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Tras un largo y arduo conflicto, los traidores al fin se aproximan a Terra.

Sin
embargo, pronto perderán la oportunidad para atacar: tanto Guilliman como el
León regresan a toda prisa, y sus ejércitos podrían girar las tornas de la
batalla. Las tropas del Señor de la guerra deben reunirse, pues solo entonces
podrán asaltar el mundo del Trono.
Mientras Mortarion se adelanta para actuar como la vanguardia de la flota,
recae sobre Lorgar y Perturabo la tarea de reunir a Fulgrim y a Angron,
quienes ya han sido enaltecidos como demonios y tal vez se encuentren más
allá del alcance de la voluntad del Señor de la guerra. No obstante, Horus está
malherido, y, mientras la batalla más grande de la galaxia se cierne sobre
Terra, es Maloghurst quien debe asegurarse de que su fracturada Legión se
mantenga unida y de rescatar al propio Horus del borde del abismo.

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John French

Esclavos de la oscuridad
Caos absoluto
Warhammer 40000: Herejía de Horus - 51

ePub r1.0
diegoan 13.01.2024

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Título original: Slaves to Darkness
John French, 2018
Traducción: Daniel Casado
Ilustraciones: Neil Roberts & Tomas Duchek

Editor digital: diegoan


ePub base r2.1

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Índice de contenido

Cubierta
Esclavos de la oscuridad
La Herejía de Horus
Dramatis Personae
Prólogo. La víspera del triunfo
Parte uno. Que los hijos de los dioses sangren
Uno. «Maloghurst»
Dos. «Maloghurst»
Tres. «Maloghurst»
Cuatro. «Maloghurst»
Parte dos. El imperio en llamas
Cinco. «Ekaddon»
Seis. «Maloghurst»
Siete. «Maloghurst»
Ocho. «Maloghurst»
Nueve. «Maloghurst»
Diez. «Maloghurst»
Once. «Maloghurst»
Doce. «Maloghurst»
Trece. «Ekaddon»
Catorce. «Ekaddon»
Quince. «Maloghurst»
Parte tres. La víspera de todo lo que debe ser
Dieciséis. «Maloghurst»
Diecisiete. «Ekaddon»
Dieciocho. «Layak»
Diecinueve. «Argonis»

Epílogo. «El final de la guerra»


Sobre el autor

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La Herejía de Horus
Una época legendaria

La galaxia está envuelta en llamas. La gloriosa visión que tenía


el Emperador para la humanidad está destrozada. Su hijo más
favorecido, Horus, ha dado la espalda a la luz de su padre y se
ha entregado al Caos.

Sus ejércitos, los poderosos y temibles Space Marines, se


encuentran enfrentados en una brutal guerra civil. Antaño, esos
guerreros definitivos lucharon para proteger la galaxia y llevar
a la humanidad de regreso a la luz del Emperador. Ahora
luchan entre sí.

Algunos siguen leales al Emperador, mientras que otros se han


unido al Señor de la Guerra. Por encima de todos destacan los
primarcas, los comandantes de las legiones compuestas por
miles de Space Marines. Son unos seres sobrehumanos,
magníficos, que representan el logro culminante de la ciencia
genética del Emperador. Lanzados al combate los unos contra
los otros, nadie tiene la certeza de conseguir la victoria.

Los planetas arden. Horus logró dar un golpe terrible a los leales
en Isstvan V y tres legiones fieles al Emperador quedaron
prácticamente aniquiladas. La guerra ha comenzado, un
enfrentamiento que sumirá a toda la humanidad en un fuego
arrasador. La traición y el engaño han suplantado al honor y la

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nobleza. Los asesinos acechan en cada sombra. Los ejércitos se
organizan y reúnen. Todos deben elegir un bando o morir.

Horus reúne a su armada con la propia Terra como el objetivo


de su ira. Sentado en su Trono Dorado, el Emperador espera a
que regrese su hijo descarriado. Sin embargo, su verdadero
enemigo es el Caos, una fuerza primigenia que ansía esclavizar
a la humanidad bajo sus deseos caprichosos.

Los gritos de los inocentes y las súplicas de los justos resuenan


junto a las risotadas crueles de los Dioses Oscuros. El
sufrimiento y la perdición esperan a la humanidad si el
Emperador fracasa y pierde la guerra.

La era del conocimiento y de la iluminación ha terminado. Ha


empezado la Era de la Oscuridad.

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En memoria de Alan Bligh, 1974-2017

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Dramatis Personae
Los primarcas
HORUS LUPERCAL El Señor de la Guerra, primarca de
la XVI Legión
FULGRIM Príncipe del Placer, primarca
demoníaco de la III Legión
PERTURABO El Señor del Hierro, primarca de
la IV Legión
ANGRON Príncipe de la Sangre, primarca
demoníaco de la XII Legión
MORTARION El Señor de la Muerte, primarca
de la XIV Legión
MAGNUS EL ROJO Príncipe del Cambio, primarca
demoníaco de la XV Legión
LORGAR AURELIANO Primarca de la XVII Legión
ALPHARIUS Primarca de la XX Legión
La XVI Legión, Sons of Horus
MALOGHURST «El Retorcido», palafrenero del
Señor de la Guerra
EZEKYLE ABADDON Primer capitán
HORUS AXIMAND «Pequeño Horus», capitán de la
Quinta Compañía
FALKUS KIBRE «El Enviudador», capitán de la
Cohorte Justaerin
KALUS EKADDON Capitán de la Escuadra de las
Guadañas Catulanas

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ARGONIS «El Incólume», emisario del Señor

de la Guerra
La III Legión, Emperor’s Children
EIDOLON «El Ascendido», señor
comandante
La IV Legión, Iron Warriors
FORRIX «El Rompedor», primer capitán,
triarca
VOLK Comandante del 786.º Gran Vuelo
La XII Legión, World Eaters
KHÂRN Capitán de la Octava Compañía,
palafrenero de Angron
La XVII Legión, Word Bearers
ZARDU LAYAK «El Apóstol Carmesí», señor de
los Silentes
KULNAR Esclavo de las Espadas Anakatis
HEBEK Esclavo de las Espadas Anakatis
Otros
ACTAEA Oráculo de la Santa Cinérea
SOTA-NUL Embajadora de Kelbor-Hal
Los Nunca Nacidos
N’KARI Glorioso príncipe demoníaco de
Slaanesh
AMAROK Psicopompo
SA’RA’AM El Demonio de las Profundidades,
el Filo de la Daga, la Risotada de la
Guerra
TORMAGEDDON

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Cubríos, y no os burléis con grave reverencia
De lo que solo es carne y hueso. ¡Fuera respeto,
Tradición, formas y lealtad ceremoniosa!,
¡Pues conmigo siempre os engañasteis!
Yo vivo de pan como vosotros, siento privaciones
Y dolor, necesito amigos. Así, tan sometido,
¿cómo podéis decirme que soy rey?».

Atribuido al dramaturgo Shakespeare (fl. M2)

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Invoque a sus esclavos,
Invoque el poderío de sus tierras, ataviado en buen acero,
haga que desfile delante de nosotros para que puedan
pasar y el sol no se ponga, Alce la mano y oiga su clamor,
tan alto que podría despertar a Yodan y Karies de su rojo
sueño,
Observe cómo el sol reluce en las espadas y lanzas, mire a
sus ojos y vea nada más que gloria en el estruendo de las
armas y desee no escuchar una música mejor,
Hágalo y dispóngalo frente a mí, y diré que lo único que
veo es la sonrisa de los cráneos, que lo único que oigo es el
aullido del viento a través de los huesos».

Fragmento de la respuesta de la Arpía a la Reina


en los Ciclos Misteriosos de Colchis

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Y esto también pasará».

Dicho de la antigua Terra

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Prólogo
La víspera del triunfo
La figura envuelta en una capa recorrió la planicie que antes había sido una
montaña. La luz de los campamentos temporales, del tamaño de ciudades,
iluminaba el cielo nocturno. Los fuegos de los motores de las naves brillaban
en la oscuridad con más fuerza que las estrellas, y los elevadores de cargas y las
macrolanzaderas marcaban el horizonte a su paso con heridas de color
naranja. En aquel lugar, en la avenida del desfile, de medio kilómetro de
ancho, nada se movía excepto las llamas de los pilares antorcha que
parpadeaban al viento.
La figura se detuvo y se volvió para mirar atrás. Podía ver bastante lejos,
pues la oscuridad se desvanecía ante su mirada. Las cañoneras y las naves de
desembarco reposaban en plazas ordenadas que eran campamentos para los
miembros más respetados de las fuerzas que se reunían. Las luces se movían
entre las aves de guerra posadas en el suelo. Un repiqueteo de risas lejanas
llegó hasta sus oídos cuando el viento cambió de dirección. Por un segundo,
creyó poder oír la broma irónica que había motivado aquel sonido y se
imaginó a un guerrero dándole una palmada en la espalda a otro. Al otro lado
de la planicie, los hermanos de sangre diferente, pero nacidos para un mismo
propósito, estarían compartiendo momentos de camaradería similares.
Escuchó durante algunos segundos.
—Estuve allí —dijo una voz que provenía de un grupo de figuras con
armadura reunidas alrededor de una jaula de carbones rojos. Ninguno de ellos
vio que alguien los escuchaba desde el borde de la luz de las llamas. La figura
con capa reconoció la voz y la historia, y una ligera sonrisa se formó bajo su
capucha⁠—. Estuve allí el día en que Horus mató… —⁠El viento sopló y se llevó
el resto de las palabras al tiempo que empujaba las llamas que salían de los
carbones encendidos.

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La figura se volvió y continuó su camino por el desfile vacío. Al día
siguiente, millones marcharían por donde caminaba, aunque en aquel
momento era él y solo él quien recorría el sendero. La Tarima Imperial se
cernía sobre el camino en su punto central, una montaña de mármol colocada
en lugar de aquellas a las que sustituía. Diez mil artesanos habían trabajado
sin dormir para cubrirla de los símbolos de la victoria y del poder: estatuas de
hombres y mujeres aferrados a rayos de bronce, águilas con sus alas de oro
abiertas, los nombres de los millones de humanos que habían caído durante
los dos siglos de guerra para reclamar las estrellas. Desde sus palcos y
balcones, los más respetados y distinguidos observarían la procesión del
poderío de la Gran Cruzada. No obstante, en aquel momento todo estaba
vacío y en silencio, y su majestuosidad, oculta por la breve noche.
La figura clavó la mirada en la silueta de la tarima y continuó caminando.
Nadie lo detuvo, a pesar de que sabía que numerosos ojos, tanto humanos
como transhumanos, observaban el terreno que pisaba. Ninguno de ellos vio
nada, salvo tal vez un parpadeo en la oscuridad o una ráfaga de polvo
empujada por la brisa.
Oyó cómo preparaban las armas al adentrarse en la sombra de la tarima.
El sutil zumbido de la armadura fabricada con maestría murmuraba casi de
forma imperceptible. Se detuvo y dirigió la mirada hacia la oscuridad más
profunda de las estatuas. Cinco custodios estaban de pie en medio de la
oscuridad, invisibles a ojos de los mortales. Al igual que él, estaban cubiertos
de capas de engaño, y su forma y sustancia se desvanecían de la percepción. Si
bien sabían que había algo allí, no sabían dónde estaba o qué era. Aquel era el
límite de la humanidad, por muy aumentada que esta estuviera.
Con cuidado, tocó el anillo de su dedo índice con el pulgar. Los circuitos
del círculo de hierro emitieron una señal hacia la oscuridad. Los custodios
dudaron un instante antes de empezar a abandonar sus posturas agresivas.
—¿Por qué viene un extraño hasta nuestra puerta en mitad de la noche?
—⁠preguntó una voz que provenía de un oscuro nicho en la base de la enorme
tarima⁠—. Vaya, pero si no es ningún extraño —⁠dijo la misma voz después de
que la figura oculta bajo la capa se volviera. Un anciano, aferrado con ambas
manos a un bastón para ayudarse a caminar, se dejó ver. Malcador, Sigilita del
Imperio y ayudante del Emperador de la Humanidad, miró directamente a la
figura oculta y alzó una ceja.
»¿Querías un rato a solas, Horus Lupercal?
—Algo así —repuso Horus tras retirarse la capa de engaño.
—¿Me creerías si te digo que yo también? —⁠preguntó Malcador.

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—No —contestó Horus, esbozando una sonrisa⁠—. Para nada.
—Yo tampoco. —El anciano rio por lo bajo⁠—. Aun así, ¿podría compartir
tu soledad?
Horus asintió.
—Ven —le pidió Malcador, señalando hacia una puerta abierta en la base
de la tarima. Un tramo de escaleras amplias se alzaba más allá del umbral.
Ambos lo cruzaron y comenzaron su ascenso.
»Te lo ha contado —añadió el anciano tras un rato de silencio.
Horus volvió a asentir.
—Así es.
—¿Y te ha sorprendido?
—Me ha dejado… indeciso.
—Una sensación perturbadora para ti, no hay duda —⁠dijo Malcador⁠—.
Pensó que lo estarías.
Horus miró de reojo al anciano que caminaba junto a él.
—Y, aun así, ¿quiere que lo haga?
—Por supuesto —repuso Malcador—. ¿Acaso no haces tú lo mismo
cuando confías en tus comandantes? ¿En Abaddon? ¿En el Retorcido?
—Me gustaría que no le hubieran otorgado ese nombre —⁠se lamentó
Horus.
Malcador soltó un breve resoplido.
—Es un poco grosero tal vez, pero si le va como anillo al dedo…
—Eso debe ser un cumplido, viniendo de ti.
—Exacto —dijo Malcador sonriendo.
Volvieron a sumirse en el silencio y continuaron subiendo. Finalmente, la
procesión de escaleras los condujo hasta un amplio pasillo. Una puerta en el
extremo se abría hacia la noche. De la pared colgaban varios estandartes, cada
uno de ellos tejido con símbolos de hilos metálicos sobre la seda: un rayo rojo,
un anillo de dientes rojos, la cabeza de un lobo sobrepuesta a una luna
creciente. Horus se detuvo un momento para observar el estandarte con la
cabeza de lobo y, tras ello, el primarca y la Voz del Emperador de la
Humanidad cruzaron la puerta para llegar a un amplio balcón. El aire
nocturno se extendía más allá de la planicie. Las luces de los campamentos de
la legión y el brillo distante de las conurbaciones de construcción del
Mechanicum estaban frente a ellos, ascuas desperdigadas por el azabache.
El viento sopló y agitó la capa de Horus cuando este se apoyó sobre la
barandilla.
—¿Puedo negarme? —preguntó finalmente.

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—Por supuesto —repuso Malcador.
Horus miró hacia la avenida del desfile, que en aquel momento estaba
muy por debajo de ellos.
—¿Qué pasará si acepto?
—Cambiarán las cosas.
—Los otros…
—Acabarán aceptándolo también. —⁠Malcador apartó la mirada del
panorama y esbozó una sonrisa⁠—. Al igual que tú.
Horus le devolvió la mirada, y el Sigilita la sostuvo. Tras un momento,
Horus la apartó.
—Tal vez.
Malcador alzó una ceja, pero permaneció en silencio.
—Lo cambiará todo —continuó Horus tras unos segundos.
—Todo cambia…
—Y nada cambia —dijo Horus, y en su rostro ensombrecido se dibujó una
débil sonrisa.
—Ah, creo que esa parte no se aplica en este caso, ¿no? —⁠El viento sopló, y
los soportes de los estandartes bajo la barandilla se sacudieron⁠—. Te
preguntas cómo te afectará a ti…
Aquella vez fue Horus quien alzó una ceja.
—No digo que estés dudando de ti mismo, amigo mío, solo que te
preguntas cómo será el mundo después de esto. Y sí, te cambiará… ¿Cómo no
iba a cambiarte? Pero lo conseguirás, Horus. El Emperador no ha tomado esta
decisión a la ligera. Sabe que te convertirás en lo que siempre has prometido
ser. —⁠Malcador hizo una pausa y cambió su peso sobre su bastón⁠—. Los
otros… Sí, algunos se molestarán, algunos incluso rechazarán la decisión,
pero, al final, todos la aceptarán.
—Me estaba preguntando qué habría hecho yo si este deber se le hubiera
encomendado a otro, a Roboute o a Rogal…
—¿Y? —preguntó Malcador—. ¿Qué habrías hecho?
—Me habría preguntado por qué no se me habría encomendado a mí
—⁠repuso Horus, y soltó una carcajada, un sonido brillante contra el aliento
del viento⁠—. Luego lo habría aceptado y habría hecho todo lo que estuviera en
mis manos para ayudarlo a soportar una carga como esa.
—Precisamente —dijo Malcador—. Y muchos de tus hermanos harán lo
mismo. Escúchalos, Horus. Necesitarás su ayuda, al igual que el Emperador
necesita la tuya.

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—Ah, ¿sí? —preguntó Horus bromeando⁠—. No sabía que hubiera algo
fuera de su alcance.
—Pero tú eres su alcance y su poder, Horus. Él logra todo lo que logra
gracias a aquellos que le sirven y lo quieren. A través de ti.
—Y aun así no me dijo eso cuando me habló de este deber.
—No. Esa tarea me la dejó a mí.
—Trabaja a través de sus instrumentos…
—Exacto.
Horus asintió, aunque su expresión no había cambiado. Malcador se
enderezó y se apartó de la barandilla.
—Ya sabes la verdad que te voy a decir, pero te la diré igualmente: aprende
bien la lección del Emperador. Cada espada y cada guerrero de la Cruzada
responderán ante ti. Aprende su naturaleza, como si fuera la primera vez.
Úsalos cuando debas y no temas que te vean cambiar. Vas a ser su líder, pero
necesitas que sean ellos quienes te conviertan en Señor de la Guerra.
—Señor de la Guerra… Entonces, ¿crees que lo aceptaré?
—Creo que ya lo has hecho. —⁠Malcador empezó a alejarse de él, con su
bastón repiqueteando al lento ritmo de sus pasos. En la oscuridad, un par de
custodios que se habían quedado quietos como estatuas se desplegaron con la
melodía de los servos de la armadura y se colocaron al lado del Sigilita⁠—.
Buenas noches, Horus Lupercal. Hasta mañana.
Horus se quedó en aquel lugar, observando el paisaje de la planicie del
Triunfo. Las luces de las estrellas y de las hogueras se reflejaron en sus ojos.
Luego se enderezó y se alejó echando un solo vistazo hacia atrás.

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Parte uno
Que los hijos de los dioses sangren

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Uno
«Maloghurst»
Los Sons of Horus llevaron a su padre, quien estaba sangrando, hasta su trono.
Los fantasmas los siguieron, aullando desde las sombras mientras la sangre
goteaba de sus armaduras. Eran cuatro hijos: Kibre, con el color negro de su
armadura reluciendo por la sangre; Horus Aximand, con su rostro
despellejado en una expresión de sorpresa, la mirada fija en las fauces rojas
que sonreían al lado de su Señor de la Guerra y la armadura aún destrozada y
humeante; Tormageddon, que brillaba bajo la luz fantasmal, silencioso como
el humo, y Maloghurst, quien los seguía entre jadeos en su máscara de
respiración, renqueando sobre sus extremidades retorcidas.
Los Justaerin avanzaron dando pasos atronadores detrás de ellos, con sus
armaduras de exterminador negras, brillantes y húmedas por la sangre bajo
las parpadeantes luces de alarma.
—Mi señor —lo llamó Aximand entre resuellos por el esfuerzo de cargar
con el Señor de la Guerra⁠—. Mi señor, ¿puede oírnos?
—¿Qué…? —La boca de Horus era apenas una abertura en la máscara
pálida que era su rostro. Su capa de piel y terciopelo se arrastraba por el suelo,
chamuscada y llena de agujeros, y manchaba todo a su paso. Maloghurst
notaba hierro caliente, sulfuro y miel en el ambiente a través de su máscara.
Horus negó con la cabeza. La herida de su costado se abrió todavía más, y la
armadura se arrugó como la piel alrededor de una boca en un gesto de burla.
—¡Mi señor! —lo volvió a llamar Aximand.
Un humano, vestido con la túnica negra y roja de un oficial vinculado de
rango superior, surgió de un cruce mientras pasaban. La placa de datos de
bronce que llevaba el hombre cayó al suelo cuando este se arrodilló, pero
Maloghurst vio que la mirada del humano se dirigía al Señor de la Guerra
antes de que pusiera la frente en el suelo. Maloghurst se volvió y le dio una
patada. El dolor le recorrió la espalda cuando los servos de su armadura

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hicieron que su pierna se enderezara. El humano salió despedido hacia atrás, y
su cabeza quedó reducida a nada más que carne y huesos destrozados.
Maloghurst soltó un gruñido de fastidio.
—¿Qué…? —empezó a preguntar Aximand.
—¡Lo ha visto! —gruñó Maloghurst antes de tambalearse hacia los demás.
—Justaerin —transmitió Kibre con una voz que resonó por el
comunicador mientras seguía avanzando⁠—. Orden de ejecución, cubierta de
mando, pasillos desde el noventa y nueve hasta el doscientos. ¡Que no quede
nadie con vida!
Los exterminadores se apartaron del grupo. Los disparos empezaron a
resonar por los túneles y los destellos del fuego iluminaron las entradas de los
pasillos conforme avanzaban. Se oyeron gritos que quedaron silenciados casi
al instante.
—Las mareas cambian… —⁠siseó Tormageddon mientras daba grandes
zancadas bajo el peso del Señor de la Guerra⁠—. Está…
—¡Silencio! —gritó Maloghurst, y la palabra tembló con rabia. El
receptáculo demoníaco volvió a sisear a modo de respuesta. Llegaron a la sala
del trono, y las puertas se abrieron a su paso. La luz de las estrellas y de las
llamas diluía la oscuridad del interior de la sala. En el extremo, el trono se
cernía ante el ojo abierto de una ventanilla. Se apresuraron a recorrer la oscura
longitud de la sala. La sangre caía al suelo a su paso y echaba humo al entrar
en contacto con el aire. Los cuencos de aceite ardiendo que colgaban del techo
se extinguieron, lo que hizo que las sombras crecieran. Unos gritos etéreos se
produjeron en la oscuridad cuando más sangre cayó sobre el suelo de la
cubierta.
—Sellad las puertas —ordenó Maloghurst a los dos Justaerin que los
habían seguido⁠—. Que no entre nadie. ¡Nadie!
Dejaron al Señor de la Guerra a los pies del trono.
—Tenemos que buscar a los apotecarios —⁠dijo Aximand.
La enorme silla de basalto y hierro negro se alzaba sobre ellos.
—No podrán ayudarlo —gruñó Maloghurst.
—¿Qué le está pasando? —preguntó Aximand, mirando a la figura quieta
de Tormageddon, quien estaba situado un poco detrás del resto. El huésped
demoníaco negó con la cabeza una sola vez, con lentitud.
—No puedo mirarlo. La disformidad son bordes rotos y graznidos de
cuervos.
—Tenemos que… —empezó a decir Kibre.

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—Mi… Mi trono… —susurró Horus, y sus cuatro hijos se quedaron
paralizados durante un instante⁠—. Mi… padre…
Ninguno de ellos se movió. Una gota de sangre escapó de los bordes de la
herida en el costado del Señor de la Guerra y cayó al suelo como un soplo de
ceniza. Kibre volvió la cabeza para mirar a Maloghurst.
—¡Llevadlo hasta el trono! —⁠rugió Maloghurst. Podía sentirlo en aquel
momento, en los bordes de su visión y en la parte trasera de sus ojos. La
disformidad fluía y se retorcía alrededor de ellos como hilos que formaban
una cuerda.
Sus pisadas resonaron al golpear los peldaños que conducían al trono. Más
allá de la ventanilla, Maloghurst podía ver la luz de la estrella Beta-Garmon,
que ardía como un carbón enfriándose mientras se alejaba en la distancia. Una
capa de hielo se estaba formando en los paneles de cristal y cubría la luz de la
estrella.
Los cuatro hijos de Horus lo cargaron hasta el trono entre gruñidos
provocados por el esfuerzo.
—Apartaos —siseó Maloghurst.
La sangre caía del costado del Señor de la Guerra, se acumulaba y goteaba
sobre la plataforma en una cascada negra y humeante.
Durante unos instantes, nada más se movió. Pese a que Horus tenía los
ojos abiertos, no los fijó en nada, si es que era capaz de ver algo.
—¿Qué…? —intentó preguntar Kibre de nuevo.
Una garra metálica arañó el brazo derecho del trono. Los cuatro hijos se
quedaron totalmente quietos. El flujo de sangre de la herida había empezado a
rezumar con mucha más lentitud. Un aliento siseó entre los labios de Horus, y
este agarró el brazo del trono con la mano. Unas hojas se clavaron en la piedra
negra. Alzó la cabeza, cerró los ojos durante un momento y separó sus pálidos
labios. Su imagen parpadeaba, se desvanecía entre las sombras, entre la
existencia.
Maloghurst dio un paso hacia delante.
El Señor de la Guerra abrió los ojos.
Maloghurst notó cómo la mirada lo golpeaba. Una ola de calor le recorrió
el cuerpo y, por un instante, notó que este se congelaba, que su carne
explotaba y se desperdigaba hasta el borde del tiempo, que su alma se
convertía en un alarido que alcanzaba el borde de la existencia.
La imagen del Señor de la Guerra centelleó y se asentó.
—No… No pasa nada, Mal —dijo Horus.

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Los cuatro Sons of Horus se arrodillaron. El zumbido de su armadura
activa interrumpió el silencio. Maloghurst oyó su propio aliento salir con
dificultad por su máscara y se permitió tranquilizarse un poco. Horus respiró
larga y profundamente. La herida de su costado se había cerrado. Todo lo que
quedaba de ella era una estrecha línea en su armadura, aún húmeda por la
sangre. El leve gemido que había notado Maloghurst en el borde de su
conciencia se calmó.
—Mi señor —dijo Aximand—, ¿está…?
—¿Cuál es nuestra posición y nuestras fuerzas? —⁠inquirió Horus. Pese a
que seguía estando pálido, las sombras fluían hacia los recovecos de su rostro
y endurecían sus facciones.
—La flota de vanguardia está con nosotros —⁠repuso Aximand, todavía
observando a su primarca sin parpadear⁠—. Acheron, Styx y Charon, las flotas
de batalla de la legión, siguen en el sistema, además de los grupos vasallos
Bellum, Catullus, Ni-Rho-Delta, Malik, Duterron y Noctis. La batalla
continúa, pero tenemos las de ganar. La puerta de Beta-Garmon está abierta.
—Y aun así ¿habéis retirado a la vanguardia? —⁠preguntó Horus.
—Señor, usted estaba…
—Lo sé, Pequeño Horus —dijo el Señor de la Guerra. Cerró los ojos por
un momento⁠—. Lo sé. Lo habéis hecho bien, hijos míos.
Beta-Garmon había drenado sus fuerzas durante meses, había desgastado
armaduras y se había alimentado de cuerpos y balas. Las tropas que seguían
siendo leales al Emperador habían luchado con una ferocidad y una fuerza tal
que habían logrado derramar más sangre en aquel sistema de la que se había
derramado durante los últimos cinco años de la Gran Cruzada. Aun así, no
habían tenido otra opción, ni las fuerzas del Emperador ni el Señor de la
Guerra. Beta-Garmon era la puerta que conducía al Segmentum Solar. Las
rutas de navegación a través de la disformidad convergían en aquel sistema y
se expandían a partir de él como los hilos de una telaraña. A través de este, las
flotas podrían alcanzar las estrellas alrededor de Terra. Si bien no era la única
puerta que conducía al dominio solar, era la única que importaba.
Por fin se había roto el empate entre ambos bandos después de que Horus
entrara en el campo de batalla junto a una punta de lanza formada por los
mejores guerreros de la legión. La oscuridad y el fuego los habían seguido,
como si fueran una sombra arrojada por la presencia del Señor de la Guerra.
Maloghurst, como solía hacer últimamente, se había quedado con el Espíritu
Vengativo y los infinitos equilibrios de poder —⁠en aquellos momentos tanto
místicos como temporales⁠—, que permitían que las ruedas de la máquina de

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guerra de Horus continuaran girando. No había necesitado ver a su señor
avanzar entre la matanza, ni ver caer a aquellos que se enfrentaban a él.
Todo había ocurrido como había sido decretado. Sus enemigos habían
caído y la batalla, sin resolución durante tanto tiempo, había dado un giro.
Hasta que Horus, el dios del Imperio que pensaba ganar a través de la
guerra, había caído caminando a través de las cenizas y la sangre.
Había caído sin haber recibido un solo golpe.
Y sus hijos habían cargado con él, como ya habían hecho una vez, y se lo
habían llevado del campo de batalla sangrando.
Maloghurst fue el primero en alzar la cabeza para observar al Señor de la
Guerra en su trono. Un dolor agudo y punzante le recorrió el cráneo. Intentó
centrar la mirada. Notó sangre en los dientes.
Agachó la cabeza de nuevo y, pese a que el dolor había disminuido, no
desapareció del todo.
—Mi señor, ¿cuáles son sus órdenes?
—Tiempo —dijo Horus con voz ronca, y Maloghurst notó el dolor que
sentía su Señor de la Guerra al hablar⁠—. Hemos perdido demasiado tiempo.
Id a buscarlos. Tenemos… Tenemos que reunirnos antes de… —⁠Horus cerró
los ojos, y la agonía irradió de él como el calor de un fuego que se había
avivado de repente. Maloghurst apretó la mandíbula con fuerza. Unas
burbujas del color de la migraña se formaron en su visión. Horus permaneció
inmóvil en su trono. Las sombras parpadeaban por los muros y por el suelo de
la sala del trono, como si la luz la estuviera emitiendo el propio Señor de la
Guerra. Solo que no había ninguna luz.
Maloghurst se obligó a ponerse de pie. Intentó alzar la mirada, pero no
pudo. Aximand ya estaba de pie y retrocedía. Tormageddon estaba
centelleando, y la sustancia de su cuerpo se disolvía y se reformaba como la
imagen borrosa de un pictógrafo. Kibre se quedó arrodillado a los pies del
trono, con los dedos clavados en la piedra para sostenerse.
—Id… —ordenó Horus con una voz que parecía proceder desde muy
lejos⁠—. Id a buscarlos… A mis hermanos…
—Sí, mi señor —repuso Maloghurst con una voz temblorosa por las
oleadas de dolor que lo golpeaban.
—Ullanor —dijo Horus—. Ullanor…
Y, en aquel momento, se quedó en silencio, con los ojos cerrados. Las
sombras se asentaron, y el Señor de la Guerra se quedó sentado en su trono,
pálido y sangrando.

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Layak

Los gritos cubrían al Trisagio mientras navegaba por las mareas de la


disformidad. Treinta y dos mil setecientos sesenta y ocho humanos colgaban
de unos clavos colocados en la parte exterior del casco. Todos ellos habían
estado vivos cuando la nave había pasado del frío del espacio real hasta el
abrazo del Reino de los Dioses y, en aquel momento, seguían vivos en cierto
modo, pues sus muertes se habían estirado hasta formar una eterna cacofonía
de sufrimiento. Los demonios los rodeaban, aferrados al casco, y bebían la
agonía y el delirio de los humanos a lengüetazos mientras destrozaban sus
almas y sus cuerpos. Visto desde arriba, el casco con forma de lanza del
Trisagio parecía llevar una piel cambiante de quitina y carne húmeda. Las
torres de antorchas ardían sobre ella, y las llamas rojas formaban nubes a un
ritmo lento con los gritos de tormento y los alaridos de los demonios que se
alimentaban.
«Belleza —susurró la voz en la mente de Layak⁠—. Verdad…».
Layak asintió.
—Gloria a los Cuatro Eternos, pues ellos lo son todo —⁠dijo en voz alta
para continuar la letanía que había estado pronunciando sin descanso desde
que el Trisagio se había adentrado en el Reino Sagrado⁠—. Gloria a la Verdad
Octal, pues es eterna. Gloria al Primer Círculo de sirvientes, pues son los más
enaltecidos…
Estaba sentado en el centro de un suelo de cristal negro, ante la ventana
del visor de la torre, rodeado por el humo del incienso que provenía de los
turíbulos que sostenían ocho figuras encapuchadas. Bajo sus túnicas, cada uno
de los suplicantes era un revoltijo de carne mutada y putrefacta, aunque en
presencia del Apóstol Carmesí escondían sus bendiciones. Todos ellos habían
sacrificado su sentido de la vista y del oído para servirle, pues ayudar a Zardu
Layak, primer capellán de los Silentes, aquel que era tanto revelación como
sacrificio, era una bendición inimaginable. Ver su rostro sin máscara y oír las
palabras que pronunciaba en soledad sería algo que sus almas casi no podrían
soportar.
Un poco más atrás, al lado de la única puerta de salida del santuario de la
torre, se encontraban dos figuras encorvadas, cubiertas de la cabeza a los pies
por terciopelo rojo que caía hasta el suelo. No se movían, y una vela hecha de
grasa, sangre y ceniza de huesos humanos colgaba en el aire delante de ambos.
Unos sellos marcaban la grasa negra, que soltaba lágrimas transparentes hasta
el suelo bajo los gigantes cubiertos.

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«Se acerca», pensó Layak, y supo que era cierto en cuanto el pensamiento
susurró en su interior.
Se puso de pie. No llevaba ninguna túnica ni armadura, pues en aquellos
momentos de contemplación, Layak siempre escogía recordar que estaba
hecho de carne. Los músculos suaves fluyeron cuando se levantó. Toda su piel
estaba cubierta con palabras que habían sido grabadas en él desde el cuello
hasta los pies: quinientos doce idiomas lo marcaban, todos ellos de culturas
que se habían extinguido hacía miles de años; algunas de ellas humanas, otras
alienígenas. Layak hablaba todos aquellos lenguajes.
Se llevó las manos a la cara y se cubrió los ojos durante un instante.
—Ush-na-cathal —dijo. Sintió su llamada sisear hasta el Reino Sagrado y
oyó una respuesta. Unas figuras transparentes, hechas de humo negro, se
formaron a su alrededor, poco definidas, como bocetos pintados en
pergamino con agua y tinta. Las sombras de unos rostros se formaron en
aquel grupo que se arremolinaba y gritaron con una agonía silenciosa,
soltaron todo su odio y lloraron. Los susurros invadieron su mente.
«¿Quiénes sois?».
+No quiero morir…+
«¿Quiénes sois?».
+Por favor, piedad…+
«¿Quiénes sois?».
+Rompedor de juramentos…+
«¿Quiénes sois?».
+Eres el profanador de todo lo que creías sagrado…
+ «¿Quiénes sois?».
+¿Por qué haces esto…?+
—Us-ka-thed —ordenó él. Las figuras de humo estiraron sus dedos
fantasmales hacia él y le rozaron la piel. Un fuego frío como el hielo le quemó
la carne.
+Te conocemos, Sin Nombre…+, sisearon las voces de su cabeza.
+Recordamos…+
+Los muertos recordamos…+
Layak apretó la mandíbula para no abrir la boca. La agonía era una
supernova en el núcleo de su ser. Sentía que ardía, que unas estacas de hierro
se le clavaban en los huesos. Sentía que se trataba del renacimiento y la
revelación.
Una armadura se formó alrededor de su piel. Placas de ceramita, de
hombreras y guanteletes aparecieron de la nada al tiempo que las sombras lo

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rodeaban. Los circuitos y fardos de fibra se formaron y se mezclaron con sus
nervios. Finalmente, se encontró de pie, vestido de gris, con las placas cinéreas
de su armadura cubriéndolo todo salvo su cabeza.
—Hess-ne —dijo.
Las sombras se desvanecieron en el infinito del Reino Sagrado mientras
seguían soltando su odio y su rencor. La agonía bendita que había soportado
desapareció de su piel, y Layak inclinó la cabeza a modo de agradecimiento
por dicha bendición. Por último, se volvió y se dirigió hacia el lado de la sala
donde su casco lo observaba todo desde su expositor de armas. El rostro le
gruñía con una ira congelada. Dos filas de tres ojos cada una recorrían las
mejillas de bronce, y cada ojo ardía como el carbón de una fragua. La boca era
un foso profundo de plata afilada. Dos fragmentos de obsidiana se alzaban en
forma de cuernos desde las cejas. Había sido un regalo del primero de los Gal-
Vorbak, y lo portaba en todas las ocasiones, salvo en sus breves momentos de
contemplación solitaria. Layak estiró la mano para recogerlo, y sintió el
cosquilleo de su malicia y el sabor a sangre en la boca.
Se colocó la máscara con cuidado sobre la cabeza, y los ganchos de su cara
interna se le hundieron en las mejillas. Las tuberías de respiración se
conectaron a su armadura por sí solas. Un humo cargado de incienso llenó su
siguiente respiración. Unos torbellinos de runas de Colchis giraron ante sus
ojos, y unos colores y dimensiones que los mortales no podían ver repintaron
la sala a su alrededor.
«Está aquí», le dijo su pensamiento. Layak se volvió y se arrodilló al
tiempo que las puertas del santuario de la torre se abrían. Las figuras cubiertas
de rojo se volvieron, y sus vestimentas ondearon cuando se arrodillaron. Si
bien los suplicantes con túnicas no podían oír la puerta abrirse ni ver a quien
la cruzaba, la presencia de aquel ser era suficiente para hacer que se postraran.
Lorgar Aureliano se quedó en el umbral de la puerta durante un segundo.
Su piel estaba espolvoreada con oro, y sus mejillas y su cuero cabelludo,
pintados con líneas verticales cuneiformes. Iba vestido con una túnica carmesí
que cubría su piel sin armadura. Si no hubiera sido por su tamaño, habría
parecido un sacerdote del planeta de polvo que lo había criado.
La presencia irradiaba de él. No se trataba de la ira que había rodeado al
entonces exaltado Príncipe de la Sangre, ni el puro poder etéreo de Magnus.
Estar cerca de Lorgar Aureliano era querer escucharlo hablar, sentir que las
emociones más profundas se despertaban al más mínimo gesto, que el alma se
escondía y se regocijaba al mismo tiempo. Solo que Layak no sentía nada más
que los ganchos de la máscara que llevaba, que le cortaban el rostro.

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—Su beatitud —dijo.
—Álzate, hijo mío —contestó Lorgar⁠—. Te pido disculpas por molestarte
durante tu observancia.
—Allí donde usted camina, la verdad y la trascendencia lo siguen —⁠repuso
Layak⁠—. Recibirlo en este momento es cambiar una tarea sagrada por una que
lo es aún más.
Lorgar inclinó la cabeza a modo de reconocimiento y cerró los ojos por un
instante.
—En dos horas saldremos al borde de Beta-Garmon, donde nos
encontraremos con el Señor de la Guerra. Los mensajes fluyen del dios
consagrado hasta mis otros hermanos. Nos llama para que nos reunamos una
última vez, tal como hicimos antaño ante los pies de nuestro padre.
Lorgar hizo una pausa y caminó hasta el visor de cristal, a través del cual
danzaba la luz nauseabunda de la disformidad. Durante un momento, Layak
se preguntó qué veían los ojos de su primarca. El Reino Sagrado era un espejo
para las almas, y lo que mostraba era diferente para cualquier mente que se
atreviera a contemplarlo. Layak solo veía fantasmas cuando miraba hacia la
disformidad, y hacía tiempo que se había dejado de preguntar por qué.
—Responderemos a la llamada del Señor de la Guerra, y es una bendición
poder hacerlo —⁠dijo Layak.
—No —dijo el primarca—. El mensaje todavía no ha llegado hasta
nosotros, y no lo hará hasta que ya nos encontremos al lado de Horus. Eso no
importa, y no es por eso por lo que vamos. Nos dirigimos a la última prueba,
hijo mío. A partir de aquí se producirá el resultado de todo. El tiempo y el
destino han llegado hasta un punto, y la rueda del universo espera para girar
alrededor de él. Ha sido revelado. Está escrito en las voces de la tormenta y en
la sangre de los muertos. El destino de todo aguarda su propio nacimiento. La
victoria divina está delante de nosotros, delante de toda la humanidad.
—⁠Lorgar dirigió la mirada a Layak. Los reflejos de los fantasmas agonizantes
danzaban en sus ojos⁠—. ¿Me comprendes?
Layak inclinó la cabeza ante aquellas palabras y sintió que sus
pensamientos se sacudían.
—Mi más sagrado señor, ¿cómo puedo servirle?
Lorgar se volvió una vez más, y Layak sintió que el brillo del fuego de su
primarca se enfriaba, como si se hubiera adentrado en una sombra.
—Oigo la música de la eternidad, hijo mío. Horus… —⁠pronunció el
nombre con lentitud⁠—. Algo… Algo le está pasando a Horus.

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Volk

—Comandante, la nave tiene permiso para empezar las últimas preparaciones


de lanzamiento.
Volk no respondió al siervo humano, pues las palabras que había
pronunciado el hombre eran una formalidad que conocía bien; el ritmo de
estas era como el latido de sus corazones. Mantuvo la mirada fija en la
máquina que yacía sobre la plataforma de rococemento frente a él. Su piel de
metal barnizado relucía bajo el brillo rojo de la caverna del hangar. Unos
cabríos amarillos y negros marcaban las aletas de su cola y las puntas de sus
alas.
—Del hierro procede la fuerza. De la fuerza procede la voluntad… —⁠dijo
Volk, y vio cómo las palabras se esparcían en forma de nubes blancas delante
de él. Los motores de su caza de combate se encendieron, y el aire empezó a
cantar⁠—. De la voluntad procede la fe…
Un servidor comenzó a desenchufar cables de los puertos de la parte
trasera de su armadura. Un tecnosacerdote, vestido con una túnica color
cobre y morado, se movió alrededor del caza de combate, con aceite goteando
de sus dedos de latón. Un adepto seguía de cerca al sacerdote, tirando de las
anillas de las armas y cerrando los paneles de acceso.
—De la fe procede el honor.
Volk avanzó hasta su nave con lentitud, ataviado con su armadura sin
energía, y se subió a la cabina. Los enchufes de la parte trasera de su armadura
se conectaron a los sistemas del caza.
—Del honor procede el hierro.
El caza de batalla se activó del todo. Volk notó que la conexión nerviosa
provocaba un cosquilleo en los enchufes de su columna vertebral. Le dolieron
los músculos y los huesos cuando la sensación del hierro y de las armas se
mezcló con su carne, pero soltó un profundo suspiro al notar que la energía
del motor le recorría la espalda y que las armas preparadas le daban punzadas
en los dedos. Se sentía como si estuviese completo.
El caza de combate contaba con un número. Así era como se hacía en la
IV Legión. Pese a que otras legiones otorgaban nombres a sus naves, como
idiotas que se colgaban campanas de las orejas, los Iron Warriors no lo hacían,
y por mucho que aquel Lightning Crow hubiera acompañado a Volk durante
cuatro décadas de guerra, su único honor era llevar el número de su
designación de unidad: 786-1-1. La primera nave de la primera escuadra del
786.º Gran Vuelo. O lo que quedaba de él, al menos.

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—Esta es la Letanía Inquebrantable, y que lo siga siendo por siempre.
Volk se desabrochó el casco del muslo y se lo colocó en la cabeza. La
capota empezó a cerrarse por encima de él al tiempo que una luz amarilla
comenzaba a parpadear por toda la caverna del hangar. El estruendo de las
sirenas de alerta desafió al coro de los motores.
Cerró los ojos. El ojo augmético de plata que había llenado su cuenca
derecha durante las últimas tres décadas desplegó una topografía burda hecha
de líneas verdes delante de su visión. Abrió los ojos. La proyección verde y el
mundo físico se mezclaron. Las runas de estado empezaron a parpadear por
todos los sistemas de la cabina.
—A todas las unidades de vuelo —⁠transmitió a través del comunicador⁠—.
Todo listo para el despegue. A la cuenta, hermanos.
Unos números hicieron la cuenta regresiva en los bordes de su visión. El
muro de la caverna metálica empezó a deslizarse hacia el suelo cuando las
compuertas blindadas exteriores se abrieron. Unos pulsos de luz roja
destellaron en la abertura oscura que había más allá; era la luz de la batalla que
los llamaba. La nieve y la ceniza entraron con las ráfagas de viento. Volk
proporcionó energía a los propulsores de su nave. El 786-1-1 se alzó del suelo
de la caverna y se tambaleó ante el fuerte viento. Volk compensó el
movimiento sin ni siquiera tener que pensarlo.
Por toda la caverna, otras sesenta y cuatro máquinas de guerra empezaron
a alzarse de sus estaciones: tríos de interceptores Xiphon, Fire Raptors y
Lightning Crows, todos ellos hechos de acero sin pintar. Eran suficientes
como para poder considerarse aún un Gran Vuelo. Justo los suficientes.
Todos ellos surcarían los aires con mayor ligereza de la habitual, pues
contaban con la mitad de la carga necesaria para aquella misión. Sus tolvas de
munición estaban casi vacías; los condensadores de sus cañones láser,
prácticamente sin carga, y su combustible, al menor margen posible para
completar la misión. Hacía menos de una década emprender una guerra en
aquellas condiciones habría sido algo impensable. No obstante, ya no lo era…
En aquel momento eran guerreros famélicos por tener los medios para la
batalla.
—786-1-2 a la espera —⁠dijo la voz de Zarrak por el comunicador. Volk
tecleó una señal no verbal de recibido a su piloto de flanco⁠—. Estamos un poco
serios hoy, ¿eh, hermano? —⁠El chirrido metálico de la arruinada voz de Zarrak
no pudo ocultar la diversión fanfarrona de aquellas palabras. Volk lo ignoró,
aunque notó que sus labios intentaban esbozar una sonrisa.

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—Los patrones de la misión están establecidos —⁠transmitió Volk por el
comunicador⁠—. Comandancia Ónice, este es el vuelo siete-ocho-seis.
Esperamos permiso.
La estática siseó en sus oídos durante un segundo. La cuenta regresiva se
estaba aproximando al cero.
—Vuelo siete-ocho-seis, permiso para despegar —⁠dijo la voz del oficial. El
hombre estaría observando los datos del vuelo de Volk y contrastándolos con
las numerosas operaciones que se llevaban a cabo alrededor de la fortaleza
Ónice. Para aquel humano, la guerra de Krade no sería más que números y
señales que recorrerían sus sentidos. Volk no podía sentir otra cosa que no
fuera odio por una vida así.
»Hierro dentro —continuó el oficial.
—Hierro fuera —repuso Volk antes de cambiar al comunicador de su
vuelo⁠—. Todas las armas activadas.
Las runas de armas pasaron de ámbar a verde. El poder contenido se
encendió en los motores del 786-1-1. El caza de combate temblaba a su
alrededor mientras los propulsores luchaban por mantenerlo inmóvil.
La cuenta regresiva llegó al cero.
El 786-1-1 salió despedido hacia delante. La fuerza del impulso golpeó a
Volk e hizo que le costara respirar. El muro de la noche y de la nieve
arremolinada corrió a su encuentro, y tras atravesarlo estuvo fuera, alzándose
hacia el cielo nocturno. Detrás de él, sus hermanos de escuadra fluían desde la
boca abierta de la caverna dejando atrás estelas de fuego azul.
Las alertas comenzaron a sonar cuando los sistemas de localización de
objetivos del enemigo se centraron en él. Las balas trazadoras y las explosiones
hacían que la noche brillara tras la capota. Volk activó las contramedidas. Las
bengalas y los cebos de auspex se desperdigaron tras el paso del 786-1-1. Volk
dirigió el caza de combate en una espiral ascendente. Su nave de flanco lo
siguió y mantuvo una formación perfecta. Los otros integrantes del Gran
Vuelo se desperdigaron por los aires tras salir por la abertura del hangar, y
rotaron cuando el fuego trató de alcanzarlos. Bajo ellos, la cadena montañosa
Ónice se extendía hasta el cielo. Las explosiones retumbaron por el suelo y
mancharon la parte inferior de las nubes. Las baterías clavadas en los flancos
de la montaña destellaron. Los disparos de las armas más pequeñas parecían
chispas dentro de un mar de luz.
Krade era un planeta situado en la frontera entre los dominios del Señor
de la Guerra y la ira vengativa de Ultramar. Las tormentas de disformidad que
habían separado la galaxia durante tanto tiempo habían escampado. Las

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mareas rugientes que habían cegado el Ultima Segmentum se habían
dispersado, y con ello, la ira de Roboute Guilliman, junto a cada rastro de
fuerzas que podía convocar, había empezado a avanzar tras la desaparición de
la montaña. La Cruzada de las Sombras de Lorgar y Angron los había herido,
y la cacería del Acechante Nocturno los había hecho sangrar. Aun así, el señor
de Macragge había aguantado, y en aquellos momentos sus hijos buscaban
venganza. Los mundos ocupados por el Señor de la Guerra se habían visto
bajo ataque; algunos de ellos habían caído, y la lealtad de otros había
empezado a vacilar. Mientras tanto, varios rumores habían empezado a
circular por el sur de la galaxia, primero en susurros y luego en informes
dispersados, rumores que hablaban de retirada y de desastre: los guerreros de
la Decimotercera estaban de camino.
Al otro lado del camino de aquella marea creciente, se encontraban los
Iron Warriors. Los planetas habían ardido, o los habían fortificado y
reforzado. Habían preparado trampas en el camino del enemigo. Por cada
tramo que conseguían avanzar, las tropas del Falso Emperador habían pagado
las consecuencias una y otra vez. No obstante, estos habían continuado
avanzando.
Los restos de las filas de conquista del ejército imperial, la Taghmata del
Mechanicum, los Comerciantes Independientes, los caballeros sin tierras y los
desperdigados supervivientes de las legiones que se creían vencidos en
Isstvan V, todos luchaban en ejércitos reunidos por los Ultramarines.
Luchaban con disciplina, unidos bajo un mismo propósito: la venganza.
Contra ellos estaba el Señor del Hierro, irrompible, incansable, firme,
mientras el Señor de la Guerra abría el camino hasta Terra.
Krade era una piedra angular en aquella formación, un planeta que
controlaba un sistema a partir del cual se proyectaba energía a otros sistemas,
y sin el cual el enemigo podría dividirlos y aniquilarlos. Tenía que aguantar, y
lo había hecho durante seis meses. Volk había estado allí cuando Perturabo
había plantado su estandarte en las montañas del norte de Krade. Había
observado cómo la presión de las defensas aumentaba ante el vacío, tanto en el
cielo como en la tierra. Hasta aquellos momentos, los Ultramarines no habían
llegado en masa hasta Krade, pero lo harían. Y entonces comenzaría la batalla
de verdad.
Volk era el hierro personificado. Lucharía hasta que no quedara nada de él
con lo que luchar, y entonces seguiría luchando. Sin embargo, en ocasiones,
en los primeros momentos de la batalla, se preguntaba si tenían alguna
posibilidad de ganar.

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—Interceptores enemigos a la vista —⁠transmitió Zarrak.
Volk hizo girar su caza de combate antes de que empezara a sonar la
advertencia de objetivo del auspex. Unas runas rojas se mostraron en sus
lentes. Un repiqueteo de fuego de cañones automáticos iluminó la noche.
—¡Giro a la izquierda! —⁠gritó Zarrak.
Volk sacó el 786-1-1 de su espiral y les proporcionó más energía a los
motores. Las advertencias de combustible cambiaron al color ámbar. Se alzó, y
sintió que la aceleración le daba un puñetazo con una fuerza capaz de romper
huesos. No tenía ni tiempo ni combustible suficientes para un duelo aéreo. En
su visión semiautomática pudo ver que su vuelo estaba con él, con cada nave
siguiendo su propio camino serpenteante para evitar los proyectiles que
explotaban a su alrededor. El enemigo también estaba allí: pares de
marcadores rojos que se agrupaban tanto por debajo como por encima de él.
Aun así, lograrían ser más rápidos que ellos. Volk había llevado a cabo los
cálculos y lo había visto: sus fuerzas alcanzarían su objetivo. Lo conseguirían.
—¿Qué…? —empezó a preguntar Zarrak por el comunicador antes de que
se cortara la transmisión.
El auspex de Volk se volvió borroso y siseó con estática.
Un misil lanzado desde la capa de nubes que tenían sobre ellos golpeó la
nave de flanco de Volk, y el fuego se desató. Volk se apartó por instinto y un
pulso de fuego láser alcanzó el espacio en el que había estado.
Una forma caía de las oscuras nubes sobre él. Pese a que la noche les había
robado los colores a sus alas, incluso en el vistazo rápido que pudo dar, Volk
pudo reconocerlo. Se trataba de un interceptor modelo Xiphon, igual que
aquellos que volaban bajo sus órdenes. Un depredador de los cielos diseñado
para matar a los de su propia especie. Y no era una máquina que pudiera ser
pilotada por un humano.
Volk giró sobre sí mismo y los proyectiles de los cañones láser alcanzaron
el aire por el que había pasado. Las alarmas de advertencia gritaban en sus
oídos. El comunicador era una tormenta de señales llena de estática, pues el
resto del vuelo se había encontrado con el enemigo que descendía sobre ellos.
Volk parpadeó para desactivar el sistema de localización de objetivos
automático mientras continuaba girando.
El interceptor enemigo se abalanzó sobre él como una daga, con sus
cañones láser que tornaron la noche en un día brillante. Volk activó una
descarga de sus propulsores y su giro se detuvo en seco. La runa de
localización de objetivos manual se centró en el interceptor durante un
instante. Volk tocó el botón de disparo, y un solo destello blanco surgió de sus

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alas. Era un disparo que ningún mortal podría haber conseguido y que pocos
miembros de las legiones habrían intentado siquiera. Golpeó la cola del
interceptor enemigo y la desintegró.
Volk tuvo dos segundos para ver cómo la nave en llamas caía ante él. En
aquellos breves instantes, mientras la mitad de su conciencia estaba marcando
la posición del resto de su vuelo y de sus oponentes, pudo ver los colores de su
enemigo, iluminados por las llamas de su muerte.
Azul.
Azul zafiro. El color del mar bajo el sol del mediodía. Y en sus alas, el
símbolo de Ultramar pintado de blanco.
«Así que están aquí», pensó Volk.
Activó el comunicador.
—Comandancia Ónice, aquí el 786-1-1. Alerta de prioridad a todas las
filas de comandancia.
Movió las manos, y el caza giró y se dirigió a través de la noche hasta
donde sus hermanos daban vueltas sobre la tierra iluminada por la batalla.
—Adelante, 786-1-1 —⁠dijo una voz demasiado profunda como para ser
humana.
—Las fuerzas de la Decimotercera se encuentran en el espacio de batalla
—⁠comunicó. Bajo él, vio un destello de fuego blanco. Un marcador verde
desapareció del monitor de estado de vuelo⁠—. Los Ultramarines han llegado.

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Horus el Señor de la Guerra, herido en su trono

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Dos
«Maloghurst»
—Son las órdenes del Señor de la Guerra —⁠dijo Maloghurst. La imagen
espectral de Mortarion relucía en el aire sobre el cuerpo en llamas del
metatrón. Los ojos del Señor de la Muerte parecían vacíos sobre su gorjal, y
salía humo de los conductos de ventilación de su armadura. Al mirarlo,
Maloghurst sentía que su piel se erizaba y se cubría de sudor. En el suelo, el
cuerpo despatarrado del metatrón dio una sacudida. Las ampollas le cubrían
cada centímetro de la piel. No sobreviviría a aquella audiencia, y aquello sería
un desperdicio, pero no había nada que pudiera hacerse.

La disformidad había otorgado muchos beneficios a las fuerzas de Horus,


entre los cuales se encontraban los medios para navegar por enormes
distancias de espacio y de comunicarse a través de él. Si bien seguían
utilizando navegantes para guiar a la mayoría de sus naves y astrópatas para
enviar mensajes entre tropas dispersas, las artes y los secretos sutiles les
habían proporcionado una mayor precisión con la que los leales al Emperador
solo podían soñar. A través de la vinculación de almas y de las súplicas a
demonios, eran capaces de hacer que sus naves atravesaran tormentas que
destrozarían a la flota más poderosa. Podían hablar como si se encontraran en
la misma sala cuando en realidad estaban a media galaxia de distancia. Sin
embargo, como todos los poderes que involucraban a los habitantes de la
disformidad, había un precio que pagar. Un hecho que los metatrones
ejemplificaban.
Todos ellos habían sido astrópatas antes de que sus mentes y sus almas se
separaran por brujería y sus almas se unieran a las de las criaturas de la
disformidad. A través de ellos, la voz del Señor de la Guerra podía llegar a sus
sirvientes, siempre que ellos también contaran con un metatrón. Solo que

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dicha conexión costaba sangre y vidas. En muchos casos, las criaturas no
sobrevivían tras cumplir aquel propósito. Maloghurst ya había usado tres de
sus metatrones en el transcurso de una sola noche.
—Si es la voluntad del Señor de la Guerra, entonces me la puede comunicar
él mismo —⁠dijo Mortarion. El primarca de la Death Guard estaba apoyado
sobre su guadaña, y su armadura se movía al ritmo de su respiración.
—Yo soy la voz del Señor de la Guerra, y hará lo que le pido.
—Tú eres una boca que se abre y no emite sonido, Retorcido.
—Confía en usted y le valora más que a nadie, mi señor. Este honor no se
lo otorgaría a nadie más, ni tampoco querría que alguien se lo arrebatara.
—Y, aun así, no se digna a decirme que seré el primero que lance a su legión
contra los muros de Dorn. Eres un adulador, Maloghurst, pero esa tarea solo
puede ser un honor cuando la orden viene del amo, no de su perro.
—Hará lo que se le pide, Mortarion. Él lo ordena.
—Entonces, puede ordenármelo él mismo.
Mortarion giró la guadaña e hizo un tajo tan rápido que Maloghurst solo
pudo ver algo borroso moverse. La imagen se desvaneció. El hedor a sulfuro y
azúcar quemado cargó el ambiente. En el suelo, el metatrón se retorció y su
carne se partió en dos. Salió sangre de la boca de la criatura ciega. Un alarido
agudo y penetrante apareció en la mente de Maloghurst, quien mantuvo la
mirada en el aire vacío durante un instante antes de desenvainar su bólter y
disparar. La sangre y los huesos salieron despedidos. Se hizo el silencio en el
ambiente hediondo.
—Desperdiciar semejante material con tanta libertad… —⁠dijo una voz
susurrante a sus espaldas⁠—. Eso dice mucho.
Maloghurst se volvió alzando su pistola y encontró a su objetivo en una
fracción de segundo. Por muy retorcido que estuviera, su cuerpo seguía
siendo transhumano. Se detuvo con el dedo sobre el gatillo.
—¿Qué es lo que dice?
Nueve lentes le devolvieron la mirada a Maloghurst bajo una capucha
negra. Estas rotaron con lentitud mientras él continuaba apuntándole, con el
dedo firme en el gatillo.
—Tal vez dice que eres piadoso —⁠dijo la voz. Sonaba femenina, sibilante y
húmeda.
—¿Cómo has entrado? —preguntó él con lentitud.
La figura se deslizó para acercarse más. Era alta o, al menos, parecía que
algo alto había quedado cubierto bajo las grandes telas. La armadura de

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Maloghurst produjo estática al mirar a la figura, pero él no dejó de apuntar
con su bólter.
—Tal vez dice que estás enfadado.
—Obedecerás, Sota-Nul, o te destrozaré y haré que los Luperci devoren
tus restos.
—Tal vez dice que eres cruel.
Su dedo se tensó. Dentro del revestimiento de su pistola bólter, el
mecanismo de disparo estaba rozando el borde de la ignición.
—Dice que, si algo ya no sirve de nada, estoy dispuesto a deshacerme de
ello.
Sota-Nul ladeó la cabeza.
—¿Es eso cierto? Registraré ese hecho para un posterior análisis de verdad.
—⁠A pesar de todo lo que sabía de ella, era la voz de Sota-Nul lo que siempre le
hacía querer prenderle fuego allí donde estuviera. No era como la de la
mayoría de los sacerdotes, sino que era demasiado emotiva, demasiado…
humana.
—¿Cómo has conseguido entrar en esta cámara? —⁠gruñó él.
—Como representante del Fabricador General, puedo entrar donde me
plazca.
—No en esta nave.
—Puedo ir allí donde gire la rueda. —⁠La tecnobruja volvió a ladear la
cabeza brevemente⁠—. Aunque si mi intrusión te ha provocado incomodidad
emocional, te ofrezco aquellas disculpas que hagan que tu estado de ánimo
vuelva al equilibrio.
Maloghurst bajó su arma. Respiró profundamente con cautela y se obligó
a tranquilizarse. Si bien la ira tenía sus usos, al igual que todas las emociones,
por mucho que sus instintos le dijeran que disparara a la tecnobruja, no podía
hacerles caso. Sota-Nul era discípula de Kelbor-Hal, el Fabricador General del
nuevo Mechanicum. Maloghurst no estaba seguro de lo que era en realidad:
humana, máquina u otra cosa diferente, pero podía saborear el toque de la
disformidad que recorría su interior. Al igual que él era el palafrenero de
Horus, Sota-Nul era la factótum de Kelbor-Hal en la corte del Señor de la
Guerra. No podía dispararle, así como ella tampoco podía matarlo a él. Si
cualquiera de los dos lo intentara y fracasara, darían pie a una segunda guerra
civil mientras las llamas de la primera aún ardían. Pese a que era posible que
aquella guerra se terminara librando, no sería antes de que Kelbor-Hal y su
Mechanicum Oscuro hubieran ayudado a colocar a Horus en el Trono de
Terra.

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—¿Qué quieres? —preguntó él.
—Horus no ha abandonado las cámaras de su santuario en treinta y ocho
días.
Detrás de su rostro impasible, Maloghurst imaginó los miles de servidores
que recorrían el Espíritu Vengativo, todos los sistemas mecánicos que cubrían
sus huesos. Aunque resultaba tentador pensar que no les importaba nada de lo
que veían, dicho pensamiento sería un error. Lo veían todo y respondían ante
el Mechanicum.
—Eso no te concierne.
—Incorrecto. Sí que nos concierne. La magnitud de nuestra preocupación
es significativa.
—El Señor de la Guerra está ocupado con los planes para las siguientes
fases de la batalla. Ya has visto las tareas que ha ordenado.
—Que tú has ordenado, palafrenero.
—El Señor de la Guerra se prepara para la siguiente gran fase de la batalla.
Nadie perturbará dichas preparaciones. Yo hablo en su nombre.
Sota-Nul giró su capucha hacia donde yacían los restos del metatrón, que
se congelaban y echaban humo en el suelo de la cubierta.
—Tus palabras tienen un valor de veracidad incompleto. Declaro
oficialmente nuestro descontento ante tu respuesta y transmito una petición
para que el Señor de la Guerra hable directa y personalmente con el
Fabricador General.
—Comunicaré tu mensaje y tu descontento al Señor de la Guerra
—⁠contestó Maloghurst⁠—. Y ahora me dejarás con mis asuntos. —⁠Miró a sus
nueve ojos y negó con la cabeza⁠—. Esta audiencia ha llegado a su fin, y no
volverás a importunarme así nunca más.
Por un segundo, la tecnobruja no se movió, pero luego rotó y empezó a
deslizarse hacia la oscuridad que escondía la lejana entrada a la cámara.
—Los aliados del Señor de la Guerra no están ciegos, Maloghurst.
Deberías estar… —⁠Sota-Nul hizo una pausa, y Maloghurst tuvo la impresión
de que estaba buscando la palabra apropiada⁠— preocupado.
—Lo estoy… —susurró para sí mismo después de que la puerta se volviera
a sellar detrás de ella⁠—. Lo estoy.

Layak

El Trisagio y el Espíritu Vengativo se encontraron en un golfo entre estrellas,


en medio de los cadáveres de naves destrozadas. Las escuadras de cruceros de

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batalla flanqueaban la nave insignia del Señor de la Guerra. Cientos de
destructores y fragatas se desplazaban entre ellos, moviéndose a toda
velocidad como pequeños peces alrededor de leviatanes, con las armas listas
para disparar y los sistemas auspex rebuscando entre la oscuridad llena de
restos.
La flota de los Word Bearers se aproximaba con lentitud, con sus naves
más pequeñas establecidas en formaciones concentradas mientras transmitían
letanías de adulación y súplica. Sus armas seguían frías; sus auspex y sus
sistemas de localización de objetivos, en silencio, y sus escudos de vacío,
desactivados.
Las naves de los Sons of Horus se esparcieron a su alrededor y los
rodearon de cerca, tan cerca que su fuego los alcanzaría antes de que sus
objetivos pudieran detectarlo. Los Word Bearers no cambiaron su rumbo.
Una ventisca de señales cruzó el espacio entre ambas flotas. Se verificaron los
marcadores identificativos, y se intercambiaron y comprobaron los códigos
cifrados. El zumbido del saludo de los Word Bearers resonó en el fondo de la
señal de cada comunicador.
—Gloria unida. Gloria a Horus Lupercal, el más eminente, el más
respetado. Gloria al consagrado de los dioses. Gloria…
Las palabras continuaron en una cascada de voces.
Los Word Bearers se detuvieron a cincuenta kilómetros del Espíritu
Vengativo. La nave del vacío más pequeña cambió su posición y volvió a
formar parte de la formación de una estrella de ocho puntas. Los propulsores
de toda la flota lanzaron un fuego amarillo en medio de la oscuridad antes de
detenerse.
Solo el Trisagio siguió deslizándose hacia delante, como una reina que se
aleja de sus cortesanos para dirigirse a su trono. Los Sons of Horus se
quedaron atrás y dejaron que pasara sin escolta. Los propulsores empezaron a
encenderse por toda su longitud, y cada descarga esparcía las cenizas de mil
esclavos que habían sido introducidos en los conductos de los motores para
bendecir aquella reunión con sus muertes. Finalmente, el Trisagio se quedó
quieto, proa a proa con el Espíritu Vengativo. A ambas naves las separaba una
distancia de poco más de un kilómetro, y estas se quedaron en aquel lugar
durante un largo momento; dos dioses de devastación de poder y tamaño
similares, aunque hasta allí llegaban sus similitudes.
Un solo Stormbird salió de los hangares situados en la proa del Trisagio y
avanzó hasta el Espíritu Vengativo. En el interior de su casco, Zardu Layak
estaba sentado en la oscuridad teñida de rojo. El silencio recorría el aire

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vibrante. Cuarenta miembros de su Capítulo de los Silentes llenaban los
bancos con su armadura escarlata espolvoreada con cenizas. Unas piezas de
madera repletas de símbolos sagrados pendían de sus hombreras. Aquellos
eran los Trinacidos, los elegidos de su comandancia. Sus lenguas cortadas,
engarzadas en ámbar y atadas con hilos tejidos de cabello humano, les
colgaban del cuello. Layak estaba sentado entre sus dos esclavos de espada,
Kulnar y Hebek, y ambos permanecían tan quietos que parecían estatuas. Solo
las empuñaduras de hierro negro y oro de las espadas que colgaban de sus
cintos los diferenciaban del resto.
Lorgar estaba situado en un extremo de la cabina, con la cabeza inclinada
y los ojos cerrados. El aire a su alrededor relucía al ritmo de sus rezos
silenciosos.
Layak notó que el Stormbird frenaba y vio que el primarca alzaba la cabeza
y abría los ojos. Un sonido metálico resonó por toda la cañonera cuando sus
plataformas de aterrizaje se asentaron sobre la cubierta. Layak se puso de pie,
y los Silentes lo imitaron a la vez. La rampa de asalto frontal empezó a abrirse
con un siseo. Lorgar echó un vistazo por encima del hombro.
—Los dioses caminan con nosotros —⁠dijo.
—Y su voluntad es nuestra fuerza.
La rampa se abrió del todo, y Lorgar bajó hacia la luz que había más allá.
Layak lo siguió a diez pasos de distancia, con su cetro repiqueteando en el
suelo al ritmo de sus pasos. Sus esclavos y sus hermanos lo siguieron de cerca.
El hangar no contenía ningún vehículo salvo por el Stormbird de Lorgar,
por lo que la enorme cámara estaba envuelta en la oscuridad. Los Sons of
Horus llenaban aquel espacio, dispuestos en filas y en formaciones en
cuadrado, con sus ojos rojos brillando sobre su armadura verde azulada. Los
estandartes colgaban sobre sus cabezas, todos marcados con el Ojo de Horus,
que nunca parpadeaba, tejido de color dorado, plateado y cobrizo sobre negro.
Detrás de ellos se encontraban las criaturas del Mechanicum, encorvadas y
ataviadas con túnicas oscuras; y detrás de ellas había miles de soldados
humanos, con los rostros escondidos entre la distancia y las sombras.
Un estruendo similar al de los truenos se oyó cuando los soldados
reunidos se pusieron en posición de firmes al mismo tiempo. Lorgar se detuvo
e inclinó la cabeza un instante.
Tres guerreros de la legión los esperaban frente a ellos, en un grupo
separado del resto. Layak los conocía a todos de vista y por su reputación:
Falkus Kibre, que se cernía sobre los demás en su armadura catafracto de
obsidiana; Horus Aximand, con su rostro despellejado y unido de nuevo

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como una máscara, y en el centro, Maloghurst. El palafrenero del Señor de la
Guerra se encorvaba sobre un bastón de bronce adornado con el Ojo de
Horus, de color dorado. En la visión llena de símbolos de su casco, Layak vio
que el aura de Maloghurst ondeaba y se hinchaba como un velo hecho jirones.
Los susurros revolotearon en los oídos de Layak.
+Khak’akaoz’khyshk’-akami, Q’tlashsi’isso’akshami,
Bahk’ghuranhi’aghkami.+
Podía ver cómo la fuerza vital del palafrenero emanaba de él al mismo
tiempo que el poder de las almas se desprendía de su cuerpo.
«Poderoso», pensó Layak. «Poderoso en todos los sentidos».
—Honorable señor Aureliano —⁠lo saludó Maloghurst. Aximand y Kibre
inclinaron la cabeza brevemente. Layak se percató de la sutil observancia del
poder, la autoridad y la formalidad. El bastón en la mano de Maloghurst
significaba que, en aquel momento, él representaba a Horus. Hablaba con la
voz del Señor de la Guerra, por lo que no mostraba deferencia al primarca de
los Word Bearers.
Lorgar esbozó una sonrisa.
—Maloghurst y dos miembros del Mournival. Es todo un honor que me
recibáis así. —⁠Las palabras eran serenas, y el calor de su sinceridad quedó
claro en los presentes.
—El honor es nuestro —dijo Maloghurst.
—Hemos atravesado el frente de Beta-Garmon. El camino hacia Terra está
abierto, y la victoria de la verdad está al alcance. El momento es vuestro. Los
dioses saben vuestros nombres y os reconocen por vuestras hazañas.
Aximand abrió la boca, que parecía una herida de espada, pero
Maloghurst lo interrumpió antes de que pudiera pronunciar palabra.
—Tenemos mucho de que hablar. Por favor, dejad que os demos la
bienvenida.
—Tenéis mi agradecimiento. Os seguimos.
Maloghurst asintió y se volvió. Lorgar se puso a su lado. Aximand y Kibre
los siguieron junto a Layak, y sus dos esclavos de espada avanzaban a tan solo
un paso detrás de ellos. Layak notó que los ganchos de su máscara se le
clavaban más en la piel cuando los guerreros se adentraron en el Espíritu
Vengativo. La disformidad recorría sus cámaras y pasillos y ya había alcanzado
los huesos de la nave. Unos semidemonios se escondieron para no ser vistos.
Los propios dioses habían recorrido aquellas cubiertas y, en aquel momento,
los observaban desde las sombras. Aquello era bueno, pues le facilitaría
colocar las semillas que debía plantar.

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—Espero que mi hermano pueda recibirme en cuanto resuelva el asunto
que sea que le está ocupando —⁠dijo Lorgar con soltura tras entrar en uno de
los pasillos principales de la nave.
—Por supuesto —repuso Maloghurst sin vacilar.
El zumbido de la armadura activa y los pisotones de las botas llenaron el
momento que siguió a aquella mentira.
—Si me lo permite, señor Aureliano —⁠dijo Maloghurst con voz ronca⁠—,
aunque nos agrada su visita, no esperábamos recibirlo.
—¿Acaso el encuentro entre familiares y hermanos debe ser anunciado?
Nos encontramos al borde de la victoria, Maloghurst. Una victoria por la que
todos hemos luchado. Debemos permanecer unidos en este momento, ¿no
crees?
—Así es. Se enviaron mensajes con la voluntad del Señor de la Guerra para
tal fin, aunque no requerían su presencia ni la de su legión. La llamada era
para reunirnos en Ullanor.
—¿Mensajes? Me temo que los dioses no han traído vuestras palabras
hasta mí, pero los vientos de la eternidad me han guiado hasta aquí, donde se
me necesita. —⁠Lorgar miró hacia abajo para ver a Maloghurst⁠—. Porque se
me necesita aquí, ¿no es así, Mal?
A pesar de que el rostro de Maloghurst no mostró nada, la visión que
Layak tenía de él en su máscara se deformó y parpadeó.
—Siempre es bienvenido en la corte del Señor de la Guerra —⁠respondió el
palafrenero.
—¿En su corte? ¿Qué tiene que soñar uno para despertar y ver que su
hermano se ha convertido en rey? —⁠Maloghurst hizo el ademán de responder,
pero Lorgar alzó la mano para detenerlo⁠—. No hablaré de ello aquí, pero debo
ver a Horus. Para lograr la victoria, que será nuestra, debo verlo. —⁠Hizo una
pausa más y dejó que el silencio se asentara. Layak casi sonrió. Las palabras
del primarca eran el equilibrio perfecto entre la fuerza, la sinceridad y la
humildad. Tiraban de los pensamientos y de las emociones como los dedos de
un músico divino⁠—. He venido a ayudar, y sé que puedo hacerlo.
La expresión de Maloghurst no se alteró mientras caminaban. Las sombras
y el silencio parecían impedirles respirar.
—El Señor de la Guerra agradece su servicio —⁠dijo finalmente.
Lorgar esbozó una triste sonrisa.
—Y yo vivo para servir —repuso.

Volk

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Volk giró el Lightning Crow para descender. El muro de la montaña se alzó
ante él, y su masa negra se tragó el cielo que había más allá. El fuego lamía el
aire a su alrededor. Las tropas de tierra se desplegaron cuando voló bajo, por
encima de los riscos y los valles. Pudo ver los dientes de las torres almenadas
situadas sobre las colinas y los frentes inclinados de las líneas de defensa que
recorrían los flancos de la montaña.
El visor de su casco estaba repleto de advertencias rojas: marcadores de
amenazas, reservas de combustible y munición, e integridad de las
comunicaciones. El resto de su vuelo lo seguía por toda la montaña,
descendiendo para acercarse al suelo y dirigirse al refugio de la montaña. Notó
que unos proyectiles sólidos y unos pulsos láser le golpeaban las alas. Más
color rojo ante sus ojos.
—Comandante, enemigo avistado cerca de tu cola —⁠transmitió su nuevo
piloto de flanco. Detrás de él, la forma de hoja de hacha de un Lightning de
color rojo y amarillo irregular apareció por donde se había estado
escondiendo, al otro lado de un risco de piedra. Volk giró el 786-1-1, y la
descarga del cañón láser pasó ardiendo por su lado.
Podía ver la entrada a la caverna del hangar que, pese a estar cerca, se
encontraba a varios segundos de alcanzarla, segundos que tal vez no tuviera.
«Muy lejos», pensó. «Demasiado lejos, y por mucho».
El Lightning estaba casi en su cola. La advertencia de que el enemigo lo
había fijado como objetivo cada vez sonaba más aguda.
Volk activó sus propulsores delanteros y el 786-1-1 dio la vuelta. La fuerza
del movimiento le sacó el aire de sus tres pulmones, y su cabeza y
extremidades quedaron drenadas de sangre. La advertencia de combustible se
unió al coro de alarmas. El Lightning siguió pegado a su cola. Su piloto era
bueno, excelente incluso, tal vez uno de aquellos que servían a los
Comerciantes Independientes, que los Ultramarines habían llevado a Krade
para acabar con los Iron Warriors. El fuego de cañón láser ardió detrás de
Volk cuando este descendió todavía más. La pared de la montaña estaba tan
cerca de él que sintió que podría estirar la mano y tocarla.
—Quédate conmigo —siseó con los dientes apretados⁠—. Quédate
conmigo.
Un latigazo láser rozó la punta de la aleta izquierda de su cola. El
Lightning Crow corcoveó como si lo hubieran picado.
Un acantilado del más puro cristal negro, que recorría la boca de un valle,
se estaba acercando a él.
—Quédate conmigo…

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El Lightning estaba casi encima de él, como si fuera su propia sombra.
—Más cerca…
El acantilado era un muro negro.
Y, por un momento, la oscuridad frente a él, el alarido de los motores y la
promesa de la muerte en sus manos lo era todo, era el universo.
El Lightning disparó.
Volk colocó el 786-1-1 en posición vertical de golpe al alimentar los
motores con lo que le quedaba de combustible y pasó por encima del
acantilado con un rugido. El Lightning lo siguió, y sus propios motores
ardieron de un color azul por el calor.
Dos grupos de torretas colocadas en la cima del acantilado se activaron y
dispararon. Cuatro cañones automáticos quad descargaron proyectiles sólidos
al aire. Las balas explosivas pasaron al lado de Volk y derribaron al Lightning.
Volk vio cómo la caverna del hangar se abría justo delante de él. Las
torretas de defensa se desactivaron cuando entró. El 786-1-1 se colocó sobre
su plataforma de aterrizaje justo mientras sonaba la alarma final para indicar
que había agotado todo su combustible.
Volk se desconectó de la nave antes de que su energía acabara de apagarse,
y su casco siseó al abrirse. El olor a carburante y aceite para máquinas le
inundó la nariz. Saltó de la cabina en cuanto se abrió la carlinga.
—Pareces alguien que quiere estar en cualquier otro sitio, comandante.
—⁠La voz hizo que se volviera, y Volk ocultó la sorpresa de su rostro. La ira lo
hacía más fácil.
El primer capitán Forrix estaba de pie en el borde de la plataforma de
aterrizaje. La corpulencia que le otorgaba su armadura de exterminador hacía
que su rostro cetrino pareciera hundido en la cuenca de su collar. Sus ojos
oscuros brillaban sobre una leve sonrisa.
Volk no respondió. A decir verdad, sí que quería hacerlo, pero la respuesta
que le vino a la mente no era una que pudiera decirle a la cara a uno de los
tenientes más cercanos al Señor del Hierro. En su lugar, calmó sus
pensamientos. Sus nervios seguían cantando los gritos de las armas de su nave
y el empuje de la fuerza G. La agresividad y el instinto asesino controlaban el
latido de sus corazones. Se detuvo cuando tres servidores lo rodearon para
conectarle una mochila de energía a la espalda. Un siervo de armas, que iba
vestido con una túnica negra y una inexpresiva máscara de hierro forjado, le
ofreció su bólter. Los brazos del hombre casi no temblaban, preparados para
cargar con el peso. Volk tomó el bólter, deslizó la corredera y se lo ató a la
placa del muslo. Cuando acabó, finalmente miró a Forrix, inclinó la cabeza un

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instante y se volvió para dirigirse hacia donde el resto de su vuelo estaba
saliendo de sus respectivas naves.
—¿Pasa algo? —preguntó Forrix.
Volk se volvió hacia él una vez más, abrió la boca y la cerró de nuevo.
—Nada que deba decirse aquí —⁠repuso con cautela, inclinando la cabeza
hacia el resto de siervos y Iron Warriors.
Forrix les dirigió una mirada y se volvió para alejarse.
—Sígueme —le dijo.
Volk se quedó quieto durante un segundo antes de obedecer al primer
capitán. Salieron de la caverna para dirigirse a la masa principal de la fortaleza
de la montaña. La humedad goteaba de los lisos muros de los túneles que
atravesaban. Los servidores, los soldados humanos y los siervos se apartaban
de su camino. Unas puertas blindadas se abrieron y ambos descendieron en
jaulas elevadoras por conductos llenos de metal oxidado.
La montaña de Ónice había sido tan solo una montaña antes de la llegada
de los Iron Warriors. Si bien había habido minas en el esqueleto de la
montaña, en una semana ya habían construido todo un laberinto de túneles
que llegaban hasta sus raíces y su cima. Habían establecido subfortalezas,
muros en sus flancos y almacenes en su corazón. Todo ello en tan solo una
semana. Así era el arte de la Cuarta y del Señor del Hierro.
—Te preocupa que te estén censurando aún más —⁠dijo Forrix tras salir de
un macroelevador a un pasillo cubierto de plastiacero. Volk alzó la mirada
cuando las armas montadas en el techo se dieron la vuelta y apuntaron hacia
ellos. Los rayos de localización de objetivos brillaron sobre su armadura y las
armas se desactivaron un instante después⁠—. Esto no es ninguna censura, por
mucho que puede que la merezcas.
—¿Por qué?
—Por tu debilidad, por supuesto.
—Sea lo que sea lo que el señor primarca quiera de mí, lo haré —⁠contestó
Volk, y Forrix lo miró con dureza⁠—. Si desea que muera por mis propias
manos, solo tiene que ordenármelo. El hierro de mi sangre es suyo.
El primer capitán entornó los ojos.
—No todo el hierro se forja del mismo modo —⁠dijo. Ante ellos, el túnel
acababa en una puerta de metal pintada con rayas amarillas y negras. Un par
de figuras colosales flanqueaban la entrada. Unos escudos del tamaño de
torretas de tanques colgaban de unas manos que funcionaban con pistones, y
unos enormes martillos reposaban en su agarre. Una luz verde y fría relucía en
las cuencas de sus ojos, y los cañones montados sobre sus hombros se giraron

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para rastrear a Forrix y a Volk. Se trataba de autómatas del Círculo de Hierro,
máquinas fabricadas por el propio Perturabo para que fueran sus
guardaespaldas, y su presencia disipó cualquier duda sobre ante quién lo
estaba conduciendo el primer capitán.
—De la fe procede el honor —⁠recitó Volk.
La mirada que Forrix le dedicó fue gélida.
Unos enormes mecanismos resonaron en el interior de la puerta y varias
capas de metal se retiraron una a una hasta que la entrada se abrió por
completo hacia el espacio situado más allá. Un segundo después, los dos
legionarios entraron. La luz de las pantallas pictográficas y hololíticas
iluminaba la oscuridad del interior. Varias filas de máquinas y grupos de
servidores conectados a bases de datos rodeaban una cavidad central en forma
de círculo. Los números y los símbolos se desplazaban sin cesar en las
pantallas brillantes y en los hologramas proyectados, y en el centro de la sala,
bañado por la luz fría, estaba Perturabo, con cuatro autómatas del Círculo de
Hierro que lo rodeaban y miraban hacia fuera, como estatuas que protegían a
un semidiós de la guerra.
El primarca de los Iron Warriors no se volvió cuando Forrix y Volk se
acercaron. Volk no estaba en presencia del primarca desde hacía meses, desde
la retirada de Tallarn, cuando Volk había fracasado en sus intentos por
confinar al emisario de Horus y había sido sancionado. Perturabo había
cambiado en aquel tiempo: el tamaño de su armadura había aumentado; los
soportes, las placas de armadura y, sobre todo, los sistemas de armas se habían
multiplicado sobre sus hombros y extremidades; la armadura tenía una
especie de brillo frío, como si el metal estuviera sudando una fina capa de
aceite oscuro; su rostro era pálido, tanto que la piel parecía estar dibujada
sobre el propio cráneo; y sus ojos eran puntos que reflejaban luz dentro de
fosos llenos de sombras. Había sido así desde que había salido del Sol Negro,
como si hubiera perdido algo vital y lo que quedara de él hubiera sido
machacado hasta conseguir afilarlo.
—Arrodíllate —dijo Perturabo, aún sin volverse.
Volk se arrodilló e inclinó la cabeza. A su espalda, la puerta blindada
crujió al cerrarse de nuevo. Forrix se quedó de pie un paso detrás de él. Volk
oyó que el primarca se volvía y tembló dentro de su armadura, nervioso.
Perturabo lo estaba mirando, podía sentirlo. Era similar al momento en el que
un sistema de armas entero lo apuntaba, y podía sentir la muerte en el grito de
los sensores.

