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Reminiscencias.

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“…Estudié lo que no quería estudiar, amé a las mujeres inconvenientes, tuve los amigos que me iban a
traicionar y leí muchos libros. Al final terminé siendo un escritor…”
Guillermo Fadanelli.

“Hospitales, cárceles y putas. Estas son las universidades de la vida. Yo he alcanzado numerosos grados.
Llámenme señor.”
Charles Bukowski.

“Existen dos maneras de ser feliz en esta vida, una es hacerse el idiota y la otra serlo”.
Sigmund Freud.

“He deseado a mujeres cuyos solos zapatos valen cuanto he tenido en toda mi vida.”
John Fante.

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Dedicado para Patricia” la chica elfo” y también para mi madre. Mis dos grandes miedos en la
vida.

M
e reflejé en muchos espejos y no te encontré:
Aparecían distintas formas: en intervalos como deseos o sueños reprimidos.
Olvidados. Siempre perdidos en mi interior. Me aterraban aquellas imágenes. Eran
fotografías de mis fobias. Trataba de encontrar una respuesta, pero estaba perdido. Sí, perdido
en el limbo; entre el deseo y el miedo. Entre la vida y la muerte.
Ahora sé que: me gustaría reflejarme en tu mirada. En el mejor espejo de todos. El más puro. El
único real. El verdadero. Espejearme en aquellos ojos de los cuales tengo miedo y que tanto me
gustan. En esos bellos ojos que jamás me miraron y que no me conocen. Ese par de ventanas
que invitan a soñar y, que también son motivo de mis pesadillas. Sueños de muerte. De vida.
¡Desesperanza! Imágenes oníricas, al fin de cuentas. La entrada hacía tu ser. La puerta de los
pensamientos, siempre la salida fácil. La cerradura del corazón, la vanidad de tu propia
existencia. Aquella vanidad tan hermosa, tan absurda, tan humana, tan diferente a mí.
Te busco en el espejo y no te encuentro. Tú que perteneces a otro mundo. Un cosmos mejor.
Lindo. Diferente. Irreal. ¡Como en mis sueños! Como mis sentimientos.
Quisiera decirte unas cuantas palabras: son los latidos de éste corazón que es tuyo y que te
busca en los silencios que deja la soledad. Migajas de pan en el camino. Una ojeada para esa
vanidad quejumbrosa. Un paisaje para estos ojos cansados de tanto flirtear. Una sonrisa para una
vida carente de emociones. Una palabra para el sordo. Tan sólo una caricia para mí.
Me reflejé en muchos espejos y no te encontré: estaba absorto, buscando cosas materiales,
pretextos para escapar del miedo. Huir de la muerte, hacía la misma. Buscando un atajo hacía la
soledad. Esa soledad que duele hasta el alma y que tanto me persigue.
La otra vez me miraste. Vi tus ojos de niña y tuve miedo. Corrí y sigo sin detenerme, el delirio
está al acecho. Estoy harto de correr. Hoy caminaré hacía ti. Ojalá sigas ahí, con esa vista fija y
cálida. Sólo eso quiero; una mirada que me muestre tu corazón. Que me salve de la muerte. Que
aleje la soledad.

Gracias.

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PRIMERA PARTE.
Capítulo 1.

En una ocasión tuve un sueño: ser estudiante de la UNAM, aunque sólo fue eso, un
sueño, una mera ilusión, o quizás un anhelo reprimido. Recuerdo cuando tomé clases,
como oyente, con el Dr. José María Calderón Rodríguez; catedrático con pos-
doctorado en estudios latinoamericanos. Un hombre bonachón y bastante culto. Nada
que ver en comparación con los maestros de bachilleres: el colegio de bachilleres 1—
ahí estudié — quizás el más conflictivo de la ciudad de México. Mientras estuve en esa
escuela apenas y aprendí algo sobre lo académico, habían algunos maestros sensibles y
con ganas de enseñar, que transmitían conocimientos básicos, algunos otros sólo les
interesaba cobrar su cheque y continuar teniendo un ingreso mensual, esto hacia que los
salones se tornaran aburridos y que los alumnos optáramos por escapar de las clases. La
verdadera enseñanza estaba afuera de los salones: la mayor parte de mis compañeros
eran chicos que vivían en el Estado de México, o que venían de colonias populares de
la ciudad, como “La Pensil”, “La Argentina”, Tacubaya, San Isidro
Azcapotzalco…entre otros barrios. Fuera de los salones aprendí a beber, a reconocer la
calidad de algunas drogas y también asimilé el respeto por las fiestas, los bailes y la
importancia de las imágenes religiosas; recuerdo que una vez los chicos del
Bachilleres lincharon a un tipo que se había burlado de San Juditas Tadeo. Lo
corretearon y una vez que lo alcanzaron le dieron una zapatería, que al final, pensé que
lo habían matado. Esas fueron las verdaderas enseñanzas del Bachilleres, situaciones
que no tenían que ver con una calificación, sino con la vida y la muerte, con la propia
existencia. En cuanto a las materias de español, inglés, ciencias sociales, matemáticas y
química, sinceramente entré siendo ignorante y salí peor. Cursé y aprobé todas las
materias con las peores calificaciones. En ese tiempo no me interesaba aprender, sólo
quería terminar y largarme de esa escuela.

Algunos meses, antes de concluir el último semestre, conocí la sociología por boca de
un amigo; me gustaba escucharlo hablar de todas esas teorías, e imaginaba que
conociendo a todos esos autores, la vida resultaría más sencilla, entonces sentí una
pasión desbordante y decidí que iba a estudiar sociología.

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Ese mismo amigo, me llevó de la mano a una de las clases sobre América Latina en la
facultad de ciencias políticas y sociales, en la U.N.A.M: ahí fue donde conocí a Chema
y a la chica que sería mi amor imposible.

Aún, recuerdo la primera clase que tomé en C.U y todavía se me revuelve el estomago,
representa una de las experiencias más emocionantes de toda mi estúpida existencia:

Recuerdo que la facultad parecía enorme, en los salones había gente con un nivel
cultural y económico superior al que estaba acostumbrado. En los pasillos se
escuchaban comentarios sobre teóricos y otros personajes, incluso los chistes eran
refinados y con un alto contenido educativo. Escuchaba hablar a los alumnos, la
verdad es que jamás entendí de qué hablaban, sabía que hablaban en español, aunque
parecía otra lengua, una demasiada compleja y estilizada. Esa fue mi primera
frustración, no poder comunicarme con las personas y sentirme aislado. No podía
entender como existían tantas palabras con significados tan diferentes, ni tampoco como
existían personas con tanta capacidad para almacenar tanto conocimiento. Estaba
aterrado.

El amigo que me acompañaba había estudiado sociología en esa facultad, por lo tanto,
sabía cómo caminar por esos lares, entendía perfectamente el lenguaje de los
estudiantes, incluso, a veces, me explicaba a detalle algunas de las “categorías”
escolares. Me gustaba escucharlo, aunque cada vez que él hablaba, yo sólo asentía con
la cabeza mecánicamente, pues jamás entendí ni madres de lo que decía, pero sonaba
bien. Ese día en la facultad, di cuenta que la realidad era algo más extenso y complejo
de lo que pensaba, los albures y groserías tan sólo eran una parte del lenguaje y supe
que desconocía completamente el mundo.

Recuerdo la travesía para llegar de casa a la facultad, aunque era muy corta, ese día
representó un camino nuevo en mi vida. Mi amigo y yo vivíamos cerca del metro
Mixcoac, por lo que la Facultad nos quedaba relativamente cerca. Esa mañana cogimos
un camión en la Avenida Revolución, llegamos al Estadio Universitario, para después
abordar el puma-bus con dirección al Metro Universidad, al bajar del puma-bus,
caminamos poco más de un kilometro y así llegamos a la facultad. La facultad tenía un
estacionamiento amplio, con autos de diferentes modelos, también había unos jardines
alrededor del estacionamiento, con el pasto bastante crecido, atravesamos por el camino
más corto y noté que ese pasto no eran jardines, sino que la facultad estaba ubicada en

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medio de una reserva ecológica. Eran las 8:45 de la mañana, el sol apenas empezaba a
brillar pero su calor empezaba ser molesto, sentía sudor en la espalda y en la nuca,
comenzaba a cansarme. Después de subir una rampa bastante grande, al fin, llegamos
a unos edificios de color gris. Nos metimos entre sus pasillos. Recorrimos todos los
salones de la Facultad hasta dar con el aula en donde se impartirían las clases de
“Introducción al estudio de América Latina y el Caribe”, con el Doctor José María
Calderón. Minutos después lo encontramos y notamos que el salón estaba abarrotado,
no parecía haber un solo lugar disponible en ese momento. Cruzamos el salón hasta
la parte de atrás, vi muchas caras y noté que la mayoría de los presentes parecían
hippies. Eso me hizo soltar una sonrisa. En la parte de hasta atrás vimos dos pupitres
casi destruidos, que estaban vacíos y ahí nos sentamos.

Un poco después apareció el profesor, que entró al salón con energía y regocijo. Lo
miré, parecía un hombre realmente distinguido; barbado con cabello ligeramente largo,
ropa modesta pero elegante y unos lentes redondos que resaltaban su intelectualidad. Al
verlo, imaginé que ese era el atuendo típico de un sociólogo, o al menos eso pensé.
Enseguida se presentó dándonos la bienvenida a la clase, después pidió que nuestros
nombres fueran anotados en una hoja y continuó permeándonos sobre los temas que
trataríamos a lo largo del semestre, en la materia. La clase fluyó rápidamente y las dos
horas expiraron en un santiamén. Al concluir la clase, Chema salió rápidamente y los
demás alumnos salieron tras de él, mi amigo y yo nos quedamos un poco y después
también salimos. Algunos minutos después, estábamos en la explanada de la facultad,
mirando pasar a las chicas de las diferentes carreras: sociología, ciencias de la
comunicación, ciencias políticas y relaciones internacionales. Estas últimas eran las
mejores, las que estaban más sabrosas, aunque habían mujeres muy hermosas en todas
las carreras, cada rama tenía lo suyo. Incluso ideé una tesis sobre las estudiantes: las de
sociología eran interesantes, aunque en su mayoría bastante feas; las de ciencias
políticas tenían porte y había una que otra con bonitas tetas; las de ciencia de la
comunicación eran bonitas y con cuerpos delgados, pero se veían huecas y por último
las de relaciones internacionales, con porte, con miradas intrigantes y cuerpos que
desataban a lujuria de cualquiera. Seguí mirando.

Al ver tanto manjar, en un momento llegué a pensar que eso no era una facultad de
ciencias sociales, sino un desfile de modas. Había mucho material para escoger, las
chicas desfilaban ante nosotros moviendo sus hermosos culitos y con esas tetitas al

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aire. Todo eso llamaba mi atención, sin embargo, en mi mente estaba fijada, la imagen
de una mujer y eso no permitía que disfrutara de la variedad femenina.

Durante la clase de Chema, había descubierto a una chica del grupo que llamó
completamente mi atención y que no pude dejar de mirar; el tema de la clase me
parecía bastante interesante, pero por momentos dejaba de escuchar a Chema y
concentraba toda mi atención en mirar a esa mujer. Mi tesis sobre las sociólogas había
fallado.

En la explanada, mi amigo buscaba caras conocidas de su antigua generación, él


hablaba y yo no podía escucharlo, pues estaba obsesionado en encontrar con la vista a
aquella chiquilla de cabello corto, nariz respingona, senos de melón y ropa colorida,
después de varias revistas, la encontré. Ella apareció frente a mí, con un cigarro en la
mano a la mitad de la explanada. Se veía tan hermosa que quise acercarme, pero
cuando lo iba a hacer, noté que estaba rodeada por varios hombres. Eso frustró mi
intento.

Al poco rato mi amigo notó la expresión en mi cara y me cuestionó:

« Ahora, ¿por qué traes esa cara de pendejo? »

Sentí tanta vergüenza, que no pude responder con palabra, y sólo pude señalar con el
dedo lo que llamaba mi atención. Mi amigo, volteó ligeramente la cabeza, miró a la
chica y con una mueca de desdén regresó la mirada hacía mí, entonces me cogió del
hombro y con un tono bastante cruel me dijo:

«Ni lo pienses, es mucho para ti ».

Esa frase destruyó el poco ego que me quedaba, en ese momento, me sentí como una
basura. Eso que siempre había sido. Lo que era.

Al poco rato, nos aburrimos de mirar culos y decidimos volver a casa. La chica de
cabello corto había desaparecido y ya no me interesaba quedarme más tiempo.
Entonces, salimos de la facultad. Caminamos lentamente hasta la estación del metro
Universidad. Recuerdo que compré unas galletas María en la tienda, mismas que no
tenían sabor alguno, pues yo traía impregnado el sabor de la frustración, en la boca. Sin
embargo, no pensaba abandonar las clases, quería volver a escuchar a Chema y también
deseaba volver a ver a esa chica. Llegamos al metro Universidad. Abordamos el primer

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tren que apareció, entonces mi amigo y yo nos ignoramos: él se puso los audífonos y
yo seguía devorando mis galletas. Algunas estaciones después, llegamos a la estación
Zapata, salimos y atravesamos una pequeña plaza comercial subterránea, hasta topar
con los camiones que decían Mixcoac- Plateros. Nos subimos, cada quien pagó su
pasaje y nos sentamos en la parte de atrás. A los pocos minutos, el camión avanzó y el
chofer puso un poco de cumbia. Mi amigo y yo no dijimos nada durante todo el
trayecto, la cumbia del chofer sonaba a todo volumen. Me aturdió. Después de media
hora, llegamos a la unidad Plateros. Bajamos del camión, nos despedimos y cada
quien tomó su camino. ¿Cuál era mi camino?

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Capítulo2

Pasaron dos días. Desperté a las 7 de mañana e hice mis labores domesticas. Tender mi
cama, barrer, lavar trates y sacar al perro. Me bañé y corrí hacía la casa de mi amigo.
Estaba emocionado y feliz. Un nuevo día de clases en la facultad. Cuando llegué al
barrio de mi amigo, él, ya me estaba esperando. Chocamos los puños y rápidamente
salimos en dirección a C.U.
En la facultad estuvimos un rato mirando a las chicas. Habíamos llegado 10 minutos
antes de la clase, lo que nos permitía darnos un pequeño taco de ojo. Era la rutina
diaria. Dos perros en una enorme carnicería. Un poco después dieron las 9 de la
mañana. Entramos a la clase y noté que estaba vez, el salón no estaba tan lleno.
Cogimos los lugares de hasta enfrente y poco a poco el aula fue alcanzando su máxima
capacidad. A las 9:05 el salón estaba lleno. De pronto entró una mujer pequeñita. Era
tan hermosa que parecía un elfo. Llevaba puestas unas botas de gamuza, un pantalón de
mezclilla, muy ajustado que dejaba entrever su redondo trasero. En la parte de arriba,
una blusa sin mangas que resaltaba aquellos senos de melón y en el cuello una bufanda
de colores. La reconocí enseguida. Era la chica de la clase pasada. La miré fijamente y
ella me extendió una cordial sonrisa. Me sentí avergonzado y me refugié en el libro que
traía en las manos. Malacara de Guillermo Fadanelli. Mi amigo vio toda la escena y me
gritó en un tono de burla — ¿Qué hijo, crees que la vas a conquistar con tus malas
lecturas de Gabriel García Márquez o tu librito de Fadanelli? ¡No mames! Ella ahorita
ha de estar leyendo a Levis Strauss o de menos a Foucault—. Tenía razón. Yo un lector
ingenuo queriendo conquistar a una chica culta. ¡Qué estupidez! Cinco minutos después
llegó Chema. Nuevamente con su actitud vigorosa. Al caminar dejaba un aroma de una
mezcla entre loción, café y cigarrillos. De inmediato comenzó la clase. La lección de
esa tarde fue sobre las disposiciones geográficas de América Latina, también ahondo en
las diferentes culturas que existieron a lo largo del territorio y nos explicó algunos mitos
euro-céntricos. Me excitaba el escuchar hablar a Chema. Era una especie de abuelo
ideal. Un viejo sabio y buena onda. A la mitad de la clase sentí ganas de orinar y fui al

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baño. Los baños estaban en la parte de abajo del edifico, en una especie de sótano. Entré
en la taza y tiré un litro de agua. Al regresar al salón, cuando subía las escaleras, me
topé de frente con aquella chaparrita. Ella me miró con indiferencia y yo me puse rojo
de la emoción. Avergonzado, corrí hasta el salón .Entré agitado. El corazón me
palpitaba con fiereza. Mi amigo me observó y me señaló en voz baja — ¿Viste que la
morra salió atrás de ti?—. Negué con la cabeza. ¡Eres un pendejo! ¿Por qué no eres más
atento? No dije nada y agaché la cabeza. Había mentido. Me habían faltado huevos y
eso lo sabía. Instantes después entró aquella pequeñita imponente. Con el caminar
sereno y su cuello alto.— ¿Ves? ¡Ay Juan! Eres bien naco, hijo — dijo mi amigo.
Agaché la cabeza.
Al poco rato, Chema concluyó con la clase, no sin antes dejarnos unas lecturas que
debíamos comprar en el puesto de copias. Salimos del salón y fuimos hacía uno de los
edificios en busca de aquellas lecturas. Allí había una larga fila, mi amigo suspiró con
pereza y dijo que me esperaría en la explanada de la fac. De la nada volteé y me
estremecí. La chica elfo estaba formada atrás de mí. No podía mirarla. Me temblaron
las piernas. La boca seca. El corazón palpitante. Llegó mi turno de comprar las copias.
Las pagué sin voltear a ningún lado. Sentí una mirada y la ignoré. Caminé rápidamente
hasta donde estaba mi amigo. Prendí un cigarro. Otra vez perdido.

