Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Gunheads
Warhammer 40000. Guardia Imperial 6
ePUB r1.0
epublector 23.10.13
Título original: Gunheads
Steve Parker, 1998
Traducción: pinefil (2013)
La Guardia Imperial
El Adeptus Mechanicus
Tierra firme, pensó el sargento Oskar Andreas Wulfe. Pieles verdes o no,
volvería a pisar tierra firme después de mucho tiempo. Después de siete
meses en el espacio, sería un gran alivio. Estaba harto de vivir en el maldito
transporte, con su laberínticos pasillos sombríos y su aire
interminablemente reciclado. Con pensamientos de dunas y montañas,
llanuras abiertas y amplias, subió cargando con su equipo por la rampa de
embarque del módulo y con el que abandonaría la nave de transporte y que
lo llevaría a la superficie.
El viaje de Palmeros al subsector Golgotha ha sido el viaje más largo a
través del espacio disforme de su carrera. Un montón de ánimos se habían
desgastado por el esfuerzo, sobre todo los suyos. No era sólo el viaje, sin
embargo. Viajes a través del espacio disforme, no eran nada fáciles, pero no
ayuda que su mente estuviera todavía luchando con los recuerdos de sus
últimos días en Palmeros, recuerdos que a menudo le despertaban con un
sudor frío, y gritando el nombre de un amigo muerto.
Sospechaba que su tripulación estaba preocupado por el por estos
despertares. Ya que compartían camarote con ellos.
Creyó detectar en los ojos de sus compañero, una pérdida de confianza
en él donde una vez había sido inquebrantable. ¿Cuánto empeorarían las
cosas? Se preguntó si alguna vez les decía la verdad sobre lo que había
visto en sus sueños. Mucho peor. Lo peor que podía hacer un comandante
de tanque es decir que veía fantasmas. Aquellos que informaron de tales
cosas, tendían a perder la confianza de sus hombres. Hasta el momento, Al
único hombre al que Wulfe se había confiado era con el confesor Friedrich,
y así era como tenía, la intención de mantenerlo. Incluso borracho, como a
menudo estaba el confesor era un hombre de confianza.
Wulfe obligó a su mente a ir hacía un terreno más positivo. Sería bueno
ver un cielo sobre su cabeza de nuevo, en lugar de los mamparos metálicos,
con tuberías que gotean y cables enredados. Difícilmente importaba como
pareciera el cielo, con tal de que fuera amplio y abierto y no importaba el
color, mientras no fuera el gris sin brillo de los mamparos de naves
espaciales.
Después de subir por la rampa, Wulfe llevó a sus hombres a través de
una de las bodegas de carga, volviendo la cabeza para mirar a los tanques
que descansaban allí. Más allá de ellos, más atrás hacía las sombras, estaban
los camiones cisterna, los camiones de suministros y de tropas. Todos los
vehículos estaban cubiertos de pesadas lonas marrones, fijados al suelo con
cables de acero y atornillados a anclajes sólidos en el suelo. Pero, incluso
con la mayor parte de su superficie oculta bajo la lona, Para Wulfe era muy
fácil reconocer a su propio tanque. El Leman Russ Últimos Ritos II. Con su
casco forjado según el modelo de alfa marte, por lo que marginalmente
llevaba más tiempo en uso que cualquier otro Leman Russ de la compañía.
Era como una niña, y mal cicatrizada en opinión de Wulfe. Su blindaje en
conjunto, llevaba más remaches, que metal del casco recién salido de la
fundición, y su torreta con superficies verticales sólo parecía pedía a gritos
ser golpeado con proyectiles perforantes o granadas propulsadas por
cohetes. Estaba seguro de que algún día lo conseguiría y toda su tripulación
morían al primer impacto. No se parecía en nada a su predecesor, y la
maldecía por ello. Recordó al haberla visto por primera vez, que se
pregunta si, le habían asignándole este viejo trasto, porque el teniente había
tenido intención de castigarlo por algo. Wulfe había pensado que su
relación con el teniente van Droi, era perfectamente normal hasta entonces,
pero ahora sentía que había motivos para cuestionarlo. Algunos de los otros
sargentos a la mínima oportunidad se burlaban de él.
—Háganoslo saber si necesita ayuda para empujarlo.
—¿Cómo consigues que se mueva ese trasto, Wulfe? ¿Acaso tiene
pedales?
—¿Cuántos uros se necesitan para tirar de él?
Y la lista seguía. Wulfe frunció el ceño sobre en el tanque cubierto,
contento que estuviera envuelto en la lona, para no tener que ver a su
fealdad. Rápidamente se dio la vuelta. Con su dotación frente a él, el equipo
del sargento Richter, subió por una escalera estrecha y de metal y
desaparecido de la vista. Wulfe coloco la mano en la barandilla y se
encaramó detrás de ellos, Sus pasos resonando bajo los peldaños de acero.
Sus hombres treparon detrás de él, en silencio excepto por el artillero,
Holtz, quien se quejaba de algo que no entendió. Wulfe no se molestó en
preguntarle, por qué se estaba quejando, ya que el artillero tendía a quejarse
por cualquier cosa. Noto que su dotación también estaba aliviada por
abandonar el transporte espacial, pero todos los hombres del regimiento
sabían lo que les esperaba en Golgotha. Sólo los locos y los mentirosos, lo
que eran la mayor parte de los oficiales y suboficiales, creían que tendrían
éxito en su misión. Pero para la mente de Wulfe, la Operación Tormenta no
parecía muy convincente. El Coronel Vinnemann había hecho sus mejores
esfuerzos para inculcarles un sentido de propósito y el honor entre ellos, por
supuesto, esa era todo la parte de su trabajo.
Todo un mundo estaba lleno de orkos. Por el Ojo del terror.
—¿A saber cuántos de esos sucios cabrones habría en el planeta?
Sin darse cuenta de que lo estaba haciendo, Wulfe pasó un dedo a lo
largo de la cicatriz horizontal que tenía en la garganta. Su odio hacía los
pieles verdes era tan fuerte hoy, como lo había sido siempre.
Probablemente, más fuerte, de hecho.
La escalerilla les llevo a un largo espacio oscuro apenas tres metros de
ancho, que se extendía hacía la izquierda y derecha como un túnel. Filas
gemelas de pequeñas luces guía de color naranja se se alineaban en el suelo,
y en las paredes habían pintados con pintura blanca números. Wulfe y sus
hombres pronto descubrieron sus asientos, y se sentaron en ellos, y bajaron
los marcos metálicos contra impactos, sobre la cabeza y los hombros. Los
marcos se bloquearon en su lugar con un fuerte chasquido. Era un sonido
lleno de significado. Una vez activados los marcos, no podrían dejar su
asiento, hasta que aterrizaran en el planeta.
A los pocos minutos, Wulfe sintió una opresión familiar en el estómago.
Miró arriba y abajo el compartimiento, y asintió con la cabeza cuando el
sargento Viess, comprobó si el marco estaba bien colocado. Recién
ascendido, el sargento Viess había sido el artillero de Wulfe durante algunos
años y se habían hecho amigos, aunque era innegable, que se habían ido
distanciando. Viess tenía a sus propios hombres para dirigir y Holtz, el
actual artillero, había ocupada su lugar en el arma principal.
Wulfe se alegró por el ascenso de Viess. La mayoría de los hombres en
el regimiento aspiraban al mando de su propio tanque. Wulfe hacía perdido,
a un buen soldado en su dotación. Juntos, habían destruido un gran número
de vehículos enemigos destruidos.
Una vez que el último hombre entro en el compartimiento, la puerta se
selló. Casi doscientos hombres estaban sentados en el compartimiento. Eran
los Gunheads de Gossefried, del 81.º Regimiento Acorazado de la 10.ª
Compañía. Sólo el teniente y su ayudante estaban ausentes, sentados en la
cabina con la nave con la tripulación de vuelo. El resto estaban alojados,
con sus compañeros, chistes y bromás nerviosos, eran lo habitual para bajar
la tensión. El Cabo Metzger, el conductor de Wulfe, estaba sentado a su
lado, por lo general pensativo, con Holtz y Siegler delante de él, siendo este
último el cargador de Wulfe.
Este desembarco era diferente a los que ya había realizado, no sólo en
términos de la naturaleza de la misión. También por la disminuida dotación
de su tanque. Su tanque anterior tenía una barquilla a cada lado del casco, y
en cada barquilla, un artillero disparando un bólter pesado, a cualquier cosa
que se les acercara. Había sido una impresionante máquina guerra,
totalmente imparable, y los recuerdos de abandonarla en una carretera
oscura a años luz de distancia, le llenaba de nostalgia y arrepentimiento
genuino. Había llorado su pérdida cada día desde entonces, pero ¿qué
alternativas había tenido? Había recibido un impacto y su velocidad
máxima no era suficiente. Tuvieron que dejarlo atrás, él y su tripulación
habían tenido que subirse en un chimera, y gracias a eso habían salvado sus
vidas. Habían llegado al último módulo justo antes de que el planeta
Palmeros fuera totalmente destruido.
A pesar del dolor de perder a su amado tanque, Wulfe sabía que tenía
mucho que agradecer. Miles de millones de civiles imperiales no habían
tenido tanta suerte.
En cualquier caso, la nueva máquina —¿la podía llamar nueva?—,
carecía de un buen blindaje. Sus flancos estaban prácticamente desnudos.
Su blindaje frontal podía ser de ciento cincuenta milímetros de solido
plastiacero, pero había demasiadas armas, y en abundancia en las manos de
los enemigos de la humanidad que podrían cortar a través de él como si
fuera mantequilla. Un atacante sólo tenía que encontrar un punto ciego. Sin
los artilleros de las barquillas, Wulfe solo podía cubrir todos los puntos
ciegos sacando la cabeza por la escotilla de la torreta. Tenía un bólter de
asalto, montado sobre una estructura de la torreta, con un amplio arco de
fuego, para ese propósito.
Sabía que era una buena arma, pero aún lamentaba de la falta de
barquillas laterales.
Una voz crepitante sonaba por los altavoces fijados en el techo.
—Puertas abiertas. Cerraduras liberadas. Motores comprometidos.
Activación de los sistemas gravitatorios en tres, dos, uno…
Wulfe sintió la sacudida en su estómago, un momento en el que su peso
se duplicó, ya que por unos instantes el campo gravitatorio del módulo y el
campo gravitatorio del transporte espacia, se sobrepusieron. Pero con la
misma rapidez, las molestias desaparecieron, y la gravedad generada a
bordo se convirtió en la única fuerza tirando de él hacía su asiento.
—Escotillas exteriores abiertas —informó la voz mecánica de un
minuto más tarde—. Disparando los propulsores. Comenzando el descenso.
Violación de la Termosfera, en diez, nueve…
Wulfe se desconectó del resto de la cuenta.
—¿Qué es la termosfera, sargento? —pregunto un nervioso soldado que
estaba a una docena de asientos a la derecha.
—¿Es tu primer descenso, soldado? —gritó el sargento—. ¿Cómo voy a
saberlo? ¿Acaso tengo cara de piloto?
Un novato, pensó Wulfe sonriendo. Esta era la primera caída de un buen
número de los soldados, las pérdidas catastróficas del 18.º Grupo del
Ejército en Palmeros habían dejado en menos en la mitad de su fuerza. El
Mayor había reclutado a los cadetes a medio formar, en los centros de
reclutamiento de Cadia, en su mayoría adolescentes difíciles para reponer
las filas, pero la mayoría de ellos habían sido trasladados de los restos de
los regimientos 8.ª y 12.ª de la división. Después se habían promocionado
de los hombres adecuados de los ayudantes de los mecánicos y los
escuadrones de apoyo, del 81.º de Cadia y se tuvo que cubrir los números
con los hombres adscritos en el Regimiento de Reserva 616.º, hombres que,
en la mayoría de los casos, nunca habían servido en una dotación de un
tanque en sus vidas. El teniente van Droi había expresado sus graves
preocupaciones acerca de esto en privado. En su opinión, la mayoría de los
hombres nuevos no tenían la preparación adecuada. Y las reservistas rara
vez habían combatido en la primera línea. Se habían utilizado para
guarniciones deberes y similares. Wulfe sabía que, por su primera
experiencia de acción en primera línea, se verían quienes eran hombres o
quien niños.