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—El emisario llamado Argonis… —⁠dijo el primarca. Tras oír el nombre,
Volk se preguntó por qué Forrix le habría mentido. Sí que se trataba de su
fracaso en Tallarn, de su censura⁠—. Lo conoces.
Volk tragó y sintió la boca seca, con sus pensamientos a mil por hora.
Argonis era miembro de los Sons of Horus, un jefe de guerra de la XVI Legión
durante la Gran Cruzada. Había nacido en Cthonia y era despiadado, brutal y
directo, además del mejor piloto que Volk había visto jamás. Habían
compartido la comandancia de los elementos aéreos de tres campañas como
parte de la Flota de Conquista Keltius. Habían entrenado, luchado y matado
juntos; si tal vínculo podía existir entre legionarios de sangre distinta, habían
sido amigos. Aquello había sido antes de que el Señor de la Guerra comenzara
su lucha contra el Emperador, antes de la masacre de las legiones y de que
quemaran el pasado. Desde entonces, solo se habían visto una vez, en Tallarn.
Una reunión que había dado paso a la censura de Volk.
—Luché junto a él, mi señor —⁠repuso Volk⁠—. Lo conozco.
—¿Confiará en ti?
Volk pensó en la sonrisa de lobo de Argonis.
—Tal vez, mi señor.
—¿Y tú? ¿Confías en él?
—No —respondió Volk sin vacilar.
—¿Por qué?
—Nunca se debería confiar en una espada demasiado afilada, mi señor.
—Así es —asintió Perturabo—. ¿Y tratarías de renovar tus vínculos
fraternales con él si lo ordeno?
—Por supuesto, mi señor.
—¿Y te convertirías en su sombra para conocer todos sus pensamientos y
razones?
—Sí, mi señor.
—Y, si esa fuera la voluntad de tu señor, y sabiendo que es el representante
del Señor de la Guerra, ¿acabarías con su vida?
Volk vio de nuevo que la runa de objetivo se volvía roja sobre la imagen
del Storm Eagle de Argonis después de que se alzara sobre la curva de la esfera
de Tallarn. ¿Sería aquello un truco o una trampa? ¿Se estaría condenando a sí
mismo a sufrir más castigos? ¿A que lo mataran?
«Soy hierro», pensó. «Y el hierro es la verdad».
—Sí —repuso. El zumbido de los monitores de datos llenó el silencio que
siguió a su respuesta.
—Levántate —ordenó Perturabo.

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Volk se puso de pie para devolverle la mirada a su primarca. Necesitó toda
su fuerza de voluntad para no alzar las manos para defenderse, para no salir
corriendo. Sus instintos le gritaban que aquello era su muerte, que la muerte y
la aniquilación lo estaban observando con una mirada tan fría como las
estrellas muertas.
—¿Argonis volverá con nosotros? —⁠se obligó a preguntar.
Perturabo negó con la cabeza una sola vez. Las armas montadas sobre sus
antebrazos vibraron cuando sus mecanismos empezaron a rotar.
—Ya está aquí, y trae noticias del Señor de la Guerra.

Página 51
Tres
«Maloghurst»
—¿Mi señor? ¿Puede oírme? —⁠Maloghurst estaba arrodillado bajo el trono, a
los pies del Señor de la Guerra. Sus rasgos eran un boceto pálido sobre el
cuello ensombrecido de su armadura. Las luces de las naves brillaban al otro
lado de la ventana con más fuerza que las estrellas lejanas.
»¿Mi señor? —repitió, y las palabras parecieron drenarse hasta convertirse
en silencio tras salir de sus labios. La herida en el costado del Señor de la
Guerra se había vuelto a abrir. La sangre goteaba de las fauces de carne
destrozada, y sus inhalaciones lentas absorbían el sonido del aire al respirar.
Unos patrones cubrían el suelo alrededor de Maloghurst, dibujados con
cenizas, sal y sangre. Varias velas estaban encendidas sobre soportes hechos de
manos humanas disecadas y cráneos pulidos. El palafrenero sostenía una daga
en la mano izquierda, con la hoja roja por el corte que se había hecho en la
palma de la mano derecha. La sangre goteaba lentamente de sus dedos. Había
estado arrodillado ante el trono durante seis horas, pronunciando palabras y
acudiendo a todos los poderes que había arrebatado a la disformidad durante
los últimos años, en un intento por provocar la más mínima reacción en
Horus. Pero nada de aquello había funcionado. Las fórmulas místicas se
habían disuelto en nada, y sus llamadas a los poderes cardinales y a los
principios de la disformidad solo habían sido respondidas con silencio. Era
como si Horus estuviera sentado en el centro de un vórtice, una tormenta
silenciosa que se tragaba todas las fuerzas que entraban en ella. Había
permanecido en aquel estado durante las últimas semanas, sin moverse del
trono salvo en unos breves momentos de lucidez, solo para volver a su
silencioso estado disociativo.
»Vale… —dijo, negando con la cabeza para sí mismo y notando cómo la
fatiga le recorría todos los nervios del cuerpo⁠—. Vale…

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Respiró profundamente. Se le había acabado el tiempo. Incluso con todo el
poder con el que contaba, con la habilidad de continuar sin dormir y con una
voluntad capaz de aplastar el hierro, no podía contrarrestar el paso del tiempo.
Una red de control, de poder y responsabilidad lo esperaba en cuanto saliera
de la sala del trono. En aquel momento, cada hilo de decisión y consecuencias
tan bien equilibrado conducía hasta él.
Pensó que era extraño, pues numerosos miembros de su legión y otros
creían que él era un manipulador, una criatura que se hacía con el poder y lo
blandía a su antojo. Y ahora el poder era suyo, lo aplastaba con todo su peso y
lo enredaba entre sus hilos letales. Aquellos que lo llamaban «Retorcido»
habrían pensado que aquellas circunstancias eran lo que él más deseaba. Se
agachó para retirar los materiales de los rituales y notó que el agotamiento se
alzaba en su interior como una ola de fiebre. Unas burbujas de colores dieron
vueltas y explotaron en los bordes de su visión. Jadeó. Por mucha fuerza que
contuviera su cuerpo modificado genéticamente, no podía deshacerse del
cansancio que lo drenaba. Sabía que no se trataba de algo natural, igual que
tampoco lo eran las ganas de dormir que lo dominaban y los sueños que
traían con ellas.
Tras retirar los restos de su obra arcana, recogió su bastón de autoridad, se
inclinó ante la forma inmóvil de Horus y cojeó hasta la puerta lateral. Kibre y
cuatro de los Justaerin lo estaban esperando.
Maloghurst respondió la pregunta de Kibre antes de que este la formulara.
—Igual que antes.
Kibre asintió, y los exterminadores de armadura negra entraron en la sala
del trono para proteger a su silencioso señor. Kibre se detuvo al pasar por
delante de Maloghurst.
—¿Cuánto tiempo podremos seguir así?
Maloghurst le devolvió la mirada y se preguntó si su agotamiento se
estaría mostrando en su rostro. Intentó pensar en una respuesta cauta, pero
no se le ocurrió ninguna.
—No lo sé —repuso.
Kibre le sostuvo la mirada durante un largo momento antes de volverse y
dirigirse a la sala del trono.
Maloghurst caminó solo hacia sus propios aposentos. Usó pasillos
laterales y túneles sellados para evitar las zonas donde los peticionarios se
reunían para explicar su situación al Señor de la Guerra o para ofrecerle
regalos. Horus solía recibir solo a los más respetados de sus súbditos;
Maloghurst lo sustituía para el resto. Había llevado a cabo dicha tarea durante

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las últimas semanas, pues era de vital importancia que nadie se percatara ni de
la más ligera pausa en las ruedas del poder.
Pero Lorgar… ¿Por qué estaba allí? Era un primarca, y toda la sutileza que
pudiera reunir Maloghurst no sería capaz de persuadirlo de que todo estaba
bien de forma indefinida. Lorgar sabía que algo le pasaba a Horus; casi lo
había asegurado cuando había llegado. Maloghurst se preguntó qué demonio
le habría susurrado qué información al señor de los Word Bearers, pero luego
apartó el pensamiento de su mente. Era irrelevante. Necesitaba reanimar a
Horus. Necesitaba entender qué enfermedad había caído sobre el Señor de la
Guerra. Necesitaba…
—Saludos. —La voz retumbó desde las sombras situadas delante de él.
Maloghurst alzó la vista de golpe y alcanzó la pistola bólter enfundada en su
cinto mientras se maldecía por permitir que la fatiga lo cegara ante el
peligro⁠—. No hará falta eso —⁠dijo Zardu Layak tras salir hacia la luz⁠—.
Después de todo, somos hermanos, ¿no?
La oscuridad se apartó del Word Bearer, como el humo empujado por el
viento. Los dos guardaespaldas silenciosos de Layak estaban de pie una
zancada detrás de su amo, con las manos relajadas a los lados. Maloghurst
notó que se le erizaba la piel dentro de su armadura al mirar a los ojos vacíos
de sus cascos. Layak se detuvo a un paso de Maloghurst, y ambos
intercambiaron una mirada: el palafrenero encorvado, ataviado en verde
azulado y con el Ojo de Horus en la punta del bastón de la mano; y el Word
Bearer, vestido de gris y con su cetro, como una luna rota, que sostenía un
incensario de bronce. Las líneas de ojos en el casco con cuernos de Layak
brillaban como carbones.
Maloghurst sintió la ira encenderse en su interior y mezclarse con la fatiga.
Debería permanecer callado, morderse la lengua.
—Eres un invitado del Señor de la Guerra —⁠dijo Maloghurst en voz
baja⁠—, pero si vuelves a hacer algo así, te arrancaré el corazón y te lanzaré al
vacío después de hacer que te lo tragues.
Uno de los guardaespaldas gemelos de Layak volvió la cabeza para clavar
la mirada en Maloghurst.
Layak no se movió durante un instante y luego ladeó la cabeza, como un
pájaro que observa una serpiente.
—No está muy escondido en los tuyos, ¿no es así? El fantasma de Cthonia,
siempre a la espera de devolver las palabras con sangre.
—Conocía a los antiguos favoritos de Lorgar. —⁠Maloghurst esbozó una
sonrisa⁠—. Pregúntales a ellos.

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—El error de Erebus no es uno que yo vaya a repetir —⁠dijo Layak.
Maloghurst se mantuvo completamente quieto. Sabía que estaba jugando
con él. Si bien no sabía por qué, fuera cual fuera el juego, sabía que había
perdido el primer movimiento.
—Regresa a tus aposentos —ordenó con una cautela controlada, y avanzó
para atravesar el espacio que ocupaban Layak y sus dos compañeros. Por un
segundo pensó que Layak se quedaría quieto y no lo dejaría pasar, pero luego
los Word Bearers se apartaron, y Maloghurst pasó por su lado.
—Puedo ayudarte —dijo Layak detrás de él. Maloghurst siguió avanzando.
La treta le resultaba evidente entonces. Lorgar había enviado a Layak para
averiguar qué le había ocurrido a Horus. El Word Bearer lo había hecho
enfadar para desestabilizar sus pensamientos, para que olvidara la cautela y
fuera más vulnerable a la verdadera estocada de su propósito. Maloghurst casi
sonrió ante aquella grosería y continuó caminando. La treta casi les había
funcionado. Estaba demasiado cansado⁠—. Puedo ayudar al Señor de la
Guerra. Sé qué enfermedad lo mantiene en silencio y aferrado al trono.
Maloghurst se detuvo.
«No debería hacerle caso», pensó. Nunca debía confiar… ¡Nunca! Siempre
debía ver las dagas en la oscuridad, el asesinato en una sonrisa. Pero… Pero…
Se volvió lentamente y miró a Layak.
—Es por eso por lo que el señor Aureliano ha venido. Es por eso por lo
que yo he venido. Lo sabemos.
—No hay nada que saber —repuso Maloghurst.
—Nadie puede oírnos, Maloghurst, no temas. Este asunto es solo para
nuestros oídos. Podemos ayudar.
—Si lo que dices es cierto, entonces Lorgar habría hecho esta… suposición
en cuanto llegó.
—Se trata de confianza —dijo Layak⁠—. Quería ver si confiabas en él.
—No confío en nadie.
—En ese caso, eres sabio.
Maloghurst se quedó callado. Pensó en Erebus, el Gran Capellán caído en
desgracia de los Word Bearers, en los davinitas y en los conocimientos que
poseían, conocimientos que él les había arrebatado. Se encontraba en el borde
de su habilidad y de su sabiduría, y no podía ver nada más allá.
—Dime lo que sepas —le pidió.

Layak

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—Esto no está permitido, Maloghurst —⁠retumbó la voz de Falkus Kibre tras
salir de las sombras que se reunían alrededor de las puertas de la sala del trono
de Horus. Maloghurst se volvió para ver unas enormes figuras que se hacían
visibles con el zumbido de su armadura al activarse. Layak siseó una sílaba de
poder en voz baja, y la oscuridad lo rodeó. A su lado, Kulnar y Hebek
aferraron las empuñaduras de sus espadas envainadas. Unas grietas
recorrieron sus guanteletes y un fuego rojo ardió en su interior. El único que
no reaccionó fue Lorgar. El primarca permaneció quieto, observando las
puertas de la sala del trono con una expresión impasible.
»No pasaréis —gruñó Kibre mientras avanzaba dando pisotones. Las
monedas reflectantes repiquetearon contra las placas de su armadura de
exterminador negra. Cinco exterminadores Justaerin habían acudido con él,
con sus ojos rojos en cascos inexpresivos, y más estaban saliendo de la
oscuridad detrás de ellos. Habían desactivado su armadura, por lo que eran
tan silenciosos como estatuas, sumidos en las tinieblas. La vista de Layak
pulsó, y unas runas giraron en ella mientras su casco trataba de ver el aura de
las almas de los exterminadores. Pese a que tendría que haber notado su
presencia, no lo había hecho. Cuanto más se acercaban a la sala del trono,
menos podía percibir en el Mar de Almas. Los susurros de los demonios
menores vinculados a su voluntad se habían callado en su mente, e incluso sus
esclavos de espada avanzaron a regañadientes. Era como si una tormenta
aguardara detrás de aquella puerta, una tormenta con semejante fuerza que
sus vientos se llevaban todo el sonido a su alrededor.
—No interfieras, Kibre —dijo Maloghurst con voz ronca⁠—. Es por el
Señor de la Guerra.
Los Justaerin alzaron sus armas, y Kibre empuñó su bláster de plasma. Un
gemido estridente cortó el aire cuando la carga alcanzó su punto máximo.
Layak podía sentir la ira contenida que ardía en el núcleo del alma de Kibre.
Era una capa escarlata que ondeaba al caer tras su espalda. Layak se percató de
que Kibre estaba asustado, pero no del modo en que lo estaban los mortales,
sino en el modo en el que incluso la fortaleza más robusta podía sacudirse si se
agrietaba el suelo bajo ella.
«Bien», pensó. «Las semillas empiezan a brotar».
—Te atreves a amenazar… —empezó a decir Maloghurst.
—Protejo al Señor de la Guerra —⁠lo interrumpió Kibre en voz alta⁠—. ¿A
quién sirves tú, hermano? ¿Qué te han susurrado? ¿Con qué mentiras te han
pagado?

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El rostro de Maloghurst se tensó sobre su cráneo, y movió sus manos
torcidas sobre su bastón de autoridad. El control surgió de aquel pequeño
movimiento. Layak pensó que, de entre aquellos dos, el enorme guerrero
vestido de negro y el palafrenero encorvado, tenía claro quién era el más
peligroso.
—Que haya paz. —Las palabras se pronunciaron en voz baja, pero cayeron
con el peso de un martillo. Kibre alzó la mirada, y los Justaerin dejaron de
apuntar con sus armas⁠—. Somos hermanos —⁠continuó Lorgar⁠—. Somos
guerreros unidos por una misma causa y con una misma intención. Noble
Falkus, aquí no hay ningún peligro del que tengas que proteger a tu señor. Tu
devoción honra al Señor de la Guerra. —⁠Lorgar avanzó hasta el comandante
Justaerin, quien bajó su bláster de plasma. El primarca miró al exterminador
desde arriba⁠—. Solo quería ver a mi Señor de la Guerra antes de partir.
Maloghurst no ha quebrantado ninguna lealtad, y no te pediré que rompas tu
juramento de protección. No quiero que haya ninguna división aquí.
Layak podía sentir el poder de aquellas palabras. No era el poder de la
brujería ni de la manipulación de un embaucador. Era como si el universo se
reformara a su alrededor, como si fueran verdad y creación.
Lorgar miró a los Justaerin. Su mirada serena llegó a ellos, y estos bajaron
sus armas, al igual que su líder.
—Ojalá todos los guerreros del Señor de la Guerra fueran como vosotros.
Nos honráis a todos.
Inclinó la cabeza un instante. Luego, increíblemente, los exterminadores
de armadura negra se arrodillaron.
Si bien Maloghurst y Kibre no se habían movido, Lorgar se volvió hacia
ellos.
—He venido a cumplir la voluntad del Señor de la Guerra, a ayudar.
Preguntaría cómo puedo hacerlo, pero creo que sé qué es lo mejor que puedo
hacer. Horus nos ha pedido que nos reunamos en Ullanor, y se hará lo que
ordena. Aun así, hay algunos que no responderán a su llamada. Curze, en su
foso de huesos y autocompasión. Angron, alzado por los dioses, no oye nada
que no sea la llamada de la matanza sagrada. Y Fulgrim…, ¿dónde está ahora?
Maloghurst sujetó su bastón como para sostenerse y cogió aire. Unas
sombras irregulares se arremolinaron a su alrededor.
—Hemos enviado mensajes y emisarios.
—Palabras que no se pueden oír —⁠repuso Lorgar con ligereza⁠—, mensajes
a los que no harán caso. Si queréis que mis hermanos perdidos contesten,
tenéis que enviar a otros para traerlos de vuelta. Tenéis que enviar a primarcas

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para tratar con primarcas. —⁠Maloghurst se mantuvo en silencio durante un
segundo antes de asentir. Lorgar esbozó una pequeña sonrisa y continuó⁠—:
Perturabo…, él sí obedecerá.
—Ya le he enviado un emisario —⁠dijo Maloghurst.
—Entonces, contacta con ese emisario. Sé que cuentas con los medios para
hacerlo.
—¿Y adónde lo envío? Él y Fulgrim…
—No, con Fulgrim no —lo interrumpió Lorgar⁠—. Con Angron. Solo el
hierro puede encadenar a mi exaltado hermano ahora.
—¿Y Curze?
—¿Alpharius aún tiene la cortesía de obedecer órdenes?
Maloghurst negó con la cabeza.
—Está cumpliendo otra tarea.
—En ese caso, es posible que Konrad ya esté fuera de nuestro alcance, o
fuera del alcance de la esperanza. He temido esa inevitabilidad desde hace
tiempo.
—He enviado emisarios a su última localización conocida —⁠dijo
Maloghurst.
—Espero que no hayas enviado a nadie que te importe mucho —⁠repuso
Lorgar, y Maloghurst se encogió de hombros.
—¿Y qué hay de Fulgrim? —preguntó el palafrenero⁠—. Ni siquiera su
propia legión lo ha visto desde que se adentró en la fisura más allá de Cadia.
—El Ojo del Terror, así es como lo llama Perturabo. El reino de los dioses
y de sus ángeles, a donde solo los penitentes no temen acudir. —⁠Lorgar hizo
una pausa y se llevó la mano al pecho. El acero pulido y el barniz escarlata de
su guantelete relucieron bajo la tenue luz⁠—. Yo encontraré a Fulgrim y lo
llevaré hasta Ullanor. Lo juro.
Maloghurst, por primera vez desde que Lorgar había subido a bordo,
inclinó la cabeza.
—Tiene mi agradecimiento, señor Aureliano. Por sus conocimientos, su
sabiduría y su lealtad.
El rostro de Lorgar permaneció impasible.
—Es todo lo que puedo dar. Proteged a nuestro Señor de la Guerra, nos
veremos de nuevo en Ullanor. —⁠Luego se volvió y se alejó de las puertas
cerradas de la sala del trono. A su alrededor, los Justaerin, que habían estado
arrodillados, se pusieron de pie. Layak se quedó quieto durante un instante
más, observando a Kibre y a Maloghurst sin parpadear.

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Volk

—Entrega tu mensaje, emisario —⁠ordenó Perturabo después de que Volk


hubiera entrado en el Oculum.
La luz del alba estaba apareciendo detrás de los picos de las montañas, más
allá de las ventanas de cristal de la fortificación de la cima. Aquel era el punto
más alto de la fortaleza que la legión había excavado en la montaña de Ónice.
Unas vigas de adamantio pulido sostenían una cúpula hecha de paneles de
cristal de un metro de grosor. El suelo era la piedra de la montaña, tallada y
trabajada hasta conseguir que reluciera como un espejo. La luz entraba por la
cúpula y se reflejaba en el suelo gris en unos rayos multicolor. Pese a que Volk
no había estado en aquel lugar antes, sabía que lo había diseñado el propio
Señor del Hierro. La realidad lo sorprendió, pues era algo sublime. Incluso el
crepitar aceitoso de los escudos de vacío y el humo que se alzaba de los flancos
de la montaña, que estaban en llamas, parecían transmutarse en algo que
parecía divino, como si encontrarse en aquel lugar significara observar la
realidad a través de los ojos de alguno de aquellos dioses falsos de las leyendas
antiguas. El creador del Oculum parecía fuera de lugar en aquel esplendor,
como una brusca intrusión de metal y amenaza en la serenidad.
Los mecanismos de sus armas emitieron chasquidos y rotaron como
músculos con espasmos. La energía recorrió las bobinas de enfoque.
Argonis, el Incólume, emisario del Señor de la Guerra, se volvió hacia ellos.
Tenía la cabeza rapada, y sus rasgos afilados estaban limpios y sin marcas.
Una capa carmesí colgaba de la hombrera derecha de su armadura verde y
negra. Sostenía su casco, con una pluma roja, bajo el brazo izquierdo, y en el
derecho portaba un cetro de ébano con el Ojo de Horus forjado en oro en la
punta. El topacio de sangre de su centro relucía como un carbón ardiente. La
oscura mirada de Argonis sostuvo la de Perturabo sin parpadear.
—Hablo por la voluntad del Señor de la Guerra —⁠dijo con voz firme⁠—.
Esto no es un mensaje, es una orden que obedecerá.
Perturabo permaneció en silencio durante un largo rato. Cuando volvió a
hablar, su voz sonó ronca y calmada.
—Habla —repitió.
Argonis dirigió una mirada a Volk antes de volver la vista hacia el
primarca.
—Horus, señor y salvador de la humanidad, Perturabo, señor de la Cuarta
Legión, le ordena que busque a su hermano Angron y que lo lleve a él y a su
legión hasta Ullanor sea como sea. Lo hará inmediatamente, bajo su

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autoridad, de cualquier modo que sea necesario y sin abstenerse de ningún
coste. —⁠Argonis colgó su casco de su cinturón, metió la mano en su capa y
extrajo un cilindro de pergamino de cristal negro con las puntas coronadas
con plata. Se lo ofreció al primarca⁠—. Acepte el mandato de la voluntad de
Horus de mi propia mano.
—Señor de la Humanidad… —dijo Perturabo con cautela⁠—. Señor de la
Guerra. Lupercal. Hermano. Todos esos títulos fueron suficientes en otros
tiempos. ¿Qué hay de aquello que nos llevó a la guerra, emisario? ¿Qué hay del
uso que nos ha dado nuestro desleal padre? ¿Qué hay de los vínculos rotos y
de las traiciones? —⁠Volk permaneció completamente quieto. Se le estaba
erizando la piel bajo la armadura. Perturabo era una estatua, cada parte de su
enorme forma estaba quieta y en silencio, excepto sus labios encogidos, que se
movían bajo su mirada negra⁠—. He leído las corrientes de batalla sector tras
sector, y he leído sobre soldados de hierro que luchan incluso cuando sus
armas fallan por falta de balas, sobre mis hijos siendo arrastrados bajo el
avance de las fuerzas de Guilliman. Observo el reino por el que estamos
luchando y no veo más que cenizas. Y ahora hemos llegado a esto: órdenes
para que sigamos sangrando, adornadas con formalidad y otorgadas a señores
por parte de mendigos.
—¿Se niega a cumplir la orden? —⁠preguntó Argonis, aún sosteniendo el
cilindro de pergamino.
—¿Que si me niego? —dijo Perturabo. Su voz era un trueno en el aire
brillante⁠—. Mi legión sangra. Sangramos por nuestros juramentos, por
nuestra lealtad. Sangramos sobre cien planetas y no nos quebramos. ¿Que si
me niego? Mi respuesta está escrita en la sangre de los muertos, en el hierro de
sus venas que se ha derramado sobre el barro mientras cumplimos las órdenes
del Señor de la Guerra. ¿Que si me niego? No, emisario, pero noto el peso de
los muertos en lo que me entregas.
Perturabo aceptó el cilindro, lo abrió y leyó el pergamino de un vistazo.
—Forrix —dijo en voz baja, con la mirada fija sobre las palabras del
pergamino que sostenía⁠—. Prepara mensajes para Kreoger en Jannik y para
Toramino en Cassus. Vull Bron asumirá el liderazgo aquí. Que todos los
bloques comiencen la extracción y el transporte de tropas a través de Beta-
Garmon para reunirnos en Ullanor. Que no sea una retirada repentina. No
deben ceder ni un paso. Aquellos que deban quedarse deben hacer que los
bastardos de Guilliman paguen. Esta orden debe transmitirse sin fallos.
Ordena al Sangre de Hierro y a la Gran Flota que se dirijan a una órbita
cercana, y prepara a la primera gran compañía para una embarcación

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completa y una traslación fuera de este sistema en veinticuatro horas bajo mis
órdenes.
—Sí, mi señor —contestó Forrix de inmediato⁠—. Las defensas de este
lugar y de todos los bloques, desde aquí hasta la grieta de Sulnarn, se
reducirán en al menos un cuarenta y cinco por ciento. Sufriremos numerosas
bajas, tanto para defender los lugares como para preparar los bloqueos junto a
los nodos de disformidad. La fuerza efectiva que podremos transportar hasta
Ullanor será…
—Lo sé —lo interrumpió Perturabo, y apartó la mirada del pergamino que
contenía la orden para mirar al primer capitán⁠—. Da las órdenes. Forrix se
alejó. Volk se quedó quieto, aturdido.
—Formula tu pregunta, comandante —⁠ordenó Perturabo sin mirar a
Volk.
—Lo que acaba de ordenar hará que perdamos planetas por los que hemos
luchado y sangrado. El Señor de la Guerra tiene que saberlo. Tiene que saber
que extraer fuerzas de este frente hará que lo perdamos.
—Es que nada de eso importa. Nuestros enemigos son cada vez más
fuertes, y nosotros, cada vez más débiles. Esta es una última estocada por parte
de mi hermano. Es un general que se sitúa delante del muro derribado de una
fortaleza, con la victoria a su alcance, pero que a su espalda ve caballeros en las
colinas. Debe hacerse con la fortaleza ahora. Si lo consigue, habrá alcanzado la
victoria. Todo lo demás no importa. ¿No es así, emisario?
Argonis no respondió, sino que se volvió sin inclinarse y avanzó para
observar el paisaje de las montañas bajo ellos. La luz se reflejó en su armadura
y lo rodeó durante un instante con el color carmesí del sol del amanecer.
—Los acompañaré en esta misión para el Señor de la Guerra —⁠dijo él⁠—.
Es su voluntad.
Las armas de Perturabo giraron, aunque el primarca no dijo nada.
—¿Por qué usted, mi señor? —⁠preguntó Volk⁠—. ¿Por qué esta tarea recae
sobre usted?
Perturabo se volvió y recorrió el suelo de piedra que imitaba un espejo con
sus pisadas, que sonaban como disparos en medio del silencio.
—Porque sabía que obedecería —⁠respondió.

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Zardu Layak, «El Apóstol Carmesí», primer capellán de los Silentes

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Cuatro
«Maloghurst»
Vinieron a por él, como sabía que lo harían. Aún tenía las manos manchadas
de sangre. Las velas del ritual, que ardían con lentitud, eran la única luz en la
antigua cámara de la logia. Los restos del huésped para el demonio con el que
había estado negociando colgaban de unas cadenas clavadas en la pared. El
humo se arremolinaba alrededor de los huesos llenos de lodo. La lengua bífida
de la criatura colgaba bajo su cráneo sin mandíbula. Maloghurst tallaba
lentamente sobre la vieja moneda de plata las palabras que el demonio había
pronunciado. Tres invocaciones más, tres demonios obligados a soltar los
secretos que resguardaban, y tendría el tótem que necesitaría para cuando su
vida llegara a su fin.
Acababa de terminar la inscripción de la moneda cuando oyó que la
puerta de la cámara se abría. Las llamas de las velas se apagaron. Dejó la
moneda manchada de sangre a un lado y se lavó las manos en un cuenco de
agua hecho de bronce. Unos fuertes pasos resonaron a su espalda.
—¿Qué os preocupa, hermanos míos?
El silencio fue la única respuesta, y Maloghurst escuchó con atención. Sus
sentidos eran capaces de encontrar patrones en los sonidos más ligeros; era
uno de los regalos de sus genes que sus heridas no le habían arrebatado. El
ritmo de los pasos, la presencia y la ausencia de la respiración, el susurro de
los servos de la armadura, que eran tan determinantes como las líneas de un
rostro… Él podía oírlo todo.
—Aximand —dijo sin alzar la mirada. En su lugar, observó cómo se
manchaba el agua de sangre al lavarse las manos⁠—. No es propio de ti venir
sin avisar y en silencio.
No se produjo ninguna respuesta. El sonido de los pasos cesó. El susurro
contenido de la armadura resonó por el aire.

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«Cuatro», pensó Maloghurst, y parpadeó para intentar averiguar las
identidades de los otros. Alzó las manos del agua y se sacudió las gotas rosas
de los dedos torcidos. El poder era un laberinto de espejos; la percepción, el
control y la creencia lo eran todo. En aquel momento, debería haber estado
preocupado, debería haberse vuelto para ver quién había acudido a aquella
cámara a través de unas puertas que él mismo había sellado, debería haber
estado empuñando un arma con la que defenderse…
—Kibre —dijo con cautela—. Espero que no hayan vuelto las
preocupaciones que ya expresaste en cuanto al enfoque que defiendo; pero, si
es así, transmítelas una vez más y déjame mostrarte que el camino que sigo es
el que el Señor de la Guerra escogería.
Recogió la tela negra que había al lado del cuenco y empezó a secarse las
manos. Las cicatrices que tenía en los nudillos deformados le dolieron.
—Tormageddon, el renacido, oigo tu silencio. Tú más que nadie deberías
saber que esto es lo que debe hacerse. —⁠En su cabeza, recordó las palabras de
castigo que había arrebatado de la boca de un demonio del tormento. El
demonio Tormageddon era poderoso, estaba más allá de su habilidad de
vinculación y era una aberración en el patrón de entidades de la disformidad
que Maloghurst no entendía. Aun así, sabía que podría hacerle daño si hiciera
falta⁠—. Nuestro Señor de la Guerra está atrapado entre nuestro reino y el
tuyo, entre esta realidad y el inmaterium. Su ascensión ha comenzado, pero no
está completa. Necesita nuestra ayuda para superar este momento.
Maloghurst dejó caer la tela sobre el cuenco, y el agua salpicó el suelo.
Recogió los guanteletes de la mesa y se los colocó en las manos.
Cuatro, estaba seguro de que había cuatro, solo que no podía identificar al
cuarto.
—Entiendo que tengáis miedo —⁠dijo, observando cómo ondeaba el agua
mientras flexionaba los dedos⁠—. Y sí, hablo de miedo de verdad. El miedo
tiene muchas formas, y solo las más comunes son las que se encuentran en el
campo de batalla. ¿Qué otra respuesta podríais tener ante esta crisis, al ver a
nuestro padre derribado e inmóvil mientras las ruedas de su guerra giran sin
que su mano las guíe? ¿Qué otra cosa podríais sentir sino miedo?
Estiró cada dedo, uno a la vez. En su mente, separó los pensamientos y
sostuvo las palabras de castigo paralelas a otra fórmula, más directa y menos
sutil. Sintió cosquillas en las puntas de los dedos.
—Veis las sombras como monstruos y, al ser Sons of Horus, queréis
enfrentaros a ellas, acabar con ellas, tenerlas lo suficientemente cerca como
para poder sentir su último aliento cuando las destripéis para dejar que su

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vida se drene hacia el suelo. Pero lo que hago no debe daros miedo. No soy
vuestro enemigo, a menos que seáis enemigos del Señor de la Guerra, y sé que
todos somos sus hijos más leales.
Hizo una pausa y contuvo la respiración. ¿Por qué no contestaban? Si sus
intenciones eran violentas, ¿por qué no se movían?
—Soy el Retorcido, señor de los engaños y actos sutiles.
Estiró la mano para recoger su daga athame. La sangre manchaba la hoja
de plata.
—Pero en este momento solo os pido que me escuchéis.
Estaba preparado. Le dolía el cuerpo mientras sus dos corazones llenaban
sus músculos de sangre.
—Escuchadme y confiad en mí.
Se volvió.
—Confío en ti, Mal —dijo Horus Lupercal.
El athame de plata se deslizó entre sus dedos torcidos.
Maloghurst abrió la boca para hablar.
Y las sombras vacías de la cámara de la logia le devolvieron la mirada.
El athame cayó al suelo, y el sonido retumbó en el silencio.
Los corazones de Maloghurst latían como martillos gemelos en su pecho.
Se quedó paralizado durante un momento, pero luego empezó a avanzar, y sus
propios pasos resonaron por la cámara mientras renqueaba hacia las puertas.
A pesar de que seguían cerradas, las protecciones rituales que había pintado
sobre el metal habían ardido, y solo quedaban manchas de ceniza. Estiró la
mano para abrir las puertas y se detuvo.
¿Qué había pasado?
¿Una alucinación?
¿Un ataque?
¿Una advertencia?
—Los poderes de los dioses te rodean, hijo de Horus —⁠le había dicho Layak
cuando habían hablado⁠—. El consagrado Señor de la Guerra del Panteón llama
a los ángeles de la ira y el deseo, de las mentiras y la disolución. Susurran en los
oídos de aquellos que los escuchan. Susurran en las rendijas entre el miedo y la
esperanza. Aquellos a quienes susurran se mueven con los deseos de los dioses.
Te destrozan y atraen tus restos destrozados hacia su abrazo divino.
—¿Por qué? —le había preguntado Maloghurst al Word Bearer.
—Porque la naturaleza de lo divino es ser dividido.
Maloghurst activó el comunicador.

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—¿Dónde está el capitán Aximand? —⁠preguntó. El enlace tintineó y
resonó con estática mientras el servidor de comunicaciones verificaba su voz.
—El capitán Aximand se encuentra en el strategium. ¿Quiere establecer un
enlace directo?
—No… —repuso el palafrenero con lentitud. Estaba mirando a la
oscuridad de la desierta cámara de la logia.
—Confío en ti, Mal.
—Siempre hay enemigos, incluso si acuden a ti disfrazados con la sonrisa de
un amigo.
—No… —repitió antes de cortar la comunicación.

Layak

El Espíritu Vengativo y su constelación de naves desaparecieron en la


distancia. Detrás de ellos, el espacio de catedral del puente del Trisagio
temblaba ante los cánticos de los benditos condenados. Llamarlo «puente» era
un fallo del lenguaje humano; llamarlo «puente» era comparar su tamaño y su
majestuosidad con una plataforma de madera sobre la que los navegantes
primitivos gritaban órdenes. Aquel espacio era de otra orden. Al igual que el
reino de los dioses hacía que las vidas de los hombres parecieran pequeñas, el
poder y el propósito de aquel lugar hacían que todos los demás lugares fueran
insignificantes.
Solo el puente medía medio kilómetro de largo. Unas paredes de bronce y
acero sostenidas por pilares se alzaban hasta un tejado abovedado. Unos
censarios de latón del tamaño de cabezas de titanes colgaban de cadenas bajo
las imágenes pintadas de las constelaciones sagradas del planeta natal de los
Word Bearers. Una serie de jaulas recorría todo aquel espacio y, en su interior,
el coro formado por mil miembros cantaba sus alabanzas a los dioses.
Permanecerían en aquellas jaulas, con sus pulmones llenándose lentamente de
pus, y sus bocas, de sangre hasta que murieran. Todos ellos habían fracasado
en su fe y habían luchado por ganarse el derecho de la condenación a las jaulas
del coro. El aire temblaba a su alrededor y se llenaba de color conforme sus
cánticos se alzaban y caían al ritmo del pulso de la nave.
Hacia el centro de la cámara se encontraban los altares de la destrucción.
En ellos se movían los tecnosacerdotes del Mechanicum Oscuro y los
sacerdotes de la matanza, la muerte y la exultación. La sangre, la ceniza y el
fuego manchaban sus túnicas. Cuando el Trisagio se dirigía a la guerra, no se
transmitían órdenes rudimentarias, sino que todo ocurría por medio de

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rituales, y la devastación que causaba no eran simples órdenes, sino decretos.
A Layak, aquella expresión de poder le parecía asombrosa.
—Esta despedida ha sido bendecida —⁠dijo Lorgar, quien se encontraba
justo enfrente de Layak. La imagen de la flota de mando del Señor de la
Guerra colgaba delante de ellos, una proyección superpuesta sobre el fondo
moteado de estrellas de las ventanas de proa del puente⁠—. Maloghurst ha
resultado ser más tolerante de lo que pensaba —⁠señaló el primarca.
—Eso parece —repuso Layak.
—Debes haber hecho bien tu trabajo.
—La confianza y la fe son los primeros pecados de los débiles.
—¿Qué le has dicho?
—Nada importante, mi señor.
—Bien. Siempre ha sido leal a mi hermano. Lo llaman «Retorcido», pero
su alma es simple.
—Sirve y cree, no en los dioses, sino en Horus. Solo en Horus, hasta el
final.
—Hasta el final… —suspiró Lorgar.
Layak permaneció en silencio.
—Horus no puede sobrevivir. Incluso si se recupera, no se le puede
permitir liderar esta guerra…
—¿Eso no es una herejía? —preguntó Layak.
—¿Herejía? —repitió Lorgar en voz baja⁠—. Horus es un guerrero, un líder,
pero no es la verdad. Esta guerra no tiene nada que ver con él, ni con su
imperiosa necesidad de derrocar a nuestro padre, ni con sus sueños de
construir un imperio. Es sobre el triunfo de la verdad. La verdad. Los dioses
son las únicas partes de la existencia que son eternas, que no pueden sufrir
ningún daño. Son la única verdadera salvación que la humanidad puede
alcanzar, y que debe alcanzar. Eso es lo que importa, hijo mío. No el orgullo,
ni la gloria, ni la supervivencia de un alma por encima de cualquier otra.
—¿Cree que el Señor de la Guerra fracasará?
—Creo que es demasiado débil y demasiado fuerte al mismo tiempo, hijo
mío. Demasiado fuerte como para rendirse ante la voluntad completa de los
dioses. Es por ese motivo por lo que está sentado en su trono, como un
cadáver en medio de su propia corte. Es por ese motivo por lo que la herida
que le hizo Russ sangra. Está consagrado por los dioses. Lo han bendecido y
alzado por encima de cualquier otro, incluso por encima de mí, su más devoto
sirviente. Le han entregado las llaves de la existencia…, y aun así no las acepta.
Se cree por encima de ellos. Y, por mucho que sea lo suficientemente fuerte

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como para resistir, no lo es tanto como para triunfar. Los dioses le han dado
un poder muy superior que jamás han otorgado a otro. Y Horus lucha contra
él. Resiste el favor de los dioses mientras ellos tratan de alzarlo. ¿Quién podría
contar con la fuerza suficiente como para triunfar contra los dioses? Y si no se
rinde ante ellos, acabará destrozado. Si no se rinde, será demasiado débil
como para derrotar al Emperador. Y entonces, habremos fracasado.
—Él es el Consagrado, mi señor. Los dioses han escogido a su
instrumento.
Lorgar no respondió inmediatamente, sino que cerró los ojos. Su rostro
permaneció completamente quieto. En su visión, Layak percibió cómo el halo
blanco de poder del primarca se contraía.
—Y si es un arma con fallos, ¿qué ocurrirá entonces? ¿Deberíamos
hacernos a un lado y ver cómo todo lo que hemos construido queda reducido
a cenizas?
—Si esa es la voluntad de los dioses, sí.
—Los dioses nos otorgan poder. Lo que hacemos con él es decisión
nuestra: alzarnos o quebrarnos. No somos sus esclavos. Somos sus campeones,
y lo que hacemos es para su gloria o para su desagrado.
—Y Horus… ¿Acaso él no es un campeón que se quiere alzar por su
propia fuerza?
Lorgar se volvió para mirarlo, y Layak le devolvió el gesto. Los ganchos del
interior de su casco se le hundieron más en el rostro y salió sangre de los ojos
de la máscara. Podía sentir la mente del primarca rodeándolo, tratando de
buscar un modo de entrar.
—Quítate la máscara —le pidió Lorgar en voz baja.
—No puedo, mi señor —repuso Layak, bajando la vista⁠—. Sabe que no
puedo. Solo los dioses pueden verme la cara y conocer mis pensamientos.
—¿Acaso no soy la voz de lo divino? —⁠preguntó Lorgar⁠—. ¿Osas desafiar
a esa voz?
—Lo es, mi señor, y obedeceré. Y al obedecer, moriré.
Lorgar se quedó en silencio un largo momento y luego negó con la cabeza.
—Lo comprendes, entonces. Se debe obedecer a los dioses —⁠sentenció. El
cántico de los condenados se alzó cuando el Trisagio empezó a virar. La
imagen del Espíritu Vengativo era entonces una estrella brillante entre las
puntadas que emitían otras estrellas menores⁠—. Los dioses pusieron una carga
sobre mi alma. Horus es mi hermano, pero ¿qué es la fraternidad al lado del
triunfo de la verdad primordial? No podemos fracasar, hijo mío. Los dioses
deben triunfar, y Horus no les dará la victoria. Otro debe ocupar su lugar, otro

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debe unirlos a todos bajo la voluntad y la majestuosidad de los dioses. ¿Lo
comprendes, hijo mío?
Layak inclinó la cabeza en una señal de humildad.
—Pretende ocupar su lugar —⁠dijo.
Lorgar mantuvo la mirada firme sobre las frías estrellas.
—¿Por qué ha tenido que llegar hasta este punto? —⁠preguntó⁠—. ¿Por qué
me tiene que pasar a mí?
Los sonidos del puente y los lamentos de los condenados quedaron
apagados cuando un gong resonó tres veces. La nave tembló con la fuerza de
los motores del vacío después de que estos se pusieran en marcha.
—¿De verdad vamos a ir a buscar a Fulgrim? —⁠preguntó Layak
finalmente.
—Sí —repuso Lorgar—. Uno solo no puede tomar un trono. Todo lo que
hagamos y todo lo que provoquemos debe servir a nuestro verdadero
propósito. Es por esa razón por la que te he contado todo esto, hijo mío. Por
ese motivo me acompañas. Tienes una gran tarea que llevar a cabo y un papel
aún más importante que interpretar en lo que va a suceder.
—Dígame su voluntad, mi señor, y así será.
Lorgar lo miró, y la tristeza se reflejó en aquellos ojos iluminados por las
estrellas.

Volk

Estaba amaneciendo en la montaña de Ónice. Una niebla llena de humo caía


sobre la trinchera frente a Volk, se arremolinaba en su borde armado y fluía
entre los guerreros reunidos allí. En la distancia, los falsos truenos de un
bombardeo retumbaban al tiempo que el sol se alzaba. Volk respiró el aire
húmedo y cargó la novena bala en su bólter. Tenía dos más en la palma de la
mano. Dos más, once en total, y los cargadores de su cinto estaban vacíos. Lo
mismo sucedía con los otros catorce legionarios que lo esperaban en la
trinchera. Cada uno de ellos contaba con un arma cuerpo a cuerpo enfundada
en la cintura o atada a la espalda: gladios con hojas pesadas, martillos con
picos de cuervo hechos de acero en la parte trasera, hachas de hojas muy
afiladas en sus cabezas triangulares.
«Antiguas armas de guerra», pensó Volk. «Armas de eras en las que el
hombre cortaba y sangraba sobre el barro para fortalezas de piedra de
enemigos ataviados con armaduras de malla apestosa y placas abolladas». Se
suponía que el mundo había progresado, que se había alejado de tal bajeza,

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pero allí estaban: guerreros forjados a partir de una sabiduría secreta que iban
a la batalla armados como bárbaros. A ello se habían visto obligados: a una
guerra reducida a las batallas que empezaban con los cálculos de las reservas
de munición, y acababan con tajos y mazazos sobre el barro hasta que un
bando estuviera agotado o muerto.
—Sesenta segundos —informó el sargento de escuadra mientras se
colocaba un casco con remaches sobre la cabeza llena de cicatrices. El resto de
la escuadra lo imitó.
Todos ellos eran nuevos reclutas, seleccionados y criados para la legión en
los años en los que había comenzado la guerra contra el Emperador. Una
admisión y unos métodos de implantación más rápidos querían decir que la
mayoría de aquellos guerreros no había visto más de media década de
combate. Aun así, Volk pensó que parecían veteranos. No, de verdad lo eran.
Habían sangrado y se habían puesto a prueba en mundos como Hydra
Cordatus, Nestoraia o Tallarn. Conocían tan solo un único tipo de guerra:
matar a los de su propia especie.
Volk se colocó su casco, que se presurizó con un siseo.
—Con tu permiso, comandante —⁠transmitió el sargento por el
comunicador.
—Adelante, sargento —dijo Volk—. Esta acción es tuya, yo no soy más
que un pasajero.
—Como ordenes —repuso el sargento.
—¡Enemigo en la línea de trinchera! —⁠gritó una voz a la derecha de Volk.
La escuadra se volvió a la vez y los guerreros apuntaron con sus armas para
cubrir cualquier posible punto de entrada.
—¡No disparéis! —ordenó Volk. Una figura ataviada con servoarmadura
verde y negra avanzaba por la trinchera. Las runas de bronce de Cthonia
grabadas sobre su armadura relucían. La placa frontal de su casco estaba
embellecida con plata y contaba con un rodete rojo que se movía en la brisa
cargada de niebla. Argonis se acercaba a ellos con una atención relajada, como
un depredador en busca de presas⁠—. Podríamos haberte matado —⁠rugió Volk
cuando Argonis se acercó a él.
—Podríais haberlo intentado —⁠repuso el emisario. Llevaba un bólter
atado al muslo y una espada envainada en la cintura, al lado de un par de
cuchillos de energía. Volk reconoció el escarlata rodeado de negro de los
rubíes de Cthonia en el pomo de cada cuchillo. Eran dagas de bandas que
tenían generadores de energía sobre sus empuñaduras. Volk las había visto y
se había enfrentado a ellas en las jaulas de práctica hacía mucho tiempo, un

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tiempo en el que la fraternidad era algo más que una capa para esconder la
traición.
—¿Qué haces aquí? —gruñó Volk.
—Soy la voz de Horus y voy donde me plazca —⁠repuso Argonis, y luego
observó la línea de Iron Warriors que esperaban⁠—. ¿Qué hacéis vosotros aquí,
hermano?
—Grupo de incursión —contestó Volk.
—Entonces estamos aquí por la misma razón —⁠dijo Argonis, empuñando
su bólter y deslizando la corredera.
Volk estuvo a punto de rugirle algo más, pero luego negó con la cabeza.
—Ha llegado el momento, comandante —⁠informó el sargento.
Volk le echó un vistazo a Argonis antes de dirigirse hacia la escuadra.
—Proceded —dijo.
—A la espera —contestó el sargento.
—Vuestro fuego de cobertura aéreo debería producirse ahora —⁠transmitió
Argonis por el comunicador. Como si los hubiera llamado con sus palabras,
dos cazas de combate emitieron un alarido al volar por encima de sus cabezas.
La explosión sónica que provocaron al pasar resonó por la trinchera, y el suelo
tembló un instante más tarde. Unos puños de humo y tierra golpearon el cielo
más allá del borde de la trinchera.
—Adelante —ordenó el sargento. La escuadra saltó por encima de la
trinchera, y Volk los acompañó.
Los tocones destrozados de los árboles y los matorrales chamuscados
moteaban una inclinación de tierra desnuda, rota por los dedos de piedra
negra que sobresalían de ella. Trescientos metros más abajo, las nubes de
restos provocados por el bombardeo aéreo caían al suelo alrededor de lo que
había sido una línea de trinchera. Trescientos metros.
Volk empezó a correr. Argonis estaba a su derecha, y los cazas de combate
surcaban el cielo por encima de ellos. El fuego parpadeaba sobre los restos que
se estaban asentando. Pese a que el bombardeo les había hecho ganar unos
pocos metros, quien fuera que se encontrara en la trinchera seguía con vida.
Los disparos láser golpearon a un Iron Warrior situado a la derecha de Volk.
La ceramita ardió y cayó de él mientras este seguía corriendo.
Se produjo más fuego; salvaje al principio, aunque luego cayó de la colina
en unas salvas disciplinadas. Derribaron a un Iron Warrior, quien cayó al
suelo con la parte frontal de su armadura destrozada.
Cien metros.

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Volk podía ver a los humanos agazapados detrás de sus armas láser en el
borde de la trinchera, con máscaras de gas debajo de cascos cromados. No
titubearon al ver que los Iron Warriors se acercaban a ellos.
«Disciplinados», pensó Volk. Aquellas trincheras las había tomado el
enemigo el día anterior, además de otros diez kilómetros de líneas defensivas
por toda la montaña. Los soldados humanos que defendían aquella sección
habían fracasado cuando se les había acabado la munición, por lo que los Iron
Warriors se estaban viendo obligados a recapturar lo que habían perdido las
manos mortales.
Argonis comenzó a disparar. Los proyectiles explotaron por todo el borde
de la trinchera y tres soldados desaparecieron. La sangre y el metal cromado se
esparcieron por el aire. Ninguno de los Iron Warriors disparó. Volk vio el
brillo de las bobinas de carga en el parapeto.
—¡Arma de plasma! —gritó.
Las runas de objetivos parpadearon rojas ante sus ojos. Apretó el gatillo de
su pistola una sola vez, y el proyectil alcanzó la pistola de plasma cuando
estaba a punto de disparar. Una energía azul por el calor explotó en forma de
esfera, y el rococemento, la carne y el metal se vieron reducidos a polvo. Las
runas en el visor del casco de Volk dejaron de parpadear. Alcanzó la línea de
la trinchera y se metió en ella. Un humano se tambaleó en su dirección, y Volk
le estampó el cañón de su bólter contra la cara. La sangre salió despedida de
los ojos destrozados. Volk pasó por encima del cuerpo cuando este cayó al
suelo. Argonis estaba a su lado. El cthoniano disparó por la trinchera. Los
proyectiles de bólter esparcieron metralla de los muros reforzados.
—¡A la izquierda! —ordenó el sargento. La escuadra obedeció y se separó
en grupos de dos, con las hojas y las manos manchadas de rojo. Argonis era el
único que seguía disparando con su arma. El cthoniano avanzaba con una
fluidez brutal y mataba mientras se movía, mezclado a la perfección con el
avance de los Iron Warriors.
—¿Por qué has venido, hermano? —⁠gritó Argonis tras agacharse en un
nicho cuando unos proyectiles de alto calibre se dirigieron hacia la trinchera.
Volk fue hacia el lado opuesto. Una bala golpeó su hombrera izquierda y
sintió que los músculos se le desgarraban cuando el proyectil le atravesó la
armadura. Las runas de objetivos se volvieron de color ámbar en sus ojos
mientras buscaban un objetivo en el que fijarse. Disparó dos veces. El primer
proyectil recorrió la trinchera, y el segundo golpeó el muro de rococemento.
El polvo y las astillas surgieron de allí como si de una fuente se tratase.

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Argonis ya había aprovechado la cobertura que ofrecían para avanzar. Más
proyectiles pasaron cerca de ellos. Volk lo siguió.
—Para recordar —gruñó a través del comunicador.
—¿Recordar qué? —preguntó Argonis.
—Lo que estamos abandonando —⁠repuso Volk.
Argonis estaba tres zancadas delante de él cuando salieron del polvo. Un
arma de gran calibre salía de un anillo de disparo en una barrera de
plastiacero colocada en la trinchera. Volk pudo ver el brillo del casco del
artillero. Hundió un hombro y cargó. Normalmente habrían usado granadas,
lanzallamas y una tormenta de proyectiles de bólter para destrozar el
emplazamiento, solo que el lujo de aquellos métodos no era más que un
recuerdo ahora.
El arma disparó, pero apuntó demasiado alto. Volk tuvo un segundo para
preguntarse por qué el artillero había disparado lejos antes de que un hacha se
dirigiera contra él.
El Ultramarine había estado esperando en un nicho tallado en el muro de
la trinchera. Volk lo habría visto si no fuera porque el arma había sido
disparada en el momento ideal para que el Ultramarine lo sorprendiera por
completo. El campo de energía que rodeaba la hoja se encendió mientras esta
descendía. Volk se volvió y alzó el brazo. Estaba en una mala posición y sin
mucho equilibrio. Era consciente de ambos hechos con tanta claridad como si
se hubiera detenido el tiempo cuando vio la mirada roja del casco del
Ultramarine. Había laureles dorados en las sienes del guerrero y diminutas
alas de águila en los dedos que empuñaban el hacha.
Unos proyectiles de bólter golpearon al Ultramarine, y el zafiro y el oro se
convirtieron en metralla. El guerrero se tambaleó. Volk empujó hacia delante
con toda su fuerza, y el golpe del hacha falló. Su hombro se estrelló contra el
pecho del Ultramarine y lo empujó contra el muro de la trinchera. El
rococemento crujió ante el impacto. Salió sangre de la armadura destrozada
del costado derecho del guerrero. Estaba herido, aislado, pero era un hijo de
Ultramar.
Volk empuñó su espada. La hoja era corta y pesada, y contaba con una
punta retorcida. La blandió hacia arriba para golpear al legionario en la unión
de la armadura bajo el brazo, pero el Ultramarine se retorció, y el pomo del
hacha de energía golpeó a Volk en el ojo derecho. Sintió que su estocada
rozaba la pechera del guerrero. Alzó el antebrazo y clavó el codo en la placa
frontal de su oponente. El visor de cristal se rompió, y la ceramita se agrietó.
El Ultramarine se lo sacó de encima con un empujón y alzó una pistola bólter.

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Sangre resbalaba por las mejillas de su casco. Volk sabía lo que iba a suceder
cuando se separaron. El Ultramarine alzó su arma para disparar.
El cuchillo de energía de Argonis le cortó la mano al Ultramarine justo por
debajo de la muñeca, y Volk clavó la punta de su espada en el cuello del
guerrero. La goma vulcanizada y los cables se partieron, y la punta golpeó la
carne. Volk notó que la hoja chocaba contra la parte trasera del cuello de la
armadura. La sangre brotó. Volk sostuvo el peso del guerrero muerto durante
un instante. Cogió una granada del cinturón del Ultramarine, arrancó su
espada, se volvió y lanzó la granada por el anillo de disparo del
emplazamiento del arma. La explosión dobló las placas de metal desde dentro.
Un par de Iron Warriors con martillos con cabeza en forma de pico corrieron
en aquella dirección.
Volk se arrodilló y empezó a recoger munición, granadas y armas del
Ultramarine muerto. Argonis se plantó a su lado, empuñando el cuchillo y el
bólter.
—¿Es esto lo que querías recordar? ¿Luchar como un ave carroñera
hambrienta de balas?
Volk se enderezó y miró a quien antes había sido su amigo.
—La Cuarta Legión luchó las batallas del Emperador donde nadie más
quería participar. Luchamos, masacramos y sangramos en lugares olvidados.
Estuvimos abandonados, siempre obedientes y siempre mal utilizados. El
primarca creía que nuestro destino podía ser diferente, que podríamos ocupar
otro lugar en el futuro que forjaría Horus. —⁠Volk señaló con su espada
ensangrentada el Ojo de Horus, rojo y dorado, sobre la armadura de
Argonis⁠—. Quería recordarme a mí mismo que algunas cosas nunca cambian.
—Límite de gasto de munición alcanzado —⁠transmitió el sargento por el
comunicador⁠—. Preparaos para la retirada.
Volk pasó por el lado de Argonis para dirigirse de vuelta a través de la
trinchera hacia el lugar en el que habían alcanzado la línea. Antes de la orden
del Señor de la Guerra de reunirse en Ullanor, podrían haber sido capaces de
defender las tierras que acababan de ocupar. Ahora, se verían obligados a
abandonarlas. En menos de un día, no contarían con tropas suficientes en la
fortaleza para defender los lugares que aún tenían. En aquello se convertían
las batallas en los mundos fronterizos de Ultramar: cada victoria sería un
retraso de una duración cada vez más corta.
—Este es el principio de la victoria —⁠dijo Argonis, detrás de Volk⁠—.
Incluso si no lo podemos ver desde aquí, la victoria se acerca.

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—Ah, ¿sí? —repuso Volk—. ¿Eso es lo que crees o lo que esperas? —⁠Se
volvió. El humo negro se dirigía hacia la trinchera desde un lugar situado más
abajo en la montaña. El estruendo de una explosión distante resonó en el
ambiente⁠—. Obedeceremos, hermano. El final era tan solo un sueño, pero
¿qué importan los sueños?

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Parte dos
El imperio en llamas

Página 76
Cinco
«Ekaddon»
Suspiró y cerró los ojos por un momento. La sangre le caía del rostro y de los
hombros. No había tenido tiempo de coagularse. Sus corazones ya se estaban
asentando en un ritmo lento y constante. Era una de las cosas que creía echar
de menos de la humanidad: la sensación de agotamiento, la falta de aliento, el
latido rápido de un solo corazón en el pecho. La ascensión genética que
convertía a un hombre en un guerrero de las legiones se lo había arrebatado.
Abrió los ojos. Los restos de quince servidores de combate lo rodeaban.
Sangre brotaba de su carne y aceite de sus partes mecánicas. Todos ellos
habían sido conversiones recientes, hechos de un fuerte ganado procedente de
la chusma de esclavos de las cubiertas inferiores. Todos ellos habían sido
asesinos, aquellos que nacían de situaciones donde uno debía convertirse en el
depredador si no quería ser la presa. El Mechanicum les había dejado sus
funciones motoras completas y las partes del cerebro que contenían sus
instintos de combate. Los aumentadores de agresión, injertos de nervios e
implantes de armas habían mejorado sus habilidades desde la efectividad
hasta alcanzar el estadio de la matanza inhumana. Era lo mínimo que había
exigido a los tecnosacerdotes, y estos habían cumplido.
Aun así… tenía que confesar que el resultado le parecía decepcionante.
Otros podían preferir la espada, el bólter o un hacha, como la que
empuñaba en aquel momento, pero el cuchillo era el alma de un asesino.
Aquella era la lección de Cthonia, una que había aprendido en otra vida
gracias a los gritos ahogados de aquellos que iban a morir en túneles oscuros.
Era un recuerdo del mundo que lo había visto nacer y de la breve niñez que lo
había formado. Contenía una… verdad. Solo el hermano de sangre, que había
acudido con él a la legión, era tal vez mejor que él en aquel tipo de asesinato.
Relajó los hombros y recorrió la cámara lentamente, con los pies descalzos
que salpicaban en los charcos de sangre y aceite. Volvió a colocar el hacha en

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el expositor de armas tras activar su campo de energía un instante para
quemar la sangre de la hoja. Estaba desnudo de la cintura para arriba, y los
tatuajes y las marcas que cubrían su piel se estiraban cuando tensaba y relajaba
cada parte del cuerpo. Las marcas eran principalmente geométricas, las líneas
irregulares del idioma de las bandas de Cthonia. No se trataba de un lenguaje
sofisticado, pues la elegancia no era necesaria cuando el propósito principal
era amenazar. En las sombras o en la oscuridad total de los túneles de
Cthonia, se debía poder leer tanto por la vista como por el tacto, por lo que las
marcas se tallaban con profundidad en la piedra o en el metal con la punta de
una hoja. Era un idioma de cortes hecho por asesinos. A Kalus Ekaddon le
parecía tan divertido como apropiado.
Observó el expositor de armas. Era un buen asesino, siempre lo había sido.
Lo había aprendido con facilidad cuando era niño, aquello lo había mantenido
con vida y, más tarde, le había proporcionado todo lo que conocía. El orgullo,
la posición —⁠aunque no fuera muy alta⁠— y la fraternidad habían procedido
del filo de su hoja o del cañón de su pistola.
Se apartó del expositor y empuñó la daga que llevaba envainada en el
muslo. A pesar de que en aquel momento había un generador de energía
situado en la base de la hoja, era la misma arma que había traído de Cthonia:
de hoja recta, punta estrecha, afilada en un lado y con una sangradera en el
otro. Había engastado una moneda reflectante en el pomo y la había
barnizado hasta que tuviera la misma consistencia que la empuñadura. La giró
con rapidez entre una empuñadura recta y del revés, y abrió la boca para
llamar a la siguiente oleada de servidores.
Un sonido metálico se produjo en la cámara de práctica cuando la
cerradura de las puertas se abrió. Ekaddon se volvió para ver que empezaban a
abrirse y que Falkus Kibre entraba en la sala. La vibración susurrante de su
armadura de exterminador tembló junto con los nervios de Ekaddon mientras
este observaba cómo el Enviudador caminaba hacia él. El legionario no se
movió, sino que mantuvo el rostro quieto en su típica expresión casi
desdeñosa.
—Hermano —lo saludó Kibre tras detenerse. Incluso sin la armadura de
exterminador, Kibre era enorme; con ella, era una montaña de superficie
azabache y filos romos.
—Falkus —le devolvió el saludo Ekaddon⁠—. Estás demasiado cubierto si
vienes a probar tus habilidades.
Kibre soltó un ligero gruñido, que podría haber sido una carcajada, y
avanzó por delante de Ekaddon, con las botas aplastando los cadáveres de los

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servidores hasta reducirlos a polvo. Caminó por todo el foso de
entrenamiento y volvió la cabeza para observar los restos.
—¿Te preocupa estar perdiendo tus facultades, hermano? —⁠preguntó
Kibre finalmente, dándole un pequeño empujón con la punta de la bota a una
cabeza decapitada.
—Uno solo sirve de algo si afila dichas facultades —⁠contestó Ekaddon.
—Cierto —gruñó Kibre—. Muy cierto… —⁠Hizo un ademán con la cabeza
hacia el cuchillo que sostenía Ekaddon⁠—. ¿Has hecho todo esto con eso?
Ekaddon negó con la cabeza.
—Este es para la siguiente tanda.
—Te gustan tus juguetes de la infancia, ¿verdad, hermano? He oído que
intentaste matar al guerrero que trató de quitártelo en Cthonia cuando te
reclutaron. Los rumores dicen que perdió un ojo por tu culpa.
—No fue así —dijo Ekaddon.
—Nada más que rumores, entonces… —⁠continuó Kibre⁠—. ¿Quién fue
que te recogió de los túneles? ¿Sejanus? ¿El que se oye a medias?
—Ya sabes quién fue —repuso Ekaddon con cuidado.
Kibre volvió a dirigir la mirada al cuchillo en la mano de Ekaddon y luego
la alzó hacia donde el cordel de plata sostenía el disco de obsidiana perforado
contra su antebrazo. A pesar de que el torbellino de plumas, garras y ojos
tallados en el disco eran invisibles en la oscuridad de la cámara de
entrenamiento, sabía que estaban ahí: el eco de un patrón de sus sueños. Lo
había atado allí mientras entrenaba y luego volvería a colgárselo del cuello.
Aún no se había acostumbrado al peso y al roce contra su piel.
—Lealtad… —dijo Kibre, recalcando la palabra de forma deliberada⁠—.
Estos tiempos que corren son difíciles, desafiantes. —⁠Ekaddon oyó el peso que
le había otorgado a la palabra.
—¿Te refieres a tu disputa con Maloghurst? —⁠Sintió una punzada de
placer cuando Kibre parpadeó⁠—. No pertenezco al Mournival, hermano, pero
porto el mismo negro que tú. Somos la Primera Compañía. Protegemos,
observamos y oímos…
—No podemos confiar en él —⁠lo interrumpió Kibre.
Ekaddon alzó una ceja sin perder su expresión habitual.
—El Señor de la Guerra confía en él.
Kibre apretó la mandíbula antes de soltar un gran suspiro.
—El Señor de la Guerra… en su… retiro no puede ni confiar ni condenar.
Debemos hacerlo por él. Somos sus guardianes.
Ekaddon mantuvo su ceja alzada.

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—¿Y Abaddon? ¿Qué dirá nuestro primer capitán?
—Está lejos de aquí, pero estaría de acuerdo. —⁠Hizo una pausa⁠—.
Aximand lo está.
—¿Y Tormageddon? —preguntó Ekaddon⁠—. ¿Qué piensa la criatura? ¿Ha
escogido un bando? Porque es de eso de lo que estamos hablando, ¿no? De
escoger un bando, de establecer una línea. Maloghurst quiere usar algún tipo
de brujería… ¿Para qué? ¿Para revivir al Señor de la Guerra? Y tú y Aximand
creéis que la brujería que enseñan aquellos que son como Erebus y Lorgar no
es de fiar, y que el Señor de la Guerra se recuperará por sí mismo.
Kibre no respondió. Ekaddon esbozó una amplia sonrisa que no contenía
nada de humor.
—No confías en mí. No sabes si estaría de tu lado si me dieras la orden de
destripar a Maloghurst en la cubierta, ¿verdad? —⁠Soltó un resoplido y lanzó el
cuchillo al aire, que giró mientras caía. Lo atrapó al vuelo, lo lanzó una vez
más y lo atrapó con la otra mano antes de lanzarlo otra vez, con una sonrisa
mientras el cuchillo giraba y relucía⁠—. Todos somos asesinos y traidores aquí,
¿no te has enterado, hermano? Cuento con doscientas siete muertes por mi
propia mano entre Isstvan y Beta-Garmon para demostrar que no se debería
confiar en mí.
—Hablo en serio, hermano —gruñó Kibre.
—Yo también —dijo Ekaddon, y atrapó el cuchillo con el pulgar y el
índice cuando pasó delante de él con un destello. Lo mantuvo firme⁠—. Soy
capitán de las Guadañas. Llevo el negro de la Primera Compañía. He matado
en más de una ocasión. He estado al lado del Señor de la Guerra y a tu lado, y
nunca he dudado en matar bajo la voluntad de nuestro señor. ¿Qué es lo que
cuestionas de todo eso?
—Tu… logia —respondió Kibre, como si la palabra le supiera amarga y
fuera afilada.
Ekaddon soltó una carcajada y se volvió.
—No es ninguna logia, hermano. Los días de la logia llegaron a su fin,
pues su propósito ya se cumplió. Seguro que lo recuerdas, ¿o tal vez no sabrías
decirme? —⁠Cargó las antiguas palabras de secretismo con burla y vio un
destello en los ojos del Enviudador. Dejó que su propia satisfacción se
mostrara en su sonrisa⁠—. Ambos estábamos allí y ambos sabemos la verdad
ahora: no hay ninguna logia, ningún Erebus que controle los hilos para
favorecer sus propias motivaciones. Todos pertenecemos a una logia ahora, y
esa logia es la Legión del Señor de la Guerra. —⁠Amplió la sonrisa, lo que

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mostró las runas negras y plateadas de sus dientes⁠—. Todas las demás están
muertas.
—Tus Catártidos… —empezó a decir Kibre.
—Siempre han existido hermandades entre guerreros, incluso en Cthonia.
Lo recuerdas, ¿verdad? Los Catártidos no me siguen a mí. No siguen a nadie.
Siguen unos principios: la voluntad, la fuerza y el poder. Se trata del
individuo, no del colectivo. Ya ves, ni siquiera se trata de un secreto. Te
ofrecería reclutarte, pero creo que no sería lo tuyo. Kibre mantuvo la mirada
fija en la sonrisa de Ekaddon durante un largo momento antes de negar con la
cabeza.
—Tendría que haberte matado hace mucho tiempo —⁠dijo finalmente.
—Tendrías que haberlo intentado —⁠replicó Ekaddon⁠—. Así, al menos, no
habríamos tenido que mantener esta conversación.
Ambos se habían quedado muy quietos. Ekaddon seguía sonriendo, y los
ojos hundidos de Kibre se mantuvieron sombríos y sin parpadear.
Entonces, el Enviudador soltó una carcajada que sonó como un disparo, y
su armadura gruñó mientras se volvía, negando con la cabeza.
—Por mucho que hayamos hecho juramentos de sangre, haces que odiarte
sea muy fácil —⁠dijo.
Ekaddon inclinó la cabeza.
—Es uno de mis muchos talentos —⁠repuso⁠—. Pero has venido aquí para
averiguar si estaría de tu parte en el caso de que tú, Maloghurst y Aximand
decidáis destrozar a la legión. Si todavía quieres una respuesta, te la doy: me
da igual. Me da igual si Maloghurst tiene razón o si la tienes tú, si Aximand
accede o no. No me importa. Es tu lucha, no la mía.
—¿Como en Cthonia?
Ekaddon se encogió de hombros.
—Igual, sí.
—Si llegamos hasta ese punto, ¿estás de parte del Retorcido o de la
nuestra?
—Estoy de parte de quien siempre he estado. Estoy de mi parte y de parte
de Lupercal —⁠dijo Ekaddon, negando con la cabeza⁠—. Pero tú, hermano…, si
decides que todos los que no estén de tu lado están en tu contra, tendrás
menos amigos de los que ya tienes.
Kibre alzó la barbilla ligeramente.
—Maloghurst dice que está ayudando al Señor de la Guerra, que sus
planes y su brujería son algo necesario. ¿Esas palabras no te harían pensar que
ese camino es el correcto?

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En ese momento fue Ekaddon quien empezó a reír.
—Me conoces demasiado bien como para pensar eso, Falkus.
—Capitán Kibre —gruñó, aunque luego asintió⁠—. Y sí, supongo que es
así. Solo asegúrate de que eso no cambie. Siempre has sido un buen soldado,
Kalus.
Falkus Kibre se volvió y salió del círculo de entrenamiento, con el susurro
chirriante de su armadura alejándose hacia las sombras. Ekaddon observó
cómo se marchaba el capitán de los Justaerin y luego se volvió hacia el círculo
vacío de la cámara de práctica.
Movió los hombros y notó que los músculos se le relajaban.
—Repetir parámetro de entrenamiento anterior —⁠dijo, y oyó que los
servidores de control traqueteaban a modo de respuesta⁠—. Aumentar
agresión de los servidores de combate al máximo.
—Entendido —respondió el servidor de control. Ekaddon se pasó el
cuchillo de una mano a la otra. Kibre siempre había sido un alma simple y
directa. Había aceptado la respuesta de Ekaddon, pero no había pensado en
formular la pregunta que realmente importaba.
Quince servidores de combate crujieron al avanzar. Las sierras cobraron
vida, y los manguales de energía y las lanzas de pistones se alzaron.
La pregunta no era qué creía Ekaddon que era lo correcto, ni quién estaba
en lo cierto, pues aquello no le importaba. La pregunta era cuál de los dos
bandos le daría lo que quería.
—Activar —gruñó, y los servidores cargaron hacia delante.

Layak

Orcus era un mundo mancillado.


Nunca había sido bello. En otros tiempos, las nubes se habían
arremolinado sobre la mayor parte de su superficie, que había estado repleta
de matorrales. Sus mares y océanos habían sido del color oscuro del vino
envenenado. El hielo había cubierto sus polos, y su frío se había extendido
hasta las cadenas montañosas por el azote del viento. Los colonos humanos
habían encontrado aquel planeta en una de las eras sin medida de la Vieja
Noche. Orcus no había tratado muy bien a sus hijos adoptivos. Lo único que
quedaba de las generaciones que habían tratado de vivir en su superficie eran
pequeños grupos de humanos que vivían aterrorizados por algún miedo
inespecífico. Cuando la Gran Cruzada encontró el planeta, los iteradores

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fueron capaces de descubrir que los maltrechos humanos, envueltos en pieles,
creían que vivían en el borde del reino de los muertos, que estaban malditos.
Tenían razón, por supuesto. Layak observó cómo la superficie de Orcus se
alzaba ante él y se preguntó si los portadores de la Verdad Imperial se habrían
parado a pensar si aquellos a quienes estaban intentando «iluminar» ya veían
la verdad perfectamente. Al fin y al cabo, Orcus sí que era un planeta situado
al borde de otro reino.
En aquellos momentos estaba suspendido en el cielo como un cráneo roto
en el campo de batalla de unos dioses olvidados. Unos incendios del tamaño
de continentes habían arrasado con los bosques de su superficie. Las cargas
térmicas habían convertido sus polos helados en vapor, y unas nubes de
cenizas grises lo cubrían todo como si de un manto se tratase. Solo quedaban
las montañas, que rasgaban la oscuridad iluminada por los relámpagos. Varias
estaciones del vacío rodeaban el planeta, y algunas naves atravesaban el vacío
lleno de polvo para llevar guerreros peregrinos que alimentaran su oscura
boca.
—¿Había un motivo para quemar este lugar más allá de la devoción
ritualista? —⁠preguntó Layak mientras se acercaban al torbellino gris de la
atmósfera de Orcus en su barcaza lanzadera⁠—. Mi señor —⁠añadió.
—Es algo bello, ¿no crees? —⁠dijo Lorgar⁠—. Algunos de tus hermanos han
visto este lugar y han afirmado que podían sentir el aliento de los dioses en sus
rostros.
—Sí —repuso Layak, pronunciando la palabra con cautela. Se había
sentido extraño desde que Lorgar le había contado qué papel iba a interpretar
en el plan para reemplazar a Horus como Señor de la Guerra⁠—. Están
bendecidos —⁠continuó.
—Nunca has contemplado las puertas hacia los caminos laberínticos,
¿verdad? —⁠inquirió Lorgar mientras el paisaje al otro lado de las ventanas en
forma de arco de la barcaza se convertía en un manto gris arremolinado.
—No he tenido ese honor —contestó Layak.
—Es… interesante. Tal vez incluso conmueva tu alma.
—Quizá, mi señor.
Lorgar clavó la mirada en él sin parpadear. La máscara de Layak se
contrajo sobre su rostro y los ganchos de hierro arrancaron lágrimas de sangre
de sus mejillas. Layak le devolvió la mirada al primarca. Además de ellos dos,
solo sus esclavos de espada se encontraban en la bodega de la barcaza
lanzadera. Si bien aquel espacio podría haber albergado a cincuenta

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legionarios con sus respectivas armaduras, Lorgar había ordenado que
viajaran solos a la puerta entre mundos.
—Observa —le pidió Lorgar, volviendo la mirada hacia el paisaje más allá
de las nubes de cenizas.
La barcaza lanzadera encendió sus propulsores de altitud y se estabilizó.
Las nubes se volvieron menos espesas. Un pico roto de piedra negra sobresalía
entre la oscuridad. La barcaza viró alrededor del dedo de piedra. Unas luces
penetrantes se encendieron en su casco y apuntaron hacia abajo. Las nubes
que los rodeaban desaparecieron de repente, y la capa intacta sobre sus
cabezas pareció ser una tapa pegada al cielo. El aire limpio descendió. Unos
destellos de luz revelaron los escarpados flancos de las montañas negras, que
se alzaban ante ellos conforme continuaban su descenso. Una lluvia negra caía
sin cesar.
La barcaza giró y pasó entre las caras de dos acantilados. Layak vio el brillo
de los fuegos que ardían en algún punto en la gran cuenca que había más allá.
La nave atravesó el paso entre las montañas.
El suelo caía y caía. Muy para su disgusto, Layak sintió una punzada de
vértigo. La oscuridad se extendía ante sus ojos, descendía y descendía sin fin.
Había una herida abierta en la piel del planeta. Los explosivos y los
quemadores de piedra habían arrancado media montaña y habían cavado un
conducto lo suficientemente amplio como para que cupiera un acorazado.
Unos cristales fundidos relucían sobre los lisos muros. Unas enormes grúas
metálicas descendían por todo el agujero haciendo espirales, y unas redes de
vigas y cables las sostenían contra la roca lisa como el cristal. Las torres de
antorchas moteaban las grúas y desprendían llamas incandescentes hacia la
oscuridad cargada de lluvia. Los cadáveres de los sacrificios colgaban de
cadenas bajo las plataformas. Las estructuras que cubrían las partes más altas
parecían haber sido fabricadas de la propia carne de la montaña: los tejados de
los templos, las armerías y los almacenes estaban repletos de palabras talladas
en la piedra negra.
Sin embargo, Layak podía ver que la oscuridad descendía mucho más allá
de la estructura más profunda. Mientras la observaba, un trueno golpeó el
muro del conducto y recorrió ambos costados. Por un segundo, tuvo la
impresión de haber visto una lengua que salía de la boca de una enorme
bestia.
La barcaza activó los propulsores para quedarse flotando sobre el
acantilado y empezó a descender. Las torres de antorchas soltaron llamas
azules por el calor a modo de saludo. Los edificios de las grúas se hicieron más

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grandes, y Layak se percató de que el abismo que había bajo ellas les había
arrebatado su gran tamaño, pues se trataba de templos y salas de reuniones
donde podrían caber manípulos de titanes, o decenas de miles de tropas.
Aquella era una estación de paso en el camino hacia la dimensión alienígena
conocida como la Telaraña. Las máquinas de guerra, los guerreros y el
equipamiento acudían a aquel lugar, recibían las bendiciones de los sacerdotes
de la verdad primordial y continuaban hasta adentrarse en la oscuridad del
reino laberíntico.
La abertura hacia la Telaraña no la habían hecho los Word Bearers, sino
que era algo ancestral, restos de una guerra entre razas antiguas que ya se
habían extinguido. No obstante, los dioses recordaban, y sus demonios habían
guiado a Lorgar hasta Orcus y hacia otros planetas donde podían volver a
abrir las puertas entre mundos. Algunas puertas habían quedado anegadas
bajo océanos, mientras que a otras las rodeaban desiertos y los huesos de
ciudades muertas. Una selva alienígena había crecido alrededor de la puerta
de Lasil X y la había asfixiado con sus enredaderas de un metro de ancho. En
Orcus, la puerta esperaba sumida en la oscuridad, muy por debajo de la luz de
la tierra que había encima de ella; había esperado y expandido sueños extraños
por el mundo. Luego Lorgar la había encontrado, y sus sirvientes habían
excavado un agujero entre las montañas que conducía directamente hasta sus
fauces.
Layak se percató de que Lorgar lo estaba observando mientras descendían
hasta la plataforma más baja que rodeaba el conducto.
—Es algo magnífico, ¿verdad? —⁠dijo el primarca.
La barcaza lanzadera se sacudió por el impulso de los propulsores de
aterrizaje, dio la vuelta y se asentó sobre una amplia plataforma que sobresalía
del muro del conducto. Las puertas a un lado de la barcaza se abrieron hacia
arriba, lo que provocó que el viento entrara en la nave, además del olor a
lluvia y ceniza. Layak esperaba ver a un grupo de suplicantes en la plataforma
de aterrizaje, pues aquellas cosas perseguían a Lorgar como una sombra; pero
en su lugar, solo había diez figuras formando un semicírculo y ataviadas con
unas túnicas carmesíes con capucha. Las gotas de lluvia siseaban a un metro
de ellos y explotaban en forma de vapor antes de tocar el suelo. Una niebla
provocada por el calor los rodeaba y ocultaba sus formas. Algunas de las
figuras eran altas y escuálidas, mientras que otras eran bajas y corpulentas
bajo sus túnicas. Algunas parecían casi humanas. Todas relucían en la vista
llena de runas de la máscara de Layak. Unas voces en incontables lenguajes le

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susurraban al oído al mirarlas. Por primera vez en mucho tiempo, se sintió
paralizado.
Se trataba de los Oráculos de la Santa Cinérea. Todos ellos eran augures
sagrados que reverenciaban a la Dama Bendita y que podían leer las mareas de
la disformidad. Vivían bajo la protección del primarca y eran casi tan
estimados como la Santa Perdida del Panteón. Pocos miembros de la legión
habían visto alguna vez a los Plañideros, como algunos los llamaban. El propio
Layak nunca se había encontrado con ellos y había pensado que eran una
indulgencia del sentimiento. En aquel momento, se percató de lo equivocado
que había estado.
Las diez figuras carmesíes hicieron una reverencia cuando Lorgar avanzó
hacia ellas. Si bien cualquier otro mortal se habría arrodillado con la cara
apoyada sobre la piedra húmeda de la plataforma, ellos simplemente
inclinaron la cabeza encapuchada durante tres latidos antes de volver a alzarla.
—Su Santidad —dijo una voz entre las diez figuras. A Layak le sonó
femenina, aunque crujía y se plegaba con una armonía que hacía que las
protecciones talladas en el interior de su armadura ardieran⁠—, su llegada ha
sido susurrada en la sangre de los moribundos, y su voluntad está escrita en la
luz de la tormenta.
—Buenos augurios —comentó Lorgar.
—Los buenos y los malos augurios son todos iguales si se ven desde la
eternidad.
Lorgar esbozó una ligera sonrisa.
—Eso parece —repuso—. No reconozco tu voz. ¿Con quién hablo?
La figura no respondió, sino que volvió la cabeza encapuchada hacia
Layak, quien notó que se ponía tenso.
—Trae a su hombre vacío con usted —⁠dijo la voz.
Layak sintió que los ganchos internos de su máscara se le clavaban en el
rostro y que sus colmillos de plata se alargaban como los de un depredador
que rugía a su rival.
—Me acompañará cuando cruce el umbral.
—¿Qué es lo que busca? —inquirió la figura encapuchada tras devolver su
atención a Lorgar.
—Busco a mi hermano perdido. Busco al ángel del exceso que era Fulgrim.
Las figuras carmesíes sisearon y mecieron la cabeza bajo el terciopelo rojo.
Unas auras fantasmales surgieron de ellos en la vista de Layak y relucieron en
una confusión gris y un miedo azul. Algunas de ellas alzaron los brazos. Layak
pudo ver unos dedos largos y una piel blanca como el pergamino.

