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EL PODER JUDICIAL
I. SU ESTRUCTURA Y CARACTER
Los órganos del poder judicial que genéricamente llamamos “tribunales de justicia”, son los
jueces naturales deparados a los habitantes por el art. 18 de la constitución. Así como desde la
parte orgánica visualizamos a la administración de justicia en cuanto función del poder, desde la
parte dogmática descu-brimos que el derecho de los habitantes a acudir en demanda de esa
administración de justicia configura el derecho a la jurisdicción. Las personas y entes colectivos
en cuanto disponen de ese acceso al poder judicial se denominan “justiciables”.
Por justicia “privada” hay que entender la justicia por mano propia que cada uno se hace a sí
mismo en sus conflictos con otro, pero no las soluciones alternativas al proceso judicial que, de
no estar comprometido el orden público, son válidas cuando las partes en conflicto resuelven, de
común acuerdo y con pleno consentimiento, pactar en pie de igualdad un mecanismo sustitutivo
del proceso judicial, como puede ser el sometimiento a arbitraje; la ley puede también,
razonablemente, implantar la etapa de mediación como previa al proceso judicial. (Ver nos. 4 a 6).
g) Cuando algún justiciable, disconforme con la actuación de la Corte durante algún período
de nuestra historia, ha alegado posteriormente ante dicho tribunal la nulidad de sus anteriores
pronunciamientos firmes, aspirando a que, fuera de oportunidad procesal, se declararan inválidos,
la Corte ha rechazado la pretensión extemporánea. Esto tiene importancia no sólo por la
preservación de la cosa juzgada, sino por lo que significa en orden a la permanencia y continuidad
del poder judicial en cuanto “poder del estado”; la Corte, en suma, ha dado a entender que no es
posible, en ningún lapso histórico, considerar que no ha existido el poder judicial.
h) La Corte Suprema sostiene asimismo que su supremacía, cuando ejerce la jurisdicción que
la constitución y las leyes le confieren, impone a todos los tribunales, federales o provinciales, la
obligación de respetar y acatar sus decisiones, y por ende los jueces provinciales no pueden trabar
o turbar en forma alguna la acción de los jueces que forman parte del “poder judicial de la nación”.
Las normas de la constitución sobre el poder judicial
4. — Decir que el estado monopoliza la justicia pública y que da por abolida y prohibida la
justicia privada (o por mano propia) significa solamente que los particulares no podemos hacernos
justicia directa (cada uno por sí mismo frente a otro, salvo el supuesto extremo de legítima
defensa). Por ende, la justicia pública no significa imposibilidad de que los conflictos puedan
resolverse fuera y al margen del poder judicial mediante métodos alternativos. (Ver nº 2 b).
Los ocho años de ejercicio no deben interpretarse como de ejercicio de la profesión liberal
correspondiente al abogado; puede bastar el ejercicio en cualquier cargo, función o actividad —
públicos o privados— que exigen la calidad de abogado. Y aún más, sería suficiente la antigüedad
constitucional, reunida desde la obtención del título habilitante, aunque no existiera ejercicio de
la profesión o de cargos derivados de ella.
Por integrar el gobierno federal como titular del poder judicial, la Corte debe residir en la
capital federal conforme a lo prescripto por el art. 3º de la constitución.
La Corte gobierna, en el sentido de que integra la estructura triangular del gobierno, pero no
en el de apoyar o combatir hombres o ideas que ocupan el gobierno en un momento dado. La Corte
toma a los otros departamentos del gobierno impersonalmente, como órganos- instituciones y no
como órganos-personas físicas. En este concepto científico de la política, la Corte es tan política
como políticos son el poder ejecutivo y el congreso; todos gobiernan, y gobernar es desplegar
política sobre el poder. Pero, en otro sentido, la Corte no es política porque a ella no llegan ni
deben llegar programas partidarios, como sí llegan a los poderes que surgen de la elección y de
los partidos. La inmunidad de la Corte en esta clase de política ha de ser total, y toda
contaminación resulta nociva para su función.
15. — Que la Corte se llame por imperio de la constitución Corte “Suprema” sólo significa
que es el máximo y último tribunal del poder judicial, al modo como el mismo texto constitucional
denomina al presidente de la república “jefe supre-mo” en cuanto jefe del estado. O sea que en el
orden interno no hay otro tribunal superior.