Suponiendo que lograran aterrizar sanos y a salvos. Lanzó una mirada
involuntaria a lo largo de la fila de asientos que tenía enfrente hacía un
hombre en su extremo izquierdo.
—Tengo los ojos fijos en ti, garrapata de mierda —pensó.
Los altavoces crujieron a la vida.
—La penetración en la mesosfera se iniciara en diez, nueve…
—Suena mal, ¿no crees? —bromeó un soldado de rostro saludable en la
fila de enfrente.
—Estás tan lleno de mierda, Garrel —dijo un joven a su lado con una
sonrisa amarga. Trató de golpear a su compañero con el brazo, pero el
marco contra impactos, le restringió el movimiento.
El soldado que había hablado antes, abrió la boca, pero solo consiguió
decir una palabra antes de que el mismo rudo sargento lo interrumpiera.
—¡Déjame adivinar! —ladró—. ¡Me vas a preguntan qué es la
mesosfera! Te…
A pesar de la rudeza, había un inconfundible tono de humor en la voz
del sargento.
—Vas a estar de servicio de letrinas, para toda la operación.
Risas nerviosas ondularon a lo largo de las filas. Vintners palideció y
cerró la boca.
Todo eso era simple ruido de fondo para Wulfe. Estaba demasiado
ocupado mirando al hombre en el extremo izquierdo, estudiando las líneas y
los ángulos de su cara agresiva, observando la forma en que movía los
labios mientras hablaba en voz baja con los tripulantes sentados a su
alrededor.
Su nombre era el cabo Voeder Lenck, veinte y ocho años y comandante
del Leman Russ Exterminator El nuevo héroe de Cerbera. Era un hombre
delgado, moreno y apuesto alto, el típico soldado de los carteles de
reclutamiento, sonrisas fáciles y apretones de manos calientes. Pero Wulfe
no se dejaba engañar ni por un segundo, no como el grupo de aduladores de
ojos saltones que normalmente rodeaban a Lenck desde el momento en que
fue trasladado al regimiento.
¿Por qué todos los novatos acudían a él? Wulfe no los había descubierto
todavía. El hombre había estado siempre en la reserva, por el amor al
Trono, ¿que había que admirar? Es cierto que no era el típico recién llegado.
Tenía alguna experiencia previa, para empezar. Tal vez eso era todo, tal era
por qué era un recién llegado al regimiento, al igual que el resto de novatos,
pero tenía algo de experiencia al mismo tiempo. ¿Pero tan bueno? Eran solo
conjeturas que Wulfe podía realizar. Los registros mostraron que Lenck
había sido sargento al principio de su carrera, pero algo había ido mal.
Hubo un consejo de guerra. Había estado encerrado durante treinta días y
degradado al grado de cabo. Sólo el comisario sabría por qué y, hasta ahora,
no había dicho nada, pero Wulfe ya estaba planeado para saberlo tarde o
temprano.
El día que él y Lenck se habían conocido a bordo del Mano de
Resplandor, Wulfe había reconocido una helada crueldad detrás de los ojos
púrpura del hombre. Lenck no había hecho nada para inducir a Wulfe para
que le cayera mal, no de un modo explícito de todos modos, pero Wulfe
sabía que iba a suceder tarde o temprano. No le ayudó que fuera la viva
imagen de otra persona, un delincuente convicto de Cadia con el nombre de
Victor Dunst. Dunst y su pandilla de amigotes tatuados, que una vez habían
tratado de robarle a Wulfe en un callejo de Kasr Gehr.
Wulfe sólo era un cadete adolescente en ese momento, a punto de
licenciarse en el entrenamiento básico. Había sido superado en número,
pero, como tantos cadetes, creyéndose invencible, ni siquiera había pensado
en correr. Les planto cara y Dunst había decidido matarlo. Sólo la
afortunada intervención de una patrulla de adeptus Civitas, le había salvado
la vida a Wulfe ese día. Si el cuchillo de Dunst hubiera penetrado dos
centímetros más en el pecho de Wulfe, estaría muerto. Wulfe había tenido
mucha suerte, ese día.
Wulfe miró a lo largo de la fila y Lenck pareció darse cuenta de que
estaba siendo vigilado. No volvió la cabeza, ni lo miró. Era un
presentimiento. Wulfe vio una sonrisa petulante en el rostro de Lenck y
sintió un enorme deseo de darle un puñetazo. La sensación de romperle la
cara a Lenck con el puño sería sumamente satisfactoria, imaginó. Wulfe no
era un experto luchador, no como la mayoría de hombres que conocía,
tampoco. Estaba seguro de que podría con Lenck, si peleaban en una lucha
justa, aunque Lenck no parecía el tipo que le gustaran las lucha justas. Tal
suceso es poco probable que ocurriera, por supuesto. Había una diferencia
de rangos, que podría acabar en un consejo de guerra. Sin embargo, pensó
Wulfe, si tuviéramos que dejar el rango a un lado…
Los altavoces de techo crujieron de nuevo.
—Escudos de partículas activados en un ochenta por ciento.
Introducción a la estratosfera en diez, nueve, ocho…
Las bromás o comentarios que este anuncio podría haber creado
murieron en las gargantas de los soldados, cuando el módulo comenzó a
temblar y trepidar. La mayoría de los novatos hicieron una mueca. Unos
pocos comenzaron a mirar a todos lados, como si fueran a comenzar a
vomitar.
—Es hora de ponérselos, señores —dijo Wulfe a su dotación. Metió la
mano en el bolsillo derecho de su pantalón y se sacó un trozo de goma dura
transparente con forma de curva. Era un protector dental, el usado por los
soldados durante los entrenamiento de combate cuerpo a cuerpo. Con una
inclinación de cabeza, Metzger, Siegler y Holtz sacaron trozos idénticos de
sus bolsillos y le los colocaron firmemente sujetos entre los dientes. A lo
largo de filas, los soldados veteranos hicieron lo mismo. Los novatos les
miraban con expresión de absoluto horror.
—¡Por el Ojo del terror! ¿Por qué nadie nos dijo que trajéramos
protectores dentales? —exigió un soldado de cara redonda a diez asientos a
la derecha de Wulfe. Era el soldado novato de la dotación del sargento
Rhaimes, y fue Rhaimes, el comandante experimentado del Leman Russ «el
viejo aplastahuesos» quien contestó, quitándose el protector dental por un
momento para hacerlo.
—Es una tradición de la compañía, bola de grasa —dijo mientras
sonreía, arrugándose la piel alrededor de una profunda cicatriz que le
recorría el rostro desde su ojo izquierdo a su oreja izquierda. Bola de grasa
era su mote personal para los novatos y, cada vez que lo pronunciaba, se las
arreglaba para hacer que sonase como idiota o imbécil. Recientemente, una
gran parte del veteranos habían empezado a utilizarla, y no sólo en el 10.ª
Compañía.
—Sigues siendo un novato, hasta que no te rompes un diente en un
descenso planetario —dijo a continuación el sargento Rhaimes.
El soldado se quedó boquiabierto, por la incredulidad por un momento y
luego buscó en sus bolsillos, saco un arrugado trozo de tela, el tipo de tela
que utilizaban para abrillantar las botas o los botones antes de una
inspección y se lo metió en la boca. Lo mordió con una expresión triste. Y
por la expresión con lo que lo hizo, Wulfe dedujo que la tela tendría un
fuerte sabor a esmalte.
Por el rabillo del ojo, vio a Rhaimes señalaba al joven soldado.
—Buena idea, hijo. Quizá logremos hacer algo de ti.
—… tres, dos, uno… —sonó la voz del techo—. Entrada troposférica
lograda. Altura, nueve mil metros. Aterrizaje aproximadamente en
diecinueve minutos. Desactivación de los sistemas gravitatorios. El cambio
a gravedad local se realizara en tres, dos, uno…
Por segunda vez desde que había subido a bordo, hubo un instante de
superposición gravitacionales que fue el peor que Wulfe recordaba.
Algunos de los hombres gruñeron, mientras sus cuerpos protestaban contra
el repentino cambio, pero, una vez que se desactivaron el sistema de
gravedad del módulo, difícilmente notaron la diferencia.
De acuerdo con el grueso fajo de documentos de información sobre el
planeta Golgotha que les habían entregado, que como de costumbre, pocos
se habían tomado la molestia de leer, la gravedad de la superficie de
Golgotha era un 12% superior a la gravedad estándar. Por lo general, Wulfe
pesaba alrededor de ochenta y cinco kilos, ahora pesaba un doce por ciento
más, un poco más de noventa y cinco kilos, pero el aumento no era tan
elevado como para ser una molestia. Los operarios del Adeptus Mechanicus
a bordo del Mano del Resplandor se habían anticipado. Desde que salieron
de Palmeros, habían incrementado gradualmente la gravedad cada día,
preparando sutilmente a las tropas para su eventual despliegue en el planeta.
Los hombres como Siegler o el sargento Rhaimes, con poca masa muscular,
habían aumentado su masa muscular en los últimos meses. Wulfe había
sentido como su apetito aumentaba poco a poco y había notado como su
ropa le comenzaba a apretar alrededor de los brazos, las piernas y el pecho.
Su cuerpo se estaba adaptando a gravedades superiores. Ahora, con la
gravedad local del planeta actuando directamente sobre él, no se sentía más
pesado de lo normal. Sí que habría una gran diferencia con los tanques. Se
notaría en el aumento del consumo del combustible, cuando dispararan a
larga distancia, la trayectoria, la velocidad, el desgaste, influirían en los
proyectiles. Todos estos asuntos eran preocupaban a los equipos de
mecánicos, de los servidores que se encargaban del mantenimiento de los
vehículos, que habían dormido muy poco adaptando los vehículos a la
gravedad del planeta.
Pensando en los extraños servidores de los Tecnosacerdotes
cibernéticos, Wulfe decidió que probablemente no necesitaban dormir
mucho de todos modos. Tal vez sólo necesitarían algunas fuentes de energía
adicionales. La imagen se formó en su mente, y fue divertida e inquietante.
Las vibraciones del módulo eran superiores a lo esperado. La atmósfera
de Golgotha era más densa que en la mayoría de los mundos poblados. Las
diferencias de presión entre las zonas calientes y frías del planeta, según los
informes, provocaban que algunas tormentas fueran verdaderamente
temibles.
Wulfe luchó contra el instinto de tensar los músculos. Era mucho más
inteligente relajarse, si no quería sufrir desgarros en los tendones o
músculos. Este tipo de lesiones eran muy comunes durante un desembarco
planetario.
—Altitud, siete mil metros…
La voz estática fue interrumpida de repente por un estremecedor y
ensordecedor ruido. Wulfe se apretó las manos contra los oídos. Conocía
bien ese sonido, que nunca anunciaba una buena noticia. Era el sonido de
metales desgarrándose.
El módulo de desembarco, de repente, giró a la derecha. La cabeza de
Wulfe golpeó contra la superficie acolchada del asiento, su estómago se
revolvió y su visión se oscureció. Algunos de los soldados de en frente,
fueron lanzados contra el marco antigolpes. Si no fuera por él, habrían
salido volando por el compartimiento. El aire se llenó de maldiciones.
—¡Estamos descendiendo en picado! —gritó un joven soldado en
estado de pánico. El corazón de Wulfe parecía como si estuviera pegado en
algún lugar de su garganta.
—¡No estamos cayendo en picado, Webber! —gritó alguien—. ¡Y deja
ya de gritar!
—¿Qué demonios fue eso entonces? —exigió otra soldado—. ¡Por el
Ojo del terror!
—¡Silencio! —gritó el Sargento Rhaimes después de quitarse el
protector bucal—. Ya es suficiente, solo son turbulencias. Dejar ya de
lloriquear, ¡gusanos de estiércol!
La mentira de Rhaimes era más que evidente. Estaba tratando de
mantener la calma, pero nadie parecía estar escuchándole.
El módulo giro rápidamente en otra dirección y se enderezó, aunque las
vibraciones continuaban siendo severas. Los hombres se agarraron a los
marcos de impacto, los nudillos de las manos blancos.
Wulfe se arriesgó a mirar hacía donde estaba Lenck y se irritó al verlo
sentado en silencio, con el bulto en los labios de un protector bucal,
aparentemente imperturbable. El advenedizo arrogante solo saltó cuando un
ruido de estática se oyó por los altavoces. Era un ensordecedor zumbido de
tono alto, que se cortó de repente para ser reemplazado por el tono del
servidor, que intentaba dirigirse a ellos una vez más. Esta vez, la voz era tan
amplifica a niveles que dañaban el oído y, Wulfe, simplemente no sabía si
lo estaba imaginado o era su pánico que le hacía oír las frases entrecortadas.
—¡… fuego antiaéreo concentrado… tormenta… hacía abajo… por
supuesto… y hacía abajo. Todo el personal… para… inmediata…!
De repente, un gran dolor floreció en su cabeza. Toda la galaxia parecía
estar girando sobre su eje. Parecía que estaban cabeza abajo. Entonces,
nuevamente, todo cambió con una velocidad aterradora. Cerró los ojos con
fuerza. Vio fuegos artificiales que estallan detrás de sus párpados. Sintió
que sus músculos gritaban en señal de protesta, por alcanzar los límites de
su cuerpo, y luego el corazón golpeaba dentro de su pecho como si se
quisiera salir…
Oscuridad. Aturdimiento. Silencio.
Se dejó caer en un vacío en el que incluso los malos sueños dejaron de
existir.
Lejos, al norte de la posición de Wulfe, las cosas eran muy diferentes para
las unidades del 18.º Grupo del ejército que había aterrizado con seguridad.
Su cuarta noche en el Golgotha el general Mohamar Deviers descendió
desde la órbita en su lanzadera aquila privado para supervisar
personalmente las operaciones de la cabeza de playa Imperial, que se
encontraba, en la base de la meseta de Hadrones, que los esclavistas orkos
habían utilizado hacía poco como campamento.
Las etapas preparatorias de la Operación Tormenta ya estaban llegando
a su fin. La construcción de un campamento fortificado, como base del
Grupo del Ejército estaba casi terminado, muy por delante de lo previsto
gracias a las aportaciones del Adeptus Mechanicus. Sus tecnologías más
avanzadas, y las impresionantes estructuras prefabricadas, que les habían
prestados, y el esfuerzo incesante de sus legiones de servidores, habían
convertido la superficie destruida de la meseta, por el bombardeo espacial,
en un campamento fortificado en un tiempo record. La 10.ª División
Blindada estaba preparando para continuar en el amanecer, con los planes
previstos, después de haber asegurado el primero de una serie de puestos de
avanzada fundamental para el establecimiento de líneas de suministro clave
en el este. Así que, con sus habitaciones privadas ya construidas y en espera
de la ocupación, ya era hora, a juicio del general Deviers, que los hombres
en la superficie del planeta, sintieran la presencia de su líder entre ellos. A
tiempo, pensó, para recordarles que estaba al mando.
El elegante aquila aterrizó por la tarde, posándose en la pista de
aterrizaje de rococemento, sin incidentes. La última luz del día era apenas
visible como un resplandor rojizo en el extremo oeste, y los reflectores de la
base, empezaron a cobrar a vida de uno en uno. La rampa de acceso de la
lanzadera apenas había tocado el suelo, cuando el general bajo por ella y
empezó a dar órdenes. Era un hombre delgado, más alto que el promedio de
los nativos de Cadia, bien afeitado, con el pelo plateado engominado. Con
sus noventa y un años de edad, setenta y seis de los cuales sirviendo en la
guardia imperial, parecía sorprendentemente joven, aparentaba de echo
unos sesenta. Los tratamientos y cirugías que había sufrido para conseguirlo
fueron costosos y dolorosos, pero valían la pena.
Inició las inspecciones, la depuradora de agua potable y su
correspondiente deposito. Después pasaron dos horas recorriendo la base
haciendo preguntas a los tecnosacerdotes y realizando comentarios,
mientras trataba en vano de aclimatarse al espeso y desagradable aire.
Deviers confió a su ayudante, el Major Gruber, que estaba profundamente
impresionado. Las cosas aparentemente se habían desarrollado muy bien sin
su presencia. Con sus altos muros, torres de vigilancia, equipados con
lanzacohetes Manticora y defensas antiaéreas de Hydra, y los amplios
parapetos en los muros, y las filas de artillera autopropulsada basilisk. La
nueva sede del Grupo de los Ejércitos Exolon representaba un importante
bastión de seguridad en un mundo hostil. Deviers se fue en silencio
convencido de que resistirían un asedio orko con una enorme superioridad
abrumadora. No tardarían en comprobarlo. Con toda probabilidad, serian
atacados por pequeños grupos de exploradores orkos en unos días. Los
orcos de Golgotha habrían visto luces en el cielo, así como los módulos
descendiendo. Tarde o temprano reunirían un gran ejército. No importaba
cuanto viniera, o lo grande que fuera, la base no podía caer. Era el eje de
toda la operación de Deviers.
La meseta en la que se había construido la Base Hadron media más de
cuatro kilómetros de diámetro y estaba casi sobre la línea del ecuador. Se
había seleccionado sobre la base de dos factores críticos. En primer lugar,
con sus laderas escarpadas y pocas vías de acceso en pendiente, era incluso
sin haber sido fortificada, eminentemente defendible. En segundo lugar, y
más significativamente, estaba a una distancia de unos seis cientos
kilómetros de su objetivo, era el accidente geológico adecuada más cercano
de la posición de La Fortaleza de la Arrogancia.
Después de su inspección de la base, Deviers ordenó una reunión
informativa con los tres comandantes de división, los generales Rennkamp,
Killian y Bergen. La intención de Deviers era realizar una sesión corta, pues
había organizado un espléndido banquete para celebrar los buenos auspicios
del comienzo de su operación terrestre. Este principio, no era por el
descenso de los primeros módulos de desembarco, ni por terminar el
campamento fortificado, sino por su propia llegada a la superficie del
planeta, y esto no se podía pasar sin algún tipo de conmemoración. Después
de todo, la Operación Tormenta, como recordó a sus oficiales. Pocas veces
se había visto en los recientes anales de la Guardia Imperial. ¿Por qué no se
tendría que celebrar el buen inicio de una operación tan impresionante?
Ese era el plan, por lo menos, pero Deviers pronto encontró su buen
humor desaparecía.
—¿Cuántos? —dijo entre dientes. Tenía la cara roja de furia, y sus
puños apretados en la superficie de su escritorio—. ¡Repítamelo otra vez!
—Seis, señor —respondió el general Bergen—. Seis desaparecidos, con
un séptimo encontrado a cincuenta kilómetros al noreste, repartido en una
área de dos en mitad del desierto. Todos los soldados muertos. ¿Desea
escuchar una lista de los elementos individualmente?
—¡Por supuesto que sí! —espetó Deviers—. ¡Siete módulos de
desembarco perdidos en el primer día! ¡Por el Ojo del Terror!
La voz del Mayor general Bergen no vaciló mientras leía la lista, pero
su tono era pesado y su rostro delataba un estado de ánimo sombrío.
—El módulo E44-a, con el 116.º de Cadia, las compañías uno y dos,
abatidos durante el descenso. El módulo G22-a, con el 122.º de Fusileros de
Tyrok, las compañías de la una a la cuatro, desaparecido. El módulo G41-b,
con el 88.º de infantería móvil, las compañías, tres y cuatro desaparecido. El
módulo H17-C, cono el 303.º de los Rifles Skellas, con las compañías de la
ocho a la diez, desaparecido. El módulo H19-a, con la 98.º infantería
Mecanizada, de las compañías de la uno a la seis, desaparecidas. El módulo
K22-C, con el 71.º de Infantería de Caedus, compañías de la ocho a la diez,
desaparecido. —Bergen hizo una pausa de un segundo antes de continuar la
lista. El módulo que faltaba, trasportaba a soldados bajo su mando—. El
módulo M13-J, con el 81.º Regimiento Blindado de la 10.ª Compañía,
desaparecido. No hemos podido contactar con ninguno de los módulos
desaparecidos.
El General Deviers había estado escuchando en silencio, enojado por la
pérdida de efectivos, que le había sufrido, solamente en aterrizar en esta
maldita roca. Miles de hombres en pérdidas. Era indignante. Y lo peor era
la perdida de una compañía entera de tanques.
¡Por el trono de oro!, pensó el general Deviers. Una compañía entera
del tanque, perdidos en algún lugar del desierto, probablemente muertos.
Los malditos orkos, probablemente estarán saqueando los restos. Perder
hombres es una cosa, y es una pérdida lamentable, por supuesto, pero la
vida era barata en el Imperio del hombre. Siempre había más soldados
disponibles. Para eso estaban las reservas. ¿Pero los tanques?
Los tanques era otra cosa. No había reemplazos para los tanques que se
habían perdido. Cada tanque fuera de combate dejaba un vacío que no se
podía llenar. La fuerza de un regimiento blindado era absolutamente crítico
dado el carácter itinerante de la operación.
Con su mente firmemente fija en lo negativo, la ira del general sacó lo
peor de él. Se levanto con ira, tirando la silla hacía atrás y golpeando con
sus puños el escritorio.
—¡Es un maldito revés! ¿Cómo podemos haber perdido a siete módulos
de descenso en el primer día? ¿Fueron los orcos? ¿Las tormentas? ¿Por que
diablos nuestros enlaces navales, no me informaron sobre esto? ¿Qué hay
del Mechanicus? ¡Quiero respuestas, maldita sea!
Se le hincharon las venas del cuello y sus ojos parecían a punto de
salirse de sus orbitas. Los tres oficiales sentados delante de él quedaron tan
inmóviles como estatuas mientras su general les gritaba. Ya lo habían visto
así antes, y cada vez con mayor regularidad en los últimos tiempos. Sabían
que no debían interrumpir antes de su improperios terminaran. Un intento
de calmarlo los metería en problemas. Cuando Deviers finalmente terminó,
se hundió lentamente en su silla. Fue Killian, el más bajo y fornido, y a los
ojos del general, el más desagradable de los tres, el que tomó la palabra.
—Los tecnosacerdotes tienen un equipo en el desierto, señor. Están
estudiando los resto del módulo para encontrar la causa del accidente. Aún,
no hemos recibido un informe, ya que están fuera del alcance del
comunicador.
Killian se estremeció tan pronto como lo dijo, dándose cuenta
inmediatamente que acababa de utilizar combustible para apagar un fuego.
Como era de esperar, Deviers estallo.
—¿Fuera de rango del comunicador? —rugió, y se lanzó a una sarta de
improperios completamente nuevos.
Los equipos de comunicación imperial, son poco fiables en el mejor de
los casos, la experiencia del general acumulada a lo largo de los años, sabía
que era casi inútil en el Golgotha. De acuerdo con las tecnosacerdotes,
había profundos niveles de interferencias electromagnética por las
constantes tormentas que asediaban este mundo. El contingente del Adeptus
Mechanicus que se había unido a la misión le habían prometido una
solución en su momento, pero por ahora, las comunicaciones en cualquier
rango de más de una docena de kilómetros simplemente degeneró en
estática.
Una comunicación clara, incluso a mitad de esa distancia requirió un
gasto elevado de energía, y el contacto con la flota en órbita se mantenía a
un mínimo absoluto por pura necesidad.
Deviers estuvo maldiciendo y bramaban como un loco hasta que el
enfado paso por sí mismo de nuevo.
A pesar de las apariencias externas, era un hombre viejo, y la intensidad
de sus arrebatos rápidamente lo agotaban. Sabía que debía trabajar más
duro para controlar su temperamento. Pero en los últimos meses, sus
estallidos de cólera, eran más frecuentes. Hubo un tiempo, pensó —que
nada me alteraba—. ¿Qué había cambiado? ¿Por qué me encolerizo con
tanta frecuencia hoy en día? No puedo dejar que la presión, se apodere de
mi de este modo.
Sabía que gritar a sus comandantes de división ere la terapia pobres, y
se lograba muy poco. Tenía que apoyarse en estos hombres por encima de
todos los demás en los próximos días. Ellos le ayudarían a asegurarse su
premio, su legado, su lugar entre los grandes generales. No, gritándoles no
ayudaba nadie. Obligó a su voz a volver de nuevo a niveles normales. Diez
minutos más tarde, después de una breve revisión de las operaciones
previstas para mañana, los despidió para que puedan vestirse para el
banquete. Cuando los tres altos oficiales se levantaron y lo saludaron,
Deviers pensó brevemente en disculparse por sus improperios anteriores.
—No —se dijo a si mismo. Deja que mi ira, sea como un mensaje de
que espero que lo hagan mejor. No quiero que piensen que me estoy
ablandando.