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—El Elegido de la Perfección… —⁠dijo una de las figuras más altas. Su voz
era aguda y frágil, como rasgar el borde de un cristal⁠—. Transitar por
semejante camino… Emprenderlo…
—Sé que solo unos pocos pueden completar un viaje así. Es por ese motivo
por el que solo he traído a unos pocos. Yo también he leído los augures.
Necesitaré un guía.
—Por supuesto, señor Aureliano —⁠respondió la figura que había hablado
primero, y alzó las manos para retirarse la capucha. La cabeza bajo la tela
estaba completamente afeitada y tenía rasgos jóvenes, femeninos y sin
cicatrices. Unos tatuajes de hollín le rodeaban los ojos y le caían por las
mejillas a modo de lágrimas irregulares, y los propios ojos estaban velados de
blanco. Salía energía de ellos. Layak se percató de que estaba ciega. Se produjo
una pausa mientras ambos intercambiaban una mirada.
—No te conozco —dijo Lorgar, y Layak pensó que la voz del primarca
contenía tanto duda como certeza.
—¿Cómo puede conocer a todos los que servimos bajo su voluntad?
—⁠repuso la mujer ciega⁠—. Me llamo Actaea. Soy el oráculo de esta puerta.
Caminaré junto a usted y seré su guía.
Layak creyó que Lorgar lo discutiría, pero luego pasó el momento, y el
primarca asintió.
—Estamos bendecidos —dijo.
—Tal vez —replicó Actaea—. No está escrito.

Volk

Perturabo observaba el flujo de datos fríos que provenía del corazón del
Sangre de Hierro. Unas pantallas colgaban del techo a su alrededor, y la
información táctica se desplazaba por ellas en una cascada sin fin. No se
trataba de visualizaciones que convertían los detalles en mapas y lecturas, sino
que eran los datos primarios que procedían de la flota del Sangre de Hierro:
rendimiento de los motores, preparación de las cargas de las armas, márgenes
de error de las posiciones, estado de la tripulación… Todo ello pasaba por las
pantallas, sin diluir y sin resolver. Perturabo había estado absorbiendo todos
aquellos datos durante una hora sin mover más que los ojos. Pese a que la
posición de las pantallas cambiaba de vez en cuando, el Señor del Hierro
permanecía quieto en su centro. Los autómatas de su Círculo de Hierro lo
rodeaban sin estar demasiado cerca, y sus sensores de rayos verdes
parpadeaban desde sus ojos y escaneaban todos sus alrededores.

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Volk había vuelto de la superficie tras su último ataque en la ladera de la
montaña. La tierra de la trinchera aún se aferraba a los arañazos de su
armadura, lo que resaltaba en aquel lugar tan estéril. Solo se había encontrado
en el strategium del Sangre de Hierro en una ocasión y, al igual que la vez
anterior, en aquel momento se encontró sumido en el silencio. Otros, aquellos
que veían a la legión como los rompedores de fortalezas y creían que el hierro
de su nombre era sinónimo del rugir de los cañones, se habrían sorprendido
de la tranquilidad que rodeaba aquel lugar.
La cámara era circular y con el suelo situado a varios niveles para que los
controles de sistema se alzaran del espacio abierto del centro hasta un tejado
abovedado hecho de metal sin pintar. Cientos de servidores estaban sentados
en bases con tubos y cables, con la piel grisácea por los años que habían
pasado sumidos en una oscuridad perpetua. Los siervos de uniforme negro se
movían en silencio entre ellos. Desplegados por toda la sala y ataviados con
túnicas blancas, los tecnosacerdotes se encorvaban sobre paneles de control;
sus manos metálicas repiqueteaban con suavidad cuando apretaban botones y
ajustaban diales. Todos ellos llevaban a cabo sus tareas casi sin pronunciar
palabra. La cámara se encontraba situada en algún lugar recóndito del casco
del Sangre de Hierro, y sus pasillos estaban vigilados por esclavos en nidos de
torretas y manípulos cibernéticos.
En otras naves, el puesto de mando habría estado situado en el puente,
bajo la luz de las estrellas que entraba por unas ventanas enormes, pero no en
el Sangre de Hierro. Incluso antes de las primeras batallas de la guerra,
Perturabo había mantenido el interior de la nave sellado y lejos de la vista del
vacío del espacio. En parte, aquello se debía a la practicidad, pues las ventanas
eran puntos débiles en el casco y no ofrecían ninguna ventaja bélica. Además,
su ausencia ayudaba a la concentración; todo lo que había para ver se
encontraba delante de uno y nada debía distraer los sentidos. Volk sospechaba
que la última razón era una que Perturabo había aprendido a partir de la
fabricación de vehículos de asedio y que había vuelto a comprobar durante la
última década de luchas contra guerreros que poseían las mismas capacidades
base que la IV Legión: un puente típico, situado en la parte alta del casco de
una nave, era un objetivo demasiado fácil.
—Todos los elementos están en su lugar —⁠dijo Perturabo en una voz baja
que igualmente resonó por la cámara⁠—. Comenzad la primera fase.
—Como ordene —respondieron los siervos. El zumbido de los sistemas de
control se mezcló con el murmullo de la tripulación, que se transmitían
órdenes unos a otros. Las vibraciones de la nave eran una nota base que se

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alzaba a través de los pies de Volk. Había intentado leer y recopilar los datos
que pasaban por delante de Perturabo, aunque acabó rindiéndose, pues había
demasiados. Pese a que había escalado puestos por la jerarquía de la legión y
pasado por capas de condicionamiento mental que le permitían funcionar a
unos niveles de complejidad táctica que quebrarían a la mayoría de mentes
mortales, aquello era como intentar beber de una cascada. Podía leer
generalidades e impresiones borrosas de la realidad que se encontraba en el
vacío al otro lado de la nave, pero nada más.
Argonis se quitó el casco y lo colgó de su cinturón. La luz de las pantallas
de datos se le reflejaba en los ojos. Volk supo que el emisario estaba a punto de
hablar.
—Deseas ver que la orden del Señor de la Guerra se lleva a cabo —⁠dijo
Perturabo tras volver la mirada hacia Argonis. Su piel estaba pálida como el
pergamino y estirada sobre el cráneo. Su armadura siseó cuando los pistones
ocultos se flexionaron como si fueran músculos.
Argonis asintió.
Perturabo hizo un gesto y un cono de luz apareció. Krade y su sistema
brillaron de color verde en la proyección. Una espiral de naves se extendía
desde el polo norte del planeta, y cada una de ellas estaba marcada de color
verde también.
La flota enemiga se había quedado observando, a la espera de ver lo que
estaba haciendo el Señor del Hierro. Los datos de los sensores recorrieron
todas las naves enemigas. La mayoría eran naves de guerra de tonelaje medio,
pilotadas por humanos. Dos de ellas eran mastodontes del vacío. El Acresas y
el Nebulanato eran barcazas de guerra de la dinastía Cassini, señores exiliados
de los clanes del vacío Jovian, que procedían del borde de la galaxia. A su lado
flotaba la punta serrada de un crucero de las Legiones Astartes. Las placas de
bronce del Cónsul de la Eternidad relucían, y el símbolo de los Ultramarines
estaba situado encima de su proa, en las garras de un halcón plateado. Se
trataba de unas fuerzas considerables, no lo suficiente como para establecer un
bloqueo sobre un planeta, pero sí más que de sobra para pelear por él. Volk
observó el holograma y echó un vistazo a todos los grupos de enemigos para
asimilar su posición. Argonis dijo lo que pensaba en voz alta.
—Eso es la Daga de Orión —señaló el emisario, haciendo un ademán
hacia el patrón de despliegue de las naves enemigas⁠—. Los Ultramarines son
cautos, pero atacarán en cuanto esté claro lo que pretenden nuestras naves.
—Veo que, además de un embajador, eres un estudioso de la guerra del
vacío —⁠comentó Perturabo⁠—. Dime, pues, ¿qué es lo que harías para salir del

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sistema?
Argonis no dudó antes de contestar.
—Enviar a dos fuerzas sustanciales que se dirijan a la parte interior del
sistema y provoquen un contraataque para luego avanzar con su flota
directamente contra aquellos que intentan contenerlo. Ataques concentrados
y avance a máxima velocidad para atravesarlos.
—Simple y directo —contestó Perturabo con voz ronca⁠—. Casi puedo
saborear las cenizas de Cthonia en ese plan. —⁠Perturabo entornó los ojos tras
apartar la mirada del emisario para dirigirla de nuevo hacia las pantallas de
datos⁠—. Aun así, nos enfrentamos a los perros de Guilliman, y por muchos
defectos que tengan, no son idiotas. —⁠Soltó un suspiro y alzó la mano. La
cápsula de armas colocada en su espalda liberó gas de refrigeración con un
siseo. Separó los dedos, lo que hizo sonar una melodía de engranajes suaves.
El zumbido de los motores distantes aumentó de volumen. En la proyección,
el marcador del Sangre de Hierro comenzó a moverse.
—Ya han previsto que parte de la flota pueda estar intentando salir. —⁠Las
señales y los marcadores de datos brillaron entre las naves de los Iron
Warriors⁠—. Ya han concedido ese hecho. —⁠La flota del Sangre de Hierro
estaba acelerando. La formación en espiral de las naves empezó a rotar a
mayor velocidad⁠—. Tu plan aún podría funcionar, aún podríamos salir. Las
bajas serían casi idénticas a las que se van a producir.
Volk observó cómo los elementos de los enemigos empezaban a
responder. Las advertencias de lanzamiento de artillería parpadearon junto a
los grupos de naves. Imaginó el rugido de los torpedos al besar el vacío y el
sonido de los motores al activarse a máxima potencia. Sin embargo, en el
strategium todo estaba en silencio, y el gruñido distante de los reactores de
plasma sonaba como el eco de una tormenta inminente.
—Una solución adecuada —siguió Perturabo⁠—, pero una que no capta el
sentido. —⁠Los iconos que indicaban que las armas estaban listas para la
batalla parpadearon por toda la flota de Iron Warriors⁠—. Nuestra fuerza
cuenta con cuatro elementos. Uno permanece aquí para contener el vacío
hasta que acabe la batalla en la superficie. Dos son flotas de batalla que se
dirigirán a Mondus Kraton y a Numinous, desde donde viajarán a través de la
brecha de Beta-Garmon hacia la reunión en Ullanor…
—Señor Perturabo —lo llamó un siervo táctico desde las filas de estaciones
de sistemas⁠—. Todos los elementos esperan sus órdenes. —⁠Perturabo no
apartó la mirada de Argonis, quien se la devolvió sin parpadear.

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—¿Sabes cuál es la verdadera naturaleza del hierro? Incluso cuando está
inmóvil, incluso cuando no es más que una mena en el suelo, el hierro sueña,
pues conoce su propósito… —⁠Miró al siervo que había acabado de hablar y
asintió⁠—. Su propósito es cortar…
El siervo se volvió e hizo un gesto a sus subordinados.
—Aplastar… —continuó Perturabo con una voz ronca como una piedra
de afilar sobre una hoja.
Las órdenes crepitaron por el comunicador. Las cascadas de datos
reflejadas en los ojos de Perturabo parpadearon y comenzaron a fluir con
mayor rapidez.
—Y romper.
El holograma estaba rotando para ampliar la vista. Toda la flota de Iron
Warriors estaba colocándose en formación alrededor y detrás del Sangre de
Hierro mientras la enorme nave principal aceleraba. Los grupos de naves
enemigas también se movían; ardían en los vectores de ataque y se deslizaban
contra las estrellas para poder abalanzarse sobre la masa de naves de Iron
Warriors, como halcones sobre una bandada de palomas. No obstante, se
estaban moviendo con demasiada lentitud, y Volk pudo ver en sus
proyecciones teóricas que los comandantes habían imaginado que parte de sus
fuerzas se quedarían cerca de Krade; que, incluso si avanzaban con fuerza, los
Iron Warriors no atacarían con todo lo que tenían, y que no se agruparían con
la rapidez con la que lo habían hecho.
—Siempre he admirado el enfoque directo de Cthonia —⁠dijo Perturabo,
volviendo a clavar la mirada en Argonis, con el brillo de los datos de batalla
que destellaban y cambiaban a su espalda⁠—. El embiste de lanza, la estocada
que acaba con el conflicto. Pero una estocada solo puede ser tan eficaz como el
objetivo al que alcanza.
—No se está retirando del sistema… —⁠empezó a decir Argonis, antes de
que la carcajada de Volk lo interrumpiera.
Volk miró al primarca y contuvo el humor frío que había surgido en él al
darse cuenta de lo que estaban haciendo. Perturabo lo miró de reojo, y en las
profundidades sin luz de la mirada del primarca, Volk vio un atisbo de algo
que no había visto desde hacía mucho tiempo: una conexión, un momento de
entendimiento mutuo tan fuerte que, en aquel momento, sintió que su
siguiente pensamiento era un eco del de Perturabo.
—No lo ves, hermano —dijo Volk—. Crees que nuestro único propósito
es seguir tus órdenes, que somos espadas que se empuñan hasta que dejan de
ser necesarias y se vuelven a dejar de lado.

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La masa de la flota de Iron Warriors estaba avanzando, y una descarga de
cañones disparó hacia donde la nave de Ultramarines se movía junto con su
grupo de naves escolta. Las naves hermanas del Sangre de Hierro se
esparcieron en un amplio cono a su alrededor. El fuego empezó a temblar por
la proyección hololítica. Los valores de datos de los escudos disminuyeron. El
gasto de munición aumentó.
—Pero no somos herramientas para ser usadas —⁠dijo Forrix, tras
colocarse al lado de Volk.
La flota enemiga estaba reaccionando. Dispararon contra los elementos
externos de la formación de los Iron Warriors. Algunas naves murieron. Los
escudos se desvanecieron. Los cascos se abrieron en canal, y lanzaron fuego y
luz hacia la oscuridad. Aun así, el Sangre de Hierro continuaba avanzando, y la
distancia que lo separaba del Cónsul de la Eternidad estaba disminuyendo.
—El hierro está en nuestra sangre, no en nuestras hojas.
Estaban perdiendo naves. Estaban sufriendo. Sin embargo, nada de
aquello importaba. Mientras Volk observaba cómo las naves de los
Ultramarines volaban en espiral y les disparaban, sabía que en aquellos puntos
de luz ante sus ojos había hermanos de su legión que estaban muriendo.
—¿Por qué? —preguntó Argonis cuando el Cónsul de la Eternidad empezó
a arder bajo el fuego de cinco naves.
Perturabo no contestó durante un momento, pues estaba observando
cómo el valor de las bajas aumentaba.
—Porque fuimos creados para construir, pero ahora existimos para
destruir. —⁠Luego alzó la mano y, con un gesto, apagó las pantallas de datos, y
el aire donde había estado la proyección hololítica quedó vacío⁠—. Enviad la
orden para que los elementos de la flota se separen y se trasladen al vacío en
cuanto hayamos cruzado el borde del sistema.
—¿Hacia dónde? —preguntó Argonis al ver que Perturabo se volvía y
empezaba a dirigirse hacia las puertas de la cámara. El Círculo de Hierro
volvió sus miradas verdes hacia el emisario. Unos engranajes delgados
repiquetearon y zumbaron en sus brazos cuando cambiaron su postura
ligeramente. A Volk le recordaron a un guerrero flexionando los músculos de
su brazo dominante. El rostro de Argonis permaneció impasible⁠—. ¿Adónde
nos dirigimos? —⁠inquirió en voz alta.
—Incluso los perros salvajes de Angron necesitan balas y armadura —⁠dijo
Forrix⁠—. Así que vamos a la forja que los alimenta.
—Sarum —añadió Perturabo sin volverse⁠—. Nos dirigimos a la cuna de
los dragones de la guerra.

Página 92
Seis
«Maloghurst»
Maloghurst recorrió el Espíritu Vengativo como un fantasma. Los pasillos por
los que iba eran estrechos y, hasta hacía poco, solo los utilizaban los servidores
mecánicos de menor rango. Las tuberías y los cables amontonados delineaban
las paredes circulares, y el ambiente estaba lleno de estática. Casi no había luz,
pero sus ojos podían captar algunos esbozos para formar una imagen del
mundo en un color gris monocromo. Pese a que una capa holgada le cubría la
armadura, lo que lo escondía de verdad conforme avanzaba no era eso, ni el
velo de los hechizos mágicos que ocultaba el ruido y su figura. Lo que lo hacía
invisible era el simple hecho de caminar por donde nadie más lo hacía.
Había marcas de la incursión de los Wolves en aquel lugar: balas
descartadas, astillas de ceramita, y hollín y polvo provocados por las
explosiones. Maloghurst se abrió paso entre todo aquello mientras escuchaba
con atención el cambio en el pulso de la nave. Estaba alzando anclas, tanto
aquella nave como toda su corte de naves de guerra. Fuera, en la oscuridad,
unos enormes motores estarían desprendiendo plasma hacia el vacío. Las
señales parpadearían de nave a nave. Unas enormes embarcaciones se
colocarían en su posición junto al Espíritu Vengativo. Los motores de vacío
pronto se encenderían y comenzarían a soltar el tejido de la realidad.
Pensó en Aximand, el dubitativo y noble Aximand, el último guerrero
sencillo del Mournival. Pensó en él, de pie en el puente, observando el flujo de
órdenes transmitidas por toda la flota, con la máscara cosida que era su rostro,
fruncida por pensar en la guerra más allá de lo que podía ver. A pesar de que
era un buen comandante que había supervisado la destrucción de planetas
enteros, la comandancia de una guerra como aquella le quedaba grande
incluso a él. Hasta aquel momento lo había sabido llevar, al seguir la dirección
de las últimas órdenes del Señor de la Guerra, pero aquel impulso no tardaría

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en agotarse. Aximand lo sabía, sabía que solo el Señor de la Guerra sería capaz
de contener la tormenta que él mismo había creado.
Sin embargo, ¿qué provocaría en Aximand el comprender aquel hecho?
¿Cómo quedarían teñidas sus acciones por el peso de lo desconocido?
Maloghurst creía saber la respuesta, y era una que no le gustaba.
Se detuvo en un cruce, comprobó la posición en la que se encontraba con
su mapa mental y buscó la trampilla del suelo. Iba bien encaminado, pues allí
estaba, con sus bordes ocultos por el polvo y una capa de corrosión. Se
arrodilló y tanteó con los dedos el tirador. Se detuvo y observó cada una de las
oscuras bifurcaciones del túnel a su alrededor.
—Sé que estás ahí —dijo él—. Tanta teatralidad resulta agotadora.
—Pero la prudencia y la cautela siempre tienen valor —⁠respondió una voz
desde la oscuridad.
Un siseo de aliento y un roce de metal contra metal surgieron de la
oscuridad cuando Sota-Nul se hizo visible, después de que sus mecadendritas
la sacaran de una fisura entre dos tuberías, como una araña que salía de su
madriguera.
Maloghurst notó que estaba apretando la mandíbula. Ver a la
representante de Kelbor-Hal siempre le recordaba el sonido de los
caparazones de los insectos crujiendo bajo el peso de su bota.
—Espero que hayas cumplido con todos los aspectos/requerimientos de tu
plan, Retorcido —⁠comentó ella. Un crujido húmedo surgió de debajo de los
pliegues negros de su túnica. Maloghurst se preguntó si se trataría de una
sonrisa, o tal vez fuera una carcajada⁠—. Si has cometido algún error, es
probable que el resultado no te sea favorable.
—Te agradezco que hayas venido —⁠dijo Maloghurst, tratando de no
apretar los dientes.
—Los valores de sinceridad en tu voz están por debajo de su nivel habitual
—⁠respondió ella⁠—. Claro que te complace que haya venido. Tu plan no tiene
ninguna esperanza de éxito sin mi presencia/cooperación.
Maloghurst soltó un suspiro en silencio. Tenía razón, por supuesto. Aun
así, le habría gustado pegarle un tiro.
—Vámonos —dijo él, estirando la mano hacia el tirador de la trampilla del
suelo.
Sota-Nul alzó una sola mecadendrita. Maloghurst se detuvo por el gesto.
En aquel momento se percató por primera vez de que los tres manipuladores
en la punta de las mecadendritas eran dedos humanos, con la piel amarillenta
como la cera.

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—Un momento —indicó Sota-Nul. Los dedos humanos empezaron a
doblar una articulación a la vez⁠—. Ya —⁠continuó una vez hubo doblado el
último dígito. Una vibración profunda recorrió el suelo y las paredes,
provocada por los motores de vacío al encenderse en las profundidades de la
nave. En los túneles laberínticos, los esclavos y los ayudantes estarían quietos,
con los ojos cerrados; algunos de ellos gemirían, otros susurrarían rezos a los
nuevos dioses. En los nodos de mando, todas las miradas estarían vigilando
que no se produjeran fallos de sistema o anomalías temporales. Los hermanos
y las hermanas de Sota-Nul en el Mechanicum estarían canturreando sobre
sus sistemas. Incluso si uno de los sistemas de la nave hubiera notado una
trampilla de submantenimiento abierta en una situación normal, las
posibilidades de que le hicieran caso a una alerta como esa en aquel momento
eran insignificantes.
Maloghurst tiró de la trampilla para abrirla y se dejó caer en el espacio
bajo ella. Su cuerpo retorcido protestó por el esfuerzo, pero sobrellevó el dolor
con una sacudida de voluntad. Sota-Nul lo siguió, dejándose colgar de sus
mecadendritas antes de descender. Cerró la trampilla detrás de ellos.
Maloghurst empezó a descender por el conducto, buscando los escalones
clavados en la pared con las manos y los pies.
—Qué suerte que los Wolves no encontraran esta ruta —⁠dijo Sota-Nul
mientras descendían.
—¿Cómo iban a encontrarla? —⁠preguntó Maloghurst⁠—. Ni siquiera el
idiota de Loken conocía esta nave tan bien como creía. Para encontrar lugares
como este se debe mirar con unos ojos diferentes.
—Unos ojos de traidor…
—Unos ojos que no asumen que algo pueda ser inocente —⁠repuso
Maloghurst.
—Los Justaerin estarán alerta. Incluso si desconocen esta ruta concreta
hasta las cámaras del trono, estarán vigilando.
—Lo sé —asintió Maloghurst.
Kibre… Siempre había sido la sombra de Abaddon, solo que sin la
profundidad que el primer capitán escondía tras su máscara de agresividad.
Tendría que lidiar con el Enviudador si su plan no tenía éxito. Aunque la
situación que atravesaban mermaba poco a poco la fortaleza de Aximand, el
efecto había sido más rápido en Kibre. Se había refugiado en la sospecha, en la
negación y la protección. Jamás habría accedido a lo que Maloghurst
pretendía intentar. Y, lo que era aún peor, habría matado al palafrenero si lo
hubiera intentado de forma abierta. Maloghurst había visto aquello en la

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mirada de Kibre cuando se habían reunido con Lorgar al lado de la sala del
trono. Estaba aterrado a pesar de no poder sentir el miedo, y aquella paradoja
tenía varios efectos en la mente. Efectos humanos, al parecer.
—No pareces preocupado —dijo Sota-Nul.
—Cuento con tu ayuda, ¿no es así? —⁠repuso Maloghurst, bajando del
muro del conducto para pisar el suelo bajo ellos. Podía sentir el temblor de las
oleadas de sensores vibrando de forma silenciosa. Si avanzaba un metro en
cualquier dirección, empezarían a sonar unas alarmas que ni siquiera la
traslación por la disformidad sería capaz de enmascarar⁠—. ¿Acaso la
representante del Fabricador General no puede entrar donde le plazca?
Sota-Nul se deslizó hasta su lado. Rotó la cabeza, y un código empezó a
sisear bajo su capucha. El murmullo de los sensores se desvaneció.
—Si abres una puerta y encuentras un arma que te apunta, esa libertad
tiene una utilidad limitada.
Maloghurst avanzó por el túnel. Al estar tan cerca de su meta podía sentir
cómo la disformidad se retorcía y temblaba incluso en el interior de la
cubierta amortiguadora del campo Geller. Estaba tan cerca… Lo único que le
quedaba era esperar haber tomado la decisión correcta. Se dirigió a la puerta.
Era pequeña y pesada, y el mecanismo de cierre que contenía era complicado
y lo suficientemente fuerte como para retener a un ejército.
Sota-Nul se deslizó hacia delante y se detuvo en seco a un metro de
Maloghurst. Su cabeza encapuchada se sacudió antes de rotar para mirarlo. El
color de las lentes dentro de su capucha cambió de violeta a escarlata.
—Hay informes de disturbios entre las bandas de ayudantes.
Maloghurst sonrió para sí mismo.
—Suele ocurrir durante la traslación, aunque sea una mala idea por su
parte. No sobrevivirán al castigo.
Sota-Nul negó con la cabeza una vez más.
—De algún modo han penetrado la ciudadela de mando. Son un número
grande. Hay indicios de que han sucumbido a una locura colectiva de
magnitud suicida. Los Justaerin se han dirigido personalmente a sellar los
niveles de la cámara del trono.
—Vaya… Una coincidencia como esa podría considerarse conveniente
—⁠dijo él con una voz sin emoción⁠—. Por favor, abre la puerta ya.
—Aún quedará un miembro de la Primera Compañía dentro —⁠siseó
Sota-Nul⁠—. Ni siquiera tus planes de serpiente podrían hacer que aquel
guardia de honor se retirara de su puesto.
—No —repuso—, no podrían. Ahora, abre la puerta.

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La tecnobruja dudó. Flexionó las mecadendritas en el aire durante un
momento antes de deslizarse hacia delante musitando unos sonidos que
podían haber sido una diatriba de código de máquina o una maldición para
los de su especie. Se detuvo delante de la puerta y sacó una llave de su túnica
con sus amarillentos dedos. Esta estaba hecha de metal negro, y sus dientes
relucían con circuitos bajo la luz roja de los ojos de Sota-Nul, quien la
introdujo en la puerta y la giró.
Un murmullo de maquinaria susurró en el interior de la puerta antes de
que se abriera hacia dentro. Maloghurst se agachó para cruzarla, seguido de la
tecnobruja, y surgió en las sombras de la sala del trono del Señor de la Guerra.
Un bólter que apuntaba hacia ellos los estaba esperando, firme sobre las
manos de un guerrero de armadura negra.
Maloghurst inclinó la cabeza ligeramente. Tras la máscara de calma de su
rostro, recordó la última vez que se habían visto. Había sido días atrás, en la
completa tranquilidad de una de las partes olvidadas del Espíritu Vengativo.
—¿Entiendes lo que te estoy pidiendo? —⁠le había preguntado.
—Traición —había respondido el guerrero⁠—. Me pides que cometa una
traición.
Maloghurst le había devuelto la mirada al guerrero, sin parpadear, antes de
asentir una sola vez.
—Así es.
—Entonces nos entendemos —⁠había dicho el guerrero.
—Si fracasas o si te descubren… —⁠había empezado a decir Maloghurst.
—En el mejor de los casos, acabaré con la cabeza empalada en una estaca.
En el peor…, pues algo mucho peor que eso. —⁠El guerrero había sonreído ante
aquellas últimas palabras, mostrando unas filas de dientes de acero con unas
puntas delicadamente afiladas. Su rostro era pálido; sus ojos, de color ámbar, y
los tatuajes de bandas que se retorcían en sus mejillas eran como sombras
arrojadas por las alas de unos cuervos.
—Tu recompensa…
—El poder conlleva riesgo, ¿no es así, señor palafrenero? Me arriesgo a que
puedas ser menos sutil de lo que indica tu reputación, y entonces los dos… —⁠Se
quedó callado, con la sonrisa todavía presente en su rostro⁠—. Bueno, digamos
que sufriremos las consecuencias. Pero, si consigues lo que sea que estés
planeando, entonces necesitarás a aquellos en quienes puedas confiar, aquellos
que te hayan servido. ¿Qué motivo hay para exigir nada ahora? Mi recompensa
será alzarme mientras tus enemigos caen, señor. Así son las cosas. Eso es lo que
yo entiendo. Eso es a lo que estoy accediendo.

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Maloghurst había asentido.
—Siempre has sido perspicaz.
—Soy quien soy —había respondido el guerrero.
—Ha llegado la hora, capitán… —⁠dijo Maloghurst. El guerrero de
armadura negra se mantuvo quieto durante un momento antes de dejar de
apuntar con su arma.
—Llegas tarde —repuso Kalus Ekaddon.

Layak

La plataforma descendió hacia la oscuridad que los esperaba. Los gritos se


alzaban desde la espiral de grúas de la pared del conducto. El cielo sobre sus
cabezas estaba entretejido con relámpagos. Cuarenta y siete figuras estaban de
pie sobre la plataforma. Los Oráculos Cinéreos habían trabajado sobre
entrañas y humo durante diez noches seguidas para determinar el número
con mayores probabilidades de ser aceptado por el portal, así como el
momento más favorable para su partida. Lorgar, Actaea y cuarenta y dos
guerreros de los Silentes estaban de pie junto a Layak y sus dos esclavos de
espada. Unas piezas votivas hechas de piel escrita con sangre colgaban de la
armadura de los guerreros. La lluvia caía sobre ellos y dejaba unas manchas
grumosas sobre el carmesí barnizado.
—Bajo la mirada de los dioses pasamos —⁠dijo Layak. Los guerreros
elegidos golpearon sus armaduras con sus armas. Actaea alzó la cabeza y,
aunque no se volvió para mirarlo, pudo sentir que su mente se fijaba en él
durante un momento.
—¿Qué es lo que quieres, Vacío? —⁠le había preguntado ella en su templo de
piedra negra.
—No quiero nada —le había respondido.
—Entonces, ¿por qué estás aquí?
—Los dioses lo guían todo —⁠dijo Lorgar en voz alta conforme la
oscuridad se los tragaba. Alzó la cabeza con los ojos cerrados, y la lluvia negra
se deslizó por sus facciones delineadas con oro. El grito resonó, y las sílabas de
las palabras se desvanecieron con cada segundo que transcurría.
—Los dioses lo guían…
—Guían todo…
—Dioses…
—Todo…

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Cientos de devotos reunidos en las grúas gritaron cuando los maestros de
rituales les cortaron la garganta a los primeros de la línea y los lanzaron hacia
el abismo. Los humanos moribundos cayeron más allá de la plataforma. La
sangre salpicó la armadura de Layak.
—Lorgar no te ha ordenado que vengas —⁠había dicho Actaea mientras él
entraba en el santuario⁠—. Tu pregunta es solo tuya, lo veo escrito en tu cara.
Había acudido a ella la noche anterior a su descenso hacia la Telaraña.
Estaba sola en el templo. Había una sola puerta en la pared del conducto,
adornada con tallas de hilo de plata de escenas aludidas en el libro de Lorgar.
—Que no entre nadie —les había ordenado a Kulnar y a Hebek antes de
cruzar el umbral. La oscuridad invadía el espacio interior, y la única luz que
había era el brillo de su cetro y los ojos de su máscara. El ambiente era fétido y
cálido. Los orificios nasales de su máscara se abrieron para dejar que inhalara
los aromas: putrefacción, sangre, sudor e incienso. Unos huesos cubiertos de
podredumbre estaban esparcidos por todo el suelo; algunos de ellos parecían
haber sido extraídos de forma limpia, mientras que otros parecían arrancados,
y unos pocos, roídos. Unos discos de cobre grabados colgaban del bajo techo
mediante unos hilos. Layak conocía la mayoría de los símbolos, pero el hecho de
que hubiera algunos que no conocía lo perturbaba más aún que la fuerza con la
que presionaban su mente.
—No te ha mandado aquí —⁠dijo Actaea, volviéndose hacia él con sus ojos
que no podían ver⁠—. Y tampoco sabe que has venido. Así que, Devoranombres,
el sirviente más enaltecido y leal de Lorgar, el de mayor posición entre los
benditos…, ¿por qué acudes a mí con preguntas?
Los fuegos fatuos danzaban sobre los cables conforme la plataforma
descendía. Las luces de las grúas sobre sus cabezas se hacían cada vez más
pequeñas. El cielo golpeado por la tormenta era un círculo que se encogía
gradualmente. Layak oyó la energía crepitar sobre el metal. La agonía se
aferraba a él con sus garras desde el interior de su máscara. Soltó un suspiro.
—Veo tu cara —había dicho ella, estirando la mano ensangrentada. Él se
echó atrás, aunque ella estaba demasiado lejos como para llegar a tocarlo⁠—.
Fuiste bello en otros tiempos. ¿Lo recuerdas?
—No —contestó él.
—¿Quieres recordarlo?
—No está permitido —dijo. Ella ladeó la cabeza como si quisiera
cuestionarlo.
—¿Quién lo prohíbe?
—Saberlo es blasfemia.

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La plataforma detuvo su descenso con una sacudida que centró la atención
de Layak, como si acabara de despertar de un sueño. Había tenido los ojos
abiertos todo aquel tiempo, pues no podía cerrarlos: le habían extirpado los
párpados hacía mucho tiempo. Notaba que la sangre se le coagulaba en los
labios. Kulnar le echó una mirada.
Layak sintió el odio del esclavo hirviendo bajo su obediente pregunta.
«Nada». Layak formó las palabras en su cabeza para que Kulnar pudiera
oírlas. «No es nada».
Kulnar volvió a mirar hacia la distancia y alejó la mano de la empuñadura
de su espada. Las grietas ardientes de su guantelete se cerraron.
La plataforma se balanceó cuando Lorgar caminó hasta el borde. Sobre
ellos, los cables se perdían en la oscuridad.
—Hemos llegado —declaró el primarca.
Actaea asintió.
—Así es.
—¿Cómo procedemos?
—Con fe —repuso ella, encogiéndose de hombros.
—Por supuesto —dijo él, antes de dar un paso fuera de la plataforma y
caer a la nada.
Layak se dirigió hasta el borde. Seguía cayendo sangre de los sacrificios
más arriba, mezclada con la lluvia mientras goteaba sobre el gris de su
armadura. Miró abajo.
—¿Nuestra tarea está bendecida ante los ojos de los dioses? —⁠le había
preguntado a Actaea.
—Eso no es lo que has venido a preguntar —⁠repuso ella. Ocho cadáveres
cubrían el suelo del templo. Habían clavado a cada uno de ellos en uno de los
puntos cardinales del símbolo de ocho puntas, y ninguno de ellos había muerto
rápidamente. La sangre se drenaba por pequeños arroyos sobre el suelo de
mármol blanco. Actaea estaba en el centro de la estrella de ocho puntas. Su
túnica estaba moteada con un rojo más oscuro y el terciopelo estaba
endurecido⁠—. Eres un sumo sacerdote de esta nueva era de verdad
—⁠continuó⁠—. ¿No deberías saber ya la respuesta? En cualquier caso, si tienes
alguna duda, prueba los augures tú mismo, Vacío.
Le ofreció un athame de cristal negro. Layak lo rechazó, y ella se encogió de
hombros y soltó el cuchillo. Se pasó el dorso de la mano por el rostro y dejó una
mancha de sangre sobre sus labios.
—¿Tiene razón el bendecido primarca? ¿Servimos a la verdadera voluntad
de los dioses?

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—La verdad… —dijo Actaea antes de morderse el labio ensangrentado⁠—.
La verdad no es lo que quieres.
—Entonces, ¿por qué estamos aquí? —⁠preguntó él.
—Por fin, la verdadera pregunta —⁠dijo ella.
Layak podía sentir la atención de los otros guerreros de la plataforma
puesta sobre él y la mirada ardiente de Actaea al ver que dudaba. De algún
modo sabía que estaba sonriendo bajo la capucha.
Dio un paso fuera de la plataforma y cayó al silencio.

Volk

Las alarmas resonaron por el Sangre de Hierro mientras este penetraba el


tejido de la realidad. Volk estaba en la mitad de la columna arterial principal
cuando la nave gritó. El azul intermitente de las luces de transición de la
disformidad se desvaneció y una luz ámbar parpadeó al ritmo de las
estridentes sirenas. Volk sintió que la cubierta daba una sacudida cuando una
fuerza golpeó la superestructura. Contuvo una serie de maldiciones, se colocó
el casco y empezó a correr hacia la popa. Los datos recorrieron su visión
conforme su visor se sincronizaba con la salida de datos tácticos de la nave.
Once naves habían surcado la disformidad junto al Sangre de Hierro. Una
Gran Flota más pequeña de lo normal, pero que igualmente podría haber
conquistado sistemas enteros. Estaba el acorazado Desafío, el carguero Alba de
Estroncio y los tres cruceros pesados Rompepiedras, Sísifo y Tridente; la nave
de macrobombardeo, Enío, era una sombra del Sangre de Hierro con forma de
bloque, y sus múltiples lanzadores de munición se replegaban tras los paneles
con capas de su casco; y dos cruceros de combate, el Cetro de Orestes y el
Edicto de Hierro, formaban la vanguardia de la flota, mientras que una
escuadra de tres fragatas, la Doncella, la Madre y la Vieja, rodeaban a todo el
conjunto, siempre rápidas y alerta. Todas ellas habían surgido de la
disformidad sin previo aviso.
Varios manípulos de autómatas de batalla surgieron de los nichos a ambos
lados del pasillo arterial. Unos rayos de escaneo parpadearon sobre Volk, pero
lo dejaron pasar. Este aceleró el paso. Estaba a solas, pues no lo seguía ningún
contingente o guardaespaldas mientras recorría los pasillos del Sangre de
Hierro.
Se agachó para pasar por debajo de un arco. Unas puertas planas se
abrieron de golpe frente a él en cuanto su código de autorización anuló su

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cierre. La nave seguía sacudiéndose y vibrando por la energía de los motores y
los daños que había sufrido.
Alcanzó uno de los elevadores de transporte principales que estaba
rodeado por unas parpadeantes luces amarillas. Se detuvo los segundos que
tardaron las puertas en abrirse. Alguien abrió una trampilla a su derecha, y
Volk se volvió con rapidez y con una mano en su bólter.
—¡No dispares! —Argonis salió de la abertura de la trampilla con una
mano levantada. El emisario del Señor de la Guerra estaba ataviado con su
armadura completa, aunque no portaba la capa ni el cetro de autoridad⁠—.
¿Dónde está Perturabo?
—Con los navegantes —contestó Volk.
La puerta se cerró con pistones tras Argonis. Volk activó la orden de
anulación en los controles del elevador y la plataforma empezó a ascender.
Una fuerza que habría lanzado a un mortal al suelo empujó a Volk mientras
los muros del conducto pasaban a gran velocidad por su vista. El elevador
recorrió un kilómetro del casco en menos de un minuto. Unas trampillas con
forma de iris se abrieron sobre sus cabezas y se volvieron a cerrar
inmediatamente en cuanto las hubieron atravesado.
—¿Dónde estamos? —preguntó Argonis.
—En un desvío de gas —dijo Volk, aún tratando de asimilar los datos de
los sistemas de la nave que pasaban delante de su ojo⁠—. No hay nada aquí que
no sean estrellas moribundas y restos, muertos y vacíos.
—¿La tormenta nos ha expulsado? —⁠inquirió Argonis.
Volk negó con la cabeza.
Las últimas veinticuatro horas de viaje habían sido duras. La disformidad
había empezado a soplar con furia, lo que había empujado al Sangre de Hierro
hacia atrás al tiempo que este se intentaba abrir paso. Unos chillidos de llantos
y rugidos de ira habían temblado por los campos Geller de la flota, y las doce
naves habían luchado por permanecer juntas, aunque ya habían navegado por
cosas peores. Todos los navegantes de la Gran Flota habían mirado al Oculus
Negro; eran capaces de navegar por el abismo, y las tormentas no podían
impedir su paso.
Los muros del conducto del elevador seguían temblando. Las luces se
apagaban y parpadeaban al volver a encenderse.
—¿Qué ha provocado todo esto? —⁠gruñó Argonis. Volk volvió a negar
con la cabeza.
—Me dirijo hacia el primarca en el enclave de navegantes principal —⁠dijo
Volk. Podía ver las luces verdes del techo del conducto sobre él mientras estas

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se acercaban cada vez más rápido.
—¿Te ha llamado?
Volk no respondió. La verdad era que no había visto mucho al primarca
desde que se habían marchado de Krade. Había pasado el viaje entrenando en
solitario. Al estar guardando la munición para las batallas de verdad, había
pasado horas luchando con espada, maza y hacha; destrozando drones
servidores o encerrado en la jaula giratoria de un motor de simulación de
batalla. Argonis lo había acompañado durante la mayor parte de dichos
entrenamientos con unas armas y una habilidad similares a las de Volk,
mientras el Sangre de Hierro navegaba por el borde de las tormentas. Durante
todo aquel tiempo, Perturabo solo había requerido su presencia una vez.
—El hijo de Horus… —le había dicho en cuanto Volk se encontró en su
presencia. El primarca estaba trabajando en su exoarmadura con un grupo de
mecadendritas vinculadas a su mente. Saltaban chispas al soldar metales. Los
destornilladores giraban con una melodía aguda. Los servobrazos sostenían
placas de armaduras, y unos manipuladores delicados se dirigían al interior de
los mecanismos. A Volk le parecía estar viendo cómo un cirujano operaba sobre
su propio tendón, con la piel pelada y echada hacia atrás mientras las cuchillas
cumplían su propósito⁠—. Tiene la arrogancia típica de los suyos, pero ¿es leal al
Señor de la Guerra?
—¿Lo habrían enviado con nosotros si no lo fuera? —⁠repuso Volk.
—Y, aun así, nunca son sus tenientes más leales quienes son enviados a
cumplir tareas como estas. Nunca es Abaddon, nunca es Aximand ni
Maloghurst.
—¿Cree que tiene dudas, mi señor?
—Creo que tiene defectos.
Volk dudó antes de asentir.
—Tal vez —dijo finalmente.
—Asegúrate, y, si es cierto, averigua cuál es la debilidad que alberga su
corazón.
Volk inclinó la cabeza y se dispuso a volverse para marcharse, pero se
detuvo.
—Mi señor, ¿qué propósito tiene saber estas cosas sobre el siervo de nuestros
aliados?
El conjunto de máquinas se detuvo en seco durante un segundo mientras las
chispas de las antorchas para soldar se colocaban sobre el metal.
—El mismo propósito que tiene todo hecho y toda vida en estos tiempos que
corren —⁠repuso Perturabo⁠—: convertirse en un arma.

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El elevador se detuvo. Unas puertas con rayas se abrieron frente a ellos
para que pudieran dirigirse hacia el enclave de los navegantes. Los gritos
humanos sustituyeron el sonido de las alarmas.
Por mucho que una nave pequeña pudiera viajar por la disformidad
conducida por un solo navegante, las naves más grandes requerían a todo un
grupo de ellos para que el peso de guiar una masa tan grande por el
inmaterium pudiera dividirse, y como precaución por si alguno de ellos moría
o se volvía loco. Aquellas situaciones no eran nada extraño. Para una nave
como el Sangre de Hierro, la presencia de navegantes era una rama completa
de una casa, o así había sido antes. Todo había cambiado tras el viaje hacia el
Ojo del Terror.
Los navegantes del Sangre de Hierro habían mirado hacia la oscuridad del
corazón del universo, y aquellos que habían sobrevivido habían quedado…
alterados.
Volk recorrió a zancadas un pasillo delineado con acero pulido. Unos
rostros tallados de jade verde y alabastro blanco decoraban las paredes. Todos
los rostros esculpidos tenían una venda en los ojos y las bocas abiertas para
mostrar unos dientes tallados que enmarcaban sus fauces oscuras. Un
miembro del Círculo de Hierro estaba de pie frente a la puerta que conducía al
santuario de navegación, pero se hizo a un lado con un crujido de pistones y
un pulso de luz de escaneo para que Volk y Argonis pasaran.
Una cacofonía llenaba la cámara al otro lado de la puerta. La luz del fuego
y de las estrellas entraba por las tres ventanas triangulares que formaban la
pared frontal y las laterales de la sala. En otros tiempos, aquella cámara había
albergado sillas para los navegantes, pero estas ya no estaban. Unas jaulas se
encontraban suspendidas del techo y unas figuras colgaban entre las barras
con las extremidades extendidas. Parecían humanas si no se miraban con
mucha atención. Cada una de ellas tenía una máscara de hierro clavada en la
parte superior del cráneo, y su superficie lisa solo contaba con una abertura en
forma de iris en la zona de la frente. Los gritos provenían de aquellas tres
figuras. Unos globos de piel se hinchaban en gargantas mutadas, y unas
aberturas que parecían agallas ondeaban entre las costillas. Perturabo estaba
delante de ellas, aunque no miraba a los navegantes que gritaban, sino que
contemplaba el vacío.
—Señor Perturabo —dijo Argonis—. ¿Por qué…?
—No podíamos avanzar más —repuso el primarca⁠—. Hay una… presión
en la disformidad.
—Las tormentas… —empezó a decir Argonis.

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—No son las tormentas. —El Señor del Hierro hizo un gesto hacia los
navegantes⁠—. Aquellos que han mirado al Oculus Negro pueden ver la calma
en las tormentas. Pueden verlo todo, solo que algo los ha cegado, emisario.
Volk se percató de que los navegantes habían dejado de gritar. Podía oír
los golpes y los siseos de las tuberías y máquinas unidas a sus jaulas. En la
distancia, las alarmas de la nave seguían sonando.
—¿Qué los ha cegado? —inquirió Argonis.
—Niños febriles… —suspiró un navegante⁠—. Niños febriles…
Y, entonces, todos los navegantes empezaron a gemir aquellas palabras
una y otra vez.
—Niños febriles, niños febriles, niños febriles, niños febriles, niños
febriles…
Volk se sorprendió cuando el enlace directo a los sistemas de mando del
Sangre de Hierro comenzó a mostrar datos en sus ojos y oídos. Sus corazones
le dieron un vuelco y notó que el aire se le quedaba en los pulmones.
—Mi señor, los sistemas auspex indican numerosos rastros de naves
—⁠dijo Volk⁠—. Naves de combate. Han encendido sus armas y están
transmitiendo llamados… —⁠Volk dejó de hablar.
—Niños febriles… —sisearon los navegantes.
—¿Quiénes son?
Perturabo debía haber estado absorbiendo aquella misma información de
algún modo, aunque Volk no podía ver cómo. El Señor del Hierro estaba
mirando a Argonis y se había quedado muy quieto. Ni un solo músculo de su
rostro se movía. Las cápsulas de armas de sus brazos se quedaron en silencio.
—Dicen que son la Decimosexta Legión —⁠repuso Volk⁠—. Dicen que son
los Sons of Horus.

Página 105
Siete
«Maloghurst»
—Todas las entradas están selladas —⁠dijo Sota-Nul. Maloghurst asintió para
hacerle ver que la había escuchado y siguió extrayendo los objetos que había
llevado consigo y desplegándolos en el suelo. Las lentes de la tecnobruja se
encogieron al centrarse en dichos objetos.
—Selladas o no, las puertas no contendrán a nuestros hermanos una vez se
den cuenta de que estamos aquí —⁠dijo Ekaddon.
El capitán se había quitado el casco y estaba observando a Maloghurst, con
los ojos que brillaban con frialdad al pasar por el athame y la moneda de plata
grabada.
—En ese caso, menos mal que os tengo a los dos para que estéis atentos a
dicha posibilidad y para que los distraigáis si empiezan a sospechar.
Maloghurst bajó la mirada hacia los instrumentos del ritual. Eran
relativamente pocos teniendo en cuenta la potencia de lo que iba a intentar: el
athame de plata; la moneda; un pequeño saco de piel humana lleno de cenizas
de hueso; el ojo de un hombre que seguía con vida, flotando en un tarro de
aceite ensangrentado; unos grumos rojos de incienso en un pequeño turíbulo
de hierro y una copa negra de arcilla acristalada. Todo aquello era lo que
Layak le había dicho y lo que su investigación había confirmado.
—¿Qué acción vas a hacer/llevar a cabo? —⁠preguntó Sota-Nul. Había una
sequedad en aquellas palabras que a Maloghurst le hizo pensar en la sed.
—Ya es un poco tarde para las dudas y los aclaramientos, ¿no crees? —⁠dijo
él, recogiendo el athame. Alzó la mirada y la fijó en la figura inmóvil de
Horus.
El primarca estaba quieto, como una figura tallada sobre su trono. La luz
de las estrellas relucía tras la plataforma, distorsionada por la energía espectral
de la nave que viajaba por la disformidad. Las compuertas de impacto

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empezaron a plegarse sobre las ventanas, como un párpado que se cerraba
para ocultar la visión del Mar de Almas.
—Como ya he dicho, voy a hablar con el Señor de la Guerra —⁠continuó.
—Ya lo has intentado con tu brujería —⁠dijo Ekaddon⁠—. Lo has intentado
y has fracasado.
—¿Te preocupa haber apostado por la persona incorrecta, chico?
Ekaddon no contestó.
Maloghurst alzó la mano y se desató el respirador del rostro. Abrió el tarro
que contenía el ojo y encendió el incienso. Un humo gris se arremolinó en el
ambiente, y con él trajo el aroma a azúcar hilado y cabello quemado. Esparció
las cenizas de hueso en un círculo a su alrededor y usó las restantes como una
bendición en sus párpados.
Se había estado preparando para el ritual durante veinticinco horas. Los
patrones de palabras y números sagrados le recorrían el subconsciente.
Pasó los dedos por el interior de su gorjal.
—Ven aquí —dijo, haciéndole un gesto a Ekaddon.
—No creo que…
—¡Harás lo que te ordeno! —⁠rugió el palafrenero.
Ekaddon se quedó paralizado, y sus ojos brillaron con furia contenida.
—Harás lo que te ordeno o todo… todo lo que hemos hecho y todo lo que
siempre has soñado se convertirá en cenizas. ¿Quieres alzarte? ¿Quieres sentir
el destino posar su mano sobre tu cabeza? Entonces, obedece, chico.
—⁠Maloghurst clavó la mirada en él y notó que jadeaba entre dientes.
Ekaddon no parpadeó, pero estaba volviendo a controlar su furia.
—Cuando la sangre caiga, recógela y llévala hasta el Señor de la Guerra.
—⁠Le ofreció la copa negra acristalada a Ekaddon.
—¿La sangre…?
—Sí —lo interrumpió Maloghurst—. Ya sabrás cuándo. Haz que la sangre
toque sus labios.
—¿Y eso es todo? —preguntó Ekaddon.
Maloghurst esbozó una sonrisa.
—Sí, eso es todo. —Se arrodilló frente a los instrumentos. Respiró
profundamente y notó cómo el aire traqueteaba al llegarle a los pulmones⁠—.
Ahora será mejor que os alejéis un poco. —⁠Cerró los ojos.
Su mente se hundió en sí misma.
Sintió que los dedos de la disformidad se dirigían a él desde el exterior de
su conciencia y tiraban de él para dirigirlo a su abrazo.

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Las palabras ardían en sus pensamientos, unas palabras antiguas,
ancestrales, que vibraban al tiempo que trataban de soltar la correa de su
voluntad.
Con su mano derecha, desnuda, tomó el ojo del tarro y se lo llevó a la
boca.
«Esto podría acabar contigo…», le dijo una voz alegre en el fondo de sus
pensamientos. Maloghurst la aplastó para callarla.
Podía notar como movía la boca y que formaba sonidos con la lengua
mientras mordía y masticaba, pero no podía oírlos.
«Esto acabará contigo…».
Estaba ardiendo y congelándose, cayendo por el infinito mientras
intentaba volar.
«Esto podría destruirlo todo…».
Las palabras eran hilos de fuego y oscuridad en su interior, y drenaban
toda su voluntad y sus sentidos.
«Pero ¿qué otra opción hay?».
En algún lugar más allá de la agonía hirviente del fuego y el hielo, el aire
de la sala del trono estaba retorciéndose, formando un viento conforme la
sustancia de la propia existencia trataba de interrumpir lo que hacía. Y,
todavía más lejos, como el hambre de una estrella negra, se encontraba el
Señor de la Guerra.
Se obligó a volver en sí y notó que alzaba la mano izquierda y, en ella, la
empuñadura del athame.
Una última sílaba se articuló en sus pensamientos.
Levantó el cuchillo y se abrió la garganta. Sintió que se empezaba a caer,
que un hielo psicoactivo y negro se formaba y se rompía en sus extremidades
mientras la sangre salía de su garganta. Su mente se contraía, se convertía en
una esfera sin dimensiones, una bola de existencia atada por anillos de hierro
candente. En algún lugar, estaba intentando respirar.
Calor…
Rojo…
Calor…
Podía sentir que flotaba, a pesar de que sabía que su cuerpo yacía en el
suelo y soltaba su líquido vital sobre el hierro lleno de cenizas. Algo enorme,
algo tan colosal que no tenía límites, se apresuraba a llegar hasta él. Quería
gritar, pero había dejado atrás su boca.
La oscuridad era un muro frente a él, vacío y sin luz, que se extendía hacia
arriba y hacia abajo y llenaba todo lo que veía.

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—Hola, Mal —dijo una voz.

Layak

Sonido.
Primero hubo un sonido.
Voces. Palabras. Susurros. Gritos. Canciones.
Layak cayó a través de los sonidos y sintió como se dirigían hacia él, que
tiraban de él al pasar y lo intentaban arrastrar con súplicas y amenazas.
El sonido subía de volumen cada vez más, no tenía comienzo ni fin. Oyó
idiomas que no se habían pronunciado desde que la galaxia había sido un
ascua en el vientre del universo. Oyó dolor. Oyó pena, y la ira de los sonidos
continuaba como las profundas corrientes de ríos ocultos que jamás llegarían
al mar.
Los sentidos se reconstruyeron alrededor de su conciencia: el dolor, de
una intensidad desgarradora; el gusto y el olfato, embriagados por las cenizas
y el cobre de la sangre; la sensación de su propio cuerpo, cubierto por la
armadura. La vista fue el último sentido que recobró, pues apareció poco a
poco ante su mente cuando los sonidos quedaron en el fondo.
Una luz sutil se desplegó frente a él. Esta alcanzaba una altura inmensa y
se curvaba en los muros de un túnel circular. Más allá de aquellos muros, una
noche sin estrellas giraba. Una niebla se formaba alrededor de sus pies y
ocultaba la distancia. Unas manchas enfadadas, negras y rojas, burbujeaban y
se desvanecían en la niebla. La máscara de Layak ardía contra su rostro.
Volvió la cabeza lentamente, y el túnel se deslizó por su mirada. Las
distancias se comprimían y se expandían mientras cambiaba su vista. Las
runas que daban vueltas por el visor de su casco se derrumbaban antes de
llegar a formarse. El túnel parecía ser al mismo tiempo lo suficientemente
amplio como para que cinco hombres lo atravesaran juntos, y tan enorme
como para que una nave pudiera viajar por su interior. No tenía ni idea de
dónde se encontraba. Pese a que había leído sobre la Telaraña, aquellos
fragmentos de mitos le sirvieron de muy poco al enfrentarse a la realidad del
reino laberíntico. Se preguntó si la puerta de Orcus siempre se abría en el
mismo lugar para todo aquel que la atravesara.
—Deberíamos movernos. —La voz de Actaea resonó sin emoción al lado
de Layak. Él se volvió; el cetro giraba en su mano.
Ella estaba a un paso de él. Se había quitado la capucha y tenía la cabeza
ladeada, como si quisiera escuchar algo. Su rostro estaba quieto, y sus ojos ya

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no eran blancos, sino completamente carmesíes. Kulnar y Hebek estaban
detrás de ella, moviendo la cabeza de lado a lado como si fueran perros.
Lorgar también estaba allí, presente de repente, como si la visión de Layak
del pasillo vacío hubiera sido un cuadro en una cortina que acababan de
correr.
—Somos cuarenta y cinco —mencionó Lorgar, y su voz sonó alta y
distante al mismo tiempo. Layak se volvió y miró la armadura llena de cenizas
de sus propios guerreros. Había veteranos de los Kalteth, ataviados con las
armaduras de bordes de oro sucio que habían conseguido de las cámaras de
reyes muertos; los Unktuth ya estaban formando un círculo, rastreando con
sus cañones automáticos la niebla que se arremolinaba; los carniceros de
Gadeth y los hermanos de huesos colgados de Grolth también se encontraban
allí y se movían con lentitud, como si se acabaran de despertar de un sueño.
Durante un segundo, todo parecía estar como debía. Luego, Layak volvió a
mirarlos y a contar por encima, recordando a cada guerrero. Dos habían
desaparecido. Habían desaparecido de tal manera que no podía estar seguro
de que hubieran existido en algún momento.
—El cruce se cobra su precio —⁠dijo Actaea antes de repetir⁠—: Deberíamos
movernos.
Lorgar se volvió sobre sí mismo, con los ojos brillantes.
—Fascinante… —dijo. Al igual que Layak, Lorgar no había entrado nunca
en la Telaraña. Había enviado a decenas de miles a través del interior de la
dimensión laberíntica: guerreros de su propia legión, World Eaters y mártires
de cien cultos distintos, pero nunca se había adentrado en ella él mismo.
—Fascinante y mortal —añadió Actaea. Tenía los hombros caídos y
sacudía la cabeza en distintas direcciones⁠—. Aquí hay… fuerzas que no
deberíamos subestimar.
—Las puedo sentir —asintió Lorgar.
—¿En qué dirección avanzamos? —⁠preguntó Layak.
—La dirección no es relevante —⁠respondió Actaea⁠—. Solo el destino.
Sacó un cuenco poco profundo de bronce de su túnica, lo sostuvo con
ambas manos y se volvió hacia Lorgar.
—La sangre reclama sangre —⁠dijo.
Lorgar estiró la mano izquierda y el guantelete se soltó con un murmullo
de maquinaria. Flexionó los dedos antes de sacar una hoja estrecha de su
cinturón. Cerró los ojos y murmuró una palabra en voz baja que hizo que
Layak se echara atrás. Unas venas negras sobresalieron en la superficie de la
piel del primarca. Lorgar se apretó la hoja contra la palma, y la sangre empezó

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a brotar y a caer hacia el cuenco de bronce. Actaea siseaba palabras que se
convertían en humo al entrar en contacto con el aire. Lorgar cerró la mano, y
unos chorros negros gotearon entre sus dedos apretados. Layak podía
saborear la brujería que vibraba en el aire. Los muros del túnel en el que se
encontraban ondearon. Unos rayos rojos destellaron en la niebla. El cuenco
brillaba de un color rojo cereza por el calor. Los dedos de Actaea ardían, pero
esta no se movió. Lorgar mantuvo la mano cerrada, con el rostro repleto de
venas negras bajo el oro empolvado. Entonces abrió la mano y dio un paso
atrás. La última gota de sangre cayó sobre la superficie del cuenco.
—¡Diga su nombre, mi señor! —⁠gritó Actaea⁠—. ¡Pronúncielo ahora!
—Fulgrim, tercer hijo de nuestro padre, hermano de sangre, unidos por el
destino, ¡busco tu presencia!
Las sílabas retumbaron como un trueno. Layak sintió que el suelo se
retorcía sobre sí mismo y que el pasaje se contraía y giraba. Se produjo un
fulgor sobre el cuenco de bronce. Actaea era una estatua con la boca abierta,
como si se hubiera quedado paralizada en medio de un grito.
El silencio los golpeó con la fuerza de un martillo.
Layak no podía ver los muros del túnel. Una niebla de color amoratado los
rodeaba, iluminada por un ocaso difuminado.
—Ya veo… —susurró Actaea. Alzó el cuenco con la mano izquierda,
mientras en la derecha sostenía una botella de cristal esférica. Vertió la sangre
en ella y la cerró con un tapón de plata. Layak quiso apartar la mirada, pero no
pudo. El oráculo sostuvo la botella frente a su rostro⁠—. El camino se abre
—⁠dijo⁠—. Quedaos cerca de mí y no miréis atrás. Hagáis lo que hagáis, no
miréis atrás.
Empezó a caminar, y la niebla se retorció a su paso. Los Word Bearers la
siguieron con los ojos brillando en la oscuridad. Layak oyó voces detrás de él,
voces que siseaban susurros en idiomas alienígenas. Unas manos espectrales
lo arañaban y le acariciaban la espalda. Sintió que el instinto de volverse
tentaba su voluntad. Su máscara se le clavaba en el rostro, y unas sensaciones
fantasmales le recorrían los nervios. Unas espeluznantes chispas verdes
danzaban alrededor de su cetro y de las protecciones de su armadura. Podía
notar la presión etérea que lo rodeaba. No era un ataque, ni los zarcillos
constrictores de una presencia que intenta invadir la mente, sino que era
como hundirse en el fondo del mar mientras la luz de la superficie desaparecía
y el agua negra se convertía en un peso insoportable.
—Este lugar es… —empezó a decir con voz ronca.

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—Mortal —lo interrumpió Actaea sin detenerse⁠—. ¿Por qué crees que se
les llama mártires a aquellos que mandáis a la guerra a través de este lugar?
—En ese caso, ¿por qué lo usamos para este viaje? —⁠preguntó Layak entre
dientes.
—Porque es rápido —contestó Lorgar⁠—. Y porque es el único modo de
llegar a donde queremos ir tanto con sigilo como con certeza.
Prosiguieron su camino.
El tiempo se desvaneció de su conciencia. Layak ya no estaba seguro de si
los momentos que se producían entre pensamientos y pasos eran segundos o
semanas. A pesar de que ya había experimentado cómo la influencia del reino
sagrado se burlaba del paso del tiempo, aquello parecía distinto, deliberado.
Premeditado. Se percató de que estaba temblando y recordó las palabras de
protección ante la depredación de los espíritus. Las fórmulas se encendieron
en su mente, pero la única respuesta que obtuvo fue una risa siseante de
palabras casi inaudibles.
—Supongo que entiendes lo que están diciendo. —⁠La voz de Lorgar hizo
que volviera a centrarse. Layak había avanzado sin darse cuenta y se había
colocado junto al primarca. Actaea era una sombra roja tres pasos delante de
ellos.
—Sí, mi señor —contestó Layak—. Hablan en el idioma de los eldars.
—Por supuesto —dijo Lorgar—. ¿Y qué dicen?
«Este lugar… Era…».
Intentó concentrarse.
—Que vamos a morir. Que vamos en dirección contraria. Que deberíamos
dar la vuelta. —⁠Layak sintió cómo la sagrada agonía de su máscara se le
clavaba más y el borde borroso de sus pensamientos se agudizaba. El dolor
casi no lo dejaba pensar⁠—. ¿Por qué lo pregunta, mi señor? Usted debe
comprender las voces mejor que yo.
—Así es, pero a mí me dicen otras cosas. —⁠Layak se percató de que dejaba
de caminar. Algo iba mal en aquel intercambio. No pensaba como era
debido⁠—. ¿Quieres saber lo que me dicen a mí?
Layak se detuvo. Los susurros que lo habían seguido se habían
desvanecido. El roce fantasmal de la presencia a su espalda había
desaparecido. No podía oír el sonido de sus hermanos marchando detrás de
él. Tenía que mirar atrás. Delante de él, la silueta roja de Actaea se adentró
todavía más en la niebla. No obstante, Lorgar seguía allí.
—¿Qué le dicen los susurros? —⁠preguntó Layak.
Lorgar se detuvo justo delante de él y se volvió para mirar a Layak.

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—Dicen que estás perdido y que morirás antes de ver el siguiente
amanecer —⁠dijo el rostro de Lorgar. Layak se echó atrás y alzó su cetro. El
rostro del primarca se estaba partiendo y su forma se disolvía en la nada tras
abrir la boca para gritar en silencio.
—¡Kulnar! —gritó Layak—. ¡Hebek!
Sin embargo, las palabras solo encontraron unos ecos de sí mismas. Estaba
a solas en la niebla, y las carcajadas en el fondo de su mente eran un grito en el
viento.

Volk

La cañonera que se deslizó hasta la cubierta parecía haber sido rescatada del
fondo del mar. Varias plantas se enredaban por su fuselaje; unos bulbos
florecían en los ángulos entre las alas y en el cuerpo central, y colgaban bajo su
barbilla. Un vapor caliente surgía de los poros llenos de óxido de su parte
inferior mientras se colocaba en su lugar. A Volk le parecía más un conjunto
de coral enfermo que una máquina. La observó mientras las runas de
búsqueda de objetivos de su casco la pintaban de un color ámbar parpadeante.
Tenía su pistola bólter en la mano. A su lado, veinte exterminadores de asedio
estaban colocados en posición, agazapados tras estantes de misiles y
apuntando con sus bólters.
Perturabo estaba junto a Volk, y el Círculo de Hierro formaba un muro a
ambos lados del primarca. Las cápsulas de armas de las paredes y del techo de
la plataforma del hangar rotaron y centraron sus miras en la cañonera. Pese a
que no eran necesarias, pues tan solo una fracción de todo el poderío y el
fuego del que disponían reducirían la cañonera a un amasijo de hierro en un
abrir y cerrar de ojos, el propio exceso de fuerza tenía sus propias ventajas.
Argonis estaba delante de Perturabo y Volk, que portaba su capa y su
casco y empuñaba su cetro de autoridad. A pesar de que conservaba sus
armas, incluso en las manos de un guerrero como el Incólume, aquello no
significaba nada. Las armas que apuntaban a la cañonera también lo estaban
observando a él. Argonis echó un vistazo hacia atrás para mirar a Volk. El
comunicador crujió cuando un enlace privado entre ellos se abrió. La estática
susurró en los oídos de Volk, pero Argonis no dijo nada y, tras un segundo,
volvió a mirar la cañonera. El emisario se había sumido en el silencio desde
que habían recibido un llamado de las naves que decían pertenecer a los Sons
of Horus.

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La rampa bajo la barbilla de la cañonera crujió al abrirse. Unos copos de
óxido y hueso calcificado cayeron al suelo de la cubierta. Los cargadores
automáticos de la armadura de Perturabo empezaron a girar. Un vapor
amarillo se arremolinó en el espacio que había más allá, y una figura se
tambaleó al salir de la nave. Volk alzó su arma de forma instintiva mientras la
silueta se dirigía a la luz. Al igual que la cañonera, la figura estaba llena de
costras y repleta de unas plantas con forma de coral. Unas ampollas escamosas
del tamaño de un puño le moteaban el torso. Unas hojas pálidas salieron de
unos agujeros diminutos para rozar el aire. Bajo todas aquellas plantas, Volk
pudo identificar a duras penas las líneas de la armadura de exterminador de
diseño Tartaros. Aun así, fue la cabeza de aquella cosa lo que le llamó la
atención. Parecía marchita, como si les hubieran arrancado la carne a sus
facciones para que la piel —⁠que parecía pergamino⁠— quedara colgando del
cráneo. Su boca era una línea afilada entre arrugas secas. Tenía tres ojos: dos
sin párpados y amarillos por las cataratas, y otro más en la frente, un orbe rojo
como la sangre. Parpadeó con el tercer ojo al mirar al grupo que lo esperaba.
Argonis fue el primero en hablar.
—¿Quién eres?
La figura no lo miró, sino que volvió la cabeza en la cuenca de su
armadura.
—La tormenta habló y hemos respondido. —⁠Pese a que Volk había
esperado oír un siseo o un traqueteo seco, la voz resultó sorprendentemente
fuerte.
—¿Sabes quién soy? —preguntó Perturabo.
La criatura asintió, y su armadura crujió con el cambio de postura.
—Eres el Señor del Hierro, el guerrero que atravesó la pupila del Ojo y vio
la verdad. El rompedor y aniquilador de mundos. Sí…, sabemos quién eres.
—¿Qué les habéis hecho a nuestros navegantes? —⁠gruñó Volk.
—No… —empezó a decir la figura después de desviar la mirada, pero aún
sin mirar directamente a Volk, como si no pudiera ver el mismo espacio o
disposición de guerreros que veían los demás⁠—. No hemos hecho nada. La
tormenta nos ha traído aquí, y aquí estamos. —⁠Dejó de hablar y volvió la
cabeza lentamente, como un engranaje que rotaba en una máquina. Su ojo
rojo se centró en Perturabo.
Un murmullo de armas que se preparaban para disparar recorrió la sala.
Perturabo negó con la cabeza.
—¿La tormenta os ha traído hasta aquí?
—Nacemos de la tormenta. Es nuestro señor, y nosotros somos su voz.

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Argonis dio un paso hacia delante empuñando su pistola bólter. La alzó.
—Dime tu nombre —gruñó.
—Me llamaba Khalek —repuso la figura, todavía con la mirada fija en
Perturabo⁠—. Me llamaban el jefe de los Hekora. Me llamaban Luna Wolf, y
ahora pertenezco a los Sons of Horus.
Argonis se quedó muy quieto.
—No hemos visto a Khalek en tres años —⁠dijo él⁠—. Sus tropas se
perdieron en una traslación hacia Novageddon.
—Y ahora hemos vuelto.
Argonis tensó el dedo en el gatillo de su pistola bólter.
Perturabo dio un solo paso hacia delante, y un rayo de rastreo de objetivos
brilló desde un arma montada sobre su hombro y se fijó en la mano de
Argonis. El emisario no disparó. Perturabo mantuvo el rayo en el mismo
lugar. Tras un largo momento, Argonis dejó de apuntar y retrocedió.
—¿Cómo os han enviado hasta aquí?
—Somos la tormenta. Sus vientos séptuplos son nuestro señor, y nosotros
somos sus hijos. Vamos allí a donde nos envíe. Somos su voz. Nos sacó del
cementerio de naves de su centro, nos otorgó vida de nuevo y ahora hemos
venido a hablar en su nombre.
—La disformidad… —susurró Volk—. Está en ellos.
—La tormenta está en el interior de todos —⁠dijo Khalek.
—¿Qué es lo que la tormenta quiere que digas? —⁠preguntó Perturabo.
—Nos ha enviado a hacerte una oferta. Hay un trono para ti, Señor del
Hierro —⁠dijo Khalek, temblando mientras hablaba. Volk se percató de que
había un destello rojo en aquellos labios secos como el pergamino⁠—. Un
trono que llora con las lágrimas de tus enemigos. Y, con el trono, una corona
que, una vez esté colocada sobre tu cabeza, hará que el hierro de tu sangre sea
eterno. Te estás pudriendo, Señor del Hierro. Colocas metal sobre tu piel y te
rodeas de armas porque te hacen volver a sentir la fuerza que estás perdiendo.
Sabes que es la verdad. Lo sabes por el temblor febril de tu piel.
El cuerpo de Khalek se estaba moviendo y sus hombros se sacudían, como
si los músculos del interior de su armadura se estuvieran marchitando, por
mucho que su voz sonara firme.
—El Príncipe Séxtuplo ha hincado el diente y se ha dado un banquete
durante mucho tiempo. La herida se infecta en tu alma. Estás muriendo; tu
hierro se ha oxidado.
Perturabo no se movió, pero Volk pensó que su rostro se había
ensombrecido aún más.

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Las convulsiones de Khalek cesaron. Su barbilla estaba húmeda por la
sangre.
—Te resistes —continuó Khalek—. Lo combates, aunque eso solo te
arrebata más fuerzas. Buscas al Hijo de la Sangre, al Perro de Huesos que
intenta morder desde su collar de cobre. El Padre Tormenta lo ve; lo ve y sabe
que morirás si encuentras al Sabueso de las Arenas Rojas. Eres débil, y él está
más allá de tu debilidad. No se rendirá. No obedecerá. Pondrá a prueba tu
metal, y este no será suficiente. El Padre lo ve, el Padre lo sabe. —⁠Khalek
inspiró con un traqueteo e inclinó la cabeza⁠—. Puedes alzarte, mi señor.
Puedes ser eterno, inquebrantable, irrompible.
—¿Es eso todo lo que has venido a decir? —⁠preguntó Perturabo.
Khalek alzó la cabeza antes de inclinarla de nuevo.
—Sí —repuso.
—Bien —dijo Perturabo.
El aire gritó. Unos rayos de energía incandescente y unas descargas de
proyectiles ardieron a través del espacio entre Perturabo y Khalek. El guerrero
se desvaneció. La armadura, la carne y el metal quedaron reducidos a
fragmentos y vapor.
El visor de Volk se ensombreció para protegerlo del brillo de la luz.
Perturabo era una mancha borrosa que cargaba a través de las llamas. Los
demás Iron Warriors se quedaron quietos a punto de disparar al ver que el
primarca pasaba por delante de ellos.
La cañonera de Khalek estaba intentando alzar el vuelo desde la cubierta.
Los propulsores soltaron unos chorros de llamas sucios y los cañones
montados giraron, lo que desprendió trozos de hueso y óxido de las
instalaciones. El Señor del Hierro golpeó la parte frontal de la cañonera
mientras esta se alzaba de la cubierta. No portaba ninguna arma en sus manos,
pues el Rompeforjas seguía en manos de un miembro del Círculo de Hierro,
pero aquello no importaba. La energía surgió de los puños del primarca
cuando este asestó el primer golpe.
La armadura se destrozó. Unos rayos surgieron de la nave. La cañonera se
inclinó hacia delante con la nariz destrozada, y el aceite y la sangre coagulada
cayeron sobre la cubierta. Un arma montada rota se sacudió en la barbilla de
la nave. Perturabo dio un puñetazo más en la herida. Una explosión resonó
por la cámara y la cañonera se partió. Unos fragmentos de armadura corroída
salieron despedidos y rebotaron contra los escudos del Círculo de Hierro
mientras sus miembros corrían para colocarse junto a su señor. La nube de
llamas se expandió hacia arriba y el humo se tornó negro en los bordes. El

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ambiente apestaba a carne chamuscada y metal derretido. Perturabo salió de
entre las llamas con la armadura ennegrecida debido al hollín. El fuego relucía
en sus bordes y, por un segundo, pareció que respiraba aquel infierno.
—Activad todas las naves —ordenó, gritando por encima del sonido de la
explosión que se estaba desvaneciendo⁠—. Preparaos para la traslación por la
disformidad en cuanto dé la orden.
—Los navegantes… —empezó a decir Argonis.
—Nos enfrentaremos a la tormenta.
El ojo augmético de Volk empezó a mostrar una repentina cascada de
datos tácticos.
—Mi señor, están lanzando naves de abordaje y torpedos. —⁠Volk
parpadeó, y su párpado se cerró sobre la esfera metálica de su ojo derecho,
aunque aquello no interrumpió el flujo de datos de mando⁠—. Hay cientos de
ellos…
—Lanzad interceptores, todas las escuadras —⁠ordenó Perturabo. Había
dejado de avanzar y se había quedado completamente quieto. Su mirada no
transmitía ninguna emoción⁠—. Abrid fuego desde el vacío.

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Ocho
«Maloghurst»
Abrió la boca para gritar.
Polvo… Podía saborear el polvo… y el humo de las hogueras.
Intentó levantarse… y se percató de que ya estaba de pie.
Se volvió y miró hacia el lugar del que había provenido la voz.
Horus Lupercal estaba de pie, a su lado, con las manos apoyadas sobre una
barandilla de mármol blanco. Las llamas de los motores de las naves
iluminaban el cielo nocturno sobre sus cabezas. Unas luces parpadeaban sobre
la oscura planicie situada debajo del alto balcón donde se encontraban, y el
viento sacudió las llamas de una antorcha que ardía en un soporte debajo de
ellos.
—Mi señor… —empezó a decir Maloghurst.
—¿Qué estás haciendo, Mal? —⁠preguntó Horus sin alzar la vista.
Maloghurst estuvo a punto de responder, pero se detuvo y miró a su
alrededor. Tocó la piedra de la barandilla, dura e inflexible. Se miró el
guantelete. Una ceramita de color gris claro le cubría los dedos.
—No deberías estar aquí —siguió Horus.
—¿Dónde estamos, mi señor?
Horus se enderezó y frunció el ceño, lo que le oscureció las facciones
durante un segundo. Maloghurst se percató de que el primarca no vestía el
verde oscuro de los Sons of Horus ni el negro del señor del Nuevo Imperio. Su
armadura era blanca como antaño, el blanco de los Luna Wolves.
—En Ullanor, Mal —dijo Horus—. ¿Acaso no lo ves? Estamos en Ullanor,
y mañana mi padre me otorgará un gran honor.
Maloghurst alzó la vista para mirar a Horus. Su rostro era igual que… No,
no lo era. Parecía más fuerte de algún modo, ajeno a las preocupaciones que se
habían mostrado en él justo antes del triunfo. Era un Horus sereno, la imagen

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de lo que debería haber sido en lugar de lo que era. Estaba solo y observaba
cómo la noche cubría la tranquilidad de la planicie.
—Señor de la Guerra… —suspiró Horus⁠—. Me llamarán Señor de la
Guerra, Mal. Mañana, en este mismo lugar, mi padre me cederá el mando de
la Gran Cruzada.
Maloghurst parpadeó. La sensación del viento sobre su piel parecía real,
muy real. Como el borde de algo afilado presionado contra su piel.
—Dice que debe regresar a Terra. Tiene asuntos que tratar. Asuntos…
—⁠La palabra se deslizó de sus labios y se la llevó el viento⁠—. Se llevará a Rogal
con él.
—Mi señor…
—Me concederá un mando total, una autoridad completa para conquistar
por mi propia mano o por la de otros. Semejante honor, Mal, semejante
muestra de confianza…
—Mi señor, no estoy aquí…
—Entonces, ¿por qué me parece algo vacío? Una tarea por cumplir que
debo acabar.
Maloghurst se acercó al primarca.
—Mi señor, esto no es real. Lo de Ullanor sucedió hace mucho. No
tenemos demasiado tiempo…
Horus volvió la cabeza con rapidez. El cielo oscuro tembló y se convirtió
en un amanecer rojo antes de darle paso a un azul brillante. Un sol ardiente
describió un arco en el firmamento. La planicie de luces se convirtió en un
mar de rostros y de destellos provocados por las armaduras. El balcón tembló
por las pisadas de los titanes. Los cuernos de guerra sonaron y el sonido
apartó el viento. El poderío de la humanidad marchaba y vitoreaba mientras el
sol se dirigía de nuevo hacia la oscuridad, y las estrellas se encendieron de un
color rojo en la noche restituida. En aquel momento, Horus ya no iba vestido
de gris claro, sino que se había ocultado en una oscuridad que tomaba su
forma gracias al brillo de los bordes y el desgaste de la sombra.
—Maloghurst… —murmuró el Señor de la Guerra, y su voz atronadora se
mezcló con los sonidos de los cuernos de guerra.
Maloghurst se echó atrás. No tenía aire en los pulmones. El calor le estaba
calcinando la piel. La presión le aplastaba los huesos. Podía oír risotadas
agudas y estridentes que le perforaban la mente. Entonces, el Señor de la
Guerra le dio la espalda, una silueta negra que contrastaba con el cielo lleno de
nubes de tormenta rojas.
—¿Enviáis a esta sombra? ¿En qué broma os habéis convertido?