Cuando se dice que el acatamiento que Argentina ha hecho de la jurisdicción supraestatal de
la Corte Interamericana de Derechos Humanos cuando ratificó en 1984 el Pacto de San José de
Costa Rica, es inconstitucional porque nuestra Corte deja de ser “Suprema” en la medida en que
un tribunal supraestatal como el antes mencionado puede “revisar” sus sentencias, se incurre en
error. En efecto, por un lado no interpretamos que lo que puede hacer y hace la Corte
Interamericana sea una “revisión” de lo decidido por la Corte argentina; (ver cap. LI); por otro
lado, el calificativo de “Suprema” que a ella le adjudica nuestra constitución debe entenderse
referido a la jurisdicción interna, como órgano máximo que en ella encabeza al poder judicial.
(Ver nº 10).
16. — El principio acuñado en el derecho judicial de la Corte cuando sos-tiene que sus
sentencias no son susceptibles de recurso alguno porque son irrevisables ofrece dos perspectivas:
a) en una, la propia Corte admite con muy severa y estricta excepcionalidad que ella pueda revisar
sus propias sentencias cuando se demuestra con nitidez manifiesta un error que quien recurre esa
sentencia pretende subsanar; b) en otra, hay que entender —a nuestro criterio— que el principio
de irrevisabilidad se ciñe a las sentencias únicamente, y no cabe extenderlo generalizadamente a
otra clase de decisiones que no son sentencias.
Nada de lo dicho significa que la totalidad de sus miembros deba coincidir en una decisión
única, porque basta que ésta surja del quorum de más de la mitad (sobre cinco, tres; y —
actualmente— sobre nueve, cinco).
18. — Dos veces hace referencia la constitución al presidente de la Corte Suprema: en el art.
112 (disponiendo que después de la primera instalación, los miembros de la Corte prestarán
juramento ante el presidente del tribunal), y en el art. 59 (disponiendo que cuando el acusado en
juicio político sea el presidente de la república, el senado será presidido por el presidente de la
Corte).
Es obvio que ese presidente debe ser uno de sus miembros. Si bien, como “juez” que es, su
designación de juez emana del poder ejecutivo con acuerdo del senado, la constitución no dice,
en cambio, quién le asigna el cargo y el título de presidente de la Corte.
Su nombramiento
19. — Nuestra práctica constitucional ha conocido dos soluciones. Podemos observar que
hasta 1930, esa práctica ejemplarizó la designación del presidente de la Corte por el presidente de
la república. Desde 1930, se rompe con el largo precedente, y el presidente de la Corte es
nombrado por la Corte misma, o sea, por designación que deciden los jueces que la forman. Esta
nos parece que es la solución correcta.
Su renuncia
20. — Si la designación de un juez de la Corte como presidente de la misma debe emanar del
tribunal y no del poder ejecutivo, la renuncia como presidente ha de elevarse a la propia Corte y
debe ser resuelta por ella, sin perjuicio del trámite diferencial que corresponde en caso de renuncia
simultánea como miembro del cuerpo.
21. — Dentro de la estructura del poder judicial, la Corte Suprema inviste algunas
atribuciones no judiciales. La propia constitución le adjudica en el art. 113 la de dictar su
reglamento interno y la de nombrar a sus empleados subalternos.
Con la reforma de 1994, que al crear el Consejo de la Magistratura en el art. 114 le ha
asignado algunas competencias no judiciales hasta ahora ejercidas por la Corte, se plantean dudas
e interrogantes que no siempre resulta fácil esclarecer. Abordaremos el tema en el cap. XLIII.
22. — El derecho judicial de la Corte acuñó la pauta de que las decisiones adoptadas por ella
en ejercicio de facultades de superintendencia no son revisables judicialmente. En aplicación de
esta jurisprudencia, la misma Corte invocó el entonces art. 99 de la constitución (ahora art. 113)
para decir que desde el punto de vista institucional no convenía que jueces inferiores revisaran lo
decidido por el alto tribunal en materia de superintendencia.
Su alcance
23. — La constitución histórica de 1853-60 consagró para todos los jueces del
poder judicial federal la inamovilidad vitalicia mientras dure su buena conducta en
el art. 96, que se mantiene como art. 110.
A veces se interpreta que la inamovilidad ampara únicamente contra la
“remoción”, que es la violación máxima. Sin embargo, la inamovilidad resguarda
también la “sede” y el “grado”. Un juez inamovible no puede ser trasladado sin su
consentimiento (ni siquiera dentro de la misma circunscripción territorial), ni
cambiado de instancia sin su consentimiento (aunque significara ascenso). Y ello
porque su nombramiento lo es para un cargo judicial determinado, y ese status no
puede ser alterado sin su voluntad.
De este modo, la inamovilidad vitalicia se integra y complementa con la
inamovilidad en el cargo ocupado y en el lugar donde se desem-peña.
24. — Cuando afirmamos que es necesario el consentimiento del juez para su promoción a
un grado superior o su traslado a una sede distinta, no queda todo dicho. Ese consentimiento es
imprescindible, pero hace falta algo más: que el senado preste acuerdo para el nuevo cargo.
Tenemos ya expuesto que el nombramiento de los jueces por el poder ejecutivo con acuerdo
senatorial exige que “cada” acuerdo acompañe a “cada” cargo. Quien está desempeñando uno con
acuerdo del senado, y presta su consentimiento para ser transferido a
otro, requiere un nuevo acuerdo, porque la voluntad del juez no suple ni puede obviar la
intervención del senado. Si así no fuera, bastaría la concurrencia de la voluntad del ejecutivo y la
del juez, con salteamiento de la competencia senatorial. (Ver cap. XXXVI, nº 7 c), y cap.
XXXVIII, nos. 84/85).
La constitución material ofrece discrepancias con nuestro criterio.
26. — Establecida en la constitución federal la inamovilidad de los jueces federales, hay que
enfocar la situación en las constituciones provinciales cuando, para sus respectivos jueces locales
consagran, en vez de inamovilidad permanente, designaciones temporales con inamovilidad
limitada al lapso de esas designaciones.
Puede manejarse una doble perspectiva: a) hay quienes sostienen que la garantía de
inamovilidad vitalicia que para los jueces federales consagra la constitución federal es un
“principio” de organización del poder que, en virtud de los arts. 5º y 31, obliga a las provincias a
adoptarlo en sus constituciones para los jueces locales; en esta interpretación, las designaciones
periódicas de jueces provinciales es reputada opuesta a la constitución federal y, por ende,
inconstitucional; b) hay quienes estiman que la inamovilidad implantada por la constitución
federal se limita a los jueces federales, y que la autonomía provincial para organizar los poderes
locales permite a las constituciones locales apartarse de ese esquema federal, y adoptar otro (por
ej., el de designación temporal o periódica, con inamovilidad restringida a la duración de tal
designación).
Nuestro punto de vista es el siguiente: a) la inamovilidad vitalicia de los jueces provinciales
no viene impuesta por la forma republicana, ni por la división de poderes, ni por la independencia
del poder judicial; b) cuando aquella inamovilidad es establecida por la constitución federal para
los jueces federales no cabe interpretar que se trate de un principio inherente a la organización del
poder que deba considerarse necesariamente trasladado por los arts. 5º y 31 a las constituciones
de provincia, ni que éstas deban necesariamente reproducirlo para su poder judicial local; c) no
obstante, una perspectiva dikelógica ha de reputar preferible y más valiosa la inamovilidad
vitalicia de los jueces provinciales que la inamovilidad durante períodos de designación
temporaria o periódica, por lo que vale recomendar que las provincias cuyas constituciones no
prescriben la inamovilidad vitalicia, reformen y sustituyan el mecanismo de los nombramientos
temporales o periódicos.
El sueldo
27. — El art. 110 dispone que la remuneración de los jueces es determinada por
la ley, y que no puede ser disminuida “en manera alguna” mientras permanezcan en
sus funciones.
Conviene comparar esta norma con las otras que en la propia constitución prevén las
remuneración de los legisladores, del presidente y vice, y de los ministros del poder ejecutivo.
Para los legisladores, el art. 74 no prohíbe que su dotación sea aumentada ni disminuida; para el
presidente y vicepresidente, el art. 92 dice que su sueldo no podrá ser “alterado” en el período de
sus nombramientos (lo que impide aumentar y rebajar); para los ministros, el art. 107 consigna
que su sueldo no podrá ser aumentado ni disminuido en favor o perjuicio de los que se hallen en
ejercicio.
Sin conceder excesiva importancia a las palabras, ha de apreciarse que, para los jueces, el art.