Esa tarde llegué a mi casa, estaba triste. Abatido. Me tiré en el sillón. Saqué las copias
de lectura y traté de entender lo que decían. No me concentraba. En mi mente
revoloteaba la imagen de la chica elfo. Arrojé las hojas lo más lejos que pude. Me
extendí en el sillón y me tapé la cara con las manos. Reflexioné que por extraño que
pareciera ya había sentido antes aquella sensación. La derrota por una mujer. La
fantasía de algo que no existe. La utopía del neurótico. Recordé que en mi vida habían
existido muchas “chicas elfo”, con diferente rostro y en diferente contexto. Ruth fue la
primera. Una niña de mis tiempos de primara. Aún la recordaba: morena con sus
piernas torneadas, sus ojos verdes y aquél uniforme que tanto admiraba en ella.
Siempre traté de hacerme notar, pero sólo lograba verme como un estúpido. A veces
hacía comentarios agresivos o burlones, tan sólo la muestra de estúpida falta de
confianza en mí mismo. Con el paso del tiempo se convirtió en mi amiga, me ayudaba
en los problemas de matemáticas y a conjugar los verbos en las clases de español. Sin
embargo en uno de los recreos, no me pude controlar y le di un beso en la boca que
terminó con nuestra amistad y me hizo merecedor de una putiza por parte de su

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hermano mayor. Jamás me volvió a hablar y me gané el apodo del “baboso”.
La segunda en mi lista fue Michelle. Una chica de la secundaria: rubia con ojos
marrones y ligeramente rasgados, con el cabello ensortijado y piernas de leche. ¡Como
disfrutaba observarla en el receso! Con ella fueron mis primeras erecciones conscientes.
Jamás pude hablarle. Las veces que lo intenté sólo logré oler su perfume. Ese aroma
dulzón que destilaba. Una tarde desesperado, envié a Jairo (mi mejor amigo) para que le
diera una carta que yo había escrito. Era la carta más estúpida del mundo. Le confesaba
mi amor y le decía que haría todo por salir con ella. Disney había moldeado mi cerebro.
Aún recuerdo el resultado de aquella carta. Fue en el recreo. Yo estaba solo y
desprotegido. Me vio y se acercó con valentía. Los ojos le brillaban debido al coraje. —
¿Tú escribiste está pendejada? —. Contesté que sí. En ese momento rompió la carta ante
mis narices y me dio una bofetada que zangoloteó mis cachetes de niño gordo. Jamás
intenté hablarle de nuevo. Aunque seguí expiándola a escondidas.
La tercera fue Pamela. Una chica del bachiller. Una güerita con ojos azules. Flaquita
con un culito levantado y firme. El cabello ensortijado le daba una apariencia de
princesa y eso me gustaba. En ese tiempo alcancé mi máxima popularidad. Era el típico
niño “Korn”: un vago que patinaba, consumía drogas y que nunca hacía las tareas. Me
sentía intocable. Realmente sólo ocultaba mis problemas. Anduve con muchas chicas de
la escuela. Las besaba. Las manoseaba y eso me daba seguridad. Una tarde no tuvimos
una clase, el maestro estaba enfermo. Fuimos a la casa de una de las compañeras.
Bebimos un rato y al poco tiempo llegó Pamela. También bebió. Al poco rato estaba
muy borracha. Recuerdo, quise aprovechar la situación. Me acerqué y le dije todo lo
que sentía por ella. Ella sonrió y yo traté de besarla. Entonces me empujó. Me dio un
patadón en los huevos y dijo que le daba asco. Asustado, pregunté el porqué me
rechazaba. Respondió que mi atuendo le daba repulsión, que siempre olía mal y que era
un estúpido. Regresé al lugar donde estaban mis amigos y me embriagué. Al final
Pamela terminó besándose con un tipo realmente asqueroso y cada que podía se burlaba
de mi.

Me quité las manos de la cara, cogí las copias y empecé a leer. Leí sobre como la
colonización había vuelto malinchistas a los pueblos. Algunas mujeres habían hecho
más por el mundo que todos hombres. Malitzin. La reina Isabel. Ruth. Michelle.
Pamela. Me quedé dormido.

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Capítulo 3

Los meses pasaron y yo seguía asistiendo a la facultad. Las clases transcurrieron hasta
que llegó el momento de la primera evaluación. Esa mañana, Chema pasó lista por
primera vez y nombró a cada uno de los presentes. Escuché varios nombres, algunos
de ellos nunca los había oído y sus caras me eran desconocidas. Estuve muy atento para
cuando Chema dijera el nombre de la chica Elfo. De pronto sucedió lo esperado. —
Patricia Romo de Vivar— citó Chema con su poderosa voz. La chica elfo levantó la
mano y dijo presente. Yo anoté el nombre en la última hoja de mi cuaderno. Estaba
emocionado. Patricia. La chica elfo se llamaba Patricia. ¿Y qué decir de aquel apellido?
Romo de Vivar. ¡Qué distinguido! Al terminar de leer la lista, Chema indicó que habría
examen y nos deseó suerte. ¿Quieres quedarte al examen o nos vamos? — dijo mi
amigo. Contesté que nos fuéramos. Tenía miedo de competir con aquellos eruditos.
Salimos sin hacer ruido. Estuvimos un rato en el patio de la escuela. Miramos algunos
traseros hasta que nos aburrimos. No había movimiento, todos estaban en exámenes.
Atravesamos la facultad, llegamos a la estación Universidad y decidimos tomar el
puma-bus. Nos formamos en una fila, mientras seguimos viendo a las morras que iban
a las diferentes facultades. Abordamos el bus. No había lugares así que nos
acomodamos en la parte de atrás. De repente volteé y vi una chica de cabello rojo, cara
chistosa y voz cachonda. Llevaba unas mallas color negro, una blusa escotada del
mismo color y unas zapatillas tipo Ballet. Hice una seña a mi amigo. Él abrió un poco
los ojos y dijo que se parecía a Lydia Lunch. Una escritora, feminista, transgresora y
nihilista. Típica ideal de las chicas de la época. Asentí con la cabeza y estuvimos
acosándola durante un rato. Algunas paradas después, la chica descendieron del bus y
así volvimos al tedio del puma-bus. Estudiantes estresados y maestros malolientes. Una
sopa de basura humana.
Esa misma tarde llegué a mi casa, prendí la computadora y abrí el Facebook. No tenía
ninguna actualización y no me importaba. Escribí Patricia Romo de Vivar en el
buscador de la página. Aparecieron más de diez resultados. Indagué en cada uno de

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ellos hasta que encontré el que buscaba. En el perfil aparecía la chica elfo, un poco más
joven y con el cabello largo. Me enamoré de la foto y la puse de fondo de pantalla en
mi computadora. No podía dejar de mirarla y la alabé durante unos minutos. Me
chillaron las tripas. Tenía hambre, no había comido desde la mañana. Fui a la cocina.
Me preparé una pechuga de pollo con papas a la francesa. Regresé a la computadora.
El perfil de Facebook continuaba abierto, ante mis ojos. Dudé un poco en mandar
solicitud. Al final lo hice, mientras engullía una papa a la francesa y mi perra trataba de
robarme mi pechuga del plato. Maldito animal, siempre esperando para atacar. Era
igual que yo.
Ruborizado por mi acción decidí sacar a pasear a mi perra. Kinky; era el nombre de mi
única compañía. Salimos a la calle, dimos vueltas a la manzana y al final Kinky tiró
una descomunal mierda. Mientras estaba ahí parado, kinky cagaba con los ojos en
blanco, pasaron ciertas vecinas. Aquellas mujeres retrataban mis niñez y su declive. No
rozaban ni los 20 años y ya parecían de 30. Otras tenían varios hijos y esperaban el
segundo. De la nada pasó Lucia. Ella había sido otro de mis amores de niñez. La había
conocido en el catecismo de la iglesia. Era quizás la niña más bonita de mi barrio. Alta,
blanca, nalgona, piernas gruesas y firmes. Su cara parecía echa de porcelana, los gestos
eran iguales a los de una doncella medieval y tenía mucho porte. Numerosos en el
barrio suspiraban por ella. Mi primera masturbación fue en su honor. La vida es triste y
llena de malas historias. Al salir de la secundaria Lucia empezó andar con un chico
adinerado y al poco tiempo quedó preñada. Ahora seguía estando bonita, aunque gorda
y desesperada. Ese era uno de los motivos por los que nunca anduve con una chica del
barrio. Temía embarcarlas o crear conflictos entre familias. Mi madre me parió cuando
ella tenía 17 años. Jamás olvidaría sus ataques de cólicos que siempre terminaban en
golpizas. No había gozado su juventud. Estaba amargada y deseosa de escapar.
Siempre me obligó ser respetuoso con otras mujeres. Tanto me exigió que terminé por
temer de ellas. Me volvió un corderillo cursi y neurótico. Kinky terminó de cagar y
entramos a la casa. Me senté en el sillón y reflexioné. Buscaba una madre. Una madre
ideal. Lloré amargamente. El Facebook emitió un sonido. Patricia De Vivar había
aceptado mi solicitud. Solté una amarga sonrisa y seguí llorando. Ahora entendía todo.

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Capítulo 4.

Las clases con Chema transcurrían los martes y jueves. Esa mañana era miércoles. Me

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levanté temprano, salí de casa y corrí 5 kilómetros. Me gustaba correr. Me liberaba de
mis problemas, no pensaba en nada. Un feto neurótico en una matriz enorme. Troté
hasta que mi cuerpo ya no pudo más. Regresé a mi casa. Mi padre me esperaba para
desayunar. Él, un hombre maduro, con cara ajada, manos fuertes y corazón de oro.
Cuando llegué bebía una taza de café. Entré en la casa e inmediatamente serví leche y
cereal en un plato. Noté que mi padre estaba serio, pero no quise preocuparme. Apenas
iba dar la primera prueba al cereal cuando recibí una pregunta de golpe:
— ¿Cuándo trabajarás? — preguntó mi padre sin despegar los ojos del televisor.
— No lo sé. Estoy estudiando.
Hizo una mueca con la boca y prendió cigarrillo.
— ¿Te urge que trabaje? — lo reté.
— No, pero quiero que hagas algo de tu vida. La otra noche llegaste borracho y sólo te
pasas el día leyendo y en el chat.
— ¿Qué quieres que haga, chingá?
— Que hagas algo por ti. Sólo eso.
El viejo tenía razón. Jamás hacia nada para mejorar. Esperaba que las cosas llegasen
solas. Engullí rápidamente el cereal y después me refugié en uno de mis libros. El amor
en los tiempos del cólera. Leí sobre como Florentino Ariza, un tipo común y corriente,
él trataba de enamorar a la bella Fermina Daza. Sin embargo competía con la imagen
referencias de Juvenal Urbino; un doctor de buena familia y con excelente cultura. Me
proyecté en ese personaje. Continué leyendo hasta que mi imaginación pudo más que la
lectura. De la nada imaginé distintas formas de acercarme a la chica elfo. La primera
que pensé fue obsequiarle algo. ¡Sí! Eso era. Darle una rosa hermosa y una pulsera de
oro. Después recordé que ella no necesitaba cosas materiales. Las tenía a montones.
Descarté la idea. ¡Una carta! Sí, ahuevo. Una larga y bella carta donde le expusiera mis
sentimientos. Ella quedaría encantada con mis frases y detalles. Aventé el libro de
Márquez. Busqué una hoja, bolígrafo y empecé a escribir.
“¡Hola señorita de Vivar! Le escribo esta carta para hacerle un tributo a su encantadora
belleza. He visto la manera en que se expresa y me parece que siempre tiene una palabra
adecuada. No daré más preámbulos e iré al grano. Estoy enamorado de usted. ¿No lo ha
notado? Siempre la miro cuando entra al salón. Eternamente olisqueo el vaho que usted
deja al caminar. Me gusta escuchar la coherencia con que crítica las clases de Chema.
Sus opiniones, me parecen de los más elocuentes y certeras. Me gustaría que algún día
me regalara una de esas palabras. Una palabra para mí. Una sonrisa que iluminé mi vida

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oscura. Me gustaría besarle los pies, lamerle las manos y sentir su calor. No hay más
que decir. Soy su servidor. Suyo por siempre. Atte.: Pedro Juan Toriz”. Mi alter-ego
habló por mi.
¡Eso era una carta! ¡Qué profundidad! ¡Qué tacto! La imaginé leyéndola. Ella sonreiría
y me daría un fuerte abrazo. Sería cómo el Quijote y la dulcinea. Un par de enamorados,
destilado pasión. ¡SÍ! Releí la carta una vez más y noté que no decía nada. Me
justifiqué. El amor no se dice, se hace. Recordé aquella canción que ponía mi padre
“Jesús es verbo, no sustantivo”, y me dije “El amor es verbo, no sustantivo”. La leí
nuevamente y me dio vergüenza. Parecía una carta para abuelitos. La rompí y traté de
pensar. No podía. Estaba frustrado y lastimado. ¿Cómo me iba acercar a ella, si me daba
pena hablarle por facebook? Sí, era triste pero cierto.
En la noche siguiente entré a Facebook, noté que estaba conectada. Me emocioné
bastante. Escribí “Hola, ¿Qué tal? “ Dudé en pulsar enviar. Me quedé mirando el
cuadrito de conversación y vacilaba con apretar el botón. Así estuve durante más de una
hora, hasta que sentí sueño y apagué la computadora. Me fui a dormir y soñé que le
escribía y platicábamos. Fue un sueño hermoso que terminó con un grito de mi padre.
Debía pararme e ir por la leche a la CONASUPO. Cogí el libro de Gabriel García
Márquez, que estaba a un costado de mi cama. Me senté y continué mi lectura. La
escapatoria perfecta. Mi padre seguía gritando.

El jueves regresé a la facultad. Ese día Chema no asistió, pero mandó a su adjunto. Mi
amigo y yo, lo escuchamos un rato hasta que nos aburrimos. El chico le echaba ganas,
pero actuaba demasiado hippie y fastidioso. Noté que Patricia tampoco estaba en el
salón. Eso me deprimió un poco. Eran las 10 de la mañana y nosotros estábamos en la
explanada sola y deprimente. De pronto, mi amigo recordó que unos amigos —de los
tiempos de clases—tenían un puesto a las afueras de la facultad. Recorrimos la escuela
y los encontramos. Omar y Cintia: una pareja bastante rara. Omar parecía un oriental
con atuendo Grunge, mientras que Cintia era una especie de punkera intelectual. Ambos
vendían ropa de la moda vintage. Al llegar nos saludaron y enseguida hablaron sobre su
vida. Yo no entendía nada de lo que decían. Eran puros chistes locales que sólo ellos
concebían. Mi amigo reía también. Comenzaba a aburrirme. Me frustraba no entender.
Me levanté y fui por un tabaco. La facultad tenía el mejor surtido en cigarrillos: desde
Faritos pasando por Tigres hasta Lucky o malboro. Compré tres Faritos sin filtro y
regresé al puesto con pocas ansias. Al llegar estaban unas clientas y eso me motivó un

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poco. Había una morena china con un cuerpo de pecado y una rubia medio gorda pero
simpática. Las miré un poco y ellas sonrieron. Cuando se fueron surgieron chistes y
chismes sobre aquel par de chicas. Cintia me contó varias anécdotas sobre sus clientas
y eso me entretuvo un poco. El medio día llego y las chicas salieron de sus clases.
Algunas compraron alguna prenda del puesto, otras sólo quitaban el tiempo. De la nada
apareció una chica de cabello rojo, pantalón de mezclilla justo y unas botitas de piel.
Escuché su voz y la reconocí enseguida. Entonces recordé que era la chica del puma-
bus. La pequeña Lydia Luch. Mi amigo también la reconoció y me incitó a hablarle.
Omar también me motivó diciéndome que era una gatita de batalla. Ella compró un par
de blusas y continuó su camino. Entonces la seguí y la aborde a unos 100 metros de
donde estaba el puesto.
— ¡Hola! ¿Oye, cómo te llamas?
— ¡Hola! Soy Yio ¿y tú? — su voz era una fusión entre Paulina rubio y Rufo el perro
de Daniel el travieso.
— Puedes llamarme Harry.
— ¡Harry! Jajá qué apodo tan cagado.
— Ya lo sé. ¿Qué estudias?
— Sociología. ¿Tú?
— Nada. Vengo de oyente a una clase.
— ¿Así, cual?
— Introducción a América Latina, la imparte José María Calderón.
— Chema. Jajá. Es un buen maestro. Nunca tomé clases con él, pero eso dicen.
— Ya lo creo.
— Bueno, debo irme a mis clases de danza. ¿Qué días vienes?
— Martes y jueves.
— Nos estaremos viendo.
Me besó en las comisuras de los labios y salió corriendo. Al correr movía el culo de una
manera muy chistosa. Era como si se le fuese a caer algo .Parecía una caricatura de
tongo lele. Regresé con mis amigos.
— ¿Cómo te fue, matador? — preguntó Omar.
— Bien. La veré la próxima vez.
— ¿Cómo? ¿No le sacaste unos besos? — intervino mi amigo.
— No, llevaba prisa.
— Eres bien pendejo. ¿Cómo lo vez Cintia?

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— No, mi rey a esas las tienes que aterrizar en corto. Es nalga fácil. No te apendejes
valedor.
Me habían tratado como un niño. Prendí mi ipod. Ellos seguían hablando de un pasado
incierto. El sol bajó la intensidad de sus rayos. La tarde concluyó.

Llegué a mi casa a las 5 de la tarde. Nos habíamos quedado en la escuela más tiempo
que de costumbre. Mi amigo había revivido recuerdos de la licenciatura y eso dilató
nuestra estadía. Me acosté en mi cama. Estaba acalorado y me dolía la cabeza. Debía
recuperarme. En dos horas iniciaba mi primer día de trabajo. Mesero en una cafetería.
El sermón de mi padre había surtido efecto. Soñé con el culo de Yio.

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Capítulo 5.

Esa noche llegué al trabajo con casi una hora de retraso. Doña Isabel me recibió con una
sonrisa sarcástica. Era la propietaria del negocio, amiga de la pandilla y una muy buena
anfitriona. “Limpia las mesas, trae los hielos y ayuda a Gaby”, estás fueron las primeras
indicaciones que
recibí. Atendí las órdenes, después me senté en la barra y conecté la música.
Aquél trabajo lo había conseguido indirectamente. Una noche (como siempre), unos
amigos y yo estábamos en el café platicando sobre literatura, algunos chistes rojos y de
música. El café estaba atestado de gente y Doña Isabel no se daba abasto. Al ver esto,
me levanté, recogí una de las mesas y atendí a unos clientes que entraban al café. Hice
lo mismo durante toda la noche. Al final recibí una buena cena y cincuenta pesos. Doña
Isabel me dijo que me esperaba mañana. Yo sonreí, corrí hasta mi casa y le conté a mi
padre que ya tenía empleo. No se alegró y sólo asintió con la cabeza. — ¿Cuánto
ganarás? — No sé. Unos 100 pesos, creo. — mentí. No dijo más y se fue a dormir. No
era la respuesta que esperaba, pero aún así me sentía bien.