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Y soltó una carcajada, aunque Maloghurst oyó el vacío en aquel trueno.
La armadura de Horus seguía siendo del color gris claro de los Luna
Wolves, pero en aquel momento estaba manchada de hollín y sangre. El
balcón había desaparecido, y el suelo bajo sus pies estaba hecho de los granos
grises de una ciudad reducida a cenizas por una tormenta de fuego.
—Mi señor —lo llamó—. Escúcheme, mi señor. Soy Maloghurst. Soy su
sirviente.
Horus volvió la cabeza, y Maloghurst casi se cayó al suelo.
—Eres una mentira. No hay nadie aquí. Esto es el páramo de los dioses.
Horus alzó la vista, y de repente su presencia pareció encogerse y
convertirse en algo más parecido a la de un hombre. Las sombras se drenaron
de las facciones de su rostro y el calor sofocante de su presencia se enfrió. Las
nubes rojas y las espirales de cenizas dejaron de moverse. Miró a Maloghurst,
y en los ojos del primarca, donde antes había habido fuego, Maloghurst pensó
que solo quedaba dolor.
—¿Mal?
—Soy yo, mi señor —respondió el palafrenero.
—Pero es imposible que estés aquí…
—Mi señor, ¿recuerda el Espíritu Vengativo? Su herida…
Horus estaba negando con la cabeza.
—El Espíritu Vengativo fue hace mucho tiempo.
—No, mi señor —repuso Maloghurst⁠—. Está ocurriendo ahora mismo. En
este mismo momento está sentado sobre el trono, y yo estoy ahí con usted.
¿No lo recuerda?
—Lo recuerdo… —respondió Horus—. Lo recuerdo todo. Recuerdo cómo
la tierra se revolvía ante el primer arado. Recuerdo cómo la primera espada se
alzó del agua de la forja. Sostengo el ascua del sol moribundo en la palma de
mi mano.
—Estaba herido…
—El lobo me hincó el diente, pero no con suficiente profundidad. No fue
más que un arañazo, un recordatorio de que incluso mis hermanos siguen
teniendo colmillos.
Maloghurst negó con la cabeza.
—Su herida se volvió a abrir en Beta-Garmon. Estaba sangrando. Estaba…
—Muriendo.
—Así es. —Maloghurst se quedó callado durante un instante⁠—. Aún lo
está.
Horus no respondió.

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—Ullanor… —dijo Horus lentamente, y a su alrededor las nubes y el
viento cargado de cenizas se movieron por un instante antes de volver a
detenerse⁠—. Ullanor…
—¿Lo recuerda, entonces? ¿Recuerda las órdenes que dio?
El primarca frunció el ceño, y las sombras volvieron a aparecer durante un
segundo en forma de venas bajo su piel.
—¿Órdenes? No, pero Ullanor me está esperando ahí fuera. Está
esperando que llegue.
Horus empezó a caminar. Las cenizas no crujían bajo sus pasos, una
distancia gris que se extendía frente a él.
Maloghurst sintió que sus propios pensamientos se arremolinaban
también.
«Ullanor me está esperando…».
A pesar de todo lo que sabía sobre la disformidad y de todos los pasos que
había dado para llegar hasta aquel punto, se sintió inseguro. ¿De verdad se
encontraba en el Espíritu Vengativo? ¿Aún estaba allí, sangrando en el suelo?
Emprendió la marcha detrás del Señor de la Guerra.
—Mi señor, ¿qué ocurre?
Horus lo miró. La enorme extensión congelada se reflejaba en sus ojos.
—Todo tiene un precio, Mal. Un precio que se debe pagar. Tengo que
irme.
—No quiere decir que…
—No estoy muriendo. —Seguía caminando. La cortina de cenizas ocultaba
su silueta. El viento volvió a soplar con fuerza, y Maloghurst alzó la mano para
protegerse de las ascuas incandescentes que le golpeaban los ojos. Parpadeó.
Horus era una mancha que se desvanecía cada vez más en el torbellino de
cenizas con cada paso que daba.
—¡Mi señor!
—No estoy muriendo, Mal —dijo la voz de Horus, un hilo que procedía de
algún punto que no alcanzaba a ver⁠—. Estoy luchando.

Layak

El espectro soltó un alarido en la mente de Layak, y uno de los seis ojos de su


máscara se agrietó. Layak rugió un nombre de destrucción, y el fuego le
recorrió la armadura y el cetro. El espectro giró para pasar a su lado. No era
nada, un esbozo de un movimiento rápido y un rostro que gritaba. Aun así,
tenía garras, y rozó a Layak cuando este blandió su cetro en llamas. El hielo

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explotó a través de él bajo su roce. Su piel se partió y empezó a sangrar. Su
mente era una espiral de imágenes de voces.
«Eres un alma pura, Layak…».
«Eres un hombre vacío…».
«¿Cómo te llamas…?».
Su mente recordó nombres y fórmulas, y soltó sus formas afiladas en su
memoria. Nada respondió. Nada. Estaba cayendo.
«Tus dioses te han abandonado…».
«Solo te han traído con ellos como sacrificio…».
«¿Por qué crees que se los bendice como a mártires?».
La carne de su rostro estaba ardiendo. El metal de su máscara se
marchitaba y los ganchos de su interior eran dientes que le mordían la piel. Se
le estaba escapando el cetro de la mano. Su mente daba vueltas y vueltas sin
encontrar el centro. Se llevó las manos a la máscara.
«¿Quién eras?».
«Debes haber sido alguien en algún momento…».
«No soy nadie».
Se quitó la máscara, y la sangre brotó de la ruina en la que se había
convertido su rostro. La niebla era un muro que presionaba sus ojos. El fuego
que recorría su armadura se apagó.
—Ahora —dijo un grito lejano a través del viento⁠—. Ahora sí que eres
nuestro.
Layak alzó la vista. Un rostro lo estaba mirando desde lo alto. Este era
joven, y lo que lo había hecho fuerte había sido la alquimia genética y no el
tiempo. Una solitaria llama negra le marcaba las dos mejillas. Sus ojos eran
oscuros, y una armadura gris como la ceniza le llegaba hasta el cuello.
—No sé quién eres —jadeó Layak en una voz que no sonaba como la suya.
—Oh, pero sí que lo sabes —⁠repuso una figura⁠—. Nací bajo la luz de la
estrella que ilumina Terra. Esa luz… solía entrar por las ventanas cuando la
estación salía del eclipse.
Layak escuchó, paralizado por las palabras de la figura.
—Se podía ver la luz incluso a través de todo el polvo y la suciedad. Solían
decir que era peligroso; que, si la película que cubría el cristal estaba dañada, la
luz podría matar… Pero no importaba. ¿Qué era la muerte comparada con ver
aquella luz? Estaba solo en aquel entonces, era un niño que se estaba
convirtiendo en hombre sin tener ningún recuerdo de quienes me crearon, un
niño que solo contaba con los instintos que habían mantenido con vida a un
alma inocente en una ciudad oxidada, atada por el vacío.

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—Cállate —gruñó, y saboreó la debilidad de sus propias palabras cuando
estas salieron de su boca.
La figura de armadura gris no se movió, y su rostro permaneció tranquilo.
Layak no podía apartar la vista. Aquella mirada quieta era el mundo, y sus
palabras eran más altas que los pensamientos, más suaves que la ceniza.
—Me encontraron. Era el único que seguía con vida. Me preguntaron si
creía en los dioses. Dioses… Habían venido por ellos. Los dioses estaban en
todas partes. Había santuarios en cada unión de pasillos, llenos de ofrendas:
retales, hilos brillantes de limpiadores a presión, huesos diminutos. Bajo toda
la basura, se podía ver a los dioses. Estaban hechos de cristal antiguo, metal
polvoriento y cables. Había cientos de ellos: Cal’dur’ha, el Otorgador de
Aliento; Su’nesh Janek, la Dama del Trueno; Vol’Teon, el Inicio. Cosas así, de
nombres imposibles de pronunciar, pero con un poder absoluto. Los
capataces de los sacerdotes traqueteaban por sus amuletos. Se oían venir
cuando iban a matar a alguien. Lo llamaban «sacrificio», pero no era más que
asesinato. Antes de estar solo, lo único que podía recordar era a un capataz
con una estrella tatuada en el rostro y un colgante de sangre que pendía de
una cuerda en la mano que portaba un cuchillo…
Layak pensó que podía ver imágenes que fluían junto con las palabras,
fracturadas visiones de cristal tintado de un niño que vivía entre las sombras.
—Todo eso acabó cuando vinieron. Todo se volvió fuego y los capataces
gritaron al arder. Me encontraron porque salí de mi escondite para ver cómo
ardían los dioses. Estaba llorando. Me vieron, aunque no salí corriendo. Eran
enormes, gigantes vestidos de gris con fuego en los puños. No me mataron,
pese a que habían matado a todos los demás. Me preguntaron por qué lloraba.
—⁠La figura extendió una mano con los dedos abiertos, como si fuera a
acariciarle la mejilla a Layak⁠—. Les contesté, y me llevaron con ellos. Me
cambiaron. Me hicieron de nuevo. Entonces vi la verdadera luz del sol y
quemé a los falsos dioses. Me otorgaron un propósito, y me encontré a mí
mismo en las llamas. Había encontrado la verdad, y aquello era todo lo que
importaba.
—No… —dijo Layak entre jadeos. Era una criatura de control en un
mundo construido por el poder, solo que en aquel momento se sentía
desollado, con la mente desvalida de la voluntad para resistirse⁠—. No te
conozco.
—No —dijo la figura—. Eres un esclavo. El portador de un nombre vacío,
una criatura donde antes había un hombre. Sería amable decirte que esto es

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una bendición, que encontrarás la paz. —⁠Layak podía ver a través de los
dedos⁠—. Pero nunca he sido amable, ¿verdad?
Una daga plateada le cortó la garganta a la figura espectral. La oscuridad
hirvió en su interior, y este se echó atrás, hinchándose y ondulando como el
humo atrapado en el viento. Se produjo un alarido agudo, un aullido que
resonó y resonó.
Una mano física y real apareció de entre la niebla y sujetó a Layak del
brazo. Este se enderezó, pues sus músculos respondieron antes de que su
mente tuviera tiempo de pensar. Alzó los ojos y vio la mirada vacía de Hebek
cuando el esclavo de espada lo ayudó a ponerse de pie.
—¡Muévete! —dijo Actaea.
Sus esclavos de espada estaban a ambos lados del oráculo. Ella aún tenía la
botella de cristal en la mano, pero estaba volviendo la cabeza, buscando entre
la niebla con sus ojos ciegos. La daga plateada que sostenía en la otra mano se
estaba deslustrando por momentos.
Layak aún tenía el cetro en la mano y su máscara en la otra. Miró a Actaea.
—No pasa nada —le espetó ella—. No puedo ver tu preciosa cara,
¿recuerdas?
Layak alzó la máscara y se la colocó de nuevo.
—Fantasmas —gruñó, y sus pensamientos se volvieron a formar en su
mente.
—Sígueme, rápido —dijo Actaea, y empezó a correr. Layak la siguió y
alcanzó a la mujer en tan solo dos zancadas.
—¿Dónde está el primarca? —⁠preguntó él en voz alta.
—Donde estamos todos, Vacío —⁠dijo ella, jadeando⁠—. Perdidos.

Volk

El Lightning Crow atravesó la oscuridad. El visor del casco de Volk se llenó de


runas de búsqueda de objetivos. El enjambre que se acercaba a ellos era una
nube parpadeante de marcadores de amenaza. El polvo parecía arremolinarse
e hincharse detrás de él. Unas nubes ocre y esmeralda se torcían para formar
rostros fantasmales, con ojos que relucían con el fuego de las estrellas que se
marchitaban. Las naves de guerra rodearon la flota del Sangre de Hierro en
forma de una gran jaula. La cascada de datos tácticos de Volk registraba
veinticinco de ellas, y otras diez se encontraban al borde del alcance del
auspex. Unos grupos de plantas encostradas escondían la forma que habían
tenido en otros tiempos. Algunas eran fusiones de distintas naves: cascos

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soldados por metal que había crecido entre ellos como un hueso canceroso. A
otras les habían crecido tumores bulbosos que escondían emplazamientos de
armas en quistes abiertos. Y todas ellas estaban expulsando artillería y naves
de asalto hacia el vacío.
—Tenemos muchos objetivos con los que acabar —⁠dijo la voz de Argonis
por el comunicador. Volk echó un vistazo hacia la izquierda y vio el
interceptor del emisario delineado de color azul, con los datos sincronizados
de la escuadra rodeándolo en un halo. La nave era un Xiphon, más pequeña y
más rápida que el Lightning Crow de Volk, pero con una artillería menos
pesada. Y el 786-1-1 estaba armado por completo. Por mucho que los
cargadores de la legión pudieran estar casi drenados, si no sobrevivían a
aquella batalla, no importaría cuántas balas les quedaban.
—Esperemos que sigas siendo tan buen asesino como antes —⁠dijo Volk.
—Y tú, hermano —contestó Argonis. Volk parpadeó ante la cruda
sinceridad de aquellas palabras.
Pese a que Volk no había recibido órdenes para dirigirse a la batalla,
aquello no había sido necesario. Era un guerrero y, por encima de todo, existía
para luchar. Perturabo no había hecho ningún comentario sobre su decisión.
No estaba seguro de si el primarca siquiera lo consideraba un detalle
importante. Estaba subiendo a su caza de batalla cuando la voz de Argonis
había crujido en el comunicador del casco.
—Seré tu sombra, Garra de Hierro —⁠le había dicho, llamándolo por el
antiguo indicativo que evocaba una época que ya solo existía en el recuerdo.
—Como desees —había respondido Volk.
En el vacío, Volk notaba cómo el rugido de los motores le recorría la
columna vertebral mientras estos impulsaban la nave hacia el borde de la
batalla. Otras docenas de naves estaban saliendo de las embarcaciones de los
Iron Warriors para enfrentarse al enjambre enemigo. Las naves de guerra se
estaban colocando en una formación de rombo, con las armas preparadas,
pero aún sin disparar. En un extremo del visor de Volk, un temporizador
mostraba una cuenta regresiva hasta la traslación por el vacío.
—Objetivos dos-ocho-cinco hasta tres-cinco-siete —⁠transmitió Argonis.
—Los veo. Apunta y ataca.
El interceptor de Argonis se desplazó lateralmente. La luz de las estrellas se
reflejó en las plumas de águila bañadas en oro sobre el fuselaje negro y verde.
Volk imitó el movimiento. Le resultaba familiar, como empuñar una espada
antigua. En aquel lugar no tenía el mando de un Gran Vuelo, pues todos sus
hermanos se habían quedado en Krade, y no sabía si podrían llegar a la

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reunión de Ullanor. Sin embargo, no se sentía disminuido por ello, pese a que
sabía que debería haberlo sentido así. Mientras la melodía de los engranajes de
las armas le invadía los oídos y la fuerza de su giro le presionaba la piel, lo que
sentía era que algo le había sido devuelto.
Tres puntos de luz se iluminaron ante su vista, rodeados de corchetes de
color ámbar. Volk parpadeó; una vista aumentada se desplegó en su ojo
izquierdo. Cada uno de los puntos era una sola nave, y todas ellas eran varias
veces más grandes que las máquinas de Volk o de Argonis.
—Tres objetivos se acercan con rapidez, separémonos para interceptar
—⁠dijo hacia el comunicador. Argonis giró su interceptor y describió un arco
amplio que atajaría a las naves enemigas conforme estas avanzaban. Volk se
separó en la dirección opuesta.
Los objetivos de las armas hostiles sonaron en sus oídos.
Detrás de él, los primeros disparos de la flota enemiga estaban abriéndose
paso a través de la esfera de cazas y ardiendo hacia el Sangre de Hierro. Las
torretas de la flota se desplegaron y el fuego iluminó la oscuridad. Los
torpedos explotaron. El plasma tiñó la noche.
Los tres objetivos de Volk aceleraron. Unos conos de fuego irregulares
salieron de sus motores, y se percató de que no estaban haciendo ninguna
maniobra evasiva. Ninguna de las naves enemigas estaba evadiendo el
combate, sino que la flota entera estaba acercándose al Sangre de Hierro y a
sus otras naves, y reducía la esfera que las rodeaba. Sabía que no lograrían
sobrevivir a aquel combate. Incluso contando con mayores números, estaban
avanzando directamente hacia las armas de los Iron Warriors. Cualquier baja
que pudieran causar sería a costa de su propia destrucción. Era un plan que no
tenía ningún sentido.
Las torretas de las tres naves enemigas rotaron. Volk hizo rodar al 786-1-1
en forma de espiral. Una tormenta de fuego de láser intentó alcanzarlo, pero
ya estaba girando. Los objetivos estaban justo frente a sus ojos, entre corchetes
y dispuestos entre él y el interceptor de Argonis. Los buscadores de objetivos
le pitaron en los oídos, y Volk apretó el botón de fuego. Unos cohetes salieron
despedidos de sus alas. En el lado opuesto al trío de enemigos, Argonis soltó
una ráfaga de disparos e hizo que su interceptor comenzara a ascender. Volk
imitó su movimiento un segundo después. Los cohetes llovieron sobre sus
objetivos y alcanzaron las naves enemigas desde el vacío. La armadura
corroída y las plantas se desvanecieron en esferas de luz sucia.
—Qué fácil —suspiró Argonis por el comunicador mientras ambas naves
volvían a colocarse en formación.

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—¿Matar a tu propia legión te proporciona orgullo, hermano?
El espacio a su alrededor brilló con el fulgor de las explosiones. La cuenta
atrás en el borde de la visión de Volk se estaba dirigiendo hacia el momento
en el que la flota podría regresar a la disformidad.
—Eres un idiota —gruñó Argonis⁠—. Sean lo que sean esas criaturas, no
pertenecen a mi legión.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
—¿Qué intentan hacer? —⁠preguntó Argonis, como si no hubiera oído a
Volk.
Volk estaba a punto de responder cuando la esfera de espacio que podía
ver a través de la capota se retorció y se distorsionó.
—Mira las estrellas —⁠le dijo Argonis.
Volk obedeció.
Las estrellas habían desaparecido. Las nubes de gas arremolinadas se
habían tragado la oscuridad. Una luminiscencia roja como las ascuas pulsaba
en la lobreguez. Y ya no había solo el anillo de naves oxidadas y el enjambre
ardiente de artillería, sino que aquellas profundidades albergaban sombras.
Unas sombras enormes, colosales. Unas sombras que se movían como las
siluetas de criaturas marinas alzándose de unas aguas profundas a las que la
luz nunca llegaba.
El Sangre de Hierro empezó a disparar sus armas principales, y unos
nuevos soles iluminaron la oscuridad. Los macroproyectiles golpearon los
escudos de vacío de las naves enemigas. La energía parpadeó y salpicó la
oscuridad cuando varias capas de escudo se derrumbaron en un destello. El
resto de la flota de Iron Warriors se desplegó. Tres naves hinchadas habían
muerto: abiertas de par en par, destrozadas por los disparos y llenas de fuego.
Sin embargo, la oscuridad más allá de las llamas no era un espacio negro,
sino una piel. Una piel transparente colocada sobre un ojo negro que los
observaba. El enjambre de torpedos que se cernía sobre ellos surgió a través
del muro de explosiones, ardiendo como un enjambre de insectos que volaba
a través de llamas de velas.
Volk sintió que el calor le recorría la carne. Estaba sudando, podía notar
cómo las gotas de sudor resbalaban por su piel. Tenía la visión borrosa.
—Sois demasiado débiles… —⁠suspiró una voz en su cráneo, que podría
haber sido un recuerdo o su propia voz⁠—. Los Iron Warriors mueren con el
hierro de vuestras venas convirtiéndose en óxido. Mueren sin balas en sus
armas. Mueren como siempre lo han hecho y como siempre lo harán: como los
débiles hijos no deseados de la guerra.

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—Pero ¿qué otra opción nos queda? —⁠respondió otra voz en sus
pensamientos, tranquila y comedida en medio de la tormenta⁠—. No tenemos
otra alternativa, nunca la hemos tenido. Somos herramientas para la conquista
de otros. Rotos y descartados después de que nos hayan utilizado. No podemos
ser nada más.
—Siempre hay algo más —⁠dijo la primera voz en su cabeza⁠—. Solo tienes
que permitirte convertirte en ello.
—¡Hermano! —El grito de advertencia hizo que el mundo regresara a su
alrededor. Unas luces rojas ardían por toda la cabina. Los impactos hacían
temblar el fuselaje. Algo golpeó la carlinga y provocó que salieran grietas en
ella. Estaba volando hacia un muro de restos. Tenía los dedos firmes sobre el
gatillo de sus cañones láser y estaba drenando su carga. Podía sentir el calor de
la destrucción en sus nervios, en su alma.
Volk se percató de que no podía parar, de que había estado volando
directamente hacia el enemigo sin ni siquiera ser consciente de ello. Había
estado matando. Los restos que lo golpeaban en aquel momento, eran los que
habían dejado sus víctimas.
El cronómetro en el borde de su visión seguía contando hacia atrás hasta
el momento en el que el Sangre de Hierro estuviera listo para trasladarse hacia
la disformidad. Debería estar dándole la vuelta al 786-1-1 y acelerando para
alcanzar la nave. Debería estar abandonando la esfera de la batalla. Solo que
no lo hacía. No podía. Algo más, algo que había estado escondido en la raíz de
su carne alterada lo estaba atando a donde se encontraba. No quería tener que
seguir aguantando. No quería soportar los retos que otros no habían podido
superar. Quería ser la verdad de lo que siempre había sido, de lo que era en
realidad.
—¿Qué haces? —preguntó Argonis.
Las conexiones nerviosas que lo enlazaban al 786-1-1 ardían. Los misiles y
los cañones eran sus dedos.
Una nave enemiga apareció en la visión de Volk, y este disparó. El fuego
láser surgió de él.
Una explosión…
Una luz… brillante detrás de la mancha de la fiebre. Estaba girando. Los
motores rugían con la exhalación de sus pulmones. Volk podía ver cómo el
resto de cazas daba la vuelta, cómo brillaban sus motores al quemar sus
últimas gotas de combustible para dirigirse hacia la protección de las naves
nodrizas. Debería estar con ellas. Tenía suficiente combustible para
conseguirlo. Suficiente tiempo.

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Una voz…
—Da la vuelta —rugió Argonis en su oído⁠—. ¡Da la vuelta ya!

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Nueve
«Maloghurst»
El silencio lo rodeó como un puño. Las nubes de bordes rojos se habían teñido
de negro y habían perdido sus rasgos, y el sonido del viento se había
convertido en un silencio atronador. Respiró profundamente y oyó cómo el
sonido le llenaba los oídos. Dio un paso. Notó una piedra fría y húmeda con el
pie, pues su armadura había desaparecido. Sintió una tela áspera que le rozaba
la piel al moverse. Tenía un bastón en la mano, listo para soportar su peso al
tiempo que daba un paso más. El dolor le recorrió la espalda, e hizo una
mueca al avanzar.
«Nada de esto es real», dijo una voz en su cabeza.
«¿Qué te hace decir eso? —⁠respondió una voz distinta⁠—. Solo porque no
siga las mismas reglas no quiere decir que no esté ocurriendo de verdad».
Aun así, no había ninguna señal de Horus. Maloghurst solo veía oscuridad
y oía el sonido de su propia respiración, pero la sensación era diferente. Solo
tenía dos pulmones y un corazón.
Era mortal de nuevo, aunque solo fuera durante un rato.
—Mi señor —lo llamó—. Horus…
Su propio eco fue la única respuesta que obtuvo, un eco que rebotó contra
el espacio que había delante de él. Se encontraba en una cueva entonces, o tal
vez en una cámara. Dio un paso más, notó la humedad de la piedra
resbaladiza por el agua y se apoyó en el bastón. Horus estaría allí. Tenía que
estarlo…
«¿Y si no es así?» preguntó un pensamiento.
Maloghurst parpadeó. Había una luz en la distancia, una luz pequeña y
fría, pero una luz. Avanzó hacia ella, se resbaló en el suelo irregular y casi se
cayó. La luz creció. No se trataba de una llama o del brillo de un rayo o de un
lumen, sino que era un fulgor lento que recorría la piedra mojada. Maloghurst

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mantuvo la mirada fija en ella conforme avanzaba por el suelo de la caverna
hasta que pudo ver de dónde procedía. Se detuvo.
Un foso de agua negra recorría el suelo de la caverna de muro a muro. El
agua era tan oscura que habría podido pensar que se trataba de una puerta
hacia un abismo si no fuera porque la luna relucía en su superficie. Mientras la
observaba, una gota húmeda cayó desde el techo e hizo que el agua ondeara.
Alzó la vista. El techo de la cueva era de piedra con vetas de cristales y no tenía
ninguna grieta ni abertura. El foso de agua era estrecho, pero le impedía llegar
al lado opuesto de la caverna, al no contar con ningún camino en el borde. Se
acercó a la orilla y se agachó para comprobar el agua con los dedos.
—¿Seguro que quieres hacer eso?
Maloghurst se enderezó de repente y se apartó del agua empuñando el
bastón en ambas manos, listo para atacar.
Una figura estaba al otro lado del agua. Era un hombre. Su piel suelta
colgaba sobre músculos debilitados, y el cabello que caía sobre sus hombros
era blanco bajo el reflejo de la luz de la luna. Aun así, tenía la espalda recta; el
tiempo, que le había arrugado el rostro, solo había conseguido hacer que sus
rasgos aviarios quedaran más marcados.
Por un segundo, Maloghurst no fue capaz de reconocer aquella cara,
desprovista de las mejoras genéticas que había llevado en vida. Luego, el
reconocimiento hizo que un nombre saliera de su boca.
—¿Iacton?
Iacton Qruze se encogió de hombros.
—Si quieres —respondió. Maloghurst se percató de la vestimenta de la
figura en aquel momento. Llevaba una larga túnica de color gris claro que
colgaba de sus hombros. La tela estaba manchada de sangre. Maloghurst podía
ver los salpicones de los cortes con hoja y las manchas más oscuras
provocadas por las heridas profundas. Una hoja de pergamino arrancada
estaba sobre su pecho, clavada en él por las puntas rotas de unos cuchillos.
Una sola palabra estaba escrita en el pergamino con una letra tajante y con
salpicones: «asesinato».
—Un espíritu de la disformidad —⁠gruñó Maloghurst⁠—. Una invocación
de demonios que llevan la piel de un recuerdo.
—Si lo prefieres —dijo Iacton Qruze. Sus ojos eran agujeros vacíos, y su
mirada tenía la misma inexpresividad que las estatuas antiguas.
Todo lo que Maloghurst había aprendido sobre hablar con criaturas del
inmaterium le dio vueltas por la mente. Estaba buscando a Horus para llevarlo
de vuelta al mundo de los vivos. Se adentraba en los caminos de la

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disformidad, de los sueños y las metáforas, y esta estaba retorciendo su tarea
para crear algo más antiguo y letal. Tenía que andarse con cuidado.
—Estás buscando algo, Retorcido. Buscas más allá de los límites de tu
fuerza y habilidad.
Qruze dio un paso hacia delante y se agachó junto al agua iluminada por
la luna. Estiró la mano y tocó lentamente la superficie con los dedos.
—Pero aún puedes obtener respuestas si lo deseas.
—¿Cuál es el precio? —preguntó Maloghurst. Pese a que una sospecha se
estaba empezando a formar en sus pensamientos, la mantuvo sin forma
concreta: una idea escondida en distintos fragmentos. Las sutilezas necesarias
para mentir a los hombres no eran nada comparado con mentir a un
demonio.
—¿El precio? —repitió Qruze⁠—. Tú deberías saberlo bien, hermano,
pues, ¿dónde estamos y qué es esta agua que tenemos delante de nosotros?
—Cthonia —respondió, dándole nombre a la idea que había surgido en su
interior en cuanto había visto los muros de la cueva y el agua oscura. Miró al
disco de la luna que colgaba bajo su superficie ondulante. Pensó en el
Mournival y en las astillas de viejas costumbres que se habían quedado
clavadas en la legión durante tanto tiempo que, solo en aquel momento, sus
raíces oscuras se volvieron obvias⁠—. La puerta de conversión —⁠continuó, y
alzó la vista hacia la mirada inexpresiva de Qruze⁠—. El cobrador de almas y…
—⁠Se llevó la mano al pecho y encontró el pequeño saco de cuero le que
colgaba de una correa en el cuello. Se lo quitó y lo sacudió para vaciarlo sobre
su mano. Una sola moneda reflectante relució como un eco de la luna
ahogada por el agua⁠—. El precio.
»¿Eres aquel a quien he llamado? —⁠preguntó Maloghurst, alzando la
mano para mostrarle la moneda de plata grabada que sostenía entre el índice y
el pulgar. Era una antigua pieza de la historia de los profundos túneles de
Cthonia a la que se le había otorgado un nuevo poder por el oficio que
Maloghurst había aprendido. La moneda de cruce, un regalo que se pagaba
para que un guía llevara a alguien hacia lo desconocido. La sangre y los
grabados de la moneda le daban una presencia en aquel lugar, en la
disformidad, que era más fuerte que en la realidad.
Qruze no se movió.
—Lo entiendes —dijo, más como una afirmación que como una pregunta.
Maloghurst miró la cabeza de lobo grabada en el disco de plata. Giró la
mano y se convirtió en un ojo con una pupila como una rendija.

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—Mi alma —dijo él—. Todo lo que era, todo lo que soy y todo lo que me
he esforzado por mantener alejado de la disformidad mientras otros se
entregaban a ella.
—Ese es el precio —confirmó Qruze, y estiró la mano por encima del
agua⁠—. Ese siempre es el precio.
Maloghurst asintió, apretó el puño un momento sobre la moneda y luego
volvió a abrir la mano. La plata relucía en sus dedos.
—Sí —repuso—. Claro que lo es. Lo entiendo.
Lanzó la moneda al aire. Esta dio vueltas, y el ojo y el lobo parpadearon al
caer, tras lo cual golpeó la cara de la luna y la destrozó. Qruze se lanzó hacia
delante y metió la mano en el agua para recoger la moneda antes de que esta
se hundiera. Maloghurst agarró el puño de Qruze con la mano.
—Lo entiendo —gruñó Maloghurst. Qruze trató de apartarse, pero
Maloghurst lo sujetó con firmeza. Una sílaba de poder surgió de sus labios.
Los muros de la caverna temblaron y el agua del foso se revolvió e hirvió.
Qruze, o la cosa que tomaba aquella forma, estaba temblando. Se le formaron
unas ampollas en la piel, que reventaron al instante⁠—. Lo entiendo —⁠repitió
Maloghurst antes de soltar una retahíla de sílabas directamente al rostro de
Qruze⁠—. Layak te ha colocado aquí porque sabía adónde conduciría el
camino. Así es como me retienes, como hincas los dientes en mi alma, como
consigues colocar otro esclavo al lado de Horus.
El rostro de Iacton Qruze se estaba distorsionando, y la imagen de la carne
burbujeaba y se derretía. Su mandíbula se partió y se alargó. Le crecieron unos
colmillos negros. El pelaje y las plumas salieron de la piel que se le estaba
abriendo. Se le ensanchó el cuerpo, y sus músculos se expandieron bajo la
carne gris. El demonio soltó un rugido en el rostro de Maloghurst y le salpicó
las mejillas de esputo y sangre.
—Has caído —rugió el demonio⁠—. Ya has caído. Ya eres carne en
nuestro plato. No tienes elección. La única pregunta es quién sostiene tu
correa.
—No tienes ningún poder sobre mí. Ya entregué mi alma hace mucho
tiempo…
Maloghurst sujetó la mano de la criatura con más fuerza todavía, la mano
que aún sostenía la moneda, la moneda que era el reflejo de la verdadera
moneda que colgaba de su garganta cortada en el mundo real, la moneda que
estaba haciendo arder la esencia del demonio mientras trataba de soltarla.
—Le di mi alma a Horus Lupercal —⁠dijo, antes de pronunciar la última
sílaba. El demonio gritó. La moneda se le estaba hundiendo en la carne,

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quemando y chamuscando piel y hueso. Maloghurst soltó a la criatura y se
enderezó.
El demonio se retorció junto al agua y luego se quedó inmóvil. La
mandíbula se le encogió. La piel se le cerró sobre púas y pelaje. Cuando se
volvió a poner de pie, tenía el mismo aspecto que antes, salvo su mano
derecha, que había quedado ennegrecida y retorcida, con la piel marchita
sobre los dedos en forma de garra. La moneda de plata yacía sobre su palma,
fusionada con la carne ennegrecida. El demonio pareció tomar aliento
durante un instante antes de mirar a Maloghurst.
—Pagarás por esto.
—¿Cómo te llamas?
El demonio negó con la cabeza.
—Me has vinculado. ¿Qué falta te hace mi nombre?
Maloghurst esbozó una ligera sonrisa.
—Lo necesito para saber cómo llamarte. Dime tu nombre.
—Amarok —repuso el demonio.
—Te convertirás en mi guía, Amarok, tal como has prometido sin querer
hacerlo. —⁠Maloghurst señaló el foso de agua⁠—. Llévame hasta Horus.
—No tienes ni idea de lo que estás haciendo.
—No me importa.
—Muy bien —dijo Amarok, y se agachó para respirar en el agua. La luna
se desvaneció para dejar paso a la oscuridad, pues la superficie no volvió a
reflejar nada. El demonio se echó atrás e hizo un gesto hacia el foso.
Maloghurst se acercó al borde y alzó la vista para mirar al demonio. Unos
espacios negros le devolvieron la mirada.
—¿Por qué has tomado esta forma? —⁠le preguntó⁠—. De todas las caras
que podrías haber usado, la de ese viejo me importa muy poco. —⁠Señaló al
pergamino que seguía clavado en el pecho de la criatura⁠—. Y su muerte me
importa menos aún.
—Todos somos viejos, Mal —⁠dijo la voz de Iacton Qruze. Amarok sonrió
y volvió a señalar hacia el agua⁠—. Tú primero, mi señor.

Layak

—¡Este lugar es una abominación! —⁠gruñó Layak. Los caminos que se


extendían ante él se bifurcaban y se retorcían como el interior de una caracola.
Habían dejado de correr hacía un tiempo, aunque no sabía a ciencia cierta
cuándo había sido. Estaba seguro de que habían recorrido espacios más

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grandes, vastos y resonantes que ejercían presión sobre sus sentidos incluso a
través de la niebla, que lo ocultaba todo. La gravedad obedecía una ley sencilla
y perversa: abajo era la superficie sobre la que se estaba de pie.
—También podría considerarse una maravilla —⁠señaló Actaea. Todavía
sostenía el bulbo de cristal lleno de sangre. De vez en cuando, lo alzaba hasta
uno de sus ojos y se lo apretaba contra la cuenca⁠—. La Telaraña engaña, pero
¿acaso el engaño no es sagrado? ¿Acaso el valor de los rectos no debe
probarse?
—Nos desafía —espetó él.
—¿Y todo lo que nos desafía debería ser derribado? ¿Eso no te resulta un
poco corto de miras?
—Tus preguntas son…
—Perceptivas —lo interrumpió Actaea⁠—. Esperaba que alguien que ha
conseguido tanto poder bajo la mirada de los dioses valorara la percepción.
—Solo valoro lo que sirve a los dioses.
—Mientes —dijo ella, encogiéndose de hombros. Movía la cabeza de lado
a lado, y torcía el gesto en ocasiones⁠—. Por ahí no —⁠indicó, señalando hacia
uno de los caminos, pero sin adentrarse en la otra bifurcación.
—No miento.
—Siempre mientes. Tu esencia comienza con mentiras, y toda verdad que
encuentras es algo insólito. Mientes. Todos mienten. Lorgar también, aunque
más a sí mismo que a los demás.
Layak se quedó muy quieto.
Ella volvió la mirada hacia él y se encogió de hombros una vez más.
—Digo lo que veo —le explicó ella⁠—. Ese es mi deber.
—¿Deber hacia quién?
—Hacia la verdad —repuso Actaea⁠—. Al final es a lo que todos servimos,
¿no es así? No a los primarcas, ni a los emperadores, ni a los señores de la
guerra, sino a la verdad del universo.
—Los dioses… —empezó a decir él.
—Los llamas dioses y el título sirve, pero no son más que una expresión de
la verdad. No importa si nos arrodillamos ante ella, si le ofrecemos rezos o si
la odiamos y la despreciamos, la verdad es eterna y lo reclama todo.
—¡Eres una hereje!
Kulnar y Hebek habían llevado las manos a las empuñaduras de sus
espadas.
—No —dijo Actaea, inmóvil. Los esclavos de espada cesaron su
movimiento⁠—. Soy la parte de tu alma que te falta, Vacío. La parte que se

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pregunta por qué Lorgar te odia y te mantiene cerca al mismo tiempo, que se
pregunta por qué no tienes un verdadero nombre, sino uno escogido de un
libro; por qué eres un esclavo que ni siquiera sabe qué amo sostiene su correa.
—⁠Actaea negó con la cabeza⁠—. ¿Qué? —⁠preguntó⁠—. ¿Crees que deberías
matarme?
—He hecho cosas peores con menos causa —⁠dijo Layak.
—Sí, eso al menos no es mentira. No puedes matarme. Ya estás perdido, y
me necesitas solo para sobrevivir aquí. Y no deberías pensar que decir la
verdad es una debilidad, pues es algo necesario. La Telaraña no es un laberinto
de túneles, sino un laberinto de la mente. Escucha y susurra los secretos de
aquellos que recorren sus senderos. El mismo camino, recorrido por almas
diferentes, conduce a lugares distintos. Los mapas de este lugar no señalan
bifurcaciones y curvas, sino la forma del alma que llegará a su destino.
—⁠Sonrió, y Layak se percató de que sus dientes eran pulidas puntas
plateadas⁠—. ¿Por qué crees que tú y tus hermanos os habéis perdido? Os
ocultáis cosas a vosotros mismos. Todos lo hacéis.
—Hay espíritus aquí —dijo Layak, negando con la cabeza⁠—. Poderosos,
imposibles de vincular.
—Son aquellos que se han perdido por los senderos —⁠explicó Actaea⁠—,
almas que nunca abandonarán este lugar.
—Más fantasmas —gruñó él.
—Este es un reino de fantasmas, Vacío. Deberías sentirte como en casa.
Layak estaba a punto de gruñirle una respuesta cuando oyó un sonido que
susurraba a sus sentidos.
Alzó la mano.
—¿Oís eso? —preguntó Layak. Kulnar se estremeció a su lado. Hebek siseó
algo que podría haber sido una palabra si aún tuviera una lengua en la boca.
Actaea se quedó quieta y frunció el ceño.
—No oigo nada —dijo ella.
El sonido en la Telaraña era plano. El tintineo metálico de sus armas no
resonaba, y el zumbido de su servoarmadura no tenía profundidad. Layak se
volvió despacio, consciente del picor en sus nervios, donde el fantasma había
metido la mano entre la carne y la armadura. El sonido se produjo una vez
más, provenía del camino frente a ellos que conducía hacia la izquierda.
—He oído el choque de espadas. El fuego de bólters…
—Se han producido batallas en este lugar desde su nacimiento, y las
criaturas siguen luchando y muriendo aquí —⁠repuso Actaea⁠—. En ocasiones,

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se pueden oír los ecos de aquellos combates desde el otro lado de la galaxia,
desde el pasado.
—Tal vez —dijo Layak—, pero no era nada de eso. —⁠Empezó a dirigirse
hacia el camino izquierdo. El derecho se doblegó y desapareció de la propia
existencia⁠—. ¡Traedla! —⁠ordenó a los esclavos de espada. Actaea ya estaba
siguiendo a Layak, con su túnica roja ondeando detrás de ella. Kulnar la alzó
del suelo tras adelantarla de un solo salto. Ella soltó un siseo de ira.
Layak corrió. La niebla estaba retrocediendo, y el túnel se endurecía y se
desplegaba frente a él como una flor que se abre ante la luz del sol. Dio un
paso más…
Y emergió en un lugar lleno de fuego y destrucción.

Volk

—Está sanando a un ritmo que no es consistente con las propiedades estándar


de su fisiología. —⁠La voz era mecánica, sonaba a estática y a engranajes en
marcha. Volk respiró y notó el sabor a hierro⁠—. No he sido capaz de quitar
partes de su armadura dañada.
Oyó otra voz, demasiado distante como para poder oírla con claridad,
aunque el tono le resultó familiar.
—Sigue sin estar cerca de la regeneración rápida ni de la fusión de
tendones, pero se ha producido una alteración en la estructura metálica de…
La voz que interrumpía seguía estando demasiado lejos como para poder
oírla.
A pesar de que no podía ver nada, unos destellos de luz naranja
burbujeaban en la oscuridad.
Destellos…
Oscuridad…
Había visto la luz del fuego, fulgores brillantes sobre el negro, puntos de
proyectiles e hilos dorados y plateados de rayos láser. Había navegado hasta
los dientes del enemigo, y el calor de la máquina que lo rodeaba había
parecido el rugido rojo de la sangre. Los visores habían sido rojos, un rojo
intermitente de advertencias, daño, fuego…
Había…
—¿Qué… ha pasado? —preguntó, y su voz sonó como un borboteo y un
grito ahogado de fluidos y cartílagos.
—Desobedeciste tus órdenes —⁠dijo Argonis con su voz ya cercana y
clara⁠—. Perdiste el control de ti mismo. Te acercaste más a la muerte que

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ninguna otra persona con vida que conozco.
—No veo… nada…
—La esfera ocular biológica restante se perdió junto con la parte superior
derecha de tu cráneo. El augmético en la parte izquierda sigue siendo
funcional, pero está desactivado. Puedo activarlo, si lo deseas.
—Hazlo —dijo Volk. Luego oyó algo que le repiqueteaba en el pecho, algo
similar al subir y bajar de las palancas.
Su mundo se llenó de estática. El dolor le invadió el cráneo y explotó en un
alarido de luz brillante como la migraña.
No soltó ningún grito. El sabor a hierro que sentía era cada vez más
espeso.
Unos espectros de luz verde y azul aparecieron de forma borrosa ante él.
Estaba suspendido de pie; el nodo central era una telaraña de cadenas, tubos y
cables que se estremecía al ritmo de una succión y un siseo que notaba en los
oídos. Debajo y enfrente de él había un tecnosacerdote. Una masa de
tentáculos metálicos se flexionó, donde debería tener las piernas, al acercarse a
él. Los discos de las lentes de sus ojos rotaron bajo su capucha.
—Percepción conseguida —emitió una voz de estática y engranajes.
—¿Se puede saber qué ha pasado? —⁠preguntó Argonis, acercándose más a
él por detrás del tecnosacerdote. Todavía portaba su armadura, y sus ojos eran
duros en su rostro sin cicatrices. Volk vio el brillo y el brote de la armadura
abriéndose bajo la lluvia de fuego, y luego, la flor momentánea de los tanques
de combustible que se rompían y que hacían arder el aire que los alimentaba.
Volvió a sentir el calor y lo saboreó en los dientes. Sabía a hierro.
—No… no lo sé —contestó.
Argonis lo miró durante un largo momento.
—Han tenido que arrancarte de tu nave…; lo poco que quedaba de ti, al
menos —⁠le dijo, antes de hacer una pausa⁠—. He visto frenesíes de batalla
antes, he visto a un piloto humano volar a través de una nube de cazas y
dispararles hasta que sus tanques quedaron secos y no hubo más aire en sus
pulmones para gritar de ira antes de morir. —⁠Se acercó a él con la mirada
hacia arriba, y Volk vio que había algo en sus ojos que podía ser lástima⁠—.
Pero tú eres la Garra de Hierro, no un mortal perdido ante los estimulantes y
las horas de combate hasta que no sabes lo que es real y lo que no. Así que
¿qué ha pasado?
Hierro dentro. Hierro fuera. La letanía lo rodeaba, y en ella encontró una
respuesta. Decía que el hierro tiene un deseo. Sueña con la piedra de afilar y el
escarpelo. Vive para ser un filo cortante.

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Volk trató de negar con la cabeza, pero no pudo. El tecnosacerdote avanzó
un poco más y ajustó algo que Volk no pudo llegar a ver. La cabeza de Volk
quedó colgando y luego rotó.
—¿Dónde estamos? —preguntó.
Argonis echó un vistazo al tecnosacerdote antes de mirar a Volk.
—Sarum —respondió Argonis. El tecnosacerdote se sorprendió, miró a
Volk y emitió vapor. Argonis no hizo ningún comentario⁠—. Has dormido
mucho tiempo, hermano.
—¿Y me despertáis ahora?
—No —dijo Argonis—. Te has despertado en cuanto hemos salido de la
disformidad en el borde del sistema y nos encontramos al alcance de sus
defensas exteriores.
Volk sintió que las palabras le zumbaban por la mente. Argonis las había
cargado de significado, como si esperara ver cómo reaccionaba Volk.
—¿Cómo sabes cuándo me he despertado? —⁠preguntó.
Argonis se encogió de hombros ligeramente y esbozó la más ligera de las
sonrisas.
—Estaba aquí —fue todo lo que dijo.
Volk habría parpadeado, perplejo, pero su ojo era una máquina, y se
percató de que no podía sentir su propia cara.
—¿Qué pasó? —preguntó.
—Sobrevivimos —dijo Argonis.
—Muéstramelo —le pidió Volk.
Argonis dudó antes de asentir y echar un vistazo al tecnosacerdote.
Unas imágenes y datos llenaron su visión. Y lo vio. Vio cómo las naves
hinchadas explotaban y ardían al acercarse al Sangre de Hierro y sus naves
hermanas. Vio que el resto seguía avanzando, escupiendo artillería hacia los
Iron Warriors hasta que parecieron abrumar las estrellas. Vio que las naves de
cascos de hierro iluminaban la oscuridad con su fuego; cada una de sus
descargas estaban coordinadas y medidas para que el rombo de naves
pareciera una misma entidad que obedecía a una sola voluntad. El enemigo
seguía avanzando sin ninguna precaución hasta que los primeros conductos
hacia la disformidad se abrieron y los Iron Warriors se adentraron en la
tormenta. Los datos del sensor parpadearon y se quedaron en negro.
—¿Qué querían? —preguntó Volk, después de que la imagen de Argonis
regresara ante él⁠—. Esas criaturas que decían ser hermanos de tu legión…
—No pertenecían a la legión.

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—Fueran lo que fueran, deben haber sabido que no podían enfrentarse a
nuestras armas y sobrevivir. ¿Qué esperaban conseguir?
Argonis miró a Volk durante un largo momento.
—No lo sé —dijo—. Cuando la flota regresó a la disformidad, la tormenta
había amainado. Había desaparecido, como si nos estuviera dejando pasar.
—La disformidad… Tu hermano… El que decía ser tu hermano afirmó
hablar con la voz de la disformidad.
—El Señor de la Guerra cuenta con el poder de la disformidad, y esta
responde ante él. Nadie más habla con su voz.
—Después de todo lo que he visto hacer a la disformidad en esta guerra,
me gustaría poder creer lo que dices.
Parecía que Argonis iba a contestar, pero en su lugar negó con la cabeza y
apartó la mirada.
—Perturabo se va a reunir con los Sacerdotes Rojos de Sarum en las
puertas de su reino. Debo acudir.
—¿El primarca requiere mi presencia? —⁠inquirió, y luego se percató de
que era una pregunta extraña.
Argonis negó con la cabeza. El tecnosacerdote se sorprendió una vez más
y musitó un repiqueteo de sonidos.
—Si vas a ir con él —dijo Volk, tras percatarse de que la fuerza estaba
reemplazando a la niebla estática de sus nervios⁠—, entonces iré contigo.
Sácame de aquí. Dame mi armadura.
—Esa petición se aleja de mi parámetro aconsejado actual —⁠dijo el
tecnosacerdote, con las lentes rotando varias veces⁠—. La integración
augmética no ha finalizado. Los enlaces de interfaz mental no se han
producido. La máquina no bendice tu animación.
Volk soltó una carcajada, y el tecnosacerdote retrocedió. Unas máquinas
murmuraron lejos de su visión.
Argonis avanzó hacia Volk.
—Deberías verlo —dijo Argonis en voz baja antes de hacerle un gesto al
tecnosacerdote, que seguía siseando⁠—. Muéstraselo.
El tecnosacerdote vaciló, pero luego comenzó a girar diales en una caja de
bronce que había sacado de su túnica. La imagen que llenaba la visión de Volk
se desvaneció y le mostró un bulto lleno de cables que colgaba de una telaraña
de cadenas. Tenía la forma de un torso, pero a duras penas. Había perdido las
extremidades por debajo de los codos y de las rodillas. El metal de los pistones
y de las tomas de conexión relucían entre la carne. Unos servobrazos se
movían a su alrededor, como manos que lo acariciaban, y soltaban una niebla

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de contraséptico de unas boquillas diminutas. Unas piezas de metal
ennegrecido estaban incrustadas en su piel en algunos lugares, fundidas con
ella por un tejido cicatrizado rosa y bulboso. La cabeza era un bulto de hierro
unido a un cuello con engranajes. La carne de su cuerpo tenía un aspecto
cocinado y húmedo, y una capa de corrosión iridiscente cubría el plastiacero
expuesto y el cromo. No parecía un marine. No parecía ser el mismo.
—Coloca los augméticos —oyó decir a su propia voz⁠—. Tráeme la
armadura. Haz que pueda salir de aquí.
El tecnosacerdote volvió a mirar a Argonis.
—El señor primarca no ha…
—Hazlo —le ordenó Argonis—. Bajo la autoridad del Señor de la Guerra,
haz lo que te pide.
El tecnosacerdote obedeció.
Le quitaron la vista mientras trabajaban. Sintió dolor, pero lo aguantó.
Salió caminando de la cámara de armado con el siseo y el chasquido de los
pistones. No habían podido colocarlo en una servoarmadura estándar, por lo
que habían mancillado un traje de armadura táctica dreadnought. A pesar de
que en algún tiempo había sido un modelo Tartaros, le habían tenido que
hacer modificaciones para que pudiera contener su cuerpo. Había empezado a
sanar. Le dijeron que no habían podido retirar algunos de los augméticos que
le habían colocado primero, pues su carne no lo había permitido.
Si bien los primeros pasos que dio le provocaron una agonía por todo el
cuerpo, para cuando llegó a las plataformas de lanzamiento, aunque aún
sentía dolor, aquella sensación había adquirido otro significado para él. Ya no
le importaba que le doliera. Le habían dado armas, un bólter y una espada
sierra. Ninguna de ellas parecía apropiada en sus manos, pero supuso que
aquello era de esperar, pues ya no tenía carne en las manos con la que
sentirlas. Otro pensamiento susurrado, que se escondía detrás del dolor del
hierro y de la carne, le dijo que era porque aquellas armas nunca habían
acabado con la vida de nadie. Estaban muertas, sin sangre, sin una canción
que cantar. Perturabo lo miró mientras cruzaba la cubierta. Unas filas de Iron
Warriors aguardaban frente a las rampas abiertas de las cañoneras. Volk
ralentizó el paso al acercarse a su primarca. Los ojos buscadores de objetivos
del Círculo de Hierro se centraron en él y no se apartaron durante varios
segundos. Argonis caminaba a su lado, armado y ataviado con su armadura,
con el Ojo de Horus en la mano derecha. Volk empezó a arrodillarse, con los
pistones siseando, y esperó la amonestación que iba a provenir de los labios de

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su señor. El primarca negó con la cabeza antes de que Volk pudiera bajar el
cuerpo.
El Círculo de Hierro se abrió conforme Volk se acercaba, y se cerró detrás
de él y Argonis mientras seguían al primarca hacia el interior de un
Stormbird. Solo cuando la cañonera estuvo rugiendo y temblando a través del
vacío, Volk rompió el silencio.
—¿No discuten su derecho a venir aquí, mi señor?
—No —dijo Perturabo, apartando la mirada hacia la oscuridad⁠—. Nos
estaban esperando.
Volk oyó aquellas palabras y sintió que un escalofrío le recorría la carne
llena de pistones y metal.

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Diez
«Maloghurst»
Cayó a través de un cielo ardiente. Unas nubes de fuego se extendían de
horizonte a horizonte. El suelo bajo él estaba hecho de piedras rotas y tierra
negra endurecida por el calor. No había ningún sol, sino tan solo la luz de un
infierno que relucía y fluía sobre las fortalezas destrozadas y los huesos de las
máquinas de guerra. Unas formas enormes y serpentinas se retorcían a través
de las nubes de fuego. Los rayos golpeaban la tierra desde el cielo y rebotaban,
lo que formaba un bosque de electricidad que blanqueaba el paisaje a un color
monocromo durante una fracción de segundo. Maloghurst cayó y notó las
punzadas del viento ardiente sobre la piel. Su túnica batía detrás de él. El
demonio que llevaba la forma de Iacton Qruze estaba justo delante de él, lo
suficientemente cerca como para poder tocarlo. Se percató de que no estaba
dando vueltas por el aire, pues la gravedad no tiraba de él, y tuvo la sensación
de que su roce no era más real que la piel que llevaba.
Una explosión se produjo muy por debajo de él, y la onda expansiva que
generó fue una burbuja de un kilómetro de ancho con una nube de hongo que
crecía desde el suelo ardiente. El rugido de la detonación ascendió y las feroces
nubes respondieron con truenos.
—¿Oyes eso? —le preguntó el demonio⁠—. Eso es la voz de un dios.
Un mar negro y reluciente avanzó detrás de la explosión, fluía sobre sí
mismo y chocaba en una espuma roja. Solo que no era ningún mar. Se trataba
de una marea de cuerpos formada por millones de criaturas, algunas de las
cuales corrían sobre dos patas, mientras que otras saltaban como bestias, con
la armadura ennegrecida por el fuego, pero con la sangre roja al derramarse.
Mientras Maloghurst seguía cayendo, podía ver cómo las máquinas daban
zancadas a través de los cuerpos y se abrían paso entre la matanza,
machacando a los muertos y a los vivos y disparando sus armas.

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Pudo reconocer las líneas de algunas de ellas, titanes Reaver y tanques
Baneblade, pero otras contaban con diseños que no había visto nunca y de los
que no había oído hablar, pues eran vehículos de guerras que habían
transcurrido hacía mucho tiempo o que aún no se habían producido. Vio que
una máquina con forma de gema tallada palpitaba, y una oleada de luz fría
destrozó la armadura y la carne de aquellos que tenía a su alrededor. Vio una
cosa con tres patas delgadas ser derribada por un golpe de una criatura
alienígena hecha de quitina y carne. Había guerreros ataviados con pieles
entre la matanza, que empuñaban unas lanzas con puntas de roca; unas
figuras escuálidas que giraban como sueños afilados; unos humanos vestidos
con uniformes sucios por el barro y la sangre, que lanzaban torrentes de fuego
a cualquiera que se les acercara. Todo ello continuaba sin pausa, una matanza
que se extendía más allá de donde alcanzaba la vista.
—¿Dónde estamos? —preguntó en voz alta.
El demonio retorció la cabeza para mirarlo.
—En todas partes —dijo. Luego estiró la mano y señaló⁠—. Mira.
Maloghurst obedeció. Allí, sobre una colina de cadáveres, había una figura
ataviada con una armadura negra. Incluso desde aquella distancia,
sobrevolando un mundo de matanza bajo él, sintió que su mirada quedaba
capturada por aquella figura.
—Lupercal —susurró. Observó al Señor de la Guerra blandir su maza a su
alrededor y golpear y destrozar a una marea de guerreros que surgía de la
inclinación, quienes quedaron rotos, destrozados, con sangre brotando de los
cráneos aplastados. Una mano de hojas con la longitud de guadañas acabó
con la vida de aquellos que se acercaron lo suficiente para sentir su roce. Unos
fantasmas sangrientos gritaron a su alrededor tras alzarse de los caídos en una
niebla de color rojo. Al mirar con mayor detenimiento, se percató de que la
marea de guerreros, máquinas y fuego rodeaban a aquella figura solitaria, que
cada torbellino de matanza era una mota en el enorme vórtice de muerte. Y
Horus no estaba quieto, de algún modo, pues se movía contra todo pronóstico
a través de la carnicería, golpe a golpe y paso a paso.
Mientras Maloghurst observaba, una máquina de guerra con extremidades
de araña trepó por los muertos hacia Horus. Un fuego verde intenso surgió de
ella, brillante como el neón. El rayo golpeó a los espíritus aullantes que
rodeaban al Señor de la Guerra, y una luz blanca brotó de ellos. Las figuras
cayeron con los ojos ardiendo dentro de sus cráneos. Durante un segundo,
nada más se movió, hasta que Horus surgió del reluciente núcleo de luz.

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Estaba herido, Maloghurst podía verlo incluso desde aquella distancia. La
sangre le hacía brillar el rostro sin casco, y su armadura echaba humo. Aun
así, seguía avanzando. La máquina araña se detuvo, aturdida. Las armas de sus
mandíbulas se iluminaron al acumular energía. Horus cargó hacia ella y la
máquina soltó un alarido de poder. El Rompemundos la golpeó. La máquina
desprendió rayos que congelaron ese instante en trozos de blanco y negro. El
metal se dobló y se partió. La máquina se echó atrás, pateando trozos de
cadáveres al aire. El segundo golpe de Horus la alcanzó y le hundió el torso de
cromo en el suelo. El Señor de la Guerra avanzó con dificultad para seguir
enfrentándose a la marea de batalla mientras esta se tambaleaba, cayeron más
de ellos, y su garra gritaba conforme segaba las almas de los muertos de su
carne.
—Ya lo ves —dijo el demonio. Maloghurst lo miró y se percató de que
habían dejado de caer, pues estaban flotando en el aire torturado por el
calor⁠—. Ya ves cómo lo honran. Para otros, el Señor de la Matanza habría
enviado un ejército. Pero, para él, el Insolente crea un reino de matanza que
abarca todo el tiempo. Solo para él.
Maloghurst ya entendía lo que estaba viendo. En escritos que se habían
evitado incluso durante la Vieja Noche, había leído sobre las impresiones de
sueños febriles de almas que habían dicho ver lugares donde la batalla fluía
sobre tierras que nunca dormían, donde el suelo ardía con el humo de las
piras de los caídos y donde los muertos se alzaban con los soles rojos para
reemprender la matanza eterna.
—Llévame hasta él —rugió a Amarok. El demonio inclinó la cabeza, y
ambos descendieron a través del viento cargado de ascuas. Maloghurst podía
sentir el calor del fuego y de las explosiones, aunque era algo tenue, como si
solo fuera la sombra de la llama verdadera y un recuerdo del dolor. Ninguna
bala se alzó del mar de guerra para alcanzarlos, y cuando tocaron el suelo, la
marea de la batalla fluyó a su alrededor. Maloghurst se percató de que no se
apartaba de ellos, sino que, de algún modo, el movimiento salvaje de las
máquinas y los cuerpos no llegaba a tocarlos.
Horus se cernía sobre ellos y mataba en todo momento. La corona de
almas se arremolinaba a su alrededor, manchada de rojo por la sangre de sus
muertes. Maloghurst podía sentir la presencia del primarca. Era el mismo
tirón que había sentido en la sala del trono, como si estuviera atrapado en el
borde de un tifón.
—¡Mi señor! —gritó, antes de inspirar para volver a gritar, pero Horus lo
miró. Su rostro estaba manchado de sangre. Maloghurst vio que había heridas

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en su armadura y que escupía sangre al hablar.
—Maloghurst —dijo mientras continuaba el movimiento de su matanza
sin cesar⁠—. No deberías estar aquí. Te dejé… —⁠Blandió la cabeza del
Rompemundos a través de una pila de cadáveres de armaduras de bronce⁠—.
Te dejé en Molech. ¿Cómo has podido desafiar mi voluntad?
—Esto es un sueño —repuso Maloghurst, gritando por encima del ruido
de los disparos y de los alaridos de los muertos⁠—. Nada más que una
invención de la disformidad. Debe regresar con nosotros, mi señor. Debe
seguirme.
—No fracasaré —gruñó Horus, mostrándole unos dientes
ensangrentados⁠—. Romperé este reino de dioses. Lo doblegaré a mi voluntad.
Regresa a Molech. No desafíes esta orden como me desafiaste al seguirme
hasta aquí.
Horus se abalanzó hacia delante para asestar otro golpe sin mirar a
Maloghurst, y la sangre brotó mezclada con fragmentos de hueso.
—Hace mucho tiempo de Molech, mi señor —⁠gritó Maloghurst⁠—.
Regresó con nosotros. Regresó del reino más allá de la puerta.
—No, no lo hizo —dijo Amarok. Pese a que el demonio hablaba en voz
baja, Maloghurst lo oyó con claridad a través del ruido de la batalla y se volvió
para mirarlo. La cosa que portaba el rostro de Iacton Qruze negó con la cabeza
casi con tristeza⁠—. No regresó, al menos no por completo.
—¿Qué mentiras vas a…?
—No es ninguna mentira, Retorcido. Solo duras verdades. Verdades que
deberían haber resultado obvias para todos vosotros.
—Estás…
—Estoy vinculado a ti —⁠lo interrumpió el demonio⁠—. Ordéname decir la
verdad y oirás las mismas palabras, Maloghurst. Horus se quedó aquí, en la
Tierra de la Matanza, y si lo buscáramos podríamos verlo caminando bajo el
Vergel de Putrefacción; tal vez incluso podríamos toparnos con su reflejo
mientras busca un modo de escapar del Castillo de Espejos.
»Él está consagrado por los dioses. Pidió y se ganó el favor de todos ellos,
fueran más grandes o más pequeños, desde el poder más alto al más inferior
príncipe de la desesperación. Los dioses le otorgaron sabiduría y poder, más
de la que ningún otro de sus campeones ha recibido jamás, pues nunca han
contado con un receptáculo como él. Lo alzaron y le concedieron sabiduría,
entendimiento, poder y fuerza. Le susurraron que era mucho mejor que su
padre. Y él aceptó la mentira.
—No es ninguna mentira —dijo Maloghurst⁠—. Él derribará a su padre.

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—Esa no es la mentira, Retorcido. Deberías conocer el sabor de la
falsedad. Aunque regresó con vosotros, parte de su alma, parte de su fuerza,
permanece en este lugar, unida para siempre a los dioses.
—No está aquí. Yo no estoy aquí. Esto es solo una metáfora, un modo de
ver algo que está ocurriendo entre él y la disformidad…
—Como prefieras, pero sigue siendo real. Al igual que su lucha.
—Dijo que estaba combatiendo.
—Y así es. Lucha contra los dioses a los que creía poder hacer retroceder.
—Hay algo más que eso, ¿verdad? Si está luchando contra los dioses en el
interior de su alma, entonces ellos están intentando consumirlo.
El demonio esbozó una ligera sonrisa.
—El poder es un juego, un gran juego sin dimensiones ni límites. Cuando
soplan los vientos de la plaga, el fuego de la guerra se aviva y hace arder los
cadáveres que se pudren en los campos. Cuando el exceso alcanza la
perfección, una simple casualidad aparece para echarlo todo a perder. Y así
sigue y sigue en una danza sin fin.
—Ha visto y ha establecido pactos con todos los poderes —⁠dijo
Maloghurst, aunque en su mente podía ver lo que insinuaban las palabras del
demonio, por mucho que siguiera gruñéndole⁠—. No es ningún peón en su
juego.
—Solo que sí lo es. Tal vez no un peón, pero sí una pieza con la que
juegan. Esa es la verdad detrás de todo poder, ¿no es así?
—Pero los poderes de la disformidad escogieron al Señor de la Guerra
como su aliado contra el Emperador.
—Como su herramienta, no como su aliado. Recuerda la mentira. Por
una vez, todos los poderes del otro reino le dieron más importancia a esa
meta que a la lucha por ascender uno por encima de otro. ¿Comprendes lo
insólito que es algo así? Algunos de vosotros nos llamáis «Caos» en vuestro
idioma mortal. Hay algo de verdad en ese nombre, pues el Caos detesta la
unidad y el equilibrio. Tiene sed de discordancia, de batallas, de artimañas y
disolución. Nos una lo que nos una, las fuerzas que nos separan siempre son
más fuertes.
—Todos ellos lo quieren para sí mismos —⁠dijo Maloghurst⁠—. Saben que
la victoria se acerca y no quieren compartir el botín. —⁠Miró a la figura
ensangrentada de Horus avanzando con dificultad a través del campo de
batalla eterno⁠—. Lo están destrozando…
—Como niños con un juguete. —⁠El demonio miró en dirección a Horus.
A pesar de que este seguía avanzando, cada vez lo hacía con más lentitud.

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Unas criaturas caninas con seis patas y con cráneos despellejados estaban
trepando una sobre otra para morderlo. Sus colmillos hacían saltar chispas de
su armadura y sus aullidos resonaban por encima del ruido de los disparos.
»Así en el cielo como en la Tierra. Lo están destrozando del mismo modo
que en el reino de la carne os están destrozando a vosotros y a vuestros
aliados. —⁠Maloghurst miró al demonio con los ojos entornados⁠—. Lo has
visto —⁠continuó el demonio⁠—. Todas las facciones y las mentiras, los
cambios que se infectan en la oscuridad. Los dioses emplean muchos
instrumentos; algunos de ellos son conscientes de ello, otros ignoran su papel,
pero todos sirven a los dioses, lo sepan o no. Las batallas que se libran por el
orgullo, la ambición que supura, los deseos que se cumplen en la oscuridad,
todo ello mueve el equilibrio a un lado o al otro. Y, mientras tanto, Horus se
debilita.
—Estás diciendo que…
—Los lobos os rodean, Retorcido. Horus está luchando, pero tiene las de
perder.
—Entonces, el Caos no tendrá nada.
—Ah, ¿no? —dijo el demonio. Maloghurst clavó la mirada en su sonriente
rostro⁠—. Él tiene que aceptarlo, Maloghurst. Para obtener la victoria debe
rendirse. Es el único modo. Debe dar el último paso. De lo contrario, lo
destrozarán por mucho que se resista y pondrán a otro en su lugar.
—No hay ningún otro —repuso Maloghurst⁠—. Nadie puede ser como él.
—Sí, claro que podría. Si quieres salvarlo, tienes que hacerle ver que debe
rendirse.
—Mientes —dijo en voz baja.
—No —repuso Amarok—. No, solo te digo la verdad que no quieres oír.
—No fracasará —espetó Maloghurst, y empezó a caminar hacia la imagen
de Horus⁠—. Y yo no le fallaré a él.
El cielo parpadeó a un color rojo más tenue sobre su cabeza. El remolino
de guerreros y el sonido de los disparos y de los moribundos seguía allí, pero
parecía estar alejándose.
—¡No! —gritó el palafrenero. La imagen de Horus se estaba tornando
borrosa, un torbellino negro de tinta mezclada en agua ensangrentada⁠—. ¡No!
—⁠Se volvió hacia el demonio.
—Parece que el mundo de la carne lo llama. —⁠El demonio esbozó una
sonrisa.
—Cómo…

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—Recuerda lo que te he dicho, Retorcido —⁠lo interrumpió, hablando de
nuevo con la voz de Iacton Qruze⁠—. Así en el cielo como en la Tierra. Los
lobos os rodean. —⁠Amarok alzó la mano derecha y su imagen empezó a
desvanecerse, con la moneda de plata en el centro de la palma aplacadora⁠—.
Volveremos a hablar. Después de todo, estoy contigo ahora y para siempre,
hermano.
Y luego desapareció, y unos gritos pulsantes rodearon a Maloghurst al
tiempo que el dolor le arrancaba el cuerpo y le proporcionaba otro para
sustituirlo.
El aire le llenó los pulmones de golpe y sintió que se atragantaba. El dolor
lo hacía temblar. La cubierta estaba bajo sus manos desnudas. La sangre
congelada caía de él. El aire gritaba.
—¡Levántate! —gritó una voz cercana⁠—. ¡Levántate, viejo cabrón, o te
cortaré la garganta otra vez!
Maloghurst sintió una sacudida en el pecho y vomitó sangre cristalizada y
bilis. Se llevó la mano al cuello y notó carne blanda donde el athame le había
abierto la garganta. Se puso de pie y se tambaleó.
—Tienes que salir de aquí ya —⁠le dijo Kalus Ekaddon. Detrás de él,
Sota-Nul ya estaba preparada en la trampilla de acceso⁠—. Los comandantes
del Mournival requieren tu presencia en el strategium.
Maloghurst parpadeó. Su visión ondeaba y los gritos aún le llenaban los
oídos… No, no eran gritos, sino alarmas. Alarmas de batalla.
—¿Por qué? —preguntó entre jadeos⁠—. ¿Qué pasa?
—El enemigo está aquí —gruñó Ekaddon⁠—. Los perros del Emperador
nos han encontrado.

Layak

El espacio era una caverna de muros lisos, como el interior de una caracola
enorme. Unos puentes hechos de una sustancia brillante se entrecruzaban
como una telaraña. Unos cristales pulidos estaban colocados en un arco curvo
en cada lugar donde se encontraban los delgados puentes. Los cristales eran
tan altos como un hombre mortal y emitían una luz pálida. La electricidad
chisporroteaba entre ellos. En el lugar en el que un puente conducía hasta el
muro de la Telaraña, un agujero curvo se abría hacia otro espacio cubierto de
niebla. Layak se percató de que acababa de salir de una abertura como aquella.
Un puente estrecho se extendía ante él.

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Unos disparos resonaban entre los delicados puentes. Unos soldados rojos
corrían hacia delante y disparaban rayos de energía y torrentes de proyectiles
con sus armas para alcanzar a objetivos ocultos. El comunicador de Layak
soltó un alarido y los oídos se le llenaron de un repiqueteo similar al ruido de
las alas de los insectos. El sonido le resultaba familiar: era la voz de los
Silentes. Al no tener lenguas, no podían hablar, pero durante la batalla
controlaban los crujidos y los siseos de los comunicadores para crear un
lenguaje que sonaba como el rugido de una tormenta de arena.
—Quedaos aquí —les dijo a sus esclavos de espada⁠—. Proteged al oráculo.
Corrió hacia la mitad de un puente que se estrechaba conforme avanzaba.
—Xithras’ka’hemek —murmuró. Los dientes de plata de su máscara se
abrieron para dejar escapar la palabra impía y se volvieron a cerrar detrás de
ella. El sonido tomó forma. Unos sigilos de humo negro que se disolvían y se
volvían a formar rodaron detrás de Layak. Las formas de plumas y garras
curvas temblaron en una existencia etérea. Unos alaridos agudos y
hambrientos resonaron por el aire. La voluntad de Layak fluyó a través del
vínculo con los demonios y estos dieron vueltas sobre su cabeza como una
bandada de cuervos nacidos de las sombras. Su visión se llenó con la vista
polifacética de los demonios, teñida de rojo. Su mente absorbió la visión y la
unió a la de sus verdaderos ojos.
En aquel momento vio a los enemigos, a los que sus hermanos estaban
disparando. Ardían de color blanco en la vista de los demonios. Unas plumas
batían detrás de sus altos cascos cuando giraban para asestar golpes con sus
lanzas. Eran seres dorados rodeados de electricidad, como si sus cuerpos
hubieran sido esculpidos de un rayo.
«Custodios», pensó Layak. «Los compañeros del Emperador, los guerreros
vinculados a su alma.»
Y frente a un grupo de custodios, se encontraba Lorgar. Lo recorría una
energía que brillaba y tornaba la luz en sombras cuando lo golpeaban, y las
descargas de energía se retorcían en cuerdas de fuego. El color rojo de su
armadura parecía negro en medio del fulgor. Empuñaba su cetro con hoja en
la mano y su punta gritaba con cada golpe que asestaba. Mientras Layak
observaba, un custodio dio un paso hacia atrás para apartarse del cetro, y
luego giró y empujó su lanza en una estocada que entonó una canción de
muerte. Pero el golpe no llegó a producirse. El huracán de energía que
rodeaba a Lorgar alcanzó al custodio. El artilugio arcano que contenía la
armadura del guerrero se encendió durante un instante. Luego, el custodio
quedó destrozado. La armadura se convirtió en escoria; la carne, en ceniza, y

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los huesos, en astillas negras que se extendieron por el viento. Lorgar ni
siquiera había interrumpido su avance.
Para muchos, Lorgar era un sacerdote, un demagogo que podía inspirar a
los mortales a conseguir hazañas que traspasaban el velo del cielo. Layak había
visto cómo su primarca intimidaba a una ciudad conquistada para que se
quedara en silencio antes de hacerla alzar sus voces para alabar a los dioses.
Aun así, en aquel momento, Layak vio que Lorgar no era ningún sacerdote,
sino que era la personificación de la fuerza letal de la fe.
Una escuadra de Word Bearers, de armadura roja, avanzó tras su señor.
Unos gritos silenciosos de exultación traquetearon en sus bocas sin lengua.
Dos custodios estaban en el puente frente a ellos y a su primarca. No huyeron,
a pesar de que debían saber que iban a morir. Layak supuso que algunos
habrían pensado que aquel desafío era algo encomiable, pero a él no le
generaba más que desdén. No había valentía en el hecho de morir como
mártires, pues sus almas habían sido mutiladas, y esto les arrebataba la
decisión del sacrificio propio.
Aun con todo, combatieron bien. Se echaban atrás, hacían girar sus lanzas
en patrones impredecibles y soltaban descargas de sus armas mientras lo
hacían.
Lorgar blandió su cetro contra uno de los custodios. Pese a que el guerrero
dorado se movió con mayor rapidez de la que se podía percibir, la afilada
punta lo alcanzó. El oro destrozado y la carne carbonizada surgieron del cetro
cuando Lorgar lo arrancó de la herida que acababa de causar.
Las descargas llovían sobre ellos. Unos proyectiles explosivos golpearon a
los Word Bearers que se encontraban más cerca de Lorgar. Las armaduras
destrozadas y la sangre cayeron del puente. El fuego y las detonaciones
hicieron arder el aire alrededor del primarca.
Tres autómatas habían aparecido en un puente situado encima de los
custodios y del primarca. Su armadura era del color rojo del sol al ponerse, y
las marcas del Mechanicum de Marte llenaban sus placas de líneas en
binárico. Parecían colgar del puente por los pies y apuntaban encima de su
cabeza con las baterías de armas llenas de pistones. Solo que, desde su punto
de vista, no estaban boca abajo.
Layak lanzó la bandada de demonios al aire entre los autómatas y sus
objetivos. Los rayos de búsqueda de objetivos parpadearon hacia ellos y las
armas de los autómatas rotaron. Los demonios alados soltaron alaridos e
intentaron girar para apartarse. La voluntad de Layak se lanzó contra ellos y
los mantuvo unidos conforme volaban hacia el torrente de proyectiles. Los

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cuerpos de piel húmeda y plumas negras se destrozaron. Layak sintió que los
demonios se disolvían en la nada y oyó las maldiciones que profirieron al caer
de vuelta a las profundidades de la disformidad. Habían durado siete
segundos.
Pero había sido suficiente.
Lorgar surgió del aire ardiente. Sus ojos se habían convertido en ventanas
hacia un reino de fuego. Alzó la mano. Fue un gesto lento, con los dedos
abiertos, como si estuviera otorgando una bendición. El autómata más
cercano emitió un brillo blanco por el calor. Los proyectiles y el combustible
se prendieron fuego, y los pistones se derritieron. La máquina se desplomó
hacia delante, como un muñeco de cera ante la llama de una antorcha.
Layak había llegado hasta el centro de un puente situado directamente
debajo del primarca. El fuego ardía sobre él y a su derecha, y golpeaba a los
Word Bearers que trataban de acercarse a su primarca. Layak se volvió con
rapidez al ver que otro par de autómatas se colocaban en uno de los otros
puentes. Uno de los rayos de búsqueda de objetivos de las máquinas se enfocó
en él. Sus armas rotaron. Los compensadores de retroceso se colocaron en su
lugar con un siseo de pistones.
—Khii’na’uk —pronunció Layak. La palabra tomó forma tras salir de su
boca y ardió hacia el autómata mientras este comenzaba a disparar. Unos
proyectiles pesados chocaron contra la carne podrida mientras el demonio
hinchado se materializaba. Siete alas se desplegaron de su abdomen. Unos
ojos multifacéticos brillaron en grupos colocados encima de una probóscide
que colgaba de él. Unas piernas de insecto, de un metro de largo, surgieron de
su tórax. Larvas y pus salieron de la criatura mientras esta volaba hacia el
autómata. Las descargas de la máquina golpearon al demonio e hicieron que
lloviera de él grasa en podredumbre y carne ensangrentada. Los autómatas
desbloquearon sus patas e intentaron colocarse en una posición de disparo
distinta, pero el demonio golpeó al primero de ellos conforme este se movía y
lo lanzó hacia atrás. Unas astillas salieron de la lisa superficie de hueso del
puente. El autómata se tambaleó y sus protocolos de batalla trataron de
seleccionar una acción apropiada. El demonio lo estaba asfixiando,
rodeándolo con las patas y lanzándole ácido mientras su probóscide se
adentraba en el torso de la máquina. El segundo autómata estaba colocándose
en otro lugar para empezar a disparar cuando el demonio alzó el vuelo de
nuevo y se abalanzó sobre él.
Layak se volvió y dejó que el demonio actuara según sus propios instintos.
Buscó a Lorgar con la mirada. El primarca estaba en el centro de una tormenta

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de humo y fuego. Más custodios estaban en el puente con él y avanzaban por
ambos extremos detrás de escudos altos. Al mismo tiempo, unas nuevas
borrascas de disparos lanzados por unidades que surgían en los otros puentes
llegaban hasta el primarca.
Lorgar se detuvo, y el fuego de su matanza retrocedió mientras el aire que
lo rodeaba empezaba a brillar con fuerza psíquica. Los Word Bearers ya se
encontraban a su lado y formaban un silencioso círculo escarlata. Los
custodios avanzaban y, por un instante, Layak los vio por el rabillo del ojo.
—Mi señor —lo llamó.
Lorgar se volvió. La piel de su rostro estaba tensa sobre su cráneo, y unas
venas negras se marcaban bajo el oro espolvoreado. La mirada del primarca se
encontró con la de Layak antes de que se dirigiera hacia donde los esclavos de
espada protegían a Actaea, cerca de la entrada de la que habían emergido. Un
rayo de energía vibrante golpeó a uno de los guerreros al lado de Lorgar y lo
convirtió en polvo negro.
—Mi señor, esto no es…
El puente se destrozó. Unas astillas pálidas salieron por los aires en todas
direcciones debido a las distintas fuerzas de gravedad que coexistían. Los
custodios cayeron. Lorgar se enderezó, con los ojos cerrados y la piel
reluciente bajo la luz blanca. Los fragmentos de hueso espectral rotos
quedaron flotando en el aire, y unos hilos de fuego crecieron a su alrededor y
brillaron cada vez con más intensidad hasta que parecieron carbones recién
sacados del corazón de una forja. Luego salieron despedidos, golpearon a
autómatas, servidores de batalla y custodios, derritieron armaduras,
prendieron fuego al aceite y redujeron la carne a cenizas. Los fragmentos de
hueso espectral se resquebrajaron con cada impacto, y cientos de trozos más
pequeños salieron despedidos de ellos hasta que la cámara empezó a brillar
con lo que parecían ser nubes de plumas en llamas. Los gritos y los chirridos
de las máquinas se alzaron antes de empezar a apagarse cada vez más, hasta
que solo se pudo oír el siseo del polvo de hueso espectral en el aire. Entonces,
la nube se quedó quieta: una mancha de calor en el aire que se desvanecía por
momentos. Lorgar abrió los ojos. El polvo cayó.
Layak escaló por los giros y espirales de los puentes alienígenas. Los
esclavos de espada lo siguieron, con Actaea entre ellos. Alcanzó a Lorgar a
tiempo para verlo alzarse de donde se había arrodillado, ante el paisaje
quebrado. Layak ralentizó el paso y se agachó para ver lo que quedaba de los
cadáveres que yacían sobre el suelo liso. Estiró la mano desnuda hacia los

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fragmentos de materia pulposa y polvo. Un ectoplasma negro le embadurnó
los dedos.
—No eran criaturas del Emperador —⁠dijo antes de alzar la vista. Lorgar lo
estaba mirando desde arriba, con su máscara de serenidad en el rostro
cubierto de polvo de oro una vez más.
—Lo fueron en otros tiempos —⁠repuso Lorgar.
—Más fantasmas —dijo Layak. Sobre ellos y a su alrededor, la telaraña de
hueso espectral tembló.
—Está intentando apartarnos del camino —⁠señaló Actaea⁠—. Nos
encontramos en una cámara de confluencia. Distintas épocas y elecciones
surgen de aquí. Estamos cerca, pero regresarán con más fuerzas.
—Tú eres nuestra guía —dijo Lorgar⁠—. ¿Qué camino debemos seguir?
El oráculo abrió la boca, aunque la volvió a cerrar sin decir nada.
—¿Qué camino? —repitió el primarca.
Actaea no se movió ni dijo nada.
Layak notó que su máscara se le retorcía sobre el rostro. En su mente,
unos fragmentos de palabras se arremolinaron en sus recuerdos. Un ruido
agudo y cortante, como un alarido que surgía de una garganta tras otra,
tembló en el ambiente.
—¿Oís eso? —preguntó.
Actaea ladeó la cabeza.
—No —contestó—. ¿Qué oyes?
Layak se volvió y empezó a avanzar hacia el sonido. Provenía de la entrada
por la que Lorgar había llegado a aquel lugar. La luz centelleaba en su interior,
y las sombras se movían sobre los pálidos muros, como si las arrojara un
fuego cada vez más feroz.
—Por ahí hemos venido… —empezó a decir Lorgar.
Unos disparos surgieron por la cámara. Una niebla plateada estaba
llenando el ambiente desde los muros y se dirigía hacia ellos como una mano
que se cerraba.
—¡Seguidlo! —gritó Actaea, tras ver que Layak empezaba a correr hacia el
grito que lo llamaba en su cabeza. Ante él, el portal, que se había vuelto negro
de repente, le devolvió la mirada.