110 estipula que su remuneración (que la norma llama “compensación”) no podrá ser disminuida
en manera alguna; esta expresión no figura en las disposiciones mencionadas sobre otro tipo de
retribuciones; tampoco aparece la prohibición de “aumentar” el sueldo de los jueces, todo lo cual
permite interpretar que, para el caso, el art. 110 acusa cierta diferencia de redacción respecto de
los artículos similares.
Las incompatibilidades
31. — La constitución no contiene más disposición sobre incompatibilidad que la del art. 34,
que prohíbe a los jueces de las cortes federales serlo al mismo tiempo de los tribunales de
provincia. Pero se encuentra tan consustanciada la incompatibilidad de otras actividades con el
ejercicio de la función judicial, que la ley no ha hecho más que recepcionar una convicción
unánime: los jueces no pueden desarrollar actividades políticas, administrativas, comerciales,
profesionales, etc., ni tener empleos públicos o privados. Por excepción, pueden ejercer la
docencia, y realizar tareas de investigación y estudios.
No hay que ver estas incompatibilidades como “prohibiciones” dirigidas a la persona de los
jueces para crearles cortapisas en sus actividades, sino como una “garantía” para su buen
desempeño en la magistratura y para el funcionamiento correcto e imparcial de la administración
de justicia.
Su noción
32. — El poder disciplinario de los jueces tiene múltiples perspectivas, que admiten
diversidad de visiones.
a) Una abarca a los funcionarios y empleados del poder judicial;
b) otra se dirige a ejercerlo sobre las partes en el proceso, comprendiendo a los justiciables
y a los profesionales que intervienen en él;
c) otra atiende a la propia dignidad del juez, para sancionar las ofensas y faltas de respeto
hacia él durante el proceso.
34. — En cuanto al poder disciplinario de los jueces sobre los abogados, convendría efectuar
un deslinde:
a) para lo que llamaríamos facultades disciplinarias “procesales” a efectos de sancionar
inconductas de los profesionales que intervienen en y durante un proceso, nos cuesta declinar su
ejercicio por parte del juez o tribunal ante el cual se desarrolla ese proceso; para privarlos de su
poder disciplinario en este supuesto, haría falta una ley que así lo dispusiera, pues de lo contrario
parece configurar una facultad implícita de cada órgano judicial;
b) para lo que llamaríamos facultades disciplinarias “profesionales”, el poder disciplinario
pertenecería a los colegios de abogados en resguardo de la ética.
Todas las dudas en torno del problema provienen de la colegiación obligatoria de los
abogados, conforme a la cual el poder disciplinario sobre los matriculados quedaría monopolizado
por el respectivo colegio conforme a la ley de su creación.
No obstante, se nos hace difícil sustraer a los jueces el poder disciplinario que hemos
denominado “procesal” y que se limitaría a los casos en que el abogado participante en un proceso
incurriera en malicia, temeridad o irrespetuosidad, porque en tal hipótesis creemos que el juez ha
de disponer de facultades disciplinarias para resguardar la lealtad, la probidad, la buena fe y el
orden procesales, así como su personal decoro frente a ofensas o faltas del debido respeto.
Lo que queda pendiente de solución es el deslinde claro entre el poder disciplinario
“procesal” de los jueces, y el poder disciplinario “profesional” a cargo de los colegios
profesionales.
Cuando sobre la misma conducta se ejercen ambos, se suscita también la objeción de que en
el ámbito del poder disciplinario es aplicable el “non bis in idem”, conforme al cual no sería posible
que a la sanción aplicada por un juez se le añadiera luego otra del colegio profesional, o viceversa.
Su alcance
37. — No obstante estar abolidos los jueces ex post facto o “ad personam”,
pueden subsistir con determinadas condiciones las llamadas “jurisdicciones
especiales” (no judiciales) que aplican su competencia a determinadas materias
—por ej. fiscal, administrativa, militar, etc.—.
Admitir jurisdicciones “especiales” fuera del poder judicial parecería desmentir
el principio de unidad de jurisdicción, desde que la jurisdicción judicial no sería la
única. Sin embargo, la unidad de jurisdicción se salva en nuestro derecho
constitucional porque las decisiones de las jurisdicciones especiales deben contar
con posibilidad de revisión (o control) judicial suficiente, lo que en definitiva
reenvía la última decisión posible a la jurisdicción judicial.
La jurisdicción militar
41. — Bielsa y Marienhoff admiten que la función jurisdiccional se desdobla en dos: función
jurisdiccional a cargo del “poder judicial” (jurisdicción judicial), y función jurisdiccional a cargo
de la “administración” (jurisdicción administrativa).
La función jurisdiccional a cargo de la administración —sea ejercida por cualquier órgano
administrativo, o por un órgano estructurado como cuerpo o “tribunal” administrativo (incluso
separado y distinto de la administración activa)— sitúa dentro de la competencia de la
administración el ejercicio de funciones jurisdiccionales que, según definición de nuestra Corte
Suprema, son similares a las que cumplen los jueces del poder judicial (o sea, las que en el orden
normal de las instituciones incumben a los jueces).
Existiendo opción inicial para escoger entre una vía administrativa y otra judicial, es
constitucionalmente válido que el uso de la vía administrativa por elección de instancia de parte
cierre ulterior y totalmente el empleo de la vía judicial.
45. — Es importante destacar que la revisión por los tribunales judiciales rige
con más razón contra decisiones jurisdiccionales de la administración que aplican
sanciones privativas de la libertad corporal por faltas o contravenciones.
En tal sentido, la Corte ha dicho “que admitir que el poder administrador o sus dependencias
puedan privar de la libertad a las personas durante prolongado tiempo mediante resoluciones no
revisibles por los tribunales de justicia, importaría aceptar que se despoje a éstos de una facultad
que la constitución nacional ha querido reservarles especialmente”.
47. — Para las sanciones de privación de libertad que aplican órganos administrativos, ver
Tomo II, cap. XXIV, nº 48 c), y cap. XXVIII, nos. 16/17.
Para el arresto dispuesto por las cámaras del congreso respecto de terceros, ver en este
Tomo: cap XXXII, nº 38 c).
50. — Bien que el control judicial suficiente ha sido declarado necesario por la Corte respecto
de la actividad “jurisdiccional” de la administración, el principio tiene extensión — según su
propia jurisprudencia— a todos los actos administrativos (aunque no sean “jurisdiccionales”) que
producen efectos jurídicos directos con relación a los administrados o a terceros destinatarios de
ellos.
52. — El auge del municipalismo autonómico incita a hacer una breve referencia a la justicia
municipal de faltas.
El novísimo constitucionalismo provincial acusa la tendencia a conferir a los municipios la
competencia para dictar códigos municipales de faltas y para crear la justicia municipal de faltas.
Somos partidarios de que la justicia municipal de faltas integre el poder judicial, o sea, que
quede fuera de la administración municipal y que esté a cargo de tribunales judiciales.
Para ello, pensamos estas alternativas: a) que la constitución provincial lo disponga
directamente; o, b) que deje a la legislación provincial la opción de organizar la justicia municipal
de faltas en jurisdicción administrativa o en jurisdicción judicial.
En cuanto a la ciudad autónoma de Buenos Aires, la ley 24.588 no ha definido con claridad
la ubicación, porque su art. 8º solamente señala que tendrá faculta-des propias de jurisdicción en
materia contravencional y de faltas, sin especificar si tal “jurisdicción” habrá de ser administrativa
o judicial. Dada la ambigüedad normativa, creemos que ha de ubicarse a tal jurisdicción en el área
del poder judicial a que se refiere el título quinto del Estatuto Organizativo de la ciudad.
VII. LOS JUECES DE LA CAPITAL FEDERAL
La razón de esa existencia en las provincias de una justicia propia de cada una de ellas y una
justicia federal, no concurría en la capital federal, que hasta la reforma de 1994 fue un territorio
íntegramente federalizado y sujeto a jurisdicción federal, por lo que sus jueces habían de
considerarse jueces del poder judicial federal (aun cuando la competencia se les distribuyera
según la materia, y hubiera jueces con competencia similar a la de los jueces federales en las
provincias, y otros equivalentes a los propios de la justicia “ordinaria”).
56. — La ciudad de Buenos Aires, en cuanto capital federal, ofrece dos caras:
a) la propia de la autonomía de la ciudad, y b) la propia de su capitalidad.
Ya no es un territorio federalizado, sino sometido parcialmente a jurisdicción
federal en lo necesario para la garantía de los intereses federales en la ciudad
capital. (Ver Tomo I, acápite V, especialmente nº 39, a y b).
Que ha de haber un poder judicial de la ciudad, es indudable. Lo dudoso es delimitar su
competencia, para lo cual la correlación del art. 129 —que prevé facultades de jurisdicción en
favor de la ciudad de Buenos Aires— con el art. 75 inc. 12 no es sencilla.
57. — En efecto, el art. 75 inc. 12 ha mantenido intacta la fórmula del que era
art. 67 inc. 11, conforme a la cual se reserva a las jurisdicciones “locales” la
aplicación del derecho común. La cláusula respectiva previó y prevé una justicia
federal y una justicia provincial en cada provincia, y consigna que los códigos de
fondo (o derecho común) no alteran las jurisdicciones locales “correspondiendo su
aplicación a los tribunales federales o provinciales según que las cosas o las
personas cayeren bajo sus respectivas jurisdicciones”.
Es decir que al no haberse modificado este texto en el actual art. 75 inc. 12, la
letra de la constitución no incluye allí —de modo explícito— alusión alguna al
poder judicial o a la jurisdicción de la ciudad autónoma de Buenos Aires.
No se entiende por qué han de ser jueces del poder judicial federal los que intervengan en la
ciudad de Buenos Aires en juicios de divorcio, en procesos penales por delitos comunes, en causas
por indemnización de daños, en juicios de filiación y de adopción, en un cobro de pesos, en una
ejecución de hipoteca, etc. ¿Qué intereses federales se tutelan? Evidentemente, ninguno, y la mejor
prueba es que tales clases de procesos corresponden en las provincias a sus tribunales locales.
60. — El cuarto párrafo de esta norma, que forma parte del texto constitucional, establece
que “hasta tanto se haya dictado el Estatuto Organizativo (de la ciudad de Buenos Aires) la
designación y remoción de los jueces de la ciudad de Buenos Aires se regirá por las disposiciones
de los artículos 114 y 115 de esta constitución”.
Acá se somete temporalmente a los jueces de la ciudad (que mientras no se dictara el Estatuto
Organizativo serían los que, como parte del poder judicial federal, se hallaban en funciones como
jueces “nacionales ordinarios”) al régimen instituido para los jueces federales
por los arts. 114 y 115. Cumplido ese período transitorio, se daba por supuesto que los jueces de la ciudad ya no
serían jueces “nacionales ordinarios” (federales) ni pertenecerían al poder judicial federal, sino jueces locales, y que
habría de ser la constitución de la ciudad la que regulara su situación.
Se nos dirá que esta cláusula transitoria no apunta directamente al problema de la dimensión jurisdiccional y
competencial de los jueces locales, pero una interpretación de buena fe nos permite comprender que cuando alude
globalmente a “los jueces de la ciudad de Buenos Aires” está presuponiendo que: a) en la ciudad sólo habrían de
mantenerse los tribunales federales que, en igual-dad con los existentes en las provincias, son necesarios para ejercer
las competencias que por razón de materia, de partes o de lugar surgen del art. 116; b) los llamados tribunales
“nacionales ordinarios” de la capital federal habrían de dejar lugar a los tribunales estrictamente locales del poder
judicial de la ciudad para resolver todos los procesos excluidos de la jurisdicción federal, o sea, aqué-llos regidos
por el derecho común y por el derecho propio de la ciudad.
61. — Al haberse desvirtuado esta distribución de justicia federal y justicia local por la ley 23.548, se ha
provocado una seria complicación, cual es la de saber si los tribunales “nacionales” subsistentes en la ciudad (que
forman parte del poder judicial federal) aplicarán — o no— el Estatuto Organizativo de la ciudad y las normas
inferiores emanadas de los órganos de poder locales.
62. — Cuando esta norma dice que mientras la ciudad de Buenos Aires sea capital, el congreso ejercerá en ella
las atribuciones legislativas que “conserve” con arreglo al art. 129, nos parece lógico interpretar que solamente
puede ejercer las que, conforme a dicho art. 129, son necesarias para garantizar los intereses federales.
Por consiguiente, todo lo que “no conserve” el congreso en el marco de aquella limitación,
queda residualmente a favor de la autonomía de la ciudad (ver cap. XXX, nº 63), de forma que
sus facultades de jurisdicción han de ser amplias en todo cuanto no haga falta sustraerle para la
citada garantía de los intereses federales. Y vimos ya que la ley 23.548 no ha respetado ese
marco en su art. 8º, por lo que ahora la cláusula transitoria séptima nos ayuda a corroborarlo.