A los pocos minutos llegaron un par de clientes. Dos mujeres cuarentonas; una era
guapa y la otra avejentada. Me acerqué, extendí un menú a cada una y regresé a la
barra. Cinco minutos después, la guapa hizo una seña con la mano. Empezaba el trabajo.
Ambas pidieron café cappuccino. La más vieja pidió unos molletes con queso, mientras
que la guapa pidió una ensalada de pavo. Apunté lo más rápido que pude. — ¿Algo
más?— pregunté muy atento. Nada más, guapo — contestó la guapa con una coqueta
sonrisa. Fui hacía a la barra, di la orden a Gaby y este se puso a trabajar. Tomé mi
asiento y miré hacia donde estaban ambas mujeres. La guapa me miraba a ratos y
sonreía. Yo hice lo mismo. Gaby me extendía poco a poco las órdenes y yo las
entregaba. La señora sonreía y yo me hacía pendejo. Llegaron más clientes y ya no pude

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seguir con mi ligue. Al final dejaron una buena propina. Me gustaba el trabajo. La
mayoría de los clientes eran amables, la música era buena y todo estaba bien. Algunos
asiduos eran groseros, pero siempre podía desquitarme escupiendo en la comida o
abusando de la azúcar de en sus pedidos. Jamás tuve problemas. A las 9 llegaban mis
amigos. El trabajo seguía, pero ahora había cigarrillos gratis.
A las 10:45 cerrabamos la cafetería. Mis amigos continuaban adentro. Anwar el cliente
más antaño del café; un tipo gordo, calvo, bohemio y fumador. Esteban el gorrón:
chaparro, con greña larga, sonrisa estúpida y demasiado ansiosa. También fumador.
Gabriel el mesero oficial: Enano, moreno con cabello corto. Parecía un duende en el
siglo XXI. Isabel platicaba en la cocina con mi amigo Rafael, el sociólogo. Me acerqué
a la mesa donde estaban los demás y armamos una ronda de caguamas. Era jueves, pero
que importaba. La ansiedad no tenía hora. Bebimos y fumamos hasta medianoche.
Isabel y mi amigo estuvieron en la cocina todo el tiempo. Estaba ebrio. Me tambaleé
hasta la cocina para recibir mi paga. Doña Isabel me pagó y todos salimos del café.
Nos despedimos y cada quién tomó su rumbo. Vacilé dando pasos lentos hasta llegar a
mi casa. Mi padre dormía. No había problema. Me tiré en la cama e intenté dormir. La
cama empezó flotar. Vomité. Mi padre se despertó. ¡Vaya noche!

El viernes en la mañana desperté con una resaca espantosa. Mi padre se había ido a
trabajar y yo me paré a orinar. Cuando tiraba toda esa mierda noté que tenía unas
ronchitas extrañas en el pene. Me asusté. Sin embargo entendí que eran las
consecuencias de tantos días sin bañarme, de las depresiones diarias y la mala
alimentación. Debía ir al médico. Entré a internet y busqué algunas clínicas
dermatológicas. Todas eran caras o estaban demasiado lejos. Encontré una que estaba
subsidiada por el gobierno. Anoté la dirección. Me metí a bañar. Cuando me tallé las
ronchas sentí una especie de comezón-ardor. Traté de calmarlo con Vitalicina. No
funcionó y ahora mi pene parecía una salchicha con grasa. Fui a la clínica. Cuando
llegué había cerca de 20 personas formadas. Recorrí la fila, hasta que encontré la
entrada. Me acerqué a un gordo policía que fumaba un cigarro.
— ¡Buenos días, oficial! — fingí amabilidad.
— ¿Es tu primera cita? — contestó con un tono rutinario.
— Sí.
— Fórmate en aquella fila. — señaló otra fila con muchas personas.
No dijo más y me dio la espalda. Me formé. La cola era enorme. Estuve parado cerca

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de dos horas y aún llegaba más gente. Otro policía dio la orden de entrar. Entré, pagué
en una ventanilla, me dieron una ficha y me senté en una sala. Una hora después
gritaron mi nombre. Me alegré al escucharlo. Me llevaron hacía uno de los
consultorios. En el interior estaban un par de doctores. Fingí alegría.
— ¡Hola!
— ¿Nombre completo y edad?
— Juan Carlos Toriz Sánchez. 21 años.
Uno de los doctores escribió en una vieja máquina.
— ¿Síntoma?
— Una irritación en el pene.
— ¿Promiscuidad, relaciones homosexuales?
— Masturbarme, ¿cuenta?
Ambos me miraron de mala gana.
— Remítase a contestar las preguntas.
— No, actualmente.
— Bájese los pantalones.
Lo hice y ambos doctores examinaron aquél flácido pedazo de carne.
— Puede subirse los pantalones.
Uno de los médicos anotó algo en una hoja.
— ¿Qué tengo?
— No sé. Sólo queríamos descartar alguna enfermedad venérea.
Lo miré con frustración.
— Le mandaré una pomada. Regresará dentro de un mes y veremos la reacción.
El otro doctor salió del consultorio y gritó otro nombre. Yo salí del consultorio. Caminé
adonde estaban las secretarias. Me extendieron la receta y la fecha de la siguiente
consulta. Salí de la clínica, me comí una torta de tamal y busqué una farmacia. Había un
chingo, así que entré a una.El hombre de la botica — un viejo enojón, con mala cara y
una bata vieja y sucia — me arrebató la receta de las manos y se metió en un cuartito.
Salió con la misma mala cara y dijo: — Sí, la tenemos. Cuesta 750 pesos la primera y
300 la segunda. No dije nada, me metí la mano a la bolsa y sólo tenía 150 pesos. Cogí
la receta y salí de la farmacia. Caminé hasta el metro. Necesitaba dinero.

En la noche regresé al café. Las actividades fueron las de rutina; limpiar las mesas, ir
por los hielos, acomodar la barra y esperar a que llegasen los clientes. Eran pan

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comido. Los primeros clientes que llegaron eran un par de viejitos. Ambos pidieron
café americano, bísquets con mantequilla y mermelada de zarzamora y al final un
pedazo de pastel de queso. Los atendí rápido e incluso aceleré el trabajo de Gaby. Los
viejillos se sintieron cómodos y dejaron una dadivosa propina. Tres monedas de 10
pesos, que yo debía depositar en el botecito de las propinas. Recordé el dinero que
necesitaba para las pomadas. Cogí una moneda y deposité las otras dos. Así sucedió la
noche. Llegaban los clientes, los atendía rápido y ellos dejaban una jugosa propina, de
la cual yo sólo tomaba una parte. Al final de la noche, sumando mi respectiva paga
tenía un total de 110 pesos libres. ¡Un sueldo maravilloso! Ese viernes mis amigos
llegaron un poco más tarde lo habitual, pero venían cargados de una botella de whisky
y algunas cervezas. Al terminar la jornada cerramos el café y bebimos un rato.
Doña Isabel era una mujer regordeta, con mejillas sonrojadas al estilo Heidi. Tenía unos
ojos de color café, muy claros y su piel parecía de leche; blanca y suave. Me parecía
una mujer muy guapa. Desde que la conocí siempre se había portado cordial, al menos
conmigo. Me invitaba chocolate, me regalaba comida y siempre parecía atenta a lo que
decía. A sus 32 años, Isabel tenía dos hijos ; Tania y Adrian, de 14 y 5 años. Era una
mamá muy joven. Siempre al tanto de las necesidades de los dos pequeños. Me
recordaba a mi propia madre.
Mi madre con todo y sus errores, siempre estuvo al pendiente de mí. Al igual que
Isabel, había sido una mamá joven. Impulsiva y desesperada. Aunque nunca me faltó
que comer, siempre parecía molestarle lo que yo hacía. Siempre fui un niño muy
curioso. Me faltaba compresión por parte de ella. Siempre quise decirle, que yo no
quería ser como+ ella- decía –que- debería- ser. ¡Oh, mi bella madre! Una mujer
agresiva, pero cariñosa. Una chica confundida y enojada con la vida. Una hembra con
miedo, pero con más temor a expresar lo que sentía. Una dama inteligente. Yo era el
estúpido que nunca hacía las cosas bien. El impostor que mentía. El ladrón de
nacimientos en las posadas de navidad. El tonto que soñaba con ser explorador de
amazonas y desollaba animales vivos para ver que tenían por dentro. El líder de los
niños del mercado, que los alentaba a tirar piedras a los carros del periférico. El payaso
burlón al que siempre regañaban sus maestras. El hiperactivo que nunca podía estar
sentado. El bobo amante de los perros, que siempre llevaba perros callejeros a la casa y
los alimentaba. El chiquillo que le gustaba Molotov y mentaba madres a las personas. El
enamorado de Selena la reina del Tex-Mex, que torteaba a las muchachas en el metro.
El gordo que comía más de lo podía. El envidioso con mis juguetes. Mi pobre madre

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sólo trataba de mostrarme la realidad. Sus golpes sólo eran una llamada de atención para
que despertara y viera que el mundo era mucho más cruel. Más violento. Más hijo de
puta.
Esa noche mientras bebía en compañía de mis amigos, observaba como Isabel sufría
con los gastos de sus hijos. Como había sacrificado su juventud por limpiar el culo de
niños molestos. Como en el fondo era una mujer asustada y con muchos clichés. Vi a
una buena mujer. Vi a mi madre. Me embriagué con el vino y me mordí la lengua para
no llorar. Era un hijo de la chingada, antes había robado la felicidad a mi madre y ahora
le robaba el dinero a esa pobre mujer. Seguimos bebiendo, hasta que Isabel nos corrió
del café.

Capítulo 6.

El martes siguiente regresamos a las clases de Chema. Esa mañana hacía un frío de los
mil demonios y todos estaban muy abrigados. Caminamos un rato por los pasillos de la
facultad y conseguimos llegar temprano al salón, lo que nos permitió sentarnos en la
primera fila. A los cinco minutos, el maestro entró con la misma energía de todas las
clases. Se prostró en el escritorio y nos miró a todos con un gesto de molestia. Después,
mencionó que antes de iniciar la siguiente clase quería hacer unas cuantas observaciones
sobre los exámenes. Se acomodó el largo cabello atrás de las orejas y dijo que no era
posible que alumnos de licenciatura tuvieran tantas faltas de ortografía en un examen
tan sencillo. — ¿Qué nos espera como país? Si la comunidad universitaria no sabe

23
poner un acento. Chema continuó con su discurso y yo viré hacía la izquierda en busca
de la chica elfo. Ahí estaba, dos asientos después de mi. Con un abrigo café, un
pantalón de mezclilla y unas botas parecidas a las de un hobbit. Se había cortado el
cabello al estilo Winona Ryder. Realmente se veía hermosa. Parecía un duendecillo de
jardín. La miré fijamente y ella volteó incomoda. No pude resistirle la mirada y me
giré. Chema concluyó su argumento con una sonrisa y nos indicó que hiciéramos
equipos para comentar las lecturas de la clase pasada. Todos se movieron rápidamente
.Quise unirme al equipo de Patricia, pero era un grupo cerrado y de inmediato pusieron
una barrera. Sólo quedábamos mi amigo y yo, todos lo demás estaban en un equipo.
De pronto entró un tipo pequeño, barbado y muy bien vestido. Escaneó todo el salón y
vio que no había ningún lugar para él. Entonces nos preguntó si podría unirse a
nosotros, lo aceptamos tratando de ser cordiales, aunque a decir verdad nos disgustaban
las personas cómo él. Habíamos crecido en barrios peligrosos, entre drogadictos y
hombres trabajadores. Sabíamos que era sufrir, algo que él sólo había visto en
películas. Comentamos las lecturas entre los tres, pasados 20 minutos, Chema pidió que
cada equipo diera una conclusión. Me tocó ser el portavoz de mi grupo. Cuando tuve
que hablar, me sentí nervioso, había escuchado las opiniones ajenas y todas parecían
coherentes y con un lenguaje fluido. Al final no hubo mayor problema, dije lo que
pensaba y algunas personas asintieron con la cabeza lo que relajó mi histeria. El bloque
de Patricia fue el último en hablar, en ese equipo estaban los más intelectuales del salón
y expusieron un argumento bastante largo y con muchos tecnicismos. Primero habló
Patricia, su voz era suave y segura. Discutió sobre las conquistas a lo largo de
Latinoamérica y dio una opinión de los procesos vividos. Después continuó un chico
flaco, de cabello largo, demasiado hippie. Él echó mano de categorías antropológicas y
mencionó algunos datos sobre los indios de Norteamérica. Chema notó cierta
presunción en su discurso y lo paró diciéndole que entendía su fanatismo por las tribus
del norte, pero que la clase se trataba de Latinoamérica y el Caribe. El pequeño navajo
no dijo nada y cruzó los brazos. La clase concluyó con una reflexión sobre los procesos
de conquista. Al terminar los compañeros salieron disparados, mientras mi amigo y yo
nos quedamos sentados hasta que todos hubieran salido. Patricia pasó casi al final de la
fila, llevaba la chamarra abierta, así que la miré fijamente y solté un comentario
vulgar. Ella me observó con desconcierto, se subió el cierre de la cazadora y salió
rápidamente. Era un tonto. La había espantado.
En la explanada de la facultad, mientras mi amigo observaba a las chicas y yo fumaba

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un cigarro, le comenté lo pasado con la chica elfo:
— Espanté a Patricia — dije sacando el humo del tabaco.
— ¿Cómo fue o qué? — mi amigo abrió ligeramente los ojos.
— Sí, wey. Pasó enfrente de mí, traía la chamarra abierta y se le veían las tetas.
Entonces no me pude resistir y le dije; “Ay Jesús”, entonces me vio con una cara de
chinga tu madre y salió corriendo.
— Eres bien pendejo. ¿Acaso crees que estás en el barrio?
— No. Sólo quería llamar su atención.
No concluyó lo que iba decir porque en ese momento apareció Yio. Se veía bastante
bien. Llevaba unas mallas de color negro muy justas, unas zapatillas de ballet y una
blusa negra sin mangas. Se acercó y nos saludó. Después me pidió que la acompañara
por unas copias. Asentí con la cabeza y le hice una seña a mi amigo. Caminamos hacía
uno de los edificios, saco las copias y después charlamos un poco. Me gustaba su estilo
y decidí lanzarme:
— ¿A qué hora sales mañana? — pregunté mientras caminábamos de regreso a la
explanada.
— A las 11. ¿Por qué? — tenía una voz bastante rara y hacía gestos al hablar.
— Vamos a dar una vuelta.
— Sale. ¿A dónde?
— No sé. Vamos a Coyoacán.
— Me late. ¿Dónde nos vemos?
— A las 12 en la estación Viveros.
— Ya estás. ¡Pero, te bañas eh!
— Jajá, tonta. Yo siempre lo hago.
— Tu olor no dice lo mismo.
Se tapó la nariz con la mano. La abracé y caminamos de regreso a donde estaba mi
amigo. La tenía puesta. El premio de consolación. El segundo lugar. La frustración
encarnada. Toda mi vida pasó en mi cabeza. Sonreí.

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Capítulo 7.

En mi casa, pensé sobre lo sucedido aquella tarde, las cosas no parecían tan claras. En
la vida, jamás había elegido una de mis parejas. Siempre eran el refrito de las
esperanzas de mi madre. Recordé una anécdota, una tarde yo tenía como 5 años y
jugaba con mis luchadores de plástico. Mi madre estaba en la mesa, picaba unas
verduras para hacer la comida. Me encontraba en mi onanismo infantil. En la fantasía de
ser luchador cuando grande, ser un súper-héroe. Quería ser como Brave-star o como
Batman. De pronto la puerta sonó; un golpeteo suave pero constante. Imaginé que era
mi padre, dejé de jugar y me acerqué a la puerta. Asomé la cabeza entre las piernas de
mi madre y vi a una de mis compañeras del Kínder. Era una niña negrita, de cabello
chino y cuerpo regordete. Se llamaba Amayrani y era hija de la pollera del mercado.
Llevaba puesto el uniforme de la escuela y se veía apenada.
— Hola, señora. ¿Está Juan Carlos? — preguntó la niña intentado asomarse por entre la
puerta.

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— Sí, hija. ¿Qué pasa? — yo me escondí atrás de mi madre.
— ¿Es usted su mamá? — Mi madre tenía como 22 años. Era joven y bella.
— Sí. ¿Hizo alguna travesura?
— No. Sólo quería pedirle que le dé permiso de ser mi novio.
Mi madre soltó una sonrisa y me apartó de la puerta. Corrí hacía la ventana y me asomé.
— ¡No se burle! — replicó la negrita.
— ¿No crees que son muy pequeños para pensar en novios?
— No lo creo.
— ¿Ya hiciste tu tarea?
— Sí.
— ¿Y tu quehacer?
— Sí y todo lo demás.
— Pues, él no. Regresa más tarde y lo dejaré salir un rato.
— Está bien.
Desde la ventana vi como la negrita se alejaba con la cabeza agachada. Le pregunté a
mi madre que quería aquella niña, mi madre soltó una risita muy burlona, me dijo “serás
muy guapo de grande” y me besó en la boca. En la noche, escuché como platicaba aquél
relato a mi padre y ambos reían. Sentí vergüenza y ganas de perderme en un largo
sueño.
La negrita jamás habló de nuevo. En la escuela me hacía bromas y se reía en coro junto
con sus amiguitas. No me importaba, yo jugaba a ser como el hijo del santo y lo demás
era basura. Por esas fechas, en la televisión vi una repetición de una pelea de Mike
Tyson. La escena mostraba a un hombre negro que golpeaba como un toro a otro, todo
arriba de un ring. Me emocioné. Las luchas de la Tripe A pasaron a segundo término y
ahora deseaba ser boxeador. Antes escuché por boca de mis primas, que mi padre en su
juventud había sido boxeador, así que me acerqué a él y le dije mi deseo. Mi mamá se
opuso, dijo que quedaría muy feo de tanto golpe, sin embargo me aferré y me metieron
al box. En el gimnasio fue mi primer acercamiento con niños más grandes y de
diferentes barrios. Algunos vivían en Tacubaya, en barrio norte y eran morenos, flacos y
con cicatrices en la cara. Nada que ver conmigo. Mi primera clase de boxeo fue
divertida, el maestro era un viejo de unos 60 años, enano y con la nariz destruida.
Siempre hablaba de sus triunfos de juventud. Su hijo era campeón mundial de peso
mini-mosco. El baby Juárez, así lo conocían. Por mi edad, en pocas semanas me
enseñaron los movimientos básicos del boxeo. Aprendí con vehemencia y pasión.