Volk

Los Sacerdotes Rojos aguardaban en una luna hecha de armas. Espadas,


tanques y proyectiles de titanes yacían junto a pistolas, proyectiles armados

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extraídos de campos de batalla, puntas de hacha, generadores de campos de
energía, carcasas de proyectiles virus, torretas de tanques destrozadas y
cuchillos de bronce, hierro y acero. También había proyectores de rayos de
conversión, segmentos de tubos de macrocañones, proyectiles asesinos que
seguían calientes por la radiación de guerras olvidadas, cadenas serradas y
montones de pedernal maltrecho. Todo ello estaba unido y condensado en
una bola irregular que rodeaba el límite exterior de Sarum, como un mangual
que se lanzaba hacia el cielo. La cañonera de Perturabo se había deslizado
hasta el centro de la luna a través de la boca del tubo de un cañón nova. El
resto de la flota de los Iron Warriors, bajo el mando de Forrix, rodeaba la luna
con las armas encendidas y los sensores alerta, aunque solo oían silencio.
Un solo servidor recibió al primarca cuando este desembarcó. Era un ser
ancestral, ataviado en una armadura hecha a retales y curtida en la batalla. Un
cráneo metido en un casco colgaba sobre sus hombros, y su sonrisa era visible
a través de la abertura vertical de aquel bronce ancestral. El servidor se había
inclinado ante ellos, con un traqueteo de huesos y un crujido de engranajes,
para conducirlos hacia la oscuridad. Los muros de los túneles por los que
caminaban estaban formados por la misma mezcla de componentes de armas,
todos ellos fusionados y encajados como una unidad reluciente.
Volk no oyó las voces hasta que perdieron de vista la cañonera.
Al principio, pensó que se trataba de señales rebeldes del comunicador,
pero estas persistieron incluso después de que cortara todos sus sistemas de
comunicación. Si bien no hablaban ningún idioma que él conociera, pensó
que casi lograba entenderlas. Las armas de sus manos le dolieron.
—¡Salve, Perturabo! —gritó una voz que resonó por los muros de una
cámara abovedada⁠—. ¡Salve, Señor del Hierro! —⁠Ocho figuras estaban de pie
en el centro de la sala. Unas pesadas telas rojas colgaban de sus esbeltas
siluetas. Las túnicas tenían bordes de triángulos blancos que se asemejaban al
filo de una sierra. O a dientes. Unos cráneos alargados de metal negro estaban
cubiertos por la sombra de capuchas pesadas. Algunas de ellas parecían
cabezas de caballos despellejadas y hechas de hierro, mientras que otras eran
más delgadas y de aspecto vulpino. Una de ellas no era una cabeza, sino una
boca circular con anillos de colmillos metálicos. A pesar de que Volk no podía
ver que portaran ningún arma, aquello no significaba que no contaran con
ellas. Sabía que era así. Cuando miró las figuras, casi pudo sentir las pistolas y
las hojas esperando bajo las túnicas que vestían.
»Su llegada es todo un honor —⁠dijo la misma voz, y Volk se preguntó cuál
de los ocho sacerdotes estaba hablando, o si lo hacían todos ellos.

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Perturabo observó a los ocho mientras el Círculo de Hierro se desplegaba
en un arco detrás de él. Veinte exterminadores se colocaron en sus puestos
detrás de ellos, y las filas de misiles ciclón se prepararon cuando sus
portadores se detuvieron. Argonis se colocó al lado del primarca, y Volk, un
paso detrás de ellos.
—Honor… —repitió Perturabo, y dejó que la palabra quedara suspendida
en sus propios ecos⁠—. No lo suficiente como para responder a mis peticiones
para saciar el hambre de mis armas cuando nos faltaban medios para seguir
luchando.
Los sacerdotes guardaron silencio. Una luz roja relució en los agujeros que
eran sus ojos.
—Sarum actúa por separado —⁠había dicho Argonis después de haber
comenzado su viaje hacia el mundo forja⁠—. Han ayudado a los aliados del
Señor de la Guerra, pero mantienen sus planes en secreto. No deberíamos
confiar en ellos.
—No creo que pretenda confiar en ellos —⁠le había respondido Volk⁠—. Solo
quiere obtener lo que necesita de ellos.
Volk sabía por qué habían acudido a aquel lugar en busca de Angron; de
todas las fuerzas a las que Sarum se había acercado a una alianza, eran los
World Eaters quienes gozaban de un mayor vínculo. Angron había subyugado
aquel mundo, y durante el proceso había resuelto un conflicto interno del
sacerdocio de Sarum. Las armas y las armaduras habían fluido de las forjas
hasta las manos ensangrentadas de la XII Legión. Desde que la guerra en el
Imperio se había desatado, los habitantes de Sarum habían parecido servir a
los intereses generales del Señor de la Guerra, pero no se habían alineado con
el Mechanicum de Kelbor-Hal ni habían proporcionado ninguna muestra de
servir a alguien que no fueran ellos mismos. No se fiaban de ellos, y al estar
ante su presencia, Volk pudo imaginar a qué se debía.
—Le damos la bienvenida, Perturabo —⁠dijo la voz de los sacerdotes.
Luego empezaron a moverse, y las ocho figuras se colocaron en los puntos
cardinales de la cámara⁠—. Debe venir con nosotros.
El Círculo de Hierro estableció sus escudos con un estruendo de
elementos hidráulicos y preparó sus armas. Volk sintió que sus propias armas
se estremecían en su agarre.
—No —dijo Perturabo, negando con la cabeza de forma muy sutil⁠—. Me
daréis lo que he venido a buscar y luego me iré.
—Tendrá lo que busca, aunque no lo haya pedido —⁠dijeron los
sacerdotes⁠—. Recibirá eso y mucho más. Pero nosotros no podemos otorgarle

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esos regalos. Usted ha sido favorecido, Señor del Hierro y la Muerte. Verá el
corazón de todo, y este le hablará.
Argonis abrió la boca para decir algo, pero la voz resonante volvió a hablar
antes de que él pudiera hacerlo.
—Usted, que ha pasado por la Estrella Negra y ha buscado las armas de los
dioses, encontrará todo lo que desea si nos sigue.
Volk sintió las palabras asentársele en la sangre. El frío y el calor le
recorrieron el cuerpo. Podía sentir el impulso de moverse en sus
extremidades, el impulso de seguir la promesa que contenían las palabras de
los Sacerdotes Rojos. No le parecía deseo, sino más bien hambre.
—Ya sabéis por qué estoy aquí —⁠dijo Perturabo. En ningún momento
había mencionado buscar información sobre Angron o la XII Legión.
El sacerdote de cráneo equino negó con la cabeza. La cadena de dientes
traqueteó en sus fauces.
—Somos los guardianes —señaló, y en aquella ocasión una voz que sonaba
a engranajes llenos de carne provino solo de él⁠—. Solo hemos venido a
transportarlo hacia abajo.
—¿Abajo? —preguntó Argonis.
El cráneo de caballo de hierro se volvió hacia el emisario.
—Abajo —repitió el sacerdote.
—Es el mayor honor de todos —⁠insistió un sacerdote con una sonrisa de
tiburón bajo una línea de sensores rojos⁠—. Semejante privilegio no se puede
rechazar.
Si bien Volk estaba seguro de que Perturabo iba a dar media vuelta, el
Señor del Hierro asintió ligeramente.
—Llevadnos hasta vuestra revelación —⁠dijo el primarca.
El sacerdote se había quedado quieto durante un instante, pero luego
asintió también.
Abandonaron la cámara a través de una puerta que Volk no había visto al
entrar. No estaba seguro de si se trataba de un truco de los ángulos o de la
tecnología; pero, hasta que los sacerdotes los condujeron hasta ella, habría
jurado que no había ninguna puerta en aquel lugar. Los túneles que
recorrieron se volvían más toscos con cada paso que daban, y los restos de los
muros sobresalían ante su camino, por lo que tenían que pasar al lado de
puntas de lanza o bocas de armas de campo. El ambiente se volvía más
caluroso por momentos, como si se estuvieran dirigiendo hacia un horno de
fundición o al corazón de un volcán. Se preguntó qué significaban las palabras

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de Perturabo: «Llevadnos hasta vuestra revelación», y la sorpresa que había
resultado obvia en el sacerdote.
—Hay algo en el corazón de este reino —⁠dijo Perturabo, caminando por
delante de Volk. El primarca volvió la vista hacia atrás un segundo para
mirarlo. Luego la volvió hacia donde la escolta de sacerdotes se movía por
delante de ellos⁠—. Es una cuestión de geometría realmente. Se puede ver en
las estructuras de poder que crean los sacerdotes, en las palabras que dicen y
en las que no dicen. Estas criaturas no sirven al Omnissiah de Marte.
Volk observó a los sacerdotes y los dientes blancos en los bordes de sus
túnicas, que parecían ser negros bajo la luz tenue. Sus ojos eran carbones.
—Sirven a algo más —continuó Perturabo⁠—, algo que han mantenido en
secreto. Algo que les habla en sueños de pistolas y hojas. —⁠Volk creyó oír una
sonrisa en la voz de su primarca y sintió que se le paraba el pulso. Los bordes
de su visión se estaban volviendo borrosos. Algo iba mal. Algo iba muy mal.
»Vamos a encontrarnos con él, hijo mío. Vamos a ver nuestro destino.
Entonces, los sacerdotes que caminaban delante de ellos volvieron las
cabezas, con sus cuellos rotando con un crujido de huesos y engranajes. Volk
vio ojos de carbón rojo y las sonrisas de hierro de los cráneos, y sintió que su
carne estaba ardiendo al tiempo que un rugido de dolor salía de sus labios, y
entonces ya no estaba caminando, sino girando por el vacío mientras su caza
se destrozaba a su alrededor.
—Moriste —dijo una voz que sonaba como la de Perturabo⁠—. Pero
puedes vivir una vez más en el fuego.
Volk gritó su respuesta.
El pasillo parpadeó y volvió a existir delante de él. Los sacerdotes estaban
caminando delante de ellos, igual que antes. Perturabo daba zancadas entre el
enorme grupo que formaba el Círculo de Hierro, y su exoesqueleto zumbaba
con cada paso. Volk todavía podía sentir el calor de su carne ardiendo que se
derretía como un sueño que se desvanecía. Un tenue brillo naranja surgía de
la distancia que tenían delante de ellos. Echó un vistazo hacia atrás y solo vio
oscuridad. Un escalofrío le recorrió la armadura y el cuerpo.
¿Qué le estaba ocurriendo? ¿Qué les estaba ocurriendo a todos?
—Hemos perdido el contacto con el Sangre de Hierro —⁠dijo Argonis,
deteniéndose con su bólter en la mano. Perturabo cesó su avance y miró al
emisario. Delante de él, los sacerdotes también habían dejado de caminar.
—El motivo de que hayamos perdido nuestra conexión con la flota
—⁠informó Perturabo con una voz tranquila⁠— es que estamos fuera del
alcance de los transmisores.

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—La flota debería tener cobertura sobre toda la luna —⁠repuso Argonis⁠—.
A menos que nuestros anfitriones estén interfiriendo.
—O a menos que nuestra flota se encuentre a mil millones de kilómetros
de distancia —⁠dijo Perturabo. Argonis empezó a negar con la cabeza⁠—. No
nos hemos adentrado en la luna. Hemos atravesado un portal. Nos dirigimos
al corazón del propio Sarum.
Volk escuchó aquellas palabras y supo que eran ciertas. Los Sacerdotes
Rojos no contestaron, aunque Volk estaba seguro de que habían oído al
primarca. Argonis mantuvo la mirada fija en el túnel frente a ellos, sin
cambiar de expresión.
El brillo en la distancia estaba creciendo y una nube de calor rojo empezó
a recorrer los muros. Volk también podía sentirla. Sentirla de verdad. La
mayor parte de sus nervios habían ardido por el daño que había sufrido y por
la colocación rápida de augméticos a la que lo habían sometido. A partir de
entonces, las sensaciones eran un cosquilleo de datos provocado por un
sensor. Aun así, podía sentir aquel calor. Este se esparció por el metal de sus
extremidades, metido en servos, y respiró sobre su piel.
Los sacerdotes se detuvieron delante de ellos y se volvieron al mismo
tiempo para mirar a Perturabo.
—No avanzaremos más —dijeron con su única voz, que provenía de todas
las direcciones⁠—. Debe seguir solo.
Perturabo negó con la cabeza.
—Ellos vendrán conmigo.
—Como desee —dijeron los sacerdotes antes de apartarse.
Perturabo avanzó, pero Argonis alzó su cetro de autoridad, y el Ojo de
Horus impidió el avance del primarca.
—¿Adónde nos ha traído? —preguntó Argonis.
—A encontrar respuestas —contestó Perturabo, y apartó el cetro para
seguir caminando. Argonis se quedó quieto durante un instante. Volk lo miró
mientras seguía al primarca y al Círculo de Hierro. Intercambiaron una
mirada durante un largo segundo, el metal y el cristal ante el negro de
Cthonia. Durante un instante, Volk creyó ver algo en los ojos de su hermano:
el espectro de una emoción que no era capaz de leer. Pero entonces el
emisario empezó a seguirlos, y juntos se dirigieron hacia el calor del horno,
más allá de las cabezas inclinadas de los sacerdotes.
Los muros estaban brillando en aquel momento, rojos como una cereza y
negros como el carbón. El amasijo de armas había dejado paso a una piedra
rugosa llena de vetas de cristal y de menas. El polvo del suelo del pasaje era

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ceniza suave y gris, y había una capa lo suficientemente gruesa como para
camuflar el sonido de los pasos de los exterminadores y los autómatas. Un
rugido grave, similar al ruido de un gran río, crecía conforme el pasaje se
curvaba ante ellos. Volk sintió una repentina necesidad de darse la vuelta y
salir de aquel lugar, pero sus pies lo hicieron continuar, con los pistones y la
carne moviéndose sin dificultad mientras el calor le hacía cosquillas en los
sentidos.
Y, entonces, tomaron una última curva y se encontraron ante la luz del
horno del corazón de Sarum.

Página 160
Once
«Maloghurst»
—Sistemas de la flota en alerta máxima —⁠informó Sota-Nul mientras se
apresuraban a través de la oscuridad de las entrañas del Espíritu Vengativo.
Maloghurst jadeaba y sudaba sangre en el interior de su armadura. Todavía
creía sentir el calor del cielo ardiente en el rostro.
—¿Por qué hemos salido de la disformidad? —⁠preguntó mientras corrían.
Tenía que llegar al puente, tenía que ver qué estaba pasando. Sota-Nul estaba
extrayendo información de los sistemas de la nave, pero no era la nave ni sus
sistemas lo que le preocupaban.
«Así en el cielo como en la Tierra…».
—Traslación de emergencia debido al repentino y extremo cambio de
condiciones etéreas —⁠dijo la tecnobruja, y soltó un exabrupto en binárico que
podría haber sido algo similar a una carcajada sin emoción⁠—. Nos ha lanzado
de vuelta a la realidad.
—¿Y el enemigo estaba exactamente ahí?
—Hemos caído justo encima de un grupo de fortalezas situadas en un
sistema orbital exterior —⁠repuso la tecnobruja con una voz que sonaba
demasiado humana al sisear las palabras⁠—. Uno importante. Cinco fuertes
estelares, una red de plataformas de armas beta de nivel nueve, cuarenta naves
monitores y una flota de naves del tamaño de un grupo de batalla. Siento la
presencia de mis familiares sin iluminar y de los hijos de Rogal Dorn. ¿Alguna
vez has tenido la sensación de que estás a prueba/maldito?
—¿Te parece divertido?
—Me parece catastrófico, pero contiene una oportunidad —⁠repuso ella.
—Sí, para perder hombres y material de guerra en una lucha sin sentido.
—Para ver si tu legión puede matar sin la mano de Horus guiando cada
uno de sus pasos.

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Él no respondió. Tras diez minutos de silencio, llegaron al elevador del
acceso principal. Maloghurst anuló los cierres y envió el elevador hacia arriba
a toda velocidad para llegar a la zona de mando de popa del Espíritu
Vengativo. Sota-Nul se alejó de él en cuanto se abrieron las puertas y flotó por
encima de un grupo de tecnodevotos menores, los cuales se postraron en el
suelo, obedientes. Maloghurst continuó avanzando e ignoró las llamadas de
los guardias y guerreros de la legión mientras se dirigía al strategium a
grandes zancadas. Las órdenes a gritos y los llamados de los servidores de
sistema reemplazaron el estruendo de alarmas de batalla. Una luz holográfica
parpadeaba y rotaba en el aire bajo un techo de cristal abovedado. El brillo de
los escudos de vacío al reactivarse ocultó la luz de las estrellas cuando
Maloghurst alzó la mirada.
Aximand estaba de pie sobre un pilar de piedra en el centro de la sala. Una
cortina de luz lo rodeaba y cambiaba conforme dirigía la mirada a ella. Su
boca estaba fija en la máscara cosida que era su rostro.
—No tenemos tiempo para lo que sea que hayas venido a hacer —⁠dijo
Aximand en cuanto Maloghurst se acercó a la base del pilar.
La cubierta tembló. Maloghurst reconoció la sensación de los disparos de
las armas de corto alcance.
—Retrasad el lanzamiento de todas las formaciones de abordaje —⁠gritó
Aximand⁠—. Traedlo todo en una formación a nuestro alrededor,
superposición completa de armas. —⁠Miró a Maloghurst. La piel de la cara
llena de costuras de Aximand estaba sudando⁠—. Ya están al alcance del fuego.
No tenemos tiempo de calibrar las armas principales.
—¿Tan cerca están? —preguntó el palafrenero.
—Salimos de la disformidad al alcance de sus armas, y empezaron a
moverse mientras nosotros nos recuperábamos de la traslación.
—¿Cuánto falta hasta que podamos trasladarnos de vuelta a la
disformidad?
El rostro de Aximand se retorció como si estuviera a punto de escupir,
pero luego se asentó con la mirada todavía fija en la masa de visores.
—Demasiado —siseó.
—Estamos en Heta-Gladius —murmuró Maloghurst, tras observar los
visores⁠—. Nuestra inteligencia lo identificó como uno de los mundos cordón
de Dorn hacia el Solar Segmentum.
—Los informes eran precisos —⁠gruñó Aximand.
—Estamos muy lejos de nuestro camino —⁠insistió Maloghurst⁠—.
Deberíamos trasladarnos de vuelta hacia la disformidad, incluso si eso

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significa encontrarnos con una tormenta.
—Los motores de disformidad de dos tercios de la flota están dañados.
Necesitamos tiempo hasta que podamos trasladarnos otra vez, y eso también
depende de si la descarga de disformidad que nos ha expulsado se ha disipado
ya o no. Y de lo que nos queda para efectuar el salto.
—Aun así, el Señor de la Guerra desea que nos dirijamos a Ullanor a la
mayor velocidad posible.
—Ah, ¿sí? —preguntó Aximand en voz baja.
Maloghurst clavó la mirada en él.
—Así es.
Aximand se quedó callado durante un segundo y luego dirigió la mirada a
diferentes visores. Maloghurst casi podía saborear la presión de la
concentración en el ambiente.
—¿Dónde has estado?
Maloghurst no respondió, sino que se acercó a los grupos de controles del
motor de disformidad. Los tecnosacerdotes estaban extrayendo la carne
carbonizada de los servidores de sus receptáculos. Unas runas borrosas por la
estática giraban por las pantallas.
—Tenemos que regresar a la disformidad e ir…
—Te he preguntado dónde has estado —⁠repitió Aximand.
—¿Dónde están los otros? —preguntó Maloghurst, tras mirar a su
alrededor⁠—. ¿Dónde están Falkus y Tormageddon?
Aquella vez fue Aximand quien no contestó. En su lugar, llamó a uno de
los oficiales de los siervos.
—En cuanto el Lobo Negro y el Hijo de la Espada se encuentren en
formación, quiero que todas las naves se dirijan a la tercera fortaleza.
—¿Nos acercaremos a las armas? —⁠preguntó Maloghurst.
—O atacamos o nos quedamos aquí y esperamos a que nos disparen sin
responder. Como has dicho, esta es la flota del Señor de la Guerra, y él no
flaquea, sino que conquista.
El Espíritu Vengativo empezó a deslizarse hacia delante. Las pantallas y los
visores mostraron las imágenes magnificadas de las estacionesfortaleza del
enemigo y de las púas oscuras de sus naves. Las naves se estaban esparciendo
hacia delante y hacia fuera para rodear la flota del Espíritu Vengativo en un
cono con el grupo de la fortaleza estelar en su punto más estrecho. Detrás de
esta, relucía la estrella del sistema a la que estaba unida, un punto plateado
ligeramente más brillante que el firmamento.

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—Las tormentas nos han expulsado justo aquí… —⁠dijo Maloghurst para sí
mismo. Sabía que los planetas y los sistemas estelares atraían las corrientes de
la disformidad hacia ellos como las piedras de un río. Por tanto, no le
sorprendía que una nave que hubiera sido expulsada de la disformidad
acabara cerca de un sistema. Sin embargo, salir justo en aquel lugar, a la vista
de las armas de los enemigos…
—¡Preparaos para el impacto! —⁠gritó una voz mecánica. Un segundo
después, la nave se sacudió. La luz de los escudos de vacío sobre ellos se
quebró, y un fulgor blanco ocultó el vacío y las estrellas.
—¡Detonaciones de proyectiles nova! —⁠gritó un oficial de cubierta de la
legión. Las pantallas se oscurecieron para compensar la iluminación de las
explosiones.
—El Lobo Negro informa que ha perdido sus escudos —⁠dijo otra voz⁠—. Y
que hay fuego por todo el casco.
—Tres naves enemigas identificadas como el Ángel Absoluto de la Novena
Legión, el Hoja de Cruzado y el Corazón de Piedra de la Séptima.
—¡Oleadas de abordaje enemigas en el vacío!
Maloghurst observó cómo las tres embarcaciones de las legiones se
acercaban antes de salir despedidas tras soltar sus descargas de cañoneras y
torpedos de abordaje. Los elementos de abordaje se encontrarían al alcance de
las torretas de defensa en el momento exacto en el que las armas principales
del enemigo empezaran a disparar. Estarían dirigiéndose hacia un volumen de
detonación de miles de macroproyectiles. Era peligroso, muy peligroso, pero
también significaría que algunos de ellos alcanzarían sus objetivos.
—¡Impacto inminente!
El vacío al otro lado de la cúpula se desvaneció en destellos de fuego
ondulantes.
—Oleada de abordaje enemiga al alcance de torretas —⁠indicó una voz
mecánica sin emoción⁠—. Sistemas auspex y de búsqueda de objetivos al
sesenta y dos por ciento de veracidad. Fuego.
Maloghurst vio la proyección de corto alcance del Espíritu Vengativo
encenderse con los marcadores de los objetivos seleccionados.
—¡Impactos de abertura en las secciones de la cuarenta y dos a la cuarenta
y ocho, nivel seis uno cinco!
La cubierta dio una sacudida y las alarmas de advertencia empezaron a
sonar. Maloghurst sintió el recuerdo del plano de la matanza alzarse en el ojo
de su mente, con el suelo temblando bajo el tamborileo de las explosiones y el
cielo ardiendo mientras la sangre convertía la tierra en barro.

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«Las batallas que se libran por el orgullo, la ambición que supura, los
deseos que se cumplen en la oscuridad, todo ello mueve el equilibrio a un lado
o al otro», dijo el recuerdo de la voz de Amarok. «Y, mientras tanto, Horus se
debilita».
—Tenemos que irnos —dijo él con la garganta seca. Podía saborear el
hierro con la lengua⁠—. Retrocede, idiota. ¡Retrocede y llévanos de vuelta al
éter!
Aximand volvió la cabeza para mirarlo.
—Cobarde —le espetó.
—Esto no es casualidad, hermano —⁠dijo Maloghurst, tras parpadear para
intentar contener unas náuseas repentinas⁠—. Debemos salir de aquí por el
Señor de la Guerra. Debemos huir.
—No —gruñó Aximand, e hizo un gesto hacia el borde de la cámara. Los
legionarios avanzaron, todos ellos portando las máscaras de calavera bañadas
en oro de su clan de guerra⁠—. Yo tengo el mando aquí.
—Horus tiene el mando.
—Y yo soy su hijo más fiel —⁠repuso Aximand, tajante como el filo de un
hacha⁠—. Y, cuando vuelva, verá que fui solo yo quien le sirvió de verdad.
Maloghurst observó el círculo de guerreros y las bocas de sus armas. No
tenía sentido decirle que no podía hacer aquello, que él era el palafrenero del
Señor de la Guerra, pues no cambiaría nada. En aquel momento lo pudo ver.
Vio las grietas entre la legión y sus guerreros. El orgullo, la ira, tal vez incluso
el miedo… Grietas que Horus e incluso el propio Maloghurst habían utilizado
para convertirlos en lo que necesitaban que fueran, pero que en aquel
momento se estaban abriendo más. Sin Horus no eran más que guerrilleros y
asesinos que trataban de seguir un sueño que no comprendían.
El palafrenero esbozó una sonrisa fría. Aximand lo miró y la luz de la
batalla se reflejó en sus ojos. Por un segundo, creyó ver una chispa de duda en
la mirada de su hermano. La cubierta tembló.
—No eres un Pequeño Horus —⁠le dijo⁠—. No tienes la fuerza suficiente
para serlo.
—Lleváoslo —ordenó Aximand, y los guerreros con cara de calavera lo
rodearon.

Layak

Surgieron del ocaso hacia una luz solar roja y muerta. Layak recobró el aliento
mientras miraba a su alrededor. Su máscara se le apretó contra el rostro y su

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boca se ensanchó. Estaban en una meseta de cristal negro cuya cima estaba
ondeada, como si la hubiera formado el suave retroceso de un mar. Algo se
movía bajo la superficie sólida, cosas pálidas con melenas de antenas y
cuerpos segmentados. Unas auroras de color rosa, esmeralda, dorado y cian se
extendían y se reducían contra un cielo negro sobre sus cabezas. El propio sol
era un círculo irregular que iluminaba la tierra debajo de él, pero que no
tocaba el cielo rancio a su alrededor.
Un bosque se balanceaba bajo la meseta. Unos árboles plateados
murmuraban, y sus hojas repiqueteaban como campanas. Unas criaturas que
podían haber sido polillas se alzaron en grupo desde un árbol mientras Layak
observaba, y desprendieron nubes de polvo fino y gris de sus alas al volar.
Unos edificios se alzaban por encima de las copas de los árboles en algunos
lugares y parecían tocar el cielo con sus torres delgadas y serradas. Layak
podía ver formas que se movían contra el horizonte. Por un momento, pensó
que se trataba de estriaciones en las capas de luz, antes de percatarse de que
eran las sombras de enormes estructuras que ocupaban el espacio entre la
tierra y el cielo como las costillas de una criatura colosal. Se distorsionaban
mientras las miraba, y le daban una sensación claustrofóbica y reconfortante
al mismo tiempo, como si tanto él como el mundo a su alrededor hubieran
quedado envueltos en un vientre. O en un estómago.
—Esta era la cuna de la raza eldar —⁠dijo Lorgar.
—Y su tumba —añadió Actaea. Se había colocado junto a Layak y al
primarca, y movía sus ojos ciegos de un lado a otro bajo los párpados
cerrados. El bulbo de cristal lleno de sangre seguía estando en sus manos
temblorosas.
—Es un lugar sagrado —suspiró Lorgar⁠—. Aquí nació un dios. Aún se
puede oír su grito al nacer…
Layak se preguntó qué quería decir su señor, pero luego, justo cuando
estaba a punto de abrir la boca, todos los sonidos y las sensaciones se unieron.
El lento aleteo de las polillas, el repiqueteo de las hojas y el susurro del viento
se alzaron y se mezclaron, se añadieron y se combinaron entre ellos hasta que
de repente el mundo estuvo rugiendo hacia él con un sonido ensordecedor y
bello, y supo que, si no dejaba de escuchar en aquel momento, nunca podría
hacerlo.
A su alrededor, los Word Bearers restantes se habían arrodillado.
—Su hermano está aquí —dijo Actaea⁠—. Sabe que ha llegado.
—Y aun así, espera a que nosotros vayamos hasta él —⁠dijo Layak,
observando las sombras de las ciudades en el horizonte. Estaba seguro de que

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las siluetas de las torres y las cúpulas habían cambiado de posición desde la
última vez que las había visto⁠—. Se esconde…
Lorgar esbozó una sonrisa.
—Solo deja que nosotros vayamos hasta él. Una insignificante muestra de
poder, algo pequeño, pero para el príncipe enaltecido del Último Dios Nacido,
ningún placer es demasiado pequeño. En este caso, su orgullo y su arrogancia
son algo sagrado.
El primarca miró a Actaea. El oráculo estaba temblando. La calma que
portaba como una capa se había caído. Estaba encorvada y parecía
atormentada.
—¿Puedes llevarnos hasta él? —⁠preguntó Lorgar. Actaea tembló y lo miró
entre jadeos; su atención parecía dirigirse al mundo exterior. Asintió, aunque
le seguía temblando la mano cuando alzó la esfera de cristal, llena de sangre,
hacia su rostro.
—Por aquí —indicó, y empezó a caminar hacia los bosques y el cielo
distantes. Lorgar la siguió. Los Word Bearers se enderezaron y se colocaron en
una formación de estrella alrededor del primarca. Solo Layak se quedó atrás,
seguido por Kulnar y Hebek. La máscara le siseaba en los oídos, pero más allá
de eso, creyó oír otras voces, unas voces que le resultaban familiares y que
decían algo que no podía entender, pero que sentía que quería saber. Hebek
volvió la cabeza para mirar a Layak, y sus ojos ardieron con un odio mudo.
—A mí tampoco me gusta —dijo Layak en voz muy baja⁠—. No me gusta
nada. —⁠Luego siguió al grupo. Bajo sus pies, las criaturas pálidas nadaban de
forma lánguida a través de la piedra negra y parecían sonreírle.
Descendieron al bosque a través de un camino que se deslizaba de un lado
a otro por la ladera de la meseta, como el rastro dejado por una serpiente. La
tierra bajo los árboles era oscura y estaba moteada por la luz que atravesaba las
cambiantes copas de los árboles.
Varias esporas de polvo salían volando con cada paso que daban. El aroma
le rodeaba la nariz y la boca, a pesar de que los sellos de su máscara indicaban
un color verde y los ganchos se le clavaban en la nariz. Olía a flores, a especias
molidas, a sudor y a órganos recién abiertos por un cuchillo. Estaba mareado,
y solo el frío dolor metálico que le provocaba el interior de la máscara impedía
que sus pensamientos se dirigieran a caminos llenos de peligros y del susurro
de falsas promesas.
Los árboles a su alrededor tenían troncos grises, y su corteza era suave y
húmeda como la piel de un pez. Habían estado caminando más tiempo del
que podía recordar, y eso era todo… No podía…

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Había rostros…
Rostros en el ocaso malva entre los árboles que los observaban y que se
escondían conforme ellos avanzaban. Vio piernas largas, músculos lisos, ojos
de obsidiana… de todas las criaturas que había visto o sobre las que había
leído en el Sexto Liber Chaotica o en los Libros de Ybeion. Y más todavía:
criaturas de las que nunca había oído hablar, demonios de toda variedad y
forma, con pelaje, con piel o desollados, mudos o que soltaban un esputo
dorado en las bocas de sus parientes. Y todo ello no era más que un atisbo, un
hilo de asombro y terror que le proporcionaba y le arrebataba el vaivén de los
árboles.
El bosque parecía acercarse más y más a ellos, y los rostros se veían más
cerca cada vez que aparecían. Había visto reinos del Príncipe Oscuro donde la
cacofonía de sonido era tal que volvía borrosa la solidez de los objetos. En
aquel lugar, en cambio, todo era suave…
Layak quería sentarse, acomodarse en el suelo blando, dejar que su suave
polvo lo cubriera y lo llenara, y esperar a que todas las criaturas que lo
observaban desde detrás de los troncos salieran a buscarlo, husmeando y
mostrando los dientes entre carcajadas, y luego…
—Sul-nu, Is’nag, sutep’ashn… —⁠pronunció las palabras de protección con
toda la claridad que pudo a través de la gruesa masa de polvo de esporas que
tapaba la rejilla de su máscara. Oyó una carcajada mientras se forzaba a
hablar, pero siguió pronunciando las palabras y avanzando.
Solo Lorgar y los esclavos de espada de Layak caminaban como si nada.
Actaea estaba temblando, y sus pensamientos se manifestaban a su alrededor
como espirales de luz y sombras de plumas. Todo su poder estaba
concentrado en la esfera de sangre que sujetaba cerca de su rostro. No tenía
que preocuparse por su aspecto bello o elegante en aquel momento. Estaba
vacía y encorvada, una anciana con la piel de una chica que se obligaba a dar
el siguiente paso por la pura voluntad.
Layak vio que uno de los Word Bearers se detenía delante de él. Estuvo a
punto de ordenarle que siguiera avanzando cuando el guerrero soltó sus
armas, se desató el casco e inspiró. Y la inspiración nunca cesó. El guerrero
inspiró e inspiró, y se le hinchó el cuello con el aire lleno de esporas que le
entraba por los labios. Los hermanos que estaban más cerca de él se
tambalearon para dirigirse a su lado, y se movieron como si estuvieran
avanzando por melaza. Lorgar alzó la mano, y Layak sintió la fuerza psíquica
detrás del gesto.

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—Estamos en un lugar sagrado —⁠dijo Lorgar⁠—. Tiene que cobrarse su
precio.
El guerrero cayó de rodillas. Su armadura se estaba rompiendo en unas
aberturas húmedas que se abrían para inspirar e inspirar. Unas carcajadas de
ululatos y gritos graves surgieron del bosque. Unas raíces grises, cada una de
ellas cubierta de bocas sonrientes, se alzaron del polvo, rodearon al guerrero y
lo derribaron. Un largo grito psíquico tocó la mente de Layak antes de que
esta se quedara en silencio. Una mancha roja se extendía en el suelo sobre el
que había estado el guerrero, y unas rosas de cristal comenzaron a crecer en el
lugar, con unos pétalos húmedos y relucientes.
—Está cerca —siseó Actaea con una voz temblorosa por el esfuerzo. Unos
brotes de color rojo más oscuro habían aparecido en su túnica⁠—. Muy cerca.
Lorgar asintió. Detrás del primarca, los troncos grises del bosque se
mecieron y se estremecieron. Y detrás de ellos había algo más, algo que no se
podía ver del todo.
—Sabes cuál es tu deber, hijo mío —⁠dijo el primarca, y Layak asintió.
Sabía lo que le había pedido, el motivo por el que se encontraba allí. Lo sabía.
Lorgar continuó avanzando. Layak lo siguió y, de repente, el bosque se
encontraba a sus espaldas, y sobre ellos había torres y muros y cúpulas que se
alzaban hasta un perfecto cielo azul.
Layak se detuvo. A su lado, los guerreros supervivientes se quedaron
paralizados por la reverencia. Actaea se dobló lentamente hacia el suelo, con
las manos encorvadas como garras alrededor de la esfera de sangre que los
había conducido hasta aquel lugar.
Lorgar cerró los ojos durante un breve momento, como si quisiera volver a
ver aquel lugar por primera vez.
—La ciudad palacio del Príncipe de la Perfección —⁠dijo⁠—. Los dioses nos
bendicen.
Sobre sus cabezas, unas trompetas comenzaron a sonar desde las torres.

Volk

La cámara era esférica. Un cristal negro fundido recorría los muros, y unas
estalactitas sobresalían de ellos hacia dentro, con unas puntas afiladas como
agujas que señalaban a lo que se encontraba en su centro. A ojos de Volk, era
una enorme estatua tallada de un bloque de piedra negra. Sus rasgos eran
burdos y parecían haber sido esculpidos en la piedra sin mucho atino. Tenía
las extremidades aferradas al cuerpo, con las piernas dobladas debajo de él y

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los brazos apretados. A Volk le recordaba a una gárgola primitiva. Unas filas
de dientes parecían rugir bajo sus ojos sin párpados. Unas alas reposaban
sobre su espalda, y cada uno de los ocho brazos que estaban doblados sobre su
torso y su espalda sostenían un arma distinta: un cuchillo, un hacha, una
espada. Estaba atada por cadenas que la rodeaban; se clavaban en la piedra y
emergían de ella hasta el borde de la cámara. Los enlaces relucían de color
amarillo y blanco por el calor. Unos charcos de metal fundido colgaban en el
aire y se llenaban desde cascadas que caían por las aberturas que moteaban la
superficie interna de la cámara. La sonrisa serrada de la estatua reunía las
sombras del brillo del horno.
A pesar de que Volk quería apartar la mirada, algo lo atraía hacia la
estatua. Lo invadieron unos recuerdos que se le clavaron en la mente como
unas garras en arcilla húmeda. Notó el corte de una piedra afilada en el cuello
y supo que la mano que había tallado aquel pedernal había sido la primera que
no había fabricado una herramienta semejante para talar madera o para cazar,
sino para el asesinato. Notó el calor en el rostro que desprendía el martillo al
caer sobre los retorcidos tubos de acero para convertirlos en una espada golpe
a golpe, una espada que entonaría una canción de conquista en el futuro. Notó
el retroceso de la culata del rifle en el hombro, saboreó el humo negro de la
pólvora en el fondo de su garganta y sintió la caricia de mil herramientas de
muerte al tocar la historia por primera vez.
Argonis se removió a su lado, y Volk se percató de que había otras
personas con él en aquel borde de piedra observando la estatua. Perturabo
avanzó con lentitud, mientras la carcasa de su exoarmadura se movía con un
susurro.
Volk trató de moverse, pero no pudo. El calor lo recorría, siseaba al rozar
los servos y se esparcía en un murmullo por los enlaces de interfaces.
«Hijo de mi hijo. —Volk oyó la voz, oyó cómo resonaba, aunque supo que
se había producido en el interior de su cabeza y que estaba dedicada solo a él.
Era una voz profunda, como el sonido de disparos lejanos⁠—. He esperado y he
estado observándote desde hace tanto tiempo… Tengo mucho que
otorgarte».
El dolor le invadió el cuerpo. Estaba cayendo sin moverse, y la caverna se
convirtió en un círculo que se encogía sobre él mientras caía y caía. Cada
trozo de carne en su cuerpo parecía estar cocinándose; los nervios se
chamuscaban y los tendones quedaban carbonizados. Intentó escalar, pero la
luz del presente era cada vez más pequeña. Todo lo que podía recordar era el
pasado en fragmentos: el primer corte de un cuchillo en su piel; el traqueteo

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de un cargador al soltar sus balas; el rugido de los enemigos al cargar, más
numerosos que las balas que los derribaban, y el hambre por más fuerza, por
un borde más afilado, por el poder de derribarlos y manchar la tierra con su
sangre. Estaba en aquel lugar, gritando la canción de la matanza y el beso de la
bala.
«No te resistas. Te convertirás en tantas cosas… —⁠La voz parecía estar
hecha de retales de disparos y explosiones, un sonido cosido de fragmentos de
una vida de destrucción, aguante y destrucción de nuevo⁠—. Has aguantado
mucho tiempo, solo que tu destino nunca ha sido sobrevivir. Tu destino es ser
derribado, arder y romperte. Ese es el sueño de vuestras almas, el sueño que
vivirás. Otorgo, por lo que debo quedarme con algo a cambio. Y te otorgaré
algo, pero antes de ello tengo un servicio que debes hacer por mí».
Volk notó que la presencia se alzaba en su interior. Podía combatir, solo
que no quería. La voz de su cabeza no parecía ser algo ante lo que se pudiera
negar. Sonaba como los deseos y los miedos que había albergado desde que
había salido de las ciudades en ruinas. Siempre había sido fuerte, pero no lo
suficiente; un asesino, pero sin punto de comparación con los enemigos que
se dirigían hacia él. Y en aquel momento supo que lo sería.
«Hierro dentro. Hierro fuera».
Abrió el último punto de su alma y el fuego del horno entró en él.
Abrió la boca.
—Hijo mío —dijo el demonio. El Círculo de Hierro se volvió con las
armas en alto. El bólter de Argonis estaba en sus manos y apuntaba. Volk alzó
la vista para mirarlos. Su rostro era una máscara colocada sobre el fuego. Una
luz refulgente sobresalía por los agujeros de sus ojos. El metal de sus
augméticos estaba rojo por el calor. El demonio observó los cañones de las
armas y esbozó una sonrisa⁠—. Hijos de mi hijo. Os he estado esperando
mucho tiempo.
Las placas y los pistones de la espalda de Perturabo se sacudieron en
secuencia antes de que el primarca se volviera.
—Eres la criatura que está vinculada a este lugar —⁠dijo.
—Vinculado, preservado, escondido, liberado… Es cuestión de
perspectiva.
—Estás vinculado —sentenció Perturabo, y alzó la cabeza de su martillo
para señalar la sonrisa ardiente del demonio⁠—. Y al estar vinculado, puedes
sufrir. No juegues conmigo. He venido en busca de información y tú me la vas
a dar.

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—Lo sé —dijo el demonio⁠—. Buscas a tu hermano. Buscas al Príncipe
Octal de la Matanza. Lo sé, Perturabo. Lo he observado a través de los ojos
de las armas que disparan en sus campos de batalla. Sé que Horus te ha
enviado a traer a Angron de vuelta, un perro enviado a arrastrar a su
hermano rabioso de vuelta a la hoguera.
Perturabo no se movió ni dijo nada durante algunos segundos. Luego
recorrió el espacio entre él y el cuerpo de Volk, lo agarró de la garganta y lo
levantó del suelo. Lo sostuvo de aquel modo, con los pistones y los servos
siseando al prepararse para el peso. Miró al fuego que salía de los ojos de Volk
con una expresión impasible.
El calor surgió de la boca de Volk cuando el demonio soltó una carcajada.
—Soy el rojo de tu sangre y el filo de tu hoja, Señor del Hierro. —⁠La voz
pronunció el título del primarca con burla.
—Conozco a los de tu calaña —⁠dijo Perturabo⁠—. He visto vuestro
corazón. He sentido la amabilidad de vuestras mentiras.
—El hijo bastardo del Emperador te caló muy hondo, hijo mío —⁠dijo el
demonio⁠—. Te ha arrebatado tanto… tu fuerza, tu certeza. Puedo verlo.
Sigues sangrando. —⁠La mano de Volk se alzó. Perturabo lo sujetó con más
fuerza, aunque el demonio se limitó a dar un pequeño golpe en las placas que
cubrían el antebrazo del primarca con un dígito metálico⁠—. Todo el hierro
por fuera no sanará unas heridas como esas. —⁠Un músculo se movió en la
frente de Perturabo⁠—. Pero un arma, Perturabo, un arma similar a la de los
dioses… ¿Qué significarían nuestras mentiras entonces? Buscaste un arma
así en Tallarn. Sí, y te la arrebató el hermano al que sirves. Solo que nunca
pensaste en buscar en tu interior.
Perturabo se quedó callado durante un largo momento, hasta que
finalmente soltó la garganta de Volk. Aun así, el guerrero se quedó flotando
en el aire, todavía esbozando aquella sonrisa de fuego.
—¿Qué es este lugar al que nos has traído? —⁠preguntó Argonis, con la
boca seca y aún apuntando con su bólter.
—Os ha traído donde creía que iba a encontrar respuestas —⁠contestó el
demonio por medio de Volk⁠—. Pero su camino conduce a un círculo hacia
abajo, siempre hacia abajo. No importa cuánto intentéis apartaros, siempre
regresáis al corazón negro. Sigue encontrando las respuestas que no quiere
oír.
El demonio seguía mirando a Argonis.
—Las cortes y los principados del éter están sumidos en una guerra por el
alma de vuestro Señor de la Guerra y de sus hermanos bastardos. Tú eres

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una hoja afilada, Argonis. Una hoja afilada… Te conozco. Estaba en tu
mano cuando mataste por primera vez. Cada hoja que has afilado ha sido
una canción que he oído. —⁠Esbozó una sonrisa con la boca de metal medio
arruinada de Volk.
—Suéltalo, demonio —gruñó Argonis.
—De verdad te importa, ¿no es así? Yo no tengo corazón para los
vínculos humanos. La separación es lo único que importa. Pero tú tienes un
alma de asesino, Argonis. No debería importarte lo que le pase a este, al
igual que no te importó lo que les pasó a los hermanos que mataste en
Isstvan, o a los otros niños de los túneles que dejaste sangrando por algo de
comida antes de que te convirtieras en el Incólume. —⁠Sonrió una vez más. El
metal fundido se estiró entre los dientes de Volk⁠—. No debería importarte,
pero te importa. Como un hermano.
—Basta —ordenó Perturabo, y la palabra resonó sobre el rugido del hierro
fundido que caía desde el mundo sobre sus cabezas⁠—. Eres el corazón de
Sarum. Los Sacerdotes Rojos son tuyos, y sabes lo que saben ellos. Así que
respóndeme: ¿dónde está Angron? ¿Cómo podemos encontrarlo?
—Del mismo modo que se puede encontrar a cualquier bestia rabiosa:
sigue los cadáveres y los gritos de los moribundos.
—Eso no es una respuesta.
—Ven, hijo del hierro, no decepciones a tu padre. Te he dado muchos
regalos durante todos estos años, pero esto es algo que no puedo darte
libremente.
—¿Cuánto tiempo llevas vinculado a este lugar? —⁠preguntó Argonis antes
de que Perturabo pudiera hablar. La cabeza de Volk giró en su dirección.
—Desde tiempos olvidados e imposibles de recordar, lobo de Cthonia.
Estaba aquí cuando la primera alma fabricó una herramienta para acabar
con la vida de alguien. Nací en los huesos afilados y los pedernales rotos para
hacer puntas de flecha. El rugido de la pólvora y la curva de la cimitarra son
mi aliento y la sonrisa que le dedico al campo de batalla. —⁠Unas ascuas
surgieron de la boca de Volk. Lo que quedaba de su carne visible estaba
ennegrecida y se le estaban formando ampollas⁠—. Otros nacieron del primer
asesinato, pero la primera arma fue mi madre, y la mano que la fabricó, mi
padre. Estoy con vosotros en cada vida que os cobráis. Soy la musa de la
atrocidad, y habéis compuesto numerosas canciones con los instrumentos
que os he proporcionado.
—Y, aun así, estás atrapado en este lugar —⁠dijo Argonis⁠—. He visto a
otros de los tuyos. He visto cómo el Señor de la Guerra invocaba y despedía a

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los más poderosos de los demonios. Y no estaban encadenados. —⁠Dejó de
mirar a Volk para dirigirse a Perturabo⁠—. Este es un ser lleno de engaños, mi
señor. Una criatura que ofrecerá cualquier mentira para ser libre.
—Pero no quiero la libertad, hijo de Horus. —⁠Argonis se quedó
perplejo⁠—. Soy un preso al que le gusta que las barras de su celda mantengan
al resto alejados de mí al mismo tiempo que me retienen. La libertad no es el
precio por lo que preguntáis.
Se hizo un largo silencio, solo interrumpido por el crujido de la armadura
de Volk al sufrir ante el calor creciente.
—¿Cuál es el precio? —preguntó Perturabo finalmente.
—¿Has decidido hacer lo que pide Horus? ¿O te apartarás del camino?
—Mi camino está decidido —contestó Perturabo⁠—. Dime tu precio.
—La destrucción tiene una canción, Perturabo. Cada hoja y cada bala
entonan su canción en la sombra de nuestro reino. Has estado escuchando
esa canción toda tu vida. Todo lo que deseo es que abras tu alma ante ella,
que cantes tu canción de destrucción para que pueda oírla.
—No te entregaré mi alma —dijo Perturabo con la voz ronca a modo de
advertencia⁠—. Ni a ti ni a ninguno de los tuyos.
—Lo sé, pero te oiré cantar para mí, hijo del hierro y de la sangre. No es
el precio de lo que pides, sino la consecuencia del camino que atraviesas. El
precio era oírte decir que no abandonarías tu camino y oír la verdad en tus
palabras. No puedes darme tu alma, Perturabo. Has sido nuestro desde que
la vida llenó tu carne.
Perturabo hizo un gesto con la mano. El Círculo de Hierro se abalanzó
hacia delante con un estruendo de pistones liberados. Unos proyectiles
explosivos rugieron de los cañones en sus hombros, y Volk se sacudió cuando
las descargas lo golpearon. Su cuerpo ya se estaba distorsionando por el calor,
las placas de armadura fluían con suavidad y la carne brillaba como el acero
sin enfriar. Desde su interior, observaba y oía cada palabra que salía de sus
labios, pero no estaba escuchando. Podía oír el sonido de la eternidad
rugiendo a su alrededor.
—Deluge —dijo el demonio⁠—. Encontrarás lo que buscas en Deluge.
Perturabo se volvió y avanzó hacia la misma puerta por la que habían entrado.
—Ya no es tu hermano —⁠siguió el demonio⁠—. Igual que el idiota hijo de
la serpiente que era Fulgrim ya no es más que un eco del ser que conocías.
Son esclavos atados al poder que los hizo de nuevo.
—Devuélveme a mi hijo —ordenó Perturabo en voz baja y sin
parpadear⁠—. O derribaré esta prisión que te aleja de las mareas de tu amo y de

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tus viles parientes. Hablas demasiado, criatura. No buscas ser libre de tus
cadenas. Quieres mantener la libertad del dios que quiere reclamarte. Dame a
mi hijo.
El demonio se quedó callado. El aire alrededor del cuerpo de Volk relució.
—No te lo voy a devolver —⁠dijo el demonio⁠—. Te voy a dar un arma.
Aún te esperan otras traiciones, Señor del Hierro. Otros hermanos se
volverán en tu contra como lo hizo Fulgrim.
—¿Quiénes?
—Angron no, ni ninguno de los que están atados a los dioses. La traición
mortal es peor que la de los dioses, pues ¿qué promesas han hecho los dioses
que puedan traicionar?
El cuerpo de Volk cayó al suelo de rocas hecho un montón de metal medio
derretido y carne cocida.
—¿Sabes lo que es un arma, Perturabo? Es una pregunta. Sostén un
cuchillo contra una garganta y tienes que preguntarte: «¿Qué soy?».
El cuerpo de Volk se sacudió. Las armas de Perturabo se cargaron y
reunieron energía con un traqueteo de munición y un zumbido de bobinas de
carga.
—Por muchas cosas bellas y terribles que haya ayudado a crear a los
mortales, no son más que materia. El filo de un cuchillo no significa nada.
Una bala solo es metal hasta que sale del cañón.
La masa de armadura y de carne en ebullición empezó a ponerse de pie.
De algún modo, una voz seguía saliendo de su boca.
—Hace falta un alma y una mente para apretar el gatillo, para convertir
una herramienta en un arma. —⁠La última sílaba sonó como un crujido
siseante que provino de labios chamuscados. La figura que había sido Volk
alzó la cabeza y abrió los ojos.

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Doce
«Maloghurst»
No lo encadenaron. Supuso que aquel hecho era una muestra de respeto. Su
celda era un complejo de habitaciones en los Niveles Negros. El tamaño del
Espíritu Vengativo significaba que contaba con secciones del casco que casi
nunca pisaba nadie; y otras que, por el poco uso que se les daba o porque
habían sufrido daños en alguna batalla, se dejaban sin luz, sin electricidad y
sin aire. Incluso cuando la nave estaba completamente operativa, el impulso
de la conquista siempre dejaba lugares que resultaban más fáciles de sellar que
de reparar. A veces pensaba que aquellos lugares oscuros eran como carne
muerta en el cuerpo de la nave, atormentadas por las cicatrices de batallas
antiguas. Maloghurst había hecho uso de algunos de aquellos laberintos sin
aire en algunas ocasiones. Siempre existía la necesidad de usar un lugar
olvidado, apartado de los ojos de los demás, y en aquel momento estaba preso
en uno de ellos.
Le habían permitido conservar su armadura, por supuesto, pero le habían
drenado la mayor parte de su energía, de modo que su cojera se convirtió en
un andar incluso más lento. Si intentara, por ejemplo, derribar una de las
mamparas blindadas que lo encerraban, acabaría con sus reservas de energía
antes de poder abollarla siquiera, y luego se quedaría sin nada más que hacer
que respirar. Incluso le habían colocado un collar alrededor de la garganta,
por dentro de la armadura. Era de cobre, con unas púas en la parte interior, y,
según le habían dicho, era capaz de detectar perturbaciones en la disformidad.
Si trataba de usar la brujería, el collar le clavaría las púas en el cuello hasta
reunirse en el centro. Se preguntó de dónde lo habría sacado Aximand.
La cubierta tembló y siguió temblando. Maloghurst se detuvo y contó la
duración de la vibración.
«Fuego sostenido», pensó. La nave estaba desatando su arsenal completo.

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—Orgullo —suspiró para sí mismo mientras caminaba por un pasillo sin
iluminación. Había recorrido todo el espacio sellado tres veces en patrones
distintos y no había podido encontrar ningún modo de salir de allí, ni siquiera
un modo de comunicarse con el resto de la nave. Y, aunque pudiera hacerlo,
¿en quién podía confiar? Pensó en cómo Sota-Nul se había separado de él
antes de que se dirigiera al strategium. ¿Una señal de traición o una mera
coincidencia? No sabía qué podría ser. Sin embargo, Aximand había
sospechado algo. Pobre Pequeño Horus, siempre dubitativo, temeroso y
feroz… Maloghurst sabía que su hermano tenía defectos, pero no había
pensado que algo así podía ocurrir.
«Fuiste advertido», dijo un pensamiento en una voz que sonaba como la
de Amarok.
—Tenemos que hablar. —⁠La voz era un coro de puntas de cuchillo
rasgando el metal en la mente de Maloghurst. La escarcha se esparció por los
muros y el suelo, reluciente bajo el brillo de los ojos de su casco. Un cosquilleo
de estática le recorrió la piel.
Tormageddon apareció ante él; su silueta pareció formarse a partir de la
oscuridad. No portaba casco y su rostro estaba empolvado con cristales de
hielo. Esbozaba una sonrisa fija de un chacal, unos dientes blancos y afilados
sobre encías rojas. Tenía los ojos de un color perla nublado, con unos iris
destrozados de color ámbar y pupilas entrecerradas. No llevaba nada en las
manos, las cuales colgaban a sus lados.
—Hablar… —repitió Maloghurst con cautela. El huésped demoníaco se
detuvo. Maloghurst se preguntó, y no por primera vez, cuál sería la naturaleza
del demonio que había ayudado a extraer de la carne de Grael Noctua. A pesar
de que había ayudado a crear a la criatura al proporcionarle el cuerpo con el
que caminaría por el mundo, no la había vinculado a su voluntad. Los Luperci
que había creado eran criaturas con dos almas, fusiones de carne de legionario
y de demonio, seres híbridos. Pero Tormageddon no era así. Hasta donde él
sabía, no quedaba nada de los huéspedes que ocupaba. Todo lo que quedaba
de Grael Noctua eran los indicios de sus facciones bajo el roce del demonio. Y
el demonio en sí… decía ser algo formado de la carcasa del alma muerta de
Torgaddon, una aparición nacida de la matanza de la legión en Isstvan, de las
ondulaciones de disformidad creadas por semejante acto de traición. ¿Sería
verdad? ¿Podría ser verdad? Maloghurst albergaba las suficientes dudas como
para no confiar en él, por mucho que Horus lo hubiera honrado al reclutarlo
para su consejo. ¿A quién servía el demonio? ¿Y con qué fin? Ahora más que
nunca, aquella pregunta necesitaba una respuesta.

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Maloghurst echó un vistazo a los pasillos oscuros.
—¿Tu visita está aprobada por el resto?
—Voy a donde me plazca —⁠repuso el huésped.
—Ya he oído eso antes.
Tormageddon se encogió de hombros, y el movimiento extrañamente
fluido dejó caer polvo de escarcha al suelo.
—El Pequeño Horus no tiene los medios para detenerme si quisiera
hacerlo.
—¿De qué lado estás, criatura? —⁠le preguntó Maloghurst. Tormageddon
ladeó la cabeza, como si no hubiera comprendido la pregunta⁠—. Ya sabes de
lo que hablo, demonio.
Tormageddon alzó la cabeza, todavía esbozando su escabrosa sonrisa.
—Tus caprichosos parientes harán que perdamos la guerra —⁠continuó
Maloghurst⁠—. Harán que el Señor de la Guerra fracase cuando se encuentra
en las puertas de la victoria.
—¿Te sorprendería, Maloghurst, si te dijera que no me importa?
Maloghurst le devolvió la mirada ámbar antes de negar con la cabeza.
—No, la verdad es que no.
—Solo quiero preguntarte algo, Maloghurst… —⁠La voz siseaba en sus
bordes, como si la estuvieran susurrando varias gargantas al mismo tiempo⁠—.
¿Y a ti por qué te importa?
—El Señor de la Guerra…
—Eres un hombre con poder, sutileza… —⁠Caminó hacia delante y alzó la
mano para recorrer los restos de los rasgos de Noctua con los dedos⁠—. Sin
piedad… Y, aun así, no anhelas conseguir tus propios fines. Tienes el alma
de un señor y te conformas con ser un sirviente… ¿Por qué?
Maloghurst parpadeó, perplejo durante un instante, y en una esquina de
su mente vio cómo el fuego pintaba los muros de la caverna de las minas con
las sombras de los capataces. Las carcajadas echaban las bocas hacia atrás para
convertirlas en sonrisas de lobos. Percibió el fuerte olor a polvo de menas y
cenizas, el olor de un hogar que había dejado atrás.
—Tengo mis propias razones —⁠contestó. El huésped demoníaco lo
observaba con unas pupilas negras que eran hendiduras en sus ojos.
—Harás todo lo que esté en tus manos para verlo ganar esta guerra…
—⁠dijo el huésped.
—Sabes que sí.
Tormageddon asintió.

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—Sí —respondió—. Lo sé. La cuestión es si estás dispuesto a dejar que
otros paguen ese mismo precio.
—¿Qué quieres decir?
—La guerra, Maloghurst. La guerra y el asesinato.
Maloghurst parpadeó una vez más y, en aquel espacio de tiempo, vio al
demonio Amarok con el rostro de Iacton Qruze, con el pergamino clavado en
el pecho y la palabra «asesinato» reluciendo, húmeda y roja.
—Crees que puedes traer a Horus de vuelta, que puedes ayudarlo a ganar
la guerra que libra en su interior…
—Sí que puedo.
—Tal vez… Pero tendrás que salir de las sombras y dejar de lado tus
costumbres de araña durante un tiempo. Aximand no te permitirá hacer lo
que quieres debido a la ignorancia, y Kibre no te dejará debido al miedo.
Abaddon no se decidirá por un bando u otro. Así que te has quedado aquí
encadenado en la oscuridad mientras Lupercal se marchita en sueños y no
puedes hacer nada por él.
«Debe rendirse…».
—¿Es ese el motivo por el que has venido? —⁠gruñó Maloghurst⁠—. ¿Para
ofrecerme un comentario sobre la futilidad de todo?
—No, he venido para saber si estarías dispuesto a aceptar mi oferta de
darte el mando de la legión.
La nave se sacudió de nuevo en el silencio. El retroceso de las armas y el
impacto de los proyectiles retumbaron dentro de Maloghurst mientras las
palabras del demonio flotaban en su cráneo.
El palafrenero negó con la cabeza.
—Somos una legión —dijo—. Somos los hijos del Señor de la Guerra. No
nos traicionamos entre nosotros.
—Pero sí que lo hacemos —⁠respondió el demonio con una voz ronca y
seca producida por unas cuerdas vocales marchitas, aunque Maloghurst pudo
reconocerla. No era el rechinido afilado de la voz del pensamiento del
demonio ni el gruñido rítmico de Grael Noctua, sino que era la voz de
Torgaddon, que llevaba media década muerto en la pira de Isstvan III.
—Kibre y Aximand son leales a Lupercal, son…
—Son un estorbo. ¿Qué es lo que quieres, Maloghurst? ¿Ayudar a tu
Señor de la Guerra o dejar que la lealtad hacia un ideal que ayudaste a
asesinar te detenga?
«Asesinar…». La palabra se quedó en sus pensamientos.
—Necesitará cautela.

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—¿Y qué no la necesita?
Maloghurst miró al demonio a los ojos.
—¿A qué poder sirves que piensas ayudarme de este modo, criatura?
—Tengo mis propios objetivos.
«Y esa respuesta me preocupa más que cualquier otra cosa», pensó.
—Muy bien, hermano —le dijo—. Tenemos un acuerdo. Que se desate la
guerra y el asesinato.
La sonrisa del demonio seguía en la máscara de su rostro cuando este
inclinó la cabeza.

Layak

El palacio, que era una ciudad, lloró mientras caminaban en procesión por su
interior. Unos sollozos de dolor, pérdida y alegría se mezclaban y resonaban
por las calles. Unas figuras —⁠algunas de ellas humanas, pero la mayoría no⁠—
se lanzaban al suelo a su paso y soltaban unos siseos de súplica antes de
degollarse a sí mismas. La mayoría de ellas seguía balbuceando al tiempo que
la sangre se esparcía por el mármol de color blanco puro. Layak se percató de
que todas ellas habían estado llorando antes de morir. Los sonidos se alzaban
por los muros de los edificios y fluían hacia abajo de nuevo con un ruido
ensordecedor. Unas figuras los observaban pasar desde balcones delicados que
se proyectaban de los costados de las torres de muros lisos. Unos mutantes
con cabeza de toro y cuerpo lleno de músculos aceitosos resoplaban y bufaban
mientras blandían espadas con ganchos en las hojas y puños de cadenas
afiladas. Unos montones de carne hinchados, metidos en vainas de seda y
terciopelo, traqueteaban en un idioma agudo y frágil que Layak nunca había
oído antes.
Entre ellos se movían los Nunca Nacidos, quienes se deslizaban entre las
formas delgadas y lánguidas, con dientes y garras, mientras acariciaban y
picaban a los mortales a su antojo. La mente de Layak se tornó borrosa por el
tamborileo del ambiente saturado de disformidad. Ya no podía distinguir lo
que era un artefacto de sus pensamientos o algo hecho de materia, pues ambos
conceptos se habían fusionado y se habían vuelto tan intercambiables como
las canciones o el habla.
—Nos observan —dijo Actaea.
—Claro que lo hacen —repuso Lorgar.
Nadie les había impedido entrar. A pesar de no haber visto ninguna puerta
ni estructuras que pudieran llamarse fortificaciones, la amenaza que Layak

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sentía aumentaba con cada paso que daban.
—No —negó Actaea—. No hablo de los demonios o la brujería. Hay
unas… fuerzas que nos observan. Puedo sentirlas.
—Lo sé —dijo Lorgar. Actaea no contestó.
Su camino subía y subía, se curvaba alrededor de torres y rodeaba cúpulas
de cristal de colores brillantes y plata pulida. Layak podía detectar la
geometría de los eldars en sus líneas, aunque esta había sido alterada de forma
minuciosa, como si la mente que había guiado la mano creadora de cada una
de las torres, pilares y puertas hubiera pretendido que fueran un insulto y una
burla sutiles. Todos los muros estaban ligeramente curvados, y los ángulos
atraían la mirada y no la soltaban hasta guiarla a una estatua perlada, a un
charco de agua que flotaba entre las torres o a una figura desollada que
colgaba en una red de cadenas con campanas, cuyos gimoteos estaban en una
disonancia perfecta con el tintineo. De vez en cuando, cruzaban un trecho
entre dos estructuras y miraban desde arriba hacia un canal de agua clara o a
una calle repleta de cadáveres y de demonios alados agazapados entre los
cuerpos, con las manos y los labios teñidos de rojo.
—¿Qué camino estamos siguiendo? —⁠preguntó Layak. Un demonio alzó
la vista para mirarlo y volvió a doblar sus alas despellejadas. Actaea lo miró
durante un instante antes de apartar la mirada.
—Ninguno —contestó Lorgar—, pero llegaremos hasta Fulgrim. Estará
donde está siempre que es su elección: en el centro de todo. Solo que antes
quiere presumir.
Mientras Lorgar hablaba, llegaron a una amplia plaza. Unas estatuas de
alabastro, mármol y jade la rodeaban, y si bien cada figura era perfecta al
verlas de un vistazo, se tornaban más y más monstruosas conforme se
examinaban con mayor detenimiento. El agua brotaba hacia el aire desde las
cabezas doradas de la fuente con forma de hombres y mujeres humanos
perfectos. Layak vio unos ojos muy abiertos e inyectados en sangre que lo
miraban desde las cuencas de una de las estatuas, y creyó oír un grito ahogado
y silencioso en su mente. Un grupo llenaba el espacio abierto. La seda brillante
fluía ante la cálida brisa. Unos rostros enmascarados se volvieron para
mirarlos: pena y alegría con joyas y terciopelo. El grupo se apartó mientras
ellos continuaban avanzando. Unas figuras delgadas como un sauce y vestidas
con túnicas rosas aparecieron de entre la multitud y lanzaron pétalos grises y
cenizas al aire. Layak vio que todos ellos tenían ojos, boca, nariz u orejas,
aunque nunca más de uno.
—Aureliano, Aureliano, Aureliano… —⁠cantaban.

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Los pétalos llenos de cenizas cayeron al suelo ante sus pies conforme
avanzaban. Un bailarín delgado como un alambre, que iba vestido de color
púrpura, danzaba en su camino. Una máscara con cuernos ocultaba su rostro,
pero el bailarín extendió la mano hacia ellos. Lorgar se detuvo, y Layak y el
resto lo imitaron, unos pasos detrás de él. El bailarín hizo una reverencia,
soltó una carcajada e hizo una pirueta para hacerse a un lado. Detrás de él, los
últimos miembros de la multitud que quedaban se apartaron como el telón de
un escenario.
Una figura yacía sobre una plataforma delante de ellos. Estaba hinchada y
su carne colgaba en rollos suaves desde su torso. Layak pudo ver unas manos
diminutas y rechonchas que salían de los pliegues de grasa. Su cuerpo inferior
era serpentino, y unas escamas nacaradas cubrían aquella masa que se
retorcía. Algunas de ellas se movieron para descubrir unos ojos verdes. Una
cabeza pequeña, con las facciones hundidas en la carne, estaba situada sobre la
enorme masa del cuerpo, y un largo mechón de cabello blanco le colgaba del
cuero cabelludo. Unas manchas de sangre y de un líquido oscuro, que podría
haber sido vino, le moteaban la piel. La criatura cambió de posición cuando se
acercaron a él, y su peso hizo que varios cojines reventaran. El grupo que
estaba más cerca de él temblaba. Algunos se estaban comiendo su propia
carne, y la sangre salpicó la piedra blanca bajo sus pies.
—Looorgaaar… —siseó la criatura cuando se le acercaron, y la palabra
formó patrones de humo que se retorcían en el aire tras salir de sus labios.
Tres de los Word Bearers se habían postrado de rodillas, mientras que otros se
mecían como los juncos ante la brisa.
Era algo vil. Layak había visto los horrores de la disformidad, los había
vinculado y había llevado a cabo tareas para ganarse su favor. Aun así, solo
mirar aquella enorme masa situada sobre la plataforma hacía que el alma se
estirara y se drenara, provocaba que cada deseo negado se alzara de los
recovecos de los sueños. Lo reconoció, aunque nunca antes lo había visto. Era
una de las abominaciones más sagradas, y nunca había sentido un mayor
deseo de reducirla a grasa derretida y piel quemada. Solo que no se trataba de
Fulgrim.
Se volvió hacia Lorgar e intentó decir algo, pero el ser de la plataforma
habló de nuevo.
—Biennnvenido… —dijo, y la palabra le hizo temblar el cuerpo. Sonrió.
Sus labios rosas dejaron ver unos afilados dientes rojos por la sangre y el vino.
Flexionó las manos diminutas que le colgaban del torso⁠—. Biennnvenido… a
mi ciudaaad…, mi reinooo…, mi muuundo…, hermano míooo…

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Lorgar clavó la mirada en aquel ser con un rostro sereno e inexpresivo.
—No —dijo—. Esta no es tu ciudad, demonio. —⁠Se volvió para observar a
la multitud que sollozaba y se reía⁠—. Sal de ahí, Fulgrim.
La hinchada criatura de la plataforma bufó como un gato y una cola con
una punta en forma de cascabel se desenroscó para alzarse en el aire.
—No pasa nada, tesoro —⁠dijo una voz dulce como la miel. El bailarín que
iba vestido de color púrpura avanzó con una voltereta, hizo una reverencia
con respeto, se retiró la máscara del rostro y formó un saludo perfecto, con el
brazo que sostenía la máscara sobre su cabeza y el peso equilibrado en las
puntas de los dedos de los pies⁠—. Es que a mi hermano no le gustan las
bromas —⁠explicó Fulgrim, y luego soltó una risa⁠—. Ni siquiera una
pequeñita.
El rostro del bailarín brillaba con la perfección. Cada línea y cada rasgo era
la verdad a la que habían aspirado los escultores en sus mejores obras de arte y
que no habían podido alcanzar. Se retiró el terciopelo de la cabeza, y un
cabello blanco como el hielo surgió, se meció en la brisa y danzó detrás de él.
Se deslizó para acercarse a Lorgar y aumentó de tamaño con cada paso que
daba hasta quedar cara a cara con el primarca de los Word Bearers. Una
sonrisa estiró los bordes de su boca para mostrar unos dientes de marfil.
—Hermano —lo saludó—. Espero que esto te guste más.
Lorgar permaneció en silencio.
Fulgrim se encogió de hombros, y el gesto fue como una ondulación del
viento.
—Tal vez esperaba demasiado. —⁠Se volvió, y Layak vio el destello de una
daga plateada en la mano de Fulgrim. Se abalanzó hacia delante, arrastrando a
los esclavos de espada con él…
Pero Fulgrim se clavó la hoja en su propio torso. El terciopelo se partió y
cayó de los músculos de alabastro. El primarca demoníaco salió del traje caído
y, en cuanto su pie desnudo tocó el suelo, cambió. Unas escamas se le
esparcieron por la pierna y le cubrieron la carne al hincharse. Su otra pierna
había desaparecido y se había convertido en la cola de serpiente que crecía
debajo de él mientras se deslizaba hacia delante. Otros dos brazos surgieron de
los costados de su pecho. Tenía unos anillos que brillaban en sus dedos y
parpadeaban como los destellos de estrellas. Fulgrim se dirigió a la plataforma
y fluyó por su lado. La enorme criatura se retorció para saludarlo, se estiró y
rodeó a Fulgrim en un abrazo. Luego ronroneó hacia el primarca demoníaco y
mostró los dientes. Fulgrim le acarició el pelo.

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—Ya está, N’kari, cariño… Volveremos a ser felices cuando todo esto
acabe, pero es familia, y eso significa que debería escuchar lo que dice, ¿sí? Al
menos un rato.
N’kari… No era su nombre verdadero —⁠pues de haber sido pronunciado
habría roto la realidad⁠—, pero en el reino de la disformidad era como una
firma dibujada con atrocidad. A pesar de que Layak lo había notado y lo había
oído en el borde de visiones sangrientas, nunca lo había visto. En aquel
momento estaba frente a él. N’kari… Devorador de Delicias, Hijo de la Ruina,
Hija del Deleite, uno de los seis cortesanos del Príncipe Oscuro.
Fulgrim se colocó al lado del demonio enaltecido, con sus cuerpos de
serpiente entrelazados, suspiró y volvió la mirada hacia Lorgar una vez más.
Se hizo un silencio sobre la plaza, que se extendió por toda la ciudad. Los
gritos y las canciones permanecieron en las gargantas. Los gongs y las flautas
se callaron.
—Pues bueno… —dijo, ya sin esbozar ninguna sonrisa⁠—. ¿De qué
deberíamos hablar?

Argonis

Argonis entró en la sala de audiencias de Perturabo mientras el Sangre de


Hierro se acercaba al borde del sistema Sarum. Una capa de polvo metálico
que cubría el suelo dejó entrever el abandono de la sala. La última vez que
Argonis se había encontrado allí había sido cuando el Sangre de Hierro había
estado en la órbita de Tallarn. Perturabo no había usado la sala desde el fin de
aquella campaña. Argonis sospechaba que la había abandonado porque le
traía recuerdos de humillaciones, pero en aquellos momentos tenía un nuevo
uso para ella.
Volk se encontraba a los pies del trono, quieto y callado.
«Si es que sigue siendo Volk», pensó Argonis. Fuera como fuera, quería
saberlo.
Argonis no había detectado ninguna respiración ni latido de corazón al
entrar en la sala del trono, y Volk no dio ningún indicio de haberse percatado
de su presencia. Aun así, Volk sabía que estaba allí. Argonis podía sentir
aquella verdad en el cosquilleo de amenaza que le recorría la columna
conforme se acercaba a aquella cosa que antes había sido su amigo. El cuerpo
del Iron Warrior ya no parecía el de un legionario, fuera este aumentado o no.
Ya no se parecía a nada que en algún momento hubiera sido humano.

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Había… crecido. El metal de su armadura y de sus aumentos había
tomado una textura suave, parecida a la carne. Unos tendones de acero se
extendían entre las placas. Los brazos estaban hinchados como frutas
maduras, y la piel que los cubría era de bronce. La cabeza de Volk estaba
situada en la concavidad del casco, desnuda, y la carne que le quedaba estaba
pálida y repleta de venas oscuras. Los augméticos injertados en su cráneo tras
su lesión se habían hundido en la carne y se habían amoldado a la forma del
hueso perdido, de modo que dos tercios de su rostro estaban hechos de acero.
Tenía los ojos cerrados, y los párpados parecían seguir estando hechos de
carne.
Argonis se quedó mirándolo durante varios minutos. Sabía lo que eran los
aliados del Señor de la Guerra. Había visto cómo Horus desataba a dichos
aliados en persona. Había estado junto a los Luperci y había visto a hombres
como Maloghurst y Telekrey acabar con la vida de alguien mediante una
palabra. Conocía el nombre que se les daba a esos aliados y sabía que eran
reales: demonios. Habían traído de vuelta a las criaturas de los antiguos mitos
para destruir la era de iluminación del Emperador. Y aquello no le suponía
ningún problema. En un conflicto como aquel, no podía haber ningún límite
sobre cómo se libraba la guerra. Él no existía para dudar o cuestionar, pues era
la voluntad del Señor de la Guerra. Así se había decidido después de Isstvan,
tras su momento de flaqueza. No obstante, en ese momento estaba mirando a
algo que no podía situar en aquel esquema de honor y juramentos.
—¿Volk? —lo llamó, y la palabra se desvaneció en la oscuridad vacía⁠—.
¿Puedes oírme, hermano? —⁠No se produjo ninguna respuesta. Volk bien
podría haber sido una estatua. O un cadáver. Argonis suspiró y dirigió las
manos, siempre firmes, hasta la empuñadura de su pistola⁠—. Legión… —⁠dijo,
parpadeando cuando la palabra salió de sus labios⁠—. Hermandad… Lealtad…
Son algo simple, ¿verdad? Muy simple. Incluso cuando nos matamos entre
nosotros, se trazan de nuevo los límites y ya está. Te aferras a aquellas
palabras, solo que con un significado diferente. La legión se convierte en
aquellos que siguen la visión del Señor de la Guerra. La hermandad se
convierte en aquellos que se han manchado las manos con la misma sangre.
La lealtad se convierte… —⁠Dejó de hablar. Había empuñado su pistola bólter.
Estaba hecha en Marte y tenía marcas de recuerdos de Cthonia. Las runas de
bandas relucían en las garras del águila que abría sus alas doradas en la
carcasa, y una moneda reflectante se había engastado en la culata. Era el arma
de un jefe de guerra de las bandas, una señal de su posición, una herramienta
para ejecuciones.

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Vaciló, con su mirada negra fija en los ojos cerrados del cráneo de acero.
Alzó la pistola. El cañón apuntaba al ojo derecho. Llevó el dedo hasta el
gatillo.
El ojo se abrió, y el dedo de Argonis se quedó paralizado. El ojo era
plateado de extremo a extremo. Disparó al tiempo que Volk agarraba el cañón
del arma con la mano. La descarga lo alcanzó en la palma, y unos fragmentos
de metal salieron despedidos. Argonis retrocedió cuando la metralla le rozó la
cara. Volk dio un paso hacia delante, todavía sujetando la pistola. Su mano
estaba destrozada. La sangre caía al suelo y siseaba al pasar del color rojo al
cromo. Aun así, Volk no la soltó. Unos zarcillos metálicos se enroscaron en la
pistola, y el metal de la carcasa empezó a brillar de color rojo. Argonis soltó el
arma y llevó la mano a su espada. Volk alzó el arma. Su brazo empezó a
hincharse y se tragó la pistola como el alquitrán se traga la piedra.
Argonis pudo desenvainar su espada, que se encendió con un crujido de
energía. Volk miró el arma, y la electricidad danzó en los espejos de sus ojos.
Alzó la mano. La masa fluida se estaba endureciendo en un metal frío. Sus
mecanismos de disparo crecieron, se abrieron puertos de eyección y de ellos
brotó el cañón de una pistola. Argonis observó el círculo negro de la boquilla:
tenía el diámetro exacto de una pistola bólter. Podía ver el estriado dirigirse al
interior de la oscuridad que había más allá. En la carcasa que había tras la
boquilla, apareció un águila dorada y se asentó en aquel lugar. Argonis miró
más allá de la pistola, con la espada todavía desenvainada pero quieta.
Volk lo estaba mirando con una expresión indescifrable, y entonces su
brazo se recuperó rápidamente. Argonis observó cómo la pistola fundida en
su mano se rompía, se desmontaba y se disolvía en un abrir y cerrar de ojos.
La mano vacía de Volk fue lo único que quedó allí, y este retrocedió a la
misma posición y postura en la que había estado antes. Argonis bajó la espada,
aunque la mantuvo encendida, y Volk permaneció con los ojos abiertos.
—¿Has escogido esto, hermano? —⁠preguntó sorprendido porque la
pregunta saliera de su boca⁠—. ¿Has escogido convertirte en esto?
Volk se mantuvo en silencio y luego alzó la vista, como si hubiera oído
algo. Asintió para sí mismo y cerró los ojos.
Y las alarmas empezaron a sonar.
Argonis soltó una maldición y corrió hacia las puertas mientras se
colocaba el casco. Los datos le invadieron los sentidos después de que volviera
a conectarse al flujo estratégico. Le llevó cinco segundos asimilar una
aproximación de lo que estaba sucediendo, y en aquel tiempo ya había
recorrido cien metros y se dirigía al strategium a toda prisa. Las puertas

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blindadas se abrieron ante él, y los guardias y las cápsulas de armas dejaron de
apuntar tras leer su autorización.
—¿Cuántos son ahora? —preguntó al entrar en el strategium. Perturabo
estaba de pie en el centro de su cortina de pantallas y hologramas.
—Veinte —repuso Forrix—. Acaban de salir de la disformidad en el borde
del sistema. El tonelaje total de sus naves es un tercio del de las nuestras, pero
vienen a toda velocidad. Los sistemas auspex confirman que están
completamente preparados para la batalla.
«Claro que lo están», pensó Argonis. La XIII Legión siempre estaba lista
para el combate. Echó un vistazo a una pequeña imagen táctica que
parpadeaba en la pantalla de un oficial. Veinte naves estaban recorriendo el
vacío y se separaron en cuatro grupos conforme avanzaban. Los nombres y la
información táctica recorrieron el espacio a los lados del visor: Catulo, crucero
de combate de clase Agentha; Verdad del Honor, corbeta de combate de clase
Credo; Espada de los Quinientos, crucero de combate de clase Maegaron, y
muchos más. Eran todos los detalles que habían podido extraer de los cuadros
de honor de la Gran Cruzada.
Argonis apretó la mandíbula para impedir soltar un aluvión de
maldiciones cthonianas. ¿Cómo habían podido llegar tan lejos los
Ultramarines? ¿Y a tanta velocidad? Se encontraban mucho más allá del frente
que habían creado las fuerzas secundarias de Guilliman, pero se suponía que
el borde exterior de los grupos de batalla de la XIII Legión estaba a semanas de
viaje y a meses de lucha para llegar hasta allí. Sin embargo, el visor decía la
verdad. Estaban allí. Fuera por mala suerte o por el destino, estaban allí.
—No podrán derrotarnos —dijo Forrix⁠—. Los factores de fuerza relativos
son…
—No tienen que derrotarnos —⁠le espetó Argonis⁠—. Solo tienen que
retrasarnos.
Parecía que el Iron Warrior estaba a punto de discutir.
—Es una flota de vanguardia —⁠dijo Argonis, enderezándose. El recuerdo
de los ojos fríos y tranquilos de Volk apareció en su mente. Soltó un
suspiro⁠—. No tienen que derrotarnos porque justo detrás de ellos se
encontrará una flota de asalto de Ultramarines completa.
Alzó la vista hacia Perturabo. El primarca le devolvió la mirada a través de
las proyecciones hololíticas.
—Sabemos dónde está Angron —⁠dijo Argonis⁠—. La voluntad del Señor de
la Guerra no es que nos quedemos a luchar aquí. Deberíamos retirarnos.

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Las armas montadas de Perturabo traquetearon. Sus ojos eran esferas
negras que relucían por la cascada de datos que caía ante él.
Argonis recordó el destello de electricidad reflejada en los ojos de Volk.
«¿Has escogido esto, hermano?».
«Soy el rojo de tu sangre y el filo de tu hoja, Señor del Hierro», dijo el
recuerdo de la voz del demonio.
Perturabo se quedó perfectamente quieto durante un instante. Luego
pareció estremecerse.
—Nos retiramos —ordenó.

