede dar cuenta por escrito u
oralmente, a través de una película cinematográfica o de tebeos, y
así sucesivamente, sin que haya en ella algo que la vincule con una
u otra modalidad “idiomática” de la narración. Por otro lado, toda
evaluación axiológica, histórica o de género de una obra atañe ex-
clusivamente a su Discurso, porque la Historia como tal permanece
neutra desde todos estos puntos de vista. Decir por ejemplo que Don
Quijote anticipa o participa — para recordar a Umberto Eco — de
la famosa poética de la opera aperta, que cumple con determinados
requisitos del Barroco o que tiene ciertos rasgos picarescos, es enjui-
ciar y valorar su Forma novelesca (y no la Sustancia temática, axioló-
gicamente indiferente).
148 Por fuerza, todo resumen de la Historia sólo puede dar cuenta de una de ellas. Razón
por la cual, como señalaba más arriba, el que ofrezco aquí dista de ser completo al nivel
de los acontecimientos.
-209-
apellido precisos (Cide Hamete Benengelí)149. Es ésta, más o menos, la
versión que he tratado de abarcar en mi sinopsis. Amén de ella pueden
leerse en “filigrana” otras dos, a cargo del caballero y de su compañero,
respectivamente. La de Sancho sería aproximadamente la misma que la
anterior, menos ciertos antecedentes de la situación, que el escudero ig-
nora (por ejemplo la patraña del cura y el barbero). Finalmente, la de
don Quijote enfoca sobre todo su (des)encuentro con la Dulcinea “en-
cantada” y discurre entre la descreimiento inicial y el convencimiento fi-
nal del héroe. Las tres versiones se articulan entre sí de conformidad con
el principio del paralelismo, modalidad de las más frecuentes y eficaces
de actualizar la “lógica de las acciones”. El paralelismo, explica Todorov
(1966), se establece entre secuencias que comportan tanto elementos
análogos como contrastantes, los unos representando el fondo sobre el
cual resaltan los otros. En el caso del Quijote, está claro que la similitud
reside en el set de acontecimientos que comparten las tres versiones150,
y la diferencia en la interpretación distinta que se les da dentro de cada
una. ‘Interpretación’ supone la existencia de un interpretante (un héroe
que contempla y juzga los hechos) y un ángulo interpretativo (bajo el
cual los contempla y juzga). Ello quiere decir que las tres instancias o
niveles del Discurso son, de hecho, sendas perspectivas narrativas.
Tenemos que ver, a mi criterio, con un concepto multifacético
que requiere ser definido sobre varios planos. Mi respuesta a esta exi-
gencia son tres breves tesis, una a guisa de conclusión a lo antedicho,
las otras como punto de arranque para lo que se tratará en adelante:
1ª: Semántica y psicológicamente hablando, la perspectiva na-
rrativa es el resultado de una mirada subjetiva sobre unos aconteci-
mientos objetivos. Los acontecimientos pertenecen a la esfera de la
Historia, mientras que la perspectiva, con su punto de vista específi-
co, es el núcleo del Discurso.
149 En realidad, como intento demostrar en otro capítulo (véase infra, “El Arte del
palimpsesto”: § 4), la situación y el status del narrador cervantino son harto complejos.
Por ejemplo, si se lee con detenimiento el inicio del presente episodio: “Llegando
el autor desta grande historia a contar lo que en este capítulo cuenta... etc.” , se
comprueba que el sujeto de la enunciación (el emitente de esta frase) es distinto del
sujeto del enunciado (“el autor desta grande historia”), por cuanto es forzoso concluir
que aquí hay por lo menos dos narradores.
150 Aunque, como hemos visto, su extensión difiere levemente de una versión a otra.
-210-
2ª: Al nivel ideológico, cada punto de vista se identifica con una
determinada categoría estética, mediante la cual, la perspectiva en
cuestión se proyecta como una visión del mundo.
3ª: Por último, en plano narrativo cada categoría estética está
asociada a uno o varios motivos característicos.
-211-
Algo parecido sucede en la novela, donde la unificación del es-
pacio narrativo es igualmente función de un “punto de vista” desde
el cual alguien — el narrador o un personaje — percibe y procesa
narrativamente los acontecimientos. Con la diferencia de que el no-
velista, al “montar” su imagen narrativa (eso es el Discurso), utiliza
a menudo varios ángulos de visión a un tiempo. Tal perspectivismo
múltiple, al parecer más propio de la literatura narrativa, ha sido sin
embargo llevado a la pintura por un Leonardo, con quien Cervantes
tiene mayor afinidad que con los standards de Alberti.
-212-
ni una mera influencia que le llega a Cervantes desde el teatro, sino
un rasgo estructural básico: el “dialogismo” (o la “polifonía”) — sin
el cual (demuestra el estudioso ruso Mikhaíl Bakhtín) la génesis de la
novela como género sería inconcebible. Es más: el Quijote representa
con toda probabilidad el impulso primerizo y decisivo para el arran-
que de este proceso. A partir de la cervantina, la novela moderna va
configurando su espacio propio como un “foro” donde resuenan,
se cruzan, se cubren una a otra y se componen entre sí las distintas
“voces” (ideologías, mentalidades, temperamentos, estéticas…) que
conforman el paisaje humano de la época en que ha sido creada una
determinada obra, así como de todas las épocas sucesivas en que la
obra en cuestión ha podido encontrar lectores.
153 Roland Barthes, por ejemplo, en su “Introducción al análisis estructural del relato”,
encabeza el tercer capítulo de su estudio, consagrado precisamente a las “acciones”,
con un párrafo titulado “Hacia un status estuctural de los personajes” (Barthes 1966:
17).
154 Así se llaman los personajes — vistos bajo aspecto puramente funcional — en
la narratología moderna, donde incluso se han elaborado “modelos actanciales”
altamente formalizados (Bremond, Greimas y, hasta cierto punto, Todorov).
-213-
(digamos) de raisonneurs155, quienes interpretan, enjuician y defor-
man los hechos, cada uno dentro de su perspectiva. Su conducta a
este respecto no obedece tanto a los predicados de acción, sino a un
sutil juego entre “el ser y el parecer”: las cosas son las que son, pero
el héroe-raisonneur las ve e interpreta de conformidad con su ópti-
ca peculiar, y por tanto actúa como si ellas fueran tales como él las
ve. De ahí la importancia que adquieren en la narración cervantina
los predicados (digamos) de “conocimiento”, del tipo ‘percatarse’,
‘darse cuenta’ o ‘tomar conciencia’ de algo. Tales predicados ad-
miten normalmente definiciones negativas: l’action qui se produit
lorsqu’ un personnage se rend compte que le rapport qu´il a avec un
autre personnage n’est pas celui qu’il croyait avoir (Todorov 1966:
135; énfasis mío). Por ejemplo, nos dice un comentarista del epi-
sodio que estamos analizando, Sancho viene a enterarse “del poder
de su inteligencia, especialmente en cuanto a controlar a DQ”, y
no sólo a ser controlado por él, como hasta entonces; acto seguido,
él decide, pues, utilizar dicho poder engañando a su amo (lo cual
se ajusta a la definición anterior). Tengo sin embargo la impresión
de que tales tomas de conciencia también pueden darse en sentido
afirmativo: en el mismo episodio don Quijote refuerza su convic-
ción de que “posee una dama a tono con su nueva personalidad de
«caballero»” (Rodríguez-Luis 1998: compl. 130).
155 Un el capítulo final (infra, “Héroe y personaje”: § 2) reservo para ellos la denominación
de ‘personajes’ y los distingo de los simples actantes (que llamo ‘héroes’).
-214-
cualquier comportamiento actancial. En cambio su posición y
condición deben proporcionarle abundantes ocasiones de toma
de conciencia como raisonneur. Tales momentos están relaciona-
dos con las dos convenciones básicas a las cuales obedece el acto
de narrar en clave realista. Se trata, por un lado, del “pacto de
veracidad”, que sitúa al narrador en la posición de un cronista,
quien registra los acontecimientos como tales, sin manipularlos,
sin tomar partido, sin apenas comentarlos156, y por otro (para re-
cordar a Milan Kundera) del “pacto de verosimilitud”, que exige
que el relato trate de la vida cotidiana y de las biografías comunes
y corrientes, y no de sucesos extraordinarios ni de conductas hu-
manas paranormales.
Al narrador, cuya deontología descansa sobre estos dos pactos o
“contratos” tácitos con su lector, aventuras como las del Caballero de
la Triste Figura le provocan una intensa incomodidad lógica y mo-
ral, pues le confrontan con un inesperado conflicto entre veracidad
y verosimilitud. Por un lado, deber del cronista es contar las cosas
como de veras sucedieron; pero tal verdad y tales cosas, miradas con
los ojos de su público, le resultan harto inverosímiles y por tanto
increíbles. Es precisamente lo que sucede en el episodio que estamos
analizando, el cual comienza con la siguiente frase:
156 Cf. “habiendo y debiendo ser los historiadores puntuales, verdaderos y nonada
apasionados, y que ni el interés ni el miedo, el rencor ni la afición, no les hagan torcer
el camino de la verdad” (DQ 1605: 9).
-215-
Cada vez que un tal reconocimiento tiene lugar, el narrador
reacciona buscando solución a las contradicciones lógicas y los di-
lemas éticos que implica el conflicto entre la veracidad y la verosi-
militud. Para hallarla, echa mano del motivo característico de esta
perspectiva, eso es de la e x p l i c a c i ó n: en presencia de un hecho
extraño, desmesurado, absurdo..., entra en función un mecanis-
mo de matización implícita o explícita, que revela la “otra cara de
la moneda”, el significado racional del acontecimiento respectivo,
mediante una táctica que llamaría la “del sí, pero”. Verbigracia: en
el campo de Montiel, don Quijote ve a lo lejos un grupo de gi-
gantes y carga ipso facto contra ellos; sí, nos dice el narrador, pero
don Quijote es loco y toma por gigantes a unos banales molinos
de viento. O bien: don Quijote se arrodilla ante una moza aldeana,
llamándole princesa; sí, pero don Quijote es loco y Sancho le ha
hecho creer que la labradora es su señora Dulcinea. Así es, más o
menos, como funciona el motivo característico de la perspectiva
del narrador.
La verdad es que, para mejor poner de relieve tal mecanismo,
he adoptado la secuencia temporal de la Historia, en que el acon-
tecimiento viene antepuesto a su explicación. Pero la estrategia
del Discurso es otra: la mayoría de las veces es la explicación que
precede al acontecimiento, de modo que quede excluida cualquier
posibilidad de que el lector dé crédito a las fantasías descabelladas
del héroe. Por otro lado, la anteposición de la explicación a la ac-
tuación demuestra que la mirada del narrador es más abarcadora
que la de cualquier personaje, incluidos los protagonistas de las
otras dos perspectivas. Este tipo de ventaja puede ser explicado con
referencia a la noción de ‘aspecto’, que pasa a la narratología desde
la gramática del verbo157. Cuando el narrador, pues, sabe o puede
más que el personaje (como sucede aquí: narrador > personaje),
la situación respectiva se llama “visión por detrás” (vision «par de-
rrière») (Todorov 1966: 141). Tal visión representa un punto de
157 En la lingüística, el aspecto es una categoría gramatical, específica para ciertos idiomas
(como las lenguas eslavas, el griego etc.), que denota el estado de realizacion de la
acción expresada por el verbo (por ej. incoativo, perfectivo, momentáneo, continuo
etc.), eso es el cómo es vista (o presentada) la acción respectiva.
-216-
vista paternalista y autoritario, cuyos supuestos ideológicos apun-
tan a un optimismo cognoscitivo de cuño racionalista158.
Por otro lado, la perspectiva narratoria — hay que repetirlo sin ce-
sar — sólo es el marco del relato, su Historia, centrada estrictamente
sobre hechos y sucesos. Pero el relato, visto como Discurso, incluye
asimismo la interpretación de los acontecimientos. Ahora bien, en
cuanto al lado interpretativo, la función del narrador es meramente
negativa, pues se limita exclusivamente a la explicación, o si se quiere,
a la corrección realista de las versiones “erróneas” (que se derivan de
las demás perspectivas discursivas). Sin embargo, son precisamente
tales “errores” las que constituyen el contenido positivo de la novela.
Don Quijote y Sancho no sólo actúan, sino, además, in—forman
la realidad (la de—forman, sostiene el narrador) según sus deseos,
que se expresan por intermedio de sus respectivos puntos de vista.
Evidentemente, es harto difícil y además inútil (pues nos remite al
famoso dilema acerca de la prioridad del huevo o la gallina) querer
saber a ciencia cierta si tal modelación/deformación interpretativa es
resultado de su actuar, o al contrario, la actuación de los dos héroes
tiene lugar sólo en la medida en que se apoya en interpretaciones.
Antes de finalizar este párrafo, añadiré además que la correlación
de la perspectiva realista con las otras dos es similar a la que se da en
psicoanálisis entre “contenido manifiesto” y “latente”. Tal como éste
“yace” dentro de aquél, desde cuyas entrañas hay que extraerlo con
herramientas analíticas, igual en la novela cervantina la perspectiva del
narrador encierra y disimula en su seno a las de don Quijote y Sancho,
cuya revelación requiere asimismo procedimientos de tipo analítico.
158 Desde luego, Cervantes se cuida mucho de extrapolarlo en plano ontológico, lo cual
significaría caer, como en efecto cayeron más tarde Leibniz y sus secuaces, en una
especie de fetichismo de lo fenomenal — ironizado por Voltaire —, llegando incluso a
creer que tout va pour le mieux dans le meilleur des mondes possibles. El cervantino es un
optimismo robusto y nada ingenuo, que extrae su fuerza y su sabiduría del “activismo”
erasmista (Façon 1946).
-217-
Pese a su menor amplitud y su extensión discontinua, pese a que
sólo puede inferirse de la actuación y conducta del protagonista, esta
versión implícita de los acontecimientos, vistos desde el ángulo del
Caballero de la Triste Figura, es por lo menos tan importante como
aquella que nos ofrece explícitamente el narrador. Imaginémonos un
momento qué habría pasado en el presente episodio si el héroe no se
hubiese dejado convencer por Sancho, y sobre todo por sí mismo, de
que un „maligno encantador” o bien había cambiado el semblante
de Dulcinea, o estaba celándole a él la hermosura de su Dama. Evi-
dentemente, en tal caso sería imposible que el libro continuara, pues
la incredulidad de don Quijote y el abandono de su punto de vista
anularían de golpe el argumento novelesco.
Es verdad que la maravilla ya no tiene cabida alguna en el mun-
do donde vive y se mueve el héroe, mas éste sigue viviendo y mo-
viéndose como si aquélla existiera y gozara de un amplio consenso.
Es éste el origen de la comicidad del conflicto entre el protagonista
y su circunstrancia; por otro lado, la condición necesaria y suficien-
te para la actualización tanto de lo cómico como de cualquier otro
efecto estético, es precisamente la existencia de una perspectiva de
lo maravilloso. Naturalmente, en la mayoría de los casos lo maravi-
lloso coexiste con el realismo, y así el lector está en condiciones de
„cruzar” los dos puntos de vista y comparar las dos versiones. Sin
embargo, hay por lo menos un episodio, el de la cueva de Montesi-
nos (DQ 1615: 23), donde tal posibilidad queda anulada, pues sólo
se tiene acceso a la version de los acontecimientos que proporciona
don Quijote. Ello significa que el „aspecto” en que el narrador sabe
más que el personaje (visión por «detrás»), tiene que ceder terreno
a una vision «du dehors» (‘desde fuera’: narrador < personaje) (To-
dorov 1966: 142), de la que sale aventajado el punto de vista del
protagonista.
No es de extrañarse que, dentro de una perspectiva gobernada
por lo maravilloso, característico sea el motivo de la operación má-
gica, del embrujo. Por lo menos en teoría, también éste es un pre-
dicado “de concientización”, pero de un tipo sumamente tortuoso.
Lo propio de dicho motivo es manifestarse cada vez que la visión
quijotesca del mundo choca contra el mundo mismo; lógicamente,
-218-
tal experiencia debería llevar al héroe a darse cuenta de la profunda
hendidura que separa la realidad de la fantasía, de la realidad de las
cosas; en efecto, don Quijote registra su existencia, e invoca la magia
para restaurar la unidad del mundo… en la fantasía159.
Por eso mismo, el embrujo constituye también un factor de
coherencia del mundo de la ficción. Coherencia amenazada, por
ejemplo, por la patraña que Sancho ha tramado a fin de burlar a su
amo (en el episodio de la Dulcinea encantada). Comentando la si-
tuación, Erich Auerbach (1967: 327) manifiesta: “Llevar las expec-
tativas (del héroe) a tal extremo y luego desengañarlas en tal grado
es un experimento que conlleva no pocos peligros: podría provocar-
le un shock que le sumiera en una locura aún más profunda; pero
asimismo, el shock podría empujarle a sanar, a librarse de su idea
fija”. Sin embargo, el mayor peligro no lo corre aquí don Quijote
como personaje, sino la obra como obra, pues en ambas eventua-
lidades imaginadas por Auerbach la novela, pura y simplemente,
no podría continuar. En la primera porque el “enloquecimiento del
loco” sería un escándalo lógico, una paradoja análoga a la de “Todos
los cretenses son mentirosos, dijo un cretense”160. Quizás por ello,
en un episodio anterior, cuando el héroe “enloquece” de amor en
los yermos de Sierra Morena (DQ 1605: 25), Cervantes no olvida
dejar abierta una salida de este círculo vicioso, esclareciendo que tal
locura de segundo grado no es más que un papel, que el caballero
manchego asume porque así se lo impone el canon de su orden y
los brillantes modelos que sigue161. En la segunda eventualidad, un
don Quijote cuerdo dejaría de ser quien es, para volver a ser el que
antaño fuera: Alonso Quijano, el hidalgo lugareño de apacibles cos-
tumbres y genio amable, a quien sus paisanos llamaban el Bueno.
Ello significaría empero la supresión de lo maravilloso como punto
159 Sólo al final del libro, su respuesta a tal reto (digamos) ontológico, será la que
normalmente se espera, o sea renegar de la fantasía y abrazar la realidad
160 Dicho sea de paso, esta paradoja, formulada explícitamente, se le plantea a Sancho,
durante su breve “gobierno” de la ínsula Barataria (DQ 1615: 51)
161 En concreto, don Quijote emula al Orlando de Ariosto, “furioso” por haberle engañado
Angélica con Medoro, así como la similar “penitencia” a la cual se sometió Amadís de
Gaula en Peña Pobre, despechado por su amada Oriana.
-219-
de vista y además la desaparición las otras dos perspectivas discursi-
vas. Intuyendo tal peligro, el autor aplaza el retorno a la razón de su
héroe hasta el último momento, que coincide tanto con su muerte
como con el final del libro. En resumidas cuentas, para evitar o bien
un desenlace apresurado del argumento o la “deconstrucción” del
protagonista, el recurso a la magia es imprescindible, porque sólo
en la perspectiva de don Quijote pueden evitarse los peligros que
amenazan tanto a la integridad del personaje como a la coherencia
de la novela.
Por otro lado, no hay que perder de vista el régimen distinto que
tiene el motivo en cuestión en la segunda parte del libro, respecto
de la primera162. Allí, la operación mágica era un truco literario, una
palanca metafórica con la cual el ingenioso hidalgo se esforzaba — y
lograba — desplazar la realidad en dirección a sus deseos: metamor-
fosear por ejemplo los molinos de viento en gigantes, los rebaños en
ejércitos enemigos y a una apuesta pero humilde vecinica suya en la
sin par princesa Dulcinea del Toboso. Aquí, donde las aventuras se
le sirven en bandeja, el factor embrujo adquiere un peso existencial
inesperado, pues pasa a formar parte de un mecanismo defensivo
de importancia vital. Cuando don Quijote, perplejo y dolorido, ve
ante sus ojos, ya no a la Dulcinea de sus ensueños caballerescos, ni
siquiera a Aldonza Lorenzo de quien Alonso Quijano estuvo ena-
morado “a lo humano”, sino — en palabras de Unamuno — a “una
moza aldeana no de muy buen rostro” (Unamuno 1964: 127), es la
integridad del mundo quijotesco que está amenazada, ya que su pilar
central se tambalea peligrosamente. La idea de la agresión mágica
(“ya que el maligno encantador me persigue y ha puesto nubes y
cataratas en mis ojos, y sólo para ellos y no para otros ha mudado y
transformado tu sin igual hermosura y rostro en el de una labradora
pobre”) es un último y desesperado recurso para salvaguardarle un
cierto equilibrio inestable.
162 Ya los Formalistas rusos habían advertido que el Quijote de 1605 y el de 1615 descansan
sobre fundamentos estructurales harto diferentes entre sí (Šklovskij 1965: 194-195).
Michel Foucault (1966 : 62) explica con mucha claridad en qué consiste tal diferencia:
La magie, qui permettait le déchiffrement du monde en découvrant les ressemblances secrètes
sous les signes, ne sert plus qu´à expliquer sur le mode délirant pourquoi les analogies sont
toujours déçues.
-220-
2.3. Perspectiva de Sancho.— La última perspectiva argu-
mental es la de Sancho, que se deduce sobre todo de la actitud
del escudero hacia su amo. Dos prestigiosos comentarios que, por
lo demás, difieren radicalmente en la valoración del presente ca-
pítulo, coinciden sin embargo sobre este tópico particular. Erich
Auerbach (1967: 380) apunta que Sancho “le engaña a menudo”
(a don Quijote), “pero solamente por no saber cómo apañárselas
de otra manera; sin embargo le quiere y le respeta, pese a que está
convencido a medias, y a veces por completo, de su locura”. Por
su lado, Miguel de Unamuno (1964: 128) subraya también que
“Sancho veía las locuras de su amo y que los molinos eran moli-
nos y no gigantes”, lo cual sin embargo no le impedía tenerle fe y
confianza.
Esta sucesión de pequeñas traiciones y arrepentimientos, apos-
tasías y reconversiones supone otros tantos momentos de reflexión,
evaluación y toma de conciencia sobre el ser y el parecer de las cosas,
aunque rara vez el predicado de conocimiento conduce al protago-
nista de la perspectiva a conclusiones unívocas, decisiones firmes o
cambios radicales de actitud. En todo caso, la ambivalencia respec-
tiva se traduce funcionalmente en la vacilación del escudero entre
dos interpretaciones opuestas de los acontecimientos: la una según
don Quijote, eso es en clave sobrenatural, y la otra según el sentido
común, es decir en código realista (coincidiendo con el punto de
vista del narrador). A su vez, este motivo nos revela qué índole tiene
la perspectiva de Sancho: su indecisión — en postura de intérprete o
raison—neur de personas y cosas — es señal inequívoca de un punto
de vista fantástico (Todorov 1972: 28-45)163.
-221-
Al nivel del Discurso, la perspectiva en cuestión es la más intere-
sante. Para empezar, aquí se dan todas las combinaciones posibles en
cuanto a los “aspectos” narrativos. Así, debido a la ambigüedad de su
visión, Sancho sabe normalmente menos que don Quijote en cuanto
a lo sobrenatural y menos que el narrador en cuanto al realismo. Por
consiguiente, es visto ‘por detrás’ por ellos (narrador/don Quijote
> Sancho) y los ve él mismo ‘desde fuera’ (Sancho < narrador/don
Quijote). A veces sin embargo se les iguala, como en el presente
episodio, donde sabe tanto como el primero sobre el mundo real
y tanto como el segundo sobre la ficción caballeresca (o por lo me-
nos lo suficiente como para poder usarla con propiedad); en tales
momentos el escudero participa, pues, de una vision «avec» (‘con’:
Sancho = narrador/don Quijote) (Todorov 1966: 142)164.
En cierto modo, pues, la de Sancho es la síntesis de las otras dos
perspectivas: no la dialéctica “negación de la negación”, sino una sín-
tesis barroca, que mantiene activas las tensiones y el conflicto de los
contrarios. Por ello, como instancia ideológica es la menos estable de
la novela. La labilidad propia de lo fantástico (combinada, como ve-
remos, con ciertas infracciones al orden narrativo) la hace suspender
su identidad propia y deslizarse ya sea hacia el punto de vista realista,
como sucede en este capítulo, o en dirección a lo maravilloso165,
como en la escena final del libro, donde Sancho asume íntegra y sin
reservas la ficción quijotesca que su amo había abandonado:
164 Obsérvese asimismo que, en clave realista, Sancho sabe más que Don Quijote y, junto
al narrador, contempla al caballero «par derrière» (‘Sancho/narrador > Don Quijote’).
165 Según Todorov [1970, passim], los grados y matices categoriales de lo fantástico
ocupan un espectro escalonado entre lo extraño y lo maravilloso:
extraño (puro) à fantástico-extraño à fantástico-maravilloso à maravilloso (puro)
Estrictamente hablando, lo fantástico no existe como tal, pues consiste en la breve
transición (vacilación) entre lo fantástico-extraño y lo fantástico-maravilloso, después
de la cual bascula de uno u otro lado. De ahí su labilidad, reiteradamente mencionada
aquí.
Aprovecho la oportunidad para hacer una aclaración en el mismo orden de ideas.
En el Qijote, el ‘realismo’ (vocablo que empleo por comodidad) sólo es tal en una
acepción de última instancia y con referencia a la “deontología” del narrador, quien se
ha “comprometido” a interpretar los hechos en clave natural y racional (cf. intra, 2.1).
Si se toma en cuenta la índole de esos mismos hechos, está claro que se trata, cuanto
menos, de lo ‘extraño’.
-222-
No se muera vuestra merced, señor mío (…) Mire no
sea perezoso, sino levántese desa cama y vámonos al
campo vestidos de pastores como teníamos concertado:
quizá detrás de alguna mata hallaremos a la señora Dul-
cinea desencantada... etc. (DQ 1615: 54).
-223-
la misma resolvía mediante el motivo de la explicación. El no po-
der encontrarla a pesar de examinar todas las variantes posibles al
respecto, le crea la perplejidad y le mantiene en la duda de tipo
fantástico.
-224-
suya. Normalmente, semejantes vuelcos vienen acompañados por
reevaluaciones retrospectivas que buscan y encuentran justificacio-
nes para el cambio radical del punto de vista y/o de la conducta del
personaje. Eso pasa en el episodio de la Dulcinea encantada con
Sancho quien, debido a la confusión lógica y al impasse práctico en
se encuentra, está en imposibilidad o en suma dificultad de seguir
contemplando las cosas bajo el ángulo ambiguo de lo fantástico. Por
consiguiente, recapacita y reconsidera:
-225-
148-151). En mi opinión, sin embargo, amén de esta transgresión
final, hay también otra, simétrica, que al inicio de todo argumento
narrativo, obliga a la realidad a salirse de sí y a entrar en la ficción.
Veamos ahora cuáles son y cómo funcionan los factores seriales
que “incitan” a semejantes infracciones y transgresiones.
166 Obsérvese que Cervantes deja entreabierta dicha posibilidad, aunque probablemente
no pensaba actualizarla (“Pero el autor desta historia, puesto que con curiosidad y
diligencia ha buscado los hechos que don Quijote hizo en su tercera salida, no ha
podido hallar noticia de ellas, a lo menos por escrituras auténticas: sólo la fama ha
guardado, en las memorias de La Mancha…” etc.), de no haberse visto obligado a
hacerlo para defender sus “derechos reservados” sobre el argumento y el héroe de su
novela, ante la continuación apócrifa de Alonso Fernández de Avellaneda (véase DQ
1615: “Prólogo”).
-226-
ilusiones y la muerte del héroe” (Auerbach 1i67: 369-370), es decir
una vuelta a la realidad y un desenlace definitivos, implicando el
desmantelamiento completo de la ficción quijotesca.
En los episodios de la primera parte, la Burla no causó grandes
trastornos de las perspectivas narrativas, ni alteró mayormente la ac-
tuación de sus protagonistas. Si bien allí Sancho mintió a su amo,
lo hizo sin apenas proponérselo, ya que él mismo fue engañado por
el cura y el barbero. Al contarle, pues, sus paisanos que Dorotea era,
ni más ni menos,
167 Cf. “Dichosa buscada y dichoso hallazgo — dijo a esta sazón Sancho Panza —, y más
si mi amo es tan venturoso que desfaga ese agravio y enderece ese tuerto, matando a
ese hideputa dese gigante…” etc. (DQ 1605: 29)
-227-
vista fantástico es por excelencia susceptible de semejantes deslices.
Sin embargo, ni la perspectiva de don Quijote, ni la del narrador
siquiera, podrán evitar el fenómeno. Aquí, por ejemplo, en tanto
que el realismo atrae dentro de su esfera la actitud y la actuación
de Sancho, don Quijote ocupa el puesto vacante de protagonista
de lo fantástico. Según recordamos, la duda o vacilación constituye
el motivo característico de de esta categoría estética, y por tanto su
inequívoco signo de reconocimiento. Pues bien, la actuación quijo-
tesca en este episodio se despliega en tres etapas marcadas, cada una,
por el motivo en cuestión:
1ª — El héroe nutre con antelación serias reservas respecto de la
posibilidad de cumplimiento de su deseo (“Mira no me engañes ni
quieras con falsas alegrías alegrar mis verdaderas tristezas”).
2ª — Su capacidad de transfigurar la realidad conforme a lo de-
seado le falla justamente al aparecérsele el objeto de dicho deseo (“Yo
no veo, Sancho, sino a tres labradoras sobre tres borricos”).
3ª — Al asumir por fin su papel, don Quijote sólo consigue creer
a medias en la versión del maleficio (que había fabricado ad hoc)168.
Las vacilaciones y la indecisión del héroe lo sitúan de lleno den-
tro de lo fantástico, ya que indican “una percepción ambigua de los
acontecimientos referidos” (Todorov 1970: 35). Sin embargo, “su”
fantástico no es de tipo primario o primigenio, sino secundario o
derivado, representando probablemente una etapa en el proceso de
degradación de lo maravilloso169. Dicho proceso representa la princi-
pal infracción al orden discursivo por la Burla, pues va enrumbando
el argumento hacia un desenlace que no puede ser sino la salida de
la ficción. En concreto, don Quijote irá adoptando conductas cada
vez más ambiguas, hasta que, al final del libro, se entregará incondi-
cionalmente a lo cotidiano, dejando que su punto de vista se (con)
funda con el del narrador.
168 Las pertinaces dudas que asaltan al personaje se dejan sentir en la hermosísima (desde
el punto de vista retórico) alocución que pronuncia ante la pasmada aldeana, tratando
de convencerse a sí mismo de la agresión mágica sufrida por él o por su Dama, como
solución última y desesperada para evitar el colapso de su ideal amoroso.
169 En concreto, parece tratarse del así llamado ‘fantástico-maravilloso’, que resulta
inferior a lo maravilloso en estado puro si leemos la escala categorial de lo fantástico
(intra, nota 35) de derecha a izquierda y atribuyéndole un sentido axiológico.
-228-
Tal descenso se inicia realmente en el presente capítulo. Así, una
vez más y con justa razón, el episodio de la Dulcinea encantada apa-
rece como cabeza de serie en el paradigma de la B u r l a.
-229-
des-enlace, lo en-laza, o mejor dicho lo entre-laza. Se trata de
un procedimiento heredado por la caballeresca española de la
francesa, que consiste, según Sylvia Roubaud, “en ir desviando la
narración de un episodio a otro nuevo y de éste a muchos más,
dejándolos todos momentáneamente inconclusos hasta darles re-
mate uno tras otro en imbricada e ininterrumpida sucesión de
aventuras de toda índole, cuyos hilos entrelazados se han podido
comparar con una inmensa tapicería al estilo medieval” (Rou-
baud 1998: cxiv). Para empezar, Cervantes utiliza el “entrelaza-
miento” como tal, para introducir y luego “resolver” narraciones
intercaladas (tales como la novela del “Curioso impertinente”,
la historia del cautivo, la del moro Ricote y de su hija Ana Félix
y hasta la del gobierno de Sancho en la “ínsula” Barataria). Pero
la manera verdaderamente original de utilizarlo es, a mi criterio,
lo que he venido llamando “perspectivismo”. Recuérdese que, al
procesar la Historia como Discurso, nuestro autor inicia tres lí-
neas argumentales consistiendo en sendas interpretaciones de un
set único de acontecimientos. Paralelas en principio, dichas pers-
pectivas se entretejen, se cierran y se vuelven a abrir a guisa de
“bucles” narrativos, conforme los puntos de vista respectivos se
funden y se confunden uno con otro (o al contrario, se separan),
bajo el influjo del serialismo 170.
Tan poderoso magnetismo se debe, sin duda alguna, al presti-
gio de la caballería como tradición literaria. Es ella la que obliga
el libro actual — el que se (nos) está contando en este momento
— a emular el Libro modélico, donde los lineamientos ideales de las
170 Para retomar la metáfora crítica de Sylvia Roubaud, Cervantes — a la par de los
antiguos autores de caballerías, con sus innumerables e interminables secuelas de sus
libros — deja siempre, por si acaso, algún “cabo suelto” a partir del cual a su “tapicería”
pudiera tejérsele un nuevo tramo. El segundo Quijote viene a ser posible gracias al
anticipo de la tercera salida del caballero, que se enuncia en las últimas páginas del
primero (véase DQ 1605: 52), en tanto que el lamento del escudero en la cabecera del
Alonso Quijano redivivo (y muriente) (DQ 1615: 74) crea la posibilidad virtual de
reanudar el hilo de la novela con las aventuras de un Sancho “quijotizado”.
-230-
aventuras quijotescas están prescritos de antemano171. Tal relación
representa la fórmula arquetípica de la dinámica impuesta al Qui-
jote por el Libro, sobre todo en la primera parte de la novela. En el
segundo Quijote, las cosas se complican debido al desdoblamiento
y la proliferación del factor serial. Para empezar, el libro (antaño)
actual es ahora un libro impreso, que un nuevo libro actual debe
confirmar (véase DQ 1615: 2). Este mero hecho relega la emula-
ción a un remoto segundo plano, donde el Libro Modelico está,
diríase, en posición de Deus otiosus. Como si ello no fuera suficien-
te, sale además a relucir una secuela apócrifa de la novela (la de
Avellaneda), a guisa de antimodelo que la segunda parte (cervan-
tina) tiene que negar, a fin de afirmarse a sí misma como autética.
En esta fórmula “ampliada”, el Libro ejerce un influjo decisivo en
los últimos dieciséis capítulos, modelando literalmente el final de
la novela. Desde que toma conocimiento de la existencia y el con-
tenido del Quijote de Avellaneda, el héroe renuncia ipso facto a ir a
Zaragoza — como lo tenía planeado y como lo había hecho el falso
don Quijote — y se dirige a Barcelona, sacando así “a la plaza del
mundo la mentira dese historiador moderno” (DQ 1615: 74). Se-
gún se sabe, allí resulta vencido por el Caballero de la Blanca Luna
alias Sansón Carrasco, y se ve emplazado a volver a su aldea y a no
salir de ella hasta dentro de un año desde aquel momento. Yendo,
pues, al encuentro del arrepentimiento, la cordura y la muerte, don
Quijote encuentra no obstante ello la oportunidad de perpetrar
su última hazaña sobre un terreno puramente libresco, es decir se
las ingenia para intervenir personalmente en el texto apócrifo (y
rival), restablecer la verdad histórica y defender el copyright de Cide
Hamete Benengelí. En concreto, al toparse en su camino con don
Álvaro Tarfe, personaje del Quijote contrahecho, logra sonsacarle
una declaración solemne ante el alcalde, de que “no conocía a don
Quijote de la Mancha, que asimismo estaba allí presente, y que no
171 Prescripción e imitación que revisten, desde luego, múltiples formas, entre las cuales
la más característica me parece el famoso “deseo según un tercero”, puesto en evidencia
por René Girard (1972: 23—24): “Don Quijote ha renunciado a favor de Amadís a
un derecho básico del individuo: ya no escoge él mismo los objetos de su deseo, sino
deja que Amadís los escoja por él”.
-231-
era aquel que andaba impreso en una historia intitulada Segunda
parte de don Quijote de la Mancha, compuesta por un tal Avellane-
da, natural de Tordesillas” (DQ 1615: 72)172.
Finalmente, hay que advertir que esta serie no sólo influye sobre
el perspectivismo argumental, sino también sobre el propio serialis-
mo. Específicamente, la Burla, paradigma en acérrima competen-
cia con el del Libro, tiene que adoptar difraces librescos para poder
alcanzar sus metas específicas. El terreno idóneo para observar tal
fenómeno es, en mi opinion, el personaje narrativo, considerado
tanto en sí mismo como, sobre todo, en su relación con los demás
personajes.
Así, en el episodio de la Dulcinea encantada, Sancho, juzgando
por el propósito explícito de engañar a su amo, aparece en postura
de “burlador” de don Quijote. Por otro lado, su “guión” como tal,
la acogida que le brinda a la falsa Dulcinea, es una perfecta escena
caballeresca, que salta de las páginas del Libro a la vida — o, lo que
igual da, aprisiona la vida dentro del espacio libresco. El escudero se
muestra, pues, capaz de (re)producir una “maravilla” de aquéllas que,
hasta ahora, le incumbían sólo al caballero. Sabemos empero que
ello, lejos de señalar su conversión a la “filosofía” de don Quijote,
denota un radical distanciamiento de ella. Bajo un disfraz libresco, la
Burla nos insta, pues, irónicamente, a percibir la similitud como di-
ferencia. Pero las cosas pueden y deben considerarse igualmente bajo
el ángulo opuesto. Sin una “quijotización” real y auténtica, Sancho
no estaría en condiciones de montar tal escena. Es más: sin haberse
familiarizado, por intermedio de don Quijote, con ciertos esquemas
de la literatura caballeresca173, ni siquiera podría concebirla. El dato
libresco, pues, ha sido procesado por completo por el metabolismo
psicológico e intelectual del personaje.
-232-
La interacción del escudero con su amo configura el modelo de
las relaciones interpersonales en régimen serial: una similitud “men-
tida o contrahecha” revela una diferencia de hecho y oculta una
semejanza efectiva. Tan tortuoso juego de negaciones/afirmaciones
refleja a su vez el cómo y el por qué, en la época de Cervantes, el
paradigma mental del Renacimiento tardío y el barroco estaba des-
pidiéndose de los saberes teóricos y operativos, o sea, como diría
Michel Foucault, de la episteme renacentista. Por esa misma razón, el
filósofo francés ve en la novela cervantina le négatif du monde de la
Renaissance (Foucault 1966: 61).
Indagar este proceso en las páginas del Quijote merece un estudio
aparte174.
-233-
-234-
EL ARTE DEL PALIMPSESTO
(PARA LEER EL QUIJOTE DESDE LA ALEJANDRÍA
DE LAWRENCE DURRELL)
P
ara los “anticuados” que aún pensamos que la carga estética es
la más importante entre todas cuantas pueda acarrear una obra
literaria y que, por consiguiente, su evaluación constituye la
tarea principal de la crítica, el gran reto sigue siendo el de asentar el
juicio axiológico sobre criterios sólidos o siquiera fehacientes.
A mi modo de ver, uno de ellos podría ser la aptitud anticipativa
de la obra en cuestión, a saber su capacidad de prefigurar pautas,
tendencias e incluso otras obras pertenecientes a épocas ulteriores
de la literatura. Ello redunda en una lectura anacrónica, desde el
presente hacia el pasado, sin la cual sería imposible rendir cuentas
sobre antecedentes en la cultura, donde, igual que en la naturaleza,
rige el principio ex níhílo nihil. Por consiguiente, hasta historiadores
literarios y comparatistas tradicionales no han tenido más remedio
que aceptar tan audaz recurso, aunque a regañadientes y supeditán-
dolo a la existencia de referencias explícitas del “descendiente” a su
“antecesor”. Por el contrario, la crítica extraacadémica, más libre y
más lúdica, tiempo ha que practica semejantes infracciones al orden
temporal, más acá o más allá del juego de las influencias, comproba-
das o no (y en todo caso difícilmente comprobables).
En las páginas que siguen me propongo emprender un acerca-
miento al Quijote a través del Cuarteto de Alejandría, con el objeto de
demostrar que la novela cervantina constituye un posible predecesor
-235-
de la poética del “palimpsesto” narrativo, acuñada por Lawrence Du-
rrell en su ciclo novelesco.
Desde luego, cualquier filiación directa entre las dos obras queda
descartada, pues ni explícita ni implícitamente pueden detectarse
ecos del maestro español en el escritor irlandés. Por otro lado, es una
perogrullada destacar que el aporte de Cervantes a la modelación
del canon narrativo occidental ha sido decisivo. Consiguientemente,
no es del todo improbable que en una novela contemporánea se
produzcan — para recordar a Octavio Paz — confluencias con el
Quijote, aun faltando por completo las influencias puntuales (en el
sentido comparatista “clásico” de la palabra).
Acertadamente se ha dicho que toda gran obra de la modernidad
literaria y artística — y la tetralogía de Durrell es una de ellas — crea
o inventa a sus precursores. Como subraya Borges (1966, 147) al
hablar de los de Kafka, tales “ancestros” se parecen a su “vástago”, no
así uno a otro. “En todos esos textos está la idiosincrasia de Kafka,
en grado mayor o menor, pero si Kafka no hubiera escrito, no la
percibiríamos”.
Siguiendo la pauta borgeana, trataré de extraer del Cuarteto de
Alejandría un aparato conceptual que, a continuación, aplicaré al
análisis del Quijote. La pertinencia de mi hipótesis de trabajo queda-
rá demostrada si el instrumento respectivo puede producir un meta-
lenguaje crítico coherente sobre su objeto.
-236-
tres piezas del Cuarteto… configuran un espacio euclidiano clásico,
en tanto que la cuarta representa su proyección temporal (Durrell
1972: 9)175.
Temáticamente hablando, la obra en cuestión es a la vez una his-
toria de amor, un thriller político y una metanovela. Es en esta última
dimensión donde toma cuerpo la propuesta creativa más original de
su autor. Se trata de una modalidad de novelar en que los datos fácti-
cos como tales no varían, pero sí están sometidos a distintas deforma-
ciones, correcciones, reinterpretaciones etc., a medida que los aconte-
cimientos respectivos vienen presentados desde diferentes puntos de
vista. Ello sugiere un pergamino reutilizado, donde las inscripciones
sucesivas se borran una a otra en la superficie y se estratifican en la
profundidad. Dicha metáfora surge inicialmente para describir el ma-
nuscrito de Justine luego de las intervenciones de Balthazar. Pronto,
empero, el producto de la colaboración de los dos escribas se convierte
en el emblema de un proyecto arriesgado y ambicioso, encaminado
hacia una forma narrativa igual de ambiciosa y de arriesgada, que po-
dría llamarse palimpsesto novelesco o novela palimpsesto:
175 De la versión española falta el breve pero importantísimo Prefacio en que Durrell
declara sus intenciones.
-237-
El manuscrito estaba acribillado de tachaduras, de ga-
rabatos casi indescifrables, de preguntas y respuestas es-
critas en tintas de distintos colores y hasta a máquina.
Me pareció entonces en cierto modo un símbolo de la
realidad misma que habíamos compartido, un palimp-
sesto en el cual cada uno de nosotros había dejado sus
huellas personales, capa por capa (…)
“Supongo (escribe Balthazar) que si usted decidiera in-
corporar ahora a su propio manuscrito sobre Justine lo
que le estoy diciendo, se encontraría en presencia de un
libro curioso; la historia sería narrada, por así decirlo,
en estratos (...) O quizá como un palimpsesto medieval
en el cual se consignan verdades diferentes, unas sobre
otras, las unas suprimiendo o quizá completando las
otras. ¡Monjes industriosos que borran una elegía para
intercalar un versículo de las Sagradas Escrituras!” (trad.
de Aurora Bernárdez).
-238-
(3) Por otro lado, las inscripciones que componen el palimpsesto es-
tán estratificadas (jerarquizadas) con arreglo a: (i) el sujeto narra-
dor (autor implícito/explícito) de cada una, (ii) su punto de vista
específico y (iii) el punto clave donde puede reconocerse la visión
respectiva en representación abreviada o mise en abyme (Gide)
(4) Corolario de lo anterior es la figura espaciotemporal global del
palimpsesto. Su condición de existencia es la presencia de un eje,
una especie de híper-inscripción que resuma y organice las ins-
cripciones parciales. Tal principio estructurante y unificador que,
además, suscita y coordina el diálogo intertextual entre el universo
novelesco y los mundos circundantes, es — o puede ser — el cro-
notopo (Bakhtín). Este parámetro reproduce y proyecta los niveles
anteriores de estratificación del palimpsesto sobre un plano supe-
rior y globalizante, actualizándose por tanto como: (i) híper-sujeto,
(ii) híper-punto de vista y (iii) híper-mise en abyme.
-239-
—A esa cuenta, dos deben de ser —dijo Sancho—, porque de esta
parte contraría se levanta asimismo otra semejante polvareda.
Volvió a mirarlo don Quijote, y vio que así era verdad; y
alegrándose sobre manera, pensó, sin duda alguna, que eran dos
ejércitos que venían a embestirse y a encontrarse en mitad de
aquella espaciosa llanura. Porque tenía a todas horas y momen-
tos llena la fantasía de aquellas batallas, encantamientos, suce-
sos, destinos, amores, desafíos, que en los libros de caballerías se
cuentan, y todo cuanto hablaba, pensaba o decía era encaminado
a cosas semejantes; y la polvareda que había visto la levantaban
dos grandes manadas de ovejas y carneros que, por aquel mismo
camino de dos diferentes partes venían, las cuajes, con el polvo,
no se echaron de ver hasta que llegaron cerca. Y con todo ahínco
afirmaba don Quijote que eran ejércitos, que Sancho lo vino a
creer y a decirle:
—Señor, pues ¿qué hemos de hacer nosotros?
-240-
— No oigo otra cosa — respondió Sancho — sino muchos ba-
lidos de ovejas y carneros,
Y así era la verdad, porque ya llegaban cerca los dos rebaños.
— El miedo que tienes — dijo don Quijote — te hace, Sancho, que
ni veas ni oigas a derechas; porque uno de los efectos del miedo
es turbar los sentidos y hacer que las cosas no parezcan lo que
son; y si es que tanto temes, retírate a una parte y déjame solo,
que solo basto a dar la victoria a la parte a quien yo diere
mi ayuda.
Y diciendo esto, puso las espuelas a Rocinante, y, puesta la lanza
en el ristre, bajó la costezuela como un rayo.
- Vuelva vuestra merced, señor don Quijote, que voto a Dios que
son carneros y ovejas los que va a embestir. Vuélvase, ¡desdichado
del padre que me engendró! ¿Qué locura es ésta? Mire que no
hay gigante ni caballero alguno, ni gatos, ni armas, ni escudos
partidos ni enteros, ni veros azules ni endiablados. ¿Qué es lo
que hace, pecador soy yo a Dios? etc.
-241-
modelación de la mentalidad colectiva de la época. Para apreciarlo
basta recordar el hecho de que los españoles se lanzaron a la Con-
quista de América imbuidos de quimeras caballerescas y animados
por su sistema de valores. A tal extremo que nombraron ‘California’
a una región de la Nueva España, en recuerdo a una fabulosa isla de
Las sergas de Esplandián (continuación del Amadís de Montalvo).
Contra tal sicosis176, dícese, reacciona Cervantes; pero nota bene:
lo hace a su manera, lejos de cualquier sermoneo pesado, es decir
convirtiendo la realidad empírica en burlesco e inmediato correcti-
vo de la ficción. En concreto, cada vez que el héroe de su novela se
toma a sí mismo por caballero andante y al mundo que le rodea por
un orbe legendario, es castigado contundentemente “por donde más
pecó”, quedando maltrecho y en ridículo a consecuencia de su ac-
tuación. Es lo que aparentemente sucede en el fragmento que acabo
de citar: al arremeter contra las huestes que divisaba en la llanura,
lo que encuentra delante de él son los pastores con sus hondas, y los
resultados se dejan fácilmente adivinar.
(efecto :) p o l v a r e d a 4 r e b a ñ o s (: causa).
-242-
sin esfuerzo. La primera nos ofrece una explicación unívocamente
sobrenatural, es decir, participa de la categoría de lo maravilloso:
(efecto :) p o l v a r e d a 4 e j é r c i t o s (: causa).
ejércitos
( efecto :) p o l v a r e d a (: causa)
rebaños
178 …ya que, como ya he dicho, sólo la interpretación es capaz de constituir el motor de
la acción.
-243-
se cuentan, y todo cuanto hablaba, pensaba o hacía era encaminado
a cosas semejantes». O de la indecisión fantástica, como efecto de la
credulidad del escudero: «Y con todo ahínco afirmaba don Quijote
que eran ejércitos, que Sancho lo vino a creer... Estaba Sancho colgado
de sus palabras, sin hablar ninguna, y de cuando en cuando volvía la
cabeza a ver sí veía los caballeros y gigantes que su amo nombraba…»
(énfasis míos). Sin embargo, difícilmente podríamos tachar semejan-
tes explicaciones de “realistas”. Afirmar la primacía de la causalidad
natural no significa aún realismo: el realismo supone sobre todo la
existencia de una condición de verosimilitud, es decir que la narración
se mantenga en los límites de una normalidad estadística.
Ahora bien, la interpretación del narrador, sin poner en tela de
juicio los estándares naturales, se las ingenia para dar cabida en ellos
a todo un reino de lo ab-normal, incluso rayano en lo patológico.
Pese al estereotipo que asevera lo contrario, una breve comparación
nos dará cierta razón de ello. La actuación de don Quijote abalan-
zándose sobre el rebaño de ovejas que ha tomado por un ejército
enemigo semeja hasta la identidad con la del personaje sofocliano
Ayax, quien, ciego de furia tras haber sido burlado por el astuto
Ulises en la disputa por las armas de Aquiles, masacra unas reses
creyendo cebarse en el caudillo itacense y sus hombres. Si bien la
primera historia está narrada en clave burlesca y la segunda en re-
gistro trágico, en ambos casos estamos en presencia de una locura
inducida179, que los griegos llamaban ate o menos y un estudioso
moderno de la Antigüedad calificó de psychic intervention (Dodds
1951: 5 sq.) Fenómenos de este tipo no salen de los “términos de
naturaleza” — como diría Cervantes —, pero sí exceden, y con cre-
ces, los de lo verosímil. Volviendo a la esfera terminológica de las
categorías estéticas, podemos concluir, pues, que la aventura de los
rebaños reúne las características de lo extraño180.
179 ...desde una trascendencia divina para Ayax y desde una libresca, para don Quijote.
Nótese además que, en Cervantes, el síndrome en cuestión se propaga con asombrosa
facilidad, tal como lo demuestra la “contaminación” de Sancho.
180 De ser así, ello me obliga enmendar la tesis sostenida en el capítulo antecitado, de que
en el Quijote tendríamos que ver con una presencia contundente del realismo (Véase
supra, “El Arte de novelar”, 2.1).
-244-
2.3.— Este primer acercamiento nos autoriza a formular dos
conclusiones provisionales:
-245-
Así sucede que lo extraño, en su impulso comprensivo hacía lo
maravilloso, llega a ensanchar su esfera, anexionándose justamente
la maravilla o, cuanto menos, su retórica. A resultas de ello, la expli-
cación del narrador puede equipararse (valga el anacronismo) a un
diagnóstico psicoanalítico, por cuanto describe la fenomenología y
la etiología de un fantasma: “Válame Dios, y cuántas provincias dijo,
cuántas naciones nombró, dándole a cada una, con maravillosa pres-
teza, los atributos que le pertenecían, todo absorto y empapado en lo
que había leído en sus libros mentirosos” (énfasis míos).
Por otro lado, el psicoanálisis es un discurso que tiene muchas
afinidades con el discurso fantástico (hasta tal punto que, en tiempos
cercanos a los actuales, ha llegado a desplazar y a reemplazar la fan-
tasía romántica) (Todorov 1970: cap. x). De tal manera, en el trecho
entre lo extraño y lo maravilloso se constituye una primera zona
intertextual que, en el sistema teórico antemencionado, equivaldría
a un «fantástico extraño» (fantastique étrange).
También lo maravilloso, a fin de explicar la extraña ocultación de
lo sobrenatural, echa mano de una especie de “psicoanálisis” avant la
lettre y elemental: “¿No oyes el relinchar de los caballos, el tocar de los
clarines, el ruido de los a tambores? // — No oigo otra cosa (...) sino
muchos balidos de ovejas y carneros (…) // — El miedo que tienes (...)
te hace, Sancho, que ni veas ni oigas a derecho”. A continuación, tal
fenómeno se deja describir casi en términos médicos, como influjo del
factor emocional sobre la fisiología de la percepción: “porque uno de
los efectos del miedo es turbar el sentido y hacer que las cosas no parezcan
lo que son” (énfasis mío). Así, la nueva incursión en el campo de la
ab—normalidad psíquica constituye dentro de la esfera fantástica una
zona «fantástico—maravillosa» (fantastique merveilleux).
Los dos vectores se cruzan (y se anulan) en el corazón mismo del
espacio fantástico. No antes de producir allí un instante de vacilación,
una admirable mezcla la de reflejos, con visos de onírica ambigüedad,
en las aguas del tercer espejo: “Señor, encomiendo al diablo hombre ni
gigante, ni caballero de cuantos vuestra merced dice, que parece por
todo esto; quizá todo debe ser encantamiento, como los fantasmas de
anoche” (énfasis mío). En su indecisión característica, lo fantástico se
maravilla de la extrañeza y se extraña de la maravilla, invoca lo sobre-
-246-
natural para explicar la presencia de lo natural, tal como lo maravillo-
so acudía a lo natural para interpretar la ausencia de lo sobrenatural.
Suspendido en un equilibrio inestable sobre la precaria línea mediana
que separa lo fantástico extraño de lo fantástico maravilloso, ocupa el
breve lapso de incertidumbre que precede la opción por uno de los ex-
tremos. Esta vez, la balanza se inclina del lado de lo extraño: “¿Qué lo-
cura es ésta?”; otras, no pocas, es lo maravilloso que toma la delantera.
Por consiguiente, la íntertextualidad interna del palimpsesto cer-
vantino reviste el aspecto de la escala cuaternaria que traza Todorov
(1970: cap. iii) en su libro sobre la literatura fantástica:
extraño puro fantástico extraño fantástico maravilloso maravilloso puro
3.2.— Antes de dar por terminado el presente párrafo quisiera
puntualizar una vez más que el nivel de lo real y lo verosímil queda
fuera del ámbito textual propiamente dicho. Hemos visto anterior-
mente que el palimpsesto está formado de tres inscripciones-inter-
pretaciones; las cosas en sí no participaban del mismo, debido a una
especie de inercia que las sitúa más acá o más allá de la interpreta-
ción. Aquí las descubrimos arraigadas en la misma positividad iró-
nica y exterior: la articulación interna del campo íntertextual se ha
constituido alrededor de tres variantes de la pregunta: ¿por qué las
cosas no son lo que parecen o parecen lo que no son?
Cualquier respuesta no hace sino incrementar la exterioridad
de la instancia realista, ya que ahora dicha instancia aparece como
exterior a la pregunta misma. Sean como fueren, sean las que fue-
ren, las cosas están allí: su peso derribó a don Quijote de la silla de
Rocinante, su ligereza esculpió ejércitos de gigantes en la polvareda
de los rebaños.
-247-
4.1.— En un capítulo anterior, sobre el Quijote desde el punto
de vista narratológico181, he esbozado una tal jerarquización, la cual
estratifica las tres inscripciones (llamadas allí «perspectivas») con
arreglo a un criterio o modelo psícoanalítico. La que más se acerca a
una causalidad ”natural” es aquélla que aparece aquí bajo el lema de
lo extraño. Dicha perspectiva representa el contenido manifiesto de la
novela, mientras la fantástica y la maravillosa son su contenido laten-
te. Ello compagina hasta cierto punto con la observación de que la
primera inscripción abarca a las otras dos en raccourci. Sin embargo,
el examen atento del episodio de los rebaños demuestra que, latentes
y todo, lo fantástico y lo maravilloso tienen un status (por así decir-
lo) “primario”, en el sentido de que interpretan inmediatamente los
hechos, en tanto que lo extraño, aunque manifiesto, es “secundario”,
pues se deduce de la interpretación de interpretaciones. Semejante
topología va en contra del modelo psicoanalítico, donde el conteni-
do latente es el que debe ser desenterrado del manifiesto mediante la
«labor de interpretación» (y no al revés, como aquí).
La segunda jerarquía ordena las perspectivas según sus funciones
narrativas y según (valga el tecnicismo) sus “actantes”. La perspectiva
del narrador — que allí la consideraba “realista” y aquí extraña —
asume en la novela el papel de la fábula — Formalistas rusos — o
historia — Todorov —; con referencia al mismo cuerpo teórico, la
fantástica (de Sancho) y la maravillosa (de don Quijote) hacen las
veces de argumento o discurso (Tomaševskij 1973: 251-265 y Todo-
rov 1966: 126-127). Esta distinción sólo tiene una vigencia relativa,
ya que en el Quijote la historia es más bien uno de los niveles del
discurso, no una instancia distinta182.
Prosiguiendo la deconstrucción de la jerarquía propuesta, cabe
añadir que las tres perspectivas como tales se fluidizan e interfieren
en determinadas circunstancias. Basta advertir, por ejemplo, cómo
ciertos motivos, que en principio se relacionan puntualmente con
una inscripción puntual: la explicación con la perspectiva del na-
rrador, la indecisión y el miedo con la del escudero, el sortilegio con
-248-
aquélla del amo — de hecho circulan entre las tres. Como hemos
visto, a la explicación también acude don Quijote, en tanto que San-
cho invoca el “encantamiento” (normalmente específico del discurso
quijotesco). En cuanto al vaivén entre la explicación natural y la
sobrenatural de ciertos hechos insólitos183, aunque concierta con la
idiosincrasia irresoluta del escudero, tampoco permanece apegada
exclusivamente a él. Así, tras el episodio de la «cueva de Montesi-
nos», el narrador abandona por completo su propia perspectiva, para
instalarse en una indecisión típicamente fantástica:
183 Ésta parece ser una definición satisfactoria de lo fantástico en sus breves momentos de
manifestación “genuina”.
184 Los fenómenos en cuestión se producen bajo el influjo de dos parámetros dinámicos
de la novela que he llamado la Burla y el Libro. Su función aún no me resulta
suficientemente clara desde el punto de vista que me preocupa aquí. Por ahora,
sólo puedo decir que, como instancias estructurales, ejercen fuerzas de atracción a
distancia, agrupando los episodios en dimensión “vertical”. En combinación con el
perspectivismo horizontal, ello nos da a una imagen de la narración como sistema, con
sus ejes paradigmático y sintagmático, según la doble articulación de todo lenguaje.
(Véase supra, “El Arte de novelas”: § 3).
-249-
Semejante remedo irónico no es sino la famosa parodia que,
según se sabe, representa el principio estructural y estructurante
del Quijote. Para (re)ordenar la novela cervantina como palimp-
sesto, tal principio afloja los vínculos entre los motivos caracte-
rísticos y las perspectivas con que se relacionan prioritariamente,
abriendo la posibilidad de que se movilicen casi libremente de
una a otra. Esta “migración” de motivos es, en última instancia,
la modalidad que adoptan las tres inscripciones para revelarse/
ocultarse mutuamente.
-250-
escasez sino en el exceso de información al respecto186.
Tratando de poner un poco de orden en esta profusión, distin-
guimos, para empezar, varios sujetos de la enunciación que hablan
en primera persona y varios otros de los que se habla en tercera.
He aquí un recuento de las dos categorías (registro solamente
los hapax legomena y las primeras ocurrencias, dejando de lado las
numerosas repeticiones):
Yo El
— «yo», Miguel de Cervantes (dedicatorias) — el autor de esta historia (DQ
— «yo» (DQ 1605: «Prólogo» y DQ 1605: 8)
1615: «Prólogo al lector») — el segundo autor de esta obra
— «yo» (DQ 1605. 1) (DQ 1605: 8)
— «yo» (DQ 1605. 9) — Cide Hamete Benengeli, historiador
— «yo», Cide Hamete Benengeli arábigo» (DQ 1605: 9)
(DQ 1615: 24) — el (fidedigno) autor de esta
— «yo», la pluma de Cide Hamete (nueva y jamás vista) historia (DQ
(DQ 1615: 74) 1605: 52)
— el autor de esta grande historia
(DQ 1615: 10)
— el que tradujo esta grande histo—
ria del original (DQ 1615: 24a)
— su primer autor Cide Hamete
Benengeli (DQ 1615: 24b)
186 Estas páginas fueron escritas bastante antes del estudio de María Stoopen (2002),
donde asuntos afines a los que trato a continuación vienen examinados con todo el
detallismo y la profundidad que se merecen. De haber conocido entonces el libro en
cuestión, algunas de mis aporías se habrían resuelto. Sin embargo, adoptar en este
momento las soluciones de la autora me parece ufanarme “con plumas ajenas”.
-251-
Por ejemplo, nada nos autoriza a identificar los dos «yo» sueltos,
que aparecen sin otra indicación de identidad: el que enuncia el in-
cipit «En un lugar de La Mancha de cuyo nombre no quiero acordar-
me» (DQ 1606: 1, énfasis míos) y aquél que, en Alcaná de Toledo,
da con la continuación de la crónica del héroe manchego y encarga
su traducción al castellano a un «morisco aljamiado» (DQ 1605: 9).
El primero declina su «yo» dentro de la narración, el segundo lo hace
sentir desde fuera de ella; el uno desliza su leve huella personal en el
acto de contar, el otro actúa copiosamente para poder leer el cuento.
Tampoco puede saberse a ciencia cierta si el «yo» de las dedicato-
rias es el mismo de los prólogos. Es verdad que el primer sujeto firma
«Miguel de Cervantes Saavedra» y el segundo trae a colación algunos
indicios («viejo», «manco», «heridas», «soldado») que remiten al per-
sonaje histórico llamado Miguel de Cervantes (DQ 1615: «Prólogo
al lector»). Pero los datos respectivos proceden de una continuación
apócrifa del Quijote, y la principal preocupación del «yo» prologuista
es vituperar tal fraude y defender su copyright. Ello apoyaría más bien
su identificación con «el autor de esta grande historia» y/o con «Cide
Hamete Benengeli», a cargo de quíen(es) corre la tarea respectiva en
la segunda parte de la novela.
Ello nos da una idea sobre la dificultad de establecer una conexión
o correspondencia entre el campo del «yo» y el del «él»; asimismo, de
cuán arduo resulta cualquier intento de reducir los sujetos de la
enunciación en tercera persona, pese a que todos ellos se agrupan
bajo el lema auctorial.
Sí puede admitirse que «el autor de esta historia» (DQ 1605:
3) es, a lo mejor, el mismo quien dice «yo» al comienzo de la obra
(D.Q, I: 1), en cambio «el segundo autor de esta obra», quien «no
quiso creer que tan curiosa historia estuviese entregada a las leyes del
olvido» (DQ 1605: 8) o bien no es la misma persona que el segundo
«yo» suelto (DQ 1605: 9) o, si lo es — como todo lo indica —, en-
tonces queda anulada su autoría. Precisamente el criterio de identi-
ficación — la similitud de motivaciones — descarta la cualidad auc-
torial (al menos la del «yo»): «Parecióme cosa imposible y fuera de toda
buena costumbre que a tan buen caballero le hubiese faltado (por un
lado) algún sabio, que (por otro lado) tomara a cargo el escribir sus
-252-
nunca vistas hazañas» (DQ 1605: 9; énfasis míos). Efectivamente,
hubo tal «sabio» y, según se nos dice en el mismo capítulo, su nom-
bre es Cide Hamete Benengeli. A este último se le podría identificar
con «el (fidedigno) autor de esta (nueva y jamás vista/grande) histo-
ria» (DQ 1605: 52 y 1615: 10), pero, a despecho de toda lógica, no
puede identificársele con el ya mencionado «segundo autor», pues en
otro contexto, del «historiador arábigo» se nos dice textualmente que
fue el «primer autor» del libro (DQ 1615: 24; énfasis míos).
Para colmo, en el texto también se desliza un traductor (DQ
1615: 24): ¿ejecutante o comanditario? Sea quien fuere, él toma la
palabra en nombre propio, introduciendo y comentando lo dicho
por Cide Hamete:
-253-
su lugar si no vacante, sí poblado por un simulacro insubstancial,
igual a la sombra de la bella Elena que, según rezan ciertos mitos,
fue la que de verdad habitó el palacio de Príamo y la alcoba de
Paris.
Volvamos a la carga. ¿Quién cuenta la novela? Una manera de
cortar por lo sano sería no reparar tanto en la variedad ni en la na-
turaleza huidiza de los sujetos de la enunciación; antes bien hacer
hincapié en que, entre los «yo» uno se declara «Miguel de Cervantes
Saavedra» y entre los «él» destaca otro, dotado de nombre, apellido y
estado civil: «Cide Hamete Benengeli, historiador arábigo». Estaría-
mos, pues, en presencia del consabido esquema:
a u t o r i m p l í c i t o (yo) g (él) n a r r a d o r d r a m a t i z a d o
5. DEUS ABSCONDITUS
Una vez más: ¿Quién cuenta la novela? ¿Habrá acaso que conje-
turar que la novela se cuenta, vale decir que lo hace por sí sola, desde
un foco desconocido o mejor dicho cuidadosamente disimulado tras
sus distintos “heterónimos” o “seudónimos”?
-254-
5.1.— Antes de pronunciarse al respecto hay que advertir que
una verdadera intriga, distinta de la historia del ingenioso hidalgo de
La Mancha — que ocupa el espacio del enunciado —, se perfila en
el horizonte de la enunciación.
Prueba de ello que, en el primer «Prólogo», al lado del «yo» pre-
ocupado precisamente de los problemas “técnicos” que plantea la
escritura prologuística, aparece oportunamente un amigo, quien le
sugiere la solución, asumiendo, pues, el papel que en la narratología
se llama “ayudante”. Que en una situación de impasse similar, cuan-
do otro «yo» se desvive por descifrar la continuación de la historia de
don Quijote, escrita en árabe por Cide Hamete Benengeli, otro ayu-
dante, un «morisco aljamiado», le facilita la lectura. Que en el «Pró-
logo al lector» que encabeza la segunda parte de la novela se inicia
un verdadero conflicto entre su locutor (sujeto de la enunciación) en
primera persona y un antagonista, «de quien dicen que se engendró
en Tordesillas y nació en Tarragona»: el autor (bajo el seudónimo de
Avellaneda) de un Quijote espurio, por cuya causa tanta mala sangre
se hizo Cervantes. Que, finalmente, a lo largo de su segunda parte
auténtica, y en defensa de su autenticidad exclusiva, Cervantes con-
voca como aliado o como nuevo ayudante al «historiador arábigo»,
inventado en la primera más bien para dar un impulso a la narración
estancada.
Es más: a ratos tal intriga desborda los límites de la enunciación
derramándose dentro del enunciado, eso es de la narración propia-
mente dicha (la ficcional). Así, en una de las tantas ventas por donde
le llevan sus andanzas, encuentra don Quijote a don Jerónimo y don
Juan, quienes, al haber disfrutado de la primera parte de sus aventu-
ras, se sienten defraudados por la versión de Avellaneda, sobre todo
por pintarle al héroe «ya desenamorado de Dulcinea del Toboso».
Al oír tamaño infundio el paladín manchego, se declara dispuesto a
desmentirlo armas en mano, los dos caballeros confirman y aseveran
enseguida la veracidad del don Quijote que tienen delante, y a conti-
nuación todo discurre por un cauce amistoso y puramente literario.
Al enterarse, pues, el personaje de que el fraudulento escritor le lle-
vaba a Zaragoza para presenciar «las justas del arnés que en aquella
ciudad suelen hacerse todos los años», anuncia perentoriamente que
-255-
«Por el mismo caso (...) no pondré los pies en Zaragoza, y así sacaré a
la plaza del mundo la mentira dese historiador moderno» (DQ 1615:
59) (énfasis míos).
Don Quijote no advierte sin embargo que, con esta negativa,
también saca mentiroso al «autor de esta historia» quien, en las pá-
ginas finales de la primera parte (por tanto antes de Avellaneda),
aludía a la presencia del Caballero de la Triste Figura en la Capital
aragonesa. Pero lo que se le escapa al héroe no puede escapársele al
escritor, quien nos ofrece aquí una típica muestra de mise en abyme:
trasposición a nivel de los personajes de una serie de asuntos típica-
mente “poiéticos”188: ¿cómo componer un prólogo?, ¿cómo colmar
un bache de inspiración?, ¿cómo proteger su propiedad intelectual?,
y sobre todo ¿cómo modificar sobre la marcha un proyecto ya ini-
ciado? — todos ellos, incentivos del conflicto que mueve la intriga
esbozada en el plano de la enunciación. Comprobarlo nos ayuda a
plantear sobre una base correcta el problema de la «dramatización»,
el cual, referido al narrador, carecía de sentido. Pues si de dramatiza-
ción se trata, es más bien un autor dramatizado quien se perfila aquí,
con su problemática y sus tareas específicas.
Hemos visto sin embargo que los distintos avatares del sujeto de
la enunciación, entre quienes varios ostentan el rótulo de «autor», se
resisten a su reducción a la unicidad, por otro lado (lo estamos vien-
do ahora) supuesta por la problemática poiética unitaria.
¿Cómo zanjar este nuevo dilema? ¿Quién es este Deus absconditus
— pero nada otiosus — que está armando tamaños enredos, como
para tomarnos el pelo?
Para responder es preciso distinguir entre dos usos del vocablo,
especializados semántica y funcionalmente. Al lado de su significa-
do moderno, huelga recordar que en el Siglo de Oro ‘autor’ signi-
ficaba asimismo — o incluso prioritariamente — el que montaba
«autos», o sea, como diríamos hoy en día, empresario y metteur en
188 La poiética (del gr. poiein = ‘hacer’) es la reflexión teórico-práctica que desarrolla el
sujeto creador mientras está instaurando su obra, como parte integrante del proceso
de instauración (creación) (Passeron 1975)..
-256-
scène a la vez189. Tal «autor» raras veces era también el autor de la
obra que representaba; normalmente se la encargaba a (o la adqui-
ría de) un poeta.
Así, el campo de la enunciación — y por ende el de su(s) suje-
to(s) — se ordena según un guión teatral que comprende al poeta
único de un auto múltiple, cuyos autores — que hacen las veces de
directores de escena — se responsabilizan del elenco, distribuyendo
los distintos papeles entre los distintos actores190. Finalmente, para
completar este cuadro, he aquí una situación sin precedentes en los
anales de la novela. El «narratario» — epónimo (Duque de Béjar,
Conde de Lernos) o anónimo y hasta impersonal («los que leye-
ron») —, este lector implícito quien normalmente está presente en
el campo de la enunciación (nunca en el del enunciado), se ve “dis-
tribuido” él mismo en el papel de público, en el sentido de que se le
hace testigo del conflicto y de la problemática del escritor:
-257-
de una de rango superior, ya que abarca el palimpsesto global que es
la novela cervantina. El hiper-sujeto de la misma — ya no cabe duda
— es el «poeta»: una instancia distante pero no ausente, que mueve
con mano diestra y por ello mismo discreta, los hilos de la acción,
manifestándose a través de los varios ”autores”.
A cargo de esta instancia y de su hiper-inscripción totalizadora
debería correr la estructuración espaciotemporal global de la novela.
Pero como la atención del «poeta» es acaparada por la intriga que
ocupa el campo de la enunciación, para poder organizar el espacio
del enunciado sin demasiadas complicaciones, él echa mano de un
modelo preexistente, sencillo y sumamente eficiente: el cronotopo del
viaje, definido por Bakhtín (1982: 300) como «un mundo ajeno en
un tiempo de la aventura». El parámetro respectivo rinde cuentas
y vincula el Quijote a toda una filiación intertextual que va desde
la novela griega y bizantina hasta le picaresca o la propia novela de
caballerías (a la que, supuestamente, Cervantes está empeñado en
demoler).
En cambio, el campo de la enunciación está completamente do-
minado por el espacio-tiempo de la escritura, terreno de un conflicto
que, por ser de vital interés para el «poeta», es también el más real
de todos. Como tal, es solidario con la realidad circundante, extra-
novelesca, en cuyo seno nace de hecho el conflicto en cuestión (pues
Avellaneda tiene una existencia históricamente documentada). Jun-
to a ella, contempla desde una distancia condescendiente — hasta
con una pizca de desdén — la agitación burlesca que ocupa el campo
ficticio del enunciado. Este distanciamiento, representa el híper-pun-
to de vista del “poeta”.
Allí está, a mi parecer, el origen de la famosa “neutralidad”
lúdica cervantina, que los críticos han puesto reiteradamente de
relieve (Auerbach 1967: 339 y sígs.) y es allí donde se asienta la
categoría estética del realismo, que no tenía cabida alguna en la
urdimbre escriptural del palimpsesto novelesco (véase intra, 2.2.,
2.3., 3.2. etc.)
-258-
se da a conocer a través de la perspectiva de lo extraño, en expansión
pero manteniéndose au dessus de la mêlée, pues como asimismo he
señalado, esta perspectiva consiste básicamente en interpretaciones
de interpretaciones (a diferencia de la interpretación de los hechos,
que constituye el motor de la acción).
Tal modo de manifestarse no deja de influir el campo ficticio,
mediante los parámetros seriales (la Burla y el Libro) que enturbian y
entremezclan las perspectivas, creando la íntertextualidad interna de
la obra, en sistemático contraste con el saber o la episteme, vehículo
de la imagen del mundo que pasaba por real en su época. De cara a
ella, el Quijote llega a representar «el negativo del mundo renacen-
tista» (Foucault 1966: 60 y sígs.) Negativo en que, por otro lado,
reconocemos la hiper—míse en abyme, que traspone la problemática
de la enunciación sobre el plano del enunciado. Sobra decir que tal
proceso involucra nuevamente la exquisita vis parodica cervantina.
Su contemplación remata nuestra lectura anacrónica con un
mensaje “postmoderno”. Remitente del mismo no es el manco de
Lepanto, ni el cautivo de Argel, ni el humilde suplicante ante los
poderosos de un día. Tel qu’en lui—même enfin l’éternité le change,
Cervantes levanta su estatura de Poeta soberano, hiper—autor de
un drama de la escritura que se está estrenando perennemente en un
escenario perenne.
En este comienzo de milenio, tal mensaje añejo no suena como
un avant, sino como un après la lettre.
-259-
-260-
ANEXO
-261-
-262-
HÉROE Y PERSONAJE
PARA UNA POÉTICA DEL HOMO FICTUS QUIXOTICUS
E
n capítulos anteriores he utilizado indistintamente las palabras
‘héroe’ y ‘personaje’, como si fueran sinónimas (y como de he-
cho lo son, por lo menos para el uso corriente). En éste me pro-
pongo segregarlas conceptualmente con el propósito de atender a la in-
tuición taxonómica de que cabe distinguir dos “razas” de homines ficti.
No me hago la ilusión de que ello pudiera echar raíces en el campo de
la terminología, pues los hábitos establecidos de lenguaje las tienen más
profundas y robustas. Sin embargo la necesidad metodológica existe y,
a falta de algo mejor, me sirvo del vocabulario que tengo a mano.
-263-
pasando por la Escuela formal rusa, donde apenas se les toma en cuen-
ta, como mero “instrumento auxiliar de clasificación y ordenamiento
de los motivos aislados” (Tomaševskij 1973: 277) — es decir de los seg-
mentos elementales de acción —; y llegando, a través de las “funciones”
de Propp (1970: 24 sq.), a los “modelos actanciales” de Greimas (1987:
263 sq.) y los “roles narrativos” de Bremond (1981: 165 sq.): en todas
ellas los héroes/personajes no pasan de constituir un parámetro pres-
cindible de la narración. No puede ser de otra forma, toda vez que el
formalismo de cualquier laya y escuela está interesado — para parafra-
sear a Hjelmslev (1953) — en totalidades consistiendo de “relaciones”
(relationships), que no de “cosas” (things).
Pues bien, a pesar de ello mi tesis es que el homo fictus sí participa
de una totalidad de “cosas”, pero esta cosa específica no es res, sino ens.
Justamente tal ente, cuya existencia niegan con porfía los distintos
formalismos, constituye el núcleo irreductible del relato en las poéticas
de tipo (digamos) “contenutístico”. Igual que las grandes novelas de la
modernidad burguesa, cuya lectura codifican, dichas poéticas son (val-
ga la palabreja) “herocéntricas”. Así, para un sagaz teórico británico
del primer tercio del siglo 20 (hoy por desgracia casi olvidado), todo
el arte del novelista se cifra en crear “unas masas de palabras (…), pro-
veerlas de nombre y sexo, dotarlas de ademanes verosímiles, hacerlas
hablar entre comillas y conducirse de manera creíble. Estas masas de
palabras son sus personajes” (E. M. Forster 1968: 50).
En tales poéticas la correlación entre el ser y el hacer se invierte,
en el sentido de que lo acometido por los entes ficticios, o lo que les
acontece, “los ilustra pero no los crea” (Barthes 1977: 55). Poco an-
tes que E. M. Forster, Ortega y Gasset llega incluso a afirmar que la
novela como guión de acciones y aventuras ha agotado su repertorio,
lo cual es una suerte para el novelista ya que, en adelante, ha de em-
plear su ingenio para suscitar “el interés superior que pueda emanar
de la mecánica interna de los personajes” (1982: 55)191.
191 Tal diagnóstico le atrajo, en 1940, una réplica polémica de parte de Borges. Prologando
el libro de un amigo, el argentino se empeñó en demostrar que precisamente la novela
psicológica y “de caracteres” estaba agotada, hasta lindar en el hastío, en tanto que,
aún en la época moderna, el género tenía para ofrecer hartos argumentos “admirables”
(Borges 1991: 17-18). Claro que ello no significa un nuevo cuestionamiento del héroe
como ente, sino una llamada de atención sobre su actuar estructurado como relato.
-264-
En el supuesto de que los pobladores del orbe novelesco sean algo
más que unas inasibles formas abstractas (agrupaciones de motivos,
vehículos de funciones, actantes o roles), ¿cuál sería su contenido espe-
cífico, capaz de otorgarles corporeidad y peso? A esta interrogante, ya
inevitable, Ortega (1982: 52 sq.) contesta: la “psicología imaginaria”,
o sea la materia misma de la que está hecha la novela A mi modo de
ver se puede ir más lejos, precisando y completando el planteamiento
orteguiano. La “psicología imaginaria” sí es la sustancia del héroe/per-
sonaje individual, pero al nivel colectivo, o sea en su conjunto y corre-
lación, los homines ficti remiten (por así decirlo) a una “epistemología
imaginaria”. Específicamente, el contenido de la humanidad novelesca
se cubre con la episteme de la cual la novela participa, por ser uno de
los emblemas más representativos de la modernidad.
El término en cuestión pertenece a Michel Foucault (1966),
quien lo entiende como el “ser primario del orden”, anterior a cual-
quier procesamiento específico, y hace de él objeto, o mejor dicho
meta de su “arqueología del saber”. Por consiguiente, la episteme se
hace patente al desentrañarla del seno de las ciencias humanas de
una época y una cultura determinadas. Espacialmente hablando, so-
bre este “orden mudo” se apoyan, por un lado el empírico y por otro
el de los conceptos, que justifica e interpreta al anterior.
Parto, pues, del supuesto de que el mundo de los héroes y más
que nada de los personajes, en particular la red de relaciones iuterac-
tivas que desarrollan a partir de sus respectivas entidades, representa
para la novela lo que la episteme para el espacio genérico del saber:
un orden cognoscitivo no evidente192, al cual accedemos “excavan-
do” los saberes superpuestos que lo ocultan. Dichos saberes son: el
guión narrativo propiamente dicho, que el lector toma en posesión
empíricamente, y el modelo teórico (narratológico), que se deduce
de su experiencia de lectura y a la vez la fundamenta in abstracto. En
mi visión, la humanidad novelesca, como la episteme, está situada
entre el orden empírico y el teórico, y en profundidad, por cuanto
constituye para ambos la premisa de su existencia.
192 Quizás a razón de que el status semiológico del homo fictus es el de un signo sui generis,
de “significante discontinuo [que] remite a un significado discontinuo” (Hamon 1977:
124 sq.)
-265-
Tras zanjar la dilemática definición del homo fictus, ya es la hora
de abordar el tema de su clasificación.
Tarea nada sencilla, pues los criterios taxonómicos son por lo
menos tantos y tan heteróclitos como las definiciones que circulan al
respecto. Para cortar por lo sano volveré a E. M. Forster quien, con
su simpático common sense anglosajón, no tiene reparos en reducir
semejante plétora a tan sólo dos clases: los pobladores de un relato
son planos, cuando están construidos “en torno a una sola idea o
calidad”, y son redondos, “cuando incluyen más de un factor” (1968:
72). Dicho criterio me parece pertinente y útil a la hora de describir
la humanidad del Quijote, entre otras cosas porque me facilita reto-
mar la teoría de la parodia esbozada anteriormente y deducir de ella
la poética de los entes de ficción, que estoy tratando de construir
aquí.
La parodia, recordémoslo, está estructurada como un metalen-
guaje, según la conocida fórmula er (erc): un discurso articulado
sobre otro discurso, un signo cuya expresión significa un contenido
constituido por otro signo, con su expresión (significante) y conteni-
do (significado) relacionados por la significación193. Entre los pobla-
dores de la novela cervantina, hay por lo menos dos, el protagonista
y el deuteragonista, quienes parecen asumir tal índole metalingual.
Ello significa que se despliegan a dos niveles: rasgo que otorga tanto
al filiforme hidalgo como a su rollizo escudero el atributo de la “re-
dondez” Los llamaré personajes, adelantando además que se cons-
tituyen justamente parodiando un nivel primario, el de los héroes.
-266-
lado porque la “motivación” (motivacija) argumental tiende a hacer
caso omiso del agente humano (según Tomaševskij 1973), y por otro
porque la novela pretende echar por la borda el argumento (según
Ortega y Gasset 1982). Sea como fuere, los héroes introducen o co-
nectan entre sí los distintos miembros de la “frase” narrativa, lo cual
quiere decir que su principal dimensión es la sintáctica.
Ello no impide que también posean su propia semántica: una
semántica de tipo mimético, pues su referente es exterior a la obra
y supuestamente real. Una vez aceptada esta coercitiva convención,
el héroe puede pasar asimismo por persona real. Por lo menos tanto
como aquéllas que se nos cruzan y enlazan las etapas de una cami-
nata, como si fueran episodios de una lectura. Y seguro igual de
real como quiere parecer (y las más veces consigue serlo) el relato
de procedencia. Anota Ortega a propósito de Madame Bovary: “Al
cerrar el libro decimos: «Así son en verdad las provincianas adúlteras.
Y estos comicios agrícolas son en verdad unos comicios agrícolas»”
(1990: 197). Salvo que la condición sine qua non para que el efecto
o la ilusión de la realidad se produzcan es que la ficción y su héroe
no interactúen en absoluto con la “realidad-real”; en ello consiste
el famoso “hermetismo” de la novela realista, que con tanto énfasis
destaca el filósofo español (1982: 45 sq.)
Sobre tales bases semánticas, los héroes constituyen la población
por excelencia de obras que cumplen los requisitos de poéticas mimé-
ticas, elaboradas por los distintos clasicismos194, Basta con hojear el
capítulo de este ensayo dedicado a la Mímesis, para comprobar que las
“antinomias de lo clásico” los atañen punto por punto. Por ejemplo,
en virtud de su clausura hacia el exterior, los héroes pueden llegar a ser
“típicos” y “característicos”, pero nunca serán “realmente-reales”. Ma
pauvre Bovary — escribe Flaubert — sans doute souffre et pleure dans
vingt villages de France à la fois, à cette heure même (apud Ortega y Gas-
set 1990: 197, nota). En otras palabras, la pobre Emma se remite a un
esquema universal195, universalmente reproducible “en veinte pueblos
a la vez”. Por el contrario, lo propio del hombre vivo, perteneciente a
-267-
la “realidad—real”, es la unicidad inefable de su perfil individual, sus
distintivos físicos y psíquicos irrepetibles. Para conocer a una persona,
importante es lo que la singulariza entre sus semejantes; los atributos
que la asimilarían a una categoría colectiva son también los más super-
ficiales. A ello el clasicismo jamás ha podido resignarse. “El gran placer
del espíritu clásico” — afirmaba un crítico rumano — “es no toparse
nunca con lo inédito, permanecer siempre dentro de lo típico” (Căli-
nescu 1968: 361). Sin duda, en un espíritu semejante pensaba Ortega
(1990: 197) al puntualizar que “el novelista consume su tarea cuando
ha logrado presentarnos en concreto lo que en abstracto conocíamos
ya”. Resulta, pues, que el héroe plasmado en los moldes del clasicismo
se define por su alto grado de previsibilidad.
-268-
duda un personaje. Por la vía de la problematización éste puede
incluso llegar a emanciparse de su ámbito narrativo de origen. Ba-
rrunto que una línea argumental como la de la unamuniana Niebla
(1914), donde Augusto Pérez se subleva abiertamente contra don
Miguel, quien quiere “matarle”, no puede ser ajeno al hecho de que
el escritor español haya asimilado a fondo la lección del Quijote.
En efecto, en Vida de don Quijote y Sancho (1905), su esfuerzo in-
terpretativo por liberar a don Quijote del autor del Quijote, y hasta
de oponerlos uno a otro, va exactamente en el mismo sentido, y no
me parece insensato pensar que la “ficción crítica” de Unamuno ha
allanado el camino de la novelesca.
En el inicio y arranque de tales evoluciones, Cervantes hace figu-
ra de gran precursor.
196 Tales serían: los cabreros anfitriones del ingenioso hidalgo (DQ 1605: 11), la pastora
Marcela y sus infelices galanes (DQ 1605: 12-14), Camacho y Basilio (DQ 1615: 19-
21), el moro Ricote (DQ 1615: 54), entre muchísimos otros.
-269-
lleno de color y movimiento, sobre el cual se proyecta y transcurre el
relato. Narrativamente hablando, tales héroes se injertan a guisa de
abalorios, sobre un hilo que es el motivo del viaje, ya que dicho mo-
tivo, como acertadamente puntualiza Víctor Šklovskij (1965b: 196),
sirve al novelista para incorporar a su obra materiales temáticos de
los más diversos: desde referencias a acontecimientos históricos con-
temporáneos, hasta “noveleras” historias sentimentales o escenas de
costumbres. Este telón de fondo el Quijote lo comparte con las Nove-
las ejemplares y los Entremeses, pero lo actualiza con mayor destreza.
En su obra maestra, Cervantes demuestra ser un poeta de lo visual,
posesor de la paleta sensual y refinada del Renacimiento. Sus dotes
pictóricos le han atraído las alabanzas de la posteridad: Comme on
voit ces routes d’Espagne qui ne sont nullement décrites, exclamaba por
ejemplo, con admiración indisimulada, Gustave Flaubert.
Bien poco habría que añadir a este respecto, pues sobre ello la
crítica española y el cervantismo internacional se han pronunciado
exhaustivamente y con autoridad. Sólo cabe puntualizar que, desde
el punto de vista que interesa aquí, los valores épico y pictórico asig-
nados a esta categoría de héroes nunca se dan en estado puro, sino
interferentes.
-270-
vez que los determinan (sobre todo en el caso de don Quijote). Por
las rendijas de la realidad ficcional, proyectan sobre las palabras la
sombra misteriosa de otro orbe ficticio.
La importancia de tales héroes es, pues, inestimable: a ellos se
refieren los personajes, son ellos quienes otorgan a la parodia su
dimensión intertextual, fundamentalmente libresca, y también de
ellos la misma parodia extrae sus rasgos antimiméticos.
Tres tales héroes-discurso registra la novela cervantina: el Caba-
llero, el Encantador y Dulcinea. Los primeros dos son tipos inferi-
dos de las historias de caballerías que lee el protagonista; la última,
aunque se adscribe a un tipo libresco de igual procedencia, el de la
Dama, en el Quijote viene sometida a un procesamiento que la per-
sonaliza (y no sólo por el nombre).
197 Me refiero, desde luego, al funcionalismo de Propp (1970), donde — bajo cierto
beneficio de duda, al tratarse de una traducción — el ayudante aparece como
“donante” o “proporcionador” (43 sq.)
198 Il n’est pas vrai que le baroque soit anticlassique par rapport à la s o u r c e de ses symboles
(…) c’est le h é r o s victorieux, dictatorial, omnipotent et irrésistible qui s’impose
(Constandse 1951: 18; énfasis míos).
-271-
Pero autoridad también significa auctoritas: prestigio dimanante
de la letra escrita e impresa. En esta acepción, el héroe—discurso es
el producto de una síntesis espectacular. Cada uno de sus nombres
enumerados más arriba, a los cuales podrían añadirse varios más,
procede de alguna fuente libresca: romances viejos inspirados en la
epopeya carolingia, matière de Bretagne, Joanot Martorell y Garci
Rodríguez de Montalvo, los dos Orlandos (el de Ariosto y el de Ba-
jardo) y así sucesivamente. Aunque las alusiones a uno u otro episo-
dio puntual de los libros respectivos no faltan, en el Quijote el Caba-
llero es más bien una imagen genérica, algo así como un “sistema de
virtudes caballerescas”. Con la salvedad de que ‘sistema’ no significa
una preceptiva organizada en un corpus coherente; antes bien, señala
Curtius (1970: 616), “El encanto característico de la ética caballe-
resca consiste precisamente en su vacilación entre ideales en parte
afines, en parte opuestos diametralmente”199.
Por otro lado, este carácter contradictorio e inestable también le
llega al Caballero desde el contexto barroco en que está funcionando
como motivo de la obra cervantina. Según manifiesta Eugenio d’
Ors (1936: 33), el espíritu barroco, solicitado simultáneamente por
intenciones divergentes, “no sabe lo que quiere”. Aprovechando este
rasgo estructural, Cervantes ironiza las contradicciones del sistema,
al poner de relieve el desfase cómico entre sus premisas y sus con-
secuencias, que se infirman mutuamente. Ello constituye el aspecto
más frecuente que reviste la crítica de la moral caballeresca en el
Quijote.
Así por ejemplo, en el episodio de la liberación de los galeotes
(DQ 1605: 22), el Caballero se manifiesta dentro de don Quijote, a
través de consideraciones de índole moral (por ejemplo: “me parece
duro caso hacer esclavos a los que Dios y naturaleza hizo libres”) que
son el primum movens para la actuación del personaje. Pese a que
dicha actuación tiene secuelas socialmente nefastas, que el hidalgo
199 Tales fueron, por ejemplo, el contenido marcial y el cortés de la caballería. La fusión
entre ambos se produjo relativamente tarde (siglo 13) y con harta dificultad, pues
las virtudes militares se remontan “etimológicamente” a la saga (epos familiar), en
tanto que la fin’ amors provenzal, que reivindica abiertamente la unión libre sin
retroceder ante el adulterio, participa de una mentalidad anti-saga. Para detalles,
supra, “Secularizando...”: 4.2.
-272-
manchego será el primero en padecer, ello no parece preocuparle
mayormente. Cuando el cura y luego Sancho le hablan de los robos
y atropellos cometidos por los galeotes liberados, la réplica de don
Quijote es una airada reafirmación del canon caballeresco, dentro
del cual no tiene cabida el criterio social:
-273-
En el “sistema de las virtudes caballerescas” la alta moralidad
(teórica) compagina, pues, con el total amoralismo (práctico).
En honor a la verdad, tengo que hacer una vez más hincapié
en la ambivalencia de la actitud de Cervantes al respecto. Ayudar
a los menesterosos y débiles no es un principio ético descartable,
ni el autor persigue descartarlo con su ironía. Los mecanismos de
la crítica cervantina son mucho más complicados y más sutiles.
Una anécdota relatada por Tolstoi en su diario puede echar cierta
luz sobre tales mecanismos. El narrador, militar él mismo, ve a
otro oficial abofetear brutalmente a un soldado raso. Indignado, le
pide cuentas: “¿Cómo puede Usted tratar así a un prójimo? ¿No ha
leído acaso la Biblia?” El otro le contesta: “Y Usted, ¿no ha leído
acaso los reglamentos militares?” Pese a la superioridad de su posi-
ción moral, el interpelador queda en ridículo. Pero la otra cara de
la moneda es que afrontar el ridículo en aras de defender su ética
es un acto de valor200.
La ineficacia social del ideal caballeresco puede interpretarse
igualmente como resultado del impacto entre dos códigos morales:
el primero absoluto, con fundamentos ontológicos: “Dios y natu-
raleza”; el segundo relativo, de hecho un amasijo de convenciones
y “contratos” sociales semejantes a los reglamentos militares. Por lo
menos en la misma medida en que nos muestra la vigencia práctica
del relativismo ético, la novela también lo cuestiona. A los hechos
que infirman y ridiculizan al Caballero, se les puede responder con
Fichte: “¡Peor para los hechos!” Postura que, como he dicho en otro
lugar201, hasta podría leerse en clave política, como un anticipo del
anarquismo ibérico. Sea como fuere, en mi opinión la interpretación
correcta del ideal caballeresco en el Quijote debe resaltar su polise-
mia, en ningún caso reducirla.
Como héroe-discurso, el Caballero pertenece específicamente
al discurso de don Quijote; como presencia efectiva, si hay tal, se
adscribe a la conciencia del personaje. Y es normal que sea así, pues
amén de fuentes externas, también tiene sus raíces intrínsecas.
-274-
El fantasma del Caballero, tanto en su funcionalidad narrativa
como, sobre todo, en su semantismo, es la cifra de nostalgias y
deseos insatisfechos. No hace falta indagar el psicoanálisis para
percatarse de que tales afectos nacen de la ausencia o la ocultación
del objeto deseado.
Lo que los otros ven en la actuación de don Quijote es tan sólo
a un excéntrico combatiente bajo la polvorienta bandera de unos
valores que, a estas alturas, todos tienen por caducos. Incluido el
personaje mismo:
-275-
No quisiera despedirme del Caballero antes de añadir que en el
Quijote de 1615 tiene lugar una permutación harto peculiar, la cual
también afecta al héroe—discurso. Presa de un curioso narcisismo,
el libro se vuelca sobre sí mismo y la parodia se convierte en objeto
de parodia. A resultas de ello, don Quijote el de 1605 desplaza aquí
al héroe de las historias caballerescas, quien a su vez se esfuma pau-
latinamente. En adelante, no la confirmación de lo leído buscará el
personaje, sino su propia confirmación. Lo dice muy acertadamente
Michel Foucault (1965: 62): La première partie des aventures joue dans
la seconde le rôle qu’assumaient au début les romans de chevalerie. Si en
la primeriza entrega novelesca de Cervantes don Quijote se encontra-
ba o se metía (no importa si por casualidad o no) en situaciones que
le ponían en ridículo, por lo tanto padecía la irrisión (al arremeter la
realidad contra su ideal), en la secuela de 1615 la asume (y atrae la
agresión), ya que, para ser fiel a sí mismo, el ingenioso manchego debe
mostrarse ridículo. Tal muda señala, por otro lado, que el personaje
extiende su radio de acción, apoderándose de la función narrativa del
héroe. No así de sus atributos “heroicos” (lejanía, idealidad etc.); de la
sintáctica, no de su semántica. Al mismo tiempo, el trueque respectivo
indica un reasentamiento en la estratificación interna del propio per-
sonaje. Pero sobre ello hablaré detalladamente en adelante (intra: 4.1).
Baste por ahora señalar que si Amadís de Gaula ejusdem farinæ era el
ideal de don Quijote, don Quijote el de la primera parte sólo puede
serlo, en la segunda, para Alonso Quijano.
-276-
don Quijote advierte las semejanzas disfrazadas de diferencias. Si
la similitud no llega a hacerse patente o deja de serlo, ello se debe,
naturalmente, a los maleficios urdidos por brujos y hechiceros. Me-
nos mal: ningún caballero andante que se respete puede prescindir
de malvados encantadores que se ensañen con él. En el fondo, el
Encantador es para el protagonista una especie de aliado, pues de
manera “perversa” le ayuda a transfigurar la realidad, a restituirle su
vertiente ideal. De no ser así, las cosas seguirían ad æternum en su
porfiado inmovilismo203.
En la segunda parte, las diferencias se abalanzan en tropel sobre
don Quijote, disimuladas bajo otras tantas similitudes falsas (y sin
que él esté del todo enterado de su falsedad). Ante el asalto de las
mismas, el personaje se vuelve hacia el Encantador en busca de un
asidero. Habituado a que las evidencias le contradigan (los gigantes
no son gigantes sino molinos de viento, el castillo no es castillo sino
venta…), don Quijote se sorprende sobremanera al verse rodeado de
evidencias. Nunca hubiese imaginado, por ejemplo, que Dulcinea y
sus doncellas se revelarían en todo su esplendor a la mirada de San-
cho, mientras él sólo vería “a tres labradores sobre tres borricos” (DQ
1615: 10). También ahora lo disímil es señal de semejanza, sólo que
el hechizo ya no la encubre sino las muestra. ¿Qué pensar de ello? El
que Dulcinea haya sido encantada es prueba de que Dulcinea existe.
El eternamente perseguido halla su razón de ser en los perseguidores
y en los tormentos que éstos le infligen. Por obra de la parodia, la
diferencia viene a ser más fehaciente que la semejanza. Solamente a
raíz de un tal significado añadido, el mundo aún puede tener signifi-
cado. La única razón creíble es “la razón de la sinrazón”.
Una vez aceptada esta idea, no hay más que un paso hasta aceptar
también que el mundo en que vivimos está hecho en efecto de diferen-
cias, y en él los significados basados en la semejanza no tienen sentido.
Don Quijote dará este último paso in articulo mortis. Es en ese mo-
mento que el Encantador revelará toda su malignidad. Su función
narrativa y su dimensión semántica convergen en el efecto corrosivo
203 Tal positividad inercial de las “cosas en sí” es, propiamente, ajena al orden del relato
(véase supra, “El Arte del palimpsesto”: §§ 2 y 3).
-277-
que produce su presencia, aun circunscrita al foro interno del pro-
tagonista (o justamente por ello). Dentro de lo maravilloso actúa
como agente de la realidad pedestre; dentro de la sublime locura
inocula los gérmenes del sentido común (“la cochina lógica”, como
diría Unamuno); de tortuoso aliado de don Quijote, se muestra sin
ambages como su antagonista ideal: el más feroz de todos.
204 Sobre el “serialismo” en la novela cervantina, véase “El Arte de novelar”: § 3 (en
particular sobre la Burla: 3.1).
205 Todos estos aspectos (y varios más) están tratados detalladamente, como ya lo he
señalado, en el capítulo “Secularizando el Amor cortés”.
-278-
de acometer una grande y peligrosa aventura, en que se vee
manifiesto peligro de perder la vida, nunca en aquel ins-
tante de acometella se acuerdan de encomendarse a Dios,
como cada cristiano está obligado a hacer en peligros se-
mejantes; antes se encomiendan a sus damas, con tanta
gana y devoción como si ellas fueran su Dios; cosa que me
parece que huele algo a gentilidad (DQ. 1605: 13).
-279-
no aguanta parangón alguno con la realidad exterior. Para que
Dulcinea exista, es menester que Aldonza Lorenzo desaparezca. El
caso es que no lo hace, sino todo lo contrario La causa última de
esta dinámica es de índole psicológica; pero sobre ello hablaré en
adelante. Por ahora, reténgase que, dentro de su ficción, eso es de
sí mismo, don Quijote vuelve a hallar el amor perdido de Alonso
Quijano206. La robusta moza labradora, de quien Cide Hamete
refiere que tenía “la mejor mano para salar puercos que otra mu-
jer de toda la Mancha” (DQ 1605: 9), es y sigue siendo el ideal
erótico del lugareño alter ego del protagonista. También puede en-
tusiasmar a Sancho:
-280-
cambio para el otro, dicho objeto sigue siendo una otredad. En la
conversación previa que tienen los dos personajes (DQ 1605: 25),
los detalles concretos que el amo proporciona al escudero para que
dé con la Dama, así como la modalidad práctica de cointeresar a
Sancho en la misión que le encomienda (prometiéndole tres burros
en lugar del que le había robado Ginés de Pasamonte), no dejan
lugar a dudas de que estamos oyendo la voz de Alonso Quijano,
quien emerge por un momento a la superficie de la conciencia de
don Quijote. Basta empero que Sancho le llame la atención sobre
la incongruencia entre la amada ideal y el modelo real, para que el
personaje recobre su identidad de elección y reafirme el necesario
“hermetismo” de la ficción:
-281-
3.3.— En cuanto motivos, los héroes tienen su lugar dentro de
las perspectivas argumentales del libro, con arreglo a la posición que
ocupan respecto de los personajes protagonista, deuteragonista y na-
rrador207. Los motivos épicos y los pictóricos son hitos para el sistema
de referencia del último. Los héroes-discurso, gracias al ingrediente
maravilloso que incluyen, vienen incorporados en la primera pers-
pectiva, donde constituyen términos referenciales para don Quijote.
En cuanto a Sancho, su perspectiva fantástica — por definición osci-
lante — toma por referencia tanto a unos como a otros, o más bien
a veces a unos, otras veces a otros.
4. LOS PERSONAJES
-282-
La tesis que me propongo demostrar en lo sucesivo es que el
personaje interioriza tal semiótica y que las tres zonas de irradiación
externa pasan a constituir sendas capas de su estratificación interna.
Tal objetivo me lleva fatalmente a utilizar ciertas pautas metodo-
lógicas procedentes sobre todo de la segunda “tópica” freudiana de
la persona. Pese a ello, quiero advertir de antemano al lector que no
pretendo psicoanalizar “en serio” al personaje cervantino. Por consi-
guiente, me he tomado ciertas libertades semánticas de cara al len-
guaje psicoanalítico, aprovechando no sólo lo que de veras significan
sus palabras—claves, sino también lo que potencialmente sugieren.
Dicho de otro modo, he dejado que las ideas del pensador vienés
desplieguen aquí su aura “metafórica”209.
209 También debo advertir que la versión francesa que estoy manejando (Freud 1927),
a pesar de haber salido de la brillante pluma de Vladimir Jankélévitch, ha sufrido los
estragos de las ochos décadas que la separan del momento actual. Por consiguiente,
en cuanto a la terminología, requiere un cotejo atento con el Vocabulario... de
Laplache y Pontalis (1990). En este ínterin también ha evolucionado la terminología
psicoanalítica española; por ejemplo, para los vocablos freudianos das Es, das Ich y
das Überich, hoy ya no es estilan el “Ello”, el “Yo” y el “Superyo” sino, a la usanza
anglosajona, los latinismos Id, Ego y Superego.
-283-
sábados, lentejas los viernes algún palomino de aña-
didura los domingos, consumían las tres partes de su
hacienda... (DQ 1605: 1)
-284-
Como ya he sugerido y como se verá en adelante, tal metamor-
fosis no significa la muerte del Id. Alonso Quijano pasa a integrar
el substrato o subsuelo del personaje, los “ojos de la carne” con que,
segúnn Unamuno (19: 125), don Quijote sí veía que los molinos
de viento eran molinos y no gigantes. Un substrato no sólo siempre
presente sino también (hay que añadirlo) cada vez más activo, sobre
todo en el Quijote de 1615.
Por otro lado, el Id es la gran reserva — cisterna, galpón y vertide-
ro — de la libido; por consiguiente, tras el nacimiento de Dulcinea,
la figura censurada de la rústica novia de juventud queda oculta o se-
pulta en la zona oscura de Alonso Quijano. Cuando la moza aldeana
sale a flote, lo hace dando mil rodeos, para esquivar las barreras de la
inhibición. Como por ejemplo en el episodio de Sierra Morena (DQ
1605: 25), donde asoma entre los equívocos y las lagunas de la con-
versación del amo con el escudero; o en el de la Dulcinea encantada
(DQ 1615: 10), donde — sostiene Unamuno — el dolor que siente
el protagonista es el de Alonso el Bueno por la buena de Aldonza.
-285-
En adelante, el instinto de la “realidad-real”, las señales de las
diferencias serán atributos de Alonso Quijano, integrando un con-
junto de elementos inhibidos y drásticamente controlados por la
censura que separa el Id del Ego. Pese a ello, la distinción entre
ambas instancias anímicas no es demasiado nítida, pues las dos
se entremezclan, sobre todo en las regiones inferiores del Ego. Un
ejemplo más que evidente de semejante mixtura ofrece el episodio
que narra la aventura de don Quijote en la cueva de Montesinos
(DQ 1615: 22-3).
Finalizadas las bodas, frustradas para Camacho el rico y exitosas
para Basilio el pobre, con la bella Quiteria, el hidalgo, en compañía
de su escudero y de un guía del lugar, se ecamina hacia la famosa
gruta, “porque tenía gran deseo de entrar en ella y ver a ojos vis-
tas si eran verdaderas las maravillas que de ella se decían por todos
aquellos contornos”. Tras bajar al fondo de la sima y volver luego a
la superficie, da parte a sus acompañantes de lo visto y oído en las
entrañas de la tierra. Su relato tiene todas las características de un
sueño210, y como tal lo trataré a continuación. Con la salvedad de
que un verdadero análisis según pautas freudianas tropieza aquí con
la ausencia completa del material auxiliar, es decir de las asociaciones
libres que vinculen el contenido manifiesto con el contenido latente
del sueño. No obstante ello, puesto que algo conocemos sobre el
funcionamiento del Id y el Ego quijotescos, no es imposible perca-
tarnos de cómo los emblemas y símbolos del uno se apropian los
significados del otro.
Descendiendo al antro subterráneo, don Quijote se encuentra
en medio de un escenario que combina temas y figuras del ro-
mancero carolingio con los de las historias de la Mesa Redonda.
Es más: los caballeros con quienes allí se topa le reconocen como
a uno de los suyos: “aquel gran caballero de quien tantas cosas
tiene profetizadas el sabio Merlín”. Halla asimismo a Dulcinea y
se entera de que su amada es víctima del mismo hechizo que están
padeciendo Montesinos, Durandarte, Belerma e tutti quanti. Sin
mucho esfuerzo, ello puede interpretarse como expresión del deseo
210 Sobre todo la profusión de detalles en contraste con la brevedad del tiempo real.
-286-
que nutre el protagonista, de que sus aventuras adquieran el mis-
mo prestigio que las hazañas del caballero mítico. Tales sustitucio-
nes, de ideas existentes bajo forma optativa, por imágenes actuales,
constituyen la operación más frecuente de la “labor onírica” (al.
Traumarbeit; Freud 1969: 25-26). Pero el demonio paródico cer-
vantino no deja de subvertir ni siquiera esta ilusoria actualización
de la fábula caballeresca. Bajo el relato de don Quijote estamos
oyendo el murmullo de Alonso Quijano, custodio del censurado
instinto de la realidad, quien se da a conocer mediante ironías tan
sutiles como mordaces.
Valga como ejemplo el relato de Montesinos, de cómo cumplió
la promesa hecha a Durandarte moribundo, tras la batalla de Ron-
cesvalles:
-287-
Como Ego, don Quijote debería en principio dejar traspasar la
censura y salir del inconsciente sólo aquellas hipóstasis del “princi-
pio de la realidad” que no hicieran mella al universo de su ilusión.
Pero semejante control requiere un equilibrio estable de la persona-
lidad, que raras veces se da. Y aun entonces, es un extraño equilibrio
contradictorio — condensado en la fórmula oxímora “loco cuer-
do”— que asombra sobremanera (por ejemplo al eramista Diego de
Miranda). Sea como fuere, sobre el Ego quijotesco se apoya el campo
semántico de la verdad211, donde la parodia actualiza la comicidad
de la “ruptura estilística” entre las intenciones del personaje y sus
consecuencias, una vez llevadas aquéllas a la práctica.
El Ego y su censura se responsabilizan asimismo del fracaso de
la capacidad mimética, por otro lado real y efectiva, que posee don
Quijote. Si bien el personaje se da cuenta perfectamente de que los
pastores son pastores, en cambio mide la situación respectiva con
una escala inadecuada y su mimetismo se ciñe a un canon pasto-
ril ideal212. Sería sin embargo exagerado inferir de ello — como lo
hacen algunos críticos (por ejemplo Călinescu 1968) — que el per-
sonaje padeciera “crisis de la noción de lo real”. Antes bien se trata
de una voluntad de transfigurar la realidad, muy semejante a la que
rige la creación artística. Resultado de ella, según los Formalistas
ruso (Šklovskija 1965), es el efecto de enajenación (ostrannenije), que
suscita el poeta dificultando la percepción del objeto, es decir re-
presentando(nos)lo como insólito, como si lo divisara(mos) por vez
primera213. Es exactamente lo que sucede al percibir don Quijote, y
sobre todo al hacerle percibir a Sancho los molinos de viento como
gigantes, los rebaños como ejércitos, las ventas, como castillos.
La naturaleza de dicho proceso resulta del todo explícita cuando
el protagonista afirma a propósito de Dulcinea:
-288-
(...) yo imagino que todo lo que digo es así, sin que sobre
ni falte nada, y píntola en mi imaginación como la deseo,
así en la belleza como en la principalidad... (DQ 1605:
25; énfasis míos).
-289-
envía a Sancho en busca de Dulcinea, pero es a todas luces Alonso
Quijano quien le aclara “con pelos y señales” quién realmente es su
amada y cuál es su humilde linaje.
215 Se trata de ‘Caballero de la Triste Figura’, que don Quijote usaba esporádicamente
desde antes, a guisa de seudónimo (por así decirlo) alternativo, en tanto que ahora,
como penitente de amor, lo asume como nombre principal.
-290-
pensamientos, pero bajo un aspecto significativamente distinto de lo
que uno se esperaría:
-291-
Decía más arriba que el Caballero como motivo está presente sólo
en la conciencia de don Quijote. Ahora el planteamiento puede en-
mendarse; el Caballero es la conciencia del protagonista. Por lo menos
en el Quijote de 1605, el hidalgo no existe como ente autónomo sino
para los otros; cuando él mismo habla de sí mismo, se concibe como
una unidad de la clase ‘caballero andante’, sin el menor amago de es-
pecificación dentro del género. A veces el Caballero, como arquetipo
canónico, formula críticas hacia el modo fatalmente imperfecto en
que don Quijote traduce el ideal a la práctica. Semejante tutela es la
que la conciencia puede y debe ejercer sobre el preconsciente: lugar que
la primera “topología” freudiana asigna al Ego en general y la cervanti-
na atribuye a ‘don Quijote’ como Ego de don Quijote.
Los rasgos anteriores (y varios más) nos autorizan identificar al
Caballero como instancia psíquica, con el Superego (das Überich) del
protagonista, es decir el estrato superior o, si se quiere, la cúpula de
su persona. Según explica un lúcido comentarista del psicoanálisis,
(…) il représente la structuration nouvelle du Moi dans la phase d’achè-
vement où celui-ci a intégré les forces (l’autorité parentale notamment)
subies au long de son développement (Viet 1965: 27).
Haber integrado dicha autoridad significa que el Superego no
sólo nos insta a ser como nuestros respectivos padres, sino también
a no ser como ellos (Freud 1927). Así es como el episodio de la li-
beración de los galeotes (DQ 1605: 22) incluye, según recordamos,
tanto la crítica del ideal caballeresco mediante su actualización prác-
tica, como también la crítica de esta práctica desde la perspectiva
del ideal217. Aun más patente se hace tal ambivalencia en la segunda
parte, donde don Quijote se aleja considerablemente del modelo
parental representado por el Caballero libresco.
El Superego, sostienen los psicoanalistas, es el enemigo acérrimo
del Id. A él se debe la represión del psiquismo inconsciente, manifes-
tada como una “censura” que impide el acceso de sus contenidos al
sistema preconsciente—consciente218. En el Quijote, esta adversidad
-292-
reviste la forma del enfrentamiento (ya mencionado, intra: 3.2.1)
entre una ética absoluta, ontológicamente afirmada, y otra relativa,
cuyo fundamento es social en esencia y contractual en forma. Sobre
el Superego se apoya, pues, el campo pragmático o moral que la pa-
rodia proyecta hacia afuera, y donde, del choque entre las dos éticas,
resulta la dimensión trágica de la obra.
También en el Caballero interiorizado hay que buscar el origen
de los rasgos heroicos que posee la figura de don Quijote. Según Or-
tega y Gasset, la esencia del heroismo es el factor volitivo, y la qualité
maitresse del personaje, la que le hace profesar la andante caballería,
es justamente la voluntad de aventura. A diferencia, empero, de los
“clásicos” caballeros andantes quienes, igual que los héroes de Ho-
mero, “pertenecen al mismo orbe de sus deseos” (Ortega y Gasset
1990: 226), don Quijote desea insertar su ética ontológica en la esfe-
ra social. Por otro lado, lo que llamamos la cohesión de dicha esfera
consiste en la mutua identificación de sus miembros, posesores de
un mismo Yo ideal. Pues bien, el de don Quijote es completamente
heterogéneo con respecto a su entorno comunitario, por cuanto el
personaje cervantino no puede ser sino un inadaptado radical.
Ya he dicho que en el Quijote de 1615 el protagonista empieza
a manifestar cierta voluntad de emanciparse de la tutela del Supe-
rego (¡”No seas como tu Padre”!). En la cueva de Montesinos, por
ejemplo, el ingenioso caballero trata a sus “cofrades” allí presentes de
igual a igual, e incluso algo displicentemente, juzgando por regusto
irónico que deja su relato de la aventura en cuestión. Otro detalle
significativo: en el mismo Quijote de 1615 asistimos a dos enfrenta-
mientos efectivos de don Quijote con el Caballero (DQ 1615: 14 y
64). Pese a que, de hecho (no así en la conciencia del personaje), su
adversario es el bachiller Sansón Carrasco — o sea un antagonista
y representante de la Burla —, enfrentarse a él armas en la mano
constituye la expresión más rotunda del anhelo de emancipación
que nutre el protagonista.
4.1.4.— Con la anterior revisión del Superego, considero com-
pleto el retrato interior de don Quijote que he tratado de esbozar
aquí. Su aspecto ha quedado bastante lejos del que la novela nos
ofrece a primera vista (lectura) y, con toda seguridad, aun más lejano
-293-
de la intencionalidad expresa de Cervantes. El destino de los grandes
libros es a menudo ingrato con sus autores. ¿Cómo más? La historia
de la parodia no puede sino parodiar los designios del parodista.
La anterior imagen de la “tópica” anímica quijotesca es, desde
luego, un esquema hermenéutico. Uno entre muchos posibles, pero
quiero creer que no del todo arbitrario. La prueba — si pruebas
caben aquí — es que otorga cierta cohesión al “significado discon-
tinuo” del personaje, cierta coherencia a rasgos tantas veces con-
tradictorios del mismo y de su entorno narrativo. Antes que nada,
deja sentado (según espero) que a la apertura exterior de la obra le
corresponde una apertura interior de su protagonista. En concreto,
las tres instancias o estratos que encierra la persona de don Quijote
constituyen el fundamento de los campos semánticos que la parodia
proyecta hacia afuera.
Falta echar un vistazo a la nueva figura psíquica que se vislumbra
en el Quijote de 1615. Sólo se vislumbra, y no muy claramente, pues
en la segunda parte el ritmo de la evolución del personaje se vuelve
tan veloz que ya no cabe hablar de una “tópica” estable. Sin embargo
contamos con algunos síntomas al respecto: la intensificación de la
actividad del Id, el conflicto entre el Ego y el Superego o, en cualquier
caso, el distanciamiento del Ego respecto de su ideal “paterno”, la
sustitución de Dulcinea por la labradora encontrada en los alrededo-
res del Toboso (la “Dulcinea encantada”) y así sucesivamente, Todo
ello sugiere que don Quijote sube al nivel del Superego y permite sos-
pechar que Alonso Quijano pasa a ocupar el lugar del Ego219. Como
ya he dicho, la nueva “tópica” no llega a estabilizarse. El conflicto
entre el Ego y el Superego de recambio, que reemplazan a los antiguos
— conflicto que refleja la tensión entre la “realidad-real” y la realidad
interior —, lleva finalmente a la victoria del hidalgo lugareño sobre
el ingenioso hidalgo:
219 El que, en su nueva posición este último tiene por objeto erótico también a una
“Dulcinea”, no a Aldonza Lorenzo, demuestra que el nuevo Superego sigue ejerciendo
sobre el nuevo Ego una (re)presión, desde luego menos fuerte, pero efectiva.
-294-
cuerdo: fui don Quijote de La Mancha, y soy agora,
como he dicho, Alonso Quijano el Bueno (…) Ya soy
enemigo de Amadís de Gaula y de toda la infinita ca-
terva de su linaje; ya me son odiosas todas las historias
profanas del andante caballería (DQ.1615: 74).
-295-
riador moderno, y echarán de ver las gentes como yo
no soy el don Quijote que él dice (DQ 1615: 59)222.
222 Interesante aquí es que el protagonista proclama su autenticidad via negationis: “yo
no soy el don Quijote que él dice”; lo cual no implica la inexistencia del otro sino tan
sólo la clara distinción entre éste y aquél. Hacia el final del libro, Cervantes lleva al
extremo su juego irónico, al incorporar en su novela a un héroe de la de Avellaneda,
don Álvaro Tarfe, a quien hace declarar que “no conocía a don Quijote de la Mancha,
que asimismo estaba allí presente, y que no era aquel que andaba impreso en una
historia intitulada Segunda parte de don Quijote de la Mancha, compuesta por un tal
Avellaneda, natural de Tordesillas” (DQ 1615: 72). Como he tratado de demostrar en
otro capítulo, tal proceder refleja la fuerza y el prestigio del Libro, aun tratándose de
un libro “pirata”.
223 “El Arte de novelar”: 3.3.
-296-
derrota: las experiencias vividas de veras — no sólo leídas — le
han enriquecido, haciéndole comprender que el fracaso es siempre
preferible a la frustración.
En la segunda interpretación, la consunción del Caballero,
luego la del propio don Quijote y, finalmente, la muerte del per-
sonaje aparecen como la victoria trágica del Id. En su guerra sin
fin y sin cuartel contra el Superego, el inconsciente puede demoler
las barreras, invadir y asolar todo el campo de la conciencia, in-
molándose simultáneamente a sí mismo. El lamento de Sancho
en la cabecera de su moribundo amo suena justamente como una
alusión a ello:
-297-
Tal desenlace demuestra per a contrario que las hazañas de don
Quijote, antes que heroicas o cómicas, son las de un espíritu involu-
crado en la aventura del conocimiento.
-298-
Sea como fuere, tras haber puesto término a su rutinaria vida an-
terior, igual de vegetativa como la de Alonso Quijano, Sancho Panza
atraviesa un proceso de “maduración” paralelo al del hidalgo. Ahora,
lo que los distingue ya no es tanto la desigualdad de condición, ni la
de educación, como un desfase temporal. Don Quijote había “enlo-
quecido” antes de echarse al mundo; la “locura” de Sancho cristaliza
sobre la marcha, en el remolino de las aventuras. Por lo mismo, se-
guirá en ella después de “curado” su señor.
Igual que a don Quijote, el mundo exterior influye y modela el
psiquismo de Sancho a través de una instancia mediadora de índole
libresca. Por su amo, llega a conocer el código caballeresco en gra-
do suficiente, no sólo para poder cumplir a perfección sus deberes
de escudero de un caballero andante, sino hasta para burlar al loco
invocando el propio tema de la locura quijotesca. Para Sancho, el
ingenioso hidalgo juega el papel de autoridad paterna, que una vez
integrada en la figura “tópica” de su psique, viene a ocupar la posi-
ción de Superego.
Con sobrado orgullo, el escudero proclama su fidelidad hacia
su amo (“yo soy fiel, y así, es imposible que nos pueda apartar otro
suceso que el de la pala y el azadón” — DQ 1615: 33): tal constancia
de carácter es, antes que nada, fidelidad hacia sí mismo, específica-
mente hacia la instancia interior en que se ha convertido para él don
Quijote. No es menos cierto que, con bastante frecuencia, Sancho
también formula “reservas mentales” hacia don Quijote, e incluso
una vez se le subleva abiertamente (DQ 1615: 60). Psicológicamen-
te hablando, ello puede interpretarse como el juego de alternativas
atracciones y repulsiones que suscita la interacción entre el Ego y el
Superego. Por otro lado, con arreglo a la causalidad y la motivación
narrativas, cabe destacar que Sancho tacha de loco a su señor sólo
cuando él mismo (las más las veces por su propia culpa) está en apu-
ros. Entonces, la solución para salir de ellos parece ser el replegarse
hacia el sentido común, pero sin menoscabo de la fidelidad ni del
respeto que le tiene a su amo (“yo fingí aquello (el estratagema de
la Dulcinea encantada) por escaparme de las riñas de mi señor don
Quijote, y no con intención de ofenderle; y si ha salido al revés, Dios
está en el cielo, que juzga los corazones” — DQ 1615: 33).
-299-
Una instancia también libresca, pero de otra índole y rumbo,
representan los proverbios y refranes que el escudero tiene en todo
momento a mano, para cualquier circunstancia de la vida. Por ex-
traño que parezca, Sancho es un erudito; a su modo, es decir en
materia de cultura popular. La retahíla de dichos y sentencias que
profiere el escudero condensa la experiencia de vida y el inmutable
saber acumulado durante siglos por los habitantes de la árida mese-
ta castellana. La erudición paremiológica de Sancho contradice el
donquijotismo no tanto por el sentido común que supuestamente
encierra (a veces sus adagios forman cadenas de un cómico ilogismo
que recuerda el teatro del absurdo), sino por su conservadurismo. La
suya es una sabiduría codificada según los ritmos pausados del uni-
verso y desdeñosa del jadeante devenir humano; contrastando, pues,
franca y fuertemente con el subversivo desafío que don Qujiote echa
a la cara de la “realidad-real”, vale decir histórica. En muchísimos
casos no es que el escudero sea pragmático, sino dominado por el
sentimiento de la vanidad de todo esfuerzo que pretendce cambiar el
mundo. Sancho censura a don Quijote — cuando lo censura — no
en nombre de la realidad como tal, sino de ese fatalismo árabe del
status quo. A la moral ontológica del amo, el escudero opone una on-
tología espontánea. De modo que la oposición entre las dos visiones
del mundo tampoco es irreductible. La “percepción ambigua” de los
acontecimientos, propia de la perspectiva fantástica de Sancho224, es
el corolario lógico de lo anterior.
-300-
Recordará el lector que la parodia incluye su propia tradición; en
el Quijote, específicamente, las tres perspectivas argumentales tienen
por referentes sendas instancias librescas. Para la de don Quijote,
este papel lo asumen las historias caballerescas. La perspectiva de
Sancho no ignora la caballería, y además descansa sobre una inusi-
tada erudición folklórica. La del Narrador echa mano de la conven-
ción literaria del manuscrito encontrado.
En plena la escena de batalla entre don Quijote y el gallar-
do vizcaíno, los dos adversarios se detienen y la narración se inte-
rrumpe, como en el cine cuando la película deja de correr y en la
pantalla queda congelada una imagen, momentos antes llena de
dinamismo:
225 De hecho, pues, el Narrador no sólo se desdobla, sino se multiplica. También sale
a relucir, por ejemplo, un “morisco aljamiado”, a quien el Yo narrativo (llamado
aquí convencionalmente la “función Cervantes”) encarga la traducción al castellano
de la crónica quijotesca de Benengeli, inicialmente escrita en árabe. Por último, a
uno u otro “narrador parcial” se hace referencia (¿pero quién la hace?) en tercera
persona, a menudo de difícil identificación. He tratado todos estos aspectos con cierto
detenimiento, apoyándome para ello en la teoría de la enunciación, en el capítulo “El
Arte del palimpsesto”: 4.2.
-301-
En el Quijote de 1615 asistimos a otro fenómeno, que otorga
mayor apertura al marco (valga el barbarismo) auctorial de la no-
vela. En éste mismo marco, el operador narrativo cervantino (en su
doble o múltiple hipóstasis) se enfrenta a un anti-narrador, com-
puesto asimismo de referencias discursivas, a la secuela espúrea de
Avellaneda. Como hemos visto, este conflicto en torno al copyright
auctorial se transfiere al plano del relato propiamente dicho, a través
de los esfuerzos del auténtico don Quijote por desmentir al apócrifo.
Y dado que el nuevo conflicto absorbe cada vez más la atención del
Narrador (quienquiera que sea), éste transfiere su tarea de ridiculizar
el donquijotismo a los agentes (o “actantes”) de la Burla. De ahí
que esta serie o paradigma argumental esté mucho más activa en la
segunda parte, en comparación con la primera. Contra su “usurpa-
dor”, la “función Cervantes” y la “Benengeli” (y cuantas más hubiere
en el relato genuino) llega a aliarse con el ingenioso hidalgo:
-302-
Los datos básicos acerca de la estructura narrativa de la novela:
un argumento escalonado a tres niveles o perspectivas, de las cuales
aquélla del Narrador y la de Sancho se definen con referencia a la
perspectiva del protagonista, en tanto que la causalidad y motivación
narrativas son función de cómo este úlltimo valora e interpreta los
acontecimientos — me dan a pensar que, también en la región que
estoy explorando aquí, la figura sintáctica de la obra tiene en su centro
a don Quijote.
Más de una vez he dicho que la interacción desarrollada por don
Quijote con el resto de los pobladores de “su” novela ocupa el cam-
po mimético de la parodia. La presencia del ingenioso hidalgo en
el mundo es una carrera en pos de similitudes. Simultáneamente, la
misma presencia denota el fracaso de tal búsqueda. El mimetismo
del personaje tiene que ver con la medida ideal de las cosas, no con
la real así; no hace más que poner de relieve las diferencias entre él
mismo y los otros. La relación interpersonal específica para el Quijo-
te es, pues, la similitud frustrada o n o s i m i l i t u d . La situación se
complica aún más en la segunda parte donde, por obra de la Burla y
asimismo de la nueva hipóstasis que reviste el Libro, la no similitud
se disfraza de similitud, convirtiéndose en s e u d o s i m i l i t u d .
Este rótulo merece, por ejemplo, la iuteracción de don Quijote y
Sancho en el episodio de la Dulcinea encantada. En aquel momento
de máximo distanciamiento mutuo, la patraña del escudero señala, por
supuesto, la máxima diferencia entre ambos. Sin embargo el “guión”
respectivo sugiere, por verosímil, que la semejanza fingida esconde
una auténtica. Dicho en jerga técnica, la armazón semióticá de la tal
patraña consiste en una doble connotación, a saber la falsa similitud por
un lado alude a lo disímil y por otro a una similitud efectiva.
Como he anticipado (intra: § 1), la red de relaciones entre héroes
y personajes tiene mucha afinidad con lo que la “arqueología del
saber” entiende por episteme (Foucault 1966). La del Renacimiento
— época de Cervantes y sus entes de ficción —, con su platonismo
espontáneo, donde lo semejante atrae lo semejante y los opuestos
convergen, me parece una buena guía a la hora de clasificar las re-
laciones en cuestión En su famoso libro, Michel Foucault (1966:
32-40) distingue cuatro clases de semejanzas:
-303-
(a) La conveniencia: ressemblance liée à l’espace, dans la forme du
«proche en proche»; pertenece más bien a las cosas mismas que al
mundo en donde se encuentran y en base a ella dichas cosas se
llaman una a otra formando una serie continua.
(b) La emulación: similitud a distancia, visible, pero sin contacto;
emulación típica es para el Renacimiento la de la sabiduría di-
vina por el el intelecto humano (donde éste refleja imperfecta-
mente a aquélla).
(c) La analogía: superposición de la conveniencia y la emulación;
para que se dé, il suffit que ce soit les ressemblances plus subtiles des
rapports.
(d) Finalmente, la simpatía: mutua atracción de las cosas; que, ade-
más del movimiento exterior y visible, suscite en secret un move-
ment intérieur, un déplacement de qualités.
-304-
cada uno en su sistema. Son los sistemas como tales los que resultan
mutuamente inconvenientes, de modo que todo ajuste entre ellos es
inconcebible.
Un ejemplo ilustrativo. En la venta que el manchego había to-
mado un momento por castillo, al querer marcharse nuestros perso-
najes — tras una serie de graciosos enredos derivados del respectivo
qui pro quo —, el ventero pretende que le paguen el hospedaje. Aun
admitiendo que el “castillo” es una humilde venta, don Quijote se
niega hacerlo, alegando qu
228 ...o, si se quiere, de las dos éticas, una absoluta y otra contractual: por un lado, pues, a
los caballeros andantes “se les debe de fuero y de derecho cualquier buen acogimiento”,
por otro “yo no tengo cuenta con otra cosa que con cobrar mi hacienda”.
-305-
la novela “pinta a don Quijote ya desenamorado de Dulcinea del
Toboso”. Por supuesto, el ingenioso caballero desmiente ipso facto
la mentira, los viajeros le reconocen como auténtico y luego los
tres entablan una amigable plática sobre tópicos quijotescos tales
como Dulcinea, la autoría exclusiva de Cide Hamete Benengeli y
así sucesivamente.
Diríase que el protagonista ha dejado de tener dificultades para
comunicar convenientemente con los demás. Y sin embargo no es
así. La similitud que sostiene tan cordial contacto oculta (y a la vez
revela) una diferencia abismal. Los viajeros no interactúan con el
hombre que tienen delante, sino con el personaje del primer Qui-
jote. Las pruebas de autenticidad que él les proporciona no hacen
más que reafirmarle como homo fictus, es decir encerrarle en el orbe
hermético de la escritura. Para don Jerónimo y don Juan, don Qui-
jote es una ficción, que por arte de magia se ha materializado en la
venta, pero sin dejar de ser ficción. Por consiguiente, los dos códigos
copresentes, si bien contiguos, siguen mutuamente inconvenientes;
(...) les mots — comenta Foucault al respecto — errent à l’aventure,
sans contenu, sans ressemblance pour les remplir; ils ne marquent plus
les choses; ils dorment entre les feuillets des livres au milieu de la pous-
sière (1966 : 61-62). Lo que sus lectores reconocen en don Quijote
es la autenticidad de la versión canónica del Quijote, respecto de la
apócrifa, o sea, en última instancia, el copyright de Cervantes. Ello no
implica en absoluto conceder al Caballero de la Triste Figura lugar
alguno dentro de la “realidad-real”.
Y sin embargo, entre los dos códigos de claves hermenéuticas
inconveniente sí ha tenido lugar una interacción genuina, aunque
subrepticia, una comunicación cuyo contexto referencial es justa-
mente el Libro y sus personajes:
-306-
discurso, involucrando de paso a un segundo héroe—discurso, el
Encantador. Desplegada hacia afuera, sobre el escenario narrativo de
la novela, dicha relación tiene igualmente su proyección interna, en
el teatro de sombras de la psique quijotesca. Alli, el mismo Caballero
asume el papel de Superego y, a raíz de ello, la No Emulación también
atrae a su órbita a ‘don Quijote’ como Ego de don Quijote.
En principio, la interacción del ingenioso caballero con el Caba-
llero libresco sería por excelencia emulativa. Prescrito el canon de sus
aventuras en los libros de caballerías, a don Quijote sólo le toca con-
firmarlo. Y sin embargo en la “realidad-real” la evolución del perso-
naje no cesa de hacer patente la distancia enorme que le separa de tal
canon. Este impasse no puede superarse, pues la índole paródica de
la obra cervantina hace que entre el ideal y su actualización se inserte
una crítica y una negación mutuas. Tan dolorosas tensiones frustran
de plano cualquier emulación, ya que en ellas aflora — parafraseando
a Kirkegaard — la imposibilidad de conectar una vida finita con la
infinita ley moral229.
Hay situaciones en que tal vínculo interactivo, sin variar en esen-
cia, modifica su forma, de manera que, para clasificarlo se requiere
una subclase taxonómica ad hoc: llamémosla contra-emulación. En
ella, la anterior no similitud adopta un aspecto triangular, derivado
del famoso “deseo según el tercio” (Girard 1972); diría incluso que
la Contra-emulación representa la variante tortuosa, “barroca” del
deseo respectivo. Ello implica, como ya he dicho, el “aporte” del
antagonista ideal de don Quijote. Lejos de hacer fracasar los esfuer-
zos del protagonista por parecerse al Caballero modélico (como cree
y sostiene el manchego), el Encantador más bien echa un puente
irónico sobre el abismo de las diferencias, al “explicar” en los tér-
minos de la ficción quijotesca por qué nunca hay semejanzas donde
debería haberlas. En otras circunstancias, la contra-emulación des-
plaza y hasta reemplaza el objeto del deseo emulativo. Es el caso del
Quijote de 1615, donde el ‘Quijote II’ — de hecho Alonso Quijano
ascendido al rango de Ego —, emula al ‘don Quijote I’ — promo-
vido a Superego —, ya que el objetivo prioritario es aquí defender
-307-
la autenticidad de la primera parte contra la secuenla apócrifa. El
nuevo (des)equilibrio de fuerzas trae consigo dos consecuencias. Por
un lado, como hemos visto (intra, 4.1.3), el alejamiento del antiguo
Superego ( “¡No seas como tu Padre!”); por otro lado, la proyección
de un nuevo antagonista, el falso don Quijote, quien — a la par del
Encantador — “justifica” las diferencias (el personaje cervantino no
es el de Avellaneda).
La contra-emulación se distingue, pus, de la simple no emula-
ción, pero sin llegar a ser la seudosimilitud aledaña a ella (aunque
la prefigura). A la seudoemulación propiamente dicha hay que ras-
trearla en la interacción del personaje con todos aquéllos que, per-
manente o temporalmente, se cuentan entre sus burladores. Su apa-
rición se debe al influjo conjugado de la la Burla y el Libro y refleja
la subordinación del segundo paradigma argumental respecto del
primero, que se da en el Quijote de 1615.
Para los duques, para Sansón Carrasco y varios otros ejusdem
farinæ, don Quijote es, aparentemente, objeto de emulación. To-
dos reconocen en él la “flor y espejo de la andante caballería” y
se esfuerzan lo mejor que pueden por acogerse a su mundo. El
bachiller se ofrece incluso a servirle como escudero y luego, disfra-
zado de caballero, se enfrenta a don Quijote en dos ocasiones (DQ
1615: 14 y 64). Pero la de los burladores es una “quijotización”
fingida, con el único propósito de negar el quijotismo: ya sea con
buenas intenciones o para divertirse a su costa. La falsa semajanza
linda con la mentira, y en en el caso de la seudoemulación ello es
más patente que nunca. Y sin embargo, tal semejanza contrahecha
descansa sobre una real: la perfecta familiarización de los que la
practican con la letra (ya que no con el espíritu) de la ficción qui-
jotesca, una emulación efectiva en la mayor posible fidelidad de su
lectura.
-308-
1615; 16—17—18), o sea durante 4 a 5 días. Es un episodio que
carece de aventuras propiamente dichas, salvedad hecha del intento
de don Quijote de enfrentarse a un león (que ignora su desafío). En
cambio se habla muchísimo en estos capítulos. Don Quijote conver-
sa con don Diego y con su hijo Lorenzo sobre asuntos más que nada
literarios, como la nobleza del oficio poético, “las armas y las letras”,
la “defensa e ilustración” de la lengua vulgar, la necesidad de que el
poeta tome en cuenta la opinión ajena antes que la suya propia etc.
Pláticas de humanistas, cuyo contenido pertenece al repertorio de
ideás al uso en la época.
Sobre la base de tal semejanza de comportamiento (fundamen-
tal para la analogía), es decir de la ideología humanista comparti-
da, don Quijote y Diego de Miranda tratan seria y sinceramente
de comunicar uno con otro. Sobre todo éste se muestra capaz de
comprender y hasta de justificar la locura de aquél. Lo que no
encaja en su esquema es la posibilidad de que en el mismo indi-
viduo quepan locura y discreción, en dosis iguales y, al parecer,
complementarias:
-309-
La interacción entre el “Caballero del verde gabán” y don Qui-
jote saca otra vez a relucir la oposición ‘clásico versus barroco’, tras-
plantándola en el terreno de las relaciones interhumanas. De con-
formidad con el principio de la similitud en el conocimiento, el
primero valora positivamente los dichos del segundo y a la vez capta
la contradición entre estos dichos y los hechos del protagonista. El
hombre clásico — especie a la que pertenece don Diego — razona
en régimen lógico de o-o. A sus ojos el individuo barroco aparece
como un loco no propiamente por desvariar230, sino porque vive y
piensa al nivel de la excepción, siendo su regimen lógico el y — y. El
clásico concibe la vida como sometimiento a la regla. Su placer es
descubrir, detrás de la variedad fenomenal, el tipo eterno. Lo excep-
cional le produce contrariedad. Al oír su discurso, que le suena fa-
miliar, Diego de Miranda tiende a considerar a don Quijote cuerdo;
al ver su extrañísima conducta, le tacha de loco; de este atolladero
sólo puede sacarle la fórmula ‘loco cuerdo’, una categoría tipológica
de su invención,.
No hay en la novela datos que señalen el paso de la no analogía
a la seudoanalogía. No es de extrañar. Una relación interpresonal
que se inicia con un intento tan sincero de comprensión mútua, no
puede revestir un aspecto contrahecho. Pero, como ya se ha dicho en
el inicio de este párrafo, para que se dé la similitud fingida es preciso
que exista una real. Barrunto que la recíproca también es válida. De
ser así, asistimos a un nuevo efecto irónico: faltando la seudoanalo-
gía, queda descartada la menor posibilidad de analogía. Justamente
la relación de don Quijote con Diego de Miranda, tan cercana a una
comunicación real, excluye cualquier comunicación entre los dos.
230 Don Quijote domina los lugares comunes de su época y, en base a ellos, puede
perfectamente adaptarse a una situación intelectual dada.
-310-
El que, mancomunadamente, el escaudero y su amo sean portavoces
de un supuesto mensaje del propio Cervantes, que se complementen
hasta físicamente (tal como los ha representado Gustavo Doré) y
otros tópicos por el estilo, pasan por pruebas de que una “similitud
dinámica” atrae a Sancho hacia don Quijote y viceversa, hasta el
punto de (con) fundirlos. Es más: dentro de la psique de Sancho,
don Quijote desempeña el papel de Superego, lo cual conlleva aquel
“desplazamiento de cualidades” que, junto al dinamismo, define la
relación de simpatía.
¿Como se explica, empero; que el protagonista y el deuterago-
nista conserven su respectivas identidades, que (para recordar a Fou-
cault) ambos sigan siendo pertinazmente lo que son? Ya que habla-
mos de complementariedad, la respuesta más fácil sería suponer que
entre ambos también cabe la “antipatía”, o sea la fuerza de repulsión
opuesta y simétrica a la atracción simpatética. Mi opinión es que,
más bien, el mantenimiento de la distinción identitaria entre don
Quijote y Sancho se debe al desfase que los separa (véase intra:.4.2).
Sancho es a don Quijote lo que el Aquiles de los eleatas a la tortuga:
está ahora en donde el otro ha estado un momento antes: distancia
ínfima pero insalvable. De modo que, en su evolución, la relación
interactiva amo — escudero se configura como no sim pa tía .
En esta “quelonomaquia” hay incluso momentos en que, al iro-
nizar a Sancho, don Quijote pone en tela de juicio fases anteriores
de su propia evolución (que el escudero repite). En este sentido, es
instructivo el episodio de Clavileño (DQ 1615: 41). Aqui, la fanta-
sía de Sancho, montada en su caballito de juguete, se echa al galope
por mundos miríficos, para gran regocijo de los duques y su séquito
y para desconcierto del ingenioso caballero. ¿Miente? ¿Alucina? Im-
posible saberlo. Una cosa es cierta: Clavileño no se ha movido del
suelo. Al final de la “aventura”, don Quijote le susurra a Sancho al
oído:
-311-
Este contexto hace patente una vez más el que la verdadera ironía
implica la autoironía. Suele decirse que la ironía es, o pasa por ser
una suerte de secreto, sugiriendo una complicidad previa, un acuer-
do de hecho inexistente, donde el falso cómplice es el ironizado. En
el episodio que nos ocupa, al poner don Quijote un signo de igual-
dad entre la “aventura” de Sancho (de cuya veracidad cuanto menos
sospecha) y sus propias peripecias en la cueva de Montesinos, que
en su momento presentó por reales, su ironía al escudero se vuelve
contra él mismo.
Por consiguiente, pese a que la transferencia de cualidades, ca-
racterística de la simpatía, se da efectivamente, la irreductible distan-
cia que separa a los dos personajes imposibilita cualquier contacto
simpatético entre ellos. Es este contratiempo el que, por ejemplo,
impide que la perspectiva de Sancho se disuelva en la del Narrador,
siguiendo la disolución final de la perspectiva quijotesca:
-312-
está sometida a la férula de la censura y a los mecanismos de subli-
mación/desublimación que impiden o tergiversan su emergencia del
inconsciente (intra:.4.1.1-4.1.3).
En el Quijote de 1615, la Burla hace que la no simpatía se con-
vierta en seudosimpatía. Tal transformación atañe de nuevo a la rela-
ción de don Quijote con Sancho, en concreto cuando éste aparenta
una “quijotización” mayor que la real. Caso típico: el episodio de
la Dulcinea encantada (al que me he referido reiteradas veces y en
detalle, tanto en este capítulo como en los anteriores).
— Seudoconveniencia Libro;
— Seudoemulació Libro y Burla conjugados;
— Seudosimpatía Burla.
-313-
Fruto de un tiempo que conservaba la vitalidad, no así el vitalis-
mo del Renacimiento, el Quijote se mofa del “idealismo abstracto”
en nombre de la vida “real”, pero equipara tal vida a la ficción y el
delirio. En un campo de tensiones vibrantes, las no similitudes a
base o a pesar de las cuales el protagonista interactúa con los pobla-
dores de su orbe configuran una estructura de extraña fragilidad,
semejante a su respectivo momento histórico. El arrebato, la locura,
el desengaño y el optimismo, la nostalgia del tiempo pasado y la
mirada que escudriña al venidero, con esperanza o con temor — se
cruzan y se repelen en ese momento a caballo entre dos edades de la
humanidad.
Dicho ello, no dejemos de interrogarnos, ni de interrogar una y
otra vez tanto la obra como a su autor: al final de cuentas, ¿qué es lo
que crea el embrujo del Quijote, cuyo frenesí tiene sojuzgados a sus
lectores desde hace ya cuatro siglos, sin dar hasta la fecha la menor
señal de enflaquecimiento?
Creo que la magia de la obra se cifra justamente en dar consisten-
cia al instante incierto que la viera nacer. La novela cervantina logra
dilatarlo por el espacio de dos tomos o ciento veintiséis capítulos,
sin quitarle los destellos de su brevedad. Sólo así la parodia se nos
revela como un gay saber que ha llegado a la refinada sabiduría de los
juegos de espejos.
Entre lo que ya se ha ido y lo que aún no está, en las exuberantes
aguas de este espejo gotea una amargura peculiar, un dulce veneno.
-314-
DESPEDIDA
-315-
-316-
TRES ITINERARIOS DE LA RECEPCIÓN
I. LEGADO QUIJOTESCO Y ALBACEAS CRÍTICOS
H
oy, como ayer y como siempre, el Quijote nos plantea una
pregunta muy peliaguda: ¿Cómo administrar ese legado
mayor de Cervantes? Pregunta que, en primer término, tie-
ne que ver con la evaluación crítica e interpretativa de la novela.
Como en todos los grandes libros de la humanidad, también en
éste la interpretación más válida hay que desentrañarla de sus pro-
pias páginas, pues, al menos en teoría, tal interpretación se confunde
con la intención del autor. Sólo que la intención respectiva tiempo
ha que dejó de ser transparente, si alguna vez lo fue.
Por consiguiente, el problema de la interpretación remite actual-
mente a las sucesivas lecturas de la obra que, a su vez, suscitan otras
dos interrogantes: 1ª ¿El significado último del Qujote es uno cómico
o trágico? y 2ª ¿Hay que dar crédito a Cervantes cuando afirma, en el
Prólogo a la primera parte de su obra (1605), que con ella pretende
derribar «la máquina mal fundada destos caballerescos libros»?
Durante los dos primeros siglos de su existencia, el 17 y el 18, la
novela cervantina pasaba por ser el libro cómico (por antonomasia).
Cuentan, por ejemplo, que uno de los Habsburgo españoles oyó una
vez una risa homérica llegar desde los jardines de El Escorial hasta la
sala del trono. «Éste», dijo entonces el rey, «o está fuera de sí, o está
leyendo el Quijote». ¿Qué es lo que sus lectores primerizos encontra-
ban tan divertido en este libro?
-317-
Por cierto, el autor habría querido que lo cómico radicase en el
«síndrome literario» hipostasiado en aquel personaje alto y enjuto, de
cerebro reseco a fuerza «de(l) poco dormir y de(l) mucho leer», quien
había perdido todo control sobre el «horizonte de espectativa» (de los
demás), ya que su actuación hacía caso omiso de la distancia «entre
ficción y realidad» y su discurso pasaba por alto la oposición entre la
«función poética y la función práctica del lenguaje» (H. R. Jauss).
Dudo sin embargo si el público del 17 o del 18 estuviera capa-
citado para captar el humorismo de tan refinada interpretación. En
cambio, cada vez que la propensión cervantina a la practical criticism se
traducía en practical jokes (cuando, por ejemplo, los molinos de vien-
to desmentían contundentemente a quien los tomara por gigantes o
cuando una moza aldeana de réplica vivaz le tiraba a la cara el lenguage
florido con que el caballero la había acogido como a Dulcinea), los lec-
tores contemporáneos no tardaban en estallar en sonoras carcajadas.
En el siglo 19 ese paradigma de lectura cambia radicalmente,
con las nuevas pautas interpretativas que trae el Romanticismo. Los
románticos advierten que, grotescas y todo, las desventuras del Ca-
ballero de la Triste Figura dejan tras ellas un resto irreductible de
humanidad y de nobleza que rebasa ampliamente el patrón cómico.
Para rendir cuentas de su intuición, los lectores del momento aban-
donan o invierten el punto de vista del autor, separando al héroe
novelesco de la novela misma. Consecuencia de esta ruptura herme-
néutica es que el caballero andante de La Mancha gana una nueva
dimensión, a la vez heroica y trágica. En adelante don Quijote será el
incorregible soñador quien, por su ideal, libra un combate encarni-
zado en contra de la realidad mezquina y pedestre, y cuyos sucesivos
fracasos no le hacen desistir, ni flaquear siquiera, en el cumplimiento
de tal misión.
La historia de esta versión interpretativa viene marcada por hi-
tos bien visibles. Antes de examinarlos uno a uno, aunque sea de-
prisa, recordemos una brillante excepción, la de Gustave Flaubert
quien, en plena época de inflamación romántica, vuelve con su
Madame Bovary (1857) a la visión cervantina, pero con una mirada
más dura, al hacer de la heroína adúltera por novelera, la quinta
esencia de lo cursi.
-318-
Por el contrario, el ensayo de Iván Turgueniev, Don Quijote y
Hamlet, escrito más o menos por las mismas fechas (1860), es típi-
camente romántico. El autor opone el príncipe de Dinamarca al hi-
dalgo manchego, como dos principios morales eternos y universales:
el del escepticismo introvertido y egoista frente al altruismo entu-
siasta. El uno abandona el escenario de la vida asqueado del mundo
y desdeñando a sus semejantes, con el adagio nihilista The rest is
silence. El otro se despide de la humanidad como Alonso el Bueno,
conservando indemne toda su fe en la eternidad del amor. La tesis de
Turgueniev tuvo un enorme eco en la literatura rusa donde, no por
casualidad, nació el más fehaciente don Quijote poscervantino: el
príncipe Myshkin de Dostoyevski.
El nec plus ultra de las disquisiciones románticas en torno al hé-
roe se considera, con justa razón, ser La vida de Don Quijote y Sancho
(1905) de Miguel de Unamuno. El filósofo de Salamanca destaca al
personaje del « guión » novelesco, nada menos que para enfrentarlo
al autor de la novela. Don Quijote es un Redentor y un Mesías en
potencia, pero “bachileres, curas y barberos” se han apropiado su
doctrina y la han desnaturalizado. Contra esos infames usurpadores
— uno de ellos siendo el propio Cervantes —, Unamuno llama a la
cruzada para rescatar de su su poder el sepulcro del “Cristo español”.
Finalemente, al mismo paradigma romántico pertenece otra lec-
tura filosófica al personaje don Quijote realizada por Georg Lukács
en su Teoría de la novela (1920), obra maestra del período premar-
xista del autor. Para Lukács la novela constituye el epos de la era bur-
guesa, donde la vida ha dejado de ser una “totalidad”, en tanto que
su sentido “real y vivido” le aparece al ser humano como “problemá-
tico”. Por ende la humanidad del héroe novelesco se tiñe igualmente
de “problematicidad”, en virtud a la “pura negatividad de su ideal”.
En la galería de los héroes problemáticos, don Quijote representa
el tipo del «idealismo abstracto», eso es la concepción trágica de un
universo poseído por fuerzas demoníacas que le impiden satisfacer
las exigencias aprióricas de la idea.
Hoy en día, pese a que la vulgata romántica se mantiene aún
en forma, al nivel de la interpretación empieza a plantearse cada
vez más la cuestión del retorno desde la « lectura » del héroe a la
-319-
lectura de la obra. Es, por ejemplo, lo que propone el famoso es-
tudio Mensonge romantique et vérité romanesque (1961) de René
Girard, desentrañando de las páginas del Quijote la estructura no-
velesca básica, que es el “deseo triangular” (o según el tercero):
don Quijote renuncia a escoger personalmente el objeto de su
deseo, dejando tal elección a cargo de Amadis de Gaule.
Avanzando por este camino, lo ideal sería que el público reco-
brase el ánimo risueño con que, según P. E. Russel, Anthony Close
y otros hispanistas británicos, el Quijote se leía antaño as a funny
book. Desde luego, las tundas y las volteretas no son precisamente
el género de diversión que buscamos hoy en las novelas. Semejante
humorismo palurdo desempeña más bien un papel «pedagógico»:
quien ignora lo real será castigado por la realidad misma; pero hace
mucho que las moralejas de tal índole ya no satisfacen nuestro gusto
estético. Ya es tiempo de que el lector extraiga un placer superior de
las inagotables reservas de ironía cervantina.
Así, el proceso de recepción pasa a enfocar la segunda pregunta
hermenéutica que formulaba más arriba: ¿el arte de Cervantes se re-
duce acaso a su intención polémica hacia el mito caballeresco? Según
Ortega y Gasset, la respuesta afirmativa resulta esencial para la ac-
tualización estética de la novela. Ella nos hace ver que la dimensión
irónica es un componente estructural del Quijote, ya que la crítica de
las historias de caballerías adopta aquí la modalidad paródica.
Ahora bien, este tipo de ironía supone la existencia de un vínculo
intertextual muy estrecho entre dos obras literarias, donde la una
deconstruye y a la vez “rescata” a la otra231. En efecto, ¿qué quedaría
hoy de las aventuras de Amadís de Gaula, de Palmerín de Inglaterra
y de tantos y tantos otros caballeros andantes, si Cervantes no las
hubiese incorporado en su obra maestra, siquiera como alusiones
burlescas?
En la medida, pues, en que el lector actual se muestre capaz
de ir al encuentro del Quijote con una sonrisa irónica en sus la-
bios, la recobrada alegría de leer le ayudará a percatarse de la
231 Véase supra, “De la Mímesis…”, donde se tratan detalladamente este y otros temas
relacionados con la poética de la parodia.
-320-
paradoja fundamental sobre la que descansa esta obra. La parodia
es el principal instrumento de la crítica, pero al mismo tiempo
dulcifica sensiblemente sus ácidos.
Cervantes no se acerca a los cuentos caballerescos con el ceño
fruncido ni con el genio ofuscado de un inquisidor, sino con el
alma llena de ternura. Para decirlo en palabras de Borges, «El Qui-
jote es menos un antídoto de esas ficciones, que una secreta despe-
dida nostálgica».
-321-
-322-
TRES ITINERARIOS DE LA RECEPCIÓN
A
l plantear el conflicto — a veces sordo y otras veces abierto
— entre el Quijote y don Quijote, la lectura romántica de la
novela cervantina ha dado lugar a una doble emancipación,
la del héroe respecto de su ámbito ficcional de origen y aquélla de
la ficción misma respecto de su contexto histórico-literario puntual.
Ambas han llamado y siguen llamando mayormente la atención de
los escritores, desde cuyo punto de vista la posteridad quijotesca va des-
plegádose durante los últimos dos siglos en dos direcciones principales::
la carrera del hidalgo manchego en otras literaturas y las enseñanzas que
el Quijote proporciona a novelas y novelistas de otras épocas.
-323-
La fascinante historia de los “clones” quijotescos ya se ha escrito
para el área occidental. En lo sucesivo me propongo completarla,
con referencia a algunos espacios literarios y culturales este y sudeste
europeos, menos conocidos por el público hispanoparlante.
1.1.— Las letras griegas cuentan con la primera traducción de
la novela cervantina fuera de Europa Occidental (antes de 1740)232,
pero dejaron pasar otros dos siglos hasta alcanzar la meta de tener un
Quijote íntegral, procedente del original castellano (ed. definitiva:
Cervantes 1959). Logro para el cual aunaron sus esfuerzos Cl. Kar-
thaíos, poeta y profesor de balística en la Escuela Militar de artillería,
y la escritora e hispanista Julia Iatrides, hija de un violinista donos-
tiarra radicado en Atenas.
Dicha versión, que desde fines de 1919 había comenzado a
publicarse por entregas en la prensa, ocasionó en su momento un
interesante diálogo poético sobre el tema quijotesco, entre los tar-
dosimbolistas Costas Ouranis (1890-1953) y Costas Karyotakis
(1896-1928). La visión convencional del primero, ceñida a la vulga-
ta romantica, se apoya en la consabida antítesis entre el genio solita-
rio y el vulgo ignaro que, ora lo escarnezca o le siga (como Sancho),
permanece del todo incapaz de comprenderle233:
-324-
más o menos por las mismas fechas) habla del «idealismo abstracto»
de don Quijote. El poeta griego intuye tal rasgo caracterológico y lo
interpreta como una forma de alienación234:
234 Esta versión es también literal; el original está escrito en decapentasílabo yámbico,
o «verso político» (que es el metro «nacional» neogriego), y las estrofas tienen rimas
cruzadas (abab).
-325-
es la transmisibilidad de la locura heroica; de tan potente virus ni
siquiera los antagonistas del Caballero quedan a salvo, pues inclu-
so para divertirse a costa de él no tienen más remedio que adoptar
su lenguaje y conducta. Efectos similares surten los descabellados
y quiméricos proyectos que Zorba propaga incesantemente por su
entorno, llegando a contaminar con ellos hasta al sensato narrador.
El segundo rasgo quijotesco rastreable en la novela de Kazantzakis es
la relación pedagógica muy especial que se desarrolla entre el amo y
el escudero. En Cervantes, tal relación es de doble vía: don Quijote
alecciona a Sancho sobre el mito caballeresco, toda vez que recibe
de él lecciones de sentido común. Finalizada la obra, se patentizan
los paradójicos resultados del mútuo aprendizaje: reniega el amo de
su vana ilusión, mientras al «fiel Sancho» le toca, según Unamuno,
divulgar urbi et orbi el mensaje quijotesco. Ahora bien, para Ka-
zantzakis la asignatura única de cualquier didáctica iniciática es el
arte de vivir con plenitud. En este sentido, el examen de la pareja de
protagonistas de su novela demuestra contundentemente que Zorba
hace las veces de maestro y el narrador, de aprendiz. La transmisión
de contenidos pedagógicos fluye aquí en sentido único y sus hitos
aparecen trastocados con respecto al Quijote. En otras palabras, de
conformidad con su populismo veteado de Nietzsche, Kazantzakis
parece querer decirnos que siempre el pueblo debe adoctrinar a los
intelectuales (y jamás al revés).
Nikos Kazantzakis era coetáneo de Cl. Karthaios y, por supues-
to, conocía su traducción del Quijote. Sin embargo, huellas de la
misma no es posible rastrear en Zorba, pues en el libro no se hacen
referencias explícitas ni directas a la obra cervantina. Por otro lado,
el cretense había viajado reiteradas veces por España y tenía un
conocimiento satisfactorio de la literatura española, incluídos los
principales escritos de Unamuno (cuya influencia se siente, por
ejemplo, en el ensayo filosófico Salvatores Dei de Kazantzakis). Su
novela se pliega a un modelo hagiográfico, probablemente de tradi-
ción bizantina235. Pese a ello, no es del todo imposible que algunas
235 No en balde su título original es Bíos kai politeía tou Alexi Zorbá, a saber “Vida y
milagros” (de A. Z.), un rótulo que suelen llevan las vidas de santos en el cristianismo
oriental.
-326-
de sus opciones en la construcción del personaje impliquen recuer-
dos y reminiscencias del „evangelio” unamuniano sobre el „Cristo
español”.
No quisiera poner el punto final a mi revisión de la posteridad
griega de Don Quijote antes de referirme a dos obras de la misma
serie, que se dieron a conocer durante el último tercio del siglo
pasado.
La primera es la novela utópica y alegórica Don Quijote en el Pa-
raíso (1975), de Stelios Xefloudas (1901-1984), autor injustamente
olvidado de la Generación de los 30. El argumento de su libro es, en
resumen, el siguiente. don Quijote y Sancho son recibidos con ho-
nores en el reino celestial y sentados a la derecha del Señor, al lado de
Sócrates, John Kennedy y Martin Luther King. Pero aun en el tras-
mundo, los héroes no dejan de sentirse solidarios con la humanidad
martirizada del siglo 20. Así que piden permiso a Dios para retornar
a la Tierra y ponerse a la cabeza de una cruzada, tan radical como pa-
cífica, que libere definitivamente el mundo de toda opresión. El final
de la novela muestra al caballero y a su escudero esperando (quizá
para toda la eternidad) el veredicto de la Divina Providencia. Como
puede apreciarse, en el libro de Xefloudas — compuesto durante el
ominoso septenio de la Junta militar (1967—1974) y publicado al
año de la restauración de la democracia en Grecia — no queda gran
cosa de su supuesto origen cervantino: máxime un tenue pretexto
temático, que el autor parece «traducir» al lenguaje politizado de la
década de los 60.
La segunda es la obra Don Quuijote en nuevas aventuras (1993),
de mi recordado amigo, el autor teatral Basilio Ziogas (1935—
2001). Esta parábola dramática es también una «traducción» del
mito quijotesco, esta vez al idioma universal del Posmodernismo.
El Caballero de la Triste Figura, Sancho y Dulcinea se mueven en
un espacio de inmaterial rarefacción, que a veces parece de cien-
cia ficción y otras veces recuerda un auto sacramental del Siglo de
Oro236.
236 La más completa hasta la fecha cartografía de “las andanzas de Don Quijote por la
literatura griega” puede consultarse en el estudio monográfico dedicado a este asunto
por la comparatista Alejandra Samuel, de la Universidad de Chipre (Samuel 2007).
-327-
1.2.— Examinemos a continuación el destino de don Quijote en
la literatura rumana.
Igual que en Grecia, traducciones y adaptaciones cervantinas
empezaron a aparecer en Rumanía desde la tercera década del siglo
19. Sin embargo, el proceso de occidentalización institucional y cul-
tural, iniciado en ese mismo período, fue aquí mucho más amplio
y profundo que en el país vecino. Tratándose de la única nación
latina de los Balcanes, entre las prioridades del momento se contaba
naturalmente el despegue de la filología romance. De este caldo de
cultivo despuntó la figura de Ştefan Vârgolici (1843-1897), precur-
sor del hispanismo rumano, quien, entre 1882 y 1891, publicó por
entregas, en la prestigiosa revista literaria Junimea de Jasi, su traduc-
ción del primer Quijote (1605), a partir del original.
Lo que es importante, versiones como ésa, y como las prece-
dentes o las ulteriores, ya entrado el siglo 20, no llegan solas sino
acompañadas de otras obras pertenecientes a distintas comarcas de la
literatura española, que a su vez configuran un incipiente horizonte
de expectativa para la recepción de la novela cervantina en su contex-
to específico. Dicho horizonte se ensancha considerablemente con
el aporte del pensamiento unamuniano, donde el agón y la «agonía»
de la hispanidad se cifran justamente en la figura de don Quijote;
pensamiento cuya influencia se hace sentir en Rumanía a partir del
Entreguerras237.
Como por las mismas fechas alcanza su madurez la novela ru-
mana de temática urbana, donde el debate de ideas ocupa un lugar
de peso, no es de extrañar que en sus páginas comiencen a aparecer
personajes de corte quijotesco. Entre ellos, el más memorable me
parece el poeta Teodor Ladima, protagonista de Patul lui Procust (‘El
lecho de Procrustes’, 1933), de Camil Petrescu (1894-1957). Aquí,
para empezar, el autor echa mano del potencial crítico, implícito en
la oposición entre el mito y la realidad cotidiana. Como en el caso
del héroe cervantino interpretado por los románticos, el fracaso de
237 Así, el traductor de Hegel, D.D. Roşca, tras divulgar la filosofía de Unamuno en
una nutrida serie de estudios y artículos, se muestra incluso deudor de la misma
en su ensayo Existenţa tragică (‘La existencia trágica’, 1934), donde son claramente
perceptibles ecos del Sentimiento trágico unamuniano.
-328-
los nobles designios y hechos de Ladima revierte en denuncia de una
sociedad perversa y absurda, donde la bondad y la pureza quedan
marginadas, mientras triunfan el cinismo y la vulgaridad. Por otro
lado, Camil Petrescu — quien poseía una sólida formación me-
tafísica — parece haber construído su obra sobre la idea del como
si238, de reconocida presencia en el «quijotismo» y su posteridad.
Mediante una sutil dialéctica caracterológica, el héroe del narrador
rumano supera la bovárica percepción idealizante de sí mismo (cf.
de Gaultier 1993: passim) y pasa a conducirse y a actuar «como si»
el mundo estuviese hecho a la medida de sus ideales y deseos. El
precedente quijotesco se halla en aquel episodio donde el prota-
gonista de Cervantes hace de la ficción de la Dulcinea encantada
un recurso defensivo contra la contundente realidad de una moza
aldeana cualquiera (DQ 1615: 10). Ladima lleva al extremo la triste
treta del ingenioso hidalgo: al percibir la sórdida y mediocre índole
de su pasión por la vulgar Emilia, se suicida «como si» lo hiciera por
amor a la brillante señora T. (uno de los personajes femeninos más
fascinantes de la literatura rumana).
238 El «ficcionalismo» o Philosophie del Als-Ob (‘Filosofía del como si’) es una de las
corrientes del idealismo alemán, representada por Hans Vaihinger (1852—1933), con
su libro homónimo (1911).
239 Cf. supra, “Legado quijotesco y albaceas críticos”.
-329-
tanto «hamletianos» como «quijotescos». Él propio Turguéniev da el
ejemplo, con su novela Rudín, cuyo argumento es la vacilación de un
intelectual ruso decimonónico entre los respectivos dos polos. Tem-
peramentalmente un Hamlet, Rudín acaba a lo don Quijote, com-
batiendo en las barricadas de la insurrección parisina de junio 1848.
Tampoco deben ser ajenos a esta propuesta hermenéutica los
«humillados y ofendidos» que abundan en la novela rusa de la época.
Pese a que los especialistas sólo han visto aquí el influjo ideológico de
los «populistas» (narodniki), bien mirado el «humillado y ofendido»
representa, en mi opinión, la versión antiheroica de don Quijote240.
Demasiado débil para rebelarse contra el mundo existente y para
oponer resistencia a sus engranajes que le están triturando, el hom-
brecito de Gogol, Chekhov o del joven Dostoyevski posee, a pesar de
los pesares, inagotables reservas anímicas de bondad, generosidad,
ternura y amor, tantas que todos los fracasos de su vida no lograrán
destruirlas. La carrera de este tipo literario culmina en la obra madura
del mismo Fiódor Dostoyevski, específicamente en su Idiota. Pese a
su origen aristocrático, el príncipe Myshkin, no deja de pertenecer a
la galería de los «humillados y ofendidos»—; precisamente por eso,
viene a ser a la vez el más creíble don Quijote postcervantino que he
podido conocer en la literatura universal241. Finalmente, es también
Dostoyevski quien, a través de la antítesis entre los hermanos Aliosha
e Iván Karamazov, injerta la tipología bipolar de Turgueniev en un
guión novelesco funcional y convincente.
240 …en tanto que el “hombre de sobra” (lišnyj čelovek), otro tipo humano muy frecuenbte
en la misma área ficcional, podría representar un correlativo Hamlet antiheroico.
241 Por otro lado, esta misma novela incluye una escena quijotesca «apocrifa», que puede
calificarse de parodia positiva a Cervantes.
-330-
A continuación me detendré brevemente sobre tres aspectos de
este tipo.
242 …cuando no en formación múltiple; para detalles véase supra, “El Arte del
palimpsesto”: § 4.
-331-
que se supone ser el de Cervantes mismo, encarga al tercero, un
anónimo «morisco aljamiado», verter al castellano las aventuras del
paladín manchego, a partir de su original manuscrito en árabe (DQ
1605: 9). En la segunda parte, por razones que ya conocemos varía
el propósito inicial y el escritor persigue ya no tanto zaherir lecturas
y lectores descarriados de historias caballerescas, sino más bien adju-
dicarse el copyright exclusivo de su propia novela. Así, tras las efigies
narratoriales despunta toda una problemática de la autoría, que a
su vez secreta una intriga autónoma. Contra el antinarrador, aúnan
fuerzas el «auténtico», su traductor y el comanditario, formando así
un «bloque auctorial», que a su vez traba alianza con el engendro de
su ficción.
Tal dramatización múltiple debe de haber movido al autor de
Cien años de soledad a emular la estratagema respectiva de manera
igual de proliferante. Entre los distintos emblemas del narrador
que llegan a poblar el «abismo» de su novela, uno se llama inclu-
so Gabriel. Otro, el gitano Melquíades, se empeña en escribir la
crónica de los Buendía, un libro que estábamos leyendo desde el
mismo instante de abrir el de García Márquez, según se nos revela
al cerrarlo.
-332-
y la «polifonía» novelescos (cuya novela crítica salió de la inspirada
pluma de Bakhtín). En su estática, las tres visiones se despliegan una
sobre otra, a guisa de inscripciones sucesivas sobre la faz de un per-
gamino reutilizado. En este aspecto, el Quijote prefigura claramente
la «novela-palimpsesto», eso es el proyecto de cuya fascinación nació
El cuarteto de Alejandría de Lawrence Durrell244.
-333-
-334-
TRES ITINERARIOS DE LA RECEPCIÓN
III. UN KAFTÁN PARA DON QUIJOTE
E
n vísperas del cuarto centenario del primer Quijote, una nueva
versión del libro apareció en Rumanía (Cervantes 2004). Gra-
cias al esmero y el ingenio del poeta e hispanista Sorin Mărcu-
lescu, un suntuoso kaftán de boyardo valaco vistió los hombros del
ingenioso hidaldo manchego.
Es un honor de sobra merecido, tanto por el original como por el
espacio cultural de acogida, al que de hecho y de derecho pertenecen
— igual que las obras originales y junto a ellas — los logros (y los
fracasos) de la traducción. Por consiguiente, el marco de referencia
adecuado para juzgar tanto la „práctica traductora” como sus resul-
tados, será justamente la lengua y la literatura meta.
Tal idea representa una de las adquisiciones más valiosas de la
„traductología” de las últimas décadas, y se deduce de la „teoría del
polisistema” acuñada por el estudioso israelí Itamar Even-Zohar
(1978 y 1981). A la zaga de los Formalistas rusos y de la Escuela
de Praga, Even-Zohar sostiene que una literatura nacional incluye
la totalidad de los textos literarios y afines compuestos en la lengua
nacional, que se constituyen en „un agregado de sistemas”, llama-
do el polisistema literario (PSL). La función básica de tal agregado
es asegurar la mayor fluidez posible al proceso de transferencia, tan-
to dentro como fuera del PSL. En la segunda dirección protagoni-
zan, desde luego, las versiones, refundiciones, adaptaciones — para
mayor comodidad las traducciones (interlinguales). No es, pues, de
-335-
extrañar que uno de los sistemas que integran el PSL sea justamen-
te la „literatura extranjera traducida” (LET), eso es la consabida
Foreign Literature in Translation, como se la llama en los programas
curriculares de las universidades anglosajonas. A su vez, la LET
está compuesta de una serie de subsistemas, los „intertextos de tra-
ducciones” (ITT), cada uno de ellos incluyendo el conjunto de las
versiones de una obra determinada a una lengua meta determina-
da. A mi modo de ver, aquí también tienen cabida los originales
respectivos, al menos a partir del punto y el momento precisos en
que la dinámica de la transferencia los atrae dentro del sistema de
la cultura „anfitriona”.
En principio, pues, tendríamos que examinar la gestión de Sorin
Mărculescu en el contexto de todas las versiones rumanas de Don
Quijote, en „lectura cruzada” tanto con el original castellano como
con eventuales „originales” intermedios (en el caso de las traduccio-
nes hechas a partir de tercios idiomas). Es un tema copioso para una
tesina o incluso para una tesis doctoral, pero que, por ello mismo,
desalienta de plano cualquier acercamiento en los límites de esta bre-
ve reseña. Por consiguiente me limitaré a un mínimo sector de este
ITT, aislando la versión de Sorin Mărculescu y el original cervanti-
no245, con la esperanza de poder descubrir — o siquiera adivinar —
las astucias y estratagemas mediante las cuales el texto meta atrae al
texto fuente dentro del espacio de la lengua y la literatura rumanas.
Dicho proceso tiene, de hecho, una índole interactiva, cuyo caso
ideal se definiría, según George Steiner, como „intercambio de ener-
gía sin pérdida”. Mi tesis es que ello reside en un doble enajenamien-
to: de los dos términos implicados, desde y hacia ambos sentidos.
Para poder demostrar esta idea necesito emprender un nuevo rodeo
teórico.
Even-Zohar manifiesta que la posición de un sistema dentro de
otro más amplio puede ser primaria, lo cual significa que el subsis-
tema en cuestión „participa activamente en la modelación del ‘cen-
tro’ del polisistema”, o secundaria, de actividad limitada y marginal.
245 No prescindire sin embargo de ciertas referencias a la más presitigiosa versión anterior,
a cargo del erudito comparatista Edgar Papu (1908-1993) y del escritor y crítico de
arte Ion Frunzetti (1918-1985).
-336-
Las primarias son actividades que alimentan al polisistema con mo-
delos y tendencias innovadoras y renovadoras; las secundarias tien-
den a „conservar el código existente”. En condiciones (digamos)
normales, la LET conforma un sistema secundario de la literatura
nacional; puede sin embargo verse proyectada hacia centro del PSL,
siempre y cuando éste reúna por lo menos uno de los siguientes
requisitos: (a) „que el polisistema no esté cristalizado, a saber que
la literatura receptora sea aún ‘joven’, en vías de estabilización”, (b)
„que una literatura o bien sea ‘marginal’ o bien ‘débil’, o las dos
cosas” y (c) „que la literatura respectiva esté cambiando de rumbo,
atraviese una crisis o presente importantes lagunas”.
Para quien está medianamente familiarizado con las letras ruma-
nas, es evidente que aquí las tres condiciones formuladas por Even—
Zohar se cumplen, y con creces, pues coinciden con determinados
síndromes o “complejos” culturales crónicos que obsesionan a los
rumanos. Tales son el perpetuo recomenzar, la falta de aceptación
y/o de audiencia, el complejo provinciano y otros por el estilo (cuyo
diagnóstico y análisis emprendieron los más lúcidos representantes
de la cultura crítica en su país). Pues bien, cuando dichos complejos
se manifiestan con peculiar virulencia, asistimos a verdaderas irrup-
ciones de las traducciones de literaturas extrajeras, en directa cone-
xión y con la participación inmediata en los debates que agitan el
núcleo candente del espacio literario autóctono. Para limitarnos al
caso del Quijote, comprobamos que la historia de su ITT señala y
viene señalada por, al menos, tres “cambios de rumbo”, tres momen-
tos en que la cultura rumana ha estado deplegando intensos esfuer-
zos por sincronizarse con Europa.
La primera es la fase de formación e instalación del subsiste-
ma LET en el centro mismo del endeble PSL moldovalaco, que
intentaba salir de una interminable “Edad Media” (prolongada
hasta el umbral del siglo 19). Una brillante generación intelectual
— la que en sus años mozos había iniciado las revoluciones de
1848 en los Principados Danubianos y en su madurez edificaría
el Estado rumano moderno — desplegó paralelamente una fre-
nética actividad de traducción y adaptación de obras maestras de
las literaturas occidentales — entre las cuales la novela cervantina
-337-
no habrá faltado —, con el propósito de dotar la cultura rumana
de una tradición importada que le permitiese “quemar etapas” y
conectarse con el mainstream del Romanticismo europeo. Benefi-
ciario de sus esfuerzos y fatigas fue, a fines del diecinueve, Mihai
Eminescu (1850—1889), poeta „nacional” de los rumanos (y ade-
más un magnífico traductor), cuya lírica de sonido hondo, maduro
y lleno nos descubre al último gran romántico de Europa.
No es una mera casualidad el hecho de que la versión quijotesca
de Edgar Papu e Ion Frunzetti apareció a mediados de los sesenta,
coincidiendo así con el tímido „deshielo” rumano al finalizar la era
estalinista. Como tampoco es casual el que, con ello, dos traducto-
res, pertenecientes por su edad a las últimas hornadas interbélicas,
acompañaran el esfuerzo de la Generación literaria de los ’60, por re-
anudar con el modernismo rumano de entreguerras, ése sí en sinto-
nía con el modernismo y la vangardia europeos. El Quijote de Papu y
Frunzetti (si no me equivoco la primera traducción rumana íntegra,
a partir del idioma original) abrió a lo largo de la década siguiente el
camino para la recepción de los grandes ensayistas españoles (Una-
muno, Ortega y Gasset, Ramiro de Maeztu etc.), en cuyas páginas
la novela y sobre todo el héroe de Cervantes venían interpretados en
perspectiva contemporánea, centrada sobre la complicada dialéctica
entre el centro y la periferia, es decir sobre la ambivalente relación
de España con Europa. Tal problemática no podía no consonar con
obsesiones, traumas y “complejos” de una cultura como la rumana,
que se sentía marginalizada y debilitada por su larguísimo aislamien-
to detrás del “telón de acero”.
De los ejemplos analizados anteriormente puede deducirse con bas-
tante precisión en qué consiste, en un primer sentido, el antemencio-
nado “enajenamiento” del Quijote. Mediante traducciones efectuadas
en momentos críticos de la cultura receptora, la obra cervantina viene
“transferida” sobre el terreo del PSL rumano e implicada en actividades
“principales” que se llevan a cabo en la zona central del mismo.
El tercer caso, vinculado con el nombre de Sorin Mărculescu,
no constituye excepción, pero parece dotado de mayor gravedad.
La versión respectiva aparece en un momento de crisis cultural,
que no atañe sólo, ni siquiera en primer término a Rumanía, sino
-338-
a Europa misma. Diríase que la civilización occidental estuviera
perdiendo confianza en sus propios valores, en su universalidad,
dejándose resbalar en la indistinción, la confusión y el relativisno
postmodernos. El intento de trasplantar la primera novela europea
en el suelo idiomático de una población marginal, que acaba de
retornar a Europa tras un exilio largo y atroz, es señal de que, al
menos para ellos, los repatriados, dichos valores conservan todavía
su sentido.
Por último, la lengua rumana, que reciente y penosamente se ha
construido una modernidad literaria, necesita ahora asentar tal edifi-
cio sobre fundamentos más sólidos, que la historia real le negara. El
significado más noble de la proeza traductora de Sorin Mărculescu es
justamente éste: a través de su Quijote rellena esta laguna, otorgando
a los rumanos un Renacimiento virtual. Sin embargo, para que el
espacio receptor pueda acoger tal ofrenda, es preciso que salga a su
encuentro, sometiéndose a sí mismo a un enajenamiento simétrico,
pero desde la dirección contraria.
En concreto, el traductor anhela mostrarnos qué sería (o qué
habría sido) del PSL rumano si, a su debido tiempo, hubiese ac-
tualizado una dimensión renacentista. Semejante propósito, aun-
que de índole contrafactual, no es tan irrealizable como parecería
a simple vista, toda vez que obedece a la lógica del deseo y del (en)
sueño, que es la racionalidad propia del arte y la literatura. Desde
el punto de vista del arte de la traducción, la respuesta a la pregun-
ta anterior resultará del examen de la práctica traductora operante
en el caso preciso con que tenemos que ver. Práctica que, a su vez,
puede clasificarse con arreglo a una tipología antitética, en función
del hincapié hecho en la llengua/el texto fuente o en la lengua/el
texto meta. En otras palabras, el traductor o bien se esforzará por
reproducir la extrañeza y la distancia espaciotemporal que median
entre el origen y el destino de su itinerario, o por reducir drástica-
mente la distancia respectiva, aclimatando y asimilando el original
en el espacio cultural de acogida. La distinción pertenece al teórico
francés Jean-René Ladmiral, quien llama el primer tipo sourcier, y
el segundo, cibliste.
-339-
Según Even-Zohar, la naturaleza de la práctica traductora depen-
de en grado sumo del lugar que ocupa el corpus de las traducciones
en el seno del polisistema. Al tratarse de una literatura antigua y
prestigiosa, en etapa culminante — caso de la francesa entre las dos
guerras, o de la(s) literarura(s) de expresión inglesa hoy en día —
la LET tiene una posición secundaria y alienta una práctica (val-
ga el barbarismo) „ciblista”, subordinando el texto ajeno a modelos
y estándares locales. Por el contrario, en un polisistema inestable,
en peligro o en crisis (como el rumano), la actividad traductora se
ve impulsada al centro, en tanto que el traductor de tipo „surcista”
asume la tarea de transferir al espacio propio modelos y estándares
extraterritoriales, capaces de remodelar el canon autóctono desde sus
cimientos.
La coyuntura histórica y cultural del PSL receptor, junto, proba-
blemente, a sus propensiones e intuiciones personales, han llevado a
Sorin Mărculescu a la opción „surcista”, actualizada como una prác-
tica traductora que insta al lector rumano a cometer „gestos menta-
les españoles” (como se felicitaba Ortega y Gasset a propósito de un
libro suyo en versión alemana) y, amén de ello, gestos cervantinos y
renacentistas. Antes de finalizar esta reseña seguiré de cerca su modus
operandi a dos niveles de la escritura.
El primero y el más visible es el nivel lexicosemántico. Aquí, el
traductor evita la tentación fácil de „hacer viejo”, `pues casi siem-
pre el vocabulario rumano „viejo” también es rústico. No así el
castellano de Cervantes, donde, al lado de los registros lingüísticos
alto y humilde, heredados de la tradición retórica medieval, duran-
te el Renacimiento se afirma otro intermedio, que es el nivel de la
„realidad representada” (dargestellte Wirklichkeit, como diría Erich
Auerbach), donde lo „alto” y lo „bajo” dialogan — en el sentido
de Bakhtín — y a menudo truecan sus respectivos lugares. Sorin
Mărculescu intenta, y las más veces consigue, re-creear — ¡contra-
factualmente! — un rumano literario modelado por una jerarquía
estilística de tipo occidental, a punto de participar en la dinámica
de la nueva síntesis iniciada por el Renacimiento. Ello sucede con
el famoso discreto, palabra-clave que define el savoir vivre renacen-
tista y barroco (que, pocas décadas después de editado el Quijote,
-340-
fue codificado por Baltasar Gracián). El traductor rumano lo equi-
vale con el vocablo d i s c e r n ă t o r el cual, sin ser „viejo” (de
hecho es un neologismo), semantiza como si el rumano hubiese
conocido el concepto respectivo, en la época respectiva246. Otra
opción lexicosemántica, acaso riesgosa, pero sólidamente motivada
por el traductor, consiste en la trasposición a la lengua meta de los
nombres propios que en original tienen transparencia figurativa:
tales vocablos trasferirán al rumano el efecto lúdico—humorístico
que producen en español247. Un tratamiento análogo reciben los
dichos y refranes que coloran el lenguaje de Sancho: en vez de
equivalerlos con locuciones idiomáticas rumanas de igual „morale-
ja”, Sorin Mărculescu las transfiere pura y simplemente a la lengua
meta, conservándoles, eso sí, tanto el „exotismo” como su tono
paremiológico.
Sin embargo la verdadera medida de su arte la da el traductor
rumano al nivel sonoro de su versión. En consonancia con inves-
tigadores actuales (como Michel Moner, Gustavo Illades y otros),
para quienes la novela, nacida bajo la „constelación de Guttenberg”,
mantuvo empero hasta hace poco su dimensión oral, Sorin Mărcu-
lescu tiene el interés de escuchar y la capacidad de oír el murmullo
polifónico de la narración. Sobre todo, tiene el don de transferir
-341-
al rumano no sólo el ritmo específico del discurso cervantino, sino
también los innumerables injertos prosódicos dentro del cuerpo del
relato: versos y astillas de versos procedentes de romances medievales
o de cantares de gesta, endecasílabos y alejandrinos de arte mayor,
pero también secuencias métricas secretadas espontáneamente por
un intelecto para el cual sólo las aguas de la poesía pueden fertilizar
el suelo de la prosa. Así, el Quijote rumano se lee, a saber suena como
si, igual que el español, fuera una vasta sinfonía en cuyo contrapun-
to vuelven a cobran vida las voces y los susurros que antaño habían
animado toda una época.
He aquí algunos de los nobles materiales — sedas, brocados,
pellizas y piedras preciosas — que Sorin Mărculescu ha utilizado en
la hechura de este lujoso kaftán para don Quijote.
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de Víctor Ivanovici
se terminó de imprimir en el mes de abril de 2016
en la Editorial Pedro Jorge Vera
de la Casa de la Cultura Ecuatoriana.
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