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Siempre que le pegaba al costal, me venía a la mente el recuerdo de la pelea de Tyson y
me emocionaba. Un día, me dijeron que sería mi debut en el ring. Me pusieron guantes,
careta y me prestaron un protector bucal. Sería mi primer entrenamiento con un
contrincante real. El otro niño era más grande en edad que yo, pero más bajo en
estatura. Flaco, moreno y mal-hablado. Siempre decía groserías. Al igual que a mí, le
pusieron guantes, careta y el sacó su propio protector. Tocaron la campana e inició el
primer round. Yo en mi vida me había peleado con alguien. Mi contrincante era ágil y
pegaba duro. Me tiró una vez, dos veces y en la tercera me saco las lágrimas. Me sentía
impotente, no alcanzaba golpearlo. El profesor se acercó a mí y me dijo que pararía el
entrenamiento. Le dije que no con lagrimas en los ojos y salí al tercer asalto. Tocaron la
campana y me dirigí a él. Estaba decidido a romperle su madre. Me tiró varios rectos a
la cara y me entraron, después siguió con los golpes a la panza y entraron. En ese
momento el chico sentía que había ganado y alzó los brazos con una sonrisa en el rostro.
Entonces descargué un recto directo a su mandíbula y lo tiré. Estaba desmayado. Mi
profesor subió al ring y me cargó en su espalda. Desde ese día me conocieron como “El
baby Kid”. El otro chico jamás regresó a entrenar.
Cuando mi madre fue por mí, le conté mi hazaña y ella me dijo que eso no era bueno.
Mencionó que uno sólo debe golpear por una buena causa, como Batman o Popeye el
marino. Tenía razón.
A la mañana siguiente, en el fondo del kínder estaban los niños más malos de la
escuela. Recuerdo que golpeaban a mi amigo Mauricio. Me acerqué a ellos, recordando
lo que me había dicho mi madre. Llegué, golpeé a uno en la mandíbula y se cayó. Otro
me soltó una patada y le apliqué el uno-dos hasta que lloró. El tercero corrió hacia la
dirección y me acusó con la maestra. Me mandaron castigado a la dirección y le
hablaron a mi mamá. Le dijeron que era agresivo y que necesitaba un psicólogo. No era
agresivo sólo justo como Batman. En la salida, mi madre estaba esperándome con un
gesto de enojo. Me acerqué a ella y ese día no me compró mi congelada en el puesto de
dulces. Caminamos sin decir nada hasta llegar a la casa. Ese día me golpeó y creo que
me sacó del box. Ya no recuerdo bien. Jamás entendí porqué me golpeaba. ¿Acaso era
por una buena acción? Yo había hecho lo correcto había golpeado a los niños malos y
también había salvado a mi mejor amigo. Jamás lo comprendí.

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Capítulo 8.

Al otro día, estaba parado a las 12 en punto bajo el reloj del metro Viveros. A los pocos
minutos llegó Yio con una sonrisa en la boca. La barrí con la mirada y escaneé cada una
de sus partes. Llevaba sus populares mallas ajustadas, combinadas con unas botitas
cafés y una blusita sin mangas de color negra. Nos saludamos con un beso en las
comisuras de la boca y salimos de metro. En la calle, rodeamos los Viveros y mientras
caminábamos me platicaba sobre lo que gustaba hacer, también me contó que vivía muy
lejos y que la universidad era como su segundo hogar. Yo le conté que me gustaba la
sociología, no sabía porqué pero me gustaba. Igualmente le platiqué que era oyente en
una clase sobre América Latina y que me gustaba mucho. Lo real era que a Yio no le
interesaba platicar sobre eso. Estaba más interesada por saber a dónde iríamos a beber o
que haríamos esa tarde. No había plan, ni siquiera entendía por qué había salido con
ella. Llegamos hasta un parque que estaba dentro de los viveros, compré unos cuantos
tabacos y nos sentamos en una de las bancas. Prendimos un cigarro y los fumamos.
Continuamos la charla en base a las clases, a las tesis y algunas teorías sociológicas. De

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pronto mientras platicábamos, Yio se acercó un poco y yo la besé. Fue lo mejor de la
tarde. Realmente besaba muy rico, sabía usar la lengua a la perfección y tenía una boca
suave y húmeda. Dejamos los temas intelectuales un rato, sólo nos enfocamos en
besarnos y en tocar nuestro cuerpo.
— Eres muy bonita. — le dije mientras la tomaba de la mano.
— No me digas eso. — contestó apartando su mano de la mía y adoptando un gesto
raro.
— ¿Por qué?
— Porque cuando me dicen eso, tiendo a escapar de las cosas y contigo la estoy
pasando bien.
— ¿Eso que tiene que ver? No entiendo.
— Deja de fastidiar y dame un beso.
Nos dimos un beso largo y baboso.
— ¿En tu salón no va un chico que se llama Rafael? — cambió de tema y mientras se
limpiaba la saliva de la boca.
— ¿Rafael? — abrí un poco los ojos y me toqué la barbilla.
— Sí, es un chico regio. Alto, delgado, con el cabello lacio y medio hippie.
Yo sabía a quién se refería. Era el hippie, el amigo de la chica Elfo.
— ¿Lo conoces? ¡Hey! No te duermas. — me golpeo la cabeza.
— Estaba tratando de hacer memoria. Creo que sí, lo ubico pero no sé quién sea —
mentí.
— Vaya. Es que yo salí un tiempo con uno de sus amigos.
— ¿Aja?
— Sí. Un tipo que se llama José y que también es de chihuahua.
— ¡Qué bien! ¿Y cómo son?
— ¿A qué te refieres?
— Sí, ¿qué coto manejan?
— Ah, eso. Son bien alivianados. Mucha mota, ah y también son bien rojillos.
— ¿Rojillos?
— Tú sabes, comunistas, socialistas.
— ¿Marxistas?
— Pero mamón, son bien clavados en la teoría.
— Pues, a mí me gusta una de sus amigas — pensé en voz alta.
— ¿Qué dijiste? ¿Quién te gusta? — apareció esa sonrisa burlona en la cara de Yio.

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— ¡Nadie!
— Anda, dime quizás pueda presentártela.
Dude un poco. Estaba nervioso y las manos me sudaban.
— ¿Con que no vas a decirme? ¡Eh! Entonces contaré tu secreto a todos los que
conozco en la fac.
— ¡No! Está bien. Te diré.
— ¡Yu, hu! ¡Qué emoción!
— Es una chica chaparrita, de cabello corto y es muy bonita. Creo que se llama Patricia.
— ¿Está medio buenaza?
— Sí, creo que sí.
— No la conozco, jajá.
Hice una mueca y me molesté un poco.
— No te enojes, Juan. Luego me la enseñas y te consigo sus datos. ¿Te parece?
— Va. Ya estás.
La tarde concluyó con más besos y una promesa por parte de Yio de presentarme a la
chica elfo. Caminamos hacía el metro y cada quien tomó su rumbo. En el trayecto hacía
mi casa, reflexioné sobre la tarde y lo sucedido. La había cagado con mi premio de
consolación. Era un perdedor nato. Prendí mi ipod e irónicamente sonó aquella canción
de Beck. Tarareé la canción en voz baja — Soy un perdedor, I’m a looser baby, so why
don’t you kill me?

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Capítulo 9.

Esa tarde regresé a mi casa, saqué una cerveza del refrí y aplasté mi culo en el sillón.
Mientras la cerveza caía por mi garganta y llegaba a mi estomago, traté de recordar la
primera vez que probé el alcohol. Había sido a los 14 años con mi amigo Jairo. Él era
un chico moreno, alto, de cabello chino y cara de azteca. Yo en ese entonces era un
chico, gordo y rosado. Una tarde regresábamos de jugar maquinitas y vimos un anuncio
de cerveza Corona. Eran vacaciones de verano y el calor estaba de su puta madre. Jairo
conocía al tipo de la tienda; amigo de su familia y por consiguiente también de él. Nos
acercamos y pedimos una caguama Corona. Pagamos el líquido y el importe. Jairo
pidió fiados unos tabacos sueltos y caminamos hasta su casa. Por ese entonces,
Rammstein era nuestra banda favorita, así que prendimos el viejo estéreo y pusimos un
disco de aquellos alemanes. Fui a la cocina con la confianza que me daban 8 años de
amistad, cogí unos vasos y serví la cerveza. Toda la espuma se derramó. Jamás había
servido una cerveza y era atrabancado. Entonces mi amigo con un tabaco en la boca, se
acercó y sirvió la caguama sin derramar una sola gota. Le pregunté que como sabía eso.
Respondió que su hermano gustaba de tomar cerveza y que él le había enseñado. Me
encogí de hombros y prendí el otro cigarro. Ese fue mi primer cigarro. Toda mi vida
había sido fumador pasivo; mis padres eran adictos. Siempre odié ese vicio. Cogimos
los vasos, dijimos salud y dimos un largo trago a nuestro respectivo vaso. Era amarga y
sabía mal. No me gustaba el sabor, pero en ese momento fingí que sí. Noté que mi

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amigo hizo lo mismo. La caguama nos dio 3 vasos más a cada quien y los bebimos
rápidamente. Éramos primerizos y estábamos desesperados por conocer el secreto del
alcohol. Al terminarse el líquido, decidimos ir por más y salimos hacía la tienda.
Compramos una caguama más y algunos tabacos. Mientras caminaba sentí como mi
cuerpo se empezó a relajar, era una sensación extraña pero agradable. Caminé como si
flotará. Jairo tenía una sonrisa estúpida en la cara y cargaba la cerveza con emoción.
Repetimos el ritual; llenamos los vasos y bebimos sin parar. De pronto, mientras
bebíamos y movíamos la cabeza al ritmo de Du hast, sonó la puerta. Jairo se incorporó
pesadamente y vio quien era. Al abrir la puerta entraron dos chiquillas, feas,
desdentadas y con ropa muy pegada. Eran “las pérfidas”, las hijas de una putilla del
barrio que seguían los mismos pasos que la madre. No tenían ni 14 años y ya habían
pasado por las armas de la mitad del barrio. Le bajé a la música y Jairo les ofreció
caguama. Las niñas negaron con una mueca de asco, pero tomaron un tabaco de la
mesita de centro. En lo personal, aquellas niñas me parecían muy feas, no tenía
intenciones de besarlas, pero en ese momento me encontraba borracho y me parecieron
hermosas. Jairo las conocía bien. Tomó a la más grande por la cintura y la besó en la
boca. Yo seguía absorto en mi cerveza y no pelaba a la otra chica que me hacía
insinuaciones con la mirada. Quería acercarme y hacer lo mismo que Jairo, pero tenía
miedo. Seguí bebiendo y trataba de evadir la mirada de aquella chiquilla. Unos minutos
después, Jairo despegó su boca de la chiquilla y empezó a beber de nuevo. Después dijo
algo en el oído de la chica con la que antes se estaba besando y ambos rieron. Tenían
un plan en mente y se les notaba en la cara.
— Oye, Harry, ¿Por qué no abrazas a Joselin? — dijo Jairo con una sonrisa en la boca.
— No mames. No me gusta. — repliqué con furia.
— ¡Ah! No te cotices amigo. ¿A poco no está guapa mi hermanita? — continuó la
chiquilla desde los brazos de Jairo.
Miré a la hermanita, vi aquellos dientes chuecos, aquella mandíbula salida y sentí asco.
— Cámara, Harry. No seas puto.
— Tú sabes que no soy puto, sólo no quiero, Jairo.
— A ver, Joselin. Párate y dale un beso al gordito.
La otra niña se levantó y se sentó en donde yo estaba. Me tomó la mano entre las suya y
acercó su boca a la mía. Me besó y sentí tanto asco que la empujé.
— ¿Por qué me empujas, pinche gordo culero? — exclamó Joselin.
— ¡Te apesta el hocico! — dije limpiándome la boca.

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Jairo y la hermana estaban muertos de risa. Joselin se ofendió y salió corriendo de la
casa. Yo di un trago a la cerveza y observé como Jairo besaba a aquella chica.
Realmente deseaba hacer lo mismo, pero no podía. Esa noche terminé masturbándome
en mi casa, pensaba en Joselin y en lo que “hubiera” hecho con ella. Así empecé a
fantasear.
Terminé mi cerveza, prendí la computadora y entré al Face. Miré las fotos de Patricia de
Vivar y me masturbé. La historia se estaba repitiendo.

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Capítulo 10.

A la siguiente semana en la facultad, fue uno de esos días en que Chema había dejado
encargada la clase en manos de su adjunto. Daniel era un tipo moreno, delgado, con
lentes de fondo de botella y que manejaba el estilo en cuanta moda de un
latinoamericanista en forma. Era amable y atento, sin embargo su conocimiento era
limitado y soso. Hasta a mí, persona con un cultural promedio, me parecía aburrido y
hasta pretencioso. Nada que ver con el buen Chema. Permanecimos en el salón durante
20 minutos, tratamos de escuchar lo que el adjunto decía pero era muy tedioso y
decidimos salir al patio. Preferíamos mirar culos que escuchar aquél sujeto. En el patio
percibimos que todo estaba de hueva, no había nadie y la explanada de la facultad yacía
desértica. Mi amigo me pidió que lo acompañara a pos-grados a mirar las convocatorias
para una maestría en estudios políticos latinoamericanos. Le dije que sí y al mismo
tiempo le pedí sus audífonos con todo y reproductor. Me los prestó y coloqué en mis
orejas aquellos enormes audífonos. Di play a la música y sonaba Tego Calderón a todo
volumen —yo lo que suelto es masucamba, pa' la que se lamba, pa' que mis pollitos
muevan sus nalgas, con luny tun-tun,el abayarde le mete el sun-sun ,pa' que en la disco
muevan su pum-pum. Los audífonos eran tan grandes y música era tan fuerte que las
personas que estaban en el edificio de pos-grado alcanzaban a escuchar el reggaetón
que yo traía en la cabeza. Todos sonrieron y nosotros seguimos nuestro camino al ritmo
de aquel puertorriqueño. Mi amigo consiguió la información rápidamente y decidimos
regresar a la explanada, camino al patio nos encontramos con Daniel. El adjunto nos
sonrió y nos espetó en tono de broma el habernos salido de su clase. Argumentamos que
debíamos checar lo de la maestría. Daniel se ajustó las gafas y nos preguntó de semestre
éramos. Mi amigo de adelantó y contestó que era egresado de sociología, en cuanto a mi

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dijo que era un oyente interesado en los problemas América latina. El chico sonrió y se
volvió a acomodar los lentes, después saco un purito de la bolsa y lo prendió. Nos dijo
que él estaba en pos-grado de latinoamericanos del Cela, agregó que las cosas en
filosofía eran limitadas pues sólo se dedicaban a los estudios culturales, mientras que en
polacas estaba lo chido en política y teoría latina. Platícanos durante unos minutos,
después nos despedimos de Daniel.
— Ya sé porqué es tan pendejo el chavo de Chema. — mencionó mi amigo mientras
cambiamos a la explanada.
— ¿Por qué lo dices? — pregunté con verdadera ingenuidad.
— Pues es de filosofía, allá nos hay nada más que teóricos conservadores.
Me quedé en las mismas. Seguimos caminando y de pronto mi amigo aminoró el paso y
se llevó las manos a la boca. Viré la cabeza hacía donde él miraba y distinguí a una
chica morena muy clara y muy delgadita. Entonces me pidió que me adelantara y
caminó hacía la chica al igual que un zombi. La chica era Rebeca, el dolor de huevos de
mi amigo. Caminé hasta el patio y compré un cigarro delicado. De pronto unas manos
me taparon los ojos por la espalda. Al principio pensé que sería Yio, pero no, al ver
quien era resultó ser Natalia. Ella había sido un detalle en la prepa. Una chica que con
alcohol era desenfrenada, pero sobria actuaba como Carmen Aristegui. La saludé con
un abrazo y sentí sus enormes tetas en mi pecho. Me sentí bien, hace mucho que lo veía.
— ¡Qué onda, Harry? ¿Qué haces en mi escuela, querido? — Preguntó Natalia con los
ojos fuera de sus orbitas.
— Vengo a estudiar. — dije hundiendo los hombros.
— ¿En verdad? ¿Ya estudias aquí?
— No. Sólo soy oyente.
Le ofrecí de mi cigarro y ella dio una calada larga.
— ¿Qué estudias Nat?
— Ciencia política. ¿Tú donde en qué carrera estás interesado?
— Sociología.
— ¡Ah ya! Deberías entrar a algunas clases conmigo, quizás te llamé la atención la
política.
— Sería buena idea.
Sonrió. Me gustaba, era una chica bonita y discreta. Con ropa no dabas ni 20 centavos
por ella, pero desvestida resultaba una maquina de pasión. Delgada, maciza con unas
tetas enormes y una cara de niña monacal. Platicamos un rato hasta que se acercó un

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hombrecito, moreno de lentes y atuendo de “Steve Jobs del siglo XXI”. Era el novio de
Natalia. Me saludó con desconfianza y se la llevó con mucha diplomacia. Así son los
políticos; diplomáticos hasta para cagar. Me senté encima de un contenedor de basura.
Miraba a todos los estudiantes de allí. De pronto en la mitad de la explanada apareció
una mulata de cabello corto y rizado, llevaba un vestido de rosas y estaba buenísima.
La miré y le sonreí. Ella hizo lo mismo y continuó su camino. Recordé a la negrita de
mi niñez. En ese momento regresó mi amigo con una cara melancólica. Le pregunté
que tenía y contestó — ¿Recuerdas la chica de los ojos de agua? — asentí con la cabeza.
Pues, la acabas de conocer. Ya lo sabía, dije para mis adentros y fui por otro cigarro. Al
regresar, mi amigo indicó que nos fuéramos. Se miraba abatido y cansado. No dije nada
y lo seguí. Nos quedamos callados durante el camino, él se abstrajo en la música y yo
en los recuerdos de la mulata. Imaginé que quizás, Amayrani estaría así de buena y me
sentí raro. Me identifiqué con mi amigo, éramos unos perdedores natos. Unos
chaqueteros mentales y unos cursis. Llegamos a plateros y cada quien tomó su rumbo.
Así se terminaba otro día en la facultad; sin Chema pero con más conocimientos
prácticos sobre la vida.

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Capitulo 11.

A la siguiente semana conseguí otro empleo. Ayudante general en una empresa de


impresión digital. Efrén, mi compañero en las clases de boxeo, era el dueño y me
ofreció el trabajo como una ayuda. Necesitaba dinero. Acepté. Las condiciones eran
buenas; sólo trabajaría el tiempo que pudiera, tendría tiempo de ir a las clases de Chema
y ganaría 150 pesos la jornada. Empecé el lunes después de las clases de boxeo. Llevaba
cerca de dos años practicando con los guantes. Había empezado al mismo tiempo en que
había iniciado las clases en el bachiller. Necesitaba condición física para defenderme de
los chacas de la escuela. Era la historia de mi vida, siempre fui en escuelas conflictivas
y más de una vez terminé con ojos morados o los labios rotos. La secundaría la cursé en
la 21, una escuela cerca de mi casa donde asistían chicos de todos los barrios de la
delegación Álvaro Obregón; La cascada, barrio norte, butacas, jalalpa, el cuernito… por
nombrar algunos. En muchas ocasiones recibí palizas y jamás me defendí. Prefería
recibir golpes que iniciar una pelea que sabía que perdería. Mis compañeros, eran
chicos macizos, curtidos por el hambre y la necesidad. Yo también era pobre, pero mi
madre siempre había creado un atmosfera “feliz” y me había ocultado la maldad de la
calle. En cuanto a mi padre, siempre estaba ocupado con su trabajo y los pocos
momentos en que estaba en casa, sólo se dedicaba a mirar la televisión, fumar y comer
golosinas. Una vez hice frente a uno de los que me golpeaban. Él me daba golpes en la
nunca y en la cabeza, y yo soportaba con estoicismo, de la nada me levanté de mi
asiento. Sentía mucha rabia en mi interior, quería matarlo y lo intenté. Se rió de mí y
empezó a pegarme con los puños en la cara y en el pecho. Lloré e intentaba evadir los
golpes con mis manos. De pronto, no resistí más y empecé a tirar golpes a lo loco. Le
atiné uno en la barbilla y el chico se tambaleó. Lo seguí golpeando, con los puños, con
las rodillas y también con la cabeza. Le estaba ganando. De la nada, él sacó una navaja
de la bolsa y empezó a tirar zarpazos al aire. Me protegí con las manos y las piernas.
Recibí una cortada en el dedo de 5 puntadas y varias más pequeñas alrededor del
cuerpo. Sólo eso, porque mis compañeros lo detuvieron y le quitaron la navaja. Por ese

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tiro me respetaron durante una semana, pero mi fama pasó al olvido y al poco tiempo
volvieron a molestarme. Cuando entré al bacho, juré que jamás me molestarían de
nuevo. Regresé al gimnasio donde había estado de niño y empecé con el entrenamiento.
El maestro se llamaba Ricardo; un hombre bajo de bigote ralo y mal-hablado. Gritaba
todo el tiempo y siempre se burlaba de mi miedo a los golpes. El primer mes fue de
puro entrenamiento; sombra, costal, pera y en contadas ocasiones manoplas y
gobernadora. Un viernes llegué al gimnasio, el maestro sonreía y vi que en las manos
tenía unas caretas de piel. A un costado había un chico que no conocía, era alto y con
los músculos bastante marcados. Después supe que se llamaba Jared.
— Hulk, guantes. — Así me apodaba en tono de burla.
Me vendé las manos y me puse los guantes.
— Ahora sí, putito, vamos a ver qué traes en esas manitas.
— ¿Por qué? — pregunté.
— Boxearás con Jared.
— Es bueno.
— Un poco, sólo ten cuidado ha noqueado en todas sus peleas.
El maestro me enfundó una de las malolientes caretas. Las piernas me temblaban. Jared
me miraba con determinación. Introduje el protector bucal en mi boca y subí al ring.
Mi contrincante también subió y tiró algunas combinaciones al aire. Era rápido y audaz.
¡Tiempo!, gritó el maestro. Jared avanzó hacía mi, tirando su jab. Yo retrocedí un poco
y me cubría los golpes. Usaba muchas combinaciones; arriba, abajo a los lados. Yo
sólo tiraba Jab y recto. Era muy lento para aquél adversario. De pronto, me fintó con
un golpe abajo y me remató con un recto a la cara. Sentí un golpe potente y seco. Me
tambaleé y continuó golpeando, hasta que las piernas me temblaron y por poco caigo.
¡Tiempo! El maestro paró el round y ordenó que me bajara del ring. Con una toalla
apestosa y con manchas rojas de sangre, limpió el sudor y la sangre que había en mi
rostro.
— Eres bien puto, Hulk— me miraba con desaprobación.
— Es muy rápido. — dije tratando de excusarme. Me dolía la nariz.
— ¿Y lo que te enseñado? ¿Es para que te la menees más rápido o qué?
— No. Sólo es muy fuerte.
— Pinche puto. Órale vete hacía el costal. Pura izquierda y practica los ganchos abajo.
Con el paso del tiempo aprendí a boxear y ya no me pegaban tanto. Comprendí que el
maestro era recio, pero buena persona y se volvió uno de mis mejores amigos. Me daba

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enseñanzas boxísticas y personales, era un hombre que había sufrido mucho. Sus
esposas lo dejaban al saber su problema de esterilidad. Lo engañaban y él se refugiaba
en los tragos. Aprendí mucho sobre el carácter y las decisiones. En el bachiller, me
cantaban un tiro y yo no dudaba en rifármelo. Ya no tenía miedo. Algunas veces gané y
otras me chingaron, pero jamás me volvieron a humillar. En la escuela, los viernes se
hacían las funciones de boxeo en una de los salones. Los prefectos apostaban por su
mejor gallo. Esa tarde había tenido pique con uno de los porros de la escuela. Era un
chico chaparro y moreno, con músculos definidos y cicatrices en la cara. Me dijo que
se quería poner los guantes conmigo. No dudé y le dije que sí. Todos me inquietaron
diciéndome que era de Tepito y que había sido campeón de los guantes de oro. No me
importó. A las 7 de noche, aparecí en el salón D-202. Me despojé de mi chamarra y me
puse los guantes. Mi contrincante se quitó la playera, presumiendo sus tatuajes de la
santa muerte. Un chico gritó tiempo y así inició el primer round. Se movía mucho y
fintaba. Recibí el primer golpe y sentía su pegada. Era como de niña. Absorbí algunos
rectos, hasta que de pronto me solté y le tiré un gancho a las costillas con la mano
izquierda y un recto en la mandíbula. El tipo cayó entre un par de bancas. Estaba
totalmente noqueado. De pronto un chico gordo, moreno y muy alto, se quitó la playera
y me dijo que quería pelear conmigo. Era primo del noqueado. Era muy gordo y
hablaba con un caló de barrio. Asentí con la cabeza, pero antes de que se pusiera los
guantes, mis amigos lo detuvieron diciéndole que su primo había perdido por pendejo.
Nunca más me volvieron a molestar. Me había ganado el respeto de la escuela.
Aquel lunes, llegamos al trabajo a las diez de la mañana. Era un local cerca de la
estación del metro San Pedro de los pinos. Me explicó lo que tenía que hacer e inicié
enseguida. Era fácil; cortar, pegar y soldar. Rutinario y repetitivo. Tenía un par de
compañeros; Lalo y Ezequiel. Dos amantes del reggaetón. Así estuve de las 11 de la
mañana hasta las cuatro de la tarde. Soldaba, cortaba papel y escuchaba reggaetón.
Efrén me adelantó 200 pesos de mi sueldo y así concluyó mi jornada. A las 6 debía
estar en el café de Isabel, para mi otro trabajo. Me sentía contento. Ahora tendría dinero
para ir a las clases en la facultad, beber y comprar las medicinas para la piel. El round
aún no terminaba.

El barrio donde crecí era una especie de gallinero donde se encuba el vicio. En donde la
gente se conoce y los jóvenes se drogan enfrente de sus familiares. Los temas de
conversación son: dinero, drogas y cárceles. Las nuevas generaciones relevan a las

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pasadas, los jugadores de fútbol se convierten en drogadictos, albañiles o en basureros.
Mi familia esperaba verme en la misma situación: drogado, tirado y hundido en la
colonia. Esa tarde salí de mi casa faltando cinco minutos para las siete de la noche. Otra
vez llegaría tarde a trabajar. Corrí atravesando la colonia Alfonso XIII, crucé el parque
y vi que lo estaban reconstruyendo. Vi como mis recuerdos se desmoronaban con cada
una de las rocas de aquel lugar. Seguí corriendo por la calle Franz Halls hasta llegar a la
avenida Rosa de Castilla y la traspasé sin voltear. Entré al café, Gabriel ya estaba ahí
escuchando su apestosa música de los 70’s. Doña Isabel estaba sentada en un rincón
ojeando una revista sobre muebles minimalistas. La saludé con un beso en la mejilla, su
cara hedía a cremas reconstructivas. Estornudé y pasé a saludar a Gabo, a los pocos
minutos llegaron los primeros clientes una pareja de amantes. Lo sabíamos porque
varías veces aquél hombre había ido a cenar con su familia entera. Isabel soltó una
sonrisa de indignación y volvió a su lectura. Yo me acerqué con un par de cartas y la
mujer me sonrió. Parecía una vedette, como las que salían en las películas de Alfonso
Zayas. Regresé a la barra y cambié la música, puse unas rolas de Limp Bisquit bastante
relajadas. Gabriel puso cuernos con la mano y agitó la cabeza en un acto estúpido.
Regresé a pedir la orden, el hombre estaba en el baño y la mujer me encargó las
órdenes. Pude entrever en su escote y ella sonrió mordiéndose el labio. “Estamos para
servirle”, dije y continué con mi trabajo. Era parte de lo cotidiano, sonrisas de amantes
despechadas y buenas propinas.
La tarde estuvo tranquila, las mesas estuvieron llenas pero jamás atascadas. Como a las
9 de la noche llegaron nuestros amigos. Anwar, Tebas y mi amigo el sociólogo. El
ambiente se llenó chistes y conversaciones interesantes. Anwar bebía café y hablaba de
las nuevas canciones de Mago de oz. Tebas hacía chistes estúpidos, mezclados con
albures vulgares. El sociólogo hablaba con la doña e Isabel le contaba sus problemas
maritales. Yo lavaba los platos; tallaba con fuerza los residuos de comida, quería
relucieran de limpieza. Cada traste era un problema el cual quería borrar de mi vida.
Terminé con los platos y me sentí un poco más relajado. Palpé la bolsa de mi pantalón y
sentí las monedas que me había robado de la propina. Volví a sentirme de la verga.
— Harry, sobró vino. Deberías echártelo antes que agrié. — Dijo Isabel desde una de
las sillas.
Fui a la cocina y cogí del refrigerador un bote tetrapack de vino California. Estaba casi
lleno. Me serví en una taza. Tebas se acercó e hizo lo mismo. Anwar sacó una cajetilla
de cigarros y la puso en la mesa. A los pocos minutos el cartón se vació e Isabel nos

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mencionó que había más en la bodega. Fui a la bodega y saqué otro. Isabel y otros se
habían salido a la calle y platicaban. Abrí el vino y me serví un vaso. Pensé en como
pagaría las medicinas, me sentía culpable por robarle dinero a Isabel y todavía beberme
el vino. Sorbí el vino del vaso de un solo trago y salí del café. Me despedí y todos se
sorprendieron. Caminé rápidamente hasta el barrio, en mi ipod sonaba Violadores del
verso y las letras me motivaban. Cuando llegué al barrio, mis amigos de niñez estaban
ahí sentados, algunos traían una caguama y otros se atizaban un toque. Recordé cuando
éramos niños y jugábamos a pegarle a los borrachos de la colonia, mientras algunos de
nuestros primos se drogaban y otros estaban en el reclusorio. Saludé a todos y le di un
trago a la cerveza. Un trago amargo y frío… como la vida.

Segunda parte.
Capítulo1.
El martes no asistí a la facultad. Regresé a la clínica dermatológica. Tenía cita a las 7 de
la mañana. Otra vez dos horas de fila, una más en las bancas y una dosis de imágenes.
Algunas devastadoras; niños quemados, hombres con deformidades en la piel…etc.
Había transcurrido un mes desde la primera vez que pisé aquél consultorio y el miedo
seguía siendo el mismo. Esta vez me atendieron un par de doctoras; ambas eran
extranjeras, muy guapas y con un acento caribeño. Recordé las clases de Chema.
— Buenos días. ¿En qué podemos ayudarlo? — me dijo una de las doctoras. Una
morena de cabello chino, ojos grises y cuerpo de coca- cola. Me recordó a Vica
Andrade.
— Tengo cita. — extendí la receta. Estaba muy nervioso y la doctora lo sabía. Me
regaló una sonrisa; la más hermosa que había visto. Los dientes parejitos y blancos.
Miró la hoja e hizo una mueca de aprobación.
— ¿Cuánto tiempo lleva con los síntomas?
— Yo calculo unos dos meses.
— ¿En ese tiempo ha tenido relaciones sexuales?

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— No.
— ¿Mantuvo una limpieza adecuada?
— Sí, eso creo.
Sonrió levemente. La otra doctora salió del consultorio.
— Bájese los pantalones. — dijo Vica Andrade.
La miré con desconfianza. No quería hacerlo, estaba aterrado por la belleza de aquella
mujer.
— ¿Qué espera?— preguntó un poco alterada.
Atendí la orden. Baje mis pantalones y saqué al flácido amigo. La doctora lo examinó.
Lo miraba con dificultad y lo tocó con delicadeza.
—Está muy arrugado. ¿Podría erectarlo?
— Claro. — Jalé con fuerza, estaba muy nervioso. Lo intenté, pero no lo conseguí.
— ¿Qué sucede, Sr. Toriz? ¿Necesita ayuda?
La miré con odio. Por arte de magia, a los pocos minutos, el amigo se erectó. La doctora
lo examinó, al mismo tiempo hacía soniditos raros con la boca y eso aumentaba mi
nerviosismo. Ella estaba serena y concentrada en su trabajo.
— ¡Listo! Puede subirse los pantalones.
— ¿Todo está bien doctora? — pregunté con un hilito de voz.
— Sí, es una irritación provocada por un hongo.
— ¿Un hongo?
— Sí, hombre, un hongo y mucha fricción. Usted se masturba con las manos sucias.
Negué con la cabeza.
— No tenga vergüenza es común en los hombres de su edad.
— ¿Me recetará algo?
— ¿Uso las pomadas que le indicaron la vez pasada?
— Sí.
— ¿Terminó el tratamiento?
— Sí. — mentí.
— Bueno, creo que sólo tendrá que conservar la misma limpieza y no masturbarse
tanto. Sin embargo, le anotaré un anti-micótico y las reglas que deberá seguir.
La consulta terminó. Antes de salir la doctora me regaló una sonrisita y se ocultó en su
escritorio. Tras salir de la clínica miré la receta. “Llámame si necesitas ayuda.
Norma”—decía la nota. Y había un teléfono anotado. Sonreí. Los días de onanismo

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habían terminado. Jamás le marqué.

Capítulo 2.
El jueves conocí a Sofía. Una mulata cubana de buenas curvas. Estudiaba ciencias de la
comunicación. La abordé mientras compraba un cigarro en el puesto de dulces de la
facultad. La miré y ella me sonrió. La saludé y respondió con un hola. Su voz era ronca
y rara. Me preguntó qué estudiaba y le conté la misma historia de siempre: era oyente en
una clase sobre América Latina. Me preguntó los días en que iba a la facultad, le dije
que Martes y jueves.
— Creo que nos estaremos viendo por aquí. —dijo con una gran sonrisa en su boca. Su
cabello rizado y corto se movía junto con el viento que soplaba.
— ¿Te vas? — pregunté más bien rogando un poco más de tiempo.
— Sí. Debo imprimir unas cosas y después salir con mi… con unos amigos.
— Ok. Entonces nos vemos en estos días.
— Claro.
Nos despedimos con un beso en la mejilla. Pude percibir su olor. Un olor apestoso y
penetrante. Recordé la descripción de Pedro Juan Gutiérrez sobre el olor de las mulatas.
Caminó unos pasos y yo miré su trasero. Grande, redondo y jugoso. Me excité en el
momento.
Ese día Rafael, el sociólogo no me había acompañado a la clase. Había ido a entregar
unos papeles para una beca. Él era un autentico anti-sistémico. Vivía a costa de los
demás y tan sólo por usar su intelecto. Admiraba su capacidad para manipular la mente
de las personas y hasta cierto punto, siempre conseguir lo añorado. Entré a la clase
solo. Era extraño, me sentía desprotegido. En el tiempo que había estado en esa
facultad jamás había entablado comunicación con ninguno de mis compañeros. Nadie
me conocía. Esa mañana, Chema empezó la clase creando pequeños grupos para
atender los temas de las lecturas pasadas. Rápidamente se formaron los grupos y yo me
quedé desolado a la mitad del salón de clases. La chica elfo estaba en el mismo grupo
de siempre. Esa mañana se veía un poco desalineada, pero eso no le restaba hermosura.
Me sentí excluido. De pronto miré hacia el final del aula y vi un grupo heterogéneo. Un
equipo distinto que estaba integrado por una chica con gafas bastante grandes y con
actitudes extrañas, me invitó a trabajar con ella. Acerqué mi banca y saludé a todos.
Me sentí en casa; esas personas me recordaban a mis amigos del bachiller; chicos

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normales con atuendos comunes y con muchas ganas de aprender. Ganas de olvidar la
pobreza y superarla. Éramos la contraparte del equipo de Patricia. Atendimos la clase y
al final dimos nuestro punto de vista. Fue coherente y directo. Chema extendió una
sonrisa ante nuestra interpretación del tema. Al final fue el turno del equipo de la chica
elfo. Lúcido como siempre, con mucha información y excelente manejo de las
categorías sociológicas. Esa clase entendí que la diferencia de clase no sólo estaba en el
color de piel y en el dinero, sino en la cultura y la forma de manejarla.

Terminó la clase y me encontré con Rafael en la explanada de la facultad. Miramos


algunos culos y después fuimos al negocio de Omar y Cintia. Fumé algunos cigarros,
mientras escuchaba sobre las borracheras de Rafael en la facultad. Cintia y Omar oían
atentamente y en momentos agregaban detalles. Era divertido escuchar aquellas
anécdotas.
Mientras estaba ahí sentado, a lo lejos vi a una chica que caminaba tomada del brazo de
un güero, extranjero. Como fue acercándose la silueta tomó forma y reconocí a Yio. Al
verme sólo sonrió y siguió de largo. Rafael y los demás se burlaron de mí y con justa
razón. Una gatilla me había cambiado por un güero y de ahí surgieron todo tipo de
albures. Fui la burla durante todo el resto de la tarde. Mi ego estaba lastimado. Siempre
había pensado que los güeros eran más atractivos y ahora lo corroboraba.
Salimos de la facultad, caminamos al metro, lo abordamos, llegamos a zapata y cogimos
el camión con rumbo a plateros. Llegué a mi casa y comí como desesperado. Trataba de
llenar el hueco de la tristeza. El dolor de los complejos.

Capítulo 3.
Pollo entró a trabajar conmigo al negocio de impresión digital. Él iría sólo los martes y
jueves, días en que yo iba a la facultad. Sólo entraría para cubrirme. Pero al final se
quedó como ayudante general. El pollo, mi hermano mayor, compañero de borracheras
y desveladas. Lo conocí cuando tenía 13 años. Por esas fechas yo comenzaba a salir a la
calle. Iba en la secundaria y quería rebelarme. Antes había buscado formas pasivas para
hacerlo: me volví un fanático religioso e iba a la iglesia en todos mis tiempos libres.
Busqué en Dios, las respuestas que me aquejaban; el origen de la vida, la violencia en el
mundo, el sexo… entre otros temas. En las clases de catecismo conocí mucha gente que
aparentaban ser buenos y serviciales. Conocí a Luis y Efrén; dos hermanos bastante

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raros. Efrén un adicto a las marcas de skate, el grafiti y los programas basura de MTV.
Luis un enajenado de los vídeo-juegos, de la iglesia y de su mamá. Ambos estaban en
mi mismo grupo de perseverancia religiosa, un lugar donde nosotros confirmábamos
nuestra devoción a la iglesia y aprendíamos como enseñar catequesis. En ese entonces
me sentía oscuro. Escuchaba Heavy Metal y blasfemaba contra todo. Dios me daba el
poder de criticar todo, siempre y cuando me arrepintiera después y comulgara en la
misa. Efrén y Luis me cayeron bien desde los primeros días. Eran iguales que yo, chicos
que buscaban respuestas a los miedos inculcados por sus padres. Hicimos buenas
migas. Cuando terminó el curso de perseverancia religiosa nos seguimos reuniendo
afuera de la iglesia para platicar nuestro día. Hablábamos sobre mujeres, religión,
bandas de música y más mujeres. Nos reuníamos todos los días a las nueve de la noche
en las afueras de la iglesia. Un día llegué de la secundaría, me vestí todo de negro y
salí hacía el punto de reunión. Ahí estaban Efrén, Luis y un desconocido. Un chico
bastante alto, gordo y con un atuendo de basquetbolista. Era el pollo. Al principio no
me cayó nada bien. Me parecía bastante burlón y agresivo, además que me despojaba de
privilegios en la banda. Pollo quería ser el centro de la atención y yo también. Una tarde
no soporté más y me desquité de él. Estábamos platicando, de pronto el pollo sacó un
encendedor edición especial de los cigarrillos Camel. Prendió su cigarro y cuando iba a
guardar el encendedor en la bolsa de la sudadera, no le atinó y el mechero cayó al suelo.
Lo levanté y lo inspeccioné. Realmente era un objeto muy bonito y brillante. Noté que
el pollo se me quedaba viendo, entonces hice la finta que lo azotaría en el suelo.
— ¡Ni te atrevas, es un regalo de mi madre! — dijo el pollo con las manos dentro de la
sudadera.
— ¿Qué me vas a hacer? — lo reté, mientras seguía vacilando con arrojar el encendedor
al piso.
— Bueno, ya te dije. Lo avientas y vas a ver.
No pensé más y lo arrojé al suelo. El objeto se estrelló violentamente contra el suelo y
una de sus partes se rompió con el impacto. El pollo corrió, lo recogió y lo miró por un
momento. Yo me burlaba de él, estaba muy contento y él muy enojado.
— Al chile, tienes tres para correr. Si te alcanzo, ya valiste verga. — Dijo el pollo
mientras se quitaba la sudadera y la doblaba lentamente.
— No te tengo miedo.
En poco segundos, él me tenía cogido de un brazo y amenazaba con aplicarme una
llave de lucha. Endurecí los músculos tratando de evitar la llave. Era muy fuerte y sabía

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aplicar los movimientos. Forcejeamos un momento más, hasta que me rendí y entonces
empezó lo bueno. Esa noche me aplicó un total de 15 combinaciones de llaves de lucha.
Yo lloraba para que soltara, pero eso no funcionaba. Realmente estaba enojado. Al final
se cansó de eso. Me azotó en el suelo y ahí terminó todo. No nos hablamos durante
algunos meses. Tal vez fue un año o más. Al poco tiempo la banda se desintegró y
dejamos de vernos. Yo estaba a punto de terminar la secundaría, pero había un maestro
que me odiaba desde el primer año. El profesor de Matemáticas. Ese hombre que juró
que nunca saldría de la escuela, hasta que no realizara una ecuación cuadrática de
segundo grado. Así fue. El año terminó y el maestro me sacó 5 en todos los parciales.
Jamás pasaría, las ecuaciones habían sido mi dolor de cabeza de toda la vida. Entonces
se me ocurrió amenazar al maestro. Para eso necesitaba una persona que pareciera ser
malo. Pensé en todos mis amigos y ninguno daba el ancho para aquél plan. Recordé al
pollo. Tras pensarlo un momento, investigué dónde vivía y fui a su casa. Toqué la
puerta y el salió. Me miró sin rencor y me preguntó qué quería. Le conté mi problema y
decidió ayudarme. Esa misma tarde fuimos a la escuela y hablamos con el maestro. No
resultó. El matemático no se dejó intimidar o no supimos como. Al final pagué a otro
amigo para que hiciera el examen y así pasé la materia. Sin embargo, el pollo se
convirtió en mi inseparable. Con el paso del tiempo empezamos a beber juntos,
salíamos a todos lados y estuvo conmigo en los peores momentos de mi vida. Era un
buen hermano.

Efrén contrató al pollo y se convirtió en mi ayudante de trabajo. Realmente no hacíamos


nada. Desde que entró nos dedicamos a hacer-como-que-hacíamos. Duramos así dos
semanas y terminaron por despedirnos. Siempre nos pasaba igual, nos echaban de todos
lados por dos motivos: por borrachos y huevones. Estaba bien. Ya no urgía el dinero.
La enfermedad de la piel se estaba curando y eso me hacía sentir bien. Además aun
tenía el trabajo de la tarde con Isabel. La realidad poco a poco desvanecía la fantasía de
la comodidad y empezaba dar los primeros golpes. Yo no estaba preparado. Tenía 21
años y aún no terminaba el bachillerato. Debía matemáticas del tercer curso. Aún no
había superado la secundaría, seguía con los mismos problemas. ¿El pollo podría
ayudarme? Creo que no. Ahora me tocaba a mí.

Capítulo 4.
“Está mañana no tengo ganas de hacer nada. Es jueves y vine a la facultad, pero en

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verdad, me costó levantarme de la cama. Me desperté con un bostezo y supe que el día
estaría aburrido. Mi padre me regañó por la pérdida del trabajo en el estudio de
impresión. Evadí la charla y salí a correr un rato. Regresé y saqué a Kinky a la calle,
noté algo raro en mi perra. Está más panzona que otros días, no quiere comer y un
líquido extraño sale de su vagina. ¿Estará enferma? No lo sé, pero estoy preocupado por
la perrita. Temo que le suceda algo.
Luego caminé a la casa de Rafael y me encontré con un par de reggaetoneros. Total, me
talonearon y terminaron dándome unos cocos. Le conté a Rafael y no me bajó de un
pendejo. Desde ahí empezó mi mala racha en éste día. Luego llegando a la facultad, vi
a Sofía, la cubana y no me saludó. Era obvio, ella caminaba de la mano de un hombre
guapo y fortachón. Maldita sea.
Entramos a la clase. Chema, está de mal humor y se le nota. Hoy no dijo nada y sólo
nos puso a leer unas hojas. Rafael se quedó dormido. La chica de gafas tiene varios días
sin venir y Patricia, ella, parece cada día más imposible. Hoy intenté hablarle; le
pregunté sobre las copias para la lectura de hoy. Me las extendió con simpatía. No les
presté atención, ni siquiera me fijé en el nombre de la lectura. Se las devolví y regresé a
mi lugar. Ahora estoy sentado, solo y esperando a que Chema dé alguna instrucción.
Me gusta mirar a Patricia. Esta mañana luce hermosa. Realmente bonita. Me gusta su
forma de leer, la manera en que mueve las manos al hablar. Amo la forma de su nariz.
Sus ojitos pequeños y su cabello corto y alborotado… ¡Mierda!
Hoy noté que tiene una perforación en la nuca. Me agradan las perforaciones. Ojalá la
hubiese conocido antes, me hubiera visto con todas mis perforaciones en la cara y
quizás habría llamado su atención. Ahora me siento desabrido, como un pollo hervido y
sin sal. Ella tiene mucho condimento: es bonita, culta y viste bien. Yo sólo soy un
pobretón, aburrido y soñador. Me atemoriza tanto, que me da vergüenza. Creo que
estoy enamorado de ella. Me gustaría regalarle algo, pero ¿qué? No tengo idea de sus
gustos y ni de sus aficiones. ¿Le gustará el metal? No, no creo. No parece del tipo de
persona que asiste a un concierto de Metal. Es una desconocida, quizás eso me atrae. No
sé. Creo que me gusta sufrir.”

Escribí esta nota en el transcurso de la clase. De pronto, Rafael despertó y arranqué la


hoja de mi cuaderno y la guardé en la bolsa trasera de mi pantalón. No quería que
descubriera mis pensamientos. Nadie debía saberlo. Eran míos. Lo único mío.

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Capítulo 5
En la tarde fui al callejón de Regina con Tony. Él había sido mi mejor compañero del
bacho. Nos vimos a las 3 de la tarde y bebimos hasta las 6:30 de la tarde. Debía
trabajar. En esas 3 horas y medias, tratamos de ligar unas gatitas en algún bar y no lo
conseguimos. Muchas veces preferíamos el alcohol a un buen par de senos.
Aprovechamos el tiempo y hablamos sobre nuestras vidas. Mi vida se había reducido a
inventar historias y escribirlas en la computadora, relatos dónde yo era el héroe.
Historias inverosímiles y exageradas. Por su parte, Tony continuaba experimentando
con drogas y empeñándose en cumplir el sueño americano: una vida cómoda y llena de
excesos. Sin embargo eso también era una fantasía. Ninguno de los dos estábamos
felices. Le conté de lo que hacía y a él no pareció importarle, los libros para Tony
resultaban una pérdida de tiempo y el tiempo perdido era dinero perdido. Tony me
contaba sobre sus viajes al gabacho, también sobre sus borracheras diarias y sobre los
efectos de algunas drogas sintéticas. Era divertido escucharlo, me remontaba al tiempo
en qué pensaba que MTV y las novelas de Irvine Welsh eran una realidad. Bebimos
cerca de 10 cervezas cada uno. Con el transcurso de las botellas, la charla se tornaba
más absurda hasta que llegábamos al displacer y a la intolerancia. No nos soportábamos,
sólo nos unían los recuerdos de una vida pasada. A las 6 de tarde pedimos la última
ronda de cervezas. Las bebimos rápidamente y después caminamos a la estación Isabel
La Católica. Ya en el vagón del tren vimos un par de negros extranjeros; cada uno
medía más de 1.85, eran fuertes y estaban vestidos como cantantes de Rap. Tony y yo
estábamos demasiado ebrios y excitados, entonces surgieron nuestros complejos y
empezamos con las burlas hacía el otro par. Siempre lo habíamos hecho, molestar a los
morenos, sentirnos privilegiados por nuestros defectos hereditarios. Por ser blancos, en
una escuela en que la mayoría eran morenos. Nos sentíamos paridos por Hitler.
— No sé cómo pueden vivir siendo tan pinches feos. ¡Malditos negros! Deberían estar
en las minas. — replicó Tony mientras miraba despectivamente a aquellos hombres.
— Tienes razón. Son una raza inferior, deberían estar cargando bananas. — agregué,
dejándome llevar por los comentarios de mi amigo.
— Sí, el mundo sería más hermosos si todos fueran blancos. Más limpio, más puro.
— No lo sé. Las negras me gustan, son demasiado sexys.
— Sí están buenas, pero sólo sirve para esclavas sexuales.
— Claro, Juan. Tan sólo imagínate: Tú y yo dándole bien duro a una negra con un
trasero enorme y duro. Darle por todos sus huecos y al final volverla blanca.

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— ¿Volverla blanca?
— Sí, venirnos en sus tetas, en su cara y decirle “Ve gracias a nosotros eres blanca.
Dejaste de ser una negra asquerosa para convertirte en una blanca”.
Ambos reímos demasiado fuerte. Por su parte los negros habían escuchado todo nuestro
alboroto y estaban molestos. Entonces uno de ellos, el más alto se acerco a Tony y le
dijo:
— ¿Qué tanta mierda dices, maldito cara-pálida?
— ¿Me hablas a mi maldito simio?
— Sí, te hablo a ti.
Por mi parte estaba asustado, pues el otro tipo se me acercó violentamente.
— Cámara Tony, vámonos. Estos weyes nos van a meter una patiza.— Jalé a mi amigo
del brazo.
— ¿Qué les tienes miedo a éste par de subnormales? — Tony estaba alterado.
El metro llegó a la estación Balderas. Las puertas se abrieron y yo jalé a Tony. Él hizo
un saludo Hitleriano y salimos corriendo. Los negros nos corretearon durante todo el
pasillo. Llegamos al transborde con dirección Universidad y los perdimos
escondiéndonos entre la gente. En el tren nos sentamos en una de las bancas y
reposamos. Ambos estábamos asustados. Esos negros con un solo golpe nos hubiesen
mandado al hospital, pensé. Tony se bajó en centro Médico y yo seguí de largo hasta
Zapata. Nuestra amistad era una fantasía. Una amalgama contra el mundo. Ambos
teníamos los mismos miedos, mucho tiempo los superamos de la misma forma y en ese
momento ya no coincidíamos. Tony buscaba el descontrol, y yo trataba de controlarme.
Llegué a Zapata y tomé un camión con dirección a Plateros. En el trayecto comí cerca
de 20 chicles. No quería llegar oliendo a cerveza. Me bajé del camión en la avenida
Rosa de Castilla y caminé un poco hasta llegar al café. Isabel y Gabriel estaban
sentados en una mesa de hasta el fondo. Los saludé a ambos y noté que Isabel estaba un
poco molesta, había lágrimas en sus ojos. De pronto mandó a Gabriel por hielos a la
tienda y me quedé a solas con ella. Tuve miedo y entré a la cocina.
— Harry, ven un momento por favor. — gritó Isabel.
Caminé lentamente. Me acerqué a ella y me quedé parado.
— Siéntate un momento.
— ¿Qué pasa, Isa?
— Harry, ya me enteré de lo que haces a diario.
No dije nada.

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— Ya no quiero que trabajes con nosotros y te quiero pedir que ya no vuelvas al café.
— Está bien. Nos vemos.
Tomé mis cosas y salí del café. Ya afuera rompí en llanto. El cielo se nubló y empezó a
llover. Mis lágrimas eran más fuertes que esa lluvia, tan fuertes que no podía caminar.
Caminé hasta mi casa. Al llegar me tiré en la cama y me quedé dormido.

Capítulo 6.
Desperté cuando escuché sonar el teléfono.
— Bueno. — atendí la llamada.
— ¿Qué pasó hijo, fuiste a trabajar? — Era mi padre.
— Sí. ¿Qué pasó?
— No llegaré a casa. Compra la cena y mañana te lo repongo.
— Vale.
— Cui…
Corté la llamada antes de que él terminara de hablar. Todos los jueves era lo mismo, ya
sabía la historia. Mi padre tenía una novia desde hace varios años y siempre se iba con
ella. Me senté de nuevo en el sillón y reflexioné: ¿Cómo me habían descubierto?
Siempre había sido muy discreto. No era cierto, en últimas veces me había vuelto
cínico y ambicioso. Empecé a robar más de lo que debía. Al principio sólo eran 50
pesos diarios, al final ya eran 100 o 120. ¿Qué cómo se habían dado cuenta? Era obvio,
las propinas empezaron a disminuir. Los clientes no coincidían con las propinas. Había
mucho movimiento y se percibía poco dinero. Además tuve un error y esa falla me
costó el trabajo. Estábamos a punto de cerrar el café, de pronto llegó una chica. Pidió
un americano y una ensalada. Comió rápido y al final dejó un billete de 20 pesos en la
propina. Limpié la mesa y cogí el billete. Tan sólo dejé una moneda de 10 pesos. Entré
en la cocina para dejar los trates sucios y tirar la basura. De la nada Isabel me preguntó
por el billete de 20 pesos. Negué, dije que no habían dejado nada. Isabel argumentó que
ella había visto el billete, qué dónde estaba. El billete habitaba en mi bolsa y me
quemaba la piel. Entonces fui hacía la mesa y fingí buscar aquel dinero. Me agaché,
saqué el billete de la bolsa y dije que lo había encontrado, que estaba en el suelo. Mentí.
Lo puse en la cajita de propinas. Isabel no dijo nada. Me regaló la cena y me dijo:
“Mañana nos vemos”. Así fue la historia.
Las lágrimas brotaron de mis ojos. Había perdido la confianza de Doña Isabel. De una

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amiga. Mi única amiga.

La semana siguiente se resume así: mi padre me regañó, dejé de ver a mis amigos del
café, tuve cargo de conciencia todos los días y Kinky dejó de comer. Lo primero y lo
último era lo que más me afectaba. Mi padre me miraba como si hubiese asesinado a
alguien, eso me orilló a buscar la compresión en la bebida. Bebí durante toda esa
semana, casi no comía y descuide mis responsabilidades. Una mañana después de
algunos días, noté que Kinky, mi perra, llevaba varios días sin comer y que no se
levantaba de la cama. En su cara perruna había dolor y angustia. Siempre había sido
una perrita feliz y juguetona, en ese momento parecía un cadáver. Revisé su cuerpo y
descubrí que tenía la panza llena de pus. De su vagina excretaba un líquido amarillento
y apestoso. La llevé a un veterinario particular. El hombre la auscultó con miedo y me
dijo que sólo tenía lombrices. Le recetó unas pastillas para los bichos y dijo que era
todo. Pagué una consulta de 150 pesos y caminé a casa. Le di el medicamento durante
varios días y Kinky no parecía mejorar. Incluso se veía más devastada. Era su segunda
semana sin probar alimento. Me preocupé. Busqué una segunda opinión en una clínica
veterinaria subsidiada por el gobierno. La revisaron y ahí me dijeron que Kinky tenía
una grave piometra; pus en el útero. Pregunté los motivos: escaso de ejercicio, una mala
alimentación y falta de crías. Era una realidad. Por mi egoísmo había descuidado a mi
perra. La había abandonado.
— ¿Morirá? — pregunté al doctor.
— Es lo más probable— respondió el doctor con mal gesto.
Bajé la mirada y solté algunas lágrimas. Esa perra había sido mi única compañía.
— Aunque… existe una solución, pero no es segura. — agregó el veterinario
rascándose la cabeza.
— ¿Sí? ¿Cuál? — me precipité y abrí mucho los ojos.
— Una operación. Extirparle el útero.
Me alegré por un momento.
— Aquí no realizamos ese procedimiento.
— ¿Dónde lo hacen?
— En el olivar del conde. Existe un colega que quizás podría ayudarte.
— Deme la dirección.
La anotó en una hoja.

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— ¿Cuándo puedo encontrar a éste médico?
— Ese es el problema. Tendrás que cazarlo hasta que lo encuentres.
— No hay algún teléfono.
— Creo que sí. —Buscó en una agenda y lo anotó en la misma hoja.
Al llegar a mi casa me comuniqué con el veterinario. Hice una cita y me indicó los
requisitos para la operación. La operación fue dos días después, en un consultorio
rodante en las cercanías del mercado del Olivar del conde. Ese día mi padre me
acompañó. Llegamos muy temprano y nos formamos. Fuimos los primeros de la fila. A
las 9:30 llegó el doctos y nos indicó que hacer. Tomamos a Kinky por la cabeza, el
doctor inyectó un somnífero en una de sus patas traseras. A los 5 minutos Kinky se
desmayó. La cargué y la subí hasta la plancha donde sería la operación. El consultorio
era extraño en su interior, demasiado limpio, pero con un aroma a muerte. De pronto el
doctor sacó un bisturí, me señaló que debía estar ahí mientras él abría para extraer el
líquido de la panza de Kinky. No soporté la escena, era demasiado para mí. Salí en
busca de mi padre y me relevó. Entró al consultorio, a los 10 minutos salió con una
cara de angustia.
— Dice el doctor que quizás no soporte la operación. — dijo en voz baja y cogió del
hombro.
— ¿En serio? —pregunté.
— Sí, tuve que firmar una responsiva.
La operación duró alrededor de 2 horas. La perra sobrevivió y la llevamos a casa.
Tardó cerca de dos semanas en probar un bocado. Los dolores eran intensos y la perra
sufría demasiado. Me deprimía verla así. No podía tolerarlo. Le ponía el alimento y ni
siquiera lo olisqueaba. Estaba hecha un costal de huesos. Piel y huesos, como un
cadáver viviente. Llegué a pensar que moriría. No podía permitirlo. Entonces cogí una
botella, hice un embudo y molí croquetas en la licuadora. La solución era fácil de
digerir aunque sumamente asquerosa. Le abrí el hocico y exprimí el contenido de la
botella en la boca de kinky. A principio vaciló, como queriendo vomitar. Le cerré el
hocico y la obligué a tragar. Al final lo consiguió. El primer alimento en casi 1 mes. Así
fue durante unos días: siempre la misma rutina. Croquetas, leche y embudo. En poco
tiempo Kinky recuperó peso, hasta que una mañana pudo alimentarse por su propia
cuenta. Lo habíamos logrado. Habíamos vencido a la muerte. La abracé y lloré de
felicidad.

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Capítulo 7.
Tuve una charla con mi padre.
— Papá me corrieron del empleo. — esa noche estaba ebrio y sentí el valor de
aceptarlo.
— ¿Por qué? — mi padre miraba la tele sin voltear a verme. Era la rutina de siempre: yo
hablaba y él me escuchaba.
— Me cacharon robando las propinas.
— ¿Ahora qué harás?
— No sé. Me siento un poco mal.
— ¿De qué?
— Pues, de haberle robado a Isabel, siempre ha sido bien leña conmigo.
— Pues afronta tus problemas y pide un disculpa.
Mi padre nos despegaba la vista del televisor, estaba abstraído viendo unos penales de
fútbol. Kinky roncaba en el suelo, la cicatriz de su operación comenzaba a sanar. Yo
tenía ganas de gritar. Tal vez de salir corriendo. De golpear la pared.
— Extraño a Mamá— añadí abruptamente.
— ¿Qué? ¿Por qué?—mi padre se alarmó con la frase “mamá”.
— Ella siempre tenía una respuesta.
La cara de padre se tornó tensa y pestañeó varias veces.
— ¿Tú no la extrañas?
— La mera neta, no. Me robó mucho dinero.
— ¿Te robó?
— Sí. Pregúntale quien pagó las fiestas de sus sobrinos. Quién pagaba las consultas de
tu abuelo. Siempre me picaba los ojos con el dinero y además ¿no recuerdas cómo te
pegaba?

Ese era el fin de todas nuestras conversaciones: dinero, problemas con mi madre y más
dinero. Mi familia se había terminado cuando mi madre descubrió que mi padre la
engañaba. Las cosas estuvieron difíciles. Fueron muchos días de dolor y peleas
intensas. Nos cambiamos de casa tratando de olvidar los problemas, pero al llegar a la
otra casa los problemas nos esperaban con intereses. Mi papá siguió con su relación
extra-marital y mi madre lo corrió de la casa. Con justa razón ella había pagado el
nuevo apartamento con sus ahorros.
Esos meses junto a mi madre fueron la muerte. La mayor parte del tiempo se la pasaba

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acostada y sin comer. Cuando me acercaba para pedirle algo, siempre terminaba
gritándome y aventándome un zapato. A los pocos meses empezó a salir con un
hombre. Fabián, un viejo estúpido y vanidoso. Enfermo crónico y con varios
matrimonios fallidos. Mi madre pasaba la mayor parte del tiempo cuidando de él. Se iba
durante semanas y sólo pasaba por la casa para darme dinero. Yo debía pagar los
administrar los gastos de la casa y hacerme de comer. Era horrible. La tarde que
conocí a Fabián, la recuerdo muy bien: mi madre llegó muy emocionada, en verdad
quería presentarme a su novio. Yo estaba echado en la sala, bebía cerveza y miraba la
televisión.
— Hijo, quiero que conozcas a Fabián. — dijo mamá al entrar al departamento.
— Está bien. ¿Dónde está?
— Abajo. En el estacionamiento.
Me puse unos tenis y un gorro. Bajamos juntos las escaleras hasta llegar al
estacionamiento. Había un carro semi-nuevo. No recuerdo la marca. De ese auto bajó un
viejo calvo, con braquets y vestido como deportista. Lo miré con desconfianza y él me
tendió la mano.
— Hola Juan. Al fin te conozco. ¿Cómo estás? — el vejete me miraba muy fijamente a
los ojos.
— Bien. — Bajé la mirada. Mi madre me miraba esperando mis respuestas.
— ¿Cuántos años tienes?
— 17.
— Estás en la mera edad de la punzada. Una edad muy difícil.
— ¿Crees?
— Lo sé. La vida es una jungla, la cual debes aprender a manejar, ¿qué estudias?
— Dejé la escuela.
— ¡Qué mal! Yo estudié muchas cosas y gané mucho dinero.
— Bien.
— ¿Haces deporte?
— No.
— Yo fui cinta negra de Karate y todos mis hijos igual.
Asentí con la cabeza.
—Quería hablarte sobre algo.
— ¿Qué cosa?
— Tu madre me dice que eres muy grosero con ella.

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Miré a mi madre y ella hizo como que la virgen le hablaba.
— ¿Qué dices a eso?
— No lo sé.
— Pues, quiero que la respetes. Tu madre es mi mujer actualmente y no me gusta que la
trates mal.
— entiendo.
— ¿En verdad entiendes Juan?
— Sí.
— Bueno. No quisiera verme en la necesidad de recurrir a la violencia.
Solté una risita nerviosa y lo reté con la mirada.
— Has de saber que tengo amigos en la policía.
— Está bien. ¿Puedo irme?
— Claro. Sólo recuerda: la vida es una jungla y no tiene sitio para vagos.
No me despedí y subí corriendo las escaleras. En departamento, saqué una cerveza y
empecé a llorar. Sentía impotencia. Ganas de bajar y darle en su madre a ese puto ruco.
Sin embargo, tenía miedo. Miedo cómo siempre.
Corté la conversación con mi padre. El siguió viendo la tele. Yo salí a la tienda y
compré una cerveza. Una cerveza para evadir el miedo. La soledad.

Capítulo 8.

La semana siguiente regresé a la facultad. Las clases con Chema cada día alcanzaban un
punto más actual. La constitución del estado en América Latina. La verdadera función
de la religión en las guerras y el malinchismo existente entre los pueblos. El maestro lo
contaba con mucho entusiasmo. Era como vivir en la Nueva España.
La chica Elfo prestaba demasiado atención a todos los temas, se notaba por la manera
como encogía los ojos y arrugaba la nariz. Una chica inteligente. Guapa e inteligente.
Yo trataba de entender todo lo que Chema decía, pero algunas cosas salían de mi
entendimiento. Esto me frustraba. Trataba de estar al corriente de todas las lecturas,
pero había algunas que no alcanza a comprender y eso quedaba marcado en la manera
en que yo abordaba los debates en clase. Siempre contestando en monosílabos o con
respuestas muy básicas. Lo mismo sucedía cuando trataba de acercarme a una chica:
nunca sabía que decir. Sólo con ayuda del alcohol lograba articular alguna barbaridad y
actuar de manera “espontanea”. Como un salvaje.

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El tema del malinchismo social en la Nueva España y en las colonias, resultaba
demasiado largo para una sola clase así que se extendió algunas sesiones más. Entendí
que la colonización había abarcado algo más que lo económico. En lo cultural y
político. Las clases de dos horas parecían cortas y siempre terminaban con una
reflexión por parte del maestro. Esa tarde concluyó con “el eurocentrismo se encuentra
hasta en la manera en que percibimos a las personas”. Una bonita frase. Salí del salón
y me entretuve en el patio de la escuela. Rafael estaba conmigo y ambos mirábamos
traseros como era nuestra costumbre. De pronto apareció Sofía, la cubana y me saludó.
— Hola Juan. ¿Cómo estás?
— Bastante bien ¿Y tú? — respondí con una fingida emoción.
— Bien. Llevo prisa nos vemos luego.
Me besó cerquita de la boca y siguió su camino. La miré caminar. Tenía una andar
demasiado candente. Movía las caderas de una manera impresionante. Suspiré.
— No sé por qué te gusta. Está horrible esa vieja. — expresó Rafael cortando así con mi
chaqueta mental.
— No es fea. Me gusta. — Añadí tratando de justificar mi postura.
— Sí, si… ¿qué te gusta de ella? ¿Su culo o qué es extranjera?
No dije nada. Él tenía razón, sólo me gustaba por exótica. Una mascota de otro país.
Una comida excéntrica. Un bocadillo raro.
Seguimos calificando los traseros de la facultad. De pronto pasó una güera de pelos
rizados. Estaba bastante nalgona, con unas piernas torneadas que se entreveían a través
de un pantalón bastante justo. Una cintura estrecha y unas caderas anchas y muy bien
formadas. La vi y expresé un sonido bastante raro. Un chifladito ñero y bizarro.
— ¿Qué? ¿Esa también te gustó? Está bien eriza. — me increpó Rafael nuevamente.
— ¡No mames! Está re-buena.
— No digas mamadas. Mira está mejor la morenita de allá.
Mire a la chica y no me gustó. Hice un gesto de rechazo.
— ¿Qué no te gusta por morena, hijo?
— No es eso. Sólo no me gusta.
— ¿Qué tiene esa güera que no tenga aquella morenaza?
— No sé, esa güera me parece más bonita.
— Te haré un ejercicio: imagina a esa blanquecina con el tono de piel de aquella
morena. ¿Te sigue pareciendo guapa?
Hice el ejercicio en mi imaginación y era verdad. Aquella chica tenía unas facciones

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muy toscas. No era bonita, sólo rubia. Un gusto euro- céntrico.
— Creo que tienes algo de razón.
— ¿Ves? Eres bien naco. Ernesto Laguardia en la novela de quinceañera.
En ese momento entendí la frase de Chema: “el eurocentrismo se encuentra hasta en la
manera en que percibimos a las personas”. Estaba inmerso en el Malinchismo. Tan
conservador como los españoles. Tan naco como cualquier mexicano. Tan racista por
mi ignorancia.
La universidad en ese momento me parecía bastante fea. Salimos de C.U.

1. Capítulo 9.

El tema de los colores de piel quedó grabado en mi mente. Pensé sobre cómo me
había vuelto racista. Todo devenía de mi familia paterna y en menor grado de la
materna. Por un lado las hermanas de mi padre siempre hacían comentarios despectivos
sobre la gente morena. La justificación era que “según” éramos descendientes de
italianos. Eso no tenía razón de ser. Ninguno en la familia, pese a nuestro color de piel,
podía negar la cruz de su parroquia. Nadie podía ocultar la pobreza en la que vivíamos y
eso es lo que mis tías odiaban. Tratábamos de aparentar una imagen que no nos
correspondía. Creíamos tener sangre azul o descender de alguna ciudad elegante. A la
mierda con eso. Mi padre y sus hermanos habían sido hijos de un zapatero. Mi abuelo;
un hombre cojo y machista. Mi abuela murió pariendo a la décima creatura; producto
de ese matrimonio que duró muchos años.
Cuando nací y crecí, mi padre intentó enseñarme a respetar a las demás personas, pero
siempre terminaba discriminando. Se burlaba de la gente más pobre que nosotros, de
los negros, de los chaparros y sobretodo de los fuereños. Por consiguiente yo aprendí a
creerme superior para revestir mis defectos físicos y económicos.
Cuando iba en el segundo año de la secundaria, escuché sobre Hitler y la segunda guerra
mundial. Sobre la ideología nazi y demás porquería. En mi grupo la mayoría eran
morenos y yo era de los pocos blancos del salón. Yo era el típico gordo al que todos
molestaban. Gordo, rosado y soñador, la mezcla perfecta. Algunos de mis compañeros
sólo me molestaban y otros me golpeaban. Por esas fechas vi una película sobre
Neonazis: Historia Americana X. No entendí la historia, pero me dejé llevar por las
imágenes que aparecían en la trama. Chicos blancos, rapados y elitistas. Quise ser como
ellos y me rapé. Me compré unas botas militares y les puse agujetas blancas. Me sentía
malo y dominante. Aunque la verdad es que seguía siendo la burla de mis compañeros

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sólo que ahora me refugiaba en una ideología muy tonta. En el racismo. Me
ensimismaba en mis fantasías. Realmente creía que era un nazi autentico.
Una tarde tuve un conflicto con un cholo. En la escuela todos eran cholos, raperos o
escuchaban música salsa. Yo era de los pocos que escuchaba Metal. Ese día me comía
una torta que había comprado en la cooperativa de la escuela. El cholo llegó y me tiró la
torta al suelo. La pisó y luego me escupió en la cara. Enardecido y con mucho coraje le
canté un tiro y él aceptó. Nos fuimos hacía un rincón de la secundaria. Algunos
compañeros nos siguieron. Era el sitio de las peleas. Mi contrincante se quitó la playera:
tenía un cuerpo delgado y con músculos marcados. Levantó los puños y empezó a saltar
al estilo de un boxeador. Yo no sabía pelear, en mi vida lo había hecho con un
contrincante real. Así que sólo levanté los puños y esperé. El chico tiró un golpe que se
impactó en mi boca. De inmediato salió sangre y eso me asustó. Mi rival liquidó
algunos golpes más. Todos me entraron. Sentí como se me hinchaba la cara y en ese
momento sentí un impulso. Corrí y descargué mis 100 kilos en un golpe dirigido a la
cara de aquel cholo. Le di y él se tambaleó. Después lo tomé por la nuca y sorrajé
algunos cabezazos en la nariz. El cholo cayó enseguida y yo me sentí un ganador.
Aturdido, pero con odio en los ojos, mi rival se levantó y sacó una pequeña navaja de su
bolsillo. Dio algunos zarpazos al aire y después intentó hacerme daño. Yo interpuse las
manos y sólo recibí unas cortadas en un dedo y en la muñeca. Mis compañeros le
quitaron la navaja y nos separaron. Mi dedo no dejaba de sangrar. Podía ver el hueso a
través de aquella rajada. Fui con el doctor de la escuela y me dijo que debían cocerme.
Él no tenía el material para zurcirme, así que llamó a mi madre. Ella fue por mí a la
escuela y me llevó al médico. 5 puntadas me dieron por aquella pequeña cortada. Nunca
confesé que me habían dado un navajazo. Siempre dije que me había cortado con una
varilla en el taller de maquinas y herramientas. Debía conservar mi honor. Como en la
película de historia americana X.