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Trece
«Ekaddon»
El Espíritu Vengativo recorrió un mar de fuego. Las descargas de armas y el
destello de las bocas escondían su casco. Los escudos de vacío de la nave se
destrozaron ante el fuego que recibían, y las capas interiores se regeneraron
mientras las exteriores desaparecían de la existencia. Alrededor de la nave
volaban sus hermanas de guerra; cada una de ellas permanecía cerca de su
monarca y disparaba sin cesar. Sus enemigos giraban a su alrededor. Unas
cuerdas de luz parpadeante enlazaban a enemigos, los ataban y dejaban la
oscuridad hecha jirones.
El cordel de plataformas de defensa que colgaban en el vacío soltó fuego
desde la distancia, y más allá de ellas las cinco fortalezas estelares esperaban a
que la batalla entrara en el espacio situado entre sus armas. Cada una de ellas
giraba sobre sí misma, unos puntos de luz almenados entre las estrellas. Sus
subbastiones contaban con la artillería suficiente para enfrentarse a una nave
de la línea, y juntos podían destruir una flota completa. La fortaleza exterior
ya estaba disparando, y las baterías de cañones y filas de torpedos salían
despedidas tras rotar para colocarse en posición.
El Espíritu Vengativo y sus naves hermanas se lanzaron hacia el caldero de
fuego entre las fortalezas. Aquello podría parecerle insensato a alguien que no
lo entendiera, pero se trataba de un acto de agresión calculado. Al avanzar,
arrastraba las naves de guerra tras de sí y las mantenía cerca en un abrazo de
disparos a quemarropa. Desde el exterior, el volumen de objetivos era un
caldero de radiación, fulgor de plasma y fragmentos, lo que dificultaba
apuntar con precisión. Las naves desperdigadas de ambos bandos estaban tan
cerca que se mezclaban en el reconocimiento de los sistemas de artillería y en
los cogitadores de búsqueda de objetivos. Los Sons of Horus avanzaron a
mayor velocidad, acometieron contra las naves que les impedían el paso y se

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dirigieron a la fortaleza más cercana, como la punta de un cuchillo que
entraba en la carne a través de unos brazos que trataban de detenerlo.
Las batallas en el vacío podían llevarse a cabo a grandes distancias, en
cálculos y maniobras que se producían con la precisión de un reloj. Solo que
aquella batalla no era de ese tipo, sino que se trataba de una refriega. Cada
nave de la esfera de batalla disparaba y recibía fuego. Los cascos se abrían. El
gas se desprendía de las heridas provocadas en metros de piedra y metal. Los
fuegos rugían hacia la oscuridad antes de apagarse tras consumir el aire que
los alimentaba. Los proyectiles detonaban en flores de azul nucleónico y rojo
fusión. Y cada nave que se destrozaba con la detonación de su reactor, cada
impacto de una nave de abordaje que atravesaba una placa de adamantio,
provocaba un silencioso destello de color en la muda oscuridad de la noche.
Los sonidos que llenaban las entrañas del Espíritu Vengativo provenían de
dentro, no del exterior. Los oídos de Ekaddon vibraban con el pulso de las
armas y de los motores conforme descendía por la escalerilla. Había pasado
casi toda su vida en el vacío, y gran parte de ese tiempo, en la nave insignia del
Señor de la Guerra, por lo que era capaz de entender aquellos sonidos como si
de la voz de la nave se tratase. En aquellos momentos oía la voz con claridad:
la nave estaba cerca del límite de daño máximo, sus reactores se aproximaban
al margen de peligro y los escudos se rompían tan pronto como se volvían a
establecer, aunque era una voz exultante que gruñía de desafío y placer por las
vidas que se habían cobrado sus armas.
—Los enemigos han atravesado el casco una cubierta por debajo —⁠dijo
Kobarak mientras se apresuraban a través de la parpadeante luz de alarma.
Ekaddon echó un vistazo hacia atrás para mirar al oficial de señales de su
escuadra de honor. Por debajo del ceño con remaches de su casco, los ojos
rojos de Kobarak le devolvieron la mirada.
—¿Cuántos?
—Se estima que cincuenta, pero son de la Novena Legión. La
Decimoséptima Compañía está avanzando para enfrentarse a ellos.
Ekaddon notó que los músculos de la mandíbula se le tensaban.
—Será toda una batalla —dijo—. Solo que no será nuestra. —⁠Kobarak no
respondió. Al igual que el resto de su escuadra de mando, el especialista de
señales sabía qué era lo que estaban haciendo. Ekaddon había escogido a los
nueve con cuidado. Todos ellos eran guerreros curtidos de los Catártidos y
llevaban la moneda de dicha hermandad en una cuerda que pendía de sus
brazos dominantes. Todos le debían su puesto en las Guadañas de la Primera
Compañía a él, y todos habían matado a hermanos de la legión. La ambición

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fluía en sus venas con casi tanto espesor como los genes de su padre. Eran
asesinos que soñaban con ser jefes de guerra y seguirían el camino de
Ekaddon sin dudarlo.
El pasillo tembló de nuevo, y el sonido de una explosión se alzó por
encima del estruendo de las sirenas y de los golpes metálicos de sus botas
contra la cubierta.
—Aquí —indicó Ekaddon, para luego detenerse y abrir una amplia
trampilla cerca del suelo. Unas motas de polvo y óxido cayeron de los bordes.
La escuadra se colocó en posición a lo largo de los muros del pasillo, con las
pistolas desenfundadas para cubrir ambos extremos. Ekaddon se preparó para
saltar por la trampilla.
—¡Deteneos e identificaos! —⁠El grito provino del pasillo a sus espaldas y
por el comunicador. Seis figuras ataviadas en armadura avanzaban en una
formación de batalla dispersa y la luz de alarma amarilla relucía sobre los ojos
dorados de sus hombreras⁠—. Identificaos —⁠se oyó de nuevo. Ekaddon
reconoció la voz: Hegron, teniente de la 17.ª Compañía, un guerrero capaz, si
bien un poco directo.
—No dispares, Hegron —dijo Ekaddon.
Los otros guerreros se detuvieron, pero Ekaddon se percató de que no
habían bajado sus armas.
—No he sido informado de tu presencia en esta zona de la nave, capitán.
Estamos bajo condiciones completas de batalla —⁠dijo Hegron antes de mover
la cabeza muy ligeramente al observar la trampilla que Ekaddon acababa de
abrir⁠—. Y esta zona de la nave está bajo una condición especial.
—Asuntos de la Primera Compañía —⁠repuso Ekaddon. El túnel en el que
se encontraban estaba quieto, salvo por los destellos rápidos de las luces de
alerta. Hegron y su escuadra todavía no se habían movido⁠—. Baja tus armas,
teniente.
—No estabas identificado en el comunicador táctico local ni enlazado a él
—⁠continuó Hegron sin mayor emoción⁠—. ¿Qué estás haciendo aquí?
Ekaddon se apartó de la trampilla y alzó la mano en un ademán
tranquilizador.
—No te lo puedo contar, hermano, pero no tenemos mucho tiempo, así
que espero que me perdones por…
Ekaddon desenfundó su pistola bólter y disparó. El proyectil que salió
despedido del cañón contaba con el doble de fuerza explosiva de un proyectil
de bólter estándar y una cubierta de ceramita por encima de la punta metálica.
Al golpear, la explosión convirtió el metal en líquido, y la vaina dirigió la

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explosión y el líquido hacia delante en un chorro ardiente. Aquellos
proyectiles no habían existido antes de la guerra, pues no había necesidad de
ellos. Después de todo, ¿qué falta les hacía un proyectil cuyo único propósito
era acabar con la vida de marines ataviados con armadura?
El proyectil golpeó a Hegron en el borde elevado de su armadura, justo
por debajo del cuello. La detonación fue un destello momentáneo y un rugido
de luz. La cabeza de Hegron se separó del cuerpo y el guerrero cayó con los
brazos sacudiéndose mientras la ola de presión le atravesaba la carne.
Un miembro de la escuadra de Hegron abrió fuego.
«Es rápido», pensó Ekaddon. Lástima que tuviera que desperdiciar
semejante talento. Se agachó a medias cuando un proyectil de bólter detonó
sobre la masa de la trampilla abierta junto a él. Devolvió el fuego mientras el
resto de su escuadra de mando empezaba a disparar. Habían estado
preparados, pero para la escuadra de Hegron aquello había sido una sorpresa.
El sonido rugió por el pasillo y se alzó hasta ocultar las sirenas de alerta
durante un segundo, antes de desvanecerse para dejar solo sus ecos. Las
Guadañas de Ekaddon avanzaron, y el sonido de los disparos sueltos
regresaron momentáneamente cuando dispararon al ojo izquierdo de cada
miembro de la escuadra de Hegron.
—Dadles las monedas —dijo Ekaddon tras extraer un círculo de metal
pulido de un pequeño saco de su cinto y lanzarlo hacia el pecho lleno de
sangre de Hegron. Era una vieja costumbre, anterior a la legión, un honor que
se les otorgaba a los muertos y una advertencia a los vivos de los túneles llenos
de asesinatos de Cthonia.
—Capitán —siseó Kobarak—, no deberíamos…
—Hacedlo —gruñó Ekaddon—. Estamos en una guerra de sangre ahora.
Lo menos que podemos hacer es respetar las formalidades. —⁠Volvió a
dirigirse a la trampilla. Había una segunda puerta detrás de la primera, más
pequeña y más pesada, con el marco lleno de óxido. Intentó abrirla solo para
asegurarse, pero habían fundido el cierre mucho tiempo atrás.
—Cortadla —ordenó Ekaddon—. Y rápido. —⁠Uno de sus guerreros lo
adelantó y un cortador láser emitió un chirrido al encenderse. El metal
fundido empezó a caer por la puerta mientras el óxido se convertía en humo.
El estruendo de las sirenas le llenaba los oídos y tenía la boca seca por la
adrenalina. El cortador láser se apagó, el guerrero se echó atrás y Ekaddon
llevó la mano al tirador de apertura.
Vaciló.

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Sintió que el aliento se le quedaba en la boca seca. No había vacilado antes
de matar a Hegron ni cuando la criatura Tormageddon había acudido a él;
pero, en aquel momento, sintió que estaba a punto de hacer algo que tendría
unas mayores implicaciones que cualquier otra cosa que hubiera hecho jamás.
Estaba cruzando una línea. El futuro que aguardaba al otro lado de aquella
puerta era uno al que no sabía si podría sobrevivir.
Soltó el aliento y tiró de la puerta. La trampilla crujió y se abrió. Unas
gotas de metal enfriado cayeron de ella al abrirse. El aire se introdujo con
fuerza en el espacio que había más allá y tiró de la trampilla antes de que
Ekaddon la colocara en su sitio. En algún lugar, una pantalla de sistemas
estaría parpadeando con un color ámbar ante un servidor que monitorizaría la
presión atmosférica interna. Como los muertos que acababan de dejar en el
pasillo, aquello tampoco importaba.
Más allá de la trampilla, la fría oscuridad de los Niveles Negros se extendía
fuera del alcance de la vista. Desenfundó su espada de energía, colocó el
pulgar en el botón de activación y entró. Las advertencias de temperatura baja
se encendieron en el visor de su casco. No se movía nada a su alrededor salvo
el polvo y las partículas de óxido que había levantado el falso viento. Había
dado tres pasos cuando el instinto hizo que se le erizara el vello de la nuca. Se
volvió con la espada encendida. Una figura con armadura estaba de pie en la
oscuridad detrás de él.
—Capitán —lo saludó Maloghurst con voz ronca, y Ekaddon creyó poder
oír cómo el cabrón retorcido sonreía⁠—. Estaba a punto de pensar que no
vendrías.

Layak

—Debes regresar a la guerra, Fulgrim —⁠dijo Lorgar. Pese a que hablaba en voz
baja, esta resonaba entre la multitud como una ola de presión. Algunos de los
mutantes se arrodillaron. Otros se retorcieron y vomitaron sangre. Un halo
dorado había surgido de los hombros de Lorgar, pues su fuerza psíquica se
manifestaba en el ambiente cargado de disformidad.
Fulgrim se retorció, acarició el cabello de N’kari con una mano mientras
que con la otra recogía una fruta roja y húmeda de una bandeja de plata y la
sostenía frente al demonio hinchado. Layak se percató de que el rostro del
demonio enaltecido era un reflejo retorcido del de Fulgrim, una parodia
engordada de la desgarradora perfección del primarca demoníaco. N’kari se
comió la fruta y le lamió los dedos a Fulgrim.

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—¿Cuánto tiempo llevamos sin hablar, hermano? Me refiero a hablar de
verdad, intercambiar historias y todas esas intimidades conversacionales
que se supone que son la esencia del vínculo fraternal. Ha pasado demasiado
tiempo. —⁠Se pasó la lengua por los dientes. Esta era muy rosa⁠—. Tal vez…
Aunque también puede que no…
—La guerra…
—Después de todo, no somos hermanos de verdad, ¿no es así? No más
que las bacterias que aparecen en la misma carne podrida. Es difícil crear
emociones de una probeta, pero dudo de que nuestro padre lo intentara con
mucho ahínco. El equilibrio de la vida familiar estaba muy lejos de ser la
mayor prioridad.
El rostro de Lorgar permaneció impasible, sin parpadear. Layak podía
sentir el control que emanaba del primarca conforme el halo brillaba con más
fuerza alrededor de su cabeza.
—Has sido bendecido y enaltecido, Fulgrim —⁠dijo Lorgar⁠—. Tu
naturaleza es la que desee el Príncipe Oscuro, no discuto eso. Pero he venido a
llevarte de vuelta a la guerra que dejaste incompleta.
—¿Qué guerra es esa, querido hermano? —⁠preguntó Fulgrim, acariciando
la mejilla de N’kari con un dedo⁠—. Pierdo la cuenta. El tiempo ya no es lo
que era.
—La guerra contra el Emperador, la guerra para tomar el control del
Imperio y otorgárselo a los dioses.
—Ah, sí… Esa guerra. Ya la recuerdo. ¿Cómo dices que terminó?
—No ha terminado —contestó Lorgar con los ojos ligeramente
entornados⁠—. Pero el final está cerca. Es por eso por lo que he venido, para
llevarte de vuelta.
—Por Horus… —dijo Fulgrim mientras observaba a Lorgar con el rabillo
del ojo y se lamía las manchas de fruta roja de los dedos.
—Esta guerra nunca ha tenido nada que ver con Horus —⁠dijo Lorgar⁠—.
Es la victoria de la verdad primordial sobre las mentiras de nuestro padre.
—Mentiras… Siempre me han gustado las mentiras. Pero no importa.
¿Has recorrido todo este camino para venir a decirme que debería regresar a
vuestra miserable era, reunir a las criaturas que el Emperador arrancó de
mis entrañas y que…? —⁠Fulgrim se sacudió para encogerse de hombros y
continuó en una voz que sonaba irritada por una falsa exultación⁠—. ¿Y que
debería luchar hombro con hombro con mi adorado hermano Horus,
combatir en su guerra de rectitud, derribar a nuestro padre y soltar las

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lágrimas de un hijo rechazado pero vengado? —⁠Un murmullo de carcajadas
recorrió la multitud de monstruos⁠—. Ese es tu trabajo, querido hermano.
—¿Te niegas? —preguntó Lorgar.
—Negarse es una palabra demasiado fuerte. La verdad… —⁠El primarca
demoníaco sonrió mientras sopesaba la palabra⁠—. La verdad es que me da
igual.
—Y ahora mientes —dijo Lorgar.
—No… —Fulgrim fijó la mirada en Lorgar, y su sonrisa volvió a tornarse
gélida⁠—. No, no miento. —⁠Una malicia roja brotó en las pupilas rasgadas de
Fulgrim⁠—. Estoy seguro de que no tienes la intención de que cada detalle de
esta reunión sea patético, Lorgar, pero de algún modo, incluso sin quererlo,
lo has conseguido. Horus estaría tan decepcionado…
—Horus… —Lorgar pronunció el nombre con cuidado y dejó que la
palabra resonara como una ola que le daba la vuelta a una piedra⁠—. No he
venido por Horus.
—Has dicho algo muy parecido hace un momento —⁠dijo Fulgrim,
esbozando una sonrisa taimada una vez más⁠—. Y he pensado que no es
posible que el honorable y destacado Aureliano esté flirteando con la
traición. Solo que es más que un flirteo, ¿no es así? —⁠El deleite iluminó los
dientes detrás de su sonrisa⁠—. Por favor, cuéntame más.
—Horus fracasará, y todo lo que hemos conseguido no será más que
cenizas. La humanidad no acogerá a los dioses. La tiranía de la ignorancia de
nuestro padre continuará.
—Quieres que te ayude a traicionarlo. Oh, Lorgar, ¡no creía que eso
fuera propio de ti! —⁠Fulgrim se desenroscó de N’kari y se deslizó por el lateral
de la plataforma para acercarse a Lorgar⁠—. ¿Y luego qué? ¿Quién ocupará su
lugar? Ah… —⁠Fulgrim rio por lo bajo⁠—. Mi querido y adorado hermano,
planeas quedarte con la corona y sentarte en el trono, ¿verdad? Te has vuelto
mucho menos aburrido de lo que recordaba. El Rey Sacerdote de un reino en
el que los dioses y los mortales viven unidos, donde la ambición es rectitud,
la entropía es sagrada, el exceso se acepta y la matanza es devoción. Puedo
verlo… Puedo verlo, hermano. Ciudades de oro y hueso, mundos de ceniza.
Puedo oír los gritos y saborear el humo de las piras. —⁠Fulgrim cerró los ojos
y echó la cabeza hacia atrás, con las fosas nasales hinchándose al inhalar.
—No es por mí, sino por los dioses, por la humanidad.
Fulgrim se balanceó en su sitio y exhaló con un suspiro. Bajó la cabeza y
abrió los ojos. Estos eran de un negro húmedo y sin imperfecciones.

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—Murió en Davin, ¿sabes? Solo vive por el poder de los Cuatro —⁠dijo⁠—.
Si los dioses lo abandonan, dejará de existir, un eco extinguido por fin, y la
luz que reluce donde antes estaba su alma desaparecerá. —⁠La sonrisa de
Fulgrim se volvió más macabra⁠—. Como retirarle los cables a una
máquina…
—La victoria en esta guerra está por encima de cualquier individuo. Tiene
más valor que cualquier otra cosa.
—¿Y qué quieres que haga yo? ¿Regresar junto a Horus y clavarle el
puñal antes de seguirte a Terra? —⁠Pese a que las palabras seguían teñidas de
burla, el tono era serio.
—No solo eso, Fulgrim —dijo Lorgar⁠—. Eres uno con la divinidad del
Príncipe Oscuro. Eres el hijo del Falso Emperador y hermano de Horus. Allí a
donde vas, la marea de tu dios te sigue.
—Adulador… Tentador… Pero, como ya he dicho, no me importa lo
suficiente como para actuar. —⁠Su sonrisa volvió a extenderse por todo su
rostro⁠—. De verdad eres un idiota. El Príncipe Oscuro no retira su apoyo a
Horus. ¿Y crees que puedes derribar al Señor de la Guerra y luego domar las
fuerzas que son leales a él? Por muy delicioso que sea el pecado de la
arrogancia, acabará contigo si lo llevas hasta el exceso. Mírame a mí.
—Caerá —dijo Lorgar—. Ya está cayendo. Es por ello por lo que debe
hacerse, porque es demasiado débil para llevar esta cruzada a su conclusión.
—¿Y crees que los demás se postrarán ante ti?
—Se postrarán ante los dioses que poseen sus almas, los dioses que me han
otorgado este conocimiento para poder llevar a cabo su voluntad. Todos ellos
son hijos de los dioses, y los dioses ordenan que se haga esto.
—¿Estás seguro?
El rostro de Lorgar se tensó en una sonrisa.
—Tengo fe.
—Necesitarás algo más que eso para persuadir a un hijo de que no es más
que una broma sin la gracia del humor. —⁠Se volvió y comenzó a deslizarse de
vuelta hacia la plataforma⁠—. Pero me lo pasaré bien viendo cómo ocurre.
—Lo siento, Fulgrim —dijo Lorgar con la voz tranquila, aunque el halo de
energía que lo rodeaba creció como un sol que se alzaba por encima del
horizonte⁠—. No puedo permitir que tomes esa decisión. —⁠La multitud tembló
y siseó de miedo e ira. Fulgrim se estaba volviendo y su cabellera blanca se
alzó en un viento repentino.
+Ha llegado el momento, hijo mío.+ La comunicación psíquica de Lorgar
llegó a la mente de Layak y le dio la vuelta como una llave al abrir una

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cerradura.
Layak respiró profundamente. Detrás de sus ojos, los pensamientos
empezaron a arremolinarse. Unos fragmentos de recuerdos, sensaciones y
palabras comenzaron a fluir juntos.
—Es posible… —le había dicho a Lorgar en su santuario en el Trisagio⁠—.
La criatura enaltecida que es su hermano, ¿es posible que se niegue?
—Puede que sí, hijo mío —⁠le había dicho su primarca⁠—. Es por esa razón
que vendrás conmigo, es por esa razón que debo pedirte perdón una vez más.
—¿Perdón, mi señor?
—Debes soportar un peso con el que yo no puedo cargar. Fulgrim seguía
volviéndose. Unas hojas relucían en sus manos. Las bocas se abrieron en
gritos de placer y furia.
Un vacío se abrió en la mente de Layak. Las palabras se desplegaron en la
oscuridad, se esparcieron en tiras de sílabas que iban más allá del lenguaje y se
convirtieron en eternidad. No era ningún idioma, al menos no como los
mortales lo pronunciarían. Era un nombre, un solo nombre pronunciado en
pesadillas al otro lado de la puerta del sueño. Continuaba y continuaba, y se
retorcía como una serpiente. Notó que su alma soltaba un alarido, pero los
fragmentos de conocimiento surgieron de donde habían sido plantados en su
interior. Cada uno de ellos era parte del nombre, un trozo del gusano que salía
del vacío para dirigirse a su garganta.
La primera sílaba surgió al aire con un salpicón de sangre. Las piedras de
la plaza temblaron. Fulgrim se retorció como si algo lo hubiera golpeado. Y en
aquel momento el tiempo transcurrió con lentitud conforme las sílabas
cortaban los instantes. La multitud aulló de ira.
Lorgar sujetaba su maza, que estaba rodeada de electricidad. Su halo eran
unas llamas. El pulso de una orden telepática surgió de él. Las armas de los
Word Bearers se alzaron, y los guerreros colocaron los dedos en los gatillos.
Actaea estaba en la sombra de Lorgar, borrosa por la fuerza psíquica. Todo
ello ocurrió en el instante que le llevó a Fulgrim piafar y volverse. Creció
conforme se movía, más rápido que un rayo, y el cuerpo se le hinchó por la
furia. El cielo parpadeó hasta tornarse negro. La luz se volvió cegadora. La
electricidad ocultó sus músculos y formó placas de armadura. Unas espadas
curvas se manifestaron en los puños del primarca en cuanto los alzó.
Clavó una mirada de furia ardiente en Layak, quien podía sentir cómo le
atravesaba la armadura y la carne, le retiraba las protecciones escritas en la
piel y temblaba por todo su cuerpo. La máscara que llevaba en el rostro
brillaba de color blanco por el calor. Se sintió pequeño, un insecto que volaba

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hacia una tormenta eléctrica. Fulgrim se abalanzó hacia delante. Los Word
Bearers abrieron fuego. La multitud cargó. Lorgar saltó para bloquear el
camino de su hermano demoníaco al tiempo que Layak notó otro sonido
ardiente y retorcido que se abría paso por su lengua, y la siguiente sílaba del
verdadero nombre de Fulgrim partió el aire.

Argonis

El aluvión relució por las llamas. Las detonaciones se esparcían bajo la cortina
negra y saturaban la atmósfera. Los bosques ecuatoriales ardían desde el borde
de la noche hasta el fin del alba. Millones de árboles repletos de savia soltaron
humo al aire. Sobre la esfera del planeta, la ruina de sus defensas iba a la
deriva en un cinto de restos carcomidos. Las naves de guerra flotaban bajo por
encima del planeta. Sus armas estaban en silencio, y sus cascos con cicatrices,
vacíos ante el mundo debajo de ellas. Unas nubes de tormenta se acumulaban
sobre las ruinas de las ciudades, y unos rayos sucios cubrían el cielo. Una
lluvia cargada de cenizas teñía las ruinas de gris. Aun así, los fuegos de los
fosos de muerte seguían ardiendo, incluso debajo del azote húmedo.
Argonis había echado un vistazo hacia el primer foso que habían
encontrado. Una capa de suciedad flotaba en la superficie de aceite y grasa
ardientes. Las cabezas y los rostros de algunos cráneos sobresalían del líquido
y del fuego. El aire sobre los fosos brillaba, y varios patrones se formaban en el
humo: caras, bocas y dientes. Habían visto cadáveres en las ciudades,
destrozados y abandonados allí donde habían caído. Solo aquellos que habían
muerto con armas en las manos habían acabado en los fosos de calaveras.
Ya había visto escenas similares en otras ocasiones, si bien no a semejante
escala. En Hastrix, las fuerzas juradas al Señor de la Guerra habían apilado los
cuerpos y las cabezas de los muertos bajo cortezas de tierra cónicas y les
habían cocinado la carne. Luego habían extraído los cráneos de las cenizas y
los habían colgado de grúas encima de las minas. Se trataba de un ritual, un
honor vil que se le otorgaba al enemigo y una ofrenda para el dios nacido de la
matanza de la disformidad.
Fragmentos de armadura, cascos y pistolas láser llenaban los bordes de los
fosos, manchados de hollín y sangre. Los sutás y las marcas de las
designaciones de uniformes relucían entre la suciedad. Ya habían pasado por
delante de diez túmulos de calaveras, y cada uno de ellos era tan alto como un
tanque. Comprendía lo que estaba ocurriendo en aquel lugar. Había
escuchado a Maloghurst lo suficiente para saber por qué se cometían tales

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actos. No le gustaba. No era la matanza lo que le preocupaba, sino lo que esta
implicaba.
—Este es un mundo maldito ahora —⁠dijo en voz alta⁠—. Lo han
convertido en ello. —⁠Perturabo no contestó, sino que se quedó mirando hacia
el frente mientras la lluvia gris caía sobre los fuegos que se alzaban.
Los Iron Warriors estaban encima de una colina que antes había sido un
edificio. Unas vigas sobresalían de la inclinación de restos, con fragmentos de
yeso todavía visibles entre los ladrillos rotos. La lluvia espesa caía sobre las
carcasas de su armadura. Una mitad de una gran compañía estaba dispuesta al
lado de la armadura y de las enormes figuras de los dreadnoughts. Los
vehículos y las fortificaciones prefabricadas los rodeaban tras haberse
desplegado y colocado en posición en cuestión de minutos una vez habían
alcanzado la colina desde la zona de aterrizaje. Aquello había sucedido hacía
más de tres horas. En todo aquel tiempo, y en los diez kilómetros de cuidad en
ruinas que habían atravesado, no habían visto a ningún otro ser vivo.
—No vienen —dijo Argonis. El ambiente le sabía a cobre incluso a través
de los filtros del casco.
—Vendrán —repuso Perturabo con la mirada fija sobre el paisaje oculto
tras las cortinas de lluvia.
Habían visto los fuegos de batalla desde el borde del sistema, pues los
sensores habían detectado ecos de detonaciones nucleares y de plasma por
todo el espectro. Nadie se había enfrentado al Sangre de Hierro ni a sus naves
hermanas cuando se habían adentrado en el sistema. No había ninguna nave
de patrulla, ningún vigía que estuviera esperando a enemigos o a aliados, sino
tan solo las manchas de calor situadas donde las plataformas habían
explotado. La flota se había encontrado al alcance de las armas del planeta
antes de que las naves de los World Eaters hubieran respondido. Había
muchas de ellas, al menos treinta dentro del alcance visual, y muy
posiblemente más aún al otro lado del planeta. Se habían movido como
sumidas en un torpor, sin coordinación, con las armas preparadas, pero con
los sensores medio apagados. La más grande de ellas tenía un nombre que
gozaba de cierta reputación incluso antes de que la Cruzada de las Sombras la
hubiera llenado de cicatrices y de que la disformidad le hubiera cubierto el
casco de una pátina escarlata. El Conquistador parecía una reina de la
destrucción en ruinas, con todos los adornos destrozados y con su belleza
perdida entre las cicatrices. Pese a que era del mismo tamaño que el Sangre de
Hierro, la guerra no la había tratado bien. Aun así, se volvió para enfrentarse a

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los Iron Warriors como un guerrero embriagado por la matanza que se alzaba
de su asiento con la espada desenvainada.
Las naves de Perturabo se habían detenido en seco en el borde del alcance
de las armas de los World Eaters. Tenían las armas encendidas y habían
llenado cada nave y cada ángulo con emplazamientos de armas. Diez mil Iron
Warriors habían aguardado en sus plataformas de lanzamiento con las armas
llenas de munición y sumidos en el silencio, a la espera de la orden de su
señor.
—Enviadla —había dicho Perturabo, y la señal se había enviado hacia el
Conquistador.
—Esta es la voz de Perturabo, señor de la Cuarta Legión. Vengo en nombre
de Horus, Señor de la Guerra del Nuevo Imperio, y traigo un mensaje sobre su
voluntad. Acudimos a vosotros como hermanos de sangre y guerra.
Se había producido una respuesta cargada de estática al tener que
atravesar la atmósfera hasta una nave, y luego al tener que pasar de nave a
nave.
—Este no es lugar para vosotros —⁠había dicho en un gruñido dubitativo⁠—.
Dejadnos. Marchaos. —⁠Luego se había cortado, y no se había vuelto a
producir ninguna palabra más. Las naves de los World Eaters no habían
intentado detenerlos cuando el Sangre de Hierro y sus naves hermanas se
habían desplazado hasta la órbita de Deluge. Aun así, sí que se habían
quedado cerca, a unos cientos de metros de los Iron Warriors y con las armas
listas, como perros salvajes que corrían detrás de una manada rival. Los Iron
Warriors habían desembarcado en una sola oleada, cinco mil guerreros, con
sus armaduras y material bélico rugiendo a través de las nubes de tormenta
para descender hacia un mundo asesinado. Argonis no había preguntado por
qué habían desembarcado listos para el combate, pues la respuesta era obvia:
podrían tener que luchar. En la superficie del planeta se habían desplegado y
se habían movido con una eficiencia tan rápida que Argonis casi no había sido
capaz de seguir. Colocaron las máquinas de guerra, erigieron las líneas de
defensa y acercaron las municiones sin que Perturabo hubiera tenido que dar
una sola orden. Había sido como ver girar los engranajes de una máquina.
—Hemos venido aquí para llevarlos junto al Señor de la Guerra, no para
acabar con todos ellos —⁠había dicho Argonis. Perturabo lo había mirado
durante un largo momento.
—Las palabras no serán suficiente aquí —⁠había contestado el primarca⁠—.
Se puede saborear esa verdad en la lluvia. La batalla es el único diálogo que mi
hermano entenderá.

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Bajo la lluvia, Argonis negó con la cabeza y estaba a punto de hablar
cuando un siseo y un roce metálico hicieron que se volviera. La forma
encorvada de Volk estaba detrás de Perturabo, casi tan alto como el propio
primarca. Señalaba hacia la distancia con una mano llena de hojas. Argonis
miró en aquella dirección, y si bien al principio no vio nada, luego encontró
algo: una sombra en medio del humo y las manchas grises. Se estaba
acercando a ellos con unos movimientos lentos y algo torpes, como si algo lo
estuviera obligando a moverse con aquella lentitud.
Alzaron las armas conforme la figura se acercaba a ellos. Esta seguía
caminando. Argonis pudo verla con más claridad en aquel momento: se
trataba de un solo guerrero con armadura y casco, manchado de sangre y
cenizas. Más armas se colocaron en posición de alerta y se volvieron para
cubrir al guerrero. Nadie dijo nada. La figura comenzó a escalar la colina de
restos y se detuvo justo debajo de la empalizada más baja. Miró alrededor de
la barrera de plastiacero, a las armas de los guerreros que apuntaban hacia él
desde detrás de la barrera y luego alzó la vista hacia Perturabo.
—Váyase de aquí —dijo—. No debería estar en este lugar. Váyase ya.
En aquel momento, Argonis lo reconoció. Se habían encontrado en otras
ocasiones, incluso habían luchado juntos: habían compartido campos de
batalla y reuniones de mando, y recordaba el comportamiento del guerrero
tanto como su voz. Aun así, no pudo evitar que se le escapara la pregunta.
—¿Khârn?
El guerrero miró a Argonis, pero no contestó. La lluvia caía en grandes
gotas sobre su casco. Su armadura estaba sucia por la sangre y ennegrecida
por el fuego, por lo que el blanco y el azul se habían perdido bajo el rojo y el
negro. Portaba su hacha sierra en el costado, y el brazo con el que la
empuñaba no estaba cubierto por armadura. Argonis vio cómo la mano que
tenía sobre el mango se estremecía. La cadena traqueteó. No parecía el
guerrero que Argonis había conocido, sino que parecía ser alguien mucho más
frágil, mucho más peligroso. El World Eater se estremeció y negó con la
cabeza, como si quisiera que se le pasara aquella sensación.
—Márchese —repitió, con la voz ronca por el esfuerzo.
—Traemos la voluntad del Señor de la Guerra —⁠declaró Argonis en voz
alta, pero sin emoción bajo la lluvia que caía sobre ellos⁠—. ¿Dónde están tus
hermanos? ¿Dónde está tu señor primarca?
Khârn negó con la cabeza una vez más.
—Salid de aquí —dijo. El hacha sierra que empuñaba se encendió durante
un instante y unos fragmentos de carne se desprendieron de sus dientes.

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—Vuestras naves nos han dejado aterrizar —⁠dijo Argonis⁠—. Estamos aquí
porque el Señor de la Guerra os pide que cumpláis con vuestra parte en la
caída del Falso Imperio. Os convoca en las puertas de Terra.
Una exhalación lenta siseó por la rejilla del casco de Khârn.
—Khârn, escúchame —continuó Argonis⁠—. Angron debe…
—Se está muriendo —rugió Khârn. El hacha sierra giró al encenderse del
todo, y Argonis creyó poder ver cómo el esfuerzo de la voluntad vibraba por el
cuerpo de Khârn mientras este la seguía sosteniendo a su costado. Respiraba
con dificultad, con un sonido que emanaba de su rejilla⁠—. Esto es todo lo
que… lo mantiene aquí. —⁠Hizo un ademán con la cabeza hacia las llamas que
se alzaban de los fosos de muerte⁠—. Lo hicimos por él. Yo lo hice por él.
El visor del casco de Argonis comenzó a pitar con las advertencias que
provenían de los sistemas auspex de los tanques de los Iron Warriors. Algo
avanzaba hacia ellos a través del velo de lluvia y de las oleadas de fuego.
Incontables objetivos que avanzaban con rapidez.
—Vendrán… —dijo Khârn. Cada palabra parecía resultarle todo un
esfuerzo⁠—. Si no os marcháis ya…, vendrán.
Perturabo giró la cabeza ligeramente y asintió. El Círculo de Hierro se
acercó a él y bloqueó sus escudos. Todas las armas que se encontraban en la
ladera de la colina se activaron con un zumbido de carga y un traqueteo de
recámaras que rotaban. Volvió a mirar a Khârn.
—Que vengan, entonces —dijo el primarca.
Detrás de Khârn, el primero de los World Eaters surgió de la cortina de
lluvia con un rugido de furia.

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Choque de Fulgrim y Lorgar

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Catorce
«Ekaddon»
Las sirenas sonaron al ritmo de las explosiones y del rugido de la nave.
Ekaddon recorrió la oscuridad teñida de rojo. Maloghurst cojeaba detrás de él.
El resto de la escuadra se había desplegado por el pasillo que tenían a su
espalda en una formación de batalla dispersa. Aquello no era ideal; no se
podía correr por una nave que se encontraba en condiciones de batalla, y
mucho menos cuando tenían que asumir que casi toda la tripulación podría
ser un enemigo potencial. Aun así, no tenían otra opción. El tiempo y la
velocidad lo eran todo.
—Los Blood Angels han atravesado el cordón de la Decimoséptima
Compañía —⁠dijo Kobarak.
—Eso no es bueno —jadeó Maloghurst⁠—. Sus refuerzos no tardarán en
llenar estas secciones.
Ekaddon no contestó.
—Doscientos metros hasta el conducto del elevador —⁠indicó Kobarak.
—Lo habrán cerrado en cuanto los Blood Angels se adentraron en el
casco.
—Funcionará si conseguimos llegar hasta allí en menos de cinco minutos
—⁠dijo Ekaddon, observando las runas que danzaban ante sus ojos y que
marcaban la ruta a través de la nave⁠—. La tecnobruja lo garantizó.
—Pero no funcionará si se nos pasa ese espacio de tiempo —⁠dijo
Maloghurst con un atisbo de humor en su voz ronca.
Ekaddon estaba a punto de contestar cuando una explosión atravesó el
lateral del pasillo que tenían delante. La onda expansiva lo levantó del suelo y
lo estrelló contra la pared. La ceramita se agrietó. Unas runas de advertencia y
la estática llenaron su visión. Golpeó el suelo, pero se levantó incluso antes de
volver a ver con claridad. Unos fragmentos de metal cayeron de su armadura.
Una figura salía de una puerta en ruinas, con la luz de las llamas reluciendo

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sobre su servoarmadura escarlata. Una mancha de sangre oscura marcaba el
borde de su hombrera, y su rostro era una serena máscara de plata. La espada
que empuñaba en la mano brillaba por la electricidad que desprendía desde la
cruz hasta la punta. En el pecho mostraba una calavera con alas, el símbolo
que había empezado a esparcirse por las legiones leales al Emperador. La
llamaban la Pax Imperialis, y el guerrero que la llevaba pertenecía a la
IX Legión. Era un hijo de Sanguinius, un Blood Angel.
Ekaddon alzó su pistola para disparar, pero el golpe de espada del Blood
Angel cortó la pistola justo por detrás del cañón. La explosión le destrozó la
mano a Ekaddon, y el dolor se esparció por todo su cuerpo antes de que
pudiera ignorarlo. Se echó atrás a tiempo para evitar el segundo ataque del
Blood Angel.
«Tan rápido, tan fluido…», pensó una parte de su mente mientras activaba
su cuchillo de energía. Caía sangre del muñón en su antebrazo conforme se
movía. A pesar de que sus hermanos de escuadra estaban avanzando en el
pasillo detrás de él, en aquel instante no le importaba. Pese a ser un
comandante, un jefe de guerra, en aquel momento era tan hijo de Cthonia
como de Horus. Una muerte rápida y brutal proporcionada sin dudar, eso era
lo que había aprendido en los oscuros laberintos de su planeta natal, y eso era
lo que le había dado todo lo que tenía. En aquellos momentos, no le falló.
Un proyectil de bólter pasó al lado de Ekaddon cuando un miembro de su
escuadra disparó. El Blood Angel se tambaleó después de que el proyectil
explotara en el aire a su lado. Ekaddon aprovechó la oportunidad y saltó el
último metro de distancia que los separaba. El Blood Angel blandió su espada
en un corte hacia arriba que habría partido a Ekaddon desde la cintura hasta
el cuello. Así habría sucedido si se hubiera producido una fracción de segundo
antes. Ekaddon aterrizó dentro del embiste del Blood Angel, y el pomo de la
espada le golpeó en el costado. Clavó el codo de su brazo arruinado en el
rostro plateado del Blood Angel y apuñaló hacia arriba con el brazo lleno de
pistones que empuñaba el cuchillo. Igual que en los viejos tiempos, cuando él
y Argonis habían salido de los túneles con brazos rojos para arrojar sus
monedas de muerte a los pies de su jefe.
La ceramita y el hueso explotaron bajo el campo de energía del cuchillo.
Un aluvión de fuego de bólter surgió de la puerta destrozada por la que había
entrado el Blood Angel. Había otros guerreros allí, otras figuras ataviadas con
una armadura roja. Ekaddon empujó al Blood Angel hacia atrás mientras
continuaba apuñalándolo, y la sangre se convirtió en humo al tocar el campo
de energía del cuchillo. Dos hermanos de su escuadra se encontraban cerca

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detrás de él, disparando por encima de Ekaddon, mientras este continuaba
empujando para lanzar al Blood Angel moribundo contra sus compañeros de
escuadra.
—Granadas —ordenó por el comunicador. Un segundo más tarde, tres
granadas cayeron delante de Ekaddon al tiempo que él giraba para regresar al
pasillo. La explosión lanzó una nueva ráfaga de fuego por encima de él⁠—.
¡Retirada! —⁠gritó.
Empezó a correr después de mirar atrás para comprobar que Maloghurst
seguía con ellos. El palafrenero se encontraba tres pasos detrás de él, y su
figura retorcida tornaba su modo de correr en un cojeo de grandes zancadas.
—Tenemos que llegar al elevador en… —⁠empezó a decir Maloghurst.
—¡Ya lo sé! —gruñó Ekaddon. Un poco más adelante en el pasillo, unos
guerreros de armadura roja salieron del humo y de las llamas, y dispararon.
Otro miembro de la escuadra de Ekaddon fue derribado cuando le
destrozaron las piernas.
—Capitán —lo llamó Kobarak a través del comunicador. Parte del cerebro
de Ekaddon, lleno de dolor, se percató de que el especialista de señales seguía
con vida⁠—. El tráfico de señales de mando primario indica que el señor Kibre
ha ordenado que dos tercios de los Justaerin efectúen una acción de abordaje
contra los fuertes estelares del enemigo. Se están dirigiendo a las cámaras de
teletransporte en este preciso instante.
«En el momento justo», pensó Ekaddon. No sabía cómo Maloghurst y la
criatura demoníaca habían orquestado semejante golpe de suerte.
—No servirá de nada si no logramos llegar a la sala del trono —⁠dijo
Maloghurst, como si estuviera respondiendo a sus pensamientos.
Se produjeron más disparos detrás de ellos. Ekaddon echó un vistazo hacia
atrás. Los dos guerreros de la escuadra que se encontraban en la retaguardia
habían hincado una rodilla en el suelo y estaban disparando en ráfagas
sincronizadas. Varios guerreros rojos yacían en el suelo, y la sangre barnizaba
sus armaduras y les daba un color brillante.
Las puertas blindadas que conducían hacia el elevador se encontraban a
tan solo diez pasos delante de ellos. Unos cabríos amarillos y negros marcaban
sus dientes cerrados. Kobarak se apresuró por delante de él para llegar hasta
los controles. Maloghurst ralentizó el paso.
—Las puertas no se abren —dijo Kobarak en voz alta.
—La tecnobruja nos ha traicionado —⁠gruñó Ekaddon. La sensación de su
brazo empezaba a superar los supresores de dolor que contenía su sangre.

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Kobarak negó con la cabeza mientras tecleaba en los paneles de control
situados al lado de las puertas.
—Alguien ya ha invalidado los controles del elevador. Está en
movimiento… Alguien está bajando.
Ekaddon se volvió para mirar a Maloghurst, con la pregunta formándose
en su boca.
Un ruido ensordecedor retumbó por el pasillo que acababan de recorrer.
Ekaddon se apartó de las puertas. Sus dos guerreros estaban devolviendo
el fuego a los Blood Angels, pero algo se movía más allá del destello de los
disparos. La cubierta tembló una vez más, y notó que los dientes le
repiqueteaban en la mandíbula. Conocía bien aquella sensación, pues la había
vivido en cientos de campos de batalla.
—¡Dreadnought! —gritó.
Una lengua de fuego intermitente surgió del pasillo en su dirección. Los
dos raptores que habían estado arrodillados se convirtieron en jirones de
hueso y armadura. Un rugido llenó los oídos de Ekaddon, un chirrido y un
corte de sierra que avanzaba hacia ellos junto con la línea de fuego.
El dreadnought salió de la cortina de humo. No hacía ningún esfuerzo por
imitar la forma humana: su torso era un bloque de máquinas situado sobre
piernas repletas de pistones, unas losas de armadura le cubrían la parte frontal
y unas gotas de sangre plateada relucían entre las marcas provocadas por el
fuego y las balas. El cañón montado en su brazo derecho chirriaba al rotar.
Ekaddon se apartó de un salto un segundo antes de que el cañón
comenzara a disparar. Maloghurst no pudo ser tan rápido. Un grupo de
proyectiles le impactó en la pierna izquierda cuando se apartó hacia atrás. El
palafrenero cayó al suelo mientras la sangre empezaba a brotar de él, y el
torrente de fuego se dirigió a otra parte. Alcanzó a otro miembro de la
escuadra de Ekaddon que no había podido ponerse a cubierto, y lo partió en
dos.
Ekaddon rodó al caer en la cubierta y quedó justo al lado de las puertas del
elevador. Kobarak estaba a su lado y no se molestaba en cubrirse, pues seguía
ocupado con los controles del elevador.
—Ya casi está aquí —dijo Kobarak⁠—. No puedo detenerlo.
—Solo abre las puertas o no importará.
El cañón del dreadnought se quedó en silencio. Ekaddon podía oír el siseo
del líquido refrigerador que combatía para enfriar el arma, que seguía girando.
Los pistones de la máquina hicieron que sus pies pisaran con fuerza la
cubierta al avanzar. Había Blood Angels en el pasillo detrás de la máquina en

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aquel momento, pues aprovechaban la cobertura que les proporcionaba el
coloso para avanzar detrás de este. Los guerreros supervivientes de la escuadra
de Ekaddon abrieron fuego. Los proyectiles alcanzaron la parte frontal del
dreadnought y ardieron en el espacio situado a su espalda.
El cargador automático del cañón del brazo del dreadnought giró con un
golpe seco entre metal y metal.
Ekaddon esbozó una sonrisa en el interior de su casco. Así que era de
aquel modo como iba a acabar todo: no en una batalla en el corazón de los
dominios del Emperador, no con un puñal por la espalda o un proyectil
disparado a traición, sino en aquel lugar, en un pasillo medio olvidado. Casi se
sentía decepcionado.
A su lado, las puertas del elevador crujieron y empezaron a abrirse.
El dreadnought pareció detenerse, y su enorme figura se sacudió al
cambiar de objetivo.
El hielo hizo que a Ekaddon se le erizara la piel. Unas figuras surgieron de
la abertura junto a él. Vio armaduras de color negro como el hollín con el roce
del fuego. Vio escarcha que se esparcía en la cubierta bajo sus pies.
La luz de un horno salía de sus ojos y de las juntas de sus armaduras.
Ekaddon podía sentir el roce de la disformidad en la piel, y la boca se le llenó
de un sabor a sangre al mirarlos. Pese a que solo había tres de ellos, su
presencia llenaba el espacio comprendido entre las puertas. Pertenecían a los
Luperci, y los demonios en el interior de sus almas se habían alzado desde sus
corazones. Unas garras le salían de las manos. Sus cascos se habían agrietado y
alargado. Unas fauces se abrían por todas sus placas frontales y desprendían
calor entre sus colmillos de hierro fundido.
Delante de ellos caminaba un guerrero sin casco. Las líneas del rostro de
Grael Noctua habían desaparecido. Una calavera sonriente brillaba bajo una
piel traslúcida y dos cuernos le surgían del ceño. Una luz mortecina se retorcía
a su paso.
—Matad —dijo Tormageddon con una voz que tembló desde la parte
trasera del cráneo de Ekaddon. Los tres Luperci se abalanzaron hacia delante.
El dreadnought disparó llamas a través de su cañón. Los proyectiles de
bronce cantaron al golpear la cubierta. Los Luperci habían dado un paso en su
carga con unas piernas que se alargaban y una armadura que fluía como un
músculo. Los proyectiles del cañón los golpearon directamente y se
desvanecieron.
Ekaddon oyó unos gritos que le llenaron el cráneo, y durante un momento
creyó ver imágenes espectrales de rostros que rodeaban la oscuridad alrededor

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de los Luperci, con las fauces abiertas para tragarse las balas del aire. Las
criaturas de dos almas dieron otro paso más y saltaron. El dreadnought se
volvió para rastrearlos y alzó su puño con pistones. Los proyectiles golpearon
los muros del pasillo y el fuego de bólter se alzó desde los Blood Angels
situados detrás del dreadnought. Los Luperci aterrizaron sobre la máquina. El
dreadnought se retorció para tratar de quitárselos de encima mientras las
criaturas clavaban sus garras en la armadura de la máquina. La atacaron,
mordieron y royeron. El color rojo de su armadura se cubrió de ampollas y
empezó a arder debajo de ellos. Unas chispas y aceite ardiente salieron de su
figura.
Ekaddon se puso de pie con el cuchillo en la mano y la cabeza llena de los
gritos y del dolor de sus heridas.
Tormageddon estaba deslizándose delante de él y avanzando hacia el
dreadnought sin ninguna prisa. Por un segundo, Ekaddon sintió que el
instinto le gritaba que clavara la hoja en la garganta de aquel ser.
Tormageddon volvió la cabeza para mirarlo. El fuego fluía bajo su piel y una
oscuridad llenaba las cuencas que eran sus ojos.
—Maloghurst —dijo. Ekaddon apartó la mirada y la posó donde el
palafrenero yacía, en el lateral del pasillo. Un charco negro se había formado a
su alrededor y seguía creciendo.
A pesar de que el palafrenero había conseguido enderezarse un poco, en
aquel momento estaba quieto, con los dedos de una mano ensangrentada
apoyados contra la pared. Ekaddon corrió hacia él.
Con el rabillo del ojo vio que Tormageddon avanzaba hacia el
dreadnought, cada vez a mayor velocidad, mientras una ola de presión
cubierta de electricidad se generaba frente a él. El dreadnought logró rodear
con el puño a uno de los Luperci. Los dedos de cincel se juntaron, destrozaron
la armadura y convirtieron la carne disforme en una sustancia viscosa. Una
onda expansiva de luz chirriante surgió de su puño.
Ekaddon llegó hasta Maloghurst y se puso de rodillas. Apoyó la mano en
el hombro del palafrenero.
—¡Maloghurst! —gritó, pero no se produjo ninguna respuesta. Le quitó el
casco y vio que el rostro que había debajo estaba pálido y con los ojos
cerrados. Un chorro de sangre reciente caía de la boca del palafrenero y le
llegaba hasta la barbilla⁠—. Maloghurst, viejo cabrón, este no es momento para
morir.
Un alarido agudo retumbó por el pasillo. Ekaddon volvió la vista a tiempo
para ver a Tormageddon llegar hasta el dreadnought. Sus manos eran grupos

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de hojas relucientes, y el aire a su alrededor, un vórtice de luz teñida de rojo.
Los dos Luperci saltaron de la carcasa de la máquina justo antes de que
Tormageddon la golpeara. El dreadnought estaba roto y abollado, pero
intentó darle un puñetazo a aquel nuevo enemigo. Tormageddon se enfrentó
al golpe con una sacudida, y una ola invisible golpeó al dreadnought. El puño
tembló como si acabara de golpear un muro de piedra.
—Kalus… —El susurro llegó hasta Ekaddon, y este volvió a dirigir la
mirada hacia Maloghurst, quien abrió los párpados para dejar ver unos ojos
pálidos⁠—. Ayúdame a levantarme, Kalus. Llévame hasta la sala del trono.
—⁠Por un momento, Ekaddon no se movió. Tal vez era el sonido de su nombre
de pila al provenir de la boca del palafrenero o quizá era el esfuerzo y el
control que contenía aquella súplica, pero había algo en ella que no entendía.
—Pues ponte de pie —gruñó, y le pasó un brazo por debajo del hombro.
La sangre volvió a brotar del muñón destrozado de la pierna izquierda de
Maloghurst. También tenía heridas en el abdomen, perforaciones que habían
atravesado la ceramita y la carne. Un mortal ya habría muerto; de hecho,
habría perdido la vida ante los primeros impactos. A un marine le habría
ocurrido lo mismo. Sin embargo, Maloghurst soltó una espuma
ensangrentada por la boca y se tensó al apoyar el peso en el pie que le
quedaba.
«Es duro», pensó Ekaddon. «Más de lo que creía».
—Cthonia no cría a aquellos que mueren fácilmente, ¿verdad? —⁠dijo
Maloghurst con voz ronca, como si respondiera a los pensamientos de
Ekaddon.
—Cállate y vámonos —contestó Ekaddon, y juntos empezaron a avanzar
hacia las puertas del elevador. Maloghurst dejaba unas manchas rojas a su
paso.
Se produjo un destello a sus espaldas, y Ekaddon echó un vistazo hacia
atrás. Vio el puño arrancado del sarcófago del dreadnought. El líquido
amniótico y la sangre salieron despedidos. Las extremidades de la máquina
dieron un espasmo, y los pistones se bloqueaban y se activaban al ritmo de los
últimos impulsos de una mente moribunda. Los Luperci se encontraban entre
los Blood Angels en aquel momento, iluminados por las ráfagas de disparos,
con sus garras y dientes arrancando humo cada vez que descendían.
Tormageddon se volvió hacia ellos desde encima de la carcasa del
dreadnought.
—Marchaos —dijo—. Os seguiremos después.

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—Debería haber… —siseó Maloghurst. Las palabras se alargaron y se
volvieron difíciles de entender por culpa del dolor.
Ekaddon lo ayudó a alcanzar la plataforma del elevador. Cuatro miembros
de su escuadra los acompañaron al tiempo que disparaban hacia el torbellino
de fuego y sangre del pasillo. Ekaddon se percató de que Kobarak era uno de
aquellos cuatro.
—En Cthonia… debería haberos dejado en la oscuridad, a ti y a tu
hermano… —⁠dijo Maloghurst con dificultad. La sangre de sus labios era una
espuma coagulada⁠—. Cuando intentaste darme en el ojo… Una descarga con
un cuchillo. Debería haberte partido el cuello.
—Entonces no habrías tenido a nadie que arrastrara tu cuerpo por toda la
nave —⁠gruñó Ekaddon, y propinó un golpe a los controles para activar el
elevador.

Layak

—Ahora es una criatura bendita —⁠había dicho Lorgar⁠—. Se ha hecho uno con
el Príncipe del Caos y su esencia se ha entrelazado con lo divino.
Layak lo había escuchado y había sentido cómo lo que aquello implicaba se
desarrollaba en su mente. Casi lo había dejado sin respiración.
—Quiere averiguar su verdadero nombre… —⁠había dicho él⁠—. Quiere
saber el nombre con el que se puede vincular a Fulgrim.
—Es lo que aquellos que no han alcanzado la iluminación llamarían un
demonio. Su ser es parte de la geometría de lo divino. El Príncipe del Placer lo
ha convertido en un ángel de los dominios más altos. Semejante poder está
fuera del alcance de todos menos de los Nunca Nacidos más poderosos, solo que
ese poder también conlleva una obligación hacia las leyes que gobiernan a las
criaturas de los dioses.
—Pero, para averiguar su nombre…
—Ya lo he hecho —había dicho Lorgar. Detrás de él, las puertas del
santuario de Layak se abrieron. Treinta y seis esclavos avanzaron hacia la
cámara, atados con unas cadenas de plata y hierro frío que repiqueteaban en
sus tobillos, muñecas y cuellos. Unos estigmas cubrían su carne y se curvaban en
patrones sinuosos. Soltaban risitas y lloraban conforme caminaban⁠—. Está
aquí, dividido en fragmentos, en los pensamientos de estas almas benditas.
—Pero conocer el nombre completo… Un nombre así contiene poder.
Vaciará el alma de aquel que lo pronuncie. Y si un ser que sabe su nombre se
acerca a Fulgrim, él lo notaría. Lo sabría.

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—Por eso debes ser tú, hijo mío.
Fulgrim avanzó. Unas alas se desplegaron en el aire detrás de sus
hombros. Creció mientras avanzaba, lo que lo volvía una mancha de colores y
bordes. Detrás de él, N’kari comenzó a retroceder por la plataforma con la
carne ondulando y el rostro lleno de ira y deleite.
No sobrevivirían mucho tiempo. Incluso sin el poder trascendental de
Fulgrim, se estaban enfrentando a una ciudad, a un mundo. Morirían en aquel
lugar y condenarían sus almas a girar en telares de agonía durante toda la
eternidad. El único modo de sobrevivir que tenían era que él pronunciara el
nombre que estaba surgiendo de su mente. Se percató de que Lorgar lo sabía,
y que era por aquella razón por la que solo había traído una pequeña fuerza
con él. Había engañado a Fulgrim para volverlo vulnerable. Había distraído la
atención de su hermano demoníaco al esconder su verdadera arma detrás del
escudo de la máscara de Layak, en el vacío de su alma. Y había funcionado,
pero todavía había tiempo para que el espadachín muriera antes de asestar el
golpe letal.
Los Word Bearers abrieron fuego, y las explosiones alcanzaron el cuerpo
de Fulgrim. La sangre se esparció por el aire y ardió en un humo añil. Se
produjo una fuerza telequinética que lanzó a tres Word Bearers al aire y los
aplastó como si fueran fruta madura. La fuerza invisible se dirigió hacia el
siguiente guerrero y se encontró con una cúpula de luz dorada. Un destello
cegador le quitó los colores al ambiente. Lorgar avanzó con el cetro a su lado y
la mano alzada. Fulgrim saltó con un chasquido de su cola retorcida; la fuerza
psíquica gritaba a su alrededor, y sus espadas curvas formaron un halo
borroso al dirigirse hacia abajo para atacar. Lorgar alzó su cetro, y unas
sombras se desplegaron de él y esparcieron su forma por el suelo y el aire.
Fulgrim atacó con sus espadas en un movimiento de barrido hacia abajo, y las
sombras se alzaron para detenerlo.
Layak empezó a verlo todo negro mientras más segmentos del nombre
verdadero se abrían paso a través de su cuerpo y salían al exterior. Sudaba
sangre. Temblaba. Gritaba con una garganta que se ahogaba.
«Querías el poder de los dioses —⁠le dijo una voz, llena de rencor, en la
mente⁠—. Ahora prueba su verdad».
«No —contestó otra voz que se alzaba desde el vacío en el que el verdadero
nombre se había escondido en su alma⁠—. Nunca he querido nada de los dioses
falsos, nunca…».
Notó que se le doblaban las rodillas y que el cetro se le caía de la mano.
Podía oír el rugido de las voces y el aullido de la realidad.

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Parpadeó y recobró la vista. Fulgrim estaba girando alrededor de Lorgar y
por encima de él, se deslizaba entre el suelo y el aire, y se burlaba de la
gravedad mientras cortaba y cortaba. Lorgar estaba retrocediendo. Su cetro
era una mancha borrosa a su alrededor. Se producían descargas eléctricas cada
vez que las armas se encontraban, pero incluso con la velocidad poshumana
de Lorgar, se habría visto sobrepasado si se hubiera tratado de una pelea con
armas y nada más. El aire entre los primarcas se retorcía con sombras y una
luz que soltaba alaridos. Los embistes de la espada se desvanecían en capas de
luz. Las astillas de hielo psíquico caían de las descargas de fuego.
N’kari empezó a rezumar hacia delante, y su oleada psíquica arrastró a la
multitud que los rodeaba con un torrente lleno de aullidos. Layak vio que un
grupo de humanos envueltos en seda se acercaban demasiado a la tormenta
que rodeaba a Fulgrim y a Lorgar. Sus almas fueron arrancadas de sus
cuerpos, giraron en el aire entre aullidos y dejaron una estela escarlata tras de
sí. Sus cadáveres cayeron, y se convirtieron en una pasta bajo las pezuñas y los
pies de aquellos que tenían detrás. Unas enormes criaturas con cabeza de toro
y músculos aceitosos rugieron al empuñar armas con cañones acanalados.
Unos conos de ruido ensordecedor rugieron de los cañones al tiempo que los
proyectiles salían despedidos de ellos. Dos Word Bearers cayeron cuando su
ceramita se destrozó bajo el aluvión de disparos.
—No moriré en este lugar —gritó Actaea. Se había enderezado y había
alzado el rostro en un gesto desafiante. Su presencia psíquica destelleó de
pronto, ardiente e incandescente. Layak casi no podía ver nada debido al
brillo. Unas figuras del grupo que avanzaba cayeron, y sus ojos hirvieron en
sus cráneos⁠—. No está escrito —⁠continuó⁠—. No moriré en este lugar.
Otro eslabón de la cadena infernal que era el nombre demoníaco de
Fulgrim se convirtió en sonido.
Fulgrim se estremeció al tiempo que giraba y se encabritaba. Lorgar
golpeó. El cetro con pinchos atravesó la armadura, y arrancó sangre
perfumada y unas escamas nacaradas del cuerpo del primarca.
Layak estaba volviendo a perder la visión, y su voluntad de seguir
hablando era una cuerda deshilachada a la que no se podía sujetar.
Unos hombres con piernas en forma de resorte saltaron hacia delante
blandiendo unas extremidades con hojas y sonriendo desde sus rostros
desollados. Uno de ellos clavó un brazo con punta de guadaña en el cuello de
un guerrero tras saltar por encima del cordón de Word Bearers, que cada vez
era más escaso. Aterrizó a un paso de Layak, quien seguía arrodillado y
paralizado mientras su mente regurgitaba el nombre impío. Un hombre de

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piernas de resorte lo miró con ojos añiles y verdes. Movió los brazos hacia
atrás. Alzó un pie para dar un paso hacia delante y dirigió sus extremidades
con cuchillas hacia abajo.
Un grito de cizallas metálicas.
Una mancha borrosa, una sombra y un movimiento que tomaban forma.
Otro grito. Carne que se disolvía en cenizas.
Kulnar estaba de pie delante de él. El esclavo de espada había empuñado
su arma. Cuando el esclavo la arrancó junto con su gemela del cuerpo
disecado de un alienígena en un mundo de sed y desolación, la espada soltó
una carcajada mientras salpicaba sangre desde su filo. La armadura de Kulnar
se agrietó mientras él crecía. Unas ascuas rojas y cenizas grises surgieron de
las aberturas brillantes. Su mano dominante se había fundido con el pomo del
arma. La carne chamuscada salía de la armadura de su brazo. La espada estaba
creciendo, sonreía con sus dientes de hierro negro y absorbía la luz al
retorcerse. Hebek se colocó junto a su hermano. Unas púas atravesaron la
ceramita desde dentro. El hollín caía de él cuando se movía. El mármol crujió
bajo sus pasos.
Incluso impulsados por la voluntad de N’kari, el grupo flaqueó ante el par
de guerreros. Luego la ola se rompió. Kulnar y Hebek se enfrentaron a la
carga. Los cuerpos se destrozaron y la carne se chamuscaba al caer. Un gigante
con cabeza de toro soltó un aullido y golpeó a Hebek con un hacha en forma
de gancho. Hebek giró para que el golpe le diera en el hombro, y el gancho
rompió la armadura y le atravesó la carne. La criatura con cabeza de toro
lanzó un grito de triunfo y arrancó el arma con todas sus fuerzas. Hebek clavó
su espada en el pecho de la bestia, y el grito triunfal de esta se convirtió en uno
lleno de terror. Layak ya había visto cómo sucedía aquello en otras ocasiones.
Lo primero que había aprendido sobre las espadas malditas era que estaban
sedientas. El hombre bestia se desplomó, con los músculos y la carne
hundidos, cayó y se marchitó. Hebek alzó a la criatura en el aire, aún
empalada, mientras la espada absorbía su esencia vital.
Se produjeron gritos entre la horda que los rodeaba. Incluso por encima
del rugido del nombre verdadero que llenaba su mente y sus oídos, Layak
podía oírlos y entenderlos.
—¡Anakatis! —decía el grito, y resonaba tanto en la disformidad como en
la realidad⁠—. ¡Anakatis! ¡Anakatis! —⁠El hambre, la promesa del foso. Incluso
allí, en el corazón del Ojo del Terror, recordaban las espadas y lo que habían
matado.

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Layak vomitó un torrente de sonidos. Fulgrim retrocedió, temblando y
encogiéndose, y Lorgar continuó su ataque, golpeando con el cetro a su
hermano para derribarlo. Layak podía sentir que la última sílaba del nombre
se encontraba en las profundidades de su alma y ardía como un carbón al rojo
vivo. Estaba tan cerca que podía saborearla. Sabía a miel y a carne cruda. Pero
no podía pronunciarla.
Una armadura gris. Podía ver una armadura gris y sentir el calor de una
pira al tiempo que los credos de los dioses falsos aparecían en el cielo
nocturno en lenguas de fuego.
«Quemamos el pasado para crear el futuro», dijo un pensamiento. El dolor
se produjo detrás de él. Unos ecos y unas imágenes se aferraron a su mente
como un moretón.
Sintió que la última sílaba se dirigía a su boca, y la visión de la batalla
volvió a mostrarse ante él. Unas cortinas de luz cortaban el aire, y el grupo de
cuerpos era una ola de sangre que se dirigía hacia el fuego y las hojas de los
últimos guerreros de Lorgar. Fulgrim se encabritó en el suelo, con las espadas
en la mano y sus alas sangrientas, que formaban una capucha detrás de su
cabeza. La sangre hacía relucir el color escarlata de la armadura de Lorgar.
Tenía los ojos hundidos en el rostro. Se volvió mientras arrastraba la cabeza
de su maza detrás de él, como un cometa que surcaba el firmamento nocturno
con su cola de fuego. Fulgrim paró el envite con sus dos espadas cruzadas,
aunque la fuerza del golpe lo empujó hacia atrás. La sangre, tan oscura que
casi parecía de color morado, salpicó el suelo.
N’kari soltó un rugido. Hasta entonces, el consorte de Fulgrim había
dejado que los semidioses lucharan entre ellos, pero en aquel momento se
deslizó con rapidez por el suelo sangriento. El demonio enaltecido había
descartado su forma anterior. Una carne gruesa enroscada en forma de
pliegues yacía en el suelo. Su burla rechoncha del rostro de Fulgrim había
desaparecido. Unos músculos como tralla y una piel blanca letal le cubrían las
largas extremidades. Unos cuernos de carne se retorcían por encima de una
mueca de dientes que parecían esquirlas de cristal. La luz se doblaba y se
partía a su alrededor y atacaba los ojos que intentaban mirar a la criatura.
Lorgar se enderezó para enfrentarse con la mano alzada al demonio
enaltecido, como si de un saludo interrumpido se tratase.
Fulgrim se puso de pie con dificultad, ensangrentado, y alzó las hojas y las
alas.
Entonces Layak pronunció la última sílaba del nombre.

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Argonis

La oleada de matanza era de un color rojo manchado de blanco. Los guerreros


que cargaban por la pendiente de la colina desprendían sangre y agua llenas de
cenizas al correr. Provenían de todas las direcciones, gritaban por la emoción
de la batalla y traqueteaban con las calaveras y las cadenas. No se trataba de
ningún ejército, sino que eran una ola impulsada por un hambre colectiva.
Argonis podía ver otras formas entre los World Eaters, criaturas de
extremidades delgadas que aparecían de forma espectral tras la lluvia gris,
formas caninas que temblaban, y cuyo pelaje y escamas de bronce tenían
manchas de sangre. Un dolor le invadió el cráneo al mirar a aquellas criaturas.
Las descargas de fuego surgieron del borde de la marea que se dirigía hacia
ellos. Los proyectiles de bólter explotaron contra las barricadas. Las granadas
recorrieron el aire y detonaron entre los grupos de Iron Warriors. Una lanza
de plasma ardió sobre la cabeza de Argonis y le arrancó un brazo a un
miembro del Círculo de Hierro en un destello de luz brillante como el sol.
Aun así, aquello no era nada más que unos disparos salvajes, sin puntería ni
disciplina.
Los Iron Warriors esperaron un instante antes de disparar todos a la vez.
Los proyectiles y las descargas de energía recorrieron el aire, un puñado que se
convirtió en una cascada creciente parecida a la lluvia que caía sobre todos
ellos. No se trataba de ningún fuego de volea, pues cada disparo había sido
escogido y apuntado con precisión. Argonis observó cómo los disparos
destrozaron a las criaturas que corrían junto a los World Eaters. Vio a una
bestia de bronce y fuego encabritarse cuando un rayo de plasma alcanzó su
cráneo e hizo que el metal derretido saliera despedido hacia la lluvia. Algunos
World Eaters cayeron. Una descarga de cañón láser se dirigió hacia un
demonio con cabeza de chacal, pero la criatura se abalanzó hacia delante un
instante antes de que la golpeara, y el arco de luz atravesó a tres guerreros y
produjo una nube de materia atomizada. Los demonios moribundos
arrastraban a guerreros al disolverse y desaparecer de la existencia. Los
proyectiles perdidos encontraban a objetivos sin querer. No obstante, los Iron
Warriors no estaban intentando acabar con la vida de su enemigo, sino
arrebatarle fuerza a la marea que amenazaba con rodearlos. Los primeros
World Eaters se encontraban en la parte inferior de la colina. Los Iron
Warriors dejaron de disparar.
—¡Ahora! —ordenó Perturabo, y las explosiones ocultaron el sonido del
ambiente. La tierra entre los World Eaters y la primera línea de Iron Warriors

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se alzó para formar un muro. Pareció quedarse erguido durante un instante,
mientras el sonido continuaba y el muro se cernía sobre ellos. Luego cayó de
nuevo, y soltó tierra y cenizas hacia el suelo destrozado del que había
provenido. Los World Eaters más cercanos se desvanecieron, pues la inercia
de su carga los había hecho caer en el foso que se acababa de abrir delante de
ellos. Argonis podía oír sus rugidos de ira mientras luchaban por escalar a
través de los restos que caían sobre ellos. Otros se encontraban en el borde de
la explosión y salieron despedidos hacia arriba como muñecos de carne y
fragmentos. La marea continuó avanzando, empujada por la furia y ciega a
todo lo que no fuera la canción de los clavos de sus cráneos y la promesa de
cadáveres producidos por sus hojas. El suelo desapareció bajo sus pies. La
tierra suelta caía con la lluvia.
»Segunda configuración —dijo Perturabo con una voz clara sobre el eco y
el rugido. Los Iron Warriors de la inclinación de la colina empezaron a
moverse. Las escuadras avanzaron con escudos altos mientras las barricadas
temporales se colocaban en nuevas posiciones. Los tanques se dirigieron a sus
puestos y formaron muros con sus cascos junto a barreras de acero y filas de
escudos alineados. Miles de guerreros, fortificaciones y máquinas se habían
vuelto a desplegar en cuestión de segundos. Cuando los primeros World
Eaters surgieron de los fosos provocados por las explosiones de las minas, no
se encontraron con un muro, sino con pasillos abiertos formados por escudos
y barricadas que escalaban por la colina. Algunos corrieron hacia las
barricadas y los muros de escudo. Solo un guerrero que ansiara su propia
muerte cargaría de aquel modo. Numerosos ejércitos habían muerto en todas
las eras de la humanidad al verse afectados por semejante locura de batalla. No
obstante, los World Eaters estaban bendecidos por el dios de la sangre y la
guerra, y solo vivían por la certeza de la muerte y la canción de la matanza.
Argonis notó que la carga los golpeaba, pues tembló y vibró por el suelo y
el aire. Aun así, la línea de defensa aguantó. Los Iron Warriors no dispararon;
la voluntad de su señor los obligaba a mantener sus armas en silencio. Pese a
que aquello habría sido un suicidio para la mayoría de los ejércitos, aquellos
guerreros habían estado luchando en frentes de batalla desprovistos de
munición durante años. Se enfrentaban a la marea de matanza con hierro
romo y músculos. Las escuadras de escudos se dirigieron hacia delante un
instante antes de que los World Eaters los golpearan y clavaron el grueso
plastiacero con su fuerza mejorada genéticamente. Las armas de energía
hicieron saltar chispas de los escudos. Algunos Iron Warriors cayeron, pero

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los muros de escudo se cerraron, y los puños y mazas de hierro devolvieron
golpes a la marea.
Un berserker atado con cadenas saltó el muro de una barricada mientras
soltaba gritos a través de la sonrisa de un casco en forma de cráneo. Se
enganchó a la parte superior con su hacha y se impulsó hacia arriba. Un Iron
Warrior blandió un martillo de frío metal hacia el berserker con las dos
manos, y el World Eater alzó una mano llena de cadenas para detener el golpe.
La ceramita y los huesos se destrozaron. El World Eater soltó un alarido y
apartó su brazo destrozado. Las cadenas que colgaban de su antebrazo se
dirigieron hacia arriba y se enredaron en la cabeza del martillo del Iron
Warrior cuando este lo alzaba para asestar otro golpe. El berserker tiró hacia
abajo. El Iron Warrior situado detrás del muro fue arrastrado hacia delante,
con su martillo. Todavía colgado de la barricada, el World Eater le dio un
cabezazo con el casco a la placa frontal del Iron Warrior, y unas esquirlas de
cristal se desprendieron del visor destrozado. El Iron Warrior estaba tratando
de recuperarse cuando el berserker se alzó por encima de la barricada y clavó
el hacha en el cuello del guerrero que se retorcía. La sangre manchó el aire
cubierto de lluvia. El World Eater alzó su hacha al cielo, y el rugido de la
marea a su espalda retumbó como un trueno.
Argonis observó a Perturabo mientras el primarca veía cómo sus hijos
caían y su sangre comenzaba a mezclarse con el barro. Cada vez llovía más, y
las gotas, que eran negras al caer, se teñían de escarlata al salpicar el suelo.
—Tercera configuración —transmitió Perturabo por el comunicador. Los
Iron Warriors se movieron una vez más, retrocedieron, cambiaron de
posición y se dirigieron a los huecos de las líneas de World Eaters, con
tanques y escuadras de portadores de escudos. Unos amplios canales se
abrieron en su formación y se desplegaron ante los hijos de Angron mientras
estos cargaban. Varias secciones de los Iron Warriors se habían desplegado
por la colina hacia abajo para adentrarse más en la horda. Vista desde arriba,
la progresión de la batalla parecía una flor que abría los pétalos al ahogarse.
Los World Eaters continuaron con su avance. Los Iron Warriors los
mantuvieron a raya y aguantaron la furia del asalto de la XII Legión. La
armadura de todos aquellos que se encontraban sobre la colina de restos
estaba manchada de rojo y llena de cenizas. Y, aun con todo, los World Eaters
continuaron cargando por la colina para chocar contra el metal del laberinto
de escudos, tanques y muros. Argonis vio cómo una barricada se derrumbaba
bajo el peso de los golpes, cómo los Iron Warriors situados detrás de ella caían
al suelo y quedaban destrozados por el ataque del enemigo. Vio que un

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guantelete metálico se alzaba entre los carniceros y flexionaba los dedos para
intentar sujetarse a algo. Una espada sierra lo convirtió en un muñón
ensangrentado. Por todas partes de la colina, las líneas establecidas por los
guerreros de Perturabo se estaban doblando, crujiendo y cayendo bajo la
presión de la furia ciega.
—No podremos aguantar mucho más —⁠dijo Forrix⁠—. Dé la orden de
disparar, mi señor.
Perturabo negó con la cabeza de manera tajante.
—Está en camino —dijo.
—¿Cómo puede saberlo? —preguntó Argonis.
Perturabo no contestó. Argonis alzó la mirada cuando se produjo un
destello en el cielo. Unos látigos de electricidad recorrieron el firmamento. Un
grito de ira se alzó por el aire para enfrentarse al trueno, y luego otro, y otro
más, hasta que los gritos de guerra se fusionaron en un solo sonido. Las nubes
se hincharon y se extendieron; el rojo se fundió con el negro, y el amarillo de
las llamas, con el gris.
—El… —La palabra provino de detrás de Argonis, y este se volvió para ver
que Volk había alzado la vista hacia el cielo. La espesa lluvia caía sobre el acero
de su rostro. El cromo de sus ojos ardía con los rayos reflejados, y tenía la boca
abierta. La voz que salía de ella gruñía con el repiqueteo de las recámaras que
se cerraban y las armas que cargaban⁠—. El… El Ángel Rojo se revela.
Una sombra se movía por el techo del cielo, una oscuridad más allá de las
nubes, negra en contraste con los colores del fuego. Los gritos de los World
Eaters se habían convertido en una sola voz atronadora mientras seguían
cortando y golpeando a los Iron Warriors. La sombra del cielo creció.
Perturabo no alzó la vista. Argonis se percató de que el primarca tenía los ojos
cerrados.
Las nubes se partieron, se movieron en forma de espiral y tiraron de las
cuerdas de rayos al dirigirse hacia la cima de la colina. Una forma cayó con el
ciclón. Unas alas se abrieron en sus hombros y una piel harapienta se tensó
ante el azote del viento. Una armadura de bronce cubría un cuerpo de
músculos relucientes por la sangre. Una melena de cables surgía de detrás de
una cabeza de músculos desollados y huesos chamuscados. Argonis miró
aquella figura y sintió que sus nervios le pedían a gritos que huyera. Su cabeza
era una masa de agonía. Una luz de neón cubría su visión. El hedor a metal
caliente y carne destrozada le llenó la boca cuando el vómito le subió por la
garganta. No podía sentir las manos que le colgaban a los costados, con los

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dedos relajados sobre armas olvidadas. Por toda la colina, las miradas se
alzaron y el flujo de la batalla se detuvo.
Perturabo abrió los ojos. Las cápsulas de armas se prepararon. Las placas
de metal se desplegaron por toda su forma y cubrieron su armadura de bordes
bloqueantes. Un casco con punta de arado se colocó en su lugar y le cubrió el
rostro. El Círculo de Hierro se acercó a su alrededor y clavó los escudos; sus
ojos de máquina muertos y brillantes. Volk, de un tamaño similar al del
primarca, estaba a su lado, y sus ojos se habían convertido en llamas en la
máscara que era su rostro. Perturabo alzó la mirada. Sobre ellos, el ángel de la
matanza, que en otros tiempos había sido un primarca, cayó a la tierra de
nuevo.
—Cuarta configuración —ordenó Perturabo con calma.

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Quince
«Maloghurst»
Luz y oscuridad, oscuridad y luz que se intercambiaban con cada segundo que
pasaba. Luz… Oscuridad… Luz…
—¿Mal?
Debía haber quedado inconsciente en el suelo del túnel. Recordaba sangre.
Mucha sangre.
—Es una herida de muerte —⁠dijo, alzando una mano roja frente a sus ojos.
Las sombras del túnel cambiaban y danzaban ante él. El cabello de su rodete le
caía suelto por la nuca, apelmazado y pegajoso. ¿Dónde se encontraba? ¿Había
regresado del territorio de Gerag? ¿Se había equivocado de camino? No
reconocía el túnel y no podía ver ninguna marca en la pared. Cerca de él, algo
metálico rozó contra la roca, y giró la cabeza para buscar el origen del sonido.
—Mal. Ullanor, Mal. Debo…
Una ráfaga de disparos lo sacó del delirio del dolor y lo devolvió a la
realidad.
Ekaddon lo arrastraba y lo cargaba como podía por la cubierta, y
disparaba con su arma mientras avanzaba. Unos estandartes colgaban en la
oscuridad sobre él, harapos de guerras antiguas que colgaban en las sombras.
Un fulgor de fuego de bólter intentó alcanzarlos desde la oscuridad. Podía ver
guerreros ataviados con armaduras negras, y detrás de ellos, en contraste con
la cortina de fuego de la noche, había un trono.
El trono…
Y una figura sentada en él, con la cabeza gacha y escondido entre las
sombras.
—Mal…
La luz parpadeó por la ventana, producida por el brillo de la guerra en el
vacío que había al otro lado.

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Ekaddon soltó a Maloghurst y lo arrastró hasta detrás de un pilar. Extrajo
el cargador de su pistola bólter y lo reemplazó.
¿Cómo había llegado hasta allí? Aquella pregunta navegaba a la deriva en
el mar de la mente de Maloghurst, aunque luego se hundió y desapareció. No
importaba. Siempre había un modo para todo.
—Mal…
Se percató de que no haría falta sangre en aquella ocasión. Ya había sangre
de sobra en la cubierta.
Sangre…
Había sangre en el trono, sangre que caía del costado de la figura sentada
en él.
Maloghurst abrió la boca, y un aliento de hierro siseó por su lengua.
—Mi señor… —jadeó.
El parpadeo rotativo de los disparos, y un grito se alzó por la sala del
trono, y un color rojo en los peldaños delante del trono ensombrecido, y…
Alzó una mano roja. El cabello de su rodete le caía lánguido sobre la nuca,
apelmazado por la sangre. Parpadeó para apartar de su vista el sueño de fuego
y hierro y el trono manchado de sangre. Un sueño… Sí… Un sueño de
muerte. Sintió que una carcajada se dirigía a sus labios, y el movimiento hizo
que brotara más sangre por su costado desde la herida situada bajo sus
costillas.
—Una herida de muerte… —susurró, y echó la cabeza hacia atrás para
apoyarse contra la pared situada detrás de él. Todo acabaría allí, en aquel túnel
que ni siquiera reconocía. Pensó en todas las maquinaciones, en todas las
gargantas que había cortado para intentar convertirse en algo mejor, y al final
todo iba a acabar con un golpe de un cachorro asustado que ni siquiera había
podido ver hasta que había sido demasiado tarde. Supuso que era un castigo
apropiado. Había intentado crear algo más grande que él mismo, no solo
gobernar sobre un túnel u otro, no solo recibir los juramentos de bandas de
guerra y pandillas. Aquello eran acciones pequeñas, las acciones
insignificantes que había intentado antes. Ya habían pasado y no eran más
grandes que la vanidad y la desesperación de hombres crueles. No, su sueño
era algo todavía más grande. Un reino. Un reino que se extendería desde el
túnel más profundo hasta la mina más lejana, un lugar que podría sobresalir
de la suciedad y la sangre. En aquel momento, supo que tendría que seguir
siendo tan solo un sueño.
—Puedes tenerlo —dijo una voz. Maloghurst alzó la mirada. Una figura se
cernía sobre él, y el promethium ardiente que iluminaba el túnel manchaba su

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pálida armadura de color rojo⁠—. Puedes formar parte de algo más grande
que esta vida y este sufrimiento.
Parpadeó y sintió que se le nublaba la visión al intentar tocar el rostro que
lo observaba.
—No… —contestó—. No pasó así. Horus no estaba allí.
—No, no estaba —dijo la figura⁠—. Fue Qruze quien te encontró en los
túneles, ¿no es así? Te encontró y pensó que aquel joven que soñaba con ser
rey sería un buen Space Marine. —⁠Amarok se acercó, y la imitación de Horus
se drenó de las facciones de Iacton Qruze. Llevaba armadura en aquel
momento, y su rostro estaba arrugado y desgastado por el paso de los años⁠—.
Querías ser rey, pero siempre te quedaste un paso detrás de tus señores.
Tanto poder y, aun así, aquí estás… —⁠El demonio metió un dedo en el
charco de sangre que se estaba formando junto a Maloghurst⁠—. Muriendo
por una nueva herida mientras sueñas con una antigua para tratar de salvar
a una criatura que no es humana, que nunca lo ha sido.
Maloghurst sonrió con el recuerdo de unos dientes ensangrentados.
—No lo entenderías —le dijo, y el demonio le mostró los dientes⁠—.
Horus… —⁠continuó⁠—. Llévame hasta Horus.
—¿Cuál de ellos? Está desperdigado y moribundo, y su esencia se ve
arrastrada por toda la existencia. Puedo mostrarte una parte, pero tu Señor
de la Guerra está…
—Ullanor —dijo Maloghurst, y supo la respuesta en cuanto esta salió de
sus labios⁠—. Llévame a Ullanor.
Amarok pareció soltar un largo suspiro antes de asentir. Se volvió y
empezó a caminar. El túnel se abrió a su alrededor, y unas motas de color
salieron volando en un remolino de viento. Maloghurst se percató de que
estaba de pie y de que ya no era el joven jefe de guerra de Cthonia que había
sido, sino que estaba ataviado con armadura y su figura estaba tan retorcida
como entonces. Cojeó tras el demonio mientras el mundo transcurría a su
alrededor. El polvo danzó ante sus ojos y la imagen de Iacton Qruze era lo
único que podía ver.
—¿Por qué sirves a Horus? —⁠preguntó el demonio⁠—. Podrías haber
aprovechado esta oportunidad. Podrías haberlo dejado morir y haber
permitido que esta guerra fracasara para convertirte en el mayor jefe de
guerra que nadie podría imaginar.
Maloghurst abrió la boca para soltarle una respuesta, pero encontró que
una fría ráfaga de carcajadas salía de su lengua.

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—Porque es mi señor. Porque, si no luchamos por algo mayor que
nosotros, ¿para qué estamos luchando? Porque… Porque es mi amigo.
Amarok no respondió, sino que continuó caminando en silencio durante
varios pasos más.
—Quédate cerca —dijo⁠—. Ya casi hemos llegado.
El remolino de polvo empezó a cambiar de color. El color rojo manchó el
gris. Maloghurst notó el escozor del sol en la piel. El olor a combustible de
propulsor y roca quemada le llenó la nariz.
Y entonces la arena y el polvo desaparecieron, y él estaba caminando bajo
una cúpula de noche a través de una meseta de tierra batida y piedra.
Unas hogueras relucían en la oscuridad y arrojaban luz de los fuegos por
los flancos de las naves de aterrizaje y las máquinas de guerra. Unas naves
estelares surcaban el cielo y emitían un brillo más potente que el de las
estrellas. Unos fragmentos de conversaciones y risas le llegaron a los oídos
gracias al viento, aunque sonaban distantes. La enorme calle que se extendía
ante él aguardaba en silencio, y en el horizonte se alzaba la Tarima Imperial,
tallada de los huesos de la montaña que había reemplazado.
Amarok se volvió para mirarlo y esperó.
—¿Está aquí? —preguntó Maloghurst⁠—. ¿De verdad?
—Esto es Ullanor —repuso el demonio⁠—. Aquí es donde siempre está
dentro de su corazón. —⁠Se volvió e hizo un ademán con la cabeza hacia la
lejana tarima⁠—. Tendrás que recorrer el resto del camino tú solo. No puedo
acompañarte.
Maloghurst dio un paso y miró al demonio. Se parecía menos a Iacton en
aquel momento: tenía un rostro más puntiagudo, y las sombras parecían ser
más profundas. El viento sopló a través de él. El contorno de Amarok se
estaba difuminando, y sus bordes se disolvían en el polvo que flotaba en el
ambiente.
—Adiós —dijo. El viento sopló una vez más, y Maloghurst creyó oír voces
conocidas en su interior: Loken, Torgaddon, Sejanus. Luego, el aire dejó de
soplar, y la oscuridad en la que se había adentrado el demonio estaba vacía.
Maloghurst empezó a recorrer la calle. La conocía. La recordaba. Ullanor
en la víspera del triunfo, en la víspera de todo lo que iba a suceder después. Al
encontrarse de nuevo en aquel lugar, no tenía que buscar a Horus, pues sabía
dónde se encontraría su señor. Cojeó con el sabor a fuego y polvo en la boca.
El tiempo transcurrió en segundos lentos, y con cada paso que daba crecía la
sensación de que aquello no era un sueño de la disformidad, sino la realidad
reconstruida. La tarima se alzaba ante él en tramos hasta que se convirtió en

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una montaña de estatuas, peldaños y piedra pálida teñida de gris por la noche.
Alcanzó la base, encontró la escalera bajo un arco y comenzó el ascenso. Pasó
por delante de un custodio al recorrer uno de los rellanos. El gigante de placas
de oro lo miró y se apartó sin abrir la boca. Continuó escalando hasta que la
escalera acabó. Un balcón se extendía desde la puerta situada en la cima. Su
mármol blanco parecía nieve tallada. Salió hasta la barandilla y miró hacia
abajo. La calle del desfile y las luces de los campamentos estaban debajo de él,
un tranquilo mar negro en la base de aquella isla.
—Mi señor —lo llamó en voz baja, sin mirar a su alrededor.
—¿Mal?
—Sí, mi señor —dijo él, sin dejar de observar el horizonte oscuro.
—Sabía que vendrías.
—¿De verdad, mi señor?
El ruido del viento llenó el silencio.
—No.
—Tiene que regresar —le imploró Maloghurst, pero el silencio fue la única
respuesta⁠—. La guerra, la legión, todo lo que ha empezado… se está
derrumbando. El sueño está muriendo.
—Lo sé.
—Y, aun así, no hace nada —⁠dijo Maloghurst. Sintió el cansancio en
aquellas palabras. El cansancio provocado por todos los juramentos que había
hecho⁠—. No hace nada.
—Estoy luchando, Mal. Debo ganar.
—Luchando… —Negó con la cabeza y cerró los ojos. Durante un instante,
el brillo de los disparos de la sala del trono del Espíritu Vengativo llenó la
oscuridad detrás de sus párpados. Habían abierto las puertas principales. Unas
figuras negras avanzaban. Los destellos de los proyectiles de bólter eran barras
de fuego que se extendían entre las armas y sus objetivos. Los Luperci corrían
hacia el fuego, y sus imágenes eran siluetas borrosas.
Maloghurst abrió los ojos y volvió a ver la noche de Ullanor, tranquila y en
calma.
—No está luchando —dijo antes de volverse. Horus estaba a su lado. Iba
vestido con una armadura blanca sin ninguna de las marcas ni heráldicas que
había adquirido en los trece años que separaban aquella noche con el
presente⁠—. Está perdiendo, mi señor.

Layak

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La última sílaba resonó por el espacio como la nota de una campana al
golpearla, y se alzó en tono y volumen. La garganta de Layak ardió y se
resquebrajó. Unas heridas se le abrieron en la piel, en el interior de la
armadura. El tiempo y la sustancia se ralentizaron y se expandieron. Y el
sonido continuó y continuó. Los mutantes y el grupo de esclavos humanos
cayeron al suelo, y se vaciaron sus intestinos y estómagos. Algunos murieron
antes de que el aliento de su último grito escapara de sus pulmones. Otros
yacían en el suelo, y sangraban y lloraban mientras la sangre y los excrementos
manchaban sus harapos de seda y terciopelo. Se hizo el silencio en la ciudad
palacio, y unas heridas se abrieron en el cielo. La sangre cayó.
Fulgrim estaba suspendido en el aire, inmovilizado como una polilla en
una caja de exposición. Se le había encogido el cuerpo hasta alcanzar el
tamaño de un joven de extremidades delgadas, y su cabello blanco se le
esparcía por toda la cabeza mientras luchaba por respirar. Unas marcas de
quemaduras le cubrían la piel y soltaban pus al intentar cerrarse. Layak no
podía mirarlas, incluso si eran el eco de la palabra que acababa de pronunciar.
El aire se había quedado quieto. Los únicos sonidos eran el zumbido de las
armaduras de los Word Bearers restantes y el siseo de la sangre que ardía en
las espadas de Kulnar y Hebek.
Lorgar volvió la cabeza hacia el firmamento sangrante y cerró los ojos.
Layak se arrodilló junto a él, flanqueado por sus esclavos de espada. La lluvia
roja crepitó al golpear la armadura de los esclavos. Layak se obligó a empezar
a ponerse de pie. Podía sentir como la mente y la voluntad de Fulgrim
chocaban contra las suyas, pero parecía que estuvieran separadas por un
muro, y los gritos y los golpes eran débiles y distantes. Se sentía hueco, como
si fuera una cáscara alrededor de un vacío.
«Hombre vacío». La frase resonó en sus recuerdos y Layak miró hacia
donde se encontraba Actaea. Estaba temblando y unas lágrimas de sangre le
manchaban el rostro. Pareció notar su mirada y volvió el rostro hacia él antes
de darse la vuelta una vez más.
El demonio N’kari se había detenido en su carga a un paso de Lorgar.
Estaba de pie y temblaba, y un vapor rojo salía de sus fosas nasales. Todo su
cuerpo se estaba retorciendo, como si estuviera combatiendo contra una
cadena que lo ataba en el lugar en el que se encontraba.
—Cálmate, oh, ángel iracundo —⁠le dijo Lorgar Aureliano.
N’kari siseó, y mostró los dientes y una lengua con seis puntas que
apuñalaba el aire.

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—Pagarás por esto, sacerdote. Soy el guardián de los secretos de tu alma,
de tus sueños sin nacer. Los arrancaré de…
—No —lo interrumpió Lorgar—. No lo harás. Sirvo a los dioses. Si el
Príncipe Oscuro no hubiera deseado que esto pasara, lo habría impedido.
Los músculos de N’kari se hincharon y su rostro se alargó hasta parecerse
al de un toro con la sonrisa de un lobo.
El demonio soltó una carcajada, y el sonido resonó y retumbó en el
ambiente mientras la lluvia espesa caía sobre el silencio.
Lorgar le dio la espalda y miró a Fulgrim.
—Eres un ser bello, hermano —⁠dijo Lorgar. Alzó la mano y acarició la
mejilla de Fulgrim con el dorso de su guantelete ensangrentado⁠—. Tan
bendecido, tan radiante… —⁠Los ojos de Fulgrim ardían por el odio. Lorgar le
devolvió la mirada con un rostro inexpresivo⁠—. Solo que ser el instrumento
más favorecido de un dios significa cumplir su voluntad y ayudar a sus
propósitos. Eres bello y terrible, pero eres un instrumento, hermano. Nada
más que eso.
Lorgar miró a Layak.
—Deja que hable —le dijo.
Fulgrim soltó un gruñido en cuanto Layak le permitió hablar.
—Tomaré tu alma y…
—Tu consorte ya ha soltado las amenazas necesarias. No espero que te
guste esto, hermano. Siempre has estado demasiado atado al ideal de ti mismo
como para ver que tienes que rendirte ante los poderes y las metas superiores.
Me odiarás por esto. Me repudiarás con todo el rencor de tu ser
inmortalizado. —⁠Los ojos de Fulgrim emitieron un destello. Lorgar le sostuvo
la mirada con el rostro calmo como el agua tranquila⁠—. Me odiarás, pero
obedecerás. Y eso es suficiente.
Lorgar se volvió, y se arrodilló antes de tocar el suelo ensangrentado con
los dedos y pasarlos por sus párpados, frente, barbilla, mejillas y sienes.
—Abandonaremos este lugar. Tú reunirás a tu legión y la llevarás hasta
Ullanor, donde Horus ha convocado la reunión. Acudiremos a él y lo
derribaremos.
Fulgrim empezó a negar con la cabeza, pero Lorgar estiró la mano y la
cerró en la mandíbula de Fulgrim. La carne blanca ardió bajo su agarre.
—Eso es lo que sucederá, porque ahora eres un esclavo, Fulgrim, y los
dioses me han entregado tu cadena. —⁠Apretó más los dedos. Unos músculos
se formaron y crecieron bajo la piel de los brazos abiertos de Fulgrim⁠—. Este
poder no me proporciona ningún placer, hermano. Pese a que eres un ser

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sagrado ahora, y me apena que esto tenga que ser necesario, no pienses que
me abstendré de probar cualquier método para llevar esta cruzada a su fin.
—⁠Miró a Fulgrim a los ojos durante un largo momento y luego besó la frente
del demonio con lentitud y con afecto. Después se volvió y se dirigió hacia
Layak.
»Gracias, hijo mío —le dijo—. No he conocido a nadie más devoto que tú.
—⁠Layak inclinó la cabeza, pero en su mente creyó oír risotadas en el fondo de
sus pensamientos.
«Hijo… Hijo…».
«Devoto… Devoto…».
Tuvo la repentina sensación de que la máscara se estaba riendo de él desde
su superficie interior. Riendo donde nadie podía verla.
—Otórgale el poder de actuar, aunque no el poder de desobedecer
—⁠ordenó Lorgar.
Layak alzó la cabeza, y su mente formó la red de voluntad y órdenes que
hablaban a través de los vínculos que lo unían a Fulgrim. El primarca
demoníaco se arqueó y rugió, y sus puños y sus músculos crecieron. Se
sacudió, y sus alas eran seis grupos de plumas blancas y perfectas. Una
armadura nacarada lo cubría.
N’kari avanzó hasta colocarse al lado de Fulgrim, y su forma con cabeza de
toro disminuyó y se encogió para convertirse en una figura esbelta envuelta en
seda roja, con la piel del color del estómago de un tiburón y unos ojos que
parecían orbes negros. Una delicada cresta de hueso y piel le recorría el centro
del cuero cabelludo.
—Allí a donde vaya el Príncipe de los Príncipes, yo también iré —⁠dijo, y
su voz era una melodía que prometía alegría y sufrimiento⁠—. Estoy vinculado
a esto y a él. Cuando le des una orden, obedeceré tu voluntad. No alzaré la
mano contra ti ni intentaré romper los vínculos que has establecido.
La garganta del demonio se hinchó. Hebek dio un paso hacia delante, con
la hambrienta espada fundida en él, dando sacudidas. Aun así, N’kari no se
movió, sino que tosió y pareció ahogarse durante un instante antes de vomitar
algo al suelo. El objeto estaba envuelto en un fluido negro y espeso, y cayó con
fuerza contra las piedras. Lorgar lo recogió y le limpió la suciedad negra de la
superficie. Era un diente largo, con punta de aguja y hecho de una sustancia
negra y vidriosa. La luz se reflejaba en su superficie, y cada destello emitía un
color distinto. Layak se percató de que el primer instinto que le provocaba
aquello era apartar la vista, y luego no querer dejar de mirarlo. Sabía lo que
era, pues incluso había poseído alguno, aunque nunca uno que procediera de

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una criatura tan enaltecida como N’kari. Era un símbolo, un trato con forma
física. Para algunas criaturas, un símbolo como aquel podía ser un fragmento
oxidado de una espada, una astilla de hueso o una perla perfecta. Quien
poseyera el diente negro podría invocar a N’kari a su lado y darle órdenes, y
nunca podría llegar a sufrir ningún daño directo por parte de la criatura. Si
bien no era lo mismo que el control total de la vinculación, sí que era la forma
física de un vínculo. Un marcador de deudas del Mar de Almas.
Lorgar asintió y le entregó el diente negro a Layak.
—Que así sea —dijo antes de mirar a Fulgrim⁠—. Debes reunir a tu legión.
Fulgrim clavó la mirada en él y el desdén ardió en sus ojos. Luego se
sacudió el pelo y echó la cabeza hacia atrás. Su garganta empezó a ondear, y
unas agallas rojas y húmedas se abrieron en ella. Unas bolsas de piel se
hincharon. Fulgrim llamó hacia el abismo. No produjo un verdadero sonido,
pero la realidad se volvió borrosa y vibró conforme la silenciosa nota
aumentaba de volumen. Actaea se estremeció y sacudió la cabeza mientras
sangraba por los oídos. Los esclavos de espada gruñeron, y los dientes de sus
espadas rechinaron. Layak lo oyó en su mente, un sonido que resonaba por el
enlace que había establecido con el demonio. Era una orden, una petición
para reunirse, como la del aullido de un lobo a su manada. Unas sensaciones e
imágenes lo acompañaban, fragmentos de pesadillas y alegría: el sabor de una
fruta que se comía justo cuando esta maduraba, el grito ahogado de alguien
que moría aterrorizado y asfixiado, el calor de la carne contra el filo de una
cuchilla.
La llamada continuó y continuó, y perforó el tiempo y el espacio. Vibró a
través de la sangre mezclada con genes de los hijos bastardos de Fulgrim.
Eidolon lo oyó en su trono, y la sangre le inundó el blanco de los ojos. En las
ruinas de Nus, ahogadas por el sonido, Glorocletian, Cúspide del Crescendo,
oyó el grito por encima de los sonidos de la piedra al destrozarse y de los
alaridos de los moribundos. En las arenas negras de Netis, Lucius alzó la
mirada por encima de las extremidades desperdigadas en el suelo bajo su
espada. Los rostros de su armadura se arremolinaron y repitieron el grito. En
mil lugares repletos de sufrimiento, los Emperor’s Children oyeron la llamada
y se alzaron desde el placer de su matanza. Se alzaron con amargura en los
corazones, con alegría, con apatía, pero se alzaron. Naves salieron de las
órbitas de planetas mutilados. Flotas desperdigadas se reunieron para viajar
por los restos despedazados de la Tormenta de Ruina. Por todo el Imperio, los
Emperor’s Children oyeron la petición y la promesa de su primarca.
—Disfrutaréis de semejantes placeres… Os otorgaré semejantes cosas…

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Fulgrim bajó la cabeza, y miró primero a Layak y luego a Lorgar.
—Hecho —dijo con una sonrisa irónica⁠—. Bueno, ¿nos vamos?
En el interior de su mente, Layak sintió una risotada que resonaba en el
abismo de su alma.

Argonis

Angron aterrizó en la cima de la colina mientras los Iron Warriors se volvían


a desplegar. Salió vapor al aire cuando el barro destelleó hasta convertirse en
polvo y luego en cristal. El primarca demoníaco se alzó con unos movimientos
tan rápidos que se volvían borrosos, y soltó un rugido que hizo temblar la
carne de Argonis.
Le había preguntado a Perturabo sobre aquel momento, sobre cómo
lidiaría con la criatura en la que se había convertido su hermano.
—Como empiezan todas las conquistas: con su debilidad —⁠le había
contestado Perturabo, y no había elaborado más su respuesta. En la cima de la
colina, donde el viento en llamas por la presencia de Angron le golpeaba el
cuerpo y la mente, Argonis no podía encontrar ninguna debilidad en lo que se
había convertido el primarca. Perturabo se hallaba dentro del anillo que había
formado su Círculo de Hierro. Empuñaba el Rompeforjas en la mano
izquierda, y la cabeza del martillo estaba iluminada por una electricidad fría.
Los autómatas se habían vuelto para que sus escudos apuntaran hacia dentro y
formaran un círculo alrededor de los dos primarcas.
Más allá de ellos, bajo los flancos de la colina, los muros de la formación
de Iron Warriors habían empujado a los World Eaters. Unas andanadas de
proyectiles de bólter habían abierto agujeros en la marea de legionarios
aullantes. Los tanques habían pasado por encima de ellos y los habían
aplastado. Los portadores de escudo los habían seguido de cerca y habían
formado nuevas líneas de plastiacero manchado de sangre. Ya no se trataba de
ninguna defensa, sino que los estaban asfixiando. Habían canalizado a los
World Eaters mientras ellos mataban, y ahora estaban divididos en pequeños
grupos contenidos. Aun así, aquello no duraría.
—Esto es una locura —gritó Argonis.
—Siempre lo ha sido, Voz de Horus —⁠dijo Forrix, y sus palabras quedaron
puntuadas por una carcajada fría⁠—. Solo que ahora la locura es más visible.
En la cima de aquella colina, Angron retrocedió para cargar contra
Perturabo.
—Fuego —ordenó Perturabo.

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El Círculo de Hierro obedeció. Unos proyectiles del tamaño de puños
alcanzaron al primarca demoníaco y le arrancaron unos trozos de carne y
sangre que se convirtieron en ectoplasma negro al caer. Más unidades
abrieron fuego. Angron soltó un rugido y abrió las alas conforme los misiles y
los disparos láser las reducían a jirones. El fulgor del fuego era cegador, un
entramado de luz iracunda contra las nubes de tormenta. Angron avanzó,
empujado por los músculos contra el fuego. El icor supuraba de las heridas
abiertas, y el humo y las cenizas caían de él. Su carne se estaba rehaciendo al
tiempo que le era arrancada, y el primarca demoníaco se estaba hinchando
hasta cernirse sobre la cresta de la colina, temblando de ira e irradiando dolor.
Por un segundo, Argonis llegó a creer que la criatura caería. Luego pareció
encogerse. Las heridas se cerraron. Su armadura brilló con un color blanco y
fluyó sobre los agujeros de balas. Un ruido muy agudo llenó la cabeza de
Argonis y ocultó el sonido de los disparos y de los truenos. No podía sentir
nada más que aquel dolor penetrante en la carne de su alma, que hacía que sus
nervios ardieran, y sabía que no tendría fin a menos que se pusiera de pie, a
menos que lo arrojara de vuelta al mundo convertido en ira y dejara que le
manchara las manos de rojo.
El aluvión de fuego ganó intensidad, pero Angron había logrado dar un
paso hacia delante, y las detonaciones y los disparos se estaban desvaneciendo
en la sombra de su forma. El demonio que había sido un primarca cargó.
El espacio se distorsionó mientras avanzaba. Sus rasgos se disolvieron en
una mancha. Sus alas eran filos de sombra que se movían a alta velocidad, y
sus zancadas, un parpadeo. Arrastraba la tormenta tras de sí: la electricidad
fluía hacia abajo y atravesaba a soldados y máquinas de guerra por igual. Un
tanque explotó después de que su munición y combustible ardieran, lo que
hizo que su torreta saliera por los aires. Un grupo de World Eaters se
convirtió en ceniza en cuanto la energía los alcanzó. La sangre hirvió y se alzó
en glóbulos chamuscados. Argonis observó la situación, incapaz de moverse,
incapaz de obligar a su mente a actuar. Aquello no se trataba de una criatura
de destrucción sin más, sino que era una fuerza aniquiladora que no debía
encontrarse en el mismo reino que los mortales.
Vio un hacha en la mano de Angron. Su borde era una hendidura de luz
afilada y la realidad se resquebrajaba con cada corte. Las heridas provocadas
por su filo echaban humaradas.
Perturabo era una estatua metálica bajo la sombra de la muerte. El hacha
hizo un tajo. Perturabo se apartó a un lado. Incluso cubierto de armadura y
pistones, era más rápido de lo que Argonis podría llegar a imaginar, lo

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suficientemente rápido como para casi evitar el golpe. Pero nadie que fuera
siquiera semimortal podría haber evitado aquel corte. El hacha alcanzó su
hombro, y una luz blanca destelleó. Durante un instante, todo lo que Argonis
pudo ver era blanco, y luego la cicatriz de neón ardió en el fondo de sus ojos.
Oyó más golpes que acertaban en el blanco, y cada uno de ellos resonaba más
alto que un disparo.
En el foso de su alma, pensó en todas las tareas que había hecho en
nombre de Horus con la esperanza de recuperar el sentimiento fraternal que
antes lo había sido todo y que en aquel momento no era más que un recuerdo.
Aquello no sería un fracaso más. Sería la muerte. Su fin había llegado, y él se
convertiría en otro trozo de carne descartado en un mundo que era un
cementerio de huesos en una galaxia a la que habían prendido fuego. Todo
acabaría en aquel lugar: la redención, la hermandad y la mentira de un
propósito mayor.
Argonis recuperó la vista.
Perturabo seguía de pie. Era imposible, pero el Señor del Hierro seguía de
pie.
Unas cicatrices brillantes marcaban las placas de su armadura. La sangre
siseaba al caer por encima del hierro naranja.
Aun así, Perturabo seguía de pie y blandía el Rompeforjas. La cabeza del
martillo parecía un cometa mientras lo movía.
Angron no se movió para evitar el golpe, sino que blandió su hacha de
nuevo con un rugido, y los cables manchados de sangre de su cabeza se
sacudieron. Como todos los otros golpes que había asestado en el último
segundo, era más rápido de lo que Argonis era capaz de ver. Sin embargo,
Perturabo había calculado su propio golpe y lo asestó en el momento exacto
en el que Angron retrocedía para volver a golpear. El martillo lo alcanzó.
Forjado por Fulgrim para el hermano que había asesinado y luego cedido a
Perturabo por parte de Horus, era un arma que trascendía incluso la habilidad
con la que se había fabricado.
La cabeza del martillo golpeó el pecho de Angron. La armadura de bronce
se destrozó. El golpe emitió una onda expansiva, y Argonis la sintió pasar a
través de él. Angron se tambaleó.
Perturabo dio un paso hacia delante y blandió el martillo de nuevo en una
borrosa cortina de electricidad.
Angron embistió hacia delante antes de que Perturabo pudiera golpearlo,
y entonces fue Perturabo quien retrocedió con la armadura ennegrecida por el
fuego de horno que salía de los dientes de Angron. Golpeó con el hacha una y

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otra vez, golpes que podrían derribar a titanes. Unas nuevas heridas se
abrieron en la armadura de Perturabo. Aun así, este siguió de pie.
—Crees que soy débil. —La voz de Perturabo retumbó desde la rejilla de
su casco. Angron lo golpeó dos veces más, y unas astillas de metal cayeron del
Señor del Hierro mientras este volvía a retroceder⁠—. Pero eres tú quien se ha
vuelto débil, Angron. —⁠El primarca demoníaco lanzó una patada a Perturabo
y lo golpeó una, dos y tres veces, mientras el Señor del Hierro perdía el
equilibrio y caía de rodillas⁠—. He aprendido. He reconstruido mi fuerza,
mientras que la desesperación te ha llevado a vender la tuya.
Argonis oyó las palabras y percibió el rencor que contenían, la fría
amargura. Había algo más en ellas también, algo que lo hizo pensar en los
duelos con cuchillos que se libraban en los oscuros laberintos de Cthonia:
cortes cuyo propósito era provocar al adversario, no acabar con su vida.
Angron soltó un rugido, y en la oportunidad momentánea que eso le
proporcionó, Perturabo se puso de pie y blandió el Rompeforjas con más
velocidad que nunca. El aire tembló con cada golpe de la cabeza del martillo, y
la sangre cayó al barro cocido del suelo entre ambos primarcas. Angron
soltaba sangre ardiente, y su armadura rota se desprendía de él. Lanzó un
puñetazo a Perturabo y sus garras le arrancaron la parte frontal del casco al
Señor del Hierro. La tez de Perturabo era de un gris pálido manchada con
sangre.
—Eres débil —le espetó Perturabo⁠—. Eres un esclavo. Naciste un esclavo y
sigues siéndolo.
Angron le hizo un tajo a Perturabo.
Argonis no pudo ver cómo se produjo; solo pudo ver que el Señor del
Hierro se quedó quieto de repente, mientras un chorro carmesí le caía por el
pecho y unas heridas brillantes como sonrisas le aparecían en el torso. Angron
volvió a golpear; pero, de algún modo, parecía estar encogiéndose, y los
bordes de su figura de sombra y llamas retrocedían como una ola en la orilla.
Perturabo blandió el Rompeforjas, y el martillo y el hacha chocaron.
—Tu fuerza te abandona —rugió Perturabo⁠—. No te pertenece. Es de tu
maestro, y la cadena que te controla también te limita. Los hilos de sangre se
están diluyendo. El festín de la matanza solo te mantendrá aquí el tiempo
suficiente para ver morir a tus hijos bastardos.
Al lado de Argonis, Forrix oyó las palabras y presionó un botón de su
comunicador. Los proyectiles comenzaron a volar hacia los World Eaters
divididos. Solo habían transcurrido unos segundos desde que la formación de
Iron Warriors se había desplegado en la última configuración, y en aquel

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momento Argonis se percató de que su debilidad de continuar atacando hacia
arriba en la colina era un simple intercambio: habían vendido su
vulnerabilidad para permitir la matanza. A Argonis no le cabía la menor duda
de que los World Eaters habrían podido escapar de sus corrales en unos pocos
minutos, solo que no iban a tener oportunidad de hacerlo. Los morteros
lanzaron explosivos hacia la encerrada XII Legión. Los cañones rugieron en
oleadas que se superponían entre ellas. Los World Eaters cayeron,
destrozados, y su furia no fue más que niebla ensangrentada que salía de los
pulmones al morir.
Angron se volvió hacia el círculo de autómatas que los rodeaban. Atacó
con su hacha, e hizo unas heridas ardientes y profundas en el frente del anillo
de escudos una y otra vez.
—Su piel es mi piel —dijo Perturabo en voz alta⁠—. Un regalo de
sufrimiento a manos de nuestro hermano. —⁠Caminaba hacia Angron con
dificultad, pero empuñaba el martillo⁠—. ¿Crees que iba a permitir que los
tuyos me atacaran? Ya había evaluado la situación. —⁠Angron se volvió con
rapidez y extendió las alas para volver a acercarse a su hermano. Perturabo
alzó las manos, y las cápsulas de armas se desplegaron de su carcasa de
armadura. Angron batió sus andrajosas alas sombrías.
Perturabo abrió fuego.
Unos rayos de energía y proyectiles exóticos recorrieron el espacio que los
separaba. El fuego y las explosiones envolvieron a Angron, quien desprendió
un humo ectoplasmático. Sus alas se convirtieron en marcos de hueso rotos
cubiertos de tiras de piel. Perturabo avanzó conforme continuaba disparando,
y cada uno de sus pasos era un golpe seco de pistones.
—Morirán en esta misma colina. Morirán sin ni siquiera llegar a asestar
un solo golpe. Lo mejor de tu morralla de hijos de la matanza. Morirán, y tu
alma destrozada verá cómo ocurre mientras se vuelve a hundir en la
oscuridad.
Angron era un contorno en aquel momento, un ser creado de hilos que se
volvían a unir al tiempo que se desataban en forma de humo. Argonis oyó un
zumbido repentino de distorsión de señales en su oído. Forrix se tensó a su
lado.
—¿Qué ocurre?
Forrix no respondió, sino que se volvió hacia un oficial de señales con
casco bulboso que estaba a su lado. Argonis estuvo a punto de exigir una
respuesta cuando un movimiento hizo que volviera a mirar hacia la cima de la
colina.

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Volk salió de entre el Círculo de Hierro. Su cuerpo estaba hecho de bronce
de cañón y volvía a ser más alto, hinchado hasta conseguir el tamaño de un
dreadnought por los pistones de retroceso y los surtidores de munición
enredados. Unas boquillas y matrices de enfoque surgieron de sus brazos y
hombros. Unos cables sobresalían de su piel y volvían a hundirse en él. Su
rostro de calavera se había hundido en la masa de sus hombros y tenía ambos
ojos fijos en Angron.
El primarca demoníaco se estremeció como si acabara de notar la
presencia de una amenaza o un rival. Volk disparó. Los pistones y los
tendones emitieron chasquidos al absorber el retroceso. Unos rayos de energía
y ventiscas de proyectiles alcanzaron a Angron. El ruido era ensordecedor, el
rugido de todos los campos de batalla de la historia mezclados en una sola
sinfonía. Argonis conocía el sonido a pesar de no haberlo escuchado nunca de
aquel modo. Lo había rodeado toda su vida, solo que en fragmentos: el
zumbido del aire ardiente, el golpe seco de los cañones y el traqueteo de las
pistolas. Era el sonido de las herramientas de guerra, pero unido, concentrado.
Completo.
Angron se vio obligado a retroceder. Se le abrieron agujeros ardientes en
el cuerpo y se convirtió en una luz iluminada por un torrente de disparos y
explosiones. Unos copos de ceniza se desprendieron de su carne destrozada. Y
Volk siguió disparando. Las carcasas de los proyectiles caían en el suelo a sus
pies, y cada una de ellas relucía unos segundos antes de convertirse en
ectoplasma.
Perturabo hizo un gesto, y los disparos cesaron en toda la ladera de la
colina. Volk se detuvo un instante después. Las armas que sobresalían de su
carne se hundieron y volvieron a crecer en lugares diferentes. Argonis recordó
las palabras de su viejo amigo en la inclinación de la fortaleza de la montaña.
«El final era tan solo un sueño, pero ¿qué importan los sueños?». Angron
se volvió hacia Perturabo. Su ira surgía de la presencia que quedaba de él; dio
un paso hacia delante, pero se estaba tornando más lento y más débil: sus alas
se arrastraban por el suelo y la piel se le abría mientras sus músculos se
acumulaban en sus hombros.
—Eres… un… traidor —⁠dijo Angron con una voz que se asemejaba al
siseo de una llama apagada.
Entonces Perturabo avanzó y blandió su martillo una sola vez. Angron
cayó. El suelo cocido se partió bajo su caída. Argonis vio cómo se retorcía,
cómo su forma y su sustancia eran un parpadeo de rasgos borrosos: un
guerrero de rostro noble, un monstruo musculoso con la cabeza de un perro y

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un collar de bronce, una colosal sombra de llamas rojas y humo de cadáver.
No había ninguna imagen completa que pudiera ver, sino tan solo el eco del
dolor y de la ira que llenaba la cabeza de Argonis mientras la criatura rota se
arrastraba hacia el Señor del Hierro.
Perturabo se mantuvo en su sitio. La sangre y el aceite caían de su
armadura. Una red de heridas y aberturas la recorrían. Los engranajes y los
servos soltaban alaridos al cambiar de posición. Empuñaba el martillo sin
ejercer demasiada presión. Era una ruina, pero seguía de pie y miraba desde
arriba a aquel que había sido su hermano.
—Cobarde…
Argonis creyó ver que Perturabo abría la boca para responder, aunque no
se produjo ningún sonido de sus labios ensangrentados. Volk se movió hacia
ellos; sus pistones se bloqueaban, liberaban y reformaban con cada paso. Se
detuvo, y las armas que crecían de sus extremidades se volvieron a
reconfigurar. Desprendía un calor que hacía que el ambiente reluciera a su
alrededor. Un brillo blanco y naranja surgía de las juntas de su armadura,
como si un horno estuviera aumentando la temperatura en su interior. El
fuego comenzó a generarse en las bocas de sus armas.
—¿Quieres que todo acabe? —⁠dijo una voz que provenía de Volk, pero
que sonaba como la del demonio del foso de Sarum. Perturabo miró a Volk
antes de volver de nuevo la vista hacia la forma marchita de Angron⁠—. Puede
acabar —⁠continuó la voz, y Argonis no supo si se dirigía a Perturabo o a
Angron, o si era una pregunta o una promesa.
Se hizo silencio en la colina. Las nubes de tormenta se habían aplanado y
se habían tornado tranquilas. Incluso la furia de los World Eaters, que seguían
atacando las líneas de Iron Warriors, se apaciguó, como si el mar de su ira
retrocediera por la orilla.
—Puede acabar —repitió Volk⁠—. No en disolución, no en un retorno al
reino del dolor, sino con la destrucción. —⁠Volk miró a Perturabo⁠—. La
espada está en tus manos, Señor del Hierro.
Argonis mantuvo la mirada fija en la cosa que yacía en el suelo.
Angron era una criatura marchita bajo la mirada de las armas, una gárgola
ennegrecida por el fuego. Una sustancia viscosa y negra caía de él. Su melena
de cables le colgaba por los hombros, lánguida. La carne que se disolvía pendía
de los espolones de sus alas.
—Cobarde… —Angron volvió la cabeza. Un ojo lleno de sangre se fijó en
Volk bajo un párpado de carne chamuscada.

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Argonis no podía apartar la mirada. No sabía qué estaba viendo: un dios
de la guerra disminuido, con dolor en aquellos ojos llenos de odio. No sabía
cómo quería que se desarrollaran los próximos momentos.
—Tenemos que movernos —dijo Forrix, y Argonis parpadeó⁠—. Tenemos
que movernos ya. —⁠El primer capitán se estaba abriendo paso por las filas de
guerreros y se dirigía hacia el Círculo de Hierro y Perturabo⁠—. ¡Mi señor! —⁠lo
llamó, pero Perturabo no se movió ni apartó la mirada de Angron y de Volk.
Forrix llegó a su lado. Argonis se obligó a concentrarse y de repente oyó las
señales que parpadeaban por el comunicador.
—¿Cuál es la voluntad del hierro? —⁠preguntó Volk con la voz de llamas
secas del demonio⁠—. ¿Llegará a su fin o perdurará? —⁠Perturabo seguía sin
responder.
—Mi señor —interpuso Forrix, atreviéndose a colocarse entre Perturabo y
el marchito Angron. Perturabo apartó la mirada de Angron y observó a su
primer capitán⁠—. Una flota hostil se acerca —⁠continuó Forrix⁠—. Un
desplazamiento de cruzada como mínimo. Un despliegue de batalla completo.
—Guilliman —dijo Perturabo.
Forrix asintió.
Un gruñido grave crujió en el ambiente. Aunque al principio Argonis no
supo de dónde procedía, luego vio que lo que quedaba de la boca de Angron
formaba algo que podría haber sido una sonrisa, si un perro cocido pudiera
sonreír.
—Has danzado demasiado tiempo en la costa —⁠dijo Angron. Su voz no
contenía ira, no contenía furia. Estaba vacía; era la voz del polvo nacido del
viento que enterraba un campo de batalla para que nadie recordara su
existencia. Perturabo dio un paso hacia delante, pero el último atisbo de la
sustancia de Angron se estaba desvaneciendo, sus bordes perdían forma, y el
dolor de su presencia en el mundo desaparecía⁠—. Todo es arena…, arena
roja bajo nuestros pies. Y ahora viene la marea.
Desde el otro lado de la colina y más allá de esta, el aullido de las hachas
sierras de los World Eaters se alzó al chirriar y girar contra los muros de los
Iron Warriors, lo que hizo que saltaran chispas. Argonis recordó el sonido de
los chacales del polvo llamándose unos a otros desde las mesetas de Terra. No
era el sonido del desafío o de la promesa de la muerte. Era una carcajada.
Perturabo había alzado la mirada. Sobre ellos, las nubes de tormenta
escampaban para dejar paso a un cielo nocturno que parpadeaba con las falsas
estrellas de las naves.

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—Podemos abandonar el sistema antes de que los Ultramarines alcancen
el planeta si volvemos a la órbita ahora mismo —⁠dijo Forrix⁠—. ¿Cuál es su
voluntad, mi señor?

Perturabo se enfrenta a la ira de Angron

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Parte tres
La víspera de todo lo que debe ser

Página 239
Dieciséis
«Maloghurst»
El viento nocturno de Ullanor sacudía la capa que Horus llevaba sobre la
espalda, y el vaivén de la tela llenaba el silencio. Maloghurst podía oler el
combustible de las naves de aterrizaje mezclado con el polvo de piedra. Casi
parecía real, como si de verdad se encontrara en la víspera del triunfo, todos
aquellos años atrás. Casi.
—Ullanor… —dijo Maloghurst—. Nos pidió que nos reuniéramos en
Ullanor, y aquí estamos, en sus sueños febriles…, siempre en Ullanor. ¿Por
qué, mi señor?
—Creo que ya sabes la respuesta, Mal.
—Porque es aquí donde se convirtió en Señor de la Guerra.
Horus negó con la cabeza, se volvió y apoyó las manos en la barandilla.
Miró hacia la oscuridad debajo de ellos, a la extensa calle del desfile. Los
músculos alrededor de sus ojos se tensaron.
—Porque esta fue la última vez que vi a mi padre, la última vez que fui un
hijo y un hermano. La última vez que no fui el Señor de la Guerra. Tuve una
elección en aquel entonces. Tal vez fue la única vez que se me dio la
oportunidad de no convertirme en lo que soy.
Maloghurst respiró profundamente y el aire le pareció real.
—Él también tomó una decisión, mi señor —⁠dijo en voz baja⁠—. El
Emperador escogió el engaño, esconder la verdad y abandonarnos en cuanto
dejamos de ser los ángeles que su cielo necesitaba. ¿Qué otra opción tenía
usted?
—Las decisiones lo son todo… A la historia la crean las decisiones…
—⁠Horus esbozó una sonrisa mientras hablaba⁠—. Solo que no las que creemos
que lo harán.
—Usted se enfrentará a él y lo derrotará. Volverá a construir el Imperio.
Ese es el futuro que escogió para usted mismo. Para todos nosotros.

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—Mintieron, Mal —dijo Horus en un hilo de voz.
—El Emperador…
—El Emperador, Malcador, Erebus, los dioses… Todos ellos y más.
—⁠Hizo una pausa⁠—. Y yo me tragué las mentiras. Al estar delante de una
mentira revelada por lo que era, me dirigí hacia otra y la seguí hasta que
empezó a llevarme en círculos.
—Fue más allá, mi señor. En Molech, usted se convirtió…
—Ese es el problema del poder. Cuanto más tienes, más necesitas usarlo.
Mil pasos, Mal, diez veces diez mil pasos dados desde el pasado hasta el
presente. Cada uno de ellos producido para que pudiera ocurrir el siguiente,
sin echar la mirada atrás nunca. Sin mirar de dónde procedía.
Horus apartó la mirada del paisaje, y fuera porque había estado escondida
antes o porque solo había empezado a existir en aquel preciso instante,
Maloghurst vio la sangre que cubría la armadura blanca del Señor de la
Guerra. Los ojos de Horus estaban vacíos y fijos en algo más allá de lo que se
podía ver, y su mano derecha estaba apoyada sobre la gran herida que tenía en
el costado. Un color carmesí oscuro pulsaba entre sus dedos.
—Creo que fue la herida —dijo Horus⁠—. El mordisco de Russ. Sentí cómo
se hundía en mí. Vi su rostro cuando me asestó el golpe. En aquel momento,
solo durante aquel momento, nada más existió. Y pude ver, Mal. Pude verlo…
todo. Vi tanto que ahora solo me queda la ceguera. No hay ningún futuro para
nuestra legión que no sea la vergüenza. No quedará honor, pues lo he
quemado todo en esta guerra. Sin importar lo que hiciera mi padre o las
mentiras que nos contara, soy la mano que guía mi propio destino, y siempre
lo he sido.
En el borde del horizonte, el sol empezó a alzarse. El viento soplaba con
más fuerza y batía los estandartes que colgaban de sus postes. Maloghurst
creyó notar que la tierra temblaba. Podía oler el fuego y la ceniza.
—Lo he arrojado todo a las llamas, Mal. —⁠El rostro de Horus era una
máscara de dolor que cubría un foso de ira. Su imagen se tornaba borrosa
conforme hablaba⁠—. Ya no queda nada más que ruinas del sueño, y nada más
que cenizas de la esperanza. Y esto es algo que he provocado yo mismo. He
blandido la tormenta y he sembrado el futuro con cadáveres. Y puedo oírlos…
—⁠Alzó la mano que tenía apoyada en la herida de su costado. Estaba roja⁠—. Y
se están riendo.
—Así que está combatiendo contra los poderes de la disformidad además
de con su padre.

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—Desafié a un tirano que quería convertirse en un dios —⁠dijo Horus.
Apretaba los dientes entre sus labios ensangrentados. El sol rugía detrás de él,
un orbe ardiente pendido de un cielo que era de un color blanco cegador⁠—.
¡No pienso convertirme en el esclavo de los dioses falsos!
Maloghurst sintió que el viento tiraba de él. Se miró las manos, y estas
parecían deshacerse en cenizas y ascuas. La piedra del balcón se estaba
desvaneciendo en humo.
—Es demasiado tarde, mi señor —⁠le dijo. En la lejanía podía notar los
lentos latidos de sus corazones, que dejaban escapar su vida más rápido de lo
que su carne era capaz de sanar⁠—. No podrá conseguirlo —⁠gritó⁠—. Lo sabe.
Lo sabe mejor que yo. Esta parte de usted está matando el resto de su ser.
Debe rendirse. Si no lo hace, entonces no será nada.
—Soy el Señor de la Guerra. No pienso convertirme en un…
—¿Esclavo? Pero me acaba de decir que tomó una decisión, mi señor, que
todo lo que ha sucedido lo ha provocado su propia mano. Dígame, ¿qué parte
de su esclavitud le ha permitido tomar esas decisiones?
—He…
—Tomó la decisión, mi señor, y ahora debe rendirse ante ella. Debe ser el
Señor de la Guerra sin importar lo que le cueste. No le permitiré ser nada
menos que eso.
Maloghurst desenvainó el cuchillo. No era real. La hoja, como todo lo que
veía, era tan solo una forma que se le había otorgado a algo que solo el alma
era capaz de comprender. Notó el peso del cuchillo en la mano y el frío de su
borde al tocar el falso aire. En los pies del trono, un mundo más allá, sus
corazones dejaron de latir.
La imagen de Horus abrió la boca, llena de sangre, para hablar.
Maloghurst clavó el cuchillo en la herida abierta en el costado de su
primarca, y la imagen de Horus se congeló. Maloghurst sintió cómo las llamas
lo recorrían, cómo las garras le arrancaban el último eco de su alma y lo
arrastraban hasta el gran océano de fuego. Horus lo miró con sus ojos vacíos
mientras la sangre le caía de los labios, las llamas le rodeaban el rostro y el
viento empezaba a convertirlos a ambos en cenizas.
—Lupercal ya no existe —jadeó Maloghurst con la poca vida que le
quedaba⁠—. Horus se alza.

Layak

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Layak estaba sentado a solas y observaba su máscara, que estaba apoyada en su
pedestal, y los ojos de rubí que caían por las mejillas le devolvían la mirada.
Sus colmillos sonreían sin alegría. El silencio los rodeaba a ambos. El Trisagio
navegaba por el borde de la marea de la tormenta con los motores a toda
velocidad; unos demonios volaban por delante de la nave a modo de heraldos.
Debían llegar a Ullanor antes de que Horus diera la reunión por terminada.
Por ello, Lorgar y los sacerdotes de la legión habían arrojado sangre y rezos
hacia el Mar de Almas y habían acudido a los hijos de los dioses para que les
permitieran navegar con rapidez. Las naves de los Emperor’s Children los
habían encontrado una a una mientras navegaban por la disformidad, atraídos
por la baliza que era el llamado de Fulgrim. A pesar de que debería haber sido
imposible que una nave localizara a otra dentro de la disformidad, cuando
aquello era la voluntad de los dioses todo era posible.
La voluntad de los dioses…
¿Qué voluntad sería esa?
La máscara sonrió en silencio.
—Hablaste antes, ¿por qué no ahora?
Negó con la cabeza tras interrumpir su silencio por primera vez en cuatro
horas. La sala estaba a oscuras, y no había permitido que sus esclavos ciegos se
encontraran allí. Solo Kulnar y Hebek lo acompañaban y flanqueaban las
puertas en silencio, cubiertos de rojo. Se había dirigido a aquella cámara y
había dejado que el resto de los Word Bearers se encargaran de los sacrificios
y los grandes rituales.
Habían llegado a Orcus mientras una niebla negra y llena de podredumbre
se esparcía por la Telaraña detrás de ellos. Nada había intentado detenerlos.
Había sido como si los túneles alienígenas se hubieran cortado y los hubieran
dejado para marchitarse como una extremidad enferma. Aquel viaje había
transcurrido en silencio, y lo único que había sentido habían sido los giros de
sus pensamientos y cómo el vínculo con Fulgrim tiraba de su voluntad. El
recuerdo de la imagen fantasmal que lo había atacado durante su primer viaje
se alzó y caminó junto a él, vestido de gris y soltando cenizas con cada paso
que daba. No era real, nunca lo había sido, pero lo que le había dicho había
sido cierto igualmente. Layak tenía toda certeza de ello. Recordaba la verdad.
—Aprendí los signos del conocimiento envenenado —⁠dijeron sus
pensamientos⁠—. Vi las máscaras que la humanidad utiliza para cubrir sus
miedos. Aprendí que todos los dioses son falsos, que el poder procede de la
pureza. Estuve allí cuando Terra aún ardía por la guerra y la falta de unidad.
Recorrí los pasillos de templos que ardían y encendí las llamas de ciudades

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condenadas. Serví al Emperador y caminé por los mismos campos de batalla
que él. Lo vi, radiante y glorioso, y supe que él era la verdad y la luz. No era un
dios, sino un poder fuera del alcance de ellos, real, terrible y verdadero.
Tantas piras, tantas cenizas…
—¿Por qué tiemblas, poderoso brujo? ¿Qué puede hacer que tu alma se
torne en hielo? Las llamas de la verdad habrían sido mi regalo para ti, pero eres
una criatura, un esclavo de la oscuridad, y no mereces esa compasión, como
bien recordarás…
El guerrero gris sonrió en el recuerdo de Layak con una expresión fría y
fugaz.
—Fui un Heraldo de la Verdad antes de que Lorgar saliera del mundo de
polvo que es Colchis. Sucedió décadas antes de que viera al primarca. Había
estado luchando entre las Estrellas del Halo, en el enorme y hambriento abismo
de aquella extensión perdida. Ni siquiera entonces fui capaz de ver el veneno de
la fe que se había abierto paso entre nuestra legión. Aquello sucedió después.
Los peores y más puros enemigos del engaño, caídos hasta creer en fantasmas.
—¿Cuál es la verdad? —preguntó en voz alta.
—La revelación no se puede exigir —⁠dijo Actaea detrás de él.
Los músculos de su espalda se tensaron, pero Layak no se levantó ni
apartó la mirada de la máscara.
—¿Cómo has llegado hasta aquí? —⁠le preguntó, y sintió que los hilos de
sus pensamientos volvían a enredarse en la oscuridad.
—Caminando —repuso ella, y Layak oyó sus suaves pasos sobre la
cubierta al acercarse a él⁠—. Kulnar, Hebek y yo tenemos un acuerdo.
—Deberías morir por semejante transgresión —⁠dijo, y él mismo oyó la
falta de convicción en su propia voz.
—Pues mátame.
Actaea se acercó más a él, y el roce del terciopelo rojo le llenó los oídos.
Layak contuvo el instinto de colocarse la máscara para esconder su rostro y
sus pensamientos.
—Puedes ahorrarte el esfuerzo —⁠dijo Actaea tras colocarse frente a él⁠—.
Soy ciega, ¿recuerdas? —⁠Su túnica roja ya no estaba manchada de sangre y se
había colocado la pesada capucha de modo que solo se pudiera ver su boca y
su barbilla. Sonreía, y sus labios esbozaban una enigmática línea.
Lo miró antes de observar la máscara. Se acercó a ella con lentitud y
extendió la mano como si quisiera tocar su forma.
—No hagas eso —le pidió Layak.
Ella detuvo la mano y la volvió a introducir en su túnica.

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—Mi fe es falsa —continuó él—. ¿Verdad?
—¿Crees en los dioses?
—Sí —repuso.
—¿Crees que la humanidad solo puede sobrevivir si obedece a los dioses?
—Sí —repitió.
—Entonces eso es real.
Layak se quedó callado durante un momento.
—Nunca escogí esa fe —dijo finalmente⁠—. No me convirtieron, no me
persuadieron ni me mostraron la luz. Solo tomaron esa fe que tenía y la
arrancaron de mí. No fui alguien convertido tras ver la luz, sino que fui un
apóstata.
Actaea alzó la barbilla, ladeó la cabeza y asintió.
—Te crearon, te dieron un nombre, una fe y, finalmente, poder. Luego te
arrebataron el recuerdo de lo que habías sido antes. El antiguo iconoclasta sin
dioses quedó abandonado en las cenizas de las llamas de las que renaciste.
—⁠Negó con la cabeza un par de veces con lentitud⁠—. Todo eso sucedió hace
mucho tiempo.
—¿Acaso el tiempo cambia algo?
—Lo cambia todo —contestó ella.
Layak notó que la nave temblaba bajo él al atravesar un cordón de
corriente de la disformidad. No dijo nada.
—Lorgar ha colocado centinelas en el exterior de tu cámara, ¿sabes?
—⁠preguntó Actaea tras unos instantes.
Él asintió, y luego se percató de que aquel gesto no tenía sentido.
—Sí —dijo—. Soy un arma. He llevado a cabo una de las tareas para las
que me creó. Sostengo las ataduras de un príncipe enaltecido del panteón. No
se puede dejar algo así sin vigilancia.
—Si has aceptado eso, ¿por qué le pides a los dioses que te guíen?
—Se me negó la verdad. He sido utilizado —⁠contestó⁠—. Y puedo sentir…
cómo me carcome. Todo lo que soy capaz de oír ahora son ecos. Los ecos de
quien era, los ecos del ser del Príncipe del Placer. Eso es lo único que me
queda ahora: el guerrero que creía que los dioses eran una abominación y la
risa de un ser inmortal.
—Esa es la consecuencia de lo que eres y de lo que te han hecho, Zardu
Layak. Tu fe es una creación, y tu propósito, un instrumento de tu señor. Con
el tiempo empezarás a recordar cada vez menos; el pasado será absorbido por
el poder de las criaturas que has encadenado. Es un destino del que no puedes

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huir…, solo que ahora mismo, durante un breve momento, tienes algo que
hace que no seas un esclavo. Tienes una elección.
Layak se quedó mirando la máscara durante un largo momento.
—No deseo convertirme en un esclavo, pero no veo otra opción —⁠dijo,
antes de volver la cabeza para mirar a Actaea.
El espacio a su espalda estaba vacío. El aire quieto y las penumbras se
extendían hasta donde se encontraban Hebek y Kulnar, inmóviles junto a las
puertas selladas.

Argonis

La flota de Ultramarines se desplegó por el vacío conforme avanzaba. Había


surgido de la disformidad en un orden estricto, con cada nave situada cerca de
sus hermanas para que todo el conjunto pareciera una lanza estrecha que salía
de la nada hacia la oscuridad. Las naves que estaban fuera de posición se
recolocaban rápidamente tras entrar en el espacio real. Y no ralentizaron;
avanzaron hacia Deluge a toda velocidad, y sus motores emitieron unas llamas
azules y amarillas tras de sí. Capa a capa, las naves se desplegaron de la
formación cerrada como los pétalos de una flor que se abría bajo el sol. Los
escudos de vacío crepitaban sobre los cascos de gris ceniza y las torres de
armas doradas. Varias naves de los Quinientos Mundos navegaban junto a
ellas: el Venganza Eterna, renombrado y refabricado a partir de los restos del
Bellicosia, dejado a la deriva en la órbita de Calth; el Aesoclus, un galeón de
guerra de las Cohortes Libres de Indumabia; y la flotilla de los Príncipes del
Cinturón de Casandra. Los guerreros y las máquinas de guerra llenaban sus
cascos, y el fuego, las recámaras de sus armas.
La flota de Perturabo se acercó más a la órbita. En el interior de las naves,
los lexmecánicos y los grupos de servidores comenzaron a calcular los
patrones de disparos. Junto a ellos, las naves de los World Eaters navegaban
en formaciones dispersas.
El primer disparo recorrió el vacío entre ambas flotas. Era un proyectil de
racimo nova disparado por las armas de la barcaza cañonera Séneca. La habían
fabricado mucho antes del alzamiento del Emperador, por lo que era un arma
de una era perdida, cuyo poder se desvanecía debido a que los medios para
repararla y mantenerla habían desaparecido del conocimiento. Aquellas
batallas de venganza serían las últimas que libraría. Un grupo de tres
macroproyectiles alcanzó al crucero de los World Eaters llamado Sabueso
Rojo. Cada proyectil nova del grupo era del tamaño de un bloque de

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habitáculos y estaba cargado con plasma y explosivos. La primera detonación
arrancó el casco del Sabueso Rojo e hizo arder el aire de sus cubiertas
exteriores. El siguiente grupo de cabezas explosivas penetró las heridas
abiertas del casco antes de explotar en su corazón. La explosión del reactor de
la nave, combinada con la carga explosiva del proyectil, generó un segundo sol
que ardía sobre el cielo de Deluge. Argonis se estremeció cuando el fulgor de
la luz le alcanzó los ojos un instante antes de que el visor de su casco se
oscureciera para compensar, y los datos tácticos de la flota quedaron ocultos
por la destrucción que se había desatado en la órbita del planeta. Recuperó la
vista y vio que la sombra marchita de Angron esbozaba una sonrisa rota desde
el suelo, donde yacía, a los pies de Perturabo.
—Moriréis aquí —dijo Angron mientras otro destello partía la cúpula del
cielo sobre sus cabezas⁠—. Moriréis con nosotros.
—No, no moriremos —contestó Perturabo⁠—. Me niego a permitir que eso
suceda. —⁠Volvió la destrozada parte frontal de su casco hacia el cielo⁠—. ¡Me
niego! —⁠gritó. Argonis nunca había oído al Señor del Hierro gritar. Los
rugidos de los otros primarcas habían resonado por los campos de batalla en
los que había combatido, pero Perturabo era un guerrero de matanza fría y su
ira era la caída silenciosa de un hacha. No obstante, en aquel momento rugió.
Había furia en ese rugido, furia, amargura y desafío.
La luz de la guerra que se libraba en la órbita era una corona parpadeante,
pues los Ultramarines continuaban disparando contra los Iron Warriors.
—Así es como acabará todo —⁠dijo Angron mientras se enderezaba. Un
fuego rojo fluía bajo su piel resquebrajada, y sus extremidades marchitas
daban sacudidas por los músculos que se hinchaban. Las alas de su espalda
crujían conforme el humo dibujaba la piel entre los huesos chamuscados⁠—.
Así es como debe acabar.
Los World Eaters se estaban alejando de la colina en aquel momento y
gritaban al cielo con las hachas en alto, hacia la cortina de llamas del
firmamento que formaban las flotas que se acercaban a ellos.
—La flota debe reconfigurarse —⁠gritó Forrix⁠—. Se están acercando a una
distancia suficiente para lanzar una ola de asalto terrestre. Si pretendemos
resistirla o evacuar, debemos actuar ahora.
Perturabo miró a Forrix, a Argonis y a Volk, uno a uno. El silencio había
caído sobre la cima de la colina, como si se hubiera dibujado un círculo en el
que el clamor de los gritos y de la guerra no podía entrar.
Angron estaba de pie y había crecido hasta volver a formar una enorme
figura de carne roja y oscuridad desgarrada. Temblaba, y sus músculos etéreos

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se tensaban al tiempo que la ira surgía de él en oleadas. No se movió, pues un
momento de control inhumano lo mantuvo donde estaba mientras alzaba su
hacha y señalaba a Perturabo con ella.
—No puedes huir de esto —⁠le dijo, masticando las palabras con el horno
que era su boca y con una voz que era un fuego al rojo vivo entre sus dientes
en llamas⁠—. Todos nos volveremos rojos, tu sangre y la mía. Bajo la carne,
todas las caras son calaveras.
Perturabo no miraba a Angron, sino que tenía la atención puesta en Volk,
en la enorme arma viviente que había sido su leal hijo.
—Angron —dijo en voz baja. Angron pareció sorprenderse, pero
Perturabo se volvió y alzó su martillo no a modo de amenaza o desafío, sino
como un saludo⁠—. Hablo con el guerrero que fue mi hermano en vida. No
puedes morir. Tu maldición es ser eterno. Podrás quedarte aquí y ver cómo
tus hijos y los míos caen, pero no te liberarás de la maldición. Nunca lo harás.
Aunque fluyera un río de sangre.
—¡No importa, siempre que fluya! —⁠rugió Angron. Se produjo un latido
en el tiempo, un momento entre la inmovilidad de Angron y un movimiento
borroso. Pese a que Argonis no pudo verlo, sintió que un aliento se le
arrebataba desde detrás de los dientes.
—Tienes una opción —dijo Perturabo al momento. Angron se detuvo⁠—.
Estaré a tu lado, Angron. Solo fuimos hermanos de sangre, pero ahora, en este
mismo lugar, estaré contigo si así lo decides. Lucharemos, y caeré como tú
quisiste caer antes de que nuestro padre te negara la muerte que tanto
ansiabas.
Perturabo dio un paso hacia delante.
—Es la última decisión que podrás tomar, Angron; tal vez la última de
toda tu vida. Puedes condenarme a mí, a mis hijos y a los tuyos a morir aquí o
puedes venir conmigo para enfrentarnos a nuestro padre.
La inmovilidad de Angron era absoluta. Su forma corpulenta era una
estatua, y la oscuridad turbia y la ira que lo rodeaban se calmaron. Argonis se
percató de que tenía la mirada clavada en el primarca demoníaco, fija en la
personificación de la violencia sin fin, que en aquel momento no se movía. La
sangre le picaba en los bordes de los ojos, y en su estómago se despertaron los
recuerdos de las emociones que hacía tanto tiempo le habían arrebatado.
Aquella quietud era lo más terrorífico que había visto jamás.
Sobre ellos, la luz de la batalla relucía entre las estrellas.
—Pongo mi vida y las vidas de mis guerreros en tus manos, hermano
—⁠dijo Perturabo.

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Diecisiete
«Ekaddon»
Un arco voltaico golpeó el suelo frente a Ekaddon. La oscuridad se tragó su
visión durante un segundo, y él se apartó de un salto por instinto. Un
proyectil de bólter estalló donde se había encontrado antes, y la metralla le
golpeó la armadura. Se puso de pie. El aire de sus pulmones era espeso y le
quemaba la piel dentro de la armadura. Unas voces llenaban sus oídos,
gritaban, reían, gorgoteaban y se solapaban. Los sonidos de la batalla
parecieron estar más lejos durante un instante. Luego recobró la visión, como
si alguien le hubiera quitado una venda de los ojos. La luz recorría la sala del
trono, y los destellos de los disparos atravesaban la oscuridad. Unas cortinas
de luz actínica refulgieron. Ekaddon vio cómo un Luperci se abalanzaba sobre
uno de los Justaerin con las fauces abiertas de par en par y las garras
extendidas. El exterminador vestido de negro disparó al demonio, y una lanza
de fuego atravesó al Luperci justo antes de que este completara su ataque. Un
icor ardiente y fragmentos de hueso salieron despedidos de él, y luego este
aterrizó. Los bordes de sus garras eran de color blanco por el calor mientras
desgarraban la armadura negra. Un humo ensangrentado ocultó el brillo de
los disparos cuando ambos combatientes cayeron entrelazados.
Y la escena continuaba y continuaba; semidemonios y guerreros de negro,
que corrían para matarse entre ellos bajo los ojos cerrados de su primarca.
Maloghurst yacía a los pies de Horus, con la mano alzada, apoyada sobre el
pie de su señor. Las fauces de la herida del costado del Señor de la Guerra se
habían abierto, y la sangre que brotaba tanto del primarca como de su
palafrenero cubría los peldaños situados debajo de ellos. El fuego y el destello
de los escudos de vacío ocultaban la vista a través de la ventana de cristal
detrás del trono.
Ekaddon se quedó paralizado cuando dirigió la mirada hacia Horus. Su
sustancia era delgada, como una imagen que se proyectaba en el humo, y

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parpadeaba en la propia existencia.
Una espada de energía brilló en el borde de su visión, y Ekaddon logró
volverse a tiempo para apartarse de un hacha que descendía sobre él. Dos
Justaerin se acercaban y asestaban golpes pesados y letales mientras él
retrocedía. Disparó sus tres últimos proyectiles hacia la masa central de los
exterminadores con la esperanza de aturdirlos, pero estos no se detuvieron, y
él tuvo que continuar apartándose hasta alcanzar la base del trono
ensangrentado.
—¡Traidor! —gritó uno de los Justaerin⁠—. ¡Profanador!
Ekaddon desvió un golpe con la parte plana de su propia hacha y sintió
que la electricidad le recorría el brazo cuando los campos de energía de las dos
armas se encontraron. Los chirridos de las espadas sierras y de los Luperci se
alzaron contra las carcajadas que se adentraban en sus pensamientos.
Las puertas situadas en el extremo de la cámara empezaron a abrirse y
unas líneas de fuego surgieron de la abertura, que cada vez era más amplia.
Ekaddon pudo ver a guerreros ataviados en una armadura verde oscura con
placas frontales de bronce que cargaban por delante de más exterminadores
vestidos de negro carbón.
Uno de los Justaerin que se enfrentaba a Ekaddon notó un momento de
distracción y dirigió un golpe a su cabeza. Ekaddon se apartó y devolvió el
ataque, pero el Justaerin avanzó hacia el impacto. Unos fragmentos de
ceramita negra salieron despedidos de la armadura cuando el hacha de
Ekaddon cortó el borde de una de sus hombreras. El Justaerin echó su peso
hacia delante, y Ekaddon sintió que su pechera se partía ante el impacto y que
el dolor le irradiaba por todo el cuerpo mientras caía contra los peldaños del
trono. La imagen del primarca sangrando lo observó con unos ojos que no
veían nada, un cadáver sentado donde antes había estado un rey de la
conquista. El rostro de Maloghurst estaba a un palmo de él, con los ojos
abiertos y la mirada perdida, pues ya no vería nada nunca más.
—Parece que lo captas, chico —⁠le había gruñido tras romperle la mano
dominante a Ekaddon, tantos años atrás, en el bajo mundo de Cthonia. La
punta astillada del cuchillo de Ekaddon sobresalía del hueso justo por debajo
del ojo de Maloghurst, y caía sangre por su mejilla⁠—. Servirás —⁠rio⁠—. Claro
que servirás.
Ekaddon trató de ponerse de pie, pero una bota le aplastó el pecho. Más
dolor. Alzó la vista para mirar el rostro de Falkus Kibre mientras este
apuntaba con su bólter.

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—Traidor —le espetó el Enviudador. Su armadura estaba dañada por la
batalla y seguía cubierta de una capa de escarcha, un residuo de la
teletransportación. Detrás de él se encontraba Horus Aximand, con unos ojos
como fuego frío en su máscara de piel.
Los círculos gemelos de los cañones de las pistolas llenaron la vista de
Ekaddon. Se había percatado de que el sonido de la batalla se había calmado,
por lo que sonrió hacia los cañones y esperó que estos se lo tragaran. Un muro
de fuerza golpeó al comandante de los Justaerin. El aire relució con una luz
espectral cuando Tormageddon se deslizó para dejar de ocultarse. Unos arcos
de fuego frío recorrían su armadura. Ekaddon empezó a ponerse de pie.
—Dejadlo —ordenó el huésped demoníaco con un traqueteo seco emitido
por unas cuerdas vocales sin usar.
Ekaddon se apoyó en el suelo para ponerse de pie. Kibre alzó su bólter
para disparar a Tormageddon.
+No.+
La palabra arremetió contra Ekaddon, y sus músculos se paralizaron.
Los disparos cesaron. El ruido desapareció.
+No, hijos míos+, dijo la voz de nuevo. Ekaddon sintió que volvía la
cabeza. Alrededor del hierro del trono estaba apareciendo escarcha y el
ambiente se había tornado cálido. Unos gritos agudos y distantes invadieron
el cráneo de Ekaddon.
El Señor de la Guerra abrió los ojos. Un fuego de horno ardía bajo sus
párpados. Se puso de pie, y unos fragmentos de sangre congelada cayeron de
él como si de rubíes se tratase. Las fauces de su costado se habían cerrado, y su
armadura se encontraba en perfecto estado. Unas imágenes fantasmales de
rostros agonizantes danzaban y giraban a su alrededor, y las sombras de
manos cadavéricas le acariciaban la armadura mientras bajaba de la tarima. Su
forma se había vuelto borrosa ante los ojos de Ekaddon, y el color, las luces y
las sombras parpadeaban como la imagen de un pictógrafo estropeado. No
podía respirar ni apartar la mirada.
+Hijos míos+, dijo Horus con una voz que resonó en el cráneo de
Ekaddon y destrozó la voz de sus propios pensamientos. +Habéis dudado y
habéis temido…+
Cada figura de la sala se arrodilló cuando Horus pasó entre Ekaddon,
Kibre y Aximand. Los grandes jefes de guerra estaban postrados contra el frío
metal, como si las manos de los cielos los sujetaran. Incluso Tormageddon se
había encogido y había inclinado su cabeza con cuernos, como si fuera un
perro bajo la mirada de un enorme lobo.

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+Pero ahora todas las dudas y miedos morirán+, continuó Horus. Las
palabras en la mente de Ekaddon se desvanecieron en el aire y se unieron al
sonido mientras el Señor de la Guerra se situaba sobre ellos.
—Todo arderá… —dijo el Señor de la Guerra en voz alta antes de alzar a
Kibre con una garra bajo su barbilla. El Enviudador estaba temblando⁠—.
Todo será conquistado. —⁠Horus se volvió y miró a Aximand. Unas lágrimas
rojas caían de los ojos del Pequeño Horus⁠—. Y todos se arrodillarán.
Horus caminó entre los guerreros postrados y los demonios que
suplicaban en silencio.
Ekaddon sintió como si su cabeza fuera a explotar, como si sus músculos
se fueran a reducir a polvo. Quería salir corriendo. Quería suplicar clemencia.
Quería asesinar y reírse, y vivir y ver que su estrella ascendía en una era
dorada que aún no había llegado.
—Levantaos, hijos míos —ordenó Horus.
Ekaddon se puso de pie. El dolor se drenó de su cuerpo. Los demás se
levantaron al mismo tiempo, con las miradas fijas en Horus, quien se volvió
para mirar a la luz del vacío que se arremolinaba tras la enorme ventana. Sus
ojos eran fríos y negros, reflejos de la batalla que se estaba produciendo en el
exterior.
—Acabaremos con esto ahora —⁠continuó⁠—. Y luego iremos a Ullanor.
—⁠Ekaddon creyó ver la sombra de una sonrisa en los labios del Señor de la
Guerra⁠—. Mis hermanos me están esperando. Y luego la batalla final nos
espera a todos.
Horus avanzó hacia la puerta dando grandes zancadas, con la electricidad
acumulándose en su mano con garra. Los Sons of Horus lo siguieron, y un
coro de los condenados cantó a su paso.

Argonis

El Conquistador fue la primera nave en girar. La nave insignia de los World


Eaters aceleró para enfrentarse a los Ultramarines. Los macroproyectiles
rebotaron en sus escudos. Luego, sus hermanas siguieron a la primera nave,
entre rugidos, para combatir contra su enemigo directamente. Dos murieron
en esos mismos segundos, cuando unos disparos coordinados destrozaron sus
cascos, que ya estaban dañados. La barcaza de batalla llamada Monumento a la
Victoria se volvió para enfrentarse a la carga salvaje y se llevó a ocho
destructores con ella. El Conquistador le lanzó fuego a modo de respuesta y le
golpeó los escudos como un guerrero que alentaba al enemigo a acercarse a él.

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Sobre el arco de Deluge, la Gran Flota de Perturabo se mantenía en una
formación cerrada con los propulsores activados para conservar su posición.
Los primeros torpedos de largo alcance comenzaron a explotar entre ellos. Las
submuniciones de plasma detonaron contra los cascos en esferas de fuego
solar. Los Iron Warriors devolvieron el fuego e iluminaron la oscuridad con
munición de corto alcance para tragarse la artillería que se cernía sobre ellos.
La flota de Ultramarines empezó a desplegarse en una formación menos
concentrada y en forma de disco que puso a los World Eaters y a los Iron
Warriors entre ella y el núcleo del sistema. En el grueso centro del disco se
encontraban las armas más pesadas de la flota. Argonis observó los datos
tácticos que se expandían por el visor de su casco y pensó en los fosos de lucha
de los World Eaters, en los luchadores que empleaban una red para atrapar a
sus oponentes antes de empalarlos con un tridente en el pecho. A su
alrededor, las cañoneras se alzaban en los cielos. Unos cargueros de lados lisos
se tragaron bloques de World Eaters. Los demonios gruñían a sus espaldas, y
sus gritos iban perdiendo volumen conforme sus cuerpos se disolvían en el
barro. Sobre ellos, Angron volaba en círculos. La ira que desprendía el
demonio emitía líneas rojas en el aire.
—Dentro —gruñó Forrix, tirándole del hombro, y luego corrieron hacia la
rampa de un Stormbird mientras sus motores se activaban con un grito
agudo. La nave empezó a alzar el vuelo antes de que la rampa se cerrara detrás
de él.
»Distribución de flota recomendada para atravesar la línea enemiga —⁠dijo
Forrix, entregándole una placa de datos a Perturabo. El primarca negó con la
cabeza de manera tajante.
—No —dijo—. No huiremos sin más. Angron necesita sangre, así que se la
daremos.
Las luces rojas del compartimento de carga relucieron por la superficie
destrozada de su armadura. En aquella penumbra, el metal se asemejaba más a
unas escamas que a unas placas, y los rasguños quedaban reducidos a heridas.
La mano de Perturabo danzó sobre la placa de datos antes de devolvérsela a
Forrix.
—Transmite estos datos a todas las unidades que se encuentran en órbita.
—¿A los World Eaters?
—A todas las unidades —repitió Perturabo⁠—. Arrojaremos sangre y fuego
al vacío.
Forrix echó un vistazo a la placa y luego la introdujo en una toma situada
en la pared. Un instante después, Argonis vio que la orden se desplegaba en el

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visor de su casco. Casi le cortó la respiración.
—Esto es una misión suicida —⁠susurró.
—Solo si los demonios han mentido —⁠dijo Perturabo. Tenía los ojos fijos
y sin parpadear, y estos relucían de un color negro bajo la luz roja.
Las naves de los Iron Warriors comenzaron a moverse conforme las
cañoneras se dirigían a sus hangares. Los motores se encendieron y
empezaron a empujarlas una al lado de la otra. Se desató el fuego desde
aquellas que se encontraban más cerca de los Ultramarines. Unas andanadas
se dirigieron hacia la masa asesina de naves mientras esta se acercaba. Las
partes exteriores de la flota enemiga empezaron a girar hacia dentro para
rodear a su presa.
Las señales de las órdenes de Perturabo empezaron a transmitirse en
forma de cascada entre las naves de los World Eaters. Algunas de ellas giraron
y se acercaron a los Iron Warriors, mientras que otras avanzaron sin
miramientos y atacaron las naves enemigas con diversas andanadas de
disparos.
—Perderemos esas naves —dijo Argonis. La cañonera se estaba alzando
para dirigirse al Sangre de Hierro mientras la colosal nave atravesaba las
explosiones. Perturabo no se inmutó.
—Tres cuartos de los World Eaters indican que están preparados
—⁠informó Forrix⁠—. Y el Conquistador confirma que Angron se encuentra a
bordo.
—¿Cuántos miembros de la Decimosegunda quedan en la superficie?
—⁠preguntó Perturabo.
—Es imposible de estimar —repuso Forrix⁠—. Quedan algunos, por
supuesto. Su disciplina es…
—No esperaremos —lo interrumpió Perturabo. La cañonera se sacudió al
aterrizar en la cubierta del hangar⁠—. Que comience el proceso. Quiero que
todas las naves se adapten a mis órdenes.
—El Conquistador… —empezó a decir Forrix.
—El Conquistador obedecerá o morirá —⁠lo interrumpió Perturabo⁠—.
Pueden ver las consecuencias, así que la decisión es suya.
La trampilla se abrió, y Perturabo salió a la penumbra de la plataforma del
hangar, que estaba iluminada por unos rayos. Argonis se percató de que el
primarca se movía de forma fluida, como si no hubiera sufrido daños ni en la
armadura ni en su propio cuerpo.
Tras salir de la cañonera, Argonis notó que la vibración de la cubierta
aumentaba. Muy por debajo de ellos, el reactor de plasma de la nave empezó a

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funcionar a máxima potencia. En el vacío, la flota de Ultramarines parecía ser
una mano que se cerraba alrededor de los World Eaters y de los Iron
Warriors. El fuego procedía de todas partes y se dirigía hacia ellos. Aunque los
comandantes de los enemigos pudieran estar preguntándose por qué los Iron
Warriors no centraban sus disparos y trataban de atravesar las defensas,
aquello no los detuvo. La red se cerraba sobre ellos. Algunas naves empezaron
a morir.
El Rompepiedras recibió el impacto de un racimo de proyectiles nova que
había disparado el Séneca y se partió por el medio. El fuego recorrió sus
compartimentos y sus cubiertas interiores. El golpe solo fue parcial, pues los
proyectiles secundarios detonaron en el vacío que rodeaba su casco en llamas.
A pesar de que podría haber sobrevivido, las llamas encontraron un cargador
de artillería situado en el casco de la nave. La explosión partió su estructura, y
los restos de la nave se esparcieron en una nube de gas y fragmentos de color
blanco por el calor.
El acorazado de los Ultramarines llamado Estandarte de la Verdad fue el
primero en asestar un golpe de cerca a los Iron Warriors. Las matrices de
bombardeo brillaron al soltar proyectiles ante ellas. Unas estrellas en
miniatura detonaron entre las naves de piel de hierro que comenzaban a
devolver el fuego, pero el Estandarte de la Verdad era una nave de la antigua
Cruzada y podía ignorar su respuesta gracias a sus escudos del vacío. El Alba
de Estroncio se volvió para enfrentarse a la nave de los Ultramarines y sostuvo
su posición hasta que las dos destrozaron sus respectivos escudos y armaduras
con unos proyectiles y cohetes a quemarropa. La atmósfera sangraba entre
ambas naves mientras estas continuaban atacándose mutuamente.
Tajo Mortal, la fragata pesada de los World Eaters, salió de la formación y
se dirigió hacia las dos naves. Unos torpedos de abordaje surgieron de su proa
y atravesaron la quilla del Estandarte de la Verdad. Los World Eaters se
adentraron en las cubiertas inferiores de la nave. La sangre y los gritos de
pánico se abrieron paso entre los miembros de la tripulación mientras el
sonido de las hachas sierras rechinaba por encima de las sirenas de batalla. El
Tajo Mortal avanzó y clavó su proa en el puente del Estandarte de la Verdad.
Las dos naves se tambalearon entre giros y se dispararon entre ellas como dos
enemigos que se daban hachazos mientras caían por un acantilado.
Las primeras andanadas concentradas golpearon al Sangre de Hierro. Los
escudos de su proa y de su columna se desvanecieron con un destello. Los
oficiales de artillería de las naves de Ultramarines rotaron sus baterías y se
apresuraron a disparar a la enorme embarcación antes de que esta pudiera

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regenerar sus escudos. La batalla contra una nave de aquel tamaño nunca se
decidía con un único golpe de gracia, pues era demasiado grande y contaba
con demasiada armadura y escudos. Para vencerla, se debía librar una batalla
de desgaste y llevar a cabo un ataque tras otro hacia su masa principal hasta
que esta moría debido a sus heridas. Aquello era lo que los capitanes y los
comandantes de artillería habían predicho, aquello era para lo que se habían
preparado. Sin embargo, los escudos del Sangre de Hierro no volvieron a
aparecer. En su lugar, el auspex de los Ultramarines detectó unos picos de
reactor en las naves de los Iron Warriors y de los World Eaters. Al pensar que
su presa estaba a punto de intentar alejarse de su red, proporcionaron energía
extra a sus propios motores, y el espacio que separaba a ambos bandos se
redujo.
El Sangre de Hierro giró lentamente, rodeado de una creciente capa de
fuego. A su lado, el Conquistador se colocó en formación para que las dos
enormes naves se encontraran a un kilómetro de distancia.
—Los motores de disformidad están preparados —⁠dijo Forrix cuando
Perturabo llegó al strategium. Argonis vio al Señor del Hierro pensar antes de
asentir.
—Da la orden.
Forrix inclinó la cabeza y se volvió antes de hablar hacia el comunicador.
Un segundo más tarde, las luces de alerta parpadearon para cambiar de un
color ámbar a un azul frío. La vibración de la cubierta se convirtió en un alto
zumbido similar al rechinar de los dientes. Argonis cerró los ojos durante un
instante y, por primera vez, esperó que los Dioses Oscuros los protegieran.
La traslación hacia la disformidad no tenía nada que ver con la mecánica.
Los motores y los cálculos que permitían que las naves abrieran un agujero
hacia el Mar de Almas eran un revestimiento de ciencia que ocultaba un
proceso que era, en esencia, una transgresión de la realidad. Lo que parecían
ser reglas no eran más que un consuelo para las mentes humanas. Una de
aquellas reglas era que la traslación hacia la disformidad solo debía intentarse
lejos de la gravedad de los planetas y las estrellas. Desobedecer dicha regla
significaba arriesgarse a crear una grieta inestable entre mundos, una herida
hambrienta que atraería todo lo que pudiera para llevarlo al más allá.
Los navegantes fueron los primeros en percatarse de lo que estaba
sucediendo y comenzaron a gritar hacia el comunicador por toda la flota de
Ultramarines. Los transmecánicos balbucieron por la sorpresa y la
incredulidad. Los capitanes empezaron a soltar órdenes rápidas para dar la
vuelta o la marcha atrás. La energía se dirigió hacia los motores mientras

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algunas naves de la flota de Ultramarines se esparcían por el vacío. Otras, en
cambio, continuaron su avance, pues sus comandantes ignoraban o
desconocían el peligro.
El espacio empezó a crepitar con una electricidad multicolor. Unas heridas
se formaron en la piel de la realidad y se abrieron para crear vacíos brillantes.
Unas alas imposibles batieron a través del vacío mientras los huracanes de
fuego azul y verde danzaban alrededor de las naves de los World Eaters y de
los Iron Warriors.
En el corazón del Sangre de Hierro, los corazones de Argonis dejaron de
latir. Sintió como si su piel estuviera retrocediendo hasta adentrarse en su
carne. Una única nota alta, cuyo volumen se incrementaba por momentos, le
invadió los oídos.
El vacío se partió. Los agujeros que se habían formado en la realidad se
abrieron todavía más y fluyeron juntos hasta que una sonrisa desigual recorrió
el arco de la órbita de Deluge. Unos enormes ojos y dientes ondularon en el
borde de la herida. Se quedaron quietos durante un momento, ilusión y
existencia al mismo tiempo. Luego inhaló. Las naves dieron vuelcos hacia el
más allá, y los enormes cascos giraron sobre sí mismos una y otra vez como
unas astillas atrapadas en una tormenta. Unas criaturas con cuerpos hechos de
niebla soltaron aullidos, y rasgaron y mordieron los cascos de las naves, que
cayeron hacia el abismo y las profundidades de la nada. Unas aullantes llamas
de fuego destrozaron las embarcaciones de los Ultramarines, y los cadáveres
cayeron hacia las mareas puras del Caos. Los más afortunados fueron presas
de las garras de demonios carroñeros que esperaban algo de comer. Los demás
siguieron cayendo, y su carne se distorsionó y se disolvió al tiempo que sus
almas gritaban por el tormento.
Y, a través del torbellino y los balbuceos, el Sangre de Hierro y el
Conquistador cayeron. Las otras naves daban vueltas junto a ellas, con los
cascos relucientes bajo la luz espectral, pero sin recibir ningún golpe por parte
de las garras o la tormenta. En el exterior del puente del Conquistador, la
figura de Angron se dirigió a la parte más alta del casco. Su cuerpo era una
masa de músculos encorvada cubierta por sus alas, que formaban una enorme
capa ondulante bajo los vientos de la disformidad. Se enderezó, aún
manteniendo la figura que había portado en el reino mortal. Unos enjambres
de Nunca Nacidos lo rodearon entre gritos, una muestra de respeto por parte
de los depredadores menores hacia el alfa de su especie. Angron alzó los
brazos. A su alrededor, los cadáveres de la flota destrozada de los
Ultramarines eran sombras rojas. La falsa sustancia de sus músculos se apartó

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de su ser cuando este echó la cabeza hacia atrás y soltó un rugido de victoria a
modo de llamado.
Las mareas de las tormentas los golpearon y arrastraron a las naves con
sus garras, como un niño en los brazos de su madre. A través de la
disformidad, los World Eaters oyeron el grito del Ángel Rojo y lanzaron sus
naves hacia las mareas.