Debilidad en cualquier forma era algo que Deviers, detestaba,
especialmente la suya.
Las nubes bajas sobrecargadas parpadeaban como lámparas rotas, tal era la
intensidad de los combates cerca de Karavassa.
—¡Atención al barranco hacía el sur-este! —gritó Bergen por el
micrófono del comunicador—. No dejéis que flanquean a las compañías
blindadas por la derecha.
La artillería móvil, principalmente Basilisk, estaban disparando cerca de
su posición, Bergen estaba en el chimera de mando, nubes de negro humo
se arremolinaban alrededor del chimera con cada ensordecedora descarga.
A través de sus prismáticos, el general de división observó las grandes
columnas de fuego y aren, causadas por los proyectiles de los basilisk.
Actualmente, estaban causando una terrible destrucción entre la infantería
orka.
La 10.ª División Acorazada había llegado a las colinas rocosas,
rodeando el antiguo puesto de avanzada Imperial unas horas después del
amanecer. Era el undécimo día desde el desembarco planetario, y las
fuerzas de Bergen llevaban dos días, de retraso sobre exigente plan del
General Deviers. Las condiciones en el Golgotha eran muy frustrantes.
Hora tras hora, sus fuerzas se había visto obligadas a interrumpir su viaje
hacía el este, para facilitar las reparaciones. El maldito polvo estaba
haciendo estragos en las máquinas imperiales. Y en los soldados, también
era igual de molesto. Decenas estaban enfermos. Bergen había desarrollado
una propio tos áspera y su saliva se teñía de rojo.
Cuando la 10.ª División había dejado de base Hadron hace seis días, el
general de división se había inquietado por la incorporación en el último
minuto del tecnoadepto Armadron. Para su conocimiento, nadie del 18.º
Grupo del Ejército había pedido al Adeptus Mechanicus tal honor. Bergen
se lo tomó como otro indicador de la agenda oculta, que estaba convencido
de que tenia el Adeptus Mechanicus. Hasta ahora, en su limitadas
conversaciones, con Armadron, nada de lo que se había dicho, le había
convencido de lo contrario. El Tecnoadepto insistía en que su superior le
había ordenado acompañar a la división de Bergen por pura preocupación
por su éxito.
El culto de la máquina había maniobrado fuerzas imperiales hasta aquí,
y tarde o temprano, Bergen pretendía averiguar por qué. Aun así, Bergen
tenia motivos para alegrarse de la asistencia de Armadron. A pesar de su
presencia inquietante, el tecnoadepto habían demostrado ser un activo
particular. Era un miembro del brazo technicus del sacerdocio y, en estrecha
colaboración con las dotaciones de apoyo, había hecho muchos esfuerzos
para mantener las columnas de tanques. Sin sus esfuerzos incansables y
experiencia, Bergen dudaba de su división podría aguantar este ritmos,
muchos días más. Las prisas del viejo Deviers, estaban haciendo estrago
sobre sus tanques.
A pesar de estar plagado de problemas, el viaje aquí era la parte más
fácil. Ahora que tenían otros problemas con los orkos. Regimientos enteros
cargaban hacía adelante para entrar en combate contra ellos, que se estaban
vertiendo de las imponentes puertas de hierro del puesto avanzado, el
maldito polvo estaba resultando ser muy problemático en la batalla, unos
cuantos de los tanques del coronel Vinnemann estaban obligados a luchar
desde posiciones estáticas, inmovilizados a principio del asalto, por tener
los conductos obstruidos por el polvo. Sin las valientes dotaciones de los
tanques de recuperación, no se habían arriesgado al fuego enemigo para
retirar a los tanques, fuera del alcance de los orkos, los abrían destruido.
Escudriñando a través de sus magnoculars, Bergen vio como los
refuerzos de los pieles verdes se empujaban entre si, en su afán de unirse a
la refriega.
—Centre un par de piezas, sobre los orkos que salen por las puertas
principales —comunico Bergen a su comandante de la artillería—. Dispare
mientras están amontonados. ¡Pero no dañe la superestructura! Recuerde,
tenemos que tomar el puesto de avanzado intacto.
Su división no había podido sorprender a los orcos, pero en realidad era
lo esperado. Las torres de piedra arenisca gruesas de Karavassa tenían una
vista imponente de los alrededores. No fueron las torres las que habían
levantado la alarma en primer lugar, sin embargo. Sus columnas blindadas
habían sido avistadas cuando aún estaban a unos treinta kilómetros de la
base. Patrullas en motocicletas orkas patrullaban la zona, y con sus potentes
faros iluminando el desierto. Algunas de estas patrullas habían rugió por
entre altas dunas y sorprendieron a las columnas imperiales. Una súbita
lluvia de proyectiles, había agitado la arena por todas pares y se lanzaron al
ataque.
Las motocicletas orkas eran ruidosas, de gran tamaño, con grandes
ruedas y tubos de escape muy ruidosos, pero sin duda eran rápidas. Sus
jinetes se habían mostrado sorprendente cometidos para ser orcos, algunos
se volvieron rápidamente por donde habían venido y rápidamente fueron a
alertar al resto de la horda. Los tanques de Vinnemann habían logrado
destruir la mayor parte de ellas, ya que les mostraban las espaldas, pero
algunas habían escapado.
A medida que la división se iban acercando en al puesto ocupado, con el
amanecer convirtiendo en cielo en un resplandor rojo infernal, Bergen había
sacado la cabeza por la escotilla de la torreta del chimera de mando, para
ver una enorme fuerza orka: una horda de infantería de pieles verdes, contó
que deberían ser unos miles, apoyada por tanques, artillería, vehículos
ligeros, y un buen número de esos artefactos ridículos y pesados que los
orkos, amaban construir. Esos acorazados parecían cubos rojos de gran
tamaño con piernas de pistón. Sus brazos se agitaban perversos de aquí para
allá, su hojas zumbaban, y sus garras chocando, ansiosos por comenzar el
derramamiento de sangre. Y Estaban cubiertos de armas: lanzallamas,
lanzacohetes, akrililladores pesados y cualquier otra cosa que pudieran ser
atornillada al casco de la maquina. Eran absolutamente letales para la
infantería, pero no eran rivales para los tanques imperiales. Las unidades de
Vinnemann ya habían destruido a una treintena de ellas a larga distancia,
convirtiéndolas en chatarra ardiendo, que llovió sobre los orkos que estaban
por sus alrededores.
—¡Infantería, mantened el avance! —ordenó Bergen—. El coronel
Vinnemann, tiene a tres de sus compañías avanzando en apoyo de la
infantería en el flanco izquierdo. Enviaría el resto directamente por el
centro. Pero antes tendríamos que eliminar a sus maquinas, para dar a los
soldados la oportunidad de luchar. Tenemos que abrir una brecha en la
horda.
El chimera de mando de Bergen, el Orgullo de Caedus, había tomado
posición en un punta de roca sólo a algunos kilómetros al suroeste de las
murallas del puesto de avanzada. Incluso sentado en la escotilla de la
torreta, era un lugar arriesgado, para establecerse.
Si hubiera sido el defensor en lugar del atacante, que habría ordenado a
la artillería, batiera la zona, en que el comandante enemigo había elegido,
para supervisar sus fuerzas. ¿Tales pensamientos solían pasársele por la
cabeza a los líderes orkos? Bergen lo sabía, pero su necesidad de una buena
vista del campo de batalla, pasó por encima de sus preocupaciones.
Una serie de explosiones ondulantes al noreste de su posición le hizo
girarse. Una de sus Compañías de infantería mecanizadas, de diez quimeras,
y en cada uno un escuadrón de endurecidos soldados de infantería, estaba
tratando de seguir adelante en apoyo de los soldados de a pie. Pero una
escuadra de tanques, máquinas imperiales de la última guerra, reconvertidas
casi de un modo irreconocible. Con blindajes y armamento desconocidos,
se habían liberado de su compromiso con una compañía de Leman Russ de
Vinnemann, y aceleraban hacía las quimeras con los cañones disparando.
Bergen vio como dos de las quimeras, fueron golpeados de frente, uno
de ellos recibió un impacto tan fuerte que se volcó sobre su espalda. Vio
como se abría la compuerta trasera. Y la escuadra de soldados comenzaron
a salir a tropezones, desesperados por estar lejos del chimera incendiado,
antes de que su municiones y depósitos de combustible explotaran. La
mayoría estaban heridos. Y cayeron sobres sus piernas temblorosas. Se
apresuraron desesperadamente por levantarse de nuevo. Demasiado tarde.
Con un gran auge de fuego y humo, la chimera, exploto levantándose en el
aire. Sólo dos de los soldados lograron escapar de la explosión. Bergen
soltó un maldición y volvió sus ojos.
Los soldados del otro chimera tuvieron más suerte. La cabina estaba en
llamás, y su conductor ciertamente muerto, pero la escotilla en la parte
posterior, se había abierto, y los soldados estaban dentro disparando con sus
rifles láser, desde las troneras.
Bergen conocía esos rifles láser no podían hacer nada contra las
máquinas orkas.
Estaba a punto de comunicarse con Vinnemann, para que los apoyara
cuando un trío de tanques Leman Russ paso al lado de los chimeras, en el
momento justo. Giraron sus torretas hacía la derecha, al unísono, y
dispararon a los tanques orkos en un rango medio. Una de las máquinas
orkas fue alcanzado por un proyectil antiblindaje perforado el blindaje
frontal del tanque enemigo, porque Bergen lo vio explotar
espectacularmente, la torreta giro en el aire sobre un columna de fuego
naranja deslumbrante.
Las otras dos máquinas orkas todavía estaban centrándose sobre la
infantería mecanizada. Los soldados aun les estaban dispararon, pero fue
inútilmente. Las descargas impactaban inofensivamente contra el grueso
blindaje rojo. Un segundo más tarde, sin embargo, los tres Leman Russ
volvieron a disparar, y los tanques orkos fueron golpeados duramente, Las
dotaciones de orkos, intentaron salir, algunos de ellos aullando mientras las
llamás lamían su carne verde curtida. Los soldados Cadianos se movieron
en línea recta, vertiendo descargas contra las dotaciones de orkos, que
continuaron ardiendo hasta que no quedo nada de ellos, Solo quedaron
trozos negros de carne.
—¡Comandante Vinnemann! —comunico Bergen con urgencia—.
Tenga en cuenta, que tenemos la artillería, centrada en los refuerzos orkos,
que salen de la puerta principal adicional. ¿Cuál es su situación?
Wulfe tuvo que aguzar el oído para distinguir la voz del teniente, ya que,
dijo:
—A todos los tanques, ¡alto! Es una orden. Deténganse dónde se
encuentre. No se muevan un centímetro. —Wulfe no perdió el tiempo
ordenando a su dotación que se detuvieran.
—Parada de emergencia, Metzger —le espetó a través del
intercomunicador.
El Últimos Ritos II se detuvo unos segundos después.
—¿Qué está pasando, sargento? —preguntó Holtz, presionando sus ojos
sobre la mira del arma principal.
—¡Quietos! —dijo Wulfe. Entrecerró los ojos con esfuerzo mientras
escuchaba atentamente por el comunicador.
Después de un momento, dijo:
—Es el Deliverance. Por los sonidos, parece que se ha caído.
—¿En qué? —pPreguntó Siegler, volviéndose para mirar a Wulfe.
—No lo sabremos hasta que haya pasado la tormenta —dijo Holtz—. Si
termina.
Wulfe estaba escuchando por el comunicador de nuevo. Luego dijo:
—El Nuevo Campeón informa que por los sonidos, que la clavija de
remolque delantera se rompió de inmediato. Hemos tenido suerte que no
callera también.
—O la mala suerte —se quejó Holtz—, dependiendo de cómo se mire.
Wulfe sabía lo que quería decir.
—¿Qué está diciendo van Droi? —preguntó Siegler nerviosismo.
Wulfe escuchó un otro momento. Y negó con la cabeza tristemente
mientras respondía:
—No puedo hacer nada. Mientras la tormenta continúe con esta
intensidad, no podemos movernos ni un centímetro. Muller y su dotación
tendrán que esperar a que pase como el resto de nosotros.
—Pero van a necesitar atención médica —gritó Siegler.
—Ya lo sé, Siegler —le espetó Wulfe—, pero mira fuera del tanque,
maldita sea. ¿Crees que podemos ayudarles en este momento?