Miré mi dedo y percibí la cicatriz de aquella sutura. Todavía sentía extraño al


pasar mi dedo sobre los puntos. Eran como toquecitos en la piel. Recordé la
pelea y el odio que sentí. Aunque realmente la cicatriz no estaba en mi piel, sino,
en mi cabeza. En mi racismo.
Capítulo 10.
Las situaciones en mi vida no mejoraban. Incluso resultaban más ariscas con el paso

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del tiempo. La pobreza era un tema del cual había escapado la mayor parte de mi vida.
En mi infancia había sufrido demasiado por las fantasías de mi madre. Siempre
aspirando una vida fuera de lugar. Riquezas. Autos. Casas. Personas intelectuales…
etc. Cuando en realidad vivíamos en una vecindad paupérrima. Mi madre toda mi
niñez me negó juntarme con las personas de mi barrio. Ella decía que ellos no me
podían enseñar nada, que yo tenía un futuro más alentador. Desde pequeño me ofreció
los hábitos de la lectura, de las películas y de las charlas para adultos. Sin embargo
debido a esto era un chico taciturno y huraño. No sabía relacionarme con las demás
personas. Parecía un adulto refugiado en un cuerpo de niño.
Sin embargo hubo algo que mi madre no pudo planificar y eso fue: la sexualidad. Mi
madre, una mujer dedicada a su hijo, nunca pensó en mi sexualidad. Jugaba conmigo.
Me hablaba de temas sexuales y ella pensaba que siempre sería su bebé. Que nunca
buscaría otra mujer más que a ella. Grave error. Desde muy corta edad tuve deseos
sexuales muy elaborados. A los 7 u 8 años soñaba con ver desnudas a mis
compañeritas de la primaria. Gustaba de verles los calzones debajo de la falda o de
espiarlas en el baño. En ese momento resultaba una travesura, pero con el tiempo se
convirtió en una obsesión. Pues era amado por las mujeres de mi familia y rechazado
por las chicas de la escuela. Para mis tías y familiares, yo era el ideal de un niño sano
y feliz: gordo, rosado e inteligente. Para mis compañeras de la escuela y niñas de la
calle era un solo gordo apestoso y arrogante. No sabía cómo entablar una
conversación con las chicas. Nunca supe y eso sobresalía en mi fantasía con Patricia
de Vivar.
Las clases sucedían y yo no encontraba la manera de acercarme a ella. Por un lado
sentía la presión de Rafael, mi amigo y por el otro no sabía que decirle. Una
chaparrita tan bonita se me imponía como un demonio. Como una fobia. Como mis
propios miedos.
Las clases de Chema pasaron de largo. Los temas del programa corrieron conforme a
las semanas y así arribaron las últimas semanas de clases. El tiempo se terminaba.
Sólo me quedaban escasas 4 clases para hablar con Patricia y declararle mi estúpido
amor. El tiempo se evaporó como el humito de un té de manzanilla. En un santiamén
pasaron las dos semanas y llegó la última clase. Mi última clase en esa puta facultad
de mierda.
Esa sesión fue la más bonita del semestre. Chema habló sobre la praxis
latinoamericana y citó a varios pensadores críticos: Eduardo Ruiz Contardo, Sergio

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Bagú, Marini…entre otros. Habló desde su corazón y así, dio por terminado el
semestre. Sus palabras me conmovieron en verdad. Para los alumnos era una
asignatura más que debían cubrir, para mí era un honor participar en la clase tan
distinguido hombre. En el salón todos festejaban el final de las clases. Miré a Patricia
y ella también estaba conmovida por las ideas que había externado aquel anciano.
Entonces comprendí que Patricia pese a su clase social no era una mujer totalmente
materialista, ella también disfrutaba de las pequeñas cosas de la vida. Sólo le había
tenido suerte en lo monetario, naciendo en un cuna de oro.
Cuando salimos del salón y fuimos hacía la explanada, Rafael empezó a
molestarme:

—Cámara putito, háblale ¿o qué?


— No puedo cabrón. Tengo miedo.
— ¡Ah! Eres bien pinche puto.
Y lo era. Pero, pues no sabía cómo abordarla. Era un bobo que creía haber vivido
demasiado, pero que sólo se ocultaba de la realidad. Patricia pasó con su cuello en alto.
Con ese busto tan hermoso cubierto por una blusa azul y sin mangas. Pasó a mi lado y
yo sólo la miré. ¿Qué más podía hacer?

Capítulo 11.

Pasaron tres años para que pudiera entrar a la UNAM. A la carrera de sociología en el
sistema abierto. Cuando recibí los resultados del examen, la esperanza regresó a mi
mente: al fin podría cumplir mi sueño. En cuanto a la chica elfo, ella, se esfumo como
una el humo de un cigarrillo de marihuana. No volví a saber de ella. La última vez que
la vi, fue en la colonia Roma, cerca de la avenida insurgentes, ella caminaba de la mano
del hippie de la facultad y se veían tan bien juntos que no quise interrumpir tan bella
escena. La chica elfo había sido una imagen hermosa en mi mente, pero sólo eso.

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Entré a la carrera un sábado 9 de agosto. Las asesorías de la carrera serían los fines de
semana; 20 sábados durante 4 años. El primer día, los directivos de la escuela nos
dieron la bienvenida. Reunieron a todos los chicos de las diferentes carreras en un
auditorio y nos platicaron las reglas del juego. Resultó bastante aburrido, pero
necesario. Al término de la charla, todos entonamos un Goya y a mí me temblaba la
voz: era demasiado hermoso para ser verdad. En mi vida había coreado esa porra en los
partidos de los pumas, pero sin sentimiento, ni sentido, ahora trascendía de diferente
manera: era universitario.
Salimos de un auditorio para pasar a otro, en el transcurso conocí a Jetza: una chica con
un tremendo parecido a Daria, la caricatura de los años noventas. Con la compañía de
Jetza las cosas pintaron de otra forma, ya no era tan aburrido caminar por los diferentes
auditorios, ni tampoco escuchar los buenos deseos y reglas de los directivos de la
universidad. A decir verdad, Jetza, me gustó desde el primer momento en que la vi: una
chica morena, con una sonrisa muy blanca, gafas de ñoña y una cabellera lacia y larga.
Parecía la típica ratita de biblioteca. Era perfecta.
— ¿Y qué cuentas, Jetza? ¿ Qué haces de tu vida? — le pregunté en alguno de los
transcursos hacía algún auditorio.
— No mucho, estudié durante 3 años la carrera de arquitectura. No era lo mío. Ahora,
pues, estudiaré sociología aquí y gestión agraria en la UAM de Xochimilco. ¿Y tú, qué
cuentas, Juan?
— Me dedico al psicoanálisis desde hace un tiempo. Estudio psicología social en una
escuela particular de mala calidad y ahora soy estudiante de sociología
— ¡Órale! ¡Qué bien! ¿Y cómo es eso del psicoanálisis? Yo he tomado terapia
psicológica en varias ocasiones.
— Mm. Es diferente. Tienes que estar en el diván para saber lo qué es el psicoanálisis.
— ¿El diván es obligatorio, verdad?
— No, es un decir, a lo que me refiero es que debes estar en análisis para saber lo qué
es.
— Ya veo. ¿Tú estás en análisis?
— Sí, tengo que hacerlo. De lo contrario no podría atender pacientes, es una regla.
— Ya veo.
Seguimos hablando de temas banales. Ambos mostrábamos interés y eso hizo amena la
mañana. Al final caminamos juntos al metro. Lo abordamos y la dejé en el metro
Zapata. Yo seguí el rumbo hacía mi casa. El Goya aún retumbaba en mi mente. “Goya,

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Goya, Cachún…” Después de repetirlo varias veces perdió su magia y regresé a la
realidad. El metro apestaba a mierda.

Las cosas en mi vida iban mejorando, aunque, era un año pésimo: al inicio mi padre
había sufrido un infarto que puso en tela de juicio mi estabilidad emocional. En esas
situaciones no existe un método para evitar la angustia. En ese momento nada podía
hacer para ayudarlo. Mi padre coqueteaba con la muerte.

Cuando sucedió, sentí que todo se iba a la mierda y la economía en el hogar trastabilló
durante algunos meses, hasta que por fin volvimos a recuperarnos. Todo eso, tras un
proceso largo y difícil: mi padre resultó un hombre demasiado fuerte.
A decir verdad, recuerdo por varios motivos, los días posteriores al infarto de mi padre:
el primer motivo fue que descubrí la falta de comunicación con mi progenitor. El
segundo es que supe lo que es sentir la pérdida real de un ser amado y en último lugar,
descubrí que las caídas siempre duelen.
Recuerdo la noche anterior al infarto: mi padre se había ido a una excursión con su
novia, yo por mi parte me había puesto una buena borrachera con unos amigos. Mi
padre llegó esa noche alrededor de la media noche, yo estaba en la computadora,
tratando de disimular mi estado de embriaguez.
— ¿Cómo estás? ¿Quieres cenar unos tacos? — dijo mi padre al entrar a la casa, yo
escondí la cabeza en la computadora.
— No, estoy chido, si quieres tú cómete unos.
— Yo sí voy a ir por unos, ¿en serio no quieres?
— No, neta, ando chido.
Mi padre salió de la casa y yo me fui a la cama. Empezaba a tener una ligera resaca y
me dolía la cabeza. Al poco tiempo escuché que mi padre entró de nuevo y yo me
quedé completamente dormido. Pasaron algunas horas y escuché en varias ocasiones
que mi padre se levantó a vomitar, no dije nada, pensé que sólo era una indigestión
producto de los tacos al pastor. Me volví a dormir. A las 5 de la mañana regresaron los
vómitos por parte del viejo, yo escuché y me tapé la cara con la cobijas. Estaba crudo y
quería dormir un poco más. De pronto escuché unos gritos y más vómito.
— ¿Qué te pasa, jefe, estás bien? — pregunté un poco molesto.
— No. Levántate y busca mi carnet del seguro social. — me dijo bastante angustiado.
— ¿Y en dónde está?
— ¡No sé, cabrón, párate y búscalo!

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Esa respuesta hizo que me encabronara, así que me volví a tapar con las cobijas. Los
ruidos aumentaron, al igual que los sollozos de mi padre.
— ¿Qué tienes wey? ¿Te hicieron daño los tacos?
— ¡ME ESTÁ DANDO UN INFARTO, PENDEJO!
— No seas mamón, ¿cómo sabes?
— Siento como si un elefante estuviera sentado en mi pecho.
Volví a taparme con las cobijas y me quedé dormido. Al despertar no vi a mi padre en
la casa. Marqué a su celular y nadie contestó. Hice café y me senté en el sillón para
leer el periódico en internet. De pronto recordé los síntomas de mi padre y la angustia
regresó. Entonces, tecleé en Google: vomito y dolor en el pecho. Me asusté al ver los
resultados de la búsqueda, todos afirmaban que se trataba de un paro cardiaco o
respiratorio. Me reí de los nervios. No pude terminar de desayunar. Salí de mi casa y
busqué a mi tía Ana. Le platiqué lo sucedido y en chinga fuimos en búsqueda de mi
padre. Corrimos hacía el sitio de taxis del barrio, mi tía trataba de mostrarse serena,
pero no lo lograba. Se podía oler su angustia y el miedo que sentía. Era obvio; la
mayoría de mis tíos habían muertos, mi padre era de los pocos que quedaban con vida.
La familia se estaba acabando. El tiempo no perdonaba.
Abordamos el taxi y le dijimos que se dirigiera a la clínica nueve, nuestra clínica
familiar del seguro social. El chofer avanzó con parsimonia. Era domingo. No había
porqué apurarse. Usamos el camino que está debajo del distribuidor vial, llegamos a San
Antonio y bajamos el caracol con dirección a la avenida Revolución. El conductor vio
nuestras caras y aceleró. En ese momento, un automóvil avanzó y por poco nos pega.
Estuvimos a un mini-segundo de estamparnos contra el otro auto. El chofer del taxi dio
un giro brusco al volante y así nos salvamos. Mi tía me cogió de la mano y yo la miré.
No había pasado nada. El conductor se disculpó. No dijimos nada. La muerte estaba en
otro lado.
Llegamos a la clínica. Mi tía y yo nos bajamos del taxi y corrimos. En el interior de la
clínica había demasiadas personas, pero ninguna era mi padre. Preguntamos en la
administración y nos dijeron que nadie con el nombre de mi padre había llegado esa
noche.
Salimos del lugar. Las esperanzas se habían ido y en mi mente volaba todo de ideas: que
iban desde la muerte de mi padre hasta que quizás no había llegado al hospital y que
quizás estaría en la calle agonizando. Me sacudí la cabeza y traté de pensar
asertivamente.

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Tomamos otro taxi y fuimos hacía el hospital Gabriel Mancera, en la colonia del valle.
Allí había mucho más gente que en la clínica, gente desesperada. Mi tía usó su
experiencia en los hospitales y logró colarse al interior. Era una maestra en ese arte:
había sido la enfermera de todos mis tíos, ahora, muertos. La esperé cerca de 20
minutos y de pronto salió por mí.
— Hijo, sí está aquí. Pásate para que lo veas. — mi tía me cogió del brazo.
Un policía obeso y mal encarado trató de impedir mi entrada. Mi tía le dijo algo que no
alcancé a escuchar y entonces entré. Mi tía me indicó el camino y yo la seguí. Pasé por
un filtro de doctores y entonces entré en una pequeña habitación. En ese momento vi a
mi padre con tubos y cables en todo el cuerpo. Tenía los ojos cerrados y sufría. Las
lágrimas se me salieron. El hombre más fuerte de mi niñez convertido en un anciano
cansado y enfermo. Le toqué la mano y el miró con molestia.
— Perdóname, papá. — le dije con lágrimas en los ojos.
Él me miró con tristeza y también soltó algunas lágrimas. De pronto apareció una
doctora, muy guapa y me dijo:
— Debes traer el carnet de tu padre, lo llevaremos al centro médico para que lo operen.
Está delicado, así que apúrate.
No dije nada. Caminé de nuevo hacía mi padre y le pregunté por su carnet. Me dijo
dónde estaba y salí corriendo. No sé si quería llegar más rápido por el carnet o si tan
sólo quería huir del problema. Abordé un taxi y en ese momento rompí en llanto. Era
mi culpa. Si mi padre moría, sería por mi culpa. Le dije la dirección al taxista.

Capítulo 12

Al final mi padre, después de varios años, logró estabilizarse de ese trauma cardiaco. Le
costó mucho tiempo volver a tener confianza en sí mismo, pero con paciencia,
consiguió recuperar su trabajo y conquistar una nueva novia. Para mí, esa caída de mi
padre, fue como un surco en mi vida, un agujero que no he querido rellenar con
fantasías y que, en cambio, tuve que aprender a zurcir con la esperanza, el amor y la
confianza. Hoy mi padre y yo somos amigos. Ya no peleamos y vivimos en lugares
separados. Hoy. 12 de marzo de 2017.

La relación con mi madre ha cambiado, en ocasiones, debes en cuando, logramos tener


alguna que otra charla, e incluso podemos hablar sobre nuestros problemas. A fin de

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cuentas, muchas cosas de las que hago o hice, fueron el referente de la educación y el
amor que ella imprimió en mí. En esos golpes estaban inscritos, no solamente sus
traumas y miedos, sino también sus deseos y mejores ambiciones por ser una mujer.
Ella sigue viviendo en Tlatelolco, tiene un esposo y un trabajo estable. Mi abuelo, el
señor Jesús, es una de sus prioridades y lo atiende con toda vehemencia. Es lo mejor.

Rafael, el sociólogo, hace poco me enteré que murió de septicemia. Sus pretensiones
por siempre tener una respuesta ante todo, no pudieron contrarrestar su propia angustia
y miedo por la vida. Eso es una realidad. La sociología no puede explicarlo todo y
cuando trata de hacerlo… cae en los absurdos y en sus propias limitantes. Pobre tipo.

Yio, después de terminar la carrera de sociología, quedó embarazada del güero


extranjero, y al final ese hombre huyó a su país y dejó sola. Ahora, ya no existe ese
cuerpo atractivo y elástico, ahora es una oficinista amargada y totalmente ajena de la
mujer que conocí. La bailarina tuvo su mujer pieza… un baile con la realidad.

Kinki, duró un par de años más, al final, la edad—pues vivió 4 años— mermó la fuerza
de ese fuerte y noble animal. A partir de la muerte de Kinki, algo en mí mismo, también
murió, quizás muchas aprehensiones de mi niñez, fueron enterradas junto con el cadáver
de esa perrita. Aún, en ocasiones, la extraño… pero ella, ella vive en el cielo de los
perros y, algún día, cuando yo muera, me ayudará a cruzar el valle de la muerte.

Sofía, la cubana nalgona, es reportera y periodista de una revista de circulación


internacional, ahora viaja a todos lados y menea su descomunal trasero por los confines
del mundo. Hace un año la topé en el metro. Hablamos de salir a tomar a una copa y a
bailar. Sigo esperando la fecha.

Patricia de Vivar, la chica elfo, mi gran amor de adolescencia, esa pequeña mujer que
condensó a muchas personas de mi vida y que me ayudó a afrontar la angustia de mi
propia existencia, ahora sólo es un recuerdo, una bonita reminiscencia. No he vuelto a
verla. Aunque, en ocasiones, cuando camino por la facultad, recuerdo sus facciones
finas y esos senos de melón y suelto una sonrisita nostálgica. La extraño. Por eso
escribí esto.

Chema sigue siendo el mismo hombre culto y bonachón de hace muchos años. El gran
doctor en sociología latinoamericana y una persona cálida y llena de anécdotas. Debes
en cuando charlo con él y aún siento esa gran admiración.

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Por mi parte, continué en la carrera de sociología—ahora voy en 6 semestre de 8— días
tras día me desenamoró de esa carrera que, en su momento, me prometía una vida
distinta e imaginaria. Soy soltero y me mudé al barrio de la Soledad, un lugar cercano
al suburbio de la Merced, en donde las putas, los chulos, la pobreza y la drogadicción,
son parte de la vida cotidiana. Una muestra del gran universo de la Ciudad de México.

Aquí en el parque de La Soledad, lugar en donde habitan millones de muertos vivientes,


encontré la paz y la forma de recordar mi vida. Y es que sólo en “La Soledad”, las
personas podemos reconstruir un poco nuestra existencia y crear un mito. Por otro
lado, sigo asistiendo a la facultad algunos días a la semana, ahora voy solo y convencido
de lo que quiero. Quiero vivir y seguir construyendo mi vida. Pues, si esta novela se
acaba, tan sólo será un punto final, en una de las muchas historias que quiero contar.
Hay que dejar fluir los recuerdos. Hay que matar al amor para empezar a vivir.

El lugar, en donde, desde un viejo cuaderno de cuadro chico, escribí esto, es a la


afueras de la Iglesia de la Soledad, justamente enfrente de una arquitectura bastante
anodina, que se llama: El arco de la vida. Solamente recordando y escribiendo, fui
capaz de atravesar “El arco de la vida” y sólo así, continuar por mi camino,
acompañado por la muerte, el alcohol y la destrucción.

Me levantó de la banca del parque. Atravieso el “Arco de la vida”. Regresó al Hotel en


donde llevo poco más de un año viviendo. Prendo mi computadora. Empiezo una
nueva historia.

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