Layak

—Hemos llegado —indicó Fulgrim. Pareció inspirar, pues sus fosas nasales se
ensancharon y se le hinchó el pecho. Alzó los cuatro brazos, con las palmas de
las manos extendidas y la cabeza echada hacia atrás, de modo que su melena
de cabello blanco le cayó por los hombros⁠—. Ullanor, madre de honor, cuna
de gloria… —⁠Soltó el aire y abrió los párpados que habían ocultado sus ojos.
Bajó los brazos y la barbilla, y escupió. La roca chisporroteó y ardió donde el
esputo negro había caído⁠—. Sabe a caducado.
El señor comandante Eidolon emitió un sonido ululante que pudo haber
sido una carcajada. Lorgar miró de reojo al oficial de los Emperor’s Children y
apartó la mirada sin decir nada. Junto a Eidolon había un desorganizado
grupo de guerreros de colores abigarrados, y todos ellos portaban unas armas
pesadas con cañones amplios y sonrientes, y unos enredos de tuberías de
cromo. No habían cuestionado cómo había regresado su señor una vez que
sus naves habían abandonado la disformidad junto a la flota de Lorgar, sino
que lo habían aceptado y celebrado con matanza. Más de ellos llegaban con
cada hora que transcurría, hijos que regresaban ante la llamada de su padre.
Layak dejó de mirarlos. Cien guerreros de su propio capítulo rodeaban su
posición. Aparte de él y del propio Lorgar, el resto se había quedado en órbita
mientras los primarcas acudían a ver el último lugar en el que el Imperio
había estado unido. No había visto a Actaea desde el viaje a través de la
disformidad. Lorgar no había mencionado su ausencia, y Layak tenía la
sensación de que el primarca la consideraba una herramienta que ya había
cumplido su propósito, por lo que ya no tenía que pensar más en ella.
La lluvia caía de la capa de hierro del cielo. Observó que el agua salpicaba
la armadura de Lorgar, unas gotas grises sobre carmesí. Delante de ellos, la
meseta se extendía hasta el horizonte, con sus rasgos aplastados y su piel
tallada por la lluvia. Las huellas de las naves de aterrizaje y de las máquinas de
guerra todavía marcaban el suelo. Desde el aire, Layak había mirado hacia
abajo y había visto los patrones de los enormes campamentos, en los que las

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legiones y los ejércitos habían aterrizado y se habían reunido, pues sus
recuerdos aún se encontraban en el suelo gris. El agua se acumulaba en el
fondo de zanjas poco profundas situadas entre extensiones planas de roca
destrozada. Se habían formado charcos en las depresiones que reflejaban la
tenue luz del día hacia el cielo. Unos pequeños montículos de restos moteaban
el suelo: una pila ordenada de barriles de gasolina, oxidados hasta quedar de
un color naranja apagado; la oruga de un tanque, que yacía en el suelo como la
piel descartada de una serpiente; y el esqueleto de una carpa enorme, con los
últimos restos de tela todavía colgando, hecha jirones en los postes.
Detrás de ellos, la Tarima Imperial se alzaba hasta rozar el liso cielo de
hierro. La suciedad se había acumulado en el mármol blanco y delineaba los
ojos de las estatuas con unas sombras grumosas. Aun así, a pesar de la
humedad, no crecía moho en las piedras, y Layak no había visto que creciera
ninguna planta en la meseta conforme la sobrevolaban. Las imágenes captadas
desde la órbita habían detectado flora y fauna que regresaban a algunas de las
regiones ecuatoriales, pero todo lo provocado por la guerra y la fría mano del
Mechanicum casi dos décadas atrás aún permanecía. Ullanor había seguido
siendo una tierra yerma, un marcador de tumbas establecido en el corazón de
un imperio muerto. El viento recorrió los arcos de la tarima y sus altos pasillos
con unos aullidos agudos a través del aire húmedo.
—No hay nadie aquí —gorgoteó Eidolon.
—Mucho mejor, si de verdad pretendemos matar a nuestro hermano
cuando llegue —⁠dijo Fulgrim.
Lorgar clavó la mirada en él.
—¿Qué? —preguntó Fulgrim con una sonrisa de dientes afilados⁠—.
¿Pensabas que iba a ocultárselo a mis hijos? La lealtad para ellos es… algo
personal. Creo que a la mayoría le encantaría asesinar a Horus. Seguro que
a ti también, ¿verdad, mi precioso renacido?
Eidolon soltó un gruñido, y Layak sintió que el sonido le hacía temblar, de
algún modo, la carne dentro de la armadura.
—Ah, el orgullo… —canturreó Fulgrim⁠—. ¡Qué dulce es tu obsequio de
dolor!
Eidolon se volvió con unos movimientos que eran fluidos y
descoordinados al mismo tiempo. Layak vio que sus ojos se contraían y se
hinchaban al mirar al suelo.
—Deberíamos prepararnos antes de que llegue alguien más —⁠gorgoteó
Eidolon.

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—Ya ha llegado alguien. Mirad… —⁠dijo Lorgar. Señaló con la mano, y el
grupo de mortales y semidioses se volvió. Una figura estaba de pie en los
niveles bajos de la plataforma mientras la lluvia caía sobre el azul frío de su
armadura. No se movió cuando lo miraron. Fulgrim mostró los dientes.
—Oh… —susurró—. No esperaba que estuviera aquí. Maravilloso.
—Alpha Legion —gorgoteó Eidolon.
—¿Esperabas que Horus llegara antes de que nos encontráramos con el
inconveniente de preguntarnos si nuestros otros hermanos y sus hijos
apoyarían tu intento de hacerte con la corona?
Lorgar observó la figura que aún estaba en la tarima.
—Perturabo y Angron no llegarán a tiempo, si es que llegan. A Mortarion
ya le han ordenado que se dirija a Terra.
—¿Estás seguro? —preguntó Fulgrim en un ronroneo.
Lorgar no respondió, sino que dio un paso hacia la figura.
—Identifícate —le pidió en voz alta.
—Soy Alpharius —respondió.
—Por supuesto —dijo Fulgrim tras soltar una carcajada. Luego miró a
Lorgar y se encogió de hombros⁠—. Pero, por otro lado, sí que podría serlo…
—No hay indicios de ellos en el planeta o en la órbita —⁠ululó Eidolon.
—No los habría —dijo Lorgar en voz baja con la mirada aún clavada en la
figura solitaria.
—Podría complicar las cosas —⁠añadió Eidolon.
Lorgar fulminó con la mirada al antiguo lord comandante.
—Comenzad el despliegue —ordenó⁠—. Todo lo que tenemos, disponedlo
en un orden formal. Armas cargadas y listas.
—Hablando de complicaciones… —⁠gorgoteó Eidolon, y todos lo
miraron⁠—. Unas naves acaban de entrar en el sistema y se dirigen
rápidamente hacia nosotros. Las hemos oído salir del Gran Océano.
Semejante clamor…
—¿Quién? —espetó Layak.
Eidolon lo miró. Los sacos de aire en la garganta del comandante se
hincharon y se deshincharon con lentitud.
—¿Quién si no? Es el Espíritu Vengativo. Los Sons of Horus han llegado.
El Señor de la Guerra está aquí.
Layak sintió el frío recorrer su interior, aunque no estaba seguro de por
qué.
—Proceded tal como hemos planeado —⁠ordenó Lorgar un momento
después⁠—. Preparadlo todo. Lo derribaremos aquí mismo cuando descienda

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para saludarnos.
Layak sostuvo las correas de las ataduras de Fulgrim con fuerza hasta que
el primarca demoníaco inclinó la cabeza.
—Como desees, hermano. Como desees.
Lorgar se volvió y recorrió la planicie gris. Layak lo observó durante un
largo momento antes de recordar a la figura que había estado en la
plataforma. Alzó la vista, pero aquel que decía llamarse Alpharius no estaba en
ninguna parte.

Página 261
Dieciocho
«Layak»
Las cañoneras negras y verdes volaron desde más allá del horizonte. Se trataba
de varios Stormbirds y Storm Eagles, flanqueados por interceptores y
rodeados de cazas de combate. Las armas rotaban en sus monturas. Las
cápsulas de búsqueda de objetivos observaron las filas de Word Bearers y a los
Emperor’s Children desperdigados.
—Un misil rápido y todo esto acabaría —⁠murmuró un miembro de la
guardia de honor de Eidolon que Layak no había conocido antes, un guerrero
con la arrogancia de un espadachín y una armadura bañada en plata.
—No —ronroneó Fulgrim mientras la nave volaba en espirales sobre sus
cabezas⁠—. No, no, no, mi bello Telemachon. En primer lugar, no podríamos
lanzar el misil antes de quedar reducidos a una pasta de sangre bajo esas
armas y, en segundo lugar, no se puede matar a una criatura como Horus
solo con derribar su transporte. Es indecoroso y le falta la floritura simbólica
necesaria que mi hermano tanto aprecia. —⁠Fulgrim esbozó una sonrisa
taimada hacia Lorgar⁠—. ¿No es así, mi queridísimo hermano?
—Comenzad la cacofonía en cuanto aterrice —⁠ordenó Lorgar sin mirar a
su alrededor. Layak esperó un instante y luego le susurró la orden a Fulgrim.
—Como ordenes —siseó el primarca demoníaco⁠—. Así se hará. Eidolon,
prepara a mis hijos para cantar.
—Será un placer —gorgoteó el señor comandante, y siseó una orden hacia
el comunicador.
Un Stormbird surgió por encima de la tarima. Era negro, y su fuselaje
estaba oscurecido por el hollín. Unos rasgados ojos rojos relucían en sus alas y
en sus mejillas; cada uno de ellos situado sobre una estrella dorada de ocho
puntas. Los propulsores rotaron hacia abajo para mantener la nave a flote, y
esta descendió. Unos remolinos de polvo se alzaron ante la corriente
descendiente.

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Muy por encima de la superficie del planeta, Layak sabía que los
Emperor’s Children estarían empezando su primera tarea en aquel complot.
En los interiores de las naves, la carne de miles de esclavos empezó a sentir la
caricia de numerosas herramientas mientras su sangre se llenaba de
potenciadores de sensaciones. Unos sonidos se alzaron de ellos, y cada boca se
convirtió en el instrumento de una sinfonía de agonía. Las máquinas de acero
plateado y cromado captaron el sonido, lo separaron y lo canalizaron a través
de conductos y aparatos cuyos diseños habían roto las mentes de sus
creadores. Los sonidos se alargaron y se sumaron a ellos mismos, de modo
que los gritos de los esclavos comenzaron a explotarles sus propios cráneos y a
hacer que la carne de sus huesos vibrara. Unas nieblas de dolor empezaron a
formarse en la disformidad que los rodeaba al tiempo que sus almas se
tensaban entre la vida y la muerte. Los forjadores de sonidos oyeron la cascada
de ruido en sus receptáculos de amplificación, y el color de sus armaduras se
arremolinó al ritmo de la textura del sonido. Más tarde, cuando ya había
alcanzado el borde de la perfección, lo liberaron. Los comunicadores de
derivación ardieron cuando la cacofonía se esparció por el comunicador
orbital.
A unos cincuenta metros de Layak, la cañonera aterrizó en Ullanor. Se
abrieron las trampillas, y unos guerreros ataviados con armaduras negras
como el carbón salieron del interior de la embarcación y formaron un amplio
círculo.
Eidolon cambió de posición y ladeó la cabeza como si estuviera
escuchando algo con atención. Los sacos de su cuello ondearon y pulsaron.
—Nuestras naves detectan un gran grupo de embarcaciones que se acerca
desde el sol —⁠ululó, volviéndose para mirar a los dos primarcas.
La sonrisa de Fulgrim creció.
—Diría que se trata de uno o más de nuestros queridos hermanos.
—No serán capaces de ver u oír lo que pasa aquí —⁠dijo Lorgar con una
voz tan poco cargada de emoción como su expresión⁠—. Identificadlos y
mandad la señal como hemos planeado. Será la verdad dentro de poco.
Volvieron a observar la cañonera negra cuando la rampa de su nariz se
abrió. Tres figuras salieron de la boca de la nave: Kibre, vestido de un color
negro pulido y observando sus alrededores; Aximand, en verde oscuro, con su
rostro despellejado y vuelto a coser en una expresión similar al trueno; y, por
último, la figura de Tormageddon, con el rostro escondido tras un casco con
cuernos y un aura que era como un estandarte negro que arrastraba tras de sí.
Layak podía sentir cómo las emociones de los dos jefes de guerra mortales

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burbujeaban y se evaporaban hacia el éter, como los rayos al buscar un
camino hacia el suelo. Le habría dado que pensar si no hubiera sido por la
figura que apareció detrás de ellos.
Horus, Señor de la Guerra del Imperio, Consagrado del Panteón, salió a la
luz.

Argonis

—Nos aproximamos al alcance de los sistemas auspex —⁠gritó el oficial de


augures situado detrás de Argonis. A pesar de que el hombre era humano, su
carne se había perdido bajo un amasijo de cables, y la parte superior de su
rostro era una máscara lisa y con remaches de hierro. Una rendija de luz azul
parpadeaba donde deberían haber estado sus ojos⁠—. Hay múltiples naves
tanto en órbita baja como en alta. Detecto doce naves en una formación de
patrulla esférica dispersa.
—Augures a máxima potencia —⁠ordenó Perturabo⁠—. Marcad cada nave.
Enviad la energía a las armas una vez se hayan asegurado todos los objetivos.
Configurad la preparación de lanzamiento de asalto.
Argonis casi podía notar cómo la amenaza de las palabras volaba por el
ambiente. Observó las cortinas de datos que ondeaban con las mareas del
cambio. Unos gritos cortantes recorrieron la oscuridad de la cámara.
Perturabo era una estatua en su centro y estaba acompañado por el silencioso
y enorme Volk, situado justo detrás del primarca. Las flotas habían salido de
la disformidad en el lado lejano del sol de Ullanor y habían cruzado el sistema
manteniéndolo entre ellos y el planeta, y luego directamente detrás de ellos
para que la radiación de la estrella confundiera a todos los sensores, salvo a los
más directos y concentrados. A pesar de que aquello había puesto a prueba la
paciencia de los World Eaters, estos habían seguido las órdenes. En aquel
momento se estaban acercando al alcance de los sensores de la órbita de
Ullanor.
—¿Crees que somos paranoicos, hijo de Horus? —⁠le preguntó Forrix,
quien estaba detrás de él.
Argonis no respondió por un momento.
—Acudís a vuestro Señor de la Guerra con las espadas desenvainadas
—⁠dijo finalmente, repitiendo la objeción que le había dedicado a la orden de
Perturabo cuando este la había dado por primera vez.
—Eso es lo que conlleva la guerra, ¿no es así? Nunca se sabe cuándo se
tendrá que luchar. —⁠Forrix hizo una pausa, y sus ojos se movieron por sus

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propias pantallas de datos⁠—. O contra quién.
El Sangre de Hierro tembló cuando cientos de recámaras se cerraron sobre
sus proyectiles. Unas nubes de gas se arremolinaron alrededor de las torretas
de plasma después de que estas soltaran refrigerante hacia el frío del vacío.
Ante ellos, el orbe de Ullanor colgaba en el espacio, rodeado de nubes grises y
blancas, y de sus lunas, que parecían grandes perlas en su cuello. En la
oscuridad de su órbita, varias naves flotaban y reflejaban puntos de luz solar.
—La identificación de naves inicial detecta embarcaciones de las legiones
en su mayoría —⁠dijo un oficial de sistemas auspex, aunque Argonis sabía que
Perturabo ya habría leído aquellos datos varios segundos antes⁠—. Dos fuerzas
principales de la Tercera Legión y de la Decimoséptima, y una fuerza más
pequeña de la Decimosexta en órbita cercana. Los motores indican al menos
dos embarcaciones de clase Gloriana.
Argonis frunció el ceño ante la información táctica.
—Deberíamos poder enviar un saludo y leer sus identificaciones.
—Los enlaces de los comunicadores están en blanco —⁠dijo el oficial.
—¿Qué…? —empezó a preguntar.
—Gritos —lo interrumpió Forrix mientras alzaba la vista⁠—. Todos los
canales están cubiertos de gritos.
—Los World Eaters están acelerando hasta alcanzar una velocidad de
ataque completa —⁠informó un oficial de puente de los Iron Warriors.
—Bien —dijo Perturabo.
Argonis avanzó a grandes zancadas. El Círculo de Hierro se interpuso en
su camino, pero los autómatas se quedaron quietos cuando Perturabo se
volvió para mirarlo.
—¿Qué está pasando?
—Prudencia —repuso el Señor del Hierro.
—El Señor de la Guerra…
—Aún no ha pronunciado su voluntad —⁠lo interrumpió Perturabo. Sus
ojos oscuros destellaron⁠—. Esas naves del vacío pertenecen a la Tercera
Legión. La última vez que los vi fue antes de una traición. —⁠Se dio unos
pequeños golpes en las capas de placas de su armadura⁠—. Una lección de
sangre se recuerda en hierro.
—Mi señor —dijo Forrix, y el control seco de su voz se resquebrajó⁠—.
Tenemos una señal…
—¿Del Espíritu Vengativo?
Forrix negó con la cabeza.
—Proviene del Trisagio, de Lorgar…

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Algo se movió en la oscuridad espejada de los ojos de Perturabo antes de
que este mirara a Forrix.
—¿Qué dice?
El rostro de Forrix estaba pálido bajo la luz fría de las cascadas de datos.
—Que el Señor de la Guerra ha muerto.

Ekaddon

—¿Cómo que no puedes comunicarte con la superficie? —⁠gruñó Ekaddon. La


túnica de Sota-Nul tembló en lo que podría haber sido un encogimiento de
hombros. Detrás de él, el puente del Espíritu Vengativo cantó en un repentino
torbellino de alerta.
—Todo el espectro de nuestras comunicaciones está lleno de unos
patrones de distorsión de gran poder que comenzaron en cuanto el Stormbird
del Señor de la Guerra alcanzó la superficie del planeta. No podemos
atravesarlo directamente y nos llevará tiempo filtrar la distorsión. La
estimación primaria indica que nos tomará treinta y un minutos. Hasta ese
momento, su efecto oclusivo tiene un índice del noventa y nueve coma ocho
dos cinco…
—Usa a los astrópatas.
—La distorsión se extiende hasta el éter. Está creando una completa
anulación del espectro. Trascendente. Mística. Profana. Total.
Los pensamientos de Ekaddon iban a mil por hora. Lo que estaba
sucediendo solo podía significar una cosa: traición.
—¿Qué hay del resto de la flota?
—La capa de distorsión de nuestras comunicaciones no ha cambiado en
los dieciocho segundos que han transcurrido desde la última vez que he
explicado sus efectos.
Ekaddon contuvo una reprimenda.
—¿De dónde procede? —preguntó tras obligarse a hablar con calma.
—Origen desconocido. La distorsión afecta a los sensores de la nave en la
que nos encontramos.
Ekaddon apretó la mandíbula e inhaló, listo para soltar una retahíla de
maldiciones en cthoniano.
—Pero… —continuó Sota-Nul⁠—, podría aventurar una suposición.
Ekaddon miró los conjuntos de luces en el interior de su capucha negra.
Los tecnosacerdotes no suponían. Estaba seguro de que había oído una nota
de placer en la voz de Sota-Nul.

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—¿Una suposición?
—Sí —repuso ella, antes de volverse, deslizarse hasta el centro de la
cámara y alzar la vista hacia donde el arco de Ullanor partía el paisaje más allá
de la cúpula de cristal sobre sus cabezas. Unos destellos de luz relucían sobre
el planeta gris y el vacío negro; cada uno de ellos era otra nave más⁠—. Si me
atreviera a suponer, diría que procede de la Tercera Legión.
A Ekaddon se le heló la sangre. Luego se puso en marcha y se apresuró
hacia las puertas.
—A todas las unidades. Preparaos para un aterrizaje inmediato.

Layak

—Lorgar —llamó Horus mientras se alejaba de la cañonera. Kibre lo seguía de


cerca y empuñaba el Rompemundos delante de él. Aun así, por mucho poder
transhumano que tuviera el Enviudador, no era más que una mota de fuego
detrás de un cometa.
Horus Lupercal llenó la visión de Layak, atrajo todos sus sentidos y
destrozó todos los otros detalles, de modo que él y solo él fuera el centro del
mundo.
Una armadura de noche…
Una capa que desprendía fuego…
Unas espadas de luz estelar…
Aquella visión fue como un golpe físico. Layak sintió que su mente daba
vueltas y vueltas, como si fuera una hoja atrapada en una onda expansiva. La
oscuridad chasqueaba y se arremolinaba en la sombra del Señor de la Guerra.
El suelo bajo sus pasos se convirtió en cristal negro, en un espejo roto, en
obsidiana. El rostro de Horus relucía, y sus rasgos eran como una imagen que
se grababa a fuego en la retina y en la mente.
El grupo de guerreros reunidos detrás de Lorgar y Fulgrim pareció
encogerse, pues tanto los Emperor’s Children como los Word Bearers se
arrodillaron.
—Poneos de pie —ordenó Horus, y aquellas palabras hicieron que todos
los guerreros se levantaran.
Fulgrim se apartó e inclinó la cabeza, lo que hizo que su cabello blanco le
cubriera el rostro. Layak podía sentir cómo el vínculo con el que había atado
el alma del primarca demoníaco se profundizaba mientras este gritaba para
que lo liberara. Lorgar había inclinado la cabeza también y tenía las manos

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apoyadas sobre la empuñadura de su maza, mientras el otro extremo reposaba
en el suelo a sus pies.
—Hermano —lo saludó Horus.
Lorgar alzó la mirada con una sonrisa tranquila en el rostro.
Layak hizo girar un fragmento de voluntad en su mente. Las manos de
Fulgrim se dirigieron a las empuñaduras de sus espadas. El ambiente
alrededor de la tarima era tenso. La máscara le estaba arrancando la piel del
rostro, y sus púas se le clavaban con profundidad, como si estuvieran
intentando introducírsele en el cráneo. Detrás de ellos, las filas de guerreros
estaban de pie bajo el cielo gris. La lluvia danzaba sobre la armadura negra de
los Justaerin, y las gotas explotaban en fragmentos de plata.
«No funcionará —dijo una voz en la mente de Layak, una voz que era al
mismo tiempo suya y ajena⁠—. Lorgar estaba equivocado».
—Mi Señor de la Guerra —estaba diciendo Lorgar, y Layak vio que Horus
alzaba la mano en un gesto de saludo amable. El mundo estaba fracturado, y
las imágenes transcurrían con el parpadeo de los segundos. Lorgar estaba
quieto; Eidolon lo observaba todo con ojos fríos. Fulgrim le dirigió a Layak
una mirada que desprendía odio.
Había llegado el momento. Tenía que suceder entonces. Un instante. Un
perfecto instante de traición.
Fulgrim atacaría. Luego, Lorgar abriría su mente. La sangre y los huesos
que Lorgar había arrojado al suelo en un ritual octal oirían la última voz
votiva, y las almas muertas y las voces perdidas de la disformidad se alzarían
para ahogar a Horus antes de que Lorgar asestara un último golpe de gracia
mientras pronunciaba las palabras de los dioses. Los hijos de Fulgrim
aniquilarían a los Sons of Horus de la superficie del planeta, y a aquellos que
se encontraban en la órbita se les daría a escoger entre alzarse en la gloria o
morir en vano. Las otras legiones acudirían hasta aquel lugar, verían que el
Señor de la Guerra había caído y se arrodillarían ante la Voz de los Dioses.
—Tienes algo que hace que no seas un esclavo —⁠dijo el recuerdo de la voz
de Actaea, aunque por un momento a Layak le pareció algo real, como si le
estuviera repitiendo las palabras en aquel instante⁠—. Tienes una elección.
—Los dioses deben triunfar, y Horus no les dará la victoria —⁠había dicho
Lorgar⁠—. Otro debe ocupar su lugar…
«Pero si el Señor de la Guerra no cae…», dijo la voz de sus pensamientos.
Horus alzó y estiró la mano, como si fuera a bendecir o a abrazar a Lorgar.
Layak inclinó la cabeza. Su voluntad se formó y se endureció. Fulgrim
luchó contra sus ataduras.

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«Horus se alza».
El golpe del Señor de la Guerra alcanzó a Lorgar en el pecho y lo lanzó por
los aires.

Argonis

—El Señor de la Guerra ha muerto tras alcanzar la superficie del planeta


—⁠indicó Forrix, ante el silencio estupefacto de todos⁠—. Las heridas que le
provocó Russ han podido con él finalmente.
Las miradas se posaron en Argonis. La oscuridad se desató en su mente, le
recorrió los nervios y le arrebató la sensación de las extremidades.
Aquello no podía ser verdad. Después de todo lo que había sucedido,
aquel momento no podía ser real.
—¿Es un enlace directo? —preguntó con la boca seca⁠—. ¿Con Lorgar?
—No, es un paquete de mensajes transmitido. Hay una anomalía que
impide las comunicaciones. Este ha sido el único método con el que han
podido contactarnos.
Argonis sintió que la marea negra de sus pensamientos cambiaba y que los
sentidos que se le habían paralizado se agudizaban de nuevo. Alzó la vista y
miró a los ojos fríos y firmes de Perturabo.
—El Espíritu Vengativo está en órbita, tiene que estarlo. Consígueme un
enlace de comunicaciones con él.
La luz azul del visor del oficial de augures parpadeó durante un momento.
—No será posible, mi señor. El único canal de comunicación abierto es el
establecido con el Trisagio.
Argonis volvió a mirar a Perturabo. Un entendimiento silencioso se reflejó
desde los espejos negros que eran los ojos del primarca.
—El demonio dijo la verdad —⁠musitó Argonis. Detrás de Perturabo, la
enorme figura ensombrecida de Volk se estremeció y levantó la cabeza.
—Traición —dijo Perturabo antes de volver la mirada hacia Forrix⁠—.
Acelerad a velocidad de batalla. Que todas las naves establezcan como
objetivos a la Tercera Legión y a la Decimoséptima.
—¿Y los World Eaters y su señor?
—Decidles que han traicionado a Horus. Soltemos a los perros para que
hagan su trabajo.

Layak

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El mundo parpadeó. La luz emitió un destello. Las sombras huyeron.
La armadura se agrietó, y la sangre salpicó el aire con gotas delgadas como
agujas.
Lorgar se tambaleó tras el golpe de Horus.
Fulgrim se quedó paralizado. Todo se quedó paralizado. La quietud se
esparció como una onda expansiva. Lorgar cayó al suelo, y las piedras
destrozadas salieron despedidas por los aires. Layak observó. Los hilos del
nombre de Fulgrim estaban callados en su mente. Su máscara estaba fría sobre
su rostro.
Horus bajó la mano. Tenía el rostro serio, con los rasgos cincelados a
partir de la sombra. Kibre estaba justo detrás de él y sostenía el Rompemundos
con ambas manos. Lorgar trató de ponerse de rodillas con la boca abierta.
Horus se volvió a medias y empuñó la maza que le ofrecía Kibre. Giró y
golpeó en un mismo movimiento. La embestida fue lenta, sin prisa, y contenía
el desdén de un dios en vida que tocaba a un mortal. Los campos de energía de
la maza no estaban activados, por lo que su peso era frío. Alcanzó a Lorgar en
el pecho y le hizo levantar la cabeza al salir volando hacia atrás, con el cuerpo
retorcido y soltando sangre de sus dientes destrozados. Horus permaneció de
pie con la maza a su costado, indiferente. Su presencia se cernía sobre el resto
como una nube de tormenta que rugía en silencio.
A través de los ojos de la máscara, Layak vio que la imagen del Señor de la
Guerra parpadeaba y cambiaba: una colosal figura de sombras negras, con el
rostro iluminado por una luz espectral; un jefe de guerra envuelto en pieles de
lobo, con las manos y el rostro rojos por la sangre; un rey con una capa
azabache y una corona de laureles ardientes; un príncipe con un traje de
placas doradas y blancas como las perlas. Cada imagen apareció y desapareció,
cada una igual de real que la anterior.
Lorgar empezó a ponerse de pie. Su aura era una nube que giraba y relucía
de un color rojo sangriento y un amarillo enfermizo. Unos impíos rostros
burlones sonreían desde el éter. La sangre empezó a brotarle por el rabillo del
ojo cuando miró a Fulgrim, pero el Príncipe del Placer no se movió. Fulgrim
soltó una carcajada, y aquel sonido fue como la caricia de mil cuchillas en el
interior de su cráneo. Lorgar miró a Layak.
Layak le devolvió la mirada al ser que le había roto el alma y lo había
convertido en un esclavo. Y negó con la cabeza.
Lorgar abrió la boca para gritar. Layak podía sentir cómo la mente de su
señor intentaba dirigirse a la disformidad, desesperado, atormentado, entre
gritos.

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Horus dio un paso hacia delante. Una ola de fuerza lanzó a Lorgar por los
aires y lo hizo caer de espaldas. Layak podía ver las corrientes del éter que
drenaban de alrededor de su primarca. Su aura se estaba marchitando y se
convertía en harapos de electricidad blanca. Aun así, seguía siendo un
primarca, y su carne había sido forjada a partir de secretos que solo conocía el
falso dios que lo había creado. Lorgar se obligó a ponerse de pie. Horus lo
golpeó en la espalda. La armadura carmesí se partió, y el primarca volvió a
caer al suelo. Horus le propinó una sola patada, y el movimiento fue una onda
de fuerza y un gesto de poder mental. Lorgar cayó de espaldas una vez más.
Horus bajó el Rompemundos y lo apoyó en el pecho de Lorgar.
—Me lastimas, hermano —dijo Horus en voz baja y con calma.
—Sirvo…
—No tienes fe. Anhelas aquello que no es tuyo y que nunca podrá serlo.
Deshaces todo lo que has conseguido.
Lorgar alzó la mirada hacia el Señor de la Guerra.
Por un momento, Layak pensó que iba a protestar, pero Lorgar se quedó
quieto, y sus facciones permanecieron firmes y tranquilas bajo la sangre que
brotaba de él.
—Tienes defectos. Fracasarás, y los dioses te abandonarán.
—Solo que no voy a hacer un imperio para los dioses, hermano. Soy el
Señor de la Guerra, los dioses se inclinan ante mí, y todos se postrarán y
sabrán que soy su salvador.
Lorgar soltó una carcajada gélida.
—No —dijo—. No harán nada de eso.
Horus lo miró durante un largo momento y luego alzó el Rompemundos.
Unas cuerdas de fuerza telequinética levantaron a Lorgar, y una niebla de
calor lo rodeó.
—Si tanto deseas arrebatarme este poder… —⁠dijo Horus, alzando su
garra. Sus dedos afilados eran rendijas blancas en el mundo. La maza de
Lorgar se alzó de donde había caído y desprendió polvo de su cabeza al
liberarse y flotar hasta caer a los pies de Lorgar⁠—. Hazlo, hermano.
Lorgar observó la maza caída. Layak estaba quieto, y parte de él quería que
el primarca empuñara el arma, mientras que el resto le gritaba que la dejara en
el suelo. Lorgar jadeaba. Su rostro estaba pálido, y las venas oscuras se
mostraban debajo de su piel.
—En las cenizas de Monarchia, ¿nuestro padre te dio una oportunidad así?
—⁠preguntó Horus⁠—. Vamos, empuña tu arma. Mata al señor al que llamas
débil. Los dioses nos observan, Lorgar. Puedo sentirlo.

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Lorgar alzó la mirada y se enderezó. Layak casi no era capaz de mirar a
Horus en aquel momento, pues solo había un vacío, una herida que gritaba en
la realidad. Sin embargo, sí que podía ver al Señor de la Guerra, como si una
imagen diferente estuviera invadiendo su mente sin ojos.
—Me… —La voz de Lorgar sonaba ronca y seca⁠—. Me das lástima.
—Si no piensas luchar por lo que crees —⁠dijo Horus⁠—, entonces te
arrodillarás. —⁠Lorgar se postró, pues unas fuerzas invisibles lo habían
empujado hasta hacer que su frente tocara el mármol ennegrecido. Horus alzó
el Rompemundos por encima de su cabeza.
Lorgar se tensó.
Horus vaciló. Layak creyó ver el fantasma de una expresión que aparecía
en el rostro de Horus como si, por un instante, algo que estaba hundido
hubiera flotado hasta la superficie de un mar embravecido por una tormenta.
—Oh, mátalo, por favor —⁠rio Fulgrim⁠—. Por favor, esto es demasiado
maravilloso y cruel para permitir que continúe.
—Silencio —le ordenó Horus, sin dejar de mirar a Lorgar. Las carcajadas
de Fulgrim cesaron. Horus bajó la maza. Por un momento, Layak creyó ver al
Horus que había estado en aquel planeta tanto tiempo atrás, no una sombra
de poder, sino un guerrero más poderoso que cualquier hombre, aunque
menos que un dios, terrorífico y noble.
»Vete —dijo Horus, pero Lorgar no se movió. Layak vio que Falkus Kibre
miraba de reojo a Horus Aximand, ambos con expresiones de sorpresa⁠—. Si te
vuelvo a ver, la sentencia que me guardo hoy, caerá sobre ti. —⁠Aun así, Lorgar
permaneció quieto⁠—. ¡Vete! —⁠rugió Horus, y el grito resonó por la meseta
como un trueno.
Lorgar se puso de pie y pareció que iba a decir algo, pero finalmente se dio
la vuelta.
—¿Qué hacemos con sus guerreros? —⁠gruñó Falkus Kibre, al lado de su
señor.
Horus se volvió para observar las filas de legionarios escarlata que
esperaban en las planicies debajo de ellos. Luego miró a Layak. Detrás del
Apóstol Carmesí, los cinco mil guerreros de los Silentes observaban la
situación. Pensó en todo lo que le habían hecho, en todo lo que le habían
arrebatado, en todo en lo que se había convertido al servicio de unos dioses
que nunca había escogido.
Lorgar se había vuelto para mirar a Layak. El polvo de la piedra había
manchado de gris algunas partes de la armadura escarlata del primarca.

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«Tienes algo que hace que no seas un esclavo. Tienes una elección». En su
mente, soltó las sílabas del nombre de Fulgrim y sintió que las ataduras que
sostenían la voluntad del demonio se rompían. El Príncipe del Placer soltó un
grito ahogado, un sonido de exultación y placer, y luego se abalanzó hacia
delante, más rápido que un rayo. La sangre brotó de la mejilla de Lorgar antes
de que este cayera al suelo. Fulgrim se enroscó sobre él y miró hacia abajo con
una sonrisa. Luego alzó una garra para lamer la sangre de su hermano
primarca de sus dedos.
—No deberías dejar que otra persona soporte una carga que a ti te da
miedo, Lorgar —⁠dijo Fulgrim⁠—. Esas cosas suelen crear resentimiento.
Layak desvió la mirada de Lorgar para dirigirla a Horus.
Lentamente, con cada extremidad y articulación moviéndose con una
cautela considerada, Zardu Layak se arrodilló.
—Mi Señor de la Guerra —pronunció. Detrás de él, miles de guerreros
escarlata se postraron.
Una risotada aguda y estridente resonó por todos lados cuando Fulgrim
comenzó a reírse.

Argonis

—Comunicación restablecida —⁠gritó el oficial de augures.


Argonis se volvió y observó el visor táctico mientras este se llenaba de
identificadores de naves.
—Mi señor, hay una señal procedente de la superficie de Ullanor —⁠dijo
Forrix.
—Armas fijadas en sus objetivos, mi señor —⁠informó un supervisor de
artillería lleno de cables⁠—. Disparamos a su orden.
Perturabo miró a Forrix.
—¿Qué es esa señal? —preguntó Perturabo.
—El Trisagio está abandonando la órbita —⁠dijo el oficial de augures⁠—.
Está acelerando a velocidad máxima y se dirige al golfo del sistema exterior.
Habremos perdido la fijación de objetivos de las armas en nueve segundos.
Forrix parpadeaba ante la lectura de la señal.
—La señal —exigió Perturabo con voz ronca.
—Es… —Forrix alzó la mirada, y su ojo brillaba⁠—. Es el Señor de la
Guerra.
Argonis sintió que la tensión negra de su mente se desvanecía.
—¿Qué dice?

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El grito de un oficial de augures interrumpió la respuesta. Unas chispas
volaron por los aires. Los servidores se sacudieron en sus arneses.
El visor táctico se disolvió en fragmentos de estática y luz. El hedor a
ozono llenó la boca de Argonis. Una nota aguda y resonante le perforó la
mente con cada vez más profundidad e hizo que todo el cuerpo le doliera. Las
alertas empezaron a sonar y gritaron al tiempo que unas fuerzas hicieron girar
al Sangre de Hierro en el vacío, como una astilla atrapada en los vientos de una
tormenta.
—Viene el último de ellos —⁠dijo una voz que, de algún modo, sonó con
claridad entre todo el ruido. Argonis se obligó a volver la cabeza y vio que
Volk había cerrado los ojos y que su cuerpo era una masa de metal fluido⁠—.
El Señor de Muchas Caras envía a su hijo elegido a la guerra.
El visor volvió en sí. Unas líneas de distorsión lo recorrían. Los
marcadores que indicaban las naves de Iron Warriors y de World Eaters se
habían esparcido. Aquellas naves que se encontraban en órbita giraron y se
inclinaron por el pozo gravitatorio mientras lo observaba. Entre las naves y
sus alrededores apareció una enorme masa de luz cegadora y niebla brillante.
Y desde la tormenta, nacida de ella y surgida de su furia, apareció otra flota.

Ekaddon

Los Sons of Horus surcaron el cielo gris de Ullanor en cientos de cápsulas de


desembarco y docenas de cañoneras que caían en picado desde el borde de la
atmósfera hasta la superficie. Los propulsores convirtieron la lluvia en vapor
al activarse. El fuego surgía detrás de las alas de las naves cuando salían del
vacío para adentrarse en el aire.
Atado por magnetismo dentro de su cápsula de desembarco, Ekaddon
sintió que el mundo rugía a su alrededor. Se trataba de un acto de traición.
Estaba seguro de que se dirigía a un campo de batalla, que descendía de los
cielos para librar una guerra contra otro grupo de hermanos que en otros
tiempos habían jurado pertenecer a una misma causa. Casi sonrió al recordar
la primera vez que aquello había ocurrido, el rugido de su estómago al
dirigirse a matar a hermanos de la legión. Ahora, mientras caía hacia un
destino desconocido con la sangre de los suyos todavía húmeda en su hoja, ni
siquiera se sorprendió. Las cosas se desmoronaban, aquella era su naturaleza.
Era por esa razón por la que se producían guerras y que había guerreros para
librarlas, era por esa razón por la que algunos usaban el poder y otros eran
sometidos a él. Por un instante, al tiempo que la fuerza de la caída amenazaba

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con hacerle perder la conciencia, pensó que aquel momento era inevitable,
que sería el destino de su especie durante toda la eternidad: la guerra, la
traición y la venganza, sin cesar y sin motivo. Ni siquiera el Señor de la Guerra
podría interponerse en aquello. Era la marea del destino que los arrastraba a
todos.
—Treinta segundos hasta el impacto —⁠dijo un servidor con voz mecánica
en su casco.
La estática le gritó en los oídos, repentina y ensordecedora. Unas lecturas
tácticas pixeladas aparecieron en el visor del casco.
—… hay… —oyó la voz húmeda y ronca de Sota-Nul que se abría paso a
través de la borrasca de ruido⁠—. Ninguna amenaza… flota… órbita cercana.
—Repite, Espíritu Vengativo —⁠gritó.
—Diez segundos hasta el impacto —⁠dijo la cuenta atrás del servidor.
Ekaddon se aferró a su arma y soltó un suspiro. Los propulsores se
encendieron, y la fuerza golpeó la cápsula e hizo que su cuerpo temblara.
—Cinco, cuatro, tres, dos…
La cápsula de desembarco aterrizó. El golpe de fuerza cegó a Ekaddon
durante un instante, y sus ojos se llenaron de sangre. Luego, los paneles
exteriores de la cápsula se abrieron, los arneses magnéticos se liberaron, y
Ekaddon y su escuadra cargaron hacia delante sin titubeo alguno, empujados
por su entrenamiento. La luz le invadió los ojos al surgir de la cápsula. Sobre
ellos, la Tarima Imperial se alzaba hasta un cielo que estaba manchado con
líneas de fuego provocadas por las cápsulas de desembarco y las cañoneras.
Ekaddon ralentizó su carga hasta acabar deteniéndose.
Donde había pensado encontrar una batalla, la quietud le llenaba la visión.
Un silencio diluido por los truenos era lo único que podía oír.
Un mar de guerreros estaba mirando el cielo. Word Bearers de escarlata;
Sons of Horus de negro y verde oscuro; Emperor’s Children multicolor.
Todos estaban quietos y observaban los cielos. Todos menos Horus. Rodeado
de los Justaerin, el Señor de la Guerra miraba a Ekaddon con sus ojos
penetrantes al otro lado de los cien pasos que los separaban.
Horus esbozó una sonrisa al ver que más cápsulas de desembarco
aterrizaban en la meseta a su alrededor y que más guerreros salían de ellas
corriendo antes de quedarse quietos, silenciar sus espadas sierras y bajar sus
armas.
—No es necesario —dijo el primarca, y su voz llegó hasta Ekaddon como
si el Señor de la Guerra estuviera justo a su lado⁠—. Aunque puede que le guste
recibir una bienvenida como esta cuando llegue.

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Horus alzó la vista, y Ekaddon siguió su mirada a tiempo para ver que el
firmamento se tornaba rojo. Un color escarlata se esparcía por los cielos,
como sangre sobre leche. Un cúmulo de nubes empezó a tener la textura y el
color del músculo despellejado. Los rayos formaron arcos: unas líneas de plata
que permanecían en el cielo después de los relámpagos y que luego se abrían
de par en par. Unos ojos enormes lo observaban todo desde arriba, unas
pupilas separadas llenas de iris de color ámbar. Ekaddon sintió que la boca le
sabía a canela ardiente y a azúcar hilado. Mientras observaba, un canal de
nubes y llamas cayó del cielo en dirección a la tierra. En el suelo, los guerreros
alzaron las armas, y los gritos de alerta y sorpresa resonaron por toda la red de
comunicadores, que estaba llena de estática. Fulgrim había crecido, y sus alas
y armadura se habían coagulado sobre su forma mientras mostraba los
colmillos y siseaba en dirección al cielo. Solo Horus permanecía impasible y
observaba el tornado ardiente que descendía hacia ellos con un rostro
inexpresivo.
Alzó su garra, y el gesto se transmitió por la multitud e hizo que los
guerreros dejaran las manos quietas sobre sus armas y enmudecieran sus
gargantas. La columna de llamas tocó el suelo, y la piedra se fundió debajo de
ella. Unas alarmas de advertencia sonaron en el casco de Ekaddon cuando el
calor hizo que empezara a sudar. Las llamas se retorcieron en un humo negro
que cubría a unas figuras que estaban de pie en el interior del brillo del horno:
unas siluetas negras con cascos de crestas altas. El fuego se drenó del aire y se
convirtió en una columna estrecha. Nueve guerreros estaban en el suelo
ennegrecido alrededor del pilar ardiente. Portaban una armadura escarlata
con bordes de marfil y sin ninguna mancha provocada por el fuego que los
había transportado. Unas serpientes y chacales rugían desde sus hombreras y
pecheras, y observaban el mundo a su alrededor a través de ojos de esmeralda
y zafiro. Unos bastones con hoja y espadas curvadas colgaban de sus manos.
Las llamas que se estaban apagando se reflejaban en sus bordes afilados.
Ekaddon reconoció los colores, los símbolos, el sol serpentino que
marcaba sus hombros. Solo que la imagen era imposible. Habían muerto; su
mundo había ardido debajo de ellos, y su recuerdo había caído a la oscuridad
del olvido.
—Fantasmas… —susurró, y oyó que la palabra salía de la rejilla de su
casco.
Una carcajada recorrió el aire por encima del rugido de las llamas.
+No somos fantasmas+, dijo la voz de las llamas. La columna de fuego se
retorció y formó unos contornos de músculos que parpadearon en la imagen

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de una enorme figura con un solo ojo de fuego azul en el cráneo.
—Magnus —lo saludó Horus, todavía sin moverse.
+Horus+, repuso el Rey Escarlata.
—¿A qué has venido?
Magnus el Rojo avanzó, y el cobre de su piel y la plata de su armadura se
formaron de las llamas que se enfriaban mientras caminaba. Fulgrim se
enroscó sobre sí mismo, todavía empuñando sus hojas y mostrando los
dientes.
+Venimos a librar una guerra+, dijo Magnus. +Venimos a vengarnos de
Terra para que arda como ardió Prospero. Venimos a responder a tu
llamado…+
Magnus se detuvo. Era más alto que Fulgrim, un enorme gigante entre
semidioses, pero pareció encogerse mientras se acercaba a Horus, pues la
geometría cambiaba y el fuego disminuía de algún modo bajo la sombra del
Señor de la Guerra. Luego se arrodilló, y la carne que se había acabado de
formar se dobló hacia el suelo. Detrás de él, los nueve Tousand Sons se
postraron.
+Mi Señor de la Guerra+, dijo Magnus el Rojo.

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Diecinueve
«Argonis»
La armada que quebraría la cuna de la humanidad llegó del modo en que la
lluvia empieza a caer tras una temporada de sequía: primero se produjo una
sola gota, que cayó de un cielo de hierro hasta tocar el suelo seco. Luego, una
segunda, hasta que el diluvio empezó a caer sin cesar desde los cielos. Las
naves surgieron de la disformidad y batieron la realidad hasta convertirla en
espuma desigual al volver a aparecer en la existencia, sumándose al poderío
que ya se había reunido sobre Ullanor. Los primeros recién llegados estaban
vestidos del color de la medianoche, y sus torres de armas rugían con miradas
de oro sucio mientras sus cascos se cubrían de electricidad plateada. El Pacto
de Sangre, el Excoriador y el Eco de la Perdición se deslizaron desde sus puntos
de traslación, cansados y taciturnos. Otras naves las siguieron, grupos de
embarcaciones pertenecientes a todas las legiones que se habían unido a la
causa de Horus, y más aún. Naves de colores desconocidos y con nombres
extraños aparecieron en medio de la noche como bestias hostiles que surgían
del borde del mundo. El Cuna de la Luz, que llevaba a la Hermandad del
Desprecio; el Espada Sepulcral y el Canción de los No Muertos, marcados con
los colores de siete legiones distintas. Los hijos del conflicto seguían llegando,
y con ellos, naves tripuladas por mortales, miles de ellas, desde bancos de
fragatas de combate hasta la enorme barcaza cañón Mitra. Todas ellas
respondían al llamado del Señor de la Guerra.
Desde el strategium del Sangre de Hierro, Perturabo observó cómo todas
aquellas naves aparecían en la red de sensores de la flota antes de dar la orden
de moverlas a su lugar en las esferas sobre Ullanor. Las armas rastreaban cada
nave que llegaba, comandadas por la voluntad del Señor del Hierro. Unas
señales saludaban a las nuevas naves, y confirmaban su lealtad, el estado de la
propia nave y las fuerzas de las tropas. Perturabo, gran mariscal del Señor de
la Guerra, observó y contuvo cada conjunto de datos en el esquema que estaba

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formando en su mente. El título que ostentaba en aquel momento importaba
poco comparado con la realidad que estaba creando. Cada fragmento de
fuerza y material bélico se extendía en un eje hacia el futuro y se colocaba en
modelos y planes al enfrentarlos contra las defensas solares de Dorn. En su
alma, los valores de la destrucción giraban, danzaban y creaban una belleza
que solo él podía apreciar. Cuando el flujo de llegadas se hubiera ralentizado,
aquella tarea recaería sobre Forrix, quien contaría con la ayuda de Soltarn
Vull, Bronn y Berossus. Incluso entonces, los flujos de datos serían casi
abrumadores. Para el Señor de la Guerra eran una canción que solo en aquel
momento se le permitía crear.
Las lanzaderas y las naves de aterrizaje salían sin cesar de las grandes
embarcaciones hasta la superficie del planeta. Cada una de ellas se movía solo
cuando se lo autorizaban y ordenaban, y estaban vigiladas en todo momento
por las armas de las naves de los Iron Warriors y de los Sons of Horus.
Descendían a través de una atmósfera impoluta. Habían echado cristales de sal
a las nubes para escampar el cielo sobre la Tarima Imperial y el desfile de la
Victoria. La luz del sol y las estrellas iluminaban el mármol blanco de la
tarima por primera vez en años. Más cerca del suelo, las lanzaderas y las naves
de aterrizaje giraban en vuelos superpuestos. Unos interceptores de alas
negras se deslizaban entre ellas, con las armas preparadas y los sensores alerta.
Una a una, las embarcaciones se dirigían al suelo. Unas nubes de polvo se
alzaban de la tierra, que se secaba cuando los propulsores se activaban.
Cientos de miles de guerreros y decenas de miles de máquinas de guerra
ya llenaban el planeta. Una ciudad de naves de aterrizaje cubría la meseta del
Triunfo. Unas calles de metal segmentado tapaban el suelo entre las máquinas.
Los batallones de esclavos y las máquinas del Mechanicum se movían entre las
naves bajo el mando de los Iron Warriors, y las escuadras de los Sons of Horus
lo observaban todo desde las torres de vigas soldadas.
Cada legión y facción se quedaba en su propio cuadrante: unas enormes
extensiones divididas por avenidas de pilares con llamas en la punta. Un
enorme pabellón de placas doradas y seda multicolor se había desplegado de
la nave de desembarco que contenía la corte del placer de Fulgrim. Una niebla
dulce y reluciente flotaba sobre ella, y un conjunto de gritos y carcajadas se
mezclaba con el rugido de los propulsores y el traqueteo de las máquinas. El
campamento de los Word Bearers brillaba por las llamas situadas bajo los
cascos rojos y negros de sus naves templo. Un bosque de humanos empalados
se alzaba entre ellas, y un humo negro flotaba hasta el aire desde los fosos. Las
naves de aterrizaje de las Legiones Titanes se cernían sobre todas las demás y

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parecían unos ennegrecidos acantilados de metal, desde los cuales las
máquinas dios caminarían.
Solo los World Eaters seguían en la órbita, donde se quedarían hasta las
últimas horas de la reunión; hacer otra cosa los ponía en riesgo de que se
produjera una matanza. Incluso sin ellos, se habían producido refriegas entre
algunas fuerzas. La sangre había bendecido el suelo de Ullanor, y algunos
guerreros habían sido ejecutados a modo de castigo y ejemplo para los demás.
Los cadáveres y las carcasas de armaduras consumidas por el fuego delineaban
amplias calles que convergían en el desfile y la tarima.
Y más y más naves seguían descendiendo de los cielos para acompañar a
las que ya se encontraban en el suelo.
Una década y media antes, al Mechanicum le había llevado meses preparar
el terreno, y semanas disponer las fuerzas que habían participado en el
Triunfo. Perturabo había doblegado su mente y su voluntad para asegurarse
de que aquella reunión se completara en menos de catorce días. Hasta el
momento, su planificación se había cumplido a rajatabla.
En la superficie, Argonis observaba desde la tarima cómo las luces de las
naves de aterrizaje perseguían el sol poniente bajo el horizonte. Habían
seguido llegando hasta que Perturabo dejó el control del orden de tropas en
manos de otros y descendió hacia la superficie para estar con sus hermanos.
Estaban de pie como lo habían estado hacía décadas, en lo alto de la
Tarima Imperial. Perturabo al lado de Magnus, y ambos en medio de Angron
y Fulgrim. El ambiente se tornaba rojo alrededor del primarca de los World
Eaters, quien sacudía la cabeza como un perro hambriento. Fulgrim esbozaba
su sonrisa taimada, y sus carcajadas de deleite rasgaban las almas de los
guerreros que pasaban cerca de él. El mármol sobre el que estaban se había
emblanquecido; habían ungido las estatuas de sangre, y los símbolos del
panteón ondeaban al viento junto a los estandartes de las nueve legiones que
formarían el nuevo Imperio. Debajo de ellos, un río de carne y hierro
marchaba, y sus gritos de saludo y alabanza se convertían en un rugido de
voces que se mezclaba con el estruendo de los cuernos de guerra y el traqueteo
de las máquinas. Comenzaron al caer la noche, con marcas ardientes en las
manos, y llamas y chispas que salían de las enormes jaulas de carbones
colocadas en las espaldas de titanes. Avanzaban y avanzaban a través del ocaso
creciente y durante la noche, bajo los ojos de los señores del nuevo Imperio,
hasta que, justo antes del amanecer, llegaron los Sons of Horus. El sol naciente
relució en el Ojo de Horus, que estaba engarzado en las hombreras y tejido en
los estandartes, y los guerreros que pasaban por la tarima gritaron con fuerza.

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—¡Lupercal! ¡Imperator! ¡Lupercal! —⁠gritaban y gritaban cada vez más
alto.
Y cuando hubieron pasado, Horus alzó el Rompemundos, y se hizo el
silencio antes de que el mar de guerreros y máquinas de guerra soltara un
bramido que subía y subía de volumen, como si quisiera hacer temblar las
estrellas del firmamento.
Todos se encontraban allí, todos aquellos que habían desafiado la tiranía
del Falso Emperador de la Humanidad, fueran pequeños o grandes. Incluso
algunos hijos del Acechador Nocturno habían respondido al llamado, y con la
llegada del Rey Escarlata, todas las legiones rebeldes tenían representación.
Todas salvo una. Los guerreros de la Alpha Legion no aparecieron por
ninguna parte. Aun así, Alpharius había estado en aquel lugar y había
esperado en un rincón del gran acontecimiento como un espectro en un
festín. Los Emperor’s Children y los Word Bearers le habían hablado a Horus
de la figura que habían divisado, y Argonis había visto que su señor asentía
antes de dirigir la mirada hacia un punto vacío en la distancia.
—Vendrá cuando esté preparado —⁠había dicho el Señor de la Guerra. Y
aquella noche, en la víspera del desfile de las fuerzas, Alpharius había acudido
a verlo.
Vino solo. Nadie lo vio hasta que se encontró en el umbral de la cámara de
la tarima en la que Horus había establecido su sala de consejo. Le había
pertenecido a Malcador en los días anteriores al primer triunfo, y las águilas
imperiales aún los fulminaban con la mirada desde los estandartes marcados
con ojos. Argonis, que estaba atendiendo a su señor, vio cómo los Justaerin se
ponían alerta súbitamente, alzaban las armas y activaban las cadenas y las
espadas sierras.
—No disparéis —dijo Horus sin apartar la mirada del holograma giratorio
del sistema solar que estaba proyectado en el centro de la sala⁠—. Dejad que
pase.
Alpharius avanzó y se detuvo a un paso de Horus. La única arma que
portaba era una daga envainada en su cinto, cuya empuñadura tenía forma de
dos serpientes enroscadas. Unas escamas cubrían su armadura y relucían de un
color azul iridiscente, y un casco con una cresta baja le ocultaba el rostro. No se
lo quitó.
—No me traes ningún guerrero, hermano. No perecieron en las puertas de
Terra y, aun así, están… en otra parte. Entonces, ¿qué has venido a traer a los
pies de tu Señor de la Guerra?

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Alpharius no contestó, sino que se limitó a extraer un pequeño cilindro
negro de latón de un recoveco de su armadura. Unas tomas de datos brillaban
en ambos extremos del cilindro cuando Alpharius se lo ofreció al Señor de la
Guerra. Horus lo observó, y su concentración emanó hacia el aire que lo
rodeaba. Argonis se estremeció por la presión que sentía en el cráneo. Horus
hizo un gesto, y Argonis avanzó para comprobar el cilindro de datos. Alpharius
alzó su mano libre, y de algún modo aquel gesto fue suficiente para que Argonis
se detuviera a medio camino. Horus y Alpharius seguían quietos y se miraban
el uno al otro. El Maestro de Serpientes parecía pequeño bajo la atención
completa del Señor de la Guerra, y Argonis se preguntó cómo alguien podría
soportar estar ante una mirada así.
Luego, lentamente y sin dejar de mirarlo, Horus alargó la mano y cogió el
cilindro.
Alpharius asintió. Horus se lo lanzó a Argonis, quien lo introdujo en un
cogitador aislado. Unos engranajes repiquetearon, unos discos de plata giraron
y una luz hololítica se desplegó en el aire. Primero apareció el enorme cuerpo
del Sol, y luego, sus planetas, que se agrandaban conforme se mostraban antes
de encogerse para dejar paso a los siguientes. Lunas, hábitats orbitales y
corrientes de estaciones del vacío y fortalezas relucieron al aparecer. La
información brillaba en halos que las rodeaban y fluían para mostrar las
especificaciones de fuerza, las debilidades tácticas y los parámetros de reacción
ante amenazas. Argonis reconoció la imagen: se trataba de un plano estratégico
del sistema solar, solo que hilado y tejido con información sobre cada detalle de
sus defensas, desde los tiempos de respuesta de comunicaciones hasta las fuerzas
de las tropas principales. Resultaba apabullante, un tesoro de inteligencia del
corazón de la fortaleza de Rogal Dorn.
Horus no lo miró, como si ya hubiera sabido qué era lo que le iba a traer
Alpharius.
—Tienes mi agradecimiento —⁠dijo Horus. Detrás de él, la proyección del
sistema solar seguía girando y desplegando sus secretos como las flores bajo la
luz del sol⁠—. Has hecho lo que te pedí, pero vienes solo. ¿Dónde está tu legión?
Alpharius no se movió durante un largo momento. Los reflejos del visor se
movían por las lentes verdes de su casco.
Luego empuñó el cuchillo de su cinto. Fue un movimiento simple, no una
floritura grandiosa ni un destello repentino lleno de amenaza, pero aun así los
Justaerin se prepararon. Horus no se movió. Alpharius alzó la daga. Era larga y
tenía una doble hoja. Unas serpientes gemelas, similares a las de la
empuñadura, estaban talladas en la hoja, y una de ellas se enroscaba hacia la

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punta, mientras que la otra lo hacía en dirección a la empuñadura. Alpharius
la sostuvo quieta durante un momento y luego estiró la otra mano para rodear
la hoja. Los bordes afilados como cuchillas se adentraron en la ceramita, y
Argonis se percató de lo que estaba a punto de hacer un instante antes de que la
hoja se destrozara en la mano de Alpharius. Este abrió la mano, y unos
fragmentos de metal cayeron de entre sus dedos como unos pétalos afilados de
una rosa aplastada. Luego soltó la empuñadura de la daga a los pies de Horus,
se volvió y se dirigió a la puerta. Los Justaerin se movieron para detenerlo, pero
Horus negó con la cabeza.
—No —dijo—. Dejad que se vaya.
Argonis apartó la mirada de la imagen de Alpharius y la dirigió a la daga
rota y a la moneda reflectante, que yacían en el suelo de piedra.
Había pensado en Ekaddon en aquel momento y en la conversación que
había mantenido con el Mournival después de que Horus hubiera requerido
su presencia.
Abaddon había estado allí tras regresar de dar caza a los Space Wolves,
con el Ángel Rojo, quien era una sombra cubierta de llamas, a su espalda. El
resto —⁠Aximand, Kibre y Tormageddon⁠— habían formado un semicírculo a
su alrededor y lo observaban. Abaddon había sido el primero en hablar.
—Me opuse a que te escogieran a ti —⁠le dijo tras volverse para mirarlo
directamente⁠—. Para que lo sepas.
Argonis le devolvió la mirada a Abaddon durante un segundo antes de
negar con la cabeza.
—Muchas gracias por la aclaración, primer capitán.
La expresión de Abaddon se volvió tensa.
—El Señor de la Guerra necesita un palafrenero —⁠dijo Tormageddon⁠—.
Nos ha pedido que te llamemos. Y hemos tomado la oportunidad para…
—Hay un asunto con el que se debe lidiar —⁠lo interrumpió Aximand con
una voz sin emoción y los ojos fijos en la distancia⁠—. Un asunto que el Señor de
la Guerra no puede atender y que a nosotros nos ha prohibido hacerlo, así que
tú deberás encargarte de ello por él, señor palafrenero.
Las palabras que se habían producido después, lo habían seguido hasta su
audiencia con el Señor de la Guerra, le habían dado vueltas en la mente
mientras había observado la daga rota y descartada de Alpharius, y las había
vuelto a oír cuando oyó el rugido de los ejércitos que harían que Terra ardiera.
Una vez se hubieran ido, se encenderían las piras y se quemaría a una décima
parte de los esclavos de todas las legiones. Sería una ofrenda, una libación
hacia los dioses en el comienzo de la última gran batalla de la humanidad.

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Argonis pensó en el símbolo que, en aquel momento, llevaba en el
extremo de un cetro de hierro, ya no como emisario, sino como la voz del
Señor de la Guerra. Pensó en las tareas que tendría que llevar a cabo. En la
primera tarea que debería cumplir. Pensó en Cthonia, un lugar muy lejano en
el tiempo pero que aún recordaba; en sus hermanos de sangre y en el destello
de una sonrisa tras un cuchillo cuando se preparaban para asesinar. Pensó en
Volk, mirándolo desde un alba llena de humo y niebla en la ladera de una
montaña, y que en aquel momento ya estaba muy lejos.
«El final era tan solo un sueño, pero ¿qué importan los sueños?».
Argonis esperó a que los gritos de las órdenes se desvanecieran para
alejarse del resto y adentrarse en las sombras de los pasillos de mármol junto
con los fantasmas de sus propios pensamientos.

Layak

Layak alzó la vista mientras el viento le llevaba el aroma de las piras a la nariz.
La luz de la armada le llenaba los ojos del casco. Había cruceros, destructores,
macrocargueros, barcazas de bombardeo y de batalla; ciudades de piedra y
hierro llenas de decenas de miles de almas. Las llamas de aquellas almas
delineaban las naves y las iluminaban en la visión de su máscara. Se deslizaban
por el cielo de Ullanor y parecían surcar el firmamento a pesar de encontrarse
quietas, unidas a la órbita estacionaria.
—¿Qué es lo que ves? —preguntó una voz detrás de él. Hebek cambió de
postura y llevó la mano a su espada, como un perro al que se le eriza el pelaje.
—Señora Actaea —dijo Layak sin mirar a su alrededor⁠—. Me bendices y
me honras con tu presencia.
Se volvió y vio que esta se encontraba a dos pasos de él, con las manos en
los costados y con el rugido doloroso de su aura psíquica disminuido, como si
se tratase de un fuego que necesitaba combustible. El viento le movía la túnica,
y ella se apretó el terciopelo manchado de sangre todavía más. Estaba mirando
hacia arriba, hacia el cielo ya despejado y la noche que se desplegaba en él.
Layak siguió la línea de su atención y encontró las naves de los Emperor’s
Children, que relucían por las luces de las almas que emitían destellos de dolor
antes de apagarse: el diezmo de vidas y sufrimiento que debían pagar para
mantener a su príncipe primarca en el abismo de la realidad.
—No has ido con el señor Aureliano —⁠dijo él.
—Es evidente que no —contestó ella, antes de ladear la cabeza, con los
ojos ciegos sin fijarse en nada⁠—. ¿Y bien? ¿Me vas a decir qué es lo que ves o

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voy a tener que imaginármelo?
Layak negó con la cabeza.
—Formulas esa pregunta porque quieres que yo te la pregunte a ti.
Ella esbozó una fría sonrisa.
—Supongo que sí. —Hizo una pausa⁠—. ¿Y? ¿No vas a preguntármelo? Es
la pregunta que has esperado formular desde que tomaste la decisión.
Layak negó con la cabeza y volvió la mirada hacia la meseta repleta de
piras. Ocho días de sacrificios y llamas habían hecho arder las nubes y llenado
el suelo de cenizas grasientas.
—¿Qué es lo que ves? —preguntó él en voz baja.
—Veo el futuro, equilibrado sobre las puntas de un millón de espadas. Veo
el principio. Veo el final.
—¿Lo conseguiremos?
—Ni siquiera el Señor de la Guerra pregunta eso. —⁠Hizo otra pausa⁠—. Ni
siquiera él lo sabe. Los dioses aguantan la respiración en cuanto a ese asunto, y
si hay algo escrito sobre lo que va a suceder, no puedo leerlo. —⁠Se volvió y
miró a Layak⁠—. ¿Te reconforta eso, Zardu Layak? —⁠Su aura era de plata
ensombrecida, manchada de un gris frío y negro.
Layak se volvió y empezó a descender el camino de cenizas situado entre
las jaulas de las piras.
—Los sacrificios se han ofrecido —⁠dijo⁠—, y las propiciaciones se han
completado. Ha llegado la hora de marcharnos.
Los fuegos de las enormes jaulas de hierro se habían enfriado hasta
convertirse en ascuas, y la carne y los huesos que habían contenido ya no eran
más que harapos carbonizados y cenizas. El aroma a carne cocinada se había
desvanecido al tiempo que los gritos habían impregnado la disformidad.
Ochenta mil habían muerto en la meseta en la que el Emperador había estado
en otros tiempos. No había sido una ofrenda verdadera, sino una promesa.
—Las atrocidades son necesarias a veces —⁠dijo Actaea mientras lo
seguía⁠—. La mitad de esos idiotas harían esas cosas por placer.
—Eso es… —empezó a decir Layak.
—Es la verdad —lo interrumpió Actaea⁠—. Y lo que importa al final es que
la humanidad conozca la verdad. Todo lo demás era esperanza y orgullo.
Alcanzaron la rampa del Stormbird más cercano. Su casco era del color
escarlata de los Word Bearers, aunque el Ojo de Horus se encontraba en su
flanco, pues lo habían grabado a fuego para mostrar su lealtad hacia el
Consagrado Señor de la Guerra del Caos.

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Él subió a la nave, pero Actaea no lo siguió. Layak se detuvo al final de la
rampa y se volvió para mirarla.
—He liberado las ataduras del Príncipe Fulgrim, pero… no consigo
recordar nada de lo sucedido antes del viaje para ir a buscarlo… No sé quién
soy.
—Consecuencias, Zardu Layak. Por mucho que te utilizaran, incluso
aquellos que son esclavos deben pagar un precio. Todos deben hacerlo al final.
—Entonces, ¿por qué continúo?
—Porque, incluso sin ser tú mismo, sigues teniendo fe —⁠repuso ella.
Él se quedó callado durante un largo momento.
—Haz tu pregunta —dijo Actaea.
Layak sintió que la mejilla se le tensaba en el interior de la máscara.
—Fuiste tú, ¿no es así? —preguntó⁠—. Revelaste las intenciones de Lorgar a
Horus. De algún modo, le dijiste lo que había planeado.
La sonrisa de Actaea no cambió. Subió por la rampa hasta encontrarse
justo delante de él y alargó la mano para tocar el Ojo de Horus, que en aquel
momento se encontraba en el centro de la pechera de Layak.
—La verdad, Zardu Layak, es la mayor fuerza del universo. No es amable,
ni un escudo contra la crueldad. Es lo más peligroso que se puede tener. Y es
todo lo que importa.
—¿Y los dioses?
—Los dioses son una verdad —⁠respondió ella. Apartó la mano de su
pecho y empezó a descender la rampa.
—¿Y tú? —le gritó él cuando Actaea casi se encontraba al final de la
rampa⁠—. He hablado con media docena de miembros de la jerarquía de los
Word Bearers. No había nadie con tu nombre entre los Oráculos de la Santa
Cinérea, nadie con tu descripción ni con tus poderes. Y aun así allí estabas,
esperándonos en Orcus…
Actaea se detuvo al final de la rampa, y su sonrisa vaciló un poco bajo su
capucha. Se volvió hacia él y lo miró con unos ojos que no veían nada y lo
veían todo al mismo tiempo.
—¿Quién eres? —preguntó él.
Ella inclinó la cabeza hacia el firmamento.
—No deberías entretenerte. Horus espera que le digas que los rituales han
acabado —⁠dijo⁠—. Y la eternidad ya ha esperado suficiente.
—¿De verdad los dioses quieren que nosotros ganemos? Actaea soltó un
suspiro y se limpió un copo de cenizas de la mejilla con un dedo manchado de

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sangre. La rampa empezó a subir. La cañonera se alzó del suelo mientras el
grito de sus propulsores aumentaba.
—Adiós, Zardu Layak —dijo Actaea, y luego la perdió de vista mientras se
dirigía al cielo nocturno.

Argonis

La última cañonera se alzó de la superficie de Ullanor y subió entre las


columnas de humo hasta alcanzar el vacío sobre ellas. Voló hacia la nave, la
cual se encontraba en el corazón de la nube de embarcaciones que esperaban
sobre aquel mundo profanado, y una plataforma de hangar en lo alto de la
fortaleza de mando se la tragó. Argonis esperó a que aterrizara en el interior
de la nave y a que Zardu Layak descendiera hasta la cubierta. El Apóstol
Carmesí, flanqueado por sus dos esclavos, se detuvo en el extremo de la
rampa. El Ojo de Horus relucía en la capa escarlata que llevaba en la espalda.
Hizo una reverencia hacia Argonis antes de alzar la mirada.
—Las libaciones se han derramado, y las ofrendas ya han ardido.
Argonis asintió para mostrar que lo había oído y empezó a caminar hacia
la sala del trono. Avanzó solo, y el cetro de autoridad marcó sus pasos
mientras recorría los pasillos silenciosos. Los oficiales humanos y los esclavos
se postraban ante él cuando lo veían pasar, y los guerreros de la legión
apretaban los puños a modo de saludo. Sus pasos resonaron a través del
silencio hasta que llegó a las puertas que conducían a la sala del trono. Estas se
abrieron ante él sin que ni siquiera tuviera que detenerse. Horus lo observó
desde su trono. Argonis mantuvo la expresión serena mientras su mente se
tambaleaba. El Mournival se encontraba a los pies del trono. Todos se
volvieron cuando entró y lo siguieron con miradas frías. El horno encadenado
que era el Ángel Rojo ardía cerca de Abaddon. En el borde de su visión, N’kari
se deslizaba y serpenteaba entre los pilares y fluía como el mercurio de una
belleza hinchada a un terror delgado como un alambre. Argonis sintió que su
mente se estiraba y crujía cuando las sensaciones tiraron de su voluntad.
Llegó hasta el trono, subió el primer peldaño y se arrodilló. Cada parte de
él le pedía que no se alzara nunca, que no mirara lo que estaba allí sentado.
—¿Ya está hecho? —preguntó Horus.
—Sí, mi señor.
Horus se puso de pie. Su armadura y su sombra temblaron y fluyeron al
tiempo que se levantaba del trono y descendía para colocarse ante la gran
ventana situada detrás de él.

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—Activa el enlace de comunicación con todas las naves —⁠ordenó. Sus ojos
eran agujeros que no parpadeaban en el lienzo de su rostro.
—Enlace activado —indicó Argonis.
—Ha llegado la hora —dijo Horus sin alzar la voz, pero aun así resonando
en los oídos de millones de guerreros que esperaban oír una palabra, la
palabra que los había seguido como una promesa de gloria, venganza y
matanza.
»Terra —concluyó el Señor de la Guerra.

Ekaddon

Ekaddon estaba en el centro de la cámara de entrenamiento, desnudo de


cintura para arriba y con su cuchillo en la mano. La cubierta a su alrededor
estaba limpia, raspada y purificada hasta que las marcas de hojas habían
empezado a relucir. Sintió cómo las paredes vibraban con la canción de los
motores conforme la gran nave se abría paso a través de las mareas de la
disformidad.
Un sonido grave hizo que se quedara paralizado por un momento.
Luego esbozó una sonrisa y comprobó las ataduras del medallón de los
Cathartidae. Estaban firmes. El disco de piedra parecía emitir calor contra su
piel. Cerró los ojos y se pasó el cuchillo de una mano a la otra. La cámara y las
sombras estaban tranquilas.
—Estás perdiendo facultades —⁠dijo, tras abrir los ojos y sonreír hacia la
oscuridad. No se produjo ninguna respuesta⁠—. A menos que quisieras que me
percatara de tu presencia, claro.
Una figura salió hacia la luz tenue. Era un legionario, pero, al igual que
Ekaddon, se había quitado su servoarmadura. Una túnica de fibra de carbono
negra le cubría el torso y colgaba hasta sus rodillas. Unos tatuajes de pájaros
cubrían sus brazos desnudos.
—Saludos, señor palafrenero —⁠dijo Ekaddon inclinando la cabeza.
—Kalus —lo saludó Argonis con la mirada firme.
Ekaddon lanzó el cuchillo al aire una vez más, lo atrapó al vuelo y volvió a
sonreír.
—El Incólume sustituye al Retorcido… Supongo que tiene algo de sentido.
Argonis se acercó a Ekaddon con las manos vacías a sus lados.
—El Señor de la Guerra… —empezó a decir Ekaddon.
—Respeta y valora todo lo que has conseguido.
—Solo que otros no lo hacen.

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Argonis negó con la cabeza.
—Kibre y Abaddon —murmuró Ekaddon.
—El perdón tiene sus límites.
—Pero seguro que podemos lidiar con ellos, sanar el orgullo y limar
asperezas… Una prueba para tu diplomacia y tu nueva autoridad.
—Se debe mantener la unidad de la legión.
Ekaddon miró a su hermano, todavía esbozando su sonrisa, pero con pena
en los ojos.
—¿Lo echas de menos? Cthonia, digo. Los viejos tiempos.
—Éramos niños —dijo Argonis, y se detuvo a tres pasos de Ekaddon.
—Sí —asintió él, y amplió su sonrisa⁠—. Niños asesinos.
Argonis sonrió también, y la expresión resquebrajó la suave piel de su
rostro. En sus ojos, la luz de los fuegos de los túneles recordados destelleó.
—¿Lo harías? —le había preguntado, y su hermano de sangre había
esbozado una sonrisa de oreja a oreja⁠—. Si te dieran mi moneda de muerte, ¿lo
harías?
—No —dijo, y le asestó a Argonis un puñetazo ligero en el hombro⁠—.
Aunque quizá lo intentaría, solo para verlo.
—¿Para ver qué?
—Si puedo hacerlo, si de verdad eres tan agudo.
—Sí que lo soy.
—Bueno, ahora lo sé, ¿no?
Y sus carcajadas atravesaron las sombras.
En la oscuridad de la cámara de duelos del corazón del Espíritu Vengativo,
Argonis extrajo la moneda reflectante de un pequeño saco de su cinto y la
lanzó al centro del círculo. Esta cayó con un repique de plata, y su cara vacía
era pálida y brillante en contraste con la piedra llena de cicatrices. Ekaddon la
miró antes de volver la vista hacia Argonis.
—¿Vamos a ello? —preguntó.
Argonis asintió y avanzó.

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Epílogo
«El final de la guerra»
El color rojo tocó el borde del cielo mientras caminaba por la calle triunfal.
Seguía desierta, pero los campamentos que delineaban sus márgenes estaban
llenos de actividad. Las primeras naves de transporte se estaban alzando hacia
el cielo para dejar sitio a sus hermanas. Los guerreros se reunían en pequeños
grupos para someterse a la primera de muchas inspecciones. Los motores
giraban en las tripas de los tanques, y las órdenes a gritos perturbaban el
susurro del viento cargado de polvo. Debajo de su capa de engaño, Horus
Lupercal observaba cómo el mundo se despertaba y siguió caminando hasta
pasar por delante de sus propios guardias y entrar en el pabellón, hecho de
una docena de naves de desembarco. Nadie lo vio; pasó por allí como un
fantasma.
—¿Ha encontrado la iluminación, mi señor? —⁠Maloghurst se encontraba
esperando en la cámara de planificación. Estaba inclinado sobre capas de
planes y de montontes y montones de placas de datos. No levantó la mirada.
—En cierto modo —repuso Horus mientras se retiraba la capa de engaño.
—Todo esto va a ser un lío tremendo —⁠dijo Maloghurst, frunciendo el
ceño ante una cascada de datos⁠—. Reunir todo el poderío de la humanidad…
No puedo evitar pensar que, aparte de la vertiginosa emoción del poder, lo
que voy a experimentar todo el tiempo va a ser la sensación de que siempre
hay algo que no puedo ver.
—Asumes que voy a aceptar, Mal.
Maloghurst alzó la cabeza para devolverle la mirada a su primarca durante
un momento.
—Lo hará, mi señor.
Horus esbozó una débil sonrisa.
—Eso me dicen.

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—Las otras opciones no son opciones realmente.
—¿Eso crees, Mal? —preguntó, con la mirada fija en su palafrenero.
Maloghurst se encogió de hombros.
—Teniendo en cuenta todo, su naturaleza…, pues sí. —⁠Maloghurst hizo
su mejor intento por esbozar su propia sonrisa⁠—. A menos que prefiera dejar
el futuro en manos de otros.
—Se me había pasado por la cabeza…
—Igual que la luna debe pasar por el cielo. Sabe que lo hará, que debe
hacerlo. El Emperador lo sabe. Usted solo tiene que…
—¿Qué, Mal? ¿Qué debo hacer?
—Aceptarlo, mi señor.
Horus formuló una respuesta, aunque luego la contuvo en su lengua.
Inspiró y saboreó cada capa de aromas y productos químicos de la cámara de
planificación. Luego alteró sus sentidos mediante un acto de voluntad hasta
reducirlos a algo que un humano podría reconocer, y se mantuvo en aquel
círculo limitado de conocimiento y sensaciones.
—Vale —dijo finalmente—. Vale, entonces será mejor que empecemos,
¿verdad, Mal?
Maloghurst alzó la vista, dudó un momento y le sostuvo la mirada a
Horus.
—Así es.
Horus sonrió y dejó que su mente se expandiera para oír cómo el mundo
se despertaba en el día que iba a ver que él se convertía en Señor de la Guerra.
—Empecemos —dijo.

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JOHN FRENCH ha escrito varios relatos para The Horus Heresy incluidas las
novelas cortas Tallarn: Executioner y The Crimson Fist, la novela Tallarn:
Ironclad, y los audiolibros Templar y Señor de la guerra. Es el autor de la
serie Ahriman, que incluye las novelas Ahriman: Exile, Ahriman: Sorcerer y
Ahriman: Unchanged, además de varios relatos cortos relacionados
recopilados en Ahriman: Exodus, entre los que están «The Dead Oracle» y
«Hand of Dust». Asimismo, para el universo Warhammer 40 000 ha escrito la
novela corta Fateweaver de la colección Space Marine Battles, además de
muchos relatos cortos. Vive y trabaja en Nottingham, Reino Unido.

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