Siegler se miró las manos, evidentemente molesto, y Wulfe se sintió
inmediatamente arrepentido. Se inclinó hacía delante y le dio unas
palmaditas, al potente hombro del cargador.
—Lo siento, Siegler —dijo—. Sé que estás preocupada por ellos. Yo
también.
Maldita se la disformidad, pensó. No podemos seguir teniendo
problemas como este. ¿Dónde está el maldito resto del ejército?
Obligándose a la calmar su voz, le dijo a su equipo:
—Vamos a seguir juntos. Gunheads nunca me daré por vencido, ¿os
acordáis? Siempre seguimos luchando. Es lo que hacemos.
Siegler parecía un poco apaciguada y dijo:
—Tal vez el fantasma de Borscht nos ayudará de nuevo.
La sangre de Wulfe se convirtió en hielo.
—¿Qué acabas de decir?
—Maldita sea, Siegler —siseó Holtz—. Ya te lo dije, maldita sea.
Siegler pareció darse cuenta de la gravedad del error que acababa de
hacer. Sus ojos brillaban de de pánico.
—¡Lo siento, Holtz! Se me acaba de escapar.
Wulfe volvió a Holtz.
—Explíquese, cabo. Y esto no es una petición. Es una orden.
Holtz sacudió la cabeza y suspiró.
—¿Qué esperaba, sargento? ¿Creía que eramos demasiado estúpido para
no enterarnos? El tanque que perdimos en Palmeros, que se detuvo sin
ninguna razón aparente, también están los chicos de Strieber, que se
quedaron paralizados por las minas terrestres. Y también esta el informe del
medicae. El viejo Borscht murió casi en el momento exacto en que
empezamos a oír una voz en el intercomunicador.
Wulfe se desplomó en su silla.
—¿Tú sabías todo este tiempo? —murmuró—. ¿Por qué demonios no
me avisaste? Tu sargento cree haber visto un fantasma, por el amor de
Trono. Metzger, ¿lo sabías?
El conductor respondió en un tono sombrío:
—Me temo que sí, sargento. Eran sueños que tuvo durante el espacio
disforme en su mayoría. Usted gritó en sus sueños mientras estábamos
viajando en el espacio disforme.
Wulfe se quedó estupefacto.
—De hecho, estábamos enfadados por que no nos lo dijiste. Quiero
decir, el fantasma es un problema importante. Nos salvó a todos. Podríamos
haber rezado por el alma de Borscht juntos —dijo Holtz—. Viess se lo tomó
muy mal. Dijo que debería haber confiado más en nosotros.
Wulfe vio lo tonto que había sido al pensar que no podrían sumar dos
más dos.
—Yo no podía decir la verdad. Yo no estaba seguro de que fuera verdad,
y no quiero que Van Droi piense que me he vuelto loco. No quiero perder
mi mando.
—¿De verdad se piensa que el teniente no tiene ya sospechabas de la
verdad? —dijo Holtz—. Quiero decir, él nunca presionó para un informe
completo, ¿verdad? Él simplemente acepto el informe de mierda. Sin hacer
preguntas.
Wulfe pensó en eso. Era cierto. Se había sentido demasiado aliviado,
por la fácil aceptación del informe por el teniente.
—¿Quién más lo sabe? —preguntó.
Holtz se encogió de hombros.
—Nadie más que nosotros, Viess, y probablemente van Droi.
—Tiene que seguir así —dijo Wulfe—. Todos saben lo que pasaría si
llegase a los oídos de algún comisario.
—¿Va a decirnos lo que realmente pasó entonces? —preguntó Holtz,
con la esperanza de negociar.
Wulfe no tuvo la oportunidad de responder. La luz roja del comunicador
de a bordo empezó a parpadear. Era el canal de mando de la compañía.
—Líder Espada aquí, señor —dijo Wulfe—. Adelante.
Escuchó a la transmisión del teniente. Distorsionada por la estática, pero
la señal de las comunicaciones había mejorado en los últimos minutos.
—Bueno —preguntó Holtz.
—Dice que la tormenta se está apaciguando —dijo Wulfe—. Van Droi
quiere que todos los vehículos sean revisados por si tienen daños. Tengo
que salir. Es hora de averiguar qué pasó con Muller y sus hombres.
DOCE
La ruta que el 18.º Grupo del ejército tomó desde el valle hasta las
montañas Ishawar pronto se convirtió en traicionera, especialmente para los
tanques, ya que la mayoría de las cuales pesaban más de sesenta toneladas,
pero no había tiempo para ser cuidadoso. Los orkos estaban a menos de una
hora detrás de ellos. Habían visto a los Cadianos en las colinas y se habían
convertido en una explosión de velocidad. Bergen no sabía cuánto tiempo
pasaría antes de que los orkos les alcanzaran, pero sabía que los vehículos
en la parte posterior de la columna no tardarían en enfrentarse a la amenaza
de bicicletas orkas y buggies, los vehículos ligeros de los pieles verdes eran
mucho más hábiles de manejar en terrenos difíciles como este. Las
empinadas pendientes y senderos estrechos que Exolon se vio obligada a
seguir fueron todo un reto, para los vehículos más pesados de los cadianos.
Por ahora, sin embargo, no había más remedio que seguir adelante con
toda la velocidad que pudieran moverse.
El general Deviers se había tomado muy en serio, al tecnosacerdote
Sennesdiar cuando le dijeron que el todopoderoso espíritu-maquina de La
Fortaleza de la Arrogancia había despertado de su reposo y había hablado
con ellos directamente a través de sus auspex más poderoso y sofisticados
escáneres. Los datos eran irrefutables, insistieron los tecnosacerdotes. La
Fortaleza de la Arrogancia estuvo en el valle desde hace muchos años, pero
que había sido trasladado en el pasado reciente.
Sonaba demasiado conveniente para Gerard Bergen. Estaba seguro de
que los tecnosacerdotes habían conocido desde el principio que el tanque
perdido de Yarrick ya no estaba en el valle. Sin embargo, Deviers todavía
estaba al cargo, y el viejo general estaba tan desesperado, que podía creerse
casi todo lo que le dijera. Si Deviers estaba loco o no, Bergen y los otros
líderes divisionales, no protestaron. Por el momento. ¿Pero llegaría el
momento que lo harían? Rennkamp y Killian ambos parecían sentirse
aislados del resto de las fuerzas imperiales con pocas esperanzas de volver,
no había más remedio que seguir el camino en el que estaban y ver a dónde
los llevaba al final.
Bergen estaba en la cúpula de la chimera, un hábito que había
desarrollado durante sus largos años como comandante del tanque. Recordó
aquellos tiempos con cariño, los tiempos de antes había sido señalado para
hacer cosas más grandes cosas. Pero Operación Tormenta acabaría en un
infierno. El Munitorum no tardaría en borrarla de los registros Imperiales,
una vez que estaba claro el espectacular fracasado.
Pero todavía no habían fracasado, le dijo una vocecita en el fondo de su
mente, pero otra voz más fuerte le decía que solo era cuestión de tiempo.
Bergen intentó ignorarlas y miró hacía el cielo.
El sol de Golgotha estaba cerca de su cenit, a juzgar por la mancha
brillante en las gruesas nubes rojas del cielo. A estas alturas, las nubes
parecían tan bajos que parecía que pudiera tocarlas con las manos, y con
este pensamiento comprobó automáticamente su máscara con filtro y las
gafas estuvieran firmemente en su lugar.
La fuerza de la expedición había ascendido a más de mil metros ya.
Trató de mirar hacía atrás por la ladera de la montaña a lo largo de la
ruta que habían seguido, pero todo lo que pudo ver fue ver las nubes de
polvo levantadas por los vehículos. La columna era significativamente más
corta de lo que había sido cuando habían salido de Balkaria. Todavía no se
había echo, un recuento para saber exactamente cuántos había muerto, en el
ataque a la muralla orka.
Sintió dos tirones en la pierna del pantalón y bajo la mirada hacía abajo,
hacía el compartimiento de pasajeros del chimera. Su ayudante indicó una
luz parpadeante en el comunicador.
—El Mayor General Killian quiere hablar con usted, señor —dijo su
ayudante.
Bergen le dijo a su ayudante que desviara la trasmisión de Killian, hacía
su microcomunicador.
—Bergen al habla —dijo—. Adelante.
—Gerard, esto soy Klotus. Acabo de tener una conversación con mi
capitán de exploradores. Creo que tendrías que escucharle.
—Adelante. Estoy escuchando.
—Se trata del camino que estamos siguiendo —dijo Killian—. No
somos los primeros en pasar por él.
—¿Así que los orkos trajeron La Fortaleza de la Arrogancia por este
camino? —preguntó Bergen con auténtica sorpresa, ya que no había
esperado que los tecnosacerdotes pudieran estar diciendo la verdad.
—Muy difícil de decir, las pistas son escasas. Pero los exploradores
dicen que hay señales de al menos un vehículo y un buen número de
soldados de a pie.
—Tiene que ser orcos. Según los registros, somos las primeras tropas
imperiales en pisar el planeta desde la última guerra.
—Puede ser. Pero no todo se escribe en los registros, ¿verdad? Y
depende de que registros estemos hablando. No hay forma de saber lo viejas
que son las rodadas pero treinta y ocho años de antigüedad, no lo creo.
Bergen permaneció en silencio por un momento. Tenía que ser orkos.
Simplemente tenía que ser, pero, si las rodadas eran Imperiales, significaba
que alguien había llegado hasta aquí en primer lugar. ¿Por qué Exolon no
había sido informado? Al fin al cabo, la suya fue la primera misión que
oficialmente intentaba la recuperación del tanque de Yarrick. Si las rodadas
que seguían pertenecían a una fuerza Imperial, ¿quién demonios era y que
hacían aquí?
—Infórmame en el momento en que sepas más.
—Por supuesto que lo haré —dijo Killian—. Esto no me gusta más que
a ti.
—Tú lo has dicho Rennkamp, ¿y el general Deviers?
—Aun, no le informado —dijo Killian.
Bergen pensó en eso.
—¿Por qué me has informado a mí primero, Klotus?
Killian vaciló, tal vez comprobando, que el canal estaba debidamente
encriptado.
—Porque Deviers ha ido perdiendo la cabeza desde hace meses. Los
dos nos conocemos. Y si no está bien, el mando de la misión va a recaer en
usted. Y entonces será nuestra ultima esperanza de supervivencia. Quiero
salir con vida de esta roca, Gerard. No estoy destinado a morir aquí y
tampoco lo están mis hombres.
—Gracias por la sinceridad, Klotus —dijo Bergen—. Todo saldrá bien.
—Eso espero —dijo Killian antes de despedirse.
La luz del comunicador se apagó.
Pasaron dos horas después del amanecer, cuando los restos de fuerza la
expedición del general Deviers surgieron de la fría oscuridad del túnel al
calor sofocante de la mañana en Golgotha. Estaban a medio camino de la
cara este de la montaña, pero el paisaje de más allá estaba protegido en gran
medida de la vista por las nubes. Los cadianos fueron obligados a seguir la
única vía con los ancho y los suficientemente firme, como para que
pudieran circular las sesenta toneladas los tanques Leman Russ.
Las nubes eran una mezcla agitada de naranja, rojo y marrón. Ráfagas
de viento les echaban cortinas de polvo. Hacía el mediodía, sin embargo,
los vientos cambiaran a una brisa caliente. Altas y crestas todavía
confundían a la vista. En privado, algunos de los Cadianos casi lamentaban
dejar Dar Laq. De construcción xena o no, la temperatura era más de su
agrado. Y el aire no les chamuscaba los pulmones.
El sendero de montaña les llevó a un terreno más manejable y la
columna comenzó a moverse en una línea sinuosa atravesando una serie de
barrancos rocosos. Estaban rodeados por colinas de piedra arenisca rosa por
todos lados, pero no pasó mucho tiempo antes de que los Cadianos notaron
algo raro. El cielo era cada vez más oscuro, manchado con grandes
cantidades de humo.
El General Deviers ordenó que los exploradores se adelantaran para
investigar más a fondo, y pequeños grupos de sentinels se adelantaron
también en apoyo a los exploradores fuera. Minutos más tarde, el oficial al
mando de los exploradores recomendó que la columna se detuviera y que el
general en persona se adelantara a un punto de observación. Había
encontrado la fuente del humo.
