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Titulo Original: Born of Flame

Autor: Nick Kyme


Corregido: Kas09
Montaje: Valncar
 

 
 
Índice
PORTADA
SINOPSIS
PORTADILLA
SOL DE PROMETEO
DRAMATIS PERSONAE
CITA
TIERRA CARBONIZADA
DRAMATIS PERSONAE
ARTEFACTOS
DEBER INMORTAL
HIJOS DE LA FORJA
DRAMATIS PERSONAE
EL JURAMENTO
PRÓLOGO
UNO
DOS
TRES
CUATRO
CINCO
SEIS
SIETE
OCHO
NUEVE
DIEZ
ONCE
DOCE
TRECE
CATORCE
QUINCE
DIECISÉIS
DIECISIETE
DIECIOCHO
DIECINUEVE
VEINTE
VEINTIUNO
VEINTIDÓS
VEINTITRÉS
VEINTICUATRO
VEINTICINCO
VEINTISÉIS
VEINTISIETE
VEINTIOCHO
EL CÁLIZ ROTO
 
 
SINOPSIS

Nacidos en el ardiente mundo de Nocturne, los Salamandras creen en el sacrificio propio y en la


santidad de la vida humana. En ese planeta creció su padre, Vulkan: el hijo de un humilde herrero
que se convirtió en primarca del Emperador de la humanidad y forjó una Legión junto a sus hijos.
Su saga entraña heroísmo, traición, tragedia y renacimiento. Han regresado del borde de
la extinción en más de una ocasión; siempre asediados, pero sin rendirse una sola vez, tanto la
Legión como su primarca son un ejemplo de desafío ante la adversidad.
Hacia el yunque, nacido de las llamas.
LA HEREJÍA DE HORUS

NACIDOS
DEL FUEGO
Nick Kyme

 
LA HEREJÍA DE HORUS
Una época legendaria
La galaxia está envuelta en llamas. La gloriosa visión que
tenía el Emperador para la humanidad está destrozada.
Su hijo más favorecido, Horus, ha dado la espalda a la luz
de su padre y se ha entregado al Caos.
Sus ejércitos, los poderosos y temibles Marines
Espaciales, se encuentran enfrentados en una brutal
guerra civil. Antaño, esos guerreros definitivos lucharon
para proteger la galaxia y llevar a la humanidad de
regreso a la luz del Emperador. Ahora luchan entre sí.
Algunos siguen leales al Emperador, mientras que otros se
han unido al Señor de la guerra. Por encima de todos
destacan los primarcas, los comandantes de las legiones
compuestas por miles de Marines Espaciales. Son unos
seres sobrehumanos, magníficos, que representan el
logro culminante de la ciencia genética del Emperador.
Lanzados al combate los unos contra los otros, nadie tiene
la certeza de conseguir la victoria.
Los planetas arden. Horus logró dar un golpe terrible a los
leales en Isstvan V y tres legiones fieles al Emperador
quedaron prácticamente aniquiladas. La guerra ha
comenzado, un enfrentamiento que sumirá a toda la
humanidad en un fuego arrasador. La traición y el engaño
han suplantado al honor y la nobleza. Los asesinos
acechan en cada sombra. Los ejércitos se organizan y
reúnen. Todos deben elegir un bando o morir.
Horus reúne a su armada con la propia Terra como el
objetivo de su ira. Sentado en su Trono Dorado, el
Emperador espera a que regrese su hijo descarriado. Sin
embargo, su verdadero enemigo es el Caos, una fuerza
primigenia que ansía esclavizar a la humanidad bajo sus
deseos caprichosos.
Los gritos de los inocentes y las súplicas de los justos
resuenan junto a las risotadas crueles de los Dioses
Oscuros. El sufrimiento y la perdición esperan a la
humanidad si el Emperador fracasa y pierde la guerra.
La era del conocimiento y de la iluminación ha terminado.
Ha empezado la Era de la Oscuridad.
SOL DE PROMETEO
DRAMATIS PERSONAE
La XVIII Legión, Salamandras
VULKAN Primarca
NUMEON Capitán de la 1.ª Compañía, líder de la
Guardia de la Pira
VARRUN Guardia de la Pira
ATANARIUS Guardia de la Pira
GANNE Guardia de la Pira
LEODRAKK Guardia de la Pira
SKATAR’VAR Guardia de la Pira
IGATARON Guardia de la Pira
HEKA’TAN Capitán de la 14.ª Compañía
KAITAR Hermano de batalla de la 14.ª Compañía
LUMINOR Apotecario de la de la 14.ª Compañía
ANGVENON Hermano de batalla de la 14.ª Compañía
TU’VAR Hermano de batalla de la 14.ª Compañía
ORANON Hermano de batalla de la 14.ª Compañía
BANNON Sargento de la 14.ª Compañía
GRAVIUS Capitán de la 5.ª Compañía
VENERABLE HERMANO Dreadnought
ATTION
La XIV Legión, Guardia de la Muerte
MORTARION Primarca
La X Legión, Manos de Hierro
FERRUS MANUS Primarca
GABRIEL SANTAR Capitán de la 1.ª Compañía
La 154.ª Flota Expedicionaria
GLAIVARZEL Rememorador, imaginista
VERACE Rememorador
Ejército imperial
PHAERIOS División del ejército que incluye un grupo de
DE LA 888.ª supervisores y maestros de disciplina
Del antiguo Nocturne
N’BEL Herrero de Hesiod
BREUGHAR Forjador de metales de Hesiod
GORVE Guardián de las planicies de Hesiod
REK’TAR Maestro de cuerno de Hesiod
BAN’EK Rey tribal de Temis
Otros
«EL FORASTERO»  
«No lo entiendo. Me criaste, me enseñaste a cazar con una lanza y
un arco. Viví en tu casa y trabajé en tu forja. ¿Y me pides que crea
que no soy tu hijo? Entonces, ¿quién es mi padre?»
—Vulkan de Nocturne
Nadie lo vio morir. La selva cobró vida y se lo llevó. El guerrero
simplemente había desaparecido sin hacer ruido alguno. Su
asesino se volvió borroso y se confundió entre las sombras hasta
perderse en la niebla que formaba el calor. La luz que penetraba a
través de las densas copas de los árboles era muy escasa. Los
hombres, presos del pánico, formaban una apretada columna
mientras buscaban sus globos lumen. La embriagadora
pesadumbre resultaba sofocante. Pese a que el calor hacía que el
ambiente fuera espeso, los guerreros sentían frío por el miedo
creciente. Varios rayos de luz provocaron que los escarabajos
nocturnos se arrastraran hasta la oscura hondonada. Las
serpientes de vid colgaban inertes e imitaban a la planta que les
daba nombre con la esperanza de que nadie notara su presencia.
Si tan solo los hombres pudieran hacerse los muertos del mismo
modo y esperar que su depredador se marchara… Unas hojas
planas, que en realidad no eran hojas, jadeaban y palpitaban, pero
no había ningún rastro del monstruo. Los gritos de pánico se
sosegaron, lo que dejó paso a una tensión silenciosa al tiempo que
la selva se tragaba las voces y arrebataba la determinación de los
guerreros. El maestro de disciplina del 888.º Ejército Imperial de
Phaeria alzó un puño.
«Quietos. Quedaos quietos y escuchad. Si escuchamos,
sobreviviremos.»
•••
Su brocada y su chaqueta parecían fuera de lugar cuando estaba
en compañía de sus guerreros, quienes llevaban el corpulento
pecho al descubierto. Los habitantes del mundo letal Phaeria eran
hombres toscos y musculosos que estaban acostumbrados a los
deltas y a los pantanos en los que no existía ningún sendero.
Varias calaveras colgaban de sus bandoleras, cuyas bocas abiertas
repiqueteaban como si se estuvieran riendo. Unos tatuajes de
camuflaje trazaban franjas en sus rostros agresivos, pero no
podían ocultar el miedo que sentían. Se suponía que debían estar
en su elemento.
En aquel momento, los corazones que latían en dos mil pechos
provocaban un clamor mayor que el de la selva entera. El bosque
entero estaba conteniendo la respiración.
El maestro de disciplina alzó su bastón castigador y estuvo a
punto de ordenar que avanzaran cuando el ciberhalcón que estaba
posado sobre su hombro soltó un graznido. La advertencia llegó
demasiado tarde. Como si estuviera soltando el aliento de golpe, la
selva abrió las fauces y el maestro de disciplina desapareció. Se
encontraba allí y al instante ya había desaparecido, igual que el
guerrero anterior. Los estaban derribando uno a uno.
El fuego de una docena de rifles alcanzó el agujero que había
dejado el maestro de disciplina tras de sí, pero el rastro ya se
había perdido antes de que los guerreros tuvieran tiempo de
percatarse de que estaban apuntando a la nada. El orden
desapareció junto con el maestro de disciplina y los supervisores
del ejército no fueron capaces de impedir que la infantería,
formada por dos mil guerreros, diera paso al caos con sus
autocarabinas y mosquetones de metralla. Los láseres ardientes y
los proyectiles sólidos salieron en todas direcciones al tiempo que
los guerreros descargaban su miedo hasta que se les agotaron los
cartuchos. Las secciones de artillería Tarántula y Rapier
añadieron su fuego pesado a la cortina de fuego. La espesa selva
que les rodeaba se convirtió en una llanura cubierta de mantillo
en menos de un minuto. Los electroaguijones y las órdenes
amplificadas por los altavoces, gritadas a un volumen
ensordecedor, consiguieron volver a contener la locura.
Siguió silencio estúpido, solo acompañado por jadeos y
susurros nerviosos.
La tregua no duró mucho.
Surgieron monstruos de la oscuridad. Unas enormes bestias,
cuyos alaridos eran más altos que la voz aumentada de cualquier
supervisor, embistieron contra la columna de hombres y mataron
a phaerios por doquier. En uno de los flancos, la columna se torció
y se rompió cuando otras bestias colosales con escamas, un cuerno
en el hocico y protegidas por un caparazón de hueso, cargaron
contra ella. Los primeros phaerios en caer fueron pisoteados hasta
no ser más que una pasta, mientras que los siguientes acabaron
siendo lanzados por los aires o corneados hasta la muerte. Otras
bestias, más pequeñas que las anteriores pero de mayor tamaño
que un hombre, se abrieron paso entre las colosales. Eran saurias
como las más grandes, aunque de naturaleza y aspecto aviario.
Galopaban y saltaban entre los pelotones dispersos y los atacaban
con sus espolones. Al haber perdido su cohesión de semejante
forma, los phaerios, desperdigados, eran presa fácil. Unos jinetes
encapuchados dispararon con sus rifles largos y alienígenas al
tiempo que sus cascos, de forma cónica, brillaban de un color
blanco nacarado.
Un alarido que procedía de encima de sus cabezas cortó el
aire, y, un segundo más tarde, las densas copas de los árboles se
abrieron al dejar paso a una bandada de reptiles con alas. Una
ráfaga fortuita de un sistema Rapier alcanzó a las alas
membranosas de uno de ellos, lo que hizo que tanto la bestia como
su jinete cayeran en picado hasta su muerte. Sin embargo, el resto
j y p g
de su especie consiguió reducir a los exultantes artilleros del
ejército a una niebla visceral.
El ambiente se sentía denso por la sangre y los gritos según el
destrozado regimiento se consolidaba en el claro que habían
creado. Ya no formaban una columna, y el círculo de cuerpos, que
cada vez se veía más y más reducido, ofrecía poca resistencia a los
alienígenas y a sus bestias con escamas. No era un lugar apropiado
en el que establecer una última defensa, y, al poco tiempo, el
Ejército Imperial se encontró corriendo de nuevo, de vuelta a la
oscuridad. Los zarcillos de las ramas cobraron vida para
agarrarlos de las muñecas y los tobillos, mientras que los
lodazales se abrían para tragarse a varios hombres enteros. Las
hordas de insectos se alzaron y llenaron las bocas y los oídos de
los guerreros al tiempo que la selva entera cobraba vida para
repeler a los intrusos.
—¡Adelante! ¡Por Terra! —empezó a gritar un supervisor,
antes de que una lanza alienígena le atravesara la garganta. Su
atacante liberó el cuerpo del supervisor de su arma con una
sacudida indiferente antes de cabalgar sobre un grupo de phaerios
heridos con su montura sauria. La intención en la mirada
amenazadora del alienígena estaba muy clara: «Muerte a los
intrusos.»
El alienígena cargó hacia delante. Un grito de guerra
reverberó a través de la selva como si de un relámpago se tratase
para llamar a los otros jinetes, y, tras unos instantes, los phaerios
se vieron rodeados por una estampida. El repiqueteo de los
mosquetones de metralla y las autocarabinas fue breve y poco
eficaz. Los guerreros que se encontraban en la retaguardia, lo
suficientemente lejos de la lucha como para no haber quedado
ensartados, aplastados o destrozados, simplemente huyeron. Los
otros hombres, aquellos salvajes que habitaban un mundo letal,
gritaron mientras se perdían entre el calor y la ciénaga. Las
bestias aladas, con las riendas sueltas, se abalanzaban sobre las
presas que les vinieran en gana y les daban bocados allá donde
aparecieran para la satisfacción de sus espeluznantes amos.
Era una masacre. Los humanos eran un festín de carne para
los monstruos saurios de sangre fría.
Desde lo alto, el bosque era un océano de fuego. Las hojas de color
rojo y ocre llenaban las copas de los árboles como si fueran venas
llenas de sangre que ondeaban en el agua. Entre las fisuras
invisibles del sólido mar de color naranja se podían entrever los
pterosaurios de caza.
Una voz resonó en la oscuridad del interior de una nave.
—Han entablado combate con la vanguardia del ejército, mi
señor. Una gran figura en la parte trasera del compartimento
aspiró el aroma a ceniza. En algún lugar detrás de él, las últimas
ascuas de una pira ritual se estaban apagando poco a poco. Las
llamas del brasero le iluminaron los ojos cuando alzó la mirada.
En aquella oscuridad parecía tener las mismas escamas y el
aspecto saurio que los monstruos de la selva que tenían bajo ellos.
Su respuesta, con una voz de una profundidad abismal, fue
decidida:
—Enviad a la legión.
•••
El fuerte zumbido de un motor se abrió paso entre la selva. Bajo
ellos, donde el caos y la pérdida de vidas humanas continuaba sin
cesar, unos cuantos phaerios supervivientes alzaron la vista. Como
si de una providencia divina se tratase, las copas de los árboles se
apartaron para revelar la base plana de una cañonera. Su rampa
de abordaje estaba extendida, y la oscuridad en el interior del
Stormbird se iluminó por el color rojo fuego de las lentes al
tiempo que sus ocupantes terminaban sus juramentos del
momento.
El primero de los guerreros cayó el suelo con un estruendo
ensordecedor. Con su sierra en marcha, el gigante, vestido de color
verde oscuro, alzó su pistola bólter.
—¡Juntos! ¡Por la libertad de la humanidad y la gloria de
Terra!
Como rayos que alcanzaban la tierra, otros guerreros se
unieron al primero, defensores ataviados en armadura con el
emblema del voraz dragón en las hombreras.
«Nacimos del fuego.»
Rugieron al unísono.
—¡Vulkan!
Ya había combatido a los eldars en otras ocasiones, aunque nunca
como aquella vez. Unido a la 154.ª Flota Expedicionaria, su tarea
había sido luchar contra los invasores piratas, que eran una raza
diferente de alienígenas comparados con los que vivían en la selva.
Se trataba de horrores súcubos, vestidos de cuero y engalanados
con hojas de hueso. Los invasores habían salido del espacio como
si una parte independiente del vacío se hubiera separado del
conjunto y habían conseguido destrozar dos fragatas antes de que
la XVIII Legión interviniera y repeliera el ataque. Los habitantes
de Nocturne los llamaban «espectros del ocaso». Eran fantasmas,
ladrones de almas, y él los odiaba con toda la fuerza de la memoria
colectiva de su pueblo.
Heka’tan no había entablado combate con los jinetes de
dragón antes de aquella batalla. Por mucho que aquellos
alienígenas de la selva no contaran con tantos avances
tecnológicos como sus parientes, seguían siendo eldars. Y rápidos.
—Flanco izquierdo. —La advertencia que provino del
comunicador de la escuadra también apareció en forma de icono
en las lentes de su casco. Su pistola bólter seguía escaneando y
lanzando fuego semiautomático a un enemigo tan ágil que su
buscador de objetivos no daba abasto. El follaje se apartó bajo sus
salvas.
—Fuego de ráfagas.
Los legionarios dejaron de apuntar y, en su lugar, se centraron
en diversas áreas. Unas furiosas salvas combinadas derribaron al
jinete y a tres de los suyos.
Heka’tan vio al hermano Kaitar arrodillarse y recoger cenizas
de los restos humeantes de uno de los fuegos que rodeaban el
claro para embadurnarse una de sus hombreras.
—Hacia el yunque, capitán.
Heka’tan esbozó una sonrisa bajo su placa frontal y le dedicó
un breve saludo a Kaitar antes de abrir el canal de comunicación
de la compañía. —A toda la Decimocuarta: avanzad.
Varios Stormbirds se habían abierto paso a través de las copas
de los árboles y habían llevado a guerreros de la XVIII Legión para
relevar al ejército asediado. Se reunieron con rapidez y de forma
metódica, pues los hijos de Vulkan eran tan rigurosos como su
padre en todo lo que concernía a la guerra.
Varias escuadras de la compañía de Heka’tan se agruparon, y
un muro de ráfagas de bólter iluminó la selva, persiguió a la
oscuridad y dejó los árboles hechos una pila de astillas. La
vanguardia eldar se derrumbó ante el muro. Los pterosaurios
alzaron el vuelo y se alejaron a través de los espacios entre las
copas de los árboles al tiempo que soltaban gritos que prometían
venganza. En un intento de impedir el avance de los legionarios,
una barrera de estegosaurios surgió de detrás de una muralla de
jinetes de raptores que huían.
Heka’tan llamó a una unidad de armas pesadas con una rápida
señal de batalla.
Los condensadores empezaron a reunir energía y, cuando los
proyectores de rayos de conversión se prepararon para disparar,
pasaron de emitir un leve zumbido a unos fuertes golpes. Un
sonido chisporroteante surgió de las bocas de fuego y las armas de
energía seccionaron el follaje para detonar contra los
estegosaurios. Una explosión alcanzó a las bestias y no dejó rastro
de ellas salvo varios trozos de huesos húmedos.
Dos dedos haciendo una rápida señal en forma de tijeras
hicieron que retornara el fuego de las armas bólter. Heka’tan
lideró la línea enfundando su pistola mientras los Salamandras
retomaban el control del campo de batalla. La determinación de
las unidades del ejército estaba volviendo poco a poco. La
aparición de las Legiones Astartes los alentaba según los
Salamandras marchaban de forma implacable entre los
atemorizados phaerios. Heka’tan clavó la mirada en un supervisor
del ejército que estaba intentando restaurar el orden en su
pelotón.
—Trae a tus hombres conmigo, guerrero.
El supervisor le dedicó un rápido saludo al capitán.
—¡Por la gloria de Terra y del Emperador! —bramó el
supervisor antes de volverse para llamar con mayor fuerza a sus
hombres.
A lo largo de la extensión de la selva, los Salamandras estaban
retomando el control de las unidades del ejército y abriendo un
camino. Con la legión actuando como punta de lanza, el ejército
avanzaría por detrás de ellos a modo de soporte.
A pesar de la muerte de los estegosaurios y de las múltiples
derrotas que habían provocado los Salamandras en el tramo de
dos kilómetros de selva en el que habían aterrizado, los eldars
eran tenaces. A lomos de sus monturas lagarto, los jinetes
lanzaron una salva de fuego con sus rifles. Los pterosaurios
ejecutaron ataques relámpago sobre los legionarios hasta que
acabaron perdiendo demasiados ante el fuego de los bólters de los
Salamandras. Un estegosaurio que iba aullando empezó a dar
pisotones de forma desafiante hasta que un misil lo abrió en canal.
Cuando la bestia murió, cayó sobre un par de jinetes de raptor y
los aplastó con su cuerpo. Contra las Legiones Astartes, las tácticas
de ataques relámpago de los eldars perdían su eficacia.
Según los Salamandras avanzaban, la selva que tenían frente a
ellos empezó a cambiar. Las ramas se entrelazaban entre ellas, y
las hojas y las vides se unían para formar gruesos muros. En pocos
minutos, un herbáceo callejón sin salida ya se había formado
delante de los legionarios. A través de las lentes de su casco de
batalla, Heka’tan aún podía detectar numerosos rastros de
cuerpos del enemigo, allá donde los estaban esperando en la
oscuridad. Los miembros más rápidos de las fuerzas de los eldars
los estaban volviendo a rodear. Las manadas de raptores saltaban
en su visión periférica y formaban una colorida niebla al tiempo
que sus familiares pterosaurios encontraban lugares donde
posarse en los árboles más altos para prepararse para lanzarles
una emboscada.
El icono del quinto sargento Bannon se iluminó al lado de los
datos de objetivos en la lente izquierda de Heka’tan cuando el
capitán abrió un canal de comunicación.
—Fuego e infierno, hermano.
Un símbolo de confirmación parpadeó una vez antes de que la
primera línea de Salamandras se retirara y se colocara en
formación de fuego de supresión.
El supervisor del ejército, cuyo pelotón se había unido a la
escuadra de Heka’tan, se lo tomó como una señal para avanzar
junto con sus phaerios hasta que el legionario lo detuvo.
—Todavía no —dijo él, reteniendo al humano.
—¡Estamos listos para morir por la gloria del Emperador, mi
señor! —Y así será, humano, pero si avanzáis ahora vuestra
muerte no servirá de nada. —Heka’tan hizo un gesto con su espada
sierra hacia un movimiento entre las filas de los Salamandras.
El sargento Bannon condujo a seis escuadras de lanzallamas a
primera línea.
—¡Fuego e infierno!
Su grito se vio respondido por una vibrante oleada de
promethium hirviendo. La selva se encogió ante la conflagración.
En los flancos, la munición incendiaria estalló donde los raptores
que los rodeaban habían entrado en contacto con las hileras de
granadas de fragmentación que habían colocado los exploradores
de los Salamandras en los extremos del campo de batalla sin que
se dieran cuenta.
Las naves de desembarco llenaron el cielo en aquel momento,
y las llamas que engullían la selva se reflejaron en sus bases
metálicas. Los tocones ennegrecidos y la flora chamuscada se
apartaron bajo la corriente de los propulsores de descenso de los
Stormbirds. La brisa se llenó de cenizas. Todo estaba en llamas.
Heka’tan alzó la vista al cielo mientras la tormenta de fuego se
avivaba a su alrededor. Una nave, alejada de las demás, aún no
había descargado ningún guerrero.
—Padre no vendrá con nosotros.
Gravius también se había percatado de la ausencia del
primarca.
El compañero hermano capitán de Heka’tan estaba lo
suficientemente cerca de él para poder ver cómo echaba un
vistazo al cielo lleno de humo. Su Quinta Compañía estaba
avanzando junto a ellos. Más de cuatrocientos legionarios Astartes
para domar una simple extensión de selva… la palabra «exceso» se
le pasó por la cabeza.
—Vendrá pronto, Gravius —transmitió Heka’tan en un canal
cerrado—. Cuando le necesitemos.
Pero la solitaria rampa del Stormbird permaneció cerrada.
p p
En la bodega de la nave, el calor sobrepasaba los límites del
aguante humano.
Los guerreros que se encontraban en su interior no sudaban.
Ataviados en su adornada armadura dracónica, mantenían su
respiración tranquila y, debido a aquellas exhalaciones firmes, el
ambiente estaba cargado del olor a sulfuro.
Uno de los guerreros estaba separado del resto, empuñando
una alabarda sierra en su mano cubierta por un guantelete. Unos
afilados dientes de dragón, casi tan largos como medio gladio,
recorrían los laterales de su casco de batalla, que sostenía en la
mano opuesta. A pesar de que la cubierta temblaba de forma
violenta por la fuerza de los motores del Stormbird, el guerrero
permanecía quieto como una estatua. Una cresta de cabello rojo
como la lava separaba su cuero cabelludo en dos perfectos
hemisferios como si de una hoja se tratase. Mantuvo la cabeza
gacha según se dirigía al gigante que se encontraba en la parte
trasera de la bodega.
—La legión se ha dirigido al campo de batalla. ¿Deberíamos
acompañarlos, mi señor?
—Aún no —repuso la voz insondable—. Esperemos mientras
el yunque los templa.
Heka’tan comprobó los sensores automáticos de su armadura y el
vaho escapó de la rejilla de su casco. Las lecturas de temperatura
indicaban que se encontraban por debajo del punto de
congelación. La escarcha que cristalizaba los destrozados árboles
de su alrededor hizo que descartara un posible fallo del sistema de
la armadura. El hielo y la nieve estaban extinguiendo la purga de
fuego. Para reaccionar ante aquel asalto, Bannon avanzó y ordenó
a sus hermanos de batalla que abrieran más las bocas de sus
lanzallamas. Una cálida luz resplandeció por un momento, pero el
frío que se cernía sobre ellos se intensificó y ralentizó las llamas.
El promethium ardía rápido, por lo que el sargento Bannon no
podría mantener la tormenta de fuego mucho tiempo más antes de
necesitar recargar. En aquel momento, las hojas llenas de escarcha
y los caminos cubiertos de nieve rodeados de charcos congelados
suplantaron el páramo ennegrecido por el fuego que habían
creado los lanzallamas. Los árboles destrozados se convirtieron en
esculturas de cristal y las hojas marchitas de las plantas se
transformaron en abanicos de hielo al tiempo que un
espeluznante invierno caía de forma imposible sobre la selva. Tras
aquel agresivo frente de frío, todo comenzó a derretirse con la
misma rapidez. Las hojas renacieron debajo de la nieve, unos
brotes surgieron de la ceniza y crecieron de retoños a árboles
adultos en cuestión de segundos. El calor tropical volvió a cobrar
fuerza, y la destrucción que habían provocado los Salamandras
pareció que nunca hubiera existido. A Heka’tan solo se le ocurría
una explicación.
—Los alienígenas cuentan con psíquicos cerca —siseó en el
canal de comunicación—. Encontradlos.
Cazar a los brujos no fue necesario, pues surgieron del bosque
desprendiendo una luz verde. Una descarga golpeó a un legionario
en el pecho, lo que anunció la presencia de los psíquicos. Unas
diminutas ondas de energía surgieron del punto de impacto, y el
hermano Oranor se sacudió debido a la descarga eléctrica que
había recibido. Antes de que su armadura humeante cayera al
suelo, su escuadra ya estaba respondiendo. Las explosiones de
bólter surgieron cuando los Salamandras dieron rienda suelta a su
ira y se disiparon contra un escudo psíquico que protegía a los
eldars. El aquelarre, compuesto por doce miembros, usaba sus
poderes psíquicos por turnos, atacando y defendiendo de forma
alternativa. Los escudos cinéticos invisibles brillaban de forma
efímera ante el impacto incandescente de los misiles. Las ráfagas
de lanzallamas hicieron que los escudos psíquicos relucieran de
un color chillón y aceitoso, pero los brujos permanecieron ilesos y
listos para desatar unos rayos con forma de tentáculos capaces de
destrozar las placas de batalla de los legionarios con suma
facilidad.
Por encima del rugido de la tormenta, Heka’tan escuchó con
atención. —¿Oyes un cántico, hermano capitán? —le preguntó
Luminor, su apotecario.
Heka’tan asintió lentamente. Vio a una bruja con el rostro
descubierto entre el aquelarre. Y sí, sus labios se movían al ritmo
repugnante de un cántico.
—Es brujería. No dejes que te afecte.
El hermano Angvenon estaba en el lado opuesto del capitán e
hizo un gesto con la afilada sarisa de su bólter.
—Algo está ocurriendo… —empezó a decir.
Heka’tan vio el peligro demasiado tarde.
—¡Atrás! —ordenó.
Una enorme maraña de espinas surgió de la tierra y atrapó la
vanguardia de los Salamandras. Los eldars estaban usando su
brujería para poner la selva en su contra. Las unidades de soporte
del ejército fueron estranguladas y aplastadas. Heka’tan blandió
su espada sierra, pero el mecanismo quedó inutilizado ante tantas
plantas. Los dientes de la sierra se atascaron y se detuvieron. Pese
a que trató de resistirse contra las plantas que lo ataban, las raíces
y las vides lo golpeaban en las extremidades y tiraban de él. Las
fibras musculares de sus brazos y su espalda sufrieron con el
esfuerzo de intentar escapar. Estiró una mano hacia el supervisor
p p
del ejército, pero tanto él como sus hombres murieron asfixiados
en un instante. Sus dedos retorcidos sufrieron espasmos al tiempo
que los veía morir y desaparecieron por completo cuando la selva
los consumió.
Un sutil cambio en el cántico de sirena de la bruja hizo que las
raíces serpenteantes se retorcieran aún más para quitar las armas
a los guerreros y tirar de sus extremidades. Por mucho que
trataran de resistirse, los Salamandras estaban siendo arrastrados
hacia la tierra del mismo modo que les acababa de ocurrir a los
guerreros humanos.
—¡Fuego! —bramó el sargento Bannon mientras rotaba sus
lanzallamas para enfrentarse a la selva que había cobrado vida.
Aun así, sus seis escuadras quedaron cubiertas por la flora antes
de que pudieran consumir el combustible que quedaba en sus
tanques.
Toda la primera línea de los Salamandras estaba atada por la
vegetación que los estrangulaba y los aplastaba, lo que detuvo el
asalto.
Los gritos de júbilo de los jinetes de raptor atravesaron el aire,
seguidos de los profundos rugidos de los estegosaurios. Las
sombras de los pterosaurios que los sobrevolaban y se lanzaban
hacia ellos aparecían y desaparecían sobre las armaduras de los
Salamandras.
—¡Liberaos! ¡Contraatacad! —Heka’tan consiguió liberar una
de sus muñecas y disparó una línea de fuego explosivo con su
bólter hacia las enredaderas de la ciénaga. Su guardia de honor lo
imitó blandiendo sus espadas sierras y sus gladios contra el follaje
poseído.
Delante de él, pudo oír cómo los eldars regresaban.
Y, aquella vez, no estaban solos.
Un grave rugido sacudió la tierra bajo los pies de Heka’tan y
este dejó de intentar liberar su brazo dominante para determinar
de dónde procedía el sonido. Desde las profundidades arbóreas,
una enorme manada de depredadores alfa se unió al revitalizado
asalto de los eldars. Los carnodontes eran inmensos: tres veces
más altos que un legionario, con grandes músculos de firmes
tendones y un pellejo escamado. A pesar de que no eran tan
corpulentos como los estegosaurios, lo que les faltaba de masa
corporal lo compensaban con una mayor rapidez para matar y un
par de letales mandíbulas serradas. Una fría inteligencia relucía
en los ojos de los monstruos y los jinetes eldars que los
cabalgaban resultaban tan imponentes como reyes salvajes de la
jungla.
La manada de depredadores se abrió paso entre los eldars,
adelantando con facilidad a los raptores, que eran más pequeños,
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y a los voluminosos estegosaurios. Incluso los pterosaurios, cuyos
jinetes describían círculos sobre el lugar como aves de carroña, se
mostraban reticentes a atacar con los carnodontes tan cerca.
Sintiéndose atrapado, Heka’tan sabía que los Salamandras
iban a perder a muchos de los suyos en aquel momento. En el
flanco derecho, vio como el venerable hermano Attion se liberaba
de sus ataduras arbóreas y lanzaba un contraataque a uno de los
depredadores alfa. El dreadnought lo golpeó con su puño de
combate, lo que hizo que la sangre brotara del hocico del
monstruo. Intentó apuntar a la bestia con su pesado bólter, pero el
monstruo lo desvió con una de sus garras y la descarga alcanzó el
suelo en lugar de la carne.
Attion sujetó al carnodonte por el cuello con su puño de
combate y mantuvo sus fauces a raya mientras intentaba lanzar a
la bestia al suelo. Los pistones de las piernas del guerrero sufrían
bajo la fuerza feroz de la bestia. Su rostro, enmarcado en un casco
y no tan diferente al del resto de sus hermanos, no mostraba
ningún tipo de emoción, aunque el brillo de las lentes —que
simulaba la mirada ardiente de un Salamandra— y los zumbidos
de los servos de los mecanismos que proporcionaban potencia a
sus brazos dejaban claro que la pelea se estaba dando entre un
monstruo y un hombre máquina.
Attion lanzó una ráfaga de fuego del arma montada en su
hombro y por un momento pareció haber tomado la delantera,
antes de que el carnodonte contraatacara con su larga y gruesa
cola para golpear al Salamandra en las piernas y lanzarlo al suelo.
Attion tuvo que soltar la garganta de la criatura y cayó.
Tras su placa frontal, Heka’tan lo miró con los ojos como
platos, pues jamás había visto a un dreadnought ser derrotado con
tal facilidad. Se trataba de guerreros eternos, honrados con un
confinamiento en una poderosa y monstruosa armadura de
batalla. Antes de que Attion pudiera defenderse, el monstruo ya
había colocado su mandíbula alrededor de la sección del torso que
contenía el cuerpo atrofiado del venerable guerrero y había
hincado los dientes.
Los juramentos del momento y los pergaminos quedaron
destrozados por los afilados colmillos de la criatura y salieron
volando a la cálida brisa. Décadas de hazañas honorables,
promesas de valor y lealtad desaparecieron en cuestión de
segundos. El adamantio, imposiblemente duro, se dobló y crujió
bajo la increíble presión que ejercía el carnodonte, y se crearon
fisuras en la sección del torso del dreadnought que se ampliaron
hasta convertirse en grietas según alcanzaban el casco de Attion.
Mientras tanto, el jinete eldar mantenía la mirada en la matanza
con indiferencia. El refugio sepulcral del Salamandra se abrió por
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completo y los pequeños ojos ferales de la bestia miraron al
legionario, inundado de líquido amniótico y sangre. El carnodonte
emitió un rugido para expresar su poder y su hambre, con los
colmillos enrojecidos expuestos en un gruñido brutal que
presagiaba el destino de Attion. El Salamandra había combatido en
las guerras de unificación y había sido de los primeros de la
Decimoctava que había nacido en Terra. No era un final apropiado
para un guerrero de semejante calibre.
Después de haber acabado, el carnodonte alzó su rojizo
hocico, pues no había quedado satisfecho con el pequeño bocado
que había representado Attion. El jinete del monstruo levantó su
lanza de energía para llamar al resto.
Heka’tan redobló sus esfuerzos.
Los lanzallamas de Bannon fueron los siguientes en recibir el
impacto. Varios legionarios quedaron aplastados bajo los
carnodontes, con sus placas de batalla hundidas y rasgadas por los
golpes de las garras de los monstruos. A otro de ellos lo partieron
por la mitad de un mordisco, pues la bestia había sacudido al
guerrero de un lado a otro antes de que se le partiera el torso.
La sangre y las vísceras superhumanas llovieron sobre los
hermanos de batalla caídos de los Salamandras, lo que encendió
su ira. La misma bestia se dirigió hacia Bannon, pero el sargento
había conseguido liberar su espada sierra y pudo propinarle un
tajo al carnodontea lo largo de la nariz. Las escamas cayeron junto
con un chorro de la sangre del monstruo y ungieron su pequeña
victoria. Si bien Bannon trató de mover el cuerpo para defenderse
de otro ataque, las raíces que lo ataban lo ralentizaron el tiempo
suficiente para que otra bestia le arrancara el brazo. Bannon luchó
con su pistola bólter sin dejar de sangrar y gritó desafiante a los
monstruos.
Heka’tan estaba observando, aún medio atado por la selva,
cuando la voz del sargento crujió en el comunicador de la
escuadra. Tenía la respiración entrecortada y le costaba hablar.
—Estamos acabados, capitán…
Los saurios más pequeños se estaban acercando a ellos,
remataban a los heridos y se lanzaban mordiscos entre ellos en
una lucha por ser el más dominante y el que más vidas se cobraba.
Los lanzallamas ya estaban siendo descuartizados. Siete de los
monstruos vagaban entre ellos, matando y destrozando
legionarios. En cuanto los raptores más pequeños los alcanzaran…
Heka’tan apretó la mandíbula. Habían perdido a Bannon.
—Parte con gloria, hermano. Te recordaremos. —El capitán se
aseguraría de que así fuera. Cuando hablara con los
rememoradores, no pensaba olvidar ni un solo detalle del
heroísmo del sargento.
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Bannon dio su última respuesta:
—En nombre de Vulkan…
Una abrasadora tormenta de fuego estalló a través de la selva
unos segundos más tarde. Los carnodontes y los raptores más
ansiosos quedaron atrapados en ella cuando los hombres de
Bannon detonaron sus lanzallamas. Las llamas arrasaron la
primera línea, bañaron a los Salamandras en un fuego purificador
y redujeron las ataduras del bosque a cenizas. No quedaba rastro
de las unidades del ejército que habían permanecido atadas en la
vanguardia. Unos pocos Salamandras estaban muertos o
malheridos y algunos de ellos estaban medio hundidos en la
tierra.
—¡Vengadlos! —ordenó Heka’tan en el comunicador.
Los restos de la vegetación que había ardido llenaban el
campo de batalla de un color gris sepulcral. Heka’tan y los
supervivientes avanzaron con dificultad a través de los sucios
copos de nieve que volaban a la deriva. Delante de ellos, donde los
lanzallamas se habían sacrificado, se encontraban siete
montículos en la tierra, como si fueran túmulos. Permanecieron
inactivos durante tan solo unos segundos, antes de que cada uno
se derrumbara en un aluvión de ceniza. Quemados pero todavía
con vida, los carnodontes surgieron de los montículos de ceniza y
soltaron un rugido colectivo para luego cargar contra los
Salamandras que se dirigían hacia ellos.
Solo unos pocos de los lanzallamas de Bannon habían
perecido en la tormenta de fuego. La mayoría de ellos, por muy
ennegrecidos y quemados que hubieran quedado, se pusieron de
pie y se unieron a sus hermanos. Los Salamandras eran una raza
tenaz, aunque haría falta algo más que negarse a morir para
derrotar a aquellos monstruos.
El grito alentador de Heka’tan se convirtió en un alarido que
resonó con el chirrido de su espada sierra. Las matrices de
localización de objetivos de su casco se alinearon con uno de los
carnodontes en un choque directo. Se trataba del líder de la
manada, el que había acabado con la vida de Attion. Estaba
cogiendo impulso con cada enorme paso que daba, hasta alcanzar
una fuerza equivalente a un tanque de batalla; sus colmillos eran
tan largos como la espada sierra de Heka’tan y podrían destrozar
sus placas de armadura con la facilidad de un hacha de energía.
Ningún hombre, ni siquiera un marine, sería capaz de enfrentarse
a semejante monstruo…
Solo que Vulkan era algo más que eso.
El primarca aterrizó frente a Heka’tan como un dios con
escamas. Su armadura de batalla era ancestral e impenetrable,
fabricada con sus propias manos y adornada con cabezas de
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dragones y otras iconografías forjadas con cuarzo que la hacían
única. Unas placas de color verde oscuro, colocadas unas sobre
otras en los bordes, le daban un aspecto semejante al de un reptil.
Una de las placas de sus hombros mostraba la cabeza de Kesare,
una bestia que él mismo había aniquilado hacía mucho tiempo,
mientras que la otra estaba envuelta con su manto, una capa de
escamas de dragón de fuego que resultaba prácticamente
impenetrable. Tras la placa frontal de su casco con forma de un
dragón con las fauces abiertas se encontraban unos ojos tan
profundos como fosos de lava, y el calor de su intensidad surgía
del primarca como si se pudiera palpar. Su capa de dragón relucía
bajo las luces del motor del Stormbird que tenían sobre sus
cabezas al tiempo que el primarca blandía su martillo de forja y un
haz de electricidad recorría el mango.
Cuando habló, pareció producirse un temblor en la tierra,
como si su voz tuviera el poder de derribar montañas.
—¡Soy Vulkan y he derribado a bestias más fieras que tú!
El carnodonte ralentizó su marcha, y la duda brilló en sus ojos.
Su jinete eldar soltó un alarido a modo de orden. Su rostro
tatuado no estaba cubierto por ningún tipo de casco y mostraba el
odio que sentía el alienígena por los intrusos.
El monstruo cogió fuerzas, mostró los colmillos y abrió las
fauces de par en par para dar un mordisco mortal.
Vulkan cuadró sus enormes hombros acorazados, agarró el
martillo con ambas manos y lo blandió. Era rápido, más rápido de
lo que alguien que empuñara un arma como aquella debería ser, y
consiguió pillar por sorpresa al eldar y a su montura. El impacto
que se produjo fue espectacular: una horripilante fusión de
fragmentos de hueso, restos de cerebro y sangre surgieron de
donde la cabeza del carnodonte había estado hacía tan solo un
instante. El golpe produjo un temblor que hizo que Heka’tan y el
resto de los Salamandras cayeran de rodillas. El temblor avanzó
como una onda expansiva y alcanzó al resto de los carnodontes,
que retrocedieron y chocaron unos contra otros antes de
estrellarse contra el suelo. Las manadas de rápidos raptores
quedaron aplastadas; los jinetes cayeron. El impulso del golpe
empujó al monstruo sin cabeza en su último estertor y cavó una
profunda zanja en la tierra que se convirtió en su tumba.
Vulkan ignoró a la bestia y se dirigió a los monstruos que aún
seguían con vida.
Siete guerreros, ataviados con armadura de escamas de
dragón y empuñando hojas y mazas de un diseño único, se unieron
al primarca.
—¡Aniquiladlos! —rugió el primarca hacia la Guardia de la
Pira.
Vulkan volvió a blandir el martillo. En tres ocasiones más, la
electricidad surgió de su arma celestial y provocó otros tantos
cadáveres de carnodontes, que quedaron destrozados sobre la
tierra.
Inspirados por su señor, los Salamandras acabaron con el
resto.
El fuego de la gloria ardió en la sangre de Heka’tan. Luchar en
el mismo campo de batalla que el primarca era todo un honor y
sentía cómo el poder y la valentía lo inundaban. Si bien el yunque
había roto a algunos, él seguía con vida y había sido templado en
un acero irrompible. Para cuando la batalla hubo acabado, tenía la
garganta seca y su corazón cantaba la letanía de la guerra.
Captó la mirada de Gravius por encima de los cuerpos
destrozados de los alienígenas.
—Hacia el yunque, hermano.
Heka’tan le dedicó un saludo.
—Te dije que vendría. Gloria a la Legión.
—Gloria a Vulkan —repuso Gravius.
Los últimos eldars huyeron hacia las profundidades de la
selva.
Heka’tan observó cómo se marchaban antes de dirigir su
mirada a Vulkan. ¿Cuántas veces había salvado a sus hijos de una
muerte segura y había cambiado las tornas de la batalla cuando
todo parecía perdido? Si bien los Salamandras eran una de las
legiones más pequeñas, habían servido a la Gran Cruzada con
orgullo y honor. Heka’tan no podía imaginar un momento en el
que no hubiera sido así. Vulkan era tan robusto y firme como la
propia tierra y siempre sería su padre. Ninguna proeza sería
demasiado para él, no existiría ninguna guerra en la que él no
pudiera triunfar.
Hinchó el pecho.
—Sí, gloria a Vulkan.
Numeon estaba sacando la hoja de su alabarda del cráneo de un
estegosaurio moribundo.
—Deberíamos perseguirlos, mi señor. Varrun y yo podemos
asegurarnos de que no vuelvan —prometió, con una mirada feroz.
Se había quitado el casco de batalla y había permitido que el calor
de la selva alcanzara su piel de ébano.
Vulkan alzó una mano, sin devolverle la mirada a su campeón.
—No. Estableceremos nuestra zona de aterrizaje aquí y nos
agruparemos. Antes de nada quiero hablar con Ferrus y
Mortarion. Si pretendemos que esta campaña tenga éxito y que
quede un planeta que podamos entregarle al Imperio, debemos
trabajar juntos. Estas tierras son ricas y proporcionarán muchos
recursos a la Cruzada, pero solo si no está manchada por la guerra
por conseguir la conformidad de Uno-Cinco-Cuatro Cuatro. Era un
modo frío y metódico de referirse a un planeta. Quería decir que
era el cuarto mundo que domaba la 154.ª Flota Expedicionaria.
—No creo que ellos lo vean así.
Estaban separados del resto y el único que podía oírlos era
Varrun, que era mudo. Alrededor de ellos, en el campo de batalla
resonaban frías y esporádicas ráfagas de bólter según ejecutaban
a los supervivientes xenos. A cierta distancia, los maestros de
disciplina estaban llamando a las unidades del ejército para un
improvisado recuento de los números de sus tropas.
En aquel momento, Vulkan sí miró directamente a Numeon.
—Di lo que piensas.
—La Decimocuarta nos trata con desdén y la Décima como si
fuéramos unos legionarios menores. No veo cómo podría
producirse una coalición entre ellos y los Salamandras, al menos
no una que se produzca con facilidad.
—No podemos aislarnos a nosotros mismos, Numeon. Lo que
pasa es que Mortarion es orgulloso. En nosotros ve una fuerza tan
implacable como su propia Guardia de la Muerte, eso es todo.
Ferrus es tanto mi aliado como aliado de esta legión, aunque…
bueno, digamos que mi hermano siempre ha tenido un lado
demasiado intenso. En ocasiones aísla su mente de todo lo que no
sea el credo de los Manos de Hierro.
—La carne es débil. —Numeon torció el gesto al repetir la
doctrina de la X Legión—. Se refieren a nosotros. Nosotros somos
los débiles. —Si bien el comportamiento del campeón sugería que
quería demostrar lo contrario, los Manos de Hierro se
encontraban a demasiada distancia como para presenciarlo, pues
estaban en la península oriental del continente desértico de Uno-
Cinco-Cuatro Cuatro.
—Se refieren a cualquiera que no pertenezca a la Décima —lo
interrumpió Vulkan—. No es nada más que orgullo. ¿Acaso tú no
estás orgulloso de tu legión?
Numeon hizo un saludo con fuerza en su pechera. Para ser un
Salamandra, contaba con la rigidez de uno de los propios hijos de
Guilliman. —Soy un Nacido del Fuego, mi señor.
Vulkan esbozó una sonrisa y alzó las manos para mostrar que
no había pretendido faltarle al respeto al veterano.
—Has estado en mi Guardia de la Pira desde el principio,
Numeon. Tanto tú como tus hermanos me conocisteis en
Prometeo. ¿Lo recuerdas?
El diligente guerrero hizo una reverencia antes de responder.
—Está grabado a fuego en mis recuerdos, mi señor. Reunirnos
con nuestro padre fue el mejor momento de la Legión.
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—Sí, también lo fue para mí. Tú, de entre todos los dragones
de fuego, eres preeminente, mi primer capitán, mi palafrenero. No
te tomes las palabras de la Décima tan a pecho, hermano. A decir
verdad, ellos solo desean demostrar su lealtad y su valor a su
padre, igual que todos nosotros. A pesar de su apariencia arisca,
Ferrus tiene mucho respeto por sus compañeros legionarios, en
especial los de la Decimoctava. Tú ardes con la pasión y la furia de
los Salamandras. —Vulkan esbozó una sonrisa tan salvaje que se
hizo evidente en su tono de voz—. La frialdad de una mente
medusana no se nos puede comparar, ¿no crees? —Le dio una
palmada a Numeon en el hombro, pero la afabilidad del primarca
se estaba desvaneciendo—. Tierra, fuego y metal… los miembros
de la Decimoctava hemos sido forjados para resistir. Nunca lo
olvides.
—Su sabiduría es un ejemplo de humildad, mi señor, pero
nunca he entendido su templanza y su compasión —confesó
Numeon.
Vulkan frunció el ceño, como si estuviera a punto de impartir
una verdad que siempre había mantenido oculta, aunque luego su
expresión se tornó más dura de nuevo y dejó de mirar a los ojos al
campeón.
Numeon estaba a punto de repetir la pregunta cuando Vulkan
alzó una mano para exigir silencio. La mirada penetrante del
primarca se clavó en los árboles que los rodeaban. A pesar de que
Numeon no podía determinar qué había capturado la atención de
su padre, sabía que la vista de Vulkan era mucho más aguda que la
de todos sus hermanos. La tensión en la postura de Vulkan se
transfirió a su Guardia de la Pira y se desvaneció en cuanto el
primarca se relajó de nuevo.
Vulkan hizo un gesto, al parecer, hacia el aire.
—Dejaos ver. No temáis, no os haremos ningún daño.
Numeon ladeó la cabeza, confuso. Sus ojos rojos se posaron
sobre el primero de los humanos que emergía del bosque y
blandió su alabarda frente a su primarca de forma protectora. Era
extraño que no los hubiera detectado.
—No te preocupes, hermano —lo tranquilizó Vulkan,
acercándose a los aterrados habitantes de la jungla. Habían
surgido de lugares ocultos en las profundidades de los árboles, de
troncos sombríos o nidos elevados. Algunos parecían salir de la
propia tierra, pues abandonaban refugios subterráneos. Varios
tatuajes tribales marcaban sus rostros y sus cuerpos estaban
envueltos en una indumentaria hecha de corteza de árbol
quemada y hojas entretejidas. A pesar de tener un aspecto salvaje,
eran humanos. Y solo en aquel momento, cuando la batalla ya
había terminado, habían decidido salir de su escondite.
Vulkan se quitó el casco, una cabeza de dragón con las fauces
abiertas y una inmensa cresta parecida a una llama. Las cicatrices
de honor describían un largo legado de hazañas heroicas sobre un
rostro de ónice que también poseía cierta suavidad, a pesar de
estar templada por la imponencia del primarca.
—¿Ves? —le dijo a un niño lo suficientemente valiente como
para mantenerse firme—. No somos monstruos.
Allí, frente al gigante y diabólico primarca, la expresión de
terror del niño sugería que estaba pensando todo lo contrario.
Detrás de él, el resto de los humanos de su tribu se encogieron
de miedo.
A pesar de estar arrodillado, Vulkan era mucho más alto que
el niño. El primarca enfundó su martillo de forja en su espalda y se
acercó al niño con las manos abiertas para mostrarle que no
portaba ningún arma. El resto de la Guardia de la Pira se había
reunido a su alrededor. Numeon había convocado a los demás con
la jerga de batalla de los habitantes de Prometeo, que solo
conocían los Dragones de Fuego, y todos observaban la situación
con recelo.
Habían jurado proteger al primarca y eran guerreros sin
parangón. Al haber nacido en Terra, no siempre eran capaces de
apreciar los sentimientos prácticos de la cultura de Nocturne en la
que se había criado Vulkan, pero sabían cuál era su deber y lo
sentían en su sangre mejorada genéticamente.
Sintiéndose más valientes gracias al niño curioso, otros
refugiados humanos empezaron a salir de la selva, hasta que
varios cientos de ellos se habían unido a los pocos que habían
surgido en un principio. Tras un breve y atónito silencio,
empezaron a gimotear para suplicar piedad. Si bien era difícil
entender sus palabras, había una en concreto que repetían sin
cesar: «Ibsen».
Así que aquel lugar tenía nombre después de todo.
Vulkan se puso de pie para observarlos mejor, y los humanos
liberados se apartaron de él al instante.
—¿Qué deberíamos hacer con ellos, mi señor? —preguntó
Numeon. Vulkan se los quedó mirando otro momento más. Ya
había varios cientos de refugiados. Algunos miembros del ejército
habían empezado a rodearlos, mientras los rememoradores
alcanzaban la zona de aterrizaje y comenzaban a documentar y a
hacer preguntas, una vez se hubo determinado que el área era
segura.
Una mujer, tal vez la madre del niño valiente, se acercó a
Numeon y empezó a llorar y balbucear. El idioma nativo de aquel
lugar era una extraña mezcla del habla de los eldars con palabras
protohumanas. Los xenolingüistas que tenían alrededor y se
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encontraban con las tropas de invasión estaban tratando de
entender lo que querían decir los humanos, y pudieron asumir
que, aunque estaban nerviosos, se alegraban de que los hubieran
liberado del yugo de los alienígenas.
La mujer rascó la armadura de combate de la Guardia de la
Pira, y parecía que Numeon iba a apartarla a la fuerza cuando una
mirada de su primarca lo detuvo.
—Solo están asustados, no es algo que no hayamos visto antes.
—Vulkan apartó a la mujer histérica de su palafrenero con
amabilidad. Al recibir el toque del aura del primarca, la mujer se
calmó lo suficiente como para que un guerrero del ejército
pudiera llevársela. Un poco más allá, un pictógrafo se iluminó
según uno de los rememoradores registraba el momento para la
posteridad—. Tú.
El hombre se estremeció al ver que Vulkan se dirigía a él
directamente. —¿Mi… mi señor?
—¿Cómo te llamas?
—Glaivarzel, mi señor. Soy imaginista.
Vulkan asintió.
—Entrega tu pictógrafo al maestro de disciplina más cercano.
—¿Mi… mi señor?
—Nadie debe ver que somos salvadores, Glaivarzel. El
Emperador quiere que seamos guerreros, la encarnación de la
muerte. Ser algo menos que eso pondría en peligro a la Cruzada y
a la Legión. ¿Queda claro?
El rememorador asintió con lentitud y le entregó su pictógrafo
a uno de los maestros de disciplina phaerios que había escuchado
el intercambio de palabras.
—Al terminar la guerra, tienes mi permiso para venir a hablar
conmigo —continuó el primarca—. Te hablaré sobre mi vida y
sobre la llegada de mi padre. ¿Será eso suficiente recompensa por
la pérdida de tus imágenes? Glaivarzel asintió antes de hacer una
reverencia. Parecía haber perdido la capacidad de hablar de
repente. Cuando se apresuró a marcharse, Vulkan devolvió su
atención a Numeon.
—He visto el miedo —le contó—. En Nocturne, cuando la
tierra se abrió y el cielo lloró lágrimas de fuego. Eso sí era miedo
de verdad. —Posó la mirada sobre los miembros de la tribu,
mientras los guerreros se los llevaban lentamente—. Debería ver
sufrimiento. —Su rostro se tornó duro e impasible—. Pero ¿cómo
puedo sentir compasión por una raza cuyos problemas no tienen
punto de comparación con los que ha sufrido mi propio pueblo?
Desconcertado y sin nada mejor que decir, Numeon contestó:
—No soy de Nocturne.
Vulkan apartó su atención de los refugiados y dejó escapar un
suspiro, lo que podría haber sido una muestra de arrepentimiento.
—Lo sé… Así que muéstrame, Numeon, ¿cómo podemos
liberar este mundo y asegurar su obediencia a pesar de lo que
sienten nuestras legiones hermanas?
Una voz ronca y beligerante narraba una imagen de barrido
hololítica de un continente desértico salpicado de pequeñas zonas
de dura hierba y vegetación con espinas a lo largo de todo el
austero paisaje. Sobre todo aquello, el brillo de un sol inclemente
bañaba la arena de blanco. Varios monumentos y cúpulas de
ladrillo cocido se alzaban entre las dunas y un grupo de ellas
rodeaban un enorme menhir hundido en una depresión natural.
En aquel punto, la imagen dejó de desplazarse y se amplió. Había
varias runas inscritas en la superficie exterior del menhir, cuyo
diseño era suave y alienígena. Unos cristales que relucían
ligeramente, parecidos a unos rubíes ovalados gigantes, estaban
colocados a intervalos precisos y entrelazados con las runas
núcleo por unas líneas que emanaban de estas. —Los alienígenas
extraen su poder psíquico de estos nodos.
La imagen parpadeó y un holograma del décimo primarca la
sustituyó.
Ferrus Manus era un gigante metálico ataviado en una
servoarmadura de color negro como el carbón. Su mundo natal,
Medusa, era un páramo helado que se reflejaba en el escalofriante
color plateado de sus ojos sin pupilas y en la frialdad glacial de su
carne rasguñada por un cuchillo. El hermano de Vulkan no llevaba
casco, por lo que mostraba —de un modo un tanto desafiante— un
rostro curtido por la batalla enmarcado por un cabello oscuro
cortado a ras. Ferrus era un horno cuya llama nunca se apagaba;
su ira se encendía con facilidad y tardaba en apaciguarse. También
lo llamaban «la Gorgona», supuestamente debido a su mirada de
acero que podía petrificar a quienquiera que mirara. Una
explicación menos extravagante lo relacionaba con el nombre de
su planeta natal y su vínculo con la leyenda de Terra sobre la
antigua Micenas.
—Nuestros augures han detectado tres nodos como este en la
superficie de Uno-Cinco-Cuatro Cuatro, en el continente desértico,
el helado y el selvático…
—Conocemos nuestra misión, hermano —lo interrumpió una
voz baja y profunda—. No es necesario que nos la repitas.
Un segundo primarca había entrado en el consejo de guerra y
se había colocado al lado de Ferrus Manus, aunque ambos estaban
a muchos kilómetros de distancia, en lados opuestos del planeta.
La yuxtaposición resultaba extraña, pues uno estaba envuelto en
una ventisca ártica, mientras que el otro se encontraba bajo el
brillo del fiero sol. Si bien Mortarion de los Guardia de la Muerte
era alto y delgado, su presencia era imponente, incluso en forma
de holograma.
—Lo que me gustaría saber es por qué hemos acudido tres de
nosotros para tomar este mundo, tres legiones unidas a la misma
flota expedicionaria… ¿qué hace que este planeta merezca mi
atención?
El autoproclamado Señor de la Muerte tenía un aspecto
lúgubre. Sus rasgos demacrados, casi esqueléticos, recordaban
una figura mítica que procedía de la historia antigua. Era el
segador de almas, el recolector de los muertos, aquello a lo que
todo hombre temía cuando se le acercaba durante la noche,
escondido bajo una capa fúnebre tan gris y efímera como un
último estertor. Mortarion era todas esas cosas y mucho más. Por
mucho que los Amos de la Noche empuñaran el miedo como si de
un arma se tratase, él era la propia encarnación del miedo.
Su piel cinérea y lisa se dejaba entrever tras la rejilla que
enmascaraba la parte inferior de su rostro. Una nube de gas
rodeaba su cabeza en una miasma pálida, el humo extraído del
mortífero mundo Barbarus, y surgía de los confines de su cruda
panoplia de guerra. El latón brillante y el acero desnudo revestían
su forma. A pesar de que la mayoría de los detalles de su armadura
estaban ocultos por una capa gris que fluía y se removía sobre los
hombros angulares de Mortarion como si de humo se tratase, una
calavera despiadada podía distinguirse en su pechera. Los
incensarios de veneno adornaban su enorme figura como si fueran
una bandolera llena de granadas. Al igual que su armadura, los
incensarios también contenían el aire cáustico del planeta natal
del primarca.
Vulkan se agachó para recoger un puñado de tierra y se la
mostró a los otros primarcas mientras permitía que esta se
deslizara por los dedos de su guantelete.
—Tierra —dijo simplemente el primarca—. Hay un filón de
minerales valiosos con piedras preciosas bajo su superficie, en tal
cantidad que es imposible contarlas. Lo noto en el aire y lo siento
bajo mis pies. Si domamos a Uno-Cinco-Cuatro Cuatro con rapidez,
podremos preservarlo. Una guerra larga haría que cualquier botín
geológico se redujera en gran medida. A eso se debe, hermano.
—Y esa es la razón por la que debemos atacar los nodos al
mismo tiempo, en cuanto yo dé la orden —interpuso Ferrus, con
un tono irritado que resultaba bastante obvio.
Un suspiro cansado surgió de los labios del Señor de la
Muerte.
—Esta actitud nos está haciendo perder un tiempo muy
valioso. La Decimocuarta debe cubrir más terreno que sus
legiones hermanas. —Mortarion se retiró la rejilla del casco para
dedicarle una sonrisa a la Gorgona. Era al mismo tiempo un gesto
imponente y sin vida, parecido al rictus de una calavera—. Y,
además, Vulkan y yo ya sabemos quién está al mando. No tienes
por qué sentirte amenazado, Ferrus.
Si bien existía rivalidad fraternal entre todos los primarcas,
como consecuencia natural de los orígenes genéticos que
compartían, los Manos de Hierro y los Guardia de la Muerte la
sentían de forma más profunda que el resto. Ambos se
enorgullecían del aguante de su propia legión pero, mientras uno
buscaba el acero y las máquinas para superar las debilidades, el
otro valoraba más la resistencia biológica innata. Hasta aquel
momento, las virtudes de ambos grupos no se habían enfrentado
entre ellas.
Ferrus cruzó los brazos, plateados como el mercurio, aunque
no mordió el anzuelo.
—¿Acaso tu tarea es demasiado difícil, hermano? Tenía
entendido que los nativos de Barbarus estaban hechos para cosas
peores.
Mortarion entrecerró los ojos y agarró su guadaña con más
fuerza. —¡La legión solo deja muerte a su paso, hermano! Ven a los
campos de hielo y observa con tus propios ojos cómo debe librarse
una guerra. —Conozco de sobra los estropicios que dejas a tu paso,
Mortarion —le espetó Ferrus, ya incapaz de enfriar su núcleo
encendido—. Debemos dejar parte de este planeta intacto si
queremos que nos sea útil en el futuro. Puede que tú y los tuyos
podáis prosperar en un residuo tóxico, pero los colonos que nos
siguen no lo harán.
—¿Los míos? El progreso de tu propia legión es tan lento y
tiene tantos problemas como las máquinas que tanto deseáis. ¿Qué
hay del desierto? ¿Ya está en nuestras manos?
—Está intacto. Cualquier belicista con las Legiones Astartes a
su mando puede desatar la destrucción, pero tus tácticas son
demasiado extremas. Uno-Cinco-Cuatro Cuatro no se convertirá en
una roca vacía y sin vida mientras yo esté al mando.
—Hermanos…
Ambos primarcas interrumpieron su discusión para mirar a
Vulkan. —Nuestro enemigo se encuentra ahí fuera, no entre
nosotros. Deberíamos guardar nuestra ira para ellos y solo para
ellos. Todos nosotros ocupamos tres escenarios de guerra muy
diferentes, por lo que se necesitan diferentes enfoques, y cada uno
de nosotros debe decidir cuál. Nuestro padre nos hizo generales y
los generales deben poder liderar.
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Mortarion esbozó una leve sonrisa.
—Templado como siempre, hermano.
Vulkan decidió tomarse el comentario como un cumplido.
—Sin embargo, Ferrus también tiene razón. Nos encontramos
aquí para liberar este mundo y someterlo, no para convertirlo en
cenizas. Ya hay un planeta infernal en mis pesadillas, no me
gustaría añadir otro a la lista. Relaja la mano, Mortarion. La
guadaña no tiene por qué caer con tanta fuerza. —Se volvió hacia
Ferrus Manus—. Y tú, hermano, confía en nosotros como hizo
nuestro padre cuando nos encargó sacar a la humanidad de la
oscuridad de la Vieja Noche.
Ferrus torció el gesto y se mostró reticente a ceder, pero al
final asintió. Las ascuas de su ira seguían ardiendo. Al igual que
Vulkan era como la tierra, sólido y sensato, la Gorgona era volátil
como un volcán ártico que siempre se encontraba al borde de la
erupción. Se calmó a regañadientes. —Tienes un alma lírica,
Vulkan. Me pregunto si no debería endurecerse un poco.
Los Manos de Hierro y los Salamandras estaban hechos de un
molde similar. Aun así, aunque ambos eran forjadores, Vulkan le
daba más valor a la belleza y a la forma, mientras que a Ferrus
Manus le preocupaba la funcionalidad por encima de todo. Era una
diferencia sutil pero reveladora, una diferencia que los mantenía
divididos en ocasiones, a pesar de su cercana amistad.
—Además de la iluminación, ¿qué más has encontrado en la
selva? —inquirió la Gorgona.
Vulkan comenzó a darles su informe.
—Mi legión se ha encontrado con los eldars. Son pocos en
número, emplean tácticas de emboscada y han esclavizado a
varias criaturas saurias para luchar con ellas. También hay brujos
entre sus tropas. Nuestros compañeros del ejército han quedado
reducidos y se ha producido alguna pequeña pérdida entre mis
hijos, pero nos estamos acercando al nodo. —Nosotros también
hemos luchado contra varias criaturas en las dunas, cavatúneles
quitinosos y reptiles del averno —añadió Ferrus, mostrando tan
solo un atisbo de fastidio ante la noticia de los legionarios que
habían muerto—. Los eldars montan sobre ellos como haríamos
nosotros con una moto a reacción o un aerodeslizador.
Mortarion también añadió su propia recolección de los
hechos.
—Le he cortado el cuello a una serpiente de hielo en la tundra
y hay mastodontes de piel gruesa al servicio de los alienígenas.
—¿Creéis que las bestias son nativas del planeta? ¿O algunas
llegarían con los xenos? —preguntó Vulkan.
—No importa mucho —repuso Mortarion—. Puede que las
hayan creado a partir de alguna tecnología alienígena aberrante.
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—Sus ojos de color ámbar relucieron—. Lo único que debo saber
es dónde se encuentran.
El primarca de los Manos de Hierro consideró todas aquellas
palabras mientras intentaba formarse una imagen precisa de la
zona de guerra. —Estos eldars no cuentan con una tecnología tan
avanzada como otros contra los que he luchado. —Frunció el ceño
—. Me lleva a pensar cómo puede ser que la población indígena
quedara esclavizada con tanta facilidad.
—Hemos encontrado algunos humanos viviendo en el
continente selvático —dijo Vulkan—. Unos pocos miles hasta
ahora, aunque creo que hay más. No he visto a ningún guerrero
entre su tribu, así que sospecho que son un pueblo sencillo que
requiere de nuestra protección.
—Sea como sea, son los eldar los que deben preocuparnos. —
El tono de Mortarion se volvió desdeñoso—. También hay nativos
en las planicies de hielo, pero mi atención está puesta en otro
lugar.
El menosprecio por la debilidad de los humanos exudaba de
cada poro del Señor de la Muerte. Vulkan se avergonzó de que sus
propios sentimientos hacia los habitantes de la selva no fueran tan
distintos.
—Por una vez, estoy de acuerdo con mi hermano —intervino
Ferrus, antes de volverse hacia Vulkan—. Han infiltrado este
mundo por completo. No queda un solo rincón, por remoto que
sea, en el que no se encuentre la mancha de los alienígenas. Hasta
que eso deje de ser así, no podemos permitirnos dividir nuestro
propósito. Ten cuidado, hermano, pero deja que los humanos se
encarguen de su propia protección. Eso es todo.
El holograma se desvaneció, lo que indicó que aquel había
sido el final de la conversación. Vulkan inclinó la cabeza ante la
orden de Ferrus y se encontró dentro de una tienda de campaña
del ejército, con Numeon esperando pacientemente en la entrada.
—¿Qué noticias traes? —preguntó Vulkan, de mal humor.
Su palafrenero lo saludó con la formalidad rígida que lo
caracterizaba y avanzó tres pasos hacia el interior de la tienda.
—Los exploradores del ejército de avanzadilla han encontrado
el nodo, mi señor. Están transmitiendo sus coordenadas en este
mismo momento.
Vulkan ya estaba caminando por la tienda para dirigirse al
exterior. Los guerreros phaerios que montaban guardia fuera se
apresuraron a apartarse del camino del primarca.
—Prepara a la legión. Partiremos de inmediato.
Numeon siguió los grandes pasos del primarca.
—¿Debería llamar a los Stormbirds?
—No. Iremos a pie.
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Fuera, algunos de los guerreros del ejército estaban
quemando piras para los alienígenas muertos. De forma curiosa,
algunos pequeños grupos de nativos se habían reunido alrededor
de los enormes fuegos y estaban llorando, refugiándose entre ellos
en abrazos de consuelo. Lo habían perdido todo, tanto sus vidas
como sus hogares, y se habían visto atrapados en una guerra que
no entendían.
Por mucho que Numeon hubiera dicho que era compasivo, lo
único que Vulkan sentía era soledad. Se sentía aislado incluso
cuando se encontraba junto a sus hermanos, a excepción de Horus,
pues existía una relación muy cercana entre ellos. Había algo muy
noble y altruista en el Señor de la Guerra que fomentaba la lealtad
en aquellos que lo rodeaban de un modo que no tenía parangón. El
carisma se desprendía de él en un aura casi tangible. Tal vez
aquella era la razón por la que el Emperador lo había escogido a él
para ser el Señor de la Guerra, en lugar de a Sanguinius. Vulkan lo
veía como a un hermano mayor, uno al que admiraba y en quien
podía confiar. Deseaba con todas sus fuerzas poder hablar con él
en aquel momento. Se sentía desequilibrado y anhelaba regresar a
Nocturne una vez más. Tal vez la larga guerra lo había cambiado.
Su expresión se tornó más dura.
—El fuego obligará a los eldars a salir.
Al tiempo que observaba cómo el humo se alzaba y se retorcía
hacia el cielo, Vulkan empezó a recordar una época en la que no
sabía nada sobre las estrellas o los planetas, ni siquiera sobre los
guerreros de armadura de trueno que estaban destinados a
convertirse en sus hijos.
Unas manos fuertes trabajaban el cincel para extraer el metal naranja
brillante y darle la forma deseada por el herrero. Había callos en aquellas
manos, testigos de las largas horas pasadas frente a las llamas de la forja.
Unos dedos rugosos empuñaban el desgastado mango del martillo y lo
alzaban y dejaban caer para golpear el hierro doliente por el fuego hasta
reducir su grosor. El herrero añadió otro fragmento de metal del mismo
tamaño encima del primero y estos se unieron.
—Pásame las pinzas…
El herrero estiró una mano con la misma dureza que el cuero
curtido. Bajo el hollín, la piel gozaba de un saludable bronceado por el
tiempo que había pasado recorriendo las planicies de Arridian en busca
de piedras preciosas. Empuñó la herramienta que le ofrecían y la sujetó
alrededor de la punta de lanza, lo que provocó que empezara a salir
vapor en una nube siseante cuando el metal caliente tocó la superficie del
agua del tambor. Al hijo le recordó al monte Fuego Letal, que roncaba
mientras dormía y ahogaba el firmamento con su aliento de humo.
—Es la sangre del corazón —le había dicho su padre una vez.
Recordaba que había sido cuando tenía poco más de un año, momento en
el que ya era más alto y más fuerte que la mayoría de los hombres de la
ciudad. De pie sobre los flancos de la montaña, juntos habían observado
cómo el monte se desfogaba y vomitaba su ira. Al principio, el niño había
querido huir —no por su propio miedo, pues su determinación era dura
como el hierro en ese aspecto— sino porque temía por su padre. N’bel
había tranquilizado al niño con un gesto. Colocó la palma de su mano
contra su pecho y le dijo a su hijo que lo imitara. —Respeta el fuego.
Respeta la montaña. Ella es la vida y la muerte, hijo mío —le había dicho
—. Nuestra salvación y nuestra perdición.
«Nuestra salvación y nuestra perdición…»
Así eran las cosas en Nocturne.
En la lengua antigua, aquella palabra quería decir «oscuridad» o
«noche», y el mundo le hacía honor a su nombre, pues estaba sumido en
la oscuridad. Aun así, seguía siendo el único hogar que había conocido.
Tras unos momentos, el vapor aullante del metal desgarrado se
desvaneció y N’bel lo extrajo del tambor de agua para mostrárselo a su
hijo.
Seguía estando muy caliente, y el brillo de la forja aún no se había
extinguido.
—¿Lo ves? Una nueva punta para tu lanza. —Esbozó una sonrisa y el
rostro del viejo herrero se arrugó como el cuero. Había una capa de hollín
alrededor de sus ojos amables, y sus finas mejillas estaban espolvoreadas
de cenizas. Tenía el cuero cabelludo rapado, lo que mostraba las
cicatrices que marcaban su coronilla—. Matarás a incontables saurocs en
la planicie de Arridian con ella.
El hijo le devolvió la sonrisa a su padre antes de contestar.
—Podría haberlo hecho yo mismo, padre.
N’bel estaba limpiando sus herramientas, sacudiendo los restos del
fuego y cepillando el hollín. La forja estaba prácticamente a oscuras, para
poder ver mejor la temperatura del metal y calibrar su dureza. Si bien el
ambiente estaba espeso por el olor a quemado y el calor, para el hijo se
trataba de unas condiciones estimulantes, en vez de sofocantes. Le
gustaba aquel lugar. Se sentía seguro allí, podía encontrar un cierto
consuelo que no podía emular en ninguna otra parte de Nocturne. Las
herramientas de su padre colgaban de las estanterías colocadas en las
paredes, aunque bajo aquella oscuridad solo se podían entrever sus
siluetas, y también sobre distintos bancos y yunques de todos los tamaños
y formas. El hijo tenía manos fuertes, y en la forja y en la herrería era
donde podía darles un mejor uso.
N’bel mantuvo los ojos en lo que estaba haciendo y no se percató del
breve ensimismamiento del hijo.
—Solo soy un humilde herrero; no poseo las habilidades de los
forjadores de metales ni la sabiduría de un chamán de la tierra, pero sigo
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siendo tu padre, y a un padre le gusta hacer cosas por su querido hijo.
El hijo frunció el ceño y se acercó al anciano con cautela.
—¿Qué ocurre?
N’bel siguió limpiando sus herramientas un rato más antes de dejar
caer los brazos y soltar un suspiro. Dejó su martillo encima del yunque y
miró a su hijo a los ojos.
—Sé lo que has venido a preguntarme, hijo.
—No…
—No tienes que negarlo.
El rostro del hijo mostró el dolor que sintió ante la incomodidad de
su padre.
—No pretendía hacerte daño, padre.
—Lo sé, pero mereces la verdad. Solo es que tengo miedo de lo que
pueda significar que la descubras.
El hijo agarró a N’bel del hombro y le acunó la barbilla, que parecía
la de un niño en la inmensa mano del hijo, pues era mucho más alto que el
herrero.
—Me has criado y me has dado un hogar. Siempre serás mi padre.
El ojo de N’bel se anegó de lágrimas, y este se las limpió con la mano
mientras se apartaba de las manos de su hijo.
—Sígueme —le pidió, y juntos se dirigieron a la parte trasera de la
forja de piedra. Desde que el hijo podía recordar, siempre había habido un
viejo yunque en la oscuridad de aquel lugar. Estaba oculto por una lona
de cuero que N’bel apartó con rapidez y lanzó al suelo. La superficie del
enorme yunque estaba colonizada por el óxido, y al hijo le sorprendió
encontrar algo en tan mal estado. N’bel casi ni se percató de la reacción
de su hijo y empujó el rojizo lado metálico con el hombro. Tras un
esfuerzo, el yunque se desplazó hacia delante un poco.
—No he criado a un hijo gigante para tener que hacer yo todo el
trabajo pesado —dijo el herrero con sorna—. ¿Le echas una mano a tu
viejo?
Avergonzado por haberse quedado mirando sin más, el hijo se unió a
los esfuerzos del herrero de inmediato, y juntos apartaron el enorme
yunque. Casi no sintió el peso, pues la fuerza de sus brazos era increíble y
se extendía a cada músculo y cada nervio de su cuerpo, aunque el simple
hecho de trabajar junto a su padre le reconfortaba el alma.
N’bel ya estaba sudando cuando acabaron de mover el yunque, y se
pasó una mano por la frente.
—Estoy seguro de que antes era más fuerte —jadeó. La ligereza del
momento desapareció en cuanto señaló a un recoveco cuadrado hundido
en el suelo—. Ahí… —Pese a que estaba llena de hollín y polvo, el hijo no
tardó en percatarse de que se trataba de algún tipo de trampilla.
—¿Ha estado aquí todo este tiempo?
—Bendigo el día en el que llegaste a nosotros —repuso N’bel—. Eras
y sigues siendo un milagro.
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El hijo miró a su padre, pero este no reveló nada más. Se arrodilló y
buscó los bordes de la depresión cuadrada del suelo. Tanteando con los
dedos, encontró un punto de agarre y, en una proeza de fuerza que
ningún otro hombre de la ciudad podría haber conseguido, el hijo alzó la
enorme losa de piedra. A pesar de su gran peso, la dejó a un lado con
cuidado y dirigió la mirada al oscuro pasillo que se encontraba bajo la
trampilla y que se adentraba en la tierra.
—¿Qué hay ahí abajo?
—Desde que te conozco, jamás has mostrado un ápice de miedo. Ni
siquiera los dragones que habitan bajo la montaña te amedrentan.
—Me da miedo esto —admitió abiertamente el hijo—. Ahora que la
tengo delante de mí, no estoy seguro de si quiero averiguar la verdad.
N’bel apoyó una mano tranquilizadora en su hombro.
—Siempre serás mi hijo…, siempre.
El hijo se adentró en la oscuridad y encontró una escalera de piedra
que resonaba con cada uno de sus pasos. Según seguía descendiendo,
empezó a entrever el borde de algo duro y metálico entre la oscuridad.
—Veo algo…
—No lo temas, hijo.
—Veo…
Un eco que resonó en las paredes de la forja, un aullido leve y
reverberante, detuvo al hijo antes de que pudiera dar otro tambaleante
paso más. Era una advertencia. En lo alto de una de las torres de vigía,
alguien había hecho sonar un cuerno. Incluso en las profundidades de la
forja, N’bel y su hijo lo habían oído.
El hijo sintió alivio al abandonar el hueco oscuro y volver a la luz
tenue de la forja que tenían encima.
—La verdad tendrá que esperar —dijo.
N’bel tenía el ceño fruncido y se dirigió hacia su lanza, pues su
martillo favorito ya estaba atado en su cinto de herramientas.
—Espectros del ocaso.
Toda tribu de Nocturne contaba leyendas sobre ellos. Eran
monstruos nocturnos, ladrones de carne, espectros de la oscuridad,
pesadillas en movimiento que cobraban vida cuando los cielos se
tornaban carmesí y las nubes hervían en el horizonte. Pocas personas
habían sido capaces de sobrevivir a ellos, e incluso aquellos que lo hacían
quedaban marcados para siempre por la experiencia. Se trataba de
historias de terror que se volvían realidad, esclavizadores alienígenas que
se llevaban a las personas de sus hogares para conducirlas hacia la
oscuridad infinita a bordo de sus naves. Nadie que entrara en aquel lugar
regresaba.
—¿Acaso debemos estar siempre bajo su acecho? —gruñó el hijo.
—Es el yunque, nada más —dijo N’bel—. Sopórtalo, deja que te
temple y te haga más fuerte.
—Ya soy fuerte, padre.
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N’bel le dio un apretón al hombro de su hijo.
—Sí que lo eres, Vulkan. Más fuerte de lo que crees.
Juntos, salieron de la forja y se dirigieron a la ciudad.
Un cielo rojo como la sangre reinaba sobre Hesiod, y unas nubes de color
óxido rugían y chocaban en el firmamento rojizo. La brisa estaba cargada
de ceniza y humo, y un calor sofocante cubría el ambiente como una
manta de cadenas invisibles.
—El alba del infierno, cuando los bancos de ceniza se quiebran y el
sol arde —gritó N’bel, señalando al cielo—. Es un heraldo de la sangre.
Vienen cada vez a estas horas adversas.
Había pánico en la plaza central de la ciudad. Los habitantes se
apresuraban a salir de sus casas, con las escasas posesiones que podían
cargar apretadas contra su pecho y aferrándose a sus seres queridos.
Algunos de ellos gritaban, aterrados por lo que sabían que se les venía
encima y por la posibilidad de que aquella vez fueran ellos los que se
vieran arrastrados hacia la oscuridad eterna.
Breughar, el forjador de metales, había surgido de entre la multitud
y estaba tratando de restaurar la calma. Tanto él como varios de los otros
hombres estaban gritando al resto de los ciudadanos para que buscaran
refugio. El cuerno seguía sonando, lo que hacía que los habitantes
aterrorizados entraran en un pánico cada vez mayor.
—Debemos ponerle fin a esta locura —murmuró Vulkan,
consternado por el terror que se había apoderado de su tribu. Eran
personas fuertes que habían soportado los destrozos de la tierra cuando
el suelo se había abierto y los volcanes habían lanzado su fuego y su
oscuridad hacia el cielo. Aun así, el miedo que despertaban los espectros
del ocaso en ellos estaba más allá de toda razón.
Mientras su padre se dirigía a ayudar a Breughar y al resto, Vulkan
recorrió deprisa la plaza hasta llegar a un gran pilar de roca. Era la
piedra de llamas, el lugar en el que el chamán de la tierra meditaba
cuando el sol se encontraba en su punto álgido. En aquel momento estaba
desocupado, y Vulkan escaló los costados de la piedra monolítica sin
detenerse hasta alcanzar la cima en unos pocos instantes. Agachado
sobre la cima plana, podía ver con claridad las tierras más allá de Hesiod.
Unas manchas oscuras y anaranjadas marcaban la línea del
horizonte, donde las aldeas lejanas ardían. Un humo aceitoso ascendía
hacia el cielo desde donde habían incendiado los hogares, desde donde los
habitantes habían muerto calcinados. Los arrieros nómadas de los
saurocs huían al ver que sus rebaños habían quedado destrozados. Las
aves carroñeras dactílidas describían círculos lentamente, manchas
negras contra el cielo rojo como la sangre a la espera de cualquier
bocado que los espectros del ocaso pudieran dejarles.
Los arrieros ignoraban a las criaturas. Estaban huyendo hacia los
muros de Hesiod, aunque Vulkan se percató con pesar de que jamás
lograrían alcanzarlos.
A sus espaldas, los espectros del ocaso se burlaban de ellos y soltaban
alaridos. Sus esquifes con cuchillas flotaban sobre la planicie, unas
siluetas dentadas que contrastaban con el rojo del alba del infierno. A
pesar de que se encontraba demasiado lejos como para oírlo, Vulkan vio
cómo uno de los arrieros soltaba un grito cuando quedó atrapado en una
red con púas antes de que una guerrera bruja medio desnuda lo
empalara con su lanza. Otras criaturas, altas, delgadas y que portaban
segmentos de armadura del color de la noche, lanzaron jabalinas a lomos
de sus máquinas y se regocijaron en la caza. En el momento en que
acabaran con los nómadas y las aldeas, se dirigirían a Hesiod.
Vulkan apretó los puños. Todos los albas del infierno eran lo mismo.
Cada vez que el cielo se tornaba rojo sangre, empezaban los gritos y los
espectros del ocaso se dirigían hacia ellos. Ningún hombre merecía ser
cazado, no de aquella forma. Ningún hijo ni hija de Nocturne merecía
sufrir como estaban sufriendo los arrieros. La vida ya era lo
suficientemente dura sin eso. La supervivencia ya era lo suficientemente
difícil.
—Ya basta.
Vulkan había visto lo que necesitaba ver.
Saltó de la roca y aterrizó en una postura agazapada. N’bel corrió
hacia él, jadeando por el esfuerzo de llevar a los débiles y a los
vulnerables hacia un lugar seguro.
—Vámonos. Nosotros tenemos que escondernos también.
Vulkan se puso de pie con expresión seria y miró a su padre.
—Mientras nos escondemos, otros sufren.
—¿Qué otra opción tenemos? —suspiró N’bel—. Si nos quedamos,
moriremos todos.
—Siempre podemos luchar.
—¿Qué? —preguntó N’bel, perplejo—. ¿Contra los espectros del
ocaso? —Negó con la cabeza—. No, hijo. Nos destrozarían como a esos
rebaños de la planicie. ¡Ven! —Agarró a Vulkan del brazo, pero su hijo se
soltó de su agarre.
—Me quedaré a luchar.
A su alrededor, los habitantes de Hesiod desaparecían en refugios
ocultos y cavernas subterráneas situadas bajo la ciudad. Lo mismo
estaría ocurriendo en todo Nocturne. En Temis, Heliosa, Aethonian y todo
el resto; los siete asentamientos principales del planeta huirían hacia sus
escondites en la tierra y cerrarían los ojos hasta que la pesadilla
terminara. Allí permanecerían mientras los espectros del ocaso
saqueaban, mataban y destrozaban todo lo que habían luchado por
crear.
—No. Te lo suplico, hijo. Escóndete como todos nosotros.
Vulkan empezó a alejarse camino a la forja.
—¿Adónde vas? —lo llamó N’bel—. ¡Vulkan!
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Vulkan se dirigió al interior de la forja sin molestarse en responder.
Cuando volvió a salir de ella, tenía un robusto martillo de forja apoyado
en cada hombro.
—Puede que la sangre de este pueblo no fluya en mis venas, pero
sigo siendo uno de ellos, sigo siendo hijo de Nocturne. Y no pienso ver
cómo sigue soportando esta tortura.
Al ver la intensidad de la merecida furia de su hijo, la desesperación
de N’bel se convirtió en decisión, y este empuñó su lanza.
—En ese caso, no dejaré que luches solo.
Oponerse o impedir que lo acompañara sería un insulto hacia su
padre, y Vulkan no pensaba hacer eso. En su lugar, asintió con la cabeza y
se produjo un entendimiento tácito entre ellos. Aunque no compartieran
sangre, siempre serían familia. Fuera lo que fuese lo que los esperaba
bajo la trampilla de la forja, no podría cambiar eso.
Se dirigieron juntos hacia el centro de la plaza y se colocaron de cara
a las puertas de Hesiod.
Más allá de ellas, los alaridos de los espectros del ocaso cada vez se
oían más y más fuerte.
—Nunca he estado más orgulloso de ti que en este momento, Vulkan.
—Cuando todo esto acabe, quiero que selles la trampilla. No quiero saber
nunca qué hay ahí abajo.
—No creo que nunca lleguemos a tener la oportunidad, hijo. —N’bel
se volvió hacia él—. Pero, si sobrevivimos, ¿qué hay de tus orígenes? ¿No
quieres saber de dónde procedes?
Vulkan dirigió la mirada hacia la tierra volcánica resquebrajada.
—Estos son mis orígenes, es aquí donde he nacido. Eso es lo único
que debo saber, padre.
Por el rabillo del ojo, Vulkan vio a Breughar. Portaba su martillo de
dos manos frente a su fornido pecho, y los torques atados en su frondosa
barba repiqueteaban cuando se movía. Hasta que Vulkan llegó a Hesiod,
Breughar había sido el hombre más grande y más fuerte de la ciudad. El
hombre había aceptado el cambio de posición con una gracia y una
nobleza que Vulkan jamás había sido capaz de olvidar. El forjador de
metales asintió ante N’bel antes de ocupar su lugar junto a ellos.
—Tú eres el mejor de todos nosotros —le dijo a Vulkan—. Combatiré
a tu lado, hermano.
Breughar no estaba solo. Otras personas estaban surgiendo de sus
escondites para dirigirse a la plaza.
—Combatiré a tu lado —dijo Gorve, el guardián de las planicies.
—Y yo —añadió Rek’tar, maestro del cuerno.
En poco tiempo, en la plaza ya se encontraban más de cien
habitantes de Nocturne, tanto hombres como mujeres, y todos
empuñaban lanzas, espadas, martillos de forja y cualquier otra cosa que
pudieran emplear como arma. Eran un pueblo unido, y Vulkan era su
piedra angular.
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—No nos esconderemos más —dijo Vulkan, empuñando sus martillos
frente a su cuerpo. Clavó la mirada en un punto fijo en las puertas. Como
si se tratara de una hoja colocada en las llamas de la forja, fabricó un
arma que pudiera empuñar a partir de su ira. Habían sido las presas
durante demasiado tiempo. En aquel momento, se alzarían…
Como una voz que hubiera quedado cortada de forma repentina, los
alaridos cesaron.
El silencio persistió durante un momento, acompañado por los
gimoteos de los saurocs destrozados o las súplicas de los arrieros
moribundos que habían caído a poca distancia del santuario que tanto
ansiaban.
Sus verdugos no tardaron mucho más en llegar.
Cubiertos de sombras, se movían con una gracilidad perversa y
escalaban los muros de Hesiod como si fueran fragmentos de la misma
noche. Los espectros del ocaso, cubiertos de una crueldad casi palpable, se
agazaparon sobre la cima de los muros y se rieron entre ellos, al tiempo
que mostraban los dientes y el brillo plateado de sus cuchillos salvajes en
una promesa de dolor. Las primeras en cruzar la entrada fueron unas
brujas vestidas de cuero, con su largo cabello adornado con bordes
afilados y que portaban lanzas serradas, bracamartes retorcidos y otros
instrumentos afilados cuyo propósito Vulkan solo podía adivinar.
Aterrizaron sobre sus cuatro patas con una seguridad felina antes de
rodar y colocarse de nuevo a dos patas en un movimiento sinuoso que
dejaba entrever su increíble arrogancia y su sentido de superioridad. Sus
ojos relucían con el ansia provocada por la anticipación de la muerte y
con un atisbo de diversión por el desafío del ganado humano que tenían
frente a ellos.
Su lento avance hacia la plaza estaba pensado para hacer que a sus
presas les entrara el miedo. A su alrededor, Vulkan podía sentir la tensión
de los otros guerreros. También podía distinguir la mentalidad de
manada en la formación de los espectros del ocaso, y aquello le hizo
pensar en los leónidos, los cazadores alfa que habitaban las planicies de
Arridian. No obstante, aquellas criaturas, aquellos engendros pálidos y
andróginos, no poseían nada de la majestuosidad de las grandes bestias
con melena.
Vulkan torció el gesto en una expresión desdeñosa.
—Fantasmas caminantes sin alma, eso es lo único que sois.
Dio un paso hacia delante.
—Volved por donde habéis venido —gritó—. Volved a vuestras naves
y marchaos de aquí. En esta ciudad solo encontraréis acero y muerte, no
ganado para vuestros cuchillos.
Una de las brujas soltó una carcajada, un sonido gélido y lleno de
maldad. Le dijo algo a uno de los de su especie en el dialecto punzante de
los espectros del ocaso, y un macho más pequeño gruñó de forma
obediente. Sus ojos eran pozos de alquitrán que se entrecerraron al
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posarse sobre Vulkan. Con un fuerte alarido, empezó a correr hacia el
habitante de Nocturne que se había atrevido a desafiar a los
esclavizadores. Era rápido, como un rayo. —Quedaos atrás —les pidió
Vulkan al resto antes de avanzar para enfrentarse al espectro del ocaso.
La criatura mantenía sus afilados cuchillos detrás de él y avanzaba para
atacar con la punta angular de su barbilla. No llevaba ningún tipo de
máscara o casco de batalla, pero tenía un tatuaje de una serpiente
pintado en el lado izquierdo del rostro.
La distancia entre los combatientes se redujo en cuestión de
segundos, y, justo antes de que chocaran, el espectro del ocaso cambió su
línea de ataque para dirigirse hacia el flanco de Vulkan con la intención
de destriparlo por su punto ciego. No obstante, Vulkan había visto venir la
finta. Sin que el miedo lo afectara, sus instintos de batalla estaban
agudizados a un filo monomolecular que el esclavizador no podía haber
predicho.
Bloqueó el golpe que pretendía herirlo con el mango de uno de sus
martillos y blandió el otro contra el cráneo de la bruja. Un silencio
estupefacto cayó sobre la multitud, tanto en los habitantes de Nocturne
como en los espectros del ocaso, cuando Vulkan extrajo su arma de la
mancha sangrienta que había dejado.
Escupió sobre el cadáver y clavó la mirada en la bruja.
—Parece que no sois espectros después de todo. Solo carne y sangre.
La bruja esbozó una sonrisa, pues su interés y su pasión acababan de
despertar.
—Mon’Keigh…
Se lamió los labios y volvió a adentrarse en las sombras. Antes de que
Vulkan pudiera ir a por ella, las puertas de la ciudad de Hesiod
explotaron en una tormenta de astillas y fuego.
Vulkan quedó atrapado en la tormenta cuando lo cubrió el fuego,
reducido a una silueta oscura y borrosa. Se cubrió los ojos y supo que no
iba a morir, pues, de hecho, salió de la conflagración sin un solo rasguño.
Aquel hecho hizo que los espectros del ocaso que se encontraban sobre el
esquife se detuvieran mientras se encaraban a él a través del agujero del
muro.
Varios guerreros, de los que portaban la armadura negra como la
noche, surgieron de los bordes del esquife empuñando ganchos y cuchillos
con ansias. Vulkan partió a un espectro del ocaso por la mitad cuando
este intentó atacarlo y aplastó a otro de un puñetazo.
Detrás de él, oyó cómo sus compatriotas atacaban, cómo los
habitantes de Hesiod se enfrentaban a los esclavizadores que los habían
atormentado durante siglos.
Vulkan saltó sobre una horda de guerreros, cuyas espadas cortaron
el aire sin hacerle ningún daño, y aterrizó frente al esquife. Hundió los
dedos en la nariz laminar de la máquina como si de clavos de hierro se
trataran y la volcó. Varios esclavizadores cayeron de la nave entre gritos
y y g
antes de que Vulkan la lanzara por los aires como si fuera un arma
descartada. El esquife destrozado rodó por el suelo y luego explotó en una
bola de metralla ardiente. Dos esquifes más aparecieron detrás del
primero, y uno de ellos llevaba un grupo de guerreros. Ante la orden de su
conductor, el esquife aceleró a velocidad de carga con la intención de
empalar a Vulkan con la púa de su proa. Vulkan midió su salto a la
perfección, consiguió subir a la nave que flotaba a toda velocidad y se
apresuró a recorrer el hocico de placas del vehículo como si fuera el
flanco superficial del risco de una montaña.
Los guerreros se enfrentaron a él y le lanzaron fragmentos de
infierno con sus rifles o se abalanzaron sobre él con hojas afiladas. Vulkan
apartó sus ataques con sus martillos una vez se encontró rodeado.
El odio impulsaba todos sus golpes, además de la determinación de
que el ciclo de torturas y miedo acabaría durante ese mismísimo
amanecer. Arrancó de cuajo el trono de mando del piloto del esquife, una
vez hubo machacado a los guerreros, y lo lanzó hacia el tercer vehículo.
Un brote de energía parpadeó cuando el misil improvisado impactó
contra un escudo protector que rodeaba al último esquife, pero Vulkan no
se había detenido y ya se encontraba cargando a través de él. Si bien le
ardió la piel según perforaba el escudo de energía, logró aterrizar sobre
la cubierta del vehículo y se enfrentó a otro grupo de guerreros. Estos
parecían más corpulentos que el resto y portaban espadones que
crepitaban con un poder sobrenatural. Cada uno de ellos llevaba una
placa facial tan blanca como el alabastro, lo que contrastaba con el rojo
visceral de su armadura ornamentada. Los fantasmas clavaron la mirada
en el intruso con ferocidad. Tras ellos, el señor de los esclavizadores
miraba a través de las rendijas de los ojos de su casco con cuernos. Unas
palabras chirriantes que provinieron de su rejilla con colmillos desataron
a sus guerreros.
Uno de los fantasmas avanzó en silencio y blandió su espadón, pero
Vulkan esquivó el golpe, que dejó una estela de llamas al cortar el aire. Un
segundo espadón se dirigió hacia él, y esa vez Vulkan lo desvió contra las
placas de la cubierta del esquife, aunque se quedó con el mango
humeante en la mano. Otro golpe redujo su otro martillo a cenizas y se
vio obligado a parar de nuevo.
El señor de los esclavizadores se alzó de su asiento y soltó un
gruñido, fastidiado porque el habitante de Nocturne siguiera con vida.
Con su enemigo desarmado, la arrogancia de los fantasmas se
desbordó y se prepararon para acabar con él.
Vulkan soltó un gruñido displicente.
—No necesito armas para acabar con criaturas como vosotros.
En una devastadora muestra de velocidad y brutalidad, partió a los
guardaespaldas por la mitad. Empalados y decapitados por sus propias
armas, Vulkan lanzó sus destrozados restos por la borda del esquife, hacia
la pelea que se estaba librando bajo ellos.
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—Esta atrocidad acabará con tu muerte — prometió al señor de los
esclavizadores levantando un dedo.
El espectro del ocaso sacó una reluciente espada de la vaina que
reposaba junto a su trono. Una niebla oscura se arremolinó alrededor de
la hoja e hizo que a Vulkan le picara la nariz. Un sonido profundo y ronco
surgió de los labios del señor de los esclavizadores y resonó a través de la
boca de su monstruosa máscara. Era una carcajada.
En aquel momento, Vulkan vio un guantelete con forma de aguja en
la otra mano del espectro del ocaso, quien señaló al habitante de
Nocturne con él en una mofa equivalente a la amenaza que acababa de
recibir.
—Dolooor… —siseó.
Incluso con su velocidad sobrehumana, Vulkan no pudo alcanzar al
señor de los esclavizadores antes de que desatara el arma de su
guantelete.
—¡Hijo!
La voz de N’bel resonó por encima del choque que se estaba
produciendo a su alrededor. Los instintos de Vulkan le dijeron que
estirara su mano abierta, y un cambio sutil en la brisa le sugirió que algo
se estaba moviendo a través de ella. Con los sentidos atentos a todo,
Vulkan cerró los dedos alrededor del desgastado mango de un martillo de
forja y lo blandió a ciegas en el aire. Lo dejó escapar un instante más
tarde, y el martillo fue dando vueltas hasta alcanzar al señor de los
esclavizadores y partirle la horripilante máscara antes de que este
siquiera pudiera comprender que estaba perdido. Con la cara partida en
dos, el señor de los esclavizadores soltó su espada y cayó por un lado del
esquife.
Sin perder tiempo, Vulkan se lanzó de nuevo hacia la plaza para
combatir contra los otros espectros del ocaso. Solo pensaba en la muerte,
y un espíritu guerrero que lo atemorizaba y lo entusiasmaba a partes
iguales se alzaba en su interior. Agarró a un espectro del ocaso que tenía
cerca y le aplastó el cráneo por completo dentro de su propio casco. A
otro lo partió en dos sobre su rodilla. Un tercero, un cuarto y un quinto…
Vulkan los destrozó con sus propios puños para devolverles a través de la
venganza violenta y sangrienta todo el terror que los esclavizadores
habían provocado contra Nocturne durante todos aquellos siglos.
La batalla llegó a su fin en poco tiempo.
Al no estar preparados para la resistencia con la que se habían
encontrado, los miembros restantes del grupo de asalto de los espectros
del ocaso se retiraron antes de morir todos. Solo las brujas
permanecieron en aquel lugar, enloquecidas por el frenesí de la batalla.
Una de ellas tenía un último cuchillo para apuñalar y retorcer antes de
darse por vencida.
Se encontraba en el lado opuesto de la plaza, danzando alrededor de
las lanzas y las espadas de los habitantes de Nocturne y dejando
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cadáveres decapitados con cada giro y cada pirueta. Vulkan entrecerró
los ojos con odio cuando divisó a la bruja riendo a carcajadas.
Y el odio se convirtió en pánico al ver hacia quién se dirigía su
siguiente ataque mortal.
—¡Padre!
Vulkan era algo más que humano. Poseía una fuerza, una velocidad y
una inteligencia superiores a las de cualquier hombre corriente, y gracias
a ello sabía que era diferente al resto de los habitantes de aquel lugar. Sin
embargo, ni siquiera él era capaz de alcanzar a N’bel antes que aquellos
cuchillos asesinos.
Se maldijo a sí mismo por haber abandonado el martillo con el que
había matado al señor de los esclavizadores y apretó sus puños vacíos. El
único hombre que había sido su padre estaba a punto de ser asesinado
mientras él miraba con impotencia. Cada paso que daba para cruzar la
plaza ensangrentada le parecía un kilómetro mientras la espada de la
bruja describía un círculo y brillaba… cortaba… hipnotizaba… de forma
mortal.
Unas lágrimas de fuego empañaron la mirada del nocturnense y la
escena que se estaba desarrollando ante él quedó enmarcada por una
niebla carmesí. La imagen le quedaría grabada a fuego en sus recuerdos
durante el resto de sus días.
N’bel alzó su lanza…
…la bruja lo abriría en canal y lo destriparía…
Los ojos de la bruja brillaron, y su mirada se encontró con la de
Vulkan a través de la matanza. Incluso en medio del acto de matar a
alguien, exudaba arrogancia. Vulkan recordaría aquellos ojos, delgados
como el filo de una daga y llenos de un hastío enfermizo. Acecharían sus
recuerdos, aunque no en el modo en el que él pensaba…
N’bel se estaba viendo superado, sin esperanza. La embestida de su
lanza ya se había desviado cuando los brillantes espadones buscaron sus
órganos vitales…, pero los golpes nunca se llegaron a producir. Con un
rugido, Breughar se lanzó hacia el peligro y, en un increíble despliegue
por su parte, consiguió desviar una de las cuchillas, que le provocó una
herida profunda en el antebrazo e hizo que el corpulento hombre de la
tribu soltara un grito. Sin embargo, su suerte se acabó con la segunda
espada, que se hundió en su estómago antes de liberarse con el terrible
sonido húmedo de la piel desgarrada. Las entrañas de Breughar se
desparramaron por el suelo en una humeante pila de vísceras. Por un
momento, se quedó perplejo al percatarse de su propia muerte, luego
cayó y no volvió a moverse. La sangre empezó a acumularse bajo su
cuerpo y a extenderse en un lodazal rojizo que tocó los pies de N’bel.
Mareado y en el suelo desde que el forjador de metal lo había apartado de
un empujón, prácticamente no podía ni levantar los brazos para
defenderse.
Entretenida por la muestra inútil de heroísmo del humano, la bruja
se volvió a acercar a N’bel, pero el sacrificio de Breughar le había
otorgado a Vulkan el tiempo que necesitaba. Enorme y lleno de ira, el
habitante de Nocturne se dirigió a su enemigo.
—¡Enfréntate a mí!
La bruja se retorció como una serpiente cuando Vulkan se abalanzó
sobre ella con sus puños, pues no tenía escapatoria para evitar los golpes
y no podía formar un contraataque. Dio una voltereta hacia atrás y se
deslizó y se retorció hasta haber recuperado una distancia suficiente
entre ellos como para burlarse de él antes de huir. El resto de las brujas
estaban muertas o moribundas. Solo ella había logrado escapar de la
masacre.
Más allá de los muros destrozados de Hesiod, se abrió un desgarro en
el tejido de la realidad. Una oscuridad infinita llamaba desde su interior, y
los gritos de los condenados resonaron en la brisa, prometiendo el
infierno y el tormento para todos aquellos que entraran. Lo último que
hizo el desgarro fue tragarse a la bruja antes de cerrarse tras ella,
dejando en aquel lugar solo el aroma de la sangre y el frío de la muerte.
Se había acabado.
El alba del infierno había llegado a su fin, y el sol de Nocturne se
dirigía hacia su punto álgido.
N’bel se reunió con Vulkan en las puertas. Pese a que el herrero
temblaba, seguía con vida.
—Breughar ha muerto.
Palabras innecesarias. Vulkan lo había visto morir.
—Pero tú sigues vivo, padre, algo por lo que estaré eternamente
agradecido.
La voz de Vulkan aún temblaba con la corriente de ira que lo había
consumido durante la batalla. Su pecho se movía como un fuelle
manchado de sangre alienígena.
—Seguimos con vida, hijo. —Puso la mano sobre el brazo de Vulkan,
y algo en el roce de aquellos dedos viejos y llenos de callos calmó al
habitante de Nocturne y le alivió la tensión que sentía.
—Semejante odio… lo he sentido, padre. He notado su roce igual que
noto tu mano ahora mismo.
Se volvió para mirar al anciano, con los ojos encendidos como
hogueras. —Soy un monstruo… —continuó Vulkan.
N’bel no retrocedió, sino que acunó la mejilla de Vulkan.
—Eres un verdadero hijo de Prometeo.
—Pero la ira… —Bajó la mirada—. El modo en el que los he matado
con mis propias manos… —Antes de devolverle la mirada a su padre,
añadió—: No soy ningún herrero, ¿verdad?
Los habitantes de la ciudad se estaban reuniendo. A pesar de la
muerte que anegaba sus calles, el ambiente estaba lleno de alegría.
Estaban tratando a Vulkan como a un héroe.
N’bel soltó un suspiro, y con él también todo el miedo que sentía de
perder a su único hijo.
—No. Provienes de ahí arriba.
Vulkan siguió la mano estirada de su padre hacia el cielo abrasador
que se cernía sobre ellos.
El sol ardía como si de un ojo brillante se tratara, rodeado de nubes
de humo. Vulkan cerró los ojos y permitió que el calor lo acariciara
mientras escuchaba la voz de N’bel en la distancia.
—Llegaste de las estrellas…
•••
El edificio parecía un menhir de piedra que Vulkan había visto ser
venerado por las culturas inmorales y primitivas. Domar unas
religiones retraídas como aquellas se escapaba de sus manos, y los
Salamandras habían llegado a incinerar planetas enteros por
haberse corrompido por semejantes creencias. En aquel planeta,
en Uno-Cinco-Cuatro Cuatro, el menhir representaba un nexo del
poder del enemigo, pero lo derribarían del mismo modo. Algo
acerca de su presencia perturbaba a los phaerios, a quienes los
maestros de disciplina habían conducido hasta la obediencia a
partir de latigazos y a quienes las armas de los eldars habían
obligado a continuar obedeciendo.
Bajo las órdenes del primarca, la legión había quemado la
selva hasta encontrar el nodo psíquico. Como la fauna cuando se
encontraba ante un incendio forestal, los eldars y sus bestias
habían huido ante la llegada de las llamas. El edicto de Vulkan era
absoluto y su avance, despiadado. No cedió ni siquiera al
enfrentarse a los refugiados humanos que habían quedado
atrapados entre el martillo y el yunque de la guerra. Lo único que
veía eran ecos lejanos del noble pueblo de su querido mundo, las
dificultades de los habitantes de la selva no eran nada comparadas
con la dura lucha de Nocturne. En sus momentos más oscuros se
preguntaba si de verdad despreciaba a aquellos patéticos
humanos por permitir que los conquistaran, si su supuesta
compasión se habría desvanecido. Mientras la tierra ardía y el
cielo se ahogaba por culpa del humo, reconoció que había sido la
presencia de los alienígenas lo que había afectado a su humor. Eso
y los recuerdos de los destrozos de su vida anterior, antes de la
llegada de las naves espaciales.
La guerra solo destruía; iba en contra de todo lo que le había
enseñado su padre en la forja. Vulkan valoraba la creación, el
sentido de la transición que lo anticipaba y el de permanencia que
perduraba después. Era algo que llenaba de tranquilidad a su alma
solitaria y afligida. Su verdadero padre, aquel que había creado a
Vulkan para que fuera un general, necesitaba a un guerrero, no a
un herrero. Y un guerrero era lo que Vulkan iba a ser.
De pie sobre una gran cresta que sobresalía de la expansión
de la selva, Vulkan se consoló con el hecho de que, tras la
destrucción del nodo, no tendría más motivo para permanecer en
Uno-Cinco-Cuatro Cuatro, por lo que podría dejar atrás los
pensamientos sobre su planeta natal con mayor facilidad.
Ibsen. Así se llamaba. Si tenía una denominación y no solo un
número, también tenía corazón. ¿Querría eso decir que valía la
pena salvarlo? Vulkan apartó la pregunta de su mente como si
fuera una escoria de la forja.
A pesar de estar rodeado de su Guardia de la Pira y de las dos
compañías de la legión que observaban la batalla desde arriba,
Vulkan se encontraba solo en su mente llena de preocupaciones.
—Están traspasando el umbral del dominio de los alienígenas
—dijo Numeon, interrumpiendo los pensamientos del primarca—.
Debo admitir que esperaba una defensa mejor organizada.
Varios miembros de la Guardia de la Pira mostraron su
conformidad con murmullos bajos. Varrun asintió, y el chirrido de
los servos de las juntas de su armadura articuló su respuesta.
Había otros capitanes de los Salamandras cerca, y ellos
también se sentían igual que la Guardia de la Pira. O bien a los
eldars se les habían acabado las fuerzas, o se estaban reservando
algo por algún otro motivo. Vulkan observó, pensativo.
A diferencia de la emboscada de la selva, en aquel lugar los
alienígenas estaban alineados en grandes números. Bajo sus capas
verdes, que se camuflaban con el follaje que los rodeaba, portaban
ballestas láser repetidoras y rifles largos. Vulkan vio cómo
disparaban a un maestro de disciplina en el ojo y cómo una
columna roja de materia cerebral salía de la parte trasera de su
cráneo. Otro maestro de disciplina ocupó su lugar tras un instante
y la marcha lenta de los phaerios continuó.
Los eldars también empleaban baterías pesadas, más
manejables que aquellas que utilizaban los miembros del ejército,
debido a las plataformas antigravitatorias sobre las que estaban
colocadas. Varios rayos láser parpadeantes y ráfagas de plasma
incandescente redujeron a los hombres que surgían de los
extremos de la selva a una masa rojiza. Las torretas Rapier,
controladas por dos hombres cada una, además de los sistemas de
armamentos Tarántula, que rastreaban a sus objetivos, replicaron
con un duro staccato de proyectiles sólidos al tiempo que el
intercambio de disparos continuaba.
Los supervisores y los maestros de disciplina habían formado
a los phaerios salvajes entre los miembros del ejército. Varios
bloques de hombres musculosos y tatuados avanzaban en
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formación, con los mosquetones y las autocarabinas apartando la
oscuridad con su fuego combinado. En el lado opuesto, agazapados
tras las ruinas de alabastro, los eldars lanzaron una respuesta
igualmente feroz y el aire se llenó con más rayos láser y disparos
sólidos. Cayeron miembros de ambos bandos, destrozados por los
fuertes impactos o simplemente derribados por disparos antes de
que las tropas que avanzaban detrás de ellos los aplastaran; y la
tasa de mortalidad continuó en aumento según las líneas de fuego
se acercaban. Un templo rodeaba al menhir. Era algo aberrante,
lleno de grabados de sellos alienígenas que imitaban al que Ferrus
Manus había mostrado a Vulkan a través del holograma. El nodo
del desierto era el único que el Imperio había conseguido ver
antes de que sus augures quedaran desactivados de forma
permanente. Sin embargo, aquel era un poco diferente. Los
elementos rúnicos en los lados planos del menhir seguían una
configuración distinta, se trataba de algún tipo de lenguaje. Con
tiempo y proximidad a los sellos, un estudio dedicado podría
descubrir los secretos que albergaban. Solo que Vulkan no tenía
esos deseos. Su única intención era destruirlo.
Se volvió hacia Numeon.
—Cuando los miembros del ejército se hayan adentrado del
todo y la mayoría de los eldars hayan salido de sus escondites,
estate preparado para empezar nuestro asalto contra el nodo. Si
atacamos de forma decisiva y rápida, podremos destruirlo antes
de que perdamos demasiadas vidas ante la matanza.
—¿Cree que los alienígenas perderán la motivación una vez
hayamos derribado su obelisco? —La voz de Numeon sonaba más
grave detrás de su casco de batalla.
—El único motivo por el que se encuentran aquí y no se están
escondiendo en el bosque, donde podrían emplear sus tácticas
preferidas, es para defenderlo. Ese motivo llegará a su fin una vez
hayamos destruido el nodo. Nuestra oportunidad se acerca, solo
tenemos que ser pacientes. Vulkan escaneó las defensas exteriores
con la mirada. Los muros del templo eran ceremoniales, no
estaban diseñados para soportar ningún tipo de ataque conjunto,
mucho menos uno que proviniese de los ángeles de la muerte del
Emperador. Percibía varias colonias de aves en las torres
superiores, parcialmente ocultas donde las copas de los árboles de
la selva las habían cubierto. Los jinetes de pterosaurios acechaban
en aquellos nidos arbóreos, a la espera de que las Legiones
Astartes comenzaran la batalla. También podía detectar varias
bestias raptor montadas, ocultas en la penumbra del bosque. Los
eldars estaban manteniendo a sus tropas de asalto en reserva. No
dudaba de que también podría encontrar a más psíquicos brujos.
Era imperativo que neutralizaran el objetivo con rapidez antes de
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que el enemigo pudiera canalizar el poder del nodo. Las primeras
filas del ejército habían logrado alcanzar las defensas exteriores
del templo y estaban luchando cuerpo a cuerpo. Los phaerios eran
hombres brutos que se enfrentaban como salvajes a la grácil
letalidad de los eldars. Aun así, los guerreros del ejército contaban
con mayores números, y la habilidad en sí contaba muy poco
comparada con la diferencia numérica. Un eldar que vestía una
capa verde moteada disparó a un hombre a quemarropa, lo que
hizo que su corazón saliera despedido por su espalda. Luego
cambió su rifle por una espada y, con un brillo del color del
mercurio, la deslizó por la garganta de otro phaerio e hizo que de
esta surgiera un chorro escarlata. Tres de los camaradas del
phaerio se abalanzaron sobre el alienígena y consiguieron
derribarlo bajo el peso de las culatas de sus autocarabinas.
Otros murieron de formas igual de desagradables: aplastados
bajo las botas de militares hasta convertirse en mantillo,
decapitados por los cables de los alienígenas, destripados por las
bayonetas o partidos en dos por los espadones. Los phaerios se
movían en grupo, hombro con hombro, mientras que los eldars
actuaban como asesinos solitarios que solo encontraban
compañeros de forma puntual antes de volver a dispersarse para
buscar nuevos enemigos. Su brutalidad era algo casi primitivo.
El cuadro sangriento que se estaba desarrollando en el campo
de batalla no impresionó a Vulkan. En contra de lo que había
esperado, la fuerza desmedida no estaba consiguiendo tentar a los
eldars a llevar a cabo un asalto completo. Pero mientras observaba
el cuerpo a cuerpo de forma desapasionada, vio que las defensas
de los alienígenas empezaban a debilitarse.
—Se están conteniendo hasta que nos hayamos entregado del
todo a la batalla —caviló Numeon, como si acabara de leerle la
mente a su primarca. El palafrenero se acababa de percatar de la
existencia de las tropas saurias escondidas en las copas de los
árboles y en el follaje que rodeaba al templo.
Vulkan entrecerró los ojos con ferocidad hasta que su mirada
pareció estar en llamas.
—En ese caso, animémoslos. Llama a la Quinta y a la
Decimocuarta compañía. Los Nacidos del Fuego.
Heka’tan no era un capitán demasiado orgulloso. Si bien la
emboscada de la selva había derramado más sangre legionaria de
la Decimocuarta de lo que le habría gustado, el capitán era
pragmático, como todos los Salamandras, y sabía que aquello eran
las consecuencias de la guerra. Perder al sargento Bannon había
sido un duro golpe, pues Heka’tan había luchado junto a él durante
más de un siglo, y la división de lanzallamas había quedado
prácticamente reducida a nada por la carga de los carnodontes.
Los miembros restantes se habían distribuido por las otras
escuadras. Resultaba extraño contar con especialistas
desperdigados por toda la Decimocuarta, pero Heka’tan no podía
negar la flexibilidad táctica que aquello ofrecía.
Su compañero capitán de la Quinta, Gravius, también había
sufrido pérdidas en su compañía. Al igual que Heka’tan, era
humilde y sabía cuál era su lugar en la guerra. Aun así, cuando le
llegó la orden del primarca desde la cresta, Heka’tan apretó el
puño por la anticipación de obtener algo de venganza. Sabía que
Gravius estaría haciendo lo mismo.
Agazapado en el borde de los guerreros del ejército que se
encontraban en combate, Heka’tan se volvió hacia Kaitar.
—El yunque nos llama, hermano. El señor Vulkan desea que
restauremos nuestra herida autoestima en la llama templadora de
la forja.
Kaitar asintió y deslizó la corredera de su bólter. En la placa
que cubría su hombro había inscrito los nombres de Oranor y
Attion en ceniza negra.
—Este será su réquiem.
—Por los que ya no se encuentran entre nosotros —añadió
Luminor, agachado al lado opuesto del capitán, con sus placas
blancas de apotecario manchadas por la sangre de los legionarios.
La escuadra de mando de Heka’tan estaba reunido a su
alrededor. Si bien todos ellos eran guerreros humildes y
abnegados, recibirían de buen grado la oportunidad de vengar a
los muertos, al igual que su capitán.
—Hacia las llamas de la guerra —prometió Heka’tan, antes de
activar el comunicador para dirigirse a Gravius.
—La Quinta se está preparando en este mismo momento —
pronunció el otro capitán—. Los conduciré hasta el flanco del
enemigo. Nos moveremos en cuanto des la orden, hermano
capitán.
—Considérala dada, Gravius. Gloria a Vulkan —repuso
Heka’tan. Kaitar se volvió y rugió hacia los demás, lo que era la
señal para que las escuadras delanteras comenzaran su marcha.
—¡Gloria al primarca y a la legión!
—¡Nacidos del Fuego! —replicaron más de doscientas voces al
unísono.
Los lanzallamas que se encontraban entre las distintas
divisiones se adelantaron al resto para alzar una cortina de fuego
antes de que avanzara la Decimocuarta. Heka’tan los lideraba con
lentitud al principio mientras derribaba eldars con metódicas
ráfagas de bólter. Estaba manteniendo sus armas pesadas en
reserva, y, según surgían fuerzas de los eldars para enfrentarse a
la amenaza, el capitán dio la orden de que dispararan.
Las estelas de los misiles nublaron el aire, y los gruesos rayos
de conversión zumbaron de poder cuando los sargentos
descargaron la fuerza de sus divisiones pesadas. Para contraatacar
ante aquellas ráfagas, los eldars dieron rienda suelta a sus
pterosaurios y los reptiles alados se lanzaron contra las armas
más grandes, situadas en la retaguardia de la formación de
Heka’tan. A continuación dispararon los bólters pesados y el
ambiente se llenó de proyectiles ardientes. Los alienígenas
lanzaron jabalinas que cayeron en un torrente perforador, aunque
la mayoría quedaron destruidas antes de poder alcanzar el cuerpo
de ningún legionario. Pese a que los saurios voladores estaban
quedando destrozados por los disparos, otros surgían de los nidos
para ocupar su lugar.
Los sargentos de las escuadras de avanzadilla se mantenían en
movimiento y disparaban desde la cadera. En su flanco apareció
una enorme escuadra de raptores, cuyos jinetes blandían lanzas
de energía y soltaban maldiciones a los ángeles guerreros del
Emperador. Los dreadnoughts avanzaron de forma imponente
para interceptarlos. A pesar de que Attion estaba solo cuando
combatió al carnodonte que había acabado con su vida, en aquel
momento toda una unidad de monstruos armados se estaba
dirigiendo a los raptores.
—Impedid sus ataques al flanco, venerables hermanos, y
acabad con los ataques aéreos de sus aves —ordenó Heka’tan a
través del comuncador.
—¡En nombre de Vulkan! —respondieron los dreadnoughts al
unísono, antes de abalanzarse sobre los jinetes eldars.
Se estaban acercando al templo. Heka’tan puso en marcha su
espada sierra mientras susurraba un juramento. Su escuadra de
mando se encontraba a su alrededor. Volvió a abrir el canal del
comunicador.
—Divisiones pesadas, retiraos hacia el bosque. Capitán
Gravius, estamos a punto de entablar contacto.
—Somos el martillo, capitán Heka’tan. —La respuesta llegó
con ansias y rapidez—. Convertíos en el yunque y destruyámoslos.
—Así será —prometió Heka’tan. El caleidoscopio infernal del
combate cuerpo a cuerpo ya casi se cernía sobre ellos—.
Salamandras, ¡acabad con ellos!
Desde la cima de la cresta, Vulkan observó el ataque de la Quinta y
la Decimocuarta, que había provocado que un grupo de eldars
saliera de su escondite para dirigirse a la batalla. En cuestión de
segundos, los defensores del nodo psíquico habían añadido a
guerreros rasos y jinetes de saurios a sus miembros.
—Han conseguido sacar a las reservas de los eldars de su
escondite —señaló Numeon. La ansia de combate era palpable en
su voz y se extendió al resto de la Guardia de la Pira.
Atanarius sujetó la empuñadura de su espada de energía de
doble hoja como si estuviera estrangulando a un enemigo. Los
guanteletes de Ganne crujieron de forma sonora según apretaba y
relajaba los puños; Leodrakk y Skatar’var, al mismo tiempo,
extrajeron sus mazas de energía de sus placas de hombros y se
pusieron en posición de batalla. Solo Igataron permaneció
inmóvil, aunque una agresividad pura igualmente emanaba de él.
Pese a que Vulkan también lo sentía, consiguió retener las
ascuas de su beligerancia un tiempo más, antes de decidir
liberarlas.
Numeon se agazapó cerca del borde de la cresta, con el pomo
de su alabarda clavado en el suelo a modo de apoyo.
—No veo a ninguna de las bestias más grandes entre sus filas.
No había ninguna de ellas. Vulkan no había visto ningún
indicio de carnodontes ocultos en las profundidades de la selva.
—Al parecer temen nuestra fuerza.
Numeon se volvió a poner de pie. Varrun se encontraba tras él
y estaba afilando su gladius, aunque no le ofreció una mano al
palafrenero. Ningún guerrero de la Guardia de la Pira osaría
insultar a uno de sus compañeros con un acto semejante.
—Quiere decir su propia fuerza, mi señor.
—Mi fuerza es nuestra fuerza, Numeon. La legión y yo somos
uno. —A pesar de que se sentía distanciado por dentro, Vulkan
sabía que aquello era cierto. Salvo tal vez Horus, que contaba con
su Mournival, todos los primarcas caminaban por un sendero
solitario. Solo que el primarca de los Salamandras lo sentía de un
modo más profundo que el resto de sus hermanos.
Estaba observando el campo de batalla con suma atención
cuando su expresión cambió de una indiferencia desapegada a una
reivindicación satisfecha.
Un grupo de eldars había entrado en combate.
«Os estaba esperando…»
Cuando volvió a hablar, su voz profunda estaba cargada de
amenaza y presagiaba la llegada de la violencia.
—Ha llegado el momento de atacar.
Numeon se volvió hacia los demás blandiendo su alabarda
como si de un estandarte se tratase.
—Guardia de la Pira, ¡embarcad!
Detrás de ellos se encontraba un Stormbird, apoyado sobre
sus soportes de aterrizaje en un área de tierra chamuscada. Sus
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motores, ya estaban en marcha, aceleraron en cuestión de
segundos y la nave despegó en cuanto Vulkan y sus guerreros más
cercanos subieron a bordo. Las otras compañías de la cresta se
quedarían en reserva y en aquel momento solo podrían observar
cómo su señor se marchaba.
La rampa de embarque aún estaba cerrándose cuando
Numeon llamó al piloto de la nave desde la bodega a través del
comunicador.
—Apunta los vectores de asalto hacia el nodo. Las baterías de
misiles y… —empezó a ordenar el palafrenero.
—No —lo interrumpió Vulkan—. Lo haremos cuerpo a cuerpo.
Llévanos hasta el borde del nodo. Quiero destrozar esa cosa con mi
propio martillo.
Heka’tan clavó su espada sierra en los intestinos de un eldar y
rugió a sus guerreros para que siguieran avanzando.
—¡Adelante, Decimocuarta! Vulkan os está observando.
«Vulkan siempre nos observa. Al igual que el yunque nos
templa, el primarca también lo hace.»
Un revoltijo de sangre brotó del cadáver cuando extrajo su
hoja para defenderse rápidamente de otro ataque. Un eldar que
empuñaba una espada ornamentada estaba atacando a su guardia.
Surgieron chispas de las armas que chocaban entre ellas, la
agresividad de las Legiones Astartes se encontraba con la fineza de
los alienígenas, pero a Heka’tan le hervía la sangre y despachó a su
enemigo con un disparo a bocajarro de su bólter. Las marcas de
quemaduras mancharon el verde oscuro de la armadura de su
antebrazo y ocultaron las líneas de sangre arterial que se
encontraban en la mayor parte de su armadura. Se trataba del
bautismo de la guerra, y le dio la bienvenida con un grito triunfal
al tiempo que buscaba otro enemigo al que derribar.
Era en aquel lugar donde quería estar, en medio de la batalla,
cara a cara con el enemigo y llevándose a los eldars por delante.
Heka’tan provenía de Nocturne y conocía de sobra el terror de los
asaltos de los esclavizadores, pues los había experimentado en
persona cuando era niño. A pesar de que su apoteosis había
alterado sus recuerdos de aquellos tormentos, la enemistad
intrínseca permanecía allí. Aquellos alienígenas no eran como los
esclavizadores, su alma era distinta, pero igualmente pertenecían
a la casta de los eldars, por lo que su propio odio le parecía
justificado.
Una ráfaga de llamas apareció en su flanco derecho y calentó
su hombrera al mismo tiempo que calcinaba a un grupo de
francotiradores eldars que pretendían cambiar las tornas.
Heka’tan no se detuvo. El impulso lo era todo. Avanzaba de forma
inexorable, metódica, con la dureza de una avalancha. Gravius
también estaba totalmente entregado; Heka’tan había oído los
gritos de los valientes miembros de la Quinta según se acercaban
al combate. A decir verdad, la casi derrota que habían sufrido en la
selva los había herido a ambos. La oportunidad de deshacerse de
aquellos sentimientos en las llamas de la guerra era la mejor
recompensa que el primarca les podría haber otorgado.
«Martillo y yunque, hermanos.» Las palabras resonaron en su
mente. «Mostrémosles que los Salamandras no se rinden tan
fácilmente.»
La lucha cuerpo a cuerpo era intensa, un caos de imágenes
sangrientas. La brisa apestaba a carne de alienígena chamuscada,
mezclada con el aroma rancio de sus monturas reptilianas. Los
eldars gruñían y jadeaban, pues estaban descubriendo que la
legión era un enemigo mucho más difícil de doblegar si no
contaban con sus enormes primos carnodontes o la intervención
de sus brujas…
…Hasta que una tormenta eléctrica irrumpió alrededor del
nodo psíquico, y cuatro figuras envueltas en túnicas salieron de
ella. Heka’tan se encontraba lo suficientemente cerca como para
ver lo que estaba ocurriendo a través de todos los cuerpos que
combatían. Era como si el propio relámpago los hubiera llevado
hasta aquel lugar, pasajeros invisibles que cabalgaban sobre
aquella espeluznante energía y se hubieran desprendido del arco
voltaico. Desembarcaron sobre la tierra del mismo modo que un
hombre descendería de su nave. Unas descargas de energía verde
brillante rodeaban los sellos arcanos y cubrían los adornos de los
psíquicos según se preparaban para el teletransporte. Tres de las
brujas se quedaron de guardia alrededor del nodo, y otra más
empezó a avanzar. A pesar de que los eldars eran una raza
andrógina, Heka’tan pudo ver que aquel era un macho. No portaba
ningún casco, por lo que su rostro pálido e imperioso mostraba
todo un despliegue de tatuajes en forma de sello. Su cabello largo
estaba peinado hacia atrás, atado con una cinta rúnica que
separaba su frente en dos medios hemisferios que acababan en
una piedra preciosa parecida a un rubí. Parecía tratarse de una
especie de corona, y, una vez más, al Salamandra le sorprendió la
pura decadencia y arrogancia de los alienígenas.
A diferencia de los demás, aquel eldar vestía una túnica verde
mezclada con azul cerúleo. Separó sus vestimentas para empuñar
una reluciente espada rúnica de una belleza inimaginable. El arma
estaba vinculada psíquicamente a su portador, y la hoja
parpadeaba de forma actínica según el fuego del brujo llenaba los
ojos del eldar.
Un vacío empezó a expandirse a su alrededor y los otros
alienígenas se apartaron de él.
Heka’tan se percató de que tenía un camino libre entre él y el
eldar. Kaitar, Luminor y el resto de la escuadra de mando estaban
sincronizados con la orden de su sargento incluso antes de que
este la pronunciara.
—En nombre de Vulkan, ¡matad a esa cosa!
Cargaron juntos. El brujo los observó acercarse sosteniendo
su espada en una pose defensiva. Portaba los pantalones y la
túnica de un guerrero ascético, adornados con iconografías
rúnicas y arcanas. Un instante antes de que se produjera el
choque, inclinó la cabeza en lo que bien podría haber sido un
saludo.
El primer golpe de Heka’tan alcanzó el aire y chocó contra el
suelo, lo que quemó la tierra cuando el brujo se hizo a un lado. El
golpe de Kaitar fue más acertado, pero el eldar desvió su gladius
con la parte plana de su espada. Luminor desató medio cargador
de su bólter y sus proyectiles detonaron de forma inocua contra un
escudo cinético que estaba conjurando el brujo con la palma de su
mano. Una ráfaga de energía tiró al apotecario de espaldas y el
hermano Tu’var se colocó ante la espada del eldar para salvarlo
del siguiente embiste. La espada rúnica penetró las defensas del
Salamandra con facilidad, partió el gladius de Tu’var y se clavó en
su armadura para luego hundirse en su pecho hasta la
empuñadura.
El brujo liberó su hoja y giró para abrir el plastrón de
Angvenon con ayuda de una ráfaga eléctrica con la que había
cargado el golpe, lo que hizo que el Salamandra saliera despedido
y cayera al suelo. Angvenon trató de volver a ponerse de pie, con su
armadura de combate humeante, pero cayó de bruces y no volvió a
moverse.
—¡Destruidlo! —gruñó Heka’tan, embistiendo una vez más. Su
mundo se había condensado en aquella única lucha; el resto de la
batalla no era más que una niebla sangrienta y lejana a su
alrededor. Se percató de que aquello era el yunque que
conseguiría superar para alzarse por encima de las expectativas o
ante el que tendría que rendirse y fracasar.
La batalla se desarrollaba como si tres guerreros caballeros
estuvieran luchando contra un bailarín, pues el eldar esquivaba
sus torpes golpes mientras asestaba rápidas estocadas con su
espada rúnica.
Heka’tan se negaba a darse por vencido.
«Soy un legionario. He nacido para ser guerrero.»
El brujo había reducido a tres de los ángeles del Emperador a
brutos que empuñaban trozos de metal ruidosos y aquello hizo
q p y q
enfadar a Heka’tan, quien volvió a embestir hacia las sombras.
Apretó el gatillo de su pistola según la alzaba, pero le alcanzó otra
ráfaga de energía eléctrica que había lanzado el brujo desde su
puño cerrado. Unos iconos de advertencia aparecieron de
inmediato a lo largo del visor retinal del capitán. Los supresores
de dolor se activaron en aquella misma reacción biomecánica, lo
que ayudó a mantenerse en pie. Su pistola bólter se sobrecargó,
explotó en su propia mano y lo llenó de metralla ardiente. Si bien
solo se estaba percatando a medias de los espasmos que se
estaban produciendo en sus músculos, supo que estaba herido
cuando se le empezó a nublar la vista.
—¡Nacidos del fuego! —Era tanto un grito desafiante como
una llamada de refuerzo para los demás.
Kaitar y Luminor se acercaron e impidieron que el brujo
asestara el golpe de gracia. Heka’tan cada vez podía ver menos y su
casco de batalla le impedía aún más la visión, por lo que acabó por
estirar de las cuerdas de sujeción para lanzarlo a un lado.
El casco chocó contra el suelo; y los olores, imágenes y sonidos
de la selva alienígena lo aturdieron antes de que sus sentidos
mejorados genéticamente pudieran compensar los nuevos
estímulos. Aún empuñaba su espada sierra, que rechinaba de
forma beligerante en su mano. Un miembro de la exdivisión de
lanzallamas de Bannon apareció en la visión periférica de
Heka’tan y el capitán le gritó por encima del estruendo de la
batalla.
—¡Legionario! ¡Fuego e infierno!
Una ráfaga de promethium incandescente cubrió a los
combatientes. Kaitar cayó, empujado por la fuerza de la ráfaga y
envuelto en llamas, y Luminor se tapó con el antebrazo. Si bien el
brujo paró la tormenta de fuego con un brillante escudo cinético,
al preparar una defensa descuidó otra. Heka’tan se abalanzó a
través de las llamas empuñando su espada sierra con ambas
manos y la clavó de forma salvaje según aterrizaba.
Un sonido ahogado y débil surgió del esófago del eldar cuando
se tragó un metro de cuchilla afilada. Todos las protecciones y
sellos que rodeaban al alienígena habían quedado destrozados y
su rapidez sobrenatural se desvaneció en un solo y brutal instante.
El brujo miró a Heka’tan, quien le devolvió la mirada con sus ojos
carmesí brillantes por la venganza. El dolor tendría que haberle
ralentizado, tendría que haberle impedido seguir luchando, pero
los hijos de Vulkan eran tenaces, tal como su padre les había
enseñado.
Se acercó y apretó los dientes en un gesto que era tanto un
gruñido como una mueca de desdén
—¡Los Salamandras luchamos como uno solo!
¡
Un poco de saliva ácida salpicó la mejilla cinérea del eldar
cuando Heka’tan le dedicó un último insulto antes de que la luz de
los ojos del alienígena desapareciera junto con su vida. Heka’tan
extrajo su espada del cadáver y se preparó para continuar la lucha.
Pese a que el nodo se encontraba frente a los Salamandras, el
brujo había podido darles tiempo a los otros miembros de su
aquelarre para obtener su poder. Un destello de energía rodeaba a
los tres brujos, como si la piedra estuviera alimentando y
mejorando sus habilidades.
Heka’tan tuvo tiempo suficiente para alzar su espada en un
gesto unificador antes de que una ráfaga de electricidad surgiera
del nodo. El aquelarre de los eldars estaba canalizando un destello
de energía crepitante que lanzó a los dreadnoughts al suelo y
derribó a los Salamandras. La energía recorrió a la legión en
forma de onda y dejó armaduras de combate chamuscadas y
electrocutadas a su paso.
También alcanzó a los eldars que aún estaban combatiendo
cuerpo a cuerpo, pues el rayo brillante no discriminaba objetivos,
y Heka’tan se dio cuenta de lo que estaban dispuestos a sacrificar
para proteger el nodo. Por fortuna, tanto él como su escuadra de
mando se habían salvado de la primera ráfaga, aunque ya estaban
preparando una segunda.
Se desataría en cuestión de segundos e impediría su avance.
Dolía como el fuego infernal pero, aun así, Heka’tan siguió
corriendo con todas las fuerzas que le quedaban.
Con los motores gritando, el Stormbird se acercó a la tormenta
eléctrica. Un destello iluminó el interior de la bodega y dejó ver la
imponente forma de Vulkan, quien estaba de pie junto a la
escotilla lateral. Estaba abierta tanto como era posible, por lo que
el viento recorría la cañonera y azotaba los juramentos del
momento que estaban atados a la armadura del guerrero. Vulkan
estaba encorvado y miraba al nodo con los ojos entrecerrados. Su
punta era el foco central de la tormenta y las runas que cubrían su
superficie brillaban de forma similar a la electricidad. Incluso
visto desde arriba y desde aquella distancia, se trataba de algo
monolítico. Destruirlo no resultaría tan fácil. Vulkan agarró su
martillo con más fuerza.
Detrás de él, la Guardia de la Pira esperaba con una
agresividad casi imposible de contener.
«Desátanos…»
El primarca podía sentir lo que deseaban con la misma
seguridad con la que él mismo lo sentía en su propia sangre.
Un destello eléctrico pasó al lado de la nave, la alcanzó en una
de sus alas y la bodega tembló y se inclinó. Empezó a salir humo de
la herida de la placa de armadura. Si bien no era lo
suficientemente grave como para que el Stormbird debiera
retirarse, ya se habían acercado todo lo que habían podido sin
arriesgarse a ser derribados.
Vulkan ni siquiera buscó un punto de agarre, sino que
mantuvo el cuerpo totalmente quieto, con una intensidad
inquebrantable.
Lentamente, el piloto los devolvió al rumbo original, y el nodo
se cernió sobre ellos una vez más, varios metros por debajo y
rodeado de energía eléctrica. El aquelarre de brujas que se
encontraba en su base estaba listo para extraer su energía y lanzar
una ráfaga más. La devastación que había provocado la primera
debía haber sido algo terrible al verla desde abajo, pero desde
arriba su poder de destrucción resultaba obvio.
Parecía extraño que los eldars protegieran aquel edificio con
tal vehemencia cuando sus tácticas sugerían un método de librar
guerras totalmente diferente. En aquel momento, al proteger el
obelisco, estaban exponiendo todas sus debilidades y mitigando
sus puntos fuertes. Al primarca se le había pasado por la cabeza la
sospecha de que había algo oculto y desconocido, pero en aquel
instante no podía hacer nada al respecto, fuera lo que fuese. Por
ello, se centró en lo que sí podía hacer.
Vulkan se agazapó un poco más y esperó a que el Stormbird se
pusiera de lado para que la escotilla quedara angulada sobre el
nodo. El martillo que empuñaba era un arma que había fabricado
con sus propias manos, y lo llamaba Yunque del Trueno. Lo había
fabricado en Nocturne, en honor de N’bel y de su herencia. Había
capturado unas tormentas que había sometido a golpes tras
muchas arduas horas de trabajo en la forja, y estas se removían en
la cabeza ornamentada del martillo. No había otra arma como
aquella. Ningún legionario podía empuñarla. Ningún hombre
podría siquiera alzarla. Solo Vulkan poseía la fuerza y la destreza
necesarias para emplearla a su voluntad.
Se colocó su casco de dragón, que quedó conectado a su gorjal
de forma magnética.
—¿Sabéis lo que viene después del relámpago, hermanos?
La Guardia de la Pira no respondió, sino que preparó sus
armas.
Los ojos de Vulkan relucieron con su fuego interno.
—El trueno…
Y entonces saltó de la bodega.
El aullido del viento azotó a Vulkan mientras caía en picado a
través del cielo azotado por la tormenta. Descendió como un
cometa que empuñaba un martillo, con un rugido de los dragones
de fuego del monte Fuego Letal en sus labios. Su capa de
Salamandra se agitaba de un lado a otro de forma salvaje tras él,
como si el espíritu de la bestia a la que antes había pertenecido
hubiera regresado y estuviera mirando con aprobación la
exultación de su nuevo dueño.
El primarca torció el gesto bajo su casco al alcanzar la
velocidad terminal. El viento se convirtió en un quejido
ensordecedor al tiempo que seguía descendiendo a través de él.
Rodeado por la tempestad, nunca se había sentido tan vivo como
en aquel momento. Se preguntó por un instante si Corax y
Sanguinius habían sentido aquella euforia cuando habían surcado
los cielos.
Vulkan empuñó su martillo con ambas manos según se
acercaba al obelisco y lo alzó sobre su cabeza. En el momento del
impacto, golpeó la afilada punta del obelisco como si le estuviera
dando a un clavo. Con un temblor de energía, el nodo psíquico se
quebró y se partió. Vulkan no se detuvo, sino que siguió golpeando
la piedra ancestral en el punto en el que una gran grieta se había
formado en el núcleo del obelisco. La roca, al romperse,
desprendió ondas expansivas y fragmentos de piedra que cayeron
sobre los eldars que se habían quedado mirando cómo esta se
rompía y gritaron cuando esta se les vino encima. Cada sucesivo
pulso de energía que emitía el obelisco destrozado sacudía al
p g q
aquelarre cada vez con más violencia, y en aquel momento los
eldars quedaron abatidos. Las brujas se habían convertido en
conductos para el poder psíquico del nodo y estaban recibiendo
hasta el último residuo de este. Ninguna criatura mortal sería
capaz de soportar semejante descarga de energía. Vulkan aterrizó
y dejó un cráter en la tierra con su impacto. En sincronía con sus
movimientos, las brujas murieron uno a uno. Sus ojos ardieron y
su carne se derritió hasta que sus cráneos explotaron y cayeron al
suelo, decapitados.
El polvo y el fuego rodearon al primarca en una cortina
abrasadora. Había hincado una rodilla, con el martillo apoyado en
el suelo, y se quedó en aquella posición durante unos momentos,
mientras su armadura subía y bajaba al ritmo de su respiración.
Los restos del nodo cayeron a su alrededor; enormes trozos de
roca que se desprendían y se hacían añicos al golpear el suelo.
Cuando todo terminó, Vulkan estaba rodeado de un círculo de
rocas destrozadas. Las runas que había grabadas en ellas se
habían roto y la luz que emitían se estaba desvaneciendo.
Ya destrozados por los resurgentes Salamandras, los eldars se
rindieron y empezaron a huir.
La legión irrumpió en vítores de victoria y los Nacidos del
Fuego de la Quinta y la Decimocuarta inflaron el orgullo de Vulkan
mientras él los escuchaba a través de la brisa. Bajo las fauces
abiertas de su casco de dragón, el primarca esbozó una sonrisa y
se percató de que alguien se acercaba a él.
Numeon observó a su primarca desde el borde de la
devastación.
El resto de la Guardia de la Pira estaba desembarcando del
Stormbird y acabando con los enemigos rezagados.
—No esperaba que fueras a saltar —confesó Numeon.
Vulkan alzó la cabeza y se puso de pie.
—Ha sido un impulso.
El palafrenero examinó el círculo de piedras rotas del nodo.
—Tampoco me esperaba que fuera tan fácil.
Vulkan arqueó una ceja
—¿Crees que ha sido fácil? —Se quitó el casco, aún con la
sonrisa en su rostro. Cuadró los hombros y volvió a guardar a
Yunque del Trueno en su lugar antes de devolver su atención a los
psíquicos muertos—. Jugar con la brujería trae sus propias
consecuencias.
Numeon lo siguió cuando avanzó más allá del círculo para
dirigirse al campo de batalla, que se estaba vaciando por
momentos.
—Eso parece, mi señor. —Observó de forma impasible a los
cadáveres de los eldars, chamuscados y sin cabezas—. Es difícil
y
decirlo ahora, pero no he visto a su vidente entre ellos.
Vulkan no necesitó comprobarlo, pues ya lo sabía.
—La hembra no se encontraba entre ellos, lo que resulta un
tanto… sorprendente.
—Lo más seguro es que ya haya huido. Deben haberse dado
cuenta de que no es una guerra que puedan ganar.
—Tal vez, aunque, en ese caso, ¿por qué intentar combatirnos
en primer lugar?
Los eldars estaban huyendo en aquel momento, abandonando
todo intento de desarrollar una retirada táctica a favor de la
supervivencia individual. No tenían nada más que proteger y, por
tanto, ningún motivo para permanecer en una lucha tan
desequilibrada.
Al igual que con la batalla previa en la selva, los nativos
empezaron a surgir tras el cese de la hostilidad. Parecían
moribundos, incluso aterrados por su liberadores, y se apoyaban
entre ellos en busca de apoyo. Algunos de los niños que se
encontraban entre ellos estaban llorando. Una niña se agachó para
tocar el dedo de un eldar muerto hasta que su madre la riñó y la
niña volvió a ocultarse entre la oscuridad. Las unidades del
ejército, junto con sus rememoradores, ya estaban reuniendo a los
refugiados.
—¿Te parecen poco felices de vernos, Numeon? —inquirió
Vulkan. —Me cuesta diferenciar sus reacciones de las de cualquier
otro humano con los que me he encontrado, mi señor.
Vulkan soltó un suspiro, incapaz de contener sus sentimientos
del todo.
—Tienen miedo, pero no de los alienígenas, sino de nosotros.
Me pregunto si… —Se interrumpió a sí mismo al ver los cadáveres
de los miembros de la tribu entre los muertos y frunció el ceño por
la consternación—. No me había dado cuenta de que había civiles
en riesgo dentro de la zona de batalla.
Los médicos del ejército y los cirujanos de campo estaban
arrastrando a varios nativos muertos además de a phaerios. Si
bien la mayoría eran hombres y mujeres, Vulkan también vio a
niños entre los difuntos. El rostro helado de una niña, abrazada a
una figura de madera, fue lo único en lo que pudo pensar el
primarca durante unos momentos. Si no hubiera sido por la
mancha oscura de su blusón de cáñamo, habría parecido que
estaba dormida. En reposo, el rostro de la niña tenía un aspecto
particularmente inocente. Vulkan ya había presenciado horrores
como aquel en otras ocasiones, tras los asaltos y cuando la
superficie de Nocturne se había abierto de forma iracunda. Ya
había visto cómo arrastraban cadáveres para alejarlos de los
restos de una batalla, ahogados por la ceniza o ennegrecidos por el
fuego.
—Un guerrero escoge su camino. Es violento, y la amenaza de
la muerte siempre está presente, pero estas personas… —Negó con
la cabeza con lentitud, como si acabara de comprenderlo todo—.
Esto no tendría que haber pasado.
Numeon no contaba con ninguna respuesta para su primarca.
Cuando Varrun se acercó a ellos con una vara hololítica, el gesto
torcido del palafrenero se convirtió en una expresión de alivio.
—Llegan noticias de las legiones, mi señor.
Aún distraído y con la mirada clavada en los humanos, Vulkan
tardó unos instantes en responder.
—Colócala —ordenó lentamente.
Varrun empaló la vara en el suelo y la encendió.
Una imagen de Ferrus Manus se formó a partir de la luz
neblinosa que desprendía la cúspide triangular.
Ambos miembros de la Guardia de la Pira hincaron una rodilla
en el suelo de inmediato, un gesto de deferencia hacia el otro
primarca.
Ferrus Manus aún portaba su casco de batalla, y su armadura
mostraba señas de que se había encontrado en plena batalla por la
región desértica. Las placas brillantes estaban cubiertas de arena
y reflejaban la luz del sol que se alzaba tras él. Se retiró el casco, y
sus ojos plateados brillaron como fragmentos de hielo.
—¿Habéis ganado en la selva, hermano? —preguntó Ferrus,
tan taciturno como de costumbre.
—Hemos neutralizado el nodo de los eldars —repuso Vulkan,
asintiendo—. Ha sido una lucha más fácil de lo que habíamos
pensado en un principio, aunque hemos derramado cierta
cantidad de sangre por la causa. ¿Cómo les va a mis legiones
hermanas?
—Seguimos en plena batalla, pero no me derrotarán —gruñó
el primarca de los Manos de Hierro—. Nos hemos encontrado con
dificultades en cuanto a nuestros elementos mecanizados. La
mayor parte de mis fuerzas avanzan a pie y las divisiones del
ejército no lo están llevando bien.
El mantra de los Manos de Hierro, «la carne es débil», estaba
prácticamente inscrito en el gesto torcido de Ferrus. Por mucho
que respetara a los humanos, también se sentía frustrado por su
fragilidad.
Vulkan decidió cambiar de tema.
—¿Y qué hay de la Guardia de la Muerte? ¿Nuestro hermano
ha estado a la altura de su naturaleza obstinada?
—Mortarion ha destrozado el nodo, aunque dudo que quede
algo para que la humanidad pueda colonizar —contestó Ferrus a
g p q p
regañadientes—. Me temo que ha convertido los campos de hielo
en restos contaminados y, en el proceso, ha dañado la mayor parte
de la geología del continente.
Un crujido de interferencias deterioró la imagen por unos
instantes y unas explosiones distantes resonaron tras Ferrus,
aunque el primarca no les prestó atención.
—La región selvática tiene frontera con el borde del desierto.
Puedo desviar algunas de mis divisiones para que les
proporcionen refuerzos, hermano —ofreció Vulkan una vez el
holograma volvió a funcionar de forma correcta.
La rígida frialdad de la expresión de Ferrus mostró con
claridad lo que pensaba de aquella idea.
—No es necesario.
—En ese caso, tu victoria estará cerca. —Vulkan intentó que su
tono de voz no sonara reconfortante, pues aquello solo haría que
su hermano se enfadara.
—El continente desértico es muy extenso, pero caerá ante mí.
Me aseguraré de ello. —Tras él, el fuego de los bólters resonó
contra las explosiones graves que parecían cada vez más cercanas
y Ferrus ladeó la cabeza ligeramente—. Entramos en batalla una
vez más. Reagrupa a tus fuerzas en la selva y espera nuevas
instrucciones.
El holograma se desvaneció cuando se cortó la conexión.
—El orgullo es débil, no la carne —espetó Numeon, negando
con la cabeza con resignación.
—Tú no podrías entenderlo —murmuró Vulkan, con la mirada
gacha.
Su padre había pretendido crearlos de forma perfecta, que
fueran algo más que humanos en todos los sentidos. Vulkan y sus
hermanos eclipsaban a sus hijos legionarios con su fuerza,
habilidad e intelecto superior, pero también poseían fallos que
resultaban muy humanos. Ser uno de tantos hijos hacía difícil
conseguir el amor y la validación de un padre, por lo que el
orgullo, de un modo u otro, era lo que los empujaba a actuar. Sin
embargo, aquello también creaba rivalidades fraternales, y Vulkan
se preguntó si en algún momento dicha rivalidad iría a peor.
—¿Mi señor?
La voz de Numeon lo sacó de sus pensamientos.
Al otro lado del campo de batalla, un Salamandra se estaba
acercando a ellos. Tenía su espada sierra enfundada en la espalda
y su forma de andar señalaba que había sufrido algunas heridas.
Se inclinó ante su primarca después de haberse quitado el casco.
«Los Salamandras nos miramos a los ojos.»
—Álzate, Salamandra.
El guerrero obedeció, se enderezó e hizo un saludo contra su
plastrón. —Capitán Heka’tan —afirmó Vulkan, observando al
guerrero—, de los nacidos del fuego de la Decimocuarta. Estás
templado, hijo mío.
La armadura de Heka’tan estaba chamuscada y golpeada tras
la batalla. Además, había perdido su arma secundaria y cojeaba de
la pierna izquierda. Tenía el ojo izquierdo hinchado y su frente
estaba marcada por varios cortes profundos. Un indicio de una
cicatriz de honor en su grueso cuello quedaba visible justo por
encima del borde superior de su gorjal.
—El yunque ha resultado retador sin duda, mi señor —repuso
Heka’tan, inclinando la cabeza de nuevo.
—No es necesario que seas tan humilde. Eres un capitán y has
derramado sangre por tu legión en esta batalla. La victoria es
nuestra.
Heka’tan no parecía estar tan seguro.
—¿Tienes algo que contarme, capitán Heka’tan? —inquirió
Vulkan, entrecerrando los ojos.
—Así es, mi señor. Hemos encontrado a los exploradores del
ejército que localizaron el nodo.
Desde que habían acabado de transmitir las coordenadas al
resto de las fuerzas imperiales, habían perdido todo contacto con
las secciones de reconocimiento de avanzadilla.
Vulkan se tornó solemne al notar el fatalismo del capitán.
—Y están todos muertos —aventuró el primarca.
—No todos, primarca. —La mirada ardiente de Heka’tan no
lograba ocultar su aprensión—. Solo ha sobrevivido uno de ellos,
un no combatiente.
—¿Un rememorador?
—Eso tengo entendido, mi señor.
—¿Y no ha sufrido ni un rasguño? —Por la expresión de
Heka’tan, Vulkan ya se podía imaginar la respuesta.
—Como si se tratase de un milagro.
Vulkan cesó el contacto visual para observar hacia la
distancia, donde las fuerzas imperiales seguían persiguiendo al
enemigo en las profundidades de la selva. Evitó mirar a las pilas de
nativos muertos, que cada vez eran más altas.
—¿Dónde está ese superviviente ahora?
Heka’tan dudó antes de contestar.
—Hay algo más.
Vulkan volvió a mirar hacia abajo con una expresión
inquisidora.
—Dice que hay otro nodo, mucho más grande y más poderoso
que el que acabas de destruir.
Un espasmo muscular en la mejilla de Vulkan fue lo único que
puso en evidencia su desagrado.
—Llévame ante él ahora mismo.
El rememorador tenía un aspecto modesto. Vestía ropajes simples
del estilo de Terra y estaba sentado en el suelo con los ojos
abiertos y alerta. Solo el hecho de que estuviera rodeado por los
cadáveres de la división de exploradores del ejército cuya tarea
había sido localizar el nodo hacía que su presencia en la selva
resultara extraña.
—¿Eres el primarca de la legión de Salamandras? —preguntó
el hombre. —Así es. —Vulkan se acercó al hombre lentamente tras
pedirle a su Guardia de la Pira que esperara fuera del círculo de
cadáveres de exploradores del ejército.
Pese a que aquella orden disgustó a Numeon y al resto, todos
obedecieron igualmente.
Vulkan observó la masacre. A juzgar por la posición de los
cadáveres y los modos en los que habían caído, parecía que los
exploradores habían organizado una última defensa en aquel
lugar. Alzó la vista para examinar las profundidades de la selva.
—¿Os siguieron? —preguntó el primarca.
—Sí, desde donde se encuentra el cuarto obelisco.
—Y llegasteis hasta este punto antes de que los eldars os
alcanzaran. —Exacto.
Vulkan volvió a mirar al hombre, quien parecía sabio pero
joven al mismo tiempo, y lo observó con atención.
—¿Cómo es que todos han muerto menos tú?
—Me escondí.
Vulkan clavó la mirada en él, tratando de averiguar si lo que
decía el rememorador era verdad.
El hombre parecía sentirse cómodo sentado entre los muertos
y aún no se había movido.
—¿No me crees? —inquirió el rememorador.
—Aún no lo he decidido —repuso Vulkan con sinceridad, y
luego se acercó más a él.
La armadura de Numeon sonó al moverse antes de que este
advirtiera: —Primarca…
Vulkan alzó una mano para calmar los nervios de su
palafrenero. El rememorador desvió la mirada por un instante
hacia la Guardia de la Pira y, tras ello, volvió a mirar al primarca.
—Me parece que no les caigo muy bien a tus guardaespaldas.
Vulkan se había plantado delante del hombre y lo estaba
observando desde arriba.
—Es solo que no se fían de ti.
—Lástima.
—¿Cómo te llamas, rememorador?
—Verace.
—Entonces ven conmigo, Verace, y cuéntame todo lo que sepas
sobre el obelisco.
Vulkan se volvió y pasó al lado de Numeon al salir del del lugar
de la masacre.
—Vigílalo con atención —le ordenó con un hilo de voz.
Verace se puso de pie y se alisó la túnica. Numeon fulminó con
la mirada al rememorador y asintió.
Había algo… extraño en el tal Verace, aunque Vulkan no se
sentía amenazado por él. Después de todo, ¿qué amenaza podría
presentarle un trozo de carne y sangre humana a un primarca? Sin
embargo, mientras se dirigía de vuelta al Stormbird, Vulkan
recordó una época en la que había conocido a otro extraño, uno al
que llamaban el Forastero…
•••
Vulkan sabía que estaba perdiendo el agarre. Incluso con su prodigiosa
fuerza, sabía que no podría sostenerse del borde del precipicio con una
mano y aferrar la piel del dragón con la otra para siempre.
Había sido una magnífica bestia de escamas carmesí, gruesas y
nudosas, como si escudos superpuestos uno sobre otro. El costillar del
dragón de fuego estaba lleno de músculos, y sus fauces eran enormes y
poderosas. El temblor de la montaña lo había invocado y el dragón había
respondido a la llamada al salir de sus profundidades.
La lanza que Vulkan había forjado para matar al dragón había
quedado perdida en el abismo de lava bajo sus pies; horas de fabricación
perdidas en un instante cuando la sangre de la montaña había reclamado
el arma, de igual modo que se cobraría la vida del propio Vulkan si este
caía.
El sol tostaba su espalda desnuda, pero el calor se estaba
desvaneciendo. El vapor y el humo nublaban la vista de Vulkan y le
llenaban la nariz de sulfuro y cenizas. Habían transcurrido horas desde
que el volcán entrara en erupción y lo lanzara por el borde del abismo.
Solo sus reflejos y su fuerza sobrehumana le habían salvado o, al menos,
retrasar el momento de su muerte.
Incluso Vulkan, campeón de Hesiod y asesino de espectros del ocaso,
podría ser destruido por la lava.
Tras la derrota de los esclavizadores, los rumores se habían
esparcido rápidamente por todos los asentamientos principales de
Nocturne. Al cabo de pocas semanas, los reyes tribales de los otros seis
asentamientos y sus emisarios habían acudido a los líderes de Hesiod
para pedirles conocer al hijo del herrero que se estaba convirtiendo en
toda una leyenda.
Mientras colgaba peligrosamente en el precipicio rocoso, Vulkan
consideró que aquel sería un final un tanto indigno para una figura como
él. Se resbaló y, por un instante, pensó que había llegado su fin. Le invadió
la sensación de estar cayendo, pero consiguió agarrarse de forma
desesperada a una roca situada más abajo. Pese a que el polvo y la
gravilla cayeron a su alrededor con fuerza y le golpearon el cuerpo,
consiguió mantener su agarre.
Su corazón latía como un martillo contra un yunque en su pecho, e
intentó no inhalar profundamente. Al encontrarse tan cerca de la lava, el
aire era una miasma venenosa cargada de sulfuro alcalino. Ya podía
sentir las ampollas que se le estaban formando en la nariz y en la piel de
la garganta. Cualquier hombre ordinario habría muerto mucho antes de
aquel momento, lo que solo hizo que se acrecentara lo que ya sabía: que
no era un miembro verdadero de aquel pueblo, que Nocturne no era su
lugar natal. N’bel, el padre de Vulkan, se lo había contado antes del
torneo. Le había prometido sellar la trampilla bajo la forja y había
cumplido dicha promesa, pero no había podido ocultar la verdad. Vulkan
se lo había preguntado directamente antes de que todo empezara,
aunque no había recibido ninguna respuesta. N’bel, silenciado por el
dolor que se cernía sobre él, no había podido contárselo. Tal vez en aquel
momento ya hubiera perdido la oportunidad para siempre y Vulkan no
llegaría a enterarse jamás de sus orígenes.
Con los dedos rígidos como la propia piedra y el brazo ardiéndole
como si todos los fuegos de la forja se hubieran encendido en él, Vulkan
pensó en soltar la piel del dragón. Si utilizaba ambas manos, era probable
que pudiera escalar la roca hasta un lugar seguro. La superficie
burbujeante y crepitante de la lava parecía animarle a hacerlo, aunque
tal vez lo que quería era tentarlo a caer en ella.
Aun así, los últimos ocho días habían hecho mella en él. Vulkan no
sabía cuánta fuerza le quedaba en las extremidades. De hecho, ya casi no
podía sentirlas y tenía que luchar constantemente contra una sensación
de ingravidez que amenazaba con hacer que se soltara de la roca de
forma inconsciente.
—No podrás conmigo —dijo en voz alta para darse ánimos a sí
mismo. La lava crepitaba bajo él con un ruido que empezaba a sonar
como una carcajada.
Resultaba desconcertante que el extraño de rostro pálido hubiera
podido competir con él en cada prueba. Nadie conocía su origen, aunque
algunos sospechaban que procedía de las tribus nómadas de Ignea.
Vulkan lo dudaba. Cuando había acudido a la ciudad, aquel Forastero,
que era como lo acabaron llamando, vestía ropajes que le resultaban
extraños a cualquier habitante de Nocturne. Desde Heliosa a Temis, había
diferencias culturales entre los pueblos del planeta, pero todos
compartían unos rasgos comunes. Solo que no el Forastero. Su vanagloria
era de lo más atrevida. Vulkan recordó el escarnio que había provocado
q p
al afirmar que podría derrotar a cualquier habitante de la ciudad en el
torneo, incluido el campeón de Hesiod. Por respeto, o tal vez por la pura
incredulidad, Vulkan había mantenido una expresión serena.
—Que participe si quiere —le había dicho en privado a N’bel después
de que su padre se lo hubiera preguntado—. El idiota se acabará
rindiendo o perderá la vida en la montaña. Que el yunque decida.
Dada la situación en la que se encontraba en aquel momento, aquel
comentario le pareció muy corto de miras.
Bajo él, el río de roca fundida lo llamaba, lo que hizo que Vulkan
volviera a prestarle atención al presente.
¿Cómo podía fracasar? ¿Qué pensaría su pueblo si el pálido
extranjero lo derrotaba?
Vulkan agarró la piel del dragón por su larga cola. Según la
observaba colgar ante los vapores calientes que emanaban de la lava,
supo que tendría que sacrificar su orgullo para salvar su vida. Estaba a
punto de soltarla cuando oyó un grito desde lo alto de la cima de la
montaña.
—¡Vulkan!
A través de la gran columna de humo, Vulkan vio la silueta borrosa
del extraño en la distancia. El Forastero estaba saltando de piedra en
piedra para dirigirse hacia él, y sobre el hombro llevaba la piel de dragón
más grande que Vulkan había visto jamás. Parpadeó para tratar de
aliviar el picor que sentía en los ojos e intentar cerciorarse de que no se
trataba de un espejismo causado por el agotamiento y el aire lleno de
sulfuro.
La piel que Vulkan seguía sujetando con tanta obstinación era
enorme, pero aquella… Aquella era colosal. Eclipsaba de forma obvia a la
del habitante de Nocturne, y en aquel momento Vulkan sintió que le
fallaba el orgullo.
Con movimientos rápidos, el Forastero alzó la inmensa piel de su
espalda y la arrojó a un vasto charco de lava que se interponía entre él y
las rocas a las que se aferraba Vulkan. El Forastero hizo un puente sobre
de la lava con la piel del dragón y lo utilizó para cruzar al otro lado y
apresurarse a alcanzar el borde del precipicio. Estiró una mano y agarró
a Vulkan de la muñeca. —Aguanta…
Y, en lo que fue toda una proeza de fuerza, el extranjero alzó a
Vulkan hasta un lugar seguro, junto con la piel de dragón.
Agotados, ambos se quedaron tumbados sobre las rocas durante
unos instantes, antes de que el Forastero se pusiera de pie y ayudara a
Vulkan a hacer lo mismo.
En la distancia, el foso de lava se había quedado con el gran premio
del Forastero.
—No podemos volver por ahí —dijo él, sin un atisbo de
remordimiento. Vulkan le dio una palmada en el hombro al Forastero y
sintió que parte de sus fuerzas retornaban.
q p f
—Me has salvado la vida.
—Si no te hubieras quedado agarrado tanto tiempo como lo has
hecho, podría no haber tenido la oportunidad.
Vulkan observó el foso de lava donde los últimos restos de la piel de
dragón estaban siendo consumidos.
—Podrías haber vuelto a la ciudad como campeón.
—¿A costa de la vida de mi oponente? ¿Qué clase de victoria vacía
sería esa?
Unos enormes copos de ceniza llenaban el ambiente y la brisa traía
consigo el hedor a quemado. Era una promesa del fuego que estaba por
llegar. —La montaña aún no ha acabado —dijo Vulkan—. Puede que
erupcione otra vez. Deberíamos volver a Hesiod.
El Forastero asintió y ambos empezaron a descender por la
montaña.
Una celebración estaba esperando a Vulkan cuando este regresó.
Toda la ciudad, además de los jefes y emisarios de los otros seis
asentamientos de Nocturne, se había reunido para presenciar el final del
torneo.
N’bel fue de los primeros en saludar a su hijo al ver que este
regresaba a salvo. A pesar de que ya no era el hombre corpulento que
había sido en otros tiempos, el herrero abrazó a Vulkan con fuerza.
—Lo has conseguido, hijo. Sabía que lo harías. —Se volvió e hizo un
ademán hacia las personas que se habían reunido tras él—. Todo
Nocturne te saluda.
Los gritos que aclamaban su nombre resonaron en los oídos de
Vulkan. Los reyes tribales se acercaron a él para saludarlo y reflejarse en
su propia gloria. Varios gritos de afirmación y lealtad se produjeron
alrededor del gran aplauso de la multitud. Solo el Forastero permanecía
quieto y en silencio, con la mirada clavada en Vulkan. Sin embargo, no
había ningún tipo de juicio en su mirada, ninguna discrepancia. Solo lo
observaba.
Ban’ek, el rey tribal de Temis, se dirigió a la parte frontal de la
multitud e hizo una reverencia al campeón del torneo.
—Un trofeo digno —declaró, señalando a la piel del dragón que
colgaba sobre el hombro de Vulkan—. Tendrás un aspecto de lo más
noble con ella como manto.
Vulkan casi había olvidado que llevaba la piel encima.
—No —contestó simplemente.
Ban’ek se lo miró perplejo.
—No comprendo.
Vulkan negó con la cabeza.
—Todo esto, vuestra adulación y reconocimiento…, no lo merezco. —
Apartó la piel de dragón de su hombro y se la entregó al Forastero.
N’bel estiró una mano para detener a su hijo, pero este lo desestimó
con un ademán.
—Vulkan, ¿qué estás haciendo? —preguntó.
—Sacrificar el orgullo por salvar una vida, eso sí es la verdadera
nobleza. —Miró al Forastero a la cara y encontró una aprobación
extraña en aquellos ojos insondables—. Este honor te pertenece a ti,
extranjero.
—La humildad y el sacrificio propio van de la mano, Vulkan —
repuso el Forastero—. Eres todo lo que esperaba que fueras.
No era en absoluto la respuesta que Vulkan se había esperado, y su
expresión se tornó confusa.
—¿Quién eres?
•••
—¿Por qué me miras así?
Verace estaba sentado frente a Vulkan, con el rostro medio
oculto por las sombras de la tienda de campaña de mando.
Entre la oscuridad, los ojos del primarca eran carbones
encendidos. Aquello le proporcionaba una intensidad que a la
mayoría de los humanos le costaba mirar directamente; a la
mayoría de los humanos salvo al rememorador que tenía delante.
—No tienes ni un rasguño.
—¿Es eso extraño?
—Para alguien que se encuentra en una zona de guerra, sí.
—Tú tampoco estás herido.
Vulkan soltó una carcajada, ligeramente divertido, y desvió la
mirada. —Yo soy diferente.
—¿Cómo?
El primarca volvió a mirar al despreocupado humano, y su
humor quedó deteriorado por la molestia que crecía en su
interior.
—Estoy…
—¿Solo?
Vulkan frunció el ceño, como si estuviera contemplando un
problema para el cual no podía encontrar solución. Estuvo a punto
de responder cuando decidió probar otra alternativa.
—Deberías temerme, humano. O al menos sentirte
intimidado.
El primarca se acercó al humano y apretó el puño a poca
distancia del rostro del rememorador.
—Podría destrozarte por tu insolencia.
Verace no se inmutó ante aquella amenaza aparente.
—Y ¿lo harás?
El gesto torcido por la ira de Vulkan se desvaneció y este
volvió atrás para calmarse. Cuando habló de nuevo, su voz era
fuerte y ronca.
—No.
Se produjo un extraño silencio entre ellos, uno que ni el
hombre ni el primarca querían romper.
—Dime otra vez qué aspecto tiene el obelisco —ordenó Vulkan
finalmente.
La expresión escrutadora del rostro de Verace cambió, y el
rememorador esbozó una sonrisa mientras entrecerraba los ojos
para recordarlo.
—No es un obelisco del todo, es como un arco, como si formara
parte de una puerta. —Lo describió en el aire con las manos—.
¿Ves? ¿Lo ves, Vulkan?
—Sí. —Su voz no contaba con toda la confianza que había
intentado otorgarle—. ¿Qué hay de los defensores? ¿Cómo dirías
que son sus fuerzas?
—No soy ningún guerrero, por lo que toda evaluación táctica
que te pueda proporcionar no te serviría de mucho.
—Inténtalo de todos modos.
—Tengo curiosidad sobre por qué te lo estoy explicando a ti
en persona y no a uno de tus capitanes.
—Porque ellos no cuentan con mi paciencia —gruñó Vulkan—.
Ahora, las fuerzas de los alienígenas…
Verace inclinó la cabeza de forma educada para disculparse.
—De acuerdo. Los eldars se han concentrado en grandes
números alrededor del arco, muchos más de los que estaban
protegiendo el nodo. Vi a… brujas también, y más de esas bestias
reptilianas. Los cuadrúpedos fueron los primeros en darnos
alcance. Hay nidos en las copas de los árboles, muchos más de los
que he visto en otros lugares. También cuentan con bestias más
grandes, aunque no tuve tiempo de estudiarlas mientras huíamos.
—Es un informe mucho más detallado de lo que habría
imaginado —concedió Vulkan antes de negar con la cabeza.
—Te estoy frustrando, ¿no es así? —preguntó Verace.
—Sales ileso de una masacre y hablas de tus penurias como si
no fueran nada. Te diriges a un primarca como si estuvieras
charlando con un colega de tu misma orden. Sí, tus acciones son
extrañas. Hay muertos por todas partes, y no solo guerreros, sino
también algunos nativos. —Tras la batalla, los exploradores del
ejército habían encontrado incluso más cadáveres de miembros de
las tribus, que habían quedado atrapados en el violento fuego
cruzado.
La imagen de la niña abatida aún perturbaba a Vulkan en su
interior y había ordenado que trataran a los nativos muertos con
el mismo cuidado y respeto que les dedicaban a los propios
miembros de la legión.
—La guerra no discrimina, Verace —dijo Vulkan—. Sé
consciente de donde te encuentras o puede que tengamos que
enterrarte a ti pronto. —Ha calado en ti, ¿verdad?
—¿Quién?
—La niña, la que ha muerto en esa guerra indiscriminada que
dices. El rostro de Vulkan traicionó su incomodidad.
—Estas personas están sufriendo, y ella me lo ha recordado.
Pero ¿cómo has…?
—Te he visto mirarla mientras nos dirigíamos a la tienda. O, al
menos, he imaginado que ha sido ella lo que te ha hecho apartar la
mirada. —Verace se lamió los labios—. Deseas salvarlos, ¿no es
cierto?
Vulkan asintió, pues no veía motivo para darle una respuesta
evasiva. —Si puedo, sí. ¿Qué clase de liberadores seríamos si
quemamos los planetas que devolvemos a la humanidad? ¿Cuál
sería el destino de Ibsen entonces?
—Muy malos liberadores, supongo. Pero ¿qué es Ibsen?
—Es… este planeta. Así se llama.
—Creía que su designación era Uno-Cinco-Cuatro Cuatro.
—Lo es, pero…
—Así que deseas salvar a las personas de Ibsen, ¿es eso lo que
quieres decir?
—Ibsen, designado «Uno-Cinco-Cuatro Cuatro», sí. Es lo que
acabo de decir. ¿Qué importa eso?
—Importa mucho. ¿Qué te ha hecho cambiar de idea?
Vulkan volvió a fruncir el ceño.
—¿Qué quieres decir? —Unas voces que procedían del
exterior de la tienda lo distrajeron.
Sin embargo, la intensidad de Verace no vaciló ni un instante.
—¿Qué te ha hecho pensar que son un pueblo que merece ser
salvado? —Al principio no lo pensaba.
—¿Y ahora?
—No lo sé.
—Descubre la respuesta a esa pregunta y tu afligida mente
podrá descansar mejor.
—No estoy afligido.
—¿Ah, no?
—Estoy…
Numeon apareció en la entrada de la tienda e interrumpió la
respuesta de Vulkan.
—¿Qué ocurre, hermano? —inquirió el primarca, ocultando su
enfado.
—Ha llegado Ferrus Manus, mi señor.
La victoria se encontraba más cerca de los Manos de Hierro de
lo que Vulkan había esperado. Tan solo unos momentos después
q p p
de su último consejo, Ferrus había contactado con él una vez más
para informarle del éxito de los Manos de Hierro en el desierto. A
diferencia de su hermano, Vulkan había aceptado la oferta de
refuerzos de Ferrus tras haberle hablado del obelisco más grande
de la selva. Aquello pareció aplacar el fervor de la Gorgona en gran
medida, y su orgullo herido quedó salvado por la oportunidad de
que su legión ayudara a los Salamandras. Vulkan era optimista: no
sentía la necesidad de probarse a sí mismo delante de su legión.
—Me reuniré con él de inmediato. —Vulkan recogió su casco
de dragón de la consola sobre la que lo había dejado y miró a
Verace una vez más mientras lo hacía—. Volveremos a hablar.
El rememorador permaneció impasible y su expresión no
traicionó sus pensamientos.
—Eso espero, Vulkan. De veras lo espero.
Los nacidos del fuego de la Decimocuarta de Heka’tan se
encontraban hombro con hombro con las divisiones de los Manos
de Hierro. Los guerreros de la X Legión estaban ataviados en
armaduras de ceramita negra, decoradas con la insignia de la
mano blanca en sus placas de hombro izquierdo. Algunos de ellos
llevaban aumentos: dedos, ojos cibernéticos, incluso cráneos
enteros o extremidades biónicas para reemplazar a aquellas que
habían perdido en combate. Tenían un aspecto serio, tan frío como
el granito de Medusa, su planeta natal. No obstante, eran
guerreros leales y Heka’tan los recibió de buen grado entre sus
filas.
Por una vez, su compañía formaba parte de la segunda oleada,
situados detrás de los Dragones de Fuego. Vulkan era una figura
distante en su centro, rodeado por la legendaria Guardia de la
Pira. El resto de los Manos de Hierro, los guerreros de élite que se
hacían llamar los Morlocks, se encontraban junto a su primarca en
el otro lado del campo de batalla. Heka’tan había charlado
brevemente con su capitán, un Manos de Hierro llamado Gabriel
Santar, antes de trazar el plan de ataque. La lista de elementos
biónicos del palafrenero era extensa, pues sus dos piernas y su
brazo izquierdo eran máquinas en lugar de carne. A pesar de que
aquello le hizo parecer menos humano a ojos de Heka’tan, tras
hablar con él durante unos momentos el Salamandra descubrió
que en realidad se trataba de un guerrero sabio y templado que
albergaba un gran respeto por la XVIII Legión. Heka’tan esperaba
que aquella no fuera la última vez que combatiera junto al noble
primer capitán de los Manos de Hierro.
Había oído que el superviviente de la masacre de los
exploradores del ejército les había proporcionado información
vital sobre la localización del último nodo de los eldars. Tal como
sospechaba, aquel nodo era totalmente diferente al resto. Lo podía
ver con facilidad sobre las divisiones de la vanguardia, un inmenso
arco de piedra blanca que se dirigía hacia el cielo como si de una
garra se tratase. Al igual que en el caso del nodo psíquico que
Vulkan había destruido, el arco estaba grabado con runas arcanas
y contaba con joyas engarzadas. Estaba situado en el centro de un
enorme claro, despejado salvo por aproximadamente una docena
de columnas rotas que salían del suelo; la arquitectura de una
cultura antigua u olvidada. Incluso las copas de los árboles de la
selva se habían apartado para dejar paso al arco o, mejor dicho,
habían crecido con una empatía orgánica junto a él. Unas raíces y
vides enormes, más gruesas que la armadura de la pierna de
Heka’tan, se entrelazaban en la base con forma de pedestal y se
enroscaban por toda su superficie, como si hubiera estado en
reposo durante incontables siglos.
Varios menhires más pequeños rodeaban el arco, y ante cada
uno de ellos se encontraban los miembros restantes del aquelarre
de brujas. Estaban entonando un cántico o, mejor dicho…,
cantando. Una energía psíquica las recorría y creaba un circuito de
luz eléctrica que formaba un escudo iridiscente alrededor del
arco.
Junto a los psíquicos, los alienígenas habían acumulado todas
sus fuerzas para defender su último edificio. Eldars ataviados en
capas y armaduras estaban dispuestos en filas opuestas al
Imperio. Varias plataformas antigravitatorias, con armas cargadas
sobre ellas, flotaban entre las tropas del enemigo, que se
diferenciaban las unas de las otras por los símbolos rúnicos que
adornaban sus rostros y cascos en forma de cono. Una enorme
manada de jinetes de raptores ocupaba un flanco, mientras que el
otro contaba con un grupo de brutales carnodontes. Las bestias
mascaban y resoplaban entre ellas al tiempo que daban pisotones
al suelo por la agitación. Sobre sus cabezas, las copas de los
árboles se movían con el susurro de las alas membranosas y
resonaban con los alaridos agudos de los pterosaurios. Los
estegosaurios, que se movían con mayor lentitud, se colocaron en
sus posiciones ante la repentina presencia de las tropas
imperiales. Llevaban cañones pesados atados en sus anchas
espaldas, manejados por grupos de eldars desde unas elegantes
atalayas móviles.
Al haber combatido ya con aquellos alienígenas en dos
ocasiones, Heka’tan sabía que aquel tipo de batallas no eran
precisamente su punto fuerte, pero la legión había logrado
quebrar las emboscadas de los eldars y el primarca había podido
destruir su nodo con un solo golpe de martillo. Sobrepasados, los
alienígenas no tenían otra opción que quedarse en aquel lugar y
g p q q q g y
luchar. Estaba claro que estaban dispuestos a morir por defender
aquel edificio.
Heka’tan solo podía imaginar el propósito del arco.
Supuestamente se trataba de una puerta, aunque no se sabía
adónde podría conducir. Lo único que sabía era que su deber era
aniquilar a los alienígenas que defendían la estructura.
Aún a varios cientos de metros del borde de la batalla, la
orden de avanzar parpadeó en su visor retinal. Además de los
nacidos del fuego de la Decimocuarta, Heka’tan también contaba
con varios compañeros phaerios a su cargo, y les dio órdenes
breves de despliegue a sus maestros de disciplina. Una vez las
divisiones del ejército comenzaron su marcha, tuvo tiempo de
dedicarle un último mensaje a un amigo.
—Llévales el fuego de Prometeo, hermano —le dijo a Gravius a
través del comunicador.
—Así será, pues Vulkan está con nosotros. Te veré al final de
todo esto, Heka’tan.
Heka’tan cortó la comunicación y se volvió hacia su escuadra
de mando. Pese a que estaban maltrechos, conservaban todas sus
fuerzas, y los Salamandras parecían estar listos para vengarse de
las heridas que habían sufrido a manos del brujo.
—Hacia los fuegos de la batalla, capitán —dijo el hermano
Tu’var, que había sobrevivido a la espada que le habían clavado en
el pecho con la resistencia que lo caracterizaba.
Una pistola bólter que había encontrado en el campo de
batalla se encontraba en la funda de Heka’tan para reemplazar a la
que había perdido. Su espada sierra aún mostraba las manchas de
aquella batalla. La alzó por encima de su cabeza y gritó:
—¡Nacidos del fuego de la Decimocuarta, conmigo! ¡Hacia el
yunque, hermanos!
Un polvo farináceo se asentó en el claro, provocado por la descarga
que precedió al asalto imperial. La tierra chamuscada, que había
salido por los aires por los continuos impactos explosivos de las
granadas y los cañones pesados, provocó una emulsión mugrienta
al unirse a la atmósfera cálida de la selva. Las puntas de las
columnas se cernían sobre ellos entre la bruma, como islas
flotantes sobre un mar de suciedad. Tanto los enemigos como los
aliados se convirtieron en siluetas espectrales entre aquella niebla
de barro, y la fumarada de incontables explosiones de misiles y
humeantes estelas de cohetes se movían en nubes perezosas al
tiempo que las lanzas de la luz del sol se colaban por las copas de
los árboles y convertían la atmósfera cargada en algo borroso, lo
que lo volvía todo aún más confuso.
No obstante, aquello no era ningún impedimento para Vulkan.
Avanzaba con decisión a través de la miasma y despachaba
enemigos con su martillo en cuanto se le acercaban. Su Guardia de
la Pira estaba situada a su alrededor y juntos abrieron un camino
sangriento hasta alcanzar la mitad del camino. Un mapa táctico
situado en una esquina de su visor retinal le mostró la distancia
exacta hasta llegar al arco. La estructura alienígena era tan vasta y
sobrecogedora que dominaba el horizonte de forma constante y se
dejaba entrever tras el iridiscente escudo cinético. Los iconos que
indicaban al resto de las legiones sugerían que también estaban
progresando a buen ritmo, pero el primarca y sus pretorianos
estaban por delante de todos ellos. A las divisiones del ejército no
les estaba yendo tan bien.
El constante fuego automático había destrozado gran parte
del follaje de la selva y lo había convertido en una niebla que
penetraba en los pulmones de los phaerios y de todos aquellos
líderes que no portaban respiradores. Entre los gritos de aquellos
que habían quedado derribados por las salvas de los eldars o
asesinados por disparos de francotiradores, Vulkan oyó cómo
varios hombres se asfixiaban ante la vegetación vaporizada según
seguían adentrándose en la batalla detrás de sus ansiosos
supervivientes.
Tras el cese del bombardeo inicial del ejército, el ambiente
comenzó a calmarse de nuevo. Una sección de una columna rota
apareció entre la lenta dispersión de partículas de tierra cuando
estas empezaron a asentarse. Su arquitectura no era muy
diferente a la del nodo que habían encontrado antes y
representaba un indicio de una civilización anterior a la
colonización humana que había dominado aquel planeta mucho
tiempo atrás. Era probable que se tratara de los propios eldars,
solo que los de otros tiempos. Vulkan vio los cadáveres de los
alienígenas desparramados por el pedestal de la estructura; un
duro recordatorio de todo lo que habían perdido en los oscuros
milenios anteriores a la Gran Cruzada y a la dominación humana
de la galaxia.
Que los eldars hubieran logrado sobrevivir durante todo aquel
tiempo era una prueba de su persistencia y su coraje. Todo
enemigo que estuviera dispuesto a intentar resistirse a la fuerza y
el poderío de dos primarcas merecía respeto, por muy a
regañadientes que se le otorgara.
Lo que más perturbaba a Vulkan mientras seguía derribando
filas de alienígenas, era la razón de su obstinación en aquel
momento cuando se enfrentaban a una derrota segura. Podrían
sobrevivir si huían, ¿qué les importaba perder aquel planeta? Era
poco más que un salvaje mundo fronterizo lleno de restos de
p q j
piedra que ya no importaban. ¿Por qué los eldars se aferraban a él
con semejante determinación? Al igual que en la ocasión anterior,
la sensación de que había algo oculto en aquel lugar le pasó por la
mente, pero no fue capaz de darle forma o razón a sus sospechas.
Por el momento, el combate ocupaba sus pensamientos y le daba
un propósito que tenía prioridad sobre cualquier otra
preocupación. Tras el primer intercambio de fuego, la batalla se
había reducido a una serie de refriegas cuerpo a cuerpo.
La niebla seguía escampando, lo que dejó ver a las divisiones
del ejército asaltando varios frentes al mismo tiempo con
bayonetas, cuchillos y armas de fuego de poco alcance. El puro
peso de sus números y el empuje decidido de los supervisores y
maestros de disciplina proporcionaba a los hombres pequeñas
victorias pero cada vez más significativas. Si bien los eldars eran
superiores a ellos en una batalla individual, cada vez quedaban
menos alienígenas.
Las divisiones tanto de los Salamandras como de los Manos de
Hierro se estaban adentrando en la batalla con dureza, y el
ambiente estaba cargado con el hedor de los cadáveres
reptilianos. Ambas legiones eran impasibles y estaban llenas de
determinación. Los hijos de Vulkan atacaban con un fuego
purificador, quemaban a los eldars y aplastaban a cualquier
superviviente con un embiste combinado, mientras que los
guerreros de Ferrus Manus se enfrentaban al enemigo con la
misma ira incandescente de su primarca y quebraban a los
alienígenas con técnicas de dominio rápido. Los Morlocks en
particular eran guerreros únicos, a la altura de los Dragones de
Fuego, y Vulkan se sentía agradecido por poder luchar junto a su
hermano y sus pretorianos. Aun así, no dejaría que lo superaran
fácilmente.
Tal era la ferocidad de Vulkan y de su Guardia de la Pira que
un creciente remolino de eldars muertos y rotos se había formado
a su alrededor. Aquello les proporcionó un breve respiro, y, en
aquel momento, Vulkan aprovechó para buscar a Ferrus, quien no
resultó muy difícil de encontrar.
La Gorgona luchaba sin su casco y estaba abriéndose paso a
mazazos a través del flanco del enemigo. Alzaba a Rompeforjas y lo
hacía caer como un metrónomo con sus manos plateadas,
aplastaba cráneos y lanzaba eldars por los aires con cada
formidable golpe de martillo. El fervor y la furia radiaban de su
rostro de granito según alentaba a los Morlocks a avanzar de
forma despiadada. Pese a que varias ráfagas de fuego destelleaban
entre ambos bandos, ninguno de los Manos de Hierro ralentizó el
paso, y mucho menos fue derribado. Los grupos de eldars que se
enfrentaban a ellos se vieron sobrepasados en unos instantes y
p y
murieron con rapidez, aunque otros enemigos se dirigían a ocupar
su lugar.
Alentados por el derramamiento de sangre, una manada de
carnodontes de escamas carmesí resopló un desafío gutural y sus
jinetes rugieron para que los monstruos cargaran. Los Manos de
Hierro estaban despachando algunos enemigos rezagados cuando
Ferrus Manus gritó en su dirección. Vulkan pudo leerle los labios y
se imaginó la ira que sentía.
—¡Acabad con ellos!
En sus ansias por acabar con la lucha deprisa, un golpe
caprichoso del martillo del primarca alcanzó el costado de una
columna cercana y la derribó. Vulkan retrocedió al ver quién
estaba en su camino.
El niño apareció de la nada, como un fantasma que se había
materializado entre la niebla. Su torso desnudo estaba lleno de
sudor y manchado por la sangre de otra persona y gritaba
mientras huía, sin saber dónde se encontraba. Como si hubiera
notado el peligro repentino, el niño se quedó paralizado bajo la
sombra de la columna que se cernía sobre él y sólo pudo ver cómo
se acercaba su inminente muerte. Alzó sus débiles brazos para
cubrirse los ojos.
«No mires, niño…»
Vulkan había empezado a correr y había dejado atrás a sus
pretorianos. No sería suficiente. Si no intervenía, la columna
aplastaría al niño. Soltó un grito, a sabiendas de que presenciar la
muerte de algo tan inocente marcaría su alma inmortal para
siempre.
Con su frenesí de batalla interrumpido por la angustia de su
hermano, Ferrus se volvió y advirtió el peligro.
—¡Primer capitán! —rugió, y Gabriel Santar se dirigió al lugar.
Ante la orden del primarca, los Morlocks continuaron
avanzando para disparar a los carnodontes con sus bólters. Santar
se quedó atrás, se lanzó contra la columna que estaba cayendo y se
aferró al trozo de roca rota con ambas manos. Los servos de su
brazo y piernas biónicas rechinaron a modo de protesta por el
esfuerzo repentino al que los estaba sometiendo. El capitán tuvo la
fuerza suficiente para volver la cabeza hacia el aterrorizado niño.
Cuando miró al pequeño, sus ojos grises relucieron como si
tuvieran una tormenta en su interior.
—¡Huye!
El niño empezó a correr entre gritos.
Como si hubiera sido el heraldo de una inundación, de repente
aparecieron cientos de humanos que huían. El rebaño asustado
empezó a escamparse en todas direcciones al mismo tiempo, como
hojas sopladas por una brisa repentina.
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—Por Terra y el Emperador —suspiró Ferrus Manus, incapaz
de comprender aquel éxodo demente.
—Mi señor…
A pesar de sus mejoras cibernéticas, las piernas de Gabriel
Santar se hundieron hasta las rodillas, y sus codos se doblaron
bajo el enorme peso de la columna. La Gorgona se apresuró a
relevarlo tras guardar a Rompeforjas y cargó con el trozo de roca
que sostenía su palafrenero como si pesara poco más que un
bólter.
—¡Abajo! —rugió a sus Morlocks, quienes se encontraban a
escasos segundos de entablar combate cuerpo a cuerpo, y lanzó el
pilar destrozado a modo de lanza. El carnodonte delantero recibió
el impacto del misil improvisado y aulló de agonía, pues le había
partido las patas delanteras. Su cuerpo golpeó el suelo y provocó
que las otras bestias se tropezaran, cayeran y perdieran el impulso
de su carga. Los Morlocks se apresuraron a mezclarse entre ellos,
con Santar de nuevo entre sus filas.
Ferrus Manus clavó una mirada penetrante en Vulkan y
percibió al primarca con claridad entre la bruma.
—Supongo que vas a decirme que intente no matarlos —
declaró a través del comunicador.
Era algo más fácil de decir que de hacer. A pesar de que el niño
había logrado alcanzar una seguridad relativa, Vulkan vio a otros
cientos de humanos huyendo detrás de él. Los nativos estaban
corriendo por todo el campo de batalla, sin importarles el peligro
que los rodeaba. Surgían de sus nidos y escondites en una masa
aterrorizada, como si hubieran quedado desplazados de un
asentamiento importante por los guerrilleros eldars. Era eso o una
especie de jugada desesperada de los alienígenas para intentar
interrumpir la inevitable victoria del Imperio.
Vulkan sintió cómo se renovaba su ira hacia los eldars. Unos
dolorosos recuerdos de Nocturne durante la Era de las Pruebas,
cuando el fuego había llovido del cielo y la tierra se había partido,
aparecieron en su mente. Recordó el miedo que sentían y la
lúgubre resignación de que todo lo que habían creado, todo por lo
que habían luchado, estaba a punto de terminar. Tal vez las tribus
de Ibsen no eran tan diferentes de ellos después de todo.
Ibsen otra vez. Estaba viendo aquel mundo con otros ojos, pero
¿por qué?
Ferrus tenía razón, la carne era débil. No obstante, como él era
fuerte, su deber era proteger a los humanos.
Fuera cual fuese el motivo de aquella frenética huida, los
humanos se encontraban bajo un riesgo terrible. Familias enteras
corrían desesperadas a través de la niebla que se estaba
desvaneciendo y gritaban y sollozaban, presas de una histeria
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generalizada. Algunos de ellos incluso atacaban con rocas o con
sus propios puños a las divisiones del ejército en sus intentos por
huir, aunque ninguno se atrevió a acercarse a los legionarios por
miedo a las consecuencias.
«¿Y si hubieran llevado carabinas y rifles en lugar de palos y
rocas?» Los tatuajes tribales, la aparente facilidad con la que los
habían conquistado, sumado a la infiltración absoluta de los
eldars… Vulkan se empezó a preguntar cuánto se habrían alejado
los nativos de la luz del Emperador.
Una madre y su hija surgieron sin un rasguño de la humeante
explosión de una granada. Vulkan observó cómo corrían; se
encontraban a tan solo unos metros de la posición del primarca.
Entonces se percató de que había un proyectil que no había
detonado en su camino. La niña ya estaba gritando cuando una
segunda granada, que había caído del agarre de un guerrero
moribundo, rodó hasta el proyectil.
—¡Guardia de la Pira! —rugió Vulkan—. ¡Protegedlas!
Si bien los pretorianos no habían alcanzado aún a su
primarca, reaccionaron ante el peligro. La granada de
fragmentación perforó el revestimiento del proyectil y lo hizo
estallar en una tormenta de fuego. Numeon y Varrun se
interpusieron entre esta y las humanas encogidas para agazaparse
junto a ellas y envolverlas con sus capas de dragón. La lluvia de
fuego y metralla se acabó desvaneciendo sin causarles ningún
daño.
Numeon se sacudió el polvo de sus lentes y la niña le dio un
apretón en el plastrón con su mano diminuta. Él le devolvió una
mirada curiosa y, de repente, se quedó aturdido.
Habían desaparecido, presas de la locura. La madre no tenía
ninguna intención de esperar a que otra bala perdida u otro
proyectil descartado acabaran con sus vidas. Para Numeon, aquel
momento de conexión pasó con tanta velocidad como se había
materializado.
Vulkan se apresuró a darles alcance.
—Gracias, hijos míos.
Ambos asintieron, aunque Numeon dirigió la mirada por un
instante hacia la niebla en la que la niña había desaparecido.
—Protegedlos a todos —ordenó Vulkan en voz baja, siguiendo
la mirada de su palafrenero.
—Con nuestro aliento y nuestra sangre, mi primarca —repuso
Numeon—. Con nuestro aliento y nuestra sangre.
Vulkan abrió el canal del comunicador.
—Ferrus, por muy agitados que estén, son inocentes. Actúa
con cautela.
—Preocúpate por matar al enemigo, no por salvar a los
nativos, Vulkan. —La Gorgona torció el gesto, aunque luego
suavizó su expresión antes de enfrentarse a los carnodontes—.
Haré lo que pueda.
Una banda de hierro se estaba cerrando alrededor del puesto
de defensa de los eldars. Vulkan sabía que, si continuaban
avanzando por el centro y Ferrus mantenía su paso en el flanco,
ambas legiones acabarían encontrándose. Juntos destruirían el
arco y acabarían con la ocupación eldar de Ibsen. Solo esperaba
que aquello no provocara la muerte de un gran número de
humanos en el intento.
Hasta el momento, nada había podido penetrar el escudo
psíquico que emanaba del aquelarre de brujas eldars que
rodeaban el arco. Vulkan tampoco había visto aún a la vidente que
casi había conseguido derrotar a su legión en la selva. Ella era a
quien los eldars miraban en busca de liderazgo, por lo que, si
acababan con ella, los alienígenas estarían prácticamente
derrotados. La victoria estaba cerca. No obstante, había algo que
aún preocupaba al primarca. Sobre sus cabezas, las copas de los
árboles de la selva eran enormes, oscuras y laberínticas. Vulkan
contaba con buenos instintos, al igual que sus hermanos, y tenía la
sensación de que algo los observaba desde arriba; algún
depredador. Sin embargo, su vacilación no se debía solo a ese
motivo. Podía destruir monstruos sin mayor problema, pero se
había sentido incómodo desde su conversación con Verace. Aquel
sentimiento no era uno al que estuviera acostumbrado, igual que
tampoco lo había sido el modo en el que el humano se había
dirigido a él, y, aun así, el primarca había permitido que ocurriera.
Verace ocultaba algo. Fue solo en aquel momento, cuando sus
pensamientos se vieron purificados por el yunque de la guerra,
que se percató de ello. Vulkan endureció la expresión y se
prometió a sí mismo sacarle respuestas al rememorador.
No obstante, en aquel momento las verdades tendrían que
esperar. Un pequeño grupo de eldars surgió de la niebla para
atacar al primarca. Portaban una armadura diferente a la del
resto, hecha de placas de color cerúleo y con un aspecto más
marcial. Unos cascos con cresta, de diseños más ornamentados
que el del resto de sus compatriotas, ocultaban sus rostros y del
interior de los pliegues de sus capas escarlata blandieron unas
espadas largas y angulares. Un zumbido grave presagió las
descargas de energía que recorrían las espadas.
Vulkan le hizo una señal a sus pretorianos.
Varios alienígenas eldars se habían acercado al primarca para
intentar ralentizar o incluso detener a la amenaza más obvia, pero
su guardia estaba matando a todo lo que había a su alrededor.
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—Guardia de la Pira…, no tardéis mucho con estos.
Los pretorianos despacharon a los últimos de sus enemigos y
adelantaron a Vulkan para atacar a los maestros de espadas
eldars.
No estaban solos. Un grito de guerra anunció la llegada de una
gran manada de raptores que se estaba abriendo paso a través de
la niebla. Con sus lanzas de energía preparadas para atacar, se
dirigieron a toda prisa hacia Vulkan desde un lado. Los maestros
de espadas, que intercambiaban golpes con la Guardia de la Pira,
habían apartado de forma deliberada a los pretorianos de su
primarca.
—Astutos —musitó Vulkan.
El primarca empuñó a Yunque del Trueno y se encaró a los
raptores. —¡Esas diminutas lanzas no podrán ni tocarme! —rugió,
clavando su martillo en el suelo.
La tierra se astilló bajo el increíble impacto de su arma, se
resquebrajó y se fragmentó hacia fuera en un cráter que crecía por
momentos. A partir de su propio poder, Vulkan proyectó una
fuerza capaz de quebrar huesos a través de un enorme temblor de
tierra que surgió de forma letal hacia los raptores que cargaban
hacia él. Varios fragmentos de rocas rotas salieron despedidos de
la tierra en una suerte de espuma frágil de gravilla y guijarros. Los
raptores soltaron alaridos y flaquearon al detener su avance
cuando el temblor los golpeó. Los jinetes cayeron de sus monturas
o fueron derribados de sus sillas por la lluvia de rocas. Aturdidas y
prácticamente derrotadas, las primeras filas desaparecieron en la
tormenta de barro y quedaron aplastadas por el impulso de la
estampida que las seguía de cerca.
Con el avance impedido por los muertos y moribundos, lo
único que pudieron hacer los supervivientes fue gritar al ver que
Vulkan se agachaba para abalanzarse sobre ellos.
Los eldars y sus saurios no duraron mucho. Para cuando
Vulkan hubo acabado con el trabajo sucio, la Guardia de la Pira ya
había derrotado al último de los maestros de espadas. Ganne tenía
un corte profundo en sus placas de batalla e Igataron había
perdido su casco durante la pelea, pero, a excepción de ambos
hechos, los pretorianos permanecían intactos.
—Estamos perdiendo terreno —comentó Vulkan, al notar
cómo Ferrus había acabado con el último de los carnodontes
gigantes.
Numeon señaló con la punta ensangrentada de su alabarda.
—Lo único que queda en nuestro camino son restos
desperdigados, primarca.
El palafrenero tenía razón. Los eldars estaban prácticamente
acabados. Por mucho que hubieran luchado con uñas y dientes
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contra el Imperio, su resistencia había llegado a su fin con la
muerte de los carnodontes. Solo les quedaba un logro que cumplir
antes de hacerse con la victoria. El arco monolítico permanecía
intacto detrás del escudo psíquico, con el aquelarre de brujas
rodeándolo con sus cánticos ininterrumpidos desde que
comenzara la batalla. Vulkan miró a través del velo de energía
psíquica para examinar sus filas y no vio rastro de la vidente. Aun
así, la sensación de que alguien lo observaba desde arriba
persistía.
—Está aquí, en alguna parte —musitó, apartando la mirada de
las copas de los árboles para echar un vistazo al campo de batalla
—. Los alienígenas tienen un último as bajo la manga antes de que
todo esto haya acabado.
Para entonces, el resto de los Salamandras ya se había
acercado a ellos. Incluso las divisiones del ejército se aproximaban
a la parte exterior del arco. Ferrus Manus no iba a esperar a que
llegaran refuerzos, sino que estaba marchando contra el
aquelarre.
—Adelante —ordenó Vulkan tras volverse hacia su guardia.
A pesar de sus ansias de batalla, los últimos defensores eldars
cayeron ante la brutal determinación de Vulkan y sus pretorianos.
Varios alienígenas, mutilados y desfigurados, yacían inertes tras
ellos. El recuerdo de la muerte de Breughar ante las espadas
crueles de la bruja eldar apareció de forma inexplicable en la
mente del primarca, lo que avivó todavía más las llamas de su
violencia. Ya casi no veía a sus enemigos; sus identidades se
habían perdido en su mente y se habían resumido de forma
colectiva en el rostro de la esclavizadora.
—Primarca. —Fue Numeon quien lo trajo de vuelta una vez
más. El leal e imperturbable Numeon.
Vulkan apoyó una mano sobre la armadura del hombro del
palafrenero. —Lo siento, hijo mío. El fuego de la batalla me ha
superado por un momento.
Numeon no necesitaba ninguna explicación.
—Estamos aquí —se limitó a responder.
Varios destellos de energía luminosa parpadearon por todo el
escudo según los Manos de Hierro intentaban quebrarlo. Las
ráfagas de bólter impactaban con impotencia ante la superficie
irrompible y las descargas de lanzallamas y del fuego pesado
surtieron un efecto similar.
Ferrus Manus blandió a Rompeforjas y el martillo rebotó sin
causar ningún daño. El primarca se volvió al ver a Vulkan por el
rabillo del ojo. —¿Se te ocurre algún modo de derribar esta cosa?
Vulkan miró a través de la membrana psíquica transparente. A
pesar de que seguían entonando su cántico sin cesar, las brujas
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eldars estaban empezando a mostrar indicios de agotamiento. El
sudor hacía que sus rostros pálidos y espeluznantes relucieran al
torcer el gesto debido a la concentración extrema a la que se
estaban sometiendo. Les empezaban a fallar las fuerzas.
Alzó a Yunque del Trueno y se regocijó en la sensación del
mango y del poder que contenía.
—Pensaba darle una y otra vez hasta que se rompiera.
Ferrus esbozó una sonrisa, una expresión extraña en alguien
tan serio y taciturno como él.
—Será como estrenar un yunque nuevo.
Estaba a punto de blandir su martillo una vez más cuando un
alarido ensordecedor resonó desde lo alto e hizo que las copas de
los árboles de varios kilómetros a la redonda se sacudieran. La
tierra tembló después de que el alarido se convirtiera en un
rugido gutural y bestial. En aquel momento, la luz se desvaneció
como si una nube hubiera ocultado el sol. En el umbral del arco,
una luz moteada cayó sobre el escudo y lo tiñó de un brillo
reluciente antes de desaparecer en un instante, eclipsada por algo
enorme y terrible.
Un hedor desagradable invadió el ambiente y lo volvió pesado
y cargado. Vulkan volvió la vista hacia el cielo oscurecido y arrugó
la nariz. El hedor emanaba de un monstruo. La enorme sombra
que descendía sobre ellos tenía la forma de un pterosaurio, solo
que mucho más grande. A pesar de que casi no movía sus alas
membranosas, la corriente que generó hizo que los phaerios
cayeran de rodillas. Algunos permanecieron en aquella posición,
mientras que otros se encogieron aún más, en una posición fetal
provocada por el terror. Los legionarios se quedaron de pie junto a
los primarcas y examinaron a la bestia con frialdad a través de sus
lentes. Un balido de voces reptilianas perforó el aire, provocado
por una bandada de pterosaurios más pequeños que apareció
detrás de las enormes alas del pteradón.
Ferrus Manus alzó su martillo hacia los nuevos enemigos.
—¡Lluvia de siega!
Los Morlocks desataron una ráfaga de disparos de bólter y los
pterosaurios, dando vueltas entre gritos, quedaron destrozados.
Varios disparos perdidos explotaron contra el pellejo espinoso del
pteradón gigante, lo que solo consiguió encender aún más la ira de
la bestia. Era un animal nudoso y viejo, como un monstruo mítico
que se hubiera convertido en realidad. Tenía numerosas cicatrices
por el curtido torso y un enorme cuerno, oscuro por la edad y las
manchas de sangre, sobresalía de su hocico huesudo. Sus garras,
tan altas como los propios primarcas, se curvaban desde sus
pezuñas rugosas. Unas escamas de color ocre oscuro, más gruesas
que cualquier placa de batalla jamás fabricada, adornaban su
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espalda y sus extremidades, y su cola prensil acababa en una
punta parecida al extremo de un hacha. Por muy impresionante
que resultara aquel monstruo, la atención de Vulkan estaba
centrada en su jinete.
—Así que allí estás…
La vidente había dominado a la criatura a su voluntad y la
estaba montando. De forma sorprendente, no necesitaba usar las
manos para agarrarse al monstruo, por lo que empuñaba un
bastón espeluznante en una mano y una reluciente espada rúnica
en la otra. Estaba vestida para la guerra, y su intención resultaba
obvia por el modo en el que observaba a ambos primarcas.
Vulkan se retiró el casco de dragón, pues quería mirar al
monstruo a los ojos, y su expresión se tornó un gruñido desafiante.
—Tenemos que matar a esta cosa juntos.
Un rugido ancestral ahogó la respuesta de la Gorgona y bañó a
sus enemigos con una saliva caliente que apestaba a reptil.
Algunos hombres se acobardaron, otros se mancharon los
pantalones y huyeron. Los legionarios abrieron fuego. Las ráfagas
cobrizas de los bólters estallaron como brotes de fuego alrededor
del costillar de la bestia, que se levantó sobre sus ancas mientras
abría las alas como si fuera un ángel saurio, antes de golpear
ambas membranas entre sí para provocar una colisión
ensordecedora. La explosión seca que resonó a partir del punto de
impacto hizo que un zumbido profundo recorriera el ambiente y
que una tempestad se desatara sobre las fuerzas imperiales. Tanto
los phaerios como los oficiales gritaron al salir despedidos, y sus
entrañas se hicieron añicos por la enorme onda expansiva. Dieron
vueltas por el aire como si no fueran nada más que muñecos, con
las extremidades danzando rotas en medio del huracán. Los
árboles se doblaron, se partieron y fueron arrancados del suelo.
Varios troncos y fragmentos de follaje desperdigado empalaron a
algunos tanques y aplastaron a grupos de guerreros enteros bajo
un salvaje maraña de escombros. A pesar de que los legionarios
resistieron con determinación, incluso ellos salieron volando
cuando la espesa y sucia nube de polvo los alcanzó.
Ferrus apretó los dientes, de pie junto a Vulkan. Su ira estaba
escrita en su rostro.
—No tengo ningún problema con eso, hermano.
Había una arena delante de ellos, hecha de tocones
destrozados y flora aplastada de la selva.
Una pátina áspera bañaba sus armaduras y rodeaba a la bestia
como si fuera una baja niebla terrenal. La bestia, mucho más
grande que ambos primarcas, los miró con furia en una expresión
de odio y malicia.
—Inténtalo de nuevo, monstruo —gruñó Vulkan, en un rugido
bajo similar al de un depredador.
Oyó un porrazo producido por el aire al moverse y pudo
detectar un borroso movimiento repentino a tiempo para empujar
a Ferrus Manus y apartarlo. Una masa nudosa y llena de escamas
golpeó el aire encima de Ferrus cuando la cola de hacha del
pteradón casi acertó en el cuello expuesto de la Gorgona.
Vulkan se recuperó con rapidez para volver a ponerse de pie y
moverse.
—No pierdas la cabeza, hermano.
Ferrus torció el gesto.
—Preocúpate por la tuya. Hará falta algo más que eso para
herirme. —Él también estaba en movimiento y se dirigía al punto
ciego del pteradón para atacar su flanco.
Si bien el enorme tamaño y la fuerza monstruosa de la bestia
representaban unas ventajas formidables, como sus enemigos se
habían separado no podía luchar contra ambos al mismo tiempo,
por lo que emitió un alarido reverberante y se fue a por Vulkan.
Cazar monstruos era prácticamente un acto reflejo para el
primarca de los Salamandras. Nocturne era la guarida de muchos
horrores llenos de escamas y quitinas y, durante su infancia,
Vulkan los había vencido a todos. El propio dragón que llevaba
como manto era enorme, pero aquella bestia… Aquella bestia era
de unas proporciones mastodónticas.
A pesar de que perdió de vista a Ferrus tras el enorme
volumen del pteradón, Vulkan se quedó cerca de la bestia para
negarle la ventaja de un mayor alcance. El hedor salobre del reptil
resultaba apabullante desde cerca; un hombre mortal se habría
ahogado ante él. No obstante, Vulkan había recorrido las estepas
del monte Fuego Letal y había soportado sus vapores sulfurosos.
Aquello no era nada para él.
Una cadena caliente de chispas se desprendió de la armadura
del primarca cuando el monstruo lo atrapó con una de sus garras
antes de que Vulkan se volviera para blandir a Yunque del Trueno
contra su flanco, lo que provocó que sus escamas se hundieran y se
partieran. Las grietas en la armadura natural del monstruo se
llenaron de sangre y el golpe arrancó un alarido de dolor de su
garganta. Un aroma cobrizo sobrecogedor mancilló todavía más el
aire, y el primarca supo que le había hecho daño a la bestia.
«Sigue moviéndote.» Aquellas palabras se tornaron un mantra
en la mente de Vulkan según seguía avanzando alrededor del
flanco del pteradón. «Si te detienes, moriremos.»
Ningún hombre podría siquiera imaginar enfrentarse a
semejante monstruo, mucho menos derrotarlo. Sin embargo, los
primarcas eran algo más que hombres, más que marines. Eran
como dioses, aunque incluso los dioses podían caer.
Como si hubiera escuchado sus pensamientos, el monstruo
volvió a atacar. Se abalanzó sobre Vulkan y el primarca logró evitar
sus dientes afilados por los pelos. Vulkan trató de contraatacar,
pero la bestia volvió a dar un mordisco en su dirección y se vio
obligado a agachar el hombro para esquivarla. El monstruo usó su
peso para golpearle y el primarca se tambaleó antes de retroceder.
Unos dientes largos como espadas y babeantes de saliva se
cernieron sobre el primarca.
Blandió a Yunque del Trueno en un arco estrecho para soltar su
muñeca y prepararse para aplastar el cuello del monstruo, pero
unas raíces surgieron de la tierra para atraparlo.
Vulkan soltó un gruñido.
La bruja estaba tratando de igualar las tornas con su brujería.
Pese a que liberó el brazo, otras ataduras serpenteantes se
enroscaron a su alrededor y lo mantuvieron quieto. Vulkan rugió,
y la bestia rugió con él, al notar que su festín estaba cerca. El
pteradón abrió sus enormes fauces de par en par, listo para
arrancarle la cabeza de cuajo a Vulkan pero, en aquel momento,
retrocedió por una agonía repentina. Giró su cuello de cuero para
mirar por encima del hombro y soltó un alarido hacia su segundo
atacante.
—Como decía, preocúpate por ti mismo, hermano…
Ferrus Manus apareció detrás del monstruo, entre los huecos
de sus enormes extremidades. Había conseguido romper un hueso
que enmarcaba la membrana de un ala de la bestia y se había
apartado de un salto al ver que el monstruo intentaba golpearlo
con la cola. Vulkan se deshizo de sus ataduras arbóreas y
arremetió con Yunque del Trueno hacia el estómago desprotegido de
la bestia. Sus músculos se rompieron y sus huesos crujieron, lo
que provocó otro alarido de agonía bestial. Un movimiento del ala
afilada impidió que ejecutara su siguiente ataque al verse obligado
a echarse atrás, mientras el monstruo mantenía a raya a Ferrus
Manus con ataques punzantes con su cola.
Vulkan se acercó de nuevo a la bestia y le arrancó un trozo de
escamas de la espalda. Como en la ocasión anterior, el golpe de dos
manos dejó un hueco ensangrentado entre los nudos y las
cicatrices de su cuerpo, y entonces supo que la formidable fuerza
de la bestia se estaba agotando. —¡Estamos cerca! —gritó Vulkan.
Ferrus cargó para destrozar la pata que el monstruo tenía
sobre el suelo. La bestia soltó otro alarido y se tambaleó por el
dolor. Una línea de sangre salpicó el plastrón de Vulkan según este
hundía un trozo del hocico del pteradón, que se echó atrás antes
de que Ferrus cortara una de sus alas, lo que dejó el tejido
q q j j
membranoso con un gran corte. Entre ambos, estaban
destrozando a la bestia. Un grito de pánico se escapó de la
garganta del monstruo, que borboteó con la sangre de su cavidad
nasal y su boca. El pteradón se percató de repente de quién era el
depredador y quién era la presa.
Si bien la bestia intentó huir, los primarcas eran implacables y
siguieron golpeando sus alas de forma constante y blandiendo sus
martillos contra el cuerpo del monstruo como si estuvieran
tratando de ablandar un trozo de carne. Un destello desde lo alto
presagió una descarga de electricidad que alcanzó a Ferrus en el
pecho y lo hizo retroceder, lo que permitió que el monstruo se
levantara. A pesar de estar herido, estaba consiguiendo alzar el
vuelo con sus fuertes movimientos de alas. Otra descarga psíquica
se dirigió hacia Vulkan, solo que este la esquivó y se dirigió al
flanco del pteradón.
—No tienes escapatoria —musitó, aferrándose a los bordes de
las escamas del monstruo para usarlos como puntos de agarre
según el suelo se alejaba de sus pies y alzaba el vuelo con el
monstruo.
—¡Vulkan!
El grito de Ferrus quedó devorado por el viento que arremetía
contra los oídos de Vulkan. Lo golpeaba por todas partes, entre
silbidos y alaridos, con la velocidad del ascenso del monstruo.
Maltrecho por las inclemencias de los elementos, Vulkan apretó la
mandíbula y continuó aferrándose a la bestia. En medio de la
tempestad que lo rodeaba, oyó el repiqueteo del metal sobre el
metal. El yunque lo llamaba.
Aplastado contra el flanco áspero de la bestia y con el mundo a
su alrededor convirtiéndose en una niebla llena de alaridos, el
primarca supo que tenía que levantarse. Liberó una mano y se
percató de que los dedos de su guantelete estaban manchados de
sangre de donde se había estado agarrando. Se aferró a otra
escama de armadura y escaló. El ascenso fue lento, pues cada
momento contenía la amenaza de que perdiera el agarre y cayera
hacia la perdición arbórea bajo sus pies. Las ramas rotas caían
sobre él como lluvia cuando cruzaban las copas de los árboles, lo
arañaban en el rostro y, por unos instantes, estuvo ciego por el
follaje que no dejaba de golpearle. Pero, aun así, Vulkan siguió
aferrándose.
Los golpes contra el yunque repiqueteaban en sus oídos.
Tras haber cruzado el techo de la selva, fue capaz de escalar
un poco más sobre el cuerpo del pteradón y alcanzar la
protuberancia huesuda de su pata delantera. Combatió contra la
desorientación que sintió cuando todos los indicadores visuales y
auditivos desaparecieron en su ascenso de locura. Las batidas de
p
las alas pesadas del monstruo resonaban de forma ensordecedora
en sus oídos y la dirección perdió todo su significado. Lo único que
existía para él en aquel momento era la necesidad de seguir
aferrándose a la bestia y la voluntad de continuar escalando. La
bestia voló aún más alto.
Pese a que el sol aún ardía en el cielo, este quedaba oculto
entre las nubes según el monstruo continuaba su ascenso hacia lo
más alto de los cielos. La bestia no podía sacudirse a Vulkan de
encima. De hecho, casi no tenía fuerzas suficientes para seguir
ascendiendo, por lo que lo único que Vulkan tenía que hacer era
soportar el viento que tiraba de su cuerpo y de sus dedos.
Clavó los dedos con más fuerza y escaló con lentitud los
metros que lo separaban de su presa. Volvió a recordar el foso de
lava de tantos años atrás.
«Aquella era otra vida.»
Estiró la mano para alcanzar el músculo que unía las alas del
monstruo y encontró a su enemigo.
—¡Bruja! —la llamó en voz alta para que pudiera oírlo.
La bruja lo miró por encima del hombro. Sus ojos brillaban
con un fuego psíquico y una descarga pasó por delante del rostro
de Vulkan. —Tendrás que esforzarte un poco más —gritó él.
La bruja apuntó con su bastón hacia el primarca y desató una
tormenta eléctrica que chamuscó su armadura y dejó una cicatriz
ardiente en su mejilla. Vulkan torció el gesto, aunque siguió
avanzando, impertérrito. Cada nuevo y doloroso punto de agarre
que alcanzaba lo acercaba más a su objetivo. Bajo su cuerpo, podía
sentir cómo la bestia se iba cansando, cómo su respiración era
cada vez más trabajosa y cómo sus músculos temblaban, al límite
de su aguante.
Incapaz de seguir su ascenso, el pteradón frenó y se quedó a
nivel, lo que permitió que la vidente eldar dejara su montura y se
pusiera de pie sobre la enorme espalda musculosa del monstruo.
La bruja encaró al primarca al tiempo que otorgaba poder a la
hoja de su espada.
Vulkan se puso de pie y empuñó su martillo de un modo
meticulosamente lento para permitir que la importancia de luchar
contra uno de los hijos del Emperador calase en la vidente.
—Ríndete ahora y haré que acabe rápido —prometió Vulkan.
En su lugar, la bruja corrió hacia él.
Y Vulkan cargó.
Pese a que el primarca tuvo que avanzar con pasos inestables
sobre la espalda del monstruo, logró alcanzar a la vidente sin
tropezarse. La espada rúnica emitió un siseo similar al de una
víbora y golpeó el grueso mango de Yunque del Trueno. La bruja
volvió a blandir su arma y alcanzó una de las placas pectorales de
É
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la armadura de Vulkan. Él blandió su martillo hacia la bruja, pero
ella esquivó el golpe de gracia con una agilidad imposible y
aterrizó con suavidad sobre la espalda del pteradón. La vidente se
abalanzó sobre Vulkan, apuntando a su corazón. El embiste
penetró la guardia del primarca, pero quedó desviado por su
armadura. Un crujido indicó que la espada de la eldar se había
roto y ella ahogó un grito y retrocedió de forma instintiva al
recibir la energía psíquica que se desprendió de su propia espada,
tras lo cual se agarró el brazo ennegrecido.
Vulkan rodeó la garganta de la bruja eldar con su guantelete y
la estrelló contra el suelo.
—Este mundo pertenece al Imperio.
La vidente había perdido su bastón, que había caído del
monstruo, y su espada ya no era más que una empuñadura
humeante que también había descartado. Lo único que quedaba
de ella era su desafío.
La bruja escupió sobre la armadura de Vulkan, y su esputo
salió mezclado con sangre.
—¡Bárbaro! —El idioma imperial sonaba bruto en su lengua
lírica—. No sabes lo que habéis hecho… —Sus pálidos labios se
mancharon de carmesí y la fuerza de sus ojos comenzó a
desvanecerse—. Si lo destruís, condenarás a este mundo más de lo
que ya lo habéis hecho.
Vulkan soltó su agarre, y la bruja lo recompensó con una
triquiñuela. Una descarga de fuego psíquico destelleó entre ambos
y Vulkan se vio obligado a retroceder y dejar ir a la vidente. Una
segunda descarga lo hizo caer y luchar por aferrarse al monstruo.
En un acto de pánico, la vidente volvió a colocarse sobre su
montura y condujo al pteradón hacia una caída suicida. Tras una
sacudida vertiginosa, Vulkan empezó a caer rodando por el
costado del pteradón, por lo que buscó desesperadamente algo a
lo que sujetarse.
La vidente estaba entonando un cántico y desató unas espinas
del bosque que tenían bajo ellos. Vulkan entrecerró los ojos y
clavó los dedos entre las escamas de armadura del monstruo.
Tumbado sobre el gélido pellejo del pteradón, soportó los golpes a
los que la repentina tormenta lo estaba sometiendo.
El descenso fue rápido y la presión que provocaba contra el
cuerpo del primarca fue como un puño envuelto en armadura que
se apretaba sobre él con lentitud. La bestia caía como una roca y
su final estaba cerca. Penetró las copas de los árboles como si
estuviera atravesando la atmósfera de un nuevo mundo, solo que
no se produjo ninguna llama, ningún aura de calor de reentrada;
lo único que les daba la bienvenida era el viento y la tierra que se
cernía sobre ellos. Mientras el monstruo seguía cayendo en picado,
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Vulkan perdió su agarre. La inercia estaba moviendo las escamas a
las que se aferraba y amenazaba con arrancar de cuajo los
tendones que las sujetaban a la bestia.
La tierra estaba cada vez más cerca, una extensión plana y
dura que solo necesitaba la gravedad para destrozar la carne y los
huesos. Parecía que la intención de la vidente era matarlos a
ambos. Vulkan seguía aferrándose, con la esperanza de que su
aguante sobrehumano lo ayudara a salir con vida. A treinta metros
del impacto, el instinto de supervivencia del pteradón tomó las
riendas y, tras un grito quejumbroso, intentó evitar el choque,
aunque ya era demasiado tarde. El monstruo giró su enorme
cuerpo en vano y se estampó contra el suelo.
Una enorme cortina de tierra salió despedida por el impacto y
los sumió en la oscuridad. Vulkan voló por los aires, pues el
impacto lo derribó de lomos de la bestia, pero logró ponerse en
pie rápidamente. No se encontraba lejos de donde el pteradón
había caído. La bestia se había llevado la peor parte del impacto y
se habían producido varias grietas en su pellejo roto. Sus alas eran
tiras andrajosas. La membrana de carne era más dura que la
armadura antibalas, pero sus huesos rotos la habían atravesado
como si espadas. Un fluido denso caía de su hocico torcido y tenía
el cuello girado en un ángulo antinatural. Vulkan se apresuró a
dirigirse a la bestia, pues sabía que la vidente también podría
haber sobrevivido a la caída.
La bruja se estaba levantando con dificultad de entre los
restos de la caída, medio oculta por una nube de polvo que aún no
se había asentado. La sangre manchaba su túnica y estaba claro
que tenía una pierna rota. Clavó la mirada en el primarca cuando
se acercaba a ella y emitió un gruñido a través de sus dientes
llenos de sangre. Alzó una mano para invocar una nube eléctrica
en un último intento por acabar con la vida de Vulkan. El primarca
blandió su martillo antes de que la naciente tormenta psíquica
pudiera manifestarse y le arrancó la cabeza de los hombros.
La sangre aún salía a borbotones de la cavidad del cuello de la
bruja antes de que su cuerpo se percatara de lo que había pasado y
la vidente decapitada dobló las rodillas antes de caer de bruces.
En unos instantes, quedó rodeada por un charco sangriento de
sus propios fluidos vitales.
Ferrus Manus observó la cabeza de la alienígena en silencio
cuando esta rodó hacia sus pies.
—Se ha acabado, hermano —le dijo Vulkan.
La Gorgona alzó la mirada, pensativo.
—Victoria.
Las divisiones de las legiones y del ejército patrullaron el campo
de batalla en busca de más enemigos. Los eldars heridos quedaron
silenciados rápidamente, mientras que las bajas imperiales se
recuperaron o se les otorgó piedad si sus heridas eran demasiado
graves. Era un trabajo sucio, el trabajo de la guerra, pero también
necesario. Varios grupos de nativos aún deambulaban por la zona
de la matanza, perdidos y, al parecer, aterrorizados. En un
principio, respondieron con hostilidad ante los esfuerzos por
agruparlos, proporcionarles atención médica y procesarlos
aunque, de forma gradual, los miembros de las tribus se acabaron
sometiendo al proceso de manera pacífica.
La muerte de la vidente parecía haber acabado con la
resistencia. Los eldars se habían quebrado y no regresarían jamás.
Los Salamandras ya habían despachado a las escuadras de
ejecución por toda la selva para acabar con los últimos
alienígenas. Ferrus Manus había hecho lo mismo antes de
abandonar el desierto, y no cabía duda de que Mortarion habría
acabado con todos los hostiles de las planicies de hielo.
Los maestros de disciplina del ejército habían ordenado a los
phaerios que prendieran fuego al cadáver putrefacto del pteradón,
pues semejante masa de carne y hueso necesitaría mucho tiempo
para arder. Vulkan frunció el ceño al ver cómo los guerreros más
valientes y entusiastas hacían gestos burlones al posar sobre el
cadáver de la bestia. Era algo indigno. Irrespetuoso.
—¿Cómo ha sido? —preguntó Ferrus Manus. El primarca de
los Manos de Hierro estaba a su lado, observando las
consecuencias de la batalla.
Vulkan se volvió para mirarlo.
—¿Cómo ha sido qué?
—Subir a lomos de la bestia. No esperaba que alguien de la
Decimoctava actuara de forma tan impulsiva. —Soltó una
carcajada para demostrar que no había pretendido causar
ninguna ofensa.
Vulkan esbozó una sonrisa, pues aún sentía demasiado dolor
como para reír de verdad.
—Recuérdame que no vuelva a hacer algo así nunca más.
El primarca torció el gesto cuando la Gorgona le dio una fuerte
palmada en la espalda.
—Fanfarrón.
La victoria había mejorado el ánimo de Ferrus. En sus ojos se
podía ver que su fuerza y su coraje habían renacido, pues su legión
había ayudado a domar Uno-Cinco-Cuatro Cuatro. Había sido un
buen día.
Estaban de pie frente al arco. El escudo psíquico ya había
desaparecido. Tras su destrucción, el aquelarre de brujas eldar
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había ardido con violencia como velas con demasiado oxígeno. En
aquel momento no eran nada más que cadáveres chamuscados
que yacían alrededor de los menhires del arco.
Ferrus dio una patada a las cenizas con su bota.
—Este es el destino de todos nuestros enemigos.
—Han resistido bastante —repuso Vulkan. Centró su atención
en uno de ellos, un macho cuyas manos esqueléticas estaban
colocadas en forma de garras. El brujo había luchado hasta el final
—. Aún no puedo imaginarme por qué han defendido este lugar
con semejante vehemencia.
—¿Quién sabe por qué los alienígenas actúan como actúan? —
respondió Ferrus, quitándole importancia—. Una pregunta más
útil sería qué hacer con esa cosa. —Señaló al enorme arco, ya
carente de su escudo psíquico—. A menos que quieras lanzarte de
un Stormbird otra vez y destrozarlo.
El humor de la Gorgona no tuvo efecto en Vulkan, quien seguía
observando el arco con atención. Verace había supuesto que se
trataba de una puerta.
«Pero, en ese caso, ¿adónde conduce?»
—Creo que destruirlo sin más sería un error. Al menos hasta
que averigüemos su propósito.
La frivolidad de Ferrus se esfumó y se puso serio.
—Tenemos que destruirlo.
—Puede que así desatemos un mal mayor —repuso Vulkan,
serio. —¿Qué tienes en mente, hermano? —preguntó Ferrus,
entrecerrando los ojos.
—Algo… —Vulkan negó con la cabeza y, al dirigir la mirada al
pedestal bajo el arco, vio un rostro conocido—. ¿Qué está haciendo
ese ahí? Ferrus agarró a Vulkan del brazo para impedir que se
acercara al pedestal.
—Estamos colocando cargas para derribar esa cosa.
Vulkan se liberó del agarre de su hermano y le devolvió la
mirada. —Permíteme, Ferrus.
La Gorgona torció el gesto, pero lo dejó ir.
Cuando Vulkan alcanzó el pedestal, este estaba desierto.
Verace se había ido. El primarca recorrió el enorme perímetro del
arco y no vio ningún indicio del rememorador, aunque sí se
percató de una diferencia en el patrón rúnico que rodeaba el
pedestal.
Alzó su martillo para llamar a su Guardia de la Pira.
—¿Ves eso? —le preguntó a su palafrenero.
Numeon empuñó su alabarda.
—Sí, primarca. Una abertura.
Era poco más que una grieta, una interrupción en la formación
rúnica alrededor del pedestal, pero sin duda se trataba de una
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puerta.
El palafrenero dedicó un asentimiento hacia Ganne e Igataron.
—Abridla.
Los dos pretorianos envainaron sus espadas y presionaron los
hombros contra el muro del pedestal. Leodrakk y Skatar’var
ocuparon sus puestos a ambos lados de los dos pretorianos con
sus armas listas para la batalla. Si algo surgía de aquel lugar y
escogía atacarlos, moriría con rapidez. La puerta era una losa
cubierta de runas lo suficientemente alta como para acomodar a
los legionarios y estaba hecha de la misma piedra que el arco. Se
desplazó hacia detrás con un roce contra la piedra y reveló una
estrecha escalera que conducía a una cámara hundida bajo el arco.
—Bajad las armas —dijo Vulkan.
Los pretorianos obedecieron. Numeon y Varrun fueron los
últimos en retroceder y observaron las sombras dentro del
pedestal con cautela.
—¿Qué más horrores nos esperan? —preguntó el palafrenero.
En aquel momento, Vulkan recordó la pequeña cámara bajo la
forja, la que estaba situada bajo el yunque que N’bel había sellado
bajo su petición.
—Solo hay un modo de averiguarlo —respondió el primarca
—. Yo iré primero.
Luego atravesó la puerta y quedó sumergido en la oscuridad.
—Tengo tantas preguntas…
—Y tendrás tus respuestas, pero algunas tendrán que esperar, y
muchas tendrás que descubrirlas por ti mismo.
Estaban sentados juntos, observando el desierto de Pyre según el sol
se ponía sobre sus arenas hostiles. Era una tierra vacía y dura, pero
también era su hogar. O eso era lo que Vulkan había creído. Lo que había
averiguado durante las últimas horas lo había cambiado todo o, al
menos, había cambiado lo que pensaba de ello.
Se volvió para mirar el rostro del Forastero, que era viejo y joven al
mismo tiempo, sabio pero inocente. Había una benevolencia en su tono de
voz que sugería comprensión, aunque también un peso que parecía estar
causado por la pena o la carga de un conocimiento demasiado grande. El
fuego brillaba en sus ojos, solo que no como en los de Vulkan, pues aquel
era un horno más profundo, unas llamas de voluntad que llevarían a cabo
una gran labor. Vulkan no sabía cuánto de todo aquello lo había
percibido por sí mismo y cuánto le había transmitido el propio Forastero.
Solo sabía que estaba atado por las estrellas a una vida más allá de
Nocturne. El viento caliente que soplaba por la planicie del desierto le
calentaba el rostro y la brisa le llevaba el aroma de la ceniza, y Vulkan
supo que iba a echar mucho de menos a su planeta. Le apenaba pensar en
tener que abandonarlo.
—¿Y tengo hermanos? —preguntó.
El Forastero asintió.
—Muchos. Algunos de ellos ya te están esperando y están tan
ansiosos por tu retorno como yo.
Aquello complacía a Vulkan. A pesar de la aceptación incondicional
de los habitantes de Nocturne, siempre se había sentido solo. Saber que
había otras personas en la galaxia con su misma sangre y que pronto
podría reunirse con ellos le resultaba reconfortante.
—¿Y qué pasará con mi padre? Con N’bel, quiero decir.
—No debes temer por él. Tanto N’bel como el resto de tu pueblo
estarán a salvo.
—¿Cómo, si no estaré aquí para protegerlos?
El Forastero esbozó una sonrisa, y su calidez consiguió calmar los
nervios de Vulkan.
—Tienes un gran destino por delante, Vulkan. Eres mi hijo y pronto
te unirás a mí y a tus hermanos en una cruzada que unificará la galaxia y
hará que sea segura para toda la humanidad. —Su expresión se volvió
melancólica de repente y Vulkan sintió que su corazón también dolía al
verlo—. Pero debes abandonar Nocturne, y, por ello, lo lamento mucho.
Te necesito, Vulkan. Más de lo que sabes, quizá más de lo que jamás
llegarás a saber. De todos mis hijos, tú eres el más compasivo. Tu nobleza
de espíritu y tu humildad harán que tus hermanos mantengan los pies en
la tierra. Tú eres la propia tierra, Vulkan, su fuego y su solidez.
—No sé qué es lo que me pides que haga, padre. —Le resultaba
extraño llamar así al Forastero, un hombre o, mejor dicho, un ser al que
casi no conocía y con el que sentía una innegable conexión.
—Lo sabrás. Por mucho que me duela, tendré que dejaros a todos
cuando más me necesitéis, aunque intentaré velar por vosotros siempre
que pueda. —Desearía poder saber qué significa todo esto y en qué debo
convertirme. —Vulkan alzó la mirada al cielo y observó cómo el sol
ardiente quemaba sin piedad todo Nocturne bajo sus rayos.
—Lo sabrás, Vulkan. Te prometo que, cuando llegue el momento, lo
sabrás. Una luz dorada irradiada bajo de su piel cubrió al Forastero
cuando este se quitó su disfraz y reveló la verdad…
Escondida bajo el pedestal se encontraba una enorme y
retumbante catacumba. Algo atrajo a Vulkan hacia abajo mientras
descendía los peldaños de la escalera, medio mareado. Lo que
encontró al llegar al fondo hizo que su ardiente sangre de
Nocturne se helara.
—¿Qué es este lugar? —siseó Numeon.
Unos extraños sellos de origen alienígena adornaban los
muros, y varios santuarios estaban hundidos en nichos dedicados
a deidades aberrantes. Una procesión de estatuas burdas, de
género andrógino y largas extremidades, decoraban los bordes de
un pasaje subterráneo que se adentraba en el complejo. Al final de
este, las sombras se movían por el reflejo de la luz de la pira ritual.
—Un templo. —La voz de Vulkan era profunda y estaba
cargada de ira. Empuñó un gladio.
El susurro de los roces de metal siguió al de la espada de
Vulkan cuando los miembros de la Guardia de la Pira
desenfundaron sus respectivas espadas cortas. Ninguno de ellos
mancillaría sus armas elegidas en los sucios y esculpidos
sacerdotes.
—Pisad detrás de mí y con cuidado —les pidió Vulkan antes de
empezar a avanzar hacia la luz parpadeante.
Las náuseas que el primarca había sentido desde que el niño
de la selva se le había enfrentado se acrecentaron. Unas garras
insidiosas se habían hundido en él y minaban su determinación.
Recordó lo que había pensado antes, cuando había considerado lo
que debía haber ocurrido en Ibsen antes de que el Imperio
acudiera a iluminarlo.
«¿Cuánto se habrán alejado los nativos de la luz del
Emperador?»
Vulkan alcanzó el extremo de otra cámara más o menos
circular, toscamente tallada en la tierra y llena de arcilla. En aquel
lugar, los sellos estaban grabados en los muros como en los demás
y había unos tótems colocados en puntos cardinales específicos de
la sala. En el centro había un anillo de fuego. Un grupo de figuras
envueltas en túnicas danzaba a su alrededor al tiempo que
entonaba un cántico. Se trataba del mismo tipo de mantra lírico
que había entonado la vidente. Dentro del círculo ritual, medio
escondida por las llamas encendidas, había una figura atada a la
columna de madera que soportaba el tejado de la cámara. Aquella
superficie también estaba repleta de símbolos rúnicos
alienígenas.
Cuando Vulkan se adentró en la luz, uno de los sacerdotes se
volvió. Portaba una máscara de alguna despreciable deidad eldar y
tenía una runa tallada en la carne de su pecho desnudo. Al ver al
primarca, un gigante sombrío con los brillantes ojos de un
demonio, el sacerdote soltó un grito y el cántico cesó al instante.
Los gritos siguieron a aquel silencio, acompañado del susurro de
las hojas afiladas. Iba a ser como tratar de luchar contra un oso de
Terra con un alfiler. Al percatarse de que su única vía de escape
estaba bloqueada, los devotos huyeron a la parte trasera de la
caverna y se escondieron. Algunos de ellos espetaron maldiciones,
aunque mantuvieron sus dagas bajas para no provocar a sus
invasores. Numeon caminó hacia delante y un gruñido escapó de
sus labios. —¡Espera! —lo detuvo Vulkan. Si bien los pretorianos
parecían listos para matar a los humanos sin más, se quedaron
quietos y se limitaron a observarlos.
—No querían que los salváramos —continuó el primarca, en
parte para sí mismo—. Porque ya estaban salvados, solo que no
por nosotros…
—Primarca, no son mejores que los eldars —espetó Numeon,
aún con ansias de matar.
—He estado tan ciego.
Vulkan enfundó su gladio, pues no había ningún peligro real
en aquel lugar, y se acercó al círculo de fuego. Lo que vio atado
junto a la columna del centro le hizo tambalearse.
Se produjo un traqueteo de armadura cuando la Guardia de la
Pira se acercó a su señor, pero Vulkan los detuvo alzando una
mano.
—Estoy bien. —Su voz era prácticamente un susurro. Estaba
observando a la figura con atención y la caverna parecía haberse
encogido a su alrededor y presionaba al primarca con todo el peso
del destino.
Lo que primero reconoció fueron los ojos, pues el cuerpo se
había encogido por la desecación y las vicisitudes del tiempo.
«Recordaría aquellos ojos, delgados como el filo de una daga y
llenos de un hastío enfermizo.»
Un dolor apabullante se encendió en el pecho de Vulkan
cuando los antiguos recuerdos llegaron a él como heridas que
nunca habían sanado. —Breughar…
Pensar en el forjador de metal fallecido anegó los ojos del
primarca de lágrimas de fuego al darse cuenta de a quién estaba
mirando. A pesar de que ella también lo había reconocido, su
rostro cadavérico era incapaz de mostrar ninguna expresión.
—La bruja esclavizadora.
En aquel momento, la batalla frente a las puertas de Hesiod no
le pareció tan lejana.
Los espectros del ocaso habían estado en aquel lugar, en
Ibsen, igual que habían atormentado Nocturne todos aquellos
siglos atrás. La verdad horripilante de aquel hecho le golpeó con
fuerza y sin piedad. Los humanos veneraban a los eldars porque
ellos eran sus salvadores. Habían acudido a salvarlos de los
esclavizadores, de sus propios parientes oscuros. Y en aquel lugar
habían torturado a uno de ellos por algún nefario propósito, tal
vez para protegerse de futuras incursiones, o quizá para eliminar
el terror que contenía el mito. Fuera como fuese, la ira de Vulkan
resurgió como un volcán al borde de la erupción.
Le dio la espalda a la bruja por última vez.
—Este mundo está perdido. —Se sentía entumecido, casi
aturdido, y su respiración era rápida y furiosa. Apretó los dientes y
y p p y p y
los puños antes de musitar su siguiente orden—: Que nadie salga
con vida de aquí. —Luego gritó lo suficientemente alto para causar
pánico en los sacerdotes—. Acabad con todos.
Con un gran peso en el corazón, Vulkan se alejó y dejó que los
sonidos de la matanza quedaran a sus espaldas.
«He abierto los ojos, padre.»
Sabía lo que tenía que hacer.
Desde las colinas situadas sobre el enorme arco rúnico, Vulkan
observó las llamas arder. Las pesadas naves de desembarco
estaban adentrándose en la atmósfera superior en la distancia y
transportaban decenas de miles de divisiones del ejército que se
dirigían a la siguiente guerra. Bajo ellas, la conflagración estaba
consumiendo toda la selva poco a poco. Todo ardía. Aquel mundo
quedaría reducido a cenizas, sus vetas minerales extraídas hasta
su extinción y utilizadas para el avance de la Gran Cruzada. Ibsen
se había convertido en un mundo muerto, se había convertido en
Nocturne.
—He autorizado el asesinato de hombres desarmados hoy —
dijo Vulkan hacia el calor que surgía de las llamas. Era algo
incandescente, hermoso y terrible.
—Mejor purificar este lugar y empezar de nuevo que dejar un
cáncer que se pueda extender —repuso Ferrus Manus. La Gorgona
se había acercado a despedirse hasta su próxima campaña. Sus
Morlocks y el resto de sus Manos de Hierro ya se encontraban a
bordo de sus naves, y solo el primarca y Gabriel Santar se habían
quedado atrás.
—Lo sé, hermano —dijo Vulkan con tono resignado.
—Si arriesgas a tus hombres, arriesgas tu propia vida. No
puedes salvarlos a todos, Vulkan.
—Los nodos que destrozamos estaban manteniendo esa cosa
inactiva. —Señaló al arco—. Es una puerta. He visto estructuras así
en otras ocasiones. Conducen a la oscuridad infinita en la que solo
existe el terror y la tortura. Yo he hecho esto, Ferrus. He
condenado este planeta a sufrir el mismo destino que sufrió el
mío. ¿Cómo puedo vivir sabiendo eso?
—Más mundos arderán antes de que acabemos nuestra
cruzada… mundos inocentes. La galaxia está en juego, hermano.
¿Qué importa un planeta comparado con toda la galaxia? —espetó
Ferrus, traicionado por su ira y su frustración ante algo que no
comprendía del todo—. Tu compasión es una debilidad que
acabará por costarte la vida.
Ferrus se alejó en silencio y se dirigió a su Stormbird, que ya
estaba listo para el despegue, lo que dejó a Vulkan contemplando
las llamas por su cuenta.
No estuvo solo durante mucho tiempo.
—Primarca, las naves se están marchando. —Era Numeon, que
había acudido en busca de su señor.
Vulkan se volvió hacia su palafrenero.
—¿Has encontrado al rememorador, como te he pedido?
Numeon se hizo a un lado y dejó ver a una figura de aspecto
erudito vestida con una túnica.
—Así es, mi señor.
Vulkan frunció el ceño.
—Este no es Verace.
—¿Primarca?
—Este no es Verace —repitió Vulkan.
El rememorador hizo una reverencia, nervioso.
—Me llamo Glaivarzel, mi señor. Te ofreciste a relatarme los
orígenes de tu vida para que pudiera registrarlos para la
posteridad.
Vulkan ignoró al humano y mantuvo su atención en Numeon.
—Tráeme al rememorador Verace. Hablaré con este hombre
más tarde.
Numeon se apresuró a pedirle a Glaivarzel que se retirara,
aunque regresó con una expresión confusa.
—Primarca, no sé de quién me hablas.
—¿Me intentas tomar el pelo, palafrenero? —Vulkan
empezaba a enfadarse—. Tráeme al otro… —Se quedó en silencio,
pues no vio ningún tipo de reconocimiento en los ojos de Numeon.
Entonces recordó las palabras de un extraño.
«Intentaré cuidaros a todos siempre que pueda.»
Toda la furia que sentía se desvaneció en aquel momento.
Vulkan agarró a Numeon de los hombros, como haría un padre con
su hijo.
—Lo siento. Prepara la nave, iré en un momento.
Si Numeon había entendido lo que acababa de suceder, no lo
demostró, sino que simplemente asintió y fue a cumplir con su
deber.
Vulkan se quedó a solas con sus pensamientos.
Un océano de llamas estaba bañando la selva. Sus árboles
quedarían chamuscados y morirían, sus hojas se convertirían en
polvo. Una planicie árida se alzaría sobre la tierra fértil y una raza
quedaría perdida en los recuerdos. Se imaginó a los colonos que
llegarían a aquel lugar después de ellos, las enormes naves de
desembarco imperiales cargadas de personas. Era un nuevo
mundo para los expedicionarios, un mundo del que los pioneros
harían mapas y que colonizarían. El mundo Uno-Cinco-Cuatro
Cuatro. No sería una tarea fácil para ellos.
Vulkan estaba seguro de que los espectros del ocaso
regresarían, pero los colonos se alzarían contra ellos y los
combatirían igual que habían hecho los habitantes de Nocturne.
Sería una vida dura, pero también buena y noble. N’bel le había
enseñado la importancia de aquello. Como primarca, había llegado
a Ibsen con las emociones en desequilibrio y su propósito
ofuscado. Había querido salvar a aquellas personas y, aunque no
pudo, sí había logrado redescubrir una parte de sí mismo que
creía haber perdido para siempre. La compasión era un defecto
ante los ojos de muchos. Al menos eso era lo que pensaba Ferrus
Manus, desde luego. No obstante, un Forastero le había abierto los
ojos a Vulkan y le había mostrado que era su punto fuerte.
—Llamaré Caldera a este lugar —dijo en voz alta, y se
prometió que lo protegería con la misma ferocidad con la que
había protegido Nocturne. No se convertiría en otro mundo
sometido sin más, un número sin corazón. Vulkan le había quitado
mucho a aquel lugar, pero al menos podría otorgarle eso.
Las llamas de la conflagración se alzaban. Unas espesas nubes
de humo recorrían el cielo enrojecido en la víspera de un nuevo
alba del infierno. Vulkan alzó la vista hacia los cielos y miró
directamente al sol inclemente. Al sol de Prometeo.
TIERRA CARBONIZADA
DRAMATIS PERSONAE
La XVIII Legión, Salamandras
RA’STAN Legionario
USABIUS Legionario
La X Legión, Manos de Hierro
ERASMUS RUUMAN Ferroforjado
ISHMAL SULNAR Comandante
TARKAN Legionario francotirador
La XIX Legión, Guardia del Cuervo
MORVAX HAUKSPEER Apotecario
La III Legión, Hijos del Emperador
LORIMARR Legionario
La desesperación es el momento en el que toda esperanza muere y la
inevitabilidad del final te alcanza como una estocada justo en la
garganta o el cañón ardiente de una pistola contra tu frente. Si tienes
suerte, si la piedad se inclina hacia ti, entonces tu desesperación acabará
rápido. Sin embargo, no todos tenemos tanta suerte; para algunos, ese
momento en el que nos percatamos de la desesperación ocurre con
lentitud, una negación que te erosiona como la carne cede ante la edad, el
metal o el óxido. Te vacía por dentro, te corta todo lo que eres y lo
reemplaza con oscuridad. Eso es lo que he oído.
En ningún momento de mi vida me he entregado a la desesperación.
Incluso durante las pruebas de mi mundo de fuego y cenizas, cuando el
calor hacía que mi espalda ardiera como si me hubieran alcanzado unas
pinzas de herrero o cuando los sa’hrk me pisaban los talones, ansiosos
por probar de mi carne, jamás llegué a pensar que no sobreviviría.
Siempre he tenido esperanza.
En aquel entonces, no era más que carne y sangre, un hombre cuyos
huesos no se podían volver a unir en cuestión de minutos, cuya sangre no
se coagulaba tras unos segundos, cuya piel no era tan dura como el ónice
y de su mismo color. Ahora tengo ojos de fuego que encajan con el mundo
rojo que me vio nacer, una vez como mortal y luego de nuevo durante mi
apoteosis como legionario. No recuerdo mi nombre anterior. Ahora mis
hermanos me llaman Ra’stan, y, mis guerreros, capitán. Ese rango ya casi
no tiene significado, pues no quedan guerreros en pie que puedan
llamarme por mi título, así que soy Ra’stan a secas. No soy humano, sino
un superhombre: transhumano en todos los sentidos gracias a las
ventajas que me otorgó mi padre.
Como hombre, nunca he sucumbido a la desesperación. Como
hombre, siempre he creído que sobreviviría. Tenía esperanza.
Soy un marine de la XVIII Legión, de los Salamandras, uno de los
Nacidos del Fuego y verdadero hijo de Vulkan. Y, por primera vez en la
vida, sé lo que es la desesperación.
Una explosión iluminó la lejana línea de la cresta, lo que dejó
entrever una gran llanura oscura. Un color blanco como el
magnesio tornó nuestra armadura, de un color verde oscuro, en un
monocromo gris, aunque nuestros ojos aún ardían como las llamas
de la forja. Usabius y yo nos agazapamos de manera instintiva y
nos preparamos para el temblor sísmico que seguiría a la
explosión, a pesar de que los destellos de las armas incendiarias
ya se habían convertido en algo común durante los últimos días.
¿O acaso habían transcurrido semanas, o incluso meses? El tiempo
había dejado de ser algo relevante cuando nos dimos cuenta de
que cada grano de arena de nuestros relojes estaba contado.
Aquellos con un punto de vista más retorcido dirán que
habíamos tenido suerte, que habíamos sido afortunados de que se
nos concediera algo de tiempo, pero estarían equivocados.
Vivimos en el infierno, uno de arena negra donde nada es como
debería ser y todo se ha convertido en una locura. Un guerrero,
incluso uno tan curtido como un marine, podría perder la cabeza
ante semejante bajeza. Hay muchas palabras en otras tantas
culturas para denominar un estado como aquel. He oído que
algunos hijos de Russ lo llamaban Ragnarok, mientras que otros lo
conocen como apocalipsis. Nosotros, los Salamandras, nos
referimos a ello como Tempus Infernus o la Era de Fuego, aunque
sospecho que muchos lo acabarán llamando herejía sin más.
En este momento lo conocemos como Isstvan.
Dejamos nuestra carga al bajar a tierra y nos escondimos
detrás de las rocas y los restos chamuscados de las naves de
desembarco. Aquellos leviatanes podían cargar con compañías de
batalla completas y todos sus conjuntos de vehículos de apoyo,
siervos, adeptos del Mechanicum y dreadnoughts. En ese momento
todas quedaron derribadas, y sus entrañas al aire libre, listas para
pudrirse bajo el aire lleno de humo y rodeadas de cadáveres que
no eran más que carcasas chamuscadas en todos los aspectos. El
fragmento de tierra donde nos habíamos agachado también
parecía el patio de un desguace… Land Raiders, vehículos
personales acorazados Rhino y los restos esqueléticos de varios
aerodeslizadores llenaban nuestra posición junto a las enormes
naves de desembarco, como un cementerio de hierro.
Incluso con el fuselaje negro como el carbón de una nave de
desembarco situado entre nosotros y nuestros cazadores y con la
batalla y sus explosiones aún a cierta distancia, no me sentía a
salvo. Ningún lugar era seguro y, en cualquier momento, a
nosotros también nos acabaría arrastrando la corriente de ira que
había descendido sobre la Depresión de Urgall como una nube en
la que el fratricidio a gran escala era la única constante.
—Mantenlo quieto —le dije a Usabius, pues sabía que mi
hermano no pensaba permitir que nuestra carga revelara nuestra
posición.
Incluso en los páramos, lejos de las colinas de Urgall, aún
quedaba muchísima arena negra entre nosotros y la salvación.
Miré hacia atrás y vi que Usabius le musitaba algo
tranquilizador al Guardia del Cuervo moribundo con el que
estábamos cargando. La nave de desembarco contra la que nos
escondíamos había pertenecido a su legión. Las marcas de
quemaduras de las terribles llamas que la habían destruido, negro
sobre negro, habían destrozado el dispositivo corvidae blanco
tanto en el ala como en el casco roto.
Rodeé el morro de la nave de desembarco, que estaba medio
enterrada en la arena oscura, y traté de evaluar el nivel de la
amenaza que se encontraba más allá de nuestro frágil santuario.
Divisé a un grupo de ocho guerreros ataviados con armadura
verde azulado, con unas líneas negras en los bordes de sus
armaduras de combate, que empuñaban una mezcla de mazas de
energía, espadones y espadas sierra. Estas últimas emitían un
chirrido atronador que se enmascaraba tras la oscura risa de
aquellos asesinos y de los ladridos mecánicos de sus bestias.
—Una escuadra de la muerte —le dije a Usabius, quien no
respondió—. Con mastines. Ningún cazador ciego.
Casi sentí a mi hermano relajarse al oír aquello último.
Si bien no me sentía para nada optimista, pude ver lo que
estaba ocurriendo más allá del morro de la nave de desembarco,
en un barranco sombrío con forma de elipse.
Otros tres guerreros, dos de ellos con armadura negra con una
mano blanca en el hombro izquierdo y otro con una armadura más
oscura con la coraza arrancada para mostrar un rostro blanco
como la tiza, estaban siendo rodeados por la escuadra de la
muerte.
Vi a otro grupo de cazadores, aquella vez formado por seis
miembros. Era la misma maldita legión y empuñaban sus bólters.
Uno de ellos cargaba con un lanzamisiles, la causa de la gran
explosión que nos había detenido donde estábamos.
—¿Podemos movernos? —preguntó Usabius, tras unos
segundos de duro silencio.
Negué con la cabeza y le hice un gesto para que se quedara
quieto. No había motivo para dejar que Usabius viera aquello, pues
querría luchar para intentar salvar a los guerreros de la trampa
mortal de los cazadores. Era una sentencia de muerte y no lo había
rescatado de un peligro mortal para que desperdiciara su vida sin
más. Yo también quería salvarlos, pero clavé los pies con
determinación con tal de no moverme. Y así, mientras las fauces
de la trampa se cerraban y los cazadores avanzaban, aguardé y
observé. Y me odié por ello.
Los tres guerreros de negro estaban malheridos. Aun así, dos
de ellos atacaron igualmente con sus martillos del trueno. Torcí el
gesto de forma involuntaria cuando oí las ráfagas de bólter sonar
como el tambor de un desfile, como un staccato uno-dos uno, y los
Manos de Hierro se sacudieron ante el tamborileo.
Uno de ellos cayó con el pecho destrozado y el brazo cortado
desde el hombro. Vi unas chispas, unos cables serpenteantes
arrancados de sus conexiones en un brazo biónico. La mano cayó
desde la muñeca, cortada por el impacto cinético de los proyectiles
de bólter. Sentí los músculos tensos y pesados como losas de
plomo, y me di cuenta de que era yo mismo quien los estaba
tensando. La sangre golpeaba con fuerza el interior de mi cráneo,
pues mi metabolismo mejorado estaba reconociendo las señales
eléctricas que mi cerebro transmitía y se estaba preparando para
el combate. Me calmé y le repetí a Usabius mi orden de no avanzar
después de que él también hubiera oído los disparos y se hubiera
movido una pequeña fracción.
«Quédate quieto», le pedí en silencio al ver morir al segundo
Manos de Hierro, que acabó empalado por una espada sierra y
luego golpeado hasta la muerte con una maza. El grito que soltó
fue un sonido mecanizado pseudoestático que me heló la sangre
caliente como la lava.
—Hermano… —me animó Usabius desde atrás. Pronunció la
palabra con los dientes apretados, lo que la hizo sonar como una
imprecación.
El último guerrero escapó de la red gracias a una oportunidad
de huida que le había proporcionado el sacrificio de sus
compañeros. Le vi derribar a dos de sus torturadores para abrirse
camino, al primero con una lanza en el vientre y al segundo
cortándole medio rostro con sus garras.
Hijos de Horus, gimiendo y maldiciendo mientras se ahogaban
en su propia sangre… Aquello me proporcionó más satisfacción de
la que debería, y, por un momento, me sorprendí ante mi propia
transformación. El Guardia del Cuervo emprendió su huida, y me
atreví a entregarme a la esperanza, a querer apretar el puño en un
gesto de triunfo y desafío.
Aguardé y observé hasta que los cañones de los bólters
iluminaron la oscuridad, hasta que se produjeron los susurros y
los gritos que siguieron a aquellos destellos cuando los cazadores
trataron de volver a establecer su trampa.
En aquel momento se me heló la sangre de nuevo debido a un
grito agónico aviario. Alguien estaba muriendo en algún lugar
delante de nosotros. Unos pocos minutos más tarde, vi al Guardia
p
del Cuervo alzado en una cruz de ocho puntas a través de los
destellos de las armas incendiarias y del centelleante brillo de las
piras funerarias. En la línea del horizonte vi una larga cadena de
aquellos montículos ardientes, cuerpos que hacían de
combustible; los cuerpos de mis hermanos. Eran enormes, algunos
incluso eclipsaban las propias colinas de Urgall. Uno de ellos, creí,
estaba formado tan solo por calaveras, aunque tuve que apartar la
mirada por la sensación de ira y náuseas que me invadió. En algún
lugar se encontraba su fortaleza, el lugar en el que el hijo caído del
Emperador había urdido su engaño y lo había llevado a cabo por
completo.
Mantuve la mirada apartada, tratando de dejar de escuchar el
sonido del tormento del Guardia del Cuervo y, en aquel momento,
vi algo que se arrastraba hacia mí. Unos movimientos arácnidos y
espásticos hicieron que no pudiera identificar lo que era de
inmediato. Retrocedí al percatarme de que se trataba de una
mano, la mano biónica que habían arrancado de uno de los
guerreros muertos durante su ejecución. Sin pensarlo, la aplasté
con la bota, horrorizado solo con verla, y levanté la vista.
La escuadra de la muerte se quedó en aquel lugar, sus siluetas
corpulentas y afiladas contrastando contra las piras ardientes y
sus sabuesos gruñendo desde sus correas. Estaban torturando y
disfrutando de ello. Yo conocía bien el dolor, pues lo había
infligido en mis enemigos y lo había recibido de vuelta también.
Incluso lo había provocado en enemigos capturados para
enterarme de sus planes de batalla o para asegurarme de sus
objetivos de misión cuando estos no eran obvios. Si bien me dejaba
un sabor en la boca parecido al polvo de la llanura Scorian, aquello
era diferente. Mis hechos, por muy repugnantes que me
parecieran, tenían un propósito. La crueldad a la que la escuadra
de la muerte estaba sometiendo al legionario crucificado era algo
inmoral y repugnante. Tuve que contenerme para no alcanzar mi
bólter y acabar con la vida del pobre guerrero, pues hacerlo
revelaría nuestra posición, en cuyo caso seríamos nosotros los
siguientes en encontrarnos sobre una cruz de ocho puntas.
Tendríamos que quedarnos y seguir escuchando cómo disfrutaban
con su carnicería. Podía sentir la ira de Usabius como una punzada
eléctrica en el aire detrás de mí. Alcé una mano a modo de
advertencia.
—Espera.
—Puede que este no dure mucho más —gruñó él, rebosando
ira y refiriéndose al Guardia del Cuervo herido que nos
acompañaba.
Nosotros también estábamos cazando, solo que lo que
buscábamos eran supervivientes, la propia supervivencia,
p p p p
cualquier cosa que llenara el cristal con más granos y nos diera
tiempo para contraatacar, para vengarnos, pues nunca podríamos
entender por qué. Para Usabius y para mí también había algo más,
alguien más a quien estábamos buscando. Habíamos estado cerca
de conseguirlo cuando oímos el gimoteo que provenía del interior
de la nave de desembarco y encontramos al hijo de Corax bañado
en su propia sangre. En aquel momento ya no gimoteaba más, sino
que estaba quieto y en silencio. Aquello me perturbaba más de lo
que le permití saber a Usabius, pues admitir que nuestros
esfuerzos por rescatarlo habían sido en vano también nos
obligaría a admitir otras verdades que aún no estábamos
preparados para afrontar.
No había visto morir a Ferrus Manus.
Creí haber sentido su muerte a través de la ira y la angustia de
sus hijos. Los Manos de Hierro siempre eran tan estoicos, de
emociones tan mecanizadas como la lenta colonización metálica
de sus cuerpos.
«La carne es débil», decía el mantra de su legión.
Todos nosotros éramos débiles. Débiles cuando nos
enfrentábamos a una traición sin parangón, cuando las armas a
nuestras espaldas que debían protegernos se volvían en nuestra
contra…
Me había encontrado en el flanco izquierdo. Toda una legión
dispuesta para la batalla, liderada de forma ignominiosa por
nuestro padre hacia una batalla que no queríamos, pero que no
podíamos evitar. La muerte había llegado primero, tanto para ellos
como para nosotros. Horus había amarrado a tres primarcas a su
causa, además de a su propia legión de devotos. Tal vez
deberíamos haber visto adónde lo estaba llevando su culto a la
personalidad cuando cambió el título de Señor de la Guerra por el
de caudillo belicista y se convirtió en el derecho de un hijo
resentido en lugar de un honor otorgado por un padre agradecido.
Se había cambiado el nombre, pues ya no estaba conforme con
compartir su aspecto lupino con una legión hermana más feroz y
más merecedora de ello y los convirtió a todos en sus hijos, tanto
en identidad como en sangre.
Tal vez deberíamos haberlo visto entonces pero, incluso si
aquellas señales hubieran estado ahí, jamás podríamos haber
adivinado lo que sucedió después.
Habíamos perdido mucho, habíamos matado a nuestros
hermanos en lo que parecía una matanza sin sentido y, aun así, no
había tenido ni punto de comparación con lo que había ocurrido
mientras nos retirábamos hacia la zona de aterrizaje, mientras
nos curábamos las heridas y consolidábamos nuestras fuerzas
para que otros pudieran continuar la batalla en nuestro nombre.
p q p
Los estandartes de la Hidra y de los Iron se encontraban detrás de
nosotros, con los refuerzos listos y la prueba definitiva de que
Horus se había equivocado. No obstante, había ocurrido lo
impensable: siete legiones distintas habían desafiado al
Emperador y se habían unido a Horus. Toda nuestra ventaja
numérica, nuestra superioridad táctica, quedó desintegrada como
la carne ante un amanecer nuclear. Nuestros refuerzos se
convirtieron en el martillo contra el yunque de Horus. Y así se
volvieron las armas.
La noche había caído en Isstvan, aunque bien podría ser que
las cenizas que flotaban en el ambiente y las enormes columnas de
humo hubieran ocultado el sol. No importaba. Con negro sobre
negro una vez más, aquel era el único momento en el que
podríamos tener la esperanza de movernos en secreto. Había un
resplandor distante hacia el norte, donde nuestros traicioneros
enemigos se habían desprendido de sus capas y se habían dejado
ver. Revisé mi cálculo: la noche estaba cayendo. Los guerreros, o lo
que parecían guerreros en algunos casos, se alzaban de su
depravado torpor para llevar a cabo rituales y súplicas en el
nombre de dioses oscuros.
Se suponía que esta debía ser una era de iluminación, en la
que la superstición quedaba desterrada por la luz de la verdad
empírica. Observé la oscuridad, reconocí su eco arraigado en mi
alma y me pregunté dónde se encontraría aquella luz en aquel
momento.
Al haber acabado su carnicería, la escuadra de la muerte
había seguido avanzando entre vítores y gruñidos de unas voces
que apenas podían describirse como humanas.
—Avanzamos —le dije a Usabius y puse un brazo bajo el
Guardia del Cuervo para ayudar a cargarlo.
—¿Deberíamos marcarlo?
Me volví para mirar a mi hermano y vi la vara de metal que
empuñaba en su mano izquierda. Tenía un pequeño cañón en la
punta, con varios diodos luminosos que esperaban ser activados.
Ruuman nos había dado varas de mapeo sísmicas, pues decía que
ayudaría con la triangulación. A decir verdad, creí que solo nos
estaba siguiendo la corriente con su ayuda, aunque tanto Usabius
como yo nos sentimos agradecidos.
—Vale —repuse y vi cómo mi hermano clavaba la vara en la
tierra de forma profunda y giraba el cañón para comenzar a
transmitir la señal. Si bien se suponía que estaban diseñadas para
la guerra de asedio, nosotros teníamos otro propósito en mente.
—¿Todo seguro? —pregunté, ansioso por empezar a
movernos.
Junto con la noche llegaba una oscuridad relativa, aunque
también traía a los horrores que no estaban presentes durante el
día.
Usabius dudó antes de volver a hablar.
—Creo que no respira —respondió finalmente. Pese a que no
podía ver el rostro de mi hermano, pues estaba oculto tras el casco
de batalla medio roto que portaba, sabía que su expresión era
sombría.
—Sigamos avanzando —dije, y juntos salimos de detrás de la
nave de desembarco mientras intentábamos aislar el ruido de la
muerte por encima de las señales de peligro.
Avanzamos unos ochenta metros antes de que Usabius
siseara:
—¡Blindados!
Maldije para mis adentros. Nos habíamos quedado quietos
durante demasiado tiempo y nuestro viaje de vuelta iba a ser
arduo y peligroso, si es que alguna vez conseguíamos regresar.
Un cráter repleto de cadáveres ataviados en servoarmadura,
con la mayor parte de su iconografía chamuscada, era nuestra
única esperanza de permanecer ocultos.
Nos lanzamos al cráter y nos escondimos entre los esqueletos
quemados de guerreros que podríamos haber conocido y con los
que podríamos haber combatido. Las extremidades, arrancadas y
flácidas, golpearon la armadura de mis piernas. Los dedos de una
mano esquelética me tocaron la cara, otros me rozaron la placa del
hombro y mi mente se llenó de imágenes de los muertos
pudriéndose dentro de su armadura, levantados en señal de
condena y acusación silenciosa por nuestra supervivencia. Aparté
el pensamiento de mi mente, pues no me serviría de nada en aquel
lugar, y lo achaqué a la fatiga y el trauma. La contundencia solía
ser el primer aspecto de la eficacia de un guerrero que se ponía a
prueba durante periodos de estrés mental extremo y prolongado.
No podía pensar en una penuria peor que lo que estaba
ocurriendo en Isstvan.
Me arrastré sobre los cadáveres, me deslicé y caí con los
antebrazos por delante en la cavidad arrancada del pecho de un
exlegionario. Aparté la mano de allí sin inmutarme, lo que arrancó
un trozo de una costilla que ya estaba rota, e intenté no mirar la
sangre que me manchaba el guantelete. No había honor en aquel
foso de muertos, no había gloria. Era un lugar al que los héroes
iban a morir, un lugar en el que nadie los recordaría ni lloraría su
pérdida. Y nosotros éramos gusanos carroñeros que nos
deslizábamos entre ellos. Arrastramos el cuerpo sin vida del
Guardia del Cuervo detrás de nosotros, besamos la tierra e
intentamos enterrarnos en ella. Con latidos atronando en mi
pecho, sentí a través de la tierra que se estremecía el ligero
temblor de la compañía de tanques que rodaba hacia nosotros.
Antes de cerrar los ojos y ocultar el fuego vital que ardía en ellos,
noté unos granos vibrantes de arena oscura que caían por el borde
del cráter y volví a pensar en el reloj de arena. Luego me rendí
ante la oscuridad y esperé que aquello no fuera lo último que iba a
ver en mi vida.
La predicción de Usabius sobre la llegada de la compañía
armada nos salvó la vida a ambos. La muerte en Isstvan ocurría
con rapidez. De hecho, solía ser instantánea. Cualquier orden que
hubiera tenido poder en aquel grupo había desaparecido, pues los
comandantes de la legión habían dejado a los peores de los suyos,
a sus perros, para cazar al resto de nuestras tropas y eliminar
nuestra débil resistencia en aquel mundo. En poco tiempo, los
sabuesos de los legionarios también se retirarían y todo aquello
que hubiera logrado escapar de sus dientes y sus garras quedaría
reducido a átomos desde la órbita del planeta.
Traté de concentrarme en que el subterfugio era necesario
para mi supervivencia, por mucho que me doliera no empuñar mi
bólter y mi espada contra aquellos traidores. Algunos lo habían
intentado. Dormían en cráteres como aquel en el que nos
escondíamos. Obsesionarme con los numerosos modos en los que
podría encontrar mi perdición solo haría que esta llegara antes,
así que, en su lugar, dejé que mis sentidos me devolvieran al
presente.
Fue una reunión poco placentera.
El hedor de la sangre, vieja pero todavía húmeda, se me
infiltró en la nariz, y noté el sabor fuerte a metal en el paladar. La
carne putrefacta apestaba en el aire caliente que desprendían los
tanques. Regresaron las imágenes de los muertos sin descanso,
con la boca abierta de par en par y la lengua colgando entre nudos
de dientes rotos y negros. Pese a que podía aplastar la pesadilla en
mi cabeza, el hedor no se rendiría con tanta facilidad. Sin los
filtros de aire de mi casco de batalla, casi me daban arcadas.
El golpe seco de los bloqueos de los frenos y la cortina caliente
que desprendían los motores aún en marcha anunciaron que la
compañía de tanques se había detenido de repente.
—Creo que he visto algo moverse por aquí —dijo una voz
chirriante y metálica, como dos vigas oxidadas que se rozaban
entre ellas.
Uno de los hijos de Perturabo.
El odio prácticamente irradiaba del legionario en oleadas.
Esperaba oír los pisotones de las botas contra el casco de un
tanque, la reverberación seca que se producía al descender la
escalera unida a la torreta y finalmente el crujir de la tierra bajo
una bota pesada.
Una inspección cercana con una bayoneta acabaría con
nuestros esfuerzos. Tenía mi gladio a mi alcance y este era lo
suficientemente corto como para poder desenvainarlo sin tener
que levantarme. Me prometí no rendirme sin pelear…
En su lugar, oí un crujido metálico y el susurro leve de una
lámpara que se encendía.
Unos segundos más tarde, una luz intensa apareció en el
cráter y resistí el impulso de adentrarme aún más entre los
cadáveres. Incluso con los ojos cerrados, podía detectar el cambio
de luz, por lo que esperaba que la reacción más ínfima de mis
párpados no revelara nuestra presencia. La luz se movía con
lentitud, como una pintura resbaladiza que manchaba mi
armadura con unos dedos grasientos y aceitosos. Permanecí
inmóvil y me hice el muerto, por momentos sin saber si de verdad
seguía con vida o no, y dejé que la luz se desplazara sobre
nosotros.
Oí los tanques rugir cerca de forma gutural, bestial. El hedor a
promethium era intoxicante. Los miembros de la escuadra estaban
hablando entre ellos, aunque no podía entender lo que se decían
debido a la estática de las comunicaciones. Parecía ser una
pregunta dirigida hacia quien fuera que estuviera manejando la
luz desde la torreta.
La respuesta del legionario se entendió perfectamente.
—El fuego ha matado a la mayoría de ellos, aunque algunos
siguen frescos. Podríamos quemarlos otra vez.
Soy Salamandra, nacido del fuego las llamas, pero ni siquiera
mi aguante me permitiría sobrevivir un baño de promethium.
Se produjo una pausa mientras quien fuera que estuviera
dentro del tanque respondía.
—Como ordene, sargento —repuso el hombre de la torreta, y
el alivio me alcanzó como un bálsamo.
El calor producido por la luz se desvaneció y se evaporó de mí
mismo como si me hubieran quitado un peso de encima. Permití
que mis latidos volvieran a su ritmo normal antes de percatarme
de que el Guardia del Cuervo empezaba a moverse.
Medio delirando por el dolor, nuestro hermano no podía
haberse percatado de nuestro problema, ni del hecho de que nos
había puesto en peligro a todos al volver en sí en el peor momento
posible.
Me atreví a abrir los ojos un poco y vi que el Guardia del
Cuervo intentaba levantarse, aunque estaba demasiado lejos de él
como para detenerlo. Los tanques que acababan de reemprender
la marcha parecieron detenerse una vez más. Oí al legionario de la
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torreta y el crujido de su amplificador cuando le pidió al
conductor que frenara.
Usabius me estaba mirando a través de las lentes rotas de su
casco, que estaba partido por la mitad, por lo que podía ver el
brillo feroz de su verdadero ojo tras él. Tras nuestra frenética
huida, nuestro compañero herido había acabado justo al lado de
él.
Las cadenas de oruga estaban rozando contra la tierra, contra
la arena, contra los huesos…
Los Guerreros de Hierro estaban dando la vuelta.
Usabius no dejó de mirarme. Al principio pensé que estaba
intentando evitar que nos descubrieran a través de su propia
determinación, como si pudiera volvernos invisibles a voluntad.
Fue solo cuando intenté alcanzar mi bólter, milímetro a milímetro,
que me percaté de que lo que buscaba era mi permiso.
Si hacía aquello, tenía que ser entre los dos. No iba a cargar
con aquello él solo.
Con lentitud, y casi de forma imperceptible, asentí.
Sobre nosotros, el sonido de los blindados al moverse fue
diferente. El tanque líder se estaba moviendo solo y regresaba
para echar un último vistazo al foso con el siniestro ojo de su luz.
En los escasos segundos que quedaban hasta que llegara al borde
del cráter y viera al guerrero herido que se movía en su interior,
Usabius estiró el puño de combate que llevaba en la mano
derecha, agarró al Guardia del Cuervo por el cuello y apretó. La
resistencia fue momentánea. Usabius tuvo que dejar la mano
donde la tenía cuando el calor de la lámpara regresó.
Ya no se producían más gemidos ni más movimientos. Nuestro
engaño había surtido efecto, nuestro escondite a plena vista
estaba a salvo… …y nuestras conciencias estaban mancilladas para
siempre.
Aguardamos en la oscuridad durante varios minutos hasta
que la luz se fue y el sonido de las orugas de los tanques se
desvaneció mientras los Guerreros de Hierro iban en busca de más
supervivientes a los que aniquilar. El día anterior podríamos
haber vagado por aquella región de Isstvan sin tener la mala
suerte de encontrarnos con ninguna otra persona con vida, pero la
situación estaba cambiando. Los cordones de búsqueda se estaban
ampliando y, con ello, las posibilidades de que nos descubrieran
aumentaban. El deseo de las escuadras de la muerte de
permanecer en aquel lugar junto a su presa era la única razón por
la que aún no nos habían ejecutado, lo único que nos mantenía
ocultos ante nuestros enemigos.
Aquello no duraría y sentía que no nos quedaban más que
unos pocos días de vida, tal vez menos.
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Horus estaba en camino, o al menos sus perros rabiosos lo
estaban. Cada vez nos veíamos más forzados a alejarnos más de la
nave y a acercarnos a la Depresión de Urgall, donde ya se había
derramado tanta sangre. El tiempo era lo único que nos quedaba,
además de una ligera esperanza de que podríamos encontrar lo
que buscábamos con tanta desesperación. ¿Qué ocurriría si lo
encontrábamos? El pragmatismo típico de Nocturne me decía que
lo determinaríamos cuando fuera prudente hacerlo.
Una vez estuve seguro de que los Guerreros de Hierro se
habían ido, rodé sobre mi espalda y apreté los dientes para evitar
soltar un grito.
Le devolví la mirada a Usabius, quien aún me observaba desde
el otro lado de la pila de cadáveres, y vi que su angustia se
correspondía con la que yo mismo sentía. Acabábamos de añadir
otra muerte más al foso. —Quiero matarlos… —murmuró— a
todos.
—Volvamos al Purgatorio. —Sentí mi propio peso de nuevo, me
puse de pie con dificultad y me acerqué a Usabius para ayudarle a
hacer lo mismo, aunque mi hermano rechazó mi ayuda.
—Vamos —dije, pasando el brazo por debajo del Guardia del
Cuervo en su lugar.
—Está muerto. —Nunca antes me habían señalado un hecho
tan obvio. —Haukspeer puede extraer su semilla genética —
repuse.
Si Usabius tenía alguna opinión al respecto, se la guardó para
sí mismo y agarró el otro brazo del guerrero muerto.
Sacamos al Guardia del Cuervo del foso mientras nuestra
armadura se manchaba con la sangre y la ceniza de aquellos que
en otros momentos habían sido nuestros hermanos. Torcí el gesto.
—¿Tu pierna? —preguntó Usabius.
Me llevé la mano de forma casi involuntaria al armazón que
me rodeaba la pierna izquierda.
—Ruuman trabaja de forma fenomenal, pero incluso sus
habilidades se están poniendo a prueba en un infierno como este
—respondí.
Tenía la pierna rota en tres lugares. El diagnóstico de
Haukspeer había sido cuatro fracturas radiales del fémur, además
de haberme astillado el peroné y la tibia. Solía imaginar cómo mi
hueso sobresalía de la piel bajo la armadura. Los supresores de
dolor de mi sistema, aumentados por todo lo que había podido
encontrar nuestro apotecario, eran lo único que me mantenía
consciente. Pese a que el armazón metálico de Ruuman me
permitía caminar, el dolor y la disfunción me impedían hacerlo de
forma correcta.
Las columnas de humo llenaban el ambiente en la distancia,
provocadas por los tubos de escape de la compañía de tanques.
También había otras sombras que se movían en la oscuridad,
algunas hacia nuestra dirección. Imaginé que se trataba de otras
escuadras de la muerte. Algunos de ellos eran más grandes y se
movían de forma incómoda sobre patas largas similares a tallos de
plantas. Vi el destello rojo de sus fosos receptores antes de que la
voz de mi hermano me hiciera volver en mí.
—Sería más fácil sin el cuerpo. —La insinuación de Usabius
había estado prácticamente telegrafiada, aunque repetía lo que yo
estaba pensando.
—Sería más fácil si no hubiera pasado nada de esto —contesté
con una respuesta involuntariamente simplista.
El fatalismo autocomplaciente no tenía ningún sentido. Ya
había visto a varios Manos de Hierro sucumbir a él solo para
acabar muriendo en actos innecesarios de heroísmo suicida.
Sulnar habría hecho lo mismo si no hubiera sido porque
Haukspeer lo había arrastrado a nuestra nave de desembarco. No
creía que el habitante de Medusa fuera a perdonarlo por ello, pues
había querido morir con honor y en aquel momento no podría
conseguir ni siquiera eso. Suponía que la muerte de un padre le
haría eso a un hijo, que lo llevaría a cometer locuras, y, en aquel
momento, traté de no preguntarme por el destino de mi propio
padre.
—Puedo hacerlo —dije cuando salí del cráter, pues sabía que
necesitábamos llevarnos algo de vuelta con nosotros.
—¿Incluso si tenemos que evitarlos? —inquirió Usabius,
señalando con un dedo en dirección a los bípodes que se dirigían
hacia nosotros sin previo aviso.
Nos agazapamos al unísono para dejar que los bípodes de
formas extrañas volvieran su atención carmesí a otros lugares.
Oímos cómo «hablaban» entre ellos con sus voces que eran código
máquina y un ladrido animal al mismo tiempo, y me esforcé una
vez más por aceptar a aquellas abominaciones con el resto de las
creaciones del Mechanicum. Ni las escuadras de la muerte ni los
cibermastines podían compararse con los cazadores ciegos. Las
otras sombras se alejaban de ellos o, si eran lo suficientemente
valientes, se apartaban de su camino para dejar que cumplieran su
trabajo sucio en paz. No había visto a los cazadores ciegos durante
el asalto inicial y sospeché que los habían traído más tarde para
limpiar y quemar.
Carbonizar la tierra y luego echarle sal.
Hice un gesto hacia el este. Pese a que nos tomaría más tiempo
si nos dirigíamos en aquella dirección, que también contaba con
sus propios peligros, al menos nos estaríamos alejando de los
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cazadores ciegos, y no todo lo contrario. Tampoco había ninguna
nave de desembarco destrozada en aquella dirección, salvo la
nuestra. La mayoría de las naves y lo que quedaba de sus
defensores se encontraban al oeste.
Usabius estuvo de acuerdo, por lo que nos dirigimos hacia
donde había propuesto y caminamos con dificultad sobre la arena
negra.
Estaríamos más tranquilos recorriendo aquellas llanuras sin
senderos en las que las escuadras de la muerte aún no se habían
adentrado. Tras unos quince minutos, aunque ya hacía tiempo que
no confiaba en mi reloj interno, el desierto plano dio paso a unos
peñascos rocosos y más tarde a unos acantilados. Las montañas
que habíamos denominado Colmillos Negros aparecieron ante
nosotros.
Casi una hora más tarde, tras trepar por los estrechos pasos,
gargantas y desfiladeros, alcanzamos el Purgatorio.
Enmascarada en colores grises y blancos cambiantes, la nave
no era más que otra roca sin más colocada contra otras tantas,
pues el verde de los Salamandras estaba bien escondido. Sus alas
se habían roto hacía mucho tiempo, al caer por el profundo
barranco. En otros tiempos había sido un Stormbird con la
designación Warhawk VI, pero sus días de surcar los cielos y
cargar con ángeles de la muerte habían llegado a su fin. Incluso si
aún parecían estar intactos, los motores de la nave de desembarco
estaban quemados, tan negros que casi no se reconocían. El glacis
había chocado contra su proa y su morro y los había destrozado
por completo. Tan solo quedaban unas cuantas esquirlas de cristal
blindado, como los colmillos de una bestia derrotada. Vi a un
guerrero solitario en la cabina de mando, desprovista de cualquier
cosa de utilidad. Tarkan alzó una mano de hierro para saludarnos,
con un rifle de francotirador de cañón largo descansando
tranquilamente en su regazo. Luego desapareció una vez más
entre las sombras, siempre en guardia. Nuestro paciente vigía
había ocupado aquel nido como puesto defensivo desde que algo
parecido al orden se había vuelto a establecer tras el accidente.
Había sido él, en un momento de humor sarcástico, quien
había nombrado Purgatorio a nuestra nave y santuario.
Nadie se lo había discutido. Haukspeer incluso le había
dedicado un aplauso irónico.
Nuestro pasajero muerto se volvía más frío a cada momento
que pasaba, y Usabius y yo atravesamos un arco de roca que unía
los dos picos entre los que nuestra nave había quedado
firmemente atascada. Desde aquel lugar, la parte de la cola y la
puerta de carga sostenían una calzada de roca que serpenteaba a
través de la montaña. Como si fuera una fortaleza de unos tiempos
p
ancestrales y más simples, nuestra fortaleza metálica observaba el
terreno bajo nosotros y cómo nuestros enemigos distantes se
reunían lenta e inconscientemente para asediarlo.
Usabius alzó una mano al cielo.
—¿Nieve? —preguntó, mirando los copos blancos que
manchaban su armadura—. Quizá esté cambiando la estación.
—No, hermano —lo corregí—. Solo es ceniza. Están quemando
más piras en las colinas.
Usabius no respondió.
Se levantaba un viento frío que hacía volar la ceniza hasta
alcanzar las cumbres de las montañas.
Agachamos la cabeza al recorrer los últimos metros que nos
faltaban para alcanzar las compuertas del Purgatorio. Incluso en la
relativa soledad de las montañas, lejos de la Depresión de Urgall,
los gritos de los muertos y de los moribundos nos perseguían.
•••
La puerta de carga de la nave de desembarco chirrió al abrirse
debido a sus engranajes descuidados y dejó que ambos
entráramos en una amplia sala llena de guerreros.
Hice un ademán con la cabeza hacia Vogarr y E’nesh, y ambos
legionarios de los Manos de Hierro y los Salamandras me
devolvieron el saludo al tiempo que apuntaban con sus bólters al
vacío tras la rampa abierta. Una vez sellada la entrada a la nave de
desembarco, algo que quedó anunciado por el siseo de presión de
la exhalación de los neumáticos, se relajaron.
Ambos legionarios vigías estaban maltrechos y sus respectivas
armaduras solo se sostenían por una soldadura rápida y por la
esperanza. Cada uno de ellos portaba una bandolera llena de
granadas, y lo único que necesitaban era tirar de una sola anilla
para encender todo su cargamento y derribar la puerta de carga,
además de la mayor parte del techo, sobre cualquiera que
intentara entrar donde no debía.
Las tiras de lúmenes que parpadeaban sobre nosotros no
resultaban lo más acogedor del mundo pero, cuando Vogarr nos
invitó a pasar, Usabius y yo nos adentramos en la luz con unos
fuertes pisotones que resonaron contra el suelo metálico.
Nos saludó Haukspeer, quien nos condujo a un camino lleno
de camillas y catres improvisados antes de mirar con frialdad el
cadáver que habíamos llevado con nosotros.
—Sabes que está muerto, ¿no? —preguntó el apotecario,
limpiándose el sudor de su frente de alabastro. Bajo la tenue luz
del compartimento de carga, su complexión blanca como la tiza
tenía un aspecto visceral. Sus ojos, negros como el azabache, no
dejaban entrever nada.
Dejamos al guerrero herido con cuidado y permitimos que el
otro hijo de Corax lo examinara. Había manchas carmesí en el
rostro del apotecario y, tras él, alguien estaba limpiando el rastro
de sangre que había dejado un paciente terminal cuando lo habían
sacado a rastras.
Con un movimiento de muñeca, Haukspeer engranó la jeringa
con forma de lanza de su reductor.
—¿Podrías desatarle la placa pectoral, por favor? —preguntó,
agachándose.
Haukspeer había perdido un brazo, que en aquel momento
acababa en un muñón cauterizado donde solía estar su codo. No
parecía afectar a su competencia como apotecario, pues no menos
de diecisiete hermanos de batalla habían vuelto del borde de la
muerte gracias a sus habilidades, y muchos más seguían con vida
gracias a su ayuda: los cerca de sesenta guerreros que nos
rodeaban en aquellos momentos desde sus camas improvisadas.
Aquella era la enfermería de Haukspeer y estaba llena a rebosar.
Algunos de los heridos habían perdido extremidades o habían
sufrido quemaduras graves; otros estaban ciegos o paralizados.
Haukspeer los mantenía con vida a pesar de que la mayoría no
podría volver a combatir. No era ningún ejército, sino que sería
una morgue en un futuro próximo. Y Haukspeer lo sabía. Podía
verlo en sus ojos, aquella resignación agotada que crecía con cada
día vacío que transcurría. Aquello no era resistencia, sino
existencia. Los pocos guerreros del ejército imperial que habíamos
conseguido rescatar habían muerto en poco tiempo, y aquellos
que sí habían logrado sobrevivir se encontraban en un estado
catatónico de miedo y negación. Algunos de ellos hacían de
camilleros y se encargaban de traer y llevar cosas o limpiar
sangre, pero hasta allí llegaba su utilidad.
El Guardia del Cuervo que Usabius y yo habíamos traído con
nosotros estaba más allá de las habilidades de sanación del
apotecario.
Le quité la placa pectoral al guerrero y Haukspeer retiró la
semilla genética. Una vez estuvo a buen recaudo en uno de los
tubos enganchados en su guantelete, el apotecario observó la
grave herida del cuello de su hermano de batalla. Miré de reojo al
puño de energía de Usabius al leer la rigidez del lenguaje corporal
de mi hermano y, en aquel momento, supe que Haukspeer había
atado cabos y que tendría algo que decir.
Y lo hizo, solo que no era lo que había esperado.
—Ruuman os está esperando en la armería —dijo, dándonos
la espalda para volver a sus tareas.
p p
Nos alejamos de Haukspeer a través de las filas de literas para
dirigirnos a la parte trasera de la bodega de carga de la nave y a la
armería que se encontraba aún más allá.
—Lo sabe —siseó Usabius, una vez nos hubimos alejado lo
suficiente del apotecario.
Asentí. A pesar de mi complicidad y de mi permiso, me sentí
tan mal como parecía sentirse Usabius, aunque no hablé más del
tema. Nada de aquello importaba ya. Ni siquiera estaba seguro de
por qué nos habíamos molestado en arrastrar al pobre Guardia
del Cuervo muerto por las arenas de Isstvan, pues aquello solo
había echado más sal en la herida.
Me sobresalté cuando un legionario estiró la mano para
agarrarme de la muñeca.
No lo reconocí, aunque sabía que pertenecía a mi legión. Le
faltaba un ojo, que alguien le había arrancado con violencia, y
tenía la pierna derecha seccionada cerca del abdomen. Una pauta
de medicinas intravenosas lo mantenían consciente, aunque
apenas parecía lúcido. Aquella misma historia se repetía a lo largo
de la bodega de carga que en aquellos momentos hacía de
enfermería.
—Eres el señor Ra’stan —dijo en un hilo de voz.
—No soy ningún señor —le respondí—. Ahora soy Ra’stan a
secas. —Puse una mano en su pecho para tranquilizarlo—. Puedes
descansar, hermano.
—Serví en tu compañía —jadeó e intentó dar un puñetazo
contra su plastrón roto, pero lo detuve.
Entorné los ojos para intentar recordar cómo se llamaba.
—Ik’rad —le dije.
Asintió y esbozó una sonrisa. Un hecho tan pequeño que
significaba tanto.
—¿Has encontrado…? —empezó a preguntar—. ¿Lo has
encontrado?
Algo frío surgió de mis adentros y me apretó el corazón. Me
sorprendió lo ahogada que sonó mi voz cuando por fin fui capaz de
responder.
—No. —Luego añadí, inútilmente—: Aún no.
Acababa de hacerle una promesa falsa a un hombre
moribundo.
—Encuéntralo —suspiró el legionario herido antes de que le
fallaran las fuerzas y tuviera que soltarme y volver a hundirse en
su camilla.
—Lo intentaré.
Pese a que el Salamandra me había soltado, mi mano seguía
aferrada a su antebrazo, hasta que sentí que Usabius tiraba de mi
hombro.
—Ruuman nos espera —dijo en voz baja.
Solté a mi hermano moribundo, asentí lentamente y juntos
seguimos caminando sin ninguna otra incidencia. Mantuve la vista
al frente en todo momento mientras recorríamos la bodega de
carga, sin ganas de tener otro encuentro como el que acababa de
tener con el hermano Ik’rad.
Al llegar a la parte trasera de la bodega, donde por fin
acababan las filas de camillas y guerreros heridos, nos
encontramos con un panel de presión clavado en la pared. Se
trataba de una placa de metal simple colocada al lado de una
puerta más pequeña.
La presioné.
Un chirrido metálico asaltó nuestros oídos y la armería se
abrió ante nosotros, aunque solo en parte. La puerta se detuvo a
medio camino, con sus servos protestando por haber sido
utilizados más de la cuenta. A través del espacio abierto pude
entrever una sombra más profunda, con peor iluminación incluso
que la enfermería, y una figura solitaria que trabajaba en el taller.
—Pasa —dijo la figura en una voz hueca y atronadora que
parecía ser más acero y engranajes que carne y hueso; de hecho,
Erasmus Ruuman era más máquina que hombre.
Le di otro golpe al panel de presión, aquella vez con más
fuerza. Se produjo un crujido grave y mecánico pero, al final, la
puerta se abrió. Entramos en la sala.
—Se está agarrotando otra vez.
—Así es, Ferroforjado —respondí.
—Confundes una afirmación con una pregunta, hermano
Ra’stan. —Ruuman cesó su trabajo. Estaba desmontando y
arreglando un cargamento de armas. Vi seis bólters y los restos
parcialmente desmontados de un sistema Rapier, aunque en lo
que se estaba centrando el Ferroforjado en aquellos momentos
era en un proyector de rayos de conversión roto—. Lo encontró
una patrulla —explicó—. Confío en que se podrá reparar hasta
alcanzar una efectividad del sesenta y tres por ciento. Estás
teniendo problemas con el armazón —añadió tras dejar de lado el
proyector y volverse hacia nosotros.
Toda la parte inferior del rostro de Ruuman era biónico, así
como la mayor parte de su torso. Se mezclaba con pericia con su
armadura y le proporcionaba al Ferroforjado una apariencia
formidable e irrompible. Asentí.
—¿Algo más, Ferroforjado?
—Sí. —Se arrodilló para inspeccionar el armazón de mi
pierna. Ruuman rebuscó en una caja de herramientas unida de
forma magnética a su cinturón y empezó a trabajar según escogía
los instrumentos necesarios al tacto y por la memoria, sin
y p
mirarlos ni una sola vez. Sentí un breve pero soportable destello
de dolor cuando giró el armazón que él mismo había fabricado.
—¿Ha mejorado esto su eficiencia? —preguntó tras varios
minutos. Lo probé. Esbocé una sonrisa.
—Mucho mejor.
—Estimo una mejora del dieciocho por ciento, pero su eficacia
máxima como extremidad sustituta tendrá un límite del sesenta y
siete por ciento. Los milagros, por desgracia —añadió—, no entran
dentro de mis competencias.
Apoyé una mano sobre su hombro.
—Sea como sea, muchas gracias, hermano.
Se puso de pie sin reconocer mi agradecimiento.
Erasmus Ruuman no era un Padre de Hierro, por lo que no
poseía las habilidades técnicas de aquel prestigioso consejo, pero
conocía bien todo tipo de armas y sabía aplicar dichos
conocimientos a otras máquinas que necesitaban reparaciones.
Además de mi pierna, también mantenía en marcha la nave de
desembarco y la mayor parte de sus sistemas dañados, entre ellos
la luz, la calefacción y el oxígeno, a pesar del daño catastrófico que
había sufrido al chocar contra las montañas. Lo único que no podía
lograr era hacer que volviera a volar.
El golpe de gracia lo asestó uno de los nuestros. El ataque sobre la
zona de aterrizaje nos pilló completamente desprevenidos. En lo
que parecieron tan solo unos pocos segundos, Ferrus Manus había
caído, y con él el resto del laureado clan Avernii. Los Guardia del
Cuervos y los Salamandras habían quedado incapacitados, sin
llegar a saber si sus señores seguían con vida o no.
Aún no lo sabíamos.
Recuerdo la sonora explosión que recorrió el comunicador
cuando sucedió. Al principio pensé que era estática provocada por
algún tipo de electromagnetismo, aunque luego supe que eran
gritos. Miles de órdenes diferentes se produjeron al mismo
tiempo, y el resultado fue el caos absoluto. Nuestra primera
respuesta fue consolidar nuestra posición y contraatacar. Poco
después, la tierra se embarró con nuestra sangre derramada, por
lo que la retirada fue la única opción que nos quedó. Recuerdo
regresar a la zona de aterrizaje, con las estelas de los misiles y de
las balas trazadoras sobrevolando el entorno, pero no recuerdo
haber entrado en ninguna nave. Y, aun así, todos lo hicimos; los
pocos supervivientes que habíamos logrado escapar de la primera
ronda de matanzas. Unidos por el caos, los Salamandras, Manos de
Hierro y Guardia del Cuervos luchamos por nuestras vidas. El
orden era cosa del pasado. No era una retirada de la lucha, era una
derrota, una masacre.
Alzamos el vuelo con los motores a máxima potencia, las
llamas bañando el casco y las alas y la proa adentrándose en
columnas de humo. Unos pocos segundos más tarde, algo nos
golpeó. Lo sentí a través de la puerta de carga donde me había
refugiado con cuarenta y tres de mis hermanos y otros tantos que
no pertenecían a mi legión. Un par de Rhinos que teníamos en
reserva se escaparon de sus amarres y recorrieron la cubierta. Los
vehículos aplastaron a dos legionarios al impactar contra el muro
de la bodega de carga y la gravedad los arrastró por la rampa que
se estaba abriendo, lo que se llevó a una docena de guerreros más
hacia el infierno que les esperaba fuera. Algunos intentaron
aferrarse para permanecer en la nave, pero no tuvimos tiempo
para llegar al pasillo ventral ni a nuestras jaulas en la bodega de
tropas, así que me quedé quieto.
La cubierta… se rompió. —Aún podía ver la marca donde
Ruuman la soldó y cosió de nuevo con grapas industriales— y
comenzó a desprenderse. A través del corte irregular en nuestro
fuselaje, entre los cables chisporroteantes y las tuberías de
ventilación construidas en la armadura de la nave de desembarco,
pude ver Isstvan. Era como un océano oscuro repleto de islas de
fuego con miles de guerreros que intentaban matarse entre ellos.
Compañías armadas enteras desaparecían en explosiones en
cadena cuando se desataban las armas de los Titanes; falanges de
legionarios morían cuando las armas incendiarias pesadas abrían
heridas en la propia tierra. Mi mente casi no podía comprender los
horrores de los que estaba siendo testigo.
Dirigí la mirada hacia el cielo cuando la sombra de otra nave
de desembarco recorrió mi rostro rodeado por las llamas. Al estar
sobre mí era algo colosal que eclipsaba el sol que tanto habíamos
luchado por volver a ver a través de las nubes. Creo que recibimos
un golpe de refilón, su proa nos dio en el flanco, pero fue suficiente
para derribarnos. La otra nave de desembarco era una bola de
fuego. Vi cuerpos envueltos en llamas entre la niebla provocada
por el calor, atrapados en sus confines. Algunos de ellos saltaron,
pese a que la caída sería mortal. Unos pocos legionarios contaban
con propulsores de salto. La mayoría perecieron en otras
explosiones, cuando sus turbinas sobrecalentadas no pudieron
dar más de sí. Los Ravens cayeron con las alas en llamas. Los
Manos de Hierro se desplomaron desde el firmamento. Los
dragones de fuego ardieron. El resto quedaron destrozados por el
fuego antiaéreo que disparaban los cañones atrincherados abajo,
partidos por la mitad antes de tener la oportunidad de alejarse de
la destrucción.
Vi a un grupo, una mezcla de Salamandras y Guardia del
Cuervos, que estaban estableciendo cables de rapel para evacuar
q p p
hacia nuestra nave. Si bien no pude oírles a través del rugido de
salvas sangrientas y las detonaciones de explosiones, su apremio y
los gestos que nos hacían eran obvios.
Sin embargo, el plan no dio frutos. Una descarga de misiles de
alguna batería oculta en la tierra destrozó sus naves y provocó una
tormenta de fuego por su interior, lo que hizo que los comandos
salieran despedidos de la bodega y se perdieran en el olvido.
Me volví y traté de arrastrar a uno de mis hermanos conmigo,
pero la deflagración de la nave moribunda se produjo más deprisa
de lo que había esperado, me quemó dentro de mi propia
armadura e incineró a mi hermano, que había sido más lento.
Cuando volví a mirar ya no estaba, las marcas de las garras de sus
dedos grabadas en el acero eran la única prueba de su destino.
Nos tambaleamos. La bodega crujió, se partió una vez más, y el
metal se llenó de microfracturas.
Me agarré a una mampara con fuerza, sentí cómo la gravedad
me abandonaba durante un instante mientras me invadía una
perversa sensación de tranquilidad.
Nuestro Stormbird cayó del cielo como un cometa e impactó
lejos de la Depresión de Urgall. La gravedad demostró su
presencia de forma violenta una vez más cuando me estrelló con
dureza contra la cubierta y me partí la pierna. Habíamos chocado
contra la montaña, lo que había fracturado riscos enteros y los
había lanzado contra el abismo situado bajo nosotros. La
integridad estructural de la nave consiguió resistir, y nos
quedamos en aquel lugar, un depredador herido, listo para que
alguien terminara con su sufrimiento.
Casi listo, pero no del todo.
—¿Cuántas varas has colocado esta vez? —preguntó Ruuman, lo
que me hizo volver al presente.
—Seis —repuso Usabius.
El Ferroforjado asintió, y casi pareció impresionado.
—Habrá comportado un gran riesgo.
—Esperemos que vaya a servir de algo, entonces —interpuse
—. Porque lo arriesgaríamos todo por esto.
—¿Quiénes? —inquirió el Ferroforjado— ¿Tu legión?
A pesar de que sabía que estaba siendo vehemente, no estaba
seguro de haberle transmitido la pasión de mis creencias a
Ruuman, aunque el Ferroforjado estaba muy alejado de las
emociones.
—Sí —repuse—. Todos los que seguimos con vida.
Ruuman me aguantó la mirada durante un momento antes de
volverse y dirigirse hacia un pequeño escáner situado en un banco
tras él, alejado de las armas. La sala estaba repleta y tenía espacio
para tres personas, solo para tres.
—Llegas tarde —dijo una voz detrás de nosotros mientras el
monitor del pictógrafo cobraba vida con un feo destello de color
verde neón.
Ishmal Sulnar aguardaba en la entrada de la armería con los
brazos cruzados. El legionario de los Manos de Hierro era bruto y
ocupaba todo el ancho de la puerta con facilidad gracias a su
silueta imponente, aunque no gracias a su altura. La cabeza de
Sulnar casi no alcanzaba los dos tercios del marco de la puerta,
pues el orgulloso legionario estaba postrado en una silla de
ruedas improvisada, medio carruaje de armas y medio camilla,
con ruedas que habían extraído del chasis roto de una tolva de
munición.
Parte de su armadura había quedado destruida durante la
batalla y el choque. Solo llevaba una hombrera, la izquierda, y no
portaba protección en los antebrazos ni en las manos. Su brazo
derecho era completamente biónico, así como su mano izquierda y
su ojo derecho. Su retina roja parpadeaba debido a sus anillos
dañados, lo que hacía que Sulnar entrecerrara los ojos y que a
veces torciera el gesto de forma desaprobadora.
La mayor parte de sus grebas habían desaparecido justo por
encima de las rodillas, además de sus piernas.
—¿Qué ha ocurrido ahí fuera? —preguntó.
Usabius no pudo contener su ira.
—¡Una matanza, Sulnar!
—Hermanos se volvieron contra hermanos y han muerto
miles. Sobrevivimos a eso, si lo recuerdas.
Tal vez era la culpabilidad lo que hablaba en aquel momento.
Nunca tuvimos la oportunidad de hablar de ello después.
Sulnar descruzó los brazos y me tensé durante una fracción de
segundo, pues pensé que iba a darle un puñetazo a mi hermano.
Sin embargo, este mantuvo su mirada fija en mí. Quizá no era
capaz de mirar directamente a Usabius por miedo de lo que podría
llegar a hacer si lo hiciera. Por mucho que el legionario de los
Manos de Hierro ya no pudiera caminar, sus puños no habían
perdido nada de potencia.
Sulnar mantuvo la compostura y alzó una mano de forma
tranquilizadora.
—Lo recuerdo —repuso en voz baja—. Todos hemos sufrido
pérdidas, hermano. Nuestros padres han desaparecido y nos
asedian enemigos a los que antes considerábamos aliados…
incluso amigos.
—Tu padre está…
Dediqué una mirada de advertencia a Usabius. Sulnar se
estaba engañando a sí mismo al creer que Ferrus Manus seguía
con vida. Pese a que ninguno de nosotros había visto caer a la
Gorgona, los informes que habíamos oído no dejaban lugar a
dudas. Aun así, no teníamos nada que ganar discutiéndolo.
—Olvídalo. —Usabius se echó atrás—. Lo siento, hermano. Mi
templanza está a prueba hoy.
—Te encargas de demasiadas cosas —dijo Sulnar.
Inclinó la cabeza ligeramente, detecté el temblor de un
movimiento involuntario en su ojo biónico y me percaté de que él
mismo pendía de un hilo incluso más delgado. Pese a que
soportaba la silla con aplomo, le resultaba degradante. Toda
contribución que pudiera aportar en aquel momento sería mínima
y no se produciría en el frente de batalla en una última defensa,
que era lo que sospechaba que él habría preferido. Todos nosotros
éramos guerreros y, como tales, no podíamos escoger el modo en
el que moríamos: derribados por una docena de espadas,
decapitados por un amigo que se había vuelto enemigo, aplastados
bajo el peso de una máquina de batalla pesada… Durante la
Masacre del Desembarco presencié todas esas muertes y muchas
otras. Creo, en lo más profundo de mi ser, que Sulnar habría
aceptado cualquiera de ellas antes que el destino que le
aguardaba. Hizo un ademán para desestimar el remordimiento de
mi hermano.
—Y no es necesario que te disculpes —añadió—. Son tiempos
difíciles para todos nosotros, imposibles incluso. Déjame
preguntártelo otra vez: ¿qué ha ocurrido?
Se lo expliqué todo, aunque omití la parte en la que Usabius
había destrozado la garganta del Guardia del Cuervo para no
revelar nuestra presencia. Sulnar parecía estar especialmente
interesado en las patrullas enemigas y sus posiciones.
—¿Te has encontrado con algún otro grupo de resistencia?
¿Alguna otra nave, sea en el suelo o en un anclaje bajo, a la que
podamos unirnos?
—No hay ninguno, hermano —repuse.
Sulnar agachó la cabeza, pensativo.
—Lo intentaremos de nuevo mañana. Solo si forjamos alguna
especie de orden de batalla podemos esperar enfrentarnos a los
traidores. Si al menos pudiéramos contactar con alguno de los
primarcas…
Usabius volvió a perder los papeles, y los objetos del banco de
trabajo de Ruuman temblaron con una ira psicocinética.
—¿Acaso te has quedado ciego de los dos ojos, Sulnar? No hay
ninguna resistencia. No estamos en una guerrilla. Se trata de
sobrevivir todo el tiempo que podamos, nada más.
p q p
Solo que tanto él como yo sabíamos que aquello no era del
todo cierto. No habíamos estado preparando las varas de Ruuman
durante los últimos días como un mero pasatiempo. Nuestro
propósito era algo mucho más importante.
Usabius salió en silencio de la armería y pasó al lado de
Sulnar, quien no le prestó atención y continuó como si no hubiera
pasado nada.
—¿Te han seguido? —inquirió.
Negué con la cabeza.
—Pero sus patrullas son más amplias con cada hora que pasa.
No tardarán mucho en aventurarse en las montañas, y después de
eso… Bueno, ya sabemos lo que pasará después de eso. Hay una
conclusión para todo esto —añadí.
El silencio estudiado de Sulnar me invitó a continuar.
—Casi se nos ha acabado el tiempo, ya no podemos quedarnos
aquí mucho más. Si nos quedamos, nos encontrarán y nos
matarán. Tenemos que irnos.
—No podemos. —Sulnar fue enfáticamente brusco. Rodó hacia
atrás para poder hacer un gesto hacia la enfermería tras él—. No
existe el seguir adelante. La mayoría de estos legionarios no
sobrevivirían al viaje. —En una voz más baja, añadió—: Yo mismo
no sobreviviré al viaje. Este es el final para la mayoría de estos
guerreros, Ra’stan. Nuestra cruzada acaba en las arenas negras de
Isstvan, acortada por la traición y el engaño. No creo que sea
apropiado, pero soy lo suficientemente pragmático como para
darme cuenta de que es algo tan irrefutable como nuestro destino.
—¿Y qué hay del destino del señor Manus? ¿Por qué niegas
eso?
Sulnar agachó la cabeza.
—Porque tengo que creer en algo. Soy la mitad del legionario
que era antes. No me pueden reconstruir, no en estas condiciones
y con nuestros recursos, así que tengo que sentarme cuando
preferiría estar de pie. Tengo que quedarme esperando cuando
preferiría salir contigo. No puedo negar nada de eso y me provoca
una carga muy pesada. Pero ¿la muerte de mi padre? Eso sí que lo
puedo negar. Hasta que lo vea con mis propios ojos, hasta que vea
su cadáver sin cabeza en la realidad y no en mis pesadillas,
escogeré la esperanza sobre la desesperación. Tú lo has hecho,
¿por qué no debería hacerlo yo?
Era difícil discutírselo y, además, no tenía fuerzas para
hacerlo. Aun así, aquello no cambiaba algunos hechos universales.
—Vienen a por nosotros —repetí—. Y pronto. Tienes que estar
preparado.
—No te equivoques —declaró Sulnar, inclinándose hacia
delante en su silla para darle más fuerza a sus palabras—, nos
p p
enfrentaremos a estos cabrones traidores de pie, Ra’stan, de un
modo u otro. Estamos preparados porque no nos queda nada más
que la venganza.
Si bien estuve a punto de seguir discutiendo, me percaté de
que sería inútil. Sulnar se quedaría en aquel lugar, al igual que el
resto y, al hacerlo, encontrarían su muerte como héroes. ¿Qué
derecho tenía yo a negarles aquello? Asentí.
Sulnar me devolvió el gesto y, tras unos momentos, volvió a
pedirme el parte.
—¿Te has adentrado más en el territorio del enemigo?
—Hemos hecho incursiones hacia la Depresión de Urgall. La
mayor parte de las fuerzas enemigas siguen concentradas allí,
aunque se están empezando a desperdigar. Habrá huecos en sus
centinelas que una pequeña fuerza de guerreros podría
aprovechar. —Me lamí los labios, pues se me había secado la boca
de repente—. Y creo que nos acercamos a su nave. Otra incursión
así y lo encontraremos.
Sulnar rodó hacia delante para poder poner la mano sobre mi
antebrazo.
—No tienes que hacerlo, Ra’stan.
Solo que sí tenía que hacerlo.
—Preferiría morir ahí fuera en busca de la esperanza que
atrapado aquí con la desesperación y el fatalismo como
compañeros.
Miré a Ruuman, que estaba ocupado registrando los datos
sísmicos de nuestras varas y mapeaba la región que se encontraba
más allá de ellas. —Los sensores tienen un alcance de cinco
kilómetros en todas direcciones —explicó hacia el monitor en el
que se estaba esbozando una topografía burda de Isstvan. Los
datos fluían a un lado de la imagen a una velocidad demasiado
rápida como para que yo pudiera verlo, aunque no para el
Ferroforjado.
Un segundo más tarde, la imagen desapareció y la pantalla se
quedó en un campo plano de color verde neón.
—¿Qué ha pasado? —pregunté.
—Se ha interrumpido la señal.
Se había roto una o más de las varas.
—¿Has podido conseguir algo? —pregunté con más ansias de
las que pretendía.
—Sí —repuso Ruuman, pero parecía reticente a continuar.
—¿Qué pasa? —inquirí en un tono deliberadamente
impaciente.
—Es su nave de desembarco, sí.
Mi corazón dio un vuelco, pero mi propio pragmatismo lo
sujetó con fuerza en un puño.
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—¿Intacta?
—Chocó a varios kilómetros de la Depresión de Urgall, al
norte de tu última posición registrada, hermano Ra’stan.
Me esforcé por mantener la compostura y enmascarar la
esperanza que sentía con una acción directa y repentina.
—Debo irme ahora mismo.
Usabius querría escuchar lo que habíamos averiguado.
—Deberíamos discutirlo antes —dijo Sulnar cuando pasé por
su lado—. Necesitaremos una estrategia y encontrar
equipamiento. Ni siquiera un legionario se dirige a un territorio
invadido por un enemigo así sin primero pararse a considerar las
tácticas. Debemos planear nuestro próximo movimiento.
Lo miré, incrédulo.
—¿Nuestro próximo movimiento? —pregunté, deteniéndome
frente a su enorme plastrón, aunque mirando al guerrero herido
desde arriba—. Solo tenemos una opción: salimos y encontramos
al primarca. Rescatamos a Vulkan.
Intenté no aferrarme a la esperanza todo lo que pude, pues
aquello era algo cruel y caprichoso en Isstvan, algo que carcomía
el corazón, el alma, que se expandía en silencio y llenaba el cuerpo
de calor y fuerza. Pero no era real. Lo que las personas con
esperanza no saben es que la esperanza es una llama que te
quema por dentro y que convierte el espíritu y la voluntad en
cenizas para que cuando se desvanezca irremediablemente no
quede nada más que una cáscara vacía.
Si Vulkan había muerto como Ferrus Manus, me prometí que
no me sometería a la misma negación que Sulnar. Lo soportaría y
me enfrentaría a la adversidad con aplomo, como todo Nacido del
Fuego de Nocturne sabía que debía hacer.
Si mi padre había muerto, lloraría su pérdida y expresaría mi
dolor en un último acto violento y sangriento contra mis
enemigos.
Pero si seguía vivo…
La esperanza se encendió en mi interior, y supe que me había
convertido en su esclavo de forma voluntaria.
Encontré a Usabius en la proa sin mucha dificultad. Si bien las
naves de desembarco son grandes vehículos, la mayor parte de la
nuestra no era habitable. Salvo por la enfermería de Haukspeer, la
armería y el «strategium», como Sulnar lo llamaba de manera
errónea, solo había un lugar al que se podía ir.
Estaba arrancada, destrozada, y el techo hacía tiempo que
había desaparecido; ahora formaba parte de los restos de la
batalla que ensuciaban Isstvan. La nave de desembarco tenía un
largo cuello que conducía a la cabina, y lo recorrí como si
recorriera una procesión fúnebre. A ambos lados se encontraban
las bodegas gemelas para tropas y sus jaulas estaban destrozadas.
Cuando estaba a medio camino vi al francotirador. Con su
armadura negra y su orgulloso blasón de la mano blanca, el hijo de
Medusa parecía extrañamente cómodo en su puesto.
Tarkan me dedicó un ademán con la cabeza mientras
caminaba por el pasillo gris en dirección a la cabina. Estaba
arrodillado y tallaba algo en los muros metálicos de la nave con su
cuchillo de combate, aunque se puso de pie cuando me acerqué a
él. Pese a que me detuve al recordar algo sobre su nido, Tarkan ya
había desactivado las minas de proximidad antes de que llegara a
la sección de la proa que estaba a la intemperie. Después de
aquello, sentí la mira de su arma sobre mí hasta que salí de la
penumbra.
No era la primera vez que me dirigía a aquel lugar. Solía ir solo
y Tarkan no parecía tener problema con dejarme en paz con mis
pensamientos y mis preocupaciones. Nunca me había preguntado
qué hacía allí ni había tratado de mantener ninguna conversación
conmigo.
Una luna roja se alzaba sobre mí como un iris sangriento cuya
pupila negra la habían creado las columnas de humo que se
desplazaban por el firmamento. La ceniza manchaba los
mecanismos destrozados y los engranajes expuestos de la nave de
desembarco de un color blanco grisáceo. Las tuberías se ahogaban
con ella, los cogitadores y los monitores se asfixiaban. Era como si
el fuego hubiera decidido reclamar la nave, arrastrarla hacia un
mar de polvo en el que permanecería en silencio hasta el fin de los
tiempos. Tal vez nos estaba arrastrando a nosotros también,
aunque de forma tan lenta que no podíamos percatarnos del
peligro hasta que fuera demasiado tarde.
Cuando Tarkan nos dejó para volver a las sombras, como
acostumbraba a hacer, me acerqué a Usabius y seguí su mirada
hacia las montañas y el resto de Isstvan.
Otra cadena montañosa, un reflejo de nuestros propios
Colmillos Negros, se extendía hacia el sur. Más allá de ella se
encontraba una salina tan desolada como mi estado de ánimo. Las
piras seguían encendidas y emitían unas llamas más altas y
feroces que nunca. Me recordaron a los hornos de alguna máquina
infernal que funcionaba con la traición y el engaño como
combustible. Me fue difícil apaciguar mi ira al verlas, por lo que
aparté la mirada.
—Una misión más, amigo mío —le dije.
Usabius se volvió ligeramente para mirarme de lado.
—¿Ruuman ha encontrado algo?
Al parecer, mi hermano también había estado albergando
esperanzas. —La nave de desembarco del primarca. Está
confirmado.
Esbocé una sonrisa cuando Usabius acabó de volverse para
mirarme. Incluso detrás de su casco de batalla, sus ojos se
encendieron como faros. —¿Vulkan sigue con vida? —dijo, con
incredulidad al principio, aunque luego repitió con más confianza
—: ¡Vulkan sigue con vida!
Me dio una palmada en los hombros y su voz tembló de
emoción. Le aconsejé cautela, por mucho que yo mismo también
me estuviera dejando llevar por la esperanza.
—Solo es un Stormbird, hermano.
—¿Cómo de cerca está del enemigo?
—Demasiado cerca pero, con suerte, lo suficientemente lejos
como para que haya podido pasar desapercibido.
—Es una señal, hermano. Puedo sentirlo. —Usabius apretó un
puño, y se produjo un destello de azul cerúleo en las ascuas de sus
ojos—. Debemos partir de inmediato.
Le puse una mano sobre el brazo con firmeza.
—No. La Depresión de Urgall estará a rebosar de traidores en
estos momentos. Nuestra mejor opción es esperar hasta justo
antes del anochecer una vez más.
—¡Podría ser demasiado tarde! —insistió Usabius.
Le sujeté el brazo con fuerza.
—Ha sobrevivido hasta ahora, hermano. Si fracasamos puede
que no tengamos otra oportunidad. Si nos descubren a nosotros o
al primarca por no habernos preparado y actuado con cautela,
moriremos todos. Usabius cedió, y le solté.
—¿Cómo procederemos, entonces?
—Sulnar quiere hablarlo en el strategium.
—El tullido ha perdido la cabeza, Ra’stan. Sigue pensando que
Ferrus Manus está vivo y que no… —Usabius dejó de hablar al
recordar a Tarkan y bajó la voz—. ¿Él decidirá cómo se lleva a cabo
la misión?
—Él es el oficial de mayor rango.
—¿Y medio teniente equivale a un capitán completo y listo
para la batalla?
—Cálmate. Estás dejando que tus emociones te superen.
Usabius me dio la espalda y dejó que me marchara.
—No asistiré a esa reunión —dijo sin mayor emoción—. Te
esperaré en la rampa de desembarco y estaré listo para partir.
Incliné la cabeza.
—Si es eso lo que quieres.
—Lo es.
Permití que se produjera una pausa entre nosotros para que
la magnitud de nuestro descubrimiento pudiera calar del todo.
El primarca.
Vulkan.
—Me había empezado a desesperar, hermano —confesé.
—Y yo —repuso Usabius, con un tono de voz tan solo
ligeramente por encima de un susurro—. Si por lo menos pudiera
usar mi don… El Edicto de Nikaea había reducido a Usabius a ser
un guerrero más, un guerrero a mi cargo cuando antes había sido
mi igual. Pese a que soportaba la carga con honor y era un
guerrero ejemplar, no era la lealtad a un juramento anticuado lo
que mantenía sus poderes bajo control: desde la traición, muchos
de los antiguos miembros del Librarius habían utilizado sus
habilidades una vez más. Era el miedo.
No era un medio emocional ni un miedo a las represalias o a
las sanciones, sino más bien una falta de voluntad a exponerse a
múltiples tormentos y angustias. Todo aquel dolor, toda aquella
muerte, destilada en una sola ráfaga de fuerza psicológica.
Cualquier intento de encontrar a nuestro padre de aquel modo lo
habría acabado matando a él y a cuantos estuvieran cerca por el
desborde de energía psíquica.
O, como mínimo, habría hecho que Usabius se volviera loco.
Me sorprendía que aquello no hubiera sucedido ya.
—Lo encontraremos, hermano —musité con amabilidad.
—Te estaré esperando en la rampa de desembarco —contestó
él.
Asentí y dejé a Usabius solo con sus pensamientos.
Tarkan me detuvo cuando pasé por su lado en el pasillo
ventral. Me apoyó una mano en el hombro, aunque no me miró a
los ojos.
—¿Has encontrado lo que buscabas ahí fuera? —preguntó con
una voz profunda y chirriante.
Lo miré perplejo.
—Mi hermano vendrá conmigo más tarde —repuse.
Pese a que parecía que iba a decir algo más, se limitó a darme
una palmada en la hombrera y me dejó marchar.
Eché un vistazo hacia donde había estado decorando los
muros de la nave de desembarco.
—¿Qué es eso? —inquirí al ver letras grabadas en el metal. Leí
algunas de ellas: «Desaan, Vutlich, Konn’ador, Tarsa, Igataron,
Mendenach». Había muchos nombres, pero no estaban ordenados
por legión o por compañía, sino por el orden en el que los había
recordado. Entonces supe la respuesta a mi propia pregunta: era
un monumento.
—El viento sopla con fuerza aquí —explicó Tarkan—. Erosiona
las marcas. Y las cenizas las cubren también. Me estoy asegurando
de que no pasen al olvido.
—Sabía que había un santuario para los muertos en el
Purgatorio —dije—. Aunque no tenía ni idea de que estaba aquí ni
de que tú te encargabas de él.
—No todos ellos están muertos —repuso Tarkan—. Algunos
solo han desaparecido. —Apartó una franja de cenizas y reveló dos
nombres que conocía muy bien.
«Corax.»
«Vulkan.»
Ambos habían desaparecido y, según a quien se le preguntara,
se asumía que habían muerto o no.
—Creo que todos necesitamos pasar página antes de que nos
dirijamos a nuestra última batalla —dijo Tarkan—. Espero que
puedas hacerlo. Espero que pueda sanarte, hermano.
Sin saber muy bien a qué se refería, le di las gracias y me alejé
de él. —Que el Emperador camine a tu lado —le oí decir cuando
abandonaba su nido.
—Y a tu lado, Tarkan.
Usabius cumplió su promesa.
Tras nuestra conversación en la proa de la nave, no lo volví a
ver durante el resto de aquella noche ni durante el día siguiente,
hasta aquel momento. Estaba esperando junto a la rampa de
desembarco, con un bólter atado sobre un hombro y un puño de
combate que le rodeaba la mano derecha y el brazo. También
había conseguido algunas granadas de algún lugar, y en aquel
momento colgaban de una malla. Tenía una pistola bólter
enfundada en la cadera derecha y su cinturón de armas contaba
con cartuchos extra. El maltrecho casco, con sus lentes rotas y
marcas de quemaduras, aún cubría su rostro.
Hizo un ademán con la cabeza al verme.
Le devolví el gesto, y Vogarr y E’nesh hicieron lo mismo.
Los vigías no habían abandonado su puesto. Solo la muerte los
arrancaría de allí. Al igual que Sulnar, habían aceptado sus
destinos y aguardarían en aquel lugar hasta que llegara el fin.
Estaba a punto de decir algo cuando Usabius inclinó la cabeza
y vi que un tercer legionario se unía a nuestro grupo.
—¿Qué haces aquí, apotecario? —pregunté.
Haukspeer había surgido de las sombras, armado y ataviado
con su armadura, listo para la guerra. Había dejado su reductor y
lo había cambiado por unas cuchillas relámpago, y el casco de
batalla que portaba tenía un pico de ave y era negro como el
carbón.
—¿Acaso no es obvio? —repuso a través de la rejilla de su
casco de ave.
—Veo a un legionario que ha abandonado su juramento de
sanar y ha adoptado la postura de un guerrero.
—Nada tan poético como eso, Ra’stan —respondió Haukspeer,
al parecer sin afectarse ante mi pulla accidental—. Quiero morir
luchando, con las alas desplegadas y un grito de guerra en los
labios, no aquí metido en una jaula junto a los heridos y los
muertos. —Hizo un gesto con sus cuchillas relámpago para señalar
a la bodega entera—. Mi utilidad como sanador ha llegado a su fin.
Si lo que dices es cierto, y el enemigo está avanzando, entonces he
hecho todo lo que he podido por estos legionarios. Preservarlos
así, mantenerlos con vida solo para que acaben con ellos más
tarde, no es para lo que me llamaron ante el Apothecarion. Así
que, si no puedo sanar, déjame romper. Mataré a los enemigos de
mi legión y a los enemigos de mi Emperador una última vez antes
de rendirme ante la larga oscuridad y no volver a volar nunca más.
—Apretó el puño, y un impulso de energía se esparció por sus
cuchillas—. Incluso si esos enemigos antes eran mis parientes.
Miré de reojo a Usabius, quien inclinó la cabeza ligeramente.
Me alegré de ello, pues yo también quería contar con el
Guardia del Cuervo en nuestra misión.
—Además —añadió Haukspeer—, si vas sin mí, solo
conseguirás que te maten.
El sonido de la silla de ruedas de Sulnar acercándose
interrumpió mi respuesta, y me volví para mirar a nuestro
comandante herido.
—El plan está decidido —dijo—. He venido a desearos buena
suerte. Me incliné ante el Manos de Hierro, quien esbozó una triste
media sonrisa en respuesta.
—Los atraeremos aquí y los mantendremos ocupados —
continuó—. Pero nuestro sacrificio tiene que valer de algo.
—Si Vulkan sigue con vida, lo encontraremos —prometí. Miré
a Sulnar durante un momento y observé su rechazo a darse por
vencido, su pose noble a pesar de sus heridas y su orgullo
extraviado—. ¿Estás seguro de que no quieres venir con nosotros?
Deja este lugar y encuentra otro santuario. Muévete y sobrevive,
Sulnar.
—Igual que tú debes marcharte, Ra’stan, algunos de nosotros
tenemos que quedarnos atrás. Si los traidores están viniendo
hacia aquí, vuestra ruta será más segura. Déjame daros eso, al
menos. Déjanos daros eso. Le di un apretón de guerrero en el
antebrazo y asentí hacia Ruuman, que estaba detrás de él.
—Asegúrate de que la escoria de estas montañas sude por
cada gota de tu sangre que quiera derramar —le dije.
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—Lo juro por la vida de Ferrus Manus.
Por desgracia, el juramento de Sulnar no resultó muy
reconfortante. Y, en aquel momento, las puertas del Purgatorio se
abrieron y nos condujeron de vuelta al infierno.
Recordé el parte de la misión. Sulnar había examinado largo y
tendido la proyección hololítica de la zona de desembarco. En
comparación con el enorme tamaño de las fuerzas que habían
aterrizado allí y las cadenas montañosas en las que habíamos
establecido nuestra guarida, la Depresión de Urgall era una zona
modesta de unos veinte kilómetros cuadrados.
Un punto solitario que Ruuman había colocado había
parpadeado con entusiasmo en el monitor intermitente. Según lo
que habían transmitido las varas de mapeo sísmicas antes de que
las destruyeran, era allí donde había impactado la nave de
desembarco de Vulkan. La distancia entre el Purgatorio y la nave de
desembarco no era algo impensable. Habíamos trazado varias
rutas, unas líneas de color verde brillante prácticamente invisibles
tras la estática de la máquina. Habíamos descartado aquellas que
nos habrían acercado demasiado a las posiciones enemigas que
conocíamos y a la propia Depresión de Urgall, donde se
encontraban la mayoría de los campamentos de los traidores.
Aquellas líneas parpadeaban en rojo y señalaban unos caminos
demasiado peligrosos.
No hablé mucho durante la reunión, pues mis ansias por salir
nublaban mis pensamientos. Sentí las miradas de los demás
durante todo el proceso, sentí cómo me medían y me sopesaban,
como si quisieran determinar si estaba capacitado para llevar a
cabo la misión. Siendo un nacido del fuego, ¿acaso podría haber
existido alguien más capacitado? Tal vez Usabius había hecho bien
al negarse, pero uno de nosotros tenía que representar a la legión.
Vulkan era nuestro primarca. Si seguía con vida, lo
encontraríamos y lo traeríamos de vuelta.
Para cuando hubimos concluido, Sulnar parecía satisfecho con
lo decidido, aunque no pensaba proporcionar más recursos a la
causa. Atacar con todas nuestras fuerzas solo llamaría más la
atención y pondría en peligro la misión. Por aquella razón, la
aparición de Haukspeer en la rampa había resultado más
sorprendente aún.
Así que allí estábamos, cuatro legionarios que rodeaban un
holograma que parpadeaba y observaban una luz verde, como si el
color pudiera hacer que la misión fuera más segura o pudiera
garantizar el éxito.
•••
La ruta que habíamos escogido no estaba desprovista de peligros.
Abandonamos la montaña, dos guerreros ocultos en las sombras y
uno que era parte de la oscuridad, y nos encaminamos hacia el sur.
El camino nos condujo a través de los desguaces, los campos llenos
de vehículos rotos y destripados, naves caídas y formas hendidas
de tanques de batalla destruidos. Todo estaba lleno de restos, y ya
habían acabado con la vida de quien hubiera habitado los
compartimentos de carga y de tripulación, por lo que no nos
encontramos con enemigos.
Solo unos pocos y esporádicos grupos de cazadores
ralentizaron nuestro avance, unas escuadras de la muerte de los
Devoradores de Mundos que provocaron un arrebato de ira en
Haukspeer, aunque este se tranquilizó antes de revelar nuestra
posición. Los Guardia del Cuervos ya habían acudido al sistema
Isstvan anteriormente, pues habían descendido sobre el tercer
planeta del valle de Redarth para regocijarse ante otro mundo
sometido e iluminado por la Verdad Imperial. Aquella luz tenía
atisbos de sombra en aquel momento, manchada como unas tiras
de lúmenes antiguas que se tornaban marrones en los bordes y
amenazaban con apagarse para siempre.
Fueron los Devoradores de Mundos, pues ya no se hacían
llamar los Perros de la Guerra, quienes se enfrentaron a ellos
durante su regreso. Lo sabía porque estuve al tanto de sus
reuniones tácticas, pues las presencié en un silencio solemne
mientras mis compañeros capitanes describían cómo
combatiríamos con aquellos que antes habían sido nuestros
hermanos, cómo los mataríamos. También lo sabía porque
Haukspeer me había descrito el ataque, la ferocidad a raudales de
la legión de Angron y la perfidia que la siguió una vez los Amos de
la Noche hubieron revelado su verdadera lealtad. Donde una vez
habíamos tenido una rivalidad y unos aliados con los que
medirnos, a quienes admirar y contra los que competir, en aquel
momento todos y cada uno de nosotros contábamos con némesis.
En muchos aspectos, pensaba en los hijos de Curze como si fueran
los nuestros, por lo que había sucedido durante los primeros años
de la Cruzada. Si bien solo había oído hablar de ello y no lo había
presenciado, sabía que había dejado una marca indeleble sobre
nuestra relación con la VIII Legión, de vestimentas oscuras.
Dejamos el desguace atrás mientras la noche seguía cayendo y
los aullidos de la multitud enloquecida resonaban y nos
perseguían por la oscuridad. Nos dirigimos hacia el oeste, rozamos
el límite de las colinas de Urgall y nos adentramos en un terreno
más rocoso, donde la tierra volcánica caía sobre el borde de una
estepa vacía como las olas de un océano oscuro y solitario.
Tras otra elevación, la estepa dio paso a un entorno más
escarpado y lleno de montículos, y escalamos una larga y oscura
cresta para observar un amplio valle de una sombra aún más
profundas.
—Recuerdo este lugar —comentó Haukspeer, en una voz lo
suficientemente baja como para que solo pudiéramos oírlo
nosotros dos. Si bien el apotecario había formado parte de un
equipo de reconocimiento que había aterrizado en Isstvan V, en
aquel lugar solo habían encontrado cenizas, nada parecido a la
belleza bucólica de Isstvan III.
El desfiladero que descendía unos metros por delante de
nosotros era escarpado, aunque no imposible de cruzar.
Haukspeer había avanzado por delante de Usabius y de mí para
observar mejor el valle y noté que pisaba con suma cautela para
no soltar rocas desde la cima de la cresta. Pese a que unas piedras
diminutas que caían podían parecer algo de lo más inofensivo, aún
no sabíamos qué nos esperaba en la oscuridad del valle, si era algo
que dormía o si estaba esperando la llegada de alguna presa.
—Hicimos todo lo que pudimos al llegar, pero antes había vida
en este lugar —dijo el Guardia del Cuervo—. Brezo verde y
morado, liquen de un color azul cobalto que se aferraba con
tenacidad a la roca pálida. El suelo era oscuro y margoso y muy
fértil. Lo herimos, pero esto… ahora…
Lo que se extendía ante nosotros eran tierras baldías: roca
desnuda, arena dura, tierra muerta. Nada volvería a crecer en
aquel lugar nunca más.
—Eso era el valle de Redarth —le aseguré—. En Isstvan III,
hermano. No aquí. No en este mundo.
—Claro… —balbuceó Haukspeer. Las largas noches habían
hecho mella en todos nosotros, habían puesto a prueba nuestro
sentido de la realidad—. Tienes razón. Esto no es Redarth.
Asintió con solemnidad, demasiado emocionado como para
seguir hablando por un momento.
—Espera aquí mientras exploro el camino por delante —dijo
finalmente. Luego se esfumó, como un espectro mezclándose con
las sombras y volviéndose parte de ellas.
Transcurrieron varios minutos desde que el Guardia del
Cuervo se marchó hasta que Usabius decidió hablar.
—Es un milagro que hayamos podido llegar hasta aquí,
hermano. —Y, aun así, aquí estamos. Sulnar estaba seguro de que
su sacrificio nos abriría las puertas hacia el territorio de los
traidores, y parece que tenía razón. —Eché un vistazo hacia el
norte, detrás de nosotros, y luego hacia el oeste, hacia la
Depresión de Urgall. Los fuegos brillaban con más luz y más fuerza
que nunca e iluminaban el firmamento con sus garras
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incandescentes. Las escuadras de la muerte estaban en
movimiento y podía oír sus cuernos atronadores y discordantes
resonar en la noche; aunque me resultaba imposible saber si era
un llamamiento a las armas o al asesinato o simplemente se
trataba del anuncio de que habían encontrado supervivientes y
debían salir de caza.
La voz de Usabius me sacó de mi morbosidad.
—La nave de nuestro padre yace al otro lado de este valle.
Vulkan puede estar a nuestro alcance.
—¿Has pensado qué haremos si lo encontramos? —Me volví
para mirar a mi hermano y acentuar la intención de mi pregunta.
—Quieres decir cuando lo encontremos.
—No, si lo encontramos.
Usabius musitó algo. Por un momento, pensé que su ira y su
indignación saldrían a flor de piel una vez más, igual que había
ocurrido a bordo del Purgatorio, pero luego se desvanecieron.
Hundió los hombros ligeramente tras reflexionar.
—Esperaba que el primarca supiera qué hacer.
—Necesitamos su guía, ahora más que nunca. —Pese a que
dudé de si debía darle voz a lo que estaba pensando, evitarlo no
haría que la situación desapareciera—. Y si lo encontramos y
resulta que está muerto… ¿Entonces, qué, Usabius?
Mi hermano suspiró, una larga y profunda exhalación que
contenía todos sus nervios y su inseguridad.
—Entonces continuaremos todo lo que podamos, honraremos
el recuerdo de Vulkan y reduciremos nuestros enemigos a cenizas.
Era una buena respuesta.
—Hacia el yunque, hermano —dije, rebosando con el fuego de
la afirmación.
—Hacia el yunque —repitió Usabius.
Un instante después, vi que Haukspeer regresaba de su viaje
de reconocimiento. Tras dedicarme una mirada curiosa con la
cabeza ladeada como un pájaro, dijo:
—Hasta donde puedo ver, tenemos vía libre al menos durante
unos pocos kilómetros más. Pero hay algo en el ambiente de este
lugar… —se interrumpió a sí mismo, y pude oír la intranquilidad
que sentía el apotecario en su voz cuando continuó—. Creo que no
sería muy sensato quedarnos más tiempo de la cuenta en este
valle. Todos mis instintos me gritan que lo evite.
—¿Como una emboscada? —pregunté.
—No —repuso Haukspeer—. Otra cosa, solo que es algo que
no puedo llegar a identificar.
—¿Deberíamos evitar el valle y arriesgarnos a cruzar los
márgenes de las colinas de Urgall?
Haukspeer negó con la cabeza, y ya se estaba volviendo para
emprender el descenso por segunda vez.
—Sería demasiado peligroso —dijo—. Seguiremos bajando,
con los ojos y los oídos bien atentos. —Miró por encima del
hombro, por encima del generador de energía silencioso que
alimentaba su armadura—. Yo iré primero.
Usabius se encogió de hombros en mi dirección, y juntos nos
adentramos en las sombras con el Guardia del Cuervo.
•••
Perdimos de vista a Haukspeer casi al instante de llegar al pie del
valle. Era una cuenca profunda, angular y estrecha como una hoja
serrada, aunque lo suficientemente amplia como para que
cupieran tres legionarios.
En unos momentos noté la misma sensación intangible que
había perturbado a Haukspeer. Tras haber recorrido menos de
cien metros, me invadió una sensación desgarradora: sentía unas
cuchillas en la boca, a pesar de que no había sangre, y notaba
arenilla bajo las uñas, aunque tenía las manos recubiertas con
ceramita. «Picor» era el único modo que tenía para describirlo,
algo como la mira de una pistola en la nuca o un cuchillo que roza
la garganta.
—¿Sientes eso? —le pregunté a Usabius en un susurro.
—Como masticar clavos oxidados o caminar sobre cristal.
—Sí —repuse al darme cuenta de que nos habíamos detenido.
Comprobé el visor retinal de mi casco de batalla. La lectura de
distancia desde que habíamos pisado el valle por primera vez
rezaba «ochenta y ocho coma ocho metros».
Exactamente.
—Qué raro… —musité.
El comunicador crujió en mi oído.
—He encontrado algo —dijo Haukspeer, tenso.
—¿Estás bien, hermano? No suenas muy…
—Ven rápido y en silencio. Sigue la ruta de mi icono sin
desviarte un solo paso —me interrumpió, antes de añadir—: No
puedo creer que no me diera cuenta de esto antes. —Cortó la
comunicación.
Haukspeer no se encontraba lejos de nosotros. Estaba
agazapado sobre un montón de rocas y las estaba examinando una
a una con las puntas de sus cuchillas relámpago.
Comprobé mis retinas en cuanto alcanzamos su posición:
quinientos doce metros. Una vez más, se trataba de una lectura
exacta, y el dial terminó en cero cuando dejé de moverme.
—Ocho veces ocho multiplicado por ocho… —dije en voz baja.
Haukspeer se volvió deprisa.
—¿Cómo dices?
—No sé por qué he dicho eso. —Señalé hacia el montículo—.
¿Qué estás mirando?
El montículo era el doble de grande que un legionario y tenía
una base amplia que se iba reduciendo hasta formar una cima.
Oculto entre el polvo volcánico negro y la ceniza de Isstvan,
resultaba difícil ver qué era con exactitud.
Haukspeer sacudió la mayor parte del polvo con cautela, y
pude ver una calavera bajo todo aquello.
Me dio un vuelco el corazón y traté de contener las náuseas
que empezaba a sentir en el estómago y la ira que me acaloraban
el rostro y el cuerpo.
—¿Son quienes creo que son?
Haukspeer solo asintió. Apretó el puño y liberó un haz de
energía a través de sus cuchillas.
Usabius también se quedó sobrecogido al principio.
El montículo estaba formado por cráneos, las cabezas de
nuestros hermanos legionarios. Me negué a creer cuántas había.
—Nos vengaremos por esto —siseó Usabius.
—Mira a tu alrededor —dijo Haukspeer, sumido en un foso de
su propia desesperación personal.
Eso hice.
Si bien no me había percatado de su presencia hasta aquel
momento, estábamos rodeados de columnas de cráneos, como si
fueran los restos osarios de alguna ruina antigua y enorme.
Estaban escondidos tras el negro volcánico y tenían distintos
tamaños y formas. Algunos tenían forma de pilar, otros eran
tarimas planas o serpenteantes senderos de hueso hechos a partir
de las muertes de nuestros hermanos.
La tierra crujía bajo nuestros pies como la lutita o la orilla
llena de conchas de algún mar, aunque no era nada de aquello.
Habíamos caminado sobre los esqueletos de nuestros hermanos
muertos y los habíamos aplastado con cada pisotón de nuestras
botas.
Me invadió una furia que crecía cada vez más, y me sentí
poseído por las ansias de matar a los responsables de semejante
atrocidad, como si alguien hubiera encendido un interruptor en
mi mente. El odio me enrojeció la visión, y lo recibí de buen grado.
Oí los latidos de mi propio corazón enfurecido en mi cabeza y, tras
unos momentos, sonaba como un cántico.
No… Era un cántico.
—¿Oís eso también? —pregunté entre dientes. Tenía la
mandíbula tan apretada que pensé que se me iba a partir.
Usabius asintió.
—Lo oigo —balbuceó Haukspeer a través de la espuma que se
le estaba formando en las comisuras de los labios.
A mí también se me estaba formando espuma, y sabía a
sangre.
—Por ahí —dijo Usabius, y seguí su dedo estirado y
tembloroso.
—Proviene de esta dirección —dijo Haukspeer. A través del
tamborileo de la sangre de su cabeza, me pregunté si habría oído a
mi hermano.
Nunca nos llegaríamos a enterar. Cuando emprendió su
camino detrás del cántico, nosotros lo seguimos.
Unas heridas cortantes, tanto antiguas como recientes, formaban
unas franjas en la piel del guerrero encorvado, que también estaba
marcada con las costras que habían salido sobre los agujeros de
bala. Unos parches de lo que parecían ser continentes enteros
llenos de moratones formaban un mapa de cicatrices que se
extendía por toda su amplia espalda. Era muy musculoso, incluso
para un legionario, extremadamente corpulento, y estaba
agachado mientras rascaba sin cesar el cráneo hendido que
agarraba con sus anchos dedos. Una enorme melena de cabello
negro y rizado surgía del interior de su casco de batalla y caía
sobre su espalda hasta el inicio de sus grebas. Unas cadenas, en
lugar de protecciones para los antebrazos, ataban sus muñecas y, a
pesar de que trabajaba en el cráneo con el fervor de un matarife,
también poseía la habilidad de un carnicero.
Habíamos descendido hacia el valle oscuro, a donde
Haukspeer se había dirigido en unos tiempos mejores. Cómo había
cambiado la legión, que aquel supervisor bruto era el único
habitante del valle en aquel momento… Y sí que era un bruto.
Sabía que los Devoradores de Mundos eran perros rabiosos, pero
la legión de Angron había caído en gran desgracia si estaban
desollando la carne de sus hermanos y exhibiendo sus esfuerzos
como si fueran trofeos macabros.
Había un hacha clavada en la tierra cercana, con la hoja
manchada de un rojo oxidado. Junto a ella había una pila de
cadáveres desprovistos de armadura y adornos, desnudos para
que los tratara el carnicero. Al otro lado del Devorador de Mundos
se encontraba su cosecha carmesí, los huesos dispuestos para el
nuevo montículo que estaba fabricando.
Cualquier observador sabría que se trataba de un ritual y
sentí náuseas por el solo hecho de presenciarlo. La repulsión dio
paso a la ira y sentí que me hervía la sangre en una extraña
empatía hacia los hechos sangrientos que tenía ante mí.
Haukspeer ya había salido de su escondite y había encendido
sus cuchillas relámpago en un destello de energía azul.
El Devorador de Mundos olfateó a su alrededor, pues al
parecer había detectado el repentino aroma del ozono, y se puso
en pie. Me sacaba una cabeza, lo que lo hacía bastante más alto que
Haukspeer y solo un poco más que Usabius. Descartó la calavera
en la que había estado trabajando, la lanzó al suelo como si no
fuera más que vísceras desechadas, y empuñó su hacha rojiza. En
la otra mano aún portaba su cuchillo de desollar de hoja ancha.
Había estado tan enfrascado en su tarea que su torso había
quedado teñido de rojo por la sangre, además de su casco de
guerra con cuerno, en el que ya no se veían los colores azules y
blancos del legionario. Vi algunas marcas talladas en él, ocho
cortes en cada sien y un extraño aparato blasonado en la frente.
Era algo tribal y tan ancestral que no se podía reconocer: un rostro
angular y con las fauces abiertas.
El Devorador de Mundos bestial reprodujo aquella marca en
su propia expresión. Se había arrancado la rejilla del casco, por lo
que pude verle los dientes afilados en una sonrisa salvaje.
Pese a que atacar sin cautela no era algo propio de Haukspeer
e iba en contra de las tácticas de su legión, no había nada en aquel
encuentro que fuera típico. Incluso cuando me dejé llevar por mi
propia ira, no pude evitar la sensación de que había algo en aquel
valle que nos estaba manipulando, algo que había estado latiendo
bajo de la superficie y que en aquel momento había despertado
gracias a nuestra presencia. No sabía cómo me había percatado de
ello, ni por qué mis compañeros parecían ignorarlo, pero no podía
negar lo que sentía.
No importaba. Solo quería matar.
Haukspeer atacó como un loco y le espetó una maldición
aviaria al Devorador de Mundos.
El carnicero paró el embiste de las garras relámpago, un golpe
de todo o nada que partió el hacha del guerrero en dos, pero que
no llegó a alcanzarlo. Respondió con un duro puñetazo contra el
estómago de Haukspeer que hizo que el Guardia del Cuervo se
doblara sobre sí mismo al aplastarle el plastrón y levantarlo
varios centímetros del suelo. Haukspeer se echó atrás y jadeó
profundamente a través de la rejilla con forma de pico de su casco.
Aturdido y sin aliento, Haukspeer soltó un gruñido y se
abalanzó sobre el Devorador de Mundos una vez más, pero el
guerrero pesado se movió con una velocidad sorprendente para
esquivar el golpe apresurado y alcanzó la garganta del Guardia del
Cuervo con el antebrazo para aplastarlo.
Antes de que el Devorador de Mundos pudiera dar el golpe de
gracia, salté en ayuda de Haukspeer, quien permanecía agachado y
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en busca de aliento. De cerca, el Devorador de Mundos apestaba.
Sangre, sudor, metal…, era un hedor sobrecogedor que me provocó
chispas negras en el cerebro. La niebla del calor, de color rojo y
enfadada, vibraba en el borde de mi visión. Blandí un golpe al
mismo tiempo que sentía el mordisco de su cuchillo de desollar
bajo las costillas. El carnicero gruñó cuando mi golpe le hundió la
clavícula, y sentí que su brazo se quedaba inerte. El derecho, en el
que empuñaba el cuchillo, hizo un tajo. El cuchillo atravesó las
placas de la armadura; su hoja salvaje estaba tan hambrienta
como el guerrero que la empuñaba.
Volví a golpear al Devorador de Mundos con el puño, y el golpe
fue lo suficientemente fuerte como para aplastar huesos y romper
varias costillas.
Aun así, el Devorador de Mundos seguía dando cortes y pude
oler mi propia carne con la acción frenética de su cuchillo.
—¡Usabius! —grité, sin saber qué le había pasado a mi
hermano. Con el rabillo del ojo vi al Salamandra de rodillas,
sujetándose la cabeza y gritando.
Aquello lo confirmaba: había algo oscuro que se estaba
apoderando de nosotros en aquel valle y necesitábamos alejarnos
de allí lo antes posible. Blandí golpe tras golpe contra el
Devorador de Mundos, le aplasté el cuerpo y reduje su torso a una
pasta. Finalmente, la presión cedió, el cuchillo dejó de cortar, y fui
capaz de caer de rodillas, con mi enemigo muerto ante mí. No, no
solo muerto… Destruido.
Había tanta sangre que el Devorador de Mundos ya no parecía
siquiera humanoide. Su rostro y la parte superior de su cuerpo
habían desaparecido, reducidos a fragmentos de huesos llenos de
vísceras. Había matado en muchas otras ocasiones, y a veces con
brutalidad, pero nunca de aquel modo. Casi no podía reconocer
que el daño causado lo hubieran provocado mis propias manos, y
me miré los dedos ensangrentados, incrédulo.
—Está mue… —empecé a decir antes de que Haukspeer me
empujara.
El Guardia del Cuervo soltó un gruñido incoherente y me lanzó
al suelo. Incluso con una sola mano, era feroz, y sentí el aguijón de
sus cuchillas relámpago rozar mi flanco derecho. Giré sobre mí
mismo cuando caímos y aproveché que pesaba más que él para
darnos la vuelta y lanzar a Haukspeer al chocar contra el suelo.
Logró ponerse en pie primero, antes de que yo siquiera
hubiera podido ponerme sobre una rodilla, y sus cuchillas
desprendieron haces eléctricos según se movía de un lado a otro.
—¡Desiste! —le grité, prácticamente sin tiempo para
apartarme de otro golpe más, que solo conseguí esquivar porque
la delicadeza habitual del Guardia del Cuervo había sido usurpada
p
por el frenesí. Seguía aturdido tras el salvaje asalto del Devorador
de Mundos. Parecía querer continuar la contienda, solo que
conmigo como su oponente.
Y, durante unos pocos segundos, yo también lo quise. Quise
destripar al Guardia del Cuervo, romper sus frágiles alas y
dárselas de comer, aplastar su cráneo de pájaro con mis puños,
destrozarle los pulmones y…
Me sacudí aquella sensación de forma literal. Si bien la niebla
de ira no se disipó, sí disminuyó lo suficiente como para que
pudiera ver sin tener que observarlo todo a través de unas lentes
tintadas de rojo.
—¡No eres tú mismo! —grité al tiempo que adoptaba una
posición defensiva y trataba de encontrar a Usabius.
Haukspeer profirió un grito y esbozó un golpe salvaje con la
intención de cortarme la cabeza.
Contraataqué con fuerza hacia el golpe y usé el brazo para
detener el ataque. Le di un golpe con la mano libre, abollando un
lado de su casco de batalla y lanzándolo al suelo.
—Haukspeer —bramé—, estás luchando contra un aliado. Soy
yo. Soy Ra’stan —le supliqué. No por miedo de que fuera a
matarme, sino porque no quería matarlo a él.
No obstante, el Guardia del Cuervo no atendía a razones. Se
arrancó el casco maltrecho, con sus ópticos inutilizados y echando
chispas en el lado derecho, y mostró una máscara de ira salvaje
sobre su rostro de alabastro. —Vulkan misericordioso … —susurré
al ver que se abalanzaba sobre mí.
Si no podía rescatarle de aquella ira, tendría que matarlo.
Esta vez clavó su cuchilla como si fueran cuatro hojas de
gladio. Si bien cambié de posición y me aparté en el último
momento, me llevé una herida superficial por tardar tanto en
moverme, tras lo que le clavé el codo en la espalda expuesta. El
generador de energía se abolló. Con un segundo golpe conseguí
arrancar parte de su armazón y me llevé un puñado de cables con
él. El efecto fue instantáneo, pues la armadura de Haukspeer ya no
se veía alimentada por aquella fuente de energía externa. La
gravedad y la presión del repentino peso lo hicieron agacharse y
moverse con más lentitud.
Usé mi propio peso para lanzarlo al suelo, le clavé la rodilla en
el brazo de las cuchillas para mantenerlo a raya y le puse el
antebrazo en la garganta.
—¡Usabius! —grité de nuevo en busca de ayuda, pese a saber
que mi hermano bien podría haber sucumbido ante una aflicción
violenta similar. No obtuve respuesta, no podía verlo ni tampoco
buscarlo como era debido para saber qué le había ocurrido.
Ya incapacitado, parecía que Haukspeer se estaba calmando.
Tras el fin de la batalla, su biología se estaba ralentizando y lo
estaba devolviendo a la «posición dispuesta» en la que nos
mantenemos todos los legionarios cuando no nos encontramos en
combate.
—Basta —dije, intentando tranquilizarlo con el tono y la
cadencia de mi voz.
Con cada segundo que transcurría, su pecho ya no se movía a
tanta velocidad, la espuma de su boca estaba desapareciendo y sus
ojos ya no parecían tan abiertos y enfocados.
—Basta —repetí, soltándolo un poco para sopesar si podía
confiar en él o no.
Haukspeer asintió ligeramente entre jadeos, se lamió los
labios secos y tragó saliva para humedecerse la garganta seca
como el desierto.
—Estoy bien —rechinó—. Deja que me levante.
Tenía que asegurarme.
—¿Quién es tu primarca? —le pregunté, manteniendo la
presión. —Corax.
—¿Y cuál es tu planeta natal?
—Deliverance.
—¿Y quién eres tú?
—Morvax Haukspeer, apotecario. Guardia del Cuervo de la
Decimoctava Compañía.
—Eso era lo que quería escuchar.
Dejé que se levantara, pues el orgullo de Haukspeer le hizo
rechazar la mano que le ofrecía. El maltrecho generador de
energía le dio problemas, chisporroteaba y emitía un susurro
vibrante cuando antes había permanecido oculto y silencioso. Lo
había privado de él, le había arrebatado su ventaja.
—Lo siento, hermano.
—No has tenido otra opción —replicó el Guardia del Cuervo,
aunque sabía que estaba resentido por haber perdido su sigilo, y
pude ver cómo torcía el gesto tras intentar moverse en su
armadura—. Parece de plomo —musitó, gruñendo por el esfuerzo.
Vi a Usabius cerca de nosotros; también se había recuperado.
—Ayúdame a quitarme algo de esto —me pidió Haukspeer—.
No es más que peso muerto ya.
Entre los dos le quitamos el generador roto, la armadura del
antebrazo y la hombrera. Tampoco volvió a por su casco, sino que
se conformó con coger un puñado de tierra oscura para pintarse
los rasgos del rostro y ocultarlos.
Tras aquello, observé cómo Haukspeer comprobaba sus
nuevas capacidades de movimiento y carga. Sorprendentemente,
seguía siendo rápido y silencioso como una tumba.
g p y
—Tienes un don —le dije tras devolverle la mirada a Usabius
cuando él se acercó a nosotros por detrás del Guardia del Cuervo.
La mirada de mi hermano me dijo que todo iba bien, pero que la
experiencia le había drenado la energía. Decidí que mis preguntas
podrían esperar.
—En ese caso, no lo desperdiciemos —repuso Haukspeer.
Antes de continuar, pues sabíamos que no podíamos
permanecer en aquel lugar mucho tiempo más, me agaché para
examinar el cráneo sobre el que el Devorador de Mundos había
estado inscribiendo. No lo cogí ni lo toqué, me detuvo algún
sentido innato de autosupervivencia, algún instinto primigenio,
pero sí pude ver la marca tallada en el hueso. Era la misma que el
traidor muerto mostraba en el casco: aquella cara angular y con
las fauces abiertas.
—Destrúyelo —siseó Usabius en mi oído.
Me puse de pie y pisé fuerte con la bota para dejar el cráneo
hecho añicos.
Una ira naciente me nubló los pensamientos y el
comportamiento. Incluso aquel acto de destrucción simple y sin
emoción hizo aflorar en mí un deseo de hacer más daño.
—Deberíamos irnos —propuso Usabius.
—Sí, vayámonos de este sitio —respondí.
Haukspeer asintió.
—No quiero volver a verlo más.
Solo había muerte en aquel lugar, muerte que se adentraba en
la tierra. Muerte, ira y odio.
Agradecidos y con prisa, dejamos atrás el valle de huesos.
Me agazapé sobre un pilar de rocas y observé cómo Haukspeer se
acercaba al borde de la zona de impacto en la distancia. Desde mi
punto de observación tenía una excelente vista de la región de
Urgall, incluidas sus colinas, sus planicies de ceniza volcánica y la
propia depresión.
También podía ver las bandas de guerra hacia el oeste, pues
no podía pensar en otro término mejor para describirlos: eran
traidores que migraban hacia fuera en una horda. Algo había
despertado su interés, y, cuando vi que parecían dirigirse hacia el
norte, me pregunté si Sulnar ya habría puesto en marcha su plan
de sacrificio.
—Por suerte, nuestros encuentros en este viaje han sido
ligeros, hermano —dijo Usabius, agazapado a mi lado. Era como si
me hubiera leído el pensamiento, y asentí ante su afirmación.
—Pero ¿a qué precio? ¿Cuántas vidas de legionarios se habrán
perdido por la causa?
Al otro lado de la planicie, como hormigas que formaban una
colonia, los traidores comenzaban a reunirse. Algunos caminaban
en silencio y con determinación, otros entonaban cánticos y
viajaban sobre columnas de vehículos armados. Era una fuerza
inmensa, capaz de destruir toda resistencia que aún se estuviera
escondiendo en las montañas. Por suerte, el Dies Irae ya había
abandonado el planeta hacía tiempo, sin duda esclavizado hacia
otra de las causas impías del Señor de la Guerra. Aun así, la
ausencia del Titán no haría que nuestros hermanos sobrevivieran
más tiempo.
Usabius empleó un tono conciliador, como si pudiera sentir el
remordimiento y la angustia que sentía por haber abandonado a
nuestros aliados a su suerte.
—Sus vidas ya estaban perdidas, Ra’stan. Lo estuvieron en el
momento en el que los traidores volvieron sus armas sobre
nosotros y empezaron a disparar.
Pese a que sabía que Usabius tenía razón, aquello no hacía que
observar a los alegres asesinos de mis hermanos fuera más fácil.
Aparté la mirada y me concentré de nuevo en la zona del
impacto. Sin su armadura, el Guardia del Cuervo ya no era el
espectro que había sido antes, aunque seguía moviéndose con un
sigilo increíble y lo perdí de vista varias veces mientras se abría
paso por los restos.
—Como un fantasma —le dije al aire.
—¿Acaso no es eso en lo que nos hemos convertido ahora
todas las legiones destrozadas? —preguntó Usabius.
—Solo que los Guardia del Cuervos tienen la habilidad y el
sigilo necesarios para convertirlo en una ventaja.
Haukspeer no había desechado sus cuchillas relámpago, pues,
de todos sus mecanismos, aquel aún funcionaba y era un arma
formidable. Las mantenía gachas y a su lado, listas para silenciar a
cualquier centinela. Durante mi trayectoria militar, no había
tenido la oportunidad de presenciar a la XIX Legión en combate
pero, si aquella era la eficacia letal de sus apotecarios, me
asustaba pensar de lo que serían capaces sus tropas de asalto.
—Camina entre las sombras como si formara parte de ellas —
añadió Usabius.
—Tenemos suerte de que sea nuestro explorador, entonces —
dije, echando un vistazo a las colinas de Urgall a derecha y a los
sonidos de cánticos rituales que resonaban en ellas. Las bandas de
guerra se estaban acercando—. ¿Qué ha pasado?
—Se ha plantado una semilla oscura en ellos, hermano —
repuso Usabius—. Echó raíces en sus mentes y sus cuerpos, y esto
es lo que ha provocado. Esta maldad.
Le devolví la mirada por un instante.
p
—Experimentaste la fuerza penetrante en el valle. Haukspeer
casi me mató por ella.
—Y, aun así, no sucumbimos a sus efectos, ni nos sometimos a
nuestros propios instintos violentos. Si esto es algo contra lo que
se puede luchar, eso es precisamente lo que hemos hecho. Creo
que es por eso que nuestros hermanos se mantienen firmes en sus
juramentos de lealtad. Entrecerré los ojos en busca de la verdad
sobre la que Usabius estaba dando rodeos.
—¿Así que no crees que se trate de una rebelión sin más?
—¿Acaso lo que ocurrió en el valle de huesos fue natural?
—No —repuse, recordando la locura. Pensándolo en aquel
momento, era como si algo me hubiera poseído, o como si
estuviera atrayendo mis peores instintos, al menos. Tal vez no era
algo externo después de todo, sino una parte fundamental de mi
ser que había mantenido oculta o atada. El control mental
alienígena era algo con lo que las Legiones Astartes ya se habían
encontrado y tenía cierta explicación. En aquella ocasión se
trataba de algo similar, algo alienígena, pero la experiencia en el
valle había sido diferente. Parecía ser más bien una expresión,
como una parte ya existente de mi ser que se había desatado y
había tomado el control. De forma extraña, entender aquello hizo
que me perturbara todavía más. Me pregunté si Usabius habría
considerado lo mismo.
—¿Qué sentiste en el valle, cuando nos invadió la ira? —
inquirí.
Usabius evitó mi mirada, como si se sintiera avergonzado de
no haber acudido en mi ayuda o de no haber podido hacerlo.
—No lo sé —repuso—. Era rojo y húmedo. Y calor… Tanto
calor, como si se me estuviera cociendo el cerebro por dentro. Un
zumbido en los oídos, mil veces más alto que mil gritos de guerra
al mismo tiempo que degeneraban en una sola nota de violencia
pura.
—¿Mil veces mil?
Usabius dudó, como si no entendiera lo que le había
preguntado, antes de contestar:
—No. Ocho veces ocho por ocho… una y otra vez, una y otra
vez. ¿Qué significa?
—No lo sé, hermano.
Bajo mi punto de observación, Haukspeer hizo la señal de que
todo estaba despejado, y emprendimos la marcha.
El lugar del impacto bajo nosotros no era tan profundo como el
valle de calaveras. La mayor parte del fuselaje de la nave de
desembarco dañada se encontraba encima de una cresta plana de
piedra oscura, con otros restos y escombros más pequeños a su
alrededor. Conté varios cadáveres entre los restos, algunos
Guardia del Cuervo y Manos de Hierro, aunque la mayoría eran
Salamandras. Eran restos rotos y quemados, casi irreconocibles
como los orgullosos guerreros de la legión que habían sido en
otros tiempos. Los marines eran guerreros sin parangón, lo
suficientemente duros como para enfrentarse a cualquier enemigo
y acabar con ellos, sin importar su raza o su fuerza militar. Sin
embargo, aquella invulnerabilidad nunca se había llegado a
probar contra sí misma, al igual que tampoco se había enfrentado
a un impacto terrible desde el límite de la atmósfera.
La prueba de lo vulnerables que éramos en realidad resultó
perturbadora y yacía frente a mí como una abyecta lección de
humildad y de la importancia de los peligros del orgullo.
Si bien los heridos de la enfermería del Purgatorio eran duros
de soportar, aquello era algo mucho más difícil de sobrellevar.
Usabius se arrodilló junto a uno de nuestros hermanos caídos
e intentó levantarle la cabeza para comprobar si seguía con vida.
Cuando el cuello quedó colgando de forma antinatural hacia un
lado, supe que no era así.
—No veo supervivientes —susurré.
—No he encontrado a ninguno —repuso Haukspeer, quien
pareció haberse materializado detrás de mí tras permitir que
sintiéramos su presencia.
Intenté ocultar mi sobresalto.
—Tienes que enseñarme a hacer eso algún día —le dije,
bromeando. Rodeado por los muertos, el Guardia del Cuervo no le
encontró gracia al momento.
—No tenemos algún día. Nuestras vidas se miden en horas,
incluso en minutos ahora. Deberíamos mirar dentro —propuso, y
empezó a dirigirse hacia la puerta de cargamento, que estaba
abierta.
Usabius y yo lo seguimos, y mi hermano me dedicó una mirada
que insinuaba que nuestro compañero de viaje no estaba tan
tranquilo como habíamos pensado. Haukspeer había perdido la
cabeza en el valle de huesos y cabía la posibilidad de que algo de
aquella experiencia aún resonara en su interior. Sin saber qué era
lo que nos había asaltado, no podía estar seguro. Ni siquiera un
apotecario podría librarse del horrible dolor psicológico que
habíamos sufrido todos al sobrevivir a la masacre. Experimentar
una muerte a una escala tan grande pondría a prueba incluso la
fortaleza mental de un marine.
Al principio, en aquellos días en los que aún estábamos
intentando restablecer el orden y buscábamos en vano un
significado para lo que había pasado, oí historias de legionarios
que llegaban a quitarse la vida porque el peso de la angustia era
q g q p q p g
demasiado que soportar. Nunca lo hacían con una pistola en la
boca o en la frente, ni con una espada en el torso como se solía
hacer en la época del Imperio Romanii, sino que simplemente
salían de noche en busca del enemigo. No podía pensar en otro
modo para describirlo que no fuese suicidio. Aquellos que no
tenían el cuerpo roto como Sulnar albergaban otras heridas, las
que afligían la mente.
Observé al Guardia del Cuervo con atención cuando entraba
por la rampa abierta para dirigirse al reino de las sombras del
interior de la nave. Mientras lo seguía, intercambié una mirada
rápida con Usabius para indicarle que vigilara el flanco derecho,
pues yo me ocuparía del izquierdo. Podría haber cualquier cosa
dentro de la nave de desembarco. Mis ansias por encontrar a mi
padre, a Vulkan, eran algo casi sobrecogedor, pero no permití que
nublaran mi cautela. Lento, preciso, metódico: así nos había
enseñado a ser nuestro primarca, así es como iba a ser.
Pese a que la nave de desembarco parecía sumida en una
oscuridad perpetua desde fuera, una vez nos encontramos en el
interior vimos que no era así. Las tiras de lúmenes del techo aún
funcionaban; mejor dicho, algunas de ellas lo hacían. Parpadeaban
de forma intermitente y me recordaron la bodega de carga del
Purgatorio, lo que me permitió ver una escena de devastación
absoluta. Tuberías rotas, cables expuestos, mamparas aplastadas,
puertas partidas y arneses magnéticos destrozados… era como los
intestinos de un mastodonte metálico, destruidos y arruinados
por un golpe repentino y colosal.
El impacto había empujado el pasillo ventral hacia atrás,
seguramente cuando el morro del Stormbird había chocado contra
el suelo. La cabina se había derrumbado sobre sí misma y se había
partido por la mitad, y la presión de aquella destrucción había
empujado la mayoría de los asientos de las jaulas para tropas
hacia la bodega de carga.
Pasé por encima de un trozo de metal que sobresalía de la
cubierta donde la mitad del recubrimiento había ardido y había
revelado una rejilla doblada y destrozada debajo, y vi al primer
cadáver.
Era otro legionario Salamandra y, por un momento, traté de
resistirme al pánico que me hizo un nudo en la garganta al pensar
que se podría tratar de Vulkan. Solo que no lo era, y me maldije a
mí mismo por sentirme aliviado por ello.
Cuanto más nos adentrábamos en la nave, a través de cables
serpenteantes que soltaban chispas a espasmos, más cadáveres
veíamos. Un Guardia del Cuervo con la espalda rota y doblada
sobre una viga caída; un Manos de Hierro aplastado bajo un trozo
de techo que se había desprendido al caer la cubierta superior, un
q p p
Salamandra prácticamente invisible bajo una nube de vapor que
salía de una tubería de refrigeración cuyo nitrógeno líquido lo
había congelado, aunque al verlo de cerca quedó claro que murió
empalado por tres barras de hierro.
Por un momento pensé que el motivo por el que no habíamos
encontrado tantos cadáveres en la entrada era porque algún
depredador, propio de aquel planeta o no, se había dirigido al
lugar y se había hecho con la carne fácil sin atreverse a adentrarse
en la nave por miedo de lo que podría llegar a encontrar en la
oscuridad. Aparté aquel pensamiento de mi mente rápido, pues
era algo peligroso.
La muerte era multitudinaria y variada. Algunos legionarios
no mostraban ningún indicio que indicara cómo podían haber
muerto, pues seguían atados en sus asientos jaula, erguidos pero
muertos. La matanza estaba en todas partes, y aquella verdad me
aterraba más allá de los límites a los que me había condicionado a
sentir.
Si había tantos muertos y ningún superviviente, aquello solo
podría significar una cosa…
—Sigue adelante. —Usabius estaba justo detrás de mí y se
había detenido en seco. Me percaté, si bien un poco tarde, de que
yo tampoco me estaba moviendo.
—Tanta muerte… —susurré, lo que me ganó una mirada de
aprobación de Haukspeer, que caminaba delante de nosotros.
La nave medía poco más de cien metros, y nos había tomado
casi media hora llegar a aquel punto de la bodega de carga.
Usabius se limitó a darme una palmada en el hombro.
—No significa que él también haya muerto. Es posible que…
Haukspeer alzó sus cuchillas relámpago para indicarnos que
había visto algo.
Me acerqué a él.
—Movimiento —siseó, tratando de mantenerse tan agazapado
como le permitía su armadura antes de adentrarse en las sombras
y desaparecer un instante más tarde.
Sumidos en aquel silencio, oí las tuberías de ventilación, el
crepitar de la electricidad y los crujidos del metal al enfriarse
lentamente. Eran todos los sonidos que podía esperar en una nave
de desembarco vacía y desprovista de vida. Pero entonces se
produjo otro sonido más, un quejido distante. Resonó desde los
estrechos y contraídos confines de la nave, recorrió los pasillos y
alcanzó la bodega de carga, prácticamente inaudible hasta que nos
acercamos lo suficiente.
Alguien herido. Vivo.
Me apresuré a avanzar, pero Usabius me retuvo.
—Tranquilo, hermano. No sabemos a qué nos enfrentamos
aún.
—Puede que sea Vulkan —dije prácticamente en un grito
ahogado, sin respiración por la esperanza.
—Tranquilo.
Parte del techo había caído sobre la bodega de carga, lo que
había hecho caer losas metálicas, columnas y fragmentos de la
superestructura de la nave de desembarco. Aquello creaba una
especie de mampara dentada, un punto ciego considerable en cuya
esquina nos habíamos situado para observar.
El pasillo, lleno de cadáveres y envuelto en restos, hacía difícil
recorrer aquella parte de la nave. Tuvimos que pisar con cuidado y
detenernos cada pocos segundos para asegurarnos de que el
sonido seguía allí y que nuestro padre seguía con vida.
Me dije a mí mismo que era Vulkan. Hice que mi voluntad lo
hiciera real. Pensar en cualquier otra cosa sería rendirse ante la
desesperación, darse por vencido por completo, y había llegado
demasiado lejos y había soportado demasiadas atrocidades como
para sucumbir ante eso.
La ruta a través de la nave de desembarco se volvió más
estrecha aún, más difícil de cruzar. Un impacto lateral había
aplastado una sección de la bodega de tropas contra el flanco del
Stormbird. A través de un osario de cuerpos rotos y restos del
impacto vi las botas de un guerrero medio oculto tras una viga
caída. Haukspeer era un espectro que flotaba delante de mí y que
aparecía y desaparecía como la imagen rota de un pictógrafo
mientras un solo lumen que parpadeaba sobre nosotros arrojaba
su luz sobre distintas partes del pasillo. Había alzado las cuchillas,
la señal para que nos detuviéramos.
Necesité hasta el último atisbo de mi determinación para
hacerlo, y más aún cuando vi que aquellas botas se movían. Si bien
era un movimiento pequeño y habría sido fácil no verlo,
estábamos tan quietos y escuchábamos y observábamos con tanta
atención… En mi mente vi las grebas adornadas de mi padre, el
color verde oscuro de su armadura, su capa de esmeralda que caía
sobre él como una cascada, las fauces de colmillos de su aterrador
casco de batalla, aquellas lentes que desprendían poder y
compasión…
«Vulkan…»
Rodeados por la oscuridad, aquellos detalles eran imposibles
de distinguir. No obstante, oí que la figura soltaba un gemido, y
luego se produjo otro sonido sobre nosotros.
El Guardia del Cuervo alzó la mirada.
Me percaté de que la tira de lúmenes se agitaba con más
fuerza, ya que las vibraciones de algo que se movía por encima se
y q g q p
transmitían a través del casco de la nave de desembarco.
—Haukspeer, ¡tenemos que acercarnos a él ya!
Intercambié una mirada con Usabius. En los próximos
segundos nos dirigiríamos hacia Vulkan.
—Espera… —siseó el Guardia del Cuervo—. Algo no va…
El chirrido del metal al rasgarse quebró el silencio y una dura
luz artificial penetró a través del techo, donde acababan de
arrancar el casco de la nave de desembarco. El blanco magnesio se
tornó rojo rubí cuando el cazador ciego se inclinó y pudimos verlo
agazapado sobre el agujero que acababa de crear en el techo. Un
grito discordante de alarma y excitación brotó de su cuerno
desgarrador con el repentino descubrimiento de su presa.
Nosotros.
—¡Matadlo! —rugí, y desaté mi bólter.
Los impactos de los proyectiles explosivos chocaron contra el
cono de la nariz del cazador ciego, haciéndolo tambalear y
obligándole a contraer sus brillantes fosas nasales. Retrocedió
cuando le disparé otra descarga y quedó medio agazapado, como
un púgil que acababa de recibir un puñetazo, antes de desaparecer
de allí.
Durante el breve respiro, agarré a Usabius del brazo.
—¡Ve con Vulkan! —le ordené con prisas—. Protégelo, sácalo
de aquí si puedes. Haukspeer y yo entretendremos a esta cosa.
No me lo discutió. Usabius hizo lo que le había pedido, se
apresuró por el pasillo destrozado por debajo del agujero del
techo y continuó corriendo.
—¡Haukspeer! —grité, aunque el Guardia del Cuervo ya se
estaba dirigiendo hacia mí.
—Corramos —dijo él.
—Así es. Debemos entretenerlo para que…
—Solo dime una cosa, Salamandra —me interrumpió—.
¿Sigues siendo mi aliado? ¿Puedes hacerlo?
No estaba seguro de a qué se refería Haukspeer. Tal vez había
experimentado demasiadas atrocidades en su apotecarion
improvisado, quizá había visto a guerreros duros como el hierro
romperse como un metal frágil y oxidado y aquello le había hecho
perder la fe en cualquier guerrero que se encontrara bajo presión.
—Puedes contar conmigo, hermano —le aseguré, justo antes
de que las luces rojas del cazador ciego regresaran—. Hasta el
final.
Haukspeer echó un vistazo rápido por encima del hombro e
hizo un gesto hacia un pasillo estrecho que se alejaba de la bodega
de carga.
—Por aquí.
Lo seguí, con el alarido iracundo del cuerno resonándome en
los oídos.
El calor me golpeó la espalda en una repentina y punzante ola
de presión. Además de sus garras, el Mechanicum Oscuro había
dotado a sus cazadores ciegos con muchas otras armas. Una
unidad lanzallamas suspendida estaba pensada para purificar, y
creí ver el brillo de dos armas montadas en los hombros de la
máquina en el vistazo que le pude echar al monstruo durante el
destello del fuego de mi bólter.
Podría tratarse de cañones automáticos, aunque también
podría ser otra cosa, algo peor. Sabía que los bípodes contaban con
enredaderas llenas de un monofilamento cortante, mientras que
otros portaban armas de radiación debilitante. Una armadura
dura, un caparazón de ceramita, ocultaba algún horror biológico
desconocido en su interior, pues los cazadores ciegos eran mitad
orgánicos mitad máquinas y eran prácticamente invulnerables a
las armas convencionales. Haukspeer y yo nos apresuramos a
recorrer la bodega de carga repleta de restos y, mientras
tropezábamos con los cadáveres o nuestras armaduras se
quedaban enganchadas en las partes destrozadas de la nave, deseé
contar con algo más potente que un bólter.
Después de que el chorro de llamas no lograra matarnos, el
cazador ciego no nos persiguió. No podía hacerlo, pues los
confines del Stormbird caído eran demasiado estrechos. En su
lugar se apresuró a recorrer el tejado. Oí cómo sus garras abrían
agujeros en el casco según nos rastreaba con sus sensores. Por
mucho que se les denominara cazadores ciegos, los bípodes
contaban con el sentido de la vista. Gracias a la dolorosa y
normalmente mortal experiencia, habíamos averiguado que las
luces de búsqueda que utilizaban contaban con algún tipo de
rastreador biológico y una ola de rastreo térmico. No sabía por
qué los haces de luz cambiaban de blanco a rojo, aunque
sospechaba que era alguna peculiaridad del componente orgánico
de los bípodes. Nada de aquello importaba en aquel momento. Lo
único relevante era que ningún legionario había conseguido
correr más que uno de aquellos monstruos a pie y que los
encontronazos con los cazadores solo acababan con la muerte del
bípode o de su presa. Hasta donde yo sabía, lo primero aún no
había llegado a producirse nunca. Nuestras posibilidades de
supervivencia, por tanto, eran muy escasas.
Los últimos granos de mi reloj de arena parecían estar
llegando a su fin. No tardarían mucho en agotarse por completo,
así que me prometí que le otorgaría a Usabius tiempo suficiente
para llevar a Vulkan hasta un lugar seguro. Si mi vida no
significaba nada más, al menos valdría para aquello.
g p q
Haukspeer se detuvo en el extremo del pasillo y alzó la vista.
—¿Qué haces? —pregunté—. Tenemos que hacer que nos siga.
Si dejamos que alcance…
—Demasiado tarde. Escucha —me pidió, señalando hacia el
techo con una de sus cuchillas.
Fruncí el ceño.
—No oigo nada.
—Precisamente —replicó el Guardia del Cuervo—. Se ha
detenido.
Seguí su mirada.
—¿Sobre nosotros?
Haukspeer asintió con lentitud y se apartó cuando alcé mi
bólter.
Pese a que las probabilidades de que mis disparos penetraran
los restos destrozados del techo eran ínfimas, no estaba
intentando alcanzar al cazador, sino alentarlo.
Por el rabillo del ojo, vi que Haukspeer extraía una granada de
fragmentación de su cinturón.
—Listo. —No esperé ninguna respuesta y apreté el gatillo.
Los proyectiles reactivos destrozaron el techo, arrancaron
secciones enteras del metal roto y revelaron las múltiples
fracturas del casco. Unos enormes pedazos de tuberías, los restos
de la cubierta superior y las placas de blindaje chamuscadas
cayeron en cascada. El cazador ciego cayó con ellos, sobresaltado
cuando el suelo se abrió bajo sus pies. Medio enterrado y sobre
una rodilla del revés, me miró con malicia con sus luces de
búsqueda carmesí. Permití que soltara un rugido con su cuerno
antes de disparar otra ráfaga. Aquella vez alcancé su arsenal
colgante y perforé el tanque del lanzallamas, lo que lanzó
promethium incandescente sobre su cuerpo en forma de pastilla
en una ola incendiaria.
Parte de la deflagración también me alcanzó a mí, y la aguja
que indicaba la temperatura interna de mi armadura saltó de
repente a la línea roja de mis retinas, pero la ignoré. Rendirme en
aquel momento, titubear o dudar durante un instante, significaría
la muerte.
—¡Lánzala! —grité con la esperanza de que Haukspeer me
oyera.
Un estruendo ensordecedor, seguido de una explosión de
presión densa, me confirmó que así había sido. El suelo se abrió
bajo mis pies o, mejor dicho, la explosión de la granada me hizo
salir por los aires y golpeé una jaula de tropas rota. Me abrí
camino entre una pila de cadáveres y disparé un tiro rápido. Mi
puntería no fue la mejor al haber disparado con una mano, pero el
destello resultante me permitió ver que Haukspeer se estaba
p q p
enfrentando al monstruo con sus cuchillas relámpago, una
antorcha desafiante en medio de la oscuridad.
El cazador ciego estaba envuelto en unas llamas que se
estaban consumiendo poco a poco. Tenía un hueco en el caparazón
y parte de la metralla se había clavado en él con bastante
profundidad. Herido pero todavía móvil, con la unidad
lanzallamas inutilizada y con el resto de su arsenal intacto, el
bípode había perdido poca eficacia de batalla. Cuando Haukspeer
se abalanzó de nuevo contra él, una de las armas montadas en las
hombreras del cazador ciego cobró vida.
Me equivocaba. No se trataba de cañones automáticos. Los
proyectiles sólidos habrían sido algo piadoso comparado con lo
que sucedió en realidad. Un rayo de fusión se formó en el hombro
izquierdo del cazador y su amplia dispersión hizo que fuera difícil
de esquivar. Haukspeer lo intentó, pero el borde de las microondas
pulsantes lo alcanzó en el costado derecho, algo cruel dado que su
lado izquierdo ya era una ruina. Sus cuchillas relámpago se
apagaron y cayeron, lo que se llevó la mayor parte de su brazo
restante. El ataque del Guardia del Cuervo quedó reducido a un
grito de agonía. Cayó, rodó y se tambaleó por el suelo hasta
desplomarse. Cuando Haukspeer alzó la cabeza, aún con la
intención de seguir luchando, la segunda arma del cazador ciego
se puso en marcha.
Un trozo de monofilamento surgió de la boquilla en forma de
flauta de una enredadera y se expandió en una red de cristal
reluciente y letal. El instinto, las terminaciones nerviosas a flor de
piel de Haukspeer, lo hicieron sacudirse para intentar
desprenderse de la red que lo ataba, pero hasta el movimiento
más ínfimo, la respiración, un espasmo muscular o incluso un
parpadeo, harían que la red se contrajera. Si bien esa presión
extrema sobre los pulmones y la laringe acabaría con la víctima en
una situación normal, Haukspeer era un legionario y su aguante
trascendía la de los hombres corrientes. Su destino serían los filos
de la red, sus salvajes dientes, que eran tan afilados que
resultaban imposibles de ver, por mucho que sus efectos no lo
fueran.
Aparté la mirada cuando el Guardia del Cuervo comenzó a ser
destrozado por el cazador dentro de su armadura, casi sin
percatarme de que seguía disparando y de que mi bólter acababa
de emitir un clic que indicaba que se había quedado sin
proyectiles. El silencio repentino se llenó al instante con los
últimos gritos de Haukspeer. Oí desafío e ira en aquel último grito
y me enorgullecí de forma egoísta por ello.
Lancé mi inútil bólter a un lado y blandí mi espada sierra.
—Ven aquí, cabrón…
q
El cazador ciego, enmarcado en la luz que se colaba por el
agujero del techo, se volvió con lentitud y fijó sus luces rojas en mí.
Unas garras gemelas se extendieron bajo su torso y se desplegaron
en un movimiento extraño y sincopado. Apretó cada una de sus
tenazas una sola vez y volvió a colocar sus armas montadas en una
posición de espera, pues sabía que se enfrentaba a una batalla
fácil.
Nunca había visto la malicia expresada por una máquina. No
hasta aquel momento.
El corto zumbido que produjo su cuerno pareció resonar como
una carcajada sádica.
—El fuego de Vulkan late en mi pecho… —empecé a decir,
preparándome para mi última batalla según se acababa la tierra
oscura.
Un sonido agudo que provino de arriba hizo que entrecerrara
los ojos y me hizo daño en los oídos, a pesar de encontrarme bajo
la relativa protección del casco. Se produjo un breve destello, como
el resplandor de una nova, antes de que un rayo de energía
fulgurante alcanzara al cazador ciego en todo el pecho. La luz,
terrible y penetrante, perforó el metal. Imparable.
El cazador se retorció con el impacto del rayo y el zumbido
que emitía se convirtió en una tos vibrante. Las armas montadas
en sus hombros se recolocaron en posición de forma desesperada
y empezaron a sacudirse de un lado a otro en busca de su agresor,
pero era demasiado tarde. Los componentes orgánicos del cazador
ciego estaban muertos o cerca de la muerte. Las piernas se le
doblaron bajo su propio peso y el torso echó humo por la herida
abierta.
Oí el zumbido de un condensador que se cargaba de energía
una vez más antes de que un segundo rayo cruzara las sombras,
atravesara el cono de la nariz del cazador y le calcinara las fosas
nasales. Localicé a quien había disparado; la silueta de un
legionario, con las piernas ocultas tras un cañón que colgaba de su
hombro. El rayo había provenido de su arma y, a pesar de que
parpadeaba con una energía intermitente, era poderosa. La
armadura que había desafiado las balas de mi hermano se había
rendido ante el proyector de rayos de conversión y, en aquel
momento, supe la identidad de mi salvador.
Cuando el cazador por fin quedó reducido a una pila de metal
destrozado y materia orgánica calcinada, el legionario dejó de
apuntar con su cañón y me llamó. Su voz resonó alrededor de la
cámara llena de escombros y se volvió más fría, más mecanizada.
—¿Estás herido, hermano?
—No, Ferroforjado —le respondí a Erasmus Ruuman—, pero
Haukspeer ha muerto.
p
Ruuman dejó de hablar durante unos segundos, como si
estuviera sopesando la respuesta adecuada.
Una vez lo hizo, su elección fue apropiada.
—Es una gran pérdida para su legión.
—Ha muerto con honor —dije, decidido a no mirar hacia los
restos del cuerpo de Haukspeer, pues para entonces la red ya lo
habría destrozado por completo. No habría mucho que ver y no
tenía ningún deseo de recordar a un guerrero noble y a un amigo
de aquel modo.
—No vengas hacia aquí —le advertí a Ruuman—. Es difícil ver
dónde pisar. Muchos de los fallecidos tuvieron muertes poco
honradas aquí, hermano.
—He hecho un escaneo biológico de la nave —repuso el
Ferroforjado— y he detectado un solo signo vital más, pero es
débil.
—Nosotros también lo hemos detectado. Voy en su busca
ahora mismo.
—Muy bien. Cruzaré por el techo —dijo Ruuman—. Nos
encontraremos en la salida hacia la bodega de tropas.
—¿Qué salida? —No había visto nada parecido desde que
habíamos entrado en la nave.
—Es un agujero en el casco. Lo sabrás cuando lo veas.
Estaba a punto de salir de allí para dirigirme a la oscuridad en
la que con suerte Usabius y mi primarca me estarían esperando,
cuando alcé la vista.
—Ruuman, no sé cómo ni por qué estás aquí, pero te debo la
vida. —Te lo explicaré en el otro lado de la nave —repuso el
Ferroforjado antes de desaparecer de mi vista.
Con el corazón latiendo a mil por hora, tanto por la
anticipación como por la adrenalina, me apresuré a recorrer la
nave de vuelta al pasillo en el que habíamos encontrado al
superviviente.
—Espero que estés volando con libertad ahora, amigo mío —
musité hacia las sombras antes de salir.
Usabius no estaba allí. Se había ido a algún otro lugar y ya no
me estaba esperando. Los pies metidos en botas del superviviente
sí que estaban allí, pero mi hermano de batalla no. Por un
momento me temí lo peor, que Usabius hubiera muerto y el
superviviente también. Mi mente conjuró una breve visión del
cazador ciego matándolos a ambos antes de venir a por nosotros.
Si bien sabía que no habría tenido tiempo suficiente para hacerlo,
mis sentidos no eran lo más fiable en aquellos momentos, por lo
que tal vez hubiera transcurrido más tiempo del que pensaba. El
pánico tomó el control de mis extremidades, las llenó de una
energía nerviosa, y empecé a correr.
g y p
Solo frené y me detuve cuando pude acercarme al
superviviente y comprobarlo por mí mismo.
No era Vulkan. Ni siquiera era un Salamandra.
Ataviado en una armadura magenta con un águila rota que
adornaba su pechera, el superviviente ni siquiera era un aliado.
Estaba desplomado contra los confines medio aplastados del
muro de una celda de detención y salpicado por su propia sangre.
Era uno de los hijos de Fulgrim. Miembro de los Hijos del
Emperador. Un prisionero. Mi enemigo.
Usabius también debía haberlo visto, y la esperanza de que
siguiera con vida se encendió en mi interior.
Mi enemigo soltó un gruñido. Pese a que estaba moviendo los
pies enfundados en botas, solo permanecían unidos a su torso por
el más delgado de los hilos. La mayor parte de su costado
izquierdo también había sido aplastado, y la armadura estaba
abollada y partida. Los guerreros de Fulgrim eran esclavos hasta la
perfección y, mientras escuchaba cómo el que tenía frente a mí se
quejaba, me pregunté si sería el hecho de encontrarse en aquellas
condiciones lo que lo aquejaba, y no el propio dolor.
—¿Quién eres? —exigí, acercándome lentamente a él con mi
sierra al frente.
Abrió un ojo. Solo uno, pues el otro lo tenía demasiado herido
como para abrirlo. El legionario de los Hijos del Emperador volvió
la cabeza, lo que imaginé que sería un movimiento que le
provocaba una agonía terrible, aunque él pareció regocijarse.
—¿Salamandra…? —jadeó y esbozó una sonrisa de dientes
manchados de rojo—. ¿Los de tu especie aún seguís vivos? —
Aquello le pareció divertido, hasta que me agaché para colocarme
a su nivel y le di un puñetazo en el plastrón. Pese a que fue un
golpe ligero, pues no quería matarlo aún, se hicieron unas grietas
más recientes sobre el águila burlona que llevaba.
—Responde a mi pregunta, traidor —gruñí, tratando de
mantener la calma.
El guerrero escupió sangre e inhaló lo suficiente para poder
hablar. —Lorimarr.
Intentó soltar una carcajada, pero se quedó a medias por un
ataque de tos. La saliva y la sangre mancharon la ruina de su
plastrón, aunque ya no se podían distinguir entre el resto de las
heridas.
—¿Dónde está Usabius? —pregunté tras acercarme un poco
más, muy consciente de las pisadas fuertes de Ruuman en el techo
sobre nosotros.
—¿Quién? —repuso Lorimarr—. Eres el primero que veo.
—No me mientas. —Por mucho que quisiera hacerle probar
mi espada, vi la futilidad de la tortura al instante. Solo la
p
disfrutaría—. El guerrero con el que he entrado en la nave, otro
legionario Salamandra como yo. ¿Dónde está?
—No he visto a nadie antes que a ti.
—¡Mentira! —Blandí mi hoja y dejé que viera sus dientes
serrados y que imaginara cómo se clavaban en él. Si aquello iba a
darme la verdad, pensaba mutilar al traidor igual que él había
mutilado a un número incontable de mis hermanos de batalla.
Lorimarr se obligó a soltar una risa que minó mi amenaza.
—¿Qué puedes hacer además de matarme? —preguntó—.
Ninguna espada me soltará la lengua. No queda nada con lo que
amenazarme. Además —añadió, tornándose más serio—, no estoy
mintiendo. Eres el primero que veo —repitió con una ligera
sonrisa formándose en las comisuras de los labios—, solo que no
el primero que oigo. Tuvieron una muerte lenta los tuyos…
gritaron por su padre.
Al límite de mi paciencia, estaba a punto de golpearlo y acabar
con él cuando una voz dijo:
—Hermano…
Me volví y vi a Usabius al final del pasillo, oculto entre las
sombras. —Pensaba que estabas mue…
—Por aquí —me interrumpió de forma sombría, y empezó a
caminar esperando que lo siguiera.
Lorimarr siguió mi mirada hacia las sombras y, cuando volvió
a mirarme, empezó a reírse sin control.
—Delicioso —jadeó entre sus lágrimas, dolor y placer—.
Exquisito. —Su locura estaba acabando con él, aunque dudaba de
que le importara. Ignoré a aquella escoria y seguí a Usabius.
Ruuman tenía razón sobre la salida hacia la bodega de tropas
pero, tras atravesar la puerta destrozada, él no estaba allí. En su
lugar vi a Usabius, quien me esperaba a menos de cincuenta
metros de la nave de desembarco. Estaba de pie, dándome la
espalda, y tenía la mirada clavada en algo que yacía en la arena
oscura.
Me acerqué a él e intenté no escuchar la risa desquiciada que
resonaba desde el interior de la nave de desembarco al tiempo que
deseaba que Lorimarr muriera en aquel mismo momento.
—Yo también he querido matarlo —me dijo Usabius, con los
bordes de algo situado frente a él apareciendo en mi visión por
encima de su hombro.
—¿Por qué no lo has hecho? —pregunté, y vi que estaba
observando un casco de batalla medio enterrado en la arena de
Isstvan.
—Porque he encontrado esto.
Con unos adornos elegantes, tan bien fabricado que hacía que
se me saltaran las lágrimas con solo presenciarlo, me di cuenta de
g p
lo que había atrapado a mi hermano.
Ante nosotros yacía el casco de batalla de un primarca, el
casco de batalla de Vulkan.
Durante un momento breve pero macabro, esperé no
encontrar una cabeza en su interior. Me agaché para recogerlo y vi
que no había sangre, ningún indicio de ninguna herida, ni siquiera
de que había pasado por una batalla.
Solo era un bello casco de batalla que yacía de forma
incongruente sobre la tierra, descartado.
Me temblaron los dedos cuando me acerqué a tocarlo, y casi
pude sentir la resonancia de mi padre emanando de aquel metal
templado por el fuego. Vulkan había creado aquella pieza de
armadura con sus propias manos y aún albergaba cierto grado de
su presencia y su poder. Vi un rostro y su aspecto aterrador y
forjado, sus lentes que relucían como joyas, la mandíbula de oro, el
hocico plano. Era Vulkan, el rostro que le había visto portar en
batalla una y otra vez, su cara de guerra, y me helaba la sangre
presenciarlo en aquel estado, tan vacío de vida. A pesar de que
debía haber estado sobre la arena durante muchas horas, tal vez
incluso durante días, el casco seguía caliente como si acabara de
salir de la forja. Sentir su calor incluso a través de la ceramita de
mi guantelete hizo desaparecer el frío y me proporcionó fuerza.
Una ligera desesperación siguió la estela de mi alegría inicial.
Al unir con cuidado el casco de Vulkan a mi cinturón de forma
magnética, me percaté de por qué Usabius no lo había recogido.
—Nuestro primarca no habría dejado su casco aquí por
voluntad propia —dije, poniéndome de pie—. Y si su cuerpo no
está aquí y no hay pruebas de su muerte, entonces… —Me volví.
—Entonces lo ha capturado el enemigo y está en alguna otra
parte —concluyó Usabius.
—¿Cómo lo encontraremos?
Usabius negó con la cabeza lentamente, y aquello solo
consiguió acrecentar la sensación de derrota que sentía.
—No lo sé, Ra’stan. La nave de desembarco era nuestra
brújula. Sin ella, no tenemos rumbo, nada que nos guíe. Sin ella,
estamos…
—Perdidos, hermano —acabé.
Ruuman anunció su presencia con el estruendo de sus fuertes
pisadas sobre el techo de la nave de desembarco. El Ferroforjado
se había tomado su tiempo. Supe por qué cuando vi los
magnoculares que llevaba en la mano.
—Los traidores están en movimiento —dijo, y su voz de hierro
resonó en el espacio entre nosotros—. El Purgatorio ha sido
destruido.
Tensé la mandíbula al apretar los dientes.
p
¿Qué otra cosa nos quedaba en aquel momento salvo una
venganza insignificante?
—Tenemos a uno de ellos dentro de la nave —dije, y ambos
entendieron lo que insinuaba.
Ruuman bajó la mirada un poco al ver el casco de batalla
unido a mi cinturón.
—Creo que la venganza sería comprensible. —El Ferroforjado
asintió, como si me diera su aprobación para lo que había decidido
hacer—. No tardes —añadió, volviéndose—. Me quedaré vigilando.
Entré en la nave una vez más, con Usabius detrás de mí.
Lorimarr nos estaba esperando. Apoyaba la cabeza contra el
fondo de su celda rota, y partes de su plastrón destrozado se
elevaban y se hundían al ritmo de la respiración trabajosa del
legionario.
—Estoy muerto de todas formas —siseó hacia la oscuridad, sin
molestarse en abrir el ojo en aquella ocasión. Le brotaba sangre
de la esquina de la boca, además de por la nariz y el oído.
Quería acabar con él, arrancar algo de dolor de aquel traidor,
como si aquello fuera a compensar toda la muerte y agonía que
tanto él como los suyos habían infligido sobre nosotros. Tal vez lo
habría hecho si aún me hubiera encontrado en el valle de huesos,
pero la ira asesina se había desvanecido y en su lugar solo me
quedaba lástima, tanto por él como por mí mismo.
—Pero tú sufres una agonía peor que la mía —continuó
Lorimarr tras abrir el ojo para mirarme a mí y al casco de batalla
que portaba—. ¿No es así, Salamandra?
Quería quitarle aquella sonrisa arrogante de la cara de un
guantazo. —Mátalo —me animó Usabius.
—¿A sangre fría? —repuse, calmando mi ira—. No seríamos
mejores que ellos.
Lorimarr soltó otra carcajada.
—De verdad estás roto, ¿eh? —me dijo.
Lo miré desde arriba con desdén.
—Creo que eres tú quien está roto. Y sin piernas, hermano.
Lorimarr soltó un resoplido burlón.
—Lo sé.
—¿Cómo?
El traidor entrecerró el ojo.
—Lo sé —repitió.
—Habla claro —le advertí.
—Sé lo que buscas.
—¡Mátalo! ¡Ya! —rugió Usabius.
—¡Espera! —le pedí a mi hermano, volviéndome hacia él—.
Espera un momento… —Le mostré el casco de batalla al prisionero
antes de mirarlo de nuevo—. ¿Esto? ¿Te refieres a esto?
¿ ¿
Lorimarr inclinó la cabeza con una lentitud muy deliberada.
Lo miré con desdén, tratando de resistirme a la esperanza y la
repulsión que sentía a partes iguales en una ambivalente mezcla
emocional. —¿Por qué ibas a ayudarnos?
—Está mintiendo —insistió Usabius, y dio un paso hacia
delante, hasta que alcé un brazo para detenerlo.
—Espera.
Devolví mi atención a Lorimarr y me agaché junto a él para
poder mirarlo a los ojos.
—No —declaré tras ver la crueldad de su rostro—, no miente.
Quieres que vayamos a buscarlo. Quieres darnos esperanzas.
—¡Es mentira, hermano!
Me sacudí la mano de Usabius del hombro y observé cómo
Lorimarr pasaba su mirada entre mi hermano y yo y cómo su
sonrisa crecía más y más.
—Dímelo —le exigí— y haré que sea rápido.
—No tienes nada que ofrecerme, Salamandra. Pero te daré un
regalo… —Soltó un gruñido y se inclinó hacia delante con una
mano estirada.
Pese a que me sobresalté al esperar un ataque, vi que el Hijos
del Emperador estaba desarmado y que le faltaban dos dedos.
Estiró sus dígitos restantes en mi dirección como si fuera a
bendecirme de algún modo. —¡No dejes que te toque! —espetó
Usabius, pero ya me había inclinado hacia delante y había cerrado
los ojos…
Demasiado tarde, me percaté del peligro en el que me
encontraba. Lorimarr era psíquico, y me había convertido en un
esclavo de su maliciosa voluntad.
Cuando me tocó el casco con los dedos, el más ínfimo roce de
metal contra metal, me invadieron una serie de imágenes
dolorosas.
Fuego… Una deflagración sin fin y la destrucción de cien tanques de
batalla.
Un rugido de ira, una maldición espetada por los labios de un
primarca para acusar a un hermano.
Un dolor y una luz, tan caliente que abrasaba carne y convertía mis
huesos en ceniza.
Me aparté del roce de Lorimarr, con los oídos pitando y un
hilillo de sangre que se me escapaba de la comisura de la boca. La
limpié con la mano y estaba a punto de matar al traidor cuando vi
que el ojo del legionario de los Hijos del Emperador estaba
abierto, sin parpadear. En su último acto de asesinato frustrado,
había muerto él también.
—Ra’stan…
La voz sonaba lejana, los bordes de mi visión seguían
borrosos, y el fosfeno provocado por las visiones anteriores me
asaltaba como piezas de un caleidoscopio roto.
—Ra’stan, ¿estás bien?
Usabius me estaba sosteniendo. El asalto psíquico de Lorimarr
había sido tan intenso que habría caído si no hubiera sido por la
intervención de mi hermano.
Asentí y volví en mí.
—Ha intentado matarte —explicó mientras me soltaba para
que pudiera tenerme en pie solo.
—Un bibliotecario…
—Creo que era más bien un brujo, pero sí.
—No debería haber sobrevivido al ataque —dije mirando a mi
hermano—. ¿Cómo puede ser?
—No lo sé, pero has sobrevivido. Vulkan protege incluso a sus
hijos descarriados.
—¿Para que podamos continuar con nuestra misión?
Pese a que no creía que aquello fuera cierto, decidí no
cuestionar la providencia lejana que me había mantenido con
vida. Por el momento, me era suficiente saber que Lorimarr no se
había salido con la suya y que sería presa de las aves carroñeras
que acecharan aquellos cielos.
—He visto algo —le conté a Usabius, de pie frente al cadáver
del traidor—. Sospecho que ha sido un fragmento de lo que sabía
este legionario.
—Ten cuidado con semejantes falsedades, Ra’stan, y más
cuando provienen de un mensajero deshonesto.
—No parecía ser falso. Creo que no quería que yo viera esas
cosas. Creo que era la verdad.
Los pisotones de las botas de Ruuman volvieron a resonar en
el techo sobre nuestras cabezas, lo que acabó con nuestra
conversación antes de tiempo.
Usabius me dedicó una mirada de advertencia, pero estaba
convencido. —Lo sé, hermano —susurré, como si hablar más alto
fuera a hacer que las visiones desaparecieran, que la estrella polar
se desvaneciera.
Con el ruido metálico de su armadura pesada, el Ferroforjado
saltó desde el techo hasta el interior de la nave de desembarco y
aterrizó de espaldas a mí. Se enderezó con rapidez, entre chirridos
de sus elementos biónicos, y me miró directamente antes de
volverse.
—Se nos ha acabado el tiempo. El grupo de guerra está
volviendo hacia aquí, y los cazadores del cielo lideran la
vanguardia.
Motos a reacción, unas increíblemente rápidas y letales para
un pequeño grupo como el nuestro. Las había visto llevar a cabo
operaciones en grupo en las planicies, donde usaban su velocidad
superior para rodear y ejecutar a varios supervivientes aislados.
Cuando Ruuman las mencionó, caí en un recuerdo lúgubre de uno
de mis hermanos siendo arrastrado hasta la muerte, con cadenas
que salían del vehículo enganchadas en su carne mientras el piloto
se reía ante el sombrío espectáculo. Algunas de ellas iban en
solitario y aquellos exploradores podían resultar igual de letales.
Si encontraban a alguien, resultaría casi imposible silenciar al
piloto sin llamar más la atención. Y, si aquello sucedía, los buitres
se dirigirían hacia nosotros para deleitarse con nuestra carne.
La aparición de los cazadores del cielo, por tanto, era algo
problemático.
—¿Has conseguido lo que necesitabas? —preguntó el
Ferroforjado. —Sí. Una especie de mapa —repuse, dándole un
golpecito a mi casco de batalla con el dedo.
Ruuman se quedó mirándome en busca de más información.
Así que se la di.
—Ya lo sé —continué—. Sé dónde se han llevado a Vulkan.
Descifrar una imagen clara a partir del doloroso asalto mental con
el que me había atacado Lorimarr no era precisamente fácil. A
través del fuego, la agonía y la luz vi una cueva. A simple vista era
algo bastante común en las planicies de Isstvan, incluso
omnipresente, debido a sus numerosas grietas y barrancos. No
obstante, aquella tenía una marca. Era una estrella de ocho puntas
y, al verla, incluso si solo me la estaba imaginando, se me revolvía
el estómago y me picaba la lengua. La sensación era similar a la
que habíamos sentido en el valle de huesos, por lo que sabía que
debía ser importante.
La idea de un altar de cobardes, de una daga ritual con el
poder infernal de rasgar la propia realidad, se abrió paso en mi
subconsciente, y de repente sentí terror por lo que le habría
pasado a mi padre. Habían preparado aquel lugar para él, aquella
cueva. Lo sabía.
Y desde nuestro punto de observación, de pie como en el nido
de Tarkan del Purgatorio, la había visto. Por aquel entonces solo
había sido una forma más, otra ampolla común en un desierto
negro lleno de cruces, piras y fosos para los muertos. Ahora era
una baliza que me llamaba. A partir de los detalles del mapa
hololítico que había estudiado durante la reunión con Sulnar,
recordé la posición de la cueva en relación con el Purgatorio y, por
extrapolación, la posición de la nave de desembarco de Vulkan que se
estrelló.
Encontré la cueva y nos conduje hacia ella, aquella parte fue
fácil. Alcanzarla a través de un campamento repleto de Guerreros
de Hierro no lo era. Ruuman bajó sus miras y torció el gesto. Los
elementos biónicos de su rostro crujieron con el esfuerzo.
—No veo ninguna ruta a través de ellos.
Un viento cálido soplaba desde el norte y movía borrascas de
cenizas que pintaban nuestra armadura de un gris turbio.
Imaginaba que el calor provenía del Purgatorio y de los huesos de
las pobres almas que habíamos abandonado allí para que las
quemaran. Ruuman no nos había hablado mucho de por qué había
dejado la nave. Al parecer, Sulnar lo había enviado con nosotros.
Tal vez Tarkan había visto lo que se cernía sobre ellos y la
amenaza inmediata había hecho que el teniente comandante
enviara refuerzos para ayudarnos. O quizá el Ferroforjado había
decidido que era hora de marcharse. Fuera como fuese, nos había
dado alcance de algún modo y allí estábamos, contemplando otro
acto desesperado.
Habíamos tomado posición en el refugio que formaba un
grupo de rocas ligeramente por encima del suelo del desierto,
sobre una plataforma de obsidiana, y desde allí podíamos
observar la mayor parte del campamento.
Los guerreros rodeaban pequeñas hogueras, hablaban entre
ellos, limpiaban sus armas y afilaban sus cuchillos. Algunos
estaban sentados solos y miraban hacia la oscuridad de forma
catatónica. Otros estaban sentados sobre los cascos de sus tanques
de batalla, encorvados y con sus armas reposando a un lado. Los
vehículos formaban un amplio círculo en cuyo interior los
Guerreros de Hierro habían desplegado sus tiendas y encendido
sus hogueras. Sospechaba que lo habían hecho para mantener a
raya a los animales que acecharan aquel lugar durante la noche.
De todos los matones traidores que se habían quedado en Isstvan
V para acabar de purificarlo, solo los hijos de Perturabo actuaban
como si no formaran parte de la morralla del Señor de la Guerra.
Los primarcas habían dejado atrás a sus peores guerreros, a los
más volátiles, perros rabiosos en todos los sentidos, para que
cumplieran con el trabajo sucio. La IV Legión nunca había hecho
algo que no fuera trabajo sucio, por lo que no había mucha
diferencia en aquel momento. Aquello también quería decir que
eran más ordenados y menos predecibles que sus parientes más
salvajes. Si se habían asentado en aquel lugar, era probable que no
abandonaran el campamento hasta que Perturabo lo ordenara, y
aquello solo sucedería cuando todos nosotros hubiéramos muerto.
Pese a que algo de arena había vuelto a mi reloj, se estaba
volviendo a agotar con rapidez.
—Debe haber más de cincuenta guerreros —suspiró Usabius.
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—Cuento casi cien —respondí.
Ruuman asintió.
—Tenemos que dispersar sus filas —dijo—, hacer que se
extiendan para que podamos colarnos entre sus centinelas sin que
nos vean.
Observé el campamento con suma atención, la posición
relativa de los guerreros y los exploradores, los puntos de vigía,
las concentraciones de vehículos y hombres. Luego miré hacia la
cueva y vi cómo estaba casi rodeada, aunque las tropas del lugar
no parecían actuar como guardias o como si supieran de su
importancia. Solo habíamos tenido mala suerte. —Imposible —
dije, y me volví a echar atrás para cubrirme.
Ruuman me imitó.
—Las probabilidades de éxito de la operación son escasas —
admitió—. Es posible que pueda abrir una brecha en sus defensas
con esto. —Le dio una palmada al proyector de rayos de
conversión que colgaba detrás de su hombro.
Negué con la cabeza.
—Eso solo hará que disparen hacia esta cresta con todos los
cañones que tengan. Nos harían polvo en segundos y seríamos otro
recuerdo violento, igual que el resto de nuestros hermanos.
—Tiene que haber un hueco en sus patrullas, una debilidad en
la red que podamos aprovechar. Quizá si esperamos… —empezó a
decir Usabius.
—No podemos esperar. —Señalé al cielo nocturno, que se
estaba volviendo morado y rojo en el horizonte lejano—. No falta
mucho para el amanecer y, con lo expuestos que estamos, nos
verán.
Como para recalcar el peligro, el grave zumbido de un cazador
del cielo interrumpió nuestra discusión al pasar a toda marcha
cerca de nuestra posición.
—¿Cuánto tiempo crees que tenemos hasta que una de esas
motos nos encuentre aquí? —pregunté.
—No hacer nada es una muerte segura —repuso Ruuman.
—Salir ahora tendrá el mismo resultado, Ferroforjado —dijo
Usabius.
Ruuman pareció no haberlo oído; tenía la mirada clavada en el
enemigo.
—¿Qué ocurre? —pregunté, tras unos segundos de silencio
por parte del Ferroforjado.
—Están abandonando el campamento.
Me apresuré a mirar por encima del borde de las rocas.
Incluso sin los visores, pude ver que el Ferroforjado tenía razón.
Estaban apagando hogueras y guardando sus tiendas y sus
pertenencias. Los oficiales ladraban órdenes y los equipos de los
p y q p
tanques bajaban de sus vehículos para tenerlos listos. Los
Guerreros de Hierro se preparaban para ponerse en marcha.
—¿Órdenes?
—Tal vez han transmitido algo por la cadena de mando —
repuso Ruuman—. ¿Estarán reaccionando ante otra amenaza? —se
preguntó en voz alta.
—¿Acaso importa?
Se volvió para mirarme.
—Solo si nosotros somos esa amenaza.
No obstante, no parecía que aquel fuera el caso.
Un destello rojo iluminó el paisaje desde el horizonte y
presagió la llegada de otra inclemente salida del sol. Las sombras
empezaron a alejarse de la luz en aumento según observaba la
situación, y la oscuridad nos soltó de su agarre para lanzarnos
hacia el día.
—¿Cuánto falta para el amanecer? —pregunté, mirando de
forma alternativa al sol naciente y al campamento de nuestros
enemigos.
—Minutos —calculó Ruuman.
—¿Y para que dejen el campamento? —Ya sabía la respuesta:
minutos también.
La entrada de la cueva estaba al menos a cuatrocientos metros
de nuestra posición. Por el camino había algunos refugios
naturales: rocas desperdigadas, pequeños desfiladeros y los restos
de lo que estuvieran dejando atrás los Guerreros de Hierro.
Y el alba se cernía sobre nosotros… demasiado rápido.
—Tenemos que ir ahora —dije con prisa.
Usabius ya estaba de pie, con la cabeza por encima de las
rocas, listo para emprender la marcha.
Ruuman me agarró del hombro y me obligó a agacharme de
nuevo. —Te verán. Espera un poco más.
A través de la sangre que me palpitaba en los oídos, oí el grave
zumbido del cazador del cielo una vez más, que pasó cerca de
nosotros sin percatarse de nuestra presencia.
El alba se desvaneció, la dura luz se tornó oscuridad y dejó
atrás un brillo espeluznante.
Me volví, confuso y con el corazón latiendo deprisa.
—No es el amanecer… —suspiró Usabius tras agacharse una
vez más, por suerte sin que lo hubieran visto los exploradores ni
los centinelas. Los Guerreros de Hierro seguían desplegándose de
forma lenta y metódica, se colocaban en columnas con tanques
pesados en el frente y en la retaguardia, marcando el ritmo de la
marcha.
Me di cuenta de por qué les habían ordenado que se
marcharan y de qué era lo que me había parecido el amanecer.
y q q p
—Un amanecer nuclear —dijo Ruuman, dándole voz a mis
pensamientos—. Los traidores han lanzado bombas atómicas de
poca magnitud. El viento traerá la lluvia radioactiva hacia aquí.
—¿Se están yendo por la radiación?
—Así es.
—Lo que quiere decir…
—Que bañará esta zona con nosotros en ella.
Negué con la cabeza, reacio a rendirme ante una amenaza tan
pequeña.
—No nos matará —dije.
—No de inmediato, no.
Bajo nuestra posición, los Guerreros de Hierro estaban atando
carruajes de armas pesadas a sus Rhinos y sus Spartans. Vi
Rapiers, morteros y varios cañones automáticos. Necesitarían
tiempo para mover todas aquellas armas y vehículos. El círculo se
estaba rompiendo con lentitud. Si se encontraban en sus
vehículos, podrían alejarse de la lluvia radioactiva. Nosotros no
tendríamos tanta suerte.
—Si Vulkan está ahí abajo, tenemos que rescatarlo —dije con
firmeza.
—¿Si? —inquirió Ruuman—. ¿Admites que puede que no esté
en esa cueva?
—Eh… —Miré a Usabius, pero su atención estaba fija en el
campamento—. No hay ninguna certeza, Ruuman. Pero si existe la
más mínima posibilidad de que…
—¿Has considerado la idea de no ir allí abajo?
Clavé la mirada en el Ferroforjado y contuve un deseo violento
de hacerle daño por lo que acababa de proponer.
—¿Y abandonarlo? ¿Renegar de todo lo que hemos jurado?
—¿Lo que hemos jurado? —me retó Ruuman—. ¿Ahora hablas
en nombre de tu legión, Ra’stan de los Salamandras?
—Nosotros —espeté, señalando a Usabius.
Ruuman miró a mi hermano antes de devolver su atención
hacia mí. —Sulnar no me envió para ayudarte —dijo—. La idea era
disuadirte y llevarte de vuelta. Al teniente comandante no le sentó
bien que salieras con Haukspeer en esta misión temeraria.
—Una esperanza temeraria es mejor que perder la esperanza
del todo —siseé, tratando de no alzar mucho la voz, a pesar de que
era imposible que los Guerreros de Hierro nos oyeran por encima
del rugido de sus tanques al maniobrar y colocarse en posición—.
¡Vulkan vive! Está vivo, y tenemos una oportunidad de ayudarle. —
Respiré profundamente para controlar mi ira y mi determinación
hasta que encontré algo de calma—. Ayúdanos —supliqué—. Ya no
tenemos nada a lo que volver. Si hubieras podido salvar al señor
Manus de su destino, sé que lo habrías hecho. Si te hubieran
otorgado la oportunidad de salvarle la vida…
—La habría aprovechado —acabó Ruuman con un
pragmatismo frío y duro como el hierro—. Pero mi primarca está
muerto, y tú tienes el modo de saber qué le ha ocurrido al tuyo. —
Hizo un gesto en dirección al casco de batalla unido de forma
magnética a mi cinturón. El casco de Vulkan, con sus retinas vacías
observando la situación de forma inexpresiva.
Si bien el primarca era físicamente más grande que cualquiera
de sus legionarios, no lo era tanto como para que yo no pudiera
interactuar con los sistemas que aún funcionaban en aquella pieza
de armadura que yo portaba como si de una reliquia sagrada se
tratase.
Nuestros cascos de batalla contenían una transmisión visual
que registraba lo que veíamos para que pudiéramos utilizar
aquellos datos de forma estratégica en un parte posterior, o de
inmediato si se debían adaptar las tácticas o el despliegue de
tropas. Dicha transmisión podía enviarse a otros hermanos de
batalla, entre oficiales de compañía o incluso entre distintos
batallones. Era útil y proporcionaba una experiencia visual
compartida, lo que resultaba crucial para el entrenamiento o la
difusión de información militar vital.
Nunca había considerado qué podría revelar la transmisión
visual de un primarca. Casi ni me atrevía a mirar a través de los
ojos de Vulkan, por miedo a lo que podría llegar a ver, pues fuera
lo que fuera no podría olvidarlo.
—Ojalá esta carga no hubiera recaído en mí —le dije a
Usabius, aunque en el fondo sabía que era yo quien debía hacerlo.
Una vergonzosa parte de mí deseó que el casco de batalla
estuviera roto, que el enlace fallara y que me esperara una imagen
borrosa y vacía. Abrí los cierres, me quité mi propio casco y lo dejé
sobre una roca cercana. Me temblaban los dedos. Miré a Usabius
para tratar de estimar su estado de ánimo, pero él no había
apartado la mirada de los tanques.
El casco de batalla de Vulkan quedó libre con un suave
zumbido de magnetismo y el tintineo de los metales al tocarse
entre ellos. Lo alcé como si fuera una corona y yo el poco
merecedor heredero. Era pesado, más pesado de lo que había
notado al recogerlo de la arena. Sabía que se debía al peso de la
revelación inminente, a la gravedad de una verdad dura e
incómoda que recaía sobre mí
—¿Crees que funcionará? —suspiré. Era mucho más grande
que mi propio casco, y solo podía colocármelo en la cabeza si lo
sostenía con las manos—. Parece una transgresión…
—Puedo ayudar a preparar la interfaz —contestó Ruuman—.
Pelar algunos cables y hacer las conexiones directamente. Si
todavía funciona, podrás acceder a la transmisión visual.
—Es una reliquia, no debería estar haciendo esto.
—Solo es una reliquia si Vulkan ya ha muerto y esta es la
última parte física que queda de él.
Intenté no negar aquella posibilidad y me puse el casco del
primarca, preparándome para ver lo último que este había
presenciado antes de separarse de su casco.
Ruuman estaba trabajando con sus herramientas. Pese a que
era difícil no pensar en sus modificaciones como en un sacrilegio,
vivíamos en una era de iluminación en la que la fe y la religión
eran una herejía. Intenté no pensar mucho en lo irónico de
aquello. La forma en la que veía el mundo se había visto trastocada
tras las penurias de Isstvan. Hombres inferiores habrían
sucumbido ante semejante horror, al ver que su concepto de la
realidad se desprendía y se sacudía con crueldad.
No obstante, no éramos hombres inferiores; éramos
legionarios. Así que aguantábamos.
—Nada, no veo nada —dije, avergonzado por el tono aliviado
de mi voz—. Solo hay oscuridad aquí dentro. Los sistemas no
funcionan.
—Un momento —musitó Ruuman. Pude oír al cazador del
cielo pasar cerca de nosotros una vez más, seguido del rugido de
los vehículos a lo lejos mientras los miembros del campamento
seguían marchándose. ¿Por qué necesitaba pruebas del destino de
Vulkan? ¿Por qué no podía confiar en la creencia de que seguía con
vida y estaba esperando nuestra ayuda?
Quería lanzar el casco de batalla, desafiar la lógica de Ruuman
y dirigirme al campamento a rescatar a mi padre. Así era como
ocurría en mis sueños. Toda la duda, toda la locura y la
incertidumbre ardían y desaparecían bajo su refulgente presencia.
Vulkan era glorioso y borraría a aquellos traidores de la faz de
aquel planeta negro antes de regresar a las estrellas para unirse a
sus hermanos y derribar al Señor de la guerra de su trono de
usurpador y…
Un brillo apagado impregnaba el interior del casco, revelando
los pequeños detalles de su superficie interior en un color
escarlata monocromo. Con el rabillo del ojo pude ver dónde
Ruuman había enlazado cables y puntos de conexión en las
interfaces del gorjal de mi propia armadura. Alineé los ojos con las
lentes tanto como pude y parpadeé para activar la transmisión
visual.
La estática predominó al principio, una neblina roja y
crepitante que me hizo pensar que las lentes estaban dañadas y
p q p q y
que cualquier imagen que hubieran capturado habría quedado
ilegible. Pero aquello solo duró unos pocos segundos antes de que
una escena que me resultó muy familiar se esbozara…
Camina hacia una cresta oscura de tierra volcánica negra. El aire
está repleto del fuego de los bólters y del crescendo de incontables
destellos de fuego. Las explosiones más grandes brillan en la distancia y
provocan fuego y humo. Una lluvia de tierra y sangre salpica su línea de
visión.
No había sonido. Al parecer, aquella parte del casco había
quedado dañada. Aun así, podía verlo todo… e imaginar el ruido.
A través del humo y la nieve que había empezado a caer sin
explicación, aparece una falange de legionarios ataviados en armaduras
de hierro. Sus cascos sin expresión y sin rostro no muestran piedad,
ningún indicio de reticencia. Están formando una línea de fuego y
pretenden matarnos. Tras ellos, las formas más grandes de los tanques se
ciernen sobre nosotros.
Vulkan alza su guantelete y una ráfaga de llamas hace retroceder a
los traidores por la colina. Chocan con los vehículos que estaban
avanzando y quedan aplastados bajo las inclementes orugas de sus
propios tanques. Aquellos que no retroceden quedan envueltos por una
deflagración tan intensa que su servoarmadura no es capaz de resistir.
Unas siluetas que caen con lentitud, marrones y borrosas por el calor,
caen ante su fuego de dragón. La carne y los huesos se convierten en
ceniza que vuela de las armaduras carbonizadas impulsada por el viento.
Cualquier rastro del vínculo fraternal que podía haber sentido por
ellos ya no existe. Está corriendo, con su Guardia de la Pira justo detrás de
él, y recorre los últimos metros de la colina hasta alcanzar la cima. Unos
proyectiles rebotan contra su armadura, como si fueran picaduras de
mosquito que intentan atravesar el muro de una fortificación. La carga
explosiva de un lanzacohetes desprende luz y fuerza cinética, pero él no se
echa atrás y se mantiene firme.
Un grupo de guerreros desesperados se abalanzan sobre él con sus
espadones sierra chirriando. Empuña a Portador del Amanecer y lo
blande. Una sola vez. Cuatro Guerreros de Hierro salen despedidos por los
aires, con sus cuerpos rotos. Tres guerreros más, muy valientes o
descaradamente estúpidos, se dirigen a él a pesar de haber visto el estado
en el que habían quedado sus camaradas.
Vulkan los derriba como si fuera el martillo de un dios. Una placa
pectoral se parte, el pecho se hunde y las costillas y las vísceras quedan
expuestas. Un hombro es golpeado y la protección cede como si fuera de
papel. Un casco queda aplastado y la cabeza que contiene queda reducida
a nada por un puño gigante envuelto en un guantelete.
Impávidos, los Guerreros de Hierro mantienen su obcecada pero
fallida defensa. Es como si no conocieran el significado de la rendición o
de la derrota.
Vulkan tampoco lo conoce; la matanza continúa hasta que la
Guardia de la Pira alcanza a su primarca y derrotan al resto, despejando
el camino hasta los vehículos…
El primarca alcanza el primer tanque de batalla, un Demolisher que
lanza por los aires con sus propias manos antes de volverse. Vuelve a
empuñar a Portador del Amanecer y, un momento más tarde, lo utiliza
para abrir un agujero en el casco de un segundo vehículo. Arranca de
cuajo el blindaje frontal con los dedos y extrae a la tripulación mientras
estos le disparan con sus poco efectivas pistolas.
Los lanza como si fueran basura, con las extremidades sacudiéndose
en el aire, y deja que los guerreros de su círculo íntimo acaben con ellos
con sus espadas antes de llenar el tanque de granadas.
Vulkan ya se ha puesto en marcha una vez más, y el Demolisher que
acaba de abandonar queda sumido en una columna de fuego, humo y
metralla. Los Salamandras, con armadura verde, avanzan a ambos lados
del primarca. La batalla es un caos de combate cuerpo a cuerpo y
disparos rápidos.
Una figura se hace visible en la distancia, más allá de una línea de
cañones estremecedores. Vulkan fija la mirada en ella, una mirada
decidida como un misil dirigido. Su hermano de hierro suelta una
carcajada y lo anima a seguir. Un tanque se cruza en el camino de Vulkan,
pero el primarca lo aparta de un golpe con el hombro. A otro lo agarra de
la pala excavadora y usa su propia ira para volcarlo. Se sacude y ruge
una acusación dirigida al Señor de Hierro, quien aún está demasiado
lejos como para golpearlo…
…entonces mira hacia un aluvión de misiles que surgen de sus
baterías con estelas de fuego brillante como una nova. La descarga de
misiles tarda unos segundos en golpear. Vulkan no deja de gritar hasta
que el destello de blanco magnesio llena su visión y el mundo se vuelve
oscuro.
Volví a sentir el chisporroteo del ruido blanco, lo que indicó el
final de la transmisión. Me quedé mirando el interior del casco,
sobresaltado e incapaz de procesar el hecho de que
probablemente acababa de presenciar la perdición de mi
primarca.
—¿Hermano…? —Tan solo un poco más alta que un susurro, la
voz de Usabius me hizo volver en mí—. ¿Qué has visto?
—Muerte —musité, tratando de levantar el casco de batalla,
pero los cables que en aquel momento estaban enlazados con mi
armadura me lo impidieron—. Quítamelo —espeté—. ¡Quítamelo!
—Espera —me pidió Ruuman, y noté cómo desconectaba la
interfaz improvisada. Cuando acabó, me quité el casco deprisa y lo
dejé en el suelo como si me hubiera quemado al tocarlo y temiera
su presencia. No tuve que decirle a Ruuman lo que había visto,
pues lo entendió con la expresión de mi rostro.
p p
—¿Ha acabado todo, entonces? —preguntó.
—Vulkan vive… —suspiré desesperado, desafiante, engañado
—. Tiene que estar vivo.
Usabius seguía estando en el borde de las rocas y vigilaba el
campamento. No me ofreció ningún consuelo.
El zumbido del cazador del cielo hizo su cuarta pasada por el
lugar. —Se está acercando —dijo Ruuman—. El piloto sospecha
que ha encontrado algo en las rocas, pero aún no lo ha localizado
del todo.
—Ha llegado una vanguardia para liderar a la columna —
musitó Usabius. Seguí su dedo acusador, aún temblando por lo que
acababa de presenciar, y vi que dos cazadores del cielo aceleraban
hacia el campamento para ocupar posiciones al frente de los
Guerreros de Hierro. Sus pilotos solo llevaban media armadura y
no portaban casco ni brazales. En su lugar, llevaban unos visores,
además de unos guanteletes, con los que manipulaban los
manillares con cuernos de sus vehículos. Un humo espeso salía de
sus tubos de escape. Conducían echados hacia atrás y se reían y
gritaban entre ellos. Tal vez los hijos de Perturabo sí que tenían
algunos locos entre los suyos después de todo.
Por fin se estaban marchando. Luché con todas mis fuerzas
para que aquel hecho importara, para que la victoria no quedara
destrozada por las pruebas de lo que había visto a través de los
ojos de Vulkan.
Ruuman también estaba observando a los Guerreros de
Hierro.
—Dos cazadores del cielo, eso quiere decir que falta el tercero.
Imagino que se trata de nuestra sombra.
—Sigue con vida —le dije al Ferroforjado tras apartar la
mirada del campamento y dirigirla a la entrada de la cueva—.
Vulkan vive.
—Legionario, tú mismo has dicho que no es así.
—El casco no estaba donde cayó —dije, aprovechando una
verdad poco probable—. Significa que podría haber sobrevivido y
que lo recogió. —No hay nada más en esa transmisión —me
aseguró Ruuman—. Está muerto, Ra’stan. Acéptalo para que
podamos marcharnos de aquí y sobrevivir un poco más.
—No.
Se estaba produciendo el verdadero amanecer, pues el sol de
Isstvan estaba atravesando las colinas para desterrar las sombras
de aquel lugar. Pese a que no podría disipar la tormenta de
radiación que se dirigía hacia nosotros desde el norte, aquello ya
no importaba.
Me puse de pie y me acerqué a Usabius en el borde de las
rocas.
Bajo nuestra posición, la columna de vehículos emprendía su
marcha. —Tenemos que ir ya, y esta vez de verdad —dije. Usabius
asintió. —Allí solo está la muerte —dijo Ruuman tras levantarse
también, aunque se encaminó en la dirección contraria.
—¡Entonces escogemos la muerte! —rugí—. ¿Qué otra cosa
nos queda en este mundo condenado?
—No puedo seguirte por ese camino, hijo de Vulkan —repuso
el Ferroforjado, instándome a acompañarlo—. No te sacrifiques
por una locura así. Sobrevive y haz que se esfuercen por matarte.
Es lo que haré yo. Mientras vivamos, hay esperanza. Por favor, ven
conmigo, Ra’stan.
Negué con la cabeza con lentitud y bajé la mirada. El camino
estaba dispuesto frente a mí, no pensaba desviarme de él. Cuando
volví a alzar la mirada, Ruuman ya no se encontraba allí, pues
había desaparecido tras las rocas del otro lado.
—No te preocupes, hermano —me tranquilizó Usabius, con un
ligero aire de fatalismo—. Donde vamos ahora es un asunto de
Salamandras. Mejor que seamos solo nosotros.
—Sí… solo nosotros.
Hacia el este, el sol se estaba alzando por encima del borde del
horizonte y teñía las planicies volcánicas de rojo.
Miré el guantelete en el suelo delante de nosotros y a nuestros
cazadores que no sabían que lo eran y que seguían estando
demasiado cerca como para que pudiéramos evitarlos por
completo. Pese a que recorrer el campamento ya era algo incierto,
sobrevivir a lo que podríamos encontrar en la propia cueva lo era
aún más.
—Rodearemos el borde del campamento —dije, señalando
una cadena de rocas rugosas con forma de colmillo antes de
devolverle la mirada a Usabius, quien tenía una expresión
ardiente, llena de convicción—. Mantente agachado y muévete
rápido —le ordené.
—Vulkan vive —me dijo él.
—Vulkan vive —repetí.
Luego saltamos juntos por encima de la barrera de rocas y
corrimos como si los dragones del averno de Nocturne nos
estuvieran persiguiendo. Casi habíamos llegado a la mitad del
camino cuando resonó un grito más ensordecedor que un disparo.
Ruuman había tenido razón. Los Guerreros de Hierro nos
habían visto.
Me arriesgué a mirar y vi que la columna de vehículos
continuaba su marcha, pero los dos cazadores del cielo se habían
separado y se dirigían hacia nosotros. Corpulentas y con morros
planos, las motos a reacción se abrieron paso entre la niebla del
amanecer. Unos carenados angulares en la proa les
g p
proporcionaban una apariencia tosca e inflexible. De cerca, pude
ver que sus pilotos parecían salvajes; giraban unas cadenas con
pinchos sobre la cabeza y gritaban en anticipación por la matanza.
El resto de los Guerreros de Hierro parecieron satisfechos de dejar
que consiguieran su sangre y siguieron su marcha para alejarse de
la lluvia radioactiva.
A juzgar por su velocidad endiablada, calculé que podríamos
recorrer otros treinta metros antes de que nos alcanzaran. Si bien
los cañones suspendidos que brillaban bajo los morros de los
cazadores del cielo podrían acribillarnos antes de que
recorriéramos tres metros siquiera, los pilotos parecían ansiosos
por enfrentarse a nosotros cuerpo a cuerpo. Además, ambos
habían dirigido sus vehículos hacia mí.
—¡Ve a la cueva! ¡Corre! —grité.
Usabius corrió por delante de mí y me frené para blandir mi
espada sierra.
Dos guerreros sobre motos a reacción contra uno a pie. No las
tenía todas conmigo.
Había dejado mi casco de batalla en la plataforma rocosa, al
lado del de Vulkan. Las prisas y la conmoción habían provocado
que me olvidara de ambos. El fuerte olor agrio de sus tubos de
escape me alcanzó antes que ellos. La arena negra que levantaban
a su paso hizo que me picaran los ojos. Saboreé el hedor
petroquímico de sus motores y los sentí vibrar en el suelo a pesar
de que conducían justo por encima de la tierra gracias a sus placas
antigravitatorias.
—¡Vulkan vive! —rugí, llevándome la espada sierra a la frente,
el último saludo de un guerrero. Cuando la volví a bajar y me
coloqué en una posición de combate, sus dientes ya rechinaban.
Los cazadores del cielo se separaron una vez llegaron a veinte
metros de mí.
Rodeado, me vería forzado a escoger entre un combatiente o
el otro. No era una elección realmente o, al menos, no una que
tuviera mucha importancia. Escogiera a quien escogiera, quedaría
de espaldas al otro. Casi podía sentir cómo sus pesadas espadas
atravesándome la armadura y el cuerpo…
—Vulkan vive… —susurré una última vez tras mirar con el
rabillo del ojo hacia Usabius y la entrada de la cueva. No pude
verlo, y esperé que aquello significara que se había adentrado.
Un ruido agudo surgió hacia mi derecha, el staccato de una
ráfaga de cuatro disparos que desprendió un revoltijo letal de
rayos de color rojo oscuro. Una carga actínica llenó el ambiente al
mismo tiempo y emitió unos destellos. Un segundo después, los
pilotos soltaron sendos gritos cuando el rayo de la muerte
destrozó sus vehículos y convirtió su carne en polvo, lo que los
hizo caer de repente.
Los dos cazadores del cielo se estrellaron contra el suelo,
rotos y en llamas. Partes de las armaduras de combate de los
Guerreros de Hierro se unieron a ellos, una coraza, grebas, botas y
guanteletes con solo cenizas en su interior.
Conocía los devastadores efectos del armamento volkita. Los
marcianos lo habían hecho particularmente potente contra
materia biológica. Ruuman pilotaba la tercera moto a reacción,
con una culebrina encendida bajo su proa. Cuando el arma de rayo
perdió energía, puso en marcha el arsenal de reserva del vehículo.
Un par de bólters hundidos en su carenado cobraron vida y sus
bocachas gemelas destellearon en la tenue luz del amanecer.
No sabía si aquel había sido su plan desde el principio. Tal vez
había sido una contingencia a la que había cambiado tras darse
cuenta de que se había convertido en una. El proyector de rayos de
conversión no estaba, pues era demasiado pesado para cargarlo
sobre una moto a reacción, demasiado poco práctico. Seguramente
lo había utilizado para ejecutar al piloto original de la moto a
reacción.
—Estás loco de remate, pero que el Emperador te lo pague —
musité según pasaba por mi lado con los motores gritando a toda
marcha y lanzando ráfagas de fuego hacia la armadura de un
Rhino. Se desplazó hacia el flanco del vehículo para apuntar a los
tanques de combustible, y el Rhino saltó por los aires en una bola
de fuego de promethium.
Con la cabeza gacha, el Ferroforjado continuó su marcha,
perseguido por el fuego de las armas de pivote montadas sobre los
tanques de batalla. Los disparos alcanzaron su camino y
levantaron nubes de arena volcánica, pero seguí corriendo y no
pude esperar a ver si mi salvador lograba escapar o no.
Los Guerreros de Hierro iban a por él, oí sus gritos distantes y
sus promesas de venganza. Venían a por mí también. Con los
cazadores del cielo destruidos y yo huyendo, su honor no les
permitía que la situación acabara así. No obstante, los tanques no
eran tan rápidos o ágiles como las motos a reacción, y yo me
encontraba lo suficientemente cerca de la cueva como para
adentrarme en ella antes de que me alcanzaran.
Después de eso… No había pensado qué podría pasar después
de eso. Me invadieron las mismas náuseas que sentí cuando había
visto la entrada de la cueva a través del ojo de la mente de
Lorimarr, solo que aquella vez con mucha más intensidad debido a
su proximidad y a que me encontraba allí en el presente. Si bien la
estrella de ocho puntas me llamaba la atención, me compelía y me
hacía sentir ganas de vomitar, pero luché contra su atractivo y
entré en la cueva entre jadeos.
Una vez dentro, los efectos disminuyeron y me pregunté si la
marca sería alguna especie de protección, una pieza de tecnología
Mechanicum de apariencia arcana y esotérica. Había conseguido
atravesarla, había derribado su red de influencia y estaba
empezando a recuperarme.
Miré a mi alrededor.
La oscuridad parecía más densa dentro de la cueva, de un
modo poco natural. Si bien sentía el aire fresco en el rostro, me
erizaba la piel y se resistía a mi avance como si fuera lodo en lugar
de aire.
La cueva era profunda, mucho más profunda de lo que parecía
desde fuera, y se convertía en un estrecho pasillo de roca. Al no ver
a Usabius, imaginé que se habría adentrado más aún. Seguí la
única ruta que había y esperé encontrar a mi hermano al final.
Quería llamarle, hacerle saber que estaba en camino y que
seguramente traería compañía conmigo, pero me detuve al pensar
que no sabía qué más podría haber en el interior de aquel lugar.
Además, la acústica de la cueva revelaría mi posición exacta a
cualquiera que me estuviera siguiendo.
El tiempo era la única ventaja con la que contaba y no tenía
ningún deseo de renunciar a ella.
Tras recorrer lo que me parecieron varios kilómetros, los
estrechos confines de la cueva se expandieron en una caverna
mucho más alta y amplia. A pesar de que era difícil saberlo con
certeza, pensé que debía haberme adentrado en los túneles
subterráneos de Isstvan, pues el techo de aquella nueva cámara
era abovedado y estaba lleno de estalactitas afiladas como
colmillos.
Hacía más frío en aquella parte de la cueva. Había hielo en los
bordes de la caverna y una escarcha ligera brillaba bajo mis pies.
Unos carámbanos colgaban del techo, como largos y helados
dedos.
Parpadeé. Las gotas de hielo estaban quietas en su lugar,
flotando en el aire. Pese a que al principio pensé que se trataba de
una ilusión óptica, al acercarme más comprobé que no era así. El
tiempo había dejado de transcurrir en aquel lugar. Estaba sujeto,
como si estuviera atrapado en ámbar.
Parpadeé una vez más.
Usabius estaba de pie en medio de la cámara, observando una
de las gotas congeladas en el tiempo.
—Lo veo pero no lo creo —dijo. Imaginé que me estaba
hablando a mí.
—No hay nada en este lugar que parezca normal, hermano —
repuse. Se volvió y me miró a través de sus lentes rotas.
—¿Dónde está tu puño de combate? —le pregunté al
percatarme de que le faltaba su arma.
—Lo veo pero no lo creo —repitió.
Cuando me acerqué, noté que otros detalles sutiles de su
apariencia también habían cambiado. Su armadura estaba más
maltrecha; negra y chamuscada en algunas partes, como si se
hubiera quedado atrapado en un terrible incendio.
Fruncí el ceño sin comprender lo que estaba sucediendo.
—Usabius, ¿qué te ha pasado?
—Verlo y no creerlo —dijo, alzando las manos para asir su
casco de batalla.
—¿Dónde está Vulkan? —pregunté, con unas terribles náuseas
que se alzaban desde mi interior. Tragué la bilis que sentía en la
garganta—. Hermano…
La figura de Usabius… parpadeó. Como un espejismo, un
instante estaba allí y al siguiente había desaparecido. Había visto a
los pictógrafos hacer algo similar. Lo llamaban «espectrismo».
—Eh… —Mis piernas cedieron ante mi propio peso y tuve que
alargar las manos para impedirme caer.
Reforzados, pero lejos de la estabilidad, mis corazones
resonaron en mi pecho. Latían tan fuerte que esperaba ver cómo
se abrían paso por mis costillas, me atravesaban el plastrón y
caían al suelo frente a mí. La realidad del mundo tal y como lo
conocía se estaba desmoronando. Usabius no era como lo
recordaba y, a través de la resolución parpadeante de su existencia
aparentemente temporal, percibí una media verdad bajo la
imagen con la que había intentado ocultarlo.
Durante los últimos años de la Gran Cruzada, cuando los
rememoradores aún ayudaban a nuestras flotas, cuando aún había
algo que mereciera la pena recordar, oí a un imaginista hablar de
pentimento. La palabra provenía del ancestral idioma romanii de la
antigua Terra y significaba «arrepentirse»; se refería al acto en el
que un artesano pintaba sobre un error que había cometido. Con
paciencia, habilidad y los materiales adecuados, tales esbozos
iniciales podían revelarse bajo la capa que los ocultaba. Me
percaté, con una claridad salvaje, de que había pintado sobre
Usabius. Aquel era mi arrepentimiento por alguna mala obra. En
aquel momento, mi mente se estaba tambaleando a pesar de mis
facultades cognitivas superiores, y procesar lo que estaba
ocurriendo no resultaba fácil. No obstante, sabía de algún modo
aún no definido que le había fallado a mi hermano.
Por duro y desgarrador que fuera todo aquello, me esperaba
una revelación incluso más grande.
g
Me hundí bajo el peso de mi propia culpabilidad y bajé la
mirada hacia el suelo, donde vi una marca quemada en la tierra. Al
haberme centrado en el techo y sus extrañas propiedades que
desafiaban el tiempo, no me había percatado de su presencia hasta
encontrarme encima de ella. Un anillo negro estaba grabado a
fuego de forma indeleble en el suelo, con unas espinas que
interrumpían su circunferencia perfecta como si fuera algún tipo
de reacción cinética pulsante.
Había visto unos efectos similares antes; solían producirse
tras una teletransportación, pues eran el residuo del extremo
intercambio de energía que ocurría durante la traslación espacial.
Si bien al principio no supe qué quería decir, luego vi la
segunda marca en el interior de la primera, rodeada por el anillo.
Era difícil de distinguir. Unos hombros anchos, una espalda
amplia, que se arrodillaba con la cabeza inclinada.
Estaba claro que se trataba de una figura. Un individuo listo
para la teletransportación.
—¿Qué significa? —pregunté, mirando hacia arriba desde mi
posición casi tumbada. La ira se alzaba en mi garganta y se abría
paso entre el resto de mis emociones. Y algo más también, una
emoción totalmente extraña para mí, pero que al mismo tiempo
me resultaba familiar. Pánico. Nervios.
«No conocerán el miedo…»
Era nuestro mantra, era el modo en el que el Emperador nos
había hecho, destilados de la esencia vital de sus hijos, nuestros
padres. Ingeniería genética, legados, primacía… todo aquello se
había deshecho en aquel momento.
Usabius me miraba fijamente, con las manos aún unidas a su
casco de batalla como si, al igual que las gotas de hielo, también se
hubiera congelado en el tiempo.
—¡Contéstame!
La luz ardiente del ojo de mi hermano se encendió de nuevo y,
con el susurro de la presión al escapar, se quitó el casco con
lentitud. Bajo el casco había un rostro que casi no llegué a
reconocer. Estaba quemado, destrozado por el fuego del averno.
Pese a que los Salamandras podíamos resistir el calor, no éramos
ignífugos.
Por mucho que hubiera intentado prevenirlo, por mucho que
hubiera apuntalado mis fortificaciones mentales con falsedades
para protegerme, el dique se había roto y la verdad me rodeó
como una inundación.
Usabius había perdido la vida en una tormenta de fuego, una
que lo había arrancado de las tripas de una nave de desembarco
moribunda y las había lanzado con él. Había intentado advertirlo,
había intentado salvarle la vida, pero había llegado demasiado
p g
tarde. Lo había dejado ir, y, para cuando había vuelto a mirar atrás,
solo quedaban las marcas de sus dedos, que habían desgarrado el
acero.
—Estás muerto —musité, casi sin voz.
La realidad me envolvió por completo en aquel momento y me
sujetó como una abrazadera contra el casco de una nave espacial.
Recordé el foso de los muertos, cómo el Guardia del Cuervo se
había despertado y estaba a punto de revelar mi posición. Había
estado solo, tras haberlo arrastrado por medio Isstvan, cuando las
luces de búsqueda habían empezado a moverse. No podía
arriesgarme a que nos condenara a ambos al despertar, así que me
había inclinado sobre él y lo había aplastado con mi puño de
combate.
En la cueva, me miré el brazo derecho y vi el guante que lo
recubría. A bordo del Purgatorio, una discusión entre Sulnar y yo
mismo había acabado en un acuerdo tenso. Había creído que las
palabras que le había dedicado sobre la matanza de las planicies,
del sufrimiento y del dolor habían sido expresadas por los labios
de otra persona, de Usabius, pero había sido yo. Yo había dicho
aquellas palabras. El teniente comandante no se había movido
cuando Usabius había pasado por su lado con ímpetu porque
nadie lo había hecho. No había nadie más en aquel lugar.
En los restos de la nave de desembarco, mientras buscaba con
desesperación a Vulkan, Lorimarr había podido percibir la verdad
y le divirtió mucho presenciar la locura ante la que había
sucumbido. ¿Cómo podría haber sobrevivido a su ataque psíquico?
Solo otro psíquico podría haberlo logrado.
Hasta mi rango era mentira. El legionario moribundo, Ik’rad,
me había llamado señor. Me había conocido como epistolario en
otros tiempos. Solo Usabius me había llamado capitán. Había sido
su rango, no el mío. Tras su muerte, tras el impacto y el tormento y
mi mente de psíquico encadenada, me había convertido en él o en
parte de él, y la proyección que había creado era parte de mí, la
parte con la que no podía conciliar.
Yo mismo era Usabius, el recuerdo a medias de un cadáver
lleno con mi propia identidad.
«Vivimos en el infierno, un infierno de arena negra donde
nada es como debería ser y todo se ha convertido en una locura.
Un guerrero, incluso uno tan curtido como un marine, podría
perder la cabeza ante semejante bajeza.»
Recordé mis propios pensamientos, y estos fueron
extrañamente apropiados ante las circunstancias.
—Estás muerto, hermano —dije, dirigiéndome a la
manifestación de mi mente que llevaba la forma cadavérica de
Usabius.
Este asintió.
—Lo siento mucho —continué.
No respondió, solo continuó mirándome.
—¿Es algo de esto real? ¿La cueva, los Guerreros de Hierro, los
supervivientes?
Como un espectro de un ancestral mito de Terra, Usabius
estiró un dedo rugoso para señalar a la tierra carbonizada que me
rodeaba.
Allí estaba la verdad. Al igual que un hombre que se está
ahogando y cuyos sentidos quedan atrofiados por el agua, salí de
un oscuro sueño para sumergirme en una realidad incluso más
oscura.
Mientras contemplaba el significado de la marca, oí el ajetreo
de las pisadas con botas que recorrían el pasillo detrás de mí. Los
Guerreros de Hierro casi me habían alcanzado y eran tan reales
como el sudor de mi frente o la tierra bajo mis pies.
—No queda mucho… —dije, antes de interrumpirme a mí
mismo. Usabius se había ido y yo me había quedado solo, tan solo
como lo había estado desde el principio.
Haukspeer había dado su vida por seguir a un loco hacia la
noche; Ruuman probablemente también. Debían haberlo sabido.
En cierto modo, creo que yo también lo sabía, solo que mantenía la
verdad oculta en alguna parte de mi mente, donde podría
esconderla para siempre. Me impulsé para ponerme de pie y
empuñé mi espada sierra con la mano izquierda mientras me
levantaba. Me enfrentaría de pie a aquellos cabrones.
Roto o no, seguía siendo un guerrero de las Legiones Astartes.
Seguía siendo un Salamandra.
Quedaba una revelación, una que el misterio de la cueva se
negaba a otorgarme.
El anillo de tierra carbonizada escondía el secreto. Solo tenía
que descifrarlo para descubrir la verdad. La pregunta era obvia.
«¿Qué le había ocurrido a Vulkan?»
Tenía un don, uno que había olvidado y que había proyectado
hacia otra persona. Con él podía rebuscar los confines de aquella
tierra y encontrar la baliza brillante que era mi padre. Tanto dolor,
tanta muerte. Di una palmada al aire latente que me rodeaba, que
aún olía a los gritos psíquicos de mis hermanos. Un fuego azul
cerúleo brilló en mis ojos, sentí cómo ardía y vi cómo iluminaba
más allá de la caverna y revelaba las sombras de mis asesinos
cuando se acercaron.
Cualquier intento por encontrar a mi padre, si abría la mente
por completo ante los horrores de Isstvan, seguramente acabaría
por matarme a mí y a todos los que me rodeaban en una tormenta
psíquica…
p q
Un Guerrero de Hierro surgió de la oscuridad y se adentró en
la luz azul. Le vi retroceder en los pocos segundos que me
quedaban. Incliné la cabeza hacia atrás y desaté mi mente, dejé
que vagara con libertad y que lo viera todo. Descifró el anillo de
tierra carbonizada; me mostró la última verdad que se me
escapaba.
«Una luz blanca, el calor y la desorientación de la
traslocación.»
Se había ido. Vulkan se había ido.
Un conflicto interno me estaba recorriendo el cuerpo, y bajé la
mirada para ver cómo mis enemigos trataban de huir en vano. Les
daría una verdad, justo antes de que todos muriéramos, antes de
que la caverna y el túnel y varios kilómetros de las planicies de
Isstvan quedaran reducidas a un cráter ennegrecido provocado
por el desborde de mi angustia psíquica.
No me arrepentí de mi muerte, al igual que no me arrepentía
de mi vida. Deseé haberme encontrado con mi padre una última
vez, pero ese no era el futuro que nos habíamos labrado.
Es un horizonte oscuro y lúgubre hacia el que viajamos. En él,
la galaxia arde.
No obstante, aún queda esperanza…
—Aún hay esperanza —dije en voz alta, con mi voz alzándose
en un grito.
El Guerrero de Hierro se ralentizó y se volvió. Cuando me miró
a los ojos, creo que se dio cuenta de que estaba condenado.
Y allí estaba la verdad, en las últimas palabras que le dije:
—¡Vulkan vive!
ARTEFACTOS
—En el borde de las Estrellas Necrófago, en el extremo de
Segmentum Ultima, mi hermano y yo unimos fuerzas en una
misión de piedad. Salimos del tránsito por la disformidad
cubiertos de zarcillos de fuegos fatuos psíquicos que se aferraban
a los cascos chamuscados de nuestras naves, pero llegamos
demasiado tarde. Pese a que habíamos ido a controlar a un loco,
solo pudimos ser testigos de una atrocidad.
El fuego crepitaba bajo las palabras del primarca, aunque a
T’kell le costaba discernir si el sonido provenía de la voz de su
señor o de las antorchas de los muros. Fuera como fuese, el
ambiente estaba cargado con el hedor a cenizas calientes, y la
profunda y atronadora voz de barítono de Vulkan las empujaba
por el aire.
—No había mucho que ver, aunque no estoy seguro de si
esperaba que lo hubiera. Era tan diferente a nuestro planeta natal
como la noche lo es del día… Nocturne es un lugar horrible de ver
y, pese a que no sentí miedo al salir de mi propia cápsula para
dirigirme al amanecer de fuego, sí pude apreciar su majestuosidad
salvaje. Las altas cimas de las montañas de fuego, las extensas
planicies de cenizas y desiertos bañados por el sol, el hedor a
sulfuro de los océanos… era algo vigorizante y mortal. Visto desde
el vacío, Nocturne es un orbe rojo oscuro, un incandescente iris de
fuego. Su mundo era oscuro y ordinario. Parecía una canica negra
manchada por el gris de su atmósfera contaminada. —Vulkan
frunció el ceño al recordarlo, como si en aquel momento hubiera
vuelto a saborear aquel humo tóxico—. Para que se pudieran ver
desde la órbita, aquellas nubes tenían que haber sido muy densas,
pero me dijeron que escondían un sinfín de pecados tras ellas. Aun
así, eso no justifica lo que hizo. Lo que lo vimos hacer. Una sombra
pasó por delante del primarca, y el abrumador silencio que siguió
a aquella declaración solo se llenó con el sonido de su respiración
profunda. T’kell se percató de que el acto deleznable que Vulkan
estaba describiendo había dejado una marca en el primarca, una
más profunda que la que cualquier hierro podría marcar. Sin
embargo, no sabía si la causa era el acto en sí o quién lo había
llevado a cabo.
—La oscuridad lo ocultaba, una maldición de una
desagradable luna llamada Tenebor. Su nombre significaba
«sombra», lo que resulta apropiado. En aquel planeta era algo
literal, pues la luna arrojaba un manto de noche sobre un mundo
que ansiaba la luz con desesperación. Hasta aquel momento,
nunca antes había visto su hogar. Ahora que no lo volveré a ver, no
puedo decir que me apene mucho. Según todo lo que he oído, era
un lugar desdichado sin ninguna posibilidad de transformarse.
»Empezó con un brote estelar, unos destellos silenciosos en la
inmensidad del espacio. Provenían de una nave oscura con forma
de daga, su propio buque insignia. Al principio no pude ver la
relación entre lo que estaba viendo y el propio hecho. Unos
grandes rayos de luz penetrante y varios enjambres de torpedos se
precipitaron sobre aquel mundo oscuro. Todo intento por detener
a su nave fracasó, por supuesto. Nuestro hermano estaba de
humor para la venganza, no para la razón. Luego nos dijo que
quería destruirlo y purificarlo de todos sus pecados en una sola
acción descabellada. La superficie estalló en una cadena de
destellos duros y brillantes y, por primera vez en su larga historia
nocturna, aquel mundo vio la luz. Solo que era la luz de su final.
Vulkan dejó de hablar durante un momento, como si quisiera
escoger sus siguientes palabras con cuidado para relatar lo que
recordaba de la forma más clara posible.
—Tienes que entenderlo, hijo mío, porque es de ahí de donde
procede el verdadero horror: había precisión en aquel bombardeo
orbital. No solo estaba dando rienda suelta a su ira, sino que sabía
lo que hacía. Apuntó directamente a algún fallo en la estructura
tectónica, no importa cómo o dónde. Había pensado que lo que
estábamos presenciando era tan solo arrogancia, el acto inmaduro
de un alma inmadura que tendría consecuencias trágicas. Solo que
no lo era. Lo que vimos estaba premeditado.
Así que era tanto el acto como quien lo había llevado a cabo lo
que había dejado al primarca tan intranquilo. T’kell no podía
imaginar tener que aceptar la realidad de aquello. Vulkan
continuó.
—Unas grietas se abrieron en la corteza exterior alrededor de
las fallas y luego se extendieron en todas direcciones. El fuego
colonizó el paisaje, virulento como una plaga, hasta que toda la
superficie del planeta estuvo en llamas. Luego dejó de existir. En
una explosión cataclísmica, su luna y cada cuerpo celestial menor
que se encontrara cerca de su destrucción desaparecieron.
Vulkan agachó la cabeza y se tomó un momento para recobrar
la compostura. Cuando volvió a alzar la vista, sus ojos ardían como
el fuego que acababa de describir, una expresión física de la ira
que sentía hacia su hermano por desatar el genocidio planetario.
—Los restos del planeta llovieron a nuestro alrededor,
golpearon nuestros escudos y la armadura de nuestras naves.
Maniobramos alrededor de las ondas expansivas que emanaron de
la detonación, pero salimos de allí con heridas que iban más allá
de los golpes y arañazos del casco de la nave. Una expulsión
inmensa de calor se desvaneció y, en su lugar, solo quedó polvo y
rocas flotantes.
»Se hizo el silencio durante un momento, hasta que Horus
afianzó nuestro sentido colectivo de incredulidad y nos dio un
propósito. Estaba enfurecido por lo que acababa de hacer nuestro
hermano y decidido a perseguirlo. Lo acompañé sin saber que
Horus le había pedido a otro primarca que lo siguiera sin que
nadie lo viera. Entre los tres conseguimos rodear al asesino de
mundos con nuestras naves. No habría escapatoria. Pensé que
Horus podría abrir fuego y matarlo por lo que había hecho, pero,
de hecho, estaba decidido a redimirlo. Me pregunto si las cosas
podrían haber sucedido de otra manera ahora si uno de nosotros
hubiera estado con Horus para hacer lo mismo con él.
Una vez más, Vulkan hizo una pausa en su relato, como si
estuviera imaginando una realidad en la que aquello era cierto.
Horus, el hijo leal, en lugar del rebelde.
—Ya no importa. Nostramo había muerto, y, aunque ninguno
de nosotros se percató de ello en aquel momento, con el planeta
también había muerto toda posibilidad de redención para Curze.
Todo empezó con él y creo que es probable que también acabe así.
T’kell observó a su primarca con atención, decidido a no
hablar antes de que Vulkan terminara su relato. A su alrededor, el
ambiente de la forja era reconfortante, pues el calor y la
penumbra añadían solemnidad a las palabras del primarca. Pese a
que la ceniza y el olor a metal caliente invadían la leve brisa, el
sonido de los golpes de martillo contra el yunque no se producía
en aquel momento; el herrero de la forja había cesado su trabajo.
—No puedo imaginarme lo que debía estar pasando por tu
cabeza, mi señor. He visto destrucción de una escala semejante en
otras ocasiones, pero volver tus armas contra tu propio planeta
con el propósito expreso de destruirlo… Por mucho que estemos
separados por una generación de nuestros padres, al menos
puedo entender sus motivos, mi señor.
—¿Pero no en este caso? —inquirió Vulkan—. ¿No para la
tarea que te he encomendado?
—Cumpliré mi deber, primarca —repuso T’kell de forma un
poco defensiva, como si no quisiera que Vulkan pensara que era un
mal hijo. —Solo que no entiendes el motivo.
—No —confesó T’kell—. No para esto.
Vulkan se reclinó en su asiento. Era un simple bloque de roca,
tallado en la cara de la montaña y desgastado por la forma del
primarca debido a las muchas horas que se había pasado sentado
en él mientras trabajaba con los artefactos que fabricaba con sus
habilidades otorgadas por el Emperador. Un artefacto
particularmente magnífico yacía sobre su banco de trabajo, ya
acabado. El martillo era una verdadera obra de arte, y las propias
creaciones de T’kell quedaron degradadas por la propia belleza
del arma.
Vulkan vio que estaba admirando el martillo.
—¿Sabes por qué mi padre creó a todos sus hijos de forma
diferente? —le preguntó.
T’kell negó con la cabeza, y su armadura crujió y chirrió con el
movimiento. La había forjado con sus propias manos y estaba
creada con una elegancia semejante a la de cualquier traje de
ceramita y adamantio de la XVIII Legión. Si bien solía estar
coronada por un casco de cabeza de dragón, T’kell no osaría
llevarlo puesto mientras hablaba con su señor. El primarca
siempre insistía en mostrar su rostro a sus guerreros y esperaba
que ellos le devolvieran el gesto. Habría reprendido al Maestro de
la Forja si este hubiera ocultado sus ojos tras las lentes.
—No puedo siquiera pretender que entiendo las
profundidades del diseño del Emperador o de su colosal intelecto
—repuso T’kell con humildad.
—Claro que no —dijo Vulkan, sin ningún ápice de
condescendencia—. Creo que lo hizo como parte de su visión para
la galaxia. Aunque sé que mi hermano Ferrus no estaría de
acuerdo, cada uno de nosotros tiene un papel importante que
cumplir. Guilliman es el político, el hombre de estado. Dorn es
quien se encarga del hogar de nuestro padre y Russ es el vigía
diligente que nos mantiene a todos honestos.
—¿Honestos?
Vulkan esbozó una sonrisa cínica.
—Una broma que ha perdido la gracia.
—¿Y Curze? —inquirió T’kell con su deseo de aprender,
síntoma de su entrenamiento en Marte—. ¿Qué es él?
—Necesario. O eso creíamos antes.
Marte era la razón por la que Vulkan había vuelto a Nocturne y
por la que se había reunido de manera breve con el Maestro de la
Forja. El reabastecimiento por parte del Mechanicum había sido
escaso y el primarca se había visto obligado a desviar del trayecto
a una parte de su flota para dirigirse al único almacén de
municiones con el que siempre podían contar: su planeta natal. El
hecho de que T’kell se encontrara en la fortaleza lunar de
Prometeo solo hizo que aquello resultara más oportuno aún. —¿Y
Horus, y tú? —insistió T’kell. Sus ansias de comprender interferían
con sus buenos modales.
—Horus era el mejor de entre todos nosotros —contestó
Vulkan para satisfacer su curiosidad—, aunque a ojos de nuestro
padre todos éramos iguales. Siempre me he sentido como un niño
en su presencia. A menos que lo hayas conocido es algo difícil de
describir, pero mi hermano tenía ese… modo de ser, un carisma
p
innegable que te hacía querer escuchar todo lo que decía y creerlo
sin cuestionar nada. Por aquel entonces, ninguno de nosotros
imaginaba que había otra cosa que la más absoluta lealtad en su
corazón. De otro modo, podríamos habernos dado cuenta de lo
peligrosa que podía llegar a ser su aura de persuasión.
»Su papel era el de líder, y en otros tiempos lo habría seguido
hasta cualquier fin y cualquier propósito. Sin embargo, ese
pedestal ya ha caído y no podrá volver a erigirse nunca más. En
cuanto a mí… —Vulkan soltó una carcajada sin humor y abrió los
brazos para señalar la forja y la cámara acorazada que había más
allá—. Soy el fabricante de armas de mi padre, solo que, a
diferencia de Ferrus o Perturabo, yo me especializo en lo único.
T’kell dirigió la mirada hacia la inmensa puerta de la cámara
acorazada, que dominaba la pared trasera de la forja, y recordó los
muchos nombres y formas de los artefactos que contenía.
—¿Como el martillo? —preguntó T’kell, señalando hacia el
banco de trabajo.
Vulkan se volvió para mirarlo y quedó abstraído durante un
momento mientras acariciaba la cabeza de Portador del Amanecer,
el mango hecho de cuero de dragón de fuego, las gemas y el
aparato esotérico que había engarzado en su pomo.
—Es lo más elegante que he forjado nunca —le dijo al Maestro
de la forja—, pero su destinatario no era yo. Lo forjé para mi
hermano, para Horus, y ese es otro motivo para la tarea que debo
encomendarte.
Vulkan lo dejó estar, aunque no apartó la mirada del martillo.
—Lo forjé después de Nostramo, después de Ullanor. Mi regalo
para conmemorar su logro. Con ayuda de Jaghatai, habíamos
capturado a Curze y lo habíamos doblegado. Tienes que entender,
hijo mío, que nada como eso había sucedido antes. Que un
primarca actuara como había hecho Curze, que hiciera lo que
había hecho él…
Vulkan negó con la cabeza.
—Era inconcebible. Aun así, mi hermano tenía una solución.
—Créalo de nuevo —dijo Horus con orgullo y con el entusiasmo y
fuerza suficientes para hacer que el Señor de los Dragones alzara la
cabeza.
Horus parecía resplandecer en su armadura, una vaina de marfil
pálido adornada con un negro oscuro como el carbón. Era tan elegante
que incluso el gran herrero tenía que admitir la envidia que le provocaba.
Él y Vulkan se encontraban solos en los aposentos de Horus, a bordo
del Espíritu Vengativo, y estaban sumidos en un silencio amistoso hasta
que el primarca de los Lobos Lunares había decidido hablar. Juntos
estaban bebiendo una especie de caldo embriagador oriundo de Cthonia
cuyo nombre Vulkan desconocía, pese a que le gustaba por su calidez y su
potencia.
Horus removió el líquido en la taza y observó la vorágine que había
creado, como si la respuesta que estaba buscando lo estuviera esperando
en sus profundidades.
Vulkan alzó la mirada, con los ojos brillando como siempre lo hacían
en los oscuros confines de los aposentos privados de Horus.
—Dime cómo, hermano, pues no hay nadie que desee eso más que yo.
—Podemos rehabilitar a nuestro hermano.
Al principio, ni siquiera la retórica de Horus había podido
convencerlo, y Vulkan parecía más distante que nunca, oculto entre las
sombras. Si bien los aposentos del primer primarca eran funcionales,
también estaban bien equipados y eran incluso opulentos. Un fuego
crepitaba en la hoguera de ouslita, una concesión que Vulkan sabía que
Horus había encendido para que su invitado estuviera más cómodo. En su
lugar, el Señor de los Dragones rehuía la luz y el calor del fuego mientras
se preguntaba por qué no se había desentendido de aquella conversación
del mismo modo que lo había hecho Jaghatai, aunque de vez en cuando
desviaba la mirada hacia las llamas igualmente.
—Después de esto… —dijo Vulkan, señalando con fuerza hacia la
vacía oscuridad e imaginando la nube de polvo atmosférico que antes
había sido Nostramo—. ¿Cómo?
Horus esbozó una sonrisa que insinuaba que ya sabía que aquello iba
a surtir efecto y que solo tenía que convencer a Vulkan.
—Cada uno de nosotros lo tomaremos bajo nuestra protección y lo
criaremos. —Hizo un gesto con las manos para expresar con mímica la
siguiente parte—. Lo moldearemos para que sea el arma que debe ser y
no el instrumento rugoso que es ahora.
Vulkan frunció el ceño y pensó en el prisionero vestido del color de la
medianoche. Dudaba de la sagacidad de la propuesta de su hermano.
—Piénsalo de este modo —continuó Horus, con un optimismo
inquebrantable—. Tú eres un fabricante de armas, el mejor de todos.
Curze es una hoja sin templar que necesita que la afilemos. Fabrícalo de
nuevo, igual que harías con una espada rota, Vulkan.
Había una vibración en los ojos de Horus según relataba su
propuesta, y la certeza que sentía sobre la resurgencia de su hermano
descarriado se estaba volviendo contagiosa.
—Le creí —dijo Vulkan, dejando el pasado atrás—. Íbamos a
separar a Curze del resto de su legión con la esperanza de que
pudiera cambiar una vez estuviera libre de la influencia maligna
de Nostramo. Primero vendría conmigo, luego con Dorn… una vez
se hubiera recuperado.
—¿Recuperado?
La expresión de Vulkan se volvió apesadumbrada y miró al
Maestro de la forja a los ojos.
—Curze había intentado matar a Rogal.
T’kell maldijo por lo bajo ante aquella información.
—¿El pretoriano de Terra?
—No conozco a ningún otro con ese nombre —contestó Vulkan
—. Para que el plan de Horus surtiera efecto, era esencial
restaurar la relación entre Dorn y Curze. Sin embargo, después de
Kharaatan supe que nos habíamos equivocado. No sé con quién
había planeado enviar a Curze después, pues no llegamos tan
lejos. Las exigencias de la Gran Cruzada y su nueva posición de
Señor de la Guerra mantuvieron a Horus en una órbita lejana. No
pude acudir al Triunfo de Ullanor, así que no lo vi en persona
desde Nostramo. Pese a que habían transcurrido años sin que
intercambiáramos una sola palabra, sabía que debía molestarlo
por aquel motivo. Había visto que lo que albergaba el corazón de
Curze era algo roto, salido de una pesadilla. Me daba lástima mi
hermano; odiaba sus actos, pero no a él. Temía lo que haría o en lo
que se convertiría si permitíamos que aquello continuara.
»Horus y yo nos encontramos en una proyección hololítica. Yo
ya había hablado con Dorn, que para entonces ya había vuelto a
Terra, y compartíamos la misma opinión. Como un tonto, pensé
que Horus también estaría de acuerdo. Su saludo inicial fue lo
suficientemente cálido, si bien un poco más tenso de cómo lo
recordaba.
—Hermano Vulkan, ¿con qué asunto de gran importancia que
merece mi tiempo y la interrupción de la Cruzada de nuestro padre
acudes a mí?
Según lo que indicaba un grupo de sensorium y de augures en el
borde del holograma, el Señor de la Guerra estaba rodeado de sus
guerreros en el puente de su buque insignia. Vestía unas armaduras de
combate distintas a las que había llevado durante su último encuentro a
bordo del Espíritu Vengativo, pintadas del color verde azulado de su
nueva legión.
Los Hijos de Horus.
—Fue imposible no notar el tono condescendiente —le
comentó Vulkan a T’kell—. No me cabe la menor duda de que fue a
propósito. —Mis disculpas por distraerte de tu deber, hermano, pero
creo que el asunto es lo suficientemente grave como para tener que
contártelo.
Horus abrió mucho los ojos y Vulkan no pudo negar la sensación de
que su hermano se estaba burlando de él.
—¿Tienes que contármelo? Bueno, entonces será mejor que lo hagas,
Vulkan, para poder estimar por mí mismo la gravedad del asunto.
Era algo más que el tono del Señor de la Guerra lo que preocupaba a
Vulkan, había algo más profundo, algo sugerido en vez de expresado de
forma abierta. A pesar de que podía ver pocas partes de la nave detrás de
Horus en el holograma, sí podía ver lo suficiente para hacerse a la idea de
que había cambiado. Podía ver indicios de marcas que no habían estado
allí antes, símbolos extraños cuyo significado Vulkan desconocía. Al
principio consideró que podían ser los símbolos de las logias, pues había
sido Horus quien había instigado dichas tradiciones en las legiones.
Vulkan las había rechazado, a pesar de los intentos de su hermano, pues
aquellos rituales de vinculación resultaban redundantes junto al Culto de
Prometeo de los dragones.
No obstante, lo que vio no parecía estar relacionado del todo con la
cultura de las logias. Había algo más, algo inescrutable…
—Era como si otro ser estuviera llevando la piel de mi
hermano —explicó Vulkan—. Y esa piel, por mucho que contara
con el mismo aspecto, era una versión más oscura de la que
conocía.
—¿Lo viste cambiado? —preguntó T’kell.
—Era algo más que eso. Le relaté lo que había sucedido en
Kharaatan, la locura de Curze y sus tendencias suicidas y
nihilistas. A pesar del extraño estado de ánimo en el que lo había
encontrado, había esperado que Horus se sintiera desalentado.
Vulkan dejó de hablar y tensó la mandíbula al recordarlo.
—Pero se rio —dijo, frunciendo el ceño con incredulidad—.
Me dejó enfadado y confuso.
—No le veo nada de divertido a la situación, hermano —dijo Vulkan,
preguntándose qué le habría ocurrido al guerrero noble al que tanto
había admirado—. Hemos fracasado.
La alegría de Horus se tornó en una seria intensidad.
—Todo lo contrario. Lo has conseguido.
—No veo cómo.
—Curze no puede domarse. Es un mal necesario, un monstruo que
nos ayudará a ganar esta larga guerra y que dejará que tengamos las
manos limpias.
—¿Cómo pueden estar limpias? Están sucias igual que las suyas, tal
vez no con el asesinato, pero sí con la complacencia de conocer por
completo la patología homicida de Curze.
Horus se inclinó hacia delante y su rostro llenó el holograma
granuloso. —Todo general necesita un arma de terror, un instrumento
con el que amenazar a sus enemigos más tenaces. Has afilado bien al
nuestro, Vulkan. Por lo que dices, Curze ha convertido el miedo en una
espada que puedo blandir. —No es un arma que debamos emplear. Su
mente está rota, Horus. Necesita ayuda.
—Ya ha tenido ayuda. La tuya. Y te lo agradezco mucho. —Horus se
echó atrás una vez más—. Si no tienes nada más que contarme…
q
—Vi algo en Horus —le dijo Vulkan a T’kell—. Algo que me
impidió responder, algo que me hizo quedarme con el regalo que
había fabricado para él. Me hizo darme cuenta de que todas mis
súplicas siempre acabarían cayendo en saco roto. También es lo
que me ha conducido a mi decisión sobre la cámara acorazada.
Algunas armas son demasiado peligrosas en las manos
incorrectas.
A pesar de todo lo que había oído, T’kell volvió a suplicar.
—No eres el líder de una rebelión contra el Emperador. No es
tu ejército a quien vamos a censurar en Isstvan. Tú no eres Horus.
Vulkan desvió la mirada hacia la cámara acorazada.
—¿Por qué es tan importante para ti que no las destruyamos?
—Porque son tu trabajo, tu legado. Si las destruimos, la
galaxia no volverá a ver nada parecido nunca más.
—¿Y acaso eso sería algo tan terrible, hijo mío? Como
fabricante de armas, he forjado un arsenal capaz de causar una
muerte y un sufrimiento inimaginables. Ese no es el legado que
quiero.
—En ese caso, ¿por qué las creaste?
Vulkan se inclinó hacia delante para poder apoyar la mano
sobre el hombro de T’kell. Si bien el gesto hizo que el Maestro de la
Forja pareciera diminuto, era un gesto paternal y reconfortante.
—Porque era mi propósito, el que mi padre me hizo cumplir, y
por aquel entonces no creía que ninguno de nosotros fuera a
convertirse en las «manos incorrectas». A través de Curze y Horus,
ahora sé que puede ser así, por desgracia. Puedo comprender y
aceptar a un loco entre nosotros, un error trágico de crianza sobre
herencia. Pero Horus es racional. Y no solo eso, sino que es el
mejor de todos nosotros. Puedo admitir con libertad que me
aterra pensar en que haya incitado una rebelión por voluntad
propia. Es un enemigo contra el que no desearía combatir de
ningún modo, entre otras cosas porque es mi hermano. Y si mis
creaciones, esos objetos que yacen más allá de la puerta de la
cámara acorazada, acaban en manos de Horus… No puedo ser
responsable de eso, T’kell. Vulkan se puso de pie para declarar que
el asunto estaba zanjado y empuñó el martillo Portador del
Amanecer.
—Ven conmigo. Te mostraré lo que debe hacerse.
Juntos cruzaron la forja cubierta de humo, con sus respectivas
armaduras reflejando la centelleante luz del fuego, y alcanzaron la
puerta de la cámara acorazada.
Era inmensa, al igual que la propia cámara, y Vulkan usó un
icono que había fabricado como parte de su armadura para
abrirla. El pequeño cincel se deslizó en un hueco forjado en la
superficie ornamentada de la puerta. Era difícil de ver y T’kell se
p p y
percató de que no lo habría encontrado si el primarca no se lo
hubiera mostrado.
Tras un giro, el espacio cavernoso se llenó con el sonido
metálico de los engranajes, las poleas y las cadenas; el sonido de
un mecanismo antiguo que cobraba vida. Unos segundos más
tarde, la puerta empezó a abrirse con lentitud pero de forma
inexorable. Se partió por la mitad, y cada parte se abrió hacia
fuera, hacia la forja.
Cuando la entrada fue lo suficientemente amplia, Vulkan la
atravesó y condujo a T’kell hacia el interior de la cámara.
Según pasaba a través de aquel estrecho portal, T’kell se
maravilló ante lo gruesas que eran las puertas, ante el propio
artificio increíble de su construcción. A pesar de su función
aparente, eran tan bellas como cualquier otra creación de Vulkan.
Si Ferrus Manus hubiera fabricado aquellas puertas, habrían sido
objetos feos y fríos. Resistentes y seguras, sin duda, pero simples.
El Señor de Hierro era un herrero, pero Vulkan era un
artesano O eso creía T’kell.
—Eres el primero y el único de mis hijos que ve el interior de
esta cámara —dijo Vulkan—. En su interior están a salvo todos los
artefactos que he forjado.
Vulkan musitó una palabra a modo de orden, y los braseros de
la sala se encendieron. Las antorchas arrojaron una luz
parpadeante de color ocre oscuro y escarlata sobre los contenidos
de la cámara, sobre cada hueco y cada sombra. Solo se revelaron
indicios de las maravillas que el primarca había fabricado.
T’kell reconoció algunas de ellas, de las que sabía sus
nombres.
Carruaje de obsidiana.
Esfera carmesí.
Luz de destrucción.
Algunas de ellas eran hojas simples, mientras que otras eran
mecanismos más grandes y complejos. Todas tenían nombre.
Como Vulkan solía decir, los nombres tenían poder. Darle
nombre a algo era darle una identidad, una resonancia. Un
enemigo no temía a un hombre que blandía una espada, pero uno
que empuñara la espada Colmillo de Ignarak lo haría retroceder.
Aquellas cosas eran importantes para el Señor de los Dragones,
eran parte de sus enseñanzas.
—Menudas maravillas… —suspiró T’kell, casi sin poder llegar
a comprender las magníficas obras del primarca.
Vulkan había dejado el martillo Portador del Amanecer con el
resto de los otros tesoros y estuvo a punto de recoger su lanza
cuando se detuvo con los dedos preparados para rodear el mango.
La espada y la lanza eran sus armas preferidas, después de que
Yunque del Trueno hubiera sido destruido durante la Gran Cruzada.
—Espero que tu indecisión signifique que has cambiado de
idea, primarca —se atrevió a decir T’kell tras haber recuperado la
compostura lo suficiente como para volver a hablar.
—No, tenemos que destruir los artefactos. Debo dirigirme a
Isstvan y no puedo hacerlo yo mismo, por lo que debes hacerlo tú,
T’kell.
—Entonces, ¿qué ocurre, primarca?
Vulkan dejó la lanza donde estaba, atada al expositor, y
empuñó a Portador del Amanecer.
—Creía haber escogido mal, pero esto parece lo correcto —
repuso—. Apropiado. Tal vez su epíteto hará que mi hermano
alcance la iluminación después de todo.
T’kell observó los artefactos con desesperación, ansioso por
preservar el legado de su señor.
—Primarca, te lo imploro —musitó tras hincar una rodilla en
el suelo—. Por favor, no me pidas que haga esto. Al menos salva
algo…
Vulkan bajó la mirada hacia el Maestro de la forja antes de
dirigirla hacia el resto de la cámara acorazada.
—Aquí hay armas que pueden destruir mundos enteros, hijo
mío… —O salvarlos de la destrucción —respondió T’kell, mirando
a su señor—. Si están en las manos apropiadas.
—¿Las mías? —preguntó Vulkan, devolviéndole la mirada de
súplica al Maestro de la Forja.
—¡Sí! O las del señor Dorn, o Guilliman. ¡Incluso las de Russ!
Vulkan sostuvo la mirada de T’kell durante un instante más
antes de volverse.
—Levántate, Maestro de la Forja. No permitiré que uno de mis
hijos me suplique de rodillas. —La voz de Vulkan sonó como un
rugido, y, por un instante, T’kell pensó que podría haberse
extralimitado.
—Me he visto obligado a hacerlo, primarca.
—Que así sea.
—¿Mi señor?
Vulkan lo miró.
—He dicho que así sea. Deberíamos dejar algo. Si lo destruyo
todo, entonces habré perdido toda esperanza y me habré rendido
ante la imposibilidad de ver la lealtad y el honor perdurar en mis
hermanos. No pienso hacer eso.
T’kell se relajó de forma visible, y el alivio que sintió ante las
palabras de su primarca se reflejó en su rostro.
—Tú te quedarás aquí, T’kell. No acudirás al sistema Isstvan,
pues tu lugar se encuentra en Nocturne y en Prometeo.
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—Pero, primarca…
—No me desafíes una segunda vez —le advirtió Vulkan—. No
soy tan tolerante.
T’kell inclinó la cabeza a modo de disculpa.
—Serás el Padre Forjador, el guardián de los artefactos de esta
cámara —declaró Vulkan.
—¿Padre Forjador? —repitió T’kell, frunciendo el ceño—.
¿Acaso no soy tu Maestro de la Forja, mi señor?
—Por supuesto. Un legionario puede ser más de una cosa,
T’kell. Te confiaré este deber, igual que te he confiado la cámara.
—¿Qué deber, primarca? Dime cuál es y lo cumpliré.
—Actuar de guardián. Jurar que protegerás estos artefactos
con tu vida y que, si me ocurre algo, te asegurarás de que
permanezcan ocultos, lejos de aquellos que les darían un mal uso.
T’kell hizo un saludo con vehemencia.
—Lo juro, señor Vulkan.
—Bien. Escoge siete artefactos que salvar, y solo siete. Uno por
cada uno de los reinos de Nocturne.
—Hay miles de artefactos aquí, primarca. ¿Cómo se supone
que debo…?
—Los hay —lo interrumpió Vulkan, atando su martillo
alrededor de su cinturón y yendo en busca de su guantelete. El
mantón de las escamas del dragón Kesare ya colgaba sobre sus
amplios hombros—. Siete, Padre Forjador, eso es lo que ha
decretado tu primarca. —Vulkan empezó a marcharse con la
mente firme en su encuentro con Horus.
»Voy a unirme a la flota de Ferrus —le dijo a T’kell desde lejos
—. Asegúrate de cumplir tus órdenes antes de mi regreso.
Se alejó de la forja camino al espaciopuerto y dejó atrás a
T’kell.
El Padre Forjador observó los contenidos de la cámara e
intentó contemplar la tarea imposible que le había sido
encomendada.
—Siete…
DEBER INMORTAL
Me he equivocado y, por tanto, debo expiar mi error.
He vivido cuando debería haber muerto y, por tanto, debo
convertirme en Inmortal.
—Juramento de los Inmortales

Estaba de rodillas, de cara a la cubierta de la nave. Los rostros


retorcidos de mis hermanos me devolvían la mirada, congelados
en sus últimos momentos de tortura.
Me llamo Ahrem Gallikus y soy Inmortal, pero ese era el día en
el que debía haber muerto.
Era mi derecho. Mi destino, uno que yo mismo había puesto en
marcha mucho antes de los campos de nuestra mayor ignominia.
Mucho antes de Isstvan.
Un escalofrío me recorrió la nuca, entre el gorjal de
adamantio negro y el cabello negro como el carbón cortado al ras.
Al principio pensé que se trataba de la recirculación atmosférica
de la nave espacial, que enfriaba el ambiente, hasta que me
percaté de que era el filo de un hacha, dispuesta a juzgarme.
Por fortuna, el filo seguía siendo débil. De otro modo, ya
habría muerto. Aunque, si un mango y una hoja ya cumplirían
aquella función sin problema, ¿por qué imbuirlo con un filo
actínico?
Lógica. Eficiencia. Templanza.
Unidas, aquellas palabras eran nuestro credo. Una unión de
hierro, o eso había creído siempre. ¿Dónde se encontraba aquella
aleación cuando nuestro padre más la había necesitado? Una vez
más, como solía suceder durante aquellos días de dolor y pesar,
mis pensamientos se tornaron melancólicos.
—Ahrem —pronunció una voz que provenía de las sombras
que me rodeaban, una voz tan afilada como la hoja desnuda
colocada contra mi piel—, cuéntanos.
Había usado mi nombre de pila, el que me había otorgado el
jefe del clan Gaarsak, y me rechinó en los oídos. Él no tenía ningún
derecho a usar aquel nombre.
—Soy el legionario Gallikus, Orden Primii —respondí con el
respeto justo. En aquel entonces, todo aquello me parecía una
teatralidad innecesaria.
—Gallikus, entonces —pronunció la voz una segunda vez, sin
disfrazar la irritación que sentía—. Tenemos preguntas, y tú nos
darás las respuestas.
La hoja del hacha descendió un poco más y me hizo un corte
del que salió una gota de sangre. Vi cómo mi aliento se empañaba
en el aire frío y cargado, sentí el tamborileo de los motores de
impulso del Obstinado que resonaban desde las cubiertas
inferiores y oí hasta el más minúsculo ajuste de la postura de mi
interrogador debido al rugido grave y predatorio de su armadura.
Había encontrado la paz y estaba listo para que mi deber
llegara a su fin. Mi deber inmortal. Agaché la cabeza ligeramente
en una súplica sutil.
Mi interrogador se lo tomó como una indicación para
proceder, y lo era. En cierto modo.
—Háblanos del Reciario.
El nombre de aquella nave llenó mis venas de un fuego que
desterró el frío de la cubierta de hangar al pensar en pasillos
cálidos de color escarlata y negro. Sangre, sudor, muerte… Todo
chocó en un momento de recuerdo abrasador. No hizo nada por
calentar la carne helada de mis hermanos de batalla, quienes me
devolvían la mirada con sus ojos muertos y fijos en sus cabezas
decapitadas.
Me pregunté por un momento si el método de ejecución que
habían escogido pretendía ser simbólico, irónico o simplemente
de mal gusto sin querer.
—Dinos lo que recuerdes.
Recordé el fuego en la atmósfera superior de Isstvan, recordé
cómo el infierno reinaba sobre los cielos. Sin embargo, aquello era
algo amorfo, solo una impresión. Una respuesta emocional.
Consideré la posibilidad de enfrentarme a una sanción si lo
admitía. Se suponía que las emociones eran un anatema para la
Décima de Hierro. A veces aquello me llevaba a preguntarme si la
vida en sí también lo sería. En lugar de aquello, me vino a la
cabeza el primer recuerdo. Lo sentí como un puñetazo metálico,
pero cantó con el estruendo de la salva de apertura de una barcaza
de batalla…
—¡Sangre de Medusa!
Si bien Mordan no solía entregarse a semejantes expresiones,
nuestro camino hacia el Reciario se estaba tornando volátil.
Atados con arneses en la doble proa del ariete de asalto, mis
hermanos mostraban la misma emoción, aunque sin pronunciar
palabra.
Katus empuñaba su escudo de abordaje con ambas manos y lo
sostenía frente a su pecho como si de un tótem se tratase. El ojo
biónico que llevaba en su cuenca derecha emitía destellos debido
a la calibración automática inducida por los nervios.
Sombrak apretó la mandíbula. Era mi hermano escudo y hacía
eso antes de cada batalla. Resultaba ensordecedor y discordante,
pues su mandíbula era cibernética. La mayoría de nosotros
contábamos con parches de aquel estilo, pues nuestros cuerpos
rotos habían sido reparados para que pudiéramos librar una
última batalla. Aquella era mi octava «última batalla». El destino
podía ser cruel de aquel modo.
Azoth era el último hermano que conocía bien, aunque en la
bodega había diez almas ataviadas con la armadura negra de
Medusa. El ritmo de desgaste se había ensañado con nuestras filas,
y al poco tiempo ya no encontré necesidad de aprender más
nombres.
De todos mis hermanos, tanto los que conocía como los que
no, Azoth era el más dado a la retórica. Cuando nos convertimos en
Inmortales, nuestro padre nos quitó todo rango y título.
Reforjados, nuestro nuevo deber era una placa de vergüenza para
todos los miembros de nuestra legión y habíamos perdido
nuestras antiguas identidades. Creía que Azoth había sido un
Frater Ferrum, un Padre de Hierro, antes de caer en desgracia. Aún
conservaba los huecos en su armadura donde le habían retirado
su servobrazo. Sin importar lo que hubiera sido en el pasado, en
aquel momento era nuestro sargento.
—¡Conservad la esperanza! —nos animó con un rugido que
resonó contra el tumulto del interior de la bodega—. Nunca han
quebrantado nuestras filas. Manteneos firmes. —Pude oír el
chirrido de los servos de su guantelete cuando empuñó el mango
de su martillo del trueno—. Sed decididos. Nuestro deshonor nos
lo exige. La muerte nos espera. ¡No la tememos! Porque ¿qué es la
muerte…?
—¡…para aquellos que ya están muertos! —rugí al unísono
con mis hermanos.
Al viejo Azoth se le daban bien las palabras. Creo que será a él
a quien más eche de menos.
Las sirenas de alarma sonaron y coincidieron con un haz de
luz carmesí que inundó el bajo techo sobre nuestras cabezas. Pese
a que estábamos cerca, no había ninguna garantía de que
llegaríamos al Reciario sanos y salvos.
Más de treinta arietes de asalto se lanzaron al vacío, todos
ellos pilotados por Inmortales de Medusa. Dudaba de que ni
siquiera la mitad alcanzara su objetivo.
Las Caestus eran naves resistentes, diseñadas específicamente
para aquel propósito. También eran rápidas, pero la enorme
cantidad de armas que disparaban entre ambas naves situadas en
aquel abismo del espacio era intensa.
Un gran tramo de vacío separaba la Gorgónea del Reciario y
estaba repleto de explosiones silenciosas similares a nébulas
heridas y de inmensas nubes de metralla que se dispersaban con
rapidez. Para nosotros, a bordo de nuestro diminuto ariete de
asalto, aquello era un viaje arduo y peligroso. Para los que se
encontraban en el interior de aquellos mastodontes sería una
pelea cuerpo a cuerpo.
Las abrazaderas de supresión inercial nos mantuvieron firmes
mientras nuestro casco temblaba con cada impacto cercano. Cerré
los ojos e imaginé nuestro destino.
Ya había visto el Reciario antes, durante la Gran Cruzada. En
aquel entonces me había parecido una nave fea y enorme, muy
apropiada para sus brutos ocupantes. Sus flancos estaban tintados
de azul y blanco sucio, una imitación de las armaduras de sus
legionarios. Tenía el morro plano y estaba mejorada por
musculosos puertos de cazas de combate y una armadura
blindada, y todo ello la hacía parecer un púgil en forma de nave
espacial.
Sentí cómo nuestro puñetazo resonaba por el casco del
Caestus, un puño de cristal golpeando una mandíbula de acero. Si
no fuera por la magna-fusión que ardía con fuerza para suavizar el
formidable pellejo del Reciario, nos habríamos hecho pedazos en
un abrir y cerrar de ojos.
No obstante, nos adentramos con profundidad en la nave.
Nuestro puño de cristal tenía esquirlas que cortaron la piel
exterior de la nave más grande.
Nos abrimos paso a través de una nube de humo metálico
después de que nuestro pequeño ariete de asalto hubiera abierto
una brecha en el casco de la nave y se hubiera sujetado
firmemente en su lugar. El ariete nos desembarcó en un hangar
oscuro con poca iluminación; no tuvimos mucho tiempo para
situarnos antes de que las tropas de contraataque llegaran para
intentar repelernos.
—¡Clavad los escudos! —Azoth gritó la orden, pero ya
habíamos empezado a ponernos en posición antes de eso.
Pese a que era una táctica arcaica, similar a los de los romanii
o los grecanos de la Antigua Terra, también era efectiva. Muchas
partes de la guerra perduraban en el tiempo, y el conflicto
fraternal era en lo que estaba pensando cuando atacamos una
nave que pertenecía a aquellos a quienes antes habíamos
considerado nuestros aliados.
Sin embargo, eran mortales a quienes nos estábamos
enfrentando en aquella cubierta, y no a nuestros antiguos
hermanos de armas, los Devoradores de Mundos.
Una fuerte y decidida descarga nos golpeó primero, y los
láseres calientes llovieron desde los equipos de armas que habían
montado apresuradamente y desde las líneas de fuego
desperdigadas. Soportamos el aluvión de ráfagas sin inmutarnos.
Luego seguimos avanzando, moviéndonos al unísono, con nuestros
escudos de abordaje impenetrables para los hombres y mujeres
valientes que habían acudido a detenernos.
A pesar de su evidente desventaja, las tropas mortales del
Reciario lograron acercarse a nosotros. Otros tres arietes de asalto
habían golpeado aquella sección de la nave, y las cuatro escuadras
se unieron antes de que los guerreros nos empezaran a disparar.
Sus armas de proyectiles sólidos y sus mazas demostraron ser muy
poco efectivas.
El débil impulso de su ataque quedó dispersado cuando se
estrellaron con nuestro muro de escudos, y absorbimos el impacto
antes de devolvérselo multiplicado por diez. Los juramentos de
guerra de Medusa cortaron el aire de un modo tan limpio como
una espada.
Y de un modo casi tan letal.
Los mortales temblaron ante nuestro avance inquebrantable y
nuestra furia.
Derribé a mi primer oponente y dejé que la sangre de su
cráneo roto manchara mi escudo antes de asestarle el golpe de
gracia. Solo necesité pisarlo con mi bota, y poco después ya estaba
abriéndome paso junto a mis hermanos Inmortales. Disparé a mi
segundo oponente en la mejilla y su rostro estalló en una niebla
cuando el proyectil de reacción en masa explotó. A un tercero le
atravesé las costillas. El cuarto cayó de espaldas delante de mí ante
nuestro avance, y le corté el cuello con el filo de mi escudo de
abordaje, casi sin notar la sangre que salpicaba mi bota acorazada.
Nuestro propósito nos hacía ser despiadados. Un bloqueo
alrededor de la atmósfera superior de Isstvan estaba impidiendo
que la X Legión llegara ante su padre, y el Reciario era solo una de
las naves que nos cortaba el camino. Nuestra misión era simple,
nuestros Padres de Hierro nos lo habían dejado claro: destruir la
nave fuera como fuese. Si aquello significaba nuestra muerte, que
así fuera.
Inexorables, inevitables, aplastamos las fuerzas de
contraasalto del Reciario. Luego derribamos a los equipos de
armas y a los de cubierta, hasta que cada miembro de la
tripulación a la vista acabó muerto. Era un acto sin honor pero
necesario.
Tras aquello, rompimos filas para neutralizar con rapidez al
resto. La cubierta se volvió resbaladiza con la sangre del enemigo,
aunque era difícil verla debido a la luz tenue.
—¿Dónde estamos? —preguntó Mordan.
—En la popa del enginarium, si no me equivoco. —Conocía un
poco la disposición de la nave, siempre que se correspondiera al
plano habitual de las flotas expedicionarias—. En uno de los
hangares pequeños, cerca de la piel exterior de la nave.
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Se trataba de una cámara relativamente pequeña, con un
techo bajo y un suelo de placa de cubierta desnuda, por lo que la
función de aquel hangar habría sido la de contener a las naves de
interdicción más pequeñas del Reciario. En aquel momento no
albergaba ningún caza de combate ni ninguna nave de asalto, pues
los Devoradores de Mundos habían descargado todo su arsenal
para combatir a las naves de los Manos de Hierro que trataban de
abrirse paso por el bloqueo. En su lugar, el estrecho espacio estaba
repleto de tolvas de munición y armadores. Las cadenas de
armamento colgaban de unas poleas situadas en el techo y se
balanceaban con suavidad tras la batalla. Salía vapor de los
conductos de ventilación de los muros y el ambiente era sofocante,
pues un calor animal y penetrante cubría cada superficie en una
fina capa de sudor. Apestaba.
Sentí un crujido en el comunicador de mi oreja. El canal
comunal. Como esperaba, la voz del hermano capitán Udris de la
Gorgónea empezó a sonar a través de la estática del vacío.
Azoth le dijo que habíamos entrado con éxito y que nos
estábamos adentrando más en la nave. La resistencia había sido
mínima.
Todos sabíamos que aquello iba a cambiar.
—¿El bloqueo? —preguntó Sombrak, una vez Azoth hubo
recibido sus órdenes de la Gorgónea.
—Sigue intacto —repuso Azoth—. Si no fuera así, ya lo
sabríamos. Estos pasillos estarían llenos de fuego, los muros
habrían quedado destrozados y habríamos caído al vacío. Por
ahora, siguen en pie. Así que debemos derribarlos. Los Avernii
están muriendo bajo nosotros, hermanos.
—Me hubiera gustado pelear junto a la Gorgona una última
vez —dijo Katus con la cabeza gacha.
Azoth le dio una palmada en el hombro con su mano
enfundada en un guantelete. Había un tono de ira en las palabras
del antiguo Frater. Teniendo en cuenta la traición que estaba
ocurriendo en Isstvan y la pérdida de su rango, la ira podía
deberse a cualquiera de las dos cosas. O a ambas.
—Sí, Katus. A mí también, pero tenemos nuestro deber, y está
aquí, a bordo del Reciario.
Seguimos avanzando y dejamos a los muertos pudriéndose en
el calor.
En cuanto el equipo del puente detectó nuestra incursión, el
Reciario bloqueó sus mamparas y selló todas las compuertas
blindadas para intentar contenernos en una parte no vital de la
nave.
Mientras dos de mis hermanos empuñaban sus cortadores
láser y se dirigían a una compuerta blindada para abrirla, el resto
adoptamos una posición defensiva. Azoth me llevó a un lado. Su
semblante era lúgubre. —No hay noticias de las otras escuadras —
me dijo—. Cunaeda, Vorrus, Hakkar… —Negó con la cabeza—. Han
salido treinta y tres arietes de asalto. En este momento, solo sé de
cuatro que hayan llegado al Reciario y todos están en este hangar.
¿Cómo de lejos está el enginarium?
—Está relativamente cerca —repuse, imaginando el plano con
mi memoria eidética—, pero antes de que lleguemos hay
laberintos de túneles y cámaras al otro lado de esa puerta.
Azoth asintió, mirando hacia un lado más que a mí
directamente, como si hubiera acabado de confirmar lo que ya
intuía.
—Esta siempre ha sido una misión suicida… —dijo con algo de
resignación.
De todos los Inmortales que había conocido y con los que
había combatido, Azoth parecía el menos optimista en cuanto a
morir para restaurar su honor perdido. O tal vez se trataba de
morir con lo que creía que era su honor aún en duda. Si bien Azoth
era valiente, al igual que cualquier otro legionario de los Manos de
Hierro, incluidos los nobles Avernii, sospechaba que su deseo más
profundo era regresar a la orden de los Padres de Hierro antes de
caer en batalla.
No obstante, en aquel momento éramos fantasmas, todos
nosotros, y nuestro honor era tan intangible para nosotros como
el humo. Nos habíamos equivocado y, por tanto, debíamos expiar
nuestros errores. O, al menos, eso decía el juramento.
La compuerta blindada del hangar cayó, anunciada por un
sonido metálico atronador que se produjo cuando golpeó el suelo
al caer por el otro lado.
Más tinieblas, más oscuridad visceral. El calor sofocante nos
golpeó como un puñetazo, de forma incluso más palpable que
antes. El impulso que zumbaba desde el enginarium era
ensordecedor. El estruendo que provocaban las descargas hacía
que el suelo temblara bajo nuestros pies y que los muros se
sacudieran por las vibraciones del retroceso. Un hedor
petroquímico, mezclado con el regusto actínico de las baterías
láser recién descargadas, se alzaba por el interior de la nave desde
las cubiertas inferiores.
Pese a que una nave en guerra era un campo de batalla tan
brutal como cualquier otro, el Reciario merecía un puesto
destacado entre ellos por lo sombrío que era.
Los guerreros con servoarmadura que se abalanzaron sobre
nosotros desde las sombras cargadas de sudor fueron un ejemplo
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de aquello.
La primera víctima se la cobraron los Devoradores de Mundos.
Ataviados con unas armaduras maltrechas, adornadas con
púas y remaches, los hijos de Angron parecían merecedores del
nombre. La sangre y la mugre los cubrían, lo que otorgaba más
ferocidad aún a una apariencia que no la necesitaba. Había
espuma acumulada en las rejillas de sus respiradores y el
ambiente apestaba a un sudor febril. Salvajes, brutales y entre
rugidos… No veía hombres que vinieran a por nosotros desde las
sombras, sino animales. Su habilidad marcial era aterradora,
incluso para nosotros.
Un Inmortal al que no conocía soltó un grito, y el brazo con el
que sostenía el escudo quedó inerte cuando le hicieron un corte en
la articulación del hombro que le seccionó los tendones. Un
segundo golpe lo alcanzó desde la clavícula izquierda hasta la
cadera derecha. Tras superar la resistencia de la inercia, las dos
mitades del cuerpo se separaron la una de la otra, y mi hermano
quedó desparramado por toda la cubierta.
Una pistola de plasma a quemarropa evaporó la cabeza de
otro medusano que había reaccionado demasiado tarde. Tres más
de las filas de vanguardia quedaron destripados de forma salvaje.
Las armas sierra, tanto espadas como hachas, rugieron como
bestias salvajes.
Como un animal que de repente se daba cuenta de que había
sido herido, retrocedimos. Primero cerramos la brecha de la
puerta mientras manteníamos a nuestro enemigo a raya al otro
lado, para que no pudieran pasar y rodearnos. Luego
contraatacamos.
Un fuerte impulso, producido tanto por nuestra tenacidad y
agallas de Medusa como por la resistencia de nuestros escudos de
abordaje, hizo que ganáramos ventaja en la primera sección de
pasillo tras la compuerta blindada. Pese a que nuestro enemigo se
rindió ante nosotros y, sin otra opción, nos otorgó espacio, luego
impidió todo avance con su ferocidad y su ventaja numérica.
Era imposible contarlos, pero me pareció que al menos el
doble de nuestro número defendía el laberinto de pasillos ante
nosotros. Nos abrimos paso, cada legionario de nuestra compañía
abjurada, y entonces los hijos de Angron nos golpearon como un
huracán de espadas.
Unas chispas calientes surgieron del borde de mi escudo
cuando este chocó contra el arma sierra chirriante de un
Devorador de Mundos. Mi enemigo no llevaba casco, lo que dejaba
ver su rostro arrugado, lleno de cicatrices y perforaciones
metálicas. Una cadena unía su oreja a su nariz y una barra con
pinchos ensartaba sus dos mejillas. Unos tatuajes que parecían
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marcas para contar a cuantos enemigos había matado adornaban
su cuello, aunque la oscuridad no permitía asegurarlo.
Le golpeé el cuerpo con mi escudo y retrocedió tras soltar un
gruñido. Apoyé mi pistola bólter en la muesca de mi escudo de
abordaje destinada para ello y le disparé casi a quemarropa en la
garganta. Los fragmentos de cráneo y materia roja impactaron
contra mi placa frontal cuando la cabeza del Devorador de Mundos
explotó.
De forma lúgubre, di un paso adelante.
Todos lo hicimos.
Azoth nos animó a continuar.
—¡Manteneos firmes! —rugió—. ¡Escudos al unísono!
Nos golpearon una vez más con furia, con espuma en la boca
como si fueran perros rabiosos. Sentí cómo el frenesí de los
repetidos hachazos contra mi escudo resonaba contra mi hombro.
Ardía, y el entumecimiento de la tensión muscular excesiva me
recorrió el brazo.
Azoth seguía implacable.
—¡Firmes!
Transcurrieron unos pocos segundos más de golpes antes de
que dijera:
—Ahora… ¡empujad!
Unidos, ordenados, fuertes, avanzamos e hicimos retroceder a
nuestros oponentes. Sus ansias de matar los volvían aterradores,
pero también hacían que derrocharan sus fuerzas. Un hombre, por
muy habilidoso y feroz que fuera, no podía contener una marea.
Cien hombres, si actuaban de forma individual, se encontrarían en
una situación similar.
Tras su aluvión de golpes inicial, a los Devoradores de Mundos
les estaba costando derribarnos. Les hicimos retroceder de la
brecha que habíamos abierto en la compuerta acorazada con los
cortadores láser y nos adentramos varios metros en el laberinto
de pasillos. Si bien era bastante estrecho comparado con el hangar,
era lo suficientemente amplio como para que se colocaran seis
escudos lado a lado.
—¡Formad filas!
Azoth estaba intentando imponer un orden mayor. Al ser
incapaces de igualar su furia despiadada, la disciplina era el único
modo que teníamos para derrotar a los Devoradores de Mundos.
Situado en la vanguardia, me encontraba hombro con hombro
con Mordan y Katus. El primero era un fatalista travieso que nos
había sorprendido a todos al sobrevivir durante tanto tiempo,
mientras que el segundo era un fanático que pensaba que la fuerza
provenía de la adversidad y se regocijaba en su puesto de
Inmortal. Por muy diferentes que fueran, la determinación mutua
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que sangraba de mis hermanos era tan contagiosa como
estimulante. Detrás de nosotros, podía sentir las ansias de Azoth
de formar parte de la fila que luchaba, de demostrar que su
vergüenza había sido injusta. Su escudo estaba colocado contra mi
hombrera izquierda, firme e inflexible. Sombrak estaba a su
derecha, tan sólido como un contrafuerte de hierro. No le había
visto retroceder ni un solo paso en combate.
Además de nuestros rangos anteriores, también se nos
arrebataban nuestros clanes. Si bien ser Inmortal implicaba estar
solo, a pesar de aquella cruel penitencia me sentía tan unido a
aquellos guerreros como si todos provinieran de Gaarsak y no de
cualquier otra parte de Medusa. Los Devoradores de Mundos nos
golpearon con una fuerza renovada que provenía de su ira.
Ensangrentados, continuaron peleando sin echarse atrás y
demostraron ser tan duros y decididos como sabíamos que eran.
Los había visto combatir en persona, no como su enemigo sino
como su aliado.
Me gané mi deshonor aquel día en Golthya, durante la Gran
Cruzada, poco después de habernos reunido con nuestro padre…
Dentro del Reciario, pudimos alcanzar un cruce antes de que
nos impidieran avanzar más. Un enorme dreadnought, cuya
envergadura casi ocupaba todo el pasillo, se colocó delante de
nosotros. Al detenernos de golpe, los Devoradores de Mundos
pudieron atacarnos por ambos flancos. Nuestro avance constante
se había detenido en la unión del cruce, lo que nos obligó a
quedarnos en una formación de flecha.
Katus y otros tres guerreros se dirigieron hacia la monstruosa
máquina de guerra.
Le faltaba uno de sus brazos armados, por lo que sospeché
que se estaba preparando la nave para dirigirse al planeta cuando
entramos en ella y, en su lugar, le habían asignado detener nuestro
avance. Sombrak portaba una carga de fusión, al igual que los
otros tres Inmortales del grupo de abordaje. Si las hacíamos
detonar en la cubierta del enginarium, aquellas armas
incendiarias desatarían el caos en el Reciario.
Con el escudo por delante, Katus se llevó un golpe que lo hizo
chocar contra una pared. Su generador de energía se rompió y la
pequeña explosión lo empujó hacia delante, justo hacia las
cuchillas relámpago del Contemptor.
Katus escupió sangre que salpicó el interior de su casco y salió
por una grieta de su placa frontal. Murió antes de golpear el suelo.
Las ráfagas de bólter de los otros tres Inmortales que habían
cargado junto a Katus rebotaron contra el blindaje del
Contemptor, no fueron más que una molestia para este. El
dreadnought derribó a dos de ellos con sus cuchillas, empaló a
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uno a través del escudo y aplastó al otro con su pie envuelto en
armadura aprovechando que el Manos de Hierro había perdido el
equilibrio. El cuarto Inmortal era Mordan, el único que quedaba en
pie del grupo que había avanzado para enfrentarse al monstruoso
Contemptor. No estuvo solo durante mucho tiempo. Un renovado
muro de escudo avanzó para unirse a él.
Intenté contener una punzada de envidia por la gloriosa
muerte de mi hermano y me acerqué al dreadnought. Este volvió a
golpear una vez más, con la sangre hirviendo en sus garras
energizadas, lo que llenó el pasillo con el hedor del cobre
quemado. Pese a que Mordan y yo alzamos nuestros escudos al
unísono, cada golpe de la fuerza impulsada por los pistones del
Contemptor hizo que mis huesos traquetearan y ambos caímos de
rodillas.
—Craso error… —rugí, mientras Azoth se deslizaba por el
hueco que había dejado Mordan y arremetía con su martillo de
trueno contra la cabeza del dreadnought. La volkita de Sombrak lo
atravesó en el pecho en un mismo ataque coordinado. El monstruo
retrocedió como si fuera incapaz de comprender la inmediatez de
su perdición y cayó al suelo como una pila de metal inerte.
Los otros Devoradores de Mundos casi ni se percataron de la
muerte del dreadnought. Su mente solo albergaba ansias de matar
y no se darían por vencidos hasta que uno de los dos bandos
hubiera muerto. Por primera vez desde que habíamos abordado el
Reciario, las intenciones de la Décima de Hierro y de los
Devoradores de Mundos eran las mismas.
Capeamos la tormenta de su furia. Sin el Contemptor para
romper nuestras filas, los estrechos confines de los pasillos
jugaban a nuestro favor.
—¡Avanzad! —gritó Azoth, quien en aquel momento formaba
parte de la primera línea, donde debía estar—. ¡Avanzad con todas
vuestras fuerzas!
Pese a que los martillos golpeaban nuestra defensa colectiva
sin cesar, mantuvimos nuestras posiciones. El muro de escudos
resistió y pudimos continuar nuestro avance.
La base de mi escudo rozaba el suelo con cada paso que
dábamos con dificultad. Me ardía el hombro por tener que clavarlo
en el reverso de mi escudo para impedir que el enemigo nos
venciera. Pero nuestra fuerza provenía de la cohesión y, si un
eslabón fallaba, toda la cadena estaría perdida.
Nos golpeaban, y nosotros los empujábamos hacia atrás. Cada
vez que nos manteníamos firmes y absorbíamos sus golpes, los
Devoradores de Mundos se volvían más ansiosos en sus intentos
por penetrar en nuestras defensas, más imprudentes.
Tardamos más de dieciocho minutos en matar a todos los
guerreros enloquecidos del laberinto de pasillos. Cuando todo
terminó, la sangre manchaba los muros e inundaba la cubierta
bajo nuestros pies. Nos adentramos en la siguiente cámara
cansados pero victoriosos.
Si bien había esperado encontrar el enginarium, lo que vimos
fue algo totalmente diferente.
Una amplia rampa salía de la mampara abierta de la sección
del pasillo. Nos apresuramos a recorrerla sin perder el orden y
recomponiendo nuestras filas. Dicha rampa conducía a un foso,
poco más que una cuenca hueca de metal sin pintar y manchado
de sangre. Pese a que lo habían limpiado hacía poco, aún
quedaban algunas marcas, el legado indeleble de la carnicería de
una legión.
Más de nuestros hermanos Inmortales nos esperaban en el
foso, empalados de la ingle a la cabeza en feas estacas de hierro.
Conté a treinta de ellos y me sobresalté al darme cuenta de los
pocos de nosotros que habíamos llegado al Reciario y de que la
mayoría había muerto allí.
Oí cómo mis hermanos apretaban los puños por una ira
impotente, cómo musitaban maldiciones de venganza contra los
Devoradores de Mundos. Pese a que mantuve mis propias
emociones enterradas, sentí que el odio más profundo empezaba a
encenderse como una ampolla caliente y furiosa contra mi orgullo.
Azoth había tenido razón: aquella era una misión suicida.
Los condenados no teníamos derecho a la gloria ni al honor, y
eso era lo que éramos: hombres condenados. Nuestra vergüenza
nos había convertido en eso.
Mi propia vergüenza me había condenado a aquel destino. En
Golthya.
Había sido un mundo tétrico y lúgubre. Nos habíamos
enfrentado a los kétidos, una perversa especie alienígena de
forma humanoide que, como muchas otras durante la Vieja Noche,
había subyugado a la población humana nativa. Habíamos
desplegado nubes de fósfex en las profundidades de las fauces del
valle de Jreth para acabar con los alienígenas de piel gris, pero los
kétidos habían creado vientos anabáticos a través de su ciencia
rudimentaria. Aquello había vuelto nuestra peor y más
repugnante arma contra nosotros.
Cómo habíamos ardido cuando las llamas verdes nos habían
quemado la piel y habían reducido nuestro hierro a poco más que
materia chamuscada…
Croen había muerto primero, el vexiliario de nuestra
compañía. Luego Laeoc, Garric, Maedeg… hasta que solo quedamos
Sombrak, un puñado de guerreros y yo. Habían destrozado
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nuestro flanco y habríamos muerto de no ser por los guerreros
vestidos de blanco y azul que descendieron desde lo alto.
Habíamos combatido junto a ellos, si bien solo a modo de
apoyo. Aquella iba a ser nuestra victoria. Los Devoradores de
Mundos nos habían alabado por nuestro coraje. Había luchado
junto a Varken Rath, un legionario de una habilidad sin parangón,
quien me había dado las gracias en persona por mis esfuerzos.
Sombrak y el resto de nuestros hermanos de hierro habían
conocido a varios hermanos de espada similares en aquellos
momentos.
Aun así, nuestro padre no lo había visto de aquel modo, y
desde aquel momento empecé a portar un escudo de abordaje.
Solía reflexionar sobre la crueldad de aquello y sobre cómo la
batalla de Golthya reflejaba la que se estaba produciendo a bordo
del Reciario por su desesperación y su ferocidad.
En el borde del foso del Reciario nos esperaban los
Devoradores de Mundos. A diferencia de los que habíamos
derrotado en el laberinto de pasillos, aquellos hombres llevaban
una armadura similar a la de los gladiadores. Los conocía. Los
había visto surgir de las lágrimas de metal ardiente de sus
cápsulas de inserción a través de la niebla de fósfex que había
acabado con la vida de la mitad de mi compañía antes de que nos
atacaran los kétidos.
Habían sido salvajes incluso en aquel entonces, y los
Indómitos habían cambiado mucho.
No llevaban nada que les cubriera la cabeza, por lo que
mostraban sus tatuajes faciales. Unas cadenas de anillos de hierro
grueso acentuaban su armadura blanca y azul, y las púas situadas
entre los eslabones presagiaban un aspecto incluso más siniestro.
Estaban cubiertos de sangre de la cabeza a los pies, y pegada a su
armadura debido al inmenso calor del enginarium del Reciario. Sin
necesitar que nadie me lo confirmara, sabía para mis adentros que
la sangre era de medusanos, arrancada de los cuerpos torturados
de mis hermanos del foso.
Uno de los Indómitos se separó del resto, y creí ver cómo hacía
un ademán con la cabeza en nuestra dirección. Luego me percaté
de que el gesto me lo había dedicado a mí.
—Gallikus… —su voz retumbó en la cámara y resonó contra el
foso y los escudos de abordaje destrozados que decoraban los
muros—. Bienvenido. —Sonaba como un saludo de verdad, casi
amable.
Y lo era, en cierto modo. O, mejor dicho, se trataba de un
desafío. Era Rath, no había modo de confundir a mi antiguo
camarada de armas. Aunque no era la mejor definición para un
instrumento de guerra mejorado genéticamente; era cualquier
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cosa menos eso. Rath era un espadachín ejemplar que empuñaba
una espada en cada mano como si quisiera demostrar su
habilidad. Yo no necesitaba que lo hiciera. Con aquellas espadas
había destripado a kétidos como si no fueran más que cerdos. Se
llamaban falcatas, o eso me había dicho él.
—Si queréis llegar al enginarium, este es el campo de batalla
que debéis atravesar —dijo con un gesto tranquilo hacia el foso en
el que habían empalado a nuestros hermanos hasta la muerte. Me
hizo otro ademán con la cabeza—. Te otorgaré una buena muerte.
Te has ganado el derecho.
Quería aplastarlo. Por su condescendencia y por el modo
barbárico con el que sus hermanos habían tratado a los míos. Casi
pude sentir cómo nuestra unión de espadas se rompía ante su risa
despreocupada. —¡Algunos siguen con vida! —gritó Sombrak,
señalando hacia un Inmortal que se retorcía en su estaca de metal.
—¡Sangre de Medusa! —Los guanteletes de Mordan crujieron
cuando empuñó su escudo con más fuerza.
Rath sonreía. Todos los Indómitos lo hacían.
Azoth había visto suficiente.
—¡Matadlos! ¡Vengad a los caídos! —rugió, y todos los Manos
de Hierro de nuestra compañía, que cada vez eran menos,
empuñaron su espada o su maza.
Obtendríamos nuestra venganza cuerpo a cuerpo por lo que
los Indómitos habían hecho.
Nuestro asalto desesperado había llegado a su fin. Lo único
que nos quedaba era la venganza y, según creían algunos, una
última oportunidad para alcanzar el honor. Nuestro deber
inmortal.
Los Devoradores de Mundos esperaron hasta que estuvimos a
medio camino del foso antes de abalanzarse sobre nosotros, lo que
hablaba muy bien de sus habilidades marciales.
Luego chocamos. No había ningún orden en aquella batalla,
ninguna unidad. Solo sangre.
Pese a que contábamos con el doble de guerreros que los
Indómitos, los primeros ocho segundos de batalla igualaron las
tornas de forma drástica.
Según me acercaba a Rath, me uní momentáneamente a
Mordan para derribar a uno de los Indómitos y vi que un
Devorador de Mundos destripaba a uno de mis hermanos.
Consideré el muy probable hecho de que nos hubieran permitido
llegar hasta allí, que nos hubieran dejado alcanzar el foso por la
promesa de una buena lucha. Tal vez Angron necesitaba que sus
locos derramaran sangre antes de soltarlos sobre el planeta.
Decidí que aquella arrogancia sería su perdición.
Rath y yo nos encontramos en el centro de la arena. Si bien
aún portaba mi escudo, pues sería una barrera vital contra las
falcatas gemelas de mi oponente, había empuñado un gladio en
lugar de mi pistola, que seguía enfundada.
Espada contra espada. El honor lo exigía.
Al principio, Rath pareció apreciar el gesto, aunque luego
puso una expresión de ira pura y agonizante. Abrió mucho los ojos,
y las venas que se rompieron tiñeron su esclerótica de un color
rojo profundo y visceral. No quedaba ningún rastro del hombre, en
aquel lugar solo había una bestia.
Rath golpeó mi escudo durante casi tres minutos, mientras yo
montaba una defensa desesperada. Solo se detuvo cuando
Sombrak trató de interponerse entre nosotros para relevarme. A
pesar de que estaba cegado por las ansias de matar, Rath
reaccionó por instinto. Paró a medias el embiste de Sombrak y
dejó que la espada le perforara el costado. Con su otra falcata, Rath
le cortó la cabeza a mi hermano.
Retrocedí, demasiado agotado como para aprovechar la
distracción de Rath. Mi escudo de abordaje estaba abierto por la
mitad, y el brazo con el que lo sostenía se me había entumecido. Vi
cómo el cuerpo de Sombrak caía de rodillas y su cabeza rodaba
hacia la oscuridad.
Entonces Rath se volvió, exultante por la muerte, y se dirigió a
por mí una vez más.
Aquella vez no me proporcionó ningún cuartel, estaba
embriagado por las ansias de matar.
Alzó su falcata y me giré para dejar que el impacto golpeara
mi hombrera. Encontró la unión vulnerable entre las placas de
metal de mi armadura y seccionó hasta la malla bajo ellas, lo que
me hizo un corte en la carne. La sangre empezó a brotar al
instante, y sentí cómo me caía por la axila y se me acumulaba en el
pecho.
Bloqueé la segunda hoja y la desvié antes de dirigir una
estocada que hundió dos tercios de mi gladio en el abdomen de
Rath.
Era una herida debilitadora cuya intención era ralentizarlo y,
con el tiempo, incapacitarlo. Rath no mostró ningún indicio de
haberse visto afectado. Seguíamos cerca. Podía oler su aliento de
osario. Un cabezazo salvaje aplastó mi placa frontal, rompió mis
lentes y envió esquirlas de cristal contra la cara. Un codazo me
obligó a arrodillarme antes de que Rath blandiera su falcata
contra mi flanco, donde se quedó clavada.
Solté un grito. Él rugió.
El final estaba cerca, mi deber inmortal estaba acabando por
fin. Vi mi escudo de abordaje, destrozado y desechado sobre el
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suelo de la cubierta. Otros escudos y los cadáveres de mis
hermanos se habían unido a él. No deberíamos haber roto filas, no
deberíamos habernos rendido ante el odio y la furia. Nuestro
credo era más frío, era uno que provenía de la razón y de la
indiscutible lógica táctica. Nos habíamos equivocado y, en aquel
momento, debíamos expiar nuestro error.
Con la cabeza inclinada, sentí que un escalofrío me recorría el
cuerpo. Se correspondía a la sensación fría de mis elementos
cibernéticos.
No obstante, el golpe nunca se produjo. Mi cuello y mi cabeza
seguían unidos a mi cuerpo.
En su lugar, oí las sirenas de emergencia, y la arena se llenó de
una luz roja urgente.
Azoth se había abierto paso por el foso. Herido, con su
martillo de trueno ensangrentado, seguía en pie. Estaba
ventilando la cámara y lanzándolo todo al vacío.
Los Devoradores de Mundos no habían limpiado el foso antes,
sino que habían lanzado los restos al vacío del espacio. Mi
hermano había encontrado el mecanismo y estaba repitiendo el
proceso, solo que con nosotros y nuestros enemigos presentes.
En los pocos segundos que me quedaban, vi la resignación
sombría en el rostro de Azoth. Aquel no era el final que buscaba.
Luego la presión de la ventilación me arrancó de donde
estaba. Me sentí ligero, y no solo por la ausencia de aire y
gravedad. El último rugido de desafío de Rath le fue arrebatado en
aquella exhalación abrupta, y quedó silenciado en el oscuro
espacio sin estrellas. Blandió un golpe más hacia mí, empujado
por lo que fuera que controlaba su ira y no por la impotencia, pero
el lento corte de su falcata falló.
Los destellos de láseres iluminaban la oscuridad y nos
empalaron en sus rayos incandescentes. Rath quedó destrozado, al
igual que mis hermanos. Vi a Azoth ser empalado por el pecho
antes de que me golpeara algo de refilón.
Me di la vuelta, desvaneciéndome en el vacío sin fin, como un
escombro más.
El paisaje de naves batallando entre ellas se extendió ante mis
ojos, terrible y bello al mismo tiempo. Las descargas atravesaban
kilómetros de espacio. Las explosiones destelleaban, malévolas en
su silencio. La Gorgónea estaba escorada, con sus motores muertos
y sus escudos y blindajes desnudos.
Sus motores de disformidad, en estado crítico, provocaron el
amanecer de un sol en miniatura, un destello silencioso de una luz
increíble que me quemó las retinas. Me dejé llevar por la ola de
presión que generó, y mi armadura se cristalizó por la escarcha
mientras sentía el calor explosivo del último aliento dramático de
la Gorgónea.
—No recuerdo mucho más después de eso —le conté a mis
acusadores, después de que la cubierta negra del Obstinado
volviera a aparecer ante mis ojos tras dejar el recuerdo del Reciario
—, salvo despertarme en vuestro apotecarion y que me trajerais a
este hangar para un juicio rápido. —No logré ocultar el rencor en
mi voz.
—¿Crees que te estamos tratando mal, legionario Gallikus?
Me negué a responder y mantuve la cabeza inclinada bajo el
peso frío del hacha apoyada contra mi cuello. Las miradas muertas
de mis hermanos decapitados, congeladas en la cubierta, parecían
burlarse de mí. Y estaba a punto de acompañarlos.
—Antes de que me matéis —dije con lentitud—, decidme,
¿conseguimos atravesar el bloqueo?
Mi acusador dio un paso hacia la luz. Oí un gesto que hizo, el
chirrido de unos servos viejos en una muñeca o en un codo, y la
presión sobre mi cuello se aligeró. Alcé la mirada para ver el
rostro de un Padre de Hierro, que yo no reconocí.
Tenía unas cicatrices horribles en la mejilla izquierda y parte
de su cráneo brillaba bajo la tenue luz. Una barba gris, como de
lana rizada, se había afeitado en forma de punta de lanza sobre
una mentón prominente e imperioso. El venerable Padre de Hierro
me miró como si fuera el aceite sucio que tenía que limpiar de sus
armas.
—Fracasamos —repuso—. Fuimos débiles.
Había otras dos personas con él, un Salamandra y un Guardia
del Cuervo. —Esto es una barbarie… —Oí que musitaba el hijo de
Vulkan, a pesar de que el leve zumbido de los motores de impulso
del Obstinado enmascaraba su voz. Sus ojos brillaban como
carbones encendidos.
El Guardia del Cuervo alzó una mano a modo de advertencia
para que el Salamandra guardara silencio, y ambos retrocedieron
al mismo tiempo. Aquello era un asunto de Manos de Hierro y se
llevaba a cabo al estilo de Medusa, tal como nos había enseñado
nuestro padre.
Me estaba costando procesar la situación, la presencia
incongruente de los guerreros de otras legiones, el ambiente de
fatalismo que emanaba del Padre de Hierro. Una última figura se
encontraba en aquella sala conmigo, aquel que pretendía ser mi
verdugo, uno al que creí reconocer y que despertó una
intranquilidad en mi interior que en aquel momento no sabía
cómo explicar.
—Entonces, ¿cuáles son las órdenes de nuestro primarca?
¿Hemos derrotado a Horus? ¿Aún sigue la lucha en Isstvan? —
Tenía muchas preguntas—. ¿Qué ha ocurrido con el Reciario?
El Padre de Hierro negó con la cabeza con tristeza.
—Se ha acabado, legionario Gallikus. Eres el único
superviviente del ataque al Reciario. La guerra en Isstvan ha
acabado. Hemos perdido… —Dejó de hablar, como si quisiera
prepararme para el golpe que se cernía sobre mí—. Ferrus Manus
está muerto.
—¿Muerto? —Intenté levantarme, pero una mano fuerte me
mantuvo en mi sitio—. ¡Soltadme! —espeté, y me volví para ver los
ojos afligidos de un viejo amigo. Por un momento, aquello me hizo
olvidar mis otras preocupaciones—. ¿Azoth?
No mostró ningún indicio de reacción cuando pronuncié su
nombre. Pensaba que había muerto, y allí estaba, a bordo del
Obstinado. Sin embargo, algo iba mal. Su carne parecía fría, gélida
como las cabezas decapitadas que había en el suelo frente a mí.
Habían apagado el fuego de Azoth. El hielo corría por sus venas y
congelaba su expresión. Había un hombre muerto frente a mí que
empuñaba un hacha, muerto y al mismo tiempo animado,
desprovisto de cualquier tipo de cognición que lo señalara como el
guerrero que una vez conocí.
—¿Qué habéis hecho?
—Lo que era necesario. Horus nos derrotó, nos separó.
Destrozó a nuestras legiones.
Miré hacia atrás, hacia el Padre de Hierro, y vi que sostenía mi
escudo de abordaje, Lo habían reforjado, lo habían vuelto a unir,
aunque nosotros mismos nos habíamos roto.
—Te has equivocado —dijo— y, por tanto, debes expiar tu
error. Tomé el escudo que me ofrecía, incapaz de pronunciar
palabra debido al peso de lo que acababa de escuchar.
El Padre de Hierro me miró y vi la determinación en sus ojos,
el rencor y la sed de venganza.
—Ese es el destino de todos los Inmortales… —pronunció una
voz detrás de mí. La voz de Azoth, el eco de nuestra perdición.
HIJOS DE LA FORJA
DRAMATIS PERSONAE
La XVIII Legión, Salamandras
VULKAN Señor de los Dragones, primarca de los
Salamandras
T’KELL Maestro de la Forja, ahora nombrado
Padre Forjador de Nocturne
ZAU’ULL «Padre de Fuego», capellán de Igniax
RAHZ «Portador del Fuego», capitán de los
OBEK Dragones de Fuego
ZANDU «Puño de Fuego», sargento de los
Dragones de Fuego
AK’NUN «Marcado por el Fuego», dragón de
XEN Fuego
GOR’OG «Wyvern», dragón de fuego
KRASK
ZEB’DU «Pyrus», dragón de fuego
VARR
ASHAX Sargento de los Dragones de Fuego
PHOKAN Dragón de Fuego
GAIRON Dragón de Fuego
RAIOS Dragón de Fuego
BA’DURAK Dragón de Fuego
RATH Dragón de Fuego
VOTAN Dragón de Fuego
FAI’SHO Apotecario, Dragón de Fuego
REYNE Capitán del Cáliz de Fuego
Las Legiones Destrozadas
KASTIGAN Padre de Hierro de la X Legión, comandante del
ULOK Obstinado
AHREM Inmortal de Medusa
GALLIKUS
AZOTH  
SAURIAN Apotecario de la XVIII Legión
MORIKAN «El Silente», guerrero de la XIX Legión
La XVI Legión, Hijos de Horus
VOSTO KURNAN Capitán
RAYKO SOLOMUS Legionario torturador
MENATUS  
NEVOK  
UZIEL  
HAJUK  
MORVEK  
EZRIAH  
KREDE  
EZREMAS  
GHODAK  
HARKUS  
RENK Apotecario
El Mechanicum Oscuro
REGULUS Adepto, enviado escogido por el Señor de la Guerra
KRONUS VI Autómata de batalla Castellax
EL JURAMENTO
—¿Qué significa el sacrificio?
Las palabras del Padre de Fuego resonaron en la cámara vacía y su
voz grave rebotó contra los muros de obsidiana oscura.
—Vivir donde otros han muerto —repusieron sus suplicantes al
unísono. Con solemnidad, con reverencia… y también con ira—. No
conocer nunca el dolor de nuestra mayor traición. Nunca sentir la
punzada de nuestra vergüenza reflejada en el cuchillo de un traidor.
Nunca haber sangrado sobre las arenas negras de Isstvan V.
Se hizo el silencio después de que sus voces se desvanecieran en un
murmullo apagado de medios ecos.
—¿Cuál es nuestro propósito? —El Padre de Fuego empuñó el mango
de un arma y observó cómo sus hermanos lo imitaban.
—Mantenernos estoicos y rechazar todo orgullo. Ser los guardianes
y los protectores.
El Padre de Fuego se puso de pie. Su figura ataviada con la
armadura reflejaba la obsidiana, y sus hermanos arrodillados imitaron
su movimiento. —¿Y cuál es nuestra maldición? —planteó, y su voz se
alzó al tiempo que la cabeza de la maza de su crozius se encendió en
llamas. Cincuenta guerreros estaban de pie con frialdad ante su aura
ardiente, y sus escamas de dragón parecían vivas bajo la luz de las
llamas.
—Nunca conocer la gloria. Que se nos niegue la venganza.
El Padre de Fuego alzó su crozius ardiente antes de sumergirlo en
una cuna de hierro llena de aceite. La ignición fue instantánea y violenta
y emitió una luz estremecedora que llenó la sala y reveló la presencia de
las estatuas de héroes caídos, talladas de ónice, que los juzgaban a todos
en silencio.
—¿Y quiénes somos? —preguntó en un grito.
—¡Somos los Indemnes! —declararon en un rugido—. Hijos de
Nocturne. Salamandras y Dragones de Fuego. La sangre de Vulkan. Y
nunca rehuiremos nuestro deber.
Una tapa de hierro se colocó sobre la cuna y sus llamas se apagaron,
al igual que las del crozius de la mano del Padre de Fuego.
La oscuridad retornó a la sala, y el estado de ánimo de los guerreros
volvió a ser sombrío.
—Ese es el significado del sacrificio… —musitó el Padre de Fuego en
un hilo de voz y se volvió hacia el único arco de la sala para abandonarla
—. Podéis retiraros.
PRÓLOGO
Un artefacto
Lo llamaban artesano, aunque Vulkan sabía la verdad. Era un
herrero de guerra, igual que sus hermanos Ferrus y Perturabo. En
aquella cámara acorazada había forjado terribles maravillas en
nombre de aquel deber, maravillas que en aquel momento quería
que T’kell destruyera.
—Eres el primero y el único de mis hijos que ve el interior de
esta cámara —le dijo Vulkan a su Maestro de la forja—. A salvo en
su interior están todos los artefactos que he forjado.
Vulkan musitó el nombre del primer dragón para encender las
antorchas de la cámara y, entre las sombras, los milagros que
había creado quedaron revelados gracias a la pálida luz. A pesar
de la oscuridad, sus ojos lo vieron todo, cada arma que había
creado.
Solo él conocía todos sus nombres, pues había sido él mismo
quien los había escogido.
Canción de Entropía.
Martillo Ígneo.
Yunque de la Desolación.
A lo mejor resultaba poético, pues lo cierto era que había sido
una indulgencia. Vulkan sabía que los nombres tenían poder.
Nombrar un objeto era darle identidad, resonancia. Nombrar un
objeto era hacerlo real, tangible, otorgarle vida a lo inerte.
Aquellos artefactos no eran meros objetos de acero o adamantio,
eran el legado de Vulkan para sus hijos y decían mucho más de él
que cualquier tomo o memorias.
Sabía que, incluso si regresaba de Isstvan V, todos tenían que
ser destruidos. La galaxia había cambiado. Ya no era un lugar
seguro para los milagros, pues el mal tenía un modo de tergiversar
lo milagroso para convertirlo en algo terrible.
—Menudas maravillas… —suspiró T’kell, y Vulkan vio una
especie de miedo en los ojos de su hijo, además de asombro.
Vulkan se dirigía a la guerra, pues él también era un
instrumento de destrucción, solo que a él lo había forjado su padre
sobre un yunque de ciencia y apoteosis. En aquel momento, se
preguntó si el Emperador también albergaba las mismas dudas
sobre sus creaciones. Si le dieran la opción, ¿él también destruiría
lo que había creado? Vulkan suponía que ya era demasiado tarde
para ello, o tal vez era eso lo que estaban haciendo él, Ferrus,
Corax, Perturabo y el resto al enfrentarse a Horus. Konrad debía
estar riéndose a carcajadas…
Vulkan no se había percatado de que sus pensamientos le
habían hecho detenerse con los dedos enfundados en el
guantelete, preparados para tocar el mango de su lanza, hasta que
T’kell volvió a hablar.
—Espero que tu indecisión signifique que has cambiado de
idea, primarca —dijo el Maestro de la forja.
Si tan solo supiera los dilemas internos del primarca…,
aunque Vulkan supuso que sería mejor que no fuera así.
—No, tenemos que destruir los artefactos. Debo dirigirme a
Isstvan y no puedo hacerlo yo mismo, por lo que debes hacerlo tú,
T’kell.
—Entonces, ¿qué ocurre, primarca?
En lugar de la verdad, Vulkan se conformó con una mentira. Si
bien no le gustaba engañar a sus hijos, sería una mentira pequeña
comparada con las que habían comenzado a desatarse alrededor
del Imperio naciente; mentiras sobre dioses falsos y hermanos
que mataban a hermanos. Seguro que aquellas eran las mentiras
más grandes, pues considerar que podían contener algo de verdad
era algo inadmisible.
—Creía haber escogido mal, pero esto parece lo correcto —
dijo, empuñando el martillo Portador del Amanecer—. Apropiado.
Tal vez su epíteto hará que mi hermano alcance la iluminación
después de todo. —Parecían palabras huecas. Desde su última
conversación con Horus, Vulkan sabía en sus adentros que su
próximo encuentro con él acabaría en sangre. Se recordó a sí
mismo que las mentiras más grandes eran aquellas que estaban
tejidas con un hilo de verdad.
—Primarca, te lo imploro —musitó T’kell con desesperación
en la voz tras hincar una rodilla en el suelo—. Por favor, no me
pidas que haga esto. Al menos salva algo…
Vulkan habría protestado ante su Maestro de la Forja por
semejante debilidad si no hubiera visto las acciones de T’kell
como lo que eran en realidad: una muestra de esperanza. Aún
creía que las invenciones de su padre podían utilizarse para el
bien, para acabar con las guerras.
—Aquí hay armas que pueden destruir mundos enteros, hijo
mío… —dijo el primarca, observando el interior de la cámara
acorazada.
—O salvarlos de la destrucción —respondió T’kell—. Si están
en las manos apropiadas.
—¿Las mías? —preguntó Vulkan tras devolverle la mirada a
T’kell. Vio la súplica en sus ojos, pero también el orgullo, y aquello
le dio esperanzas al primarca.
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—¡Sí! O las del señor Dorn, o Guilliman. ¡Incluso las de Russ!
—Levántate, Maestro de la Forja. No permitiré que uno de mis
hijos me suplique de rodillas —le pidió Vulkan, y tuvo que
contener su ira al ver a un legionario Salamandra postrarse de
aquella manera.
«Soy un profesor», pensó para sus adentros. «No un rey al que
se le deba lealtad. Esa pomposidad es cosa de Guilliman, a mí no
me gusta.»
—Me he visto obligado a hacerlo, primarca —repuso T’kell,
aunque se había vuelto a poner de pie.
«Sí», pensó Vulkan. «T’kell es la elección correcta. Si existe
siquiera una posibilidad de que mis creaciones puedan tener un
buen uso a pesar de lo que se cierne sobre nosotros, entonces
T’kell es un guardia merecedor de esa carga.»
—Que así sea.
—¿Mi señor?
Vulkan lo miró.
—He dicho que así sea. Deberíamos dejar algo. Si lo destruyo
todo, entonces habré perdido toda esperanza y me habré rendido
ante la imposibilidad de ver la lealtad y el honor perdurar en mis
hermanos. No pienso hacer eso.
Pese a que T’kell parecía aliviado, Vulkan sabía que su estado
de ánimo cambiaría en cuanto le diera su próxima orden.
—Tú te quedarás aquí, T’kell. No acudirás al sistema Isstvan,
pues tu lugar se encuentra en Nocturne y en Prometeo.
—Pero, primarca…
—No me desafíes una segunda vez —le advirtió Vulkan—. No
soy tan tolerante.
T’kell inclinó la cabeza.
Si bien había planeado llevar al Maestro de la Forja con él, en
aquel momento se alegraba de tener una excusa para no hacerlo.
Vulkan sentía que la tarea que su padre les había encomendado en
Isstvan era un mal augurio. No era porque Horus fuera un
excelente líder militar o un guerrero incluso mejor, pues había
mejores líderes y grandes guerreros entre sus hermanos, sino que
se debía al cambio en el espíritu del Señor de la guerra, pues
aquello era lo que más perturbaba a Vulkan, aquello y todo lo que
presagiaba. Si podía cambiar, si la Cruzada podía alterar su
percepción…
Vulkan apartó aquellos pensamientos de su mente. Nada
cambiaría lo que iba a suceder, pero aquello, lo que estaba a punto
de pedirle a T’kell, aquello si tenía el poder de cambiarlo.
—Serás el Padre Forjador, el guardián de los artefactos de esta
cámara.
—¿Padre Forjador? —repitió T’kell, con la confusión escrita en
su rostro—. ¿Acaso no soy tu Maestro de la Forja, mi señor?
—Por supuesto. Un legionario puede ser más de una cosa,
T’kell. Te confiaré este deber, igual que te he confiado la cámara.
—¿Qué deber, primarca? Dime cuál es y lo cumpliré.
—Actuar de guardián. Jurar que protegerás estos artefactos
con tu vida y que, si me ocurre algo, te asegurarás de que
permanezcan ocultos, lejos de aquellos que les darían un mal uso.
Una vez más, Vulkan vio el orgullo en los ojos de su hijo,
además del dolor. Pese a que no tenía ningún deseo de abandonar
a su primarca, lo haría de todos modos. Por aquella razón, Vulkan
sabía que había tomado la decisión correcta.
T’kell hizo un saludo con fervor.
—Lo juro, señor Vulkan.
—Bien. Escoge siete artefactos que salvar, y solo siete. Uno por
cada uno de los reinos de Nocturne.
—Hay miles de artefactos aquí, primarca. ¿Cómo se supone
que debo…?
—Los hay —lo interrumpió Vulkan. Mientras se armaba para
la guerra, volvió a recordar su último encuentro con Horus.
Tendría que hablar con Ferrus antes de que comenzara todo. A
pesar de que la Gorgona tenía un temperamento muy similar a los
picos volcánicos de Medusa, iba a tener que canalizar su ira antes
de entrar en una confrontación con Horus y el resto de los
renegados. En su abstracción, casi había olvidado a T’kell. Antes de
marcharse, le recordó una vez más lo que estaba dispuesto a
permitir.
»Siete, Padre Forjador, eso es lo que ha decretado tu primarca.
Voy a unirme a la flota de Ferrus. —Tuvo un presentimiento que
decidió ocultarle a su hijo, la sensación de que aquella sería la
última vez que vería a T’kell y aquella cámara—. Asegúrate de
cumplir tus órdenes antes de mi regreso.
UNO
Reunir a las tropas
Una deflagración iluminó el oscuro paisaje de la caldera de la nave.
Las siluetas retorcidas de los artefactos que sobresalían del suelo
hicieron que T’kell pensara en dedos rotos. Unos zarcillos de
llamas recorrían la cámara de cristal blindado como carroñeros
hambrientos, lo devoraban todo y soltaban humo para ocultar la
destrucción que dejaban a su paso. La humareda de la ruina tenía
un sabor agrio y amargo. A través de los huecos entre el humo se
revelaban fragmentos de estructuras y formas; una espada
ennegrecida por el fuego se estaba derritiendo; un casco se
retorcía por la inmensa temperatura de la caldera.
Todo ardía, y él era el arquitecto de aquellas llamas.
Desde una plataforma de observación, T’kell contempló la
destrucción que había creado y los ojos se le llenaron de lágrimas.
El calor le golpeaba la piel incluso a través del cristal
blindado.
—Presido una masacre… —murmuró, sujetando la
empuñadura de su martillo de trueno para darse fuerzas—.
Semejante gloria y belleza destruida por mis propias manos.
Pese a que T’kell no tenía mucha poesía en su alma, pues la
lógica no le dejaba espacio para más, sintió que se apoderaba de él
en aquel momento de cruda aniquilación.
Pocos señores de guerra podrían jactarse de tal desolación y,
aun así, él, que era un Maestro de la forja, un sirviente de la
creación y la restauración, había hecho aquello.
T’kell sonrió con amargura ante la ironía.
«Padre Forjador», se recordó a sí mismo.
—Este dolor… —musitó hacia las sombras—, es como si
hubiera muerto otra vez.
A pesar de que no había sido testigo de la muerte del
primarca, T’kell sabía en sus adentros que su padre no seguía con
vida.
Se decía que su voz, la voz de aquellos que habían fallecido
hacía poco, era lo primero que se desvanecía de los recuerdos.
Para T’kell, la voz de Vulkan no desaparecería nunca, ni siquiera
tras el fin. Las últimas palabras que le había dedicado su padre
estaban grabadas en su mente de forma tan indeleble como las
cicatrices talladas en su piel negra como el ónice.
Había ocurrido lo impensable, y lo único que quedaba eran
cenizas. —¿No podemos salvar nada, hermano? —preguntó el que
reconoció como Rahz Obek.
En su abstracción, T’kell casi había olvidado que el Portador
del Fuego también estaba presente en la destrucción de los
artefactos de Vulkan, y ambos estaban de pie en lo que era poco
más que un pasillo desde el que podían observar las llamas.
Su armadura era de ceramita verde ornamentada y estaba
acompañada de una capa roja de cuero de dragón. Un casco
colgaba de una tira de su cinturón y una oscura aleta metálica lo
separaba en dos hemisferios iguales. Una versión más corta, de un
color verde profundo, dividía su cuero cabelludo, aunque esa
estaba hecha de pelo y no de metal. Como siempre, su apariencia
era seria. Rahz Obek era tan estoico como el propio granito, una
característica que extendía a sus emociones además de a sus
hazañas. Su pregunta no había provenido de una súplica ni se
había visto afectada por el dolor, sino que simplemente inquiría
sobre un hecho.
—Esta nave en la que nos encontramos, el arma que porta en
su casco —respondió T’kell, observando las cámaras superiores y
las sombras que parpadeaban en ellas. Su ojo biónico se enfocó de
forma automática al perseguir detalles en la oscuridad situada
sobre ellos—. Y cinco artefactos más. Siete en total, uno por cada
reino.
Obek dio un paso hacia el cristal blindado, lo único que se
interponía entre ellos y la caldera. Entornó los ojos rojos para
buscar las formas de los objetos que T’kell debía destruir. Nunca
había visto las maravillas de la creación de Vulkan, incluso la nave
era una novedad para él, y T’kell imaginó que la curiosidad
empujaba a su hermano capitán.
Un infierno arrasaba en el interior de la gran forja del Cáliz de
Fuego, tan rojo como la armadura del Maestro de la Forja. No había
ningún objeto en el universo que pudiera resistir su calor. Y no
había nada que Obek pudiera ver salvo metal ennegrecido y un
creciente campo de cenizas.
—Es una lástima ver cómo se destruye el trabajo de nuestro
padre, pero es mejor eso que la posibilidad de que acaben en
manos de un traidor.
—Eso mismo me dijo a mí —musitó T’kell—. No me extraña
que te escogiera a ti para liderar a las tropas.
El capitán Obek se tensó ante aquellas palabras, lo que
confirmó lo que T’kell siempre había sospechado: Obek pensaba
que se trataba de un castigo. Prometeo, la luna de Nocturne, su
puerto espacial y sus cuarteles… no eran una noble fortaleza que
proteger con su vida, sino una prisión en la que estaría
encarcelado hasta el día de su muerte.
—Aun así —siguió T’kell cuando no obtuvo ninguna respuesta
—, entiendo que tenéis un nombre diferente.
Obek se volvió ligeramente, y la luz del fuego se reflejó en su
armadura de un modo que le proporcionó un aspecto incluso más
salvaje.
—Solo hay un nombre que importa —dijo finalmente.
T’kell asintió ante aquellas palabras.
—Así es.
El infierno se había convertido en una llama parpadeante y su
rugido en no más que un dulce crepitar. El humo había
ennegrecido el cristal blindado, como si quisiera esconder la
vergüenza de lo que se había hecho en aquel lugar. O, mejor dicho,
lo que se había deshecho.
—¿Dijiste que necesitabas mi ayuda, Padre Forjador? —
preguntó Obek.
—Fue su última orden para mí antes de dirigirse a Isstvan V.
Obek reaccionó de nuevo, aquella vez apretando la mandíbula.
—¿Y qué es lo que quieres que haga yo?
—Lo que no has hecho nunca —repuso T’kell—. Abandonar
Prometeo.
Zandu vio al hombre ardiendo en sus sueños. El hombre no tenía
rostro ni ninguna marca en su armadura que permitiera averiguar
su legión o su rango. Solo ardía. Para siempre.
No podía recordar cuánto tiempo había estado viendo al
hombre que ardía, ni siquiera el suceso que había desencadenado
dicha visión en primer lugar. Solo recordaba que siempre estaba
presente, que roía el borde de su mente consciente y esperaba que
Zandu bajara la guardia para poder conjurar de nuevo la
aparición, una pesadilla en llamas.
Al principio, Zandu había pensado que él mismo podía ser el
hombre que ardía y que estaba viendo una especie de espejo
onírico que presagiaba su propia muerte. La sensación de
mortalidad inminente permanecía en él siempre que el hombre
que ardía le visitaba, pero Zandu llegó a percatarse de que la
aparición era otra persona, otra cosa, un anacronismo o un eco del
futuro.
Cuando se lo había preguntado, el capellán Zau’ull le había
dicho que podía tratarse de una metáfora para la penitencia, que
el hombre que ardía podía representar una de las condenas de
fuego que esperaban a los malvados y a los crueles.
Desde Nikaea, ningún bibliotecario se había encontrado entre
sus filas, y Zandu no creía que se tratara de alguno de aquellos
individuos, latente o no. Solo sabía que el hombre que ardía le
visitaba cada vez que cerraba los ojos, que su cuerpo ardía en una
llama eterna. Un legionario condenado para toda la eternidad.
Tras despertar, Zandu se percató de que un sudor febril le
cubría el cuerpo. Una bocanada de aliento se esparció por el aire a
pesar del calor sofocante de la cámara. El aliento, como su propio
sueño, era un fantasma inexplicable, imposible de comprender.
—Vulkan misericordioso —suspiró, con la carga del recuerdo
aún pesada sobre sus hombros. Sus corazones latían con rapidez, y
trató de calmarlos.
«Respira, respira…»
Desnudo, bajó de una tarima a través de un anillo de niebla y
caminó por una alfombra de carbones encendidos. Pese a que la
cámara estaba oscura, Zandu podía ver con suficiente claridad sin
necesidad de luz. Aun así, no se había percatado de algo, y, cuando
fue a por su armadura y la espada envainada del expositor, una voz
irrumpió en el silencio.
—¿Sueños oscuros, hermano Zandu?
Zandu se volvió.
—Obek.
—No te han confundido tus reflejos, Puño de Fuego. —El
hermano capitán hizo un ademán con la cabeza hacia la espada
que Zandu tenía en la mano y que este había empuñado por
instinto.
—No me ayudan a estar tranquilo —admitió, bajando la
espada corta. Esbozó una sonrisa y no se sorprendió al ver que
Obek no se la devolvía.
—Tal vez un cambio de aires sea de ayuda.
Zandu frunció el ceño, aunque Obek ya se había dado la
vuelta.
—Ponte la armadura y ven a buscarme.
•••
La espada atravesó la guardia del servidor, perforó el núcleo de
energía y puso fin al duelo en el interior de la jaula de batalla. La
sangre y el aceite mancharon el suelo.
Ak’nun Xen dejó la espada clavada, que aún temblaba por la
fuerza del impacto, y se dirigió al expositor de armas para coger
una lanza. Admiró el filo de la punta en la luz tenue de sodio y
golpeó el suelo de la jaula con la virola para que comenzara el
siguiente combate.
Un enorme y pesado servidor avanzó hacia él sobre unas
extremidades con las articulaciones del revés. De su apéndice
izquierdo se desplegó un mayal eléctrico que crepitó al activarse.
Un guante con remaches sobresalía de su brazo derecho y
desprendía un zumbido de energía.
Xen alzó la lanza, la cogió del revés y la lanzó. El servidor dio
dos pasos más antes de que la lanza se le clavara en sus órganos
vitales y pusiera fin al segundo duelo. Luego vino un martillo y un
nuevo oponente, más tarde un espadón, y, después de eso, tres
variedades de armas sierra. Xen había llegado al noveno combate
cuando sintió una presencia detrás de él que le hizo detenerse.
Vestía ropa de entrenamiento que le quedaba holgada y se sentó
con comodidad con las piernas cruzadas, de espaldas a la puerta
de la jaula de batalla, antes de dirigirse al recién llegado.
—¿Has venido a luchar contra mí, hermano capitán? —
preguntó—. ¿Debo recibir más instrucción o ya he aprendido todo
lo que debía?
Xen creyó oír un resoplido de mofa, pero lo vio por lo que era:
precaución.
Mientras esperaba una respuesta, Xen sintió que las cicatrices
de la espalda le picaban, por lo que relajó los omóplatos y se estiró
para evitar el entumecimiento.
Una letanía de honores cortaba curvas y espirales en su piel,
el dialecto de sellos de Nocturne. El simbolismo era algo
importante para los habitantes de aquel mundo volcánico, por lo
que también lo era para sus hijos transhumanos. Xen había
obtenido casi todos los honores que se podían conseguir. Había
pocos guerreros de su legión, siguieran estos con vida o no, que
estuvieran tan condecorados. Sin embargo, una marca aún se
escapaba de su alcance, y lo haría hasta el fin de los tiempos: la
llama encendida, el sello de la Guardia de la Pira de Vulkan.
Aquel recuerdo, o, mejor dicho, la falta de aquel recuerdo, hizo
que un atisbo de ira se encendiera en el corazón de Xen. Por
mucho que supiera que era incorrecta, no tenía ningún modo de
deshacerse de aquella emoción. La voz de Rahz lo hizo volver en sí.
—¿Cuántas de esas cosas pretendes matar, Marcado por el
Fuego? Los cadáveres cibernéticos y sus piezas llenaban el suelo
de la jaula de batalla. El aceite lo pintaba con rayas arteriales,
como el lienzo de un púgil. Otros dieciocho drones servidores
aguardaban en sus estaciones, inertes, con los ojos apagados e
inmóviles.
—A todos ellos.
Rahz avanzó y ocupó la visión periférica de Xen. El hermano
capitán portaba su armadura e iba armado, pues llevaba un bólter
lanzallamas atado a la espalda. Se arrodilló y recogió el martillo
que Xen había usado para hundir el cráneo metálico de un
servidor.
—¿Necesitas algo, hermano capitán? —preguntó Xen tras un
breve momento, incapaz de esconder la impaciencia en su voz.
Rahz dejó el martillo a un lado y se puso de pie.
—Puede que tenga un mejor uso para tu espada.
Lejos de infundirle una sensación de propósito honrado, el
Juramento había dejado enervado a Zau’ull. Ni siquiera en el
reclusiam era capaz de encontrar consuelo. Mientras los siervos lo
bañaban y purificaban su armadura con varios ungüentos,
reflexionó sobre la amargura que sentía y sobre cómo había
sucedido todo.
Ni siquiera sujetar su rosario y recitar los cánticos de fe y
resistencia le proporcionaban tranquilidad. Pese a que recordaba
las lecciones de Nomus Rhy’tan sobre el sacrificio personal y la
fuerza que se obtenía a través del sufrimiento, no lograba alcanzar
la claridad, y el aire cargado de desesperación que sentía sobre los
hombros se negaba a abandonarlo.
—Vulkan ha muerto —murmuró, lo que hizo que los siervos se
sobresaltaran y miraran de reojo al capellán, asustados por su
sombrío estado de ánimo. Su armadura le parecía pesada, como si
la energía que la recorría se hubiera secado, y le dolían las
extremidades. Un aire viciado parecía llenar su casco de batalla, y
tocó su placa frontal esquelética con su mano temblorosa envuelta
en un guantelete.
«¿Es esto el dolor?», se preguntó. «¿O la ausencia de fe? ¿Cómo
puedo servir como pastor de estos guerreros si mi propio espíritu
está roto?» Zau’ull se quedó mirando a la nada hasta que se
encontró con el rostro tatuado de Gor’og Krask.
—¿Hermano capellán…?
Zau’ull necesitó varios segundos para percatarse de que Krask
estaba hablando con él y que esperaba una respuesta, aunque
Zau’ull no recordaba la pregunta, solo que se había producido una.
Su ensimismamiento ocurría cada vez con más frecuencia.
—He acudido aquí al reclusiam para la santificación —ofreció
Krask, con sus placas de escamas de dragón llenas de una belleza
terrible y una violencia palpable—. Dijiste que llevarías a cabo los
rituales para mi armadura.
Zau’ull asintió, todavía cansado, aunque ya recordaba.
—Sí…, sí, claro. Acércate, hermano.
Con el semblante tranquilo de nuevo, Krask obedeció e inclinó
la cabeza ante el capellán. Krask era una figura enorme en su
armadura, y Zau’ull tenía que mirar hacia arriba para ver el rostro
del dragón de Fuego.
Zau’ull pidió a los siervos que se marcharan y se alegró de
librarse de su empalagosa presencia antes de pronunciar los
rituales. Aun así, la bendición parecía vacía.
Porque lo era.
Habló de Vulkan, de su retorno a la montaña y de su presencia
más allá de la muerte.
—¿Aún se encuentra con nosotros, hermano capellán? —
preguntó Krask con un tono devoto lleno de esperanza.
—Sí.
—¿Eres de los Igniax?
—Así es, hermano.
—¿Y aún puedes ver al primarca?
Zau’ull dudó antes de contestar, pues sabía que los hijos que
seguían con vida necesitaban esperanza, algo que sanara sus
heridas espirituales. El capellán había oído hablar de la
resurrección. Uno de los legionarios había traído a Vulkan de
vuelta a la vida, un miembro de la Guardia de la Pira además.
Había sido un milagro que hubiera podido cruzar la tormenta y
regresar a casa. Rhy’tan le había dicho justo antes del ataque que
Artellus Numeon afirmaba que Vulkan no estaba muerto. No
obstante, el milagro no había durado mucho. Vulkan había
permanecido muerto, y su cuerpo no era más que cenizas en aquel
momento, al igual que toda esperanza sobre su vuelta a la vida.
Había sido un duro golpe, el último en una larga lista que los
había conducido a aquel momento y a la crisis de Zau’ull.
No le dijo nada de eso a Krask, sino que le contestó:
—Aún veo al primarca. Siempre está con nosotros.
Krask alzó la mirada cuando los rituales concluyeron. Asintió
ante Zau’ull y se percató de que el capellán estaba observando una
alcoba cubierta de sombras.
—¿Está aquí ahora?
—Sí.
—Vulkan vive —murmuró Krask. Desde lo sucedido en
Isstvan, aquella frase se había convertido en un desafiante grito de
batalla y una creencia que había conseguido llegar incluso hasta
Nocturne. Durante los últimos días —para algunos, durante los
últimos meses— se había convertido en un reconocimiento de lo
contrario, una confirmación de que el primarca vivía en sus hijos
de la forja.
—Así es —repuso Zau’ull en voz baja—, Vulkan vive. —Sin
embargo, después de que Krask abandonara el reclusiam y dejara
al capellán solo con sus pensamientos, Zau’ull no vio nada más que
oscuridad en la alcoba.
A solas por fin, se quitó el casco, inhaló profundamente
mientras se estremecía y soltó un gruñido al ver que una de los
siervos regresaba. La humilde chica retrocedió y se encogió ante el
capellán, quien se sintió culpable de inmediato. Zau’ull se inclinó
p q p
para disculparse, pero se detuvo al ver el pergamino en las
diminutas manos de la sierva.
—¿Qué es esto?
—El… el señor Obek lo ha enviado.
Al hermano capitán no le gustaba la formalidad.
Zau’ull casi no se percató de que la sierva retrocedía de vuelta
a las sombras para dejar que leyera lo escrito en el pergamino.
Entornó los ojos al llegar al final.
—¿Qué te traes entre manos, Obek?
Zeb’du Varr observó cómo ardía Nocturne.
Era algo que le gustaba.
Situada en Prometeo, la luna de Nocturne, la Sala de Vigilancia
ofrecía una vista sin parangón del mundo bajo ellos. Estaba
construida de cristal blindado de obsidiana, por lo que podría
soportar una descarga de un crucero de batalla o incluso de un
fuerte estelar. Aun así, por muy resistente que fuera, era mejor
torre de vigilancia que fortificación. Desde su punto de
observación en el bastión que orbitaba muy por encima de
Nocturne, Varr podía verlo todo en una increíble cámara lenta.
Era el Tiempo de Pruebas, la época en la que el mundo
vociferaba su ira y sus habitantes sufrían o morían, y aun así
perduraban…
Unas hileras de nubes piroclásticas recorrían la superficie
como si de tsunamis se tratasen y las gotas de fuego que salían de
sus volcanes provocaban destellos lejanos de luz abrasadora. Cada
nueva erupción expulsaba una gran cantidad de humo que
ascendía hasta convertirse en una bóveda de color blanco perla
enmarcada por una irregular corona gris de humo y ceniza.
Varr observó con atención las explosiones de las calderas y
tuvo que imaginar el estruendo, pues la demostración, que casi
llegaba a ser grácil, se producía en silencio. También se imaginaba
el fuego, las interminables olas de llamas, el aroma del humo, el
sabor agrio en su boca, el calor que casi llegaba a sofocarlo. Varr
tuvo que resistir la tentación de encender una hoguera mientras
veía cómo se desarrollaba el impacto piroclástico. Pese a que otros
miembros de su legión compartían su amor por el fuego, ninguno
estaba tan obsesionado con él como Varr.
—Qué belleza… —susurró antes de acercarse más al cristal, lo
que le permitió ver su propio reflejo.
Unos ojos del color de las brasas brillaban hambrientos en un
rostro destrozado por las cicatrices. Su piel parecía de cuero y
estaba llena de cráteres provocados por incontables quemaduras.
Sus labios prácticamente se habían fundido con su carne y no se
podían distinguir del resto de su rostro. Casi no tenía pelo, y de su
cuero cabelludo brotaban varios mechones rizados entre cañones
de quemaduras autoinfligidas.
Si bien Varr sabía que tenía un aspecto monstruoso, lo
aceptaba como la carga de su deber. Lo único de lo que se
arrepentía en aquel momento era de la ausencia de sus
lanzallamas, y apretó y relajó sus puños envueltos en guanteletes
como si representara un recuerdo cinético.
—Te veo —musitó hacia el infierno de llamas bajo él—. Te veo,
padre. Pese a que el hermano capitán Obek lo estaba esperando,
Varr necesitaba experimentar aquello primero. Tenía que ver
cómo Nocturne ardía durante el Tiempo de Pruebas, como hacía
siempre, por mucho que aquello nunca lo saciara.
DOS
Todo el honor que nos queda
Cincuenta y un legionarios se habían reunido en la cámara.
Pese a que todos salvo uno eran dragones de fuego, solo Krask
y sus guerreros portaban armadura de exterminador estilo
Tartaros. El resto vestía servoarmaduras Mark IV y Mark V
pintadas de verde, el color de su legión, complementadas con un
mantón de piel de salamandra. Zau’ull llevaba armadura negra
para mostrar su posición dentro de la capellanía y uno de los
miembros del grupo vestía el color rojo que se asociaba con Marte.
Los exterminadores habían atado las pieles de salamandra a sus
hombreras, mientras que el resto llevaba capas de escamas que
colgaban sobre sus espaldas. A pesar de las diferencias aparentes
entre los dos tipos de armadura, todas compartían un aspecto
dracónico. Los bordes de las escamas individuales estaban
colocados unos sobre otros, de modo que simulaban la textura de
escamas de sus capas o mantos de hombro; y todos los cascos de
los legionarios, aunque diferían en forma, contaban con rejillas
dentadas o, en algunos casos, habían sido diseñados para parecer
una cabeza de dragón. Una vez más, Zau’ull era la excepción, pues
su casco parecía una representación de la muerte: un cráneo.
Si bien parecían diminutos comparados con el enorme tamaño
de la cámara, los Salamandras tenían un aspecto formidable y
parecían estar listos para la guerra. Era algo que muchos ansiaban,
pues sentían que las tropas les habían robado la gloria que
merecían. De hecho, su entorno era lo suficientemente glorioso.
Prometeo contaba con varias cámaras de artefactos y aquella
era la más grande de todas: la Cámara Ígnea. Había pertenecido a
Vulkan en algún momento. Las pisadas de los guerreros que se
estaban concentrando en aquel lugar resonaban por sus muros
ornamentados a pesar de la ceniza que se había asentado en el
suelo. La destreza y el arte quedaban patentes en la estética de la
cámara. Varias estatuas se habían tallado en los largos nervios
metálicos en forma de arco que se extendían hasta el techo de
filigranas, donde las serpientes sin alas de Nocturne nadaban y
luchaban en un mar de fuego. Un revestimiento de obsidiana
otorgaba brillo a la escena al reflejar la luz de mil candeleros
automáticos.
En algún otro tiempo, los dragones esculpidos profundamente
que retozaban en el corazón del mundo, forjados en el metal de la
cámara, habían mirado desde arriba hacia un retrato en expansión
de los miembros de la tribu de la llanura Scorian. Ambos eran
claros ejemplos del incomparable don para la creación del
primarca.
Ak’nun Xen habló primero y se dirigió a una figura que estaba
apartada del resto, la que iba vestida de rojo.
—Padre Forjador, ¿por qué nos has llamado a este lugar? —
preguntó, y su voz resonó durante unos segundos antes de
desvanecerse en el silencio. Xen prefería las espadas a las armas
romas tradicionales de su legión y había cogido el hábito de
sujetar el pomo de sus dos espadas cuando estaban envainadas.
Aquello le daba un aire predatorio y le hacía parecer siempre
ansioso por la batalla. También era uno de los portaestandartes de
la guarnición y, como tal, se esperaba que llevara la bandera de la
compañía en tiempos de guerra. Xen no recordaba que la hubiera
desplegado jamás.
Rahz Obek estaba esperando con paciencia en la parte frontal
del grupo y en aquel momento frunció el ceño. Otros también
lanzaron miradas de desaprobación, en especial Krask y sus
guerreros.
—¿Sabes dónde nos encontramos, Ak’nun Xen? —preguntó
T’kell. —Sobre la ceniza, hermano. Un océano de ceniza.
—¡Idiota! —siseó Zau’ull—. Es mucho más que eso.
Si bien Xen le dedicó una mirada de reojo, no hizo nada más.
Todos los legionarios Salamandras portaban sus cascos, ya
fuera unidos por magnetismo a su armadura o simplemente en
brazos, por respeto hacia el lugar en el que se encontraban y hacia
el Padre Forjador. Zau’ull no se dignó a devolverle la mirada a Xen,
sino que, en su lugar, miró con fervor a Zeb’du Varr. A pesar de que
habían adoptado nombres distintos desde su ascenso a
legionarios, aún conservaban una unión biológica que iba más allá
de la de cualquier hermano de espada.
Zeb’du inclinó la cabeza hacia su hermano, con los ojos llenos
de fuerza, como si hubiera visto algo en la cámara que los demás
habían pasado por alto.
«Lo sabes, ¿verdad? Tú lo ves.»
—Es el legado de nuestro primarca —le explicó T’kell a Xen, y
su voz sacó a Zau’ull de sus pensamientos—. Son las cenizas de sus
grandes obras. Esta cámara solía estar llena, contenía un depósito
de maravillas únicas en toda la galaxia conocida, todas creadas por
el martillo de nuestro padre. Antes de morir, me encomendó que
me asegurara de que ninguna de ellas acabara en las manos
equivocadas.
Algunos de los presentes negaron con la cabeza, consternados
por la tarea que se le había pedido a su Padre Forjador. Otros,
como Krask, se arrodillaron, arrodillados de verdad a pesar de lo
p
que les debería costar hacerlo ataviados en su armadura de
exterminador, para tocar y sostener lo que quedaba de las
maravillas de su primarca.
Incluso Xen parecía haber quedado intranquilo, por mucho
que estuviera haciendo todo lo posible por ocultarlo.
—¿Cómo no sabíamos de su existencia? —preguntó Zandu.
—Parece que nuestro padre guardaba bien sus secretos. Solo
sé lo que decidió contarme. —T’kell separó las manos al
explicarse, una de las cuales acababa en cinco mecadendritas del
tamaño de unos dígitos—. Como la existencia de esta cámara, sus
contenidos y su propósito.
Zandu negó con la cabeza, pues no conseguía comprender la
sabiduría del primarca.
—Podríamos haber usado estas armas para matar a Horus y
ponerle fin a la guerra.
—Creo que era eso lo que le preocupaba. No quería matar a
sus hermanos, y mucho menos a Horus.
—Ellos no tuvieron tantos miramientos —interpuso Xen.
—Los traidores no tardan en recurrir al asesinato —comentó
Zau’ull, apesadumbrado.
Se hizo el silencio, y la pregunta de Zandu quedó sin
respuesta. Todos los guerreros se quedaron mirando los restos del
legado de Vulkan como si hubieran tenido que soportar su muerte
una segunda vez.
T’kell los observó a todos con atención.
Solo Rahz Obek parecía no haberse inmutado, aunque entornó
los ojos al mirar a T’kell, pues sabía que el Maestro de la Forja
debía haber retirado las cenizas del Cáliz de Fuego para traerlas a
aquel lugar.
«Pensabas que podrían negarse, ¿no es así?»
—Hemos sufrido —declaró T’kell—. Vosotros habéis sufrido.
Gran parte de lo que ocurre en estos tiempos carece de sentido. Si
bien soy una criatura de razón y lógica, no encuentro nada
razonable ni lógico en la situación en la que nos encontramos o en
las decisiones que debemos tomar por el bien del deber. Aun así,
son decisiones que debemos tomar, pues hacer otra cosa nos
situaría en el mismo grupo que aquellos a quienes decimos
despreciar, aquellos contra quienes luchamos. —Miró a su
alrededor, a los cincuenta legionarios de pie frente a él, como si
estuviera sopesando en cada uno de ellos el honor y el deber de
los que hablaba —. Atados a Prometeo como su guarnición no es
lugar para semejantes guerreros. Mientras el mundo ardía bajo
vosotros, ¿qué hicisteis?
—Observamos —dijo Krask, y la amargura de su voz resonó en
todos los otros legionarios Salamandras de la Cámara Ígnea. Se
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puso en pie con un chirrido de servos agitados.
—Sí —musitó Zandu—, nos quedamos mirando mientras los
Deth Guarad hacían llover el infierno sobre nuestras tierras.
—Atados por el deber —añadió Obek, y le dio un apretón en el
antebrazo al enorme Zandu.
—Vosotros no sois la guarnición —dijo T’kell, negando con la
cabeza lentamente—. No es eso lo que os llamáis.
—Somos los Indemnes —repuso Zau’ull, y vio que su hermano
asentía una vez más.
—De gloria negada —dijo Xen.
—De muerte negada —lo corrigió Zandu con desaprobación—.
Y veo que aún llevas tus marcas de honor, hermano.
Xen frunció el ceño, pues había avivado las llamas de su ira.
—Son mías por derecho, por mis hazañas.
—Eres demasiado vanaglorioso, Ak’nun Xen. —Todos se
volvieron hacia Zeb’du Varr. Por un momento, había sido como si
el primarca hubiera vuelto y el legionario se hubiera convertido
en su viva imagen. Varr esbozó una sonrisa, lo que disipó la ilusión
al revelar la locura de sus ojos, pero Xen no contratacó.
—Vulkan me encomendó un deber sagrado —continuó T’kell,
y sus palabras volvieron a captar la atención de los presentes—. Su
última orden antes de dirigirse a Isstvan V. Vio venir esta guerra y
la temía. No por su alma o por su cuerpo, ni siquiera por sus hijos,
sino por el daño que le causaría a la humanidad. Y temía el mal
que podría desatarse con las maravillas que había creado, un
legado cuya intención era asegurar el éxito de la Gran Cruzada, no
convertirse en armas de destrucción que se utilizaran contra
compañeros legionarios en una guerra interna.
»Me pidió que las destruyera, pero yo no soy el primarca y no
cuento con su decisión ni con su fuerza de voluntad. Así que le
supliqué que no lo deshiciera todo, y nuestro padre me escuchó.
—Entonces, ¿esto no son todas sus creaciones? —inquirió
Zau’ull, señalando al mar de cenizas bajo sus pies—. ¿Parte de su
obra aún perdura?
T’kell asintió con solemnidad, como si la existencia de
aquellos artefactos fuera una pesada carga para él.
Xen soltó una carcajada cortante, irrisoria y sin alegría.
—Toda esta teatralidad… —dijo—, ¿qué es lo que pretendías
conseguir? ¿Hacer que nos quedemos aquí plantados en esta
tumba de cenizas mientras nos hablas de tu deber?
—Necesitaba convenceros.
—¿Convencernos de qué?
Obek ya había visto y oído demasiado, por lo que dio un paso
hacia delante.
—Basta, Padre Forjador. Diles lo que deseas de nosotros.
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T’kell esbozó una débil sonrisa.
—Necesito vuestra ayuda para cumplir la última orden de
Vulkan. —Entonces, pídela —repuso Zandu, al parecer ya decidido.
—Quedan siete artefactos, pero deben llevarse lejos de
Prometeo y esconderse en algún lugar en el que nadie pueda
encontrarlos.
—Si son tan peligrosos, Padre Forjador, ¿por qué no
destruirlos también? —preguntó Xen.
—Porque la galaxia y nuestra legión las necesitarán cuando
acabe esta guerra, si es que sobreviven. Y como no me veía capaz
de destruirlas todas, le pedí al primarca que me permitiera salvar
unas pocas.
»Necesito hermanos de armas —le dijo T’kell—. Y vosotros
necesitáis un propósito diferente, dejar de ser Indemnes y sentiros
de nuevo merecedores de vuestros nombres de guerreros. Eso es
todo el honor que nos queda.
Ninguno se lo discutió.
—Podría hablar en nombre de la compañía —dijo Obek— y
decir que lo haremos, por Vulkan y por la legión, aunque admito
que siento cierta reticencia al debilitar las defensas de Prometeo.
Aun así, cada guerrero debería tener derecho a decidir por sí
mismo.
—Bien dicho, hermano —dijo Zandu.
T’kell asintió hacia Obek, quien solo por un capricho del
destino no había servido a la legión en Isstvan V, donde habría
encontrado su perdición y su gloria.
—Pues bien —dijo T’kell—, quien quiera enfrentarse a esta
prueba conmigo, que desenvaine su arma.
Tras un instante, la cámara entera resonó con el estruendo del
roce del metal, y cincuenta martillos, espadas y armas sierras se
alzaron al unísono.
TRES
Estos actos que hemos cometido
El Cáliz de Fuego surcó las mareas empíreas como un mastodonte
de las profundidades enfrentado a un mar turbulento. Por fortuna,
el grupo de Indemnes y los varios miles de tripulantes y
servidores que eran necesarios para poner en marcha la nave forja
habían conseguido alejarse de la Tormenta de Ruina al tomar una
ruta que solo T’kell y el navegante de la nave conocían.
Tras varios meses de navegar por la disformidad, se habían
aproximado al punto Mandeville de un pequeño sistema estelar
llamado Boron XII que no albergaba vida registrada y cuyo
contacto con el Imperio había terminado hacía más de un siglo.
Contaba con cuatro planetas que orbitaban una estrella cuya masa
solar podía permitir la vida humana en uno de los mundos sin
quemarlo o evaporar sus suministros de agua naturales.
El Cáliz de Fuego salió al espacio real mientras dejaba atrás una
estela etérea, y el frío que comportaban los viajes por el espacio
disforme profundo empezó a disminuir, lo que hizo que los varios
sistemas de la nave comenzaran a emitir zumbidos al reactivarse.
El puente se llenó de los ruidos del trabajo, pues el capitán había
llamado a su tripulación para empezar las preparaciones de
acuerdo con las instrucciones de T’kell. —Entonces —dijo Rahz
Obek, de pie al lado de su Padre Forjador y contemplándolo todo
desde una gran bóveda de observación—, ¿qué nos espera ahí
abajo?
Desvió la mirada de la oscuridad del espacio para situarla
sobre el planeta que giraba lentamente sobre sí mismo bajo ellos.
La nave aún se encontraba a varias horas de su destino, por lo que
Obek no podía ver mucho más en el planeta que no fuera su tono
azul grisáceo y las grandes nubes amarillentas que lo cubrían.
—Sinceramente, hermano —repuso T’kell—, no lo sé. A partir
de este punto, sé lo mismo que tú.
—¿Vulkan no te dijo nada más?
—Solo me dio su localización y un nombre. La Forjada. Una
armería capaz de contener los artefactos.
—Debe ser enorme si esta nave tiene que caber en ella.
T’kell asintió.
—Busqué información sobre la Gran Cruzada en los archivos
de la nave —continuó Obek—. Fueron sorprendentemente fáciles
de comprender. En ellos se mencionaba este sistema, aunque se
eliminaron todos los detalles de lo que ocurrió, si es que tales
datos llegaron a existir. —Sé que Vulkan vino aquí solo, que, de
toda la legión, solo él llegó a pisar el planeta.
—Y, aun así, no le dio ningún nombre. Eso me sorprende.
¿Recuerdas Caldera?
—No estuve allí en persona, pero sí sé lo que ocurrió.
—Cuando dijiste que Vulkan tenía otra armería, una segunda
cámara… —dijo Obek—. Debo admitir que esperaba que se
encontrara allí. —Tal vez sea por eso que no está en Caldera —
sugirió T’kell—. Quizá Vulkan tenía otros planes para aquel
planeta.
—Nunca lo sabremos…
Obek se quedó en silencio y ambos tuvieron que enfrentarse a
su inevitable dolor una vez más. El luto tenía un modo de
encontrarlos en el momento más inesperado, como un cuchillo de
sombras que se clavaba hasta lo más profundo.
Ninguno de los dos legionarios Salamandras volvió a hablar
durante un buen rato después de aquello. Se quedaron haciéndose
compañía el uno al otro, sumidos en un silencio amigable y
perdidos en sus pensamientos.
—Los artefactos deben quedarse a bordo del Cáliz de Fuego
cuando aterricemos —dijo T’kell.
Obek asintió, pues aquello ya se le había pasado por la cabeza
también.
—Krask y sus hombres se quedarán a vigilarlos. Zau’ull
también querrá quedarse aquí.
—¿Has hablado con él últimamente?
—No, pero Krask sí. Nuestro hermano capellán afirma que
Vulkan se encuentra con nosotros, en espíritu al menos.
—¿Y tú qué piensas?
La expresión sombría de Obek se reflejó en el cristal blindado.
—Sé cuándo miente.
—Está sufriendo.
—Todos lo estamos, hermano.
—Él más que la mayoría.
—Sabes, Padre Forjador, eres sorprendentemente empático
para ser un tecnomarine.
T’kell esbozó una sonrisa, aunque los elementos cibernéticos
de su rostro convirtieron el gesto en algo similar a una mueca.
—Soy hijo de mi padre.
Obek respondió con una expresión equivalente a encogerse de
hombros, y ambos volvieron a sumirse en el silencio.
A través del portal de observación, el planeta nublado se
acercaba a ellos y, con él, las respuestas que buscaban.
Un par de Tunderhawks atravesaron el vacío con sus motores
ardiendo con frialdad en la oscuridad. Volaban en formación y se
mantenían cerca según alcanzaban la atmósfera superior y se
llevaban el impacto de la reentrada. Pese a que las cañoneras
temblaron, soportaron el desgaste, por mucho que sus proas
empezaran a brillar, rojas y calientes.
Entonces atravesaron la atmósfera, lo que dejó atrás el frío del
vacío y la enorme presencia del Cáliz de Fuego, que en aquel
momento estaba anclado en órbita baja, con sus preciados
contenidos aún a bordo. Tras adentrarse en un cúmulo de nubes,
los pilotos de ambos Tunderhawks frenaron y dejaron que las
turbinas continuaran la marcha.
Se colocaron a nivel para un vector de acercamiento
horizontal y sonó una petición de ambas naves a través del
comunicador.
—¿Coordenadas de destino, Maestro de la Forja?
—¿Qué es lo que ves, piloto?
—Hemos entrado en un grupo de nubes. Tendría que
descender más. —Hazlo.
Transcurrieron unos segundos, y el leve rugido del ruido del
motor interrumpió la dulce reverberación del casco de la nave
cuando el Tunderhawk se hundió de repente para descender bajo
las nubes.
—Los sensores detectan residuos —comunicó el piloto.
T’kell mantuvo el diálogo mientras el resto permanecía
sentado en silencio en sus jaulas de lanzamiento. Dos escuadras,
Varr y Zandu.
—¿Residuos de qué?
—Niveles bajos de radiación, pero están aumentando.
—¿Alguna estructura?
—Solo ruinas.
T’kell intercambió una mirada con Obek. «¿Era aquello lo que
Vulkan había querido? ¿Se encontraban siquiera en el lugar
correcto?»
—Espera… Hay algo en el horizonte. Se mueve rápido…
La estática cortó la comunicación durante unos segundos.
—¡Enemigo a la vista!
—Identifícalo, piloto —le pidió Obek, quien había tomado el
mando como comandante militar de la misión.
—Decimosexta Legión, hermano capitán. —Sonaba tenso, y, un
segundo más tarde, los pasajeros de la bodega supieron por qué,
pues la cañonera giró de repente y una alarma empezó a sonar.
Una explosión silenciosa salpicó el casco con metralla y luego
se produjeron impactos con proyectiles más densos,
probablemente de un bólter pesado. La bodega tembló. Una
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sacudida salvaje que parecía el golpe de un martillo. Empezó a
salir humo a través de las rendijas de visión internas.
—Recibimos disparos…
Bajo aquellas circunstancias, el informe del piloto fue
innecesario. Precedido de un chirrido agudo que fue de distante a
ensordecedor en un abrir y cerrar de ojos, un segundo golpe abrió
parte del fuselaje. Zandu se llevó la peor parte, y el fuego
repentino y el ruido atronador casi ahogaron su grito de dolor.
Varr se dirigió hacia él, aunque no parecía haber sufrido
ningún rasguño, más allá de alguna quemadura superficial en la
armadura.
Pese a que el piloto no sabía qué había ocurrido exactamente,
sí sabía que les habían disparado.
—Entablando combate —rugió, enfadado.
Una ráfaga amortiguada de fuego de bólter pesado resonó
contra el casco. Si bien la mayoría de los legionarios Salamandras
se estaban preparando para el combate, no podían hacer nada
mientras el Tunderhawk surcaba el cielo. Todo estaba en manos
de los pilotos.
Otra sacudida golpeó el casco con más fuerza que el viento,
que se había convertido en un chirrido estresante, aunque no
había sido tan grave como el primer o el segundo golpe.
«Nos han dado de refilón», pensó T’kell antes de dirigirse al
comunicador una vez más.
—¿Qué naves pilotan?
Se produjo una breve pausa cuando otra maniobra evasiva los
hizo girar en la dirección opuesta. A juzgar por el sonido de fondo,
T’kell imaginaba que los Tunderhawks estaban entrando y
saliendo del rebufo de la otra nave para intentar aventajar a sus
atacantes.
—Land Speeders, y van muy armados —repuso el piloto
finalmente—. Uno ha caído y se ha incendiado. Dos se están
alejando. ¿Deberíamos perseguirlos?
—De inmediato, y cortad sus comunicaciones —ordenó T’kell
—. Es posible que hayamos tenido mala suerte y que solo se trate
de una patrulla. Nadie más debe saber que estamos aquí o por qué.
El piloto confirmó que había recibido las órdenes, y las
cañoneras se dispusieron a perseguir a los enemigos.
—Hijos de Horus —tuvo que gritar Obek, y pronunciar aquel
nombre hizo que cada par de ojos en la bodega, rojos como el
carbón, se posaran sobre él—. ¿Qué están haciendo aquí?
T’kell negó con la cabeza casi sin darse cuenta de lo que hacía.
—Persíguelos, piloto —dijo hacia el comunicador, y luego a
Obek—: Averigüémoslo.
Se produjo una breve persecución, pero los Land Speeders no
eran rivales para los Tunderhawks, que eran más rápidos y
contaban con más y mejores armas. Cuando el rugido de los
motores disminuyó y la cañonera empezó a volar en círculos con
mayor lentitud, T’kell supo que habían neutralizado la amenaza.
Obek ya había vuelto al comunicador.
—Sobrevolad la zona y aseguraos de que estaban solos. Luego
llevadnos allí para que podamos verlo de cerca.
Les llevó varios minutos sobrevolar la zona y asegurarse de que
era segura, durante los cuales ningún otro Speeder ni más
refuerzos aparecieron, lo que sugería que los que habían atacado a
los Salamandras se habían encontrado allí por pura casualidad y
que se trataba de una sola patrulla. Uno de los Tunderhawks
ascendió para ocultarse entre las nubes y empezó a monitorear el
área con sus sensores, mientras que el otro aterrizó durante un
momento para descargar a seis legionarios con servoarmadura. La
rampa ya se estaba cerrando y la cañonera estaba volviendo a
ascender cuando T’kell condujo a la pequeña escuadra en
dirección a uno de los Land Speeders derribados. Se mantuvieron
agachados y separados y utilizaron las ruinas para ocultar su
avance.
Una tormenta eléctrica partía el cielo con descargas de rayos
violetas y un fuerte viento soplaba por la planicie de tierra, lo que
levantaba nubes de polvo y pequeños fragmentos de restos. Pese a
que Zandu los sentía golpear su armadura, mantuvo la mirada fija
en las formas inmóviles lanzadas por el Speeder al tiempo que se
acercaba a él.
Hijos de Horus. Las marcas de su rango y el color de su
armadura lo dejaban claro. Zandu no creía en la casualidad, la
providencia ni la coincidencia. Creía en lo que veía y
experimentaba, nada más. Aquel encuentro le advirtió de que
debía actuar con cautela.
—Hermano sargento —dijo T’kell— ¿acaso tus heridas no son
graves?
Zandu había sentido el impacto, pero negó con la cabeza. Hizo
un gesto hacia los cuatro legionarios de su escuadra para que
avanzaran delante de él. Obedecieron al unísono, con sus bólters
en los hombros y sus lentes derechas firmes sobre las miras de sus
armas. Zandu también contaba con un bólter, de estilo Phobos, una
bayoneta de diente de dragón amarrada a la mira y una volkita
suspendida.
—La armadura se llevó la peor parte —repuso Zandu, y le dio
un golpe al costado de su casco al ver que el indicador de
integridad parpadeaba en rojo un instante antes de volver a
mostrar el color verde—. Solo necesitaba estirar las piernas, Padre
Forjador.
T’kell asintió, con la atención dividida entre Zandu y su visor
de datos interno. Zandu podía oír cómo se procesaban los datos y
vio la expresión vacía del tecnomarine mientras interactuaba con
ellos.
—Los niveles de radiación siguen aumentando —dijo T’kell
tras unos segundos más—. Me está siendo difícil encontrar un
punto de origen. Las lecturas indican que es algo latente,
posiblemente atómico, pues el ambiente está cargado de
radiación. ¿Cómo están los sellos de tu armadura, hermano
sargento?
—Aún funcionan, Padre Forjador.
T’kell no contestó. Habían llegado a su destino. Cuando la
escuadra alcanzó el Speeder derribado, se desplegaron por la zona
y cada uno de ellos tomó una posición de centinela, con su
atención firme sobre los restos y sus inmediaciones. Los otros dos
transportes habían quedado destrozados y habían caído mucho
más lejos. T’kell se conformó con examinar aquel.
Al verlo de cerca estaba claro que ambos tripulantes habían
muerto. El pecho del piloto había estallado, probablemente por la
detonación de algún proyectil. Sus costillas se habían partido por
la mitad y todos los órganos internos que le quedaban estaban
destrozados. El artillero había quedado cortado por la mitad y la
parte inferior de su cuerpo había aterrizado varios metros más
allá del lugar del impacto, mientras que sus puños apretados se
habían asegurado de que su parte superior se quedaba atada al
arma de fusión que colgaba de su montura con pivote.
Como sabía lo resistentes que podían ser sus antiguos
hermanos de armas, Zandu se aseguró de que ningún legionario
siguiera con vida. —Los dos están muertos —dijo, y llamó a T’kell
para que avanzara, pues había estado esperando la confirmación
—. ¿Qué esperas encontrar? —le preguntó al Maestro de la Forja al
ver que usaba sus mecadendritas para interactuar con la consola
de control del Land Speeder. La columna de conducción había
quedado destrozada y el monitor de sensores echaba chispas a
través de una pantalla rota de cristal oscuro.
—Es lo que espero no encontrar —repuso T’kell, y volvió a
poner una expresión distante al buscar información en lo que
quedaba del rudimentario cogitador del Land Speeder.
Zandu examinó el paisaje con mayor detenimiento mientras el
Maestro de la Forja examinaba los datos. Concluyó que en el lugar
en el que había caído el Speeder había existido una ciudad, antes
de quedar destrozada para siempre. Las vides rodeaban aquellas
ruinas suburbanas. El musgo y los líquenes cubrían sus murallas
g y q
rotas y varias colonias de insectos habían construido nidos en sus
profundidades de piedra. Los bordes de las ruinas insinuaban la
existencia de un distrito; las estructuras delineaban dónde se
podían haber encontrado las calles. Unos mechones de hierba
rugosa penetraban las grietas de la calle destrozada y en más de
una ocasión Zandu vio alguna criatura depredadora tímida que
atravesaba la ciudad. Era como si la naturaleza, y no el hombre, se
hubiera alzado para tomar aquel lugar. De forma lúgubre, se
percató de que las piedras sueltas bajo sus pies eran realmente
huesos, medio enterrados por la tierra y los restos que el viento
había llevado hasta aquel lugar. Fémures, dientes e incluso trozos
de cráneos yacían desperdigados por la planicie, como si se tratara
de una horrible fosa común.
Zandu era un guerrero y conocía la guerra. Aquellas personas
habían sido destruidas… o se habían destruido a sí mismas. Y
hacía tiempo. Desvió su atención a una línea de graffiti pintada en
uno de los pocos muros que aún seguían en pie, aunque estaba
sucia por el paso del tiempo. El mensaje estaba escrito en gótico
vulgar y rezaba: «Estos actos que hemos cometido».
Parecía que lo habían tallado en la roca con un cuchillo o
alguna otra hoja. Fragmentos de uniforme aún rodeaban algunos
de los huesos y podría jurar que algunos de ellos no parecían
imperiales. ¿Había sido aquello lo que tanto había temido Vulkan?
¿La capacidad de la humanidad de destruirse a sí misma? ¿Qué
maravillas bellas y terribles había construido?
—Que el primarca tenga piedad —susurró.
T’kell dio un puñetazo a la consola del Speeder, lo que sacó a
Zandu de su ensimismamiento.
—Nada —musitó.
—Y, aun así, pareces preocupado.
—Lo estoy. No he encontrado ningún dato que filtrar. El
cogitador está muerto. No puedo exportar nada, así que es posible
que hayan enviado una advertencia, solo que no tenemos ningún
modo de estar seguros.
Zandu miró hacia el horizonte. Podía oír el avance distante de
la cañonera que acechaba desde los cielos.
—El cielo está despejado, salvo por nosotros. Si hubieran
entablado contacto, ya habríamos visto algo.
T’kell permaneció pensativo y parecía que estaba
considerando otra cosa. Zandu pudo intuir de qué se trataba.
—No esperabas que hubiera nadie aquí, ¿verdad?
—No. Se supone que este lugar debía estar desierto, no tiene
ningún significado estratégico o militar.
T’kell llamó a la cañonera de nuevo y le ordenó que aterrizara
unos pocos cientos de metros más allá del lugar del impacto. Una
p g p
vez la escuadra volvió a estar a bordo, Obek se dirigió a ellos con
noticias.
—Hay un puesto de avanzada a unos veinte kilómetros al
norte de esta posición.
—¿Está en uso?
—No se sabe. Ha aparecido en los augures de largo alcance,
por lo que debe ser grande. ¿La Forjada?
—Tal vez. Hasta ahora nada ha sido lo que esperaba.
Deberíamos mantener los artefactos a bordo del Cáliz de Fuego por
ahora, quizá incluso de forma indefinida si esta localización está
en riesgo.
—Estoy de acuerdo —dijo Obek, y transmitió la orden al piloto
sin molestarse en preguntar qué harían si la Forjada no era una
opción. Torció el gesto—. Parece como si tuviéramos una granada
vórtex armada entre manos, lista para detonar.
—Eso no se aleja mucho de la realidad, hermano capitán —
repuso T’kell—. Nuestro padre creó muchas maravillas con su
martillo, milagros de la ciencia y la invención. Lo sé porque los he
visto. Aunque no tienen igual en su capacidad de hacer el bien, lo
contrario también es cierto. Son armas, hermano capitán.
—Las armas no tienen capacidad para hacer el bien o el mal.
Solo quien las empuña puede decidir.
—Exacto, hermano.
CUATRO
El legado de nuestro padre
Zau’ull apoyó una mano envuelta en guantelete contra el costado
del armarium con la esperanza de sentirse más cerca de Vulkan.
T’kell había forjado el repositorio con el único propósito de
transportar los artefactos hasta la Forjada. Zau’ull pensaba que se
encontraba solo en las profundidades inferiores del Cáliz de Fuego
hasta que vio que Krask lo acompañaba.
—Te envidio, Padre de Fuego.
—¿Por qué, hermano? —preguntó Zau’ull, cohibido de
repente. Dejó caer la mano y esta quedó suspendida durante unos
instantes cerca del metal antes de volver a su lado. Se volvió para
mirar a Wyvern, el nombre de guerra que Krask se había otorgado
a sí mismo, pues creía que encarnaba el aterrador poderío de la
criatura del mismo nombre. Sus hombres tenían nombres
similares y los llevaban como si fueran máscaras.
—Envidio tu cercanía con nuestro padre, su… —Tuvo
dificultades para pensar en la palabra adecuada— …presencia que
solo tú puedes sentir.
Aquello casi sugería la idea de que el espíritu de Vulkan, su
alma, perduraba de algún modo. Tales conceptos, incluso en una
galaxia iluminada que estaba volviendo rápidamente a la
superstición, seguían estando mal vistos.
—Sí, su presencia —repitió Zau’ull, distante.
—Es un gran honor ser el centinela de la puerta que conduce
al legado de nuestro padre.
—Eres todo un poeta, hermano. —Zau’ull sonrió.
Krask parpadeó una sola vez, como si no hubiera entendido lo
que le había dicho el capellán, antes de desviar la mirada hacia el
armarium. Era grande y de diseño discreto a pesar de lo que
contenía: cinco maravillas, cinco milagros creados por Vulkan.
T’kell los había colocado a salvo en el interior del armarium y solo
él, Obek y Zau’ull podían abrir la puerta de código genético del
repositorio sin recurrir a la fuerza bruta.
—Más allá de lo que portaba para la guerra, nunca he visto las
obras de nuestro padre. Imagino que son un regalo para la vista.
—Esta misma nave es una de sus creaciones, hermano —dijo
Zau’ull—. Además del arma montada en su casco.
El ambiente estaba cargado, lo que hacía que la cámara
pareciera pequeña a pesar de su tamaño. El metal del suelo de la
cubierta y de los muros que los rodeaban era negro. La ceniza y el
hollín sangraban sin cesar por los conductos de ventilación, por lo
que los pasillos de la nave se llenaban del olor acre de los cientos
de forjas y fundiciones situadas más abajo. Pese a que el Cáliz de
Fuego no era una nave de guerra, pues no poseía las armas de una
barcaza de batalla, sí era capaz de fabricarlas. —Es una nave forja
sin igual —añadió Zau’ull.
—Nadie nunca podrá crear otra como ella —musitó Krask, y el
asombro de su mirada se desvaneció tan rápido como había
aparecido.
Zau’ull también lo sentía.
—No, nadie.
—Y moriremos con ella.
—Sí, así será.
Unas fuertes pisadas resonaron por el largo pasillo de otra nave y
anunciaron la presencia del legionario Salamandra que no
pertenecía a los Indemnes. Se llamaba Saurian y llevaba una
armadura dracónica Mark IV con el pellejo de escamas de un
lagarto y hombreras con colmillos. Un casco con forma de dragón
con las fauces abiertas reposaba en el hueco de su brazo izquierdo,
mientras que el derecho estaba a su lado, con una mano puesta
sobre el pomo con garra de su espada.
Saurian atravesó un amplio arco metálico para entrar a una
sala más grande y el olor a aceite de máquinas y polvo para pulir
lo golpeó. La sala estaba prácticamente a oscuras; las sombras que
arrojaban los tenues globos lumen sugerían que era muy grande y
danzaban sobre el legionario que estaba sentado en un asiento de
hierro. No se trataba de un trono, no era lo suficientemente
elegante como para poder considerarlo como tal, sino que era un
lugar en el que reflexionar con furia sumido en un silencio
amargo. Él era el Padre de Hierro y, por mucho que no quisiera
ningún trono, en aquel lugar era el rey.
Sumido en pensamientos lúgubres, el Padre de Hierro solo
alzó la mirada cuando el legionario Salamandra se detuvo a unos
pocos pasos de su asiento. Un chirrido de engranajes y servos
acompañó el gesto como un gruñido de desaprobación por parte
del guerrero de armadura negra. —¿Qué noticias me traes esta
vez, Saurian?
El legionario Salamandra hizo una reverencia e hincó una
rodilla en el suelo.
—Lo hemos encontrado, Padre de Hierro.
El Padre de Hierro cambió de posición y levantó la cabeza, que
hasta aquel momento había estado reposando sobre su puño. La
oscuridad se iluminó con un destello rojo como la sangre de su ojo
derecho. A Saurian le pareció ansioso por matar. El Padre de
Hierro esbozó una sonrisa y las cicatrices que unían la mitad de
carne de su rostro con la mitad metálica se estiraron tanto que
parecía que iban a romperse y a destrozar aquel rostro tan
imponente.
—Dile al hermano Gallikus que despierte a Azoth y al resto de
los Aparecidos.
Saurian estuvo a punto de responder, pero se dio cuenta de
que el Padre de Hierro no estaba hablando con él. Un espectro
surgió de la penumbra del borde de la sala, invisible hasta que lo
llamaron. El Silente asintió, lo que hizo que su casco con forma de
ave se hundiera como la cabeza de un cuervo negro.
La voz del Padre de Hierro sacó a Saurian de sus
pensamientos.
—Nuestra presa no se nos escapará esta vez. El perrito faldero
de Horus nos conducirá a nuestro enemigo antes de arder por lo
que ha hecho. Saurian se puso de pie al asumir que le había pedido
retirarse, se volvió y se alejó de la sala. Solo cuando estuvo seguro
de que el Padre de Hierro había vuelto a sus pensamientos y que
no podía oírle, habló en voz baja por el comunicador de su gorjal.
—Ahrem, hermano de hierro, el Raven está en camino. —
Saurian no esperó respuesta, sino que siguió avanzando y tratando
de recordar cómo habían llegado a aquella situación.
No lo logró.
Ahrem Gallikus cerró el canal del comunicador y agradeció
silenciosamente al legionario de los Salamandras. Su aliento era
como un espectro en el aire frío del cuartel. Tanto él como algunos
de los otros legionarios que estaban a bordo del Obstinado, los
normales, habían empezado a llamar a aquel lugar «el mausoleo».
Parecía apropiado de un modo un tanto perverso.
—Aquí es donde te dejo, hermano —le dijo a la enorme figura
en su arcón de estasis. Pese a que la mayor parte de su cuerpo
estaba oculta por la escarcha del cristal y la niebla criogénica
interna, Gallikus aún podía ver el rostro de Azoth. Tenía que
estirar el cuello, pues cada arcón estaba situado sobre una
plataforma elevada que les proporcionaba energía, pero podía
verlo con la suficiente claridad. Parecía tan frío, tan muerto y tan
gélido como el día en que habían confinado a Azoth en aquel
siniestro lugar.
»Pero no estás muerto, ¿verdad?
Como legionario de los Manos de Hierro, Gallikus conocía las
máquinas. Sabía cómo mantenerlas y repararlas, además de cómo
sabotearlas. Incluso sabía cómo fijar un elemento biónico en
alguien. Sin embargo, no era ningún Ferroforjado ni un
tecnomarine, por lo que la creación metálica del Padre de Hierro
estaba fuera de su alcance. Por el momento.
El Raven estaría allí pronto y llegaría sin que nadie o pudiera
detectarlo. Gallikus tenía que regresar a sus aposentos. Por alguna
razón, los Aparecidos respondían a él mejor que a nadie a bordo
de aquella nave. Si bien Gallikus esperaba que fuera algún antiguo
recuerdo lo que provocaba tal reacción, en sus adentros sabía que
se trataba de una rareza y nada más.
Cuando se apartó de Azoth, la luz tenue de los lúmenes reveló
una serie de arcones de estasis.
«Arcones no, ataúdes», pensó Gallikus. «Pensados para los
muertos. El legado de nuestro padre.»
—Solo que no sabes que estás muerto —musitó en voz alta—.
Aún no. Cerró la puerta tras él y se dirigió a sus aposentos para
esperar al Silente.
CINCO
Ave Mechanicum
Los Indemnes alcanzaron el borde del puesto de avanzada a pie,
pues las cañoneras habían aterrizado lo suficientemente lejos de
allí para no aparecer en los augures o para que no los vieran desde
ninguna estación de vigía, por mucho que no hubieran encontrado
ninguna otra señal de vida en aquel mundo desolado. Si bien las
ruinas de la ciudad habían ocultado su avance, aquello también
significaba que los legionarios Salamandras estaban dispersos,
ocultos tras los muros o los restos de edificios semidestruidos.
Bajo la oscuridad, alejados de los destellos eléctricos de la
tormenta, los Salamandras podrían observar a los guerreros del
Mechanicum sin que les detectaran. Aun así, aquello acabó siendo
una precaución innecesaria, pues los ocupantes del puesto de
avanzada parecían no pensar en otra cosa que no fuera su trabajo,
cuyo propósito aún no estaba claro.
La escala de lo que estaban haciendo sí lo estaba.
Un ejército ataviado en túnicas rojas había descendido en
aquel lugar y estaba erigiendo una estructura prefabricada de
altos muros y torres, algo más parecido a una fortaleza que a una
estación temporal, y era aquello lo que había detectado el augur
de largo alcance de la cañonera. Los ayudantes y los servidores de
carga pesada trabajaban para levantar bobinas de cables de
energía y enormes cajas de cargamento, mientras que los
autómatas con ruedas llevaban tuberías de gran extensión. Los
silos y los cogitadores peleaban por el espacio según este quedaba
colonizado poco a poco por seres mecanizados y sus objetos. Los
supervisores de túnicas rojas se encargaban de la operación,
consultaban listas de datos, llevaban a cabo computaciones y
analizaban la información obtenida.
Zandu lo observaba todo a través de la niebla verde de los
magnoculares y lo que veía se iluminaba de vez en cuando con
unos destellos brillantes. Había caído una noche profunda,
además de la tormenta que persistía en el horizonte y que se
estaba acercando a aquel lugar.
—Un solo punto de entrada —declaró antes de darle los
magnoculares a Obek.
—La puerta de una fortaleza. ¿Qué está haciendo aquí el
Mechanicum? ¿Hay algún mundo forja cerca? ¿Cómo han llegado
aquí?

É
T’kell negó con la cabeza. Él también estaba observando la
situación, aunque al contar con su ojo biónico no necesitaba el
aumento que proporcionaban los magnoculares.
—¿Es posible que el Mechanicum supiera de este lugar? —
preguntó Obek—. ¿Que conozca la existencia de la Forjada?
En aquel momento, un pensamiento aterrador pasó por la
mente de T’kell, y este apretó la mandíbula de repente como si
quisiera negarlo. —Puede que Horus sí. Vulkan compartió muchos
secretos con él durante el inicio de la Cruzada.
—¿Y el Mechanicum? ¿Qué papel juega en todo esto?
—Las Legiones Astartes y el sacerdocio han luchado codo a
codo en muchas ocasiones. Es posible que sigan siendo aliados del
Señor de la Guerra.
—Marte y Terra son aliados, Maestro de la Forja —dijo Obek
tras dejar los magnoculares—. Después de la traición… estoy
seguro de que el planeta rojo habrá retirado su apoyo.
El silencio de T’kell habló por él.
Los tres legionarios estaban tumbados boca abajo, justo
detrás de la cima de una pequeña elevación, y tenían muchas
preguntas. Nadie en Nocturne había recibido noticias de Marte ni
de ninguno de sus emisarios desde hacía meses.
—Su presencia es algo extraño, demasiada casualidad —dijo
T’kell finalmente, tras considerar una pregunta menos aberrante
que la anterior—. Solo puedo llegar a una conclusión.
Zandu no necesitaba ser un tecnomarine para saber a qué se
estaba refiriendo.
—Saben que está aquí y la están buscando.
—Así es, hermano sargento —repuso T’kell—. La Forjada es
una armería. Vulkan tenía varias, las estableció durante la Gran
Cruzada, por si la legión necesitaba suministros rápidos mientras
se encontraba en alguna campaña.
Obek torció el gesto, contrariado.
—Ese es el tipo de secretos que habría compartido con el
Señor de la Guerra.
—El Mechanicum no está solo en este lugar —añadió Zandu.
Obek soltó un suspiro.
—Los renegados que quemamos… Aunque no podemos estar
seguros de que sean aliados. —Maldijo en voz baja—. La sangre de
Vulkan.
—Puede que no sea por voluntad propia —sugirió T’kell—.
Sea como sea, debemos averiguarlo. —Empezó a levantarse—.
Tenemos que acercarnos.
Zandu se volvió para mirar a la colina, donde las tres
escuadras de legionarios Salamandras estaban esperando en
formaciones dispersas, con las armas listas. Una breve señal de
batalla del sargento hizo que empezaran a ascender la pendiente.
—¿Acercarnos cuánto? —preguntó Obek.
—Lo suficiente como para que pueda infiltrarme en alguna de
sus transmisiones de datos. A unos quince metros, más o menos.
SEIS
Falsos recuerdos de la masacre
T’kell había avanzado solo, pues era más fácil que un solo
legionario ataviado con servoarmadura permaneciera oculto cerca
de los muros que treinta. Aun así, Obek observaba al Maestro de la
Forja, agazapado en un cráter lo suficientemente amplio como
para esconder su presencia de los centinelas de los muros. Por
fortuna, a pesar de que los equipos de trabajo del interior del
complejo eran muy numerosos, no había muchos centinelas, solo
unos skitarii poco armados.
Zandu había regresado con las escuadras que se habían
establecido un poco más allá de la colina, detrás de los legionarios,
por lo que Obek era el único que protegía al Maestro de la Forja.
«Padre Forjador», se recordó a sí mismo mientras observaba al
tecnomarine.
T’kell se había colocado en otro cráter y permanecía agachado
para intentar acercarse a un servidor o a uno de los ayudantes
aumentados. Pese a que los trabajadores del Mechanicum estaban
protegidos de la radiación con trajes sellados herméticamente,
aquello no afectaría a lo que T’kell tenía que hacer.
Obek no sabía mucho sobre el Mechanicum o su modo de
actuar. Si bien no lo habían iniciado en las filas de los marcianos
como a T’kell, sabía que su idioma de máquinas se llamaba
«binárico» y que T’kell usaría «jerga mecánica» para hacerle una
pregunta a la mente no biológica más cercana y extraer los
secretos que ocultara en su programación. Ni siquiera tendría que
tocarla.
Obek siguió observando desde su cráter. No vio ninguna señal
de que el tecnomarine hubiera triunfado o fracasado, y la
sensación de impotencia producida por tener que vigilar y esperar
no le sentó bien, aunque no podía arriesgarse a interrumpir la
tarea del Padre Forjador.
—No me gusta esperar así, hermano capitán —transmitió
Zandu a través del comunicador.
—Los Salamandras somos pacientes, hermano sargento —
repuso Obek, aunque en sus adentros estaba de acuerdo con él—.
Templamos nuestro estado de ánimo igual que templamos el
metal.
—Suenas como Zau’ull.
Un asomo de sonrisa apareció en el rostro de Obek.
—Me lo tomaré como un cumplido. ¿Algún movimiento
extraño? Obek había ordenado a Zandu que vigilara con
detenimiento el puesto de avanzada, pues su punto de observación
contaba con mayor elevación, por lo que el sargento podría verlo
todo mejor. Obek no podía ver mucho más que los muros
inclinados y el espacio entre ellos, por el que los trabajadores iban
y venían. Si apreciaban cualquier indicio de que habían
descubierto su presencia, por pequeño que fuera, debían entablar
combate de inmediato.
—Las máquinas siguen trabajando —respondió Zandu—. He
visto a varias unidades de combate, pero están poco armadas y
permanecen en sus puestos.
Aquello coincidía con lo que Obek había visto.
—Si es necesario, arrasaremos con este lugar y aniquilaremos
a todos aquellos que se hayan aliado con los renegados.
—Entendido, Portador del Fuego.
Obek cortó la comunicación; algo estaba ocurriendo más
abajo.
—¿Padre Forjador? —preguntó. Apenas podía distinguir a
T’kell, cuyo cuerpo parecía sufrir espasmos después de que una
descarga violenta lo hubiera tumbado de espaldas—. ¿Padre
Forjador? —repitió Obek cuando no obtuvo ninguna respuesta.
Alzó su pistola bólter y echó un vistazo al puesto de avanzada
aunque no vio nada extraño.
Un crujido de estática infectó el comunicador, un balbuceo de
jerga binárica que provenía de T’kell. Cambió a gótico
rápidamente, aunque a trompicones.
—He… encontrado… algo.
—¿Estás herido, Padre Forjador?
—El Mechanicum… sabe… lo sabe.
—¿Sabe de la existencia de la Forjada? —Obek echó otro
vistazo, pero nada había cambiado. Pese a que consideró
comunicarse con Zandu, quería saber lo que había descubierto
T’kell.
—Nosotros… —dijo T’kell, y empezó a sacudirse—. