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La terapéutica de las enfermedades espirituales

y la adquisición de las virtudes

1. Terapéutica de la gastrimargía: la templanza


2. Terapéutica de la lujuria: la continencia y la castidad
3. Terapéutica de la filargiria y de la pleonexía: la no posesión y la limosna
4. Terapéutica de la tristeza: el duelo, la compunción y la alegría
5. Terapéutica de la acedia
6. Terapéutica de la ira: la mansedumbre y la paciencia
7. Terapéutica del temor: el temor de Dios
8. Terapéutica de la cenodoxia y del orgullo: la humildad

1. Terapéutica de la gastrimargía: la templanza

La acción terapéutica orientada a curar las enfermedades espirituales debe abordar en


primer lugar la gastrimargía. Primero, porque es la pasión más grosera y primitiva, y también
porque la victoria sobre ella condiciona el combate contra las demás pasiones.
San Gregorio Magno escribe: “Nadie puede progresar en la lucha espiritual si antes no
domina al enemigo que se camufla bajo los apetitos golosos. Es un error entrar en combate
contra unas potencias lejanas cuando se está sometido por las cercanas… Algunos, ignorantes
de la táctica que hay que seguir en esta guerra, se lanzan a combates espirituales sin haber
controlado su gula. A veces llegan a realizar cosas importantes que requieren mucho arrojo;
pero dominados por la gula, los atractivos de la carne les hacen perder todo provecho
obtenido”.
Escribe San Basilio: “El objetivo de la templanza lo realizamos de esta manera: por
una parte, usamos conforme a nuestras necesidades las cosas más simples, necesarias para la
vida, evitando toda saciedad; por otra, nos abstenemos de todo lo que no sirve más que para
el placer”. Y a la cuestión de cómo la templanza apaga la concupiscencia, San Máximo
responde: “incitando a suprimir todo aquello que no responde a una necesidad, sino que
procura solamente el placer. No permite que uno se conceda más que lo que es necesario para
vivir; no busca lo agradable, sino lo útil, y calcula la comida y la bebida conforme a la
necesidad”.
Se trata de invertir la actitud, de modo que el alimento se tome únicamente por
necesidad, o sea, para asegurar la vida y mantener o restablecer la salud del cuerpo.
La terapéutica no puede consistir en la mera abstención del alimento. No se trata de
abstenerse de la comida, sino en tomarla sin pasión.
Los Padres recomiendan evitar cualquier exceso, y dan como principio concreto de
aplicación no comer ni beber hasta saciarse y quedarse siempre con un poco de hambre y un
poco de sed.
San Juan Casiano escribe: “La regla general que hay que seguir respecto a la templanza
es permitirse… el alimento necesario para sustentar el cuerpo, no lo bastante para saciarlo”.
El carácter patológico no se deriva solamente de que es una perversión, sino sobre todo
del hecho de que aparta al hombre de Dios.
La gastrimargía no se origina en las necesidades del cuerpo, sino en ciertos deseos que
proceden del corazón, es decir, del hombre interior.
La templanza produce el efecto de “domar las pasiones del cuerpo”. Contribuye
asimismo a reducir las pasiones del alma, en particular la cenodoxia, el orgullo y la falutía, y a
restablecer las virtudes contrarias: la continencia y la castidad respecto de la lujuria, y la
humildad respecto al orgullo.
Si la gastrimargía suscita y nutre multitud de pensamientos apasionados, la templanza
ayuda a conservar el espíritu libre frente a los objetos y sus representaciones, a instaurar en el
alma la calma y la estabilidad, y a purificar el corazón, todo lo cual favorece la oración pura y
el conocimiento verdadero.

2. Terapéutica de la lujuria: la continencia y la castidad

La terapéutica de la lujuria muestra ser particularmente difícil; requiere mucha fuerza y


dedicación, y lleva mucho tiempo, como observa San Juan Casiano: “El segundo combate
según la enseñanza recibida de nuestros Padres, es contra el espíritu de la lujuria. Dura más
tiempo y es más tenaz que todas las demás y raros son aquellos que logran una victoria
completa. Es un combate terrible”.
La virtud que se opone a la lujuria es la castidad, en el sentido estricto del término.
Podemos distinguir dos modos de castidad: la castidad en el monacato y la castidad en el
matrimonio. Estos dos tipos de castidad, aunque difieren en su forma, apuntan, sin embargo, al
mismo objetivo, que es establecer en el cuerpo y en el alma la pureza sin la cual el hombre no
puede unirse a Dios.

Castidad monacal
La lujuria es una pasión que el cuerpo contribuye a realizar, su terapéutica requiere
especialmente, además de los remedios espirituales, la práctica de la templanza corporal. Por
eso los ayunos, las vigilias y el trabajo fatigoso, que mortifican el cuerpo son para el monje
unos medios esenciales para hacer frente a las tentaciones, tener continencia, guardar la
abstinencia y vencer la lujuria en este nivel.
Estas tres prácticas debilitan el cuerpo para privarlo de una energía excesiva que podría
fácilmente invertirse en la sexualidad, pero cada una de ellas posee una finalidad particular. El
objetivo del trabajo corporal es evitar la ociosidad, que favorece el nacimiento de pensamientos
apasionados y de fantasías. El objetivo de las vigilias es reducir el sueño, cuyo exceso favorece
la lujuria. En cuanto al ayuno, ocupa un lugar esencial en la medida en que el exceso de comida
muestra ser uno de los principales factores que favorecen la lujuria.
Por este motivo la terapéutica de la lujuria debe emprenderse después de la terapéutica
de la gastrimargía.
A estas prácticas ascéticas hay que añadir el “huir de la ocasión”, que se realiza
fundamentalmente mediante el retiro a la soledad.
Escribe San Juan Casiano: “Esta enfermedad, aparte de la mortificación del cuerpo y
la contrición del corazón, exige también la soledad y la calma para poder hacer que decaiga
la malvada fiebre de las pasiones y sanar por completo”.
A falta de aislamiento, es indispensable una rigurosa “vigilancia de los sentidos”,
especialmente de la mirada, que es junto con el tacto, el sentido que suscita con más facilidad
la pasión.
Estos medios, aunque constituyen una ayuda preciosa y a menudo indispensable, no
bastan en absoluto para acabar con la pasión. conviene combatir la lujuria en el plano del alma
tanto o más que en el plano del cuerpo.
Todos los Padres insisten en que la castidad no consiste principalmente en la continencia
corporal, y en que resulta inútil si el alma permanece habitada por deseos e imaginaciones
impuras.
La principal terapéutica de la lujuria está en la “custodia del corazón”, enseña San Juan
Clímaco: “No esperes rechazar al demonio de la lujuria mediante la discusión y la
contradicción, pues como tiene por arma a la naturaleza, hallará buenas razones”.
El papel de la oración es pedir a Dios la gracia sin la cual todos los esfuerzos humanos
para vencer esta pasión resultan ridículos y no pueden conducir a ningún resultado concluyente,
también es importante la lectura y la meditación atentas de la Escritura y la “memoria de la
muerte”.

Castidad conyugal
La castidad conyugal no significa la abstinencia sexual. La unión sexual pertenece por
esencia el matrimonio.
El primer principio para los esposos es no unirse con vistas al placer sensual, no dejarse
dominar por el placer. Esto no significa rechazar y excluir el placer ligado por naturaleza a la
unión sexual, sino la indiferencia respecto a él, el rechazo a hacer de él un absoluto. El placer
debe aparecer como un efecto de la unión.
La unión sexual debe situarse dentro del marco del amor mutuo de los esposos, realizar
en el plano de los cuerpos una unión análoga a la que tiene lugar en el plano de las almas.
Lo que debe presidir la unión de los esposos no es el instinto, manifestación impersonal
de la naturaleza biológica, ni siquiera el deseo, sino el amor.

La lujuria tiene como característica separar al hombre de Dios. Por el contrario, el


objetivo y el efecto de la castidad es reunirlo con Él.
Uno de los efectos notables de la castidad es establecer en el alma la estabilidad y la
paz. Contribuye a abolir las tensiones y las divisiones que se manifiestan entre el alma y el
cuerpo.
La castidad es una de las puertas de la caridad, y aparece como fuente de unos gozos
espirituales incomparablemente más elevados que los placeres sensibles a los que ha renunciado
aquel que la ha adquirido.

3. Terapéutica de la filargiria y de la pleonexía: la no posesión y la limosna

La filargiria y la pleonexía poseen como característica fundamental el ser insaciables.


En la base de estas dos pasiones está la inquietud del hombre frente a un futuro que no
conoce ni controla, y el intento de asegurar de algún modo este futuro mediante la conservación
o la acumulación de bienes materiales. El hombre confía en sus riquezas en lugar de esperar la
ayuda de Dios.

La no posesión
Puesto que la filargiria es un apego al dinero y más en general a los bienes materiales
que se poseen, y que la pleonexía muestra el mismo apego en el deseo de poseer más, las
virtudes que se les oponen inmediatamente son, por naturaleza, la no posesión y la no
adquisición. Significan el rechazo voluntario de poseer y de adquirir cualquier cosa, a excepción
de lo que es estrictamente indispensable para vivir.
No consiste sólo en no tenerlos. Se puede no tener nada y estar atormentado por el
espíritu de posesión y, a la inversa, se puede tener sin poseer, es decir sin estar apegado a lo que
se tiene.
La no posesión se manifiesta interiormente como ausencia de preocupación por los
bienes materiales. Escribe San Juan Clímaco: “La no posesión es el abandono de todo cuidado
por las cosas de este mundo, la liberación de todas las inquietudes de la vida”.

La limosna
Mientras que el dinero y los bienes materiales deben normalmente servir para satisfacer
las necesidades esenciales del hombre, en las pasiones de la filargiria y la pleonexía éste
pervierte su función, confiriéndoles un valor en sí mismos y haciendo que sirvan para su propio
disfrute.
El hombre deja así de considerar a su prójimo, rechaza a quien comparte su naturaleza
y rechaza asociarse a él. La filargiria y la pleonexia contradicen la caridad.
La caridad aparece como uno de los principales remedios contra estas dos pasiones.
La virtud de la limosna consiste en compartir los propios bienes, en dar lo superfluo a
quienes lo necesitan, y hasta lo necesario a quienes carecen de ello.
Para que tenga un valor espiritual, la limosna debe hacerse de forma desinteresada, es
decir que el donante no debe esperar de ella beneficio de ninguna clase, sobre todo el que se
deriva de la autosatisfacción.
La naturaleza de la limosna no es el dar, es la diligencia y la alegría de dar. Esta alegría
atestigua que la limosna procede realmente de un espíritu de caridad.
La limosna produce el efecto de favorecer la oración. Nutre, fortalece e ilumina el alma,
y es para ella una fuente de alegría espiritual.
Mientras que la no posesión fortalece la humildad, la limosna desarrolla la humildad de
la que es fruto.
Practicando la limosna, el hombre imita a Dios. Al realizar de este modo su naturaleza,
el hombre, al que la filargiria y la pleonexía habían vuelto inhumano y similar a un animal
salvaje, se vuelve de nuevo un ser humano.

4. Terapéutica de la tristeza: el duelo, la compunción y la alegría

La terapéutica de la tristeza, más que la de cualquier otra pasión, supone la conciencia


de estar enfermo y la voluntad de sanar. No es raro que el enfermo se abandone pasivamente a
su estado, a veces sin darse cuenta de que expresa de una pasión particularmente grave por sus
nefastos efectos sobre toda la vida espiritual.
El combate contra la pasión de la tristeza y la victoria sobre ella, no permite al hombre
acceder inmediatamente al estado que constituye lo contrario de la tristeza, es decir, la alegría.
El hombre debe tender a liberarse de la tristeza-pasión para dejar paso a otra forma de
tristeza, virtuosa esta, que es la única que puede permitirle conocer la verdadera dicha.
La tristeza virtuosa también llamada duelo, aflicción o compunción, consiste para el
hombre, en primer lugar, en afligirse por estar separado o alejado de Dios, por estar privado de
los bienes espirituales.
La tristeza virtuosa no es de otra naturaleza que la tristeza-pasión, no se distingue de
ella más que por el fin que el hombre le asigna y por el objeto hacia el cual la dirige.
Para adquirir una compunción permanente, el hombre debe primero tener una
conciencia incesante de sus pecados.
Y puesto que la compunción es un don de Dios, y Dios no impone sus dones, el hombre
debe rezar para pedirla y obtenerla.
La tristeza virtuosa es para el hombre una vía esencial del arrepentimiento, que le
permite obtener de Dios el perdón de sus pecados y la curación de sus pasiones.
Otra forma de la tristeza virtuosa consiste en afligirse por las faltas del prójimo.
Clemente de Roma subraya que es propio de la conducta normal del cristiano llorar por las
faltas de su prójimo y hacer suyas las debilidades de éste.
San Teodoro hace notar que, como verdaderos discípulos de Cristo, que se mostró
compasivo con todos los hombres, “no debemos ocuparnos sólo de nosotros mismos, sino
también afligirnos y orar por el mundo entero”.
La compunción lleva al hombre a llorar por los pecados de su prójimo tanto como por
los suyos, más aún cuánto que ella le concede percibir en sí mismo, en toda su extensión, la
miseria de la humanidad caída y separada de Dios.
El penitente, a la vez que llora por sí mismo, llora por la humanidad, no sólo porque se
siente culpable ante todos, por todos y por todo, sino también porque, en su gran compasión se
ponen en el lugar de cada hombre pecador experimenta. todos sus males y carga con ellos.
Las ventajas espirituales que está aflicción compasiva procura al hombre son análogas
a la que recibe de Dios al practicar la compunción. “El verdadero cristiano se aflige por la caída
de su hermano, y esta tristeza le granjea las gracias y la amistad del Señor”, apunta San Juan
Crisóstomo.
Por eso, conseja San Basilio: “Debemos llorar con los que lloran; cuando veas a tu
hermano llorar por los pecados que he cometido, llora con él. De este modo te corregirás,
viendo las faltas del prójimo; pues quien derrama lágrimas por los pecados del prójimo, se
cura él mismo compadeciendo a su hermano”.
Es importante que quien está dominado por la tristeza no sé repliegue sobre sí mismo,
lo cual favorecerá el desarrollo de esta enfermedad, sino que manifieste su estado y comunique
sus pensamientos a su padre espiritual.
San Juan Crisóstomo subraya el valor terapéutico de la dirección espiritual, como ayuda
irremplazable para aquellos que sufren de tristeza: “Hasta que no se cierre está herida de la
tristeza le aplicaré el remedio del consuelo. En efecto, si los médicos tratan las llagas del
cuerpo hasta que cesa todo dolor, ¿no debemos actuar igual con los males del alma?”.
La tristeza virtuosa estimula también la vida espiritual y favorece la adquisición de las
virtudes. Por ella, el hombre también recibe de Dios el consuelo y la alegría espiritual.

5. Terapéutica de la acedia

La pasión de la acedia tiene la particularidad de afectar a todas las facultades del alma
y poner en marcha casi todas las pasiones, y como consecuencia supone la muerte de todas las
virtudes. Por ello, no es susceptible de ser curada y reemplazada por una virtud que se le oponga
específicamente.
“Cada una de las otras pasiones puede ser destruida por una virtud determinada, pero
la acedia… es una muerte que acosa al hombre por todos lados”, enseña San Juan Clímaco.
La terapéutica requiere que la enfermedad haya sido sacada a la luz y reconocida como
tal, esta pasión se caracteriza por ser inmotivada y, a menudo, inconsciente o incomprensible.
La victoria sobre la acedia requiere casi siempre un combate largo y asiduo. De esta
manera, la terapéutica supone ante todo que se den pruebas de paciencia y de perseverancia. La
virtud de la paciencia aparece incluso como uno de los principales remedios para esta pasión.
La esperanza muestra ser otro remedio fundamental, también el arrepentimiento, el
duelo y la compunción. “Si el hombre se acuerda de sus pecados, Dios lo ayuda en todo y él
no padece de acedia”, enseña un anciano.
También las lágrimas que siguen al arrepentimiento y el duelo espiritual aparecen
evidentemente como un remedio aún más poderoso. “Las lágrimas reprimen la acedia”, indica
Evagrio.
Otro remedio importante es la “memoria de la muerte”. Con esta memoria se relaciona
el consejo, formulado a menudo por los Padres: “vivir cada día como si fuera el último”. Este
consejo, más que preparar al hombre para morir bien, pretende ayudarlo a vivir bien.
La función principal de la “memoria de la muerte” es ayudar al hombre a no malgastar
el tiempo precioso para la salvación, aprovechar el tiempo, a vivir cada momento con la mayor
intensidad.
Entre los remedios prescritos por los Padres no podemos dejar de citar el trabajo manual.
Esto ayuda al hombre a evitar el aburrimiento, la inestabilidad, el sopor y la somnolencia, que
son constitutivos de esta pasión.
El trabajo contribuye a establecer o mantener la asiduidad, la concentración, el esfuerzo
y la atención que supone la vida espiritual y que la acedia intenta romper.
La oración constituye el remedio más importante de la acedia, pues el hombre no puede
librarse por completo de esta pasión sino por la gracia de Dios, y no puede recibirla más que
pidiéndola con la oración.
Sin este último remedio todos los demás no tienen sino una eficacia parcial; por el
contrario, de él extraen toda su fuerza.
Por eso el combate contra la pasión, la resistencia que se le opone, la paciencia que se
demuestra, la esperanza que se manifiesta el duelo y las lágrimas, la memoria de la muerte y el
trabajo manual deben ir acompañados de la oración, que los fundamenta en Dios y hace que
dejen de ser medios meramente humanos.
La victoria sobre la acedia concede al hombre un respiro en el combate espiritual.

6. Terapéutica de la ira: la mansedumbre y la paciencia

Para que el hombre se cure de la ira es necesario que haya vencido las pasiones ligadas
a la concupiscencia, en particular la gastrimargía, la lujuria y la filargiria, que son causas
frecuentes de esta pasión, y que practique las virtudes que se le oponen.
Como la ira procede, por otra parte, del orgullo y la cenodoxia, es posible curarla
atacando estas dos pasiones. “Puesto que la ira es síntoma de un gran orgullo, la conversión
exige mucha humildad”, advierte San Juan Clímaco.
San Doroteo de Gaza cuenta estas palabras de un anciano: “La humildad no se irrita
contra nadie”.
La terapéutica de la ira consiste en esforzarse por abstenerse de utilizarla contra el
prójimo. Pero al hombre no le basta con renunciar a toda forma de ira para con el prójimo. Tiene
que sustituir la pasión por la virtud que le es contraria. Respecto al prójimo la virtud opuesta a
la ira es la mansedumbre.
San Doroteo de Gaza después de aconsejar: “¿Alguno está airado? Que deje de
irritarse…”, y añade: “pero que adquiera además la mansedumbre”.
La mansedumbre espiritual no tiene nada que ver con la indiferencia ni con la apatía.
No es una actitud pasiva, sino activa. Es un estado de estabilidad del alma, de serenidad.
La mansedumbre puede adquirirse y practicarse, sobre todo, mediante la oración.
Sus otras fuentes son la caridad, el ayuno, la paciencia, la compunción y las lágrimas.
No hay que olvidar que los esfuerzos humanos no bastan para adquirirla, es un don de
Dios y San Pablo la cita entre los frutos del Espíritu (Gal 5,22).
A la mansedumbre los Padres asocian a menudo la paciencia. San Máximo ve en estas
dos virtudes unas terapéuticas asociadas: “Ciertos remedios inmovilizan las pasiones, les
impiden ponerse en marcha e intensificarse… A la ira, la paciencia y la mansedumbre la
inmovilizan, le impidan desplegar su fuerza”.
La paciencia consiste en soportar con calma los males que nos infligen las circunstancias
o el prójimo y, sobre todo, en este último caso, el soportar sin turbarnos las críticas, los insultos
y otras palabras hirientes.
A la mansedumbre y la paciencia los Padres añaden la caridad. La forma más directa de
alcanzar esta caridad hacia el prójimo es rezar por él.
“Tu hermano -escribe San Máximo- ha sido para ti una ocasión de dificultad y la
tristeza te ha conducido al odio. No te dejes vencer por el odio, sino vence al odio por medio
de la caridad. Y he aquí cómo: rogando a Dios sinceramente por él. ¿Sientes rencor contra
alguien? Reza por él y quebrarás el impulso de la pasión. Contra el resentimiento, reza por
aquel que te ha ofendido y serás liberado”.
7. Terapéutica del temor: el temor de Dios

El temor y los estados que pueden relacionarse con él, como el miedo, la inquietud, la
ansiedad, la angustia o la tristeza, están fundamentalmente ligados a un apego a los bienes
sensibles.
El hombre no puede curarse de ellos más que desapegándose de este mundo, poniéndose
en las manos de Dios, con la firme esperanza de que, en su Providencia, Él proveerá a todas sus
necesidades.
La primera fuente del temor es la falta de fe, entonces el temor se halla abolido en el
corazón del hombre en la medida en que cree en Dios.
“Una fe inflexible -indica Evagrio- no admite ningún arrebato del temor”.
El que cree firmemente en Dios y en su Providencia está seguro de que recibirá de Él en
toda circunstancia ayuda y protección y, por consiguiente, ya no teme ninguna situación, ni a
ningún adversario, ni siquiera a la muerte.
El hombre puede vencer el miedo mediante el amor, pues excluyen mutuamente. según
las palabras del apóstol: “En el amor no hay temor, sino que el amor perfecto destierra el
temor” (1 Jn 4,18).
Hay dos formas del temor de Dios. La primera se deriva del temor al juicio divino, y los
Padres afirman que esta primera forma de temor, es propia de los principiantes.
Sin embargo, este temor está llamado a ser abolido y superado en la perfección del amor.
Por ello, la segunda forma de temor es inherente a la caridad perfecta y se deriva del amor de
Dios. Es el temor de estar separado o alejado de Dios.
Abba Santiago enseña: “Igual que una lámpara pone claridad en una habitación oscura,
así el temor de Dios, cuando penetra el corazón del hombre, lo ilumina y le enseña todas las
virtudes. Y San Juan Crisóstomo afirma: “Nada hace crecer y florecer la virtud como el
sentimiento de un continuo temor”.
El temor favorece la oración y la vuelve fervorosa. Hace fértil la oración de petición.
El temor de Dios aparece especialmente como una fuente fundamental de humildad,
hasta el punto de que a un hermano que le pregunta de qué manera consigue el hombre la
humildad, un anciano le responde: “…mediante el temor de Dios”.
Los Padres consideran que el temor de Dios es para el hombre una fuente de dicho
espiritual. San Juan Crisóstomo afirma: “El hombre dichoso es únicamente el que teme al
Señor… El que teme a Dios goza de una verdadera y sólida felicidad”.

8. Terapéutica de la cenodoxia y del orgullo: la humildad

Terapéutica de la cenodoxia
El que emprende la terapéutica de la cenodoxia deberá dar prueba, de principio a fin, de
un gran discernimiento espiritual y de una constante vigilancia.
Puesto que la cenodoxia es búsqueda de la gloria humana, mundana y terrena, el hombre
que quiera vencer esta pasión deberá reconocer la vanidad de semejante gloria, tomando
conciencia, sobre todo, de la inconsistencia de sus fundamentos y el nulo valor de los objetivos
que persigue. La “memoria de la muerte” es un arma eficaz contra esta pasión.
San Máximo escribe: “La cenodoxia se suprime mediante la acción oculta” y también:
“Es duro combate el de la cenodoxia. Se libra uno de ella mediante la práctica oculta de las
virtudes”.
El hombre debe ver en las diversas humillaciones que sufre unos remedios
providenciales. Un Padre aconseja: “Si alguno conserva el recuerdo del hermano que lo ha
afligido, herido o insultado, debe acordarse de él como un bienhechor. Pues si en estas
circunstancias te entristeces, es que tu alma está enferma. En efecto, si no estuvieras enfermo
no sufrirías”.
La señal de que el hombre se ha curado de la cenodoxia es que yo no experimenta pena
por ser humillado en público, ni siente rencor hacia quien le ha ofendido, despreciado o
insultado, hacia quien ha hablado o sigue hablando mal de él.
San Máximo afirma que “el amor al prójimo… vuelve indiferente la gloria”.

Terapéutica del orgullo


La terapéutica del orgullo, igual que el de la cenodoxia, supone previamente un
conocimiento detallado de la pasión, si bien el orgullo no es tan sutil, multiforme y engañoso
como la cenodoxia.
La vigilancia y el discernimiento permiten descubrir la enfermedad desde sus primeras
manifestaciones y evitar que adquiera una amplitud tal que se vuelva incurable. Mientras la
enfermedad no rebasa ciertos límites, su terapéutica permanece accesible a los esfuerzos
humanos, que deben actuar entonces en varias direcciones.
El orgullo se traduce en una serie de actitudes: confianza en uno mismo,
autosatisfacción, arrogancia, seguridad, pretensión de saber, confianza en el propio juicio,
certeza de tener razón, manía de justificarse, espíritu de contradicción, voluntad de enseñar y
de mandar, negativa a obedecer…
El hombre podrá combatir el orgullo en este terreno esforzándose por adoptar las
actitudes contrarias: odiar la propia voluntad, desconfiar del propio juicio, evitar la
autojustificación, censurarse a uno mismo, no contradecir, renunciar a enseñar y a mandar;
actitudes que se hallan todas realizadas en la obediencia al Padre espiritual, y que permiten al
hombre, como dice San Doroteo de Gaza, “recuperarse y volver al estado natural”.
El recuerdo de sus pecados contribuye a quitar del hombre el sentimiento de
superioridad, revelándole su miseria espiritual. Su orgullo se reduce tanto más cuanto que esta
conciencia va acompañada de compunción y de autocensura.
Vivir ignorado por los hombres ayuda a tratar la forma de orgullo más exterior, como
subraya San Juan Clímaco: “El orgullo visible se cura mediante una situación no visible”
En cualquier caso, el remedio fundamental consiste en reconocer que “toda gracia
excelente y todo don perfecto desciende de lo alto, del Padre de las luces” (Sant 1,17) y en
atribuir a Dios todo lo bueno que se haya podido hacer, todas las virtudes que se poseen y todos
los buenos actos y buenos pensamientos que proceden de ellas.
El remedio consiste también en reconocer que cualquier progreso espiritual que
hayamos podido realizar ha sido gracias a Dios.
La oración, en especial si es permanente, constituye un remedio fundamental contra el
orgullo en la medida en que el hombre, cuando reza, pide la ayuda, el auxilio y la protección de
Dios y, por consiguiente, no puede no tener conciencia de que lo que obtiene en respuesta a su
oración viene de Dios como un don, y no es atribuible a sus propias fuerzas y a sus propios
méritos.
La oración de acción de gracias permite igualmente vencer la pasión en la medida en
que, con ella, el hombre que la practica con un corazón roto y contrito, y no a la manera del
fariseo reconoce inmediatamente que es Dios, y no él mismo, el principio y el fin de los bienes
que posee, y entonces no se considera más que como un indigno depositario de estos.

La humildad
La humildad se opone tanto a la cenodoxia como el orgullo.
“Que la humildad los haga considerar a los demás por encima de ustedes mismos” (Flp
2,3).
“La humillación es lo que pone a prueba el corazón”, observa San Juan Clímaco. El
hombre puede ser humilde en sus pensamientos, pero solo el que no sufra perturbación si es
sometido humillación revelará que es verdaderamente humilde. Y signo de una humildad aún
mayor es aceptar esta humillación con alegría.
El humilde se muestra abnegado y sumiso con todos, se hace servidor de todos, a
ejemplo de Cristo.
Frente a Dios la humildad consiste en reconocerse pecadores. La humildad es incluso -
enseña Abba Isaías- “considerarse el más pecador de todos los hombres”. Consiste en que
olvidemos sin cesar nuestras buenas obras y nos neguemos a ver nuestras eventuales virtudes.
La humildad obra aquí un estado de despojamiento, de desnudez interior.
El humilde considera que él no merece todos los bienes que posee, que no es digno de
ellos y que está en deuda por ellos. Reconoce que sin Dios no habría podido hacer nada bueno.
Para adquirir la humildad, los Padres recomiendan principalmente: no prestar atención
a las faltas del prójimo, no juzgarlo, dar muestras de caridad para con él en toda circunstancia,
considerarlo superior a uno mismo, y sobre todo considerarse inferior a él, quien quiera que
sea.
El que quiere llegar a ser humilde debe también disimular ante los otros y ante sí mismo
sus propias cualidades y virtudes, reconocer sus debilidades, prestar atención a las propias
faltas, recordar constantemente sus pecados.
La compunción y las lágrimas aparecen como una vía privilegiada de acceso a la
humildad.
Conviene también ejercitarse en el desapego, la no posesión, la sencillez en todos los
ámbitos, la voluntad de ser ignorado y pasar desapercibido, el silencio y la soledad.
Conducen también a la humildad, las virtudes de la templanza, la mansedumbre, el
temor de Dios y la caridad.
La oración, juega un papel esencial y con más razón cuanto que la humildad aparece
siempre como un don de Dios, como una virtud que solo podemos aprender de Él, como indica
Jesús: “Aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11, 29).
Por este motivo los Padres recomiendan además considerar el ejemplo de los santos y
frecuentar la compañía de hombres que poseen esta virtud y, sobre todo, tomar como modelo a
Cristo, que ofrece el ejemplo más acabado de ella por su kénosis, por su aceptación de una vida
pobre y oscura, la aceptación silenciosa de los ultrajes y las injurias durante su pasión, y su
perfecta obediencia a su Padre.
San Isaac aconseja: “Mira lo que ha hecho por adquirirla Aquel que ha ordenado la
humildad y concedido esta gracia. Sé cómo él y la encontrarás”.
En el marco de la praxis la humildad está llamada a ocupar un lugar clave. De hecho,
junto con la caridad, es la virtud cristiana por excelencia.
En la medida en que el orgullo aparece como la primera causa de la caída, la humildad
puede aparecer como la primera causa de la salvación.
La humildad juega un papel considerable en la curación espiritual del hombre. Sin ella
es imposible librarse del mal; por ella más que por cualquier otro medio, el hombre puede
curarse de todos sus males.
La humildad aparece como la única virtud que permite vencer al diablo y a los demonios
en el combate espiritual; en efecto, es la única virtud que ellos son incapaces de realizar.
De esta manera, un apotegma cuenta que un demonio dijo a San Macario: “Todo lo que
ustedes tienen, nosotros también lo tenemos. Solo se distinguen por la humildad”.
Por eso ella puede considerarse la única virtud que salva al hombre. Con ella el hombre
puede desbaratar todas las astucias y las trampas de los demonios, hacer frente eficazmente a
todas las tentaciones, afrontar victoriosamente todos los ataques del enemigo.
La humildad aparece, junto con la caridad, como la virtud que más une al hombre con
Dios.

La caridad
La caridad, que es, indisociablemente, amor a Dios y al prójimo, constituye la esencia
de la vida cristiana, tanto más cuanto que, como el Espíritu Santo reveló al apóstol Juan: “Dios
es amor” (1 Jn 4,8).
Escribe San Máximo: “Muchos han hablado de la caridad, y abundantemente. Pero, si
tú la buscas, no la encontrarás más que en los discípulos de Cristo los únicos que tienen por
maestro de caridad a la Caridad verdadera, de la que sea dicho: “aunque tuviera el don de
profecía, y contemplará todos los misterios y poseyera todo conocimiento, si no tengo caridad,
no soy nada” (1 Cor 13, 2)”.
Y San Gregorio Nacianceno dice: “Si nos preguntaran: “¿Cuál es el objeto de su culto
y de su adoración?”, diríamos sin vacilar: “la caridad”, pues “nuestro Dios es la caridad”.
En la caridad se halla resumida y cumplida toda la vida cristiana.

Como conclusión:

Una terapéutica divino-humana…

Recordemos que este camino se trata de una terapéutica divino-humana, en la que el


esfuerzo humano, por definido que esté en su orientación y en sus formas, constituye un
elemento necesario, pero no suficiente.

El esfuerzo humano, actuando con independencia de la gracia, podría alcanzar ciertos


resultados, pero seguirían siendo necesariamente limitados. Y, sobre todo, a nivel espiritual
serían vanos, pues el fin último de la ascesis es permitir al hombre participar plenamente de la
vida de las tres Personas divinas.
Su fuerza radica en que se funda enteramente en la gracia de la salvación y de la
deificación adquirida para la humanidad, según la benevolencia del Padre, por la Encarnación
y por toda la obra salvadora del Hijo, gracia que cada uno puede, estando unido a Él en la Iglesia
que es su cuerpo, recibir del Espíritu Santo, solamente si quiere, con todo su ser, volverse hacia
Dios.

El valor de la terapéutica cristiana radica en que tiene como norma de la salud y de la


perfección a la humanidad consumada, tal como nos hizo ver en su persona el Verbo de Dios
encarnado, Jesús.

PREFACIO DE LOS DOMINGOS DURANTE EL AÑO III


EL HOMBRE SALVADO POR EL HOMBRE
“Porque reconocemos como obra de tu poder admirable
haber socorrido nuestra débil naturaleza
con la fuerza de tu divinidad,
y haber provisto el remedio
en la misma debilidad humana;
así donde estuvo nuestra ruina
obraste nuestra salvación,
por Jesucristo, Señor nuestro”.

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