Bergen yacía con su vientre pegado al suelo, Y con sus magnoculares
examinando la escena que tenía delante de él, sin importarle el hecho de
que su uniforme se manchara con el sucio polvo rojo. Una docena de
oficiales estaban por sus alrededores, en posiciones similares, murmurando
y maldiciendo.
Más allá de las montañas, la tierra era amplia y abierta. La Cadianos
miraban hacía abajo concretamente un enorme cráter, una caldera volcánica
de diez kilometros de ancho. El volcán llevaba mucho tiempo muerto, pero
en su centro se encontraba el origen del humo negro.
—Hay millones de ellos —dijo Killian, situado a la derecha de Bergen.
—Cien mil a lo sumo —dijo Rennkamp.
—De cualquier modo —dijo Killian— todavía estamos muy superados
numéricamente.
Bergen no podía decidir lo que estaba viendo. O bien era el equivalente
orko de una ciudad, o se trataba simplemente de la mayor colección de
chatarra que había visto nunca. Finalmente, se decidió que eran ambos, y en
partes iguales. Montones de placas de metal oxidándose y vigas retorcidas
amontonadas, el elemento más destacado de la escena que tenía delante.
Eran los vehículos Aquí y allá, en ruinas.
Los observo mejor, algunos eran reconocibles como los restos arrugados
de chimera y tanques Leman Russ, otros no tan conocidos.
Restos de la Guerra de Golgotha, pensó Bergen. Durante treinta y ocho
años habían rescatado el antiguo campo de batalla y lo amontonaron todo
aquí. ¿Era éste el lugar donde Thraka había construido sus maquinas de
guerra para el asalto a Armageddon? ¿Estaría La Fortaleza de la
Arrogancia entre toda esa chatarra?
Apenas se atrevía a esperar que estuviera aquí. Todos estaban buscando
a través de los cristales de los magnoculares, luchando por encontrar
cualquier cosa, incluso algo que fuera parecido al perfil del famoso
Baneblade.
Pero no habían visto nada que se le pareciera.
Tal vez se lo llevaron fuera del planeta, pensó. Y estamos aquí
buscándolo desesperadamente en Golgotha para poderlo repararlo y
envíarlo al Armagedón, y los malditos orkos, probablemente lo habrían
reparado a su forma, y enviado a Armageddon.
Concentro su atención en un par de enormes estructuras cilíndricas en el
extremo sur de la base orka.
Parecía ser algún tipo de fundición. Estaban recubiertas de tubos y
válvulas, y estaban emitiendo mucho humo en el aire.
De vez en cuando, grandes columnas de fuego surgían de una serie de
chimeneas, tambaleantes y delgadas. Vio cientos de figuras bestiales
trasladando chatarra a través de las enormes puertas. Había talleres adjuntos
donde se podía ver el resplandor blanco de sopletes de promethium. Una
lluvia de chispas naranjas acompañaban los fuertes sonidos metálicos.
En el centro de la base, rodeado por las montañas de chatarra, había
cientos de chozas y hangares, todos hechos de acero y dispuestos sin ningún
orden en particular, que Bergen pudiera discernir.
Como era de esperar, hasta la última superficie estaba pintada de color
rojo y decorada con glifos, la gran mayoría de los cuales parecían ser
calaveras o rostros orkos.
Había torres colocadas en todo el perímetro, también, marcos inestables
de hierro y acero que eran tan altas como cualquiera de los montones de
chatarra. Encima de cada una de ellas, Bergen vio puestos de observación
con pivote de armas pesadas. Y estaban siendo atendidos por los miembros
más pequeño, y más delgados de la casta de esclavos pieles verdes. Todos
los guardias imperiales los conocían como gretchins, relativamente débiles
de cerca, pero eran más capaces de matarte con un arma, como sus parientes
más grandes.
—¿En el nombre de Terra que es eso? —preguntó el coronel Graves—.
Allí, en el lado norte. ¿Eso es una jaula?
Bergen dirigió su atención hacía donde les indicaba Deviers, y vio la
estructura de la que les estaba hablando. Ciertamente parecía una jaula, pero
tenía más de cincuenta metros de altura. No tenía ni idea, para que se había
construido una jaula tan enorme, sus barrotes eran más gruesa que una viga
de acero medio. No había señales de vida en el interior, pero la visión de
grandes pilas de estiércol de color marrón rojizo. Le hizo creer que había
sido construida para una criatura enorme. Si tenían suerte, la jaula vacía
significaba que la criatura habría muerto. Quizá tuvieran la mala suerte, de
que estuviera de patrulla en alguna parte, quizá en el borde opuesto del
cráter.
Vio docenas de formás más pequeñas alrededor de la jaula, llena de las
criaturas ovoides, que conocía por el nombre de garrapatos, que eran la
principal fuente de comida de los orcos. Hacía poco más de una década en
Phaegos II, que Bergen había sido testigo de cómo esos seres eran lanzados
en medio de un regimiento de infantería de Mordía, por medio de una
extraña primitiva catapulta. Era una de las tácticas más extrañas que había
visto usar pieles verdes. Extraña, pero efectiva. El resultado del aterrizaje
de estas agresivas criaturas justo en el medio de tropas en formación
cerrada, creaban pánico absoluto cuando los garrapatos atacaban a lo que
tenían más cerca con sus enormes dientes. Sus tanques, acudieron en apoyo
de la Mordianos, y habían destruido las catapultas, pero no antes de que
habían muerto un buen número de hombres.
—Todos están armados —dijo el capitán Immrich—. Y tienen muchos
vehículos ligeros, también. Van a darla a su infantería algo más de los qué
preocuparse, coronel.
Graves gruñó algo a modo de respuesta. Bergen no entendió el
comentario.
Immrich estaba a pocos metros a la izquierda de Bergen. Parecía estar
bien en su nueva posición como líder del 81.º regimiento acorazado, pero
Bergen estaba un poco aturdido por el cambio físico de Immrich. Parecía
menos robusto de lo que Bergen podía recordar. Por otra parte, casi todos
parecían haber cambiado. Bergen había evitado mirarse en un espejo
recientemente. El color rojizo de su piel era la suficiente advertencia de que
el Golgotha les estaba cobrando un terrible peaje.
Como Immrich había señalado, vehículos orkos estaban por todas
partes. Motocicletas y buggies rugían por todas partes como si sus
conductores estaban involucrados en algún tipo de juego. Se abucheaban y
gritaban, y sus pasajeros arremetían con martillos y cuchillas cada vez que
se acercaban a pocos metros de otro vehiculo. Bergen vio un orko
decapitado de ese modo. Los otros aullaban de risa cuando el cuerpo sin
vida cayó de la parte trasera del buguie que había estado montando.
Segundos más tarde, un trío de motocicletas pasaron directamente por
encima del cadáver.
—Locos salvajes —pensó Bergen, pero su rechazo no era por la
aprehensión se sentía, por la falta de respeto por sus caído, sino por las
carcajadas que soltaban desde las filas desorganizadas de pieles verdes.
Detrás de ellos, había literalmente cientos de tanques, vehículos
blindados, transportes pesados, piezas de artillería, dreadnoughts y más.
Que parecían tener más probabilidades de desintegrarse, que soportar
cualquier tipo de combate, pero Bergen no se dejó engañar. La maquinaria
Orka podía ser aparentemente eficaz. Cualquiera que fuera el Señor de la
Guerra, que gobernara este lugar, sin duda estaba bien equipado.
—He visto suficiente —dijo una voz aguda, y cortante.
Bergen oyó a alguien moverse por su izquierda y bajó magnoculars. El
general Deviers se movía hacía atrás por la pendiente. Cuando estaba por
debajo de la colina, se puso de pie y se sacudió el polvo.
—Los exploradores dicen que no hay otro camino a seguir —dijo,
dirigiéndose a todos a la vez—. Tendremos que acabar con todos, si
queremos comenzar a buscar entre las montañas de chatarra a La Fortaleza
de Arrogancia.
Otros oficiales habían comenzado arrastrarse hacía atrás por la
pendiente. Muchos de ellos contenían sus palabras. A juzgar por la mirada
en el rostro del coronel von Holden estaba casi a punto de explotar, pero
Pruscht, que siempre le había parecido como un pragmático y sensato
oficial, se le adelantó.
—No puedes estar hablando en serio, señor —dijo entre dientes—. En
el nombre de Terra, piense en la aplastante superioridad numérica. Habrá
una masacre y vamos a estar en el lado equivocado de la misma.
Deviers miró a su alrededor, con los ojos repentinamente duros, y
Bergen tuvo la clara impresión de que estaba buscando a un comisario.
Afortunadamente, se habían quedado con los soldados, mientras que los
altos oficiales subían a observar.
—Será una masacre —espetó el general—. Una matanza de orcos. La
Fortaleza de la Arrogancia debe estar allí. Cualquier cobarde que se
interponga en mi camino glorioso será ejecutado.
Envalentonado por las miradas consternadas de los otros, el coronel
Meyers de del 303.º sumó su voz a la protesta.
—Pero no hay evidencia de que…
El chasquido de una pistola bólter cortó su frase. Su cráneo estalló,
pulverizando a los coroneles Brismund y von Holden con una fina lluvia de
sangre.
—En el nombre de Terra —exclamó el coronel Marrenburg,
repentinamente pálido.
—Ese hombre era un oficial de alto rango —exclamó el general Killian.
—Señor —susurró el general Rennkamp—. —¿Está tratando de hacer
que nos maten? Si los orkos se dan cuenta del disparo…
La voz Deviers era completamente normal. Echó un vistazo a cada uno
de los hombres que tenía delante.
—¿Alguien más desea ser ejecutado como un cobarde y un traidor? Si
es así, de un paso adelante.
Nadie se movió.
—Nuestra misión tiene un solo objetivo —continuó—. Todo lo demás
es irrelevante. Vivamos o muramos, nos aseguraremos de que La Fortaleza
de la Arrogancia se recuperada de los orcos y entregada al Adeptus
Mechanicus. Y Yarrick tendrá su tanque de vuelta, y la expedición será para
siempre recordada en los orgullosos anales de la Guardia Imperial. Como
acaba de presenciar, voy a matar a cualquier hombre que se interpongo en
mi camino, porque es un enemigo del Emperador y no verdadero hijo de
Cadia.
Esas últimas palabras sacudieron a los oficiales como un látigo. Bergen
vio a von Holden físicamente afirmándose en contra de su ejecución, sin
embargo, de una manera muy diferente.
Cuando terminó su declaración, el general se puso notablemente más
alto y orgulloso, con el pecho expandiéndose hasta Bergen pensó que los
botones de su uniforme, podrían salirse.
El viejo bastardo realmente había perdido la cabeza.
Los otros oficiales estaban como congelados. Nadie más se atrevió a
hablar. Nadie, a excepción de la figura, con capucha que se acercaba desde
la parte inferior de la pendiente, con su túnica ondeando tan roja como las
rocas de que pisaba.
Rojo como la sangre, pensó Bergen, entrecerrando los ojos.
La voz átona de Sennesdiar parecía hacer eco de las laderas cerca como
él dijo.
—Un gran discurso general. Y creo que pronto se cumplirá su destino.
Mis adeptos han vuelto a consultar con los espíritus de nuestros auspex.
Tenemos todas las razones para creer que el tanque que busca se encuentra
en la base orka. Ha llegado el momento que obtenga su lugar en la historia,
y el Adeptus Mechanicus está dispuesto a ofrecerle se apoyo.
Con sus esperanzas confirmadas, una amplia sonrisa se dibujó en el
rostro del general, formando arrugas en la piel alrededor de sus ojos.
Bergen, sin embargo, vio con toda claridad que el viejo estúpido estaba
siendo manipulado. Su desesperación, su necesidad de dejar alguna huella
en el Imperio, era un peón manejado por fuerzas mayores.
Tal vez no fuera del todo culpa suya. Había sido grande una vez, antes
de que el desastre que tuvo en Palmeros lo desquiciara. La mayoría de los
hombres, los hombres de la aristocracia, en particular, querían dejar algo
atrás, aunque principalmente eso se lograba por la continuación de su línea
de sangre. Deviers le habían sido negado el camino a la inmortalidad, por lo
que tenía que encontrar otra camino.
El poeta Michelos había dicho algo acerca de los tontos que escribían la
historia con la sangre de sus hombres, pero Bergen no podía recordar las
palabras exactas.
De repente, Sennesdiar volvió su cabeza hacía el sur. Algo le había
llamado la atención.
—Hay que pasar de una vez —dijo—. Prepare rápidamente los
vehículos. Tenemos que darnos prisa.
Aunque su vocalizador no podía transmitir un sentido de urgencia a
través de su tono, sus palabras fueron suficientes.
Todo el mundo se volvió hacía la misma dirección.
—¿Qué ha visto? —exigió Rennkamp, pero el tecnosacerdote no tenía
necesitad de responder. Los oficiales pudieron oír por sí mismos ahora, el
rugido de un motor cada vez más fuerte, hasta que fue casi ensordecedor.
—Por encima de nosotros —gritó el coronel von Holden sobre el ruido.
Bergen levantó la vista justo a tiempo para ver una enorme avión de
combate, ha unas decenas de metros por encima de la línea de cresta. Estaba
pintado de rojo, con una la mandíbula de un tiburón alrededor de la entrada
de aire en la parte delantera. Tenia bombas y cohetes fijados bajo sus alas.
Por un instante muy breve, Bergen pareció ver la cara lasciva del piloto, un
horrible orko con una babeante mandíbula, llena de colmillos.
—¡Corred! —gritó Deviers, y todo el mundo empezó a correr
deslizándose por la parte inferior de la pendiente, creando un torrente de
rocas y polvo.
El piloto debía de haber comunicado su presencia con algún tipo de
dispositivo de comunicado, ya que inmediatamente, pudieron oír el
estruendo de los tambores de guerra orkos.
La posibilidad de planificar adecuadamente un asalto se había ido. La
ventaja de la sorpresa se había perdido. Las bestias ya se estaban
derramando a su encuentro.
Era el momento de matar o morir.
TREINTA
Se enfrentaron a mitad de camino con la horda orka con una violencia que
hizo añicos el hierro y el hueso.
Los orkos cayeron en la locura casi de inmediato. No había donde
esconderse. Era un terreno llano y abierto. A medida que se iban acercando
los cadianos los abatían a cientos desde larga distancia, sus piezas de
artillería Basilisk, hicieron notar sus consecuencia a unos cinco kilómetros
de distancia, pero los orkos eran demasiado numerosos. Eran una rugiente
tormenta furiosa, de revanadoras, armas de fuego, colmillos y músculos, y
habían pasado muchos días sin combatir. Por fin, la guerra había vuelto al
Golgotha. Los pieles verdes rugieron desde tanta distancia, y rápidamente
fueron acortando las distancias, y el derramamiento de sangre comenzó en
serio.
Los Leman Russ exterminadores y conquistadores, los vehículos
blindados chimera, se colocaron en formación para apoyar a la infantería de
Cadia, abriendo brechas temporales que permitió a la infantería a emplear
sus rifles láser brevemente antes de que el enemigo se lanzó hacía delante
de nuevo, pisoteando los cuerpos de los muertos. Los sentinels protegían los
flancos de la formación principal, evitando de que las rápidas y ligeras
motocicletas y los buggies orkos rodearan la formación principal. Sus
cañones automáticos destruían a los ligeros vehículos orkos. Los flancos de
pronto se convirtieron en un campo de batalla plagado restos de maquinas
humeantes a ambos lados.
En el centro, el aire ardía y palpitaba, lleno de ardientes descargas, y
proyectiles sólidos que zumbaban en todas las direcciones. Ríos de fuego
producidos por los lanzallamas, convirtieron por igual a hombres y orcos en
restos de carne negra.
El bombardeo de ambos lados, por la artillería, creaba grandes cráteres
en el suelo, como si en cualquier momento el suelo se los tragaría a todos
en un mar de magma naranja.
Wulfe fuera de la torreta del Último Ritos II, se había dejado tragar por
el ensordecedor caos, en que se había convertido el mundo.
Hombres de menos valía, ya abrían perdido la cabeza, pues nada podía
igualar el salvajismo, y la brutalidad alegre, de los orcos. Cadianos, sin
embargo, no eran hombres normales. Nacían y se criaban para la guerra.
Ese era su deber, y Wulfe no tenía miedo. Sus años de formación y
experiencia se hicieron cargo desde el principio, para pasar a un primer
plano de su conciencia. Sus sentidos eran más nítidos, y sus movimientos
más rápido y seguros, y su cicatriz le dolía, como un recordatorio de todo el
odio que había dentro de él.
Muriera o no hoy, tenía la intención de cobrarse un enorme precio, por
todos los amigos que habían muerto en manos de orkos.
Oyó a van Droi, por el comunicador.
—Adelante, Gunheads. ¡Mostradles a esos cabrones lo que significa la
ira del Emperador!
¡FOOM!
El sonido de los cañones de batalla de los Leman Russ ahogo todos los
demás ruidos, Judías disparó un proyectil tras otro a discreción, no era
necesario apuntar dado el tamaño de la horda orka.
El general Bergen había ordenado a todos los Leman Russ del regimiento,
avanzar a la carrera hacía adelante a través de las líneas orkas, disparando
con sus armas, con el objetivo de eliminar a los blindados enemigos y
piezas de artillería alineados en el oeste del asentamiento. A partir de ahí,
podrían dar la vuelta y atacar la retaguardia orka.
No iba a ser fácil. Ya que estaban atrayendo grandes cantidades de
fuego. Y moverse a través de la horda de orkos, les pondría en mayor
riesgo, pero la artillería orka, tenía que ser destruida, o la infantería seria
destruida. Simplemente no había otra manera.
Bergen apretó el gatillo del cañón automático de la torreta, y ametrallo a
los orcos desde el orgullo de Caedus, y envío a una decena de orkos al
suelo sin vida. A su alrededor, los hombres del 71.º de Infantería luchaban
como perros rabiosos. Desde su chimera les estaba inspirando con su apoyo
con el cañón automático. Estaba orgullo de luchar a su lado. Estaba
haciendo todo lo posible para apoyarlos, al igual que su comandante, el
Coronel Graves, pero si los tanques de Immrich no podían destruir pronto la
artillería orka, todo se perdería. La sagrada misión del general Deviers
terminaría aquí.
El general estaba en su apogeo por el comunicador y todo el mundo le
estaba escuchando, exigiendo que se mantuvieran firmes y que rompieran la
carga orka. Bergen normalmente podría haberle maldecido o no hacerle
caso, pero no esta vez. Esta vez, el anciano tenía razón, estaba en el ojo de
la tormenta, disparando personalmente el multi-láser de la torreta de su
propio chimera. Nadie, había insistido, en colocarse en su lugar. Las
probabilidades eran demasiado bajas. Y Bergen pensaba que era hora de
que el viejo bastardo se ensuciara las manos.
De izquierda a derecha, el campo de batalla era un mar de cuerpos
verdes monstruosos con planchas de hierro negro.
Bípedos acorazados de colores chillones se movían entre ellos, eran casi
cómico con sus movimientos torpes. Sin embargo no había nada cómico, en
los akribilladores pesados, y lanzallamas adosados a su chasis. Los
Cadianos eran abatidos en grandes cantidades, con sus cuerpos envueltos en
llamás o desmembrados por la lluvia de proyectiles.
La 8.ª División Mecanizada y la 12.ª División de Infantería pesada
estaban presionando al enemigo por el noroeste, pero los habían
sobrepasado y en estos momentos estaban luchado en tres frentes.
La 10.ª División Blindada estaba cargando contra el centro de la horda.
En términos de estrategia, era casi elegante, pero no había habido tiempo
para mucho más.
Van Droi oyó al capitán Immrich a través del comunicador, por el canal
de mando de la 10.ª División era una orden prioritario.
—Van Droi será la punta de la lanza. Siga recto pasando por encima de
la infantería orka, Aplástelos con su orugas tractoras. Una vez que los haya
sobrepasaros, quiero que destruyas la maldita artillería orka. Y después
céntrense en sus tanques. Y todos los blancos oportunidad que se pongan en
su camino. Podemos marcar la diferencia. Hazlo por Vinnemann.
Por Vinnemann pensó van Droi resueltamente. Por el Trono.
El Destrozaenemigos rebotó y se sacudió cuando, pasa por encima de
una decena de enemigos, aplastando a los enormes cuerpos con su cadenas
tractoras. Los orkos llevados por el pánico, se volvieron unos contra los
otros para salir de su camino, provocando el pánico entre las filas orkas,
pero eran demasiado lentos. Más cayeron con cada metro que ganaba.
Dejando en su estela, un pantano de sangre verde.
Algo impacto en la torreta, haciendo que en el interior del tanque
resonara como una campana.
El cargador, Waller, exclamó:
—Nos han dado.
—Informe de daños —gritó van Droi.
—No hay perforación del blindaje —informó Dietz.
Habían tenido suerte. Mirando a través de las ranuras de visión, Van
Droi vio un rastro espiral de humo en el aire entre el tanque y un
dreadnought de aspecto oxidado, que se estaba abriendo camino hacía ellos,
apartando a la infantería orka de su trayectoria. Un cohete había alcanzado
la torreta del Destrozaenemigos detonando con el poder suficiente para
darle a la tripulación de un terrible dolor de cabeza, pero poco más.
Sin necesidad de decir nada. El artillero Dietz volvió a la torreta y la fue
moviendo hasta fijar al dreadnought.
—Blanco fijado —gritó.
El Destrozaenemigos se sacudió y la torreta se llenó de humo apestoso.
El dreadnought parecía congelarse en el tiempo por un instante, cuando un
agujero negro del tamaño de un melón había aparecido en su armadura.
Entonces explotó hacía el exterior en una explosión de fuego blanco,
lloviendo metralla entre los orkos más cercanos.
—Sigue empujando hacia adelante —dijo van Droi a su conductor—. Si
no detenemos treparan por el casco.
Los orkos golpeaban con sus armas los costados blindados del tanque,
con sus cuchillos. Otro cohete apareció en el aire y golpeó el blindaje. Van
Droi vio a otro dreadnought, éste era casi dos veces mayor que la anterior.
—Maldita sea, hacía la derecha —gritó a su artillero— y destruye a ese
hijo de puta.
—Sólo puedo cargarme a uno por disparo, señor —replicó Dietz, pero
ya tenía al dreadnought en su punto de mira un segundo más tarde. Y
disparo.
El cerrojo se deslizó hacía atrás, vertiendo un casquillo de proyectil de
latón vacío. El dreadnought recibió un impacto en su pierna derecha,
arrancándosela y cayó hacía delante, sus extremidades se movían
frenéticamente en un intento por levantarse, cortando a trozos a los orkos
que tuvieron la mala suerte de estar cerca.
—¡Gran disparo! —dijo van Droi. Mientras echaba un vistazo al campo
de batalla para ver como le iba al resto de su compañía. Era difícil ver algo.
Estaba oscurecido por las nubes de humo que se elevaban en todas partes y
la horda seguía presionándoles por los laterales, las cuchillas resonaban sin
cesar en el casco.
—Destrozaenemigos a todos los Gunheads —dijo van Droi por el
comunicador—. Informen de situación.
Tres de sus comandantes de tanques respondieron. Uno no.
—Van Droi a Holtz, responda —insistió Van Droi, no recibió ninguna
respuesta—. Viejo Rompehuesos, responda.
Van Droi sabía Wulfe estaría escuchando. Todos sabían lo que
significaría el silencio: otro tanque destruido.
No, no tenía sentido en pensar así. Un hombre podía volverse loco,
esperaba que Wulfe no se volviera loco.
Holtz que el emperador te guie pensó corporal, van Droi, el resto de
nosotros no tardaremos en seguir sus pasos, pero haré todo el daño que
pueda a estos bastardos antes de partir. Te lo prometo.
—Nails —gritó por el intercomunicador—. Necesitamos más velocidad,
maldita sea. Aprieta el acelerador hasta el fondo.
Conteniendo a los orkos en el sur, los soldados del 302.º infantería de
rifles luchaban valientemente sin el coronel Meyers. Les habían informado
que su oficial al mando le habían disparado por cobardía. Los restos de su
regimiento unos cuatrocientos sesenta y hombres se propusieron demostrar
que no eran unos cobardes como su oficial. Lograron con creces, aunque
había pocas oportunidades para cualquier persona que estuviera cerca, para
poderlo ver, por el torbellino de polvo que cubría toda la batalla.
Su recién nombrado comandante, el Mayor Gehrer, les dirigía desde el
frente, agitando la bandera del regimiento en una mano y blandiendo una
espada sierra ensangrentada en la otra, El 303.º arremetió duramente contra
la infantería orko y momentáneamente logró hacerlos retroceder. No duró
mucho tiempo.
Sin el adecuado apoyo de los blindados, los soldados Cadia eran
simplemente carne de cañón, y muy pronto, los orkos volvieron a cargar y
esta vez no los pudieron rechazar y los masacraron con sus pesadas
revanadoras.
Gehrer fue el último en caer, protegido hasta el final por un círculo cada
vez menor de sus hombres. A pesar de que los orkos le habían cortado una
pierna, luchó para mantener la bandera en posición vertical, para impedir
que su tela sagrada no tocara el suelo.
Segundos después, los pies de los pieles verdes le estaban pisoteando en
el polvo.
—¡Refuercen el flanco sur! —gritó el general Deviers—. ¿Dónde
diablos está el 303? ¿Qué pasa con nuestra artillería? Gruber. Diles que
aumenten su cadencia de fuego. Eso es la peor barrera de artillería que he
visto en mi vida. Nuestros hombres están siendo sacrificados por ahí.
Se sentó en lo alto de la torreta de su chimera, con la escotilla cerrada
sobre su cabeza, disparando una rápida ráfaga con el multi-láser, contra
cualquier cosa y que entró en rango. Había pasado demasiado tiempo,
décadas, de hecho, que no hacía esto. La visión de los horribles pieles
verdes, que eran destrozados por su propia mano trajo una satisfacción
asesina que se había olvidado que fuera posible. Se deleitaba en ella.
—¿A qué están esperando? —exigido el general Deviers—. Quiero que esa
maldita cosa muerta en este instante.
Se había levantado viento, y comenzó a arrastrar el humo y el polvo del
campo de batalla, mejorando la visibilidad a cada momento.
Sus valientes soldados estaban luchando por sus vidas alrededor de su
chimera, pero para la mente del general el garrapato mamut era la mayor
amenaza en el campo de batalla, y que lo convirtió en la mayor amenaza
para su éxito. Estaba viendo sus posibilidades de victoria esfumándose. Ya
que la bestia había aplastado o dañado gravemente a ocho tanques
imperiales, y el capitán Immrich guiaba a la maldita cosa hacía las líneas de
imperiales. ¿En que demonios estaba pensando Immrich?
—¡Gruber! —le gritó a su ayudante—. ¡Ponme con Bergen por el
comunicador ahora mismo!
Algo explosivo impacto contra el costado del chimera y puso a prueba
la suspensión del vehículo. Escuchó el ruido del blindaje protestar por el
zarandeo.
—No hay nada de qué preocuparse, general —gritó el conductor—. No
hay brechas en el blindaje.
—Aquí Bergen —dijo una voz crepitante en el oído Deviers—.
Adelante.
—¿A qué demonios están jugando en sus tanques, Gerard? Están
guiando a ese monstruo hacía nuestras lineas, su llega nuestras infantería
será sacrificada al por mayor.
—El capitán Immrich sabe lo que está haciendo, señor —le respondió
fríamente Bergen—. En este momento, la bestia está fuera de control. Los
movimientos de los tanques, son como cebos. Para atraparlos tienen que
cargar directamente entre los orcos. Los está matando a cientos, como estoy
seguro que usted puede verlo por sí mismo.
—He visto a ocho de nuestros tanques de ser aplastados por la maldita
cosa. Dígame otra vez que su maldito capitán Immrich sabe lo que está
haciendo. Quiero esa cosa muerta, ahora mismo. Ya hemos destruido la
mayor parte de sus vehículos. Si rodeamos a la infantería y ganemos esto.
¿Y qué pasa con el apoyo aéreo orko?
—Señor, Killian movió sus dotaciones con lanzamisiles hacía adelante
con los Fusileros Tyrok y han abatido a todos las aparatos orkos del aire.
¿Hay algo más, señor?
Deviers no le gustó el tono de Bergen. Era desdeñoso. ¿Creía que
estaba liderando esta ofensiva?
Si el hombre sobrevivía a la batalla, Deviers ya estaba planeando darle
una buena reprimenda. Había sido demasiado indulgente con Gerard Bergen
hasta ahora, estaba demasiado ansioso por creer que estaban a la misma
altura.
—Sólo dígale a Immrich que mate a ese maldito monstruo —dijo
Deviers y apagó el comunicador.
—Gruber, ponme con Sennesdiar. Tengo que hablar con él de
inmediato.
Segundos después, la voz de los tecnosacerdote apareció en su
comunicador, y dijo:
—Le estoy escuchando, general.
—Asegúrese de cumplir mis órdenes —dijo Deviers—. Quiero que
usted envíe un maldito faro de los suyos arriba. Con nuestras coordenadas.
Consigue que el levantador del adeptus Mechanicus, aterrice aquí, y dígale
a su gente que traiga con el cazas, bombarderos, tanques… todo lo que
puedan enviarnos. Podríamos ganar esta lucha si recibimos refuerzos
pronto.
—Negativo —respondió Sennesdiar.
Deviers exploto.
—¿Negativo? ¿Qué diablos quieres decir con eso? Haga lo que le digo.
—General, como ya le he dicho, no soy personal del Munitorum. Sólo
yo tengo la autoridad para decidir cuándo se lanzara el faro. No voy a hacer
descender una nave del Adeptus Mechanicus mientras todavía hay una
importante amenaza para su seguridad. Esta batalla aún no está ganada.
—¿No tienes ojos, idiota? —gritó Deviers—. Mis hombres están
luchando por sus vidas. Ahora envíe el maldito faro arriba o voy a tener que
dispararle por obstruir una operación Imperial.
—Elimine al garrapato mamut y a todas las defensas estáticas, general
—dijo Sennesdiar claramente—. Ya purgara a las restantes fuerzas del
asentamiento más adelante. Y encuentre al Señor de la Guerra orko. Una
vez que haya alcanzado estos objetivos, lanzare el faro. No antes.
Deviers oyeron el clic que confirmaba que la comunicación se había
cortado en el otro extremo.
—Gruber —gritó—. Póngame con Gerard Bergen otra vez.
Cuatro tanques, eran todo lo que quedaba de la 10.ª Compañía de
Gossefried de van Droi: su propio Rompeenemigos, el de Wulfe, el Último
Ritos II, el de Viess el Corazón de Acero II y el Exterminator de Lenck, el
Nuevo Campeón de Cerbera.
De éstos, sólo Lenck disparaba, contra el garrapato mamut sin hacerle
nada. Su torreta llevaba bólters pesados acoplados, que eran excelentes
armas anti-infantería, y habían ayudado a abrirse un camino sangriento
entre las filas orkas, pero no servían de nada contra el gigante loco que le
perseguía. Pero todos los tanques tenían ordenes de concentrar el fuego
sobre el garrapato mamut, incluido el tanque de Lenck.
Pero Lenck no se iba a dejar pisotear hasta la muerte, como los otros
idiotas. No había manera de que a él le pisotearan hasta la muerte. Lenck
volvió a maldecir al estúpido de Immrich estúpido por ordenarle, que
volviera a adentrarse en la horda de orkos. No sólo los hacía más lentos, y
los ponía al alcance de los colmillos y los pies del garrapato mamut, pero
seis tanques de las compañías segunda, cuarta y séptima habían sido
destruidos por las minas magnéticas que les arrojaban los orkos. Otros
tanques estaban luchando por la presión de decenas de orcos en la parte
superior del casco, intentando abrir por la fuerza las escotillas, y
martilleando por las ranuras de visión con las culatas de sus akribilladores.
Todo el peso de los parásitos hacía disminuir la velocidad de los tanques a
paso de tortuga. Mientras Lenck observaba, al garrapato mamut, avanzaba
hacía tronó hacía adelante, y aplasto a otro tanque y seguidamente golpeo a
otro con la pata, enviándolo a una decena de metros, y los cuerpos de los
orkos volaron por todas partes, atrapando a mucho de ellos en su aterrizaje,
quedando finalmente boca abajo. El alboroto que protagonizaba a bestia, sin
embargo, no parecía importar a los orkos, ya que no tardaron en
amontonarse en el tanque boca abajo, comenzaron a tratar de abrirse
camino a través del blindaje del vientre con sopletes, desesperados por
llegar a los hombres indefensos atrapados dentro.
Lenck hizo una mueca. No era que se preocupaba por sus compañeros
tanquistas en sí, pero se imaginó que tal vez no faltaba mucho tiempo hasta
que El Nuevo Campeón acabara de espaldas del mismo modo.
Definitivamente no estaba dispuesto a morir. La mayoría de los imbéciles
que lo rodeaban pensaban que era un honor morir por un supuesto Dios-
emperador al que nunca habían visto, o morir en un planeta que los había
sacrificado inútilmente, en nombre del Emperador. No, Lenck todavía tenía
cuentas que saldar. Le gustaba demasiado su vida, para arriesgarla por una
noción tonta del honor y el deber.
No era su destino morir aquí. Sabía que de algún modo otro encontraría
la forma de salir de esta. Una parte de él esperaba que Wulfe también lo
haría.
Wulfe vio a dos enormes orkos, trepando por el casco había la torreta. En
principio era inútil trepar por el tanque, pero no sabía si alguno de los dos
llevaba una carga de explosivos o un soplete. Lo único que podía hacer era
decirle Metzger que continuara moviéndose y rezar para que no pasara nada
desagradable.
Judías continuaba disparando al garrapato mamut, pero era difícil de
darle en las partes blandas en movimiento. Con proyectiles perforantes,
había logrado herir a la bestia dos veces, impactando las dos veces en los
gruesos músculos de la pata delantera derecha.
Ahora, un tercer impacto atravesó la piel y penetrando profundamente,
haciendo que la criatura gritara y se alzara sobre sus patas traseras, que se
elevo como un titán en el campo de batalla. Incluso los orcos se volvieron y
se quedaron boquiabiertos.
Fue en ese preciso momento, cuando el vientre del monstruo quedo
expuesto a los restantes tanques, Un proyectil salió del cañón de batalla, del
Rompe-enemigos. El proyectil perforante atravesó la gruesa piel, y se
introdujo hasta el corazón del monstruo.
Con un gritó lastimoso que llego a los oídos de Wulfe incluso a través
del blindaje del tanque, El garrapato mamut se desplomó hacía un lado,
cayendo pesadamente al suelo, aplastando a cientos de orcos y creando una
gran nube de polvo. El impacto sacudió todo el campo de batalla,
derribando a muchos soldados de a pie, de ambos lados.
El tanque de Wulfe se llenó de vítores y gritos. Y el comunicador estalló
con ruidos similares.
—Un disparo afortunado, señor —gritó Wulfe por el comunicado—.
Dale al viejo Bullseye una palmada en la espalda de mi parte.
Pero el garrapato mamut no estaba muerto todavía. Pocas cosas más
pequeñas que un Titán podrían haber matado a esa bestia, ya que cuando el
polvo se disipó, Wulfe veía el lento ascenso y caída de su vientre. Todavía
respiraba, pero estaba debilitada y a la desesperada y inmovilizado al suelo
por el peso del blindaje, y del bunker que llevaba a su espalda.
No había ningún modo, que consiguiera ponerse de pie de nuevo. Su
muerte sería larga y lenta.
Fue demasiado para los orkos.
Ya era bastante malo que el garrapato mamut arrasado sus filas, dejando
a muchos de ellos como simples manchas verdes en el campo de batalla,
ahora vieron los tanques cadianos libres para destrozarlos y su moral se
rompió como el cristal. Los que estaban en la retaguardia rompieron filas, y
huyendo hacía el asentamiento, dejando caer las armas pesadas y
rebanadoras sobre la arena empapada de sangre.
Los oficiales Cadianos reconocieron exactamente lo que eso
significaba: el cambio que les llevaría hacía la victoria. Reunieron sus
tropas, presionaron con fuerza hacía adelante. Los orkos que no huían
pronto se encontraron frente a un enemigo regenerado. Sin los números
abrumadores a su espalda, fueron abatidos rápidamente y sus cuerpos
muertos cayeron a la arena. Los Cadianos avanzaron rápidamente.
El general Deviers considero que el emperador sin duda debía de estar
observándole en ese momento. No lo había abandonado. Su legado, su
inmortalidad, estaba a su alcance.
—Adelante, Cadianos —gritaba por el comunicador Deviers—. En el
nombre del emperador. La victoria es nuestra.
TREINTA Y DOS