Está en la página 1de 388

Poco antes de la Tercera Guerra de Armageddon, el Grupo de

Ejércitos de Cadia desembarcan en el Gólgota, para recuperar los


restos de La Fortaleza de la Arrogancia, famoso tanque Baneblade
del Comisario Yarrick. Aunque los números de grupo del ejército son
aproximadamente treinta mil hombres, contando con tanques y la
artillería, muchos de los oficiales saben que la misión es suicida,
porque un número tan difícilmente hacer mella en un planeta lleno
de Orkos. Pero el señor general al mando de la expedición está
desesperado por ganar la gloria a cualquier precio, y los Adeptos
Mechanicus tienen sus propios objetivos.
Steve Parker

Gunheads
Warhammer 40000. Guardia Imperial 6

ePUB r1.0
epublector 23.10.13
Título original: Gunheads
Steve Parker, 1998
Traducción: pinefil (2013)

Editor digital: epublector


ePub base r1.0
Suspiró entonces mío Cid, de pesadumbre cargado, y comenzó a hablar
así, justamente mesurado: «¡Loado seas, Señor, Padre que estás en lo
alto! Todo esto me han urdido mis enemigos malvados».
ANÓNIMO
Estamos en el cuadragésimo primer milenio.
El Emperador ha permanecido sentado e inmóvil en el Trono
Dorado de la Tierra durante más de cien siglos. Es el señor
de la humanidad por deseo de los dioses, y dueño de un
millón de mundos por el poder de sus inagotables e
infatigables ejércitos. Es un cuerpo podrido que se
estremece de un modo apenas perceptible por él poder
invisible de los artefactos de la Era Siniestra de la
Tecnología.
Es el Señor Carroñero del Imperio, por el que se sacrifican
mil almas al día para que nunca acabe de morir realmente.
En su estado de muerte imperecedera, el Emperador
continúa su vigilancia eterna. Sus poderosas flotas de
combate cruzan el miasma infestado de demonios del
espacio disforme, la única ruta entre las lejanas estrellas. Su
camino está señalado por el Astronomicón, la manifestación
psíquica de la voluntad del Emperador. Sus enormes
ejércitos combaten en innumerables planetas. Sus mejores
guerreros son los Adeptus Astartes, los marines espaciales,
supersoldados modificados genéticamente.
Sus camaradas de armas son incontables: las numerosas
legiones le la Guardia Imperial y las fuerzas de defensa
planetaria de cada mundo, la Inquisición y los
tecnosacerdotes del Adeptus Mechanicus por mencionar tan
sólo unos pocos. A pesar de su ingente masa de combate,
apenas son suficientes para repeler la continua amenaza de
los alienígenas, los herejes, los mutantes… y enemigos aún
peores.
Ser un hombre en una época semejante es ser simplemente
uno más entre billones de personas. Es vivir en la época más
cruel y sangrienta imaginable. Éste es un relato de esos
tiempos. Olvida el poder de la tecnología y de la ciencia,
pues mucho conocimiento se ha perdido y no podrá ser
aprendido de nuevo.
Olvida las promesas de progreso y comprensión, ya que el
despiadado universo del futuro sólo hay guerra. No hay paz
entre las estrellas, tan sólo una eternidad de matanzas y
carnicerías, y las carcajadas de los dioses sedientos de
sangre.
EXPEDICIÓN
RECLAMATUS

La Guardia Imperial

GENERAL MOHAMAR ANTONINO DEVIERS: Comandante Supremo, 18.º


Grupo del Ejército Exolon.
GENERAL GERARD BERGEN: Comandante de División, 10.ª División
Acorazada.
MAYOR GENERAL KLOTUS KILLIAN: Comandante estado mayor, 12.ª
División de Infantería Pesada.
GENERAL AARON RENNKAMP: Comandante estado mayor, 8.ª División
Mecanizada.
CORONEL TIDOR STROMM: Comandante de Regimiento, 98.º de Infantería
Mecanizada regular. (8.ª División mecanizada)
CORONEL EDWYN MARRENBURG: Comandante del Regimiento, 88.º
Infantería móvil. (10.ª División infantería).
CORONEL DARRIK GRAVES: Comandante del Regimiento, 71.º regimiento
de Infantería de Caedus regular. (10.ª División de infantería).
CORONEL KOCHATKIS VINNEMANN: Comandante del Regimiento, 81.º
regimiento acorazado regular. (10.ª división de infantería)
CAPITÁN VILLIUS IMMRICH: Comandante de compañía, 1.ª Compañía, 81.º
regimiento acorazada regular.
TENIENTE GOSSEFRIED VAN DROI: comandante de compañía, 10.ª
Compañía, 81.º regimiento acorazado regular.
SARGENTO OSKAR ANDREAS WULFE: Comandante de tanque, Leman Russ
«Última Ritos II»
CABO VOEDER LENCK: Comandante de tanque, Leman Russ Exterminator
«Campeón de Cerbera»

El Adeptus Mechanicus

TECNOSACERDOTE BENENDENTIUS SENNESDIAR: Oficial al mando de los


miembros del adeptus mechanicus asignados para la operación terrestre.
TECNOADEPTO DIONESTRA ARMADRON: Subordinado del tecnosacerdote
Sennesdiar
TECNOADEPTO XEPHOUS MARTHOSAL: Subordinado de tecnosacerdote
Sennesdiar

Munitorum / Personal Eclesiarquía

CONFESOR FRIEDRICH: Sacerdote adjunto al 81.º regimiento.


COMISARIO VICENTE SLAYTE: aplastador, oficial político asignado al 81.º
regimiento.
PRÓLOGO

Calafran Creides había dejado de creer que se despertaría. La pesadilla era


real. Los monstruos que lo rodeaban eran sólidos, viviendo, lo había
descubierto, lo solido que eran cuando uno de ellos lo habían esposado por
no trabajar lo suficientemente rápido. El dolor tras el golpe fue terrible.
Calafran había caído hacía atrás y se había estrellado contra una de las cajas
de municiones que se suponía que tenía que cargar. Estaba seguro que tenía
una costilla rota. Le dolía al respirar desde entonces, y el sueño, cuando
llegó, fue más de una lucha que nunca.
¿Pero que era una costilla rota, en comparación con lo que le habían
hecho a Davran? ¿O comparado con el mutilado Klaetas? ¿O con el viejo
Jovas, el piloto, cuando se derrumbó de agotamiento? Mejor no pensar
sobre ello.
¿No era suficiente con que la veía cada vez que cerraba los ojos? Las
imágenes del repugnante tormento estaban prácticamente grabadas con
láser en la parte posterior de los párpados. Casi todas las noches, después de
que él y los otros habían sido empujados y patadas en un contenedor de
carga vacío y cerrada para que descansaran en la más sofocante oscuridad,
se despertaba gritando. Con manos rápidas pero suavemente su compañeros
lograron tranquilizarlo, tenían que cerrarle con insistencia la boca. Nadie
quería que los monstruos a regresaran, para investigar el ruido.
Al vivir en la neblina tan constante de miedo, del dolor y la miseria,
Calafran había perdido la cuenta de los días. ¿Cuánto tiempo había pasado
diez? ¿Veinte, tal vez? Cuando los monstruos habían subido a la Silverfin.
Ella y su tripulación había sido contratada para limpiar de restos de
combates, que orbitaban alrededor de Maelstrom. No había durado mucho.
Al principio de la primera etapa de la operación, una nave extraña, con su
proa construida a semejanza a bestia de pesadilla sonriente, los había
atacado, disparándoles a los propulsores principales y embistiéndoles desde
un lado. El capitán Benin había reconocido el perfil de la nave
inmediatamente.
—¡Orkos! ¡Nos están atacando orkos! —gritó el capitán.
Calafran nunca se habría imaginó que iba a ver al capitán con tanto
miedo. Benin insistió en rendirse a los pieles verdes, aunque sus enormes
curtidos cuerpos fueran de variados tonos de marrón. Cuando irrumpieron
en la nave, el capitán les había ordenado a todos que se tiraran al suelo.
—No miréis hacía arriba —les dijo—. Ninguna mirada, luchando sólo
conseguiremos que nos maten a todos.
Era la primera vez que Calafran había oído al capitán hablar con pánico.
El Pobre Nameth, levantó la vista de todos modos y murió horriblemente
por ello. Una mirada fue suficiente para que un orko bramando cargara
directamente hacía él, su rugido fue ensordecedor en los estrechos límites
de la nave. Le arrancó la cabeza a Nameth de su cuello con una enorme
mano. Calafran había estado cerca. La sangre caliente de su amigo le había
salpicado su espalda, mientras que el resto de la tripulación gritaban y
pedían misericordia. Los monstruos se rieron de ellos, a continuación, les
ordenaron que se pusieran en fila, y les colocaron unos collares metálicos
alrededor de la garganta, y los encadenados a todos juntos. Minutos
después, los humanos capturados fueron hacinados en una de las bodegas
más bajas y el viaje a este lugar dejado de la mano del emperador había
comenzado. Habían sido traídos a este mundo para vivir y morir como
esclavos, y Calafran deseaba ahora que él y la tripulación hubieran luchado.
La mayoría de ellos ya habían muerto por el extenuante trabajo o golpeados
hasta la muerte de todos modos.
No había esperanza de escapar. ¿A dónde iría? El asentamiento de los
esclavistas estaba asentado en lo alto de una meseta de basalto negro sólido.
Más allá de los lados escarpados de la meseta, las arenas rojas se extendían
a en el indeciso horizonte en todas direcciones. Había algunos caminos, en
el suelo del desierto, pero, aunque pudiera llegar a ellos, no había ningún
lugar para esconderse allí. Lo atraparían y lo matarían en poco tiempo. No
tenía fuerzas para correr. Su cuerpo estaba demasiado maltratado. Cada
movimiento, incluso el mero acto de respirar, parecía necesitar más
esfuerzo de lo normal en este mundo. ¿Por qué? ¿Ni siquiera sabía en que
planeta estaban? Lo había preguntado, pero ninguno de los otros esclavos
humanos parecían saber en qué planeta estaban.
Hay cientos de ellos. Algunos habían llegado poco después de la
Calafran, otros mucho más tiempo, pero eran muy pocos. Nadie, al parecer,
sobrevivía mucho más. Los que habían llegado antes que él tenían una
mirada muerta en sus ojos, como si sus almas se hubieran marchado. A
veces, cuando los orkos responsables estaban demasiado ocupados
luchando entre ellos mismos, o cuando el calor de la tarde, los hacía
dormirse, un poco de luz de luz volvía en sus ojos y algunos de los esclavos
más antiguos, hablaban con los recién llegados en voz baja.
Hablaron de cómo habían sido capturados, y Calafran se daba cuenta
que todos habían sido capturados, al igual que él había sido capturado en la
Silverfin. Algunos dijeron que se resistieron al abordaje y explicaban la
cruel masacre que siguió. También les decían que tenían a niños, como
prisioneros aquí, decenas de ellos, que se morían de hambre en jaulas
diminutas. Los orkos, les comunicaban periódicamente a sus padres, a
través de la mímica más cruda, que se comerían a los niños, si no trabajan
más.
Cal no quería creerlo. Al no tener hijos, nunca había visto esas jaulas. Él
no creía que pudiera soportarlo.
Un rugido furioso le despertó de su pesadilla y se dio cuenta de que sus
piernas habían dejado de moverse.
Estaba tan agotado, que ya no podía sentir los cortes purulentos y
arañazos que le cubrían sus piernas. Aunque no era la primera vez que casi
se había quedado dormido de pie.
Hubo un ruido como de un disparo y algo impacto dolorosamente en su
espalda. Uno de los brutales amos, un orko sádico al que los esclavos
llamaban Dientes de Sierra, estaba a diez metros de él gritando con voz
ronca y blandiendo un largo látigo de púas.
El látigo resonó de nuevo.
Agotado bajo una ola de repentina e intensa agonía, Cal sintió como sus
últimas fuerza se disolvían. Sus piernas se doblaron y cedieron. Se
desplomó, dejando caer la caja de municiones que transportaba. Su espalda
golpeó contra el duro suelo. Y los proyectiles de la caja se derramaron de la
caja rota, rodando por el suelo.
Algunas de los más pequeños criaturas, criaturas con horribles caras
lascivas y largas, narices ganchudas, le señalaron, desde lo alto de una
pirámide de barriles de combustible apilados. Se rieron y se chillaban el uno
al otro, con los ojos muy abiertos por sabía que pasaría.
Calafran sintió temblar el suelo debajo de su cuerpo cuando Dientes de
Sierra se acercó, gruñendo de rabia. Los enormes pies del orco, embutidos
en crueles botas de acero, se detuvieron a ambos lados de su cabeza.
Calafran sabía que estaba a punto de experimentar el mayor dolor de su
corta vida. Recordó los terribles gritos de Davran y los otros. Casi no podía
respirar por el pánico. Su corazón galopaba. A lo lejos, sintió como una
cálida humedad se desparramaba a través de sus pantalones andrajosos, y se
dio cuenta de que había vaciado el contenido de su vejiga. El miedo había
eliminado cualquier sentido de la vergüenza.
Dientes de Sierra se inclinó sobre él, evaluándolos, estudiándolo de
cerca con los ojos rojos. Tratando de decidir si el patético hombre, era
todavía era capaz de trabajar, o si sólo estaba en condiciones de ser
torturado, como advertencia al resto.
Gruesos filamentos de saliva goteaban de las fauces del orko sobre la
cara de Cal. Su aliento apestaba como vómito.
Esto es todo, pensó Calafran. Así es como termina mi vida.
Nunca había sido un firme creyente en el Credo Imperial. Había asistido
a reuniones semanales con sus padres y aprendió las oraciones e himnos
obligatorios bajo la tutela de un sacerdote, al igual que cualquier otro niño y
niña del Imperio. Pero nunca tuvo fe en el Dios-Emperador, no eran más
que viejas leyendas entre tantas. No, para Calafran era menos que eso, era
una leyenda basada en un mito.
De todos modos, cuando Dientes de Sierra se enderezó y empezó a
bramar órdenes a los demás orkos cercanos, llamándolos, para que se
divirtieran, Calafran empezó a orar al Dios Emperador del Ministorum y
pidió al señor de toda la humanidad, bastión contra la oscuridad, el defensor
de la Sagrada Terra y toda la galaxia, que muriera rápidamente, le rogó que
no dejara que sufriera como Davran y los demás hicieron.
—He pecado, y lo sé, y no he tenido ninguna fe, hasta este momento.
Pero, con esta humilde oración, te lo pido.
Principio del fin. No esperaba respuesta. Era el terror lo que le hacía
orar, pero lo que sucedió después de su oración, era un sorprendente
ejemplo de esas coincidencias que los fieles tan a menudo afirman como
una prueba de la existencia del Dios-emperador.
Calafran Creides no podía saber que una flota de naves imperiales
estaba en posición en órbita alta, justo encima de él. Habían llegado ese
mismo día.
Riéndose por el divertimiento que le produciría, torturar al pobre
humano, Dientes de Sierra agarró por los brazos a Calafran y lo arrastró por
el suelo. Calafran ni si siquiera se dio cuenta. Su atención estaba fija en el
cielo.
En él, Calafran vio una gloriosa luz ardiente que destacaba sobre las
espesas nubes. Era tan brillante que le lastima a los ojos, pero no podía
apartar la vista. Lagrimas de alegría le recorrían por sus mejillas. ¿Podría
realmente ser? ¡Sí! ¡El Emperador era real! ¡Había escuchado la oración de
Calafran, y él Dios-emperador le había respondido a su oración!
—¡Ave, Imperator! —exclamó Calafran. Gratitud, alivio, amor,
contrición: todos estos sentimientos y más pasaban por su cerebro en estos
momentos. Tomó una profunda bocanada de aire caliente, maloliente y, con
todas las escasas fuerzas que le quedaban, gritó—: ¡El emperador viene a
rescatarnos! ¡Ave, Imperator!
Los pieles verdes, confusos, levantaron la vista también, pero no había
nada que pudieran hacer. La luz resplandeciente impacto en la meseta,
destruyéndola, eliminando a los orkos y humanos por igual, como si no
hubieran existido en absoluto.
Pronto, cientos de naves imperiales, comenzarían a descender, sobre el
planeta. La operación Tormenta había comenzado.
UNO

Naves imperiales, enormes y adornadas, comparables en tamaño y en


belleza barroca de las mayores catedrales de Terra, colgadas todas juntas en
la oscuridad infinita. Habían salido del espacio disforme, hacía casi
cuarenta días, habían salido cerca de las orbitas de los planetas exteriores
del sistema, hasta que finalmente se cerraron sobre su objetivo final. Su
objetivo estaba en alguna parte más adelante, en el mundo que giraba
debajo de ellos, un mundo que brillaba bajo la luz brillante del enorme sol
del sistema. Golgotha: un planeta envuelto en una gruesa capa de
asfixiantes nube, de tonos rojos, amarillos y marrones que se arremolinaban
en la atmosfera.
Los últimos registros del planeta, se remontaban a treinta y ocho años
de la última guerra de Golgotha, el célebre Terraxian Guardia-poeta, Clavier
Michelos, había comentado la belleza inquietante del planeta, y con una
buena razón. Desde la órbita alta, era un espectáculo impresionante, pero la
belleza enmascara un carácter inflexible, por lo que Golgotha no era un
mundo que diera la bienvenida al imperio de la humanidad.
Michelos habían muerto allí, capturado y torturado hasta la muerte por
los orkos. Y no era el único. La guerra había sido un desastre costoso y
vergonzoso. Los orkos lo habían aplastado todo a su paso, e incluso el
comisario Yarrick, el héroe aclamado de Armagedón, había sido incapaz de
cambiar el rumbo de la batalla. Golgotha era su única y más amarga derrota,
con muy pocos supervivientes de su unidad.
Eso fue hace casi cuatro décadas. Yarrick, ahora un anciano, todavía
luchaba por la gloria del Imperio. En guerra contra su némesis, el Señor de
la Guerra orko Ghazghkull Mag Uruk Thraka, lo había llevado de nuevo a
volver al planeta Armagedón, Un mundo en el que se había hecho su
reputación, mientras que Golgotha se había mantenido firmemente en
manos del enemigo, una oscura mancha en su expediente que nunca podría
ser borrada.
Así que, ¿por qué había regresado el imperio? La pequeña flota que
orbitaba encima de la esfera naranja carecía incluso de una pequeña
fracción de la potencia necesaria para tomar de nuevo el planeta por la
fuerza, pero que no era esta su misión, no esta vez.
Había algo más importante, que los orcos, algo importante que se había
perdido en Golgotha, durante la última guerra, algo que el Imperio quería
de regreso. Era una reliquia sagrada, un símbolo tan potente que podría
cambiar el rumbo de la nueva guerra de Yarrick. Su nombre era La
Fortaleza de la Arrogancia.
La flota enviada para la recuperación era una fuerza mixta. En el centro,
una nave mucho más grande que cualquiera de las otras dominaba la
formación. Este fue el Scion de Tharsis, un arte Reclamator del Adeptus
Mechanicus, una antigua e inescrutable tecnología del adeptus Mechanicus
de Marte, sin el cual ninguna de las naves presente hubiera existido. El
Scion estaba flanqueada por ambos lados por dos Cruceros pesados de la
clase Tirano de la Armada Imperial, la Estrella de Helicon y Ganímedes,
alrededor del cual pululaban infinidad buques de escolta más pequeños y
transportes armados.
En uno de estos transportes, construido sin pretensiones llamado La
Mano del Resplandor, estaba hacinados los hombres de la 81.º Regimiento
Acorazado de Cadia, conocidos informalmente como «los truenos sobre
ruedas», se estaban preparando, para la guerra.
—¡Ah formar, asquerosas bolas de grasa! —rugió un sargento con el pelo
rapado y el rostro marcado por la viruela—. Ustedes ya conocen el
procedimiento. Por números, utilicen sus ojos.
El suelo del hangar de estribor resonó con el sonido de los hombres al
colocarse en formación. Los soldados se colocaron en formación, por
compañías desde la primero hasta la décimo, mientras que sus sargentos
merodeaban de un lado a otro como lobos hambrientos, con los ojos
afilados, a la caza de la menor señal de dejadez. Descomunales módulos de
descenso, estaban estacionadas detrás de las ordenadas filas de los guardias
imperiales, con sus rampas de embarque bajadas, con las deslumbrantes
luces internas, iluminando el hangar, con los fuselajes de gris metálico.
Un fuerte silbido, de maquinaria hidráulica sonó a la derecha del
enorme hangar cámara enorme, y una gran puerta se abrió. Y el suelo
metálico resonó con el agradable sonido de decenas de botas marchando
rápidamente hacía el hangar.
—¡Oficiales en cubierta! —gritó otro de los sargentos. Gruesas venas
palpitaban en la sien por el esfuerzo de proyectar la voz sin ayuda a casi dos
mil hombres.
Cuando los oficiales se hubieron detenido y se volvieron hacía las
tropas reunidas, el más antiguo de los sargentos. Un hombre robusto, con
marcas de tejido cicatricial en el sitio donde tendría que estar su oreja
izquierda, se dirigió hacía delante y con orgullo declaró:
—Todos los hombres presentes y en formación, señor. Los vehículos ya
están a bordo, amarrados y preparados para el desembarco, y, los equipos de
mecánicos, esperando su orden para embarcar.
El Coronel Kochatkis Vinnemann se situó en el centro del grupo de
oficiales, encorvado como siempre, apoyándose en su bastón, pero
resplandeciente, sin embargo, en su elegante uniforme de color verde
oscuro con brillantes charreteras doradas. Hoy sería el último día que iba a
ser capaz de llevar los colores del regimiento por un tiempo. Durante la
campaña todos vestirían con uniformes de camuflaje de color rojo óxido.
Vinnemann asintió con la cabeza al sargento frente a él y estaba a punto
de emitir la orden de embarque cuando el capitán Immrich, alto, moreno y
de hombros anchos, se acercó y le susurró unas pocas palabras en su oído.
Vinnemann frunció el ceño un poco al principio, pero finalmente asintió
con la cabeza. Dio un paso hacía adelante, cogió un receptor amplificador
de voz de su ayudante a su izquierda, que coloco la boquilla frente a sus
labios, y se aclaró la garganta. El sonido hizo eco, revotando por los
grandes mamparos.
—Aquellos de ustedes que llevan conmigo el tiempo suficiente saben
que no me gustan los discursos largos —dijo Vinnemann—. Creo que para
discursos, son mejores los comisarios y los confesores, los cuales creo que
tienen un talento especial para ello.
El Comisario Slayte, del regimiento, el ampliamente despreciado oficial
político, vestido como siempre con el negro y dorado de su cargo, se inclinó
ligeramente ante el cumplido. El Confesor Friedrich, por otro lado, un
sacerdote con casi cuarenta años, sólo se tambaleó un poco como si
estuviera movido por una fuerte brisa que sólo él podía sentir.
—Sin embargo —continuó el coronel Vinnemann—, como el capitán
Immrich me ha recordado, nuestro regimiento se enfrenta a algo sin
precedentes en su historia. Ya que estamos a punto de poner un pie en un
mundo totalmente y bajo el dominio de las manos de los odiado orko.
Era un hábito particular de Vinnemann para referirse al viejo enemigo
en singular. Algunos de los hombres hacían una bastante buena imitación de
él, aunque nunca con malicia. Había un tremendo amor y respeto hacía el
viejo coronel entre los que habían servido bajo sus órdenes. Y era bien
merecido. Los hombres cuyas burlas se pasaban de la raya, especialmente
los que se burlaban de su discapacidad física, rápidamente se encontraron
aislados y expulsados por sus compañeros. Entre Guardia Imperial, esta
exclusión era como una sentencia de muerte.
La postura distintiva de Vinnemann estaba causada por su espina dorsal
augmética. Veinticuatro años antes, cuando era un simple capitán, había
sido objeto de un procedimiento médico para salvarle la vida después de la
destrucción de su tanque de batalla Vencedor. Su cuerpo nunca había
aceptado totalmente el implante. Regularmente recibía inyecciones de
inmunosupresores y analgésicos aliviando las cosas un poco, pero no
mucho. La lesión debería haberlo matado, pero su espíritu indomable lo
había mantenido con vida, eso y el cuidado de la enfermera, con la que se
había casado más tarde. Durante su recuperación lenta y dolorosa, sus
superiores le habían ofrecido la posibilidad de una baja honorable. Les
parecía en esos momentos la única opción lógica, que Vinnemann rechazó
sin dudarlo.
—Mi deber —había insistido—, es llevar a mis hombres hacía el frente.
No importan mis lesiones, es exactamente lo que voy a hacer.
Doce años más tarde, le habían elevado al rango de coronel, tomando
bajo su mando a todo el 81.º Regimiento Blindado.
Los estaba examinando en estos momentos, a sus valientes soldados,
durante una breve pausa en su discurso. Un teniente delgado detrás del
coronel tosió en silencio. El sonido se amplifico en el absoluto silencio.
Vinnemann respiró hondo.
—Algunos de nosotros ya hemos combatido contra el orko antes —
continuó—, y con un éxito notable. Nuestras victorias en Phaegos II,
Galamos e Indara lo confirman, aunque para muchos de ustedes será la
primera vez que se enfrenten al orko. Sin embargo, sabemos que la
combinación del hombre y el tanque es más fuerte que el orko. Sabemos
que podemos ganar el orko. Lo hemos demostrado una y otra vez.
El Coronel se encontraba aturdido por lo jóvenes, que parecían algunos
de los refuerzos más recientes, los vio de pie junto a sus compañeros más
experimentados.
¡Por el Ojo del terror! pensó. Algunos de ellos son prácticamente niños.
Alguna vez fui tan joven como ellos.
Los pensamientos de sus dos hijos burbujearon en su mente. Ambos
estaban sirviendo en 92.ª División de Infantería, que estaba combatiendo en
Armageddon. Se habían convertido en buenos soldados. ¿Era demasiado
esperar que estuvieran a salvo? ¿Era absurdo rezar por ellos? Millones
morirían para detener al enemigo en Armageddon, decenas de millones, tal
vez. La Guerra de Yarrick lo exigía. El corazón del Imperio estaba en juego.
¿Por qué debían sus hijos, tener privilegios por encima de sus compañeros?
Sabía que la gloria, la victoria y una buena muerte era lo mejor que podía
hacer por ellos. Era todo lo que la mayoría de buenos Cadianos aspiraban.
Además, eran soldados antes que sus hijos. Así tenía que verlos, sin
duda lo harían sentirse muy orgulloso.
—Se habrán sorprendido cuando el general Deviers nos ordenó
dirigirnos a Golgotha, cuando muchos de nuestros compañeros se dejaban
la vida Armageddon —continuó Vinnemann—. Bueno, déjame decirles
algo. Escuchad con atención, ahora, porque quiero que entiendas la decisión
del general. Creo que si esta operación, tiene éxito podría inclinar la guerra
en Armageddon a nuestro favor. Sé que van a hacer lo que sea necesario,
darán cada gota de su sudor, su última gota de sangre, si fuera necesario,
por el honor de nuestro regimiento, para la gloria de Cadia y el Dios-
Emperador de la humanidad.
Echó un vistazo en sus hombres en busca de signos de duda y no los
halló. En cambio, la respuesta a sus palabras, fue inmediata y
ensordecedora.
—¡Por Cadia y el Emperador! —rugieron. Al igual que sus propias
palabras amplificadas, el sonido resonó en las paredes del hangar.
El coronel les sonrió, deseoso de que no se notaran las dudas, que tenía,
sobre el éxito de la operación.
—¡Sargento Keppler! —gritó—. ¡Que estos valientes soldados inicien
el desembarque!
—Sí, señor —dijo el sargento de la oreja mutilada. Se dio la vuelta,
tomó aire y gritó a los hombres—. ¡Ya lo habéis oído gusanos! ¡Media
vuelta! ¡Jefes de escuadra, asegúrense que el embarque se haga rápido y en
orden!
Vinnemann los observaba con orgullo mientras marchaban por las
rampas, hacía los módulos de descenso planetario, cada compañía tenía su
propia nave.
Sed fuertes, hijos de Cadia, pensó, ahora más que nunca, lo vais a
necesitar.
Se volvió y se despidió a sus oficiales para que cada uno pudiera ir a
reunirse con sus hombres. Por último, con su propio personal a cuestas, el
coronel se puso en marcha, para embarcar en su módulo.
El aire hangar comenzó vibrar por el zumbido de los motores de gran
tamaño de los módulos, al encenderlos las tripulaciones de los módulos
para calentarlos. Con un gran gemido metálico, las enormes puertas se
abrieron lentamente hacía el vacío del espacio. Una luz naranja inundó el
hangar, reflejada por el planeta de abajo.
Después de siete meses de viaje sin problemas a bordo del Mano de
Resplandor, por fin, volvían a la guerra.
DOS

Tierra firme, pensó el sargento Oskar Andreas Wulfe. Pieles verdes o no,
volvería a pisar tierra firme después de mucho tiempo. Después de siete
meses en el espacio, sería un gran alivio. Estaba harto de vivir en el maldito
transporte, con su laberínticos pasillos sombríos y su aire
interminablemente reciclado. Con pensamientos de dunas y montañas,
llanuras abiertas y amplias, subió cargando con su equipo por la rampa de
embarque del módulo y con el que abandonaría la nave de transporte y que
lo llevaría a la superficie.
El viaje de Palmeros al subsector Golgotha ha sido el viaje más largo a
través del espacio disforme de su carrera. Un montón de ánimos se habían
desgastado por el esfuerzo, sobre todo los suyos. No era sólo el viaje, sin
embargo. Viajes a través del espacio disforme, no eran nada fáciles, pero no
ayuda que su mente estuviera todavía luchando con los recuerdos de sus
últimos días en Palmeros, recuerdos que a menudo le despertaban con un
sudor frío, y gritando el nombre de un amigo muerto.
Sospechaba que su tripulación estaba preocupado por el por estos
despertares. Ya que compartían camarote con ellos.
Creyó detectar en los ojos de sus compañero, una pérdida de confianza
en él donde una vez había sido inquebrantable. ¿Cuánto empeorarían las
cosas? Se preguntó si alguna vez les decía la verdad sobre lo que había
visto en sus sueños. Mucho peor. Lo peor que podía hacer un comandante
de tanque es decir que veía fantasmas. Aquellos que informaron de tales
cosas, tendían a perder la confianza de sus hombres. Hasta el momento, Al
único hombre al que Wulfe se había confiado era con el confesor Friedrich,
y así era como tenía, la intención de mantenerlo. Incluso borracho, como a
menudo estaba el confesor era un hombre de confianza.
Wulfe obligó a su mente a ir hacía un terreno más positivo. Sería bueno
ver un cielo sobre su cabeza de nuevo, en lugar de los mamparos metálicos,
con tuberías que gotean y cables enredados. Difícilmente importaba como
pareciera el cielo, con tal de que fuera amplio y abierto y no importaba el
color, mientras no fuera el gris sin brillo de los mamparos de naves
espaciales.
Después de subir por la rampa, Wulfe llevó a sus hombres a través de
una de las bodegas de carga, volviendo la cabeza para mirar a los tanques
que descansaban allí. Más allá de ellos, más atrás hacía las sombras, estaban
los camiones cisterna, los camiones de suministros y de tropas. Todos los
vehículos estaban cubiertos de pesadas lonas marrones, fijados al suelo con
cables de acero y atornillados a anclajes sólidos en el suelo. Pero, incluso
con la mayor parte de su superficie oculta bajo la lona, Para Wulfe era muy
fácil reconocer a su propio tanque. El Leman Russ Últimos Ritos II. Con su
casco forjado según el modelo de alfa marte, por lo que marginalmente
llevaba más tiempo en uso que cualquier otro Leman Russ de la compañía.
Era como una niña, y mal cicatrizada en opinión de Wulfe. Su blindaje en
conjunto, llevaba más remaches, que metal del casco recién salido de la
fundición, y su torreta con superficies verticales sólo parecía pedía a gritos
ser golpeado con proyectiles perforantes o granadas propulsadas por
cohetes. Estaba seguro de que algún día lo conseguiría y toda su tripulación
morían al primer impacto. No se parecía en nada a su predecesor, y la
maldecía por ello. Recordó al haberla visto por primera vez, que se
pregunta si, le habían asignándole este viejo trasto, porque el teniente había
tenido intención de castigarlo por algo. Wulfe había pensado que su
relación con el teniente van Droi, era perfectamente normal hasta entonces,
pero ahora sentía que había motivos para cuestionarlo. Algunos de los otros
sargentos a la mínima oportunidad se burlaban de él.
—Háganoslo saber si necesita ayuda para empujarlo.
—¿Cómo consigues que se mueva ese trasto, Wulfe? ¿Acaso tiene
pedales?
—¿Cuántos uros se necesitan para tirar de él?
Y la lista seguía. Wulfe frunció el ceño sobre en el tanque cubierto,
contento que estuviera envuelto en la lona, para no tener que ver a su
fealdad. Rápidamente se dio la vuelta. Con su dotación frente a él, el equipo
del sargento Richter, subió por una escalera estrecha y de metal y
desaparecido de la vista. Wulfe coloco la mano en la barandilla y se
encaramó detrás de ellos, Sus pasos resonando bajo los peldaños de acero.
Sus hombres treparon detrás de él, en silencio excepto por el artillero,
Holtz, quien se quejaba de algo que no entendió. Wulfe no se molestó en
preguntarle, por qué se estaba quejando, ya que el artillero tendía a quejarse
por cualquier cosa. Noto que su dotación también estaba aliviada por
abandonar el transporte espacial, pero todos los hombres del regimiento
sabían lo que les esperaba en Golgotha. Sólo los locos y los mentirosos, lo
que eran la mayor parte de los oficiales y suboficiales, creían que tendrían
éxito en su misión. Pero para la mente de Wulfe, la Operación Tormenta no
parecía muy convincente. El Coronel Vinnemann había hecho sus mejores
esfuerzos para inculcarles un sentido de propósito y el honor entre ellos, por
supuesto, esa era todo la parte de su trabajo.
Todo un mundo estaba lleno de orkos. Por el Ojo del terror.
—¿A saber cuántos de esos sucios cabrones habría en el planeta?
Sin darse cuenta de que lo estaba haciendo, Wulfe pasó un dedo a lo
largo de la cicatriz horizontal que tenía en la garganta. Su odio hacía los
pieles verdes era tan fuerte hoy, como lo había sido siempre.
Probablemente, más fuerte, de hecho.
La escalerilla les llevo a un largo espacio oscuro apenas tres metros de
ancho, que se extendía hacía la izquierda y derecha como un túnel. Filas
gemelas de pequeñas luces guía de color naranja se se alineaban en el suelo,
y en las paredes habían pintados con pintura blanca números. Wulfe y sus
hombres pronto descubrieron sus asientos, y se sentaron en ellos, y bajaron
los marcos metálicos contra impactos, sobre la cabeza y los hombros. Los
marcos se bloquearon en su lugar con un fuerte chasquido. Era un sonido
lleno de significado. Una vez activados los marcos, no podrían dejar su
asiento, hasta que aterrizaran en el planeta.
A los pocos minutos, Wulfe sintió una opresión familiar en el estómago.
Miró arriba y abajo el compartimiento, y asintió con la cabeza cuando el
sargento Viess, comprobó si el marco estaba bien colocado. Recién
ascendido, el sargento Viess había sido el artillero de Wulfe durante algunos
años y se habían hecho amigos, aunque era innegable, que se habían ido
distanciando. Viess tenía a sus propios hombres para dirigir y Holtz, el
actual artillero, había ocupada su lugar en el arma principal.
Wulfe se alegró por el ascenso de Viess. La mayoría de los hombres en
el regimiento aspiraban al mando de su propio tanque. Wulfe hacía perdido,
a un buen soldado en su dotación. Juntos, habían destruido un gran número
de vehículos enemigos destruidos.
Una vez que el último hombre entro en el compartimiento, la puerta se
selló. Casi doscientos hombres estaban sentados en el compartimiento. Eran
los Gunheads de Gossefried, del 81.º Regimiento Acorazado de la 10.ª
Compañía. Sólo el teniente y su ayudante estaban ausentes, sentados en la
cabina con la nave con la tripulación de vuelo. El resto estaban alojados,
con sus compañeros, chistes y bromás nerviosos, eran lo habitual para bajar
la tensión. El Cabo Metzger, el conductor de Wulfe, estaba sentado a su
lado, por lo general pensativo, con Holtz y Siegler delante de él, siendo este
último el cargador de Wulfe.
Este desembarco era diferente a los que ya había realizado, no sólo en
términos de la naturaleza de la misión. También por la disminuida dotación
de su tanque. Su tanque anterior tenía una barquilla a cada lado del casco, y
en cada barquilla, un artillero disparando un bólter pesado, a cualquier cosa
que se les acercara. Había sido una impresionante máquina guerra,
totalmente imparable, y los recuerdos de abandonarla en una carretera
oscura a años luz de distancia, le llenaba de nostalgia y arrepentimiento
genuino. Había llorado su pérdida cada día desde entonces, pero ¿qué
alternativas había tenido? Había recibido un impacto y su velocidad
máxima no era suficiente. Tuvieron que dejarlo atrás, él y su tripulación
habían tenido que subirse en un chimera, y gracias a eso habían salvado sus
vidas. Habían llegado al último módulo justo antes de que el planeta
Palmeros fuera totalmente destruido.
A pesar del dolor de perder a su amado tanque, Wulfe sabía que tenía
mucho que agradecer. Miles de millones de civiles imperiales no habían
tenido tanta suerte.
En cualquier caso, la nueva máquina —¿la podía llamar nueva?—,
carecía de un buen blindaje. Sus flancos estaban prácticamente desnudos.
Su blindaje frontal podía ser de ciento cincuenta milímetros de solido
plastiacero, pero había demasiadas armas, y en abundancia en las manos de
los enemigos de la humanidad que podrían cortar a través de él como si
fuera mantequilla. Un atacante sólo tenía que encontrar un punto ciego. Sin
los artilleros de las barquillas, Wulfe solo podía cubrir todos los puntos
ciegos sacando la cabeza por la escotilla de la torreta. Tenía un bólter de
asalto, montado sobre una estructura de la torreta, con un amplio arco de
fuego, para ese propósito.
Sabía que era una buena arma, pero aún lamentaba de la falta de
barquillas laterales.
Una voz crepitante sonaba por los altavoces fijados en el techo.
—Puertas abiertas. Cerraduras liberadas. Motores comprometidos.
Activación de los sistemas gravitatorios en tres, dos, uno…
Wulfe sintió la sacudida en su estómago, un momento en el que su peso
se duplicó, ya que por unos instantes el campo gravitatorio del módulo y el
campo gravitatorio del transporte espacia, se sobrepusieron. Pero con la
misma rapidez, las molestias desaparecieron, y la gravedad generada a
bordo se convirtió en la única fuerza tirando de él hacía su asiento.
—Escotillas exteriores abiertas —informó la voz mecánica de un
minuto más tarde—. Disparando los propulsores. Comenzando el descenso.
Violación de la Termosfera, en diez, nueve…
Wulfe se desconectó del resto de la cuenta.
—¿Qué es la termosfera, sargento? —pregunto un nervioso soldado que
estaba a una docena de asientos a la derecha.
—¿Es tu primer descenso, soldado? —gritó el sargento—. ¿Cómo voy a
saberlo? ¿Acaso tengo cara de piloto?
Un novato, pensó Wulfe sonriendo. Esta era la primera caída de un buen
número de los soldados, las pérdidas catastróficas del 18.º Grupo del
Ejército en Palmeros habían dejado en menos en la mitad de su fuerza. El
Mayor había reclutado a los cadetes a medio formar, en los centros de
reclutamiento de Cadia, en su mayoría adolescentes difíciles para reponer
las filas, pero la mayoría de ellos habían sido trasladados de los restos de
los regimientos 8.ª y 12.ª de la división. Después se habían promocionado
de los hombres adecuados de los ayudantes de los mecánicos y los
escuadrones de apoyo, del 81.º de Cadia y se tuvo que cubrir los números
con los hombres adscritos en el Regimiento de Reserva 616.º, hombres que,
en la mayoría de los casos, nunca habían servido en una dotación de un
tanque en sus vidas. El teniente van Droi había expresado sus graves
preocupaciones acerca de esto en privado. En su opinión, la mayoría de los
hombres nuevos no tenían la preparación adecuada. Y las reservistas rara
vez habían combatido en la primera línea. Se habían utilizado para
guarniciones deberes y similares. Wulfe sabía que, por su primera
experiencia de acción en primera línea, se verían quienes eran hombres o
quien niños.
Suponiendo que lograran aterrizar sanos y a salvos. Lanzó una mirada
involuntaria a lo largo de la fila de asientos que tenía enfrente hacía un
hombre en su extremo izquierdo.
—Tengo los ojos fijos en ti, garrapata de mierda —pensó.
Los altavoces crujieron a la vida.
—La penetración en la mesosfera se iniciara en diez, nueve…
—Suena mal, ¿no crees? —bromeó un soldado de rostro saludable en la
fila de enfrente.
—Estás tan lleno de mierda, Garrel —dijo un joven a su lado con una
sonrisa amarga. Trató de golpear a su compañero con el brazo, pero el
marco contra impactos, le restringió el movimiento.
El soldado que había hablado antes, abrió la boca, pero solo consiguió
decir una palabra antes de que el mismo rudo sargento lo interrumpiera.
—¡Déjame adivinar! —ladró—. ¡Me vas a preguntan qué es la
mesosfera! Te…
A pesar de la rudeza, había un inconfundible tono de humor en la voz
del sargento.
—Vas a estar de servicio de letrinas, para toda la operación.
Risas nerviosas ondularon a lo largo de las filas. Vintners palideció y
cerró la boca.
Todo eso era simple ruido de fondo para Wulfe. Estaba demasiado
ocupado mirando al hombre en el extremo izquierdo, estudiando las líneas y
los ángulos de su cara agresiva, observando la forma en que movía los
labios mientras hablaba en voz baja con los tripulantes sentados a su
alrededor.
Su nombre era el cabo Voeder Lenck, veinte y ocho años y comandante
del Leman Russ Exterminator El nuevo héroe de Cerbera. Era un hombre
delgado, moreno y apuesto alto, el típico soldado de los carteles de
reclutamiento, sonrisas fáciles y apretones de manos calientes. Pero Wulfe
no se dejaba engañar ni por un segundo, no como el grupo de aduladores de
ojos saltones que normalmente rodeaban a Lenck desde el momento en que
fue trasladado al regimiento.
¿Por qué todos los novatos acudían a él? Wulfe no los había descubierto
todavía. El hombre había estado siempre en la reserva, por el amor al
Trono, ¿que había que admirar? Es cierto que no era el típico recién llegado.
Tenía alguna experiencia previa, para empezar. Tal vez eso era todo, tal era
por qué era un recién llegado al regimiento, al igual que el resto de novatos,
pero tenía algo de experiencia al mismo tiempo. ¿Pero tan bueno? Eran solo
conjeturas que Wulfe podía realizar. Los registros mostraron que Lenck
había sido sargento al principio de su carrera, pero algo había ido mal.
Hubo un consejo de guerra. Había estado encerrado durante treinta días y
degradado al grado de cabo. Sólo el comisario sabría por qué y, hasta ahora,
no había dicho nada, pero Wulfe ya estaba planeado para saberlo tarde o
temprano.
El día que él y Lenck se habían conocido a bordo del Mano de
Resplandor, Wulfe había reconocido una helada crueldad detrás de los ojos
púrpura del hombre. Lenck no había hecho nada para inducir a Wulfe para
que le cayera mal, no de un modo explícito de todos modos, pero Wulfe
sabía que iba a suceder tarde o temprano. No le ayudó que fuera la viva
imagen de otra persona, un delincuente convicto de Cadia con el nombre de
Victor Dunst. Dunst y su pandilla de amigotes tatuados, que una vez habían
tratado de robarle a Wulfe en un callejo de Kasr Gehr.
Wulfe sólo era un cadete adolescente en ese momento, a punto de
licenciarse en el entrenamiento básico. Había sido superado en número,
pero, como tantos cadetes, creyéndose invencible, ni siquiera había pensado
en correr. Les planto cara y Dunst había decidido matarlo. Sólo la
afortunada intervención de una patrulla de adeptus Civitas, le había salvado
la vida a Wulfe ese día. Si el cuchillo de Dunst hubiera penetrado dos
centímetros más en el pecho de Wulfe, estaría muerto. Wulfe había tenido
mucha suerte, ese día.
Wulfe miró a lo largo de la fila y Lenck pareció darse cuenta de que
estaba siendo vigilado. No volvió la cabeza, ni lo miró. Era un
presentimiento. Wulfe vio una sonrisa petulante en el rostro de Lenck y
sintió un enorme deseo de darle un puñetazo. La sensación de romperle la
cara a Lenck con el puño sería sumamente satisfactoria, imaginó. Wulfe no
era un experto luchador, no como la mayoría de hombres que conocía,
tampoco. Estaba seguro de que podría con Lenck, si peleaban en una lucha
justa, aunque Lenck no parecía el tipo que le gustaran las lucha justas. Tal
suceso es poco probable que ocurriera, por supuesto. Había una diferencia
de rangos, que podría acabar en un consejo de guerra. Sin embargo, pensó
Wulfe, si tuviéramos que dejar el rango a un lado…
Los altavoces de techo crujieron de nuevo.
—Escudos de partículas activados en un ochenta por ciento.
Introducción a la estratosfera en diez, nueve, ocho…
Las bromás o comentarios que este anuncio podría haber creado
murieron en las gargantas de los soldados, cuando el módulo comenzó a
temblar y trepidar. La mayoría de los novatos hicieron una mueca. Unos
pocos comenzaron a mirar a todos lados, como si fueran a comenzar a
vomitar.
—Es hora de ponérselos, señores —dijo Wulfe a su dotación. Metió la
mano en el bolsillo derecho de su pantalón y se sacó un trozo de goma dura
transparente con forma de curva. Era un protector dental, el usado por los
soldados durante los entrenamiento de combate cuerpo a cuerpo. Con una
inclinación de cabeza, Metzger, Siegler y Holtz sacaron trozos idénticos de
sus bolsillos y le los colocaron firmemente sujetos entre los dientes. A lo
largo de filas, los soldados veteranos hicieron lo mismo. Los novatos les
miraban con expresión de absoluto horror.
—¡Por el Ojo del terror! ¿Por qué nadie nos dijo que trajéramos
protectores dentales? —exigió un soldado de cara redonda a diez asientos a
la derecha de Wulfe. Era el soldado novato de la dotación del sargento
Rhaimes, y fue Rhaimes, el comandante experimentado del Leman Russ «el
viejo aplastahuesos» quien contestó, quitándose el protector dental por un
momento para hacerlo.
—Es una tradición de la compañía, bola de grasa —dijo mientras
sonreía, arrugándose la piel alrededor de una profunda cicatriz que le
recorría el rostro desde su ojo izquierdo a su oreja izquierda. Bola de grasa
era su mote personal para los novatos y, cada vez que lo pronunciaba, se las
arreglaba para hacer que sonase como idiota o imbécil. Recientemente, una
gran parte del veteranos habían empezado a utilizarla, y no sólo en el 10.ª
Compañía.
—Sigues siendo un novato, hasta que no te rompes un diente en un
descenso planetario —dijo a continuación el sargento Rhaimes.
El soldado se quedó boquiabierto, por la incredulidad por un momento y
luego buscó en sus bolsillos, saco un arrugado trozo de tela, el tipo de tela
que utilizaban para abrillantar las botas o los botones antes de una
inspección y se lo metió en la boca. Lo mordió con una expresión triste. Y
por la expresión con lo que lo hizo, Wulfe dedujo que la tela tendría un
fuerte sabor a esmalte.
Por el rabillo del ojo, vio a Rhaimes señalaba al joven soldado.
—Buena idea, hijo. Quizá logremos hacer algo de ti.
—… tres, dos, uno… —sonó la voz del techo—. Entrada troposférica
lograda. Altura, nueve mil metros. Aterrizaje aproximadamente en
diecinueve minutos. Desactivación de los sistemas gravitatorios. El cambio
a gravedad local se realizara en tres, dos, uno…
Por segunda vez desde que había subido a bordo, hubo un instante de
superposición gravitacionales que fue el peor que Wulfe recordaba.
Algunos de los hombres gruñeron, mientras sus cuerpos protestaban contra
el repentino cambio, pero, una vez que se desactivaron el sistema de
gravedad del módulo, difícilmente notaron la diferencia.
De acuerdo con el grueso fajo de documentos de información sobre el
planeta Golgotha que les habían entregado, que como de costumbre, pocos
se habían tomado la molestia de leer, la gravedad de la superficie de
Golgotha era un 12% superior a la gravedad estándar. Por lo general, Wulfe
pesaba alrededor de ochenta y cinco kilos, ahora pesaba un doce por ciento
más, un poco más de noventa y cinco kilos, pero el aumento no era tan
elevado como para ser una molestia. Los operarios del Adeptus Mechanicus
a bordo del Mano del Resplandor se habían anticipado. Desde que salieron
de Palmeros, habían incrementado gradualmente la gravedad cada día,
preparando sutilmente a las tropas para su eventual despliegue en el planeta.
Los hombres como Siegler o el sargento Rhaimes, con poca masa muscular,
habían aumentado su masa muscular en los últimos meses. Wulfe había
sentido como su apetito aumentaba poco a poco y había notado como su
ropa le comenzaba a apretar alrededor de los brazos, las piernas y el pecho.
Su cuerpo se estaba adaptando a gravedades superiores. Ahora, con la
gravedad local del planeta actuando directamente sobre él, no se sentía más
pesado de lo normal. Sí que habría una gran diferencia con los tanques. Se
notaría en el aumento del consumo del combustible, cuando dispararan a
larga distancia, la trayectoria, la velocidad, el desgaste, influirían en los
proyectiles. Todos estos asuntos eran preocupaban a los equipos de
mecánicos, de los servidores que se encargaban del mantenimiento de los
vehículos, que habían dormido muy poco adaptando los vehículos a la
gravedad del planeta.
Pensando en los extraños servidores de los Tecnosacerdotes
cibernéticos, Wulfe decidió que probablemente no necesitaban dormir
mucho de todos modos. Tal vez sólo necesitarían algunas fuentes de energía
adicionales. La imagen se formó en su mente, y fue divertida e inquietante.
Las vibraciones del módulo eran superiores a lo esperado. La atmósfera
de Golgotha era más densa que en la mayoría de los mundos poblados. Las
diferencias de presión entre las zonas calientes y frías del planeta, según los
informes, provocaban que algunas tormentas fueran verdaderamente
temibles.
Wulfe luchó contra el instinto de tensar los músculos. Era mucho más
inteligente relajarse, si no quería sufrir desgarros en los tendones o
músculos. Este tipo de lesiones eran muy comunes durante un desembarco
planetario.
—Altitud, siete mil metros…
La voz estática fue interrumpida de repente por un estremecedor y
ensordecedor ruido. Wulfe se apretó las manos contra los oídos. Conocía
bien ese sonido, que nunca anunciaba una buena noticia. Era el sonido de
metales desgarrándose.
El módulo de desembarco, de repente, giró a la derecha. La cabeza de
Wulfe golpeó contra la superficie acolchada del asiento, su estómago se
revolvió y su visión se oscureció. Algunos de los soldados de en frente,
fueron lanzados contra el marco antigolpes. Si no fuera por él, habrían
salido volando por el compartimiento. El aire se llenó de maldiciones.
—¡Estamos descendiendo en picado! —gritó un joven soldado en
estado de pánico. El corazón de Wulfe parecía como si estuviera pegado en
algún lugar de su garganta.
—¡No estamos cayendo en picado, Webber! —gritó alguien—. ¡Y deja
ya de gritar!
—¿Qué demonios fue eso entonces? —exigió otra soldado—. ¡Por el
Ojo del terror!
—¡Silencio! —gritó el Sargento Rhaimes después de quitarse el
protector bucal—. Ya es suficiente, solo son turbulencias. Dejar ya de
lloriquear, ¡gusanos de estiércol!
La mentira de Rhaimes era más que evidente. Estaba tratando de
mantener la calma, pero nadie parecía estar escuchándole.
El módulo giro rápidamente en otra dirección y se enderezó, aunque las
vibraciones continuaban siendo severas. Los hombres se agarraron a los
marcos de impacto, los nudillos de las manos blancos.
Wulfe se arriesgó a mirar hacía donde estaba Lenck y se irritó al verlo
sentado en silencio, con el bulto en los labios de un protector bucal,
aparentemente imperturbable. El advenedizo arrogante solo saltó cuando un
ruido de estática se oyó por los altavoces. Era un ensordecedor zumbido de
tono alto, que se cortó de repente para ser reemplazado por el tono del
servidor, que intentaba dirigirse a ellos una vez más. Esta vez, la voz era tan
amplifica a niveles que dañaban el oído y, Wulfe, simplemente no sabía si
lo estaba imaginado o era su pánico que le hacía oír las frases entrecortadas.
—¡… fuego antiaéreo concentrado… tormenta… hacía abajo… por
supuesto… y hacía abajo. Todo el personal… para… inmediata…!
De repente, un gran dolor floreció en su cabeza. Toda la galaxia parecía
estar girando sobre su eje. Parecía que estaban cabeza abajo. Entonces,
nuevamente, todo cambió con una velocidad aterradora. Cerró los ojos con
fuerza. Vio fuegos artificiales que estallan detrás de sus párpados. Sintió
que sus músculos gritaban en señal de protesta, por alcanzar los límites de
su cuerpo, y luego el corazón golpeaba dentro de su pecho como si se
quisiera salir…
Oscuridad. Aturdimiento. Silencio.
Se dejó caer en un vacío en el que incluso los malos sueños dejaron de
existir.

La mejilla izquierda le dolía a Wulfe. El dolor era agudo y poco a poco, a


pesar de luchar contra el dolor, lo sacó de la inconsciencia. Medio despierto,
exploró el interior de su mejilla con la lengua. La carne era irregular. Noto
sabor de la sangre. Su lengua comprobó los dientes y… ¡maldita sea! Dos
de ellos estaban rotos. Se preguntó si se había tragado los trozos que
faltaban y decidió que era muy probable.
A continuación sintió un fuerte dolor en sus ojos. Quiso abrirlos, pero
parecía que sus parpados estaban pegados. A continuación, una sombra
cayó sobre él, y el dolor se disipó. Poco a poco y con cuidado, sintió el
alivió al separar los párpados y vio… a Holtz.
Olas de fuego se apoderaron de sus músculos cuando trato de
levantarse. Gruñó de dolor y se dejó caer, abandonando la intención de
levantarse.
—Estas bien —dijo Holtz, inclinada sobre él—. Siegler ha ido a buscar
un médico, pero todos están ocupados. Sargento, han muerto Brebner y la
mitad de su dotación. También algunos hombres de Fuchs. Krauss y
Siemens han perdido a sus conductores. También una veintena de chavales
de los equipos de apoyo han muerto. —Holtz se detuvo por un segundo.
Luego, con el dolor dando paso al alivio, añadió—. Por el Ojo sangriento,
sargento, pensamos que también había muerto. Sólo ha perdido la
conciencia.
—¡Deja de desperdiciar palabras! —gritó Wulfe mientras intentaba
enderezarse otra vez. Con otro gruñido de dolor, apoyó su mano izquierda
en el suelo, y sus dedos se encontraron con la arena roja congelada—.
Golgotha —susurró.
Holtz lo escuchó.
—Sí, señor. Golgotha, para bien o para mal.
Wulfe se detuvo, dejándose llevar por la sensación de la arena roja.
Levantó un puñado de arena frente de sus ojos y lo vio caer como agua
entre los dedos. Frotó el dedo índice con el pulgar y se dio cuenta de que la
arena le estaba manchando las manos de color rojo.
—Parece sangre —murmuró.
Holtz sólo oyó la última de sus palabras y no entendió bien lo que
Wulfe había susurrado.
—No esta sangrado, sargento, a excepción de su boca. Le he examinado
y no tiene huesos rotos, pero mejor esperamos a que le examine el médico.
Una vez más, Wulfe hizo caso omiso del consejo de Holtz. Lesionado o
no, no tenía tiempo para quedarse holgazaneando, levantó la cabeza hacía el
horizonte y, a través de la nariz, aspiro unos cuantas y profundas bocanadas
de aire de Golgotha. De inmediato deseó no haberlo hecho. El aire era más
denso, le picaba en la nariz, y olía a huevos podridos. ¿Olía a azufre o algo
peor? Arenas abiertas se extendieron a su alrededor, sin ondulaciones y sin
rasgos distintivos, hasta el horizonte, donde la tierra y el cielo parecen
fundirse y fluir juntos en una línea que se cernía sobre la superficie del
desierto.
Giro el rostro y miró hacía arriba. El cielo estaba muy nublado, con
rojos remolinos y marrones. Hermoso, pero opresivo, también. El techo de
nubes era muy bajo, y con relámpagos en el interior, aunque sin que
ninguna precipitación cayera. Detectaba el brillo apagado de la estrella
local, situado por encima de él, haciendo alusión al mediodía. Su luz apenas
lograba traspasar la capa de nubes. Luego se dio cuenta de lo oscuro que
estaba todo. Incluso a mediodía, la luz ambiente era sólo una sombra más
fuerte que el crepúsculo de Cadia.
Holtz miro hacía donde dirigía su mirada.
—De acuerdo con los pilotos, debemos alegrarnos de las nubes,
sargento. Dicen que un día completo es suficiente para matar a un hombre.
—De un millón de modos —murmuró Wulfe.
—¿Con una es suficiente, sargento?
—Es de un poeta de Terraxian… no puedo recordar su nombre. Dijo
que Golgotha tiene un millón de maneras de matar a un hombre.
Wulfe logro erguirse lo suficiente para sentarse, haciendo una mueca
mientras lo hacía. Holtz lo miraba sin hacer ningún comentario, había
renunciado a tratar de mantener a Wulfe tumbado, simplemente movió la
cabeza en señal de frustración.
—¿Esta Siegler bien? —preguntó Wulfe—. ¿Metzger? ¿Viess y sus
hombres?
—Siegler y Metzger están bien —respondió Holtz—. No tienen ni un
rasguño en ninguno de ellos. Lo mismo que Viess, aunque su conductor esta
malherido.
Ausente, Wulfe se levantó la mano y le frotó la fea masa descolorida de
tejido cicatricial que le cubría el lado izquierdo de su cara. Hace siete años,
en un mundo llamada Modessa Prime, un guerrillero secesionista había
disparado al tanque de Wulfe una carga explosiva. Holtz estaba en esos
momentos en una de las barquillas. Un fino rocío de metal fundido, y había
pasado de ser un apuesto soldado confiado en sí mismo, a uno de los
hombres más amargados. Muy de vez en cuando, sin embargo, Wulfe veía
indicios del antiguo Holtz brillando a través de los rayos de sol de
Golgotha.
—¡La cabina del piloto! —exclamó Wulfe repente—. Van Droi estaba
desde el principio con el piloto. ¿Le ha pasado algo?
—No —dijo Holtz, interrumpiéndolo—. Ha perdido un diente, sin
embargo. Estaba furioso por haber perdido el diente. Estuvo aquí hace poco,
con uno de sus condenados puros en la boca. Cuando comprobó que no
tenía heridas graves. Me dijo que le informara cuando le hubiese visto un
médico. Quiere reunirse con usted y el resto de comandantes de tanques.
Eso llevó a otra pregunta.
—¿Qué pasa con Lenck? —preguntó Wulfe, tratando de no sonar
demasiado esperanzador.
Holtz resopló. También había declarado su disgusto por el nuevo
comandante de tanque desde el principio. Wulfe supuso que los
sentimientos de Holtz se basaban más en la envidia que en cualquier otra
cosa. Holtz había tenido un gran éxito con las mujeres antes de que su
rostro hubiera sido quemado y arruinado. Lenck le había dicho que
disfrutaba de una atención comparable con algunas de las enfermeras y
oficiales navales mujeres de a bordo del Mano de Resplandor. Por lo Wulfe
había oído, no era tímido a la hora de compartir los detalles, tampoco.
—Fue el primero en salir del módulo de aterrizaje —dijo Holtz con el
ceño fruncido—. Ha regresado al interior del módulo, para tomar el control
sobre su tanque.
—Maldita sea —murmuró Wulfe. Levantó la vista hacía el cielo otra
vez, dirigiéndose al emperador—. Era demasiado, pedir.
Holtz soltó una risa seca.
—Míralo por el lado bueno —dijo—. Si eso del Terraxian es verdad
bien, habrá muchos más posibilidades para que se muera antes de salir de
aquí.
Wulfe cambió de posición y luchó con cautela con sus pies. Estaba un
poco mareado, pero se las arregló para ponerse de pie, por sus propios
medios. Una vez de pie, se volvió y echó su mirada sobre los restos del
estrellado módulo.
Fue un espectáculo lamentable. El desierto estaba lleno con fragmentos
de todos los tamaños y formás. Un humo negro brotaba de la sección de
popa, agitando por la brisa caliente. Wulfe miró como subía, hacía las
nubes, y pensó que estaba señalando a los orkos nuestra posición. No
deberían permanecer aquí mucho tiempo, si no querían que se les echase
encima todos los orkos de los alrededores.
Volvió para mirar hacía la parte trasera. Decenas de hombres sudorosos
salían a través de las enormes grietas en el casco, cargando cajas de
suministros. Otros trabajaron para abrir manualmente la enorme rampa,
para que los vehículos de la 10.ª Compañía pudieran ser extraídos. Era un
trabajo muy complicado, pero no había más remedio. El único modo de
sacar los tanques era por la rampa de carga.
Otro grupo más pequeño de hombres realizaban la tarea más sombría de
todas. Estaban arrodillados en la arena, apoyándose sobre los cuerpos sin
vida para extraer las placas de identificación de sus cuellos.
Los ojos de Wulfe se detuvieron en la forma inmóvil de un soldado a
menos de veinte metros de distancia. El muchacho parecía recién salido de
la adolescencia. La palidez de su rostro destacaba sobre la arena de color
rojo oscuro en la que yacía.
Bola de grasa, pensó Wulfe. Se tocó la insignia del aquila plata de su
bolsillo izquierdo y susurró una breve oración por el alma del joven
soldado. Estas muertes eran lamentables, algo con que, ya se había
acostumbrado a después de tanto tiempo en la guardia imperial.
Un millón de maneras de morir en este planeta, pensó y ya hemos
tenido la primera. Bienvenido a Golgotha, soldados.
—Ya veré a un médico después —le dijo a Holtz—. Por ahora, lo más
urgente, será que me reúna con Van Droi. Reúnete con Siegler y Metzger y
examinen el modo de conseguir sacar a nuestra viejo montón de chatarra
del módulo. Venid a buscarme cuando lo hagáis.
—Ahora, sargento —dijo Holtz—, pero hágame un favor, ¿quiere? Deje
de llamar al tanque, montón de chatarra, acaso quiere que los espíritus
máquina del tanque acaben con nosotros. Si sigue así, lo harán. Además, no
se puede juzgar a un tanque por los ejercicios a bordo. ¿Puede juzgarlo sin
haberlo visto en combate?
—Tal vez no —dijo Wulfe a regañadientes—. Tal vez no, pero tú y yo
sabemos que los espíritus máquina del tanque ya han vivido demasiado.
Se dio la vuelta y salió cojeando de encontrar al teniente van Droi,
decidido a ignorar el dolor de las articulaciones y de los músculos mientras
caminaba.
TRES

Lejos, al norte de la posición de Wulfe, las cosas eran muy diferentes para
las unidades del 18.º Grupo del ejército que había aterrizado con seguridad.
Su cuarta noche en el Golgotha el general Mohamar Deviers descendió
desde la órbita en su lanzadera aquila privado para supervisar
personalmente las operaciones de la cabeza de playa Imperial, que se
encontraba, en la base de la meseta de Hadrones, que los esclavistas orkos
habían utilizado hacía poco como campamento.
Las etapas preparatorias de la Operación Tormenta ya estaban llegando
a su fin. La construcción de un campamento fortificado, como base del
Grupo del Ejército estaba casi terminado, muy por delante de lo previsto
gracias a las aportaciones del Adeptus Mechanicus. Sus tecnologías más
avanzadas, y las impresionantes estructuras prefabricadas, que les habían
prestados, y el esfuerzo incesante de sus legiones de servidores, habían
convertido la superficie destruida de la meseta, por el bombardeo espacial,
en un campamento fortificado en un tiempo record. La 10.ª División
Blindada estaba preparando para continuar en el amanecer, con los planes
previstos, después de haber asegurado el primero de una serie de puestos de
avanzada fundamental para el establecimiento de líneas de suministro clave
en el este. Así que, con sus habitaciones privadas ya construidas y en espera
de la ocupación, ya era hora, a juicio del general Deviers, que los hombres
en la superficie del planeta, sintieran la presencia de su líder entre ellos. A
tiempo, pensó, para recordarles que estaba al mando.
El elegante aquila aterrizó por la tarde, posándose en la pista de
aterrizaje de rococemento, sin incidentes. La última luz del día era apenas
visible como un resplandor rojizo en el extremo oeste, y los reflectores de la
base, empezaron a cobrar a vida de uno en uno. La rampa de acceso de la
lanzadera apenas había tocado el suelo, cuando el general bajo por ella y
empezó a dar órdenes. Era un hombre delgado, más alto que el promedio de
los nativos de Cadia, bien afeitado, con el pelo plateado engominado. Con
sus noventa y un años de edad, setenta y seis de los cuales sirviendo en la
guardia imperial, parecía sorprendentemente joven, aparentaba de echo
unos sesenta. Los tratamientos y cirugías que había sufrido para conseguirlo
fueron costosos y dolorosos, pero valían la pena.
Inició las inspecciones, la depuradora de agua potable y su
correspondiente deposito. Después pasaron dos horas recorriendo la base
haciendo preguntas a los tecnosacerdotes y realizando comentarios,
mientras trataba en vano de aclimatarse al espeso y desagradable aire.
Deviers confió a su ayudante, el Major Gruber, que estaba profundamente
impresionado. Las cosas aparentemente se habían desarrollado muy bien sin
su presencia. Con sus altos muros, torres de vigilancia, equipados con
lanzacohetes Manticora y defensas antiaéreas de Hydra, y los amplios
parapetos en los muros, y las filas de artillera autopropulsada basilisk. La
nueva sede del Grupo de los Ejércitos Exolon representaba un importante
bastión de seguridad en un mundo hostil. Deviers se fue en silencio
convencido de que resistirían un asedio orko con una enorme superioridad
abrumadora. No tardarían en comprobarlo. Con toda probabilidad, serian
atacados por pequeños grupos de exploradores orkos en unos días. Los
orcos de Golgotha habrían visto luces en el cielo, así como los módulos
descendiendo. Tarde o temprano reunirían un gran ejército. No importaba
cuanto viniera, o lo grande que fuera, la base no podía caer. Era el eje de
toda la operación de Deviers.
La meseta en la que se había construido la Base Hadron media más de
cuatro kilómetros de diámetro y estaba casi sobre la línea del ecuador. Se
había seleccionado sobre la base de dos factores críticos. En primer lugar,
con sus laderas escarpadas y pocas vías de acceso en pendiente, era incluso
sin haber sido fortificada, eminentemente defendible. En segundo lugar, y
más significativamente, estaba a una distancia de unos seis cientos
kilómetros de su objetivo, era el accidente geológico adecuada más cercano
de la posición de La Fortaleza de la Arrogancia.
Después de su inspección de la base, Deviers ordenó una reunión
informativa con los tres comandantes de división, los generales Rennkamp,
Killian y Bergen. La intención de Deviers era realizar una sesión corta, pues
había organizado un espléndido banquete para celebrar los buenos auspicios
del comienzo de su operación terrestre. Este principio, no era por el
descenso de los primeros módulos de desembarco, ni por terminar el
campamento fortificado, sino por su propia llegada a la superficie del
planeta, y esto no se podía pasar sin algún tipo de conmemoración. Después
de todo, la Operación Tormenta, como recordó a sus oficiales. Pocas veces
se había visto en los recientes anales de la Guardia Imperial. ¿Por qué no se
tendría que celebrar el buen inicio de una operación tan impresionante?
Ese era el plan, por lo menos, pero Deviers pronto encontró su buen
humor desaparecía.
—¿Cuántos? —dijo entre dientes. Tenía la cara roja de furia, y sus
puños apretados en la superficie de su escritorio—. ¡Repítamelo otra vez!
—Seis, señor —respondió el general Bergen—. Seis desaparecidos, con
un séptimo encontrado a cincuenta kilómetros al noreste, repartido en una
área de dos en mitad del desierto. Todos los soldados muertos. ¿Desea
escuchar una lista de los elementos individualmente?
—¡Por supuesto que sí! —espetó Deviers—. ¡Siete módulos de
desembarco perdidos en el primer día! ¡Por el Ojo del Terror!
La voz del Mayor general Bergen no vaciló mientras leía la lista, pero
su tono era pesado y su rostro delataba un estado de ánimo sombrío.
—El módulo E44-a, con el 116.º de Cadia, las compañías uno y dos,
abatidos durante el descenso. El módulo G22-a, con el 122.º de Fusileros de
Tyrok, las compañías de la una a la cuatro, desaparecido. El módulo G41-b,
con el 88.º de infantería móvil, las compañías, tres y cuatro desaparecido. El
módulo H17-C, cono el 303.º de los Rifles Skellas, con las compañías de la
ocho a la diez, desaparecido. El módulo H19-a, con la 98.º infantería
Mecanizada, de las compañías de la uno a la seis, desaparecidas. El módulo
K22-C, con el 71.º de Infantería de Caedus, compañías de la ocho a la diez,
desaparecido. —Bergen hizo una pausa de un segundo antes de continuar la
lista. El módulo que faltaba, trasportaba a soldados bajo su mando—. El
módulo M13-J, con el 81.º Regimiento Blindado de la 10.ª Compañía,
desaparecido. No hemos podido contactar con ninguno de los módulos
desaparecidos.
El General Deviers había estado escuchando en silencio, enojado por la
pérdida de efectivos, que le había sufrido, solamente en aterrizar en esta
maldita roca. Miles de hombres en pérdidas. Era indignante. Y lo peor era
la perdida de una compañía entera de tanques.
¡Por el trono de oro!, pensó el general Deviers. Una compañía entera
del tanque, perdidos en algún lugar del desierto, probablemente muertos.
Los malditos orkos, probablemente estarán saqueando los restos. Perder
hombres es una cosa, y es una pérdida lamentable, por supuesto, pero la
vida era barata en el Imperio del hombre. Siempre había más soldados
disponibles. Para eso estaban las reservas. ¿Pero los tanques?
Los tanques era otra cosa. No había reemplazos para los tanques que se
habían perdido. Cada tanque fuera de combate dejaba un vacío que no se
podía llenar. La fuerza de un regimiento blindado era absolutamente crítico
dado el carácter itinerante de la operación.
Con su mente firmemente fija en lo negativo, la ira del general sacó lo
peor de él. Se levanto con ira, tirando la silla hacía atrás y golpeando con
sus puños el escritorio.
—¡Es un maldito revés! ¿Cómo podemos haber perdido a siete módulos
de descenso en el primer día? ¿Fueron los orcos? ¿Las tormentas? ¿Por que
diablos nuestros enlaces navales, no me informaron sobre esto? ¿Qué hay
del Mechanicus? ¡Quiero respuestas, maldita sea!
Se le hincharon las venas del cuello y sus ojos parecían a punto de
salirse de sus orbitas. Los tres oficiales sentados delante de él quedaron tan
inmóviles como estatuas mientras su general les gritaba. Ya lo habían visto
así antes, y cada vez con mayor regularidad en los últimos tiempos. Sabían
que no debían interrumpir antes de su improperios terminaran. Un intento
de calmarlo los metería en problemas. Cuando Deviers finalmente terminó,
se hundió lentamente en su silla. Fue Killian, el más bajo y fornido, y a los
ojos del general, el más desagradable de los tres, el que tomó la palabra.
—Los tecnosacerdotes tienen un equipo en el desierto, señor. Están
estudiando los resto del módulo para encontrar la causa del accidente. Aún,
no hemos recibido un informe, ya que están fuera del alcance del
comunicador.
Killian se estremeció tan pronto como lo dijo, dándose cuenta
inmediatamente que acababa de utilizar combustible para apagar un fuego.
Como era de esperar, Deviers estallo.
—¿Fuera de rango del comunicador? —rugió, y se lanzó a una sarta de
improperios completamente nuevos.
Los equipos de comunicación imperial, son poco fiables en el mejor de
los casos, la experiencia del general acumulada a lo largo de los años, sabía
que era casi inútil en el Golgotha. De acuerdo con las tecnosacerdotes,
había profundos niveles de interferencias electromagnética por las
constantes tormentas que asediaban este mundo. El contingente del Adeptus
Mechanicus que se había unido a la misión le habían prometido una
solución en su momento, pero por ahora, las comunicaciones en cualquier
rango de más de una docena de kilómetros simplemente degeneró en
estática.
Una comunicación clara, incluso a mitad de esa distancia requirió un
gasto elevado de energía, y el contacto con la flota en órbita se mantenía a
un mínimo absoluto por pura necesidad.
Deviers estuvo maldiciendo y bramaban como un loco hasta que el
enfado paso por sí mismo de nuevo.
A pesar de las apariencias externas, era un hombre viejo, y la intensidad
de sus arrebatos rápidamente lo agotaban. Sabía que debía trabajar más
duro para controlar su temperamento. Pero en los últimos meses, sus
estallidos de cólera, eran más frecuentes. Hubo un tiempo, pensó —que
nada me alteraba—. ¿Qué había cambiado? ¿Por qué me encolerizo con
tanta frecuencia hoy en día? No puedo dejar que la presión, se apodere de
mi de este modo.
Sabía que gritar a sus comandantes de división ere la terapia pobres, y
se lograba muy poco. Tenía que apoyarse en estos hombres por encima de
todos los demás en los próximos días. Ellos le ayudarían a asegurarse su
premio, su legado, su lugar entre los grandes generales. No, gritándoles no
ayudaba nadie. Obligó a su voz a volver de nuevo a niveles normales. Diez
minutos más tarde, después de una breve revisión de las operaciones
previstas para mañana, los despidió para que puedan vestirse para el
banquete. Cuando los tres altos oficiales se levantaron y lo saludaron,
Deviers pensó brevemente en disculparse por sus improperios anteriores.
—No —se dijo a si mismo. Deja que mi ira, sea como un mensaje de
que espero que lo hagan mejor. No quiero que piensen que me estoy
ablandando.
Debilidad en cualquier forma era algo que Deviers, detestaba,
especialmente la suya.

El general dedicó una hora de sueño después de la reunión, a pesar de que


parecía que sólo habían pasado unos segundos, cuando su ayudante lo
sacudió suavemente para despertarlo, para que pudiera lavarse y vestirse
para el banquete.
Dos horas más tarde, se encontró de pie en la cabecera de una larga
mesa de madera de krell en un elegante ambiente, golpeo su copa con un
tenedor de plata y pedio a sus invitados su atención.
—Gracias a los oficiales del 18.º Ejército por acudir —comenzó,
sonriéndoles con una magnanimidad teatral—, y, por supuesto, mis otros
invitados de honor, agradezco a todos por tomarse un respiro de sus tareas,
para asistir a la cena. Esta noche, es el verdadero comienzo de nuestra
sagrada misión, y esperemos que las circunstancias lo permitan. El
emperador debe estar observándonos con orgullo, Con todos ustedes aquí
sentados, vestida tan elegantes, y tan dispuestos a completar su obra divina.
Y va a estar más orgulloso aun cuando cumplamos con nuestra misión.
Estoy seguro de que todos hemos soñaba con esta misión, y con la fama, la
gloria, que con llevaría al Grupo de Ejércitos Exolon recuperar el
legendaria Fortaleza de la arrogancia, debajo mismo de las narices de
nuestro más viejo enemigo. Nuestros descendientes van leer nuestras
hazañas con asombro. Que ninguno de los aquí presentes tenga duda de eso.
No hay una causa mayor que la que inspira al prójimo.
Echó un vistazo a las caras alrededor de la mesa, confirmando que tenía
la plena atención, de todos los invitados.
—No podríamos haber pedido una misión más gloriosa —les dijo—. He
escuchado murmullos entre los hombres, diciendo que habrían querido
unirse con el comisario Yarrick y nuestros hermanos de Cadia en
Armageddon. Esto era de esperar. Exolon es, después de todo, un ejército.
Son soldados que quieren luchar, y nuestros hombres no son diferentes.
Aprecio su entusiasmo, porque también quiero ver a nuestros hombres,
unirse a las fuerzas de Yarrick, nuestros hombres serán necesarios, más
temprano que tarde. Pero todas las cosas en su debido tiempo. Podemos
ofrecerles mucho más al completar nuestra misión. Si tenemos éxito en la
recuperación y restauración de La Fortaleza de la Arrogancia, este ejército
proporcionará a nuestros hermanos Imperiales, no sólo a los Cadianos, sino
a todos los hombres del Imperio, una fuerza renovada de propósito y
determinación que ninguna cantidad de refuerzos, podría aspirar a ofrecer.
La fortaleza es más que una compañía de tanques Baneblade, como todos
ustedes deben saber. Es el símbolo de todo lo que la Guardia significa:
fuerza y honor, valor, deber, de la inquebrantable resistencia contra los
traidores y hordas alienígenas que se esfuerzan por destruir a nuestra raza
de la faz de la galaxia. He soñado con su recuperación desde hace tiempo.
Por lo tanto, quiero que me acompañen en este brindis, todos ustedes.
Deviers espero, a que sus huéspedes les fueran rellenadas las copas de
cristal negro, con un fresco licor dorado. En su mayor parta eran oficiales
de alto rango. Sus tres comandantes de división, después de haber cambiado
sus uniformes de campo, por sus uniformes de gala más finos, todo parecía
espléndido. Los atavíos de oro en sus solapas y bolsillos en el pecho
brillaban intensamente con la luz de las lámparas del techo. Los otros
oficiales presentes eran los comandantes del regimiento de la octava
mecanizada y 12.º división de infantería pesada, algunos de ellos eran
coroneles. Algunos de los presentes no podían ocultar sus espeluznantes
cicatrices faciales, que arruinaba un poco el efecto en general.
Pero los que más destacaban, eran los tres encapuchados, con túnicas
rojas que se sentaban entre ellos: El tecnosacerdote Sennesdiar, y sus
ayudantes los tecnoadeptos Xephous y Armadron, los tres miembros más
antiguos de los Adeptus Mechanicus presente en la base Hadron.
Deviers le había parecido que lo más correcto era invitarlos,
absolutamente convencido de que no iban a asistir. El decoro había vuelto
contra él, sin embargo, ya que los tres habían aceptado la invitación.
Todavía no podía entender por qué. Le habían dicho expresamente que no
serían capaces de comer la comida de su chef les prepararía. Uno de ellos,
el perpetuamente silencioso Armadron, parecía carecer de cualquier cosa
que se aproximase a una boca funcional. Por lo que Deviers, pudo
vislumbrar, por debajo de la capucha roja, parecía que toda la cabeza del
adepto, era totalmente de acero sin ningún rasgo distintivo, solamente tenía
un único ojo verde brillante. En términos de estética, los otros dos no eran
mucho mejores.
Sennesdiar, era el que tenía la clasificación más alta de los tres, a pesar
de su túnica sin marcas distintivas de su rango. También era lo que más
espacio ocupaba en la habitación, su deforme volumen, era casi el doble de
la masa de cualquier otra persona presente. Sus ropas estaban agujereadas
en toda su espalda, lo que permitía, a una serie de extraños apéndices, caer
hasta el suelo donde se enrolladas alrededor de las patas de la silla, sus
segmentos metálicos relucían a la luz de las lámparas. El rostro de
Sennesdiar, lo poco que se podía vislumbrar por debajo de la capucha era
grotesco, una carne pálida y sin irrigación sanguina, en algunos lugares,
colgajos de piel que se mantenían únicos a su cuerpo con grapas de acero, y
su pequeña boca era un corte sin labios que le recordaba a Deviers, una
herida de un cuchillo. El efecto fue una máscara que se burlaba de los
rasgos humanos.
El último de los tres, Xephous, no era mejor. En cierto modo, era en
realidad era el peor, por sus complejas mandíbulas y los receptores visuales
le daban el aspecto de una pesadilla parecida a un cangrejo biomecánico, y
los sonidos chasquido metálicos intermitentes que salían de su cuerpo,
añadían más credibilidad a esa idea.
Por el Trono Dorado de Terra, pensó Deviers, entre los tres, eran
suficientes para arruinarle el apetito a cualquier hombre.
Los huéspedes más humanos habían llenado sus copas y estaban
empujando su silla hacía atrás para ponerse de pie para el brindis del
general.
Deviers volvió sus ojos, los adeptos del dios máquina, y se alegró de
que el siempre atento Gruber, lo hubiera sentado en el otro extremo de la
mesa. Mucho más cercanos y, por suerte, mucho más fáciles de tratar, eran
el Obispo Augusto y el alto comisario Morten.
El obispo, sentado a la derecha inmediata del general, era un hombre
alto, de delgado esqueleto de aproximadamente de setenta años, con una
prodigiosa nariz larga. Su piel bronceada brillaba untada con los aceites más
costosos y estaba ricamente perfumado, y las piedras preciosas brillaban de
los anillos que adornaban cada uno de sus dedos largos. Al igual que los
tecnosacerdote, el obispo Augusto llevaba ropas voluminosas, aunque eran
de un blanco deslumbrante, que simboliza la pureza espiritual más allá de la
comprensión del menor de los hombres.
—Eso le valía una sonrisa —pensó Deviers. Si los rumores sobre el
obispo eran ciertos, no era para nada puro. En Cadia, habría sido ejecutado
en público por sus poco ortodoxas inclinaciones, pero, tal vez pensó
Deviers, los rumores eran exactamente eso: rumores ociosos. El obispo era
un buen conversador, y ya se había ganado las sonrisas y risas de un gran
número de sus oficiales, que habían escuchado atentamente sus anécdotas
antes de sentarse alrededor de la mesa. Fue mucho más que se podía decir
de sus homólogos de Marte.
El alto comisario, sentado en la izquierda inmediata del general, fue una
figura notable, claramente con sangre noble en sus venas, vestido
impecablemente con su túnica de oro trenzado y su camisa de seda negra.
Morten quizá era el único presente, cuyas características, se podían
comparar con el mayor general Bergen, quien Deviers siempre pensaba, que
había salido como directamente de un cartel de reclutamiento.
Como no era adecuado, el alto comisario Morten había prescindido de
su gorra rígida, mientras estaba en la mesa, pero era imposible mirarlo sin
ver el fantasma de su gorra de comisario de que todavía se alzaba con
firmeza en su cabeza. En opinión de Deviers, era la quintaesencia del
funcionario político. Inquebrantable y totalmente inflexible en su deber,
había servido con el 18.ª Grupo de Ejército en los últimos once años y,
aunque él y Deviers nunca habían tenido algo que se pudiera llamar
amistad, el general disfrutaba del respeto profesional del comisario y el
comisario se lo devolvió con creces.
La ausencia de una amistad era una gran pérdida. Después de todo,
Deviers, pensaba, que se debía tener cuidado con los comisarios.
Todos sus invitados se encontraban ahora, mirándole a él, con las copas
llenas y en la mano. Deviers levantó su brazo por encima él, con su copa
llena, y se tomó un respiro, y proyecta su voz.
—¡Por el éxito, señores! —gritó—. ¡Por el éxito y la victoria!
—¡Por el éxito y la victoria! —respondieron con fervor sus invitados.
Con la excepción de los adoradores del dios máquina, cada uno de sus
huéspedes, levantaron su copas y bebieron. Cuando terminaron, Deviers les
hizo un gesto para que tomaran sus asientos, con una amplia sonrisa.
Míralos, pensó Deviers, están comiendo de mi mano. Para mi éxito y mi
victoria, y de hecho, para la inmortalidad, porque yo tendré toda la gloria
que busco. Y el Trono no ayuda a ningún hijo de puta que se interponga en
mi gloria.

El general Gerard Bergen miró su plato con absoluta repugnancia. ¿Qué


diablos era esa abominación? El inicio había sido bastante malo, cangrejo
refrigerado con ormin y caprium, que había hecho que el estómago se le
revolviera, aunque los otros huéspedes del general parecían estar
disfrutando muchísimo a juzgar por sus elogios para el cocinero personal
del general. Ahora los viejos servidores del general trajeron el plato
principal, montañas de carne de color rojo oscuro que parecían
peligrosamente mal cocinada.
—El corazón de un uro ligeramente tostado relleno de gelatina de
hígado de grox —le anunció el ayudante del general, Gruber, que se colocó
a su derecha.
Murmullos de agradecimiento se oyeron por toda la cuadro, pero
Bergen examino el corazón de su plato, como si se tratara de una forma de
vida alienígena. Se quedo sentando. Esperando que la falsa expresión de
placer de su rostro, fuera suficiente para engañar al general. Miró la mesa
involuntariamente e inmediatamente deseó no haberlo hecho. Deviers le
estaba llamaron la atención. Bergen hizo un esfuerzo extra en su sonrisa
artificial y vio el anciano sonreírle de nuevo, y acto seguido volvió su
atención hacía la comida.
Tal vez sepa mejor de lo que parecía, pensó, pero lo dudo.
Bergen se consideraba un hombre con los pies en la tierra para alguien
de su clase y rango, era, de hecho, lo que más le gusta de sí mismo, y
requería esfuerzo por su parte mantener las sutilezas sociales tan
importantes para su posición en las altas esferas clasistas de la Guardia
Imperial.
Ya fuera en el campo de batalla o fuera de él, le gustaba vivir como lo
hacían sus hombres, comía de raciones estándar de los soldados y dormía en
un saco de dormir estándar, se lavaba y afeitaba tan poco o tan a menudo
como sus hombres podían. Este tipo de cosas le permitían una mejor
comprensión de la situación de sus tropas, de lo lejos que podían llegar,
antes de que comenzaran agotarse. Esta información era fundamental para
un buen comandante. Algunos de los oficiales de la vieja escuela, algunos
de los coroneles y mayores sentados a su alrededor tal vez, hacían lo mismo
que él, pero estaban en minoría. Los Comandantes de regimiento de Bergen,
Vinnemann, Marrenburg y Graves, se habían permitido abstenerse de asistir
a la cena, para poder continuar con sus preparativos para el despliegue, una
concesión que Bergen envidiada. Deviers no le habían dado esa opción. El
anciano había sido firme en que todos sus comandantes de división
asistieran.
Levantando la cubertería, Bergen comenzó a cortar trozos pequeños del
corazón. Pincho un trozo con su tenedor y se lo llevo hacía su boca. La
textura era muy desagradable, pero se vio obligado a admitir que sabía
mucho mejor de lo que parecía.
Mientras que los huéspedes del general se concentraron en el plato
principal, el nivel de la conversación cayó, sofocado por los esfuerzos de
cortar y masticar, y de acompañar cada bocado, con un sorbo de amasec.
Pero no pasó mucho tiempo hasta que la mayoría de las platos estuvieron
vacíos salvo algunas manchas de salsa en cada uno, y una multitud de
servidores emergió de los pasillos laterales para retirarlos.
Bergen se sentó en silencio y miró a los demás interactuar. Su estómago
amenazaba con rebelarse en su contra.
El Obispo Augusto se limpió las comisuras de la boca con una servilleta
de seda blanca y dijo:
—Exquisito, general, pero bastante cruel. No parece apropiada como
una comida de aclimatación. No creo que Golgotha nos ofrezca nada tan
delicioso y refinado.
El general Deviers se giro hacía el obispo, y hizo un gesto hacía el
tecnosacerdote Sennesdiar.
—Los adeptus mechanicus —dijo—, me dicen que la mayoría de la
vida animal y vegetal de este mundo es fatal si se ingiere. ¿No es así,
Sennesdiar?
La voz estridente que le respondió fue como un altavoz con el volumen
demasiado alto. Como la mayoría de los comensales, Bergen se estremeció.
—Si el general me permite —tronó el tecnosacerdote, con cada palabra
átona y dura— la probabilidad de muerte dependería de la cantidad y tipo
de materia ingerido, el peso corporal y la constitución de la persona de que
se trate, la disponibilidad y la calidad de la asistencia médica.
De izquierda a derecha de Bergen, a unos asientos más abajo en la tabla,
el tecnoadepto Xephous emitió un repentino estallido de ruidos de alta
frecuencia, como el producido por las uñas arañando una pizarra. Su
superior, inmediatamente respondió con una explosión sónica condensada
similar. Bergen sabía que los tecnosacerdotes se comunicaban en el binario,
el antiguo lenguaje del dios-máquina. Cuando Sennesdiar volvió a hablar en
gótico, un momento después, volvió a hablar con el tono adecuado.
—Mis disculpas, señores. Mi adepto me ha informa que mi
configuración vocal pueden haberles causó algunas molestias. ¿Es este
ajuste aceptable?
—Una gran mejoría, sacerdote —dijo el general Deviers.
—Entonces voy a seguir enumerando las variables relacionadas con la
cuestión de la toxicidad en…
Deviers levantó una mano y interrumpió al tecnosacerdote a mitad de la
frase.
—Gracias, Sennesdiar, pero que no será necesario. Un simple sí o no
hubiera sido suficiente.
—No es un asunto sencillo —dijo el técnosacerdote—. Mis acólitos-
logicos han compilado datos sobre este tema. Tenemos una cantidad
significativa de datos relevantes.
—Supongo que seria muy interesante —dijo Deviers, guiñándole un ojo
Obispo Augusto—, pero prefiero que se limite a avisarme si estoy a punto
de morder algo que no debería.
No tendrías que morder más de lo que pueda masticar, pensó Bergen
automáticamente.
—En realidad —continuó el general Deviers, ignorando al
tecnosacerdote—, me gustaría escuchar los pensamientos del comisario de
este amasec. Que el Comodoro Galbraithe nos donó gentilmente unas
dieciocho botellas, para nuestra pequeña celebración. Es una pena que no
pueda compartirlo con nosotros en persona.
—¿No ha podido? —preguntó el general Rennkamp bruscamente—. ¿O
no ha querido? He oído que el comodoro, no ha salido de su nave desde
hace veinte años. Se necesitaría una orden directa de los Altos Señores de
terra para sacarlo de la estrella Helicon.
Hubo un murmullo de risas corteses.
—Una gran nave —murmuró un coronel cerca de Bergen. Fue von
Holden, uno de los hombres de Rennkamp, comandante del 259.º
Regimiento Mecanizado. Bergen se sorprendió un poco. En privado
admiraba a los dos cruceros pesados de la flota de combate, pero era muy
copo habitual, oír a un soldado de tierra, alabando a una nave de la armada
en voz alta. Había tensiones entre la guardia imperial, y la armada, eran
continuas, por la prolongación de suspicacias que se remontaba hasta la Era
de la Apostasía y más allá.
En el extremo superior de la mesa, el alto comisario Morten estaba
respondiendo al general.
—Un muy buen anasec, señor. El comodoro es muy generoso. Tienen
que ser muy caros. Tiene un cierto aroma a cítricos de calidad. Que nos dice
la intención del comodoro con su regalo…
—¿Qué intención? —preguntó el obispo Augusto.
—Nos indica su origen, su gracia —dijo Morten—. Este amasec
particular, se produce exclusivamente en las destilerías la prefectura de
Jaldyne en Terrax Secundus. Muy raro fuera de la Ultima segmentum.
—Sorprendente —dijo un Deviers animado.
Obispo Augusto tenía el ceño fruncido.
—Me temo que todavía no veo la conexión.
—Los Regimientos de Terrax y Cadia lucharon codo a codo en esta
misma meseta en la última guerra —respondió el alto comisario—. Juntos,
pudieron comprar el tiempo necesario para que el comisario Yarrick y su
personal de mando necesitaban para escapar de la superficie del planeta.
Los orkos invadieron esta misma meseta poco después de que se elevara la
lanzadera de Yarrick. Creo que hay varios libros de divulgación publicados
sobre la batalla…
Un momento de silencio cayó sobre la mesa como los oficiales
murmuraron una breve oración por los caídos. Fue el General de Killian que
rompió el hechizo.
—No creo que ninguno de los presentes haya leído Michelos —dijo—.
He visto algunos de mis soldados con sus narices en las copias hechas
jirones.
—¿Por lo enseñó a sus soldados a leer, Killian? —dijo Bergen con una
sonrisa.
Killian se rio con ganas, ahuyentando el ánimo sombrío, que había
caído momentáneamente en la tabla. Pero el general Deviers tosió
fuertemente con su mano, y corto las risas como si lo hubiera echo con un
cuchillo. La expresión del rostro del general envió un claro mensaje: no es
el momento, ni es el lugar.
Muy bien, pensó Bergen. Es su espectáculo.
Alto Comisario Morten se inclinó hacía delante, con los ojos azules
fijos en Killian, y dijo.
—No estoy seguro de que tendría que haberlos denunciado, general de
división. —Al ver la cara enrojecía de Killian, añadió—. La lectura por
parte de los soldados de Michelos es muy grave. Su obra es una inclinación
muy fatalista. No es material adecuado para las tropas de primera línea. Y
un terrible material de reclutamiento, también. La forma en que se refiere al
servicio en la Guardia como «la picadora de carne». Si fuera por mí,
prohibiría el texto, y castigando su lectura con el artículo seis.
Bergen resistió el impulso de mirarlo a los ojos. La pena que indicaba el
articulo seis, casi siempre significaban el látigo. Le parecía demasiado, para
leer un poco de poesía, pensó.
—Vamos, comisario —dijo Rennkamp—. ¿No es muy popular entre los
civiles?
—¿Los civiles? —dijo Morten—. No lo creo. Por lo que se siguen
prefiriendo, para su entretenimiento, textos llenos de sexo y héroes
imbatibles.
—¿Qué tiene en contra de los héroes imbatibles? —preguntó Killian,
sonriendo—. Me gusta pensar que en esta mesa, hay al menos uno.
—Voy a brindar por eso —dijo el general Deviers levantando su copa.
Su ayudante, Gruber, apareció de nuevo por la puerta lateral, se dirigió a
la parte derecha de la silla del general y, con una voz profunda y sonora,
anunció el postre: macedonia de frutas exóticas confitadas, y cafeína, para
aquellos que la quisieran.
Bergen reprimió un gemido. No podía comer más, ya estaba lleno, pero
no podía elegir. El decoro tenia duras exigencias. Dudaba que pudiera
negarse a comerse la fruta azucarada. El general se había tomado unos
cuantos vasos de amasec, pero sus ojos estaban en esos momentos
concentrados en la nada. A Bergen se le había cruzado en la mente de que
todo el evento podía haber sido orquestado para servir a un doble propósito.
No dudaba de que el general Deviers deseaba celebrar un banquete, pero
también era voraz cuando quería que le prestaran atención y respeto, pero
no le habría sorprendido si el anciano también estaba usando el banquete
como una oportunidad para medir el estado de ánimo entre sus oficiales y
para acabar con los potenciales alborotadores. No era un método muy
original. Uno de los comandantes de división tendría que reemplazar al
general un día u otro. Bergen sabía que Rennkamp era muy deseoso de
aprovechar la oportunidad si surgía. No estaba tan seguro de Killian. El
amasec fluía y la sala se llenó con charlas, y era fácil bajar la guardia,
confiando en que todos estuvieran igualmente arrastrados por el candor.
Bergen había tenido cuidado de beber lentamente, consciente de que
dirigiría a sus tropas antes del amanecer. Ahora, se alegraba de ella, ya que
el viejo general, les estaba mirando a todos ellos como un halcón.
Maldito viejo bastardo, pensó. Millones de nuestros hermanos
Cadianos muertos y moribundos en la Tercera Guerra de Armageddon, y
aquí celebrándolo en un mundo infestado de pieles verdes. ¿Qué estaba
pasado? Hubo un tiempo en que miraba al general, y lo veía sólido como
una roca. No era el mismo hombre, ahora. Es como si alguna especie de
pánico o paranoia se hubiera apoderado de su cerebro. Ya no puedo soportar
en lo que se estaba convertido.
Clavó el tenedor de postre, y poco a poco, mecánicamente lo fue
masticando y ingiriéndolo, sin saborearlo en absoluto.
Al menos mañana, estaría fuera de la sombra del general de nuevo.
Al menos había un hombre que entendía, esta celebración, pensó el general
Deviers. El buen oficial, Gerard Bergen. Míralo, tomándose el anasec con
cuidado, consciente de que mañana, sería un día duro y habría mucha
presión sobre su persona. No como otros de sus oficiales. Maldita sea, pero
Bergen me gusta. Me recuerda a mi mismo.
Bien el amasec del Comodoro Galbraithe estaba haciendo realmente un
buen trabajo duro. Sentía su cabeza, ligera como el aire y tenía un agradable
entumecimiento de sus músculos. Estaba sudoroso, un poco mareado, y
sumamente satisfecho con la forma en la noche había transcurrido.
Gruber había regresado a su lado, y se inclino, y le susurro la hora que
era. Él bueno de Gruber, hizo lo que le dijo, sin hacer preguntas, y se
encargó de todos los detallas, incluso de las cosas más desagradables.
Deviers se levanto tambaleándose y se dirigió a sus huéspedes por
última vez esa noche.
—Señores —dijo— mi ayudante me dice que ya es tarde y, como
ustedes saben, el 10.ª División Acorazada iniciara mañana, una ofensiva
para asegurar el primero de nuestros puntos de referencia. El General de
División Bergen ya debería estar durmiendo y me atrevo a decir que el resto
de ustedes, también necesitan su parte de la belleza de dormir, pero tengo
unas pocas palabras, antes de poderlos dispersar.
Sus invitados volvieron la cabeza hacía él.
—La operación Tormenta ha tenido un comienzo favorable. He
disfrutado a fondo de su compañía esta noche y os doy las gracias por
ayudarme a celebrar esta ocasión, de un modo tan loable. —Sus ojos se
posaron por un momento en cada uno de ellos, y asintió con la cabeza de
acuerdo con sus propias palabras cuando dijo—: Tenemos por delante un
negocio peligroso. Los sucios orkos no van a hacérnoslo nada fácil. No hay
nada que les guste más de una pelea, y van a venir por millones una vez que
sepan que el imperio a regresado a este lugar. Pronto, nuestro general
Bergen aquí presente, les va a derrotar en casi cuarenta años, y habrá
muchas más derrotas, ¡por el Trono! Haremos que esos bastardos sufran. Es
hora de recordarles el poder del imperio.
—¡Eso, eso! —gritó uno de los coroneles de Killian, lo que le valió una
amplia sonrisa por parte del general.
Algunos de los otros oficiales levantaron sus copas.
—Sí —dijo Deviers—, levanten sus copas, todos ustedes. Para un
brindis final.
Alrededor de la mesa, los cuellos de altos decantadores chocaron contra
las copas. Cada invitado se levantó de su asiento, unos mejor que los otros.
—Que el consejo del emperador del Santísimo Ministorum, que nuestra
fe se mantenga fuerte —dijo mientras se giraba hacía el obispo Augusto.
El obispo asintió con sinceridad, como si él personalmente se
comprometiera en ello.
—Ave Imperator —respondió a los comensales alrededor de la mesa.
—Que la inflexible vigilancia de los comisarios incansables, nuestros
corazones nunca tengan dudas —dijo volviéndose hacía el Alto Comisario
Morten.
Morten inclinó la cabeza en reconocimiento.
—Ave Imperator.
El general hizo un gesto a cada uno de los tecnosacerdotes, a la vez, que
levantaba su copa.
—Que la sabiduría y dominio científico del Adeptus Mechanicus, que
nuestras armas ardan ferozmente y que nuestros motores nos lleven a la
victoria.
—Ave Imperator —dijeron los oficiales, pero los tecnosacerdotes
respondieron—. Ave Omnissiah —y Deviers oyó como el Obispo Augusto
murmuraba una maldición tranquila en voz baja.
—¡Por el Trono! —continuó el General—. Incluso la Armada está
haciendo su parte.
Algunos de los coroneles y mayores gruñeron una breve desaprobación.
—Ahora bien, vosotros los oficiales —les reprendió Deviers, sin dejar
de sonreír—. El Comodoro Galbraithe nos envía su mejor licor y me ha
prometido un ala de apoyo cercano de Vulcans, una vez nuestros hangares
están acabados. No podía excluirlo de mis agradecimientos.
—¿No podemos también levantar nuestras copas por el general Bergen?
—preguntó el Alto Comisario Morten.
—Que la mejor de las suertes le acompañen, en su asalto a Karavassa.
Los orcos se derrumbarán ante usted y el poder de sus tanques —dijo
girándose hacía Bergen a lo largo de la mesa.
—¡Eso, eso! —clamaron los otros oficiales ruidosamente.
—Gracias, alto comisario —dijo Bergen—. Confío en que mi división
este a la altura de las expectativas del general.
El Obispo Augusto levantó su vaso en dirección a Bergen y dijo:
—Que la luz de toda la humanidad velará por usted y por todos sus
hombres, concediéndole una gran victoria en Su Nombre. Usted va con las
bendiciones del Santísimo Ministorum.
—El Emperador protege —dijo Deviers bruscamente, irritado de que el
alto comisario se hubiera apropiado de su brindis.
—El Emperador protege —corearon los invitados, y en conjunto, con la
excepción de las tecnosacerdotes, que como siempre, drenaron de sus
copas. A una señal de Gruber, los servidores del general surgieron desde el
lado corredor de nuevo para retirar las sillas alrededor de la mesa, lo que
indicaba el fin de la velada del general.
Mientras los invitados comenzaron a salir por las grandes puertas dobles
de la sala, se iban despidiéndose de Deviers con una inclinación de cabeza.
Deviers escucho al tecnosacerdote Sennesdiar abordar al general
Bergen.
—Calculé mal la probabilidades, sobre su presencia esta noche, general
de división —dijo Sennesdiar—. ¿Están completos los preparativos?
¿Puedo suponer que sus ingenieros están funcionando de manera óptima?
—Están realizando su trabajo a la perfección —respondió Bergen—. En
cuanto a mi asistencia, el general insistió. Tal vez trataba de distraer mi
mente. Pensar demasiado no es siempre es bienvenido el día antes de la
culminación.
—Adrenalina —dijo el tecnoadepto Armadron.
—¿Perdón? No le acabo de entender —dijo Bergen.
—También está la epinefrina —dijo el tecnoadepto Xephous—. La
afirmación de Armadron es correcta. Estudios en soldados demuestran altos
niveles de ambas hormonas antes de entrar en combate contra el enemigo.
Se pueden inhibir extirpando secciones del cerebro. Nuestras legiones de
Skitarii no experimentan ese problema.
—Ese debe ser una gran consuelo para ellos —los interrumpió
secamente el Obispo Augusto, que estaba rondando cerca.
El Tecnosacerdote Sennesdiar volvió la cabeza encapuchada para mirar
al hombre del Ministorum.
—Su confort es irrelevante, sacerdote. Su eficacia no es…
El general Deviers vio la cara del obispo y se movió rápidamente para
intervenir. Antes de que el obispo, pudiera responder y empeorar las cosas,
agarró la mano del obispo y le dijo:
—Fue un gran honor, su asistencia esta noche, excelencia. Espero que lo
haya disfrutado tanto como yo lo he echo. Recuerde, que si necesita algo de
mi, puede ponerse en contacto con mi ayudante, Gruber. Mi ayudante me
avisará si requiere de mi atención.
El Obispo Augusto se quedó boquiabierto por un momento, y luego en
un tono aún afilado y con desagrado dijo:
—Es muy amable, general. No lo olvidaré. Y felicidades una vez más
por este gran banquete tal. Esperare con interés el próximo, que será para
celebrar el éxito de su misión, espero que la lista de invitados es un poco
más exclusiva…
Lanzando una última mirada de desprecio a las tecnosacerdotes, el
obispo levantó el dobladillo de su vestido del suelo y salió de la habitación.
Una serie de oficiales se acerco para saludar al general y darle las gracias.
Sin más discursos, los tecnosacerdotes, aprovecharon la oportunidad para
salir.
Cuando los otros oficiales se retiraron, Deviers llamo la atención de
Bergen, cuando estaba a punto de retirarse.
De pie, Deviers se encontró al mismo nivel de los ojos con el su joven
general. Al igual que el general, Bergen era más alto que la mayoría de
Cadianos. Era más pesado, y más musculoso que el general, pero entonces,
era cuarenta años más joven que Daviers. Los tratamientos del
rejuvenecimiento, parecían de la misma edad aproximadamente. Cara a
cara, Deviers observó como era la piel del Bergen era más suave y más
fuerte que la suya. A veces, cuando el general se despertaba en las primeras
horas de la mañana por la necesidad de hacer sus necesidades, se
encontraba su reflejo en un espejo y exclamaba, sorprendido de que en su
rostro, pudiera vérsele el cráneo, según la iluminación. Sabía que todas las
técnicas de rejuveneciendo en la galaxia no detendrían su envejecimiento
para siempre.
—¿Cuánto tiempo le queda para lograr su sueño?
—Unas palabras antes de que se retire —dijo Deviers—. Sólo quería
desearte el mejor en la próxima batalla.
Bergen miró hacía atrás en él, y por un segundo, Deviers se sintió como
si hubiera entrado en algún tipo de concurso de miradas. Fue un momento
extraño, pero luego habló Bergen, y cualquiera que fuera la causa de que
mirada, desapareció en la nada.
—Se lo agradezco, señor —dijo Bergen—. Pero la suerte está
sobrevalorada. Nunca me ha gustado mucho confiar en la suerte.
Deviers asintió.
—No se preocupe. Todos vamos a salir de esto como héroes.
Deviers vaciló, tratando de mantener el control sobre los pensamientos
que cruzaban en su cabeza. El Amasec del comodoro era más fuerte de lo
que esperaba. Era difícil de poner en orden las cosas que quería decir. Era
un raro momento de franqueza inducido por el alcohol, que le insistió en
decir:
—Sabe, Gerard, mi línea… mi línea de sangre, Quiero decir que
termina conmigo. Quizás se lo haya mencionado a usted antes.
En el rostro de Bergen, se reflejaba su desconcierto.
—Si no he engendrado a ningún hijo. No es porque no lo haya
intentado, por el trono, pero mi semilla es tan clara como el agua, por lo que
los expertos me han dicho.
—¿Esta seguro de que es de mi incumbencia, señor? —dijo Bergen.
Fue el tono frío con el que fueron pronunciadas, más que las palabras
mismas, lo que sorprendido a Deviers. Pero recuperó rápidamente, sin
embargo, cogió a Bergen por el brazo y dijo:
—Supongo que no, Gerard. Sólo quería que lo entendiera. Un hombre
debe dejar su huella en el Imperio. La historia me tiene que recordar. He
dado toda mi vida al servicio del emperador.
Bergen le devolvió la mirada en silencio por segundo.
—Es lo que queremos todos, señor.
Deviers asintió.
—Sí, por supuesto. Todos los hombres luchan por ello, mi grupo del
ejército 18.º lo están demostrando. Son grandes hombres.
—Son grandes hombres, señor —dijo Bergen—. Ha veces pienso, que
no estamos a su altura.
Deviers no pudo explicar por qué, pero esas palabras le golpearon como
una bofetada en la cara. Se quedó boquiabierto durante un momento, sin
saber cómo responder. Bergen no le dio la oportunidad.
—Con su permiso, señor —dijo—. Debería descansar un poco antes de
dirigir mi división hacía el frente. Quiero estar preparado cuando nos
encontramos con el enemigo.
—Permiso concedido —respondió Deviers.
Bergen chasqueó los tacones de las botas junto y saludo a Deviers.
Entonces Bergen se volvió bruscamente, y salió de la habitación.
Deviers lo vio alejarse. Durante unos minutos, se quedó a solas en
silencio, pensando en las palabras del general Bergen.
CUATRO

Después de la cena el general Bergen, salió al exterior, para encontrarse con


su ayudante, Katz, esperándole en el asiento del conductor de un coche
personal, listo para llevarlo de regreso a sus aposentos. A pesar de la hora y
del hecho, que tenía que dirigir toda su división antes del amanecer, Bergen
no tenía ganas de retirarse todavía, y saludó Katz, y le ordeno que se
retirada diciéndole que regresaría a pie, dando un corto paseo.
A pesar de haber limitado su consumo al mínimo educado, el fuerte
amasec del Comodoro Galbraithe le había entumecido los dedos, y sintió la
necesidad de caminar, para que le diera el aire. Su estómago se sentía
incómodamente lleno y su mente no descansaba inundada de pensamientos
conflictivos. Sabía que el sueño no vendría fácilmente. Una corta caminata
por el exterior, incluso el aire contaminado con el olor a azufre, le haría
bien.
Caminó sin un destino específico en mente, manteniendo a las zonas
donde el terreno era menos transitado y con poca Luz, llegando en poco
tiempo a la sección sur de la base. Esta no era la primera vez que Bergen
había sido enviado a combatir a una región desértica, y esperaba que la
temperatura se redujera por la noche, como hacía a menudo en los desiertos
había visitado en otros mundos. Pero la nubosidad constante de Golgotha
atrapaba el calor en la atmósfera inferior que tardaba muchas horas en
disiparse, y se desabrochó la chaqueta y el cuello de la camisa mientras
caminaba.
Al doblar la esquina de un barracón prefabricada, casi tropezó con un
escuadrón de soldados de infantería en su camino hacía sus tiendas. Se
detuvieron a saludarle con elegancia, aunque el color de sus boinas le
dijeron que no eran de su división. Él les devolvió el saludo sin perder el
paso, observándolos distraídamente pensando que mirase donde mirase
había soldados. No hay nada extraño en eso, por supuesto. Había cerca de
treinta mil hombres en la Base Hadron: dos divisiones de infantería, además
de su propia división de blindados, cada uno a aproximadamente de diez
mil hombres cada una, sin contar las pérdidas sufridas por los módulos de
aterrizaje, y que había dejado fuera de combate, a hombres esenciales para
las operaciones básicas.
Treinta mil, decidió, era una estimación conservadora. Apretado en el
poco espacio entre los elevados muros, parecían un gran número, una fuerza
militar imparable, pero Bergen sabía que no era nada de eso. A pesar de las
dificultades inherentes en la exploración de la superficie del planeta, los
pocos datos sugerían que Golgotha todavía hervía con enemigos. Las pocas
naves exploradoras, que habían regresado con seguridad habían demostrado
que las regiones más templadas del norte y del sur del desierto estaban
salpicadas de grandes asentamientos orkos. Incluso ahora, el pensamiento
de Bergen, era que grandes legiones de orkos podrían estar compitiendo en
la oscuridad, cruzando las arenas abiertas hacía la meseta siguiendo los
informes de luces en el cielo, sobre la promesa de que habría una batalla
sangrienta, y pensaba que los malditos pieles verdes eran una plaga para la
galaxia.
Llegó al pie de la muralla sur y comenzó a subir por una escalera
zigzagueante que llevaban a las almenas.
Había una plataforma elevadora dentro de la torre más cercana, pero
optó por subir por con sus propios fuerzas, conscientes del exceso de
calorías, que el general Deviers le había forzado a ingerir. Mientras
ascendía paso a paso, disfruto del ritmo constante del ejercicio, sus
pensamientos se centraron en los orkos de Golgotha.
Habían tenido treinta y ocho años para expandirse por todo el planeta,
convirtiendo todos los restos capturados o abandonados de la tecnología
Imperial, para sus necesidades. Incluso teniendo en cuenta las hordas sin
precedentes que habían salido de este mundo, hacía los sistemas que los
rodean para unirse a las incursiones a otros planetas imperiales,
literalmente, podría haber millones de orcos todavía presentes, tal vez miles
de millones.
¿Quién podría decir con certeza cuántos orkos había en el planeta?
Y no tenían nada que hacer contra tales números y cualquier persona
que dijera lo contrario o era un hombre con el cerebro adoctrinado, un loco,
o ambas cosas. A pesar del gran discurso del general, sobre la importancia
de la misión, Bergen todavía compartía las esperanzas más fervientes de sus
hombres que todo terminaría pronto, antes que que los orkos se movilizaran
en grandes números, y para que pudieran unirse a la lucha en Armageddon.
Esa era una lucha digna de su división blindada, porque si Armageddon
caía, la santa Terra, cuna sagrada de la humanidad, estaría bajo amenaza
directa por primera vez desde que el emperador divino había caminado bajo
las estrellas.
Podría ser el mayor peligro para la preservación del Imperio en estos
tiempos oscuros.
Cuando Bergen llegó a la cima de las escaleras, respiraba con dificultad,
con la frente empapada de sudor y sus cuádriceps doliéndole, se detuvo y se
volvió para mirar hacía abajo en la base de Hadron. Era bastante algo,
espectacular. Se sentó a contemplar una isla de luz en un mar de oscuridad
absoluta. Su mirada se cruzó con el pequeño campo de aviación en el
distrito noreste, con sus hangares a punto de terminarse, a la espera de la
llegada de los Artillados Vulcan que el comodoro les había prometido. Al
sur de los hangares, decenas de torres de agua y silos de almacenamiento
estaban apretados en ordenadas filas. Al lado este, junto a una de las
grandes puertas reforzadas de la base, estaban los talleres y los estacionados
vehículos. La zona estaba bien iluminada y llena de ingenieros vestidos de
rojo, muy ocupados revisando filas y filas de transportes y de máquinas de
guerra. Había cientos de hombres con uniformes de color óxido, también:
soldados de las cuadrillas de apoyo, abasteciendo de municiones,
suministros y combustible a los vehículos, trabajando duro en contrarreloj.
Grandes camiones del modelo 36, siempre fiables, estaban siendo colocados
en posición, para que los suministros y combustible pudieran ser izados en
la parte trasera destinada a la carga. Decenas de bípedos sentinels estaban
en cuclillas, para permitir la lubricación y los últimos chequeos de las
armas.
Para Bergen, todo esto fue una hermosa vista, algo que apreciaba cada
vez que lo veía, y se quedó mirando, inmóvil, durante unos largos minutos.
Se sentía afortunado, de muchos modos, por ser el hombre que a los seis
años de edad, en que su madre le había explicado su destino, que estaba
destinado, a ser un guardia imperial, la Guardia Imperial era el único que
había dado un verdadero sentido a su vida. Fue la Guardia la que le había
dado forma y lo había defino.
Se apartó de su punto de vista de la base y se trasladó al parapeto,
mirando hacía la negra noche. A su izquierda, filas de cañones basilisk
estaban en silencio, sus máquinas espíritus descansaban hasta ser llamados
para masacrar al enemigo a largo alcance. Algunos de las dotaciones de los
cañones estaban ausentes, durmiendo en sus cuarteles o a la espera, muy
probablemente. Esperando que las sirenas les llamaran para regresar a sus
puestos en caso de un ataque. Otros equipos tenían que permanecer de
guardia. Sentados al lado de sus armas, fumando, jugando a las cartas,
algunos de ellos estarían afilando cuchillos o practicar el combate cuerpo a
cuerpo, con sus semejantes. Otros se moverían en parejas a lo largo de los
parapetos, los hombres de guardia que estuvieran de patrulla, levantarían
ocasionalmente los magnoculars de visión nocturna y luego los dejarían
caer de nuevo. No había nada que ver en el exterior.
Sonaron pasos detrás de Bergen y se volvió a encontrarse con un
soldado desaliñado mirándole, con una taza, y un recipiente
presumiblemente con cafeína en las manos.
—¿Un poco de cafeína caliente, señor? —preguntó el soldado con cierto
nerviosismo, mirando los brillantes glifos dorados del cuello de Bergen y
las bandas de la manga.
Bergen sonrió.
—¿Estás seguro de que esta caliente, hijo? —le preguntó—. No veo que
este saliendo vapor de la tapa abierta del recipiente.
El soldado asintió con seriedad.
—Mi sargento dice que es por la presión atmosférica, señor. El sargento
nos comunico que si salía vapor de la cafeína, que necesitaríamos atención
medica por quemaduras si no la bebiéramos de vapor. No sé muy bien el
porqué, pero voy asegurarme de no quemarme, señor. El sargento ya nos ha
advertido de los castigos, por no obedecer sus recomendaciones.
Bergen sonrió, pero rechazó la taza de cafeína de todos modos. Un poco
más de cafeína esta noche y no dormiría en absoluto.
—¿Cuál es su nombre y su unidad, hijo? —le preguntó.
—Ritter, señor. Dos-uno-cinco-tres-cinco. Estoy con el 88.º de Artillería
de Feros.
—¿Así que estas son tus cañones? —dijo Bergen, señalando con el
pulgar por encima del hombro.
El pequeño soldado le miró orgulloso.
—Por supuesto, señor. Son los mejores. Espero entrar en la dotación de
alguno de ellos algún día, en estos momentos estoy en una unidad de apoyo,
sin embargo.
—No está tan mal, soldado —dijo Bergen, mirándole—. Tendrías que
estar orgulloso de tus tareas, son una parte vital del regimiento, para esta
operación.
—Supongo que sí, señor —dijo Ritter—. Quiero decir, que sólo voy
donde el regimiento va. Mientras este junto con mis compañeros, no me
importa dónde. El aire huele un poco mal, sin embargo. Y… bueno, no hay
mujeres, excepto las enfermeras del Medicae. Y sólo los oficiales tienen la
oportunidad, de acercarse a ellas, a no ser que estés herido, por supuesto.
Bergen se echó a reír.
—Me alegro de que tengas tus prioridades en orden. Un hombre
siempre tiene que mantener las cosas en perspectiva.
—Muy cierto, señor.
—Bueno, será mejor que vuelvas a tus tareas. Apuesto a que algunos de
sus compañeros, agradecerían un buena taza de cafeína para mantenerse
despiertos. Mantenga la cabeza en alto, soldado.
—Bien, señor —dijo Ritter.
Intento un saludo, pero con el recipiente de cafeína, y las tazas en la
mano, se lo impidieron, a si que simplemente se puso rígido y se giro, pasa
servir a los artilleros de guardia.
Bergen lo vio alejarse y luego comenzó a caminar hacía la izquierda a lo
largo del parapeto en dirección de sus aposentos, haciendo un saludo
rápido, a los centinelas que se encontraba a su paso. Hablar con Ritter se
había aclarado su estado de ánimo. Había tenido un innegable valor, a su
juicio, en tomarse el tiempo para hablar con alguien superior a su rango y
sus respuestas fueron refrescantes y honestas. No como la mayoría de
conversaciones que tenia con los oficiales de carrera. Algunos de los más
jóvenes soldados estaban bendecidos con un optimismo que brillaba, puede
que fuera ingenuidad dichosa, no podía recordar nunca haberla poseído. Tal
vez fue una cosa de clase. Hasta el día en que entró en la escuela de cadetes,
su familia había trabajado sin descanso a fin de prepararlo para una vida de
guerra. Mientras caminaba a lo largo del parapeto, sus pensamientos
cambiaron hacía el general Deviers, y su estado de ánimo se invirtió
repentinamente otra vez. Las alarmas habían estado sonando en la cabeza
de Bergen durante meses. No había vuelta de hoja, el general había estado
rápidamente perdiendo su contacto con la realidad, desde la destrucción de
Palmeros.
Debería haber sido la joya del viejo, la campaña de Palmeros. Un
victoria le habría otorgado la gloria que necesitaba para jubilarse, si sólo
hubiera conseguido detener a los orcos, para dar tiempo a la mayor parte de
la población planetaria, para la evacuación sin duda habría recibido una
mención honorífica, y probablemente lo habrían concedido algún título, eso
habría apaciguado sus ansias de gloria. En cambio, Ghazghkull Thraka
había destrozado el planeta con diecisiete enormes asteroides, matando a
miles de millones de ciudadanos imperiales leales y borrado un civilizado
mundo de las cartas náuticas. Deviers se había visto obligado a retirarse
rápidamente de la eterna gloria que había anticipado. Tal vez se había
imaginado que la gente de Palmeros construiría estatuas en su honor,
pensó Bergen. Pero sin la victoria, no había estatuas.
Y el humillado anciano había optado por otra causa y, en su
desesperación, donde otros generales más astutos habrían maniobrado
cuidadosamente para rechazar esta misión, Deviers prometió al Señor de la
Guerra del sector, que tendría éxito en la misión, pensando que entraría en
los libros de historia.
—¿Qué era lo que había hecho que el anciano aceptara esta misión
suicida? —se pregunto Bergen con gravedad. Tal vez como el mismo
general le había dicho, esa noche, por que era último de su estirpe. Su
obsesión por dejar algún tipo de legado había puesto a todos sus hombres
bajo su mando, en un peligro extremo.
Las preocupaciones de Bergen se hicieron más pesados, cuando
comenzó su descenso desde las altas almenas deseoso de regresar a sus
habitaciones. La caminata había hecho su trabajo. El cansancio se apoderó
de él como una manta pesada. Mientras caminaba por una de las escaleras
del sudeste, sus botas resonaron en los escalones metálicos, su cabeza
regreso de nuevo a la sesión de información antes de la cena, y las palabras
que el general le había ofrecido antes de despedir de sus tres comandantes
de división.
—¿Esperas encontrar una gran resistencia cuando llegues a Karavassa,
Gerard? —le había preguntado Deviers—. Puede estar seguro que con todos
los condenados que Yarrick estableció durante la última guerra, que esta
infestado por orkos. Han tenido tiempo de sobra para excavar, por el trono.
Espero que todo ese tiempo se hayan hecho suave y complacientes. En
cualquier caso, sé que va a hacer el trabajo. Pero debo tener las líneas de
suministro seguras, antes de declarar la historia.
—¿Todavía quiere insistir, estar en el campo de batalla en persona,
señor? —Bergen lo había preguntado, sabiendo ya la respuesta, y que era
inútil discutir, pero lo había preguntado de todos modos. Con una mirada a
Killian, y Rennkamp, había agregado—. Creo que los tres le
aconsejaríamos que no lo hiciera. Se trata de un riesgo innecesario, como
mínimo.
—¡No hay nada innecesario en ello! —le gritó Deviers.
Bergen se había echo a la idea de que otro estallido de ira estaba a punto
de entrar en erupción. Pero para su sorpresa no se produjo el estallido de
ira.
—Las cosas del riesgo demanda de valor —dijo Deviers sacudiendo
simplemente la cabeza—. Si los condenados del Munitorum, pensara que
soy demasiado precioso como para arriesgarme, no me habrían enviado
aquí, ¿verdad? Pero eso no viene al caso. He rezado por algo como esto,
Gerard. Me merezco esta oportunidad. Mi destino a recuperar ese
Baneblade. Y si alguno de ustedes piensan que voy a dar órdenes desde un
escritorio, echen ese maldito pensamiento fuera de sus mentes.
Bueno, uno de nosotros definitivamente a perdido su mente, pensó
Bergen al recordar la conversación, pero estoy bastante seguro de que no
soy yo.
Llegó a la superficie rocosa de la meseta, y aumentó el ritmo de marcha,
y pronto vio a sus aposentos, un prefabricación baja, de dos pisos que
compartía con los coroneles Vinnemann, Marrenburg y Graves. Ya tenía
ganas de deslizarse entre las sábanas frescas. Estas comodidades sólo
pasaban por su memoria una vez vio los aposentos.
Cansado como estaba, sin embargo, su mente aún estaba agitaba. Sabía
que miles de hombres morirán en los próximos días. Ante la inesperadas
perdidas de los módulos de desembarco, parecía muy probable que ya
tuvieran unas dos mil bajas. Y aun estaba los peor por venir.
Golgotha se encargaría de ello. Según los informes, el hospital de
campaña de la meseta ya estaba atestado. Principalmente por partículas de
polvo rojo muy pequeño que podían penetrar en las membranas de las
células del cuerpo humano. Los médicos dijeron que era poco lo que podían
hacer, más allá de la prescripción de medicamentos contra tóxicos, pero la
verdadera solución era salir de este planeta maldito. Los medicamentos
podían inducir a vómitos y calambres corto plazo. Luego estaban los dannih
—pequeñas babosas chupasangres con poderosas mandíbulas—. Parecían
estar por todas partes, incluso dentro de las máquinas.
Si un hombre trataba de arrancárselas mientras se alimenta, sólo el
gordo cuerpo rojo se desprendería. Dejando la cabeza separada, se
introduciría bajo su carne, dispensando anticoagulante, en las principales
arterias. Un hombre podría desangrarse hasta la muerte si no tenía cuidado.
Era un poderoso elemento de disuasión contra la interferencia con el ciclo
de alimentación de la criatura. La única manera de deshacerse de ellas sin
que este acontecimiento, era regar la zona afectada del cuerpo con alcohol
fuerte, una solución infeliz para los dos. En primer lugar, los soldados no
les gustaba mucho la idea de perder su licor codiciado para quitarse los
dannih persistentes y, en segundo lugar, rociar a sí mismo con alcohol no
era una buena idea. Un puñado de los fumadores más empedernidos ya
había descubierto esto de primera mano.
Había otros problemas, también. Aparte de los dannih y la arena, había
numerosos condiciones de menor importancia relacionados con la presión
atmosférica, las alergias, la composición inusual pero transpirable del aire,
y todos los problemas causados por vivir en una densidad constante de uno
punto doce. A Bergen le parecía que Golgotha estaba librando su propia
guerra contra los Cadianos y los orkos, que todavía no había empezado.
Bergen nunca había sido un hombre hosco con la naturaleza. Muy por el
contrario. Pero, al tiempo que abría la puerta a su habitación y vio a Katz
dormitando en una silla junto a la mesa, se decidió que solo podía acabar de
tres modos esta expedición.
La primera era con su comandante Deviers huyendo con lo puesto del
planeta, y un poderosa aura de desesperación se cernía sobre sus tropas, y se
anunciaba un desastre para el 18.º Grupo del ejército.
La segunda era en la que no encontraban la famosa Fortaleza de la
Arrogancia. Santo icono o no, los orcos habían tenido de treinta y ocho
años en los cuales podrían haber reciclado hasta las tuercas, para construir
sus absurdas máquinas de guerra. Y si quedaba algo, sería totalmente
irreconocible. No, La Fortaleza de la Arrogancia era poco más de una
zanahoria colgando delante de la nariz del Munitorum por el Adeptus
Mechanicus. Que seguramente tendrían sus intereses ocultos, para regresar
a Golgotha, Bergen apostaría que tenía poco que ver con encontrar el
preciado tanque de Yarrick.
El tercer y último lugar, lo que le preocupaba Bergen sobre todo, y de la
que estaba convencido por encima de todo, era simplemente esta: A menos
que el mismísimo Emperador descendiera de los cielos para ofrecerles su
protección divina, ni un solo hombre en su división blindada iba a lograr
salir con vida de este mundo arruinado. Las estadísticas estaban en su
contra como nunca lo estuvieron antes. Millones de hombres habían muerto
en la última guerra de Golgotha. Ahora, al igual que los hombres que
murieron en ella, el destino de los Soldados de Bergen se escribiría en la
arena de color rojo sangre.
Había luchar hasta el final, por supuesto. Había nacido y criado para
luchar, pero no sacrificaría inútilmente a sus hombres. Pasaría por encima
del viejo, si tenia que hacerlo. Killian y Rennkamp me van a respaldar.
Juntos, iremos a Morten y…
La idea desapareció de su cerebro sin terminar. El cansancio se estrelló
sobre Bergen como un maremoto y cayó dormido en la cama.

En la otra parte de la base, alrededor de un kilómetro al oeste de los


aposentos de Bergen, los tres adoradores de alto rango del Adeptus
Mechanicus había vuelto a su apartamento y estaban siendo asistido por un
grupo de niños esclavos. Los servidores habrían perecido muy rápidamente
de tal lugar, los acres productos químicos de la atmosfera, habría disuelto
los tejidos de sus pulmones, pero estos no eran verdaderos niños. Lo habían
sido una vez, hacía mucho tiempo, antes de que cirugías extensivas les
hubieran convertido en amalgamás sin edad de la carne y metal como a los
tecnosacerdotes a los que servían, aunque menos sofisticado.
Sus cerebros fueron cruelmente reducidos, haciéndolos incapaces de un
pensamiento independiente y sus voces habían sido silenciados para
siempre. Su única función era la de obedecer y como tales, estaba más allá
del bien o del mal. Quizás en reconocimiento de ello, su creador había
elaborado máscaras de bronce para ellos, en un rostro congelado con una
sonrisa cándida, como esculturas de los santos querubines.
Se agrupan en torno a sus amos, desnudándoles, retirándoles los
dispositivos periféricos. Luego ayudó a uno de los tecnosacerdotes a entrar
en una profunda piscina circular llena de una densa y brillante sustancia
lechosa que arrojaba su luz hacía el techo de metal. Cuando esto se terminó,
los querubínes-esclavos se retiraron a los oscuros huecos fijados en las
paredes. Allí, se desactivaron y se convirtieron en muñecas en reposo en
ataúdes verticales.
Aparte de la zona iluminada por la piscina, los cuartos Mechanicus eran
oscuros.
Para los tecnosacerdotes, estas cosas no importaban en absoluto. La
oscuridad no ocultaba nada que los ojos augméticos no podían ver en
muchas espectros de luz. Los olores registrados eran compuestos del aire en
concentraciones variables ni agradables ni desagradables, simplemente
estaban allí.
El Tecnosacerdote Sennesdiar había sumergido su deforme cuerpo
solamente hasta el cuello. Los adeptos Xephous y Armadron siguieron el
ejemplo, y el líquido brillante dentro de la bañera burbujeo y se revolvió
como en una sopa caliente.
Fue Armadron quien rompió el silencio. Sus palabras, fueron el mismo
chillido que había usado en la mesa del general.
——De nuevo, solicito formalmente, que se me pueda excusar de tales
eventos. La experiencia ha sido desagradable. El éxtasis de los invitados, al
parecer por el consumo de compuestos orgánicos era muy molesto para mí.
El tecnosacerdote respondió con su propia ráfaga condensada y agudo.
——Aunque hayan pasado siglos, adepto, una vez comió como lo
estaban haciendo. Pero ya has superado estas deficiencias, era solo para que
no se te olvide el pasado. Los hombres requieren de nuestra guía, en lugar
de nuestro desdén. Ellos no pueden comprender la gloria del Omnissiah
como nosotros.
Armadron no respondió, una señal de que estaba reflexionando sobre las
palabras de su superior.
——Yo también, desearía abstenerse de tales eventos en el futuro —dijo
Xephous. Sus mandíbulas chasquearon juntas al final de su explicación,
algo que Sennesdiar considera un hábito indigno.
——Calculé una posibilidad de un 3,69 por ciento de que lo que se
consumió en la mesa, podría conducir a uno o más de los huéspedes de
sufrir a una infestación parasitaria de la parte inferior del intestino. Sin
embargo, usted no me permitió alertarlos. Creo que su razonamiento era
difícil de procesar. ¿Acaso les desea que fueran infestados por parásitos
intestinales?
——¡Por supuesto, que no! —respondió Sennesdiar—. El riesgo de
infestación fue aceptablemente bajo, adepto, y el general no nos habría dado
las gracias por la información. Tampoco lo harían sus invitados. Hay
muchas cosas que los hombres normales prefieren permanecer en la
ignorancia.
——¿Ignorancia como una preferencia? —Sechous razona la respuesta
y responde—: ¿El concepto es ofensivo?
——Estoy de acuerdo —dijo Armadron.
Sennesdiar giro sus ojos-lentes, produciendo un zumbido.
——Tomarse como esta situación como una ofensa personal indica
niveles inaceptablemente altos de la subjetividad, adeptos. No se olvide,
ninguno de los dos, que su próxima actualización depende de mi revisión de
su actuación aquí. Las enseñanzas del dios-maquina, hacen especial
hincapié en la necesidad de ser objetivo en todas nuestras relaciones.
Ambos se esforzarán por mantener sus principios de manera más apropiado
o estarán sujetos a un procedimiento de ajuste forzado. Vamos a limitarnos
en su lugar a una evaluación de los huéspedes del general.
——Por supuesto —dijo Armadron—. Era evidente que el hombre del
Ministorum, el Obispo Augusto, hizo todo lo posible para cubrir las
moléculas de olor residual de actividades físicas anteriores.
——Estoy de acuerdo —añadido Xephous—. Calculo que se
involucrado en una íntima actividad física, con otro individuo no más de
cuatro horas antes de su llegada a la mesa del general. Su pareja era casi
con toda seguridad…
——Demasiados detalles —interrumpió Sennesdiar cortando a sus
subordinado—. Sus acciones eran tan evidente para mí como lo fueron para
Xephous, pero son irrelevantes para nuestra misión.
——Pero es un obispo de la Eclesiarquía —respondió Xephous—. Un
hombre del Credo Imperial tienen prohibido el participar en este tipo de
prácticas por las leyes de su iglesia. ¿No deberíamos informar de esta
violación de su conducta?
——No es este el momento. Los hechos prohibidos en la ley son a
menudo tolerados en la vida. El hombre, como todos los que se dedican a
esa organización absurda, tienen claramente prejuicios contra nosotros, y no
nos beneficiaría en esta misión en concreto. Sus placeres privados
actualmente no me interesan, pero la información ha sido registrada.
Nosotros tenemos que seguir adelante. Vamos a hablar de los demás.
—Los militares son tipos muy previsiblemente y con pocas
complicaciones —dijo Xephous—. Los clasifiqué como los típicos oficiales
de Cadia. Viven para servir al Emperador, esperan a morir en la batalla, y
codician mucho el respeto de sus compañeros. No encontré nada destacable
en esto. Nada de lo que pueda poner en peligro nuestros planes en este
momentos.
——¿Armadron? —dijo el técnosacerdote—. ¿Algo que añadir?
Armadron inclinó la cabeza sin rasgos, tirando de los tenso cables
segmentados que se conectaban a su cráneo de acero revestido conectados a
los puertos augméticos en sus vértebras de metal desnudo.
—Encontré varias notable excepciones a las afirmaciones del honorable
adepto Xephous. Por ejemplo, las sutilezas involuntarias de expresión, que
se realizaban durante la conversación sugiere que el general Killian estaba
muy disgustado con el General Deviers. Y tuvo mucho cuidado de no dar
una impresión contradictoria.
—Yo no lo he registré —protestó Xephous.
—No interrumpas a Armadron —dijo el tecnosacerdote—, deseo
desentrañar la causa de esta aversión. Esta información puede ser de
utilidad para nosotros si General Deviers se convierte en un problema.
Klotus.
—Killian podría sustituirle.
—Lo tendré en cuenta en mis variables —dijo Armadron—. ¿Quiere
que revise las posibilidades de nuestro éxito? ¿El actual general, es un
obstáculo para nuestra misión?
—Constantemente estoy revisando las posibilidades. El general es un
problema complejo. La fuerza de su ambición personal es nuestra mayor
esperanza de llegar a Dar Laq y el lugar de descanso de Ipharod. Sin
embargo. Es esta misma ambición, la que representa el mayor peligro para
nuestro éxito. No puedo descartar la posibilidad de que él nos ordene
retirarnos de su lado una vez que la verdad se conozca. Si tal evento
ocurriese, necesitaríamos aliados fuertes para derrocarlo. He seleccionado
al general Gerard Bergen como el oficial de mayor grado, con más
probabilidades de que aceptar un compromiso con nosotros. Su asociación
con los taques, significa que ha trabajado estrechamente con el adeptus
mechanicus. Puede ser más comprensivo con nuestras necesidades que
otros.
——Lo he observado —dijo Armadron—. Bergen lleva el sello de un
hombre convencido de su propia muerte inminente. ¿Debo considerarlo
como una variable?
——Sí, incluye a Bergen como un factor en tus cálculos —respondió
Sennesdiar.
——¿Puedo proponer otra variable? —preguntó Xephous—. No hemos
tenido en cuenta el empeoramiento de los fenómenos electromagnéticos en
estas décadas, desde la última vez que puse un pie aquí. Los espíritus
máquinas se han vuelto muy poco cooperativos. Los motores de la lógica
que trajimos se niegan a funcionar en absoluto. Y las comunicaciones
ineficaces.
—Mi mente ya está trabajando en estos problemas —respondió el
tecnosacerdote interrumpiendo a su adepto—. Armadron, convencerá
mañana al general Bergen de acompañar al tecnosacerdote Aurien. Es el
ingeniero superior adjunto a la 10.ª División Acorazada. Se te asignara un
servidor guardaespaldas y el transporte adecuado. Estoy seguro de que el
general estará contento de tener a alguien de su habilidad y conocimiento
cerca.
Armadron inclinó la cabeza y emitió una breve ráfaga de ruido que
expresa su comprensión y obediencia absoluta.
Sennesdiar se levantó de la piscina, y emitió un código de activación
para los querubín-esclavos. Que se despertaron y se movieron hacía
adelante para atenderlo mientras salía. Fluidos densos corrían por su
cuerpo, a lo largo de las armazones de pistones y cables que sobresalían de
los restos pálidos de la carne con la que había nacido casi cuatro siglos
antes. Mientras esperaba a los pequeños esclavos que le ayudaran a vestirse,
con su túnica, una vez más, se acercó a la puerta de su habitación privada,
se volvió y dijo:
—Les dejo con sus tareas, adeptos. Tengo mucho que hacer. Las
bendiciones del Máquina-Dios caigan sobre los dos.
——Ave Omnissiah —entonaron obedientemente.
——Que Su lógica sea no esté defectuosa —añadió Armadron.
——Y las vuestras, adeptos —dijo Sennesdiar—. No me defraudéis. —
Luego salió de la habitación, dejando a sus adeptos en remojo en la piscina
burbujeando. Salieron poco después de ella, porque había mucho por hacer.
CINCO

—¡Rechazadlos de nuevo! —bramó el coronel Stromm—. ¡No dejéis que


sobrepasen las líneas exteriores!
Él coronel Stormm disparó su pistola inferno hacía la maza de orcos, a
la carga, pero esta vez con los ojos entrecerrados, por la niebla y el sudor
que le picado en los ojos, era difícil ver el nivel de daño que estaba
causando. Con su mano libre, agarró a su ayudante, el teniente Kassel, por
el cuello, acercándoselo hasta que pudo gritarle al oído.
—¿Dónde está Vonnel, con sus Kasrkins? ¿Por qué no está taponando
las malditas brechas?
El aire bailaba por el fuego de proyectiles trazadores que los orkos,
disparaban a corta distancia, con sus enormes pistolas y akribilladores. Los
Cadianos contraatacaron con una intensidad letal. Las brillantes descargas
salían de los parapetos de sacos de arena, cortando a través de las nubes de
humo ondulantes, que causados por las minas antipersonales que detonaban
bajo los pies de las primeras filas de pieles verde. Grandes cuerpos de
orkos, giraban en los aire, llenando el suelo con su sangre, y montones de
trozos de carne destrozada. Otros orcos los pisoteados, indiferentemente,
gritando y ululando rugientes gritos bestiales de batalla con una alegría
desenfrenada.
Que competían con los otros ruidos de la batalla, y muy especialmente
con el ensordecedor y tartamudeo de las cercanos bólters pesados, el
teniente Kassel coloco la boca debajo del oído de su coronel y le respondió:
—¡Los Kasrkin del teniente Vonnel está teniendo grandes pérdidas en el
flanco derecho, señor!
Maldita sea, pensó Stromm. Cinco días. Cinco días hemos durado aquí
en la arena abierta y no hay una sola señal de que vayan a rescatarnos, las
comunicaciones no funcionaba. Y parecencia que los bastardos pieles
verde, era interminables. Decenas de hombres ya estaban muertos o
moribundos. El perímetro se está reduciendo con cada carga por los orkos.
Esta carga podría ser la definitiva para 98.ª. Su mente se volvió hacía su
familia, a salvo a bordo de un trasporte de tropas de la armada. El
Incandescente, que estaba anclado en la órbita alta con el resto de la flota.
Tenía un hijo, que había nacido durante la campaña Palmeros. Stromm tenía
la esperanza de ver crecer al muchacho, en verlo fortalecerse y desarrollar y,
un día, convertirse en un oficial, como su padre. No, no como su padre,
mejor que su padre. Un hijo siempre debía esforzarse por superar al hombre
que lo engendró. Había tenido la esperanza, de vivir a pesar de las
probabilidades. Cuando supo que el general Deviers, les llevaba Golgotha,
supo que su esperanza de vida de repente, se había reducido drásticamente
ante sus ojos.
La verdad era que nunca deberían haber vuelto a este mundo, pensó
Stromm. Se debería haberlo bombardeado con virus, desde el espacio. Eso
habría sido justicia poética en venganza para toda la gente que los
asteroides de Thraka habían matado. Si no fuera por el maldito tanque de
Yarrick…
Los orcos se estaban acercando. Seiscientos metros. Quinientos
noventa. Quinientos ochenta. Las Minas de los Cadianos, apenas les
frenaron. Sus cuerpos extraños y pesados, fueron lanzados a los aires, entre
las columnas de humo y arena. Pero el enemigo era mucho más numerosos,
que los hombres de Stromm. El enemigo tenía soldados de sobra. Aquellos
que escaparon de la los fragmentos de fragmentación mortales y las ondas
de presión que se creaban por cada explosión, no vacilaron ni por un
segundo.
En el primer día de Stromm, el día que había abandono el transporte de
tropas se había roto la nariz por primera vez en la arena roja, y él y sus
oficiales habían decidido que lo mejor era quedarse, seguro de que el
general Rennkamp enviaría unidades de reconocimiento para buscar a sus
soldados desaparecidos. Pero el comunicador de largo alcance, no serbia
para nada aquí, y la oscuridad cayó rápidamente en el desierto, así que
Stromm no había perdido el tiempo, y había ordenado construir
improvisadas líneas defensivas, aunque el progreso fue inicialmente lenta
bajo la luz de las lámpara y de las improvisadas antorchas. Por supuesto que
la abundancia de arena, se había aprovechado para un buen uso. Los sacos
de arena, se habrían endurecido, solamente humedeciéndolos con un poco
con agua, tal era el efecto del agua sobre el polvo Golgotha, aunque
Stromm era reacio a prescindir incluso de una fracción de sus preciosas
reservas, para otra cosa que no fuera para beber. La chatarra del casco
metálico del módulo estrellado era abundante, también. Con estos recursos,
el 98.º regimiento de infantería mecanizada, había construido las defensas
exteriores e interiores, reforzándolas con nidos de armas pesadas utilizando
las planchas de los mamparos de la nave.
Las fortificaciones resultantes eran muy rudimentarias, pero al menos
ofrecían una mejor protección que los sacos de arena. Los nidos de armas
pesadas, se cobraron grandes bajas en las hordas de orkos. Stromm estaba
condenadamente contento de estas defensas. Torrentes de fuego salían de
cada uno de los nidos de armas pesadas, impactando contra los cuerpos de
los grotescos orkos, con amplios barridos de proyectiles. Algunos de
chimeras del regimiento y camiones pesados habían sobrevivido al
accidente y se habían atrincherado detrás de paredes de arena compactada y
acero, agregando su considerable poder de fuego para la batalla
desesperada. Los chimeras con sus bólters pesados, destrozaban al enemigo
con sus proyectiles explosivos. Y con los multi-láser de las torretas,
llenaban el aire con sus descargas cegadoras. Algunos de las chimeras,
armados con cañones automáticos en la torreta, se jactaban de su
armamento principal, sus largos cañones disparaban proyectiles de treinta
milímetros. Los sobremusculados cuerpos de los orkos eran dispersados en
trozos cuando eran impactados siempre que recibían el impacto de un
proyectil de un cañón automático.
Las quimeras y los nidos de armas pesadas no estaban solos en la
prestación de apoyo pesado. Desde las torretas armadas con cañones láser
disipaban hacía las posiciones enemigas, desde lo alto del arrugado casco
del módulo de aterrizaje. La cabina del módulo se había arrugado como un
acordeón en el accidente y gran parte de la tripulación de vuelo había
muerto en el acto, pero un puñado de cualificados ingenieros de la armada
en su mayoría habían sobrevivido. Habían insistido en reparar las torretas
del nódulo, solamente habían conseguido reparar tres de ellas, y habían
insistido en ser sus dotaciones. Stromm había visto en sus rostros: miedo, y
pánico.
Cuando había accedido a dejarles que fueran las dotaciones de las
torretas, su alivio había sido demasiado evidente. Estaban aterrorizados por
encontrarse a los orkos cara a cara. Maldijo su cobardía, pero no podía
odiarlos por ello.
No habían sido criados en Cadia. Eran hombres de la armada. En su
opinión, eso lo decía todo.
A pesar de estos pensamientos, estaba contento de tener esas torretas
atendidas por los de la armada. Echaban descargas de fuego, sobre la parte
superior de los orcos, matando a docenas a la vez, carbonizando sus
cuerpos.
Dado el peso combinado de los Cadianos, parecía que decenas de orcos
estaban cayendo con cada metro de terreno que avanzaban, pero todavía
estaban avanzando. Stromm podía ver que no sería suficiente esta vez, ya
había combatido tantas veces, en combate directo contra los orkos, que
sabía que ha última instancia todo se reducía a números, y los números era
algo que no estaba a su favor.
Cada día que Stromm y sus hombres se habían quedado atrincherados
en el destrozado módulo, desesperadamente, tratando de utilizar las
comunicaciones para pedir ayuda, sin que nadie en absoluto, les
respondiera, más y más orcos comenzaron a aparecer. Habían sido atraídos,
por el espectacular camino de fuego y humo negro del impacto, y por lo
aparatoso de su descenso que había sido visible a cientos de kilómetros a la
redonda.
Stromm lamentó haber atrincherado a sus fuerzas.
Debería haber cogido los chimeras y camiones, y haberse internado por
el desiertos, pensó, alejándose de la zona de impacto. Incluso mientras
pensaba en esto, sin embargo, lo rechazó la idea. La retrospección es una
cosa buena, pero había tomado la mejor opción que podía con la poco
información que tenia. Si se hubieran marchado habrían sido vulnerables.
No había suficientes vehículos intactos después del impacto, para llevar a
todo el mundo.
Y también estaban los heridos en que pensar. Además no tenía ni idea
de sus coordenadas exactas, ni sabia en que dirección dirigirse, los más
seguro que se hubieran perdido en el desierto. ¿Dónde diablos estaba el
resto de Exolon?
Su pistola inferno se quedo sin energía. Por puro reflejo, quito la célula
de energía vacía, dejando que se cayera al suelo, y cogió una célula de
energía nueva de un bolsillo de su cinturón, y la introdujo en la ranura de la
pistola inferno. Y reanudado sus disparos. Su primer disparo dejó un negro
agujero ahumado en la cara fea de un enorme orko.
El hecho de que pudiera ver los daños que estaban causando sus
disparos no era una buena señal.
—¡Señor! —dijo Kassel con urgencia—. ¡Tiene que pensar en ordenar
la retirada a las defensas internas! Estamos perdiendo secciones clave del
perímetro exterior.
Stromm asintió y, comenzó a retroceder lentamente, en dirección hacía
el casco destrozado del módulo, aún disparando contra los enemigos.
—De la orden —le dijo a Kassel—. Quiero que todos, retrocedan a
posiciones secundarias de una vez.
Eligió cuidadosamente a sus objetivos, disparando siempre a los más
grandes y más verdes de los orlos. Sabia distinguir por su larga experiencia,
cuáles eran los más duros y los más despiadados. No eran muy difíciles de
distinguir, ya que sus pieles estaban cubiertas por cicatrices de batallas
anteriores, y por los signos de burdas operaciones de cirugía.
Eran asesinos veteranos, implacables salvajes, locos por derramás
sangre, y eran los que incitaban a los demás a la carga.
Por el Trono, pero son los bastardos más feos que he visto, pensó
Stromm. ¿Qué tipo de universo tolera tales horrores?
Era fácil ver por qué la humanidad buscaba el exterminio absoluto de
los orkos. Eran monstruos de pesadillas, eran orkos, y nunca dejen de
luchar, nunca dejaban de matar, hasta que morían o no había nada más que
matar. Parecía que la guerra para ellos era una diversión, para deleitarse con
matanzas sin motivo. ¿O era la matanza, motivo suficiente para ellos?
Incluso ahora, Stromm podía verlos, riéndose locamente, como si todo el
asunto de la agonía y de la muerte en combate fuera un gran juego. No, la
tolerancia mutua nunca podría ser una opción. Desde el momento en que las
dos especies se encontraron, la galaxia les había condenado a enfrentarse
eternamente.
Los orcos corrían cada vez más cerca y Stromm pudo ver los rostros
horribles, con más detalle. Podía ver los destellos de locura salvaje en los
rojos ojos y cada rostro era una máscara bestial. Sus narices eran pequeñas
y planas, y a menudo se las traspasan con los huesos de animales sin suerte
o anillas o barras de metal. Sus bocas eran enormes y amplias, y al abrirse,
goteaban gruesos hilos de saliva tenidos con sangre. En algunos casos, sus
mandíbulas eran lo suficientemente grandes, como para cerrarse por encima
de la cabeza de un hombre adulto, y cada mandíbula estaba abarrotada de
sobresalientes dientes como cuchillos, con dos destacados largos colmillos
curvos, que empujaba hacía arriba desde la mandíbula inferior.
Pocas cosas le habían provocado a Stromm, un sentimiento de
repugnancia y asco más fuertes. La raza orka parecía estar echa a la medida
para infundir miedo en el corazón de los humano, tocando una antigua vena
de primario terror compartido por todos. Era como si los rasgos menos
dignos de su propia especie se habían torcido y magnificado mil veces.
Mientras Stromm retrocedía a las posiciones secundarias, vio a sus
hombres salir de las trincheras de sacos de arena, y correr al sprint en su
dirección. Para muchos fue demasiado tarde. Gritó de frustración al ver
como, las armar orkas hacían una verdadera masacre con sus hombres a
corta distancia, sus impactos hacían los mismos destrozos que un bólter. Y
vio las ráfagas de proyectiles de metal volar en todas las direcciones. Los
orcos apenas se molestaban en apuntar, simplemente disparaban a derecha e
izquierda al azar, sin importarles la precisión o la munición desperdiciada.
Solo importaba el volumen de disparos, para que el efecto fuera mortal.
Cuando los cadianos corrieron hacía las defensas internas, muchos cayeron
gritando, con grandes agujeros perforadores la espalda, Creando grandes
heridas del tamaño de sandías al salir el proyectil de sus pechos y
estómagos. Otros, más afortunados sufrieron menos, fueron golpeados en la
parte posterior de la cabeza. Incluso los buenos y sólidos cascos Mark VIII
de Cadia, no podían protegerlos. Sus cráneos prácticamente explotaron por
el impacto de los pesados proyectiles orkos, y sin cabeza sus cuerpos
tropezaron y cayeron, dejando chorros de sangre roja en la arena.
Hasta el último hombre, pensó Stromm, apretando los dientes,
disparando hacía atrás hasta que se gastó otra célula de energía. Moriremos
aquí, pero vamos a luchar contra estos bastardos hasta el último hombre.
¡Maldito seas Deviers! Espero que no obtengas la gloria que esperabas con
esta misión.
—¡Artillería! —alguien gritó por el microcomunicador—. ¡Artillería
Orka desde el norte! ¡Al suelo!
Stromm oyó un silbido estremecedor en el aire.
—¡Maldita sea, esto va a impactar cerca…!
Tanto él como Kassel se arrojaron al suelo. Grandes nubes de polvo y
arena brotaron en el aire entre el Cadianos y los orcos, y el aire se
estremeció con un auge ensordecedor. Stromm se encontró con que todavía
respiraba. Y no había victimas mortales. Fue un tiro de prueba, pero el
siguiente caería entre sus hombres, si no hacía nada.
—¡Ah sido uno de los gordos, señor! —le gritó Kassel cuando se puso
en pie.
—¡No me digas, Hans! —ladró Stromm—. Dile a los enanos de la
armada de las torretas, que quiero que centren su fuego en la artillería orka.
Son los únicos que tienen una línea de visión clara. ¡Hazlo, ya!
Kassel activo el microcomunicador, y dicto las órdenes del coronel con
voz clara, y fidedigna y esperó a la confirmación. No necesita haberse
molestado, ya que las dotaciones de las torretas, ya habían dejado de
disparar contra la carga orka, y ya estaban disparando a varias grandes
maquinas orkos, que parecían cañones autopropulsados que habían
emergido de una nube de polvo a unos mil quinientos metros de distancia.
Los cañones parecían cortos para ser artillería, posiblemente habían
sacrificado, precisión, para tener carga explosiva superior. Su construcción
parecía tan chapucera que parecían más propensos, a inmolarse a si mismos,
como para aplastar a sus enemigos. Pero como siempre las maquinas de
guerra de los orkos, rendían más de lo que parecía por su apariencia. Una
llamarada salió de la boca del cañón, y la tierra temblé, al lanzar otra
andanada mortal, esta vez su objetivo eran las torretas que habían
comenzado a concentrar su fuego, directamente contra ellos.
Uno de los proyectiles de artillería pesada pasó muy lejos de su
objetivo, explotando en la arena al otro lado de los restos del módulo. Pero
dos impactaron en el casco, la fuerza de la explosión fue tal que la onda de
presión de las dos explosiones pulverizaron las torretas y los hombres en su
interior.
Stromm se quedó boquiabierto durante una fracción de segundo ante la
terrible destrucción y, a continuación, se protegió la cabeza por la lluvia de
escombros ardientes que caían del cielo. Por la gracia del emperador, ni él
ni Kassel fueron alcanzados por los escombros, pero un soldado joven que
estaba a su derecha cayó sin gritar, su cabeza había sido decapitada por un
trozo de metal del casco.
—¡Trata de contactar con alguien de la armada, igual alguna de las
torretas puede funcionar! —gritó Stromm a Kassel, ya sabiendo en su
corazón que era inútil—. ¡No tenemos nada que perder. Si no se podemos
eliminar a esos cañones no vamos a durar ni un minuto más!
—Nada —dijo Kassel. Cuando trató por tercera vez, ponerse en
contacto con los soldados de la armada, con el mismo resultado—. ¡Se han
ido, señor!
—¡Por el amor de Trono! La siguiente andanada va a caer sobre
nosotros. ¿Y No podemos hacer nada? ¿Qué pasa con nuestros equipos de
morteros? ¡No necesitan tenerlo a la vista!
Kassel inmediatamente trató de comunicarse con los equipos de
morteros por el microcomunicador, pero no hubo respuesta, sólo estática y
con la certeza de que más hombres habían muerto.
—¡Señor, tenemos que alejarnos de aquí. Los artilleros pieles verdes, no
tardaran mucho tiempo en recargar. Podríamos conseguir que uno de las
quimeras, se abra camino a través de los orkos!
—¡Si esta sugiriendo que huya, tendré que ejecutarle por cobardía! ¿Me
ha entendido? Debería conocerme mejor a estas alturas. Nunca he huido de
un campo de batalla en mi vida.
—¡Yo… Lo siento, señor!
—¡Sus disculpas son aceptadas! Simplemente sega disparando.
Haremos una competición entre nosotros, para ver quien abate más orkos.
Haga correr la voz. Ordene al 98.ª que luche hasta el último hombre, por el
honor de Cadia.
—El 98.º combatirá hasta el último hombre, señor —dijo Kassel,
sacando pecho. Y la determinación sustituyo en miedo en sus ojos. Si tenían
que morir, sería como solo los hombres de Cadia sabían morir, fuertes y
implacables hasta el último. El Emperador les daría la bienvenida
personalmente a sus almas a su trono dorado. Su lugar en la mesa de los
héroes estaba asegurada.
Las defensas exteriores eran un hervidero de xenos, todos dándose
empujones de la oportunidad de deleitarse con masacrar a los hombres de
Stromm. Se empujaban los unos a los otros para una mejor posición,
desesperado por reclamar más muertes a sus semejantes. Estaban tan
frenéticos por la locura de la batalla, que peleas salvajes entre ellos
comenzaron a apartarse entre sus filas. Stromm vio una de las bestias, muy
grande y fuertemente blindado, y su vez a una monstruosidad
marginalmente menor en su derecha, comenzó a luchar con él, tratando de
herirle con una gran hacha. El orko menor resistió hasta que la mayor,
utilizo un enorme cuchillo lleno de oxido, que empuñaba, clavándoselo en
el vientre, y desplazo el cuchillo hasta el esternón. La sangre se derramo,
seguido por los intestinos, que se deslizaron hacía la arena roja. Luego, con
el hacha en la mano recién conquistada, el más grande bramó un gritó de
guerra y continuó su avance, deseoso de entrar en los primeros combates.
Se necesitaron seis hombres disparando con los rifles láser a corta
distancia en automático para parar a ese bastarte.
¡Por Terra!, pensó Stromm. ¡Están locos! La muerte no significa nada
para ellos. Si tuviéramos a un hombre como Yarrick o no, necesitaríamos a
mil Yarricks, un millón, incluso. ¿Cómo podía la humanidad tener la
esperanza de contener esta marea salvaje de orkos?
En el microcomunicador de Stromm, la frenética charla de sus oficiales
supervivientes del pelotón estaba degenerando en una cacofonía de gritos
de pánico. La brecha estaba cada vez más lejos de cerrarse. Una vez que la
lucha entrara en el cuerpo a cuerpo, todo habría terminado para los
Cadianos. Nada podría salvarlos a continuación.
—¡Estamos perdiendo las defensas internas. Los nidos de los bólters
pesados están siendo invadidos!
—¿Qué hacemos? ¿Retirarnos a los restos del módulo?
—¡Necesito el apoyo de armas pesadas en nuestro flanco derecho, por
la disformidad maldita sea! ¡Consígueme un bólter pesado! ¡Cualquier
cosa!
Stromm oyó las palabras como si estuvieran a una gran distancia. Una
sensación extraña e inesperada de calma había descendido sobre él. A su
alrededor, el aire se revolvía con el ruido y el calor, pero, en su mente, todo
estaba sumamente claro. El final de su compromiso con el emperador,
estaba cerca. Una vez más, dejó que sus pensamientos volvieran hacía su
familia allá arriba, y recito una oración en silencio al emperador:
—Que mi esposa me recuerde con orgullo, y que le cuente a nuestro
hijo mis logros, para que un día pueda superarlos. Al Lado del Emperador,
encomiendo las almas de mis hombres, y pido a San Josmane, para que nos
guie nuestras almas.
—Hans —dijo—, la bandera del regimiento.
—Esta aquí, señor.
—Entonces despliégala, soldado, y dámela.
Stromm enfundó su pistola inferno y aceptó la pesada bandera que su
ayudante le ofreció.
Agarrando la empuñadura con ambas manos, dio un paso hacía
adelante, llamando a sus hombres, agitando majestuosamente la bandera en
el aire polvoriento.
—¡Reagrupaos hacía mí, Cadianos! —gritó por encima del estruendo de
la batalla—. ¡Reuníos a mí, soldados! ¡Si vamos a caer, aquí y ahora,
tenemos que hacerlo juntos!
La bandera era un icono llamativo dorado y rojo. Con el símbolo de los
pilares de la puerta de Cadia dominando su centro y, a cada lado de la
misma, la imagen de un cráneo con un solo tallo de trigo entre sus dientes.
El trigo tallo simboliza la gloriosa victoria del regimiento en Ruzarch.
Los campos durante la batalla, contra el infame Vogen casi medio siglo
antes. Si el regimiento hubiera sobrevivido la expedición de Golgotha, del
general Deviers, otro símbolo de honor se habría añadido: una nube partida
por un rayo.
Los hombres que estaban lo suficientemente cerca como para oír su voz,
se volvieron al ver a su coronel, de pie, Con la bandera mientras la agitaba
por encima de su cabeza. Tenía el aspecto de una imagen para un cartel de
reclutamiento, y sus espíritus ardieron con orgullo. Stromm podía verlo
mientras les miraba a los ojos. Vio los fuegos de la determinación surgiendo
en sus ojos, la voluntad de morir luchando.
—¡Honor y gloria! —gritó un sargento a su derecha.
—¡Honor y gloria! —bramaron sus soldados.
Algo cambió en el aire, como si lo recorriera un descarga eléctrica.
Incluso los heridos, parecieron recuperarse de sus heridas, aunque sus
cuerpos aún sangraban. Se volvieron al ver a su coronel y su bandera,
apoyaron su rifle láser en su acorazados hombros, y dispararon a los orcos
con renovada ferocidad, decididos a enviar la mayor cantidad de bestias
babeantes, cuantas más mejor, antes de que los superan para siempre.
—¡Un poco más, un poco más, los ojos del emperador están sobre
nosotros, hacedle sentir orgulloso! —les gritó Stromm a sus hombres.
Los orkos estaban solamente a unos cientos de metros, hasta que los
orkos no estuvieran en medio de ellos. De momento podrían derribarlos,
hasta que la lucha se convirtiera en una mano a mano. En el cuerpo a
cuerpo, la fisiología de los pieles verdes, les permitiría masacrar a los
cadianos, como si fueran papel mojado. Sólo las poderosos tropas de asalto
Kasrkin, con los cuales Stromm había comenzado con una sola compañía,
solo le quedaban menos de tres pelotones completos, tendrían un
oportunidad en el combate cuerpo a cuerpo.
—¡Bayonetas! —ordenó Stromm. Kassel repitió la orden por el
microcomunicador. Bien podría haber dicho: «¡Preparaos para morir a
manos de los orcos!». Esencialmente era la misma cosa.
La orden fue recibida por oficiales y sargentos lo largo de la línea, que
ordenaron a sus soldados, que colocaran las bayonetas, la distancia que los
separaba de los orkos se redujo a cuarenta metros, y luego a treinta. Las
descargas resonaron en el aire en un último intento, desesperado por crear
una diferencia antes del combate cuerpo a cuerpo. Muchos orcos fueron
abatidos, por las descargas a tan corta distancia.
Stormm sintió aliviado de que la artillería orka, aun no hubiera
disparado, en cuestión de segundos serian, incapaz de disparar contra los
Cadianos, sin exterminar a su propia infantería estando tan cerca. Lo que
había pasado, era que las dotaciones de artillería orkas, al ver tan cerca la
carnicería, habían abandonado sus posiciones, y habían comenzado a correr,
desesperados por estar más cerca del centro de la masacre, y manchar sus
manos con la sangre de los moribundos.
Veinte metros de Stromm, un enorme orko con un colmillo roto, corría
directamente hacía adelante directamente hacía el coronel, atraído por la
brillante bandera que ondeaba encima de su cabeza. A medida que se
acercaba, elevó su enorme akribillador, con una sola mano y disparó una
ráfaga que le dio al coronel en el hombro derecho. Su armadura pectoral, a
duras penas fue suficiente para desviar el tiro, pero el impacto lo derribo.
Aterrizando en la arena roja con un gruñido. La fuerza del impacto de la
bala le había roto el hombro, y la bandera se había caído de sus manos.
El teniente Kassel se había movido con determinación, y recogió la
bandera, antes de que cayera al suelo, y la volvió a izar en alto, desesperado
por que no se deshonra el regimiento al permitir que su bandera santificada
tocara el suelo. Apuntalo a la base del mango en la arena, y la sostuvo con
una mano y se agachó hacía su coronel, gritando su nombre.
—¿Está vivo, señor? ¡Háblame, coronel! ¡Por favor!
Gimiendo de dolor y agarrándose del hombro destrozado, Stromm rodó,
y, con la ayuda ansiosa de Kassel, se puso en pie. Miró a su alrededor para
ver a los hombres que formaban una línea de defensa en torno a él,
luchando desesperadamente con las bayonetas, y con herramientas afiladas,
con todo lo que tenían a la mano. Contra las hachas y enormes cuchillas de
los orkos.
—¡Por Cadia! —rugió Stromm, dejando Kassel con la bandera y
desenfundando su pistola inferno de nuevo, esta vez con la mano izquierda.
—¡Por Cadia! —rugieron sus hombres de nuevo.
Lucharon con todo lo que tenían, pero el aire de repente se lleno de
nuevo con el ensordecedor auge de la artillería pesada. Stromm se tensó,
temiendo que los equipos de artillería orkos habían decidido acabar con
ellos después de todo, sin importar que se llevarían con ellos a su propia
infantería. Y se resigno que su fin, fuera por una carga explosiva, en
cualquier momento…
Pero nunca llegó. No hubo ningún silbido ensordecedor.
—¡Tanques! —gritó uno de sus jefes de pelotón por el
microcomunicador—. ¡En el nombre de la Santa Terra!
—¿Por donde vienen los tanques orkos? —preguntó alguien.
—¡No! —replicó el primero—. ¡No son malditos orcos, son tanques
imperiales! ¡Son tanques Leman Russ! ¡Están atacando desde el oeste!
Stromm escuchó una segunda explosión y esta vez, para su asombro,
una turba de orcos, que presionaban por el flanco izquierdo se
desvanecieron, consumidos por una explosión.
—¡La artillería orka! —grito otro jefe de pelotón—. ¡Los cañones orkos
están siendo destruidos!
Otra explosión aguda sonó desde el oeste, anunciando la muerte de más
enemigo. La horda de orkos fue diezmada otra vez, desapareciendo en
nubes de arena y humo. Trozos de orkos caían del cielo sobre sus cabezas.
Los que no murieron en el acto por los proyectiles de alto poder explosivo
fueron horriblemente mutilados por la metralla. Los supervivientes gritaron
y rugieron, mientras tanto el fuego de los tanques continuó, diezmando sus
filas.
Incluso los orcos de las primeras filas de la carga, al oír los sonidos de
las explosiones, interrumpieron su avance. Por un segundo, se volvieron sus
cabezas hacía la fuente, parecían confundidos y los soldados de Stromm
aprovecharon su ventaja momentánea, y ampliaron la distancia que les
separaba de los orkos, con los rifles láser y las pocas armas pesadas que les
quedaban. Los pelotones Kasrkin aprovecharon esta oportunidad para
presionar por la derecha, acercándose al Coronel Stromm, para protegerlo y
reaccionar más rápido a sus órdenes.
A través de las brechas de los orkos, que se habían abierto, Stromm
podía ver la causa de la inesperada salvación de su compañía, de su
empresa. En el flanco occidental, una gran nube de polvo se levanta,
agitándose desde el suelo del desierto. A su cabeza, diez tanques Cadianos
cargaban en su dirección en formación de de asalto. Detrás de ellos, apenas
visible en su estela polvorienta, venia una comboy de de camiones
Heracles, llenos hasta los borde de hombres y cajas de suministro. Parecía
una compañía acorazada entera. Por un momento, Stromm pensó que estaba
soñando.
—¡Coronel! —gritó con entusiasmo Kassel—. Hay un mensaje urgente
que viene a través de… de un teniente van Droi, señor.
—¿Van Droi? —dijo Stromm. No reconoció el nombre. La mayor parte
de las compañías blindadas de Exolon estaba con la 10.ª División. Y
Stromm estaba asignado a la 8.º—. Bueno, no te lo guardes para ti, Hans.
¿Cuál es el mensaje?
Kassel sonrió.
—Para empezar, señor, Van Droi dice que los Gunheads están aquí.
SEIS

Gunheads rugieron hacía adelante. Disparando con sus armas, como


truenos, la repugnancia, el odio, el deseo de venganza, todas estas cosas y
más, llenaban los corazones de los hombres dentro de las enormes
máquinas, los ruidos de guerra, aumentaron en desesperación, para destruir
al enemigo, antes de que fuera demasiado tarde para sus compañeros de la
Guardia imperial.
Para van Droi, la supervivencia de los soldados Cadianos asediados era
primordial. Por fin, después de días de viaje a través del desierto sin
ninguna señal de que otras unidades imperiales habían sobrevivido al
descenso planetario, habían encontrado la confirmación de que sus
Gunheads no estaban solos. Alguien más había sobrevivido y, ahora mismo,
los supervivientes eran los más valioso del mundo para él. Pero no
sobrevivirían mucho más, si no recibían la ayuda que necesitan tan
desesperadamente.
Ya estaban cerca. Y podía ver que desde la escotilla de su torreta. Como
el grupo que rodeaba al coronel Stromm estaba en las últimas. Eso estaba
muy claro, a pesar de que el humo negro, envolvía el caos del campo de
batalla.
—¡Más rápido! —ordenó van Droi a sus comandantes de tanques por el
comunicador—. ¡Mantengan las armas principales disparando! Quiero las
armas secundarias disparando hacía los orkos, en cuanto estén a su alcance.
No tenemos tiempo que perder. ¡Nuestros hermanos Cadianos están
muriendo ahí fuera!
Y el tartamudeo de los cañones de los tanques, fue respuesta suficiente
para él. Más adelante, todavía estaban a un kilometro de distancia, pero más
cerca con cada segundo que pasaba, columnas de arena y sangre derramada
irrumpieron en el aire. Disparando en movimiento significa una
disminución importante en la precisión de los artilleros, pero, dado el gran
número de enormes orkos, que había delante de ellos, podían darse el lujo
de no ser tan precisos. Lo que no podía permitirse era el lujo de detenerse
para ser más precisos.
Sin miedo a eso. Sus motores rugieron, escupiendo humo negro y
espeso detrás de ellos, la velocidad de los tanques de sesenta toneladas
hacía adelante sobre la arena era sorprendente. Entre el ruido de su motor y
los estallidos de su poderosa arma principal, van Droi no podía oír nada del
combate, alrededor del módulo estrellada. Pero no necesitaba oírlo para
saber lo mal que iba. A medida que su tanques cruzaron la línea de un
kilómetro, los artilleros de los bólters pesados de las barquillas laterales,
comenzaron a pivotar, preparándose para abrir fuego. Gran parte de la horda
de xenos enajenados, cargaron contra los tanques, sabiendo que suponían
una amenaza mucho mayor, y más inmediata que la infantería asediado, y
una mejor pelea. Los ojos de Van Droi se centraron en los orkos más
grandes, que llevaban enormes planchas de metal, como improvisadas
armaduras, con hachas ridículamente enormes. Los vio tirar la cabeza hacía
atrás y rugir gritos de batalla, mientras incitaban al resto de la horda, para
que cargaran contra los tanques.
Se creen invencibles, pensó van Droi. No tienen ninguna posibilidad
contra de mi décima Compañía.
—Romped sus líneas de par en par, Gunheads —dijo por el canal de
control de la compañía—. Espada, Martillo, moveos en formación en línea.
Rhaimes, coja su escuadrón y céntrese en el flanco izquierdo. Hasta llegar a
su retaguardia. Wulfe, muévase hacía el centro de la línea enemiga.
Mantenga la presión. Ni uno solo de esos bastardos, debe sobrevivir. Que
no huyan.
—Líder Lanza —respondió el sargento Rhaimes—, recibidas sus
ordenes fuertes y clara, señor. Haremos que deseen no haber pisado nunca
este mundo.
—Líder Espada —respondió el sargento Wulfe—, iniciando maniobra
de flanqueo.
El Sargento Richter fue el último en responder.
—Escuadrón Martillo, confirmo recepción de ordenes señor.
Van Droi miró de un lado a otro y vio a sus tanques como se
desplegaban según sus ordenes.
El Rompe Huesos, La ira del Imperio y el Diamantina presionado hacía
la izquierda, dirección norte-este con el fin de flanquearlos y hacer que los
pieles verdes, se concentraran en una especie de embudo, creando una linea
de fuego desde varias direcciones.
Van Droi observaba, como las llamas y humo salían de las bocas de los
cañones de sus tanques y el aire temblaban con el sonido de explosiones.
A su derecha, las escuadrones Lanza y Martillo, también mantenían la
presión. No todos los tanques estaban equipados con cañones de batalla
estándar, por supuesto. La compañía de van Droi era una fuerza mixta, se
tenía que conformar con los que los tanques, que les asignaban, sus
superiores. Lo que los Gunheads carecían de uniformidad, lo ganaban en
versatilidad. ¿Algunos de los otros comandantes de compañías blindabas se
burlaban de el por esto? Las burlas de Czurloch y Brismund fueron las
peores para Stromm. Los muy engreídos, se creían por que tuvieran en sus
buenas compañías, tanques iguales, se especializaban en unas tácticas
concretas. Pero van Droi sabía, y que tendrían problemas, cuando algún hijo
de puta de repente cambiara las reglas.
Eso no podía sucederle a sus Gunheads.
Su máquina, El Destruye Enemigo era un raro y muy apreciado Leman
Russ de la clase Vencedor de las fraguas de Ryza. Solo tenía unos cien años
de antigüedad, pero solamente los santos sabían cuántos muertes, hacía
causado desde su creación, pero lo que más destacaba era en destruir a las
maquinas enemigas con su cañón de ánima lisa de 120 mm y sus altamente
especializados proyectiles perforantes. Ningún otro Leman Russ podía
disparar con esta munición especializada, que tenían un mayor poder de
perforación de blindajes y una mayor precisión, y van Droi
concienzudamente rezaba a los espíritus máquina cada día, con las letanías
aprobadas por los ingenieros del regimiento.
Todo este amor y la atención eran devueltos por diez en combate. Había
añadido otra máquina enemiga a su cuenta hoy, cuanto había destruido a
uno de los feos cañones autopropulsados de los orkos. Todavía brotaba
fuego de la maquina orka, elevando un espeso humo negro hacía el cielo.
Dietz su artillero desde entonces no había cesado de disparar, Waller el
cargador, seguía introduciendo proyectiles de alto poder explosivo en la
recamara del arma principal, lo más rápido que podía, Dietz no le dejaba ni
un segundo de descanso. Cada vez que el arma eructaba, decenas de orcos
se desintegraron, se convertían en un aguacero de lluvia verde, que enturbió
la arena del desierto.
Faltan segundos, pensó van Droi, el dedo comenzaba a apretar
suavemente el gatillo del bólter pesado. Sólo unos segundos más.
Se deleitaba con la corriente de aire caliente del desierto, ya que le
azotaba el cuello. La adrenalina se apoderó de Stromm, familiar y
acogedora. Dos décadas y media, con experiencia de combate que abarcan
una docena larga de mundos, y todavía le emociona como ninguna otra cosa
podría hacerlo. Nunca se cansaba, nunca.
En el rango de alcance, tiró del gatillo del bólter pesado hacía atrás y
soltó un diluvio de proyectiles explosivos.
El ruido era ensordecedor, incluso con sus auriculares protectores
firmemente en su lugar. El retroceso era muy fuerte, a pesar de gran parte
del retroceso se absorbe por el perno del montaje. El arma vertió los
cartuchos usados, como una lluvia de latón.
Ametrallo a los orkos al frente a él. Abatió a decenas de ellos. Los
proyectiles penetraban profundamente en los musculados cuerpos
golpeados, antes de detonar una fracción de segundo más tarde con un
efecto repugnante, pero satisfactorio.
A lo largo de la línea, los comandantes de tanques estaban haciendo lo
mismo, desde los bólter pesados, que adornaban el borde de cada torreta.
Los pocos tanques con barquillas montadas en los laterales, el ruido era más
fuerte que los demás. Las armas montado en el casco, también, escupió
torrentes mortales de proyectiles hacía la fuerza enemiga, dejando a los
orcos, sin donde correr para escapar de la masacre.
Van Droi no gritó o gruño o rio como un loco, como algunos se sus
hombre hacían mientras disparaban al enemigo.
Eso era para los jóvenes y tontos, en su opinión. En cambio, perdiendo
su sentido de sí mismo, convirtiéndose en parte de un tipo de entidad, que
abarcaba el tanque y toda su tripulación. La lucha siempre parecía ir tan
bien cuando esto sucedía, era como si cada hombre instintivamente supiera
lo que había que hacer sin tener que recibir órdenes. La indicación de una
buena dotación, No pensó. Una dotación excepcional.
Un crujido repentino de la electricidad estática en su microcomunicador
saco a van Droi de su estado de trance.
La voz ronca de su cargador apareció en su oído.
—El panel del comunicador está destellando, señor. Parece que tiene
una llamada entrante de las unidades asediadas.
Van Droi disparo un poco más de los orcos enemigos más cercano y se
dejó caer por la torreta. Y le gritó a su dotación:
—Hostiles cierre de nuestras dos usen el bólter coaxial para acabar con
ellos.
Luego, cogió el micrófono del comunicador, y dijo:
—Soy el teniente Gossefried van Droi, del 81.º Regimiento blindado,
10.ª Compañía. Adelante.
La voz que regresó tenía el tono afilado de los rangos superiores de
Cadia, pero sonaba cansada y más que un poco desesperado, también.
—¡Soy el coronel Stromm de la 98.º del regimiento de Infantería
Mecanizada! ¿Puede oírme, van Droi?
—Le recibo, señor.
—Que el Emperador bendiga su culo blindado. Usted y sus hombres
llegaron justo en el momento preciso. Nos compraron un poco de espacio
para defendernos, pero no mucho. He perdido a muchos soldados, y está
lejos de ser…
Stormm cortó a media frase para dar órdenes a sus hombres. Van Droi
podía oír los sonidos de la intensos combates en el otro extremo. Sonaba
muy cerca de la posición del coronel.
—Van Droi, ¿sigue ahí? —preguntó el coronel jadeando un momento
después.
—Sí, señor. ¿Cuál es su situación? Tengo un escuadrón flanqueando los
orcos por la parte trasera y dos entrando directamente por la izquierda, pero
tendrás que aguantar un poco más. No puedo arriesgarme a disparar tan
cerca de su posición. Parecía que una de nuestros disparos anteriores estaba
lo suficientemente cerca como para afeitarle.
—Necesitaba un afeitado de todos modos —dijo Stromm—. Pero
escucha, es importante. La pérdida de su artillería les hizo girar la cabeza, al
igual que su llegada, los confundió. Están luchando en dos frentes, y que
han dividido sus fuerzas, pero todavía hay un montón de ellos empeñados
en acabar con nosotros en el cuerpo a cuerpo. No necesito decirte las pocas
posibilidades que duremos contra ellos, combatiendo cuerpo a cuerpo. Se
creen los bastardos más duros de Golgotha, y nuestras espaldas están contra
la pared, literalmente, no tengo hacía donde retirarme, y no tengo intención
de seguir atrapado allí, seria un suicidio. Hay alguna posibilidad de que
pueda crear un corredor para nosotros, tengo unos pocos pelotones de
Kasrkin que podrían ser capaces de mantenerlo abierto el tiempo suficiente
para facilitar la huida.
Van Droi asintió con la cabeza mientras escuchaba.
—Tendrá su pasillo, señor. Voy a enviar a uno de mis escuadrones para
crearle el pasillo. Ellos se abrirán camino para usted. Mantenga a sus
hombres hasta el último momento. Habrá un montón de proyectiles en el
aire.
—Cuantos más, mejor —respondió Stromm. Gruñidos y gritos casi
ahogaron sus palabras.
Los rugidos de batalla de los orkos, se oían claramente en segundo
plano y, a pesar de la seguridad de su tanque, van Droi sintió que se le
helaba la sangre. Sabía que tenía que pedir a los tanques de Wulfe se
movieran adelante a la vez.
El escuadrón Espada enviaría solamente al Leman Russ Exterminator,
El Nuevo Campeón de Cerbera. Sería el más adecuado para abrir el
corredor.
—Tan pronto como pueda, van Droi —agregó Stromm—. El Emperador
protege. Stromm, fuera.
Van Droi inmediatamente cambió de nuevo hacía el canal de control de
las escuadras y dijo:
—Comandante a Líder Espada. Responda, Wulfe.
—Comandante —dijo el sargento Wulfe—, adelante, señor.
Van Droi podía oía el retumbar de un bólter pesada entre las palabras
del sargento.
—Escuche, Wulfe —dijo—. Tengo amistosos en necesidad urgente de
un corredor de escape. Quiero que el Nuevo Campeón lo abra. ¿Entendido?
Mueve tu equipo y abre una ruta desde el casco de la nave. Deja que los
restos del módulo cubran las espaldas de los amistosos. El Coronel Stromm
tiene el canal de comunicador F, banda seis.
Hubo sólo una brevísima pausa antes de que Wulfe respondiera.
—El escuadrón Espada está en marcha.
Pero van Droi pudo leer en su respuesta con bastante facilidad. Que
Wulfe probablemente le estaba maldiciendo. El Nuevo Campeón de
Cerbera era el tanque del cabo Lenck.

—¡Tenemos que crear un corredor para la infantería! —dijo Wulfe a su


dotación a través del microcomunicador—. ¡Metzger, acércate más cerca a
unos tres cientos de metros, y seguiremos el casco el casco del módulo,
preparaos para recibir un montón de impactos!
El tanque se dirigió hacía adelante, levantando un monto de arena con
su cadenas tractoras, Wulfe se dejó caer de la torreta para cambiar de canal
en el comunicador. Una vez que abrió el enlace con su escuadrón, dijo:
—Espada líder a uno y dos. Nuevas órdenes de van Droi. Vamos con El
Nuevo Campeón, subirá por mi derecha y abrirá un corredor para la
infantería. Nosotros no quedaremos un poco por detrás para que sus
espaldas estén cubiertas. Y traten de no disparar demasiado cerca de los
amistosos, El Ultima Ritos II y La Primera Línea daremos fuego de apoyo.
El Primera Línea estará en paralelo conmigo a unos cincuenta metros
distancia. El escuadrón Martillo nos estará apoyando desde atrás.
¡Confirmad!
Cabo Siemens fue el primero.
—La primera linea, confirmo órdenes, sargento. Esto colocándome
según la formación ordenada. El Emperador protege.
—El Emperador protege —contestó Wulfe automáticamente.
—¡El Nuevo Campeón confirma la recepción de ordenes! —informó
Lenck un momento después—. Mira y aprende, sargento.
—Guarde sus bravuconadas, cabo —escupió Wulfe—. Sólo haga su
trabajo. Había visto lo suficiente ejercicios de entrenamiento en las bodegas
grandes de la Mano del Resplandor para saber que Lenck era bueno, Por
encima de lo podía esperarse, dado su nivel de experiencia de combate,
pero Wulfe no estaba dispuesto a que se llevara toda la gloria. El hombre ya
era exasperantemente arrogante.
Con el Últimos Ritos II colocándose en formación, los tres tanques de
escuadrón Espada cargaron contra los orkos carga. Wulfe regreso a la
seguridad de la torreta y agarró las asas gemelas del bólter pesado. Mirando
la pared del rugiendo cuerpos verdes, que tenia enfrente, se dio cuenta de
que apenas era necesario apuntar. Apretó el pulgar con fuerza sobre el
gatillo del bólter pesado.
Hubo un ruido ensordecedor cuando el bólter pesado, descargo un lluvia
de proyectiles sobre las hordas alienígenas, destrozando a decenas de ellos
en pequeñas partes. Era una oscura visión cómica, que Wulfe ya había visto
antes. Los salvajes orkos parecían bailar una giga mortal, ya que
literalmente, parecía que estaban bailando, aparte de la lluvia de proyectiles.
El cabo Metzger detuvo el Ultima Ritos II, justo detrás de una duna poco
profunda, que no era mucha protección, pero era mejor que nada.
Mantendría la parte inferior más vulnerable protegida, mientras que el
blindaje frontal, seria el que más impactos recibiría. Por parte del fuego de
los orkos. Luego Metzger abrió la escotilla del casco, y empuño el bólter
pesado, agregando su proyectiles a los de Wulfe, devastando a los enemigos
que trataban desesperadamente de cerrar la brecha.
A esa distancia, Wulfe podía ver sus rostros grotescos con demasiada
claridad, recordándole a los muchos otros pieles verdes, con los que se
había enfrentado a lo largo de los años. Algunos hombres dijeron que todos
los orkos parecían iguales, pero Wulfe sabía distinguirlos. Un rostro en
particular, se podía quedar gravado en su cerebro: una verruga enorme, El
rostro atravesado por una torcida cicatriza. Aunque los orcos de Golgotha
eran lo suficientemente similares a sus parientes lejanos, para desenterrar
recuerdos no deseados, que eran diferentes, también. Eran más delgados y
más fuertes que cualquiera de los que hubiera visto antes, sus músculos
ondulaban como cables de acero. La gravedad de Golgotha había dejado su
huella en ellos. Los había moldeado.
Wulfe echó una mirada a derecha e izquierda, y vio que la primera línea
y El Nuevo Campeón de Cerbera se habían detenido en la formación,
añadiendo su poder de fuego letal. El número de orkos abatidos era
increíble, y un número de los más pequeños se volvió y trataron de huir.
Estos pocos comenzaron a luchar contra la corriente presionando a sus
espaldas, deseosos de escapar del fuego cruzado de los tres tanques, que
estaban matando a muchos de sus congéneres. Era imposible, por supuesto.
Wulfe movía el bólter pesado de izquierda a derecha, ametrallándolos sin
piedad.
Abajo, en la torreta, el cabo Holtz no necesitaba a Wulfe para decirle lo
que tenia que hacer. Tenía mucha experiencia para guiarlo. El Ultima Ritos
II, al igual que muchos de los otros tanques Leman Russ, contaba con un
coaxial cañón automático que podía destruir infantería y vehículos ligeros
con facilidad, lo que permite al artillero, conservar la preciosa limitada
munición del arma principal. Holtz estaba empleando el arma coaxial,
moviendo la torreta lentamente en un arco de noventa grados, disparando
sin cesar, cubriendo la arena de cuerpos sin vida, de orkos. Al otro lado de
la torreta, Siegler estaba sacando munición de una caja de almacenamiento.
Con la increíble tasa de fuego, de Wulfe con el bólter pesado sería
necesario recargarlo en cuestión de segundos.
—No pierdas el tiempo, Lenck —le dijo Wulfe al Nuevo Campeón a
través del comunicador—. Ábrete paso. Los soldados sitiados no podrán
aguantar más tiempo.
—Estoy en eso, sargento —le espeto Lenck.
Efectivamente, Wulfe vio desde su torreta, el resplandor del
Exterminator, abriéndose un camino sangriento directamente a través del
enemigo. La lluvia de proyectiles era asombrosa, era como segar trigo con
una guadaña.
Wulfe sintió que alguien toque la espinilla dos veces. Apartó los ojos
del baño de sangre, y dejó caer la mano hacía abajo, y cogió la cinta de
municiones que Siegler había sacado de la caja de municiones.
—¡Asquerosos orkos! —gritó Wulfe, cuando varios impactos rebotaron
en el blindaje de la torrera, cerca de donde estaba, enviando una lluvia de
chispas en el aire.
Wulfe se agachó, manteniéndose lo más bajo posible sin abandonar la
escotilla por completo.
—¡Destroza a esos bastardos, Holtz! —gritó por el intercomunicador—.
Están concentrando una gran cantidad de proyectiles. Hacía la torreta.
—Tendría que utilizar el arma principal, sargento —argumentó Holtz.
—¡Haz lo que puedas! —grito Wulfe—. Pero no uses el cañón
principal. Estamos demasiado cerca de amigos.
Sin palabras, Holtz giro la torreta de nuevo, disparando con el cañón
automático para derramar otra lluvia letal de proyectiles, que compró para
Wulfe el tiempo que necesitaba para recargar. Con las manos ejercitadas
con la práctica, rápidamente, Wulfe coloco la cinta de munición en el bólter
pesado, tiró con fuerza de la palanca de carga, y se disponía a reanudar el
tiro cuando algo enorme y oscuro saltó por los aires con un rastro de fuego
azul, que se dirigía en línea recta hacía él, y aterrizó con un fuerte ruido
metálico en la parte superior de la torreta. Sólo un metro más cercana y
Wulfe habrían sido fatalmente aplastado bajo el pesado cuerpo de una
monstruosa bestia, con ojos de loco con un cohete rojo atado a la espalda.
Era un soldado de asalto, equipados con retroreactores.
Wulfe y el orko se quedaron mirándose durante un breve instante, y
Wulfe sabía que todo había terminado. El oxidado cuchillo orko ya estaba
en el aire, con intención de cortarle el cuello de un solo golpe. Su bólter
pesado no podía ayudarle.
¡Mierda! pensó Wulfe.
Una marejada de adrenalina pareció enlentecer el tiempo, y lo único que
podía hacer era quedarse mirando la enorme figura del monstruo que estaba
a punto de acabar con su vida. Wulfe no oyó el estallido de fuego. No oyó
como le estaban gritando a través del microcomunicador. Pero vio la mano
del orko como se desintegraba en una niebla sangrienta, seguido casi de
inmediato por su gran cabeza, de dientes afilados. Estalló como una fruta
podrida, y sintió como la sangre del orko, le rociaba la cara, como lluvia
caliente.
El pesado cuchillo oxidado del orko, cayó contra el blindaje de la
torreta. A continuación, el cuerpo sin cabeza lo siguió, cayendo hacía atrás,
cayendo al suelo de la arena roja.
Wulfe no se movió durante unos segundos, estaba confundido, por estas
vivo. No se dio cuenta de los impactos de proyectiles orkos, que impactaron
cerca de su cabeza.
Noto algo poderosamente salado en sus labios, y el mal sabor, hizo que
recupera nuevamente sus sentidos. Era sangre de orko. Se limpió con la
manga y se giro. Mirando hacía la derecha, y vio al cabo Lenck de pie en la
escotilla del Nuevo Campeón, con el bólter pesado apuntando en la
dirección de Wulfe.
Por un breve momento, Wulfe sintió el absoluto pánico, de que Lenck
estaba a punto de disparar.
Había una mirada de triunfo total en los ojos del arrogante cabo. Podría
acabar con la vida de Wulfe con solo presionar en gatillo.
Pero los impactos letales nunca llegaron. Después de un segundo, Lenck
se rio, le dio la vuelta al bólter pesado, en dirección a los orkos y empezó a
dispara. Wulfe miró al asquerosamente satisfecho de sí mismo.
—¡Por el Ojo del terror! —maldito Wulfe—. Ahora estoy en deuda con
él. ¡Maldita sea! ¿Por qué tenía que ser Lenck?
Sus ojos siguieron la línea de los trazadores de Lenck y vio que el
Nuevo Campeón había cortado una profunda, amplia trayectoria en las filas
orkas, lo bastante profundo y lo suficientemente amplio como para marcar
la diferencia para Stromm y sus hombres. Los orkos estaban siendo
empujando lejos de los restos del módulo estrellada, deseosos de evitar ser
sacrificados bajo el torrente de proyectiles explosivos y las ráfagas de los
cañones automáticos. Dejaron cientos de muertos detrás de ellos en grandes
montones de carne humeantes. Wulfe miró más allá de los cuerpos apilados
y vio a los soldados de infantería de Stromm luchando valientemente con
sus espaldas apoyadas en el casco del módulo estrellado. No era un
pensamiento muy inteligente, combatir así sin una estrategia de salida. Sólo
era por pura suerte, o quizá por las maquinaciones del divino emperador,
que las Gunheads habían encontrado a los soldados de Stromm a tiempo.
Si el teniente van Droi no hubiera recogido las débiles transmisiones del
coronel, los Gunheads solo habrían encontrado los cadáveres y carroñeros.
Wulfe había visto antes, y lo dijo a sí mismo otra vez ahora, no habría
sido un soldado de infantería, ni por todo el oro de Agripinaan. ¿Qué clase
de locura hacía marchar a los soldados a la batalla sin por lo menos cien
milímetros de blindaje sólido entre ellos y el enemigo? No es de extrañar
que la vida de un soldado de infantería fuera tan corta. De una forma u otra,
la mayoría morían en los primeros seis meses en misiones de combate. El
promedio de las dotaciones de tanque era casi el doble. Conocía a algunos
hombres que se resentían por eso, pero los tanques y sus dotaciones sacaban
más fuego en el campo de batalla.
A través de las estelas de humo y arena revuelta, Wulfe vio a un hombre
que sólo podía ser el Coronel Stromm. Su porte, sus movimientos, todo en
él irradiaba fuerza y liderazgo.
Él y sus hombres estaban agrupados en formación a su alrededor
estaban luchando desesperadamente contra los orcos que quedaban
presionando desde el otro lado, protegidos del fuego de los tanques por los
mismos hombres que estaban tan ansiosos de matar.
A primera vista, Wulfe juzgó que no había mucho más que doscientos o
trescientos hombres combatiendo de toda la compañía. Y el número iba
disminuyendo incluso mientras observaba. Los orcos mantenían una presión
constante, trepando por los cadáveres de sus muertos para disparar sus
pistolas torpemente, o para cargar hacía delante con sus cuchillas en alto. La
arena estaba cubierta de cadáveres de orkos y se habían convertido en un
lodazal de sangre empapada.
Wulfe se dejó caer en la torreta y empujó el interruptor del selector de
canales, colocándolo en F, banda de seis.
—Coronel Stromm —grito por el comunicador—, tiene su pasillo, pero
no se lo podre mantener por mucho tiempo.
Stromm no perdió tiempo dándoles las gracias. En cambio, él
respondió:
—Entendido, armadura. Haremos lo que podamos. Denos toda la
cobertura que puedan. Stromm, fuera.
Wulfe contacto con Lenck y Siemens brevemente para informarles. Por
un momento, consideró darle las gracia a Lenck, pero no podía olvidar la
mirada en los ojos de Lenck. Decidió que hablarían de ello más tarde,
siempre y cuando ambos salían con vida de esta batalla. Se puso de nuevo
en la escotilla, con la intención de hacer todo lo posible para ayudar a los
hombres de Stromm. Vio a dos escuadrones de tropas de asalto Kasrkin
saliendo del lado del coronel, rápidamente tomando posiciones que les
permitirían mantener el corredor abierto todo el tiempo posible. Se movían
como uno solo, disparando ráfagas limpias, y disciplinadas con el máximo
de destrucción, y Wulfe se encontró que lo estaba impresionado
profundamente. Los Kasrkin eran una raza especial.
Se preguntó lo que hacía falta para seguir estando tan sereno, rodeado
de muerte y el horror, por salvajes orkos, que les sobrepasaban en tres o
cuatro veces. Se maravilló de su calmada eficiencia. Al igual que las
dotaciones de tanques, los Kasrkin gozaban de un cierto grado de
resentimiento por parte de los soldados de infantería estándar. Ellos recibían
una formación especial y equipamiento superior, y los comandantes no
tendían a no usarlos en batallas de desgaste cuando había otras opciones
disponibles. Ahora, sin embargo, que la formación y su mejor equipamiento
estaba siendo utilizados para salvar vidas.
Wulfe se preguntó cómo un soldado podía estar resentido con ellos.
Con el corredor momentáneamente asegurado, los restos de la asediada
infantería comenzaron a replegarse, por lo que era desespera la cobertura de
los tanques del Escuadrón Espada. Mientras corrían, algunos se detenían se
daban la vuelta, dejándose caer sobre una rodilla para devolver el fuego a
los orcos que les perseguían. Cuando los hombres que iban por detrás de
ellos, los sobrepasaban, se levantaron de nuevo y corrían, mientras que
otros los cubrían desde atrás. Fue la mejor retirada escalonada que Wulfe
había visto.
Mientras que las armas secundarias del escuadrón Espada, continuaban
disparando y tartamudeando, contribuyendo a mantener a los orkos
alejados, Wulfe vio al Coronel Stromm corriendo por el centro del pasillo,
un oficial de comunicaciones corría a su lado, portando una bandera del
regimiento de carmesí y dorada, que agitaba sobre su cabeza mientras
corría. Podría haber sido glorioso, sino fuera por todos los agujeros de bala
que había en la bandera.
Wulfe también se dio cuenta, que el brazo derecho de Stromm había
sido atado a su cuerpo. Probablemente se lo había roto, y sin embargo, se
movía hacía los tanques con la misma velocidad como cualquiera de los
otros, se detenía solamente para girar y disparar con su pistola inferno hacía
los orkos más cercanos con gran acierto por su parte.
No tardaron en llegar corriendo a la relativa seguridad, que les
proporcionaba estar detrás de los tanques, no pasó mucho tiempo antes de
que sólo las tropas de asalto Kasrkin estuvieran aun en peligro, El
mantenimiento de la linea defensiva hasta el último hombre era clara. Los
orcos arrojaron su furia y rabia con ellos, y algunos, inevitablemente,
murieron, aunque lucharon hasta el final, con heridas que hubieran causado
la muerte a hombres normales directamente.
El Escuadrón Espada les dio todo el apoyo de fuego que podían
manejar. La mayor parte de la Kasrkin, salió con vida, pero no por mucho.
A medida que corrían hacía la cubertura de los tanques, Wulfe ordenó su
escuadrón mantener el fuego hasta que les ordenara lo contrario. Entonces
se puso en contacto Coronel Stromm.
—¡Supongo que tendrán heridos entre sus hombres, señor! Coloque a
los más graves en las partes traseras de los tanques. Pero manténgalos
alejado de las rejillas del motor y del radiador. Podemos llevarlos y todavía
cubrir la retirada. El resto tendrá que que correr. ¿Qué opina?
Stromm comenzó ladrando órdenes inmediatamente, y la parte trasera
de los tres tanques estuvo pronto atestada de soldados ensangrentados.
Wulfe les habría ayudado, pero que era necesario que continuara disparando
para mantener a raya a los orcos.
—Espada líder —grito Wulfe por el comunicador a Siemens y Lenck—,
regresad marcha atrás hasta la posición de Martillo. Mantened el fuego a
medida que avanzamos, pero no uséis las armas principales hasta van Droi
de la orden. No queremos dispersarlos.
Una breve serie de respuesta le siguieron y, poco a poco, de manera
constante, El escuadrón Espada comenzó a moverse hacía atrás. Fue
entonces cuando el motor de primera línea farfulló y murió. Wulfe podía oír
al cabo Siemens maldecir por el comunicador. El pánico en su voz era muy
claro.
—¡Por el Ojo del Terror!
—Nos hemos quedado varados. Líder Espada. ¡Primera Línea tiene un
gran problema!
Desde su cúpula, Wulfe vio a Siemens golpear con sus puños en la parte
superior de la torreta. Los heridos encaramados, en la parte trasera del
tanque estaban agitados. Los orkos estaban cargando directamente hacía el
averiado tanque.
Algunos de los heridos saltaron y comenzó a cojear por la arena,
claramente dispuesto a apostar por la huida, que apostar por que el motor se
volviera a encender. Otros valientemente dispararon hacía los orkos que se
acercaban.
Pero eso no les detendría mucho tiempo. Wulfe vio como los proyectiles
impactaban contra el blindaje del tanque. Los Cadianos heridos caían por
los lados del tanque, como muñecos sin vida.
Wulfe gritó nuevas órdenes para Lenck, y tanto su tanque, como el
Nuevo Campeón dirigieron sus armas hacía la izquierda, desesperados por
conseguir algo de tiempo para el cabo Siemens. Wulfe sabía Siemens
necesitaba más tiempo. Necesitaba un maldito milagro. Ninguno milagro
llegó.
Mientras que los bólters pesados estaban ocupados rastrillando a los
pieles verdes de la carga, tres orcos con cohetes atados a la espalda de
repente, como salidos de la nada, aterrizando a pocos metros de distancia de
los flancos blindados del primera línea.
Wulfe apenas tuvo tiempo de girar el bólter pesado, hacía la nueva
amenaza, peor en el momento en que aterrizaron, cada uno de los orkos
lanzo una granada, lanzándolas a las cadenas del tanque paralizado.
Tres explosiones sonaban en rápida sucesión, y una nube de polvo y el
fuego estalló en el aire, cubriendo al primera línea de la vista.
—¡Siemens! —gritó Wulfe por el comunicador. No hubo respuesta. Se
volvió inmediatamente hacía los orkos responsables, convirtiendo dos de
ellos en trozos de carne. Dispara a su tercer objetivo, y le dio al cohete rojo
de espalda, y exploto, esparciendo pequeños trozos de orko, en todas las
direcciones.
A medida que la capa de humo y arena alrededor de la primera línea, se
disipo, Wulfe vio el cuerpo de Siemens. Todavía estaba en la escotilla,
desplomado hacía adelante. Su cuerpo estaba carbonizado, y la ropa, el pelo
y la piel aún ardían.
Había agujeros en la armadura del tanque, también. Wulfe veía heridas
abiertas en uno de los laterales donde el blindaje parecía que se había
derretido directamente. Llamás rojas estaban saliendo de las escotillas de la
tripulación, las habían tratado desesperadamente de abrir en sus últimos
momentos.
Cuatro hombres, a los que Wulfe había conocido, habían muerto.
Quemados dentro de un tanque. Regreso al bólter pesado, y comenzó a
disparar a los orkos como si fuera una venganza.
—Que el Emperador en persona os maldiga bastardos —le gritó a los
orkos.
—¿Qué estás haciendo, Wulfe? —preguntó una voz áspera por el
comunicador. Era el teniente van Droi hablando por el canal de control de la
compañía.
—Es la Primera Línea, señor —respondió Wulfe, rompiendo
momentáneamente de su venganza—. Ha sido destruido, señor.
—Puedo verlo, maldita sea —gruñó van Droi—. Sigua retrocediendo.
El Escuadrón Lanza está en posición. Es hora de terminar.
Wulfe apretó los dientes. Siemens no era exactamente un amigo, pero
era un compañero tanquista, un Hermano de Cadia. Era uno de los pocos
que quedaban que había estado con la compañía desde antes de Palmeros.
No se merecía que se cocinan en su tanque. Wulfe no quería pensar en
lo que tenía que haber sido para el resto de la dotación en el interior,
luchando por escapar mientras las llamás los devoraban. Le parecía que
cada vez que Wulfe se enfrentaba a los orkos, tenía que lamentar la muerte
de buenos hombres.
Ordenó a Metzger que continuara marcha atrás, y a Holtz mantener el
fuego del cañón automático.
Momentos más tarde, estaban de nuevo en línea con el Rompe
Enemigos de van Droi y los tanques de la escuadrón martillo del sargento
Richter. El Nuevo Campeón les había adelantado. Lenck no había perdido el
tiempo en descargar su ira hacía los orcos. Tal vez la muerte de Siemens en
realidad no le molesta en su frío corazón.
Con los tanques alineados en una línea de tiro horizontal, el coronel
Stromm ordenó sus hombres, que ayudaran a los heridos ha bajar de la parte
trasera de los tanques y que los colocaron de nuevo a cubierto detrás los
vehículos. Quedaba poco para que comenzaran a disparar, y que era mejor
que se alejaran cuando las armas principales comenzaran a disparar, si no
querían que los tímpanos se rompieron.
Rhaimes y el resto del Escuadrón Lanza eran visibles a la izquierda,
presionando los orcos con un fuego cruzado. El Último Ritos II y al Nuevo
Campeón se les ordenó colocarse en el borde derecho, para cubrir cualquier
intento de los orcos de romper o huir en esa dirección. Los pieles verdes
parecían animados con la visión de tanques a destruir y con gran
entusiasmo cargaron de frente, una maza que grita enojada. Pronto,
estuvieron exactamente donde van Droi los quería. Dio la orden.
—¡Abrid fuego con las armas principales!
Lo que siguió no fue ninguna batalla. Sino una masacre.
Contra la plena furia desencadenada de los Gunheads, los pieles verdes
nunca tuvieron una oportunidad.
SIETE

Gossefried van Droi se quedó mirando, los restos de módulo de


desembarco, masticando el final de un puro mientras, a su alrededor, los
soldados del coronel Stromm, estaban quitándoles las chapas de
identificación, de sus compañeros caídos, despojando a los cuerpos de todo
lo que todavía podía ser de utilidad.
Un trabajo desagradable, pensó para sí, Van Droi, pero sabía que era
esencial. Aquí, en el desierto, las provisiones que habían traído con ellos
eran todos los suministros básicos que habían recibido. Hablando con los
supervivientes, ya había confirmado sus peores temores, Stormm, no había
recibido noticias de otras unidades imperiales. El estado de Exolon seguía
siendo un misterio.
Días oscuros, les esperaban a van Droi, y a sus hombres por delante.
—Que el emperador guíe, a Siemens y a su dotación. Eran buenos
soldados. Y espero que encuentren la paz con el emperador.
Los restos del módulo de desembarco, que había llevado a seis
compañías del 98.º hasta el Golgotha se encontraban en un lamentable
estado, incluso peor que el módulo que había llevado a los Gunheads de van
Droi. Parecía un cadáver, el cuerpo de una bestia gigante, enorme y gris en
descomposición, con las extremidades retorcidas y dobladas, los huesos de
su superestructura de titanio que brillaba a través en el casco había sido
arrancado. Era extraño que alguno de los hombres de Stromm hubiera
sobrevivido al impacto. Otro milagro que añadir, que hubieran durado tanto
contra los ataques orkos, y otro milagro era que hubieran llegado a tiempo,
parecía que el emperador velaba por la vida de los supervivientes de 98.º.
Van Droi se preguntó cuántos hombres y máquinas habría perdido si se
hubiera ordenado a sus Gunheads atrincherarse donde se habían estrellado.
¿Alguna patrulla de reconocimiento de Exolon los habría encontrado? ¿O
los orkos hubieran llegado antes?
Tuvo que reprenderse a sí mismo. No había nada que ganar con estas
especulaciones. Había tomado la decisión de ponerse en camino, y su
decisión de momento parecía acertada. Si no lo hubiera hecho, los soldados
de infantería ocupados de los cadáveres de sus compañeros, probablemente
serian cadáveres sin cabeza, dada la propensión de los pieles verdes, por
cortar las cabezas como trofeos macabros.
La muerte de Siemens pesaba sobre él. Sus diez tanques se habían
convertido en nueve. Una dotación completa se había perdido. La moral se
resintiera, aunque sus hombres estaban comprensiblemente contentos de
haber encontrado a otros supervivientes del descenso planetario más o
menos intactos.
Van Droi aun estaba mirando los restos del módulo, cuando oyó el
sonido de unas botas caminando sobre la arena justo detrás de él. Se dio la
vuelta y se encontró mirando al coronel Stromm al que había juzgado como
unos veinte años mayor de él. Pero estaba equivocado. Se llevaban penas
diez años entre ellos. Incluso cubierto de sangre y polvo, la mirada del
coronel era muy digna.
—Coronel —dijo van Droi.
El coronel era un poco más bajito que van Droi. Y llenaba bien su
uniforme, con músculos, y parecía estar en condiciones de luchar, a pesar de
sus heridas y van Droi tubo el presentimiento de que Stromm había servido
en los Kasrkin anteriormente. Eso parecía por sus reacciones.
Le dio un fuerte saludo y recibió otro de vuelta.
Trámites resueltos, el rostro del coronel de inmediato irrumpió en una
amplia sonrisa.
—Usted sabe, van Droi, que le daría la mano para un apretón, si mi
brazo derecho no estuviera hecho pedazos —dijo, mirando hacía abajo a la
extremidad en cuestión. Estaba en un cabestrillo blanco manchado de
polvo, y sangre de orkos—. Cuando le vi a usted y a sus hombres, salir del
desierto inesperadamente. Como si fueran San Ignacio montado en Persipe.
Pensé que estaba soñando.
Van Droi le devolvió la sonrisa.
—No encontrará a ningún santo entre mi hombres, señor, pero apuesto a
que estábamos tan contentos de encontrarles, como ustedes. Cinco días sin
encontrar rastro de unidades imperiales, y encontrarles a ustedes a sido pura
suerte.
—Suerte o la mano del Emperador —dijo Stromm. Gesticular hacía los
restos del módulo, continuó—. Los de la armada deberían habernos
advertido que el descenso seria peligroso y duro. Sé mencionaron las
tormentas, pero no dijeron nada acerca de que pudieran derribarnos en el
cielo. ¿Y por qué diablos no se nos habló de las limitaciones en el alcance
de las comunicaciones? Me encantaría tener algunas respuestas.
—Tengo más preguntas, señor. Cientos de módulos de descenso,
despegaron lanzaron. Donde aterrizaron las demás, nadie lo sabe, pero
algunas de ellos tuvieron que haber aterrizado con seguridad en Hadron. Si
pudiéramos ver las malditos estrellas claramente por una noche, podríamos
ser capaces de encontrar el camino.
Stromm asintió con gravedad, y luego hizo un gesto para Droi, para que
lo acompañara. Juntos dirigieron hacía una gran carpa que se había
colocado como un centro de mando temporal. El ayudante de Stromm, el
teniente Kassel, estaba dentro. Cuando el coronel y van Droi entraron, se
volvió y saludó.
—Me alegro de verle, teniente —dijo van Droi después de una breve
introducción. Los dos hombres, iguales en rango, se dieron la mano
mientras Stromm se acercó a una caja de municiones y se sentó.
—Héroes malditos, los módulos cisterna. ¿Eh, Kassel?
—Héroes, señor —respondió Kassel con una sonrisa. Sacó dos vasos de
agua y los lleno con agua.
—Ese es el próximo gran problema —dijo Stromm, mirando los vasos
antes de mirar hacía van Droi—. ¿Cómo son tus suministros de agua,
teniente?
Van Droi frunció el ceño.
—No muy buenos, coronel. El combustible es otra cosa que tendremos
que preocuparnos de el pronto. Alimentos, no tanto. He tenido mis hombres
a media ración desde el accidente. Pero estaremos muertos en poco tiempo
si no conseguimos agua y combustible.
Stromm asintió.
—Ha hecho un gran trabajo manteniendo vivos a sus muchachos y en
movimiento. El trono lo sabe, si no fuera por ti, mis hombres estarían
muertos. Estaría muerto. Por lo tanto, no quiero que pienses en mi como tu
superior.
—Pero quiere formar un grupo de combate, provisional —dijo van
Droi, terminando el pensamiento. Dadas las circunstancia seria lo más
lógico. No tiene mucho sentido.
—Sólo por el momento, y en aras de tener una estructura de mando
clara.
—No tengo quejas. Tanques e infantería trabajan mucho mejor juntos.
—Mis pensamientos son iguales. Yo no soy un tirano, van Droi. Te voy
a consultarle a cada paso. Tomara parte de las decisiones como iguales.
—¿Tiene un plan, señor?
—No es mucho, pero está claro que tenemos que salir de aquí cuando
antes mejor. Si el Grupo principal del ejército, no nos ha encontrado por
ahora, las probabilidades de que nos encuentren son nulas. Ya es hora de
que nos movamos. He enviado una seria de grupos de exploradores por los
alrededores. Muchos nunca regresaron, pero uno de los escuadrones de
reconocimiento que regreso, dijeron haber visto una cordillera de montañas
cerca de doscientos clicks hacía el este. Los orcos empezaron a atacarnos
antes de poder salir, pero estoy seguro de que tendremos una mejor
oportunidad de establecer contacto por el comunicador con alguien si
podemos llegar a un terreno más alto.
—Podría ser las montañas de Ishawar, señor, lo que sugeriría que
bajamos mucho más al sur-este de lo estimado originalmente. Si se trata de
la cordillera Ishawar, si viajamos en dirección nordeste, en unos pocos días
de viaje llegaríamos a la zona llamada Balkaria. Y tarde o temprano, si la
operación Tormenta sigue activa, el resto de Exolon estará desplegado cerca
de allí. La Fortaleza de la Arrogancia se perdió en la región noreste de
Hadar. Así que sí, señor. Yo diría que ese es el mejor plan que tenemos.
—Sabía que lo vería a mi modo —dijo Stromm—. Vamos a hablar de
números. ¿Cuáles son sus fuerzas actuales?
—Nueve tanques, todos de la variantes de Leman Russ, todo con
dotaciones completas, además de cuatro transportes pesados Heracles y
ocho camiones. Cinco de ellos están llenos de municiones y suministros. La
mayoría de nuestro personal están hacinados en los transportes pesados.
—¿Cuántos hombres? —preguntó Stromm.
—Ciento veinte y nueve, señor. Cuarenta de ellos son las dotaciones de
los tanques. El resto son equipos de reserva y personal de apoyo. Media
docena están heridos, dos de los cuales están muy graves.
Stromm se volvió hacía Kassel y dijo:
—No vamos a tener problemas en transportes, Hans.
Kassel asintió.
—¿Señor? —dijo van Droi.
Stromm se inclinó hacía delante y levantó uno de los vasos.
—Nosotros tenemos algunas chimeras, la mayoría de los escuadrones
blindados Kasrkin, y un par de transportes pesados y camiones. El setenta
por ciento de nuestros vehículos se destruyeron en el accidente —Stromm
se tomo su tiempo para beberse el vaso de agua—. Ha sido uno de los
factores decisivos en mi decisión de atrincherarnos.
—Incluso si hubiéramos tenido los medios de transporte —dijo Kassel
—, no habría sido una decisión acertada movernos, sin los camiones
necesario para transportar los suministros que vamos a necesitar, y en estos
momentos no sé si tenemos los suficiente camiones.
—Mis equipos de mecánicos son muy talentosos, coronel —dijo van
Droi—. Los vehículos que dice que están inutilizados, estaban dentro del
módulo.
Stromm sonrió.
—¿Cree que sus mecánicos, podrían arreglar alguno de ellos con
rapidez, van Droi?
—Yo diría que vale la pena intentarlo, ¿no?
—Ponga en ello a su personal de apoyo. Kassel, asegúrese de que
tengan todo lo que necesitan.
—Por supuesto, señor.
Stromm puso de pie y caminó hacía la entrada de la tienda.
—Tenemos mucho que hacer, señores.
Después de haber sido despedido, van Droi y Kassel siguieron el
coronel al aire libre.
Van Droi juzgó que solo tendrían unas pocas horas de luz. Sus hombres
tendrían que trabajar bajo la luz de las lámparas. Sería una larga noche para
todos, pero ya tendrían suficiente tiempo para descansar una vez que
estuvieran en marcha de nuevo.
—Si me acompaña, teniente —dijo Kassel—. Le voy a mostrar los
vehículos en los que tienen que trabajar.
—Enséñeme el camino —dijo van Droi, y juntos, él y Kassel se
alejaron, caminando alrededor del módulo, hacía la rampa principal del
módulo.
Cuando sus dos tenientes se marcharon, Stromm agotado se quedo
descansando, sólo por un momento. Sus hombros se hundieron y con una
respiración profundamente agotada. Su brazo todavía duele como el
infierno a pesar de las inyecciones de anaesthesium. Nadie más estaba al
alcance del oído, cogió un pequeño y artesanal Icono del emperador de un
bolsillo lateral de su uniforme, la levantó al nivel de su cara y dijo:
—Señor de toda la humanidad, no hay nada que no haría por ti. Ya lo
sabes. Entonces, ¿crees que puede bajar de tu trono dorado y ayudarnos un
poco?
Después de comprobar los daños exteriores del Último Ritos II, hicieron
una lista de lo que había que reparar, sus faros estaban hechos pedazos,
algunas de la mirillas de visión habría que cambiarlas, y las cajas de
suministros externas del lado izquierdo de la torreta estaban plagadas de
agujeros de bala, pero estas cosas se pueden arreglar fácilmente. Wulfe se
encontró con un poco de bien ganado tiempo de inactividad. Los
escuadrones de apoyo se encargarían de tareas de mantenimiento. El
teniente van Droi había ordenado a las tripulaciones de los tanques que
descansaran y se recuperasen, a sabiendas de que estaban agotados, después
de la batalla.
La tensión y tanta adrenalina era suficientes para derribar a la mayoría,
pero Wulfe no se sentía listo para tratar de dormir todavía. La garganta le
seguía picando, aunque no sabía si era a causa de su cicatriz o debido al
condenado polvo, no podía estar seguro. Bebió un poco de agua, la poca
ración que tenia asignada. Pero pareció ayudarle. Se puso una máscara de
respiración en la boca y la nariz y se fue a dar un paseo. Si era el polvo lo
que le preocupaba, la máscara parecía detenerlo cada vez peor.
Enmascarado o no, su paseo no fue muy agradable. Las arenas del
desierto, estaban llenas de cráteres, ennegrecida por el fuego, y
absolutamente lleno de cuerpos. Por lo menos los cuerpos eran los del
enemigo. Los hombres del Coronel Stromm habían terminado de quitar a
sus hermanos caídos del campo de batalla. Wulfe se alegraba de que lo
hubieran hecho, ya que yacer entre los cadáveres de orkos, era algo indigno,
para un soldado imperial. Muchos de los cuerpos orkos llevaban gruesas
placas de hierro negras, como armadura, la mayoría oxidadas y agujereadas.
Entre las placas, Wulfe vio heridas abiertas cubiertos de arena empapada
con sangre. Estaba doblemente contento con haber cogido la mascarilla
ahora. El hedor habría sido insoportable y sin el filtro de la mascarilla. El
Último Ritos II había matado a muchos de esto animales, sin duda más de
un centenar. Para una compañía de blindados, infantería abatir enemigos
contaba poco en términos de prestigio, incluso en tales números. Para las
dotaciones de tanques matar infantería, no daba prestigio, lo que les daba
prestigio era destruir a otras maquinas, el reto de la máquina contra la
máquina. Así era como un comandante de tanque se ganaba el prestigio.
La tripulación de Wulfe tenía una perspectiva diferente. Después de la
batalla, habían tardado poco en mostrar sus agradecimientos, ofreciendo
oraciones al espíritu-máquina alojado en su cuerpo de metal.
A través de los bloques de la visión, que habían visto como destruían al
Primera Línea. Habían visto el cuerpo de Siemens cocinándose por el
fuego.
¿Por qué eran siempre las imágenes más terribles. Las que se quedaban
grabadas tan nítidas en la mente? se preguntó Wulfe. ¿Por qué podría no
recordar la sonrisa de una chica guapa o una gloriosa puesta de sol, con
unos detalles tan nítidos?
El Primera Línea se había quedado inmovilizado, por la condenada
arena. En los días que los Gunheads había estado en ruta por el desierto,
once de sus máquinas, cinco de ellas tanques, cuatro de los transportes
pesado, y dos de los camiones del modelo Treinta y Seis, habían sufrido el
mismo tipo de averías repentinas: arena en los empalmes, arena
obstruyendo los conductos de combustible. Se tenía limpiar la arena, y
problema resuelto. El problema era cuanto te averiabas en pleno combate,
como le había pasado al Última Línea. Ya que necesitaba un poco de
trabajo, y unos pocos minutos. Siemens y su tripulación habían muerto en el
momento en que ocurrió. Nunca tuvieron una oportunidad. Podía haberle
pasado a cualquiera de ellos. El Último Ritos II podría haberse inmovilizado
con la misma facilidad. Era una cosa cruel lo que le había pasado a
Siemens, pero Wulfe no podía negar sentirse aliviado. Su tripulación estaba
viva. Estaba vivo.
Sus pasos lo llevaron hacía los restos del Primera Línea, y se detuvo a
pocos metros de ella. Solo era un esqueleto negro. Su máquina espíritu se
había ido. Era como uno más de los incontables cadáveres, que lo rodeaban.
Afortunadamente, alguien había retirado a Siemens de los restos de la
torreta. Wulfe esperaba que se hubieran retirado los cuerpos de los hombres
del interior también. Esperaba que los equipos de apoyo que se había
ocupado de eso. Era una tarea miserable. Wulfe había visto algunas cosas
terribles, interiores de tanques pintados de rojo con la sangre, los cuerpos
ennegrecidos fusionados por las llamás por lo que no se podía decir dónde
terminaba un hombre y comenzó otro. No era de extrañar que los soldados
de infantería a veces se hacían referencia a los tanques como «ataúdes de
acero».
Hace años, el Confesor Friedrich, se había adjudicado ese trabajo para si
mismo, trabajaba con rapidez, en silencio y sin ningún tipo de queja. Nadie
le había pedido que asumiera esa carga, les decía que no estaba bien, que las
dotaciones de los tanques, tuvieran que hacer estas cosas. Wulfe esperaba
que el confesor hubiera conseguido desembarcar forma segura con el resto
del regimiento. Era un buen hombre. Dado los horrores a los que tenia que
enfrentarse, no era de extrañar que bebía tanto.
Acercándose a los restos negros del tanque, Wulfe volvió a ver a los dos
grandes grietas de los laterales.
El blindaje se había derretido alrededor de las grietas, extendió una
mano y se encontró que el metal estaba frío al tacto. Caminando hacía el
otro lado, se encontró con otro agujero similar. Había sido golpeado
simultáneamente por ambos flancos con tres impactos separados. Las armas
que había matado había sido granadas propulsados, con cargas huecas. Las
implicaciones eran sombrías. Durante más de dos décadas de guerra, Wulfe
se había enfrentado a la gama completa de las armas antitanque, las minas
magnéticas, cañones láser. Había visto granadas autopropulsadas con carga
hueca, empleadas por los ejércitos de rebeldes y herejes con demasiada
frecuencia, pero nunca las había visto siendo empleadas por orcos. Había
visto como utilizan cohetes simples, pero esta era diferente. Se trataba de un
arma que con un chorro de metal fundido, que penetraba armaduras de hasta
doscientos milímetros de espesor.
A partir de ahora, él y los demás comandantes de tanques tendría que
ser más cautelosos. Los orcos siempre habían sido peligrosos en lugares en
los que tuvieran poca movilidad, especialmente contra infantería. Ahora
también podrían ser peligrosos en espacio abiertos.
Dejando los restos del ultima línea detrás de él, comenzó a caminar
hacía una de las destrozados piezas de artillería orka, que Van Droi había
destruido desde larga distancia. A los diez metros de distancia, se detuvo y
la examino, observando los cuerpos de la dotación de pieles verdes. Eran
poco más que un montón de huesos y cartílagos. Incluso antes de que se
convirtiera en restos quemados, la máquina había sido una cosa fea. A
menudo era difícil de creer que estas maquinas orkas pudieran funcionar.
Wulfe supuso por los daños que el proyectil de Van Droi había causado un
explosión interna al impactarlo. Lo que quedaba de las orugas tractores, le
demostraba que la maquina tenia que ser enorme, casi tanto como su Leman
Russ y, aunque casi no tenían que ser dada la naturaleza del terreno. El
desierto abierto era ideal para máquinas con neumáticos recauchutados.
Orcos lo construían todo de esa forma: grandes, y pesados. Destruir estas
creaciones de locos, era un deber que Wulfe disfrutaba.
—Examinando les restos, ¿no? —dijo una voz ronca detrás de él.
Wulfe volvió para ver a un guardia de asalto Kasrkin de cuclillas en la
arena, inclinado sobre un piel verde sin vida, tirando con un par de pinzas
de metal, de unos de los monstruos colmillos que sobresalían. El Kasrkin se
había quitado el casco, colocándoselo junto a él en la arena mientras
trabajaba. Claramente, el hedor de los cuerpos orkos no le molestaba
mucho. Era más joven que Wulfe, aunque por la profusión de cicatrices que
marcaban su duro rostro añadió un par de años. Su era piel era morena y su
pelo era tan rubio que parecía casi blanco. Posiblemente de surhiver, o de
Derth Kasr, en Cadia, entre los habitantes del norte y del sur había una
especie de fricción, pero que solía desaparecer en el momento que salían de
Cadia. Cadianos tendían a olvidarse de lo colmena que originalmente
vinieron.
—Para ver como son estos trastos —respondió Wulfe.
El Kasrkin no levantó la vista. Tiró con fuerza de sus pinzas, y el diente
ork se soltó con un chorro de sangre. Sacudió las gotas de sangre del diente,
mascullando un juramento.
—¿Cuál es el tuyo, entonces? —le preguntó.
—¿Cómo?
—¿Cómo se llama tu tanque?
—El Últimos Ritos II. Es un Leman Russ estándar.
—¿Es eso cierto? —preguntó el Kasrkin, sin levantar la vista—. ¿Qué
número?
Fijó sus pinzas para extraer el otro colmillo del orko muerto, moviendo
las tenazas hacía atrás y hacía delante, tratando de liberarlo de las raíces de
la mandíbula enorme.
—Nueve-dos-uno —dijo Wulfe, sospechando de las preguntas del
soldado. Los Kasrkin no eran conocidos por ser locuaces. Las
conversaciones con ellos eran raras.
—Nueve-dos-uno —repetido entre gruñidos el guardia de asalto. Ya que
extraer el Colmillo requería mucho esfuerzo—. Sí, te vi. Detrás de tu tanque
cargamos a algunos de nuestras heridas, ¿verdad?
Hubo un crujido agudo. Wulfe hizo una mueca al ver el colmillo salir de
la mandíbula del orko con un chorro de sangre. Sonriendo, el Kasrkin alzó
su premio para que Wulfe podía verlo, blanco como el hueso, largo como el
dedo corazón de un hombre. Dejó caer el diente extirpado en una oscura
bolsa de lona manchada por la rodilla derecha, y dijo:
—Vi lo que le paso a tu compañero. No hay peor modo de morirse,
quemándose en una gran caja de hojalata.
Bien, pensó amargamente Wulfe.
—Eran buenas personas. Y estarán con el Emperador ahora.
El Kasrkin no habló. Cogió su bolsa de los dientes, se puso en pie, y se
trasladó al próximo cadáver de orko.
Wulfe no tenía necesidad de preguntarse por qué el soldado estaba
sacando los dientes. Lo había visto hacer antes. Algunos decían que los
orcos eran supersticiosos y que la visión de otros orkos muertos con los
colmillos retirados, era algo terrible, para ellos y que les producía miedo.
Wulfe lo dudaba. No podía imaginarse a un orko con miedo. Por otro lado,
sabía de soldados que comerciaban con los colmillos, para intercambiarlos,
los paquetes de cigarrillos y botellas de alcohol. Había generalmente al
menos un hombre en un regimiento que podía crear en ellos amuletos o
adornos. A veces, dependiendo del planeta, los civiles ofrecían un alto
precio por esos amuletos. Era ilegal, por supuesto, bajo las leyes de
artefactos alienígenas. El Comisario Slayte había ejecutado a dos hombres
hacía un par de años atrás, por comercia con ellos. En lugar de dispararles
como era habitual, había elegido romperles el cuello. No había ayudado a
su mucho para su popularidad.
El Kasrkin se volvió a centrar en sacar más colmillos y Wulfe decidió
regresar con su tripulación. Tal vez van Droi tendría nuevas órdenes para
ellos. Cuanto antes se fueran, mejor. Sin decir una palabra más a la Kasrkin,
se dio media vuelta y comenzó a caminar, regresando sobre su camino entre
los cadáveres amontonados, pero no había dado diez metros cuando oyó un
gritó.
—¡Hey, Nueve-dos-uno!
Wulfe se volvió.
—Un souvenir —grito el Kasrkin, y arrojó un objeto brillante en el aire.
En su dirección. Wulfe, extendió una mano y lo cogió en el aire. Al abrir los
dedos, vio un largo y curvado colmillo con cuatro raíces puntiagudas.
Todavía estaba pegajoso por la sangre.
Levantó la mirada, esperando alguna explicación, pero el Kasrkin ya se
estaba moviendo hacía otro cadáver, feliz tarareando una melodía.
Wulfe frotó el diente orko en su uniforme de color óxido, para
limpiarlo, y se lo coloco en un bolsillo del muslo, y se alejó. El resplandor
ya se estaba poniendo mientras se acercaba al horizonte occidental. Faltaba
quizás una hora antes de que anocheciera. Esperaba que van Droi tuviera un
plan. Por otra parte, pensó, que tal vez el teniente ya no estaría al mando.

Voeder Lenck estaba acostado, relajándose en la parte trasera del tanque,


después de un buen cigarrillo de iho, cuando el sargento Wulfe se acerco. El
resto de la tripulación del Nuevo Campeón estaba sentados en la arena,
jugando a las cartas y pasándose entre ellos, un cigarrillo de lho, que
contenía algunos ingredientes que no era exactamente permitidos.
Lenck oyó los pasos del sargento en la arena cuando se acercó y levantó
un párpado. Aquí vamos, pensó. El estirado que no era capaz de cuidar de
sí mismo.
Efectivamente, la nariz del sargento se arrugó y se detuvo en seco,
mirando hacía la dotación del Nuevo Campeón. Con sus sentidos embotados
por algún narcótico, y centrados totalmente en el juego, que absorbía toda
su atención, que ni siquiera lo vieron.
—¡Vamos, que mal barajas Varnuss! —dijo un jubiloso Riesmann—. Es
la segunda vez que me das la misma maldita mano. Me las cas a pagar,
maldito culo de grox.
Varnuss, era hombre de cuello grueso, con una mata de pelo de color
naranja brillante, gruñó y dijo:
—Si me entero de que estás engañándote, Riesmann, voy a arrancarte la
nariz y a escupirla en tu cara.
A pesar de la amenaza, metió una mano dentro de su uniforme y sacó
dos frascos de un líquido claro.
Con una mirada sombría, se las paso a Riesmann, quien las aceptó con
una sonrisa de satisfacción, y empezaron a barajar las cartas de nuevo.
—¿Se dan cuenta, señores? —dijo Wulfe bruscamente—, que el juego
del heretic está prohibido por Edicto imperial.
Los tres hombres sentados en el suelo se estremecieron, y tiraron las
cartas a sus pies, las dispersaron por los alrededores. El cigarrillo de lho
cayó al arena donde seguía ardiendo, entrelazando el aire con su humos
intoxicantes.
—Sargento Wulfe, señor —balbuceó Hobbs, el más bajo de los hombres
—. No estábamos jugando al heretic, señor. Sólo eran juego inofensivo
de… er…
Wulfe no le hizo caso. Dio un paso adelante, se agachó y recogió el
cigarrillo de lho, aun encendido y lo olio y dijo:
—¿Te crees que he nacido ayer, estúpido? —Sostuvo el cigarrillo
delante de la cara del hombrecillo—. Esta mierda te ha comido el cerebro,
es lo único que explicaría, que pensaras que mintiéndome podrías salirte
con la tuya.
Lenck abrió los ambos ojos, y giro la cabeza en dirección al sargento
Wulfe, y, con un exagerado suspiro, se deslizó hacía abajo, desde el lado del
nuevo campeón. Es hora de ver si el salvar la vida del sargento fue un error
o no, se dijo a si mismo.
—Es mi culpa, sargento. Ha sido culpa mía. Lo siento.
Los ojos de Wulfe se estrecharon.
—¿Está aceptando toda la responsabilidad de este, cabo? Me resulta
difícil de creer.
La Camisa de Lenck estaba sin abotonar, atada alrededor de su estrecha
cintura mientras él descansaba, pero ahora se la tiró hacía arriba,
encogiéndose de hombros en las mangas y abotonándose por encima de su
pecho. Sus placas de identificación tintinearon mientras lo hacía.
—Les enseñé un nuevo juego mientras aún estábamos en la
disformidad, señor. Se llama módulo en forma. ¿No es así, muchachos? Es
un buen juego el módulo forma. Sin embargo, sargento, que tiene un
aspecto muy parecido al heretic para el ojo inexperto. Puedo entender que
confundiera uno con el otro.
Wulfe le miró.
—¿Es verdad, Lenck? Porque yo podría haber jurado que oí decir algo a
Riesmann sobre el heretic. Pero digamos que te creo. ¿Qué tienes que decir
al respecto esto? —Por segunda vez, levantó el dudoso cigarrillo de lho.
—Ah, ahora no es culpa mia, sargento —dijo Lenck amigablemente—.
Nos lo dio uno de los hombres del coronel Stromm. Me pareció que había
algo raro en él, para ser honesto.
—¿No me digan, muchachos? Un soldado de infantería, compartiendo
sus cigarrillos con nosotros los tanquistas, ¿no es sospechoso tanta
generosidad?
—Les dije a mis hombres que no se lo fumara, pero no fue una
recomendación no una orden.
—¿Y ese misterioso soldado de infantería tiene su nombre? ¿O más de
sus cigarrillos? ¿Y bien?
Lenck negó con la cabeza, sin pestañear, sin romper el contacto visual
con su líder de escuadrón.
—Sólo uno, sargento. Se lo puede quedar si quieres. No es asunto mío si
le gusta un poco de humo de vez en cuando.
Vio el cambio de color, en la cara de Wulfe y sabía que había pisado
peligrosamente cerca de la línea, pero tenía que saber hasta dónde podía
llevar las cosas con el sargento, sabía que lo odiaba con claridad, pero le
debía la vida.
Wulfe caer el cigarrillo al suelo y lo piso con la suela de la bota.
Riesmann se estremeció miserablemente.
Wulfe se acerco a Lenck y, en voz baja, y dijo:
—Esta pensando en ello, ¿no es así, cabo?
—¿Pensando en qué, sargento? —respondió inocentemente Lenck.
—No te hagas el tonto. Lo vi en sus ojos después de matar al orko.
Pensaste en dispara unos cuantos proyectiles en mi, ¿no? Son armas
peligrosas, los bólters pesados. Ellos golpean como un uro. No es difícil,
que unos cuantos proyectiles se desvíen durante el fragor de la batalla.
¿Quién sabe? Los otros podrían haberle creído.
Lenck parpadeó, fingiendo una expresión de horror. Conociendo con el
nivel de voz del sargento dijo:
—Estás fuera de la tuerca, Wulfe. Pero no debería estar sorprendido.
Usted me tiene manía, desde el día que me uní a este regimiento. No tengo
ni idea por qué. ¿Un complejo de inferioridad, tal vez? A lo único, que le
dispare hoy fue a los orkos, a un montón de ellos. Pero, si quiere decirme
cuál es tu maldito problema. Soy todo oídos. Si no…
Wulfe dio un paso atrás, con los puños apretados, y Lenck se preparó
para esquivar un golpe, pero el gruñente sargento no golpeo. En cambio,
dijo una sola palabra.
—¡Dunst!
—¿Qué? —pPreguntó Lenck.
—¿El nombre de Dunst significa algo para usted, cabo? Concretamente
Victor Dunst.
El sargento estaba esperando claramente algún tipo de reacción, pero el
nombre no significaba absolutamente nada para Lenck. Se encogió de
hombros y dijo:
—¿Debería?
Wulfe le devolvió la mirada. Después de un momento, la fría rabia en
sus ojos parecía débil, y él dijo:
—No, Supongo que no. Trono, Dunst podría ser el doble de su edad por
ahora.
Lenck le devolvió la mirada. Este hijo de puta tiene un tornillo suelto,
pensó. Escuchando los ruidos en el interior de un tanque tanto tiempo, le
había dañado el cerebro del hombre. El sargento no estaba mejor que el
idiota de su cargador.
—Voy a olvidar lo que he visto, aquí sólo por esta vez —dijo Wulfe—.
Por lo que pasó hoy. Pero ahora estamos a paz. ¿Lo comprendéis? Usted y
sus hombres serán más disciplinados, de una puta vez, Lenck. Tal vez la
vida era un poco más relajada en la maldita reserva, pero déjenme decirles
algo acerca de los Gunheads. Nosotros cumplimos con nuestro deber.
Trabajamos para nuestros oficiales. Y el trono me ayudara, ya que voy
hacer esto una misión personal.
El sargento mantuvo los ojos fijos en los de Lenck, como si lo desafiara
a decir algo inteligente, pero, si Wulfe había esperado ver el miedo en ellos,
no tuvo suerte. Lenck le devolvió la mirada con una apenas reprimida
sonrisa.
—Es un ejemplo para todos nosotros, sargento —dijo Lenck. Entonces
se giro hacía su dotación—. Dad las gracias sargento por explicarnos el
potencial peligro de los regalos de sospechosos y por no sancionarnos por
jugar a las cartas.
Como uno y sin ningún rastro de la sinceridad, la tripulación de Lenck
gritó:
—¡Gracias, sargento Wulfe!
La mirada de Wulfe no cambió.
—¿Y usted, cabo? —le preguntó.
—¿Yo, sargento? —dijo Lenck—. Yo estaba dormido en el tanque. Yo
no estaba jugando a las cartas, y nunca he fumado del cigarrillo de lho en
mi vida. Esa es la propia verdad del Emperador, lo juro.
Wulfe se sentía burlado, pero al parecer no tenía nada más que decir. Se
dio la vuelta y se alejó, con los puños aún apretados a su lado.
Lenck observó el sargento alejarse por un momento, pensando en quién
era ese Victor Dunst, y pensando que podría ser útil, averiguar, quien era.
Saco un cigarrillo de lho del bolsillo de la camisa y le dio la vuelta en el
aire, atrapándolo entre los labios. Luego sacó un encendedor de otro
bolsillo, lo encendió, y le dio una profunda bocanada al cigarrillo.
—Que tengas un buen día, sargento jodeculos —dijo y se volvió a
unirse a la próxima mano de cartas.
OCHO

Las nubes bajas sobrecargadas parpadeaban como lámparas rotas, tal era la
intensidad de los combates cerca de Karavassa.
—¡Atención al barranco hacía el sur-este! —gritó Bergen por el
micrófono del comunicador—. No dejéis que flanquean a las compañías
blindadas por la derecha.
La artillería móvil, principalmente Basilisk, estaban disparando cerca de
su posición, Bergen estaba en el chimera de mando, nubes de negro humo
se arremolinaban alrededor del chimera con cada ensordecedora descarga.
A través de sus prismáticos, el general de división observó las grandes
columnas de fuego y aren, causadas por los proyectiles de los basilisk.
Actualmente, estaban causando una terrible destrucción entre la infantería
orka.
La 10.ª División Acorazada había llegado a las colinas rocosas,
rodeando el antiguo puesto de avanzada Imperial unas horas después del
amanecer. Era el undécimo día desde el desembarco planetario, y las
fuerzas de Bergen llevaban dos días, de retraso sobre exigente plan del
General Deviers. Las condiciones en el Golgotha eran muy frustrantes.
Hora tras hora, sus fuerzas se había visto obligadas a interrumpir su viaje
hacía el este, para facilitar las reparaciones. El maldito polvo estaba
haciendo estragos en las máquinas imperiales. Y en los soldados, también
era igual de molesto. Decenas estaban enfermos. Bergen había desarrollado
una propio tos áspera y su saliva se teñía de rojo.
Cuando la 10.ª División había dejado de base Hadron hace seis días, el
general de división se había inquietado por la incorporación en el último
minuto del tecnoadepto Armadron. Para su conocimiento, nadie del 18.º
Grupo del Ejército había pedido al Adeptus Mechanicus tal honor. Bergen
se lo tomó como otro indicador de la agenda oculta, que estaba convencido
de que tenia el Adeptus Mechanicus. Hasta ahora, en su limitadas
conversaciones, con Armadron, nada de lo que se había dicho, le había
convencido de lo contrario. El Tecnoadepto insistía en que su superior le
había ordenado acompañar a la división de Bergen por pura preocupación
por su éxito.
El culto de la máquina había maniobrado fuerzas imperiales hasta aquí,
y tarde o temprano, Bergen pretendía averiguar por qué. Aun así, Bergen
tenia motivos para alegrarse de la asistencia de Armadron. A pesar de su
presencia inquietante, el tecnoadepto habían demostrado ser un activo
particular. Era un miembro del brazo technicus del sacerdocio y, en estrecha
colaboración con las dotaciones de apoyo, había hecho muchos esfuerzos
para mantener las columnas de tanques. Sin sus esfuerzos incansables y
experiencia, Bergen dudaba de su división podría aguantar este ritmos,
muchos días más. Las prisas del viejo Deviers, estaban haciendo estrago
sobre sus tanques.
A pesar de estar plagado de problemas, el viaje aquí era la parte más
fácil. Ahora que tenían otros problemas con los orkos. Regimientos enteros
cargaban hacía adelante para entrar en combate contra ellos, que se estaban
vertiendo de las imponentes puertas de hierro del puesto avanzado, el
maldito polvo estaba resultando ser muy problemático en la batalla, unos
cuantos de los tanques del coronel Vinnemann estaban obligados a luchar
desde posiciones estáticas, inmovilizados a principio del asalto, por tener
los conductos obstruidos por el polvo. Sin las valientes dotaciones de los
tanques de recuperación, no se habían arriesgado al fuego enemigo para
retirar a los tanques, fuera del alcance de los orkos, los abrían destruido.
Escudriñando a través de sus magnoculars, Bergen vio como los
refuerzos de los pieles verdes se empujaban entre si, en su afán de unirse a
la refriega.
—Centre un par de piezas, sobre los orkos que salen por las puertas
principales —comunico Bergen a su comandante de la artillería—. Dispare
mientras están amontonados. ¡Pero no dañe la superestructura! Recuerde,
tenemos que tomar el puesto de avanzado intacto.
Su división no había podido sorprender a los orcos, pero en realidad era
lo esperado. Las torres de piedra arenisca gruesas de Karavassa tenían una
vista imponente de los alrededores. No fueron las torres las que habían
levantado la alarma en primer lugar, sin embargo. Sus columnas blindadas
habían sido avistadas cuando aún estaban a unos treinta kilómetros de la
base. Patrullas en motocicletas orkas patrullaban la zona, y con sus potentes
faros iluminando el desierto. Algunas de estas patrullas habían rugió por
entre altas dunas y sorprendieron a las columnas imperiales. Una súbita
lluvia de proyectiles, había agitado la arena por todas pares y se lanzaron al
ataque.
Las motocicletas orkas eran ruidosas, de gran tamaño, con grandes
ruedas y tubos de escape muy ruidosos, pero sin duda eran rápidas. Sus
jinetes se habían mostrado sorprendente cometidos para ser orcos, algunos
se volvieron rápidamente por donde habían venido y rápidamente fueron a
alertar al resto de la horda. Los tanques de Vinnemann habían logrado
destruir la mayor parte de ellas, ya que les mostraban las espaldas, pero
algunas habían escapado.
A medida que la división se iban acercando en al puesto ocupado, con el
amanecer convirtiendo en cielo en un resplandor rojo infernal, Bergen había
sacado la cabeza por la escotilla de la torreta del chimera de mando, para
ver una enorme fuerza orka: una horda de infantería de pieles verdes, contó
que deberían ser unos miles, apoyada por tanques, artillería, vehículos
ligeros, y un buen número de esos artefactos ridículos y pesados que los
orkos, amaban construir. Esos acorazados parecían cubos rojos de gran
tamaño con piernas de pistón. Sus brazos se agitaban perversos de aquí para
allá, su hojas zumbaban, y sus garras chocando, ansiosos por comenzar el
derramamiento de sangre. Y Estaban cubiertos de armas: lanzallamas,
lanzacohetes, akrililladores pesados y cualquier otra cosa que pudieran ser
atornillada al casco de la maquina. Eran absolutamente letales para la
infantería, pero no eran rivales para los tanques imperiales. Las unidades de
Vinnemann ya habían destruido a una treintena de ellas a larga distancia,
convirtiéndolas en chatarra ardiendo, que llovió sobre los orkos que estaban
por sus alrededores.
—¡Infantería, mantened el avance! —ordenó Bergen—. El coronel
Vinnemann, tiene a tres de sus compañías avanzando en apoyo de la
infantería en el flanco izquierdo. Enviaría el resto directamente por el
centro. Pero antes tendríamos que eliminar a sus maquinas, para dar a los
soldados la oportunidad de luchar. Tenemos que abrir una brecha en la
horda.
El chimera de mando de Bergen, el Orgullo de Caedus, había tomado
posición en un punta de roca sólo a algunos kilómetros al suroeste de las
murallas del puesto de avanzada. Incluso sentado en la escotilla de la
torreta, era un lugar arriesgado, para establecerse.
Si hubiera sido el defensor en lugar del atacante, que habría ordenado a
la artillería, batiera la zona, en que el comandante enemigo había elegido,
para supervisar sus fuerzas. ¿Tales pensamientos solían pasársele por la
cabeza a los líderes orkos? Bergen lo sabía, pero su necesidad de una buena
vista del campo de batalla, pasó por encima de sus preocupaciones.
Una serie de explosiones ondulantes al noreste de su posición le hizo
girarse. Una de sus Compañías de infantería mecanizadas, de diez quimeras,
y en cada uno un escuadrón de endurecidos soldados de infantería, estaba
tratando de seguir adelante en apoyo de los soldados de a pie. Pero una
escuadra de tanques, máquinas imperiales de la última guerra, reconvertidas
casi de un modo irreconocible. Con blindajes y armamento desconocidos,
se habían liberado de su compromiso con una compañía de Leman Russ de
Vinnemann, y aceleraban hacía las quimeras con los cañones disparando.
Bergen vio como dos de las quimeras, fueron golpeados de frente, uno
de ellos recibió un impacto tan fuerte que se volcó sobre su espalda. Vio
como se abría la compuerta trasera. Y la escuadra de soldados comenzaron
a salir a tropezones, desesperados por estar lejos del chimera incendiado,
antes de que su municiones y depósitos de combustible explotaran. La
mayoría estaban heridos. Y cayeron sobres sus piernas temblorosas. Se
apresuraron desesperadamente por levantarse de nuevo. Demasiado tarde.
Con un gran auge de fuego y humo, la chimera, exploto levantándose en el
aire. Sólo dos de los soldados lograron escapar de la explosión. Bergen
soltó un maldición y volvió sus ojos.
Los soldados del otro chimera tuvieron más suerte. La cabina estaba en
llamás, y su conductor ciertamente muerto, pero la escotilla en la parte
posterior, se había abierto, y los soldados estaban dentro disparando con sus
rifles láser, desde las troneras.
Bergen conocía esos rifles láser no podían hacer nada contra las
máquinas orkas.
Estaba a punto de comunicarse con Vinnemann, para que los apoyara
cuando un trío de tanques Leman Russ paso al lado de los chimeras, en el
momento justo. Giraron sus torretas hacía la derecha, al unísono, y
dispararon a los tanques orkos en un rango medio. Una de las máquinas
orkas fue alcanzado por un proyectil antiblindaje perforado el blindaje
frontal del tanque enemigo, porque Bergen lo vio explotar
espectacularmente, la torreta giro en el aire sobre un columna de fuego
naranja deslumbrante.
Las otras dos máquinas orkas todavía estaban centrándose sobre la
infantería mecanizada. Los soldados aun les estaban dispararon, pero fue
inútilmente. Las descargas impactaban inofensivamente contra el grueso
blindaje rojo. Un segundo más tarde, sin embargo, los tres Leman Russ
volvieron a disparar, y los tanques orkos fueron golpeados duramente, Las
dotaciones de orkos, intentaron salir, algunos de ellos aullando mientras las
llamás lamían su carne verde curtida. Los soldados Cadianos se movieron
en línea recta, vertiendo descargas contra las dotaciones de orkos, que
continuaron ardiendo hasta que no quedo nada de ellos, Solo quedaron
trozos negros de carne.
—¡Comandante Vinnemann! —comunico Bergen con urgencia—.
Tenga en cuenta, que tenemos la artillería, centrada en los refuerzos orkos,
que salen de la puerta principal adicional. ¿Cuál es su situación?

Mi estado, pensó el coronel Kochatkis Vinnemann. Es que estoy sufriendo


por el dolor de espalda. Maldijo su estupidez. Como tanto la de él como la
de sus hombres, que casi habían llegado al puesto de avanzada,
completamente preocupados por la batalla que se avecinaba, se había
olvidado de tomar la medicación vital que ayudaría a su sistema
inmunológico. Habían pasado años desde la cirugía del implante, pero su
cuerpo todavía firmemente se negaba a aceptar la columna vertebral
augmética. Tenía que tomar grandes dosis regulares de inmunosupresores y
analgésicos contra el dolor, para funcionar a pleno rendimiento. Pero no
tenia tiempo para detenerse y tomarse las ahora, todavía estamos
comprometidos con tanques hostiles. La novena compañía se ha reducido a
la mitad de su fuerza de combate original.
Las Cuartas y Quintas compañías tienen múltiples pérdidas. Estaban
tratando de maniobrar, para flanquear a los orkos.
—¡Comandante de la División! —dijo una voz por el comunicador—.
¡Comandante de División! ¿Me recibe?
Era el coronel Vinnemann.
—Le recibo Vinnemann —dijo Bergen—. Adelante.
—Tengo una visual en vehículos ligeros enemigos maniobrando por
nuestra izquierda a ametrallando a nuestras líneas delanteras. No puedo
enviar ninguna escuadra de tanques para destruirlos. Repito, no puedo
enviar ninguna escuadra de tanques. Tenemos tanques hostiles al frente y
por derecha, y estamos recibiendo un intenso fuego de la artillería situada
en el interior de la base.
Bergen enfocó sus magnoculares hacía derecha hasta que encontró las
máquinas en cuestión. Había diez de ellas: buggies de guerra orkos,
erizados de akribilladores pesados, lanzacohetes y otras armas que le eran
desconocidas. Se dirigían rugiendo en línea recta hacía la líneas de
infantería Cadianas. Los hombres estaban expuestos, ocupados tratando de
empujar a la horda de infantería orko. Pronto serían sacrificados bajo el
fuego concentrado de los buggies…
—División de Reconocimiento Dos —comunico Bergen—. Entre en
combate.
—Reconocimiento dos, órdenes recibidas fuerte y claro, señor.
—Los vehículos ligeros orkos avanzaban contra nuestra infantería a
gran velocidad. Mira a sus dos. Los chicos necesitan un poco del apoyo, de
sus sentinels, ¿no le parece?
El hombre en el otro extremo del comunicador era el capitán Munzer.
Bergen podía imaginar la sonrisa, en el rostro marcado por la cicatriz
cuando contesto.
—Mi sentinels se están moviendo para interceptarlos, señor. Vamos a
pillar a esos bastardos por sorpresa. Disfrute del espectáculo.
Segundos más tarde, Bergen vio a las máquinas bípedas de Munzer,
salir por detrás de una colina rocosa por la derecha de los buggies. Cada
uno de los sentinels del modelo Cadia lucía un cañón automático, ideales
para destruir a sus objetivos. Los vehículos orkos fueron destrozados por
una la lluvia mortal. Los tanques de combustible se encendieron y
explotaron, y las dotaciones de orkos, fueron expulsado de los vehículos.
Ardiendo.
No podía oírlos, pero Bergen pudo ver la infantería animando a los
pilotos de los sentinels. Los vítores se detuvieron en seco cuando cinco de
los sentinels se desvaneció de repente en una gran bola de fuego. Unas
columnas negras de humo habían surgido de Karavassa para unirse a la
refriega. Más artillería orka. El supervivientes sentinels de inmediato se
volvió e identificaron a sus atacantes, pero la distancia era demasiado
grande para dispararles.
Por el comunicador Bergen oyó al Capitán Munzer ordenar a sus
sentinels que se dispersaran, para no proporcionarles un objetivo tan fácil
de nuevo.
Vinnemann no tardo en ponerse en contacto con Bergen, por el
comunicador.
—Señor, hay que hacer algo con la maldita artillería… voy a pedirle una
vez más, señor, qué concentre el fuego de los Basilisk detrás de esas
paredes. ¡O sea artillería tarde o temprano nos hará pedazos!
—Negativo, coronel —Bergen respondió con pesar—. El objetivo debe
ser tomado intacto. Contamos con fuego de artillería enemigo justo fuera de
las puertas principales. Necesito a una de sus compañías, para que se dirijan
hacía allí. Ya sé que no te gustan las ordenes, coronel. Pero la situación es
condenadamente complicada es lo que hay. Pero hay que hacer lo que se
pueda.
—¡Por el Ojo del terror! —maldeció Vinnemann—. Entendido,
División. Estamos en ello. Vinnemann, fuera.
Pulsó un botón del en el auricular, el cambio al canal del tanque de
mando.
—Escuchen —les dijo a su tripulación—. Nuestras tropas están
haciendo daño por ahí. No sólo los tanquistas, pero muchos de los soldados
de Marrenburg, están en apuros. Así que parece que el Ángel tienen que
entrar en la lucha, después de todo.
Este anuncio fue recibido con aplausos resonantes de su tripulación.
Hasta cierto punto.
El Tanque de Vinnemann, El Ángel del Apocalipsis, era víctima de su
propio diseño magnífico. Era un tanque Shadowsword súper pesado,
antiguo y mortal, pero su cañón Volcanno, originalmente había sido
diseñado para enfrentarse a Titanes traidores y similares. Pero su uso estaba
demasiado especializado para merecer ser alineado en batallas más
convencionales, incluyendo ésta.
Hoy, sin embargo, iba a llegar a demostrar lo que podía hacer. La sola
idea de ponerlo en acción, era suficiente para superar el dolor de la espalda
de Vinnemann.
—Bekker —dijo, dirigiéndose a su conductor—, muévase por detrás de
esa colina a la derecha. El resto de ustedes, prepárense para el disparo.
Estamos a punto de hacer las cosas más interesantes por aquí.
Con una gran tos traqueteo por los tubos de escape, El Ángel del
Apocalipsis retumbó en marcha.
Bergen oyó el enorme rugido del Shadowsword de Vinnemann, dirigirse
hacía un lugar poco profundo, para encontrar un buen ángulo de disparo.
Las piezas de artillería orkas habían dirigido su atención hacía las líneas de
avance de la infantería. El destino de la infantería de Cadia era critica,
contra una andanada de la artillería orka. Decenas de ellos morían con cada
disparo letal, y los pieles verdes, usarían la brecha creada por la artillería,
para penetrar entre las filas de cadianos, para masacrarlos cuerpo a cuerpo.
En otras partes, los tanques de Vinnemann mantenían sus propios combates,
contra las técnicamente inferiores, pero mucho más numerosas máquinas
orkas. Humeantes cráteres cubrían el suelo, dando cobertura a pequeños
grupos de hombres aterrorizados que habían perdido los nervios. A través
de sus prismáticos, Bergen vio a uno de esos grupo apiñados, los ojos
cerrados, las manos apretadas sobre sus oídos. Era difícil ver a través de
todo el humo y el fuego, pero eran claramente, soldados recién reclutados.
¿Dónde estaría su maldito sargento? se pregunto Bergen, si el
comisario del regimiento, advertía que estaban acurrucados allí, paralizados
por el miedo y el pánico, no vivirían para convertirse en soldados veteranos.
Las Ejecuciones por cobardía eran brutales. No había apelaciones. A
Bergen no le gustaban las ejecuciones, pero era el modo de hacer de la
Guardia: hacer tu deber y morir bien, o huir de tus deberes y morir sin
honor.
Se compadeció de ellos. Es fácil perder la cabeza, cuando todo a tu
alrededor se iba al infierno.
Se puso en contacto con el coronel Graves.
—Graves parece que algunos de los novatos han perdido su sargento.
Están acurrucados en un cráter a tus diez. Envía a alguien, para obligarles a
luchar. Si los orcos los encuentran primero, van a ser asesinados.
La respuesta del coronel Graves fue un breve:
—Recibido.
Segundos más tarde, Bergen vio como un sargento del escuadrón de su
izquierda, se dirigía hacía los novatos apiñados. Pero algo desviado su
atención, por un estruendo agudo que se elevó desde la derecha. Había oído
antes, aunque lamentablemente en raras ocasiones. Escuchar ahora le causo
una emoción que le recorrió todo el cuerpo. De inmediato se enfocó sus
magnoculares hacía el Shadowsword de Vinnemann y vio un resplandor
blanco que formo en la boca de su enorme cañón. Sabiendo lo que estaba
por venir, volvió los ojos hacía las piezas de artillería autopropulsados
orkas, que habían salido por las puestas de la base. El exceso de
musculatura de las dotaciones de artillería, que estaban introduciendo
proyectiles del tamaño de barriles de aceite en la recámara de cada arma,
preparándose para pulverizar las líneas Cadia que avanzan una vez más.
Hubo una estruendo todopoderoso, como un trueno, tan cerca que
Bergen sintió resonar profundamente sus huesos. Todo en el área fuera de
las puertas principales del puesto avanzado estuvieron envueltos en una luz
blanca cegadora. Bergen creyó la fila de máquinas de guerra pieles verdes,
pero sólo pudo verlas durante una fracción de segundo. Mirar directamente
a la luz era doloroso, y cerró los ojos.
Una imagen posterior brillante del rayo letal del cañón volcanno se
mantuvo detrás de sus párpados. Cuando abrió los ojos de nuevo, vio que
un buen número de las máquinas enemigas había dejado de existir.
Burbujeantes piscinas de metal líquido era lo único rastro dejado. Las
Otras, a las que no había golpeado directamente, ya no volverían a disparar
contra sus hombres. Sus tripulaciones habían sido asadas, hasta convertirlas
en ceniza. El calor que provoco el impacto del Volcanno al impactar a los
cañones vecinos era simplemente demasiado fuerte para sobrevivir.
La infantería Cadia había visto, todo lo que había sucedido. Y una gran
alegría sonó desde el campo de batalla cuando sus espíritus se levantaron, y
se lanzaron hacía delante, inspirados por el increíble despliegue de poder
que habían presencia desde su propio lado. Bergen podía sentirlo en el aire,
el momento especial que cada comandante esperaba ansiosamente. Fue el
principio del fin.
Se puso en contacto con Vinnemann.
—El infierno en un solo disparo, les dará que pensar a esos salvajes
asquerosos.
Vinnemann respondió a través de respiraciones jadeantes:
—Gracias, señor. Genial de poder disparar el viejo Volcanno después de
tanto tiempo. Hemos gastado mucho combustible. Necesitaremos que nos
envíe a un camión para recargar combustible.
—¿Estás bien, Vinnemann? Suenas…
—No se preocupes por mí, señor —respondió Vinnemann—. Es lo de
siempre. Ya me encargare de ello, cuando pueda.
Bergen estaba escaneando el campo de combate, viendo a su fuerzas
cobrándoles un alto precio a los orkos.
—No tendrá que esperar mucho tiempo. Nuestros muchachos están
realmente presionando hacía adelante ahora. Parece que están inspirados,
por Terra. Están atravesando las líneas orkas como una bayoneta la
mantequilla.
Y no era mentira. La fuerza y el instinto para la batalla brutal de los
orkos simplemente no fueron suficientes para mantener a raya a las fuerzas
imperiales bien coordinados por más tiempo.
Dentro de una hora, las paredes de Karavassa fueron traspasadas.
NUEVE

Los tiroteos todavía tartamudeaban aquí y allá a lo largo de las estrechas


calles de Karavassa, pero los sonidos de la batalla eran poco más que
débiles ecos de la locura y el derramamiento de sangre que ya había pasado.
El puesto avanzado había sido retomado. Bergen había logrado su objetivo.
El general Deviers tenia la primera de las posiciones que defenderían, las
rutas de transporte entre Hadron Base y su destino previsto al este.
Uno de los pelotones mecanizados del coronel Marrenburg había
encontrado y matado al líder orko, un abominación de tamaño monstruoso,
asegurando al mismo tiempo la vieja construcción de comunicaciones
Imperiales en el centro de la base avanzada. Bergen había sido invitado a
verificarla esto tan pronto como la zona, fue juzgado como libre de
amenazas significativas. Ahora estaba en una gran sala de techo bajo,
mirando hacía abajo en el cuerpo, estupefacto por el tamaño de la criatura
que yacía inmóvil en el suelo de piedra a sus pies. Su olor era insoportable,
a sudor rancio y basura podrida.
Juzgó al Señor de la Guerra orko, caído, por lo menos era dos metros y
medio de altura, y de parecida distancia entre hombro y hombre, sin incluir
los trozos de placas de hierro que se habían sido atornilladas entre sí para
formar una tosca armadura. Habría que tenido que encorvarse sólo para
encajar dentro del edificio, pero los orkos, ya tendían a encorvarse todos
modos, debido a las enormes músculos excesivamente desarrollados que
cubrían sus cuerpos.
Había un cráneo mal pintado y sujetando una daga entre sus dientes, en
su armadura frontal, el símbolo del miserable clan al que pertenecía. Bergen
no reconoció el glifo.
—No es el peor hijo de puta, que ha conocido, señor —dijo el coronel
Marrenburg. Dando un paso adelante, deteniéndose junto a Bergen.
—No es el más guapo, Edwyn —respondió Bergen—, de eso estoy
seguro. ¿Estamos seguros de que éste era el líder?
—Siempre es el más grande, ¿no? —dijo Marrenburg—. Además tenía
a un guardaespaldas, protegiéndole. He perdido a once hombres, para
abatirlo.
El coronel aparto de su camino el grueso antebrazo del orko muerto, con
desprecio. Bergen vio la enorme mano sin vida en el suelo. Los gruesos
dedos de la criatura, parecía que podrían ser capaces de aplastar los huesos
de una hombre con facilidad.
—Pero al final pago por la vidas de mis hombres —dijo Marrenburg—.
¿Le importa si fumo, señor?
—Adelante —dijo Bergen—. Tal vez enmascare un poco el olor.
—Tendremos que limpiar este lugar en muy poco tiempo, señor —
respondió Marrenburg mientras sacaba un paquete de cigarrillos de su
bolsillo. Y ofreciéndole uno a Bergen uno.
—No, gracias.
—Lo siento, señor —dijo Marrenburg con una sonrisa—. Siempre se
me olvida que no fuma. De todos modos, los ingenieros están trabajando
para establecer algún tipo de comunicación. No tardaran en encontrar una
solución a los problemas de las comunicaciones de largo alcance.
Bergen se apartó de la orko muerto.
—De un modo indirecta, supongo. Que los Tecnosacerdotes habrán ido
instalando cables bajo la arena, entre las dos bases, una especie de línea fija
que insisten hará el trabajo. Armadron, el tecnoadepto, ha prometido
informarnos con más detalle, una vez que el sistema está en
funcionamiento. Esto nos ahorrara el enviar a una hornet, como mensajeros,
todo el camino de ida y vuelta para comunicarnos con Hadron.
—¿Ha enviado una para informar sobre nuestra victoria?
Bergen asintió.
—He enviado a dos, en realidad, por si acaso. Con pergaminos cifrados.
Los envié tan pronto como entramos por las puertas. Espero que el
tecnoadepto Armadron, tenga su sistema fijo a y en funcionamiento antes
de que lleguen a la Base de Hadron, pero me gustaría estar un poco más
seguro.
Las motocicletas hornet eran una variante de las viejas bicicletas
blackshadow. Eran ruidosas, sin armas y sin blindaje, pero eran las
máquinas más rápidas disponibles de la 10.ª División.
Si no tenían ningún problema, Bergen espera que los correos llegaran a
la sede del Grupo de Ejércitos, mañana por la mañana.
—Muy inteligente, señor —respondió Marrenburg con un movimiento
de cabeza.
Bergen no se sentía tan sabio. La victoria de hoy le había levantado el
ánimo, había visto el poder de su división acorazada, vencer a una fuerza
significativa del enemigo, y sabía que un buen número de su hombres, entre
ellos un pequeño porcentaje de los que habían muerto, merecían medallas
por lo que habían logrado, pero no le consolaba contra la estupidez de toda
la operación. Tomando Karavassa no valdría nada, si llegaban a la zona del
objetivo, y no encontraban el legendario tanque, que el general Deviers
buscaba tan desesperadamente. Y Bergen tenía intención de estar allí
cuando sucediera, para ver la expresión en el rostro del general.
—Se ha establecido ya un hospital —se preguntó, volviendo a las
preocupaciones más inmediatas.
Marrenburg dijo que no lo sabía, pero el ayudante de Bergen, Katz, se
adelantó y respondió:
—El personal de la Medicae han ocupado un edificio de dos pisos cerca
de la puerta oeste. Se han examinado profundamente en busca de amenazas.
Y el edificio es seguro. Los equipos de limpieza tienen prioridad, para ese
edificio.
—Bien —dijo Bergen—. Asegúrese de que tengan todo lo que
necesitan. También estoy preocupado por el Coronel Vinnemann. Quiero
que lo vea un especialista en augméticos tan pronto como sea posible. La
gravedad del planeta, el polvo y todo lo demás…, van a convertir su
instancia en un infierno, por culpa de su columna metálica.
Marrenburg parecía a punto de comentar algo, cuando el coronel
Graves, parecía a punto de marcharse, los tacones de sus botas. Resonaron
fuerte en el suelo de piedra. Echo una mirada momentánea en dirección al
cadáver del caudillo orko, muerto en el suelo.
Pero Marrenburg le interrumpió y dijo:
—Señor. Hay algo, que creo que tendría que ver.

La cosa en cuestión no hizo nada para mejorar el sombrío estado de ánimo


de Bergen. De hecho, había hecho efecto contrario.
—¡Esclavos! —jadeó—. ¡Esclavos humanos!
Estaba de pie en una plaza abierta a unos cientos de metros de la
muralla norte, mirando un montón de hombres y mujeres muertos. Todos
estaban encadenados entre si. Por un collar de hierro en el cuello, A
continuación, también llevaban grilletes en las muñecas y en los tobillos. La
carne de sus desnutridos pechos y nalgas habían sido cruelmente marcado
con el mismo glifo que Bergen había visto en la coraza del kaudillo de los
pieles verdes.
Lo peor de todo, era que habían sido sacrificados como groxs.
Pero ¿por qué? Sólo podía hacer conjeturas. Tal vez, por culpa del
frenesí de la batalla, los orcos que estaban a cargo de los prisioneros,
perdieron el control, desesperados por participar en el derramamiento de
sangre, y arremetieron contra los seres humanos más cercanos. Los
resultados le revolvieron el estómago. Si el corazón de Bergen ya no podía
esta más lleno de odio hacía la raza de los orkos.
—Deberíamos haberlo previsto —murmuró el teniente Katz por detrás
del hombro derecho de Bergen.
—¿Deberíamos?
—Hubiera pensado que sí, señor —respondió el ayudante—. Los Orkos
han estado asaltando los cercanos sistemas sin control durante años. Naves
de recuperación, en su mayoría. La armada no puede hacer mucho para
protegerlos fuera de las zonas seguras. Es muy arriesgado, pero tienen una
gran recompensa.
—Me alegro de que mi ayudante está tan bien informado —dijo Bergen.
—Lo siento, señor —tartamudeó Katz—. Yo no quería parecer…
—No se preocupe, Jarryl, solo estaba siendo sincero. Usted sabe que
valoro sus observaciones. Nunca había pensado, en ver algo como esto.
—Me imagino que las pobres almas fueron traídas aquí desde Hadron,
señor. Era el único puerto espacial orko en el área inmediata antes de que la
Armada lo destruyera. Sabemos que los clanes orkos, a veces comercian
entre ellos. Estas pobres almas podrían haber sido objeto de comercio para
combustible o municiones.
—Que los santos les guíen —dijo Bergen. Colocando sus manos en el
pecho en la señal del aquila, y Katz seguido inmediatamente su ejemplo. En
conjunto, inclinaron las cabezas, ofrecieron una oración por los muertos—.
Vamos a encontrar a más esclavos, por el camino ¿no?
Katz parecía sombrío.
—Creo que sí, señor, pero no vivos. Me imagino que las demás
divisiones se encuentran con más, cuando tomen Tyrellis y Balkaria, pero
los orcos les matarán antes de que puedan ser puestos a salvo. —Hizo un
gesto hacía los cuerpos frente a él—. No podíamos hacer nada por ellos, Por
supuesto.
Bergen vio la verdad de sus palabras, pero no le hizo sentirse mejor. La
vida de estas personas, habían sido sacrificadas por la sucia escoria de los
orkos. Sus espíritus, por otra parte, todavía pertenecían al Emperador.
—Asegúrese de que los confesores, realizan los rituales pertinentes,
Jarryl. Me gustaría que las almas de estos hombres y mujeres reposasen al
lado del Emperador, tan pronto como sea posible. Sé que los sacerdotes
están ocupados con nuestros propios muertos, ahora mismo, pero estos
cuerpos tendrán que ser quemados. No quiero que el puesto avanzado sea
pasto de epidemias, ahora que los hemos reconquistado. ¿Entendido?
—Entendido, señor —dijo Katz—. Con su permiso, voy a ponerme en
ello, ahora.
—Buen chico —murmuro Bergen. Escuchó los pasos de su ayudante se
desvanecían detrás de él.
Sobre Karavassa, el cielo se iba desvaneciendo con el inicio de la tarde.
Las nubes marrones, casi parecían lo suficientemente bajas como para
tocarlas. Parpadearon cuando estallo un trueno sacudiendo el aire.
Como el crepitar de sonido del trueno, el oído derecho de Bergen
anunció una transmisión por el microcomunicador antes de que la voz del
coronel Graves comenzara ha hablar.
—Graves al mando de la división. ¿Esta recibiéndome, señor?
—Bergen, le recibo, adelante, Darrik.
—Una de mis escuadrones acaba de informar el descubrimiento un
arsenal de municiones orkas, señor, más una reserva de combustible
significativa por la esquina sur-este. Además, he creado patrullas de
sentinels según lo ordenado. He examinado las murallas, y no creo que se
puedan instalar las tarántulas, a menos que ampliamos los parapetos
nosotros mismos. Una cosa más, señor. El Capitán Immrich está solicitando
permiso para repostar los tanques, con el combustible capturado a los pieles
verdes.
—Immrich —preguntó Bergen.
—Sí, señor. Está al mando temporalmente por el coronel Vinnemann. El
coronel está viendo a los medicae especialistas en augméticos según sus
órdenes, ¿recuerda?
—Bien —comunicó Bergen—. Dígale al capitán Immrich, que sigua
adelante, pero antes que examine a fondo el depósito de combustible no
quiero sorpresas desagradables, y que un tecnosacerdote, haga un análisis
del combustible antes de empezar a llenar. El emperador sabrá que con que
rellenan los orkos, sus depósitos de combustible, aparte de promethium.
—Una cosa más, señor —dijo Graves—. El tecnoadepto Armadron me
acaba de comunicar que sus preparativos estas completados. Una antena se
ha configurado y conectado a las líneas fijas. Acabamos de abrir
comunicación con el cuartel general. La calidad del sonido es buenas. El
General Deviers espera que le informe personalmente dentro de los
siguientes treinta minutos.
—Entendido, coronel. Estaré de vuelta en la estación de
comunicaciones en diez minutos. Nos vemos allí. Bergen, fuera.
Bergen se volvió y comenzó a marchar hacía el centro, volviendo sobre
sus pasos por las calles llenas de basura oxidada y apestando a sangre y
excrementos orkos. Se alegró con razón para dejar los cuerpos amontonados
de los esclavos asesinados a sus espaldas, pero la imagen de lo que había
visto se quedó con él, en la memoria a largo plazo, con el que alimentaria su
odio, contra los orkos en los días venideros.

Tres días después de Karavassa fue asegurada, la 8.ª División Mecanizada


del Mayor General Rennkamp se movió para tomar la antigua base de
suministros Imperial, Tyrellis, situada en la región Garrando del desierto al
este-sureste de la posición de Bergen. La resistencia fue marginalmente
menos férrea, que en Karavassa, y los soldados podrían haber estado de
muy buen humor, si no hubiera sido por el aumento de enfermedades y
infestación parasitarias que sufrieron. Las babosas dannih eran una molestia
constante. Se había dado órdenes a los hombres, para que se afeitaran la
cabeza y quitarse todo el pelo del cuerpo, con el fin de ayudar a combatir el
problema. Algunos soldados, prefieren beberse sus valiosas raciones de
alcohol en lugar de utilizarlas, para desparasitarse, desarrollando
infecciones desagradables. Algunos hombres acudieron a los medicae,
comentando que la piel se les estaba volviendo roja. Los chistes y burlas no
duró mucho Los peores hombres afectados sufrieron tanto por el resultado
de la enfermedad que murieron. Era una forma miserable de morirse, los
órganos se obstruían por la acumulación del polvo toxico, y uno tras otra,
iban fallando hasta que el paciente se moría. Que arrojan una sombra oscura
sobre los que sobrevivían, porque sabían que era sólo cuestión de tiempo,
que su piel también se volviera roja. Todos los soldados murmuraban, que
cuando antes el general encontrara su premio mejor, antes se irían.
A este respecto, por lo menos, las cosas marchaban bien. Era evidente
que la presencia de pieles verdes entre Hadron Base y las ultimas
coordenadas conocidas de La Fortaleza de la Arrogancia había sido muy
sobreestimado. Parecía que la invasión de Ghazghkull Thraka contra la
humanidad había alejado a muchos más orkos fuera de Golgotha, de lo que
el Officio Strategos habían anticipado. Esto solo era lo único que Exolon
tenia a su favor, porque si los orkos estaban demostrando ser una amenaza
menor, Golgotha estaba haciendo grandes esfuerzos para compensarlo.
Bergen y los hombres de su división permanecieron acuartelados en
Karavassa, patrullando con ansiedad las zonas circundantes, esperando con
impaciencia la orden del general, de dirigirse hacía el este. Esa orden se
esperaba que llegara a través de la línea fija una vez que el asentamiento
fortificado de Balkaria, el último de los principales puestos de avanzada
necesarias para asegurar la ruta entre Hadron Base y el sitio del objetivo, se
había vuelto a conquistar, por la 12.ª División de Infantería Pesada, al
mando del Mayor General Killian. Hasta entonces, no había mucho que
hacer, solo esperar, y con tanto tiempo en sus manos, Bergen comenzó a
notar pequeñas cosas que le preocupan, como el sutil cambio en el tono de
su piel. Cada vez que se afeitaba, se miraba en el espejo y observaba el tinte
rosado de su piel. Estaba lejos de ser el único. El personal de la Medicae
había enviado a todo el personal de la división de paquetes de
desintoxicación para ayudar a combatir, el cambio de color de la piel, pero
no parecían estar haciendo mucho bien. Bergen había presionado al
sargento Behr, al médico en jefe, para que le explicara el desarrollo de la
enfermedad en el peor de los casos.
Las respuestas del sargento le ofrecieron poco consuelo.
Dependía del nivel de resistencia de cada persona. El más robusto
podrían aguantar meses, tal vez incluso un año Imperial estándar, pero los
síntomas se empeora constantemente a lo largo del tiempo. Los crecientes
dolores de cabeza y náuseas podrían tratarse con bastante facilidad, los
medicamentos para tratarlos eran abundantes. Pero para los cambios en la
piel y el color de los ojos, y los daños en los órganos, nada se podría hacer
con el equipo y las instalaciones que tenia. A pesar de la insistencia de
sargento Behr que no seria útil, Bergen, sin embargo emitió nuevas órdenes
a sus hombres: se deberían usar gafas y mascarillas filtradoras tanto como
fuera posible.
Si los hombres sanos de la 10.ª División estaban sufriendo, sin embargo,
no era nada en comparación con el dolor del coronel Vinnemann. Día tras
día, Bergen se maravilló de la resistencia del coronel. Su oficial rara vez
pronunciaba una palabra para quejarse, al menos en su presencia, pero,
entre el polvo y la gravedad de su columna vertebral augmética, le estaban
causando un infierno de dolor, como nunca antes había sufrido. El Medicae
augmético, mantuvo informado a Bergen, de la condición de Vinnemann,
rompiendo su juramento con el paciente, en aras de mantener el líder
divisional plenamente informado. El Coronel Vinnemann había sido
autorizado para aumentar sus inyecciones autoadministradas de
inmunosupresores y analgésicos contra el dolor, pero los medicamentos son
un problema si se tomaban en grandes cantidades. Bergen, que tenía gran
afecto y respeto por el resistente pequeño oficial resistente, comenzó a
ofrecer oraciones diarias al Emperador y a sus Santos, para que la
Operación Tormenta llegara a una conclusión rápida. Pero perder a
Vinnemann prematuramente sería un duro golpe para la expedición, y más
para todos los hombres que lo conocían.
Por último, a los quince días después del desembarco planetario, parecía
como si el emperador podría haber escuchando las oraciones de Gerard
Bergen.
Los informes empezaron a llegar a través de la línea fija. Con Karavassa
y Tyrellis, ya asegurando la protección de las líneas de suministro
Imperiales, la 12 º división de infantería pesada de Killian había empujado
hacía adelante, y tomado la fortaleza en ruinas en Balkaria, para capturarla
y convertirla en una fortaleza de primera línea.
La lucha había sido muy intensa, y las cifras de victimas eran altas,
haciendo alusión a fuerzas muy grandes, cerca del objetivo del la general.
Pero Killian se mantendría firme, la base Balkaria era vital para asegurar el
último tramo, para que la expedición pudiera continuar firmemente
establecida. Algunos oficiales con una inclinación pesimista preveían
enormes represalias de los pieles verdes, pero, por Ahora, Hadron,
Karavassa, Tyrellis y Balkaria estaban de nuevo en manos imperiales,
después de casi cuarenta años de ocupación enemiga. La fase final de la
Operación Tormenta podría comenzar.
Bergen recibió todas estas noticias con una sensación de gran alivio. Se
sintió aliviado aún más cuando las nuevas órdenes para la 10.ª División
Acorazada llegaron de Hadron, poco después del amanecer en el día
dieciséis. El general Deviers ordenó a las fuerzas de Bergen, menos una
fuerza de guarnición adecuada para la base, dirigirse hacía al este de
Karavassa, directamente hacía Balkaria con la mayor rapidez posible. Una
vez allí, se unirían con los elementos de las otras divisiones y esperarían la
llegada del general Deviers que personalmente, quería llevar las
operaciones en la región de Hadar, hasta las estribaciones de la cordillera
Ishawar, para la fase final de la operación.
Hablando directamente a Bergen por la linea fija, el anciano parecía casi
como un niño sobre-estimulado en la noche antes del Día del Emperador.
Tal vez sentía su largamente buscada inmortalidad cerca. Encontraría la
Fortaleza de la Arrogancia, fuera lo que quedara de ella, y la operación
entraría en su fase de cierre. El Mechanicus lanzaría un faro en la atmósfera
superior para indicar su posición. Un levantador entonces descendería del
vástago de Tharsis para transportar a la bendita máquina, de nuevo hacía el
espacio, lejos de las arenas del desierto. Con seguridad a bordo del
Reclamator, La Fortaleza de la Arrogancia sería restaurada a su antigua
gloria durante el transporte hacía el sistema de Armagedón. Allí, se la
entregarían al comisario Yarrick, en perfecto estado, para que pudiera
disponer de ella, en los campos de batalla de Armagedón, para levantar a
los espíritus cansados de sus soldados, y inspirar en ellos una nueva
gloriosa fuerza, para aplastar al enemigo definitivamente.
Sonaba maravilloso, y en el corazón de Bergen, esperaba que fuera así,
pero su cerebro le decía que solo era un bonito sueño. Las cosas no
ocurrieran de esa forma.
Treinta y ocho años, pensó. Costaba de Imaginar que la fortaleza de la
arrogancia, pudiera esta todavía allí…
En el momento en que el general Deviers, cerro la conexión desde el
otro extremo, Bergen envió una llamada a sus comandantes de regimiento.
Cuando les dio las órdenes actualizadas, los tres parecían genuinamente
alegres al saber que iban a estar en movimiento otra vez en cuestión de
horas. Coronel Vinnemann en particular expreso su alivio en términos muy
claros. Bergen había considerado pedirle a Vinnemann que permaneciera en
la base, convencido de que sería lo mejor para su salud. Pero sabía que
Vinnemann sólo lo vería como la última traición. El hombre era un
tanquista de principio a fin, Tal como Bergen lo había sido una vez, y
Bergen sabía que, que lo mejor que podía hacer por Vinnemann, era dejar
que sintiera el rugido de un motor de promethium vibrando a través de todo
el cuerpo. Así Vinnemann se quedaría al mando de su regimiento a pesar de
su sufrimiento, y el Capitán Immrich estaría allí para intervenir si era
necesario.
Los comandantes de regimiento rompieron el enlace para pasar las
nuevas órdenes a sus oficiales ejecutivos y a los comandantes de la
compañía. De estos hombres, la noticia se filtraría a todos en la base.
Pronto, Karavassa estaba zarandeada con los preparativos, para la
partida de la 10.ª División Acorazada, una vez más.
Por donde se mirase todo eran prisa, gente cargando proyectiles, y
combustible, los controles de última hora, algunos hombres cuando tenían
un rato libre, tenían un pensamiento para el destino de las compañías que
habían desapareció misteriosamente en el primer día fatídico. Algunos
hombres lo hicieron. Kochatkis Vinnemann fue uno de ellos. A pesar de
tener suficientes problemas propios, oraba regularmente por las almas de
teniente Gossefried van Droi y sus hombres, convencido de que estarían
muertos, después de tantos días sin ninguna noticia de ellos, cuando salió de
Karavassa al frente de del 81.º regimiento acorazado, el coronel no podría
haberse imaginado el largo sufrimiento, que los Gunheads de Gossefried
estaban sufriendo.
DIEZ

El Coronel Stromm era un hombre de palabra. Abrazó a los Gunheads como


si siempre hubieran sido parte de su equipo, y cosa que agradó mucho el
teniente van Droi, porque, aunque admitió que al principio, había albergado
serias dudas acerca dejar a sus hombres y máquinas a disposición de un
oficial al que acaba de conocer. Había visto a Stromm salir de una muerte
segura, después de todo, pero las actuaciones de Stromm, le disiparon las
dudas. Luego estaba Golgotra a considerar. Era un enemigo que no podía
ser combatido. Sus arenas interminables, mermaron la moral de los
Cadianos, y cuanto más tiempo seguían viajando por ellas, más sensación
tenían, que las arenas eran interminables. Van Droi sabía que sus tanques
estaban frenando a toda la columna hacía abajo. Los chimeras eran mucho
más rápido, y los camiones y transportes pesados, aún eran más rápido a
toda velocidad, pero sin los tanques, la columna sería un blanco fácil para
los merodeadores pieles verdes. El Coronel Stromm mantuvo todos en un
comboy a la velocidad de los tanques, con la excepción de los chimeras que
enviaba a reconocer el terreno en turnos. Le frustraba que los Leman Russ
apenas pudieran ir a treinta kilometros por hora.
Durante días, el cansancio, y la columna irregular, habían estado
viajando al noreste sobre dunas, pero poco a poco, el panorama comenzó a
cambiar, convirtiéndose en más rocoso y con etapas más irregulares.
—¿Era el cambio del terreno una buena señal? —Van Droi no estaba
seguro. Si eso significaba que estaban cerca de tierra alta, ciertamente no lo
parecía. El horizonte hacía el noreste quedada ahogada en una nube rosa.
No se veía ningún tipo de cordillera en el horizonte.
El estado de ánimo de los hombres era tan oscuro como el cielo y cada
vez era más oscuro todo el tiempo. Casi una docena de hombres de van
Droi se habían puesto seriamente enfermo, y el número era tres veces
mayor entre la infantería de Stromm. Había dos médicos en la 98.º, dos que
habían sobrevivido al terrible accidente. Informaron a van Droi está mañana
después de examinar a los enfermos, que al menos tres de los doce morirían
dentro de un día. Y que nada se podía hacer para salvarlos. El polvo les
estaba envenenado. Hígado, riñones, pulmones, todo estaba fallando. Los
otros nueve casi seguro que les seguirían tarde o temprano si no recibían
atención médica especializada. Con la esperanza de encontrar Exolon
disminuyendo cada día, no parecía probable. La ira y la frustración de Van
Droi podían con él, y se desahogaba en el interior de la torreta de su tanque,
donde sus gritos y maldiciones eran ahogadas por el ruido del motor.
El coronel Stromm tomó una difícil decisión respecto a los enfermos
graves, racionarles aun más el agua y comida. No tenían nada que ganar con
gastar los escasos recursos en hombres que simplemente no iban a durar
mucho más tiempo. Esto, por supuesto, no cayó bien entre los amigos de los
hombres moribundos.
Hubo protestas que se aproximaban a la violencia, pero los jefes de
pelotón las reprimieron duramente.
Van Droi no juzgó a Stromm por la extremidad de la medida. Stromm le
había dado un oportunidad de oponerse, pero, a era hombre práctico como
van Droi, le desagradaba la orden, pero tenia sentido.
En última instancia, los dos médicos resolvieron el problema, le
administraron grandes dosis de anaesthesium a los peores afectados, y los
dejaron morir en paz en un sueño inducido por fármacos.
Con la columna parando brevemente, los sombríos soldados,
aprovechaban para enterraban a sus compañeros muertos en la arena. No
había ningún hombre Ministorum que rezara por ellos, pero uno de los
lugartenientes de Stromm, llamado Boyd, había sido instruido brevemente
como un confesor antes de abandonar el llamado Camino Recto al recibir la
orden de alistarse en la Guardia imperial. Dijo unas palabras para las almas
de los caídos, y la columna se puso en marcha de nuevo, más ligeros
numéricamente, pero más hundidos anímicamente.
El estado de ánimo se hizo aún peor cuando Stromm ordeno a sus
tenientes entregar vacíos bidones y tabletas de purificación de agua
adicionales a todos. Si querían sobrevivir más allá de los próximos días, les
dijo que tendrían que beber el imbebible. Tendrían que beberse su propia
orina.
Como si los Cadianos perdidos no tenían suficientes problemas, el
amanecer del día dieciséis trajo más malas noticias. Cuando el sol cubierto
por las nubes subió una vez más, proyectando su resplandor rojo oscuro en
el desierto, el intercomunicador comenzó a entrar en erupción con
comentarios ansiosos.
—¡Debe haber millones de ellos! —gritó Dietz—. No puedo calcular su
número pero se están acercando.
Dietz no estaba equivocado. Los Orkos se acercaban. A juzgar por la
línea oscura que había aparecido en el sureste con la llegada del día, había
demasiados para contabilizarlos. Alzando la cabeza para que pudiera
observarlos a través de bloques de la visión de su tanque, van Droi miró de
nuevo, con la esperanza de que de algún modo su mente le hubiera jugado
una mala pasada, de que había exagerado el tamaño de la fuerza enemiga.
No lo había hecho. El horizonte estaba plagado de orkos. ¿A qué
distancia estaban? Entre la neblina del calor, el polvo y la línea del
horizonte, era prácticamente imposible calcularlo. Van Droi decidió, que
estaban demasiado cerca. Los pieles verdes se había movido durante las
horas de oscuridad, inadvertidamente por los soldados agotados,
deshidratados, y más empeñado en la lucha contra el sueño y las
enfermedades que de lucha contra los enemigos de la humanidad.
El Cadianos estaba siendo perseguidos. Tal vez este grupo de orkos se
había tropezado con ellos por casualidad, y eran fáciles de localizarlas por
los profundos surcos que los tanques dejaban en la arena. Ahora, la presa
estaba a la vista.
—¡Atención —dijo van Droi, a Nails por el microcomunicador—,
mantén la velocidad! No quiero, quedarme atrás, quiero que estés atento al
menor tartamudeo del motor. ¿Entendéis? No quiero que nos pase lo
mismo, que le ocurrió a Siemens. No vamos a tener tiempo para hacer
reparaciones.
—No se preocupe, señor —respondió Nails.
Van Droi deseaba compartir la confianza de su conductor, pero el
Rompe-enemigos ha sufrido problemas en el motor dos veces, desde el día
del desembarco planetario. No era por su culpa, por supuesto. El tanque de
Van Droi era tan propenso a las averías, como cualquiera de las otros
tanques. Todos los vehículos se habían averiado, negándose a volver a
encenderse hasta que los contactos de los motores eran limpiados
adecuadamente del polvo rojo.
Según la información de van Droi, sólo había una única excepción, el
viejo trasto de Wulfe no se había averiado ni una vez en todo el tiempo
desde el desembarco. Podría ser su edad, pensó van Droi, pero el Último
Ritos II ya se había demostrado que tenía un excelente el motor.
No se lo había mencionado a Wulfe, pero, de los tanques asignados para
reemplazar las pérdidas de Palmeros, van Droi le había asignado el Último
Ritos II personalmente a Wulfe. Wulfe había sobrellevado la pérdida de su
viejo tanque muy mal. Después de todo, siempre había ido a la batalla una y
otra vez en el mismo tanque, salía con vida cuando tantos a su alrededor
morían, y con tiempo se sentía algún tipo de relación especial con él. Era
exactamente como van Droi sentía por su tanque.
El objetivo de la elección de tanque de reemplazo para Wulfe, Era
pensando que el robusto sargento no le cogiera ningún efecto por el Último
Ritos II. Y tendría tiempo para recuperarse. De hecho, Wulfe parecía pensar
que van Droi le había asignado el nuevo tanque por despecho. Van Droi
quería creer que era simplemente una cuestión de tiempo, de que Wulfe
estuviera en perfecto estado, pero, con los orkos pisándoles los talones, el
tiempo parecía que se les había acabado. ¿Cuándo de rápidas eran las
máquinas orkas que los perseguían? ¿Habría buggies acompañadas con
cientos de motocicletas de asalto?, tal vez. Podrían tener incluso apoyo
aéreo. ¿Bombarderos en picado? Los pieles verdes eran ciertamente lo
suficientemente locos, como para volar en estos peligrosos cielos.
Una luz roja comenzó a parpadeante en el comunicador, al lado de Van
Droi. Se dio la vuelta en su sillón de mando, cogió el micrófono y
respondió:
—Comandante de la 10.ª Compañía al habla. Adelante.
—Soy Stromm —dijo el coronel Stromm—. Parece que estamos
atrapados entre la espada y la la pared. ¿Has mirado sureste recientemente?
—Sí, señor —dijo van Droi—. No me gusta mucho la vista. Es muy
difícil estimar la fuerza del enemigo dada la distancia y las condiciones
visuales, pero creo que es justo decir que estamos en inferioridad numérica.
Suponiendo que la mayoría de los pieles verdes estén sobre ruedas, podrían
alcanzarnos al mediodía.
—La galaxia no quiere que salgamos con vida de este planeta, ¿verdad,
teniente? —dijo Stromm.
—No hay gloria en las victorias fáciles, señor. Sin embargo, un hombre
debe conocer sus límites.
—O, en este caso —respondió Stromm—. Serán los límites de sus
tanques los que se pondrán a prueba. Creo que… Espere un momento,
teniente.
Stromm cortó el vínculo. Unos segundos más tarde, la misma luz roja,
comenzó a parpadeo en el comunicador y van Droi activó el micrófono.
—¿Señor?
—Lo siento, van Droi —dijo Stromm—. Acabo de recibir el informe de
nuestros exploradores. Tenia que pensar si era bueno o malo. Tenemos una
enorme tormenta de polvo por delante. Apunte sus magnoculares unos
pocos grados al este de nuestro rumbo actual. Debería verla sin problemas.
—¿Va en nuestras posición?
—Y muy pronto, al parecer. Se mueve rápido. Si nos desviamos hacía el
sureste probablemente podríamos escapar de lo peor de la tormenta, pero…
—Pero estaríamos al alcance del rango de ataque de los orkos en
cuestión de horas. ¡Por el Ojo del Terror!
—Usted lo has dicho, teniente. No puedo pedirla a nuestros muchachos,
que entren en una batalla que no vamos a sobrevivir sin ninguna maldita
buena razón. Digo que nos dirigimos directamente hacía la tormenta. Si
sobrevivimos a la tormenta, nos serviría para borrar nuestras huellas y
podríamos perder a los bastardos que nos perdiguen. ¿Qué opina?
Es un decisión muy arriesgada pensó van Droi. Hay muchas cosa que
podía salir mal. Por otro lado…
—A los espíritus-máquina no les va a gustar, señor —dijo—.
Tendremos altas posibilidades de fallos mecánicos, y no sabemos cuánto
durara la tormenta. Y las posibilidades de dispersarnos en pequeños grupos
son muy altas.
—No hay modo de decir cuánto tiempo durara la tormenta van Droi —
dijo Stromm—. Los informes ambientales de los Mechanicus emitidos
durante el viaje por el espacio disforme, nos dieron un panorama bastante
sombrío. Algunas tormentas duran unas pocas horas, otros unos días, y
otras podían durar incluso semanas.
—Estaríamos en las manos del azar, señor.
—¿Es un hombre de suerte, teniente?
—Supongo que pronto lo sabremos —dijo van Droi.
—Eso es lo que he pensado. Vamos a tirar los dados y esperar lo mejor.
Y puede que la suerte del Emperador este con nosotros.
ONCE

El Coronel Stromm ordenó a su columna, que se detuviera completamente,


ya que estaba siendo afectada por los márgenes de la llegada de la tormenta
de polvo. Visibilidad estaba reducida a unos cincuenta metros. El aire
alrededor de los vehículos Imperiales estaba siendo oscureciéndose por las
ráfagas de arena y el viento aullaba, meciendo los vehículos en sus
suspensión. El cielo había desaparecido de la vista. Por orden del coronel,
los ansiosos hombres surgieron de las cabinas por escotillas y puertas con
sus rostros enmascarados, con sus cuerpos cubiertos tanto como fuera
posible contra el asalto de los duros granos de arena.
Sus voces no llegaban muy lejos. Las palabras eran amortiguadas por
las máscaras y el ruido de la tormenta naciente.
—Daos prisa —se vio obligado a gritar Van Droi para hacerse oír—.
Quiero a todos los tanques encadenados entre si antes de que empeore la
tormenta. Vamos. Solo tenemos unos minutos.
Los Gunheads arrastraron las cadenas pesadas de acero de los
contenedores de estiba en la parte posterior de cada tanque y fue muy duro
adjuntarlas a las clavijas de remolque en la parte delantera y trasera de sus
máquinas.
—Uno veinte metros entre cada tanque —gritó van Droi. En estos
momentos deseaba tener un práctico megáfono. El microcomunicador que
llevaba en la oreja solo le permitía comunicarse con sus comandantes de
tanques, pero el resto de dotación no llevaba tal tecnología. Los hombres
trabajaban rápidamente a pesar de la sed y la fatiga. Algunos luchaban
contra el dolor y el malestar, alguno se doblaban por la tos, pero lucharon a
pesar de ello, para hacer su trabajo. En los pocos minutos que tardaron en
vincular todos los tanques juntos, la tormenta había llegado con
increíblemente ferocidad. La visibilidad se redujo a diez metros. Van Droi
apenas podía distinguir la silueta roja de los tanques más cercanos.
El viento era tan fuerte, que lo derribo, antes de que pudiera subir de
nuevo a su torreta.
Cuando estuvo dentro de su tanque, se dejó caer en su asiento, y cerro la
escotilla por encima de él.
—¿Estamos todos encadenados, muchachos? —dijo activando el
intercomunicador.
—Más apretados que la hija de un gobernador, señor —dijo Waller.
Waller había sido el cargador de van Droi hacía unos diez años, un hombre
compacto, de rostro rubicundo, bueno en su trabajo, pero un diablo
truculento cuando tenía un poco de bebida, a su disposición.
—En ese momento —dijo van Droi— esperemos que Stromm nos
sobrepase, y a continuación tendremos un al día agradable.
Sentado fuera de la vista detrás de su equipo, se permitió un pequeño
movimiento de cabeza. Esto es una locura, pensó. Si no fuera por los orkos
que tenían a su la espalda…
—Van Droi al coronel Stromm —dijo por el comunicador—. ¿Puedes
oírme, señor?
—No muy bien, van Droi —dijo Stromm—, pero sigua adelante.
La claridad de la transmisión era terrible. La tormenta de polvo había
traído consigo una caída impactante en la calidad de comunicaciones de
corto alcance.
Y las cosas se pondrían mucho peor, pensó van Droi, podríamos perder
las comunicaciones al completo. Y seguramente seria así hasta que pasara
completamente la tormenta.
—Mis tanques están juntos y listos. En espera de su orden para salir,
señor.
—Espere un minuto, van Droi. Mis hombres están acabando de
enganchase en estos momentos, No puedo creer lo mal que se está ahí fuera.
Que el trono ayude a los pobres muchachos que están en los camiones.
Espero que la lonas extra serán suficientes para protegerlos.
Van Droi hizo una mueca. Estaba demasiado preocupaba. No había sido
posible sacar a todo el mundo de los camiones abiertos y los transportes
pesados con cabinas cerradas y los compartimentos de tropas de las
quimeras, ya no podían caber más soldados. Los que quedaban tuvieron que
viajar en los camiones. Les habían dado toda las lonas disponibles, para que
pudieran protegerse de la tormenta. Van Droi no tenía ni idea, de si seria
suficiente, para sobrevivir a la tormenta.
—Estoy seguro de que estarán bien, señor —dijo intentando que sonara,
mucho más positivo de la que sentía, realmente.
—Un momento, teniente. —Hubo una pausa y un nuevo parpadeo en las
luces del comunicador de a bordo. Entonces el coronel regresó—. El último
de mis vehículos ya han sido vinculado, van Droi. Haga que sus tanques
avancen. Mantenga la velocidad a una constante de diez kilómetros por
hora, ni más, ni menos.
—A diez, señor. Daré la orden ahora mismo.
—Muy bien. Stromm, fuera.
—¿Estáis listo para esto? —preguntó Van Droi a su tripulación.
Los gruñidos poco entusiastas que llegaron de su microcomunicador,
decían mucho acerca del estado de animo de su dotación. No podían ocultar
su ansiedad.
—A los comandantes de todos los tanques —dijo Van Droi activando el
canal a nivel de compañía—. Confirmar disposición a iniciar la marcha.
—Líder Lanza afirmativo —fue la respuesta llena de estática del
sargento Rhaimes, la confirmación de Spear le siguió, entonces llegaron las
respuestas afirmativas de los ocho comandantes de tanque, que quedaban.
—Manténganse a una velocidad estable de diez por hora. Permanezca
atentos. No quiero ningún accidente.
Uno por uno, los tanques de la décima Compañía comenzaron a
moverse a ciegas. Las cadenas de remolque gimieron, mientras se tensaban.
El rugido del motor del Rompe-enemigos se profundizó, y se movió
hacía adelante, condujeron el tanque hacía adelante lentamente y de modo
constante. El tanque que tenían en frente el Imperius del cabo Fuchs era
prácticamente invisible. Van Droi utilizo el periscopio para mirar hacía atrás
y pudo vislumbrar durante un segundo el tanque de atrás el Diamantina.
—¿Mantienes la velocidad constante? —le pregunto van Droi a su
conductor.
—Claro que sí, señor —respondió el conductor. Su voz era clara. El
sistema de comunicaciones entre la dotación del mismo tanque no se veía
afectada por la tormenta de la misma forma que el comunicador.
Van Droi frunció el ceño. La respuesta no le sonó muy tranquilizadora.
La voz de Lenck, sonaba muy preocupada.
A medida que el Nuevo Campeón rodaba hacía delante, la dotación
murmuraba y se quejaba por el intercomunicador, los nervios estaban
sacando lo peor de ellos. Lenck dejó de escucharles. A medida que la
tormenta se intensificaba, las ráfagas zarandeaban su tanque, como si no
importara que pesaran sesenta y tres toneladas, se echó hacía atrás en su
sillón de mando, jugando distraídamente con un cuchillo que guardaba, en
un compartimiento de la torreta. Era una hoja no regulada, oficialmente
prohibida, que le había salvado el cuello un par de veces, cuando estaba en
las reservas, sobre todo cuando los hombres más grandes vinieron a
buscarlo, ardiendo de rabia, listos para destrozarles todos los huesos, por
hacer trampas o acostarse con sus mujeres. La mayoría perdió la voluntad
de luchar después de que los hubiera cortado un par de veces con el
cuchillo.
Lenck se clasificaba a sí mismo como una cuchilla.
No había tenido necesidad de utilizarla, desde que llegó a la 81.º
Acorazada, pero estaba seguro de que la necesitaría. Tarde o temprano,
alguien vendría a buscarlo con la mente de hacerle algún daño. Tenía la
sensación de que sería el sargento Wulfe. La mayoría de los hombres en la
10.ª Compañía eran refuerzos recientes, que admiraban a Lenck, por una
razón u otra. Pero Lenck siempre podía encontrarla y usarla para su propio
beneficio. Para algunos, era su habilidad con las mujeres, por lo que le
tenían envidia. Querían saber el secreto de su éxito, no se habían dado
cuenta, de que no había ningún secreto: era simplemente mejor que ellos.
Para otros, era su capacidad de adquirir las cosas sin las cuales algunos
hombres encontrarían la vida insoportable en la Guardia imperial, desde
cigarrillos con ingredientes adicionales o todo tipo de bebida, o a las
medicinas restringidas. Antes de de estrellarse con el módulo en las rojas
arenas, Lenck había disfrutado de un pequeño arreglo con un oficial
medicae que disfrutaba de apetitosos pecados con un miembro importante
del Ministorum. El hombre se habría enfrentado a un pelotón de ejecución
con seguridad. Solo el Trono sabría dónde estaba el estúpido oficial del
medicae en estos momentos. Tal vez se habría estrellado con otro módulo, y
tal vez estuviera muerto. No importa. Si conseguía salir de este lío, sabía
que había nacido con suerte y que encontraría otra fuente. Todo el mundo
podía ser doblado a su voluntad de una manera u otra.
Ese pensamiento le llevó a la curiosa cuestión de Victor Dunst, y sintió
un raro destello de irritación. Dunst, Fuera quien fuese, parecía ser la razón
por la que el sargento Wulfe la tenía tomada con él.
Lenck le habría gustado tener más información, Ya que el conocimiento
le daría ventaja, pero no tenía ni idea cómo conseguirla. La dotación de
Wulfe parecía tenerle el mismo desprecio, como su precioso comandante,
especialmente a ese bastardo Holtz.
—¿Es que no estás escuchando, Lenck? —gruñó Varnuss por el
intercomunicador.
—No, no lo estoy —dijo Lenck—, pero no dejes que eso te detenga.
Varnuss volvió a fruncir el ceño, pero cambió de opinión cuando vio
que Lenck estaba acariciando su cuchillo. Se dio la vuelta para volver a su
asiento y murmuró:
—Le he dicho que en el exterior está cada vez peor. Si mira a través de
los cristales blindados. Es como si fuera de noche, sólo que en vez de negro
es rojo. No deberíamos estar avanzando en absoluto.
—Por lo menos no estamos al frente como Deliverance —dijo
Riesmann—. No me gustaría estar en la tripulación de Mulle.
—Relajaos, los dos. Es una orden. Acaso escucháis a Hobbs quejarse,
¿verdad? Haz como el mientras estamos atrapados en esta tormenta, van
Droi y el estúpido de la bandera, el coronel de infantería tienen suficientes
preocupaciones. No estamos en el frente. Hobbs está conduciendo. Lo único
que podemos hacer los otros es sentarnos y no preocuparnos.
Los demás no respondieron. Escucharon el viento por un momento, ya
que se oía a pesar de los ruidos del motor del tanque. Lenck podía oír las
cadenas de remolque como crujían. Riesmann y Varnuss se miraron el uno
al otro nerviosismo.
—¿Qué están diciendo por el comunicador? —preguntó Riesmann.
—Nada —contestó Lenck.
—¿Estás seguro? Las luces están encendidas. Alguien está hablando.
—Sólo se oyen interferencias —dijo Lenck.
Lenck metió la mano en uno de los compartimientos de la torreta y sacó
un pequeño bidón metálico de color verde. Era mucho más pequeño, que
los que les habían proporcionada para su orina, desenrosco el tapón,
inclinando la lata a la boca y bebió.
—¡Eh! —dijo Varnuss—, ¿qué es eso? Si has estado reteniendo el
agua…
—No es agua —dijo Lenck con aire de suficiencia—. Es algo especial
que he estado guardando.
Riesmann olfateó el aire y dijo:
—Eso es licor. Será mejor que lo compartas, cabo Lenck. Nosotros te
cuidamos, ¿recuerdas?
—Cierto —retumbó Varnuss—, eso es lo que siempre nos dices Lenck.
—Yo sé lo que lo he dicho, imbéciles. Dadme un respiro. ¿Y qué os ha
hecho pensar, en que no tenía ninguna intención de compartir?
Levantó el bidón y se lo entregó a Riesmann, que tomó con avidez y se
la llevó a los labios.
Antes de que pudiera tragar cualquier sorbo, sin embargo, el Nuevo
Campeón de Cerbera patinó hacía adelante por una aceleración repentina, y
luego se detuvo. Su suspensión delantera se tenso, gimiendo mientras se
comprimía en sus límites, mientras que la trasera se levantado en el aire.
Luego hubo un ruido fuerte que hizo temblar todo el tanque y la suspensión
delantera saltó de nuevo hacía arriba.
Los hombres en su interior fueron arrojados de sus asientos. Lenck
apenas logró evitar partirse la cabeza de par en par contra una esquina de
uno de los compartimientos de la torreta. Varnuss no tuvo tanta suerte. La
sangre se derramada por un profundo corte en el cráneo.
Riesmann fue arrojado dolorosamente contra la rueda de
desplazamiento manual, y acabo gruñendo por el impacto, con el golpe
derramo el licor de Lenck todo su uniforme.
—¿Qué mierda a pasado? —gritó Lenck—. ¿Hobbs, que acaba de
pasar?
El miedo y la conmoción se notaron por el tono de voz Hobbs cuando
contestó por el intercomunicador:
—¡Por el ojo del terror, Lenck! Creo… creo que hemos perdido al
Deliverance.

Wulfe tuvo que aguzar el oído para distinguir la voz del teniente, ya que,
dijo:
—A todos los tanques, ¡alto! Es una orden. Deténganse dónde se
encuentre. No se muevan un centímetro. —Wulfe no perdió el tiempo
ordenando a su dotación que se detuvieran.
—Parada de emergencia, Metzger —le espetó a través del
intercomunicador.
El Últimos Ritos II se detuvo unos segundos después.
—¿Qué está pasando, sargento? —preguntó Holtz, presionando sus ojos
sobre la mira del arma principal.
—¡Quietos! —dijo Wulfe. Entrecerró los ojos con esfuerzo mientras
escuchaba atentamente por el comunicador.
Después de un momento, dijo:
—Es el Deliverance. Por los sonidos, parece que se ha caído.
—¿En qué? —pPreguntó Siegler, volviéndose para mirar a Wulfe.
—No lo sabremos hasta que haya pasado la tormenta —dijo Holtz—. Si
termina.
Wulfe estaba escuchando por el comunicador de nuevo. Luego dijo:
—El Nuevo Campeón informa que por los sonidos, que la clavija de
remolque delantera se rompió de inmediato. Hemos tenido suerte que no
callera también.
—O la mala suerte —se quejó Holtz—, dependiendo de cómo se mire.
Wulfe sabía lo que quería decir.
—¿Qué está diciendo van Droi? —preguntó Siegler nerviosismo.
Wulfe escuchó un otro momento. Y negó con la cabeza tristemente
mientras respondía:
—No puedo hacer nada. Mientras la tormenta continúe con esta
intensidad, no podemos movernos ni un centímetro. Muller y su dotación
tendrán que esperar a que pase como el resto de nosotros.
—Pero van a necesitar atención médica —gritó Siegler.
—Ya lo sé, Siegler —le espetó Wulfe—, pero mira fuera del tanque,
maldita sea. ¿Crees que podemos ayudarles en este momento?
Siegler se miró las manos, evidentemente molesto, y Wulfe se sintió
inmediatamente arrepentido. Se inclinó hacía delante y le dio unas
palmaditas, al potente hombro del cargador.
—Lo siento, Siegler —dijo—. Sé que estás preocupada por ellos. Yo
también.
Maldita se la disformidad, pensó. No podemos seguir teniendo
problemas como este. ¿Dónde está el maldito resto del ejército?
Obligándose a la calmar su voz, le dijo a su equipo:
—Vamos a seguir juntos. Gunheads nunca me daré por vencido, ¿os
acordáis? Siempre seguimos luchando. Es lo que hacemos.
Siegler parecía un poco apaciguada y dijo:
—Tal vez el fantasma de Borscht nos ayudará de nuevo.
La sangre de Wulfe se convirtió en hielo.
—¿Qué acabas de decir?
—Maldita sea, Siegler —siseó Holtz—. Ya te lo dije, maldita sea.
Siegler pareció darse cuenta de la gravedad del error que acababa de
hacer. Sus ojos brillaban de de pánico.
—¡Lo siento, Holtz! Se me acaba de escapar.
Wulfe volvió a Holtz.
—Explíquese, cabo. Y esto no es una petición. Es una orden.
Holtz sacudió la cabeza y suspiró.
—¿Qué esperaba, sargento? ¿Creía que eramos demasiado estúpido para
no enterarnos? El tanque que perdimos en Palmeros, que se detuvo sin
ninguna razón aparente, también están los chicos de Strieber, que se
quedaron paralizados por las minas terrestres. Y también esta el informe del
medicae. El viejo Borscht murió casi en el momento exacto en que
empezamos a oír una voz en el intercomunicador.
Wulfe se desplomó en su silla.
—¿Tú sabías todo este tiempo? —murmuró—. ¿Por qué demonios no
me avisaste? Tu sargento cree haber visto un fantasma, por el amor de
Trono. Metzger, ¿lo sabías?
El conductor respondió en un tono sombrío:
—Me temo que sí, sargento. Eran sueños que tuvo durante el espacio
disforme en su mayoría. Usted gritó en sus sueños mientras estábamos
viajando en el espacio disforme.
Wulfe se quedó estupefacto.
—De hecho, estábamos enfadados por que no nos lo dijiste. Quiero
decir, el fantasma es un problema importante. Nos salvó a todos. Podríamos
haber rezado por el alma de Borscht juntos —dijo Holtz—. Viess se lo tomó
muy mal. Dijo que debería haber confiado más en nosotros.
Wulfe vio lo tonto que había sido al pensar que no podrían sumar dos
más dos.
—Yo no podía decir la verdad. Yo no estaba seguro de que fuera verdad,
y no quiero que Van Droi piense que me he vuelto loco. No quiero perder
mi mando.
—¿De verdad se piensa que el teniente no tiene ya sospechabas de la
verdad? —dijo Holtz—. Quiero decir, él nunca presionó para un informe
completo, ¿verdad? Él simplemente acepto el informe de mierda. Sin hacer
preguntas.
Wulfe pensó en eso. Era cierto. Se había sentido demasiado aliviado,
por la fácil aceptación del informe por el teniente.
—¿Quién más lo sabe? —preguntó.
Holtz se encogió de hombros.
—Nadie más que nosotros, Viess, y probablemente van Droi.
—Tiene que seguir así —dijo Wulfe—. Todos saben lo que pasaría si
llegase a los oídos de algún comisario.
—¿Va a decirnos lo que realmente pasó entonces? —preguntó Holtz,
con la esperanza de negociar.
Wulfe no tuvo la oportunidad de responder. La luz roja del comunicador
de a bordo empezó a parpadear. Era el canal de mando de la compañía.
—Líder Espada aquí, señor —dijo Wulfe—. Adelante.
Escuchó a la transmisión del teniente. Distorsionada por la estática, pero
la señal de las comunicaciones había mejorado en los últimos minutos.
—Bueno —preguntó Holtz.
—Dice que la tormenta se está apaciguando —dijo Wulfe—. Van Droi
quiere que todos los vehículos sean revisados por si tienen daños. Tengo
que salir. Es hora de averiguar qué pasó con Muller y sus hombres.
DOCE

El viento seguía aullando, y lo arrojó a la arena en con fuerza, pero


Gossefried van Droi sabía que no podía esperar más. Podía haber hombres
supervivientes en el tanque del cabo Muller, que necesitarían un rescate y
atención médica tan pronto como sea posible. Si pudiera encontrar el
maldito tanque.
—¡Aquí, señor! —gritó un soldado apenas visible como una sombra
más adelante. El viento disipaba las palabras del hombre, van Droi apenas
podía oírlas.
—Por aquí —dijo el soldado al ver que van Droi se acercaba. Otros le
habían escuchado y se dirigían en su dirección.
—¡Cuidado! —les dijo—. Hay una caída en picado.
Van Droi se detuvo al lado del soldado y, mirando a través de sus gafas
protectoras, leyó el nombre del soldado que estaba sobre el bolsillo
izquierdo de su uniforme. Era Brunner, uno de los tripulantes de Richter.
—Muéstramelos, Brunner —dijo van Droi. Brunner avanzó con cuidado
un par de metros, guiando a van Droi. Luego señaló hacía el área delante de
sus pies. Van Droi se coloco a su lado y bajó la vista y se encontró de pie en
el borde de un precipicio.
Brunner dirigió su atención hacía a la izquierda, y van Droi vio el rastro
de las dos orugas de tanque que conduce directamente a la orilla. Maldita
sea, pensó. Diez kilómetros por hora fue demasiado rápido, después de
todo. Con esta tormenta no habían visto el precipicio, y las cadenas no
estaban pensadas para suspender un tanque.
Miró hacía abajo en las sombras, pero la caída era demasiada profundo
para ver nada sólido. La tormenta todavía encubría suficiente el área para
obstaculizar la visión en ese rango, pero ya se estaba debilitando. Pronto
tendría una visión más clara, de lo que había pasado.
—¿Los habían seguido los orkos, a través de la tormenta? ¿Y estarían a
sus espaldas incluso ahora? No había ningún lugar hacía el que correr.
Estaban bloqueados por un borde escarpado. ¿Hasta dónde se extendía el
precipicio a la izquierda y la derecha? Las respuestas tendrían que esperar.
Van Droi necesitaba hablar con el coronel Stromm. Ordeno a todo el mundo
regresar a sus tanques, y luego regresó al Rompe-enemigos. Una vez que
estaba dentro y con las escotillas cerradas, se encendió un interruptor del
comunicador de a bordo y dijo:
—Van Droi al coronel Stromm, responda, por favor.
—Adelante, teniente. ¿Cuál es la situación?
—No es buena, señor. Como me temía, uno de nuestros tanques se ha
despeñado por un precipicio. El precipicio esta cerca de diez o doce metros
delante de mi tanque principal. Ni idea de lo profundo que es, señor. El
fondo no es visible, por la tormenta. Supongo que es profundo. La
suficiente profundidad para ser un gran problema, de todos modos.
—¿Sabemos su extensión? Si los orcos están justo detrás de nosotros…
—No hay forma de saberlo en este momento, señor. La tormenta se está
moviendo rápidamente, aunque, espero que tengamos una visibilidad
decente en media hora o menos. Sugiero que esperar hasta entonces.
—Por supuesto, teniente. No quiero más accidentes. ¿Podría alguno de
sus hombres, los que estaban en el tanque… podrían haber sobrevivido?
Van Droi pensó en esto por un segundo antes de responder. Por toda la
fiabilidad de los Leman Russ, un diseño que apenas había cambiado en
miles de años, la torreta era todavía un lugar peligroso para estar. Su
espacio era limitado, y ruidoso generalmente dominado por el gran
mecanismo del arma principal. A un lado de este se sentaba el artillero, en
el otro se sentaba el cargador, detrás del artillero, el comandante se sentaba
a poca distancia de todo lo que necesitaba: mapas, equipos de
comunicaciones, armas pequeñas y más. Lo que lo hacía tan peligrosa eran
las cajas de estiba atornilladas por su superficie, sus bordes y esquinas eran
responsables de más heridas que el fuego enemigo. Las palancas de bloqueo
de las escotillas no eran mucho mejores, sobresalían como puntas metálicas
romas.
Los veteranos se acostumbraban a esto y reportaron menos lesiones con
cada año que pasaban de servicio, pero los novatos aprendían de la manera
más difícil.
—Lo más probable es, señor, que la mayoría de los hombres en el
interior están gravemente heridos —dijo van Droi—. Y es más que
probablemente que haya muertos.
—¿Pero le parece que encontraremos sobrevivientes?
—No puedo decirlo realmente en este momento, señor. Depende de la
altura de la caída.
Stromm hizo una pausa, dejando a van Droi escuchando el ruido blanco
que llenaba la oreja derecha de un momento.
—Usted sabe, van Droi, que si los orkos están cerca, no puedo darles el
tiempo que necesitarían, para el rescate.
Van Droi negó con la cabeza.
—Ya lo sé, señor. Si hay alguna posibilidad, que algunos de ellos están
atrapados allí, mi deber con ellos es rescatarlos.
De hecho, estaba pensando que el 98.º de Stromm, también tenia ese
deber por rescatarlos de los orkos, pero no lo dijo. Unos segundos después,
se alegró de no haberlo hecho.
—Mis hombres y yo haremos todo lo que pueda para ayudarles, van
Droi, pero el tiempo es esencial. Cada segundo cuenta.
Stromm apago el comunicador, y a continuación, lo volvió a conectar a
los pocos segundos.
—Echare un vistazo al exterior, teniente —dijo—. Parece que la
tormenta casi ha pasado.
Van Droi estiró el cuello y miró a través de la ranura de visión delantera
situada en el techo justo por encima de la torreta. Podía ver el tanque frente
a él con todo detalle. Más allá de ella, le pareció vislumbrar el horizonte
y… ¿No podía ser posible? ¿Era la silueta pálida de una cadena montañosa
que sobresalía? Era difícil estar seguro. Detrás de las gruesas nubes
marrones en el oeste. Si realmente había montañas de más allá…
De pronto, se le ocurrió otra cosa a van Droi. ¡Los orkos! Se dio la
vuelta para mirar a través de la ranura trasera, pero la Diamantinas estaba
bloqueando su visión.
—¿Algún signo de los Orkos, señor? —pregunto a Stromm—. ¿Tiene a
alguien oteando nuestra espalda?
Una vez más hubo una pausa mientras Stromm parecía estar hablando
don alguien. Entonces, respondió:
—No hay rastro de los inmundos orkos, teniente. No puedo creer que
los perdido con tanta facilidad, pero me informás, que no hay rastro de
ellos. Nada a nuestras espaldas.
Por el Emperador, fue el pensamiento de van Droi. ¿Podría realmente
haberles ayudados? ¿La tormenta habría borrado sus rastros y enviado a
los orkos en otro otra dirección?
—¿Sigue ahí, teniente?
—Sí, señor. Lo siento. Me preguntaba en qué dirección tomaron los
orkos. ¿Puedo sugerir que enviemos exploradores en busca de un modo de
bordear el precipicio, señor? Si queremos continuar hacía el norte-este,
vamos a necesitar una pendiente o una pista desde esta cresta. Y, con su
permiso, me gustaría tener algunos de mis hombres bajando en rappel hasta
el Deliverance.
—Tiene mi permiso, teniente. Sea rápido. Quiero moverme de nuevo
tan pronto como sea posible. Si necesita cualquier otra cosa, hágamelo
saber. Stromm, fuera.
Los bajos del tanque de Muller yacían en la parte inferior de una caída
de doscientos metros, y van Droi sabía que las posibilidades de que hubiera
supervivientes eran casi nulas.
Junto con otros cinco hombres, bajaron con cuerdas hasta el suelo
rocoso del desierto y se acercaron para observar los resultados de la caída.
El cañón del arma principal se había separado de la torreta, y las armas
secundarias habían sufrido un impacto tan grande que las piezas yacían
esparcidos alrededor del invertido casco, su torreta ni siquiera era visible,
enterrado profundamente en la arena y rocas sueltas.
Dirigió a su equipo para que entrara y comprobara si había señales de
vida. El sargento Wulfe estaba entre ellos e inmediatamente se encaramó en
el vientre del tanque. Desenfundo la pistola láser, y con la culata dio unos
golpes establecidos, contra el blindaje del tanque. Se trataba de un viejo
código, una serie de toques y pausas que los militares de Cadia todavía
enseñan a los cadetes en su primer año, aunque había pocos motivos para
usarlo dada la prevalencia de los sistemas de comunicaciones. Van Droi se
sorprendido de que Wulfe, todavía recordara el código. Habían pasado más
de veinte años desde que el hombre había sido un cadete. Van Droi tuvo que
remontarse a los recuerdos de sus días de entrenamiento, para descifrar el
mensaje. Era el mismo código, que repito una y otra vez: ¡respondan, por
favor!
Wulfe apretó la oreja contra metal durante aproximadamente un minuto,
después de lo cual sus movimientos cambiaron el mensaje con urgencia.
Dándose cuenta, van Droi se acercó, pero no se atrevía a hablar. No podía
distraer al sargento.
El nuevo mensaje de Wulfe era: ¿Número de muertos?
Van Droi vio como volvía a colocar el oído en el blindaje de nuevo, y
luego, después de una breve pausa, Wulfe se levanto, y miro directamente
hacía van Droi.
—Tres muertos, y uno con vida, señor. Es el conductor, Krausse.
—¿Estado? —preguntó van Droi.
—No es bueno, señor. Un montón de huesos rotos. Con laceraciones.
—Maldita sea —escupió van Droi—. Creo que los dos sabemos cómo
va a terminar, Wulfe.
El sargento miró al suelo.
—Pero, señor. No podemos…
—Los dos sabemos que eso no es nuestra responsabilidad. Stromm está
al mando. No lo odio por ello. Tiene que pensar por el resto de nosotros.
—¿No podemos al menos intentarlo, señor?
—Ojalá pudiéramos —dijo van Droi—, pero con nuestros recursos
limitados, necesitaríamos el resto del día y la mitad del otro. Y eso cortando
por donde el blindaje es más delgado.
Van Droi no podía ver la cara de Wulfe. Estaba con la máscara y las
gafas protectoras puestas para protegerse del polvo en el aire, pero sabía
que la expresión del sargento sería el mismo que el suya: ¡De miserable
preocupación!
—¡Suban de regreso a sus tanques! Stromm tendrá órdenes para que nos
movamos dentro de poco. Sus hombres han encontrado una pista hacía
abajo para los vehículos. Déjeme solucionar esto. Dígales a los demás…
Dígales que no hubo supervivientes.
—¿Quiere que les mienta, señor? —preguntó Wulfe. Con un hilo de
amargura en su voz.
—Quiero que pienses en lo que es mejor, sargento —le espetó van Droi
—. La moral es baja, como para decirles la verdad. A si que seguimos
adelante. ¿Queda claro?
Wulfe respondió, con un todo de voz lo más neutral que pudo y dijo:
—Claro como el cristal, señor. Mis disculpas. No debería haber
preguntado.
—No, Wulfe —dijo van Droi—. No me pida excusas. Sólo… haga lo
que le he ordenado, ¿quiere?
—Por supuesto, señor. Puedes contar conmigo.
Con eso, Wulfe se volvió, y se reunió a los otros cuatro hombres y les
ordeno que volvieran a sus tanques.
Van Droi se arrastró por el Deliverance, frunciendo el ceño bajo su
máscara de rigor, estaba mareado, no estaba bebiendo la suficiente agua
cada día. ¿Quién podría culparlo?
Los kits de purificación no hicieron mucho para quitar el amargo sabor
salado de la orina procesada. Las raciones también eran muy bajo. Debe de
haber perdido una docena de kilos en los últimos diez días, si no más.
Desenfundo su pistola láser, finamente elaborado de la funda de su
cadera, y se tumbó sobre el vientre del tanque en el lugar que Wulfe había
ocupado un momento antes. Con la culata de la pistola comenzó a transmitir
un mensaje al hombre atrapado en el interior: Soy el Comandante de la
compañía.
Y espero una respuesta. Después de unos segundos, se produjo una serie
de sonidos metálicos. En su mente, van Droi tradujo los ritmos y pausas:
recibido. Saludos.
Van Droi golpeó de nuevo: Rescate imposible.
Esta vez hubo una pausa mucho más larga antes de recibir una
respuesta. Esta vez, una sola palabra: Entendido.
¿Tiene un arma?, pregunto van Droi, golpeando con la culata de la
pistola láser.
Sí respondió Krausse. Hubo una larga pausa, y luego añadió, voy a
utilizarla.
Van Droi quería decir lo siento, pero algo detuvo su mano. En cambio,
solo pudo decirle: Ve con el emperador, soldado.
Escuchó con atención, con el oído pegado duro al metal por debajo de
él, pero el conductor del tanque había dejado de comunicarse. Solamente
había oído un solo sonido metálico del interior de la máquina volcada. Era
el sonido de una pistola láser. Van Droi no tenía que descifrar para saber lo
que significaba.
Cuando bajó del el tanque, se acercó a la cuerda y comenzó la agotadora
subida de vuelta, el corazón del teniente parecía que pesaba unos sesenta
toneladas por si solo. Maldita sea, pensó. ¿Qué líder ordenaba a sus
hombres suicidarse?
En la parte superior de la cuerda, unos brazos se extendieron para
ayudarlo, y se puso de pie y se encontró frente a un grupo de soldados,
equipados con máscaras y gafas protectoras. Se quedaron mirándole,
mientras se levantaba y se sacudió las fatigas.
—¿Por qué no están en sus tanques? —les preguntó—. Los hombres de
Stromm no habían encontrado un camino.
Fue el fornido Sargento Rhaimes el que dio un paso adelante y dijo:
—Han encontrado mucho más que eso, señor. Active el
microcomunicador a banda nueve.
Van Droi resopló con impaciencia y levantó un dedo para activar el
microcomunicador. Cambió a la banda y nueve y se quedo congeló. Apenas
podía creer lo que escuchaba. Había una rápida charla. Una de las voces le
fue inmediatamente familiar, la voz ronca, pero bien educada del coronel
Stromm.
El otro, sin embargo, le era desconocido para van Droi, y eso era muy
significativo.
—Patrulla de sentinels de nueve theta y nueve seis cinco confirmando la
última transmisión, coronel. Retransmitiendo al cuartel general. Este a la
espera.
Van Droi se quedó sin aliento. Se dirigió hacía Rhaimes.
—¿Es eso lo que creo que es? —preguntó.
No necesitaba ver la cara Rhaimes, para saber que estaba sonriendo
cuando le dijo.
—¡Puede apostar su rango en ello, señor! Son una patrulla de sentinels
de Exolon. Deben de haber asegurado una base cercana.
Van Droi de repente sintió como si estuviera flotando en el aire.
—Por el trono dorado —exclamó Van Droi.
Para inmediatamente ordenar:
—Que todos vuelvan a sus tanques enseguida. Prepárate para salir tan
pronto como tengamos las instrucciones.
Los hombres saludaron y regresaron a sus tanques a toda velocidad. Van
Droi se sentía mejor. Se había mentalizado de que todos morirían aquí de un
modo u otra. Pero ahora… Parecía que tenían una oportunidad de salvación.
Dentro de la torre, con el comunicador de largo alcance del tanque, oyó
las comunicaciones de la patrulla sentinels, que llegaba mucho más fuerte y
claro.
—Coronel Stromm —dijo una voz—, tengo órdenes para usted del
general Bergen. Debe dirigirse hacía el este siguiendo el acantilado, se
reunirá con la patrulla de sentinels en la base del acantilado, y les escoltaran
a la base Balkaria. Confirme.
—¡Balkaria! —pensó van Droi—. No puedo creer que estemos tan
lejos.
Volvió a pensar en sesiones informativas con el General Deviers. Desde
Balkaria, era un corto trecho hacía el este hasta la última ubicación
conocida de la Fortaleza de la Arrogancia. A partir de ahí, la nave del
Adeptus Mechanicus en órbita sobre el planeta, recibiría la señal. Y uno
módulo de la recuperación sería enviado a por el tanque. Entonces
regresarían a la base de Hadron a esperar el rescate de la Armada. ¡Por el
Trono, las cosas estaban mejorando!
De repente, la mente del teniente regreso hacía atrás, al conductor
atrapado dentro del Deliverance.
No habrían tenido tiempo para salvar a Krausse, Las raciones y el
combustible se agotaban, no podían detenerse, en cualquier momento los
orkos podrían encontrar su rastro. Se habría expuesto a todos al peligro. Van
Droi estaba seguro de que había hecho lo correcto. Sólo que ahora, de
repente, parecía que había un poco más de tiempo. Pero ahora no había vida
que salvar.
Después de escuchar la última conversación. El cansancio y el peso de
su orden lo golpearon de nuevo como un martillo, y se sentó en la parte
trasera de la torreta del vencedor con las manos apretadas en su cara.
—¡Por el maldito Ojo del Terror!
Con aire ausente, con la fracción de la conciencia de que no se estaba
ahogando en la culpa, oyó a Stromm expresarse una vez más por el
comunicador. El coronel confirmó las órdenes del general de división con el
piloto de sentinel, que les había transmitiendo ellos. Entonces Stromm
contactó a cada uno de sus oficiales y les dio sus instrucciones.
Cuando le llegó el turno a Van Droi dijo:
—Por fin una buena noticia, ¿verdad, teniente? Después de todo lo que
hemos pasado.
—Cierto, señor —dijo van Droi—. Mis tanques están listos para salir de
su orden.
Stromm había servido mucho tiempo en la Guardia. Sabía que cuando
un oficial les estaba ocultando algo.
—¿Estás bien, van Droi? Suena un poco menos explicito de lo que
realmente tendrías que estar al saber que tenemos una oportunidad de salir
de esta. ¡Oh! El tanque. Lo siento, van Droi. con toda la emoción…
—Está bien, señor. Por supuesto, no podría estar más feliz de hacer
contacto con el resto del grupo de ejército.
—¿Supervivientes?
—No, señor —dijo van Droi con cansancio—. No hay supervivientes,
me temo.
—Lo siento, teniente. Por supuesto, van a ser honrados adecuadamente
cuando lleguemos a Balkaria. Imagino que habrá un montón de
decoraciones después de la campaña. El Trono sabe, nuestros muchachos se
lo merecen. Hemos pasado por un infierno, van Droi, buenos hombres se
han perdido. Pero ya hemos pasado por eso. Los confesores organizarán un
servicio para aquellos que hemos perdido.
Van Droi sabía que lo harían, pero no hizo nada para consolarlo. Una
vez Stromm se retiro, abrió el canal con sus comandantes de tanques en el
canal de la compañía. Solo había siete de ellos, ocho tanques quedaban
incluyéndose el suyo.
—Quiero una doble columna. Al frente de la primera el Rompe-
enemigos. El Destroza Huesos al frente de la columna derecha. Nos
desplegaremos detrás de los chimeras del coronel. Mantened los ojos
abiertos para los problemas. Lo de siempre. Sé que estáis todos cansados,
pero estamos casi en casa.
Cuando cada uno de los tanques hubieron confirmado, se dio la orden y
todos ellos comenzaron a moverse.
TRECE

Balkaria, al igual que todas las viejas ruinas imperiales en el desierto


ecuatorial, era una base fortificada construida en una erupción rocosa que
había soportado el embate de las arenas transportadas por el viento. Los
orcos la habían ocupado tan pronto como las fuerzas imperiales se habían
retirado, pero en todos esos años, se habían hecho muy poco para cambiar
la base, aparte de llenar sus calles con basura oxidada y de excrementos.
Varias de las estructuras, sobre todo los cuarteles y garajes de hormigón, se
habían derrumbado sobre sí mismas bajo el peso de la arena que se había
acumulado en sus amplios techos. Otras estructuras que una vez habían sido
decoradas con la orgullosa iconografía Imperial, pero el viento la había
estropeado, por el impacto continuo de granos de arena, sobre las
superficies expuestas. Los orcos posteriormente los habían cubierto con
garabatos del galimatías que usaban como escritura. Gran parte del metal
usado en la construcción de la base fue retirado. Reciclado, por los
mekanicos, para utilizarlo en las modificaciones de sus extrañas máquinas
de guerra, había dejado a los bunkers sin puertas y los cuarteles sin
persianas.
Para cualquier persona que viera la base, desde el aire, la base le habría
aparecido hexagonal, aunque no era simétrica, diseñada con lados
desiguales para aprovechar al máximo todo el espacio que ofrecería el
amplio espacio del suelo de roca. Había una serie de pozos, excavados
hacía abajo, muy profundamente en el suelo. Pero para desgracia para el
18.º Grupo de Ejércitos que no contenían agua. Parecía que se habían
agotado hace mucho tiempo. Los antiguos ocupantes de la base, la gran
horda de pieles verdes que los hombres del Mayor General Killian contra
los que habían luchado muy duro para eliminarlos había estado utilizando
los pozos de agua potable como letrinas. Killian había ordenado sellarlos.
El coronel Vinnemann estaba discutiendo con sus personal, el tema de
la disciplina del uso del agua, cuando un ayudante del general de división
Bergen le interrumpido, llevándole una inesperada buena noticia.
La expresión de Vinnemann lo dijo todo, mientras estaba sentado
escuchando, con una mezcla de incredulidad. La mirada se reflejaba en los
rostros de sus oficiales.
—Dilo otra vez, soldado —le dijo al ayudante de Berren. Las palabras
habían brotado de la boca del muchacho jadeante. Pero Vinnemann no
estaba seguro de que había oído bien.
—El teniente van Droi ha contactado por el comunicador, señor. Él y su
décima compañía se dirigen hacía nuestras posiciones con los restos del
coronel Stromm del 98.º Regimiento de Infantería Mecanizada. El mayor
general pensó que le gustaría ser informado sobre estos, señor.
Vinnemann dio una palmada.
—¿Has oído eso, Alex? —le preguntó a su ayudante. El joven asintió
con la cabeza, sonriendo. Vinnemann soltó una carcajada—. El bueno de
van Droi, ya sabía que aparecería de un momento a otro. Tenemos que darle
la bienvenida. —Se volvió hacía el ayudante y pregunto—. ¿Desde qué
dirección tienen que acercarse?
—Desde el sur-este, señor —respondió el ayudante, también, estaba
sonriendo, contagiado por la alegría del coronel—. Tendría que llegar
aproximadamente en unas dos horas. Entraran por las puertas sur. Les están
guiando a patrulla de sentinels que recogió sus transmisiones.
—Excelente —dijo Vinnemann. Recogió su bastón y se puso en pie,
haciendo una mueca de el dolor, cuando enderezo su espalda. Pronto tendría
que inyectase más analgésicos, pero no iba a dejar que el pensamiento le
estropeara este maravilloso momento. Su décimo Compañía había
sobrevivido. Los Gunheads de Gossefried Van Droi volvían al redil.
Y el emperador sabio que necesitarían pronto, de los tanques de la 10.ª
Compañía, ya que esperaban una gran resistencia por parte de los orkos.
Ya que el General Deviers había ordenado al regimiento de Vinnemann,
que se dirigiera hacía el este para asegurar La Fortaleza de la Arrogancia,
con la incorporación de la 10.ª, el regimentó podría desplegar su fuerza al
completo. Sería un gran aporte para la moral del regimiento.

Desde su torreta, Wulfe vio las paredes de la base aparecer a través de la


bruma rosa de polvo en la distancia. Estaban levantadas de la cima de un
montículo rocoso, y estaban rematadas con torres de vigilancia y baterías de
armas. Podía ver largos cañones que sobresalen de las anticuadas almenas,
incluso a esta distancia.
Por fin en casa, pensó, su hogar, era con el resto del regimiento. Incluso
la rivalidad amarga, de las compañías entre si del 81.º. ¿Pero qué regimiento
no soportan este tipo de cosas? Pero todos tenían el mismo enemigos, y
combatían siempre juntos, y todos ellos eran Cadianos, y por lo tanto todos
eran hermanos, cuando se trata de la lucha por supervivencia de la
humanidad. Sería bueno ver al viejo Vinnemann de nuevo, saber que el
hombre aún estaba al mando. Wulfe se sorprendió de lo mucho que le
importaba Cinnemann. El teniente van Droi era un gran hombre y
comandante de la compañía en por derecho propio, era directo, honesto y
accesible, a pesar de que podía ser un hijo de puta a veces, pero Vinnemann
era prácticamente una leyenda entre sus hombres. Su negativa a rendirse y
morir cuando otros hombres, lo habrían hecho, sin duda personificaba el
espíritu implacable, por lo que los truenos rodantes eran famosos.
—No puedo creer que regresemos con el resto de la manada —murmuró
Holtz por el intercomunicador—. Nunca pensé que viviría para ver esto.
—No puedo esperar a dormir en una litera adecuada de nuevo —dijo
Siegler.
Metzger como siempre no dijo nada, concentrándose en mantener el
Último Ritos II en la formación detrás del tanque de delante con las paredes
de Balkaria alzándose cada vez más grande en su ranura de visión.
—¿Crees que van a tener agua y comida, para nosotros, sargento? —
preguntó Siegler.
—Malditos serian si no nos pueden proveer de agua y comida —se
quejo Holtz—. Voy a morir si tengo que beber orina reciclada de nuevo.
Estoy tan débil que van a tenerme que ayudar para salir por la escotilla.
—Estoy seguro que el Oficial de Logística, tendrá nuestras necesidades
de suministro en cuenta —dijo Wulfe—. Balkaria es el punto de partida
para el gran plan del general, ¿no? Lo primero que voy a hacer después de
desmontar es irme directamente al comedor. Estoy demasiado débil, para
me interroguen primero, podría desmayarme en medio del interrogatorio.
Los otros se rieron de eso. Incluso Metzger. Ya que sabían que sólo los
comandantes de tanques tendrían que lidiar con eso, y, en lo que se refería a
desmayarse, porque todos sabían que el sargento sólo había perdido el
sentido una vez en su vida, hace muchos años, cuando un orko le había
cortado la garganta. La pérdida de sangre fue importante como para dejarlo
inconsciente, pero el médico que había saltado sobre el tanque para salvarlo
había llegado justo a tiempo. Ese mismo médico, Wulfe se enteró más tarde,
que había muerto unos pocos días más tarde, capturado en una emboscada y
torturado hasta la muerte en un campamento de pieles verdes. Una patrulla
de exploradores habían encontrado su cuerpo colgado de una horca
improvisada, con las manos, pies y otras partes cortadas. Había sido
capturado al intentar salvar la vida de otro soldado.
Wulfe todavía estaba luchando por vengarlo y, sólo la muerte le
detendría.
En ese sentido, sentía una gran cercanía con el coronel Vinnemann, a
pesar de que sólo habían hablado dos veces en persona. La búsqueda
incesante de Vinnemann para vengar a su esposa era muy conocida, pensó
Wulfe, después de haberla escuchado las historias de dolor sin fin que el
coronel había sufrido.
A medida que los tanques y transporte pesador se acercaban cada vez
más a Balkaria, un ruido extraño comenzó a oírse, estropeándole el
excelente estado de ánimo de Wulfe. Venía de la parte posterior de su
tanque, y Wulfe supo de inmediato que algo había salido mal. Metzger
informó por el intercomunicador, un momento después de que la
temperatura del motor estaba aumentando rápidamente. Wulfe comprobó
por las ranura de visión traseras y vio un humo negro saliendo de la parte
posterior de su tanque por debajo de las cubiertas metálicas del motor.
—El maldito radiador se ha estropeado —dijo a su tripulación—.
Metzger, reduce la velocidad maldita sea. ¿Haber si al menos, podemos
entrar por las malditas puertas? Dime que puedes.
Antes de que el conductor pudiera responder, el Último Ritos II dio una
gran sacudida y se detuvo. Wulfe maldijo tan fuerte como pudo. Y observó
a los otros vehículos desplazarse hacía un lateral, para a continuación,
adelantarles. El Nuevo Campeón de Cerbera pasó un metro a su derecha. La
luz del comunicador empezó a parpadear. Wulfe, pensando que debía de ser
van Droi y abrió de inmediato el enlace.
—Oh, Dios, oh, Dios, sargento —dijo una voz petulante—. Parece que
ha empujado al viejo trasto demasiado, ¿no le parece?
—¿Qué mierda quieres, Lenck? —gruñó Wulfe—. ¿Sólo has llamado
para regodearse? El uso frívolo de las comunicaciones durante una
operación… es un delito punible. Al teniente le encantaría oír hablar de eso.
—Preocúpese más por si mismo, sargento. Estaba llamando para ver si
usted y sus hombres les gustaría subir a la base, ha espacio encima de mi
tanque.
Wulfe apretó los dientes.
Preferiría bailar desnudo en el próximo banquete del general de dejar
que una comadreja con cara de hijo de puta, se regodeara de esto por el
resto de su vida. El Último Ritos II había estado funcionando sin problemas
desde que habían abandonado el modulo estrellado. Todos los otros tanques,
habían tenido que parar antes o después de reparaciones en el campo, pero
no el Último Ritos II.
¿Por qué mierda había elegido, este momento para averiarse?
Wulfe golpeó un puño contra el interior de la torre y dijo:
—¡Maldita sea! ¿No podrías haber esperado unos kilómetros más? —
Entonces activo el comunicador y dijo—: Cabo Lenck, lárgate, antes de mi
artillero que te envié al más allá.
—Esa hostilidad, sargento. Guárdela para los pieles verdes. Ya nos
veremos en el comedor. Vamos a tratar de dejar un poco de comida para ti,
pero no prometo nada…
Wulfe apago el comunicador y rugió de frustración en su torreta.
—¡Este viejo trasto! No podía haber elegido un momento peor. Seremos
el hazmerreír de toda la base maldita.
—Sí que pudo —dijo Metzger. Y su voz era casi un gruñido.
—¿Qué? —dijo Wulfe. Era raro que Metzger hablara, pero era el tono
de confrontación de su voz que realmente cogió a Wulfe por sorpresa.
—Podía haber elegido momentos peores para dejarnos tirados, sargento.
El tanque ha durado más tiempo del que tenía derecho. El espíritu-maquina
ha esperado justo hasta ahora, el momento más seguro desde el momento en
que nos estrellamos en esta roca. Por lo tanto, a mi no importa, si somos el
hazmerreír o no. Estoy orgullo de ser su conductor. Y supongo que debería
usted sentirse orgulloso de comandar este tanque.
Wulfe se quedó atónito.
—Sí, yo también estoy orgullo —dijo Siegler.
Wulfe miró Holtz.
—¿Y bien?
Holtz se rascó la barbilla.
—Tres contra uno. No cambiaría este tanque por cualquier otro del
regimiento, y incluyendo al Vencedor del teniente. No puedo pensar en
ninguna otra manera de decirlo, simplemente ya no los hacen como este. No
es ninguna belleza, pero es mi tanque.
Wulfe se apoyó contra la pared de la torreta, mirando a los dos
tripulantes que compartían el pequeño espacio con él. Todos habían servido
con él, en su anterior tanque. Todos habían llorado por tener que
abandonarlo, al menos a los ojos de Wulfe. Era fácil quedarte atado a una
máquina que te había salvado su vida muchas veces. Sólo su velocidad les
había obligado a abandonarlo, con el reloj en su contra, no tuvieron mas
opción en dejarlo atrás. Wulfe se dio cuenta ahora de que la estrecha
afinidad con su ultimo tanque, lo habían cegado al sustituirlo por el Último
Ritos II, lo había visto como un par de botas viejas.
—Parece que este tanque ha encontrado algunos fans —dijo—, y he
sido un poco injusto.
—Sólo un poco, sargento —dijo Siegler. De las dotaciones de cuatro
hombres, con los que habían servido con Wulfe, eran con los que con más
tiempo había compartido, y la confianza entre ellos era muy fuerte, sobre
todo debido a la lealtad de Siegler.
—Era —respondió Wulfe— pero tienes razón, reconozco que he sido
injusto con este tanque. Tendríais que habérmelo dicho hace tiempo.
Sus hombre les respondieron que no se hubieran atrevido. Que su estado
de ánimo había sido bastante malo recientemente.
Wulfe se extraño. Ya que siempre había creído un hombre accesible.
¿Estaba ciego en ese sentido también?
Una luz empezó a parpadear en el comunicador de a bordo. Wulfe
temido abrir el enlace. Sin duda, otro de los Gunheads llamando para
regodearse. Tal vez fuera Rhaimes.
Cuando Wulfe se acercó para activar el canal del comunicador, le dijo a
su gente:
—En persona voy a decir una letanía de gracias al espíritu-máquina del
tanque, en cuanto tenga un momento de inactividad.
Los hombres en la torreta sonrieron, y Wulfe se concentro en
comunicador, y dijo:
—¿Quién eres y qué es lo que quieres?
A la voz del otro extremo no le hizo gracia.
—Bueno, podrías mostrar un poco de maldito decoro para empezar,
sargento —espetó van Droi por el comunicador—. El próximo hombre que
me hable así, tendrá una charla con el Comisario Slayte.
Wulfe palideció.
—Lo siento, señor —le dijo al teniente van Droi—. Pensé que era otra
persona. ¿Qué puedo hacer yo por usted?
—Para empezar, ustedes estén tranquilos hasta que enviemos un tanque
de recuperación, para que les remolque hasta Balkaria. Ya me he
comunicado con la base y ya se dirige uno hacía ustedes. Maldito
desgraciado momento para averiarse, Wulfe, con todos los soldados en el
muro, saludándonos. Con el Coronel Vinnemann y el general Bergen, en el
muro, observándonos.
Mirando a través de la torreta, Wulfe se encontró con la mirada de
Siegler y guiñó un ojo. Y dijo:
—Con todo el respeto, señor, no puedo pensar en un mejor momento
para sufrir una avería, ¿la verdad? Es que el Último Ritos II es el único
vehículo de la compañía, que no ha tenido problemas graves en el motor.
Preferiría que sucediera aquí y ahora que en el desierto con los orkos en la
espalda.
Van Droi se quedó en silencio por un momento. Cuando respondió, lo
hizo con su habitual buen humor.
—Tiene razón, sargento. Me alegra saber que por fin se ha recuperado.
Se a tomado mucho tiempo para ello, pero de todos modos, ¿qué es eso de
que se haya negado a la asistencia de Lenck?
Wulfe sabía van Droi no le gustaba el desprecio abierto que tenia Wulfe
con Lenck era un motivo de preocupación para el teniente.
—No quería detenerlo, señor —dijo—. Hemos estado con raciones
bajas de comida y bebido agua reciclada demasiado tiempo, me di cuenta de
que su tripulación novata caería sobre él.
—Eres un maldito mal mentiroso, sargento —dijo van Droi—. Y no hay
novatos en mi compañía, ya no. Han sangraron y sudado como el resto de
nosotros, y mataron a su parte de pieles verdes, lo mejor será que dejemos
nuestra conversación para más tarde, ¿de acuerdo? Estoy entrando por las
puertas de la base. Ya hablaremos cuando tengamos la reunión con todos
mis oficiales superiores, cuando estemos bien alimentados y hidratados.
—Entendido, señor.
Van Droi se despidió, pero otra luz comenzó a parpadear por el
comunicador de a bordo. Wulfe activo el comunicador y dijo:
—Soy el Último Ritos II. Adelante.
—Último Ritos II, soy el tanque Atlas de recuperación Orion VI.
Estamos en camino en su dirección. Denos unos minutos para llegar, y
comenzaremos los trabajos para remolcarles había la base.
El comandante del Atlas parecía joven, y su voz le hizo a Wulfe
reflexionar sobre las palabras de van Droi y de la su dotación.
Había sido obstinado en su negativa a aceptar el nuevo tanque. Había
sido obstinado en no decirles a su dotación sobre la aparición de Palmeros.
¿Había sido tan obstinado acerca de los novatos? ¿Era Lenck realmente tan
malo como parecía?, ¿o habían cultivado Wulfe el mal rollo entre ellos
desde el principio a causa de la semejanza del hombre con Victor Dunst?
Estaba empezando a sospechar que era el último.
—Entendido, Orion VI —respondió—. Avísame cuando llegue.
CATORCE

La noche cayó rápidamente sobre la base de Balkaria. El cielo se puso


negro cuando finalmente el Último Ritos II llegó al parque móvil, donde se
sometería a sus necesarias reparaciones. Wulfe se lo agradeció al joven
comandante del tanque Atlas, le preguntó dónde estaban el comedor y
barracones, y llevó a su dotación en su búsqueda, siguiendo las
instrucciones del comandante del Atlas. Su búsqueda no hubiera sido
posible sino fuera por los globos luminosos, que se habían sido colgados a
lo largo de la base, sus gruesos cables corrían por las calles y colgaban de
los techos. Aun así, no fue fácil. Las luces se mantenían relativamente
débiles en la noche con el fin para evitar llamar la atención de las bandas
orkas itinerantes. Ese mismo día, las unidades de la 259.º Regimiento de
Infantería Mecanizada del coronel von Holden y parte de 8.ª División
Mecanizada de Rennkamp, había sido enviado para eliminar una banda de
carroñeros pieles verdes. Los pieles verdes había sido localizados cuarenta
y dos kilómetros de la base por los exploradores, con las motocicletas
hornet que estaban patrullando las bajas colinas al norte. Los exploradores
habían guiado a las unidades blindadas al combate.
La acción fue corta, sangrienta y decisiva, y, sobre todo, ninguno de los
orcos se había escapado. Incluso un solo orko huyendo podría haber traído
una fuerza más grande hacía el nuevo campamento imperial. Lo último que
Exolon necesitaba era un asalto a gran escala en su posición más
adelantada. El alto mando estaban desesperados por evitar, todo lo que
podría retrasar el éxito de la misión.
Las unidades mecanizadas que hicieron frente a los orkos lograron algo
bastante inusual, lograron traer a dos de los orkos con vida. Naturalmente,
los dos estaban horriblemente mutilados y lisiados, con sus vidas colgando
de un hilo. Aun así, la lucha por capturarlos habían sido inmensa. Los orkos
heridos eran a menudo más peligrosos que los sanos.
Wulfe oyó hablar de ello por primera vez a un grupo de soldados en el
comedor rematando unas rodajas de cocido de pan y con un vaso de agua
tibia, pero afortunadamente clara y libre de sal. Se sacudió la cabeza
mientras escuchaba. ¿Orkos prisioneros? Wulfe no los habría hecho
prisiones. Los habría ejecutado en el acto. La plana mayor, por otro lado,
debía de haber visto algún beneficio en la situación, una inyección de
moral, probablemente, porque alguien había aprobado la construcción de
dos jaulas cerca de las murallas de la zona este. De acuerdo con los
soldados que hablaban Wulfe, los orkos capturados demostrando que
entendían lo que se les decía.
Wulfe estaba terminando su comida cuando les llegó que los hombres
de la 10.ª Compañía tenían que presentarse en las jaulas de los orkos para
una visita. Wulfe supuso que van Droi quería que los hombres con menos
experiencia pudieran ver al enemigo de cerca, basado tal vez en alguna
noción de que la familiaridad elimina el miedo.
¡Por el ojo del terror! pensó Wulfe. Ver a los orcos, tan de cerca
parecerían aun más condenados peligrosos de que ya lo eran.
A pesar de su promesa anterior para darle las gracias al espíritu-
máquina de su tanque, se encontró con poco tiempo para hacerlo. Se detuvo
brevemente en sus cuarteles, para encontrarse con su dotación un poco más
tarde, pero su primera tarea fue encontrar al teniente van Droi. Por lo tanto,
paso unos momentos tratando de asearse a sí mismo un poco, no fue fácil
dado todo lo que habían pasado, cruzó la base y llegó a un edificio de
piedra arenisca de una sola planta con los adecuadas marcadores en la
puerta.
Había un hosco soldado, de aspecto aburrido de guardia.
—Soy el Sargento Wulfe y necesito ver al teniente van Droi —le dijo
Wulfe.
El centinela asintió con la cabeza, le pidió que esperara, y luego entro
en el interior del edificio, para informarse, si el teniente Van Droi estaba
disponible. Un momento después, reapareció y le dijo a Wulfe, que entrara.
El comedor de oficiales tenía un techo bajo de yeso agrietado, y al
menos la mitad de las baldosas rojas del suelo habían desaparecido, dejando
grandes extensiones de cemento desnudo visible. Globos luminosos
colgaban del techos, zumbando y parpadeando, su brillante luz, era
deslumbrantes, con sus ojos acostumbrados a la escasa luminosidad del día
de Golgotha. Al mirar a su alrededor, Wulfe decidió que este lugar no era
una gran mejora, comparado con el comedor de los soldados. Se preguntó
ociosamente si la comida y la bebida eran mejores.
Dentro del edificio, los orkos habían pintado imágenes típicas de las
cosas que generalmente ocupaban sus diminutos cerebros: armas, navajas,
cráneos, dioses extraños, etc…
Muchos de los garabatos eran tan oscuros, tan mal que representados
que Wulfe no podía adivinar qué era lo que representaban. Se han hecho
algunos esfuerzos para cubrirlos, por supuesto, Pero literalmente estaban
todas partes En su camino, hacía el comedor. Wulfe había visto a soldados
pegando en las paredes, material de propaganda del Departamento del
Munitorum. Dedujo que habrían sido castigados a estas tareas como algún
tipo de castigo disciplinario, que los comisarios les habrían impuesto. Uno
de los carteles cerca del barracón al que Wulfe le habían asignado había
llamado su atención.

¡REVISA TUS MUERTOS!


Había una imagen bien pintada de un grande y fuerte soldado Cadiano,
ensartando con su bayoneta el cráneo de un orko, que yacía muerto en el
suelo.
La parte inferior del cartel decía:

Destruyendo el cerebro es el mejor modo de evitar que se levanten


de nuevo.

El orko del cartel era demasiado pequeño, comparado con cualquiera de


los orkos contra los que Wulfe había combatido, pero no se podía negar el
talento del artista. Su trabajo aparecía en otra serie de carteles. La mayoría
estaban interesados en mostrar la debida reverencia al Emperador y la
autoridad de sus agentes. Otros sin embargo, llevaban el sello del Adeptus
Mechanicus y ofrecieron concisos recordatorios del cuidado y
funcionamiento de los equipos de campo estándar.
No era que las tropas necesitan recordarlo, los sargentos de instrucción
en Cadia, podían ser muy crueles enseñando el mantenimiento y uso del
equipamientos. Solo los habían puesto, para cubrir la iconografía de los
orkos, y habían usado lo que tenían a mano, no importa cuán corta fuera la
estancia prevista, ya que la iconografía orka eran equivalente a una herejía,
según edictos imperiales Imperial.
El comedor estaba lleno. El aire estaba llenó con el zumbido constante
de conversaciones, y nadie le prestó mucha atención. Wulfe pronto divisó a
van Droi en un extremo de la mesa. El teniente estaba sentado con un grupo
de otros oficiales de las demás compañías del 81.º Regimiento Blindado.
Cuando Wulfe acercó para presentarse, observó cómo de cansados estaba el
comandante de su compañía. Los otros no se veían mucho mejor. Golgotha
no había sido particularmente amable con ninguno de ellos.
—El Sargento Wulfe se presenta tal como pidió, señor —dijo,
saludando con rigidez.
Los hombres sentados alrededor de la mesa levantaron la vista.
—Descanse, Wulfe —dijo van Droi con la boca llena de comida. Wulfe
miró al teniente y vio una oscura rebanada de pan, parecía dura y fría. Por
lo tanto, pensó, que la comida no es mejor. Están con las mismas raciones
que los soldados.
No tuvo ninguna satisfacción con saberlo. Él no habría escatimado al
teniente una mejor comida.
—Tome asiento, Wulfe —dijo van Droi, indicando una silla vacía en la
esquina de la mesa.
Wulfe vaciló, mirando a los otros oficiales. La mayoría estaban
ocupados masticando o charlando con sus vecinos. Algunos le sonrieron y
asintieron con la cabeza. Wulfe reconocido capitán Immrich entre ellos. La
mano derecha del coronel Vinnemann, el favorito para reemplazarlo si el
viejo tigre se aburría de su búsqueda de venganza.
—No quisiera importunar al capitán y otros oficiales, señor.
—Nada de eso, sargento —se rio el capitán Immrich—. Siéntate de una
vez. No haga que se lo tenga que ordenar. Usted no encontrará ninguna de
esa mierda clasista en mi mesa. ¿No es así, señores?
Los otros oficiales estuvieron de acuerdo, aunque algunos menos
entusiastas que otros. Wulfe se inclinó un poco hacía la capitán, y luego se
sentó rígido como una tabla. Immrich le señaló, sonrió y sacudió la cabeza.
—Nos habíamos reunido antes, sargento —dijo— a bordo de la Mano
de Resplandor, ¿se acuerda?
—Lo recuerdo, señor.
—Justo después de que maldita misión. —Se volvió hacía los demás
oficiales y añadió—: El asunto Kurdheim —antes de volverse en dirección
a Wulfe—. Una mala misión. Que nunca se debería haber realizado, con tan
poco tiempo de planificación.
Ya se que no deberíamos haber ido pensó Wulfe enfadado, recordando a
los hombres que habían dado su vida se día. No es que la culpa fuera de
Immrich.
El capitán parecía que le estaba leyendo la mente a Wulfe.
—Hubo una tremenda presión por parte del alto mando. La maldita
oficina de estrategia fueron firmes al respecto. El Coronel Vinnemann se
opuso desde el principio, pero su opinión no importaba. ¿Esas
condecoraciones póstumas no son siempre muy apreciadas? Medallón
Carmesí, de segunda clase, ¿no es así?
Esta pregunta estaba dirigida a Wulfe, pero van Droi, que obligó a dejar
un momento su rebanada de pan seco, antes de contestar.
—Los Sargentos Kohl y Strieber —respondió con verdadera pena en su
rostro—. No recibieron medallas. Y eso que las pedí media docena de
veces. Pero oficialmente hablando, esa operación nunca sucedió. Todos los
canales normales están cerrados.
La sonrisa de Immrich había desaparecido.
—La oficina de estrategia tienen mucho por lo que responder —susurró
—. ¿Me pregunto cuántos héroes Imperiales han muerto y no se les ha
reconocido por causa de esos bastardos? Estoy seguro de que el sargento
Wulfe aquí presente merece una medalla por lo que pasó.
—El capitán es muy amable —dijo Wulfe ausente. Estaba pensando, no
en las medallas, sino en la visión fantasmal que había visto ese día. Sobre lo
que paso realmente ese día pensó Wulfe, Immrich no sabía ni la mitad.
Otro oficial intervino, deseoso de guiar la conversación en una dirección
ligeramente diferente.
—Habrá condecoraciones en abundancia —dijo—, cuando nuestro
general Deviers pueda escribir su nombre en los libros de historia, sin
embargo…
—¿Qué? —interrumpió Hal Keissler, un teniente robusto, con los ojos
hundidos. Era comandante de la segunda compañía del regimiento, el
número tres del coronel Vinnemann, y una especie de rival ocasional de
Immrich. Wulfe no tenía muy buena opinión de él. El amor del hombre por
su físico, rayaba el sadismo, pero reconocía que era un comandante de
campo de batalla sólido. Las medalla en su pecho se las había ganado en
buena lid, al igual que van Droi.
Immrich se rio, cambiando su estado de ánimo en el corto plazo.
—Todos sabemos lo que usted y sus hombres la poca importancia que
les dan a las condecoraciones, Hal. Te diré una cosa, si te vas ahora, podrías
traernos La Fortaleza de la Arrogancia de vuelta aquí antes del desayuno.
Podría ser que incluso le concedieran el titulo de gobernador que algún
maldito planeta, por ello.
Los demás se rieron, y Wulfe se unió cortésmente, aunque no lo
suficientemente fuerte como para llamar la atención sobre sí mismo. En su
cabeza, que estaba pensando: A la mierda las condecoraciones. Si Strieber
y Kohl no podían conseguir las que se merecían, nadie más se las merecía.
Sirvieron el trono dorado con honor y coraje. Y dieron sus vidas.
Mientras los oficiales se embarcaron en una ronda de burlas,
cortésmente Wulfe se inclinó hacía van Droi y le dijo enfáticamente:
—Si no te importa, señor… ¿Por qué necesitaba verme?
Van Droi había estado riendo las bromás de los otros oficiales. Cuando
miró a Wulfe, el humor desapareció rápidamente de su rostro.
—Markus está enfermo, Wulfe.
—Rhaimes —preguntó Wulfe, sorprendido. Su compañero sargento
debería haber enmascarado los síntomas muy bien, la última vez que habían
hablado, ya que le pareció que estaba bien.
—Está en una cama de la medicae ahora. Tendría que haberse puesto en
manos de los médicos hace días, pero quería ver a su dotación sanos y a
salvos.
—¿Y que tiene?
—El maldito polvo de este planeta —dijo van Droi. Tomando un sorbo
de su vaso de agua, y luego la colocó con cuidado gran en la mesa—. Está
teniendo una mala reacción por su acumulación en su cuerpo, al parecer. En
su actual estado, ya no puede dar más órdenes.
—¿Qué tiempo estará en recuperarse? ¿Días? ¿Semanas?
Van Droi miró a los ojos Wulfe.
—Voy a serte sincero, Wulfe. No espero que se recupere. Posiblemente
solo le queden días, antes de reunirse con el Emperador. Ya viste lo que le
pasaba a los muchachos que enfermaron en nuestra travesía por el desierto.
Ya oíste a los médicos del coronel Stromm. Incluso con las instalaciones,
que tienen en Balkaria, Markus morirá a menos que sea evacuado de este
planeta pronto. Y no está solo. Las camas están llenas de enfermos con la
misma enfermedad. Más los que enfermaran en los próximos. No pretendas
decirme que no has notado el cambio de color de tu mano.
Wulfe se miró los dedos. El tinte rojizo en ellos era innegable.
—No lo entiendo, señor —dijo—. Golgotha fue un mundo gobernado
por el Adeptus Mechanicus. Debieron de tener millones de trabajadores
trabajando en el planeta. ¿Cómo se las arreglan?
—Si tengo la oportunidad de preguntárselo, se lo haré saber, sargento.
Tal vez el planeta haya cambiado. Tal vez los asentamientos humanos
estuvieran sellados, de algún modo. También podría que los asentamientos
estuvieran en otras zonas el planeta, libres de este maldito polvo. Poco
importa ahora, ¿verdad?
Wulfe no pudo dejar de notar, la amargura en la voz de van Droi.
Rhaimes y el teniente habían sido buenos amigos, antes de que Wulfe
conocían ninguno de los dos.
—Lo siento por Rhaimes, señor —dijo Wulfe—. Voy a ofrecer una
oración, para que el Emperador le de fuerzas. Con suerte y una bendición
del Emperador, encontraremos el tanque de Yarrick rápidamente, y los
enfermos podrán ser evacuados a tiempo. Le haré una visita.
—No, Wulfe —dijo van Droi—. No quiere que se le visite. Respete sus
deseos.
Wulfe no pudo encontrar nada decir a eso.
—El General Deviers se espera que llegue mañana —continuó Van Droi
—. El general Bergen está decidido a no perder el tiempo. El general de
división ha estado constantemente intentando contactar con él a través de un
sistema de comunicaciones basado en una línea fija, que los tecnosacerdotes
han construido. No entiendo como funciona, pero al menos parece ser más
fiable que las comunicaciones normales. De todos modos, el general, quiere
que todos los elementos de vanguardia, estar listos para su despliegue en el
momento de su llegada. Lo que nos da catorce horas, Wulfe. ¿Son muy
graves los daños de tu tanque?
—Sólo necesita un nuevo radiador, nuevos manguitos de combustible,
filtros nuevos, y un poco de amor por parte de los chicos, señor. Creo que
estará listo. Yo diría que en ocho o nueve horas, más o menos.
—Bueno —dijo van Droi—, pero no es sólo la condición de su tanque
lo que me preocupa en estos momentos.
Se quedó mirando Wulfe sin pestañear.
—Escucha, lamento hacerte esto, pero tengo que sacar al cabo Holtz de
tu dotación.
Wulfe le pareció como si hubiera recibido una bofetada en la cara.
—¿Holtz? Está bromeando, señor. Es el que maneja el arma principal.
Ya me despojo del cabo Viess. ¿Ahora usted está resignándome un novato?
¿A quién me asignara?
—Eso lo decide la guerra, sargento —respondió van Droi, de repente—.
Con Markus fuera de juego, eres mi hombre mayor. Es mejor que entiendas
lo que eso significa. La tripulación del Rompehuesos entró como una
dotación novata nuevo antes del descenso. Holtz tiene un montón de
experiencia en combate. Además, es un hijo de puta duro. La dotación del
Rompehuesos necesita a alguien así para que los guie.
Maldita sea, pensó Wulfe, no se había dado cuenta que Holtz, estaba
listo para ser comandante de un tanque…
—Yo puedo encargarme del tanque de Rhaimes —le dijo a van Droi—.
Tengo más experiencia. En desenvolverme con una dotación de novatos.
Ponga a Holtz al mando de mi actual dotación. Estará mucho mejor con los
hombres que ya conoce.
Van Droi negó con la cabeza.
—He pensado en eso —dijo— pero, para ser sinceros, Wulfe, su
dotación es muy poco ortodoxa, y con usted al mando, parece que
funcionan bien.
—¿Poco ortodoxa?
—Para empezar, usted tiene un conductor, todavía cree que está
maldito. Todavía lo llaman el afortunado Metzger. Es condenadamente
difícil borrarse la fama de ser el único superviviente, cuando mueren el
resto de tus compañeros.
—Eso es todo —dijo Wulfe—. La suerte que yo sepa no mata a nadie,
¿verdad?
—Espero que siga así. Pero luego está Siegler.
—¿Qué pasa con él?
—Vamos, Oskar. Ya sabes cómo es. Sera difícil que un nuevo
comandante se acostumbrarse a él. La única razón por la que todavía
funciona como un cargador de primera línea es por tu fuerza de tu
presencia. Sinceramente, creo se echaría a perder, al mando de otra persona.
Wulfe estaba tranquilo mientras pensaba en eso. Desde el accidente que
le había dañado el cerebro, Siegler se había aferrado a Wulfe como a un
salvavidas, una roca en un mar turbulento, una de las pocas cosas que le
eran familiares, después de que su universo hubiera cambiado. ¿Qué iba a
ser de el sin su sargento cuidando con él? Van Droi tenía razón.
—Le prometo —dijo el teniente— que el reemplazo será el mejor
artillero que podamos encontrar en los escuadrones de la reserva. Un
muchacho del pelotón de Muntz que se ha quedado fuera por un tiempo.
Tiene buenos resultados y creo que seria el adecuado para su dotación. Sólo
lo aparté de la primera línea, antes del desembarco, por los informes de
mala conducta. Nada grave, usted ya me entiende. El comisario Slayte le
había dado con el látigo, por pelearse con otros compañeros, pero no es
exactamente un ángel. Pero te gustará.
Wulfe todavía estaba enojado por perder a Holtz, pero no estaba en
condiciones de discutir.
—¿Este soldado tiene un nombre, señor? —le preguntó.
Van Droi asintió.
—La mayoría de los soldados lo llaman el Judías. ¿A oído hablar de él?
—¿El Judías? —repitió Wulfe sospechosamente—. ¿Por qué demonios
lo llaman así?
—Creo que tendrá que descubrir los detalles por si mismo —dijo van
Droi con una sonrisa—. Si quiere preguntárselo. Lo encontrarás
esperándole a la salida de este edificio. Tendrá que darle la noticia a Holtz,
por supuesto.
—Eso no va a ser agradable —dijo Wulfe sombríamente.
—¿Para ti? ¿O para él? —preguntó van Droi—. Confía en mí, Oskar.
Holtz se iluminará como los fuegos artificiales en el día del Emperador.
Piensa en ello. Si sale de esta lo más seguro que lo ascienda a sargento.
Wulfe nunca había considerado a Holtz particularmente ambicioso, pero
la mayoría de los soldados aspiraban a tener los galones de sargento cosidos
en la manga. Era más que ver con las ventajas que cualquier otra cosa.
Holtz sin duda disfrutaría de las mayores raciones de alcohol y de
cigarrillos de iho. Si ascendía a sargento.
Después de haber terminado con Wulfe por ahora, el teniente van Droi
estaba a punto de despedirlo, cuando una conmoción estalló en una mesa de
la habitación. Un canoso hombre, con la cara roja con el uniforme de
coronel se levantó y golpeó con las palmás hacía abajo en la superficie de la
mesa. Su silla se estrelló contra el suelo detrás de él.
—No voy a refrenar mi maldita lengua, Pruscht. Tú no eres mi oficial
superior. Es hora de que alguien te lo dijera claro.
Había otros cinco hombres sentados en la mesa. Cuatro de ellos
parecían querer estar en cualquier otra parte que en esa mesa. El quinto era
el coronel Pruscht, comandante del 118.º los últimos pistoleros de Cadia.
Era corpulento, con los ojos oscuros con una barba bien recortada. Con
calma y en silencio, se levantó y se dirigió a su par enojado.
—Cálmese, von Holden —dijo, con las manos levantadas induciendo a
la moderación—. No quiero problemas. Piense sus hombres. No quiere que
le vean así, ¿verdad? Vamos, ha bebido demasiado, y no tiene por qué
hablarme en ese tono.
—¿Cómo qué? —explotó von Holden—. ¿Como alguien como usted,
un sanguinario?
Se dio la vuelta y echó un mirada nublada sobre los hombres de las
otras mesas.
—¿Quién de ustedes tiene el descaro de negarlo? —gritó—. ¿Dónde
está tu maldita integridad? Todos ustedes sienten lo mismo. Es en
Armageddon donde deberíamos estar, la luchando en batallas decisivas, al
menos verteríamos nuestras sangre para algo. No aquí en este planeta de
mierda. Los hombres mueren por el polvo y por la infecciones de los
parásitos, y a saber de qué más, solo el trono lo sabe. Y todo por un poco de
chatarra, que a nadie le importaba hasta ahora. Ya han pasado cuarenta
malditos años. Deviers debería…
—¿Debería qué? —exigió una voz clara y nítida desde la puerta del
comedor.
Wulfe volvió la cabeza y vio el general Bergen de pie en la puerta
flanqueado por dos comisarios. Su corazón le dio un vuelco cuando
reconoció a uno de ellos: el comisario Slayte.
Algunos hombres del regimiento se jactaban de que no tenían miedo de
nada, pero cuando se encontraban con un hombre conocido informalmente
como el aplastador, tenían miedo. Era el comisario adjunto del regimiento
de Wulfe, y decir que era impopular era un eufemismo de proporciones
titánicas.
—¡Por el Ojo del terror! fue el pensamiento Wulfe, el coronel acaba de
firmar su sentencia de muerte. Con su disidencia abierta frente a dos
comisarios, la única duda era cual de los ellos lo ejecutaría.
—Por favor continúe, coronel —dijo el general Bergen, entrando a
grandes zancadas en la habitación, quitándose la gorra y el abrigo. La luz de
la lámpara eléctrica, se reflejaban en las medallas del pecho y los galones
de de oro en sus hombros. Los comisarios se movieron en silencio hacía
adelante en sus laterales, como un par de perros de ataque elegantes apenas
mantenidos bajo control—. Estaré encantado de transmitirle al general
Deviers las recomendaciones que usted o alguien más del público, para que
las considere.
Von Holden, con la cara más roja, tartamudeó y miró desesperadamente
a Pruscht para que le apoyara. Pruscht, sin embargo, parecía tener otras
cosas en la mente. Volvió a sentarse en su silla y se tomó un sorbo de su
vaso.
Con el general Bergen en la habitación, Wulfe sentía muy cohibido.
Este no era lugar para un hombre de su rango, a pesar de que el capitán
Immrich le diera la bienvenida antes. Desde luego, un sargento no tenía
motivos, para ver como un coronel condecorado como von Holden, venirse
abajo.
Pero la reprimenda en realidad nunca llegó. Para sorpresa de todos, el
general Bergen caminó tranquilamente hacía von Holden, cogió la silla del
suelo, y cortésmente invito al coronel para que volviera a sentarse. Sin
palabras, tal vez teniendo la calma antes de la tormenta, von Holden, se
sentó.
Wulfe miró discretamente al Comisario Slayte mientras esto estaba
pasando, pero el rostro del hombre no expresaba ninguna emoción y su
mirada estaba fija en von Holden. Si se había dado cuenta de la presencia de
Wulfe y de van Droi, no lo demostró. Tal vez estaba esperando una señal
del mayor general, alguna señal, para saltar sobre el coronel von Holden y
llevárselo. La señal no llegó, y el único movimiento del aplastador fue
flexionar los dedos de metal de sus puños. Wulfe sabía que esta acción era
habitual. El comisario probablemente también lo hiciera mientras dormía.
Van Droi volvió su atención de nuevo a Wulfe y dijo:
—Lo mejor es que te retiraras ahora, Oskar. Tienes tus ordenes.
—Bien, señor —dijo Wulfe. Al levantarse, ofreció una despedida
tranquila a los otros hombres en la mesa—. Qué tengan una agradable tarde,
señores.
Unos pocos, entre ellos el capitán Immrich, sonrieron y asintieron con la
cabeza hacía atrás. Wulfe saludó, se dio media vuelta y salió de la puerta,
aliviado de estar lejos del comedor de oficiales y de la tensión de su interior.
Sabía que había algunos buenos hombres entre los oficiales superiores, pero
se complicaban la vida a veces. Se podían decir lo que pensaban realmente
entre ellos. Por cuestiones de linajes de sangres, honor y otras cosas de la
aristocracia. El vínculo de fraternidad que compartían los soldados de
menor rango, era lo único que hacía que la vida en la guardia imperial fuera
más soportable. Wulfe siempre había pensado así, hasta Lenck había
aparecido.
Wulfe se debatía sobre eso. El bastardo le había salvado la vida, pero él
era la antítesis de todo lo que Wulfe valoraba y respetaba. Era un fanfarrón
y un manipulador. Wulfe podía casi oler la crueldad en su interior. Tarde o
temprano, habrá un ajuste de cuentas entre ellos. Era inevitable.
Wulfe volvió a sus preocupaciones más inmediatas al nuevo artillero, el
Judías. ¿Era un buen soldado como van Droi le ha dicho? ¿Encajaría con
Metzger y Siegler? El teniente tenía razón, no eran la típica dotación de
tanque.
Caminó hacía sus aposentos, murmurando para sí. El Judías. Espero
que eso no quiera decir lo que yo creo.
Wulfe se encontró con el Judías que lo esperaba fuera del edificio con
sus pertenencias ya empaquetadas en una bolsa de lona. Estaba sentado,
fumándose un cigarrillo de lho, y examinar el polvo rojo que se había
acumulado bajo sus uñas. Wulfe lo evaluó de forma automática mientras se
acercaba. A juzgar por los sus rasgos faciales suaves y abiertos, el Judías
era joven, no más de veinte años estándar probablemente. Se había
enrollado las mangas del uniforme rojo de campo hasta revelar sus tatuajes
en los antebrazos, pero, si alguno de los tatuajes eran símbolos de ganger de
su vida en Cadia. Wulfe no los reconoció. Eso no quería decir nada, por
supuesto. Había literalmente decenas de miles de pandilleros de las grandes
fortalezas colmena, que habían acabado en Exolon.
—¿Es usted el Judías? —dijo Wulfe cuando se detuvo delante de él.
—¿Es usted Wulfe? —la voz de Beans era alta, pero con las suaves y
cansinas vocales de Kasr.
—Soy el sargento Wulfe, y me puede llamar sargento. Si me llama de
otro modo, voy a romperle los dientes.
Beans se levantó, dejando caer el cigarrillo en el suelo y aplastándolo
bajo una bota.
Era una buena cabeza más bajo que Wulfe y tuvo que mirar hacía arriba
en un ángulo para encontrarse con su mirada.
—Está bien, sargento, no quería ser irrespetuoso. No quiero empezar
con el pie izquierdo. Ya, estoy bastante nervioso.
Wulfe asintió. Al menos era franco.
—¿Por qué te llaman el Judías?
—Es mi nombre, ¿no es así? Mirkos Biehn Judías.
Wulfe dejó entrever el alivio en su rostro.
—¿Qué? —dijo Beans—. ¿Pensó que iba a apestar el aire de su torreta?
No, no es nada de eso, sargento. Por otra parte, no puedo prometer que oleré
a fragancias del bosque todo el tiempo. Soy humano.
—Me aseguraré de que el resto de la tripulación, sepa por el porqué de
tu nombre —dijo Wulfe—. Para ser honesto, huele tan mal la torreta,
cuando estamos en maniobras, que nadie se daría cuenta. Aprenderá a
respirar por la boca con bastante rapidez.
Judías se lo quedo miraron horrorizado y Wulfe no pudo evitar empezar
a reírse.
—En cuanto a estar nervioso, Judías, no sé. Vas a entrar en combate en
mi dotación. No nos equivoquemos al respecto. Pero el teniente me dice
que eres un buen artillero, y piensa que vas a encajar en mi dotación.
Judías se iluminó al oír esto, como Wulfe había previsto.
—El teniente nunca me ha asignado un mal artillero. Los dos últimos
terminaron siendo ascendidos a comandantes de tanques. Podría ser que en
unos pocos años, te pase lo mismo. Ahora bien, si eso son tus efectos
personales, recójalos y sígame. Vamos a dejarlos en los barracones, nos
pilla de camino.
Beans se llevo sus efectos personales al hombro y comenzó a caminar al
lado de Wulfe.
—¿De camino a donde, sargento? —preguntó.
—Vamos a ver algunos orcos —respondió Wulfe.
Toda una multitud se había reunido alrededor de las jaulas, cuando
Wulfe y el Judías llegaron. Los soldados se estaban empujándose los unos a
otros para llegar más cerca a la parte delantera, donde un par de tenientes de
la Cadia del 303.º de Fusileros estaban tratando de mantener el orden, en
vano. Wulfe no podía ver a Metzger, Siegler o Holtz entre la multitud, por
lo que se quedó atrás con Judías hasta que otros dos sargentos llegaron y
comenzaron a gritar a sus hombres.
—¡El espectáculo se ha terminado, señoras! ¡Volved a los barracones!
Una veintena de hombres gruñones se abrieron paso por la parte de atrás
de la multitud y con sus sargentos detrás de ellos, comenzaron a andar por
calles oscuras, llenas de arena. Ahora, con más aperturas en la multitud,
Wulfe y Judías fueron empujados hacía delante, usando los codos y los
hombros para ganar espacio.
Que gran alboroto, pensó Wulfe, para ver unos orkos.
Pero continúo empujando, como si tuviera conectado el piloto
automático. A unas filas de la parte delantera, se encontró de pie junto a
Siegler y Holtz.
—Por fin os encuentro —dijo—. ¿Dónde está Metzger?
—Se fue dar un paseo —respondió Siegler—. Dijo que era un maldito
estúpido.
Wulfe volvió hacía Judías y le dijo:
—Se me olvido decirle que Metzger es el inteligente.
—Me a molestado su comentario —dijo Siegler intentando parecer
insultado.
—A mi también —protesto Holtz.
—No se engañen a sí mismos —les dijo Wulfe con una sonrisa.
—¿Quién es el chico? —preguntó Holtz.
—Se trata de Judías —dijo Wulfe—. Le llaman así por el olor que
desprende.
—¡Hey! —protestó Judías. Pero vio la mirada en los ojos de Wulfe y se
rio.
—¡Holtz! —dijo Wulfe—. Usted y yo necesitamos tener unas palabra.
Venga conmigo. Judías, quédese aquí con Siegler.
—Sí, sargento —dijo Beans.
Wulfe y Holtz se separaron del grupo alrededor de las jaulas y se
pusieron en marcha, hasta situarse en el lado del antiguo edificio de
almacenamiento. Juntos, se recostó contra los ladrillos de piedra arenisca
picadas. Holtz rebusco en un bolsillo, y se sacó un cigarrillo y se lo colocó
entre los labios.
Wulfe decidió no andarse con rodeos.
—Te han ascendido a comandante de tanque. Van Droi pensó que
debería decírtelo yo mismo.
El cigarrillo de lho cayó se cayo de la enorme mandíbula de Holtz al
suelo.
—¿Me estás tomando el pelo? —preguntó Holtz.
—No te estoy tomando el pelo.
—¡Por el Ojo del terror! —jadeó Holtz—. ¿Mi propio tanque? ¿Quieres
decir que Judías es mi sustituto en el arma principal?
—Si —respondió Wulfe—. El teniente me lo asignado. Parece que
puntuó alto en las pruebas estándar. Al parecer, es un buen tirador. Pero ese
no es lo importante. No se trata de Judías. Se trata de ti…
Holtz soltó una carcajada.
—Hay un infierno de diferencia entre ser un buen artillero en el campo
de prácticas y ser un buen artillero en combate. ¿Y si es un juergas?
Era una preocupación legítima. Wulfe había conocido otras dotaciones
que les habían asignado un hombre nuevo sólo para descubrir demasiado
tarde que era un juergas. Es una condición nerviosa se caracteriza por
contracciones severas y espasmos, y que parecía ser provocado por el ruido
del arma principal o el impacto del fuego enemigo pesado en el blindaje del
tanque. Una vez se descubría que el nuevo era un juergas, era considerado
como un inútil en el campo de batalla. Algunos hombres tardaban años en
recuperarse. Otros nunca lo hacían.
—No me estás escuchando, Holtz. Olvídate de Judías. Yo me encargo
de él. Estaremos bien. Estamos hablando sobre tu futuro. Estamos hablando
del mando de un tanque.
—¿Qué hay que decir? —dijo Holtz—. Muéstrame un hombre en este
regimiento que no quiere el mando de su propio tanque.
Algo en la voz de Holtz no logró convencer a Wulfe.
—Vamos, Holtz —dijo—. Algunos hombres son más felices recibiendo
órdenes que gritando órdenes. Yo a veces lo deseo.
—¿Qué tanque? —Preguntó Holtz—. ¿Y por qué ahora?
—Es el tanque Rhaimes, el Destrozahuesos. Es una buen tanque y
solido. Rhaimes está enfermo por el polvo. Es serio. Van Droi está tratando
esto como permanente. Dice que podrías llegar a sargento, si sales vivo de
esta campaña.
Holtz se agachó, recogió el cigarrillo de lho de sus pies, y sopló el polvo
rojo, y se lo metió de nuevo entre los labios.
—Rhaimes. Damn. Preferiría reemplazar a otro. A su dotación no le va
a gustar tanto. No espero que me den una muy cálida bienvenida.
—Son una dotación joven. Novatos. No llevan tanto tiempo con
Rhaimes, como para tenerle mucho apego. Además, necesitan a alguien con
mucha experiencia en combate y para sobrevivir a lo que se nos viene
encima. Si no es así, ¿entonces a quién recomiendas?
Holtz no tenía respuesta para eso. Estaba demasiado ocupado
procesando su nuevo ascenso.
—De todos modos —dijo Wulfe—. Tu nueva dotación está en el mismo
barracón, por lo que no tendrás que mover tus efectos personales muy lejos.
El general Deviers se supone que llegará mañana. No tendrás mucho tiempo
para llegar a conocer de que van, así que será mejor que empieces ya.
Holtz asintió con la cabeza, incapaz de ocultar un cierto grado de
nervios. El lado de la cara que tenia con graves quemaduras apenas se
movió, y no mostraba ninguna emoción, pero Wulfe había tenido suficiente
práctica en la lectura de su otra mitad para saber que Holtz estaba echo un
saco de nervios.
—Sólo recuerda —le dijo Wulfe—, que has pasado por mucho más que
todos ellos juntos. Y que estás al mando. Los tanquistas viven o mueren por
las decisiones de su comandante.
—No voy a tener ninguna presión, entonces —contestó Holtz con una
sonrisa—. Sólo bromeaba, sargento. Aprecio su confianza. He aprendido
mucho de usted, sin embargo, me pasare primero por la zona de
reparaciones. Le despediré del Último Ritos II y yo mismo me presentamos
al Destrozahuesos.
—Suena como una cita —dijo Wulfe, golpeando ligeramente a su amigo
en el hombro.
Le dirigió a Holtz un breve saludo, y luego lo vio caminar en la
dirección del parque móvil, deseándole toda la suerte de la galaxia.
Comandar un tanque era difícil para cualquier hombre, pero mucho más
difícil era para los nuevos como Holtz. Las vidas de la tripulación y la
supervivencia de la preciosa máquina de guerra eran cargas muy pesadas,
para soportarlas. A veces, Wulfe envidia a los hombres bajo su mando. Se
acordó de la libertad que tenía al estar en el último peldaño de la escalera,
de tener a alguien que tomara la mayor parte de sus decisiones en tu
nombre. Era un buen lugar para estar cuando se tenía a buenos oficiales.
Wulfe confiaba en van Droi, y sabía que van Droi, a su vez, confiaba en el
Coronel Vinnemann, pero la cadena de mando era mucho mayor que eso.
El general Bergen tenía una buena reputación, ¿pero era justificada? Era
difícil de decir. Los oficiales de un nivel tan alto le eran muy distantes.
Wulfe solo podía decir con certeza es que comandar un tanque le seria
difícil a Piter Holtz. Al menos en el primeros días. O se hundiría, o nadaba.
Era tan simple como eso.
Wulfe regresó a los soldados empujaban alrededor de las jaulas,
observando cómo la gente se había reducido. Le tomó mucho menos
esfuerzo llegar a la parte delantera de la multitud donde se encontraban
Siegler y Judías hablando animadamente sobre las criaturas frente a ellos.
La ferocidad de los orcos prisioneros era impresionante dada su
condición lamentable. Los dos monstruos estaban sentados en sus jaulas de
acero, con sus piernas reducidas a muñones andrajosos, gritando y
escupiendo a los pequeños seres humanos, que les rodeaban. Judías traspaso
la línea que había delante de las jaulas de conseguir una vista más cercana.
Pero Wulfe lo agarró por la parte posterior del cuello y le dijo:
—No, no lo hagas, soldado. Ya estas lo suficientemente cerca.
El nuevo artillero parecía decepcionado y tal vez un poco enojado, pero
no dijo nada, se limitó retroceder en línea con el resto de los hombres. De la
misma distancia, Wulfe miró a los pieles verdes frialdad. Uno de ellos era
más grande que el otro, aunque no por mucho. Su piel era de un color verde
más oscuro de lo normal. Ambos tenía las características de pesadilla, que
se habían gravado a fuego en el cerebro de Wulfe desde su primer encuentro
con su raza: una pequeña nariz, ojos rojos profundamente hundidos,
mandíbulas anchas bordeadas con colmillos afilados. Sus pieles parecían
tan duro y grueso como un carnotaur del adulto, cubierta de polvo rojo,
llena de grietas. En su enormes hombros, grandes manchas de la piel muerta
se desprendían. Su piel parecía tan seco como el desierto.
Así que Golgotha no estaba siendo particularmente amable con ellos,
pensó Wulfe, aunque me doy cuenta de las no tenían las malditas
garrapatas en sus cuerpos. Se pregunto por qué.
El primer despliegue de Wulfe como tanquista había sido como parte de
la operación para defender Phaegos II contra las incursiones de los orkos de
las estrellas Ghoul. De eso hacía más de veinte años, otra época diferente, y
en un segmentum diferente, y aquí seguía luchando contra el mismo
enemigo, y perdiendo compañeros cada vez que se enfrentaban. A veces
parecía que todos los esfuerzos de la humanidad, toda la sangre derramada,
todo las batallas ganadas, todo ello, no servía para nada en absoluto. En
términos galácticos, algo había cambiado realmente.
Wulfe se dio cuenta que sus pensamientos eran peligrosos, si cada
soldado de la guardia imperial pusiera en duda la necesidad de sus acciones,
el Imperio se derrumbaría y moriría. Por supuesto que había una diferencia.
Había matado a miles de enemigos de la humanidad. Si todos los hombres
de la Guardia imperial hicieran matado el mismo número de orkos, la marea
verde, sin duda, podría ser superada algún día.
Wulfe quería creer que realmente marcaba la diferencia. Pero por cada
victoria en los libros de historia, cuántas derrotas nunca fueron escritas en
los libros de historia.
Mientras estudiaba el más verde de los dos orcos, sus ojos se
encontraron con la criatura. Inmediatamente percibiendo el desafío,
comenzó a rugir en su dirección, golpeando su cabeza contra los barrotes de
su jaula.
Gruñó, siseó y le gritó en lo que Wulfe supuso que era el lenguaje orko.
En las historias del Comisario Yarrick, decía que podría entender este
galimatías bestial, pero Wulfe nunca había conocido a nadie más que
pudiera. O al menos a alguien que lo hubiera admitió, de todos modos. Era
un sonido horrible, algo parecido a los perros salvajes, cuando consumían
una presa recién cazada, pero no había duda de algún tipo de sintaxis, sin
embargo sin refinar. Wulfe instintivamente sabía que estaba escuchando un
idioma.
Con la fuerza de sus violentos movimientos, las heridas del orkos,
habían comenzado a sangrar de nuevo, pero el fluir de la sangre era lento.
La sangre que se derramaba de sus heridas era espeso y pegajosa. Wulfe
creyó entender por qué. Era por la baja disponibilidad de agua. Les había
cambiado el metabolismo de la sangre de los orkos, al coagularse mucho
más rápidamente, se conservaba el poco agua disponible, un mecanismo de
supervivencia, y que no era el único regalo que la vida en el desierto duro
les había dado a los pieles verdes. Estos dos orcos eran claramente
diferentes a los que había visto antes. Eran más delgado, casi enjuto para ser
pieles verdes, aunque todavía eran mucho más grande y más poderoso, que
cualquier ser humano. De alguna manera, parecía más rápido y más
mortales a causa de ello.
Estaba a punto de darse la vuelta, para dirigir a Siegler y a Judías para
regresar a los barracones, cuando alguien comenzó a gritar desde la parte
posterior de la multitud.
—¡Abran paso! Abran paso a la vez, malditos estúpidos.
No había duda de la voz era fría y nítida. Wulfe sabía que era triturador
incluso antes de ver la gorra negra del hombre que se movía hacía él sobre
las cabezas de los demás.
El triturador se abrió violentamente su camino hasta la primera fila.
—¡Comisario Slayte! —dijo Wulfe con un movimiento de cabeza—.
¿Viene a ver las exposición?
—Difícilmente, sargento —susurró el comisario—. Estoy aquí para
poner fin a este disparate.
El comisario abrió los pliegues de su largo abrigo negro y sacó su bólter
de la funda de su muslo. El movimiento fue suave y bien practicado. Wulfe
sabía lo que pasaría. Y se alejó en consecuencia.
Uno de los lugartenientes del 303.º también lo vio venir también y
protestó.
—Vamos, comisario. No nos puede estropear la diversión antes de
tiempo. Es bueno para la moral ver a nuestros enemigos enjaulados y
impotentes. Usted debería estar de acuerdo.
El triturador ni siquiera le miro. En cambio, apuntó al orko más
pequeño, y apretó el gatillo de su bólter y salió un proyectil.
—¡Atrás! —había estado Wulfe a punto de gritar. Pero para Siegler y el
Judías ya era demasiado tarde. El proyectil perforo un agujero del tamaño
de una moneda en el cráneo del orko y detonó, salpicando a los hombres
más cercanos con materia cerebral. Los hombres detrás de ellos, protegidos
de las salpicaduras por sus compañeros desafortunados, se rieron a
carcajadas. El cuerpo sin cabeza del orko se deslizó hasta el suelo de la
jaula.
Al ver la ejecución de su compañero, el orko más grande comenzó
golpear locamente los barrotes. Slayte calmadamente se volvió hacía el y
repitió el mismo procedimiento exacto. Los que están en las primeras filas
de la multitud empujaron hacía atrás. Hubo otro fuerte dispara de nuevo, el
aire lleno otra vez de restos de materia cerebral.
El triturado enfundó su pistola bólter, se volvió y se dirigió a todos los
presentes.
—Maldita sean, ¿han olvidado los principios de intolerancia
establecidos por el Credo Imperial? Tal vez la picadura de un látigo, lee
ayudaría a todos a recordárselos.
La multitud se abrió enseguida cuando comenzó a marcharse, gritando
mientras lo hacían.
—¡Los xenos merecen morir!
—Maldita sea —dijo uno de los lugartenientes del 303.º cuando se secó
el uniforme manchado con un pañuelo—. ¿A qué regimiento pertenece ese
bastardo? Lo siento por los pobres soldados.
—Ese sería mi regimiento, teniente —dijo Wulfe sombríamente—. El
81.º Acorazado.
—¿La unidad del coronel Vinnemann? —preguntó el otro oficial—.
¡Que el trono le ayude, sargento! Usted tiene un desalmado por comisario.
Debe de haber ejecutado muchos, ¿verdad?
Wulfe negó con la cabeza.
—Prefiere los castigos corporales, es mejor alternativa que una
ejecución sumaria.
—¿Es por eso que lo llaman el triturador? —preguntó el primer
hombre.
—¿No se dio cuenta, señor? —dijo Wulfe, sorprendido—. Sus manos
son reemplazos augméticos, Perdió las dos manos en las fauces de un
carnotaur toro hace algunos años. Sin pronunciar ni un solo gritó o queja.
Atrapó un desertor en Palmeros en los primeros meses de la campaña y nos
obligó a todos a presenciar la ejecución. El chico tenía diecinueve años. Un
novato. El Comisario Slayte le aplastó el cráneo con una sola mano. Se lo
rompió como si fuera un huevo.
Los oficiales del 303.º fruncieron a la vez el ceño y sacudieron la
cabeza.
—Los chicos de la 259.º Mecanizada no van a estar muy contentos —
dijo uno—. Son los que los capturaron, no les hará gracia cuando se
enteren.
—¡Bien podría dispersarse! —gritó el otro a la gente que se quejaba—.
No hay mucho que ver ahora.
Los soldados se alejaron arrastrando un aire de palpable de decepción y
resentimiento. Por un corto tiempo, los orkos presos les habían ofrecido una
distracción de las mordeduras de las garrapatas, de la tos y los estornudos
causados por el polvo. Wulfe se quedó un momento más, mirando en
silencio a los decapitados cuerpos de los orkos. Siegler y Judías lo
esperaron una docena de pasos de distancia, también en silencio.
No es suficiente, pensó Wulfe. No importa cuántos matemos, nunca es
suficiente. Enviamos tropas para purgarlos de un mundo, y otro cae en la
retaguardia. ¿Se podrá rompe alguna vez el punto muerto? ¿Nunca vamos
a hacer algo más, que sobrevivir contra ellos?
Extendió una mano y se acarició la cicatriz en su cuello. ¿Dónde se
había ido toda su fe?
A bordo del transporte de tropas que los había traído a este planeta,
Wulfe siempre había contado con el confesor Friedrich para fortalecer su
fuerza espiritual. Era un hombre, con el que podía hablar. A pesar de ser un
año menor que Wulfe, el sacerdote tenía una tranquila sabiduría que Wulfe
envidia, aunque no estaba dispuesto a beber tanto como el sacerdote.
Mientras regresaba con Judías y Siegler hacía a los barracones, consideró la
búsqueda del confesor, pero ya era tarde. Tendría que despertar a su
dotación a la salida del sol mañana. El General Deviers no les dejaría
descansar más. Eso estaba bien pensó Wulfe. La parte más difícil de la vida
de cualquier soldado era el tiempo de inactividad: demasiado tiempo para
pensar, para ver las pequeñas cosas. Por lo general los hombres estoicos
empezarían a quejarse. El coronel von Holden era un ejemplo claro y no
parecía estar solo. La disidencia no era exclusiva de los oficiales. Habría
más incidentes por embriaguez, peleas por estupideces, algunos podrían
recurrir a distracciones menos legales. Y antes de darme cuenta, los
comisarios los ejecutarían.
Eso es lo que pasaría si no se comenzaban a mover pronto. Nada
despejado la mente como ir a la batalla.
QUINCE

Todavía era temprano, pero el día ya era demasiado caluroso. El cielo de


Golgotha era más ligero del que Lenck jamás había visto. El jefe de enlace
del medicae había emitido una advertencia, a todo el personal de Balkaria,
debían permanecer en la sombra tanto como fuera posible hasta nuevo
aviso. Pero era difícil de seguir el consejo de la Imperial Medicae cuando el
teniente van Droi había ordenado a todas las dotaciones que ejecutan el
mantenimiento de sus tanques. Sin embargo, Lenck hizo todo lo posible.
Encorvó la espalda contra el Nuevo Campeón, poniéndose refugio en su
sombra mientras su dotación se quejaba y se quejaba mientras revisaban el
tanque.
Dado que la luz del día había llegado a la base, Balkaria era un
hervidero de actividad. No había preguntado el motivo de tanta actividad,
pero no era difícil adivinarlo. Pronto estarían en moviendo de nuevo. El
tramo final de la Operación Tormenta comenzaría en breve.
Me parece muy bien pensó Lenck. Cuanto antes se haga, más pronto
podremos salir de este maldito sucio planeta. Si en el próximo despliegue
no nos llevaban a un planeta mejor, voy a matar a alguien.
—Hemos terminado de revisar los faros —dijo Varnuss asomando la
cabeza por la esquina trasera del depósito.
Riesmann y Hobbs aparecieron junto Varnuss, ambos con miradas
asesinas que narraban, lo mucho que odiaba el trabajo servil.
—Felicitaciones —dijo Lenck—. Podéis empezar revisando el nivel de
aceite y cambiarlos si es necesario. No deberíais tardar mucho tiempo entre
los tres.
—¡Ya! —escupió Hobbs—. ¿Por qué no levantas el culo y haces algo?
Lenck levantó una ceja y miró a su conductor con frialdad.
—Porque yo soy el que te consigue los suministros adicionales de
cigarrillos y alcohol.
Hobbs escupió en el suelo y desapareció por la esquina del tanque
moviendo la cabeza y murmurando. Lenck se puso de pie y se sacudió el
polvo.
—Voy a dar un paseo —dijo.
—¿Dónde? —preguntó Varnuss.
—A un pequeño lugar llamado «metete en tus asuntos». No tardare
mucho en volver, ¿vale? El trono sabe cuándo van Droi podría presentarse
para una inspección o algo.
A unos cientos de metros de distancia, en la esquina sur-este del área de
reparaciones Cuatro, Wulfe y su dotación estaban igualmente atareados
realizando las tareas básicas de mantenimiento. Van Droi exigía que todos
sus dotaciones, supieran como realizar reparaciones básicas y similares. Si
había problemas que las dotaciones no podían manejar, los equipos de
apoyo se harían cargo de ellos. Pero si se trataba de algo serio, el adeptus
mechanicus y sus estúpidos servidores medio-humanos se harían cargo del
tanque.
—Siegler, asegúrate que las sujeciones están firmes —dijo Wulfe,
señalando a los eslabones de las cadenas de repuesto que Siegler estaba
colocando a los lados blindados de la torreta. En la parte trasera de la
torreta, Judías estaba trabajando, con el uniforme empapado de sudor
mientras embalaba y sellaba las cajas de suministros.
Metzger estaba en la parte delantera del tanque, sentado en su asiento
con la escotilla abierta, ejecutando y comprobando el sistema de control
remoto que utilizaba para operar el cañón láser montado en el casco. Ya
habían comprobado todo lo demás con responsabilidad, trabajando con una
eficiencia silenciosa que Wulfe apreciada.
Era su primer día para Judías en la dotación del tanque, pero el nuevo
artillero parecía encajar bien, por supuesto, aún estaba por ver cómo Judías
manejaba el arma principal, pero estaba trabajado sin quejarse a pesar del
calor y del trabajo pesado. Es posible que hubiera encontrado el
recibimiento de Metzger frio, pero el conductor se tomó su tiempo para
aceptar a la gente. Pero Siegler lo había aceptado sin más. Se rio en voz
alta, incluso con el peor de los chistes. Wulfe tampoco podía evitar un
sonrisa, pero por lo malos que eren. Él mismo se extrañaba de su sonrisa
dado lo malos que eran. El de la puta de dos cabezas del Día del Emperador,
le había estado dando vueltas por la cabeza todo el día.
Oyó unos pasos que se acercaban, por lo que Wulfe se levantó y saco la
cabeza por la escotilla del torreta, una sonrisa se dibujaba en su rostro. Un
hombre con una simple túnica marrón se acercaba, Con un pesado credo
imperial encuadernado en cuero, y la cadena de bronce colgando de su
cuello.
—Confesor.
El sacerdote le devolvió la sonrisa, se detuvo junto a Wulfe, y extendió
una mano.
—Me alegro de volver a verle, sargento. Recé para que encontraras el
camino hacía el rebaño. Parece que el emperador me ha escuchado.
—Creo que tiene razón, confesor —dijo Wulfe—. Ciertamente me
pareció como un milagro cuando oí la la voz del piloto del sentinel. Dudo
que incluso van Droi pensara que saldríamos vivos del desierto.
El sacerdote asintió.
—Me enteré de lo de Siemens y Muller. Ya les he añadido en la lista,
para recordarles en el próximo servicio de honores.
Wulfe se estremeció al recordar el cuerpo inerte de Siemens quemado
sobresaliendo de la escotilla de la torreta, pero pudo decir:
—Murieron cumpliendo con su deber, confesor. He oído que Golgotha
no ha sido precisamente un viaje de turismo por el resto del ejército.
—Entonces, has oído bien. Las cosas que he visto… A veces creo que
mi fe en la humanidad se está poniendo a prueba, sargento.
—Tal vez el emperador nos esté poniendo a prueba a todos.
Una expresión de dolor cruzó el rostro del confesor.
—Sí, sólo los muertos están libres. Ayer, saqué a diez cuerpos
carbonizados de un chimera. Dos de ellos se convirtieron en ceniza en mis
manos mientras estaba tratando de sacarlos. Para ellos, al menos, la prueba
ha terminado.
Wulfe asintió con la cabeza, con el rostro reflejando la tristeza del
sacerdote.
El Confesor Friedrich, le indico con las manos que se bajara del tanque,
y le dijo:
—Vamos a hablar, donde otros no pueden oírnos, Oskar. Sólo por un
momento. Me gustaría saber de tu salud espiritual.
Se detuvieron en la sombra de un almacén y el Confesor Friedrich echo
un rápido vistazo alrededor para asegurarse de que estaban solos.
—Dime —dijo—, ¿todavía estás preocupado por sus recuerdos de Zanja
de Lugo? Tenía la esperanza de que la larga travesía podría darte una nueva
perspectiva sobre lo que vio allí. Tal vez tus pesadillas hayan desaparecido.
Wulfe le sostuvo la mirada al sacerdote.
—No he podido dormir lo suficiente para juzgarlo, confesor. Hemos
estado en movimiento día y noche. Dormí bastante bien anoche, pero estaba
agotado. Creo que tal vez lo peor de las pesadillas se hayan quedado atrás.
Puede que tenga razón. La misión podría estar desplazando los recuerdos un
poco.
—Tal vez tenga la mente en paz, pero olvidar por completo su
experiencia sería un error. Ya hemos hablado de lo positivo. ¿Has visto algo
que otros estarían desesperados por ver? Ha tenido una prueba de lo que
está más allá de la muerte. ¿Eso todavía no te da ningún consuelo?
—Ya te he dicho, confesor, no me veo como un hombre restaurado. En
la mi travesía, mi tripulación me confesaron que habían adivinado la
verdad. Si algún peso ha aligerado mi mente, es que ya no tengo que
esconderme de ellos. Pero, ¿se imagina lo que dirían los otros? Si dijera que
he visto un fantasma. Parece una estupidez cuando lo dices en voz alta.
Creo que prefiero creer que estaba loco.
—No creo que seas un loco, pero creo que si que necesitas ayuda. Hay
quienes dicen que incluso Yarrick está loco, impulsado más allá de la
obsesión. Muchos de los héroes del Imperio serían tomados por locos, por
las personas normales. No es malo ser diferente —sonrió—. Pero hasta
cierto punto.
—Esa es una opción, confesor, loco o poseído. —Wulfe se quedó en
silencio por un momento mientras otros fantasmas aparecían en su mente—.
Si usted hubiera visto a Siemens…
El sacerdote cerró los ojos e inclinó la cabeza.
—No puede ser más fácil.
—Lo siento —dijo Wulfe—. Ha visto más horrores que yo. No era mi
intención… Me gustaría tener su fortaleza. ¿Por qué lo hace? La
recuperación de cuerpos del interior de tanques, es un trabajo para los
equipos de apoyo. ¿Por qué sigue torturándose?
Confesor Friedrich miró hacía el cielo.
—¿Cómo iba a dejar que esos chicos se enfrentan a tales horrores,
Wulfe, a sabiendas de que van dentro de tanques parecidos todo el día?
Ellos no deberían que enfrentarse a ello. No deberían tener que saber lo mal
que se pone antes del final. Y tú tampoco deberías.
—Los orcos no me dieron otra opción.
Ambos pensaron en eso por un momento en silencio.
Cambiando el rumbo repentinamente, el sacerdote dijo:
—Ya estás informado de que el General Deviers ha llegado, ¿no?
Wulfe negó con la cabeza.
—No lo sabía. Pensé que los oficiales nos hubieran hecho formar para
saludarlo. En una gran recepción.
—Normalmente seria así, pero hablaron entre ellos, y los generales de
división decidieron que los preparativos para el despliegue tenían prioridad.
Si el general Deviers quiere que sus fuerzas se desplieguen antes de la
puesta del sol, que tendrá que prescindir de la habitual pompa por el
momento.
—¿Cuando llegó?
—Tocó tierra justo al oeste de la pared exterior hace aproximadamente
tres horas. Llegó en un transporte Valkyria escoltado por cuatro cañoneras
Vulcan. Parece que el Comodoro Galbraithe, ha cumplido su palabra con
respecto a la ayuda aérea que prometió.
—¿Cinco aparatos? —preguntó Wulfe—. No es exactamente una gran
contribución.
—Es mejor que cuatro —dijo el sacerdote con un guiño—. De todos
modos, se espera que estén rodando en breve, Wulfe. Por eso he venido a
verte. ¿Puedo bendecirle a usted y su dotación?
—¿No estará con nosotros, confesor?
—Esta vez no. El regimiento tiene muchos enfermos en el hospital de
campaña. Sabrás lo de Markus Rhaimes, por supuesto. Me voy a quedar
para ofrecer la extremaunción a los que lo necesitan. Pero estoy seguro de
que su expedición será rápida. Encontrareis La Fortaleza de la Arrogancia
y regresareis. Sé que lo haréis.
Wulfe deseaba compartir la confianza del sacerdote.
—Creo que mi tripulación agradecería una bendición, confesor.
Necesitamos toda la ayuda que podamos conseguir.
—Excelente —dijo el sacerdote. Juntos, él y Wulfe regresaron hacía el
Último Ritos II.

En cuclillas a la sombra de un chimera cercano, sonriendo de oreja a oreja,


Lenck los vio irse.
—¡Te tengo! —murmuró.
DIECISÉIS

Dos horas después de que el Confesor Friedrich les bendijera y se


despidiese, la dotación del Último Ritos II se acercaba a la finalización de
los trabajos de revisión y mantenimientos. Juntos, Siegler y Judías,
comprobaron cada enlace de las cadenas tractoras, y engrasaron los pesados
pasadores de hierro que los mantienen unidos. Metzger apretó los pestillos
que mantenía las herramientas de atrincheramiento, y otros numerosos
artículos esenciales en su lugar en el casco del tanque.
Wulfe, estaba supervisando y verificando cada una de las ranuras de
visión y comprobando que no hubiera grietas en los cristales blindados.
Antes de volver su atención al comunicados, comprobó cada uno de los
canales que Exolon estaría utilizando en batalla, hasta que se convenció de
que podía sintonizar cualquiera de ellos con un movimiento de un
interruptor. Acabado esto, se quitó el auricular y se recostó en su sillón de
mando.
Maldita sea, hace calor, pensó. Pero, una vez que estemos en camino, el
viento nos debería enfriar un poco.
Sólo ahora, sin los silenciadores de los auriculares del comunicador, oyó
voces en el exterior. Reconociéndolas, saltó de su asiento y se arrastró a
través de la escotilla superior.
Desde la cúpula, miró hacía abajo a la izquierda y vio a Metzger y
Siegler de pie fuera contra Lenck y su dotación. Judías estaba a un lado,
moviendo los pies con inquietud.
—¿Que mierda está pasando aquí? —gritó Wulfe a Lenck mientras
subía por la torreta y luego saltó al suelo—. ¿Qué demonios quieres,
Lenck?
—Una disculpa para empezar, sargento —dijo Lenck—. Mis chicos y
yo estábamos de camino de vuelta al depósito de suministros cuando el
idiota con el cerebro podrido, vino hacía nosotros y derramó la mitad de
nuestro refrigerante. —Señalando los dos bidones tumbado en la arena.
—¿Siegler? —dijo Wulfe.
—Es mentira, sargento —respondió el cargador—. Estaban caminando
demasiado cerca de nuestro tanque.
—Es verdad —dijo Metzger, con los ojos fijos en Hobbs, que estaba
justo delante de él, con los hombros sueltos, dispuesto a iniciar una pelea—.
Los bastardos estaban demasiado cerca.
Wulfe nunca había visto a Metzger así. Parecía inusualmente alterado,
tan alto y larguirucho como siempre, pero con los dientes descubiertos en
una mueca, y con los largos brazos listos para atacar. Parecía más un
soldado en ese momento que en todo el tiempo que lo conocía. Pero ese no
era el momento ni lugar para probar sus habilidades en peleas, sin embargo.
Una pelea significaría el látigo, si el triturador se enteraba.
—¡Lenck! —dijo Wulfe en un gruñido—. Saca a tus perros de aquí
antes de que algo suceda y acabamos todos probando el látigo del
triturador.
Varnuss, se puso al lado de Lenck, tensando los hombros y estirando el
cuello.
Wulfe vislumbró los tatuajes de ganger bajo el cuello de la túnica.
¿Era simplemente una postura? se preguntó Wulfe, ¿o era lo
suficientemente estúpido como para causar problemas a un oficial? Ambas
posibilidades parecían igualmente creíbles en ese momento.
Postura o no, sólo cuando Lenck extendió una mano y le detuvo Varnuss
pareció reconsiderarlo.
—Vámonos —dijo Lenck a su dotación con exasperación fingida—.
Parece que será mejor que regresemos al depósito y obtengamos un poco
más de refrigerante.
Murmurando y maldiciendo, la tripulación del Nuevo Campeón se
volvió y fue detrás de Lenck cuando se marchó. Después de unos pocos
pasos, sin embargo, Lenck se detuvo y se volvió. Señaló a Siegler, aunque
con los ojos fijos en Wulfe y dijo:
—Con todo respeto, sargento, es posible que desee mantener a su torpe
mascota atada con una correa en el futuro.
Wulfe sintió como la rabia recorría su interior. Se dirigió directamente a
por Lenck y lo agarró bruscamente por el cuello. Otras manos
inmediatamente intentaron liberar a Lenck, tirando en vano de las muñecas
de Wulfe tratando de romper un agarre que era como el acero sólido.
—¿Qué vas a hacer? —se burló Lenck, mirando a Wulfe sin una pizca
de preocupación—. Ya conoce las reglas.
—Debería arrancarte la lengua, pedazo de mierda —gruñó Wulfe.
—Pero conoce el castigo por ello —dijo Lenck.
—Ahí es donde te equivocas, Lenck. No va en ambos sentidos. Podría
darte la paliza de tu vida, y no habría comisario que pudiera tocarme por
ello.
Los ojos de Lenck estrecharon. Y su voz se convirtió en un silbido.
—Yo no estaba hablando de los comisarios.
Hubo un repentino gritó desde lo alto del Último Ritos II. Era Judías.
—¡Buenos días, comisario! ¿Cómo está?
Wulfe volvió y vio una figura oscura surgió de entre dos tanques de
unos cien metros de distancia. Su agarre se aflojó de forma automática del
cuello de Lenck y Lenck aprovechó para distanciarse de Wulfe.
Cuando Wulfe volvió hacía Lenck nuevo, el cabo estaba sonriendo
sardónicamente.
—Estoy seguro de que tendremos la oportunidad de reanudar nuestras
diferencias algún día, sargento —dijo—. Mientras tanto, mi dotación tiene
trabajo que hacer. Disculpe.
Wulfe los vio alejarse, con los puños apretados en los costados. ¿Dónde
me he metido? se preguntaba a sí mismo. ¿Lo habría matado? Recordó el
pánico que había sentido cuando la pandilla de Victor Dunst le había
atacado hace tantos años en Cadia. Hizo una mueca mientras se acordaba
del dolor del cuchillo de Dunst siendo empujado a su torso. Oyó las risa de
los pandilleros, risa que se volvió en maldiciones cuando escucharon la
sirena de la patrulla Civitas.
La tripulación de Lenck lo miraba por encima del hombro mientras se
iban, todos ellos, menos Lenck.
—No es Dunst —se decía a si mismo Wulfe—. Por el amor del Trono,
no es Dunst.
Cuando Lenck estuvo de unos veinticinco metros de distancia, se volvió
de nuevo hacía Wulfe sin perder el paso y le gritó sólo cinco palabras.
Cinco pequeñas palabras. Pero que llegaron a Wulfe como una ráfaga de
proyectiles de bólter que detonaron en su mente.
Wulfe se quedó inmóvil. Vio la risa Lenck, luego darse la vuelta y
conducir a sus hombres entre dos filas de quimeras.
Una voz aguda, detrás de su hombro despertó a Wulfe de su parálisis.
—¿Qué está pasando, sargento?
Wulfe se volvió para satisfacer la mirada fría del Comisario Slayte, sus
ojos brillando en la sombra de la visera de su gorra negra.
—No estoy seguro de lo que quiere decir, comisario —dijo Wulfe
preparándose a alejarse hacía su tanque. El comisario se movió más rápido.
Wulfe sintió como pesada mano mecánica agarrar su brazo.
El triturador volvió los ojos en la dirección Lenck y a sus hombres
había tomado, pero ya no estaban a la vista. Después de una pausa, se
inclinó hacía Wulfe y dijo:
—Usted ha estado lejos de su comunicador, por lo que tal vez usted no
lo ha oído, pero el coronel Vinnemann ha ordenado el regimiento de
reunirse en la puerta Este. Dejamos Balkaria en quince minutos. Asegúrese
de que sus hombres estén listos, sargento Wulfe.
Wulfe miró la mano de metal negro perfectamente mecanizada.
—Estaremos listos, comisario.
—Asegúrate de ello —dijo el triturador. Y sin hacer el menor zumbido
con los engranajes de su mano, soltó a Wulfe y se alejó.
La tripulación de Wulfe lo miraba sin decir nada mientras marchaba por
delante de ellos.
—A vuestros a sus puestos, todos ustedes —dijo con voz ronca—.
Tenemos que partir en quince minutos.
Siegler, Judías y Metzger corrieron para cumplir las ordenes, sin
preguntar nada, por el aspecto oscuro en rostro de Wulfe. Como siempre,
Wulfe fue el último, cuando coloco las piernas por encima del borde de la
escotilla, pensó en las palabras de despedida de Lenck. Le había helado la
sangre. Cuando se dejó caer en su sillón de mando, esas cinco palabras
resonaban en sus oídos.
—¿Que quería decirle Lenck con ellas? Cinco pequeñas palabras, cada
una golpeándole como una bala de cañón.
—¡Tenga cuidado con los fantasmas, sargento!
DIECISIETE

Dos días al este de Balkaria, Wulfe y el resto de los expedicionarios


entraron en una zona rocosa del Desierto Hadar conocida como Vargas.
Dirigidos por el General Deviers, montado cómodamente en un
especialmente equipado chimera de mando, los Cadianos se movían en una
larga columna que lentamente se deslizaba a lo largo del suelos de un
profundo cañón marcado según los mapas, como Garganta Roja.
La garganta duraba casi trescientos kilómetros a lo largo de un sinuoso
camino, que eventualmente conduciría a los hombres del 18.º Ejército, al
lugar de la batalla más grande y sangrienta de la última Guerra Golgotha.
Allí, por fin, el general Deviers esperaban encontrar la fortaleza de
Arrogancia. Era allí, también, donde se esperaba que tuvieran que frente a
la mayor resistencia orka. Por todas sus laderas, colinas y valles estaban
cubiertos por ruinas de la batalla. ¿Qué mejor lugar para las pieles verdes,
para construir un asentamiento importante?
A pesar de la posibilidad de una confrontación violenta, había
diferencias en el estado de ánimo entre los hombres. Algunos eran
optimistas, viendo la fase final por lo que realmente representa, la
evacuación de un mundo atormentado no apto para los humanos. Otros eran
menos optimistas. Algunos, como el general Bergen, esperaban encontrarse
con una gran decepción al llegar a las coordenadas que el Adeptus
Mechanicus les había proporcionado. Incluso así, los realistas en el grupo
de ejército, también pensaban que cuando no encentran nada, serian
evacuados.
Por otro lado, pocos estaban contentos por tener que avanzar por la
garganta roja. Simplemente, no había otra opción. Los acantilados rocosos
de las montañas circundantes estaban llenos de abismos y grietas, muchas
de ellas imposibles de detectar desde el suelo hasta que era demasiado
tarde.
En otras circunstancias, los Vulcans artillados del comodoro Galbraithe
quizás podrían haber guiado a la columna desde el aire, pero las
condiciones de vuelo en esa zona estaban lejos de ser las ideales. Las
frecuentes tormentas de polvo, amenazaban con obstruir las entradas de
aire, algo que habría enviado los Vulcans a estrellarse contra el suelo. Los
rayos que surgían de las nubes gruesas impedían los vuelos a media y gran
altura, eran igual que mortales. Así que los pilotos de los Vulcans estaban
obligados a volar bajo, haciendo pases lentos a lo largo del suelo del cañón,
justo unos pocos cientos de metros por encima de las cabezas de las tropas
de Cadia, explorando en busca de signos de una emboscada.
Wulfe observó a los Vulcans desde su torreta, pájaros negros rugiendo
al cruzar la franja del cielo color rojo sobre sus cabezas. Dejando rastros de
humo gris que se movían como cintas en el viento.
Para Wulfe, esta fase del viaje fue particularmente angustiosa. El riscos
agudo y, los profundo barrancos a lo largo de los cuales la columna se
movía eran un poderoso recordatorio de la Zanja de Lugo. A medida que las
paredes de roca se elevan a alturas fantásticas a cada lado, un sudor frío
comenzó a apoderarse del uniforme de Wulfe.
Tenga cuidado con los fantasmas, sargento.
Incluso ahora, con el resplandor del segundo amanecer, las palabras de
Lenck seguían retorciéndole las entrañas. ¿Qué había querido decir el cabo
bastardo? La respuesta más obvia era que sabía lo de la Zanja de Lugo.
Pero, ¿cómo? Wulfe estaba seguro de que el Confesor Friedrich no le habría
traicionado.
Dudaba que alguno de sus hombres lo hubiera hecho. Judías no sabía
nada de él, así que no podía ser.
¿Sabría Lenck, quien era Victor Dunst? Un fantasma del pasado en
lugar de los muertos. Eso era imposible. Lenck solo sabia el nombre, ¿no?
Wulfe se sacudido su cerebro, desesperado por recordar, con quién
había hablado de Dunst. No contaba la historia a menudo, no era
precisamente una de sus favoritos, pero era una vieja costumbre entre los
soldados Cadia comparar cicatrices y contar los cuentos de cómo las habían
conseguido. Wulfe podría haber compartido la historia Dunst con un
puñado de sus compañeros en sus primeros años con el regimiento.
¿Alguien se lo había dicho a Lenck?
A medida que el día avanzaba, Wulfe trató de asentar el asunto a la
parte posterior de su mente. Se sentó en su escotilla ocupándose en un
estudio de su entorno, como el Último Ritos II deambulaba por el polvo
levantado por los tanques que iban por delante de él. La escasa vegetación
en el cañón, es lo que más le extrañaba de este mundo. Había muy poca, por
supuesto en su mayoría hierbas secas y escuálidas, una maraña de espinas,
significaba humedad. También había vida animal, y mucho más grande que
las garrapatas que los Cadianos habían soportado hasta ahora. Wulfe vio
grandes lagartijas perezosos de cuerpo plano toman el sol entre las rocas.
Sus pieles estaban blindados, con cientos de placas óseas pequeñas, y
eran del color como la tierra. A medida que la columna imperial pasaba por
delante, silbaron y se deslizaron rápidamente en agujeros negros como la
tinta.
La observación de estas lagartijas, le ofrecía a Wulfe un alivio temporal
de sus pensamientos. Una y otra vez, volvían a las cuestiones que le
preocupaban más. A medida que la franja de cielo sobre la garganta roja se
oscurecía, se dejó caer hacía abajo a la silla de la torreta, dejando la
escotilla abierta por encima de él para que el aire refrigerante pudiera
circular.
Siegler estaba dormitando en su silla, con sus gruesos brazos cruzados
en su pecho, y la cabeza apoyada en el hueco de su codo. Con el resplandor
de las luces internas de la torreta, Judías hojeaba una andrajosa revista en
blanco y negro de fotografías de mujeres nativas de Cadia con rostro duro
posando con uniformes militares. A juzgar por el estado de las páginas, la
revista ha tenido un gran número de propietarios a lo largo del año.
Wulfe sonrió y golpeó a Judías en el hombro. Hablando con voz baja
por el intercomunicador con el fin de no despertar Siegler, y dijo:
—Esa cosa te pudrirá el alma.
—El daño ya está hecho —dijo Judías con una sonrisa—. He pasado por
esto muchas veces creo que me he desensibilizado. ¿La quiere?
Wulfe se rio, pero su tono era serio cuando dijo:
—Escucha, Judías. Tu y yo necesitamos tener una charla.
—¿Sobre qué, sargento?
—Sobre lo que usted piensa que pasa. —¿Fue la imaginación de Wulfe
o el nuevo artillero le vacilaba un poco?
—Sobre la discusión, con Lenck, ¿no?
Wulfe asintió, frunciendo el ceño.
—Siempre se apoya a su dotación, no importa lo que pase. Ya conoces
las reglas. Tienes suerte que Siegler y Metzger lo hayan pasado por alto,
pero si alguna vez veo que te mantienes al margen, una vez más, estarás de
nuevo en los equipos de apoyo antes de que puedas decir «el Emperador
protege». ¿En que diablos estabas pensando?
Judías se encogió de hombros con aire de culpabilidad.
—Si hubiera sido cualquier otra dotación, sargento… Pero era la de
Lenck.
—¿Y qué diferencia hay?
—¡Mucha!
Hubo una pausa, por un momento de incómodo silencio mutuo,
entonces Wulfe dijo:
—Dime que es lo que sabes sobre Lenck.
Judías se lo quedo mirando.
—No conozco a nadie que se meta con él. Los oficiales pueden tener
todo el poder oficial en la Guardia, pero los tipos como Lenck son los que
controlan las sombras. Cada regimiento lo tiene, ¿verdad? Son los tipos que
buscarías, puede obtener más alcohol, más cigarrillos, más medicinas,
pictogramas pornográficos. Hacen un negocio con esto, y los oficiales
hacen la vista gorda, porque los hombres se quejan un poco menos. Y
estallan menos peleas. No puedo imaginarme la vida sin estas personas.
Bueno, eso es Lenck. Si el precio es correcto, puede obtener casi cualquier
cosa.
Wulfe ya sabía todo eso, por supuesto. Judías era todavía un recién
llegado al regimiento, pero claramente tenía un buen control sobre las
cosas. Todo lo que había dicho era verdad. Todos las regimientos
necesitaban a sus estafadores y proveedores. Las cosas se volvían
insoportables muy rápido sin ellos. Se explica mucho sobre la misteriosa
popularidad de Lenck con los reemplazos. Sin embargo, la idea de que a
Lenck se debiera permitir de cierta holgura a causa de este supuesto
servicio al regimiento no le cayó bien. Wulfe resopló.
—Esto es la Guardia Imperial, no los malditos bajos fondos. Lenck es
un engreído y saltara en marcha como un gilipollas, tarde o temprano, va a
desear que nunca haberme conocido.
Judías parecía incómodo cuando dijo:
—Um… ¿Acaso no le salvo la vida, sargento?
Wulfe escupió una maldición.
—Mató a un orko que estaba a punto de matarme. El deber se lo exigía.
Cualquier soldado habría hecho lo mismo.
Su voz había adquirido un tono enojado, en verdad, estaba agradecido y
le molestaba enormemente.
Judías levantó una mano apaciguadora.
—Sólo estoy diciendo lo que he oído.
Wulfe murmuró en voz baja. Mirando a través de la escotilla abierta, vio
que el cielo estaba casi completamente negro.
—¿El viejo Deviers quiere que continuemos durante toda la noche otra
vez? —se dirigió Wulfe a su conductor—. ¿Si es necesario puedo, Metzger?
—Voy a estar bien, durante unas horas más, sargento —respondió
Metzger—. ¿Qué tal si hacemos el cambio, entonces?
En su larga y sangrienta carrera, Wulfe había ocupado todos los puestos
a bordo de un tanque Leman Russ. No era tan talentoso de conductor como
Metzger el afortunado, pero era más que capaz de mantener el tanque en su
lugar mientras Metzger se tomaba un descanso que tanto necesita.
—Bien —dijo Wulfe—. Dos horas. Y quiero que me informes si te
cansas antes de eso.
—Lo haré, sargento —dijo Metzger.
Wulfe se recostó en su sillón de mando. No se sentía particularmente
cansado en estos momentos. Pero decidió echarse una cabezadita, pero no
pudo, seguía escuchando las palabras de Lenck en su cabeza. La vieja
cicatriz en la garganta le estaba picando, también. Se la rascó ligeramente.
Los canales del comunicador estaban tranquilo. El único tráfico regular
venía de los sentinels y moto ojeadoras adelantadas. Después de un minuto,
la voz de Judías interrumpió sus pensamientos.
—¿Quiere leer un rato? —le dijo el artillero con una sonrisa mientras le
ofrecía la revista.
—No hay mucho que leer en ella —respondió Wulfe con una media
sonrisa—, pero la cogeré de todos modos.
DIECIOCHO

Al sexto día de viaje, el general Deviers habían comenzado a desarrollar


una tos seca. No era tan malas como las de algunos de sus ayudantes, pero
le causó un cierto grado de pánico porque era más mayor y, por lo tanto,
más vulnerable a los ataques sutiles de Golgotha sobre su salud. Había visto
lo que el polvo rojo que le había hecho a algunos de sus soldados. El
condenado personal de la medicae estaban siendo tan útil como un rifle
láser de papel, en su opinión.
Ayer por la noche, las altas paredes del cañón de la Garganta Roja
habían llegado a un final abrupto. La columna lo había atravesado sin
ningún incidente y se había establecido brevemente acampando en la arena
abierta en la boca de la garganta. El alba se había roto hacía apenas una
hora, revelando hasta qué fortuita fue la decisión de detenerse. Si no se
hubieran detenido. Los hombres de Exolon, habrían continuado empujando
hacía el este, y se habrían encontrado con la mayo fortificación orka que el
general Deviers había visto en su vida.
Deviers la estaba estudiando en estos momentos.
Estaba de pie al exterior de una apresurada tienda de mando, con los
magnoculares presionaron en sus ojos, Explorando la enorme estructura que
parecían correr de un extremo del horizonte hacía el otro. Detrás de ella,
visible como poco más que una silueta tenue a la luz por la mañana, se
podían ver las laderas de las montañas Ishawar imponentes. Sus picos eran
invisibles, perdidos entre las rojizas nubes.
—¿Por qué no se me habló de esto? —gritó Deviers enfurecido—. Es
colosal. ¿Cómo podía ser que las sonda-servidores no nos hayan informado
sobre esto? Quiero que los tecnosacerdotes se presenten inmediatamente.
Asegúrese que el tecnosacerdote Sennesdiar esté presente, Quiero que
responda a mis preguntas de una vez.
La muralla orka podía tener fácilmente un centenar de metros de altura.
El Trono sabría cuánto tiempo habían necesitado. Era impresionante en su
escala. Se podían ver grandes losas de metal blindadas pintadas de rojo, y
decorada con glifos orkos de gran tamaño con pintura de color blanco. En
las irregulares almenas se podían ver enormes cañón sobresaliendo.
¿Pero estaba la muralla defendida? Con el poco tiempo que Deviers
habían estado observando, no había visto ningún signo de vida. ¿Podía
confiar en sus ojos? Con las nubes de polvo y el aire brillante sería muy
difícil discernir movimiento desde esta distancia. Las torres artilladas y
almenas podrían, de hecho, estar hirviendo de enemigos. Si estaban allí, sin
embargo, parecía que no habían visto al 18.º Grupo de Ejército. Todavía no
estarían al alcance de su visión, fue el pensamiento de Deviers, su visión
no es tan buena como la nuestra, pero cuanto más tiempo esperemos, más
tiempo le damos para que nos descubran. No podemos perder el elemento
sorpresa. Un ataque repentino es nuestra mejor oportunidad de pasar, y
tenemos que pasar. La gloria y la fama me esperan. Pero no sería tan
sencillo. Había enormes puertas de hierro, tan alto como la propia pared,
colocados a intervalos a lo largo de su longitud, pero no había ninguna
abierta. Se veían muy pesadas, y muy sólidas.
Uno de los generales de división se aclaró la garganta. Deviers no pude
decidir cuál.
—¿Y tenemos alguna idea de lo lejos que se extiende? —preguntó
Deviers.
Bergen, Killian y Rennkamp todos estaban un paso detrás de él,
mirando a la pared a través de sus propios magnoculares.
—No ha habido tiempo para hacer un reconocimiento adecuadamente
todavía, señor —dijo Bergen—. Los pilotos de los Vulcan están esperando
su orden para iniciar la exploración, si eso es lo que quiere. Nuestras
mejores estimaciones en estos momento sugieren que tiene más de cien
kilómetros de largo, sin embargo.
—Por el Trono de Oro —susurró Deviers—. Más de cien kilómetros.
Se le quito el optimismo acerca de rodear la muralla. Un instinto
desarrollado a lo largo décadas como oficial de batalla, le dijeron que esto
era parte de su gran prueba. Aquí había un obstáculo, para ver si era digno
de la fama eterna. No hay nada gratis en este universo.
El tamaño de la pared sugirió que podría haber sido construida para
impedir la entrada a Titanes. Una tontería de idea, por supuesto. Nada podía
impedir la entrada de un Titán por mucho tiempo, pero probablemente
tendría algún tipo de lógica en ello. La construcción del muro seria una
reacción de la última guerra con Yarrick. El poderoso comisario había
empleado Titanes lo largo de su campaña. Tal vez los pieles verdes había
anticipado un regreso Imperial desde el principio.
—Adviertas a todos sus oficiales —les dijo Deviers a sus tres generales
más importantes—. Habremos atravesado la muralla al final del día.
—¡Señor! —protestó Killian—. No tendremos una idea de la fuerza del
enemigo hasta que hagamos un adecuado reconocimiento. Por lo menos
deberíamos de tener una idea contra a lo que nos enfrentamos.
—No pedí opiniones, Klotus —le espetó el general—. Puedes ver esas
puertas tan bien como yo, ¿no? A todos nos gusta reconocer el terreno, te lo
digo ahora, pero no hay modo de evitarlo. Vamos a tener que abrirnos
camino a través de una de ellas. No nos detendremos, no por una maldita
muralla, ni por nada.
Bergen, Killian y Rennkamp dejaron caer sus magnoculares y
compartieron una mirada rápida que Deviers, decidido fingir que no lo
había visto.
—¿No podríamos enviar a los Vulcans en un barrido hacía delante,
señor? —preguntó Bergen—. Si se lo ordena, sabremos con lo que estamos
tratando. Por lo menos, tendríamos una idea de lo que hay detrás de la
muralla.
—No tenemos exactamente apoyo aéreo de sobra, Gerard —dijo
Deviers—. Ya lo sabes. Podrían ser abatidos en pedazos por fuego
antiaéreo. Y no deseo tener que dar explicaciones al Commodore
Galbraithe.
—Pero seguramente con un sola aparato, señor —dijo Rennkamp.
—Sería mejor que cargar a ciegas —dijo Bergen.
—Sabe —dijo Killian—, con suerte y una oración, podría ser que no
hubiera orkos defendiendo la muralla. Yo no veo ningún movimiento. No
hay signos de que la muralla esté defendida. Quiero decir, ¿quién sabe
cuando fue construida esa cosa?
Deviers negó con la cabeza.
—No, Klotus. Están ahí esperándonos. Se han tomado mucho trabajo
para construir esa muralla. El premio se encuentra detrás de ella. Y estoy
seguro de que la maldita porquería de los orkos, que la construyeron están
detrás también.
—Honestamente, señor —dijo Rennkamp—. Un sol Vulcan. Sólo un
barrido rápido y lo sabremos a ciencia cierta.
—Y poner toda la horda de pieles verdes en alerta. No, Aaron. Los
Vulcans no pueden volar lo suficientemente alto en esta maldito lugar para
evitar la detección. Propóngame otra cosa.
—Una hornet entonces, señor —dijo Bergen—. Una sola hornet, podría
ser confundido con una motocicleta orka a larga distancia. Eso no es
garantía de que no la vayan a disparar contra ella de todos modos, por
supuesto, pero si tenemos suerte, y si no llaman mucho la atención y
tendríamos un hombre lo suficientemente cerca como para que pueda
observar la muralla en busca de defensores.
Deviers asintió.
—Eso suena factible. Encargase de ello. Envié al mejor explorador.
Alguien con experiencia. Quiero un informe completo, que incluya una lista
de tantos puntos débiles como sea posible dentro de una hora.
Bergen saludó y se alejó para enviar las ordenes oportunas.
No fue necesario una hora. En sólo cuarenta minutos después de que el
piloto hornet recibiera la orden, para el reconocimiento, el piloto informaba
al coronel Marrenburg. El coronel escucho el informe verbal del explorador
y redactó un resumen. Inmediatamente se dirigieron a la tienda de mando
del general, donde estaban reunidos los altos oficiales del Grupo de
Ejército.
Marrenburg y su explorador entraron en la tienda. En el exterior la
salida del sol, ya había elevado las temperaturas. Pero en el interior a la
sombra, la temperatura era más suave, Marrenburg presentó su explorador a
los ansiosos oficiales.
—Señores —dijo con orgullo—. Este es el sargento Bussmann. Es el
mejor explorador de mi unidad. Puede tener la absoluta confianza en su
informe, se lo aseguro.
Como el sargento Bussmann pertenecía a la división de Bergen, Bergen
le pidió al sargento que comenzara a exponer lo que había visto, dando el
general y los otros la oportunidad de concentrarse en los detalles y en
cualquier pregunta que tuvieran que hacer. No había muchas buenas
noticias. A juzgar por el relato del sargento, la muralla era cada vez más
desalentadora a medida que se iba acercando a ella. Lo que había dentro
debía de ser de gran valor para la pieles verdes, porque había gastado
enormes recursos en su construcción, recursos que podrían haber empleado
en la construcción de cientos, si no miles, de sus máquinas de guerra.
Esto preocupa a Bergen por dos razones. En primer lugar, sugería que
los orkos tenían suficientes recursos para ser capaces de construir esa gran
defensa estática. Esto le llevó a sospechar que habían establecido grandes
explotaciones mineras en alguna parte. Golgotha había sido seleccionado
para su colonización hacía siglos por el Adeptus Mechanicus por la gran
cantidad y variedad de metales en lo más profundo de su corteza. Con esta
construcción no era una exageración creer que los orcos estaban explotando
estos recursos.
En segundo lugar, el uso de tanto metal valioso en la construcción de la
pared sólo podría significar que al otro lado de la muralla, había algo que
los orkos consideran muy importante. Normalmente eran bestia salvajes,
pero en este caso parecían ser también astutos. Habían construido un muro
y tenía que haber una buena razón para ello.
Mientras escuchaba a Bussmann, Bergen se preguntó si La Fortaleza de
la Arrogancia no sería lo que los alienígenas estaban tratando de proteger.
Era como si hubieran sabido todo el tiempo que el Imperio volvería al
Golgotha para recuperarla. Habían planeado y construido el muro sabiendo
que la lucha vendría a ellos.
Bussmann reportó grandes cantidades de artillería presentes en los
parapetos. Algunas de la piezas de artillería eran desconcertantemente
amplios, que bien podrían haber estado montadas en un nave de combate
imperial.
Eso es todo entonces, pensó Bergen. Todavía no saben que estamos
aquí. No hay forma de saber lo que hacen esas armas, y lo que hay detrás.
Por el Ojo maldito, tenemos una batalla importante en nuestras manos.
Había sido imposible para Bussmann, medir el espesor de la pared y la
resistencia que les ofrecerían a las armas del 18.ª Grupo de Ejército, pero
ciertamente parecía que se podrían perforar. Por otro lado, algunas de las
placas estaban oxidadas, y orkos rara vez construido nada con fuerza
consistente. No había informado de irregularidades en la estructura que
pudieran explotar, si tan sólo pudieran encontrar una.
La pregunta era, ¿tendrían la oportunidad? Bussmann había visto
numerosas placas articuladas fijas en la pared en puntos aparentemente
aleatorios. Algunos de ellos habían caído, los pernos se abrían oxidado,
revelando lo que había atrás, eran aperturas para que pudieran disparar la
artillería, a través de ella y los cañones se escondían detrás de esas aperturas
eran enormes.
Al final de su informe, el sargento Bussmann lanzó una mirada un poco
ansiosa al coronel Marrenburg. Luego respiró hondo y dijo:
—En mi opinión, señores, un asalto frontal directo contra la muralla
orka daría lugar a fuertes pérdidas. Si fuera por mí…
—Sargento —espetó Marrenburg, cortando a Bussmann—, limítese a
responder nuestras preguntas.
Bussmann se sonrojó y pareció esbozarse una mirada de enojo en su
rostro, pero dijo:
—Pido disculpas si he hablado demasiado, señor.
—El general Deviers se aclaró la garganta y se dirigió al sargento.
—Vamos a pasar por alto su comentario, sargento, pero piense en esto:
sin dificultad, no puede haber gloria.
Bergen quería responderle al general, y, a juzgar por el rostro
incredulidad del sargento, Bussmann sentía lo mismo. Antes de que el
explorador pudiera cavarse para sí mismo un agujero más profundo, Bergen
decidió intervenir y dijo:
—Muchas gracias por su informe, sargento. Sera muy valorado. A
menos que el general, quiera preguntarle algo más…
Deviers negó con la cabeza.
—En ese caso —continuó Bergen—, regrese a su unidad a la espera de
ordenes.
Bussmann realizo un saludo fuerte, se dio la media vuelta y salió a la
luz del día.
—Tenemos que centrarnos en las puertas —dijo Killian—. Por su
informe, parece como si estuvieran articuladas y se abrirían hacía el
exterior.
—Son demasiado grandes para que podamos abrirlas. ¿Cómo en vamos
a pasar a través de ellas?
Fue el coronel Vinnemann, encorvado en su silla como una especie de
catedral el que respondió:
—Todos sabemos que los orkos, que cuando nos vean llegar, abrirán las
puertas, y comenzaran a salir, como ratas de un edificio en llamás.
Tendremos que abrirnos camino a través de ellos, antes de que tengan la
oportunidad de cerrar las puertas de nuevo.
Bergen observó al general Deviers mirando a la forma desfigurada de
Vinnemann con una expresión de disgusto mal disimulada, y, por primera
vez desde que salió de la Base de Hadron, sintió un resurgimiento repentino
en su desprecio por el viejo general.
—¿Y si no salen a nuestro encuentro? —preguntó a un coronel de piel
oscura con el nombre de Meyers. Era alto y delgado, y uno de sus ojos era
una esfera blanca sin una pizca de iris o de pupila. Era uno de los hombres
de Killian.
El Coronel Vinnemann sonrió con su sonrisa torcida y dijo:
—Entonces, Ángel del Apocalipsis llamara a su puerta.
Bergen miró las caras de los hombres que estaban sentados en la tienda
y vio a unos cuantos sonriéndole a Vinnemann por el comentario, pero el
ambiente era pesado. En realidad, nadie se lo esperaba. No estaban
preparados para cualquier tipo de sitio prolongado. Estaban a cientos de
kilómetros de su base de avanzada, y si entraban en un punto muerto con
los orcos, sus líneas de suministro serían extremadamente vulnerables.
Si los orcos tenían ningún tipo de poder aéreo, y bombardeaban la
garganta roja, destruirían al completo a la fuerza expedicionaria. La
información de inteligencia había sido dudosa desde el principio, un
mosaico de datos de la sonda del adeptus Mechanicus, mapas militares que
databan cuarenta años y conjeturas del Officio Strategos, pero Bergen nunca
habían sido tan agudamente consciente de la irresponsabilidad de toda la
misión de en estos momentos.
—Por lo tanto, solo nos queda un asalto frontal —dijo Killian sin
entusiasmo—. O sea que propone, que nuestros vehículos avancen a través
de terreno abierto… Y si el emperador no está velando por nosotros, será
una masacre. Ya escucharon lo que no ha dicho Bussmann sobre el número
de cañones en la muralla.
—Creo que podemos descartar la mayor parte de la artillería orka —dijo
un Deviers ceñudo—. La mitad de las veces, el armamento orko ni siquiera
funciona.
—Y la otra mitad —dijo Rennkamp, con los ojos brillantes—
destrozaran a nuestros muchachos.
Deviers parecía repentinamente furioso, a punto de lanzar uno de sus
arrebatos, pero el enorme número de hombres presentes, parecía suficiente
para sofocar el estallido antes de que se iniciara.
Estuvo cerca, pensó Bergen. Rennkamp y Killian y yo mismo, ya
estamos acostumbrados, pero no estoy seguro de que los coroneles tengan
que verlo.
Bergen no estaba en desacuerdo con sus compañeros. Ellos simplemente
habían expresado los pensamientos que habían estado dando vueltas en su
cabeza todo el tiempo. Aquí estaban todos, después de tantos días
atravesando arenas desnudas y rocas, persiguiendo una reliquia, que con
toda probabilidad, ya no existía, y estaban ante el mayor obstáculo con el
que se habían enfrentado. Más allá de ese muro imponente de hierro y
acero, en un valle rocoso, estaba al final de esta pesadilla. El Tanque de
Yarrick estaría en ese vallo, o no lo encontrarían. En cualquiera de los
casos, si conseguían abrirse camino a través del muro, sería el último gran
esfuerzo. Antes de retirarse. Para dirigirse a Armageddon, donde los
combates realmente eran más importantes.
—Yo digo que lo hagamos —dijo Bergen, de repente cometido. Todos
los ojos en la sala se volvió hacía él—. Un asalto frontal, golpeando con
todo lo que tenemos. Si concentramos nuestros esfuerzos en una sección lo
suficientemente pequeña, creo que podemos lograrlo. Creo la podríamos
romper.
—Sabía que lo verías a mi manera —dijo un Deviers encantado,
inclinándose sobre la silla para golpear a Bergen en el hombro.
Bergen luchó no retroceder lejos de la mano del general.
¿Qué opciones tengo?, pensó con amargura. Emperador, perdóname si
quiero un rápido fin a esto. Es por tu culpa estamos aquí para nada,
bastardo cazador de gloria. Por el Emperador, espero que esta sea la
última vez que sirvo con este bastardo. Con un poco de suerte, será la
última vez que alguien lo hace.
—El coronel Vinnemann, comandará la vanguardia —dijo Deviers—.
Quiero a la derecha al Shadowsword adelantado, preparado y listo. Si los
orkos no salen corriendo como esperamos, que se coloque a una distancia
prudencial y ofrezca apoyo de fuego, bajo las ordenes del Mayor general
Bergen. Pero si los pieles verdes deciden jugar, como esperamos, quiero
que esté listo para mostrarles la ira del emperador. ¿Entendido?
—Usted solo tiene que escoger la puerta, señor —dijo Vinnemann— y
mi tanque la volara en pedazos.
Bergen sintió que tenía que hablar. Se enfrentó Vinnemann, pero sus
palabras fueron para Deviers.
—Lo que el noble coronel no le está diciendo, en general, es que ese
tiro dejará su tanque completamente inmóvil por unos largos minutos antes
y después del disparo. El Ángel del Apocalipsis podría resistir el fuego
enemigo pesado durante ese tiempo.
Vinnemann realmente parecía herido, como si pensara que Bergen, les
estaba criticando a él y su tanque.
—Tiene más armas que cualquier otro vehículo del ejercito —dijo a la
defensiva—. Puede hacer caso omiso de lo que nos echen. Además —
añadió asunto con total naturalidad— si las cosas se ponen muy mal,
podemos utilizar la pantalla de humo.
Bergen frunció el ceño.
—Entonces está decidido —dijo el general Deviers, deseosos de seguir
adelante. Con dos dedos, tocó una hoja de pergamino arrugado que habían
colocado sobre una pequeña mesa frente a él. Era el mapa que el explorador
Marrenburg había dibujado—. Ahora escuchad con atención, todos ustedes.
Vamos a atacar esta puerta aquí. Es la que esta más aislada de los demás, lo
que nos dará más tiempo para reaccionar ante cualquier maniobra de
flanquearnos. Espero que saldrán más orkos de las otras puertas más
cercanas una vez que hayamos empezado. De todos modos, este es nuestra
objetivo y estoy designándolo como alfa. Con la excepción del coronel
Vinnemann, todos los demás oficiales, se quedará detrás de esta área de
aquí. —Con un dedo, trazó una línea imaginaria a través del mapa—. No
creo que la artillería orka, pueda llegar tan lejos. Estaré coordinando el
ataque personalmente desde mi chimera. Rennkamp, Killian, Bergen,
estarán a la espera de mis órdenes, con sus respectivas divisiones en sus
propios vehículos.
—Entendido, señor —dijo Killian.
Bergen no habló. Pero se dio cuenta de lo brillantes que tenia los ojos
del general.
—Entonces regresen a sus puestos, señores —dijo Deviers a los
coroneles reunidos en sus tienda—. Prepárense para el asalto. Sus
comandantes de división tendrán más detalles para ustedes dentro de la
hora.
Los líderes de regimiento saludaron, se volvieron y salieron de la tienda.
Bergen considera seguir a Vinnemann por hablar en privado, pero Deviers,
le dijo:
—Ustedes tres quedas un rato más. Yo quiero su opinión sobre sus
formaciones.
—¿En qué estaba pensando Vinnemann? —se preguntó Bergen. Cuando
los orkos descubrieran al Ángel del Apocalipsis dirigiéndose hacía ellos, le
dispararían con todo lo que tuvieran a mano. Sera un objetivo fácil, era tres
veces el tamaño de los vehículos que le escoltarían, y, al igual que en
Karavassa, estaría completamente inmóvil mientras sus condensadores se
recargaban de energía. La explosión de su cañón Volcanno atraería todas las
miradas de los orkos de la muralla, y después del disparo, la tripulación
necesitará valiosos minutos, para ponerse en marcha otra vez, y una lluvia
de proyectiles caían a su alrededor. La pantalla de humo sólo ayudaría al
Ángel del Apocalipsis si hubiera poco viento. Si el viento fuera fuerte, el
humo se dispersaría.
Vinnemann tenía que saberlo, por supuesto. Pero no iba a dejar que
nada de eso dejara de cumplir con su deber.
Bergen se preguntó si tal vez el dolor del coronel se había convertido en
demasiado para él después de todos estos años.
¿Posiblemente era un hombre impaciente, buscando una muerte
honorable?
—Por el Trono —pensó Bergen—. Espero que no tenga razón.
DIECINUEVE

El caos de la batalla estalló el momento en que los orkos cargaron contra


ellos. Un puerta de la muralla se abrió, tal como el General Deviers dijo que
pasaría. De hecho, miles de pieles verdes no habían dudado en coger sus
armas y dirigirse rápidamente hacía la puerta, tan pronto como se dieron
cuenta de la nube de polvo se aproxima, producida por los tanques cadianos
a máxima velocidad.
Los tanques del 81.º Regimiento Blindado se movían en formación
abierta, una amplia línea de batalla con los Gunheads de van Droi en el
flanco de la derecha. El Capitán Immrich de la primera compañía escoltaba
al Coronel Vinnemann con su pesado Shadowsword.
Era mediodía, hacía mucho calor, y la arena se agitaba por encima del
campo de batalla.
—¡A la Carga! —gritó van Droi a sus comandantes de tanques por el
comunicador.
Los Gunheads rugieron hacía la muralla, atravesando el terreno que
había entre ellos y sus enemigos. Toda la fuerza del regimiento de
Vinnemann estaba siendo lanzada contra la muralla en una masiva oleada:
diez compañías de tanques imperiales, aunque ninguna compañía podía
presumir de estar al cien por cien de su capacidad de combate.
Cada uno de ellas había sufrido pérdidas en el viaje hacía el este.
Aunque continuaban siendo una fuerza a tener en cuenta. Sin embargo,
sigue siendo algo espectacular ver como cargaban a través de la arena. Las
explosiones de humo negro, desde los parapetos de la muralla, anunciaban
los disparos de la artillería pesada orka, y el aire caliente del desierto se
lleno de rugido de los proyectiles al caer. Grandes cráteres rodeados de
negro comenzaron a aparecer en la arena donde los primeros proyectiles de
artillería impactaron. La orkos podían disparar a los Cadianos a esa
distancia con toda la impunidad y el constante bombardeo pronto se cobró
su primera víctima. Tres de los tanques de la segunda compañía al mando
del teniente Keissler fueron desgarradas por tremendas explosiones. Fueron
los primeros de los muchos en caer. Keissler reunió a sus tanques
supervivientes, para mantenerlos en la línea.
Los hombres que murieron al menos murieron rápidamente. Los
proyectiles orkos eran enormes y pesados, llenos de cantidades
devastadoras de explosivos. Los tanques alcanzado eran destrozados. Las
dotaciones no se quemaban vivas en ataúdes de acero, el final era repentino
y brutal. Tres pedazos metálicos negros, apenas reconocible, quedaron de
los tres tanques Leman Russ, mientras que otros tanques los evadían, para
continuar el empuje.
Los orcos pronto se encontrarían a su alcance, y el coronel Vinnemann
ordenado a todas las compañías que se abrieran en abanico. Agruparse tan
juntos, con todo el peso de las defensas orkas lloviendo sobre ellos, era un
suicidio.
Todavía quedaba mucho camino por recorrer antes de que los Cadianos
entraran en un rango de tiro eficaz. Incluso con la gravedad del Golgotha,
Un cañón batalla normal de un Leman Russ normal podía alcanzar a los
objetivos a una distancia de más de dos kilómetros, pero la artillería orka
que les disparaba, tenia un rango de disparo casi el doble. Reducir las
distancias a toda velocidad era primordial.
Al igual que sus hermanos tanques, el Último Ritos II rugió sobre las
dunas bajas con todas sus escotillas cerradas. Wulfe estaba sentado en la
parte trasera de la torreta, mirando a través de las ranuras de la visión que
rodeaban el borde de su cúpula, gritando instrucciones a su equipo.
—Eso es todo, Metzger. Mantenga su velocidad.
Mira a la izquierda a lo largo de la línea de Cadiana, y vio a van Droi
con el Rompe-enemigos a su derecha.
Más allá de ella, decenas de tanques corrieron hacía adelante. Era todo
un espectáculo. De repente, una luz brillante deslumbro sus ojos y gruñó de
dolor. Cuando los abrió de nuevo, que estaba contento de ver el tanque de
Van Droi todavía a su lado. Se volvió hacía atrás y vio a unos restos negros
ardiendo. Alguien más había sido destruido.
El humo negro grueso se vierte hacía afuera y hacía arriba.
Ese podríamos haber sido nosotros, pensó Wulfe.
Metzger estaba apretando el acelerador, moviendo el tanque al máximo
de su velocidad, empujándolo hacía delante, con su motor rugiendo como
un carnotaur loco, su suspensión rebotaba y trepidaba, agitándolos como si
fueran simples muñecos. Hubo más destellos de luz.
Wulfe vio los restos de otros dos tanques, restos de tierra y rocas
estallaban en todas lados, mientras los pieles verdes seguían disparando
proyectiles a la fuerza imperial que avanza rápidamente. Van Droi estaba
por delante del Último Ritos II. Wulfe lo vio virar violentamente hacía un
lado, cuando una enorme bola de fuego y polvo cayo cerca del tanque de
Van Droi.
El conductor de Van Droi, Nalzigg, es muy bueno, pensó Wulfe. El
Rompe-enemigo había escapado de la destrucción por un pelo. Metzger no
se quedaba atrás. Ya que un segundo más tarde, se desvió para evitar el
cráter que dejo el proyectil.
Judías se golpeo la cabeza contra la caja metálica del visor de alcance
del arma principal.
—¡Maldita sea! —gritó Judías.
—¡Ten cuidado! —gritó Wulfe sobre la cacofonía de la batalla—.
Mantén tus ojos presionado en el visor de alcance.
Incluso a través del intercomunicador, era difícil de oírse mutuamente.
El fuego de la artillería, las explosiones y el ruido de los motores era
ensordecedor.
—Quiero el tanque listo para disparar el momento en que llegamos al
rango de disparo efectivo —dijo Wulfe—. Explosivos de gran potencia.
Tenemos que destruir a todos los cañones orkos que podamos, antes de
ocuparnos de la infantería orka.
Más adelante a su izquierda, algunos de los tanques de las otras
compañías habían llegado a su rango de alcance, y sus armas comenzaron a
responder a los orkos. Los tanques estaban viajando demasiado rápido para
disparar con exactitud real, pero Wulfe vio brillantes bolas de fuego, cuando
los proyectiles impactaban en la muralla. No parecía que fueran muy
eficaces. Respondiendo a las andanada Los orcos, sin embargo, lograron
destruir algún que otra pieza de artillería orka.
—¡Por el maldito ojo del terror! —escupió Wulfe—. ¿Cómo podemos
esperar destruir a la artillería orka a esta velocidad? ¿Quién concebido este
estúpido plan?
Metzger habló por el intercomunicador.
—Acabamos de entrar en el rango.
—Judías —dijo Wulfe— dispara a los malditos cañones orkos. Cuanto
más grande, mejor.
—¡Tengo a tiro uno! —gritó Judías—. A las dos. ¿Qué le parece? ¿El
cañón en la parte superior izquierda de la puerta central, sargento?
Wulfe observo la muralla y lo encontró. Era uno de los cañones más
visibles. Un buen objetivo. El cañón era tan condenadamente amplio que un
hombre podía haberse sentado cómodamente en su interior.
—Perfecto —dijo Wulfe—. Siegler, un proyectil de alto poder
explosivo. Judías, va a ser un tiro difícil. Vamos a tener que disparar en
movimiento.
—Puedo hacerlo, sargento —dijo Beans.
Siegler introdujo un proyectil en la recamara del cañón, y tiró de la
palanca de bloqueo y gritó:
—¡Proyectil listo!
—Metzger —dijo Wulfe—, por el amor al Trono, frena un poco y
mantente tan firme como puedas.
—Sí, señor —dijo Metzger.
El Último Ritos II desacelero bruscamente, y los tanques de ambos
lados comenzaron a alejarse de él.
Wulfe apenas se dio cuenta. Sus ojos estaban fijos en el objetivo.
Cuando sintió que Metzger tenia el tanque firme y controlado, gritó:
—¡Fuego!
—¡Listo! —gritó Beans, y presionando el pedal de disparo de su pierna
derecha. El Último Ritos II se sacudido hacía atrás por la explosión. Tres
columnas de fuego salieron de su cañón, uno de la boca del cañón y otras
dos de las aberturas que tenía el arma en la boca.
La torreta se lleno del olor cobrizo del propelente. Wulfe qué no le
dedico ni un solo pensamiento al olor de propelente. Estaba centrado en el
objetivo. Una fracción de segundo después de que el Último Ritos II,
escupiera su proyectil, una bola amarilla de fuego, estallo muy cerca del
cañón. Piezas de metal ardiente cayeron, al pie de la muralla. El humo
negro se movió en la brisa. Cuando se aclaró, Wulfe vio al objetivo…
—¡Mierda! Hemos fallado por poco —informó a la tripulación—.
¡Metzger! Pisa él acelerador. Tenemos que mantenernos en movimiento.
Quito los ojos de de la mira por un segundo y vio a Judías golpearse con
el un puño en el muslo.
—¡Maldita sea! —gritó el joven—. Por el maldito ojo del terror.
Wulfe se inclinó hacía delante y agarró el hombro.
—Ya tendrás tiempo para maldiciones más tarde, hijo. En este
momento, quiero otro disparo contra el mismo objetivo.
—¿Siegler? Otro proyectil de alto poder explosivo.
El cargador no perdió el tiempo. Coloco otro proyectil en la recamara,
presiono la palanca de bloqueo y gritó:
—Listo, sargento.
Vamos, Judías pensó Wulfe. Concéntrate, muchacho.
—Metzger —dijo Wulfe—, reduce la velocidad.
—A sus órdenes, sargento —dijo el conductor.
—Ajusta el tiro, Judías —le dijo Wulfe al artillero—. Estuviste muy
cerca. Eleva el angulo un poco más. Y deberías de darle.
—¡Estoy listo! —gritó Judías.
—¡Dispara! —gritó Wulfe.
Hubo otro rugido del cañón, acompañado por otra ráfaga de humo acre.
El Último Ritos II se alzó sobre sus cadenas tractoras por el poder del
retroceso, y luego golpeó la arena de nuevo con un áspero rebote. La culata
del arma principal deslizó y arrojado la vaina del receptor de bronce al
suelo.
Wulfe se agarró con fuerza, con los ojos escaneando la pared a través de
los visores. El enorme cañón al que habían estado apuntando, estalló en
llamás de color rojo brillante y humo negro. Los restos explotaron hacía
afuera.
—¡Le hemos dado! —gritó Wulfe.
Gritos y aplausos llenaron el compartimento.
—¡Eso está mejor! —gritó Wulfe—. ¡Metzger, acelera, ahora!
El motor rugió. Y la muralla estaba a un kilómetro de distancia. Las
otras compañías, ya estaban desacelerando para destruir hasta la último
cañón que pudieron localizar. El fuego y humo se vertía de la compuertas y
torres de la muralla. Los Leman Russ conquistadores, de las compañías 8.º
y 9.º comenzaron a disparar proyectiles hacía arriba sobre los parapetos,
desesperados por acabar con las piezas de artillería que quedaban, antes de
que pudieran destrozar los vehículos de infantería que seguirían la estela de
los tanques.
El humo negro se elevaba hacía el cielo desde todas las direcciones.
Enormes incendios ardían por todas partes.
Por el rabillo del ojo, vio Wulfe una luz intermitente en su comunicador
de a bordo. Activo el comunicador. Y era van Droi.
—Líderes de compañía a todos los tanques. Se nos ha ordenado
dirigirnos hacía la derecha. Se ve como los orkos están saliendo por su
propia voluntad, después de todo. El Coronel Vinnemann está a punto de
disparar contra la puerta.
—Metzger —dijo Wulfe—. Hacía la derecha, paralelos a la pared.
Ángel del Apocalipsis se está moviendo en esa dirección.
El enorme Shadowsword de Vinnemann había disfrutado hasta el momento
de la protección de las nubes de polvo que levantaban los otros vehículos,
ya que se movió hacía delante, colocándose en posición para atacar el punto
alfa.
Un solo disparo pensó Vinnemann. Vamos a tener una sola
oportunidad. Es absolutamente necesario abrir una brecha.
—¿Está en posición, coronel? —preguntó Bergen por el comunicador.
—Unos pocos segundos más, señor —respondió Vinnemann. A
continuación, su conductor le informó por el intercomunicador que estaban
en posición. El artillero confirmó la línea de visión.
—En posición, señor. Preparados para disparar —le dijo Vinnemann a
Bergen por el comunicador.
—Estamos pendientes de usted —dijo Bergen.
Vinnemann oyó a Bergen notificar todas las unidades en el canal de
mando divisional.
—División a blindados. El Ángel del Apocalipsis está a punto de
disparar. Repito, Ángel está a punto de disparar.
—Envié toda la energía al arma principal —dijo Vinnemann a su
ingeniero, Schwartz, por el intercomunicador—. Informe cuando este
cargado.
—Sí, señor.
—Vamburg —dijo Vinnemann, dirigiéndose a su artillero—. Fije el
blanco. Solo tenemos un oportunidad.
—No se preocupe, señor. Estoy a la espera a la orden de disparo.
—Condensadores al completo, señor —informó Schwartz.
—Estas listo, Vamburg —dijo Vinnemann—. Ya lo has oído. ¡Fuego!
—Prepárense para el disparo —gritó el artillero.
Un zumbido llenó el aire del interior del tanque, al igual como si miles
de voces se unieron en un solo tono que has que se elevo, ahogando todo lo
demás.
Una gran sacudida paso a través del cuerpo retorcido de Vinnemann al
sentir como todo a su alrededor comenzaba a vibrar El dolor que sentía
generalmente se desvaneció por un momento, a medida que la sacudida se
hacía cada vez más fuerte. Entonces, de repente, el enorme Shadowsword
se sacudió como si hubiera sido golpeada por un gigante. La ardiente ráfaga
de luz blanca de su cañón, se dirigió directamente hacía el campo de batalla,
golpeando a la enorme puerta.
El aire se estremeció por un crujido ensordecedor. La puerta de hierro
deslumbro, y luego pareció desaparecer por completo, como si nunca
hubiera estado allí. La blindada muralla a su alrededor cambiaba de todos,
primero amarillo, luego naranja y rojo. Chorros de metal fundido
comenzaron a llover sobre el suelo. Segundos más tarde, el blindaje se
había enfriado y solidificado de nuevo. Como si fuera cera derretida.
Se había abierto un brecha en la muralla. El 18.º Grupo de Ejércitos se
había abierto un camino, pero la batalla solo acaba de empezar. Más allá de
la brecha, y estructuras orkas quemadas, y los dañas por la energía
destructiva que se extendió a través de la potente explosión del
Shadowsword.
Vinnemann inspeccionó los resultados de los esfuerzos de su tripulación
y abrió un enlace con el comunicador con el general Bergen.
—Objetivo conseguido, señor. El punto de alfa es abierto. El muro ha
sido abierto. Pero debemos asegurar la brecha.
Bergen, a su vez, se comunico con el resto de sus fuerzas.
—Comando División a todas las unidades. Muévanse hacía arriba y
aseguren la brecha a toda costa. Repito, aseguren la brecha.
A través de ranuras de visión, Vinnemann vio a decenas de tanques,
acelerar por la orden que acaba de dar.
—Schwartz —dijo por encima del ruido—, toda a energía a la unidad
principal. Tenemos que avanzar.
La artillería orka ya se había dado cuenta de la presencia del Ángel del
Apocalipsis. Cada vez más de las armas orkas. Se giraba para centrarse en
él.
—Vamburg —dijo Vinnemann—. Dispara la cortina de humo, ¿quiere?
Bekker, sáquenos de aquí tan pronto como pueda. Somos un blanco fácil.
—Toda la energía en la unidad principal —informó Schwartz—.
Cuando quiera puede dar la orden.
—Excelente —dijo Vinnemann—. Ya lo has oído, Bekker. Salgamos de
aquí.
Un trío de proyectiles pesadas golpeó la tierra justo en frente del casco
del Ángel. Las ondas de choque mecieron como si fuera de juguete.
Vinnemann escuchó trozos de rocas golpeando sobre el techo de la torreta.
—La siguiente andanada nos darán de lleno si no nos hemos largado
antes. ¡Rápido!
El poderoso Shadowsword retumbó y se estremeció cuando sus enormes
cadenas tractoras comenzaron a girar marcha atrás, pero pesaba trescientos
ocho toneladas. La aceleración desde punto muerto requería un gran
esfuerzo.
Cuando empezó a moverse, Vinnemann oyó a Bergen como le hablaba
de nuevo por el comunicador.
—¿Puedes oírme, Vinnemann?
—Adelante, señor —dijo Vinnemann.
—Hay que retroceder más rápido. Cazabombarderos orkos están
entrando desde el sur. Vienen muy rápido.
—¿Desde el sur, señor?
—Afirmativo —respondió Bergen—. El Trono sabe dónde diablos han
despegado, pero, a juzgar por su ángulo de enfoque, no tienen su base
detrás de la muralla.
—¿Cree que los orcos pueden comunicarse a larga distancia, señor? —
preguntó Vinnemann—. ¿Podrían los orkos de la muralla haber pedido en
un ataque aéreo a una base alejada?
—Si pueden comunicarse entre ellos —dijo Bergen—. Entonces lo
vamos a pasar muy mal. Voy a pedir a los Tecnosacerdotes qué lo
investiguen. Pero escucha, Vinnemann, tu tanque es la cosa más grande que
tienen a la vista los bombarderos orkos. A si que vas a tener un montón de
atención no deseada. Estoy ordenando a algunos de nuestros Hydras que
acudan en su apoyo. Pero tu mejor opción es moverte rápido. Los
bombarderos orkos no tienen gran precisión, mientras te muevas, será muy
difícil que te den.
—Entendido, señor —dijo Vinnemann—. Estamos moviéndonos hacía
atrás tan rápido como nos es posible, pero la cobertura antiaérea sería muy
apreciada.
—Los hydras estarán con usted en pocos minutos, Vinnemann —dijo
Bergen—. Infórmeme cuando se comunique con usted.
—Lo haré, señor.
Bombarderos del sur pensó Vinnemann. Tengo que informar a van Droi
de un posible ataque aéreo en esta dirección.

—Entra por la brecha —gritaba Wulfe por el intercomunicador.


Metzger movió al Último Ritos II hacía adelante, y pasaron por entre los
bordes fundidos de la muralla orko. La vista que tuvo Wulfe de lo que había
detrás de la muralla le causo una gran agitación. Edificios orkos de mala
calidad por todas partes, construidos en una horrible mezcla de postes de
acero inoxidables y láminas de metal, todo atornillados en extraños ángulos,
protegidos con alambre de púas y pintado con pictogramas luminosos de
colores blancos y rojos. Con pieles verdes por todas partes, llegando con
plataformas elevadoras y preparándose para carga en una gran oleada,
contra los intrusos que estaban penetrando por la brecha de la muralla.
La mayor parte de las armas que llevaban eran akribilladores pesados y
lanzallamas, y revanadoras de gran tamaño, ninguna de ellas podía hacer
mucho contra quince centímetros de blindaje pesado, pero Wulfe sabía que
tenían armas más peligrosas. Sus ojos recorrieron la turba, buscando
frenéticamente signos de granadas autopropulsadas, como las que habían
destruido el tanque de Siemens. Era una tarea imposible. Había muchos de
ellos y demasiado movimiento por todas partes.
Wulfe no tuvo tiempo de hacer un recuento de la cantidad de tanques de
la 81.º que habían sobrevivid, para pasar por la brecha. Pero calculaba a ojo,
que podrían ser alrededor de unos cincuenta, lo que significa que la mitad
de los tanques del regimiento se había perdido para llegar hasta aquí.
Mientras pensaba en esto, ráfagas de proyectiles que salían de una de las
construcciones de la muralla, impactaron en el tanque, que estaba a su
izquierda. El tanque explotó en una espectacular bola de fuego naranja.
—¡Proyectiles anti-blindaje! —gritó por el comunicado a cualquiera de
los otros comandantes de tanques que pudieran estar escuchándole—.
¡Tienen armas antitanque!
Por la frenética charla del comunicador, escuchó que otro tanque había
sido destruido.
—Su Oscura Majestad ha sido destruido —gritó alguien—. Fuego
antitanque desde las diez desde posiciones elevadas.
El Oscura Majestad era un tanque de la tercera compañía, con el
teniente Albrecht al mando.
—¡Judías! —gritó Wulfe por el intercomunicador—. Objetivo a la
izquierda. En la torre orka. Trescientos metros. ¡Siegler!, carga un proyectil
con Alto poder explosivo.
Siegler lanzó un cartucho en recámara del arma principal.
—¡Listo! —gritó Siegler.
Wulfe golpeó a Judías en el hombro izquierdo, dos veces, una señal para
que disparara a voluntad.
—Localizado —gritó el artillero.
El Último Ritos II se sacudió, tosiendo fuego por la boca del cañón, y la
torre orka se desintegró espectacularmente. Cuerpos llovieron al suelo en
medio de una tormenta de restos.
—¡Comeos eso! —gritó Judías.
—¡Eso es puntería! —gritó Wulfe—. Buen tiro, hijo. Pero no te
emociones todavía no hemos terminado. Objetivo a derecha. Otra torre
orka, quinientos metros. Otro proyectil de alto poder explosivo. Fuego a
discreción.
Siegler introdujo otro proyectil. Mientras los motores de desplazamiento
de la torreta zumbaban, dirigiendo el arma principal hacía el destino
especificado, Wulfe se tomó un breve segundo para comprobar la parte
trasera. Vio los calcinados restos de tanques imperiales por todos lados.
Cuerpos carbonizados, demasiados pequeños para ser orkos, cubrían el
suelo, con su ropa todavía en llamás.
La mayoría de los tanques del regimiento todavía estaban luchando
desesperadamente, sin embargo, no retendrían por mucho más tiempo, en
solitario la hirviente marea de orcos con sus descargas, de proyectiles de
alto poder explosivo, a pesar de matar de decenas de orkos con cada
proyectil.
Gracias al trono pensó Wulfe, que la mayoría de los hijos de puta
pieles verdes sólo tienen rebanadoras y armas de fuego. Con la excepción
de los que llevan explosivos, la mayor parte de la infantería orka, estaba en
gran medida impotente contra el poder de los tanques imperiales. Sus
cañones y la artillería instalada en la pared eran inútiles, ya que estaban
apuntando hacía el exterior.
Los tanques cadianos estaban empujando poco a poco hacía el interior,
formando un amplio perímetro semicircular, para que los vehículos de
infantería que llegaban a sus espaldas, tuvieran espacio para desplegarse.
Los transporte pesados sierra, chimeras y camiones, se detenían detrás de
ellos y empezaban a descargar a los soldados.
Los soldados se sumaron de inmediato con sus armas, al fuego de los
tanques, y la cifra de muertos entre los orkos, crecían a medida que más
soldados se sumaban en la defensa del perímetro. Torrentes de proyectiles
de bólters pesados precedentes de los chimeras se añadieron, cuando se
colocaron en formación con los tanques, los Cadianos comenzaron a
ampliar el perímetro.
Si Seguimos así pensó Wulfe. Les superando. Por el Trono Dorado, los
estamos masacrando.
Entonces oyó la voz de van Droi por el canal de control de la compañía.
—Blindados Orkos aproximándose desde el norte moviéndose en
paralelo con la muralla —dijo Van Droi.
Wulfe volvió la cabeza en esa dirección y vio las descomunales
máquinas negros.
—Proyectil cargado —gritó Siegler.
—Voy a disparar —gritó Judías.
El tanque se balanceó y la torreta se lleno con el fuerte hedor de
propelente, una vez más.
Wulfe rápidamente reviso el objetivo y vio como otra torre se
derrumbaba hacía un lado, desparramando cuerpos de de color verde.
—Buen trabajo, soldado —le dijo Wulfe al artillero—. Pero no hay
tiempo para descansar. Tenemos una gran maquina acercándose, Siegler,
quiero un proyectil perforante. Judías, tu objetivo esta hacía la izquierda.
Tres descomunales monstruos de metal, surgieron de entre el humo, el
fuego y la neblina polvorienta. Las máquinas orkas habían sido construidas
para parecerse a una especie de criatura carnívora. Sus dementes creadores
orkos, les habían unas mandíbulas metálicas con largos colmillos de acero,
que rechinaban cada vez que se abrían y cerraban. Estaban erizados de
cañones y armamentos secundarios. Wulfe sólo podía imaginarse el miedo
estas máquinas podrían producir a los soldados de infantería, pero, para
Wulfe las maquinas orkos eran grandes objetivos a destruir, que pedían a
gritos que las convirtieran en chatarra carbonizada.
Wulfe no tardo en darse cuentas que sus compañeros comandantes de
tanques tenían la misma idea. Las tres maquinas se acercaban paralelas a la
muralla, con cierta dificultad, ya que tenían que abrirse camino derribando
los edificios orkos, que se interponían en su camino. La gran mayoría de
tanques Leman Russ soltaron una andanada de proyectiles perforantes. La
gran mayoría de los proyectiles impactaron en las maquinas orkas, y una de
ellas se detuvo en seco. La tripulación de pieles verdes comenzó ha evacuar
la maquina, saltando de escotillas hacía el suelo, cayendo sobre la cabeza y
los hombros de la infantería orko, que estaba por los alrededores las las
grandes maquinas. No se apresuraron lo suficiente. Ya que la maquina
detono unos segundos más tarde, y tanto la dotación que había escapado y
la infantería orka que estaba por los alrededores, fueron asados hasta morir,
en la oleada de fuego rojo, que se propago por la explosión.
Wulfe oyó al capitán Immrich transmitiendo por el canal del regimiento.
—Una menos —dijo—. Pero las otros dos no se lo van a tomar muy
bien.
Las otras dos monstruosidades apuntaron con sus armas, a los dos
Leman Russ más cercanos y desataron una andanada de proyectiles de alto
poder explosivo. Los dos tanques de Imperiales, Conquistador, y el otro un
Destructor, estallaron en una bola fuego casi al mismo tiempo. Las dos
mortales explosiones, se llevaron con ellas a docenas de soldados de
infantería, que estaban demasiado cerca de los dos tanques.
Wulfe soltó más de un exabrupto en señal protesta mientras observaba
los restos. Oyó la voz del capitán Immrich en el comunicador.
—¡A todos los tanques! —gritaba Immrich—. ¡Quiero esas
abominaciones sangrientas convertidas en chatarra, ahora! ¡Es una orden!
Wulfe se preguntó quiénes serian los tripulantes de los tanques
destruidos. No había tenido ninguna oportunidad de leer los nombres antes
de que fueran destruidos. Ya tendría tiempo para averiguarlo después de la
batalla, si sobrevivía. Para algunos hombres, la ausencia de amigos se
convertiría en una dolorosa evidencia. Cuando se terminara la batalla.
Pensando en esto, miró a su alrededor vio a Viess y Holtz. ¿todavía estaba
luchando?
El Destrozahuesos acababa de disparar a una torre orka de aspecto
robusto en el extremo derecho, el Corazón de Acero II estaba de pie en
paralelo con el tanque de Van Droi, la torreta estaba girando lentamente
para enfrentarse a la maquina orka.
Wulfe se dio cuenta de que su tanque tenía una clara línea de visión del
objetivo de la derecha.
—Judías —dijo—, objetivo a la derecha. Ves la placa en el blindaje en
el arma principal de la maquina, la que tiene un glifo.
—¿Un cráneo de color rojo? —dijo Judías.
—Si, hay una gran posibilidad que esa placa, está protegiendo el puesto
del artillero. Si pudieras darle…
Beans no respondo. Activo el pedal de desplazamiento, de la torreta, El
motor eléctrico del arma principal tarareaba mientras ajustaba elevación.
Tenía que hacerlo bien. Esa máquina inmunda podría significar más
muertes de Cadianos.
—Proyectil listo —dijo Siegler.
Beans estaba a punto de disparar, cuando todo el tanque de pronto fue
desplazado hacía atrás unos tres metros. Wulfe sacudió la cabeza, tratando
de reponerse del zumbido en sus oídos. Algo había impactado en el blindaje
frontal.
—Maldita sea —maldijo Wulfe, comprobando al mismo tiempo a sí
tenia alguna herida importante—. Metzger, ¿estás bien?
—Nos ha dado un tanque orko que se acerca desde la parte delantera
derecha, sargento —informó el conductor—. Parece un Leman Russ
saqueado.
—Trate de darle a las cadenas tractoras con el cañón láser —ordenó
Wulfe—. Nos dará un poco de tiempo.
El comunicador se llenó de informes de acercamiento de los tanques
orkos. Beans ya estaba reajustando el cañón principal para su objetivo
original. Ajusto la mira rápidamente para centrarse en el cráneo-glifo que
adorna un placa de la enorme maquina orko que se acerca por el norte.
—Lo tengo, sargento —dijo.
—Dispara —dijo Wulfe.
—Vete al infierno —gritó Judías, mientras presionaba el gatillo.
El disparo alcanzó a la máquina orka exactamente donde se suponía que
debía, y Judías dejó escapar un gritó de alegría, pero no hubo ninguna
explosión, ninguna llamarada, sólo un agujero negro del tamaño de un
pomelo en el centro de la frente del cráneo-glifo. La torreta del arma
principal orka dejó de moverse.
—Has matado al artillero —dijo Wulfe, mientras le daba una palmadas
en la espalda de Judías. Rápidamente, volvió su atención a los tanques que
Metzger había informado. Las descargas brillantes de cañón láser del
Último Ritos II, estaban disparando a los recién llegados. Los tanques
cadianos que estaban a ambos lados también dirigían su atención a los los
recién llegados, mientras que los otros convertían en chatarra, a la ultima
maquina orka del norte.
Wulfe estaba impresionado. Judías era un gran artillero. Su último
disparo había sido excelente. Sus hombres estaban funciona como una
unidad. Esta era la forma, que se suponía que tenían que luchar. Nada había
en su mente, solo el calor de la batalla y el deseo de ganar. No había
fantasmas. Todo el peso que le había soportado, había desaparecido, Hacía
mucho que no sentía la mente tan ligera.
Uno de los Leman Russ saqueados, absorbió un impacto del cañón láser
y se tambaleó hacía delante, pero consiguió disparar con su arma principal.
La suciedad y el humo explotaron en el aire a pocos metros del lado
derecho del tanque de Wulfe.
—¡Objetivo a la derecha! —gritó Wulfe por el intercomunicador—. Un
tanque orko, ochocientos metros y acercándose. Proyectil perforante.
¡Fuego a discreción!
VEINTE

—Repita, Águila Tres —dijo Bergen por el comunicador—. Repita por


favor.
—Aguila Tres a comando —dijo la aguda voz de la piloto—. Águilas
Uno, Dos y Cuatro derribados. ¿Dónde diablos está ese el apoyo de los
Hydras? No puedo correr más rápido que los malditos bombarderos orkos.
Y no puede mantenerlos apartados del Ángel en solitario.
—Las hydras están casi en posición —dijo Bergen—. Escucha, Águila
Tres. Sé que estas en peligro, pero sólo espera. Tendremos las baterías
antiaéreas de apoyo en unos pocos segundos. Deberías verlas en estos
momentos.
—Tengo a dos en mi cola. No puedo sacudírmelos. Espere… ¡Por el
trono dorado!
—¿Qué pasa, Águila Tres?
—Comando, tengo visual en una enorme horda orka acercándose desde
el sur. Una gran cantidad de vehículos.
—Confirmar, Águila Tres. Hay una fuerza enemiga significativa
avanzando desde el sur —dijo Bergen entre dientes.
—Águila Tres —dijo Bergen, sabiendo que no estaba allí—, confirme
fuerza enemiga del sur. Águila Tres, responda. ¡Oh, por el amor al trono
dorado!
La ira brotó en su interior. Bergen había luchado junto con mujeres
antes. Había regimientos Cadianos enteramente compuestos por el llamado
sexo débil, aunque tendían a formar parte de las defensas planetarias de
Cadia, era muy raro que combatieran fuera de Cadia. Eran tan duras y
despiadadas como cualquier soldado varón que hubiera conocido, pero sus
actitudes eran todavía anticuado en algunos aspectos. El conocimiento de
que una mujer, adjuntada a la Operación Tormenta, había sido derribada por
los orkos, le afecto con una transparencia inusual.
Águila Tres era Marina, y no había amor entre la Armada y la Guardia
imperial, pero había luchado con valentía hasta el final, tan valiente como el
mejor de sus hombres.
Si sobrevivía a esto, se juró a si mismo, que trataría de averiguar su
nombre, para asegurarse de que ella y su dotación del Vulcan fueran
honrados.
El Commodore Galbraithe tendrá que ser informado de la pérdida de
sus aparatos, pensó. Que el Trono ayude al pobre bastardo que se encargue
de la notificación.
Su preocupación más inmediata, por supuesto, era el último informe del
Águila tres: una fuerza significativa orko que se dirigía hacía ellos. Tenía
que ser la horda que Stromm y van Droi se habían encontrado en su travesía
por el desierto.
¿A qué velocidad se están moviendo? ¿Cuándo llegarían? No podía
saberlo. Y todas las fuerzas a su disposición ya estaban comprometidas con
los orcos en el interior de la brecha. Tenía que decírselo al general Deviers.
Pero primero…
—10.º Comando de la División de blindados —dijo por el comunicador
—. ¿Estás ahí, Vinnemann?
—Estoy aquí, señor —dijo Vinnemann—. Adelante.
—Usted acaba de perder el apoyo cercano de los Vulcans. Pensé que
debería saberlo.
—Lo vi, señor. El fuselaje impacto a unos pocos cientos de metros de
distancia. Parece que los bombarderos se están alineando para iniciar su
ataque, contra el Ángel.
—¿Puedes ver a las Hydras? Deberían estar a su alrededor en estos
momentos.
—Acaban de unirse a nosotros, señor —dijo Vinnemann—. Hemos
perdido a dos, pero cuatro de ellos todavía están en el juego. El viento ha
dispersado la pantalla de humo y la artillería orka nos está disparando de
nuevo. Pero las Hydras será una verdadera sorpresa para los bombarderos,
cuanto intenten atacarnos lo bombarderos.
—Esperemos que así sea —dijo Bergen—, pero hay algo más, que
tengo que decirte. Nos están flanqueados desde el sur.
—¿Flanqueado, señor? —preguntó Vinnemann—. ¿De qué cantidad de
orkos estamos hablando?
—No lo puede confirmar que, pero me temo, que muchos más de los
que podemos manejar razonable.
—Nuestras fuerzas ya están combatiendo, señor —dijo Vinnemann—.
No hay modo de que podamos luchar en dos frentes y aún así llegar donde
este La Fortaleza de la Arrogancia. ¿Qué dice el general?
—Voy a informarle ahora —dijo Bergen—. Sólo quería que lo supieras.
—Aprecio su información, señor. Vinnemann fuera.
Deviers exploto cuando Bergen le informo del flanqueo.
—¿Qué demonios me está diciendo? —preguntó.
—Nos están flanqueando por el sur, señor —respondió Bergen—. La
última transmisión del águila Tres, informaba de una enorme horda de
vehículos orkos franqueándonos por el sur, señor. Estamos entre la espada y
la pared.
—Por el maldito Ojo del Terror —maldijo Deviers—. ¿Por qué ahora?
Cuando hemos ganado la brecha.
—Si pudiera sugerir algo, señor —dijo el general Killian.
—Abandonar la brecha, Killian —le espetó Deviers.
—Bueno, señor. Me parece que el único lugar donde podemos aspirar a
luchar contra contra los orkos y ganar sería la garganta roja. Estaríamos
justos en términos del tiempo, pero, si pudiéramos efectuar un retirada justo
antes de que llegue la segunda fuerza orka, podríamos luchar contra ellos en
un solo frente.
Rennkamp asintió.
—Luchar contra una fuerza superior a un cuello de botella. Nos daría
más control.
Los ojos de Deviers estaban llenos de ira que Bergen pensó que podrían
salirse de la cabeza.
—¿Retiradnos hacía la garganta rojo? En lo que seria una batalla
prolongada, que daría a los orkos, el tiempo para taponar la brecha, con la
que hemos perdido tanto tiempo y recursos, para volver a atacarla de nuevo.
Killian y Rennkamp dieron un paso hacía atrás.
—Esta sugiriendo que vamos a luchar en campo abierto, señor —dijo
Killian—. Sera un baño de sangre.
—Me temo que estoy de acuerdo con ellos, señor —dijo Bergen—.
Nuestra expedición terminará aquí si nos quedamos. Y ya puede olvidarse
de su lugar en los libros de historia si eso sucede.
La última frase pareció sorprender al general Deviers. Parecía como si
hubiera recibido una bofetada.
—¿Qué quieres que haga, Bergen? ¿Ordenar una retirada general?
¿Debemos correr de nuevo a Balkaria con el rabo entre las piernas? Prefiero
morir antes de permitir que eso suceda. Nada se interpone en mi camino a la
victoria. ¿Lo entiende? ¿Todos lo entienden?
Bergen pensó que entendía muy bien. Lo que sucedía, era la obsesión de
Deviers con la gloria que decidiría su destino. Durante un largo rato, nadie
dijo nada. Hasta que una voz metálica desde la entrada de la tienda de
campaña rompió el hechizo del silencio. El tecnosacerdote Sennesdiar
estaba delante de la apertura de la tienda. Por la apertura abierta pudieron
ver que los tecnoadeptos Armadron y Xephous esperaron esperando
pacientemente en el exterior.
—No habrá retirada —tronó Sennesdiar contra ellos en Gótico—. No
habrá vuelta atrás hacía Balkaria.
Bergen se volvió.
—Con todo respeto, Sennesdiar —dijo Bergen—. Esa decisión depende
del general.
Sennesdiar se agachó un poco para que pudiera entrar en la tienda.
Luego se dirigió hacía ellos, deteniéndose a pocos metros, dominándoles
con su estatura, provocando que todos miraran en su dirección.
—Yo no pretendo sugerir lo contrario, señores. Pero hace unos
momentos, el adepto Armadron ha recibido una transmisión de línea fija
con Balkaria. Nuestra base de avanzada está bajo asalto. Los orkos están
siendo rechazados de las murallas Balkaria, y el comandante informa de
muchas bajas, y no sabe si podrá resistir mucho más tiempo.
—¿Balkaria está bajo asedio? —jadeó el general Deviers.
—Y también las bases de Hadron, Karavassa y Tyrellis, según a
informado el comandante de Balkaria. Un gran número de orcos han
asaltado nuestros puestos de avanzada desde el norte y el sur. Es claro que
los orkos han encontrado algún modo de comunicarse de un modo efectivo
a larga distancia y están coordinando sus ataques.
Deviers parecía a punto de caer. A pesar de sus tratamientos de
rejuvenecimiento, de repente parecía que cada año de los noventa y un años
de edad, que tenia.
—¿Coordinado ataques? —murmuró Devier—. ¿Por orcos?
—Creo que nuestro actual dilema confirma que la posibilidad que los
orkos se pueden coordinar es bastante sólida —dijo Killian—. Los orcos de
la muralla, pidieron apoyo aéreo, después de todo.
—Sí —dijo Sennesdiar—. Los ataques son sin duda coordinados. La
pregunta que deseo saber, sin embargo, es lo que el general tiene la
intención de hacer a continuación.
—Tenemos que ir en ayuda de Balkaria —dijo Rennkamp—. ¿Tenemos
que salvar nuestras líneas de suministros?
Bergen negó con la cabeza.
—Para cuando lleguemos a Balkaria, ya será demasiado tarde.
Killian estaba de acuerdo con Bergen.
—Ni siquiera sabemos, si las murallas del puesto avanzado ya han sido
comprometidas. Maldita sea. Todo el personal del medicae, los enfermos y
los heridos…
Bergen frunció el ceño. Sabía que los hombres que habían dejado atrás,
eran los que estaban demasiado enfermos para seguir adelante, y las
mujeres. No quería pensar en todos las dulces enfermeras del medicae
haciendo frente a la barbarie de los orcos sin esperanza de salvación.
—No habrá ninguna retirada —dijo el general Deviers fríamente—.
Entiendo que ahora…
—Nosotros, los del Adeptus Mechanicus —dijo Sennesdiar—
recomendamos que esta fuerza expedicionaria continúe marchando hacía el
este. La Fortaleza de la Arrogancia nunca ha estado más cerca. Nuestra
gloriosa misión todavía está dentro de los parámetros aceptables de
viabilidad.
—Tiene que estar bromeando —dijo Rennkamp—. General, por favor.
Creo que Klotus esta en los correcto. Si no podemos ayudar a Balkaria, por
lo menos tenemos que llegar a la Garganta Roja y atrincherarnos allí y
luchar contra los orcos en nuestros propios términos.
Killian asintió enfáticamente. Miró a al tecnosacerdote.
—Una vez que hayamos asegurado la garganta, podríamos enviar a una
de las balizas orbitales para la evacuación.
—Absolutamente no —gritó enfurecido el general Deviers—. Sólo se
deben usar las balizas, siempre y cuando tengamos asegurada La Fortaleza
de la Arrogancia. ¿Queda claro?
Bergen estudió el rostro del general, pensando en lo decepcionado que
estaba del hombre que una vez había admirado, y como se había convertido
en un ser tan egoísta y obsesivo. A pesar de todo eso, sin embargo,
consideró que el general tenia razón. Atrincherarse en la garganta roja a
largo plazo no podía ser bueno.
—Ni yo ni mis adeptos, no tenemos ninguna intención de utilizar las
balizas hasta el momento es el adecuado. Puede estar seguro de eso. No
vamos a utilizarlas sin La Fortaleza de la Arrogancia. Nadie se ira del
Golgotha hasta que se cumpla nuestro objetivo.
Bergen leyó entre líneas. Oyó las palabras que no decía. En ningún
momento dijo el tecnosacerdote, que sus objetivos son los mismos que el
general, pero fuera cual fuera que tecnología querían, están apoyando a
Deviers. Y eso le dio más fuerza al general. El anciano parecía más alto, y
más decidido que los últimos minutos.
—Hasta el último de ustedes —dijo Deviers— regresaran de nuevo a
sus vehículos, quiero que les digan a nuestros elementos de vanguardia que
mantengan esa brecha a toda costa. Tenemos que conseguir cualquier
hombre y vehículo bajo mi mando atraviese la brecha antes de que los orkos
lleguen desde el sur. Eso significa que los camiones de combustible, los
camiones de agua, alimentos, equipos, municiones, todos tienen que pasar.
Quiero que todos los suministros, atraviesen la brecha, rumbo hacía el este,
hacía La Fortaleza de la Arrogancia antes de que los refuerzos lleguen.
¿Queda claro?
Rennkamp murmuró algo incoherente.
—¿He dicho si me han entendido? —siseó Deviers.
—Entendido, señor —dijeron que los tres generales a la vez.
El Tecnosacerdote Sennesdiar pidió permiso para ausentarse. Se dio la
media vuelta y salió de la tienda sin decir nada más.
—Está loco, señor —dijo Rennkamp—. Se da cuenta de la situación.
Deviers se le quedo mirando y sonrió.
—¿Loco, Aaron? ¿O inspirado?
—Es una línea muy fina —pensó Bergen. Se sentía miserable. Tendría
que haber sabido hace mucho, que Deviers les mataría a todos en su busca
de gloria: La base Balkaria perdida, Las líneas de suministros cortadas,
Todas las bases importantes, que había ganado bajo el asedio de los pieles
verdes. Era peor aún de lo que había imaginado que sería, pero La
Fortaleza de la Arrogancia aun tenia que llevarse al general, y con él, los
hombres y las máquinas del 18.º Grupo de Ejército.
—Ya verán que tengo razón, señores —dijo Deviers—. Con misiones
desesperadas como estas, se hacen leyendas. Todavía podemos encontrar el
tanque de Yarrick. Nos espera, no muy lejos de aquí. Y un día, todo el
Imperio conocerá nuestra historia.
Nadie sabría de ellos pensó Bergen. Debido a que ninguno de nosotros
saldría con vida de esta misión para contarla.
Deviers los despidió, y después de un saludo que carecía de sinceridad
alguna, Bergen regresó a su chimera. Los hombres de su división aún
estaban, luchando por sus vidas, luchando para mantener la brecha en el
muro orko para que la infantería pudiera fluir a través de la brecha,
ayudando a asegurar más y más terreno en el otro lado.
Si él y los demás comandantes de división sólo pudieran cruzar por la
brecha, a todos antes de que los orkos del sur llegaran, entonces tal vez,
sólo tal vez, podrían tener tiempo para irse hacía el este. Con suerte,
podrían permanecer por delante de los orcos por un tiempo. Incluso podrían
llegar a las supuesta coordenadas del tanque de Yarrick.
Bergen esperaba que hubiera sobrevivido tanto tiempo. Esperaba que el
tanque estuviera allí, a pesar de sus dudas. Quería saber que moriría en algo
más importante, que la sed de gloria de un viejo.
En la parte posterior del Orgullo de Caedus, se conectó a su
comunicador y abrió un enlace con el Coronel Vinnemann.
—Vinnemann soy Bergen.
No hubo respuesta. Bergen sintió como si el mundo se le cayera encima.
—Me recibes Vinnemann, soy Bergen. Responde, por favor.
Nada más que estática.
—Maldita sea, Vinnemann, responde. Es una orden, ¿me oyes?
Las palabras resonaban una y otra vez en su mente, como un mantra: no
puede ser verdad, no puede ser verdad, Tal vez tenga el comunicador
averiado.
Cambió de canal, ponerse en contacto con el coronel Marrenburg, que
estaba supervisando las compañías de artillería no muy lejos de la tienda de
mando avanzada de Deviers.
—¿Marrenburg, puede obtener una visual del Ángel del Apocalipsis? No
puedo comunicarme con Vinnemann.
Marrenburg sonaba como un hombre diferente cuando respondió, y
Bergen se dio cuenta de que sus temores eran bien fundados.
—Fueron los bombarderos orkos, señor —dijo el coronel—. Los hydras
consiguieron abatir la mayoría de ellos, pero el tanque de Vinnemann
recibió demasiados impactos directos. No queda mucho del Ángel del
Apocalipsis, señor. El Trono dorado ha reclamado todas las almas de la
tripulación.
La boca de Bergen se secó. De quedó sin habla. Pensó en Vinnemann,
del encorvada hombre que había sufrido tanto dolor, luchando sólo para
seguir luchando. Pocos hombres había conocido Bergen que podría decirse
que encarnaban el espíritu de Cadia de honor y la resistencia tan bien. Sus
ojos comenzaron a soltar lagrimas. Echaría de menos a Kochatkis
Vinnemann. El coronel era implacable y había ido más allá de la llamada
del deber hacía mucho tiempo. Tal vez ahora, su alma se reuniría con la de
esposa. Se lo había ganado.
El Segundo al mando del 81 º regimiento acorazado tendría que tomar el
relevo. Eses seria el capitán Immrich.
Bergen promovería a Immrich más tarde… si aún estaba vivo.
VEINTIUNO

El Capitán Immrich estaba vivo, y era un trabajo muy difícil permanecer de


esa manera. Además de permanecer vivo, tenía que ganar terreno, mientras
dirigía los tanques del 81.º Regimiento Blindado contra las hordas de orkos
que pululaban hacía ellos desde casi cualquier dirección.
Bajo el mando de Immrich, los soldados Imperiales seguían empujando
más allá de la muralla, y el espacio que habían crearon detrás de ellos se
llenaba, cada vez con un mayor número de chimeras, transportes pesados,
los camiones del modelo 36 llenos de soldados, y de sentinels que
añadieron la potencia de fuego de sus cañones automáticos, matando a
cientos de sucios pieles verdes.
El suelo era una alfombra de grandes cuerpos verdes. Cadáveres Orkos
cubrían cada centímetro de arena y roca. Los tanques de Cadia los
destrozaban, mientras cargaban hacía adelante. Era imposible avanzar sin
aplastar cadáveres, no había forma de evitarlos. Los cuerpos estaban por
todas partes. Sólo las máscaras con filtro usadas por el Cadianos les
protegían del olor de los cadáveres. Sin las máscaras, habría sido imposible
respirar sin vomitar.
Incluso con todos sus escotillas cerradas a cal y canto, la nariz de Wulfe
se arrugaba con disgusto, por el olor de tanta muerte, que impregnaba la
torreta, compitiendo con el poderoso olor combinado de aceite, sudor y
propelente.
El Último Ritos II había noqueado a tres destartalados tanques orkos, y
Judías estaba moviendo la torreta hacía el cuarto que se acercaba desde la
parte frontal izquierda, cuando Wulfe oyó a Immrich por el comunicador.
Sonaba diferente, desanimado, como si algo malo hubiera pasado.
—A todas las unidades, escuchen. Soy el capitán Immrich. Las nuevas
ordenes del General Deviers. Son que todos los tanques deben centrarse en
abrir un pasillo hacía el este. El resto del grupo de ejércitos entrara por
detrás de nosotros. Cuando el corredor este asegurado, y a mi orden. Todos
los tanques retrocederán y cubrirán la retaguardia de la columna.
Abrir un pasillo hacía el este pensó Wulfe. ¿Por qué demonios no
consolidamos nuestra posición aquí en primer lugar? Los orkos se
reagruparan detrás de nosotros. ¿Y cortaran la ruta de vuelta hacía
Balkaria?
—Y hay más —dijo Immrich—. He sido ascendido al mando temporal
del regimiento. El Coronel Vinnemann… coronel Vinnemann ha sido
reclamado por el Emperador.
Wulfe se echo hacía atrás en su asiento. No podía ser cierto.
Simplemente no podía ser. Vinnemann era el regimiento. Era todo lo que
conocía, era tan permanente como las estrellas. ¿Cómo sobreviviría el
regimiento sin su guía, el símbolo viviente del honor y del deber? Sintió
que la noticia lo golpeó como algo físico.
El repentino rugido del arma principal del tanque, lo devolvió de nuevo
a la realidad. La torreta se sacudió. Y el olor del propelente quemado se
introdujo en la nariz. Revisó las ranuras de visión y vio los restos metálicos
incendiados al frente. El arma principal todavía les estaba apuntando
directamente.
Judías gritó con satisfacción.
—¿Cuántos puntos obtengo por un camión lleno de hijos de puta?
—Metzger —dijo Wulfe, haciendo caso omiso de la celebración del
artillero—, nos moveremos hacía adelantes, tenemos que abrir un corredor
hacía el este, para que los otros pueda pasar a través de él.
—Sí, señor —dijo Metzger, y el tanque empezó a moverse.
—Siegler, Judías, concentrad del fuego, hacía el frontal del tanque —
dijo Wulfe—. Concentraos en los vehículos. La infantería se encargara de
los orkos a de a pie.
Esperaba que fuera cierto. Hasta ahora, ningún condenado orko, se
había acercado a los tanques de Cadia. Ya que cada vehículo estaba
protegido por unidades de infantería. Pero los orcos seguían llegando, sin
embargo, parecían provenir de otras partes de la muralla, desesperado por
unirse a la batalla. A medida que los tanques de Imperiales redujeron el
numero de vehículos orkos, las armas ligeras de la infantería cobraron
protagonismo: rifles láser, lanzallamas, bólters pesados y similares. Wulfe
automáticamente abrió la escotilla de su torreta sin pensar, aún preocupado
por la noticia de la muerte de Vinnemann. ¿Cómo se lo habría tomado van
Droi? El teniente había idolatrado a su oficial superior.
El entumecimiento desapareció en el momento, que Wulfe asomó la
cabeza por encima del borde de la la escotilla. El aire se llenó con el ruido
de los disparos, por los gritos de batalla y los gritos de los moribundos. En
su visión periférica, Wulfe vio los bólters pesados de los tanques, situados a
sus lados, abatiendo a decenas de orkos con sus ráfagas. A lo lejos, pudo
ver que uno de los tanques a su derecha, era un exterminador. El tanque de
Lenck.
Wulfe agarro las asas de su bólter pesado, quito el seguro, y apretó el
gatillo. Los proyectiles comenzaron a salir por la boca del bólter pesado, y
el retroceso lo sacudió, una estremecimiento profundo que viajo a través de
su cuerpo. Era una sensación de satisfacción. Más gratificante fue cuando
vio un fila de enormes guerreros orkos con planchas de hierro, que
literalmente, fueron segados por sus proyectiles.
—Judías —dijo Wulfe por el intercomunicador— si no encuentras
ningún objetivo blindados, usa el cañón automático coaxial. Concentrate en
los grupos más grandes de orkos. Tenemos que mantenerlos aquí hasta que
los elementos de la retaguardia pasen.
—Estoy en eso —respondió Judías. Segundos después, el cañón
automático coaxial cobro vida. Y más orcos fueron abatidos.
—Dense prisa —gritó el general Deviers por el comunicador—. Quiero que
cada uno de ustedes a atraviese la brecha de una condenada vez. No miren
hacía atrás.
Los orkos que venían por el sur se acercaban rápidamente. Deviers
habían trasladado a los vehículos más vulnerables por delante: camiones de
combustible y agua, y todos los medios de transporte con suministros
críticos; y ordenó que en la retaguardia se quedaran los chimeras. Para que
protegieran la retaguardia, los chimeras tendrían que mantenerlos raya.
Estaba lejos de ser lo ideal, pero todo el armamento pesado esta en el frente,
sosteniendo el pasillo hacía el este.
No había tiempo para reorganizar sus fuerzas. Juntos, los orkos de
detrás de la pared y les destrozarían, como el acero brillante entre el yunque
y el martillo.
El chimera del general, se trasladó a la cabeza de la columna, moviendo
hacía la brecha que el Ángel del Apocalipsis había hecho. Junto a él, los
quimeras de sus comandantes de división y igualaron su velocidad.
Vamos a hacerlo, se dijo. Si los tecnosacerdotes tienen razón, la
Fortaleza de la Arrogancia no está a más de ochenta kilómetros al este de
aquí. Pero ¿cómo voy a ser capaz de lidiar con la presión de los orkos en
su retaguardia? ¿Cuándo los tecnosacerdotes enviaran su maldita baliza al
espacio y bajar el elevador?
Pensando en las tecnosacerdotes, hizo una llamada de verificación. Para
comprobar, si todavía estaban a su lado, y si tenían algún tipo de problema
el Tecnosacerdote Sennesdiar respondió a la llamada personal. Su voz
metálica era inquietantemente tranquila.
—No se preocupes, general. Todavía estamos con usted. Sin embargo,
debe asegurarse de que nuestros vehículos están debidamente protegidos. Si
algo llegara a sucederles, su misión terminaría prematuramente. Dado las
condiciones atmosféricas, sólo nuestro vehículos pueden guiar a la flota de
evacuación.
Las palabras del tecnosacerdote, casi sonaron como una amenaza para
Deviers, pero eso no significa que no fuera cierto.
—Tenemos una retaguardia sólida —respondió el general—. Los orkos
de nuestra espalda no podrán alcanzarnos, mis hombres morirán para
garantizar nuestra vía de escape. Los tanques han creado un pasillo seguro
hacía el este estos momentos. Si se le ocurre algo, en lo que no haya
pensado, no contenga la lengua.
En realidad, dudaba que el viejo sacerdote de Marte aún tuviera una
lengua. También dudaba que tuviera un alma. Si los malditos sacerdotes del
adeptus Mechanicus se hubieran mantenido fuera de todo esto. No tenia
ninguna duda de que intentarían reclamar parte, si no toda, la gloria de la
inminente recuperación. No iba a dejar que eso sucediera. Él haría… No, se
dijo a si mismo. No es el momento de pensar en eso.
—General Deviers a todos los comandantes de división —dijo por el
comunicador—. Informe de situación.
—Le oigo general —respondió Bergen—. Pasillo asegurado por el norte
y el sur, señor, pero no vamos a poder contenerlos mucho. Hemos tenido
grandes perdidas.
—Aquí Rennkamp. He dividido mi infantería para apoyar a los tanques
de Bergen a ambos lados del corredor. Estoy trabajando con Killian con las
unidades de vanguardia, algunas de las unidades de vanguardia ya están
fuera de la batalla.
—¿General Killian? —preguntó Deviers.
—¡Aquí, señor! Mis elementos avanzados informan de que hay
carretera en el otro extremo del pasillo. No parece que sea de construcción
orka. Pero el terreno se pone difícil unos pocos kilómetros más aya. Los
picos Ishawar no están muy lejos, señor. Si seguimos hacía el este, pronto
nos moveremos entre las colinas.
—Ahí es exactamente donde queremos ir, general de división —dijo
Deviers—. Ahí es donde no espera La Fortaleza de la Arrogancia.
De tomó unos minutos, para comprobar los otros canales, y las
conversaciones eran constante, y parecía que el pasillo se sostenía, pero
parecía que la retaguardia, ya estaba combatiendo contra los orkos que
venían del sur. Sus vehículos ligeros no era una amenaza seria, pero ya
había visto todo esto antes. Los orcos utilizan sus camiones rápidos,
motocicletas, y buggies, para frenar la presa mientras se acercaban los
elementos más pesado para acabar la masacre. Pero eso no ocurriría hoy. El
18.º Grupo de ejército no podía permitirse el lujo de dar vuelta y pelear.
Deviers estaba empujando todo lo que quedaba de sus expedición en
una carrera desesperada, ¿pero qué diablos iban a hacer cuando llegaran
allí? se preguntó Bergen. Los orcos seguían viniendo por los lados y por
detrás de ellos Immrich parecía contenerlos, por lo menos. Bergen se había
preocupado de que la noticia de la muerte de Vinnemann, lo hubiera
afectado, pero la batalla tenía una forma de mantener las prioridades de un
hombre en orden. No había tiempo para la tristeza, eso se reservaba para
después de la batalla. En este momento, la lucha por la supervivencia los
mantenía juntos.
Bergen, se instaló en la torreta del chimera para echar un vistazo a
través de las ranuras de visión. El sonido de la batalla era ensordecedor. A
su alrededor, vio máquinas imperiales disparando con todo lo que tenían.
Orkos muertos yaciendo muertos en gran cantidad por todas partes, pero
cada segundo, cientos más trepaban sobre las montañas de cadáveres para
cargar contra las líneas imperiales. Impactos de proyectiles de armas ligeras
impactaban y rebotaban con el casco del chimera. Pudo ver que los orkos
usaban armas más preocupantes, parecía que habían desarrollado algo
parecido a los rifles de plasma. ¿Podría ser que estaban aprendiendo de sus
batallas con el Guardia imperial?
—Mantenga su velocidad y muévase por el pasillo —le dijo a su
conductor—. No hay tiempo para unirse a la lucha. Cuanto antes estemos
fuera del combate y corriendo hacía las colinas, antes podremos girar los
vehículos blindados, y proteger la retaguardia.
Espero que Deviers se de cuenta que seria una sangrienta persecución
desde el principio pensó Bergen. Sabía que Rennkamp y Killian estaban
pensando lo mismo. Los tres hombres parecían tener una comprensión
silenciosa. Deviers estaba fuera de control. Su ambición se había convertido
en una obsesión, y la obsesión le estaba llevando a la locura. Y su locura a
donde los había llevado, a estar rodeados de orkos por tres lados, y con las
líneas de suministros cortadas, sin ningún lugar seguro donde retirarse. Era
un milagro que el maldito Exolon hubiera sobrevivido tanto tiempo.
Vio a los tanques de Vinnemann, no, los tanques de Immrich, se corrigió
a si mismo, disparando por todo lo que tenían disponible, grandes lenguas
de fuego y lluvias de proyectiles salían de sus armas. No, pensó, no tenía
nada que ver con los milagros. Son ellos. Es su determinación, su negativa
a acostarse y morir.
El espíritu de Vinnemann vivía en ellos.
Eran Cadianos, y estaba orgulloso de todos ellos.
—Immrich a todos los tanques —dijo el capitán—. Las ordenes son
claras. Nos iremos retirando escalonadamente, a medida que la infantería
que protege a los tanques se vayan retirando. Nos dirigiremos hacía este,
pero mantenemos las torretas, apuntando hacía la parte posterior. Habrá más
máquinas orkos persiguiéndonos a través de la brecha, una vez que nos
movamos. Mantenga la velocidad en todo momento. Si nos persiguen hasta
el final. Hagámosle la persecución tan desagradable como sea posible para
esos hijos de puta.
Wulfe escuchó atentamente y luego transmite la información a Metzger.
Y el Último Ritos II comenzó a rodar de nuevo, colocándose en formación
con los otros sin dejar de disparar mientras se retiraba.
La infantería orka se precipitó en el espacio creado por las máquinas
imperiales al retirarse, Persiguiendo a los tanques inútilmente.
Wulfe observo la marea de cuerpos verdes hacerse cada vez más
pequeño. Aún podía ver la brecha, pero el humo creado por los numerosos
incendios no le permitía ver con claridad, pero en un segundo de claridad
pudo ver las primeras filas de vehículos orkos atravesando la brecha en su
persecución.
Sólo podían entrar de tres en fondo. Eso aminorando su velocidad, y
obstaculizados por la infantería orka, pensó Wulfe. Si los altos mandos no
hubieran tiendo tanta prisa en retirarse, podríamos haber utilizado el cuello
de botella de masacrarlos. ¿Qué diablos era la forma de pensar del alto
mando? Si no aprovechamos la oportunidad para destruirlos, tendríamos
que hacerlo en otro momento, sin una clara ventaja.
Metzger estaba moviendo el Último Ritos II a toda velocidad. No había
ninguna disciplina en la retirada. Era una desesperada huida. Era innegable
que el miedo y el pánico, se había apoderado de la retaguardia. Wulfe
esperaba que alguien supiera lo que estaban haciendo, porque en este
momento, no podía ver a un buen final a todo esto.
Cuando la muralla orka desapareció detrás de la columna Imperial por
la nubes de polvo, humo y bruma, Wulfe volvió su atención al frente y vio
la cordillera Ishawar elevarse por encima de él.
La cordillera dominaba el paisaje, que se eleva como dioses oscuros,
ceñudos. Las colinas estaban mucho más cerca. La tierra ya estaba saliendo
a su encuentro.
Vamos a subir pensó Wulfe.
Mirando hacía atrás el camino por donde había venido, el sol ya se
estaba poniendo apenas era visible, apenas se asomaba de vez en cuando,
por las grietas de espesas nube. La noche vendría pronto. Esto les ayudaría.
Los Orkos no cubría mucho terreno por la noches. Recordó el Kasrkin que
había conocido, mientras recolectaba dientes de orko, el 98.º de Stromm,
cuando le explicó su creencia de que los orcos eran muy supersticioso.
Wulfe preguntó si los orkos eran supersticiosos sobre la oscuridad. La
humanidad siempre había tenido un miedo especial a la noche. Era una cosa
primordial. Incluso ahora, Solo el trono sabía cuantos millones de años que
la humanidad tenia dominio sobre el fuego, que todavía estaba
profundamente arraigado. La oscuridad era de temer. ¿Los orcos sentían
algo similar?
Wulfe se dejó caer en el asiento de la torreta, se estiró y cerró la
escotilla de la cúpula.
Sentado en su sillón de mando, de nuevo después de la batalla, permitió
que el agotamiento se apoderase de él. Le dolían todos los músculos.
Luchando contra una rigidez creciente, levantó un recipiente del suelo y
tomó un sorbo de agua tibia. Siegler y Judías le estaban mirando
expectantes. Judías, en particular, parecían dispuestos para que su sargento
les dijera algo.
Wulfe asintió, pero no pudo sonreír. El Coronel Vinnemann se había
ido. Las cosas parecían muy diferentes.
—¡Buen trabajo! —dijo por el intercomunicador a su tripulación.
—Gracias, sargento —respondió Judías.
Pero Wulfe sintió que estaba esperando más, pero era natural, dado que
sólo había sobrevivido a su primer combate en primera línea. De hecho, se
había distinguido. Wulfe no estaba de humor, para dedicarle halagos ahora.
—Judías —dijo— usted y Siegler necesitan descansar un poco.
Metzger, tan pronto tengamos una oportunidad de parar, ocupare tu lugar,
pero eso podría tardar un tiempo. ¿Puedes seguir?
—Tengo un frasco de cafeína que me mantendrá despierto —dijo
Metzger—. Descanse un poco, sargento. Que también lo necesita.
Wulfe decidió que les informaría sobre la muerte de Vinnemann más
tarde, y evitarles el dolor de de su muerte por ahora.
Cerró los ojos y apoyó la espalda contra la pared interior. El estruendo
del tanque le sacudió hasta los dientes, pero, después de tantos años de
dormir en movimiento, ya estaba acostumbrado. En realidad parecía
ayudarlo a dormir en estos días.
—Despertadme si pasa algo malo.
Abrió un párpado, y comprobó si Siegler y Judías estaban siguiendo su
ejemplo. Siegler estaba durmiendo, pero Judías seguía mirándole.
—Quise decir lo que dije, Judías —dijo Wulfe—. Cierra los ojos
mientras puedas. Pronto habrá más combates. Y si piensas que este a sido
malo…
Nunca terminó la frase. Una cálida oscuridad le abrazó, y los
pensamientos de la batalla desaparecieron de su mente. Soñaba con un cielo
azul y las verdes orillas de un lago brillante. Había montañas en el
horizonte, cada una con la cima cubierta de nieve, y colinas llenas de hierba
al pie de las montañas, vio una gran estructura de mármol blanco, una
fortaleza que brillaba.
A los ojos de Wulfe, parecía cerca, a sólo un par de horas a pie, pero, al
mismo tiempo, pero con el crédito inexplicable que sólo puede existir en los
sueños, Wulfe sabía que la fortaleza estaba, muy pero que muy lejos de lo
que parecía.
VEINTIDÓS

—Entonces, ¿dónde diablos esta? —gritaba enfurecido el general Deviers.


Un amanecer rojo encontró al general y sus asediadas fuerzas en un
valle rocoso seco entre las estribaciones de las montañas de Ishawar. El
lugar donde supuestamente debería estar La Fortaleza de la Arrogancia, al
menos, por lo que el Adeptus Mechanicus le había dicho al Munitorum. El
general Deviers había puesto todas sus esperanzas en ello.
Pero no había ni rastro del tanque de Yarrick. De hecho, no había
ninguna señal de que alguna vez había estado en ese valle.
El valle era de dos kilómetros de largo, curvándose hacía el norte-este,
donde el suelo de forma gradual se elevaba, siguiendo las laderas de las
montañas. Las colinas que les rodeaban eran de arena suelta y naranja, y
rocas de naranja más oscuro, pero gran parte de la tierra estaba cubierta por
oxidación de metales, ya que fue es esta zona donde la gran batalla se había
librado. Las fuerzas de Yarrick habían atravesado estas colinas, perseguidos
por las Hordas de Ghazghkull Thraka desde el norte. Fue aquí donde las
tropas imperiales fueron derrotadas, rodeados por sus perseguidores y una
fuerza orka secundaria bien equipada que llego por el sureste en un
movimiento de pinza. Thraka sorprendió a Yarrick y causó estragos en su
ejército, alineando a algunas de las mayores monstruosidades disponibles
para cualquier comandante orko. Las enormes maquinas orkas, que podían
competir con los enormes y poderosos titanes del Adeptus Mechanicus.
Para una correcta identificación de objetivos, el Oficio Strategos
etiquetaba a estas creaciones imponentes como Gargantes. Diseños
similares de una clase más ligeros había recibido el nombre en clave de
pisoteadores. Se parecían mucho a los primeros, pero la diferencia era el
tamaño. Había informes de Gargantes tan altos como las mayores máquinas
del Titanicus Legio. Eran tan altos como los orkos pudieran hacerlos:
efigies enormes de sus salvajes dioses, vestidos para la guerra con las más
gruesas y enormes planchas blindadas que los orkos pudieran encontrar.
Nubes de gases tóxicos y vapor ventilados eran expulsados en cada paso
estremecedor, y estaban generalmente armados con más armas de lo que era
práctico.
Muy a menudo, sus brazos estaban formados por cañones de distintos
calibres, todos agrupados en baterías, para que pudieran concentrar
andanadas de proyectiles devastadores en un solo objetivo. Encima de cada
gigantesco chasis estaba asentada la cabina de control, con en la forma de
una cabeza de metal monstruoso. Los orcos las diseñaban, para que
parecieran una cabeza orka, tenían los ojos rojos, aunque estaban
compuestos por brillantes sensores, y con unas enormes mandíbulas de
metal, que se abrían y cerraban, que proporcionando un parapeto para los
artilleros locos, que disparaban sus cañones desde allí. Cada hombro era
una plataforma de disparo, desde piezas de artillería, morteros, enormes
akribilladores fijos. Además de todo lo que los arsenal orkos, pudieran
suministrarles con gran entusiasmo, para la guerra a estas abominaciones de
gran tamaño.
Los restos de uno de estos Gargantes que contemplaba el general
Deviers, le indicaba que estaba en el lugar correcto.
El Gargante era un chasis esquelético. Con el paso de los años desde
que Yarrick había conseguido abatirlo, cuadrillas de orkos habían quitado
todo lo que podían usar para construir más maquinas. Desmontaron las
armas, cogieron las placas de blindaje. Todo lo que quedaba ante Deviers y
sus fuerzas era un marco oxidado que apenas dejó entrever el terror de la
máquina original.
Otras máquinas más pequeñas yacían a su alrededor, también medio
enterrado en la arena, también saqueados. Eran principalmente, lo que
conocían como pisoteadores, pero lo suficientemente mortales. Había
indicios de que los Titanes Imperiales habían luchado aquí, también. Los
restos de sus armas poderosas yacían oxidándose en las laderas. El valle
había visto una gran batalla, tan grande, de hecho, solo unos pocos guardias
imperiales y maquinas de guerra, habían huido de la batalla intactos.
Fue aquí donde Yarrick había perdido su Baneblade y su libertad. Fue
aquí donde el Señor de la Guerra Ghazghkull Thraka hizo prisionera a
Yarrick, aunque lo dejó en libertad poco después, pensando que iba a tener
un digno oponente para su segunda guerra en Armagedón.
—Alguien me responde —exigió Deviers a sus generales. Estaban a
mitad de camino de la ladera izquierda, explorando el valle
desesperadamente, y el aire de pánico que emanaba era palpable. Bergen
estaba cerca, sacudiendo la cabeza.
Yo lo sabía pensaba Bergen. Sin regodearse. Su sentimiento era de
resignación. Aquí estaba la prueba, que sus dudas habían sido justificadas
desde el principio. No había ninguna necesidad de sentirse culpable por
albergar tal escepticismo. Tenía razón, aunque realmente en estos
momentos quería estar equivocado. La pregunta actual es la siguiente: ¿qué
va hacer el tecnosacerdote Sennesdiar ahora? El viejo tecnosacerdote
debería haber sabido desde el principio, que toda la expedición finalmente
llegaría a esto. Tendría que haber previsto que tendría que responder, si el
Baneblade no estaba en las coordenadas que había predicho.
El general Deviers también estaba pensando en el tecnosacerdotes.
—¡Malditos hombres de chatarra! Van a tener que darme una buena
explicación. Y no dejéis que los hombres dejan de buscar. Quiero que se me
informe al momento si alguien encuentra algo, aunque sea una tuerca.
Bergen se dirigía a la ladera opuesta. Hacía poco que había amanecido,
pero el aire ya estaba caliente. No había ninguna brisa, al menos todavía.
Mirando hacía el oeste, miró a lo largo de la fila de tanques y transportes
que estaban s esperando pacientemente a sus órdenes. Las tripulaciones de
los tanques estaban fuera, estirando sus piernas después de una carrera larga
y dura contra los orcos. Los Centinelas se incrementaron en los puntos más
altos, mirando hacía los barrancos de abajo. Los pieles verdes no podían
estar muy lejos. Las horas de oscuridad podrían haber echo que redujeran la
persecución, pero Bergen sabían que era un alivio temporal. Los orcos
querían luchar.
¿Qué haría Deviers? se preguntó Bergen ¿Ordenaría a lo que quedaba
de su ejercito que se enfrentara a los orkos?
—Me ha mandado llamar a su presencia, general —dijo una voz
mecánica de la derecha de Bergen.
Bergen al girar su cabeza, pudo ver al tecnosacerdote y a sus dos
tecnoadeptos, con sus túnicas rojas ondeando a su alrededor a medida que
avanzaban.
—¿Sus hombres han encontrado La Fortaleza de la Arrogancia? —
preguntó el tecnosacerdote—. Lanzaré la baliza orbital tan pronto como lo
haya verificado.
—No la han encontrado —gritó Deviers enfurecido. Venas púrpuras
sobresalían en de su frente y por el lado de su cuello. Sus ojos estaban muy
abiertos, y Bergen vieron por primera vez que sus pupilas blancas se habían
vuelto de color rosa, como a todos los presentes.
Así que, pensó Bergen, el anciano también sufre por la exposición al
polvo.
—Respóndame —exigió Deviers—. ¿Estamos en el lugar correcto? ¿Es
este el valle de sus informes? ¿Estas son las coordenadas que me dieron?
—Este es el lugar, en general. Toda nuestros informes indicaban que La
Fortaleza de la Arrogancia estaba aquí.
Deviers estaba a punto de explotó.
—Es evidente que no esta aquí —dijo el tecnosacerdote con perfecto
dominio de sí mismo—. Si no es aquí, debe de haber sido movida. No se
preocupe. Nosotros, los del Adeptus Mechanicus veníamos preparado para
tal contingencia. Tenemos el conocimiento y el equipo que nos permitirá
hacer un seguimiento del movimiento de la máquina. La Fortaleza de la
Arrogancia estaba poseído por un espíritu-máquina poderoso. A través de
nuestras artes antiguas, es posible que todavía pueda estar en comunión con
ese espíritu y saber donde está actualmente ubicada.
Deviers parecían lejos de aplacarse por esto, pero su desesperación
parecía aplacarse un poco.
Bergen, en cambio, no sabía qué pensar. Con toda una vida, como
tanquista, había llegado a creer en los espíritus-máquina, que habitaban en
cada uno de los tanques que había comandado personalmente. Había visto
lo bien que funcionaban cuando uno observa los ritos apropiados. Había
sido testigo de primera mano la peculiar tecno-magia de los sacerdotes
marcianos en acción. Había tantas cosas que nunca entender sobre todo.
¿Estaba diciendo la verdad, Sennesdiar? ¿Podría realmente estar en
comunión con el espíritu de la venerada máquina?
El TecnoMago Sennesdiar soltó un chillido penetrante y mecánico, y
sus adeptos inmediatamente se volvieron y se dirigieron de nuevo a su
chimera donde estaba estacionada, en la ladera sur.
—Mis subordinados y yo tenemos que realizar un ritual, general —le
dijo Sennesdiar a Deviers—. Vamos a invocar al espíritu-máquina y esperar
su respuesta. Tengan fe. No soy un humilde ingeniero. No habría optado por
unirme a esta misión en persona, si hubiera albergado dudas sobre su éxito.
Solo los pacientes obtienen su premio.
La mandíbula de Deviers se cerraron y no contestó. Bergen sospechaba
que el viejo estaba demasiado enojado para decir algo. Sennesdiar no las
esperaba de todos modos. Con un crujido de sus vestiduras, se giro y se
dirigió de nuevo a su chimera, dejando Deviers y a su plana mayor en mitad
de la ladera, mirando hacía arriba, viendo que se marchaba.
—Malditos tecnosacerdotes —siseó Killian. Miró a Bergen, y le llamó
la atención, y dijo—: Lo siento, Gerard. Sé que los tanquistas aprecian a los
sacerdotes del dios maquina.
Bergen negó con la cabeza.
—En realidad no, mi amigo. Sólo nos dejan saber lo que quieren que
sepamos. Y no me engaño a mí mismo por eso.
—¿Crees que realmente pueden llevar a cabo algún tipo de ritual para
encontrar La Fortaleza de la Arrogancia? —preguntó Rennkamp—. Si no
pueden, hemos llegado hasta aquí, perdido tantos hombres, para
absolutamente nada.
Bergen se encogió de hombros.
—Supongo que pronto lo sabremos…
No llegó a terminar la frase. El microcomunicador se activo y los
informes comenzaron a llegar. Los demás también los oyó. Y vio la misma
expresión en sus rostros.
—¡El Trono nos esta maldiciendo! —escupió el General Deviers.
—¡Vuelvan con sus unidades! —le ordenó el general—. Los
tecnosacerdotes tendrán que realizar sus ritos condenadamente rápido.
Los altos oficiales se volvieron y se marcharon a sus vehículos en
ralentí. Los pilotos de los sentinels tenían informado sobre unidades orkas.
Los pieles verdes estaban a tan sólo dos horas de su posición.
VEINTITRÉS

—Debemos ser cuidadosos —dijo Sennesdiar a sus adeptos en la seguridad


de su chimera—. No podemos levantar aún más las sospechas de los
generales. Este ha sido un momento de gran peligro para nosotros, nuestra
misión dependerá de los resultados de obtengamos aquí. Tenemos que ser
convincentes. El general debe creer todo lo que necesitemos que sepa, pero
no más.
—Finalmente nos estamos acercando a Dar Laq —dijo Xephous—.
Estoy ansioso por verlo en persona.
—Seremos la envidia de todos los sacerdotes por el descubrimiento de
Ipharod —añadió Armadron.
—No te anticipes aun, Armadron —le dijo Sennesdiar—. No sabemos
si esta en el lugar indicado ni su estado. Preocúpense de los problemas del
presente. Todo depende de que podamos evadir los orkos y que Exolon nos
conduzca hacía las montañas. Los Cadianos no estarán dispuestos a
seguirnos tan fácilmente.
—¿Por que? —pregunto Armadron.
—Hay que convencerles primero de que nuestros ritos son genuinos.
Por lo menos, el general Deviers debe creer firmemente que su premio esta
todavía a nuestro alcance. Debe creer que hemos localizado el Fortaleza de
la Arrogancia por el espíritu-maquina.
—Un ritual —dijo Xephous—. Esperaba que el Baneblade estuviera
aquí. Que le hace pensar que un ritual hará que confíen en nosotros.
—El general esta desesperado —dijo Sennesdiar—. Si le ofrecemos la
última esperanza posible de salvar a su misión, enojado o no, va a aferrarse
a cualquier cosa que le ofrezcamos, por muy delgada que sea. No estoy
preocupado por el general Deviers, me preocupan más sus comandantes de
división. Armadron, has pasado la mayor parte de tu tiempo con el general
Bergen. ¿Puede ser algún problema?
Armadron solo emitió un solo tono que significaba la falta de certeza
absoluta.
—Gerard Bergen ya no confianza en su general. Siento que desea
librarse del hombre, pero el honor y la disciplina de la Guardia Imperial,
impedirán que haga algo al respecto. Creo que obedecerá la cadena de
mando apropiada, a pesar de sus dudas.
—Xephous —dijo Sennesdiar—. Has observado mayores generales
Rennkamp y Killian. Infórmanos.
—No creo que sean un peligro. No parecen el tipo de hombres que
escalan posiciones, por medios ilícitos. El código de honor militar de Cadia
está muy arraigado. Se adhieren estrictamente a los protocolos de la misión.
—Perfecto —dijo Sennesdiar—. Es una ventaja para nosotros. Deviers
nos seguirán por desesperación. Y los otros seguirán a Deviers por deber.
Eso será suficiente para llegar a Dar Laq. Una vez que entramos en los
túneles, sin embargo, habrá preguntas, preguntas que no deseamos
responder.
—¿Qué les responderemos? —dijo Armadron—. No se tragaran nuestro
engaño. Incluso si no reducimos la velocidad. No podremos enseñarles La
Fortaleza de la Arrogancia para aplacar sus dudas.
—Todos hemos leído la transmisión del adepto —dijo Sennesdiar—.
Soy muy consciente de su contenido.
—Ya pensaremos —dijo Armadron se inclinó.
—No necesito excusas. Necesito que reúnas a todos los ingenieros. Voy
a llevar a cabo la ceremonia. Será convincente. La Guardia no tendrá ni idea
de que será un simple rito de bendición. Pero verán lo que quieren ver. Nos
verán en comunión con Omnissiah, y, cuando la farsa termine, les
guiaremos a nuestro objetivo. Ahora, dispersaos.

Wulfe bostezó. Estaba tumbado en la terraza trasera de su tanque, con la


gorra calada hasta por los ojos, pero el verdadero descanso parecía fuera de
su alcance. Tal vez era el polvo. Tal vez estaba enfermo y no se había dado
cuenta. Tenia un dolor en sus músculos que no se iba. Había intentado
dormirse un rato, pero todavía estaba allí, en el borde de su conciencia.
Judías y Siegler se preparaban sus raciones de comida, cocinándolas al
lado del tanque. No había nada, pero al menos no tenían que beber orina
purificada.
¿Viviría lo suficiente para volver a beber orina purificada? se preguntó
Wulfe. Era lo que parecía, ya que el 18.º Grupo de Ejército ya estaba
prácticamente derrotado. Levantó la gorra y miro a su alrededor, vio a las
dotaciones de tanques, que se tumbaban sobre la parte trasera de sus
tanques al igual que el ahora, pero habían sufrido significativas pérdidas.
10.ª Compañía de Van Droi se había reducido a tan sólo cinco tanques. El
tanque del teniente, Rompe-enemigos todavía estaba en el juego, aunque el
hombre mismo estaba conmocionado aun por la muerte del coronel. Viess y
su Corazón de Acero II. Viess era un comandante sólido. Van Droi había
hecho un buen movimiento, promoviéndolo a sargento en el viaje hacía el
Golgotha.
Holtz había sobrevivido con el viejo Smáshbones. Era un pequeño
milagro que hubiera sobrevivido cuando tantos otros no. Tal vez fuera la
suerte del principiante. En cualquier caso, Wulfe estaba condenadamente
alegre, de que van Droi no hubiera promovido Holtz simplemente para
morir en su primer combate como comandante.
Luego, por supuesto, no se alegraba por Lenck.
Wulfe no había pensado en el hijo de puta, durante toda la locura que
había sucedido desde que abandonaron la garganta roja. Se podía alcanzar
un estado de paz interior en medio de todo el caos.
Wulfe miró hacía el tanque de Lenck, pero la dotación no estaba fuera,
mejor así, porque no podía verlos. Tal vez, como Metzger, estaban todos
durmiendo.
Wulfe se incorporó y se dio la vuelta para ver a los tecnosacerdotes.
Estaban en el suelo del valle realización de algún tipo de ritual arcano que
no podía comprender. Se veía diferente a los ritos que había visto a
desempeñar en los tanques del regimiento, pero no mucho. Todos los
tecnosacerdotes y ingenieros que se habían unido a la expedición estaba
allí, todos vestidos con los trajes rojos de su culto, las cabezas inclinadas en
la oración. Se movían en un círculo, en el sentido de las agujas del reloj,
cantando y emitiendo ruidos mecánicos extraños que una garganta humana
no podría haber hecho.
Algunos de ellos llevaban incensarios que se balanceaban atrás y hacía
delante. Lanzando al aire humo azul, que flotaba por encima de ellos,
suavemente en cámara lenta. No había brisa. El aire era espeso y caliente.
Levantó la vista. Los picos rojos más altos de la cordillera Ishawar se
elevaban por el este, con sus cimas traspasando a las nubes como colmillos.
¿Por qué todo tenia que recordarle a los orcos? Ya se enfrentarían de
nuevo a ellos muy pronto.
Van Droi ya les había advertido hacía tan sólo veinte minutos para
decírselo. Los orkos se estaban acercando, todavía les perseguían desde el
oeste. Los sentinels habían utilizado los auspex de largo alcance para
detectarlos. En poco más de noventa minutos, los orkos estarían aquí, y los
combates comenzarían otra vez. ¿Deviers les ordenaría iniciar otra retirada?
¿O se quedarían a luchar?
Wulfe hubiera preferido luchar. Cada vez era más claro, que nadie
saldría con vida de este planeta. Los oficiales aún hablaban de encontrar el
perdido tanque de Yarrick, y ponían mucha fe en la capacidad de las
tecnosacerdotes para señalarles su ubicación. Un levantador vendría por
ellos cuando fuera el momento adecuado. Al menos, eso era lo que Wulfe
entendía. Sólo que no creía que fuera a ser tan fácil.
La idea de morir aquí no le molestaba. Se había pasado toda su vida
sabiendo que moriría al servicio del emperador. ¿Cualquier lugar era bueno,
para morir por el emperador?
—Si —se dijo a si mismo—, pero Armageddon hubiera sido preferible.
—Al menos, en sus últimos momentos, habría luchado por proteger Terra
Santa, en lugar de recuperar una reliquia abandonada. Se dijo que morir en
cualquier batalla contra orcos era una buena muerte. Si él y su tripulación
morían hoy aquí, que así fuera. Cumpliría con su destino con la frente, bien
alta.
Volvió a centrar su atención a los tecnosacerdotes. Su ceremonia le
intrigaba. Era un firme creyente en los espíritus de las máquinas. No había
nada de extraño en eso, por supuesto. Todos los tanquistas lo creían así,
independientemente de su visión original sobre la materia. A lo largo de su
carrera, había visto a los miembros del Adeptus Mechanicus lograr cosas
que no podía explicar. Pero no daba crédito, como se imaginaba el alto
mando, de que con la ceremonia les llegaría algún tipo de respuesta sobre la
ubicación actual de La Fortaleza de la Arrogancia desaparecida, Pero
esperaba que tuvieran algún tipo de resultado con la ceremonia. Y si aún así
estaba a su alcance, al menos le gustaría verla antes de morir. Era un tanque
enorme, después de todo, casi único en la galaxia, puesto que su pérdida
hace treinta y ocho años que había sido lamentada por el Ministorum y por
los tecnosacerdotes, y estos dos organismos, casi nunca se ponían de
acuerdo en algo.
—La comida esta echa, sargento —le dijo Siegler desde el lado del
tanque—. ¿Despertamos a Metzger?
Wulfe se deslizó por la parte trasera del tanque y cayó de pie al lado de
Siegler y Judías.
—Que descanse un poco más —les dijo—. Ya comerá cuando se
despierte.
Los tres hombres se sentaron y disfrutaron de su pequeño refrigerio.
—Todavía no lo entiendo —dijo Judías—. ¿Piensan que pueden
averiguar dónde esta?
Wulfe asintió con la cabeza y habló con la boca llena de pan de harina
seco.
—Será mejor que sea pronto. Los orkos estarán con nosotros pronto. Ya
que el general Deviers, no dará la orden de movernos, hasta que la
ceremonia se termine. No va a dejar la búsqueda.
Siegler negó con la cabeza.
—La gente comienza a llamarlo loco.
Wulfe sonrió y aplaudió su amigo en el hombro.
—Sí, lo hacen.
Una explosión en el microcomunicador de oído hizo que la sonrisa de
repente desapareciera en el rostro de Wulfe.
Escupió de su boca llena de comida el pan duro al suelo.
—¿Qué pasa, sargento? —preguntó Siegler.
Cuando vio a Wulfe ponerse de pie de un salto.
—¡Entrad en el tanque! —les gritó—. Y despertar a Metzger.
A su alrededor, el aire se estremeció con el estruendo de los motores
que se encendían. Un chimera a sólo diez metros retumbaban con estrépito
a la vida, tosiendo humo de color negro azulado de sus tubos de escape.
Siegler y Judías se pusieron de pie.
—Era van Droi —dijo Wulfe, recogiendo los restos de su comida,
colocándolos en una lata.
—Los tecnosacerdotes dicen que obtuvieron su respuesta. Y el general a
dado ordenes de ponernos en ruta, sin perder tiempo.
—Pero, ¿hacía dónde, sargento? —preguntó Beans.
Wulfe ya estaba trepando por un lado del tanque.
—Hacía las montañas, soldado. Vamos hacía las montañas.
VEINTICUATRO

La ruta que el 18.º Grupo del ejército tomó desde el valle hasta las
montañas Ishawar pronto se convirtió en traicionera, especialmente para los
tanques, ya que la mayoría de las cuales pesaban más de sesenta toneladas,
pero no había tiempo para ser cuidadoso. Los orkos estaban a menos de una
hora detrás de ellos. Habían visto a los Cadianos en las colinas y se habían
convertido en una explosión de velocidad. Bergen no sabía cuánto tiempo
pasaría antes de que los orkos les alcanzaran, pero sabía que los vehículos
en la parte posterior de la columna no tardarían en enfrentarse a la amenaza
de bicicletas orkas y buggies, los vehículos ligeros de los pieles verdes eran
mucho más hábiles de manejar en terrenos difíciles como este. Las
empinadas pendientes y senderos estrechos que Exolon se vio obligada a
seguir fueron todo un reto, para los vehículos más pesados de los cadianos.
Por ahora, sin embargo, no había más remedio que seguir adelante con
toda la velocidad que pudieran moverse.
El general Deviers se había tomado muy en serio, al tecnosacerdote
Sennesdiar cuando le dijeron que el todopoderoso espíritu-maquina de La
Fortaleza de la Arrogancia había despertado de su reposo y había hablado
con ellos directamente a través de sus auspex más poderoso y sofisticados
escáneres. Los datos eran irrefutables, insistieron los tecnosacerdotes. La
Fortaleza de la Arrogancia estuvo en el valle desde hace muchos años, pero
que había sido trasladado en el pasado reciente.
Sonaba demasiado conveniente para Gerard Bergen. Estaba seguro de
que los tecnosacerdotes habían conocido desde el principio que el tanque
perdido de Yarrick ya no estaba en el valle. Sin embargo, Deviers todavía
estaba al cargo, y el viejo general estaba tan desesperado, que podía creerse
casi todo lo que le dijera. Si Deviers estaba loco o no, Bergen y los otros
líderes divisionales, no protestaron. Por el momento. ¿Pero llegaría el
momento que lo harían? Rennkamp y Killian ambos parecían sentirse
aislados del resto de las fuerzas imperiales con pocas esperanzas de volver,
no había más remedio que seguir el camino en el que estaban y ver a dónde
los llevaba al final.
Bergen estaba en la cúpula de la chimera, un hábito que había
desarrollado durante sus largos años como comandante del tanque. Recordó
aquellos tiempos con cariño, los tiempos de antes había sido señalado para
hacer cosas más grandes cosas. Pero Operación Tormenta acabaría en un
infierno. El Munitorum no tardaría en borrarla de los registros Imperiales,
una vez que estaba claro el espectacular fracasado.
Pero todavía no habían fracasado, le dijo una vocecita en el fondo de su
mente, pero otra voz más fuerte le decía que solo era cuestión de tiempo.
Bergen intentó ignorarlas y miró hacía el cielo.
El sol de Golgotha estaba cerca de su cenit, a juzgar por la mancha
brillante en las gruesas nubes rojas del cielo. A estas alturas, las nubes
parecían tan bajos que parecía que pudiera tocarlas con las manos, y con
este pensamiento comprobó automáticamente su máscara con filtro y las
gafas estuvieran firmemente en su lugar.
La fuerza de la expedición había ascendido a más de mil metros ya.
Trató de mirar hacía atrás por la ladera de la montaña a lo largo de la
ruta que habían seguido, pero todo lo que pudo ver fue ver las nubes de
polvo levantadas por los vehículos. La columna era significativamente más
corta de lo que había sido cuando habían salido de Balkaria. Todavía no se
había echo, un recuento para saber exactamente cuántos había muerto, en el
ataque a la muralla orka.
Sintió dos tirones en la pierna del pantalón y bajo la mirada hacía abajo,
hacía el compartimiento de pasajeros del chimera. Su ayudante indicó una
luz parpadeante en el comunicador.
—El Mayor General Killian quiere hablar con usted, señor —dijo su
ayudante.
Bergen le dijo a su ayudante que desviara la trasmisión de Killian, hacía
su microcomunicador.
—Bergen al habla —dijo—. Adelante.
—Gerard, esto soy Klotus. Acabo de tener una conversación con mi
capitán de exploradores. Creo que tendrías que escucharle.
—Adelante. Estoy escuchando.
—Se trata del camino que estamos siguiendo —dijo Killian—. No
somos los primeros en pasar por él.
—¿Así que los orkos trajeron La Fortaleza de la Arrogancia por este
camino? —preguntó Bergen con auténtica sorpresa, ya que no había
esperado que los tecnosacerdotes pudieran estar diciendo la verdad.
—Muy difícil de decir, las pistas son escasas. Pero los exploradores
dicen que hay señales de al menos un vehículo y un buen número de
soldados de a pie.
—Tiene que ser orcos. Según los registros, somos las primeras tropas
imperiales en pisar el planeta desde la última guerra.
—Puede ser. Pero no todo se escribe en los registros, ¿verdad? Y
depende de que registros estemos hablando. No hay forma de saber lo viejas
que son las rodadas pero treinta y ocho años de antigüedad, no lo creo.
Bergen permaneció en silencio por un momento. Tenía que ser orkos.
Simplemente tenía que ser, pero, si las rodadas eran Imperiales, significaba
que alguien había llegado hasta aquí en primer lugar. ¿Por qué Exolon no
había sido informado? Al fin al cabo, la suya fue la primera misión que
oficialmente intentaba la recuperación del tanque de Yarrick. Si las rodadas
que seguían pertenecían a una fuerza Imperial, ¿quién demonios era y que
hacían aquí?
—Infórmame en el momento en que sepas más.
—Por supuesto que lo haré —dijo Killian—. Esto no me gusta más que
a ti.
—Tú lo has dicho Rennkamp, ¿y el general Deviers?
—Aun, no le informado —dijo Killian.
Bergen pensó en eso.
—¿Por qué me has informado a mí primero, Klotus?
Killian vaciló, tal vez comprobando, que el canal estaba debidamente
encriptado.
—Porque Deviers ha ido perdiendo la cabeza desde hace meses. Los
dos nos conocemos. Y si no está bien, el mando de la misión va a recaer en
usted. Y entonces será nuestra ultima esperanza de supervivencia. Quiero
salir con vida de esta roca, Gerard. No estoy destinado a morir aquí y
tampoco lo están mis hombres.
—Gracias por la sinceridad, Klotus —dijo Bergen—. Todo saldrá bien.
—Eso espero —dijo Killian antes de despedirse.
La luz del comunicador se apagó.

El tecnosacerdote Sennesdiar estaba en su especial chimera acondicionado,


Xephous activo un interruptor y se volvió hacía su jefe y le dijo:
—Han encontrado los restos de La Fuerza de Ipharod.
—Era inevitable —respondió Sennesdiar—. No cambia nada. Estoy
mucho más preocupado por los orkos pudieron haber seguido la unidad de
Ipharod hacía Dar Laq. Si es así, es posible que no encontremos a Ipharod
después de todo.
Hubo un momento de silencio mientras cada uno de los sacerdotes de
Marte procesadas las ramificaciones de esto.
Fue Armadron quien finalmente rompió.
—El fragmento se puede perder, entonces. ¿Qué propone, magos?
—Nuestro planes deben cubrir todas las eventualidades —respondió
Sennesdiar—. Puede ser que Ipharod realizara gestiones para proteger el
fragmento. Si no, tendremos que emplear al 18.º Grupo del Ejército en su
recuperación. Jugarán su parte, tanto si los desean o no.
—¿Ya ha pensado que les dirá? —dijo Xephous.
—Debemos tener el fragmento. Aunque cuesta la vida de todos los
hombres de la fuerza de la expedición. Nada debe interponerse en nuestro
camino —respondió Sennesdiar.

Wulfe gruñó cuando otra ola de polvo se abatió sobre el y de su tanque. Si


no lo conociera mejor, habría dicho el Nuevo Campeón se revolvía por el
suelo deliberadamente para perjudicar su visión, pero todos los tanques
estaban sufriendo el mismo problema. El sendero era tan estrecho que la
vehículos Imperiales tuvieron que moverse en una larga cola. A medida que
el convoy se subió más y más alto en las montañas, el peligro aumentaba.
Metzger estaba guiando al Último Ritos II cuidado a lo largo de un
barranco de un centenar de metros de caída, y a una velocidad muy lenta
para el gusto de Wulfe. Todo el mundo sabía que los orkos no se quedarían
atrás, aunque no podían ser vistos, ocultos de la vista por el polvo.
Wulfe echó un vistazo a su derecha y, no por primera vez, sintió que
algo tiraba su estómago. El vasto abismo se abría entre el pico que subían y
el siguiente. Volvió los ojos al frente y sintió de nuevo y los músculos del
estómago se relajan.
¿Qué demonios estamos haciendo aquí?, se preguntó. Las grandes
alturas no eran los lugares perfectos para los pesados tanques.
Wulfe y el resto de los Gunheads estaban cerca de la parte trasera de la
columna, parte de un destacamento encargado de la defensa de los camiones
y transportes pesados, que llevaban la mayoría de los suministros. Los
orkos les estaban pisando los talones. Era la parte más arriesgada.
Detrás de Último Ritos II iba el viejo Destrozahuesos y algunos Leman
Russ conquistadores de la 12.ª División Mecanizada del mayor general
Rennkamp. Wulfe no conocía a sus dotaciones, pero no le importaba.
Cualquiera que fuera la división de la que vinieran, los Cadianos realmente
tenían que permanecer juntos, sólo eran unos pocos miles de hombres,
llenos de fuerza en unos pocas cientos de vehículos.
Por contraste, los exploradores que iban en la retaguardias, informaban
que los vehículos orkos que les perseguían eran miles. Volverse para
enfrentarse a ellos no era una opción. Los Cadianos sólo podía seguir
adelante, mientras que los tecnosacerdotes insistieron en que éste era el
camino.
Orkos o no, el camino de la montaña estaba demostrando ser un desafío
suficiente por sí solo.
Solo quedaba mirar hacía adelante, tratando de guiar a su conductor,
tanto como fuera posible a pesar del polvo.
Wulfe decidió contactar con el comunicador con el teniente van Droi.
Van Droi había estado demasiado tranquilo, desde la muerte del coronel
Vinnemann. No era natural en él.
—Espada de plomo al Comando de compañía —dijo—. Soy Wulfe,
señor. Por favor, responda.
—Van Droi al habla, Wulfe —respondió van Droi, con una voz seria—.
¿Qué puedo hacer por ti?
Wulfe se preguntó cómo decírselo sin ofenderlo.
—Sólo informarle de la situación, señor. Todo está tranquilo por aquí
atrás. No hay rastro de los orcos hasta ahora. ¿Supongo que es demasiado
esperar que suspendieran la persecución?
—¿Cuánto tiempo has sido soldado, Wulfe? —dijo van Droi—. Ya sabe
mejor que nadie la respuesta a su pregunta.
—Lo sé, señor —dijo Wulfe—. Lo sé. Sólo era una broma. Escuche…
sobre el coronel, señor…
—¿Qué le pasa, sargento?
El tono de voz del teniente le dijo a Wulfe que estaba pisando un terreno
peligroso.
—Le echaré de menos, señor. Eso es todo.
Van Droi se quedó en silencio durante unos diez segundos. Wulfe pensó
en que el teniente había desconectado el comunicador por un momento,
pero luego van Droi dijo:
—Sabes, Oskar, cuando los jóvenes tienen su primer combate, es como
si fueran niños otra vez de pronto. Se sienten confundidos y asustados. Y el
miedo se acumula en ellos a veces… Tal vez te sentiste de esa manera en
estos momentos.
—Estoy seguro de que sí, señor —dijo Wulfe—. Eso fue hace mucho
tiempo, pero estoy seguro de que si.
—Nunca olvidaré esa sensación —dijo van Droi con nostalgia—. Lo
odiaba más que nada. Me sentía como si fuera una carga para los que me
rodean. Tenía mucho que aprender y que no había tiempo para enseñarme.
Fue Vinnemann que me sacó de esa sensación. No era más que un capitán
en aquel entonces. Fue antes de su lesión. En esos momentos ya era un gran
líder.
—Era un buen hombre, señor —dijo Wulfe.
—Era un gran hombre —repitió van Droi. Una vez más hubo una larga
pausa—. No sé que nos espera aquí, Wulfe. Pero si tenemos alguna
posibilidad de hacer que se sienta orgulloso, yo digo que no hay nada que
no debamos hacer en su honor. ¿Entiendes?
Wulfe pensó en lo que le había dicho. Van Droi estaba buscando algo
para aferrarse, algo sólido, en el honor del regimiento y de su deber con el
coronel Vinnemann, estaba claro que había encontrado algo, a pesar del
desorden que imperaba en estos momentos, Wulfe esperaba poder sacar un
poco de fuerza a partir de eso mismo. Si funcionaba con van Droi, también
podría funcionar en él.
Era un soldado. Era un Cadiano.
—Por el coronel, señor —le dijo a van Droi— y por el regimiento. Si
salimos de este planeta, lo haremos a lo grande señor.
Van Droi sonó un poco más alegre cuando contestó.
—Esa es mi intención, Oskar. Por muchas bajas que los Gunheads
hayamos sufrido, vamos a salir de este plante, con honor y gloria, por el
Trono.
—Por supuesto, señor —dijo Wulfe—. Puede contar conmigo y mi
dotación.
—Sé que puedo, sargento. Van Droi fuera.
—El Mayor General Killian le gustaría hablar con usted otra vez, señor —
dijo el ayudante de Bergen por el intercomunicador.
Bergen, en su cúpula, una vez más, cambió de inmediato el canal de su
intercomunicador y dijo:
—¿Noticias, Klotus?
—Mi líder de los exploradores acaba de informarme. Este sendero nos
lleva hasta las nubes a sólo unos pocos cientos de metros alrededor de la
próxima curva y termina poco después. La visibilidad es pobre, y el ir por él
es extremadamente peligroso. Pero eso no es todo. Los exploradores… han
encontrado algo extraño. Pensé que debería saberlo.
—¿Extraño? ¿De qué estamos hablando exactamente?
—Tenían dificultades para describírmelo. Mira, Gerard, no estoy seguro
en que nos estamos metiendo aquí, pero sé que no me gusta y tampoco les
gusta a mis hombres. Según mis exploradores, eso que han encontrado, es
mejor que lo veamos por nosotros mismos.
VEINTICINCO

—¿Humanos? —preguntó el general Deviers.


—No me gustaría apostar en eso, señor —respondió Rennkamp—.
Supongo que podría ser. Es difícil de decirlo con toda la erosión. De todos
modos, es condenadamente extraño, si usted me lo pregunta. No se que
hacen estas ruinas aquí.
El general Deviers, sus comandantes de división, y varios miembros del
personal adjunto, estaban situados en el final del sendero de montaña,
rodeados por los ansiosos exploradores del 88.º Regimiento de Infantería
ligera, los hombres que Marrenburg había enviado por delante para liderar
la columna. A través de las enormes montaña.
Las ruinas eran antiguas, eso era cierto, y eso era algo, para que ninguno
de los Cadianos había estaba preparado.
Un gran espacio rectangular había sido excavado en la ladera de la
montaña, formando un amplio y profundo túnel que se podría haber
aparcado todo un levantador Naval en su interior. Los bordes parecían que
una vez pudieron haber sido angulares, por las herramientas o máquinas de
los operarios, que lo habían construido, pero en estos momentos no tenían
forma de cuadrado. Miles de años de duras condiciones meteorológicas lo
habían suavizado y redondeado, ya que también podían verse estatuas,
cortadas de la misma piedra, que se arrodilló por debajo del techo del túnel.
Las estatuas eran enormes y extrañas. Se veían inmensamente
poderosas, pero parecían tan distorsionadas. Sus enormes cabezas eran
absurdamente más grandes en comparación con sus torsos robustos. Cada
brazo y la pierna parecían igualmente exagerados, y la musculatura de sus
torsos era imposiblemente exagerada, y sus manos y pies, al igual que la
cabeza, parecían tan grandes como para hacer de las estatua caricaturas
grotescas. Eran una extraña visión en realidad, y no se parecían a ninguna
de las estatuas de humanos, a las que Bergen había visto.
Se preguntó como habrían sido en su apogeo. Como habían sido
talladas, si sus rostros estaban exquisitamente detalladas. Si hubieran sido
cubiertas con jeroglíficos o metales preciosos. Cuánto tiempo llevaban
arrodillados, luchando contra la gravedad para evitar que el lado de la
montaña les entera. Sin duda unos cuantos milenios. La superficie de cada
una de las estatuas, se había enfrentado a la erosión. En los próximos
milenios se desmoronaría por completo y el techo se derrumbaría,
enterrando todas las pruebas de que alguna vez hubieran existido.
Gracias al trono, pensó Bergen, que aun no se hubieran desmoronado el
túnel, o estarían frente a un callejón sin salida. A merced de los orkos.
La fuerza de la expedición aun no estaba atrapada. Había un camino a
seguir.
La boca del cavernoso túnel se abría entre dos estatuas enormes. Parecía
lo suficiente amplio como para que entraran cuatro o cinco tanques Leman
Russ. Esta antigua estructura era una puerta, una puerta en el vientre de la
montaña. Y las poderosas estatuas eran sus guardianes.
—Pseudohumanos diría yo, dijo Killian. —Tal vez algún tipo de
colonos humanos mutados. Quién sabe cuando fue construido. Puede ser
que se remontan a una época de la Herejía de Horus.
—Gruber, traeme a los tecnosacerdotes, ahora —le espetó Deviers—.
No tenemos tiempo para estar aquí discutiendo, pero que me aspen si vamos
a entrar por el túnel, sin saber por donde no metemos.
El ayudante del general hizo una llamada apresurada a los altos
sacerdotes de Marte, para que se reunieran con el general.
—Sí —pensó Bergen, vamos a ver lo que es lo que tienen que decirnos
los tecnosacerdotes sobre esto. Estoy seguro de que este es el lugar donde
nos han estado conduciendo todo el tiempo. Sea lo que sea, que el adeptus
Mechanicus quiere de este mundo, apuesto mis botas que está en ese túnel,
o al otro lado del túnel. Fuera lo que fuera, su respuesta, sabía que a los
hombres no les gustaría. A el mismo no le gustaba.
Esas estatua representaban a unos xenos. Desde el momento en que un
niño del Imperio comprendía el bajo Gótico, él o ella aprendían a odiar a
todas xenos y todo lo que representaban, y, desde el momento en que se
unían a la Guardia, ese odio era alimentado y nutrido, hasta que, para
muchos, se convertía en una obsesión.
—No dejes que los xenos vivan —pensó Bergen, recitando el Credo
Imperial. Pero este tipo de cosas introducen, su corrupción en las mentes de
los hombres y nos hacen débiles a la vista de nuestros enemigos. Más de un
hombre con mucha curiosidad había sido quemado en la hoguera por los
comisarios, y miembros de la Santa Inquisición, o incluso por las turbas de
civiles indignados. La Herejía tenia un precio muy alto.
Una voz monótona, como el metal raspado contra metal, sonó detrás de
Bergen. Se volvió para ver al tecnosacerdote Sennesdiar, con el rostro
ensombrecido bajo la capucha de la túnica roja. A su manera, era aún más
extraño que los gemelos de piedra grotescos. Los zarcillos de metal que le
brotaban de su espalda y sus monstruosas extremidades mecánicas, hacían
que los gigantes de piedra arrodillados parecieran mucho más humanos.
Estaba flanqueado, como siempre, por los Adeptos igualmente inquietantes
Xephous y Armadron.
—La fortuna nos favorece, general —dijo Sennesdiar.
Bergen observo que, a diferencia de los Cadianos a su alrededor, las
tecnosacerdotes no llevaban gafas y mascarillas con filtros. Parecía que no
las necesitaban.
—Qué frágiles debemos parecerles a veces —pensó para sí mismo—.
¿Nos tienen lástima, o nos ven con desprecio?
Los oficiales se habían vuelto para saludar al tecnosacerdote, y
Sennesdiar se detuvo frente a ellos. Observándolos con las lente oscura de
su ojo, sin pestañear, le hizo un gesto con los dedos largos de metal hacía la
antigua estructura, que tenían adelante.
—Dar Laq está abierto ante nosotros. ¿Por qué no avanzamos? Las
hordas orkas estarán sobre nosotros pronto.
—Dar Laq —preguntó Killian—. ¿Es así como lo acaba de llamar?
—Puedo suponer, Sennesdiar —dijo Deviers irritado—, ¿que este…
este lugar es conocido por usted?
—Es solo un nombre, general —respondió el tecnosacerdote—. Dar
Laq es un rumor sobre una construcción ubicada en esta región, a pesar de
que nunca fue localizada y catalogada mientras Golgotha nos pertenecía. En
este altitud, las nubes hacen que los auspex casi totalmente inútiles y como
se puede ver por sí mismo, es de difícil acceso. Hubo rumores de otros
asentamientos antiguos, también, por supuesto, pero, a pesar de que mis
venerados hermanos los buscaron, parecía que el tiempo los había
escondido muy bien. Es notable que esta puerta sigua en pie, y me
complace que nuestra expedición no haya llevado a su descubrimiento
accidental.
—¿Una puerta hacía que, exactamente? —preguntó Bergen.
El tecnosacerdote se volvió y le miró directamente a los ojos. Bergen
intentó leérselos, para buscar algún signo de engaño, un tic tal vez, algún
indicio de conspiración, pero el lenguaje corporal de los tecnosacerdotes era
imposible de leer. Bergen se sentía como si estuviera tratado de leer las
emociones de un bólter pesado.
—No sabemos el nombre de la especie racional que ocupó el Golgotha
antes que nosotros, general —respondió Sennesdiar—. No encontramos
restos de sus registros, ni escrituras. Eran cosa del pasado cuando la Gran
Cruzada llego a este planeta, y que fue de ellos, sigue siendo un misterio.
Nosotros, los del Adeptus Mechanicus no nos gustan suponer, ya que
carecemos de datos suficientes.
—Lo que significa que no puede realmente decirnos hacía conduce el
túnel, ¿no? —dijo Rennkamp, interrumpiendo al tecnosacerdote. Mientras
giraba la cabeza y se volvía hacía el general Deviers—. Podría ser un
callejón sin salida, señor.
—Le dije que era cosa del pasado, general —dijo Sennesdiar—, y lo he
dicho en serio. Dudo que encontremos ningún motivo de alarma en su
interior. Nuestra preocupación son pieles verdes, por otro lado, tal vez me lo
permite ofrecerle cierta tranquilidad. Por su naturaleza extremadamente
supersticiosa hay una muy alta probabilidad de que los orkos no nos
perseguirán. No hay ninguna señal de que hayan entrado por ese túnel. Si es
que alguna vez lo descubrieron, no los han desfigurado como lo hacen
normalmente. No hay glifos. Sin rastro, a menos que sus exploradores
hayan descubierto algunos. Reconozco que puede haber cierta resistencia,
por los soldados a entrar. Este es un lugar de xenos, pero lo máximo que
encontraremos es escombros y ruinas.
—Y una salida que nos sacará al otro lado de montaña —dijo Bergen.
—No voy a dirigir esta expedición hacía un callejón sin salida,
sacerdote —gruñó el general Devier—. Tenemos una misión crítica para
completar, por Terra. Dígame que este lugar tiene algo que ver con la
fortaleza de Arrogancia.
Sennesdiar volvió su cabeza encapuchada hacía Bergen y Deviers y
viceversa. La amenaza inherente en palabras del general parecía no
comprenderlas del todo.
—Podemos estar seguros de que hay una manera de salir —dijo el
tecnosacerdote— porque el espíritu-máquina de La Fortaleza de la
Arrogancia es nuestra guía. Incluso de no ser así, la salida debe existir, pues
sería ilógico no crear una. Los animales en sus más bajas formás, saben lo
peligroso que es construir una guarida con una única salida. Y no estamos
hablando de animales. Estamos hablando de una raza inteligente, con
tecnología que dominó Golgotha, durante muchos siglos. Las escasas
evidencias que hemos indexado nos dice mucho.
A continuación, los magos se volvió hacía Deviers y añadieron:
—Yo calculo una muy alta probabilidad, de que este túnel que nos
llevará con seguridad al otro extremo de la cordillera de Ishawar. Por el
bien de su gran misión, y para toda la vida de todos sus hombres. Usted vio,
cuando mis adeptos y yo en persona como contactamos con el espíritu-
máquina de La Fortaleza de la Arrogancia.
La columna había comenzado a moverse de nuevo.
—Ya era hora, pensó Wulfe. Los informes de los observadores en la
retaguardia informaban que las hordas orkas, habían estado acelerando
como locos en los últimos minutos. Eso nunca era una buenas señal.
Era bueno estar de nuevo en marcha, pero, desde su posición en la
retaguardia, era difícil saber exactamente lo que estaba pasando. Cuando
Wulfe estaba en lo alto de la cúpula, guiando a Metzger alrededor de otra
Curva en el camino, escuchó atentamente por el canal regimental, tratando
de entender que había pasado, para demorarse. Lo único que realmente
pudo sacar en claro era que los exploradores habían encontrado un camino
seguro, y que, inexplicablemente, a una buena parte de los soldados no
parecía gustarle mucho.
—Eso no tiene sentido —se dijo a sí mismo. Toda persona con dos
dedos de frente sabe que tenemos que mantenernos en movimiento, si
queremos estar por delante de los hijos de puta, que nos persigan y no podía
entender porque todo el mundo se había puesto nervioso de repente.
Al poco tiempo, se enteró de primera mano.
—Por el sangriento Trono de Oro —dijo con voz entrecortada cuando
Metzger siguió el tanque que tenia al frente entre dos columnas
extrañamente simétricas de piedra roja. Hasta que se dio cuenta de las
antiguas estatuas arrodilladas, que habían revelado en todo su esplendor—.
¿Nos vamos a meter en ese túnel?
Cuando sonó el comunicador.
—Comando de Compañía a todos los tanques. Mantenga su ritmo.
Estoy hablando con usted, Holtz. Mantenga su tanque en la fila. ¿Por qué se
ha detenido? Póngase en movimiento.
Wulfe oyó gruñir a Holtz.
—Lo siento, teniente. Sólo nos a pillado un poco por sorpresa. Quiero
decir, estas esculturas son xenos, ¿no es así? No me gusta eso, señor. No
deberíamos entrar ahí. El Trono los sabe, no deberíamos. Podríamos entrar
derechos en una trampa xenos, señor.
El canal escupió un duro estallido de estática en el oído de Wulfe
durante unos segundos antes de oír la respuesta de Van Droi.
—No es exactamente mi primera opción, cabo, pero no tenemos otra
opción. Si lo prefiere quédese aquí y enfréntese a los orkos en solitario. Por
supuesto, corre el riego de ser ejecutado por los comisarios por cobardía.
Holtz logró parecer enojado y castigado al mismo tiempo.
—No soy un cobarde maldita, señor. Por supuesto, voy a entrar yo
simplemente quería decir que no me gusta estas abominaciones, eso es todo.
La voz de Van Droi, por otro lado, había un toque de humor y le
respondió:
—Eso es todo, cabo.
Mientras Wulfe estaba escuchando esto, podía ver a los vehículos de
delante ser tragado por las fauces negras del enorme antiguo túnel. Tan
pronto como cada vehículo entraba, sus conductores encendían las luces,
pero, desde el punto de vista de Wulfe, no parecía que las luces estaban
haciendo mucho para iluminar el camino por delante. El Último Ritos II se
coloco cada vez más cerca de la boca del túnel. Wulfe miró de un lado a
otro a los enormes guardianes de piedra.
—¿Qué demonios se supone que son? Eran demasiado deformes para
ser humanos. No se parecían a los orcos, tampoco. De hecho, no coincidían
con ninguna de los xenos, que Wulfe se había encontrado o leído.
Muy pronto, el túnel se los trago, hundiéndoles en la oscuridad. El aire
que se movía a su alrededor estaba inmediatamente más fresco. Noto como
una ligera brisa, pasaba a lo largo de los pelos en los antebrazos y en la
parte posterior de su cuello. También, noto que el negro suelo del túnel
estaba inclinada hacía abajo.
Los vehículos que iban a su lado encendieron sus luces y conos de luz
salió disparado hacía adelante, dejando ver las nubes de los gases de los
tubos de escape, que salían de los vehículos que estaban por delante de
ellos. No parecía verse mucho más, por lo menos por ahora, las paredes del
túnel sólo eran rasgos difuminados, por las nubes de color gris azulado que
salían de los vehículos de en frente.
—Metzger —dijo Wulfe por el intercomunicador—, enciende las luces.
—Sí, señor —dijo Metzger, y el Último Ritos II añadió su propia
iluminación a la de los otros vehículos. No pareció que hubiera mucha
diferencia.
—¿Habéis entrado todos en el túnel? —la voz de Van Droi sonó de
nuevo por el comunicador.
Wulfe se volvió y miró por encima del hombro hacía la entrada del
túnel, recortada contra los últimos vehículos de la columna.
—Parece que si —informó a Van Droi—. Veo al último de los
conquistadores entrar en estos momentos.
—Bueno —respondió Van Droi—. Entonces quiero que todos ustedes
se muevan hacía los laterales del túnel, y se detengan. No necesitamos
ningún accidente. Hay un chimera que necesita salir del túnel.
—¿Para qué demonios necesitan salir, señor? —Pregunto el sargento
Viess—. No puede enviar a soldados fuera del túnel. Los orkos están muy
cerca.
Wulfe noto la vacilación en la voz de van Droi y el cansancio cuando
dijo al fin:
—Es un equipo de demoliciones, sargento. El General Deviers ha
ordenado sellar la entrada del túnel.
VEINTISÉIS

La columna de cadianos se movía lentamente y con cuidado a través de la


oscuridad, guiados por los sentinels con sus reflectores montados.
Descubrieron una gran cantidad de túneles secundarios en sus
exploraciones, pasillos más pequeños que se bifurcaba del amplio túnel que
estaban siguiendo. Cada uno de elles, se le hizo una rápida inspección, pero
se dirigían en innumerables direcciones, y eran demasiado pequeños para
que pasaron los tanques. Con tan pocas opciones, la fuerza expedicionaria
se vio comprometida a un único camino que les llevaba hacía abajo,
adentrándose cada vez más en la oscuridad.
Deviers media el paso del tiempo con el antiguo cronometro de bolsillo
de su abuelo, que le había dejado hacía más de ochenta años antes. Era una
pieza exquisita de artesanía de Agripinaan, con incrustaciones de
esmeraldas y diamantes blancos, acabado en platino y decorado con una
cara filigrana de oro más delicada. Había estado con él desde su inicio en la
guardia imperial. Tenerlo en la mano siempre le trajo sentimientos de paz y
comodidad. Había estado cogiéndolo con mayor frecuencia desde su
llegada en este maldito planeta.
—Esos malditos adeptos del dios maquina. Pensaban que no sabía lo
que estaba pasando. ¿Pensaban que le podían engañar con facilidad? Que el
espacio disforme se los llevara a todos. Deviers, era el salvador de Tesalia
IX, Protector de Chedon Secundus, condecorado con la Estrella de Hierro
por su abrumadora victoria en Rystok, galardonado con el cráneo Platinum
de primera clase de liderazgo ejemplar en Dionisos. Y aun estaban sus
victorias en Modessa Prime, Phaegos II, y una serie de otros echos
gloriosos. La edad no le había podrido el cerebro. Sabía muy bien que
tenían una agenda. Sabía que le guiaban por el camino que mejor se adapta
a sus propósitos, pero ¿qué podía hacer? Los necesitaba para que le
ayudaran a encontrar el tanque de Yarrick.
Su Dios-máquina no hablaba a los hombres normales, incluso a
hombres tan dignos como él.
Sabia que sus oficiales habían perdido la confianza en él. Eso era
evidente. Incluso Gerard Bergen parecía dispuesto a cuestionarlo. Eso
molestaba a Deviers de una forma especialmente intensa. Antes del fracaso
de Palmeros, había comenzado a considerar el guapo oficial, como una
especie de protegido.
Bueno, todos verían el error, que habían cometido al final de la misión.
Esto aun no ha terminado. La Fortaleza de la Arrogancia estaba todavía
ahí, en alguna parte. No podía estar lejos. Los Orkos la habían trasladado, y
era su trabajo para recuperarla. El Imperio dependía de él. Si el Mechanicus
había iniciado este expedición o no, eso no importaba, ahora era una
operación Munitorum, y él estaba al mando. Nadie dejaría este maldito
mundo hasta que tuviera su premio. Todavía estaba todo por decidir. Su
lugar en los libros de historia seguía a su alcance. Se uniría a la lista de
héroes del imperio, junto Yarrick, Macaroth y Harazahn. Y será recordado
por siempre como uno de los grandes hombres de su época.
Se miró las manos donde tenia el cronómetro. Todavía había mucho
tiempo para eso.
—¿Cafeína, señor? —preguntó Gruber desde el otro lado del habitáculo
del chimera—. Esta caliente.
—No, gracias, Gruber. Más tarde.
Gruber miró el cronómetro en la mano del general y dejó escapar una
carcajada.
—Aun no es la hora, señor. Lo entiendo.
Deviers sonrió débilmente. No había tenido intención de reírle la broma
en absoluto, pero está bien. Que su ayudante pensara que se reía de su
broma, le hacía parecer fuerte a los ojos de los otros. Que pensasen que no
se había inmutado por los sucesos frustrantes de la expedición había
sufrido.
—¿Con que nuevos obstáculo van a probarme en el futuro?
Estaba a punto de averiguarlo.
—Alguien quiere hablar con usted, señor —dijo Gruber, indicándole
una luz verde que parpadea en el comunicador.
Aunque Deviers estuvo más cerca del dispositivo, dejó que Gruber
atendiera la llamada. Era el trabajo del Gruber, y no quería hacer creer a los
demás oficiales que le acompañaban, que se podía molestar a su general
directamente con cada pequeño detalle.
Con aire de ausente, Deviers medio escucho como Gruber hablaba por
el comunicador. A continuación, su ayudante se volvió y dijo:
—Es el coronel Marrenburg, señor. Dice que sus exploradores han
encontrado al final del túnel.
Deviers sintió que su pulso se aceleraba.
—Voy a hablar con él —dijo cogiendo el comunicador de Gruber, quien
de inmediato volvió a su asiento, con su frasco de cafeína caliente.
—El general Deviers al habla. Adelante, coronel.
—Sí, señor —dijo Marrenburg—. Acababan de confirmarme, que
trescientos metros más adelante, que el túnel principal. Se endereza,
también me han dicho que termina unos doscientos metros después.
—Ya veo, coronel. ¿Y donde termina el túnel?
—Bueno, señor, no estoy seguro de cómo decirlo.
—No vamos a jugar a las adivinanzas, hombre. No tengo la paciencia.
La voz de Marrenburg de pronto fue un poco brusca mientras respondía.
—Mis disculpas, general. Por lo que he entendido, acaba en una especie
de ciudad, señor. Una ciudad subterránea.
Por supuesto pensó Deviers sarcásticamente. Vamos a ver cómo los
tecnosacerdotes nos explican esto.
Cuando el chimera de Bergen, el Orgullo de Caedus, salió del final del
túnel y entró en el gran espacio abierto debajo de la montaña, la mitad de
los vehículos de la expedición ya estaban allí, los soldados tenían la boca
abierta, mirando con los ojos muy abiertos a lo que tenían delante de ellos.
La otra mitad se seguía saliendo del túnel principal. La retaguardia entraría
dentro de una hora.
Bergen estaba en su cúpula, girando la cabeza de izquierda a derecha,
observadlo todo. El aire a su alrededor estaba lleno de gases de escape, pero
eran menos denso de lo que habían sido dentro del túnel, había más espacio
para que se disipen. La presión del aire había cambiado. Podía sentirlo en su
piel. Estaban más fresco, también.
Con los vehículos repitiéndose en un perímetro cada vez más amplio,
había un montón de luz, aunque no era suficiente para iluminar el techo de
la caverna o las lejanas paredes. Bergen todavía no podía estimar el tamaño
de la cueva. Por lo que podía ver, no obstante, estaba boquiabierto.
Una ciudad de metal oscuro extendió desde la boca del túnel en la
oscuridad de más allá. Era una ciudad muerta, una ciudad sin movimiento o
sonido y sin energía por sí misma, pero era una ciudad no obstante.
—Así que esto es Dar Laq —murmuró Bergen para sí mismo.
Los edificios enmarcados en los faros de los vehículos cadianos
brillaron hacía él. Cada edificio, cada esquina, cada pared, resplandecía de
un brillante, metal iridiscente del tipo que Bergen no había visto nunca
antes. A medida que sus ojos se movían de una estructura a otra, los colores
parecían cambiar como el sol en la superficie de una piscina aceitoso. Era
hermoso a su manera, le recordaba de una concha que una vez había
encontrado en las costas del suroeste del Mar Caducades. Había sido
prácticamente un niño en ese entonces. Ese recuerdo lo había perdido en los
recovecos de su memoria hasta este mismo momento. De repente era tan
agudo como un pictograma de alta resolución.
Los soldados se derraman fuera de los camiones y transportes pesados
alrededor de su chimera. Y las columnas de sus linternas, cortaban la
oscuridad como espadas, con sus sargentos llevándolos por callejones y
avenidas, levantando pequeñas nubes de polvo con su paso.
—¡Quitad los dispositivos de seguridad de las armas! —oyó a un
sargento que pasaba a su lado a pocos metros del Orgullo de Caedus—. Si
hay algún xenos sangriento, tenemos que estar preparado.
Bergen dudaba que el sargento encontrara algún xenos con vida aquí
abajo. Este lugar estaba tan muerto como el desierto, en el que habían
estado viajando para llegar hasta aquí. Podía sentirlo. Más aún, de hecho
había más vida en el desierto, si sabías a dónde mirar. Este lugar tenía todo
el ambiente de un mausoleo.
Eso fue cambiando incluso mientras observaba. Solo el Trono sabía
cuántos miles de años de total silencio y quietud, pero poco a poco Dar Laq
se fue llenando de bullicio y el ruido. Parecía casi un sacrilegio. Bergen
observó a los soldados marchar hasta que se perdieron detrás de las filas de
bloques de estructuras alienígenas.
Cada uno de los edificios, que miraba, le planteaba las mismas
preguntas en su mente. ¿Dónde estaban las puertas? ¿Dónde estaban las
ventanas? No parecía haber ningún punto de acceso obvio.
El general Deviers tenía preguntas, también. Bergen le había oído gritar
por el comunicador, hacía poco, unos potentes reflectores fueron
encendidos a la vez, alcanzando el techo y las lejanas paredes, con sus
columnas brillantes. Por primera vez, Bergen vio enormes torres de pie
sobre los demás estructuras. Miró con asombro la más cercana, a unos
trescientos metros de distancia. En su mente le recordaba las famosas torres
de Cadia que protegían a su planeta de las tormentas de disformidad que
salían del Ojo del Terror. Como un oficial cadete, que había visitado una
vez la base de una de los Torres de Cadia, un raro privilegio prohibido en
gran parte a los de las filas suboficiales. Recordó el aura de poder que había
sentido en torno a ese monolito inexplicable. Se había imaginado el
momento en que algún tipo de fuerza viva residía allí, algo de increíble
energía y potencia.
Las torres de Cadia y las torres de Dar Laq eran ciertamente antiguas y
misteriosa, pero éstas no emanaban en ningún sentido poder, solo la
presencia de una aura de muerte y la decadencia, y de un esplendor perdido
para siempre en los milenios.
Las torres parecían estar construida del mismo metal nacarado como las
estructuras inferiores, pero no terminaban las similitudes. Parecían sugerir
que habían sido concebidas con un sentido de lo artístico, al menos tanto
como el funcional. Algunos de ellas estaban rotas, las capas exteriores
estaban oxidadas, con aperturas. Revelando maquinaria como de relojes.
Grandes engranajes negros inmóviles, congelados por el resplandor de los
reflectores, mostrando los dientes a los intrusos humanos. Una curiosidad
natural que Bergen le mantuvo vomitando preguntas en su mente y que le
llevó un poco de esfuerzo para sofocarla. ¿Qué hechos de la ciencia o de las
maravillas hechicería podrían los creadores de Dar, podrían habernos
enseñado? Era peligroso hacerse estas preguntas, más peligroso aún que
buscar activamente tal conocimiento. La herejía acechaba en los límites de
tan solo pensarlo. Era natural, también, sin embargo. Era parte de la
condición humana para deleitarse en el descubrimiento, a pesar de las
advertencias del Credo Imperial.
Los tecnosacerdotes eran más culpables. Bergen imaginó que estarían
preparando a sus esclavos y servidores para salir y buscar respuestas.
Debían de haber planeado todo esto desde el principio. ¿Habían venido con
la intención de ayudar a encontrar La Fortaleza de la Arrogancia? ¿O su
verdadero interés en Golgotha empezaba y termina con Dar Laq?
Observó a los discos blancos lanzados por los reflectores mientras
subían hacía la pared del fondo y su mandíbula se abrió. Podía calcular las
proporciones de la caverna ahora, y era enorme, fácilmente cincuenta y
ocho kilómetros de ancho en su parte más ancha, y un kilómetro de altura,
donde las paredes de la caverna se curvaban hacía el interior para
encontrarse en un solo punto. Cada centímetro de las paredes había sido
trabajado por manos extrañas. Había huecos dentro de las paredes, pasillos,
galerías de pilares exquisitamente labrados de metal y mucho más, todo con
la misma estética de los edificios a nivel del suelo. ¿Cuánta gente podría
haber vivido aquí? ¿Cómo habían construido un lugar así? ¿Por qué habían
elegido vivir aquí dentro de la montaña, evitando la luz y el cielo?
A medida que los focos se centraban en el techo de la cámara, Bergen se
quedó boquiabierto. Por encima de él colgado del techo, por lo menos había
una veintena de estructuras negras vinculadas entre ellas con pórticos
metálicos y plataformas. Parecían flotar en el aire.
—No puede ser —se dijo a si mismo.
Se dejó caer hacía el compartimiento de tropas de su quimera y sacó sus
magnocularess de la caja donde los guardaba.
Regreso a la torreta, y se sentó en la escotilla, acercó los magnoculares a
los ojos y miró de nuevo. Fue entonces cuando las vio, cuando se dio cuenta
que realmente estaban flotando, ya que no estaban sujetas por el techo.
—Qué el Emperador nos proteja —murmuró—. ¿Qué demonios está
pasando aquí?
Una repentina ráfaga de estática, por el microcomunicador de su oreja,
casi le hizo soltar los magnoculares.
Y oyó un voz familiar de Deviers.
—Bergen. Voy a organizar una reunión con mis oficiales superiores.
Nos vemos en la parte trasera de mi chimera en tres minutos. Voy a pedirles
a los tecnosacerdotes que nos den respuestas a todo esto. Es hora de que
tengamos algunas malditas respuestas.
—Yo diría que está en su derecho, señor —dijo Bergen, pensando que
tenía algunas preguntas propias.

A Wulfe no le gustaba éste maldito lugar, y parecía que a su tripulación


tampoco. Los tanques no deberían estar bajo tierra. No estaba bien. No era
natural. ¿Y si hubiera un derrumbe o algo así? Como es lógico no era
claustrofóbico. Ningún tanquista duraría mucho tiempo con esta afección en
particular. Algo de este lugar hacía que su cicatriz le picara.
Este lugar no había sido construido por manos humanas, sino por
xenos pensó. En ningún lugar se está a salvo de ellos.
Las cosas podrían haber sido peores. El Emperador protegió todos los
soldados de infantería, que recorrían los oscuros callejones, en busca de
signos de la ocupación de xenos, casi todos habían regresado ya, sin
encontrar nada, y se habían intercambiado por los sentinels, y los pilotos de
las hornet, que se fueron alejando cada vez más lejos para explorar la
ciudad, en busca de posibles amenazas, pero sentarse y esperar. No fue muy
divertido.
Él y su dotación, como la mayoría de los otros vehículos, había salido a
estirar las piernas después del largo trayecto por la montaña y el siguiente
trayecto hacía abajo a través del túnel. Wulfe todavía se sentía rígido, pero
trató en recuperarse después de estirar un rato las piernas. Metzger estaba
bebiendo agua de uno de los bidones, mientras que Judías y Siegler se
encontraban por la parte delantera del tanque de especulando acerca de lo
que estaban viendo.
Wulfe escuchó pasos detrás de él.
—Estirar las piernas te esta haciendo bien, Oskar —preguntó el teniente
Van Droi, deteniéndose justo frente a él.
Quizás era sólo la calidad de la luz, pero Wulfe pensó que el teniente
tenia un aspecto horrible. Nunca lo había visto así antes, por lo demacrado y
con el rostro teñido de rojo. Su preocupación debería haberse reflejado en
su rostro, porque van Droi de repente se erguió y le miro directamente a los
ojos y dijo:
—Usted no aparenta mejor aspecto que yo.
Wulfe hizo una mueca.
—Estoy seguro de ello, teniente. Lo siento…
Van Droi acepto la disculpa sin decir nada.
Wulfe hizo gesto en torno a los edificios metálicos extraños. No le
gustaban los ángulos, las proporciones, las líneas. No se parecían a ningún
edificio imperial que hubiera visto nunca.
—¿Qué diablos está pasando, señor? —le preguntó—. No nos dijeron
nada acerca de ciudades subterráneas y razas alienígenas, exceptuando a los
orkos, claro está.
Van Droi asintió.
—A mi no me dijeron nada de esto tampoco. Para ser honesto, Oskar,
no creo que el general lo supiera también. El general Deviers se puso
furioso cuando la Fortaleza de La arrogancia no estaba donde debería
haber estado.
—¿Se supone que está en alguna parte de la ciudad? ¿O estamos
simplemente improvisando?
Van Droi frunció el ceño.
—De acuerdo con las tecnosacerdotes, con su ritual en el valle entraron
en comunión con el dios-maquina. Afirmaron esta ruta nos llevará
directamente al tanque de Yarrick. Y el general les creyó. Quiere seguir
adelante con la misión, a pesar de las circunstancias.
—¿Alguna vez has conocido a un general que no hiciera los mismo?
Van Droi sonrió.
—No que yo recuerde, no.
Cuando Wulfe volvió a hablar, lo hizo repentinamente serio.
—Escuche, señor. Tengo que preguntarte algo. Yo espero que no se
ofenda. Tengo malos presentimientos como en Palmeros.
Van Droi le miró inmediatamente incómodo, pero le dijo:
—Vamos.
—Estábamos hablando sobre ello en el comedor de oficiales de nuevo
en Balkaria. ¿Se acuerda, señor? El día que en que perdimos a Strieber y
Kohl.
—En el Cañón —dijo Van Droi, sin poder mirar a Wulfe—. La Zanja de
Lugo.
—Correcto —dijo Wulfe—. Bueno, señor, las cosas que sucedieron
allí… Me temo que omití cosas de mi informe, señor. No estoy seguro de
si…
—No tenemos que hacer esto, Oskar —le interrumpió van Droi—.
Nunca te he preguntado sobre qué es lo que exactamente pasó. Si en el
informe omitiste ciertas cosas, fue por tu bien. He visto demasiadas cosas
en mi vida, déjame decirte, que hay cosas que es mejor ocultar a los
oficiales superiores.
Wulfe sabía que Van Droi le estaba ofreciendo deliberadamente una
buena salida del tema, pero él ya se había comprometido.
—Vi el fantasma de Dolphus Borscht en la Zanja de Lugo, señor. Lo vi
de pie en la carretera tan real como le estoy viendo en este momento. Me
dijo que abandonara el tanque. Y si no le hubiera escuchado, mi equipo y
yo estaríamos muerto ahora mismo.
Por último, se había sincerado. Las palabras se quedaron flotando en el
aire como los propios fantasmas, flotando entre los dos hombres.
—Maldita sea —siseó van Droi—. No vuelvas a decir eso en voz alta.
¿Acasos deseas que otras personas te escuchen?
—¿Lo sabía usted, señor? —preguntó Wulfe.
—Por supuesto, que lo sabía, Oskar. No soy un idiota total. No fue
difícil atar todas las piezas. Pero por el amor al Trono, tienes que
guardártelo para ti. Si el comisario se entera…
—Alguien tendría que decírselo primero, señor. Alguien como el cabo
Lenck cabo, tal vez.
—Lenck —preguntó van Droi—. ¿Estás diciendo que lo sabe?
—No puedo estar seguro —dijo Wulfe—. Algo que me dijo la última
vez que chocamos.
Van Droi pareció herido por una fracción de segundo, pero se recuperó
bien.
—Yo no se lo he contado a nadie, sargento, si eso es lo que estás
pensando.
Wulfe negó con la cabeza.
—No estaba pensando en eso, señor. En realidad no. Pero yo tenía que
preguntar.
—Escucha, Oskar, Lenck podría ser un problema menor si no hubieras
empezado una especie de maldita vendetta contra él, en el mismo momento
en que se unió al regimiento. Si usted tiene algo en contra, no te lo guardes
para ti mismo. Si no lo haces, tienes que aceptar que él es un Gunhead
ahora. Nos mantenemos unidos. Es la única forma de que alguno de
nosotros vaya a salir de esto con vida. Por el amor del Trono, hombre, si te
salvó la vida.
—El deber, señor —dijo Wulfe—. Yo habría hecho lo mismo en esas
circunstancias.
—Eso no cambia los hechos, Oskar. Lenck ha demostrado que es digno
de estar entre nosotros. Puede ser un poco artero, pero ha hecho un buen
trabajo con ese maldito tanque suyo, y que gestiona una dotación difícil.
Por el bien de la misión, va a dejar sus diferencias personales a un lado y
actuar como un soldado.
Wulfe gruñó para sus adentros, pero finalmente respondió:
—Lo intentaré, señor.
Van Droi parecía satisfecho. Se enderezó la chaqueta y dijo:
—Si hay algo más…
—Nada más, señor —dijo Wulfe.
—Será mejor que me vaya —dijo van Droi—. El General Deviers
quiere celebrar un consejo de guerra, y yo espero que Immrich tenga nuevas
órdenes para el regimiento, cuando termine. Descansa un poco mientras
puedas, Oskar. Y come algunas raciones, mientras estás en ello. No puedo
decirte cuándo nos vamos a ir de este maldito lugar, pero por el trono espero
que no marchemos pronto.
—Sí, señor —dijo Wulfe. Realizando un saludo y recibió otro a cambio
antes de que van Droi se volviera y se marchara hacía una columna de
quimeras estacionados.
A Van Droi también le faltaba un buen descanso pensó Wulfe con
verdadera preocupación. Realmente Parecía que los necesitaba.

El general Deviers había ordenado un perímetro alrededor de su quimera.


No quería que otros oficiales de menor rango, o simples soldados, se
acercaran demasiado a la reunión que había convocado. Los Kasrkin del
98.º regimiento del coronel Stromm se colocaron en un amplio círculo, con
sus rifles inferno en mano, con la orden que mantener a todos por debajo
del rango de teniente fuera del perímetro. Daviers había elegido a los
Kasrkin. Por que sabía que podía confiar en ellos.
Bergen se quedó con Killian y Rennkamp al frente de una pequeña
multitud en su mayoría compuesta por oficiales del regimiento y de
compañía del nivel de coadyuvantes o funcionarios ejecutivos y, en la parte
frontal, situados algo separado de los demás, los tres altos representantes
del Adeptus Mechanicus.
Deviers estaba sentado encima de la parte posterior de un chimera para
que todos los oficiales lo podían ver. Miró a Bergen, como un buitre en una
rama mirando ferozmente hacía abajo, hacía las tres tecnosacerdotes,
quienes le observan impasible, con los ojos sin párpados mecánicos. Si el
general había pensado que estando en una posición más elevada, le robaría
a Sennesdiar parte de su presencia dominante, o le obligaría a reconocer su
lugar como un mero accesorio del verdadero líder de la expedición, le había
salido mal. La descomunal figura con la túnica roja de los sacerdotes del
dios-maquina todavía proyectaba su aura poderosa.
—¿Cómo respondes a esto? —exigió Deviers al tecnosacerdote—. Has
conspirado para llevar a la fuerza expedición aquí por motivos ajenos al
objetivo de la misión principal.
Como una sola persona, la multitud de oficiales se adelantó un poco
ansiosos por escuchar la respuesta, los tecnosacerdote.
—La acusación es falsa, general —replicó el tecnosacerdote—. Falsa,
pero comprensible. Su visión esta nublada por la frustración y, quizás, por
la pérdida de tantos hombres. El Adeptus Mechanicus no se va ha ofender
por su acusación. Le hemos guiado a la última posición reportada de La
Fortaleza de la Arrogancia. No estaba allí. Nos pidió que le ayudáramos a
encontrar su nueva ubicación. Y lo estamos haciendo. Que nuestro camino
nos llevara al descubrimiento de Dar Laq es una coincidencia, nada más.
—¿Y espera que nos lo creamos? —preguntó Deviers.
—Nos unimos al 18.º Grupo de Ejército para proporcionarle ayuda. No
hemos hecho otra cosa. La Fortaleza de la Arrogancia es una máquina
santificada. Estaba hecha por nosotros. Su espíritu-máquina es venerado por
nosotros. Queremos su recuperación tanto como usted, pero con una
pequeña diferencia. Nosotros los del Adeptus Mechanicus no buscan
ningún tipo de gloria en la recuperación del tanque, como ustedes, hombres
de la guardia Imperial.
Deviers parecía estaba a punto de hacerse personalmente el ofendido
por este comentario cuando Rennkamp dio un paso adelante y se dirigió a
los tecnosacerdotes.
—¿Entonces no se opondría a que abandonemos Laq Dar
inmediatamente, ya que una investigación de este lugar es irrelevante para
nuestra misión?
Los tecnosacerdotes se volvieron y se fijaron sus ojos mecánicos en
Rennkamp, que de repente pareció mucho menos seguro que cuando había
hablado.
—Sería muy lamentable que salir Dar Laq sin tener la oportunidad de
realizar un estudio de sus misterios, general. Hay campos de gravedad que
afectan a la parte superior de la cámara, aunque los generadores
gravitacionales no pueden ser detectados. No es el metal todo lo que nos
rodea. Se trata de una composición hasta ahora desconocida para el
Imperio. Su valor potencial apenas puede ser estimado en este momento.
Estos son sólo los ejemplos más evidentes de lo que Dar Laq nos puede
ofrecer. Su existencia se rumoreaba desde hace miles de años. ¿No
podríamos investigar, mientras que las tropas se recuperan del duro camino,
y se reparan los vehículos para la siguiente fase de su despliegue?
—Esta no es una misión de investigación, sacerdote —dijo el general
Deviers bruscamente—. Nuestras raciones de comida son bajas. Nuestro
combustible es limitado. Nuestras fuerzas, prefiero no hablar de ellos. El
Adeptus Mechanicus puede volver en otra ocasión y cogerse todo el tiempo
del mundo. Por ahora, los secretos de este lugar tendrán que ser sólo eso,
secretos.
El general aparto los ojos del tecnosacerdote y busco entre en el grupo
de oficiales, y encontró rápidamente la cara que estaba buscado.
—Ah, Marrenburg. Haga que sus exploradores encuentren una salida de
esta ciudad ya.
El Coronel Marrenburg se puso al lado de Bergen, miró al general
Deviers dijo:
—Mis exploradores han encontrado un túnel del tamaño exacto del que
bajamos. Las corrientes de aire que sugieren que nos llevara de nuevo a la
superficie en el lado opuesto de la cordillera Ishawar. Tengo una unidad de
sentinels explorando el túnel en estos momentos, señor.
—Excelente, coronel. Manténgame informado.
Hubo un chirrido metálico repentino de uno de los adeptos del
tecnosacerdote, que fue inmediatamente respondido por un chillido similar
del tecnosacerdote. Sennesdiar dijo entonces a Deviers.
—General, mi adepto, Xephous, quiere dirigirse a usted. ¿Quiere oírle?
—Le escucho —respondió Deviers impaciente.
Con un traqueteo, y chillidos del Adepto Xephous dio un paso adelante,
y, en un tono absolutamente monótono dijo:
—Con todo respeto, general, ¿no estamos permitiendo que nuestra
desconfianza en las cosas que tengan que ver con los xenos, estamos
acelerando nuestra salida de este lugar antes de tiempo? Nuestra retaguardia
está protegida por el derrumbe del túnel detrás de nosotros. Los orkos no
pueden, con toda probabilidad, seguirnos hasta aquí. ¿No podríamos
aprovechar esta oportunidad para aprovechar para hacer un mantenimiento
de nuestros vehículos, para atender a los heridos, y para recuperar fuerzas
para las siguientes batallas que seguramente nos deben estar esperando en el
otro lado de esta montaña?
La expresión del general le dijo que estaba de acuerdo con la validez de
los comentarios del adepto. Bergen también vio el sentido de lo que el
adepto Xephous le había dicho. Mirando a su alrededor hacía los otros
oficiales, los vio asentir.
—Un argumento contundente —dijo Deviers por fin—. Por supuesto yo
no nací ayer. ¿Usted sugiere esto para el beneficio de la operación, o para
que usted y sus hermanos marcianos tengan algo de tiempo para llevar a
cabo algún estudio limitado?
Xephous estaba a punto de responder cuando el tecnosacerdote
Sennesdiar emitió una corta ráfaga de ruidos.
El adepto se inclinó y dio un paso atrás. Fue Sennesdiar quien habló en
su lugar.
—Mi ayudante, ha hecho su comentario por las dos razones, general.
Nuestros ingenieros se hará cargo del mantenimiento de los vehículos.
Mientras mis ayudante y yo llevaremos a cabo las investigación que
podamos, mientras que su medicae ejerce con sus funciones y sus soldados
descansan un poco. Está claro que es, lo mejor para nuestros intereses no
precipitarse en la salida de este lugar.
—¿Sabe lo que está por venir, sacerdote? —le preguntó Deviers con
amargura—. Le dijo su ritual alguna pista sobre lo que no espera en el
futuro.
—Sólo que La Fortaleza de la Arrogancia nos espera y no es ninguna
gran hazaña de predicción poder decir que los orkos no renunciaran a ella
fácilmente.
Bergen observo de cerca Deviers. Vio una mirada de determinación
endurecida en su rostro. Los tecnosacerdotes habían elegido sus palabras
bien, golpeando al general, donde era más débil, diciéndole que su premio
todavía estaba a su alcance. Tal vez lo este, pensó Bergen. Pero todavía
sostengo que las tecnosacerdotes nos llevaron aquí deliberadamente para
sus propios fines.

Después de la reunión, con el resto de oficiales dispersándose para emitir


nuevas órdenes a sus tropas, Bergen aparto a su ayudante, Katz, a un lado.
—No te había pedido que usaras tus talentos especiales hace bastante
tiempo. Pero creo que ya es hora de que los pongas a prueba.
Katz sonrió.
—Quiere que siga a los tecnosacerdotes, ¿verdad, señor?
Bergen le dio unas palmaditas en el brazo superior de Katz.
—No dejes que te vean —dijo y se volvió a marcharse de nuevo hacía
su chimera de mando.
Katz lo vio alejarse por un momento, y luego se volvió a tiempo de ver
a los tres adeptos de dios-maquina vestidos de rojo ponerse en marcha por
las oscuras sombras al borde, de los deflectores cadianos. Se movían hacía
el norte a lo largo de la pared de la caverna con un propósito definido,
dirigiéndose hacía la maraña estructuras xenos.
Katz corrió tras ellos, con ganas de emplear sus dones concedidos por el
emperador después de tanto de tiempo.
—¿No dejes que me vean? —murmuró para sí mismo—. Nadie puede
verme a menos que yo quiera.
VEINTISIETE

La oscuridad no tenía ningún temor para el teniente Katz, incluso en un


lugar extraño como este. Las sombras ocultaban algunos secretos de él. Los
diminutos espejos sofisticados implantados en la parte posterior de sus ojos
le permitieron ver perfectamente bien en cualquier sitio menos en la
oscuridad más absoluta. Los tres Tecnosacerdotes parecía que no tenían
ningún problema al estar en la oscuridad, por supuesto. Katz supuso que
podían ver en una gran variedad de espectros. Sabía que iba a necesitar de
toda su experiencia para no ser descubierto, pero la idea de tal reto no le
hizo ponerse nervioso. Más bien le excitaba. Había pasado demasiado
tiempo desde que había tenido la oportunidad de seguir a alguien dignos de
su destreza.
Katz se había de trabajado como ayudante de Bergen durante más de
una década, y los pocos que se fijaban él, pensaban que solo era limpia
botas. Era lo que necesitaba y el mayor general, ayudaba a perpetuar tal
ilusión. ¿Nadie se creería, las cosas que había visto y hecho? No es una
casualidad. Su historia estaba lejos de ser la de un típico soldado Cadiano.
Katz había sido especialmente seleccionado para el entrenamiento de
francotirador apenas un mes después de que él se había unido a la guardia
imperial. Cosa que lo marcó como un hombre joven de gran potencial. En la
escuela de francotiradores, y había sido incluido en un programa especial de
reconocimiento de comandos, que no salía en ningún registro oficial, uno de
una serie de proyectos oscuros ordenados por el Alto Mando cadiano y
financiado directamente por el gobierno planetario. La mayoría de los otros
estudiantes habían sido extraídos de las filas de los Kasrkin, y ellos fueron
todo menos amables con el joven precoz en medio de ellos. Katz tuvo que
aprender sus lecciones de la manera difícil y, a su debido tiempo, y
demostró ser el igual de los hombres de mayor edad, y ganarse su respeto y,
en algunos casos, sus celos. Fue en el marco de ese programa en que sus
ojos habían sido aumentados. Por el Trono, eso había sido hace veinticinco
años.
Casi se rio en voz alta por la rapidez que le habían pasado los años:
todas las misiones tras las líneas enemigas, todas estas figuras humanas y
alienígenas, que se habían alineado en su punto de mira, sólo para verlos
caer sin vida con solo presionar con su dedo índice el gatillo.
Las cosas son muy diferentes ahora, pensó. Pero no lo cambiaría
aunque pudiera. ¿Qué haría el general de división sin mí?
Katz era ferozmente leal a Gerard Bergen. Estaba orgulloso de haber
sido elegido para proteger su vida, porque había juzgado a Bergen, el mejor
hombre de todos que le rodean, y no era fácil ser un buen hombre cuando
estabas bajo las órdenes de un cerdo sin alma como el general Deviers.
Haría lo que fuera necesario por Bergen, en este momento, eso significa
seguir las tecnosacerdotes.
Más adelante, el trío con túnicas y capuchas gritó algo con ese ruido
infernal que llamaban idioma, y Katz se regañó a sí mismo por permitir que
los recuerdos ocuparan su mente mientras estaba en misión. Tal vez sus
habilidades se habían oxidado con el tiempo.
Con la luz de los vehículos de Cadia y detrás de ellos, el más pequeño
de los tecnosacerdotes, uno con una cara de cangrejo metálico, sacó un
pequeño dispositivo electrónico, pulso entre los pliegues de su túnica.
Katz pronto tuvo la impresión de que el dispositivo los guiaba hacía
alguna parte. Vio que lo consultaron varias veces y alteraron su curso a
través de los callejones polvorientos alineados a ambos lados con cascos
enormes de metal oscuro.
Estaba tan concentrado en su misión que no tenía tiempo para pensar en
su entorno. El mayor general le dijo que era extraño, pero antiguo y
largamente abandonado. Eso fue suficiente para Katz. Al igual que su
propio pasado, lo mejor era no pensar demasiado en ello. DE momento era
lo único que importaba era lo que estaban tramando los tecnosacerdotes, les
siguió con todo el sigilo de sus habilidades, comenzaron a adentrarse en la
ciudad subterránea abandonada, alejándose más y más del campamento
Cadiano. Se dirigían hacía el norte, y Katz pronto comenzó a preguntarse
cuándo se detendrían.
Sin duda, la cueva no se extendía mucho más allá. Ya habían recorrido
más de un kilómetro en la oscuridad.

—Allí —dijo Xephous—. En la base de la torre. La lectura auspex es


fuerte.
—Bien, vamos hacía allí —dicho Sennesdiar, mientras se dirigía hacía
la base de la torre, y sus adeptos le siguieron en la dirección que Xephous
les había indicado—. Es muy lamentable. El que nos siguió muestra una
notable habilidad. No se habrá dado cuenta de la firma de su calor corporal,
Armadron, no ha tardado mucho en detectarlo.
—Le habría detectado por el aliento, o latidos de su corazón, o el roce
de las botas en el polvo —insistió Xephous.
—Es irrelevante —dijo Sennesdiar—. Procederemos según lo previsto.
Ya pensaremos que hacemos con nuestro observador no deseado cuando
llegue el momento, tenemos prisa. Vamos a encontrar a Ipharod y acabemos
con esto. La columna saldrá muy pronto y no tenemos mucho tiempo.
Se detuvieron en la base de una gran torre en ruinas. Sennesdiar miró
hacía arriba, y con los infrarrojo, tomo nota de los engranajes negros
ornamentales y de las vigas metálicas talladas que eran visibles desde el
exterior, por los huecos producidos por derrumbes.
—¿Xephous?
—Si, sacerdote.
El experto señaló una placa de metal especialmente grande en el suelo
delante de él, y juntos los tres tecnosacerdotes se juntaron para levantarla.
Habría sido necesarios una docena de hombres, para un esfuerzo tan
significativo, pero, para los sacerdotes del culto del dios-máquina, era un
asunto fácil. Sus extremidades serpenteaban hacía delante, y con un gesto
casual, que rayaba en el desprecio, le dieron la vuelta a la placa de metal
alienígena.
El ruido de la misma al apartarla a un lado, fue más fuerte por el
absoluto silencio que les rodeaba. El ruido del campamento cadiano, era
apenas detectable en esta parte de la cámara.
Sennesdiar se agachó, su túnica voluminosa se extendió a su alrededor.
—Aquí, por fin —dijo—, es el sacerdote Ipharod.
Los otros se agacharon, también.
—Su espera a terminado —dijo Sennesdiar.
Katz utilizó el ruido de la placa de metálica al caerse, para cubrir el
ruido de sus pasos mientras se movía más cerca de las tecnosacerdotes. Le
parecía que habían encontrado lo que buscaban. Podía ver un montón de
trapos en el suelo entre ellos. Se acercó más y más, teniendo siempre en
cuenta en hace el menor ruido posible.
Maldita fueran sus ruidos y pitidos, pensó. Si tan sólo pudiera entender
lo que estaban diciendo.
Vio al más grande, de los tecnosacerdote, apartar los trapos, para revelar
un cráneo unido a unas vértebras metal.
Es uno de ellos, pensó Katz. Es otro maldito tecnosacerdote.
Podía ver los augméticos atornilladas al cráneo. Podía ver una clavícula
metálica. Sennesdiar fue apartando los trapos descubriendo más y más.
Había una estructura como una caja torácica, pero formado de costillas de
acero y pistones. Uno de los brazos no estaba, pero el otro era voluminoso y
terminó en algo, parecido a una garra. Cables y tubos flexibles se extendían
desde el estómago como los intestinos de un hombre eviscerado.
Katz se preguntó cuánto más se podría acercar sin riesgo para que le
detectaran. Tenía que saber más. El general de división confiaba en él. Poco
a poco, con cuidado, se fue acercando, manteniéndose pegado a la pared de
su derecha.
Hasta ahora, todo bien, pensó. Están ocupados. No tienen ni idea de
que estoy aquí.
—Es audaz —dijo Armadron—. El Cadiano esta apenas a diez metros
de nosotros.
—Quiero su atención en lo que estamos haciendo —dijo Sennesdiar—.
Ya te dicho que yo me ocupara de nuestro espiá. Ahora levanta el cuerpo en
una posición de sentada. Apóyate contra la pared. Quiero hacerlo
rápidamente.
Xephous y Armadron obedecieron. Con movimientos precisos y
cuidadosos, levantaron los restos de tecnosacerdote Ipharod en posición de
sentado. Se encontraba en un estado deficiente. Con la excepción de su
cráneo y los dientes, los pocos elementos biológicos que quedaron de su
forma humana se habían podrido casi por completo. La falta del brazo
izquierdo y la ausencia de sus piernas hablaron de daños violentos antes de
que se refugiara aquí en Dar Laq. ¿Qué le había pasado? Si el
procedimiento se había realizado correctamente, Sennesdiar pronto lo
sabría.
—Armadron —dijo Sennesdiar— ayude a abrirle el cráneo. Voy a
extraer el núcleo de inteligencia. Xephous, prepárate para su inserción. El
tecnosacerdote va a hablar con nosotros a través de ti.
—A sus ordenes —dijo Xephous, tirando hacía atrás su capucha. Sus
dedos abrieron un panel al lado de su cráneo de metal. Hubo un breve
chirrido como de motores pequeños, y se vio parte del tejido de su cerebro
vivo.
Sennesdiar no detecto ningún miedo en el tono de sus adeptos, pero
percibió un aumento en las secreciones de sus sistemas biológicos que
sugerían que tenían sus dudas. Conectar el núcleo de inteligencia de un
tecnosacerdote al núcleo de inteligencia de otro tecnosacerdote era un
asunto peligroso y altamente irregular. Ipharod era incluso más viejo que
Sennesdiar, y tenía la autoridad suficiente para exigir un control permanente
del cuerpo del adepto. Oficialmente, Sennesdiar sería incapaz de negarse,
pero valoraba lo suficiente a Xephous para resistirse a la orden. No quería
perder a su adepto todavía.
No, decidió, el módulo de inteligencia de Ipharod revelará la
información que busco y, a continuación, lo desactivare para su eventual
retorno a Marte. Si Ipharod desea a vivir otra vez, que sea dentro de otro
cuerpo construido para ese fin.
—Estoy listo, sacerdote —dicho Armadron. Levantando un pequeño
cilindro de metal, bañado en oro, por una ranura del cráneo sonriente de
Ipharod. Brillaba muy ligeramente en la oscuridad, todavía tenia la energía
necesaria para mantener su integridad.
—Conéctalo con Xephous —ordenó Sennesdiar—. Asegúrese de limitar
el control para detectar y vocalizar subsistemas. Que no tenga control del
cuerpo. ¿Queda claro?
—Por supuesto, sacerdote.
—Estoy listo —dijo Xephous, presentando la parte superior de su
cráneo a su hábil compañero.
—Lo desconectare —dijo Sennesdiar— una vez que tenga la
información que necesito.
—Tengo fe —dijo Xephous—. Si Omnissiah me lo pide o si usted me lo
pide a mí. Es mi deber y un honor para mí servirles a ambos.
Armadron conectó con cuidado el centro de inteligencia en el cerebro de
Xephous cerró la ranura metálica.
—Apague los sistemas operativos centrales y subsistemas de memoria.
Y reiníciese ahora como Ipharod.
Xephous se estremeció. Las luces en los ojos en el rostro de metal se
apagaron. Su cabeza colgaba sin fuerza sobre su hombro.
Sennesdiar y Armadron esperaron. No ocurrió nada.
—¿Seguro que lo has conectado bien, adepto? —preguntó Sennesdiar
—. Debes de hacer cometido algún tipo de error.
—No he cometido ningún error, sacerdote —dijo Armadron.
Una voz débil y diminuta surgió de vocalizador de Xephous.
—El orgullo es una emoción. Es indigna y no tiene lugar en la mente de
un tecnosacerdote. No se han producido errores. Puedo oíros seguidores del
dios-máquina. Soy Ipharod. Y mi conciencia a regresado una vez más.
VEINTIOCHO

El desprecio de Ipharod era absoluto. Sus rescatadores no habían pensado


en traer un proyector holografico, podrían haberles explicado lo que había
pasado más rápido, y en tres dimensiones, como si pudieran verlo con sus
lentes.
Por desgracia, no todos los sacerdotes de Marte eran iguales. Ipharod no
estaba impresionado con Sennesdiar. Habían venido mal preparados y
equipados. Posiblemente no tendría más de cuatro siglos, y ya era un
incompetente como todos de la nueva generación.
A pesar de sus defectos, y sus ambigüedades inherentes, Ipharod no
tuvo más remedio que hablar. Lo primero que compartió con los otros tres
tecnosacerdotes, sin embargo, no tenia nada que ver con el pasado.
—Nos están siendo observando —les dijo—. Detrás de ti, sacerdote
Sennesdiar, se esconde un hombre con uniforme militar.
—Su presencia, nos es conocida —dijo Sennesdiar—. Será tratado en su
momento. Concéntrese en la información que necesitamos, sacerdote. En su
transmisión de emergencia, usted declaró que que tenía el fragmento entre
sus pertenencias.
—Una verdad parcial, Sennesdiar. Una verdad a medias. Había
localizado el fragmento a pedido y estaba el proceso de recuperación de
entre los restos de La Fortaleza de la Arrogancia cuando mis Skitarii
fueron eran atacados por una fuerza orko significativo. Mis guardias fueron
asesinados y sus cuerpos fueron tomados como trofeos. Yo fui despedazado
aparte y dado por muerto. Se llevaron uno de mis brazos y las dos piernas
como trofeo. También se llevaron los resto del Baneblade del comisario.
—Esta diciendo, que en realidad nunca tuvo el fragmento en su
posesión.
—Juzgué que el Fabricador general no autorizará una misión de
recuperación para rescatarme, si sabía la verdad. Me enviaron con el
propósito de recuperar el fragmento, pero no me dieron los recursos
adecuados para lograrlo.
—¿El fragmento todavía esta a bordo de La Fortaleza de Arrogancia?
—preguntó Armadron.
—¿Quién eres tú para hablarme así, adepto? Tu superior es el único que
puede preguntarme. ¿Lo has entendido?
—Responda, sacerdote, como si lo hubiera pregunta en persona —dijo
Sennesdiar.
—Muy bien. Me arrastré con la fuerza orka, siguiendo sus huellas en la
arena, arrastrándome detrás de ellos, esperando encontrar un faro orbital
con el que podría transmitir mis coordenadas para el rescate, pero los orcos
se movieron muy rápido, hacía el norte y luego al este. Viajaron a través de
un paso muy fortificado en las montañas. No podía seguirles y tuve que
buscar una ruta alternativa hacía su base. Pase a través de Dar Laq y decidí
que sería un lugar seguro para esperar el rescate, pero sólo después de que
hubiera encontrado una vez más el fragmento y lanzado el faro. Quinientos
dieciséis punto siete horas más tarde, localicé un asentamiento orko
significativo hacía el este. La Fortaleza de la Arrogancia estaba allí. Desde
la distancia. Observe que el orko dominante había descubierto el fragmento
y había juzgado ser digno de poseerlo. La criatura lo llevaba alrededor de su
cuello. No puedo decir nada sobre el estado actual del fragmento, pero mis
algoritmos de probabilidad indican que existe una alta probabilidad de que
lo tenga el orko dominante. Yo codifiqué el mensaje en el faro, lo solté y me
arrastré hasta aquí a esperar.
—¿Y el fragmento? —preguntó Sennesdiar—. ¿Es lo que esperábamos
que fuera?
—Si —dijo Ipharod—. Es una reliquia de antes de la Era de los
Conflictos. Reiyon el tecnosacerdote de Yarrick de fue el primero en
descubrir su existencia en Golgotha. Lo planeó para ser transportada de
vuelta a Marte después de la guerra, pero no predijo que las fuerzas de
Yarrick caerían aquí. Fue abatido durante la captura del comisario. Si el
fragmento se pudiera recuperar una vez más, nos permitirá refinar
significativamente nuestra tecnología de teletransportación. Hay que
recuperarlo a toda costa.
—Ahora que tengo un cuerpo nuevo, aunque sea uno de capacidad
limitada, es lógico que ahora tome el mando de la misión de recuperación.
Estoy seguro de que ves la lógica en esto, sacerdote —dijo Ipharod—. Es la
tarea que me encomendaron a mi.
—Es una tarea que ya dejaste incompleta, hermano —dijo Sennesdiar
—. Usted manejo mal la operación de recuperación original, y envió
información falsa con el fin de asegurarse su rescate. Como soy la único
otro sacerdote presente, me toca a mí juzgar sus acciones. Por lo tanto, su
módulo de memoria se devolverá a Marte, donde se enfrentará a un
tribunal. Eso es todo.
—Estoy más cerca de Omnissiah de lo que jamás estarás. Como te
atreves a juzgarme.
Hubo un momento de silencio mientras Ipharod trató en vano de
levantarse, pero el cuerpo Xephous se negaba a seguir sus órdenes
neuronales.
—No pierdas el tiempo, sacerdote —dijo Sennesdiar—. Los sistemas de
control de motor de mi adepto están bloqueados. Ahora voy a quitar el
módulo de su cerebro.
—No puedes hacerlo —insistido Ipharod—. Todavía puede ser de gran
valor para esta misión.
Sennesdiar extendió la mano y abrió la ranura del cráneo de Xephous,
dejando al descubierto de nuevo el cerebro gris suave del adepto.
—No, no, no —dijo Ipharod—. Todavía me necesitas.
Sennesdiar tiró del pequeño cilindro y cerró la ranura. Momentos más
tarde, los ojos en la rostro de Xephous volvieron a la vida.
—Te encuentras bien —le dijo Sennesdiar. Enseñándole el núcleo de
inteligencia.
Lo primero que hizo el adepto fue pasarse la capucha sobre su cabeza.
—¿Tubo en algún momento el control total de mis sistemas?
—No era digno de ello. Estoy seguro que el adepto Armadron coincide
con mi opinión.
Armadron asintió con la cabeza.
—Tecnosacerdote Ipharod es culpable de egoísmo y engaño. Ya será
condenado en Marte.
—Incorrecto —dijo Sennesdiar—. Ya ha sido condenado. Tengo la
autoridad necesaria.
Sin más discusión, aplastó el núcleo de memoria que contenía la
inteligencia de Ipharod entre su pulgar metálico y su índice. El cilindro se
arrugo fácilmente. Y su tenue resplandor se apagó. Entonces Sennesdiar tiró
los restos por encima del hombro con un movimiento muy deliberado y
preciso.
Y golpeó algo suave antes de que golpeara contra el suelo.
Había golpeado contra Jarryl Katz.
—Acérquese, Cadiano —dijo Sennesdiar en bajo gótico—. Hemos
sabido de su presencia desde hace mucho tiempo.
Katz negó con la cabeza. El juego había terminado. Debería haber
sabido que no podía acercarse tanto. Eran Tecnosacerdotes, así que por
supuesto sus sentidos habían sido aumentados más allá de los suyos. ¿Le
habrían olido u oído? ¿Podrían haber sentido su calor corporal?
Resignado, dio un paso hacía ellos, el sudor le perlaba su cabeza a pesar
del aire fresco y seco.
—¿Cuál es tu nombre? —preguntó el mayor de los tres.
—Schweitzer —dijo Katz desafiante.
—Una mentira —dijeron los adeptos—. Por la fluctuación mínima en
los latidos del corazón a sido una mentira. Digan la verdad.
Katz no podía evitar sentirse impresionado.
—¿Se puede detectar eso?
—A esta distancia, sí —respondió Sennesdiar—. Eso y mucho más. No
importa quién eres, pero no podrías habernos seguido sin nuestro
conocimiento. Sin embargo, es notable como te has movido tan rápidamente
y en silencio en la oscuridad. Posiblemente tengas augméticos, ¿no?
El tecnosacerdote se movió repentinamente unos pasos hacía adelante, y
Katz se encontró mirando a un rostro más muerto que vivo. Era
inexpresivo, ilegible, y sabía que tenía que escapar. Cualquier rastro de
humanidad que pudiera haber existido alguna vez por debajo de esa
máscara pálida de piel antigua se había ido. A pesar de lo vestigios de
materia orgánica, era una máquina lo que le devolvía la mirada a través de
sus lentes negras, una máquina fría, despiadadamente eficiente.
—La expedición se trasladará en breve —dijo Katz, tratando de hablar
con normalidad—. Si ya han terminado aquí, todos deberíamos regresar. No
queremos que no dejen atrás.
Katz se preguntó si las tecnosacerdotes le leían su corazón ahora.
Los tecnosacerdotes no dijeron nada más. Katz había decidido darles la
espalda cuando algo metálico se lanzo contra él, desde el borde inferior de
la vista. Brillante, y una ardiente agonía se apoderó de él. Sus pulmones
parecían estar llenos de fuego líquido. Miró hacía abajo y vio que una de las
extremidades del tecnosacerdote se había introducido directamente a través
de la tela de su uniforme y en los músculos de su parte superior del
abdomen. La sangre caliente comenzó a derramarse sobre su uniforme. Y
gruñó de dolor. Trató de hablar, pero no tenia fuerzas para decir nada. Sus
pulmones no funcionarían. Buscó débilmente, y inútilmente, el cuchillo de
su cinturón.
—No va a sufrir mucho, Cadiano —dijo el tecnosacerdote—. Su muerte
es un inconveniente, pero no podemos permitirle que informe de lo que ha
visto. Ya hay bastante desconfianza entre los oficiales de la expedición y el
Culto de la máquina. La relación no debe ser desestabilizada aún más en
esta importante misión.
Katz sintió un tirón salvajemente doloroso en su interior. Cuando la
extremidad mecánica cubierta de sangre se retiró de su cuerpo, con su
corazón en sus garras. La sangre repiqueteaba sobre el suelo como la lluvia.
Durante un brevísimo instante, Katz vio su corazón húmedo, bombeando
aun con vida frente de él, aprisionado en las garras de la extremidad
mecánica de acero.
Entonces la verdadera oscuridad se cerró sobre él, una oscuridad que
sus ojos augméticos no podrían perforar.
Ya no sentía nada cuando su cuerpo cayó al suelo.

Los tres tecnosacerdotes regresaron a la luz y al ruido de los vehículos


Cadianos, los preparativos para salir, parecían haber llegado a su fin. Los
heridos habían sido atendidos y vendados y se trasladaron a los camiones.
Los que estaban más allá de la ayuda médica se les dio una muerte sin dolor
con una inyección letal.
En una breve y apresurada ceremonia, sus almas fueron enviadas al lado
del Emperador por una breve ceremonia por el confesor del 88.º. Los
suministros útiles fueron retirados de sus cuerpos, ya que podían ayudar al
resto de los soldados. Los vehículos fueron reabastecidos de combustible y
de municiones. Las tropas fueron alimentadas y hidratadas, y la fuerza
expedicionaria entera, esperaba la orden del general Deviers de dejar las
ruinas de Dar Laq y regresar a la superficie, al aire libre y a la luz del día.
En su mayor parte, los soldados estaban ansiosos por dejar la ciudad
profana detrás de ellos.
Sólo Gerard Bergen rezaba por un retraso. Su fiel ayudante no había
regresado aun de su misión. Cuando Bergen vio a los tres Tecnosacerdotes
caminando hacía su quimera, se encaro con ellos.
—¿Dónde han estado? —exigió.
Sennesdiar se volvió hacía él.
—Extrajimos muestras de metal —dijo levantando una pieza que había
tomado de las ruinas de una torres—. Estoy seguro de que un estudio
adecuado de estas muestras será de gran beneficio para el Imperio.
Bergen miró hacía las sombras bajo la capa del tecnosacerdote.
—¿No habrá visto a mi ayudante? —le preguntó—. Le envié
personalmente para traerle de vuelta. El general, dará la orden de partir en
cualquier momento.
El tecnosacerdote se inclinó.
—Estoy agradecido de que pensara en nosotros. Es una buena persona.
Por desgracia, no vimos a su ayudante. No encontramos con ningún ser
viviente en nuestras exploraciones. Dar Laq es una ciudad muerta. Hay
mucho que estudiar. El Adeptus Mechanicus tendrá que esperar a que en un
lejano futuro el planeta vuelva al control Imperial, pero ahora, tenemos que
prepararnos para partir. Disculpe.
Bergen vio el trío de figuras encapuchadas entrar en su chimera.
—¿Katz simplemente se había perdido? No, eso no podía ser —intentó
Bergen contactar con él por el microcomunicador, pero no hubo respuesta.
Maldita sea, pensó. Me resultara imposible convencer al general Deviers
retrasar la partida, por un solo hombre desaparecido. Si conozco al viejo
bastardo tan bien como creo que le conozco, ni siquiera se esperaría por
mi.
Bergen se volvió y se dirigió de nuevo al Orgullo de Caedus, decidido a
intentarlos por principios generales de todos modos. El motor del chimera
estaba al ralentí, como los de todos los vehículos a su alrededor.
Efectivamente, Bergen no pudo convencer al general, para que
detuviera la retirada, debido a la falta de un hombre. Deviers insistió, que
no se quedarían a esperar a que apareciera un simple teniente.
Deviers dio la orden de partir. Los conductores comenzaron acelerando
sus motores, llenando el aire con nubes azules de humo. Luego, uno a uno,
comenzaron a alejarse a través de las misteriosas calles sin vida, con sus
faros ahuyentando las sombras mientras se dirigían hacía el túnel en el lado
opuesto de la caverna.
Bergen estuvo erguido en la cúpula, todo el tiempo, con los ojos
mirando hacía la oscuridad hacía el lado norte, con el corazón latiéndole en
el pecho. Y pero que el dolor que sentía en su pecho. Era sentirse que había
traicionado a su amigo.
—Lo siento, Jarryl —murmuró en voz baja—. Lo siento mucho, amigo.
VEINTINUEVE

Pasaron dos horas después del amanecer, cuando los restos de fuerza la
expedición del general Deviers surgieron de la fría oscuridad del túnel al
calor sofocante de la mañana en Golgotha. Estaban a medio camino de la
cara este de la montaña, pero el paisaje de más allá estaba protegido en gran
medida de la vista por las nubes. Los cadianos fueron obligados a seguir la
única vía con los ancho y los suficientemente firme, como para que
pudieran circular las sesenta toneladas los tanques Leman Russ.
Las nubes eran una mezcla agitada de naranja, rojo y marrón. Ráfagas
de viento les echaban cortinas de polvo. Hacía el mediodía, sin embargo,
los vientos cambiaran a una brisa caliente. Altas y crestas todavía
confundían a la vista. En privado, algunos de los Cadianos casi lamentaban
dejar Dar Laq. De construcción xena o no, la temperatura era más de su
agrado. Y el aire no les chamuscaba los pulmones.
El sendero de montaña les llevó a un terreno más manejable y la
columna comenzó a moverse en una línea sinuosa atravesando una serie de
barrancos rocosos. Estaban rodeados por colinas de piedra arenisca rosa por
todos lados, pero no pasó mucho tiempo antes de que los Cadianos notaron
algo raro. El cielo era cada vez más oscuro, manchado con grandes
cantidades de humo.
El General Deviers ordenó que los exploradores se adelantaran para
investigar más a fondo, y pequeños grupos de sentinels se adelantaron
también en apoyo a los exploradores fuera. Minutos más tarde, el oficial al
mando de los exploradores recomendó que la columna se detuviera y que el
general en persona se adelantara a un punto de observación. Había
encontrado la fuente del humo.
Bergen yacía con su vientre pegado al suelo, Y con sus magnoculares
examinando la escena que tenía delante de él, sin importarle el hecho de
que su uniforme se manchara con el sucio polvo rojo. Una docena de
oficiales estaban por sus alrededores, en posiciones similares, murmurando
y maldiciendo.
Más allá de las montañas, la tierra era amplia y abierta. La Cadianos
miraban hacía abajo concretamente un enorme cráter, una caldera volcánica
de diez kilometros de ancho. El volcán llevaba mucho tiempo muerto, pero
en su centro se encontraba el origen del humo negro.
—Hay millones de ellos —dijo Killian, situado a la derecha de Bergen.
—Cien mil a lo sumo —dijo Rennkamp.
—De cualquier modo —dijo Killian— todavía estamos muy superados
numéricamente.
Bergen no podía decidir lo que estaba viendo. O bien era el equivalente
orko de una ciudad, o se trataba simplemente de la mayor colección de
chatarra que había visto nunca. Finalmente, se decidió que eran ambos, y en
partes iguales. Montones de placas de metal oxidándose y vigas retorcidas
amontonadas, el elemento más destacado de la escena que tenía delante.
Eran los vehículos Aquí y allá, en ruinas.
Los observo mejor, algunos eran reconocibles como los restos arrugados
de chimera y tanques Leman Russ, otros no tan conocidos.
Restos de la Guerra de Golgotha, pensó Bergen. Durante treinta y ocho
años habían rescatado el antiguo campo de batalla y lo amontonaron todo
aquí. ¿Era éste el lugar donde Thraka había construido sus maquinas de
guerra para el asalto a Armageddon? ¿Estaría La Fortaleza de la
Arrogancia entre toda esa chatarra?
Apenas se atrevía a esperar que estuviera aquí. Todos estaban buscando
a través de los cristales de los magnoculares, luchando por encontrar
cualquier cosa, incluso algo que fuera parecido al perfil del famoso
Baneblade.
Pero no habían visto nada que se le pareciera.
Tal vez se lo llevaron fuera del planeta, pensó. Y estamos aquí
buscándolo desesperadamente en Golgotha para poderlo repararlo y
envíarlo al Armagedón, y los malditos orkos, probablemente lo habrían
reparado a su forma, y enviado a Armageddon.
Concentro su atención en un par de enormes estructuras cilíndricas en el
extremo sur de la base orka.
Parecía ser algún tipo de fundición. Estaban recubiertas de tubos y
válvulas, y estaban emitiendo mucho humo en el aire.
De vez en cuando, grandes columnas de fuego surgían de una serie de
chimeneas, tambaleantes y delgadas. Vio cientos de figuras bestiales
trasladando chatarra a través de las enormes puertas. Había talleres adjuntos
donde se podía ver el resplandor blanco de sopletes de promethium. Una
lluvia de chispas naranjas acompañaban los fuertes sonidos metálicos.
En el centro de la base, rodeado por las montañas de chatarra, había
cientos de chozas y hangares, todos hechos de acero y dispuestos sin ningún
orden en particular, que Bergen pudiera discernir.
Como era de esperar, hasta la última superficie estaba pintada de color
rojo y decorada con glifos, la gran mayoría de los cuales parecían ser
calaveras o rostros orkos.
Había torres colocadas en todo el perímetro, también, marcos inestables
de hierro y acero que eran tan altas como cualquiera de los montones de
chatarra. Encima de cada una de ellas, Bergen vio puestos de observación
con pivote de armas pesadas. Y estaban siendo atendidos por los miembros
más pequeño, y más delgados de la casta de esclavos pieles verdes. Todos
los guardias imperiales los conocían como gretchins, relativamente débiles
de cerca, pero eran más capaces de matarte con un arma, como sus parientes
más grandes.
—¿En el nombre de Terra que es eso? —preguntó el coronel Graves—.
Allí, en el lado norte. ¿Eso es una jaula?
Bergen dirigió su atención hacía donde les indicaba Deviers, y vio la
estructura de la que les estaba hablando. Ciertamente parecía una jaula, pero
tenía más de cincuenta metros de altura. No tenía ni idea, para que se había
construido una jaula tan enorme, sus barrotes eran más gruesa que una viga
de acero medio. No había señales de vida en el interior, pero la visión de
grandes pilas de estiércol de color marrón rojizo. Le hizo creer que había
sido construida para una criatura enorme. Si tenían suerte, la jaula vacía
significaba que la criatura habría muerto. Quizá tuvieran la mala suerte, de
que estuviera de patrulla en alguna parte, quizá en el borde opuesto del
cráter.
Vio docenas de formás más pequeñas alrededor de la jaula, llena de las
criaturas ovoides, que conocía por el nombre de garrapatos, que eran la
principal fuente de comida de los orcos. Hacía poco más de una década en
Phaegos II, que Bergen había sido testigo de cómo esos seres eran lanzados
en medio de un regimiento de infantería de Mordía, por medio de una
extraña primitiva catapulta. Era una de las tácticas más extrañas que había
visto usar pieles verdes. Extraña, pero efectiva. El resultado del aterrizaje
de estas agresivas criaturas justo en el medio de tropas en formación
cerrada, creaban pánico absoluto cuando los garrapatos atacaban a lo que
tenían más cerca con sus enormes dientes. Sus tanques, acudieron en apoyo
de la Mordianos, y habían destruido las catapultas, pero no antes de que
habían muerto un buen número de hombres.
—Todos están armados —dijo el capitán Immrich—. Y tienen muchos
vehículos ligeros, también. Van a darla a su infantería algo más de los qué
preocuparse, coronel.
Graves gruñó algo a modo de respuesta. Bergen no entendió el
comentario.
Immrich estaba a pocos metros a la izquierda de Bergen. Parecía estar
bien en su nueva posición como líder del 81.º regimiento acorazado, pero
Bergen estaba un poco aturdido por el cambio físico de Immrich. Parecía
menos robusto de lo que Bergen podía recordar. Por otra parte, casi todos
parecían haber cambiado. Bergen había evitado mirarse en un espejo
recientemente. El color rojizo de su piel era la suficiente advertencia de que
el Golgotha les estaba cobrando un terrible peaje.
Como Immrich había señalado, vehículos orkos estaban por todas
partes. Motocicletas y buggies rugían por todas partes como si sus
conductores estaban involucrados en algún tipo de juego. Se abucheaban y
gritaban, y sus pasajeros arremetían con martillos y cuchillas cada vez que
se acercaban a pocos metros de otro vehiculo. Bergen vio un orko
decapitado de ese modo. Los otros aullaban de risa cuando el cuerpo sin
vida cayó de la parte trasera del buguie que había estado montando.
Segundos más tarde, un trío de motocicletas pasaron directamente por
encima del cadáver.
—Locos salvajes —pensó Bergen, pero su rechazo no era por la
aprehensión se sentía, por la falta de respeto por sus caído, sino por las
carcajadas que soltaban desde las filas desorganizadas de pieles verdes.
Detrás de ellos, había literalmente cientos de tanques, vehículos
blindados, transportes pesados, piezas de artillería, dreadnoughts y más.
Que parecían tener más probabilidades de desintegrarse, que soportar
cualquier tipo de combate, pero Bergen no se dejó engañar. La maquinaria
Orka podía ser aparentemente eficaz. Cualquiera que fuera el Señor de la
Guerra, que gobernara este lugar, sin duda estaba bien equipado.
—He visto suficiente —dijo una voz aguda, y cortante.
Bergen oyó a alguien moverse por su izquierda y bajó magnoculars. El
general Deviers se movía hacía atrás por la pendiente. Cuando estaba por
debajo de la colina, se puso de pie y se sacudió el polvo.
—Los exploradores dicen que no hay otro camino a seguir —dijo,
dirigiéndose a todos a la vez—. Tendremos que acabar con todos, si
queremos comenzar a buscar entre las montañas de chatarra a La Fortaleza
de Arrogancia.
Otros oficiales habían comenzado arrastrarse hacía atrás por la
pendiente. Muchos de ellos contenían sus palabras. A juzgar por la mirada
en el rostro del coronel von Holden estaba casi a punto de explotar, pero
Pruscht, que siempre le había parecido como un pragmático y sensato
oficial, se le adelantó.
—No puedes estar hablando en serio, señor —dijo entre dientes—. En
el nombre de Terra, piense en la aplastante superioridad numérica. Habrá
una masacre y vamos a estar en el lado equivocado de la misma.
Deviers miró a su alrededor, con los ojos repentinamente duros, y
Bergen tuvo la clara impresión de que estaba buscando a un comisario.
Afortunadamente, se habían quedado con los soldados, mientras que los
altos oficiales subían a observar.
—Será una masacre —espetó el general—. Una matanza de orcos. La
Fortaleza de la Arrogancia debe estar allí. Cualquier cobarde que se
interponga en mi camino glorioso será ejecutado.
Envalentonado por las miradas consternadas de los otros, el coronel
Meyers de del 303.º sumó su voz a la protesta.
—Pero no hay evidencia de que…
El chasquido de una pistola bólter cortó su frase. Su cráneo estalló,
pulverizando a los coroneles Brismund y von Holden con una fina lluvia de
sangre.
—En el nombre de Terra —exclamó el coronel Marrenburg,
repentinamente pálido.
—Ese hombre era un oficial de alto rango —exclamó el general Killian.
—Señor —susurró el general Rennkamp—. —¿Está tratando de hacer
que nos maten? Si los orkos se dan cuenta del disparo…
La voz Deviers era completamente normal. Echó un vistazo a cada uno
de los hombres que tenía delante.
—¿Alguien más desea ser ejecutado como un cobarde y un traidor? Si
es así, de un paso adelante.
Nadie se movió.
—Nuestra misión tiene un solo objetivo —continuó—. Todo lo demás
es irrelevante. Vivamos o muramos, nos aseguraremos de que La Fortaleza
de la Arrogancia se recuperada de los orcos y entregada al Adeptus
Mechanicus. Y Yarrick tendrá su tanque de vuelta, y la expedición será para
siempre recordada en los orgullosos anales de la Guardia Imperial. Como
acaba de presenciar, voy a matar a cualquier hombre que se interpongo en
mi camino, porque es un enemigo del Emperador y no verdadero hijo de
Cadia.
Esas últimas palabras sacudieron a los oficiales como un látigo. Bergen
vio a von Holden físicamente afirmándose en contra de su ejecución, sin
embargo, de una manera muy diferente.
Cuando terminó su declaración, el general se puso notablemente más
alto y orgulloso, con el pecho expandiéndose hasta Bergen pensó que los
botones de su uniforme, podrían salirse.
El viejo bastardo realmente había perdido la cabeza.
Los otros oficiales estaban como congelados. Nadie más se atrevió a
hablar. Nadie, a excepción de la figura, con capucha que se acercaba desde
la parte inferior de la pendiente, con su túnica ondeando tan roja como las
rocas de que pisaba.
Rojo como la sangre, pensó Bergen, entrecerrando los ojos.
La voz átona de Sennesdiar parecía hacer eco de las laderas cerca como
él dijo.
—Un gran discurso general. Y creo que pronto se cumplirá su destino.
Mis adeptos han vuelto a consultar con los espíritus de nuestros auspex.
Tenemos todas las razones para creer que el tanque que busca se encuentra
en la base orka. Ha llegado el momento que obtenga su lugar en la historia,
y el Adeptus Mechanicus está dispuesto a ofrecerle se apoyo.
Con sus esperanzas confirmadas, una amplia sonrisa se dibujó en el
rostro del general, formando arrugas en la piel alrededor de sus ojos.
Bergen, sin embargo, vio con toda claridad que el viejo estúpido estaba
siendo manipulado. Su desesperación, su necesidad de dejar alguna huella
en el Imperio, era un peón manejado por fuerzas mayores.
Tal vez no fuera del todo culpa suya. Había sido grande una vez, antes
de que el desastre que tuvo en Palmeros lo desquiciara. La mayoría de los
hombres, los hombres de la aristocracia, en particular, querían dejar algo
atrás, aunque principalmente eso se lograba por la continuación de su línea
de sangre. Deviers le habían sido negado el camino a la inmortalidad, por lo
que tenía que encontrar otra camino.
El poeta Michelos había dicho algo acerca de los tontos que escribían la
historia con la sangre de sus hombres, pero Bergen no podía recordar las
palabras exactas.
De repente, Sennesdiar volvió su cabeza hacía el sur. Algo le había
llamado la atención.
—Hay que pasar de una vez —dijo—. Prepare rápidamente los
vehículos. Tenemos que darnos prisa.
Aunque su vocalizador no podía transmitir un sentido de urgencia a
través de su tono, sus palabras fueron suficientes.
Todo el mundo se volvió hacía la misma dirección.
—¿Qué ha visto? —exigió Rennkamp, pero el tecnosacerdote no tenía
necesitad de responder. Los oficiales pudieron oír por sí mismos ahora, el
rugido de un motor cada vez más fuerte, hasta que fue casi ensordecedor.
—Por encima de nosotros —gritó el coronel von Holden sobre el ruido.
Bergen levantó la vista justo a tiempo para ver una enorme avión de
combate, ha unas decenas de metros por encima de la línea de cresta. Estaba
pintado de rojo, con una la mandíbula de un tiburón alrededor de la entrada
de aire en la parte delantera. Tenia bombas y cohetes fijados bajo sus alas.
Por un instante muy breve, Bergen pareció ver la cara lasciva del piloto, un
horrible orko con una babeante mandíbula, llena de colmillos.
—¡Corred! —gritó Deviers, y todo el mundo empezó a correr
deslizándose por la parte inferior de la pendiente, creando un torrente de
rocas y polvo.
El piloto debía de haber comunicado su presencia con algún tipo de
dispositivo de comunicado, ya que inmediatamente, pudieron oír el
estruendo de los tambores de guerra orkos.
La posibilidad de planificar adecuadamente un asalto se había ido. La
ventaja de la sorpresa se había perdido. Las bestias ya se estaban
derramando a su encuentro.
Era el momento de matar o morir.
TREINTA

Se enfrentaron a mitad de camino con la horda orka con una violencia que
hizo añicos el hierro y el hueso.
Los orkos cayeron en la locura casi de inmediato. No había donde
esconderse. Era un terreno llano y abierto. A medida que se iban acercando
los cadianos los abatían a cientos desde larga distancia, sus piezas de
artillería Basilisk, hicieron notar sus consecuencia a unos cinco kilómetros
de distancia, pero los orkos eran demasiado numerosos. Eran una rugiente
tormenta furiosa, de revanadoras, armas de fuego, colmillos y músculos, y
habían pasado muchos días sin combatir. Por fin, la guerra había vuelto al
Golgotha. Los pieles verdes rugieron desde tanta distancia, y rápidamente
fueron acortando las distancias, y el derramamiento de sangre comenzó en
serio.
Los Leman Russ exterminadores y conquistadores, los vehículos
blindados chimera, se colocaron en formación para apoyar a la infantería de
Cadia, abriendo brechas temporales que permitió a la infantería a emplear
sus rifles láser brevemente antes de que el enemigo se lanzó hacía delante
de nuevo, pisoteando los cuerpos de los muertos. Los sentinels protegían los
flancos de la formación principal, evitando de que las rápidas y ligeras
motocicletas y los buggies orkos rodearan la formación principal. Sus
cañones automáticos destruían a los ligeros vehículos orkos. Los flancos de
pronto se convirtieron en un campo de batalla plagado restos de maquinas
humeantes a ambos lados.
En el centro, el aire ardía y palpitaba, lleno de ardientes descargas, y
proyectiles sólidos que zumbaban en todas las direcciones. Ríos de fuego
producidos por los lanzallamas, convirtieron por igual a hombres y orcos en
restos de carne negra.
El bombardeo de ambos lados, por la artillería, creaba grandes cráteres
en el suelo, como si en cualquier momento el suelo se los tragaría a todos
en un mar de magma naranja.
Wulfe fuera de la torreta del Último Ritos II, se había dejado tragar por
el ensordecedor caos, en que se había convertido el mundo.
Hombres de menos valía, ya abrían perdido la cabeza, pues nada podía
igualar el salvajismo, y la brutalidad alegre, de los orcos. Cadianos, sin
embargo, no eran hombres normales. Nacían y se criaban para la guerra.
Ese era su deber, y Wulfe no tenía miedo. Sus años de formación y
experiencia se hicieron cargo desde el principio, para pasar a un primer
plano de su conciencia. Sus sentidos eran más nítidos, y sus movimientos
más rápido y seguros, y su cicatriz le dolía, como un recordatorio de todo el
odio que había dentro de él.
Muriera o no hoy, tenía la intención de cobrarse un enorme precio, por
todos los amigos que habían muerto en manos de orkos.
Oyó a van Droi, por el comunicador.
—Adelante, Gunheads. ¡Mostradles a esos cabrones lo que significa la
ira del Emperador!
¡FOOM!
El sonido de los cañones de batalla de los Leman Russ ahogo todos los
demás ruidos, Judías disparó un proyectil tras otro a discreción, no era
necesario apuntar dado el tamaño de la horda orka.

El general Bergen había ordenado a todos los Leman Russ del regimiento,
avanzar a la carrera hacía adelante a través de las líneas orkas, disparando
con sus armas, con el objetivo de eliminar a los blindados enemigos y
piezas de artillería alineados en el oeste del asentamiento. A partir de ahí,
podrían dar la vuelta y atacar la retaguardia orka.
No iba a ser fácil. Ya que estaban atrayendo grandes cantidades de
fuego. Y moverse a través de la horda de orkos, les pondría en mayor
riesgo, pero la artillería orka, tenía que ser destruida, o la infantería seria
destruida. Simplemente no había otra manera.
Bergen apretó el gatillo del cañón automático de la torreta, y ametrallo a
los orcos desde el orgullo de Caedus, y envío a una decena de orkos al
suelo sin vida. A su alrededor, los hombres del 71.º de Infantería luchaban
como perros rabiosos. Desde su chimera les estaba inspirando con su apoyo
con el cañón automático. Estaba orgullo de luchar a su lado. Estaba
haciendo todo lo posible para apoyarlos, al igual que su comandante, el
Coronel Graves, pero si los tanques de Immrich no podían destruir pronto la
artillería orka, todo se perdería. La sagrada misión del general Deviers
terminaría aquí.
El general estaba en su apogeo por el comunicador y todo el mundo le
estaba escuchando, exigiendo que se mantuvieran firmes y que rompieran la
carga orka. Bergen normalmente podría haberle maldecido o no hacerle
caso, pero no esta vez. Esta vez, el anciano tenía razón, estaba en el ojo de
la tormenta, disparando personalmente el multi-láser de la torreta de su
propio chimera. Nadie, había insistido, en colocarse en su lugar. Las
probabilidades eran demasiado bajas. Y Bergen pensaba que era hora de
que el viejo bastardo se ensuciara las manos.
De izquierda a derecha, el campo de batalla era un mar de cuerpos
verdes monstruosos con planchas de hierro negro.
Bípedos acorazados de colores chillones se movían entre ellos, eran casi
cómico con sus movimientos torpes. Sin embargo no había nada cómico, en
los akribilladores pesados, y lanzallamas adosados a su chasis. Los
Cadianos eran abatidos en grandes cantidades, con sus cuerpos envueltos en
llamás o desmembrados por la lluvia de proyectiles.
La 8.ª División Mecanizada y la 12.ª División de Infantería pesada
estaban presionando al enemigo por el noroeste, pero los habían
sobrepasado y en estos momentos estaban luchado en tres frentes.
La 10.ª División Blindada estaba cargando contra el centro de la horda.
En términos de estrategia, era casi elegante, pero no había habido tiempo
para mucho más.
Van Droi oyó al capitán Immrich a través del comunicador, por el canal
de mando de la 10.ª División era una orden prioritario.
—Van Droi será la punta de la lanza. Siga recto pasando por encima de
la infantería orka, Aplástelos con su orugas tractoras. Una vez que los haya
sobrepasaros, quiero que destruyas la maldita artillería orka. Y después
céntrense en sus tanques. Y todos los blancos oportunidad que se pongan en
su camino. Podemos marcar la diferencia. Hazlo por Vinnemann.
Por Vinnemann pensó van Droi resueltamente. Por el Trono.
El Destrozaenemigos rebotó y se sacudió cuando, pasa por encima de
una decena de enemigos, aplastando a los enormes cuerpos con su cadenas
tractoras. Los orkos llevados por el pánico, se volvieron unos contra los
otros para salir de su camino, provocando el pánico entre las filas orkas,
pero eran demasiado lentos. Más cayeron con cada metro que ganaba.
Dejando en su estela, un pantano de sangre verde.
Algo impacto en la torreta, haciendo que en el interior del tanque
resonara como una campana.
El cargador, Waller, exclamó:
—Nos han dado.
—Informe de daños —gritó van Droi.
—No hay perforación del blindaje —informó Dietz.
Habían tenido suerte. Mirando a través de las ranuras de visión, Van
Droi vio un rastro espiral de humo en el aire entre el tanque y un
dreadnought de aspecto oxidado, que se estaba abriendo camino hacía ellos,
apartando a la infantería orka de su trayectoria. Un cohete había alcanzado
la torreta del Destrozaenemigos detonando con el poder suficiente para
darle a la tripulación de un terrible dolor de cabeza, pero poco más.
Sin necesidad de decir nada. El artillero Dietz volvió a la torreta y la fue
moviendo hasta fijar al dreadnought.
—Blanco fijado —gritó.
El Destrozaenemigos se sacudió y la torreta se llenó de humo apestoso.
El dreadnought parecía congelarse en el tiempo por un instante, cuando un
agujero negro del tamaño de un melón había aparecido en su armadura.
Entonces explotó hacía el exterior en una explosión de fuego blanco,
lloviendo metralla entre los orkos más cercanos.
—Sigue empujando hacia adelante —dijo van Droi a su conductor—. Si
no detenemos treparan por el casco.
Los orkos golpeaban con sus armas los costados blindados del tanque,
con sus cuchillos. Otro cohete apareció en el aire y golpeó el blindaje. Van
Droi vio a otro dreadnought, éste era casi dos veces mayor que la anterior.
—Maldita sea, hacía la derecha —gritó a su artillero— y destruye a ese
hijo de puta.
—Sólo puedo cargarme a uno por disparo, señor —replicó Dietz, pero
ya tenía al dreadnought en su punto de mira un segundo más tarde. Y
disparo.
El cerrojo se deslizó hacía atrás, vertiendo un casquillo de proyectil de
latón vacío. El dreadnought recibió un impacto en su pierna derecha,
arrancándosela y cayó hacía delante, sus extremidades se movían
frenéticamente en un intento por levantarse, cortando a trozos a los orkos
que tuvieron la mala suerte de estar cerca.
—¡Gran disparo! —dijo van Droi. Mientras echaba un vistazo al campo
de batalla para ver como le iba al resto de su compañía. Era difícil ver algo.
Estaba oscurecido por las nubes de humo que se elevaban en todas partes y
la horda seguía presionándoles por los laterales, las cuchillas resonaban sin
cesar en el casco.
—Destrozaenemigos a todos los Gunheads —dijo van Droi por el
comunicador—. Informen de situación.
Tres de sus comandantes de tanques respondieron. Uno no.
—Van Droi a Holtz, responda —insistió Van Droi, no recibió ninguna
respuesta—. Viejo Rompehuesos, responda.
Van Droi sabía Wulfe estaría escuchando. Todos sabían lo que
significaría el silencio: otro tanque destruido.
No, no tenía sentido en pensar así. Un hombre podía volverse loco,
esperaba que Wulfe no se volviera loco.
Holtz que el emperador te guie pensó corporal, van Droi, el resto de
nosotros no tardaremos en seguir sus pasos, pero haré todo el daño que
pueda a estos bastardos antes de partir. Te lo prometo.
—Nails —gritó por el intercomunicador—. Necesitamos más velocidad,
maldita sea. Aprieta el acelerador hasta el fondo.
Conteniendo a los orkos en el sur, los soldados del 302.º infantería de
rifles luchaban valientemente sin el coronel Meyers. Les habían informado
que su oficial al mando le habían disparado por cobardía. Los restos de su
regimiento unos cuatrocientos sesenta y hombres se propusieron demostrar
que no eran unos cobardes como su oficial. Lograron con creces, aunque
había pocas oportunidades para cualquier persona que estuviera cerca, para
poderlo ver, por el torbellino de polvo que cubría toda la batalla.
Su recién nombrado comandante, el Mayor Gehrer, les dirigía desde el
frente, agitando la bandera del regimiento en una mano y blandiendo una
espada sierra ensangrentada en la otra, El 303.º arremetió duramente contra
la infantería orko y momentáneamente logró hacerlos retroceder. No duró
mucho tiempo.
Sin el adecuado apoyo de los blindados, los soldados Cadia eran
simplemente carne de cañón, y muy pronto, los orkos volvieron a cargar y
esta vez no los pudieron rechazar y los masacraron con sus pesadas
revanadoras.
Gehrer fue el último en caer, protegido hasta el final por un círculo cada
vez menor de sus hombres. A pesar de que los orkos le habían cortado una
pierna, luchó para mantener la bandera en posición vertical, para impedir
que su tela sagrada no tocara el suelo.
Segundos después, los pies de los pieles verdes le estaban pisoteando en
el polvo.
—¡Refuercen el flanco sur! —gritó el general Deviers—. ¿Dónde
diablos está el 303? ¿Qué pasa con nuestra artillería? Gruber. Diles que
aumenten su cadencia de fuego. Eso es la peor barrera de artillería que he
visto en mi vida. Nuestros hombres están siendo sacrificados por ahí.
Se sentó en lo alto de la torreta de su chimera, con la escotilla cerrada
sobre su cabeza, disparando una rápida ráfaga con el multi-láser, contra
cualquier cosa y que entró en rango. Había pasado demasiado tiempo,
décadas, de hecho, que no hacía esto. La visión de los horribles pieles
verdes, que eran destrozados por su propia mano trajo una satisfacción
asesina que se había olvidado que fuera posible. Se deleitaba en ella.

Un cazabombardero orko, paso por encima del Leman Russ de Wulfe,


volando a poca altura, con intención de vaciar su cargamento de bombas en
las líneas imperiales.
—¿No tenemos nada que pueda acabar con su apoyo aéreo? ¿Cómo se
supone, que nos ayudara destruir a su artillería si seguimos siendo
bombardeados desde el aire? —dijo Wulfe por el comunicador.
Justo cuando terminó su condena, algo pequeño y rápido, impacto en la
sección de cola del aparato. Hubo una explosión de llamas rojas y
rápidamente el cazabombardero, comenzó su ultimo descenso hacía el
suelo, hacía la horda orka. En unos segundos impacto en el suelo, y un gran
hongo de polvo y fuego estallo en mitad de la horda orka. Wulfe juzgó que
cientos de orcos habían sido mutilados o muertos, por la explosión.
—¡Por Terra! —gritó. No podía ver al equipo de armas pesadas que
había disparado el misil, pero él los saludó de todos modos por el
comunicador.
Ya tenía suficientes preocupaciones sin los malditos pilotos pieles
verdes tratando de hacer estallar su tanque.
Al tratar de aplastar a todo lo que se cruzara en su camino a través de
las más gruesas lineas orkos, los tanques de Cadia se habían visto obligados
a reducir la velocidad. Y al ser más lentos los convertía en blancos fáciles
para los tanques orkos, que balbuceaba y retumbaban en la parte trasera la
horda. Eran enormes, montones de chatarra con demasiado blindaje
atornillado en todos sus ángulos. Se arrastraron hacía adelante con cadenas
tractoras oxidadas, moviendo sus torretas casi en cámara lenta, tratando de
apuntar a sus enemigos imperiales más rápidos. Cada pocos segundos,
disparaban una salva.
Algunos de ellos ya se habían autodestruido debido a fallos de
encendido, mientras que otros habían matado a decenas de su propio
infantería, pero Wulfe sabia que, tarde o temprano, tendrían suerte con un
disparo.
El Capitán Immrich debió de pensar lo mismo, porque, además de los
Leman Russ de la sexta Compañía, ordenó a las primera y segunda
compañías que se centraran en los tanques orkos, mientras los demás
trataban de destruir a las artillería orka y a las defensas estáticas. Tan pronto
como las primera y segunda compañías recibieron sus nuevas ordenes,
rompieron, y rugieron directamente hacía los tanques orkos, giraron sus
torretas, el poder destructivo de los proyectiles perforantes de sus cañones
de batalla, atravesaban los cascos y las torretas con independencia del
espesor del blindaje o de su densidad. Eran una vista temible. Pronto, la
mayor parte de los tanques orkos fueron reducidos a montones de metal
ardiente.
Con la excepción de Lenck, que había recibido la orden de apoyar a la
infantería mecanización de Marrenburg, Wulfe y los restantes Gunheads
atravesaron las líneas orkas, y sólo unos segundos después. Las piezas de
artillería orkas estaban a sólo unos pocos cientos de metros de distancia:
hileras de enormes tripulados por flacos gretchins luchando por introducir
los pesados proyectiles a las recamaras de los obuses.
Desde la izquierda, hubo un destello y una explosión. Wulfe vio que
Van Droi había abierto fuego con el arma principal del Destrozaenemigos.
El Cañón de batalla del Último Ritos II, tosió medio segundo más tarde. Y
dos de los obuses orkos fueron destruidos en grandes bolas de fuego
naranja.
—Judías —gritó Wulfe por el intercomunicador—, destruye a esos
bastardos. No te detengas hasta que todos estén destruidos.
—A sus ordenes, sargento —respondió el artillero.
El coronel von Holden del 259.º Regimiento de Infantería Mecanizada
defendía su tramo de la línea con una mezcla de chimeras, semiorugas y
soldados a pie. Los artilleros de vehículos apoyaban a la infantería,
destruyendo a cualquier vehículo orko que se dirigiera en su dirección. Esto
lo hicieron con gran éxito, y con los cañones automáticos convirtieron las
motocicletas y buggies orkos en chatarra metálicas, esparciendo residuos y
cadáveres en todas las direcciones.
Sus armas eran mucho menos eficaces, sin embargo, contra los
camiones fuertemente armados y blindados de los orkos estaban siento
utilizados como blindados de primera línea y tanques ligeros. Algunas de
estas máquinas estaban terriblemente personalizadas, y con plataformas de
tiro muy estables.
Cada vez que los camiones dispararon, parecía que estaban
peligrosamente llegó cerca de vuelco, y a los orcos no les importaba. Pero
el efecto sobre la Cadianos eran devastadores. Los disparos que no
alcanzaban a los chimeras, impactaban entre la infantería, matando a
decenas de ellos, o simplesmente dejándolos gravemente heridos. Los
proyectiles con que les azotaban ha veces lograban traspasar los blindajes y
mataban a los tripulantes de los chimeras.
Von Holden lo vio todo. Cuando el chimera a tan solo a diez metros de
él fue destruido, y le ordenó a su conductor que se retirara inmediatamente.
—Pero vamos a aplastar a los hombres, que se parapetan detrás de
nosotros —protestó su chofer.
—Hazlo, ya —le espetó von Holden—. O tendré que dispararte por
insubordinación.
Con una oración pidiendo el perdón del emperador, el reacio conductor
dio marcha atrás con el chimera y comenzó acelerar lejos de los camiones
orkos que se acercaban, y los hombres que no murieron al instante cayeron
gritando por el emperador.
—¡Más rápido! —gritó von Holden, haciendo caso omiso por el
comunicador del mayor Rennkamp, para que le explicara su retirada
improvisada.
Uno de los camiones orkos disparo con un lanzacohetes, y el chimera de
von Holden recibió el impacto, el proyectil de alto poder explosivo, había
destrozado su lateral derecho.
Von Holden pudo salir del chimera sin ninguna lesión grave.
—Estoy bien —dijo con voz entrecortada a un soldado que se le
acercaba—. Por el Trono, estoy bien.
No vio el cuchillo que llevaba en la mano, hasta que el soldado se
abalanzo sobre el y le corto el cuello. Segundos después, Janz von Holden
estaba muerto.

Sin Katz, Bergen estaba teniendo dificultades para supervisar, por


comunicador con los comandantes de regimiento. Había tomado un
asistente temporal con el nombre de Simms, un joven del equipo de
comunicaciones del capitán Immrich. A fin de cuentas, Simms no estaba
haciendo un mal trabajo.
Sobre el ruido del fuego del bólter pesado resonando dentro del blindaje
del chimera, Bergen oyó la voz del capitán Immrich en la oreja derecha.
Simms le había se lo había conectado directamente al microcomunicador.
Al menos el chico aprendía rápido.
—Hemos aniquilado prácticamente a los tanques, señor —dijo Immrich
—. Parecían peligrosos, pero eran en su mayoría trastos viejos. La mitad de
ellos se autodestruyeron. Sólo quedan unos pocos en estos momentos. Las
compañías de la uno a la cuatro están destruyendo las defensas estáticas.
Esas cosas parecen que estaban a punto de caerse solas con la próxima
brisa, de todos modo. Las otras estructuras defensivas, se derrumban
fácilmente con proyectiles de alto poder explosivo. Las otras compañías ya
han limpiado la zona de la artillería orka. Sin embargo, las compañías seis y
siete han tenido grandes pérdidas en su camino a través de la horda. Los
orkos están utilizando granadas y minas magnéticas. Tiene que advertir a
las restantes unidades blindadas, que no se acerquen a los orkos, tanto como
lo hicimos nosotros. Estoy ordenando mi exterminadores, que ataquen a la
retaguardia orka. Con los tanque a un lado y la infantería por el otro,
empezaremos a castigarlos duramente.
Bergen estaba a punto de responder cuando un sonido aterrador, a
medio camino entre un gritó y un rugido, se oyó a través del ruido de la
batalla.
El Capitán Immrich también los había oído. Entonces, al parecer, vio de
donde provenía.
—¡Mierda! —dijo por el comunicador—. Eso es grande.
—Por el Trono Dorado, pensó Bergen. No dejes que eso sea lo que creo
que es.
—¿Qué se puede ver, capitán? —Exigió—. ¿Qué demonios es eso?
TREINTA Y UNO

Immrich estaba completamente congelado en su asiento.


Una imponente montana de chatarra oxidada, se estaba dirigiendo hacía
su posición. Parecía tener unos veinte metros de altura, y casi treinta metros
se se contaba el bunker construidos sobre su lomo, y estaba fuertemente
armado.
No era otro artilugio orko desvencijado. Era un ser vivo, un miembro de
la raza orka, pero en su forma más gigantesca, muy diferente a sus pariente
más pequeños, que parecían una especie diferente.
—¡Un garrapato mamut del tamaño de un pequeño titan! —jadeó
Immrich.
—Maldita sea —dijo Bergen—. ¿Acabas de decir garrapato mamut?
—Si señor. ¡Pero yo nunca había visto uno tan grande, señor! ¡Y no
parece contento de vernos!
Con una calma que Immrich no sentía, agregó:
—Tendrás que perdonarme, señor. Creo que mis tanques y yo estamos
muy ocupados.
La boca de Wulfe estaba abierta cuando el ser vivo más grande que jamás
había visto lleno la ranura de visión. Era una pesadilla de músculos y
dientes blindados. Su piel escamosa parecía tan duro como una roca. Cada
uno de los colmillos inferiores que sobresalían eran enormes. Y sus
enormes ojos, eran de un rojo brillante, que transmitían toda la rabia y sed
de sangre. El garrapato mamut sacudió su enorme cabeza y gritó un desafío
a los tanques Cadianos. Wulfe sintió como su torreta vibraba.
—Por el Trono dorado —exclamó Judías.
—Es enorme, que el emperador nos proteja —respondió Metzger.
—Siegler —dijo Wulfe, todavía incapaz de parpadear—. Proyectiles de
alto poder explosivo y no pares de meter proyectiles en la recamara hasta
que te lo diga. Judías, dispara a discreción a esa cosa, y hazlo rápido. Es
demasiado grande para que falles.
A la izquierda ya la derecha, las torretas de todos los tanque ya estaban
girando en dirección del garrapato mamut.
Si les disparamos todos pensó Wulfe, con toda nuestra potencia de
fuego combinada, tendríamos que ser capaces de abatir a ese bastardo.
Fue el teniente Keissler, recientemente nombrado segundo al mando del
regimiento, el que primero disparo contra el garrapato mamut. El proyectil
salió del cañón de batalla del tanque. Y el primer proyectil alcanzó el el
hombro blindado de la bestia con una explosión de fuego y humo. El
garapato mamut hizo un ruido sordo enojo desde lo profundo de su garganta
y se volvió hacía el tanque de Keissler.
—¡Mierda! —murmuró Wulfe—. Sólo a echo que se enfade más.
—Prepárate para correr —le dijo a Metzger por el intercomunicador—.
¿Lo has entendido?
—Si, sargento —respondió el conductor. Y comenzó girar el casco lejos
del garrapato mamut.
—Judías —dijo Wulfe—, apunta a las partes sin blindaje.
—Al vientre plano —dijo Beans—. Creo que puedo meterle un
proyectil en el ombligo.
Otros tanques empezaron disparando. La mayoría de los proyectiles
dieron en el bunker de su espalda, y los orkos de a bordo comenzaron a
disparar cohetes y con los akribilladores pesados. Su poder de fuego era
terrible. Los proyectiles comenzaron a caer al suelo y los cohetes
explotaron sin causar daños en el aire.
Entonces gigantesca arma principal del garrapato mamut disparo.
El retroceso fue tan enorme que garrapato mamut, se inclinó hacía atrás,
arrojando a la mayor parte de sus pasajeros. Que se golpearon contra la dura
arena dura, y se quedaron allí, retorcidos e inmóviles.
Un Leman Russ a la izquierda del Wulfe de repente fue engullido por
una gran bola de fuego. Y pequeñas piezas de metal llovieron sobre el
Último Ritos II.
—¡Mierda! —exclamó Metzger por el intercomunicador—. ¡Tenemos
que irnos!
Los otros tanques estaban disparando contra el garrapato mamut, pero
no parecía estar notando los impactos.
El enorme animal clavó las uñas en el suelo, preparándose para cargar.
—¿A qué estás esperando, Judías? —exigió Wulfe—. ¡Dispara!
—¡Lo tengo! —gritó Beans.
El Último Ritos II se sacudió y envió un brillante proyectil hacía el
vientre de la bestia.
Hubo una explosión de fuego. El monstruo bramó de dolor. Pero cuando
el humo se disipó, sus escamás del vientre estaban ennegrecidas, pero sin
daños.
La piel de maldita cosa debe ser más grueso que nuestro casco pensó
Wulfe.
El garrapato mamut ya tenia más que suficiente de los tanques. Con otro
bramido profundo, pesadamente cargo hacía ellos, pisoteando a todo lo
bastante desafortunado en interponerse en su camino. En su mayor parte,
esto significaba garrapatos, orcos y Gretchin, pero uno de los tanques de 3.ª
Compañía del teniente Czurloch no fue lo suficientemente rápido.
Desde el Último Ritos II en movimiento, Wulfe miró hacía atrás para
ver al tanque y a su tripulación aplastado por un pie con garras enormes.
—Esa cosa debe pesar más que mil toneladas —exclamó.
Los tanques se fueron dispersando en todas las direcciones, y los
oficiales comenzaron a gritar por el comunicador, tratando de mantener
algún tipo de disciplina. Volvió a disparar de nuevo a la bestia enfurecida,
pero proyectil tras proyectil estallaban en su blindaje, sólo servían para
enfurecerlo aún más.
Con voz urgente Immrich se comunico con todos los tanques.
—Escuchen, comandantes de tanques. Cambien a perforantes. Los
proyectiles de alto explosivo no está haciendo absolutamente nada. Retiraos
hacía las lineas orkas, al menos para alcanzaros tendrá que pisar a muchos
orkos para alcanzaros. Esta sin control. Podemos usar eso a nuestro favor.
Wulfe se tomó medio segundo para inspeccionar el resto de la batalla.
Gran parte de ella estaba oscurecida por el polvo y el humo, pero lo que
podía ver la lucha increíblemente feroz en todas partes.
Una vez Immrich dejo libre el comunicador, la voz de Van Droi le
sustituyo.
—Ya habéis oído al capitán, Gunheads —dijo van Droi—. Entre en la
horda orka. Y sigan disparando, por el amor de Trono.
—El idiota del capitán va a hacer que nos maten, teniente —dijo una
voz que hizo fruncir el ceño a Wulfe. Debemos dispersarnos. Piense en ello.
En el momento en que nos estrellamos de nuevo contra las líneas orkas,
nuestra velocidad de reducirá a la mitad. Ese gran bestia nos pisara fuerte.
—Haz lo que te he ordenado, Lenck —ladró van Droi—. Es es una
orden.
Wulfe maldito. Podía imaginarse la cara sarcástica de Lenck. Ese
pedazo de mierda. Solo pensando en su propia supervivencia cada maldita
vez. Tal vez van Droi se daría cuenta como era Lenck.
Wulfe se asomó y vio que el garrapato mamut les estaba dando caza. El
suelo tembló. Y cada pisada era como un terremoto en miniatura.
El Último Ritos II rebotaba y se tambaleaba mientras se estrelló contra
la retaguardia de la horda orka, Metzger intentaba mantener la velocidad al
máximo.
—Proyectil perforante insertado —informó Siegler.
—Fuego a discreción, Judías —dijo Wulfe—. Vas a tener que disparar
sobre la marcha. Haz lo que puedas.
Judías, no respondió. Estaba demasiado concentrado.
—Fuego —gritó.
El tanque de sacudió. Y el interior de la torreta se llenó de humo.

—¿A qué están esperando? —exigido el general Deviers—. Quiero que esa
maldita cosa muerta en este instante.
Se había levantado viento, y comenzó a arrastrar el humo y el polvo del
campo de batalla, mejorando la visibilidad a cada momento.
Sus valientes soldados estaban luchando por sus vidas alrededor de su
chimera, pero para la mente del general el garrapato mamut era la mayor
amenaza en el campo de batalla, y que lo convirtió en la mayor amenaza
para su éxito. Estaba viendo sus posibilidades de victoria esfumándose. Ya
que la bestia había aplastado o dañado gravemente a ocho tanques
imperiales, y el capitán Immrich guiaba a la maldita cosa hacía las líneas de
imperiales. ¿En que demonios estaba pensando Immrich?
—¡Gruber! —le gritó a su ayudante—. ¡Ponme con Bergen por el
comunicador ahora mismo!
Algo explosivo impacto contra el costado del chimera y puso a prueba
la suspensión del vehículo. Escuchó el ruido del blindaje protestar por el
zarandeo.
—No hay nada de qué preocuparse, general —gritó el conductor—. No
hay brechas en el blindaje.
—Aquí Bergen —dijo una voz crepitante en el oído Deviers—.
Adelante.
—¿A qué demonios están jugando en sus tanques, Gerard? Están
guiando a ese monstruo hacía nuestras lineas, su llega nuestras infantería
será sacrificada al por mayor.
—El capitán Immrich sabe lo que está haciendo, señor —le respondió
fríamente Bergen—. En este momento, la bestia está fuera de control. Los
movimientos de los tanques, son como cebos. Para atraparlos tienen que
cargar directamente entre los orcos. Los está matando a cientos, como estoy
seguro que usted puede verlo por sí mismo.
—He visto a ocho de nuestros tanques de ser aplastados por la maldita
cosa. Dígame otra vez que su maldito capitán Immrich sabe lo que está
haciendo. Quiero esa cosa muerta, ahora mismo. Ya hemos destruido la
mayor parte de sus vehículos. Si rodeamos a la infantería y ganemos esto.
¿Y qué pasa con el apoyo aéreo orko?
—Señor, Killian movió sus dotaciones con lanzamisiles hacía adelante
con los Fusileros Tyrok y han abatido a todos las aparatos orkos del aire.
¿Hay algo más, señor?
Deviers no le gustó el tono de Bergen. Era desdeñoso. ¿Creía que
estaba liderando esta ofensiva?
Si el hombre sobrevivía a la batalla, Deviers ya estaba planeando darle
una buena reprimenda. Había sido demasiado indulgente con Gerard Bergen
hasta ahora, estaba demasiado ansioso por creer que estaban a la misma
altura.
—Sólo dígale a Immrich que mate a ese maldito monstruo —dijo
Deviers y apagó el comunicador.
—Gruber, ponme con Sennesdiar. Tengo que hablar con él de
inmediato.
Segundos después, la voz de los tecnosacerdote apareció en su
comunicador, y dijo:
—Le estoy escuchando, general.
—Asegúrese de cumplir mis órdenes —dijo Deviers—. Quiero que
usted envíe un maldito faro de los suyos arriba. Con nuestras coordenadas.
Consigue que el levantador del adeptus Mechanicus, aterrice aquí, y dígale
a su gente que traiga con el cazas, bombarderos, tanques… todo lo que
puedan enviarnos. Podríamos ganar esta lucha si recibimos refuerzos
pronto.
—Negativo —respondió Sennesdiar.
Deviers exploto.
—¿Negativo? ¿Qué diablos quieres decir con eso? Haga lo que le digo.
—General, como ya le he dicho, no soy personal del Munitorum. Sólo
yo tengo la autoridad para decidir cuándo se lanzara el faro. No voy a hacer
descender una nave del Adeptus Mechanicus mientras todavía hay una
importante amenaza para su seguridad. Esta batalla aún no está ganada.
—¿No tienes ojos, idiota? —gritó Deviers—. Mis hombres están
luchando por sus vidas. Ahora envíe el maldito faro arriba o voy a tener que
dispararle por obstruir una operación Imperial.
—Elimine al garrapato mamut y a todas las defensas estáticas, general
—dijo Sennesdiar claramente—. Ya purgara a las restantes fuerzas del
asentamiento más adelante. Y encuentre al Señor de la Guerra orko. Una
vez que haya alcanzado estos objetivos, lanzare el faro. No antes.
Deviers oyeron el clic que confirmaba que la comunicación se había
cortado en el otro extremo.
—Gruber —gritó—. Póngame con Gerard Bergen otra vez.
Cuatro tanques, eran todo lo que quedaba de la 10.ª Compañía de
Gossefried de van Droi: su propio Rompeenemigos, el de Wulfe, el Último
Ritos II, el de Viess el Corazón de Acero II y el Exterminator de Lenck, el
Nuevo Campeón de Cerbera.
De éstos, sólo Lenck disparaba, contra el garrapato mamut sin hacerle
nada. Su torreta llevaba bólters pesados acoplados, que eran excelentes
armas anti-infantería, y habían ayudado a abrirse un camino sangriento
entre las filas orkas, pero no servían de nada contra el gigante loco que le
perseguía. Pero todos los tanques tenían ordenes de concentrar el fuego
sobre el garrapato mamut, incluido el tanque de Lenck.
Pero Lenck no se iba a dejar pisotear hasta la muerte, como los otros
idiotas. No había manera de que a él le pisotearan hasta la muerte. Lenck
volvió a maldecir al estúpido de Immrich estúpido por ordenarle, que
volviera a adentrarse en la horda de orkos. No sólo los hacía más lentos, y
los ponía al alcance de los colmillos y los pies del garrapato mamut, pero
seis tanques de las compañías segunda, cuarta y séptima habían sido
destruidos por las minas magnéticas que les arrojaban los orkos. Otros
tanques estaban luchando por la presión de decenas de orcos en la parte
superior del casco, intentando abrir por la fuerza las escotillas, y
martilleando por las ranuras de visión con las culatas de sus akribilladores.
Todo el peso de los parásitos hacía disminuir la velocidad de los tanques a
paso de tortuga. Mientras Lenck observaba, al garrapato mamut, avanzaba
hacía tronó hacía adelante, y aplasto a otro tanque y seguidamente golpeo a
otro con la pata, enviándolo a una decena de metros, y los cuerpos de los
orkos volaron por todas partes, atrapando a mucho de ellos en su aterrizaje,
quedando finalmente boca abajo. El alboroto que protagonizaba a bestia, sin
embargo, no parecía importar a los orkos, ya que no tardaron en
amontonarse en el tanque boca abajo, comenzaron a tratar de abrirse
camino a través del blindaje del vientre con sopletes, desesperados por
llegar a los hombres indefensos atrapados dentro.
Lenck hizo una mueca. No era que se preocupaba por sus compañeros
tanquistas en sí, pero se imaginó que tal vez no faltaba mucho tiempo hasta
que El Nuevo Campeón acabara de espaldas del mismo modo.
Definitivamente no estaba dispuesto a morir. La mayoría de los imbéciles
que lo rodeaban pensaban que era un honor morir por un supuesto Dios-
emperador al que nunca habían visto, o morir en un planeta que los había
sacrificado inútilmente, en nombre del Emperador. No, Lenck todavía tenía
cuentas que saldar. Le gustaba demasiado su vida, para arriesgarla por una
noción tonta del honor y el deber.
No era su destino morir aquí. Sabía que de algún modo otro encontraría
la forma de salir de esta. Una parte de él esperaba que Wulfe también lo
haría.

Wulfe vio a dos enormes orkos, trepando por el casco había la torreta. En
principio era inútil trepar por el tanque, pero no sabía si alguno de los dos
llevaba una carga de explosivos o un soplete. Lo único que podía hacer era
decirle Metzger que continuara moviéndose y rezar para que no pasara nada
desagradable.
Judías continuaba disparando al garrapato mamut, pero era difícil de
darle en las partes blandas en movimiento. Con proyectiles perforantes,
había logrado herir a la bestia dos veces, impactando las dos veces en los
gruesos músculos de la pata delantera derecha.
Ahora, un tercer impacto atravesó la piel y penetrando profundamente,
haciendo que la criatura gritara y se alzara sobre sus patas traseras, que se
elevo como un titán en el campo de batalla. Incluso los orcos se volvieron y
se quedaron boquiabiertos.
Fue en ese preciso momento, cuando el vientre del monstruo quedo
expuesto a los restantes tanques, Un proyectil salió del cañón de batalla, del
Rompe-enemigos. El proyectil perforante atravesó la gruesa piel, y se
introdujo hasta el corazón del monstruo.
Con un gritó lastimoso que llego a los oídos de Wulfe incluso a través
del blindaje del tanque, El garrapato mamut se desplomó hacía un lado,
cayendo pesadamente al suelo, aplastando a cientos de orcos y creando una
gran nube de polvo. El impacto sacudió todo el campo de batalla,
derribando a muchos soldados de a pie, de ambos lados.
El tanque de Wulfe se llenó de vítores y gritos. Y el comunicador estalló
con ruidos similares.
—Un disparo afortunado, señor —gritó Wulfe por el comunicado—.
Dale al viejo Bullseye una palmada en la espalda de mi parte.
Pero el garrapato mamut no estaba muerto todavía. Pocas cosas más
pequeñas que un Titán podrían haber matado a esa bestia, ya que cuando el
polvo se disipó, Wulfe veía el lento ascenso y caída de su vientre. Todavía
respiraba, pero estaba debilitada y a la desesperada y inmovilizado al suelo
por el peso del blindaje, y del bunker que llevaba a su espalda.
No había ningún modo, que consiguiera ponerse de pie de nuevo. Su
muerte sería larga y lenta.
Fue demasiado para los orkos.
Ya era bastante malo que el garrapato mamut arrasado sus filas, dejando
a muchos de ellos como simples manchas verdes en el campo de batalla,
ahora vieron los tanques cadianos libres para destrozarlos y su moral se
rompió como el cristal. Los que estaban en la retaguardia rompieron filas, y
huyendo hacía el asentamiento, dejando caer las armas pesadas y
rebanadoras sobre la arena empapada de sangre.
Los oficiales Cadianos reconocieron exactamente lo que eso
significaba: el cambio que les llevaría hacía la victoria. Reunieron sus
tropas, presionaron con fuerza hacía adelante. Los orkos que no huían
pronto se encontraron frente a un enemigo regenerado. Sin los números
abrumadores a su espalda, fueron abatidos rápidamente y sus cuerpos
muertos cayeron a la arena. Los Cadianos avanzaron rápidamente.
El general Deviers considero que el emperador sin duda debía de estar
observándole en ese momento. No lo había abandonado. Su legado, su
inmortalidad, estaba a su alcance.
—Adelante, Cadianos —gritaba por el comunicador Deviers—. En el
nombre del emperador. La victoria es nuestra.
TREINTA Y DOS

La artillería Cadia se movió para unirse al resto de la Fuerza expedicionaria,


y empezó a destruir sistemáticamente las estructuras orkos del
asentamiento. Con sus defensas fijas destruidas, los orcos ya no pudieron
responder de ningún modo, y Miles de orkos murieron al refugiarse en las
chozas y barracas en las que estaban retraídos patéticamente. Miles más
fueron aplastados por los basilisk, cuando empezaron a bombardear la
enorme estructura de la fundición.
Fue en ese momento cuando del general Deviers recibió una llamada de
emergencia por el comunicador del tecnosacerdote Sennesdiar, para que el
bombardeo se detuviera abruptamente.
—¿Qué demonios está haciendo, señor? —preguntó el general
Rennkamp por el comunicador—. Los tenemos justo donde queremos.
Mantenga el bombardeo de la artillería.
—¡Maldita sea, no! —le espeto Deviers—. Quiero que nuestros tanques
y chimeras entren en el asentamiento, con el apoyo de la infantería. Quiero
que esterilicen cada calle y edificio que encuentren en su camino. Y que
converjan en la fundición. Eso es lo que vamos a hacer.
—Con todo respeto, señor —respondió el general de Killian—. Eso es
una estupidez. Los orkos tendrán posiciones de defensivas dentro del
asentamiento. Va a enviar a nuestros muchachos directamente a una trampa
mortal. Estoy de Acuerdo con Aaron. Tenemos que bombardearlos con los
basilisk y después enviar a la infantería para limpiar la zona de orkos.
—¡Basta! —les espeto Deviers—. Ya he ejecutado un oficial Hoy.
¿Tendré que ejecutar a más? No voy a correr el riesgo de destruir La
Fortaleza de la Arrogancia. Entraremos con los tanques y Tropas. Ya están
derrotados, por el trono. No podrán oponer ninguna resistencia. Quiero que
nuestros tanques entren en primera línea. ¿Está claro, Bergen?
—Comprendo, señor —dijo Bergen por el comunicado.
Pero No había ninguna duda del tono de resignación y agotamiento de
su voz. Sus tanques habían ganado una gran victoria. Los basilisk podrían
haber completado la victoria sin esfuerzo por su parte. Sin embargo, si los
condenados tecnosacerdotes no les estaban mintiendo, por una vez, el
Baneblade más famoso y sagrado de todo el Imperio Estaba en algún lugar
más adelante. Y podría están sepultado bajo una montaña de chatarra en
oxidación. Pero el general, creía claramente, que estaba aquí, y ninguno
soldado saldría de Golgotha Hasta que se recuperara.
Cien tanques habían sido requeridos para la fuerza expedicionaria
original, en estos momentos solo Veintiséis tanques permanecían en pie en
el 81.º regimiento acorazado. Y se movieron lentamente y deliberadamente
a través de las calles llenas de basura del campamento orko, destruyendo
todo lo que encontraban a su paso, volaron por los aires las torres y las
estructuras destartaladas de los orkos.
Por el comunicador las charlas eran breves, y detonaban la ansiedad de
los cadianos. A nadie le gusta moverse a través de las estrechas callejuelas.
Con sus temblorosas barracas de metal a cada lado, que parecían a punto de
caerse en Cualquier momento. Su construcción era casi cómica. Las placas
de metal y las vigas sobresalían en todos los ángulos. La mayor parte de las
paredes de metal parecían, que se caerían solas con una simple ráfaga de
viento. Parecía un milagro que se mantuvieran en pie.
Una y otra vez, la Cadianos encontraban a enormes orkos acorazados,
algunos de ellos de casi tres metros de altura, atrincherados en las oscuras
esquinas, gritando con frenesí, en su extraño lenguaje, con enormes
revanadoras manchadas de sangre y martillos en alto por encima de sus
cabezas, y luchaban con gran ferocidad.
Se necesitaba el doble de disparos para abatirlos, que al restos de los
otros orkos con los que iban acompañados.
Si no fuera por los tanques y sus dotaciones, que daban una gran
cobertura a la infantería, Cualquier avance a través de las calles, Habría
sido imposible. Había demasiados condenados cuellos de botella. Los
blindados de Cadia marcaban la toda la diferencia, pero no pasó mucho
tiempo antes de que van Droi comenzara a escuchar los informes por el
comunicador de tanques destruidos.
No tardo en oír la pérdida del Corazón de Acero II.
El Capitán Immrich había asignado a Viess y a su tanque como apoyo
blindado a la 116.ª Compañía del Corone Pruscht. Fueron emboscados en
una calle a medio kilómetro al norte de la posición de Van Droi, cuando
unos cohetes destrozaron la cadena tractora izquierda del tanque, quedando
inmovilizado. La infantería avanzo inmediatamente para devolver el fuego,
sólo para ser abatidos por equipos de armas pesadas orkos, encaramados en
los tejados cercanos. A continuación, los soldados de a pie orkos se
abalanzaron sobre el tanque con sopletes, no tardaron en arrastrar a Viess y
su dotación por las escotillas y los cortaron a pedazos en la calle, con sus
revanadoras.
Algunos de los soldados de infantería habían logrado escapar del
combate y habían informado de lo que había sucedido. Los comisarios
probablemente los ejecutarían posteriormente acusados de cobardía.
Los Gunheads se redujeron a solo tres tanques. Van Droi apenas podía
creerlo. La depresión y la rabia se cernían sobre él, amenazando con
engullirlo en cualquier momento, pero luchó duro para mantenerlas a raya.
Otros hombres dependían de él, ahora, un pelotón de soldados Kasrkin del
coronel Stromm. Que simplemente le seguían detrás de su tanque, con los
rifles infernos, elevados por encima de su a sus hombros acorazados.
No podía permitirse el lujo de perder la concentración.
Van Droi estaba en la escotilla de la torrera, con los puños apretados
alrededor del bólter pesado. Su tanque ya había sido sufrido dos impactos,
una vez en el blindaje frontal y otro en un lateral, los cohetes habían sido
disparado desde esquinas oscuras. El blindaje había resistido dos impactos,
¿pero no sabia cuántos más podría resistir? Su blindaje exterior tenía
abolladuras importantes, y estaba pintado de negro, por el fuego de las
explosiones habían provocado.
Pensando que los que quedaban de los Gunheads merecían saber de la
última perdida de la compañía, y se le ocurrió apretar el boto del
comunicador y dijo:
—Soy Van Droi. Escuchen, Gunheads. Acabo de enterarme de que el
Corazón de Acero II a sido destruido, el coronel Viess y su dotación, han
muerto. Por lo tanto, mantened los malditos ojos abiertos, los dos. Si el
tanque de Yarrick está aquí, todo esto va a acabar pronto. Hay que aguantar
hasta entonces.
Dos reconocimientos breves fueron la única respuesta. Uno de Wulfe, y
el otro de Lenck. Van Droi sabían que se detestaban entre sí. Eran casi tan
diferentes como dos hombres podrían serlo, pero ambos eran
supervivientes. Tenían mucho en común.
¿Qué habría en el carácter de los dos hombre? se preguntó, ¿cómo
podían haber llegado tan lejos, cuando muchos otros se habían quedado en
el camino? ¿Era la crueldad egoísta de Lenck? ¿O el rígido código de
honor Wulfe? ¿O su preocupación casi paternal por la vida de su dotación?
Si ambos sobrevivían a esto, tal vez van Droi debería encontrar el modo
de salvar la distancia entre los dos.
Los soldados les gustara o no, siempre encontraban el modo de
solucionar sus diferencias. Ya lo había visto antes.
Por otra parte, pensó, tal vez no había ningún modo de solucionarlo.
Más adelante, se dio cuenta de que la calle, se ensanchaba rápidamente.
Las estructuras orkas eran más grandes y separadas de unas de otras. De
algunos de los techos, habían construido grandes estructuras inclinadas.
Parecían grúas de construcción. Y sus pesados cables de acero se
balanceaban con el viento.
—Más despacio, Nails —le dijo van Droi a su conductor por el
intercomunicador—. Parece que nos estamos acercando a la orilla este del
asentamiento. No puedo creer que hayamos recorrido tanta distancia.
Nails redujo una marcha, lo que provocó que el teniente Karsrkin, se
dirigiera hacía él, desde la parte trasera.
—¿Problemas en el futuro? —preguntó por el intercomunicador.
—No se puede estar seguro —respondió van Droi—. Vamos a echar un
vistazo, pero con calma.
El oficial Kasrkin, un hombre de voz áspera por el nombre de Gradz,
trepó por la parte trasera del tanque y se detuvo cerca de van Droi. A pesar
de su proximidad, le hablo por el intercomunicador. El ruido del motor era
demasiado ruidoso, para hacerse oír.
—¿Qué piensa? —preguntó van Droi.
El Kasrkin tomó un momento para responder.
—Creo que acabamos de encontrar nuestro kaudillo. Ese hangar justo
delante es la estructura más grande que he visto hasta ahora. Dos veces el
tamaño de aquellos que están a nuestro lado. Te apuesto diez botellas de
amasec, que el hijo de puta está ahí en estos momentos. En el momento que
nuestros muchachos se mueven por esa plaza abierta, la orkos iniciaran su
última carga. Y el Señor de la Guerra orko los dirigirá en persona.
Van Droi asintió en silencio.
—Bueno —preguntó Gradz—. ¿Va a aceptar la apuesta? O vamos a
pedir refuerzos.
Algo grande se movió en la boca sombreada del hangar. Y la boca de un
enorme cañón de batalla asomó a la luz del día. Van Droi y Gradz ambos lo
vieron al mismo tiempo, pero era demasiado tarde para hacer algo. La
cañón escupió fuego y humo. Hubo un trueno. Y no vieron el proyectil que
los mató. Era demasiado rápido para eso.
El Rompe-enemigos, se volcó sobre su espalda por el poder de la
explosión, aplastando a ocho de los Kasrkin, que iban detrás del tanque.
Entonces se incendió el dispositivo de combustible y el tanque explotó,
esparciendo hacía fuera como un millón de pequeños fragmentos de
metralla.
Nadie dentro de un radio de diez metros sobrevivió a la explosión.
TREINTA Y TRES

Los Orkos comenzaron a salir de los edificios por todos lados.


—Son demasiados, no vamos a poder contenerlos —dijo el teniente
Keissler por el comunicador al capitán Immrich—. Tenemos que
replegarnos a las calles más estrechas.
—No —replicó Immrich—. No voy a desobedecer las órdenes del
general. Debemos mantenernos firmes y luchar. No habrá retirada. Esta es
su última batalla, y también la nuestra.
—Eres un maldito idiota, Immrich —siseó Keissler—. Siempre lo he
pensado. Muerte o gloria, ¿verdad?
—¿Y qué más hay? —respondió Immrich y apago el comunicador.

El general Deviers apenas podía oír sus pensamientos, al escuchar el ruido


del comunicador.
Killian estaba gritando para que le diera el permiso para sacar a sus
hombres del asentamiento orko. Rennkamp estaba pidiéndole refuerzos,
para que apoyaran a los tanques de Cadia y Bergen deliraba sobre un
monstruoso tanque de batalla orko cinco veces el tamaño de un Leman Russ
que estaba haciendo estragos en las líneas imperiales.
En la mente del general, había sólo un hecho pertinente. Que su premio
estaba en alguna parte. Y que el camino estaba despejado.
—El oficial al mando del grupo expedicionaria a de todas las unidades.
En el nombre del Emperador, les ordeno que todas las unidades disponibles
converjan hacía el lado este del asentamiento. Den sus vidas si necesario,
pero vendan sus vidas caras. Nuestra victoria ha de ser absoluta. La
Fortaleza de la Arrogancia está dentro de nuestro alcance. Para Cadia y
para la gloria de toda la humanidad, y vamos a recuperarla este día. Luchad
duro, valientes Cadianos. El Emperador protege.

El Emperador no estaba haciendo un buen trabajo protegiendo a los


hombres de 88.º infantería móvil.
Wulfe se había unido a uno de sus pelotones de camino hacía el este,
pero los hombres estaban cayendo como moscas, cercado por todos lados
por orkos salvajes.
Las descargas de los rifles láser no parecía afectar a los orkos en
absoluto.
Lo único que parecía eficaz era sus ráfagas con el bólter pesado de
Wulfe, y de las demás armas de su tanque. Hizo todo lo posible para
mantener a los orkos alejados de los hombres a su alrededor, haciendo
fuego sobre ellos sin piedad desde la escotilla de la torreta, pero eran
simplemente demasiados.
Con tiempo, los tanques cadianos y la infantería y una porción saludable
de la antiguo Coraje Cadiano, habrían encontrado la manera de contraatacar
a los orkos, pero los orcos tenían el apoyo de su propia tanque, una sola
máquina letal que nada en el lado Cadiano parecía ser capaz de dañar y
estaba destruyendo a los tanques del 18.º Grupo de Ejército uno a uno.
Beans había disparado a esa monstruosidad de ruido, y humo tres veces
ya, y en las tres le había dado, pero los proyectiles perforantes, parecía que
no podían penetrar el grueso blindaje. Los otros tanques parecía que
también tenían el mismo problema. Había visto como el tanque había
encajado once impactos directos y los proyectiles habían explotado sin
ningún efecto. Un Leman Russ del modelo Vanquisher con sus proyectiles
perforantes especiales, había logrado perforar el blindaje del tanque, pero el
Vanquisher había sido destruido hacía rato, y era el único superviviente de
su serie, en las fuerzas cadianas, el impacto del Vanquisher solo había
logrado que el enorme tanque solo se moviera con una dolorosa lentitud.
Esta fue la monstruosidad que había destruido al Rompe-enemigos.
Wulfe lo había oído todo el comunicador, el estómago se le anudo hasta que
le causó un dolor físico real. Segundos después de que le informaran y a las
otras unidades mixtas, habían llegado al espacio abierto, que había delante
del gran hangar. Fue entonces cuando los orkos comenzaron a salir hasta
rodearlos.
—¿De donde diablos habrán sacado ese trasto? —se pregunto Wulfe,
mirando en la dirección de la máquina orko.
No podía verla bien ya que estaba muy lejos, pero Wulfe adivinado que
su velocidad no tenia nada que ver con una motor de poca potencia. Había
sido construida por los orcos. Ya que su armadura había demostrado ser
superior a las armas Cadiana. Probablemente estaría excesivamente
equipado con armas, también. Mientras pensaba en esto, el arma principal
del tanque orko volvió a disparar, y su rugido atronador agito las paredes
del hangar y los edificios a ambos lados. El aire tembló. Y un Leman Russ
Conquistador perteneciente a la segunda compañía se elevo sobre una
columna de llamás y cayó al suelo sobre su costado.
Wulfe se preguntó oscuramente si el Rompe-enemigos había aterrizado
la misma manera.
La noticia de la muerte de Van Droi le había golpeado con toda la fuerza
de un proyectil de un basilisk, con más fuerza si era sincero, que la muerte
de Holtz o Viess. Van Droi le había parecido un inmortal, cuando un joven
Wulfe se había unido bajo su mando. Había sido algo parecido al coronel
Vinnemann en ese sentido. Para Wulfe, Gossefried van Droi lo había
consagrado todo a la Guardia Imperial. Era un símbolo. Y los símbolos no
debían morir. Sólo las personas morían. Las personas y los orkos.
Con sed de venganza, Wulfe soltó un gritó de batalla y apretó el gatillo
de su pesado bólter, y envío otro torrente letal de proyectiles directamente a
una manada de orkos que estaban cortándole los brazos y las piernas de un
soldado de infantería a su izquierda. Wulfe no podía salvarlo, ya era
demasiado tarde para eso, pero podía castigar a los asesinos del soldado.
Sus cuerpos grotescamente musculosos cayeron al suelo, con los torsos casi
partidos por la mitad por los impactos del bólter pesado. Su sangre espesa y
verde se mezclo con la del hombre que acababan de asesinar.
—¡Fuego! —oyó Wulfe gritar a Judías por el intercomunicador justo
antes de que una lengua de fuego saliera por el cañón de batalla del Último
Ritos II. El fuerte estruendo hizo que le zumbaran los oídos.
El proyectil fue directamente había el enorme tanque orko, logrando un
impacto en el frontal del tanque, dándole a un remache, que provoco que
chispas blancas llovieran cuando el proyectil reboto, aterrizando a pocos
metros del tanque pintado de rojo. Después de un segundo, una parte del
blindaje frontal se cayo al no poder el remache sujetarla. Se cayó.
—¡Maldita sea! —maldijo Judías por el intercomunicador, pero Wulfe
no le escuchaba. Estaba escuchando el comunicador. La charla se había
intensificado repentinamente, por el disparo de Judías, ya que al
desprenderse la placa blindada, había descubierto para parte del blindaje
original, las placas de blindaje rojas habían sido colocados sobre otro
vehiculo haciéndolo irreconocible. Por lo que podían ver del tanque
original, había un icono agregado de un brillante y reluciente oro.
Cada hombre en el campo de batalla lo reconoció. Lo tenia colgando de
sus cuellos, impreso en un lado de sus placas de identificación. Muchos de
ellos habían pagado para tenerlo tatuado en sus cuerpos.
Era la santa aquila, la águila de dos cabezas, icono del Imperio del
Hombre.
TREINTA Y CUATRO

El general Deviers sintió que su corazón estaba latiendo con rapidez en su


pecho mientras su chimera corrió hacía la batalla. Le ordenó a su conductor
a que invistiera a través de los orkos que atestaban la calle por la que
circulaba. Más allá de ellos, Ya podía ver donde sus tropas estaban
luchando por sus vidas. Y no tardo en localizar el enorme hangar que había
oído hablar por el comunicador, y allí estaba ella: La Fortaleza de la
Arrogancia.
No había ninguna duda. Un tanque había derribado, una de las placas
que recubrían al tanque de Yarrick, y ahora todo el mundo lo sabía. La
habían encontrado.
¿Pero lo que demonios le habían echo los pieles verdes? En todos los
sueños del general de cómo se desarrollaría el encuentro con La Fortaleza
de la Arrogancia, nunca había imaginado. Era el peor acto de sacrilegio,
los orkos la estaban usándola para destruir a las fuerzas imperiales que
querían recuperarla, pensó con amargura el general Deviers.
Aun así, no tuvo más remedio que dar la orden con los dientes
apretados, y dijo por el comunicador.
—Soy el general Deviers a todas las unidades. Alto el fuego contra el
tanque orko. Repito, no disparen contra el tanque orko, bajo ninguna
circunstancia, concéntrese en la infantería enemiga.
Gerard Bergen no tardó en responder. No se molestó en saludar.
—Ha perdido el juicio, general —dijo entre dientes—. Si esa
abominación es el Baneblade de Yarrick o no, ya no importa, está
destruyendo a todos los tanques. Tenemos que destruirla. Invierta este
orden.
—Cuidado con lo que dice, Bergen —le ladro Deviers—. Si algún
proyectil atraviesa el blindaje y da en un deposito de combustible o en un
almacén de munición, podría explotar y podríamos olvidarnos de todo
esperanza de reparación.
—Y si no lo ponemos fuera de combate, no habrá nadie para reclamarla.
¿Ha perdido la cabeza, viejo estúpido? Estás actuando como un títere de los
condenados tecnosacerdotes. ¿Lo sabía?
Deviers sintió que estaba a punto de explotar.
—Espero que sobreviva, Gerard —gruñó—, porque cuando esto
termine, ordenare a los comisarios que lo ejecuten. ¿Queda claro? El orden
es está. Cualquiera que dispare contra La Fortaleza de la Arrogancia será
ejecutado por los comisarios.
—Bien —dijo Bergen amargura—. Usted será el único responsable de
todos los soldados que acaba de condenar a muerte. Bergen fuera.

—¡Tiene que ser una maldita broma! —exclamó Judías.


—Ya me gustaría —respondió Wulfe. Se volvió hacía su izquierda y
disparó contra un orko que empuñaba un voluminoso lanzallamas como si
fuera poco más que una pistola. Apenas había terminado de incendiar a tres
guardias a corta distancia. Cuando los proyectiles del bólter pesado de
Wulfe perforaron el torso del orko. Uno de los proyectiles atravesó el torso
del orko e impacto contra el deposito de combustible del lanzallamas, y
estallo en una fuerte explosión de fuego brillante y carne quemada.
El bastardo Baneblade estaba casi totalmente fuera del hangar. Wulfe
podía ver al enorme orko de pie en la parte superior de la torreta. Tenía que
ser el Señor de la Guerra orko. No era sólo por el tamaño de la criatura,
aunque ciertamente, hacía que incluso el más grande de los veteranos de
orkos, parecieran casi pequeños, a su lado. Era la enorme servoarmadura
que llevaba. La energía crepitaba en arcos azules a lo largo de sus brazos.
Que acababan en unas enormes garras y cuchillas, mientras bramaban su
grito de guerra a través de algún tipo de amplificador conectado a su
hombro.
El bestial rugido invadió el campo de batalla, y los orkos comenzaron a
luchar con renovadas reservas de energía y entusiasmo.
—Observa —dijo Beans—, soy un simple artillero, pero sé que el orden
es un suicidio. Si no podemos disparar contra esa cosa, estamos muertos.
Como para demostrar el punto de vista de Judías, El arma principal del
Baneblade disparó de nuevo. Y otro Leman Russ estallo en una
espectacular explosión de fuego naranja y azul que brillo intensamente.
—Por el Trono maldita sea —maldijo Wulfe—. Escucha, Judías, ¿crees
que podrías dar al Kaudillo orko sin darle al tanque?
Unos veinte metros por detrás del Último Ritos II, una quimera explotó.
Wulfe sintió el intenso calor de la explosión en la parte posterior de su
cuello y se volvió.
Un babeante orko estaba trepando, por detrás de su tanque con un hacha
en una mano y un gancho de metal oxidado en la otras, con varias cabezas
humanas recién cortadas alrededor de su cintura.
Wulfe se dejó caer por la escotilla de la torreta justo a tiempo. El hacha
del animal resonó en el borde de la escotilla mientras su cabeza desaparecía
en el interior.
—¡Por el Trono! —gritó Siegler. Mientras luchaba para desenganchar
uno de los rifles láser de las fijaciones. Mientras tanto, el orko había metido
su gancho de metálico por la escotilla, y lo novia hacía atrás y hacía
delante, tratando de enganchar a los tripulantes que sabía que estaban en el
interior.
Wulfe agarro con sus brazos la muñeca del enorme orko, pero la maldita
cosa era tan fuerte que comenzó a golpearle contra las paredes de la torreta.
En su desesperación, Wulfe soltó una mano y intento coger su cuchillo.
Agarró el mango, y logro sacarlo de su vaina y lo clavó con fuerza en el
antebrazo del orko.
Con un rugido de dolor, el orko retiró el brazo, llevándose el cuchillo
con él, pero el alivio fue sólo temporal. Segundos más tarde, introdujo su
enorme cabeza por la escotilla y intento morder a Wulfe con sus dientes
afilados. El hedor de su aliento llenó el compartimiento.
—Salta —gritó Siegler y Wulfe dejó caer su peso al suelo del tanque
justo a tiempo. Los colmillos pasaron a unos centímetros de su cabeza.
Entonces el orko se volvió hacía el cargador, y con un gritó de rabia, Siegler
metió el cañón de un rifle láser en la boca de la criatura y apretó el gatillo.
La ráfaga voló la parte posterior de la cabeza del orko, salpicando la pared
de la torreta y a todos sus ocupantes con sangre y materia cerebral.
—Por el Ojo del Terror —gritó Judías. Con la parte posterior de su
cabeza empapada con los verdes sesos del orko.
—Buen trabajo, Sig —dijo Wulfe. De inmediato intento sacar al orko de
la escotilla, pero no fue fácil. Tubo que empujar al pesado cadáver con toda
su fuerza.
Cuando la escotilla estuvo libre, sacó la cabeza para comprobar si había
otros orcos a la espera de que sacara la cabeza. No había ninguno. Se puso
de pie y agarró el bólter pesado otra vez. En los pocos segundo que había
tardado en hacer frente al orko del gancho, otro tanque Cadiano había sido
reducido a un montón de chatarra negra y llameante.
Otra cosa que también había cambiado. Había más Cadianos que antes.
Los refuerzos había llegado. Chimeras vertían fuego con sus multi-láser y
cañones automático en todas las direcciones, parecía que algo estaba
haciendo que los soldados de a pie, sacaran sus ultimás reservas de energía.
Ya que luchaban con gran ferocidad. Wulfe decidió que posiblemente fuera
por tener a la vista, el tanque santo era lo que les había inspirado.
Justo cuando estaba pensando esto, el desfigurado Baneblade disparó de
nuevo. Esta vez, la víctima fue Hal Keissler. El segundo al mando del
regimiento murió al instante, destrozadas con el resto de su tripulación.
Wulfe juró, al darse cuenta de que podía contar los tanques que quedaban
con los dedos de las dos manos. A la derecha vio el Nuevo Campeón
Cerbera y se sorprendió de que aun estuviera combatiendo.
Tal vez había subestimado la habilidad de Lenck como comandante.
Pero poco importaba ya. Si La Fortaleza de la Arrogancia continuaba
actuando impunemente, tarde o temprano el y Lenck serian destruidos.
—Judías, no has respondió a mi pregunta —le dijo por el
intercomunicador.
Después de habérsele sido negado el único blanco blindado del campo
de batalla, Judías había comenzado a ametrallar a la infantería orko con el
arma coaxial.
—¿Qué pregunta?
—¿Crees que puedes darle al maldito kaudillo orko?
—Puedo intentarlo —dijo Beans— pero si lo hiciera desobedecería una
orden directa del general.
—Hazlo de todas formás —ladró Wulfe—. Voy a responder por ello,
pero hazlo rápido. Ese maldito trasto, se está preparando para disparar de
nuevo, y podríamos ser el próximo objetivo. ¿Siegler? Un proyectil de alto
poder explosivo. Vamos a mandar a ese bastardo piel verde a la otra vida.
—Se acabaron los de alto poder explosivo, sargento —respondió Siegler
—. Sólo tengo perforantes y de algunos de fragmentación.
—Maldita sea —escupió Wulfe—. Carga un proyectil perforante.
Apunta bien, Judías.
—¡Proyectil en la recama! —gritó Siegler.
—¡Hazlo! —Grito Wulfe—. ¡Y que el emperador te guie!
Judías presiono el gatillo.
El Último Ritos II se estremeció al estallar el propulso en la recamara
del cañón. Y el proyectil se movió en línea hacía La Fortaleza de la
Arrogancia. Wulfe contuvo el aliento, rezando para que el líder orko se
desintegrara en una lluvia de sangre y fragmentos de hueso.
El proyectil estaba desviado y impacto directamente en la torreta del
Baneblade. Otra enorme placa blindada desapareció, revelando más del
negro y el dorado del tanque original.
La reacción por el comunicador no se hizo esperar. Wulfe oyó al general
Deviers chillando por el comunicador.
—¿Quién a disparado ese proyectil? Identifíquese a la vez. Está
desobedeciendo una orden directa del oficial al mando.
Wulfe estaba a punto de responder cuando otra voz interrumpió Era el
general Bergen.
—He sido yo —dijo Bergen—. Esta es una orden directa para la 10.ª
División. A todos los tanques, Disparen a esa monstruosidad con todo lo
que tengan. No vamos a perder a nadie más por ella. ¿Me escucháis? Fuego
a discreción.
Wulfe sabía que las órdenes del general Deviers estaban por encima de
omiso Bergen, pero no estaba dispuesto a dejar que eso lo detuviera.
—Siegler, carga otro proyectil. Judías, haz lo que mejor sabes hacer,
hijo.
Más truenos resonaron cuando todos los tanques supervivientes de la
10.ª División Blindada dispararon con el bastardo Baneblade con todo lo
que tenían. El fuego floreció sobre el bastardo y las pesadas placas de
blindaje fueron cayendo en todas direcciones.
—¡Alto! —gritaba Deviers por el comunicador, pero nadie lo escuchaba
—. ¡Os ordeno que os detengáis!
El Adeptus Mechanicus también se sumaron sus protestas, interfiriendo
en los canales cadianos, para emitir advertencias, pero fue en vano.
Una y otra vez, los tanques dispararon. Cada vez más de la verdadera
forma de La Fortaleza de la Arrogancia se fue revelado. Entonces un
proyectil le dio al furioso Señor de la Guerra que ocupaba la cima de la
torre. Hubo una repentina ráfaga de luz azul brillante y un fuerte crujido,
procedente por el campo de energía generado por la servoarmadura del
kaudillo, intentando absorber la explosión. Contra las armas menores que
cañones láser, podría haber aguantado indefinidamente, pero simplemente
no era lo suficientemente potente como para repeler un proyectil de tanque
impactando a velocidad completa. El campo se vino abajo y el brazo
derecho de la bestia desapareció por completo en una fina niebla roja.
El Señor de la Guerra orko, miró de reojo, donde tendría que haber
estado su brazo, encontrándose con un muñón sangrante, con un expresión
de incredulidad con la boca abierta. Fue entonces cuando una segundo
proyectil perforante del Vencedor del capitán Immrich, impacto en el torso.
El proyectil penetro directamente a través de la servoarmadura del orko,
esparciendo sus tripas por el agujero que había creado en su espalda.
Una gran ovación de los soldados Cadiano, se pudo oír por tercera vez
en el día.
Wulfe se unió a ellos. Sabía lo cansados que estaban, pero eran
Cadianos, todos ellos. Prefieren morir de agotamiento antes que renunciar a
la lucha. Era su herencia planetaria, la disciplina y la fuerza.
—¡Alto el fuego! —gritó Deviers nuevo—. ¡Alto el fuego, de una vez!
Los tanquistas dejaron de disparar. El Baneblade todavía retumbaba
hacía adelante, pero sin su comandante, la tripulación estaba confusa y
perdida. Los soldados de a pie orkos, también se quedaron confundidos por
los gritos de los cadianos y se volvió para descubrir que su kaudillo había
sido abatido. Sin su fuerza abrumadora, la unidad de la fuerza orka se
derrumbó. Antiguas facciones que alguna vez habían sido rivales eran
repentinamente libres para hacerse la guerra unos contra otros de nuevo, y
toda la fuerza cayó inmediatamente. Los pieles verdes comenzaron a
dispararse entre ellos, tan ferozmente como lucharon antes con los
Cadianos. No pasó mucho tiempo has que los guardias imperiales
aprovechara la situación para reagruparse.
El choque de las hojas de las revanadoras y los ladridos de los grandes
akribilladores, dio paso gradualmente a las descargas disciplinadas de los
rifles láser. Al cabo de una hora, los sonidos de la batalla se extinguieron
por completo.
TREINTA Y CINCO

—Que todos los hombres se aparten —irrumpió Deviers—. Aléjense,


aparten sus malditos ojos, tendría que ejecutar a muchos de ustedes, si no
fuera por el hecho de que hemos completado nuestra misión. Gruber, dame
ese amplificador de voz. ¡Usted, ayúdame a subir!
Un joven soldado que llevaba la insignia del 110.º Regimiento
Mecanizado ayudo al general Deviers a trepar por La Fortaleza de la
Arrogancia.
Las tropas de asalto Kasrkin ya habían forzado las escotillas y
sacrificado a la tripulación pieles verdes, y sus motores habían sido
apagados. Se quedó quieto y en silencio mientras el general trepaba hacía la
parte superior de la torreta. Que una vez había sido un tribuna, un lugar
desde que el comisario Yarrick había dado sus arengas a las tropas
imperiales antes de llevarlas a la batalla. Deviers podía sentirlo ahora, toda
la gloria que se le concedería, como si fuera una fina capa pesada. Bajó la
mirada hacía el cuerpo del Señor de la Guerra orko, donde yacía sobre su
espalda.
—Sin duda una bestia repugnante —pensó.
El hedor de sus entrañas le hizo arrugar la nariz, pero se necesitaría
mucho más que eso, para arruinar su momento. Se dio la vuelta y se
enfrentó hacía las filas ordenadas de soldados. Eran tan condenadamente
pocos. ¿Realmente había empezado todo esto con más de veinte mil
hombres? Las pérdidas parecían increíbles, pero Yarrick habría exigido la
victoria a cualquier precio. Deviers se había inspirado en eso, y ahora tenía
su victoria.
Vio al tecnosacerdote Sennesdiar y sus tecnoadeptos que se movían
hacía delante, con sus ropas manchadas en el pliegue por toda la sangre que
empapaba el suelo.
Deviers levantó el micrófono de su amplificador de voz y comenzó:
—Los hombres de Exolon y del Adeptus Mechanicus, vamos a recordar
siempre este día. Ha llevado tiempo, recursos y el sacrificio de muchos de
nuestros hermanos Cadianos para hacer este sueño una realidad. Pero aquí
estamos, victoriosos, y con la recompensa más grande de todo el Imperio de
la Humanidad por fin está en nuestras manos. Estoy de pie sobre él, y siento
su sagrado espíritu a mi alrededor: La Fortaleza de la Arrogancia, una de
las grandes reliquias de la que pocos hombres esperaban a poder volver a
ver. Notáis como su sagrado espíritu, nos inspira a todos. Incluso en el
actual estado miserable, profanado por nuestros enemigos, despojado de su
verdadera gloria, todavía emana un poder que seguramente sala del
mismísimo emperador.
El general Deviers les hablaba de una gloria que nunca se olvidaría. Y
creía cada palabra que salía de su boca, y la fuerza de su convicción
convenció a muchos de los hombres que escuchaban atentos a todas sus
palabras con todos los ojos puestos en él.
El general Deviers no oyó el roce de metal contra metal. No sabía que
algo iba mal hasta que sintió, el aliento caliente y apestoso en la parte
posterior de su cuello.
Su sangre se convirtió en hielo cuando se dio cuenta y intento girarse a
su vez, pero no pudo terminar el movimiento. El Señor de la Guerra orko
apenas estaba vivo, solamente podía moverse en virtud de un sistema
nervioso central que habían sido desarrollado, trabajar a través de los
niveles indescriptibles de dolor físico, y el odio que sentía por los débiles, y
patéticos seres humanos, que lo consumía en estos momentos.
Cerró la garra energía del único brazo que le quedaba alrededor de la
cintura del general y, con una leve contracción de sus dedos, partió al
general Deviers por la mitad.
El Coronel Stromm de la 98.º que estaba en las primera fila, de pie a
pocos metros delante del casco del Baneblade. Ya se estaba moviendo antes
de que la parte superior del cuerpo del general cayera al suelo.
—¡Kasrkin! —gritó a sus hombres mientras desenfundaba su pistola
inferno sude su funda. Juntos, él y sus tropas de asalto empezaron a disparar
sobre el gigantesco, orko, siendo acribillado por disparos abrasadores de los
rifles inferno. No tardo en caer hacía atrás de nuevo.
El fuego cesó.
El tecnosacerdote Sennesdiar no perdió el tiempo. Se lanzó hacía
delante, saltando a la parte frontal del Baneblade con una agilidad que
estaba totalmente en desacuerdo con su corpulencia. Sus adeptos
inmediatamente subieron tras él.
Y se apresuraron en llegar a la parte superior de la torreta.
—Pueden haber dañado el fragmento, sacerdote —gritó Armadron.
—O haberlo destruido completamente —dijo Xephous.
Sennesdiar fue el primero en llegar al cuerpo del orko. La criatura ya no
respiraba. Alrededor de su cuello, vio un atisbo de verde y dorados.
—El fragmento esta intacto. Lo tenemos por fin —dijo a sus adeptos.
—Gracias al Omnissiah —sus adeptos entonaron juntos.
—¿Esta la maldita cosa muerta? —preguntó una voz ronca.
Sennesdiar rápidamente tiró el fragmento de alrededor del cuello del
kaudillo, rompiendo el cordel con que lo sujetaba en el cuello, y escondió el
fragmento entre los profundos pliegues de su túnica. Luego se levantó y se
volvió hacía la voz.
—Coronel Stromm. El líder orko ya no vive —respondió el
tecnosacerdote, y dirigiéndose a sus subordinados en bajo gótico—. Es hora
de que lancemos nuestro faro.
Los adeptus mechanicus de Marte bajaron de La Fortaleza de la
Arrogancia, y se dirigió hacía su quimera, pasando por delante de los
generales Bergen, Killian y Rennkamp en el camino. Los tres hombres
parecían asombrados y agotados, y estaban sin palabras a medida que
pasaban las tecnosacerdotes.
Cuando Sennesdiar estaba a pocos metros de ellos, dijo:
—Uno de nuestros levantadores llegara en una hora, generales de
división. Mis servidores prepararan el Baneblade para el embarque, pero le
sugiero que todos hagan con premura en los preparativos para abandonar el
planeta. Golgotha sigue siendo el hogar de una gran población de orcos. Si
tardamos demasiado tiempo podría ser un grave error.
El tecnosacerdote se puso en marcha, pero sólo habían pasado unos diez
metros cuando Bergen lo llamó.
—Sennesdiar —dijo—. ¿Puede contestarme una pregunta?
Sennesdiar se volvió.
—Responderé a su pregunta.
Los ojos de Bergen se clavaron en él.
—¿Consiguió lo que estás buscando?
El tecnosacerdote se detuvo por un breve instante, y Bergen se encontró
imaginando que, si Sennesdiar aun hubiera poseído un rostro capaz de ello,
tendría una sonrisa en la boca.
—¿Todos tenemos que lo venimos buscando? —respondió el
tecnosacerdote. Luego dio media vuelta y se alejó de nuevo.
TREINTA Y SEIS

El cielo estaba pasando de rojo a marrón oscuro. No tardaría en llegar la


noche antes, pero Wulfe y los demás no estaría aquí para verlo. Ya que se
iban. Lo que quedaba de los vehículos del 18.º Grupo del Ejército ya habían
sido remolcados por las rampas, hacía las entrañas del elevador del Adeptus
Mechanicus.
En el campo de batalla, los hombres se movían entre los muertos,
recogiendo las placas de identificación de los cuellos de sus hermanos
caídos, y la recuperación de rifles láser, pistolas, granadas y todo lo que
según el procedimiento del Munitorum era demasiado valioso para dejarlo
atrás.
La tripulación de Wulfe ya estaba a bordo del levantador, acabando de
amarrando al Último Ritos II en la preparación para el despegue. Wulfe
había pedido a Siegler que fuera a buscarlo cuando se produjera la última
llamada para el despegue. Luego había salido del levantador, y solo se había
dirigido al lugar donde Van Droi había muerto.
Se quedó mirando los restos quemados, de lo que había sido el orgullo y
la alegría de Van Droi: el Rompe-enemigo. Los cuerpos de su valiente
dotación todavía estaban dentro de los restos quemados. No habría ningún
Confesor Friedrich que retirara los restos. El confesor casi con total
seguridad, había muerto en el asedio orko en Balkaria, otro buen hombre
perdido.
El corazón de Wulfe parecía como si estuviera hecha de plomo. Sabría
van Droi, que en todos sus años de lucha, que era la persona en la que más
confiaba. El hecho de que se hubiera ido de repente, después de tantos años
de sobrevivir a las probabilidades, le parecía irreal, más que la perdida de
Holtz o Viess.
Estos eran hombres que habían respetado, hombres que había querido,
no sólo como compañeros, sino como amigos.
Este pensamiento le recordó otro nombre, y un escalofrío recorrió su
columna vertebral, a pesar del calor.
Recordó una voz susurrante que había oído una vez, y un rostro de ojos
hundidos que parecía cualquier cosa menos pacífica: El cabo Borscht.
Wulfe rogó que van Droi y los otros no les pareciese inexplicable la
aparición de su ex-conductor. Seguramente el emperador ya les había dado
la bienvenida a su lado. Se lo tenían más que ganado.
Sonaron pasos en la arena detrás de él.
—¿Ya es la hora de partir, Sig? —preguntó Wulfe sin volverse.
—¿Tienes prisa por salir? —respondió la voz Lenck.
Wulfe se volvió y no pudo evitar hacer una mueca en su rostro.
—¿Qué estás haciendo aquí?
Lenck sonrió, pero sus ojos eran oscuros y fríos cuando dijo:
—Vengo a presentar mis respetos. ¿O crees que tienes el monopolio?
Los ojos de Wulfe estrecharon. Había algo en la postura de Lenck que
no le gustaba. El consumido cabo parecía relajado, pero parecía forzado de
algún modo.
Un silencio tenso se instalo entre ellos durante unos segundos.
—¿Qué estás haciendo en realidad aquí, cabo?
Lenck cambió, y dio un paso hacía delante, con sus manos alrededor de
su espalda. Wulfe vio un reflejo metálico en la mano derecha del cabo.
—Estoy haciendo lo que tu madre debería haber hecho en tu
nacimiento, ¡que grox!
Lenck se coloco en una posición de combate, bien equilibrado sobre las
puntas de los pies, y la mano del cuchillo se preparo para atacar.
Wulfe inmediatamente buscó su propio cuchillo, pero no estaba allí.
Estaba clavado en el antebrazo de un orko muerto.
—¡Estás loco! —escupió Wulfe—. Aleja ese cuchillo, cabo. Estás
cometiendo un gran error.
Lenck se rio.
—Así que ves fantasmas, ¿adivina quien se convertirá en uno pronto?
Has estado acechándome, desde el día en que nos conocimos, idiota
arrogante. Pero no sabías con quien te estabas metiendo. Es hora de que los
sepas.
Lenck se abalanzó Wulfe intentando introducirle el cuchillo en el
vientre. Wulfe apenas logró girar a tiempo. Oyó como se rompía el
uniforme y miró hacía abajo para ver un amplio corte en la camisa del
uniforme.
Lenck recupero su posición y, a continuación, se lanzó de nuevo, esta
vez con un brazo en alto, y golpeo a Wulfe en el antebrazo derecho. A la
vez que enterraba el cuchillo en carne y envió una llamarada de dolor a lo
largo de su nervios de Wulfe.
—Maldito seas, Lenck. ¿Estás loco? ¿Cómo esperas salirse con la suya?
Lenck rio.
—Estabas aquí llorando por van Droi cuando un orko herido salió a
trompicones de las sombras, te sorprendió y te mato. Siegler encontrará tu
cuerpo.
Lenck volvió a atacar, pero Wulfe vio le venir y le dio una patada a la
cabo en el canto de la mano, desviando el cuchillo.
El cuchillo cortó profundamente en el hombro izquierdo.
Wulfe apretó los dientes y agarró la muñeca de Lenck, pero el cabo le
dio un puñetazo en la cara con su mano libre y lo hizo tambalearse hacía
atrás.
—Eres una reliquia, Wulfe, como el tanque de Yarrick.
Wulfe sabía que no podía superar la velocidad de Lenck. Como Lenck
le había demostrado, pero Wulfe era más grande y más fuerte.
Su única oportunidad era luchar a corta distancia, pero era muy
arriesgado, el cuchillo podía cortarlo a pedazos.
Con una mueca de triunfo, Lenck dijo:
—Puedo ver el miedo en…
Wulfe no le dejó terminar. Ya que invistió, presionando el hombro
herido con fuerza contra el abdomen de Lenck. El dolor explotó en todo el
cuerpo de Wulfe, pero valió la pena. Lenck cayó al suelo con Wulfe encima
de él, el aire salió de sus pulmones.
—Bastardo —dijo entre dientes e inmediatamente hizo un gran corte en
el rostro de Wulfe. Wulfe bloqueo el cuchillo con el antebrazo y encajo otra
herida dolorosa sin problemas.
Wulfe rugió de dolor, apretando los dientes, pero se dio cuenta de algo.
En el suelo, junto a Lenck había algo largo y blanco y familiar. Se había
caído del bolsillo de Wulfe cuando había aterrizado en el suelo.
Todavía encima de Lenck, Wulfe lo agarró desesperadamente.
Lenck vio Wulfe agarrar algo y le atacó de nuevo a la cara, pero esta
vez, Wulfe le inmovilizo firmemente la muñeca con una mano y con la otra
le apuñalo con el colmillo de orko en los bíceps de Lenck con la otra. El
cabo aulló cuando Wulfe removió el colmillo de izquierdo y derecha,
desgarrando gran cantidad de tejido.
Los dedos de Lenck se debilitaron. Y tiro el cuchillo.
—Está bien, es suficiente —se quejó, aferrándose a su brazo herido—.
Tú ganas, sargento. No me mates. Yo no lo iba a matar, lo juro. Sólo quería
darle una lección.
Wulfe se cernió sobre él, gruñendo, mostrando los dientes. Sería tan
fácil asesinar al miserable de Lenck. Muchos problemas se resolverían en
un instante. Así que ¿por qué dudar? No estaba seguro de lo que era al
principio. Por un momento, pensó que podría ser por que hubiera tan pocos
Gunheads y Lenck había pasado por el mismo infierno, pero no era eso.
Simplemente era se deber. Lenck era un miembro de la Guardia Imperial, le
gustara o no. Su vida perteneció al emperador. Wulfe no le podía arrebatar
la vida.
—Escucha bien, pedazo de grox —gruñó—. Caminas por ahí como si
fueras el líder de una banda de pandillero de una colmena. Pero a mi no me
importa. ¿Lo entiendes? Te calé desde el principio, nunca vas tener otra
oportunidad para matarme. ¿Me escuchas? Esto no volverá a suceder. Te
conozco, Lenck. Y, no importa si muero o viva, voy a perseguirte por el
resto de tu inútil vida.
Una vez termino de hablar, Wulfe utilizo todo su peso, para incrustarle
el codo, en el rostro de Lenck, rompiéndole la nariz, y la parte posterior de
su cabeza rebotó con fuerza en el suelo, dejándolo inconsciente.
Wulfe miró el rostro arruinada del cabo.
Wulfe recogió el cuerpo inerte de Lenck, y regreso de vuelta al elevador
del Adeptus Mechanicus, llevando al cabo en el hombro como si fuera un
saco de grano, mientras subía por la rampa de acceso, Siegler apareció en la
parte superior.
—Yo venía a buscarte —dijo el cargador—. Faltan dos minutos para el
despegue.
Wulfe asintió y pasó por su lado, y Siegler se puso a caminar detrás.
—¿Qué le ha pasado a Lenck? —preguntó sin el menor rastro de
preocupación.
—Nació estúpido —respondió Wulfe.
La Fortaleza de la Arrogancia estaba amarrada en medio de la bodega,
atada con decenas de gruesos cables de acero. Era era un hervidero de
servidores y ingenieros empeñados en eliminar las modificaciones orkas tan
pronto como fuera posible. En el extremo izquierdo, Wulfe vio al Nuevo
Campeón de Cerbera y a su lado su dotación. Parecían ansiosos, y se
pusieron de pie nerviosamente cuando Wulfe, se dirigió hacía ellos con su
líder inconsciente.
Ninguno de ellos parecía estar dispuesto a hablar.
Wulfe arrojó al inconsciente cabo, con fuerza sobre el suelo de metal y,
a continuación, fulminó con su mirada a cada uno de los tres miembros de
la dotación.
—Su cabo se han metido en problemas. Y ha recibido la peor parte. Si
alguno de ustedes estúpidos hijos de puta, piensa que le gustaría saber qué
tipo de problemas se ha metido el cabo Lenck, que de un paso adelante,
ahora.
Nadie, se movió ni siquiera el matón de Varnuss.
—¿Está… está muerto? —preguntó finalmente Hobbs.
Sin mirar hacía abajo, Wulfe le dio una fuerte patada entre las costillas
de Lenck, y fue recompensado con un gemido débil. Una respuesta más que
suficiente. Luego le hizo una seña a Siegler y juntos se alejó entre los
tanques y transportes pesados en la dirección al Ultima Ritos II.
La rampa de carga se estaba levantando, desplazando una porción cada
vez menor de cielo rojizo de Golgotha.
Las sirenas sonaron anunciando el inminente despegue. Luces de color
naranja comenzaron a girar. A partir de los altavoces, podía oírse el rítmico
rezo de los tecnosacerdotes del adeptus Mechanicus, recitando letanías para
un regreso al espacio seguro, y a los espíritus-máquina de los antiguos
motores del levantador. Los campos gravitatorios se encendieron, y el casco
de la nave se sacudió por la fuerza de empuje de los grandes propulsores de
la nave. En cuestión de minutos, se habían elevado más allá de las nubes de
Golgotha y entraron en órbita.
Allí, la Scion de Tharsis les estaba esperando.
La operación Tormenta había terminado.
EPÍLOGO

El cielo del mediodía era de un azul brillante, en que se destacaban las


estelas blancas de los escuadrones de cazas de combate Lightning y
formaciones de bombarderos Marauder al norte de la base aérea de Tethys-
Alpha.
De pie sobre en la torreta de La Fortaleza de la Arrogancia como si
estuviera en un púlpito, Yarrick miró hacía las llanuras abiertas.
Las montañas Palidus eran como gigantes paciente al otro lado,
esperando a que empezara el gran espectáculo. El suelo era duro, excelente
para los tanques y la infantería por igual. En unas pocas horas, se
convertiría en un apestoso pantano, empapado de sangre y lleno de
cadáveres.
Con la bendición del Emperador, la mayoría de los cuerpos sería orkos.
En la falda de la colina, hacía el norte, ya estaban a oscura, con las
sombras de la descendente horda orka: a tales números que parecían
increíbles. Bueno, sería una pelea digna, un final apropiado para una vida
de venganza. No tenia miedo a morir. Las décadas de constante guerra le
habían desensibilizado de la idea de la muerte. Todo lo que el tiempo
pasado en la forja de la batalla había hecho su alma tan fuerte como
ceramita. Su mente era más duro que el acero. La victoria era lo único que
importaba, y hoy la tendría, costase lo que costase. Y maldijo a sus
detractores. Estaban ciegos al peligro que representaban los orkos. Y se
peleaban como niños durante el recuento de cuerpos y suministros, la vida o
la muerte en el campo de batalla, era lo único que realmente importaba.
Era aquí donde el futuro se decidirá, allí era donde se reuniría con
Ghazghkull Mag Uruk Thraka para la batalla final. El Señor de la Guerra
orko moriría hoy, o los dos lo harían. De cualquier modo le parecería bien a
Yarrick. Matar al Señor de la Guerra okro seria la obra de su vida, la misión
que le convirtiera en una leyenda entre los hombres, pero que era necesario
completar.
Mirando a izquierda y derecha, Yarrick puso los ojos sobre las fuerzas
que el mando del segmentum había acumulado y puesto a su disposición.
Millones de hombres y mujeres que estaban listos para cumplir con su
deber. Sus filas se extendían hacía el norte y el sur, hasta perderse de vista.
Yarrick podía sentir su determinación y resolución. Ellos estaban allí
para ganar. Podía olerlo en el aire. Habían venido de todas partes del
Imperio, de mundos tan diferentes como la noche y el día, pero estaban
completamente unidos en propósito. Hacer retroceder la amenaza pieles
verdes. Y con ello protegerían Terra Santa. Y salvaguardarían el destino de
la humanidad como la raza suprema de la galaxia.
Era un espectáculo conmovedor. El mayor ejército que había
comandado en su larga carrera militar. Divisiones enteras de tanques y
piezas de artillería autopropulsada en ralentí, tosiendo humo en la brisa.
Exploradores sentinels merodeaban por las líneas delanteras como
depredadores ansiosos, atentos a cualquier señal de cambio en el viento.
Había camiones y transportes pesado por millares, todos llenos de soldados
de infantería devotos, y casi el mismo número chimeras cargados con tropas
de asalto aguerridas.
Más poderosos que todo lo demás eran los divinos titanes de clase
Emperador que se elevaban por encima de todo, con los brazos apuntando
en estos momentos hacía el suelo, con enormes cañones listos para dar
rienda suelta a una muerte a una escala planetaria. Parecían dioses de la
guerra construidos con metal y ceramita. Seguramente no había otra
creación que encarna la fuerza de la humanidad de un modo tan absoluto.
Bueno, tal vez La Fortaleza de la Arrogancia tal vez se les acercara.
Todavía le sorprendía estar sobre su torreta, en el mismo tanque que
había dado por perdido en Golgotha hacía muchos años. Desde su blindaje
negro a su enorme cañón de batalla principal, hasta la pequeña capilla que
el Adeptus Mechanicus que adornaba su parte trasera, que era exactamente
como la primera vez que lo había visto. Para él, La Fortaleza de la
Arrogancia era el espíritu de la Guardia Imperial hecho realidad.
Había pensado que la había perdido para siempre hasta que recibió una
transmisión del Adeptus Mechanicus hacía dos años mencionado su
ubicación. Ahora sabía que tenía la razón, al impulsar una misión de
recuperación. Sí, muchos hombres había muerto para traerla hacía aquí. El
precio de sangre había sido terriblemente alto, pero el efecto de su simple
presencia en el Armagedón, valía el precio pagado. Su espíritu saturaba el
aire. Los hombres antes del despliegue para la batalla, tocaban su frio
blindaje, y murmuraban oraciones para que les concediera fuerza y gloria.
Incluso ahora, sintió como los soldados miraban en su dirección. La
Fortaleza de la Arrogancia era una leyenda como el mismo.
Una voz metálica sonó en su oído. Era su oficial de comunicaciones que
le hablaba por el intercomunicador.
—Señor, todos los generales han informado que han desplegado a sus
ejércitos, y que están listos para marcha, solo necesitan su orden para
avanzar.
—Bien —dijo Yarrick. Miró de nuevo a los orkos. Más y más orcos se
dirigían hacía ellos, muchos más de los que se había enfrentado antes. Sus
turbadoras máquinas llenaban el aire por encima de un espeso humo negro.
Yarrick activa los enormes altavoces que sobresalían de la torreta del
Baneblade. Luego levantó su enorme garra por encima de su cabeza.
—A rodas las tropas… —bramó.
Sus palabras fueron amplificadas y se fueron extendiendo por todo el
campo de batalla como un trueno.
Y desplazo la garra de combate, señalando en dirección a los orkos.
—¡Adelante!
Los motores rugieron. Y La Fortaleza de la Arrogancia retumbó hacía
la batalla, y el suelo tembló.
Para siempre, los hombres recordarían este día.

También podría gustarte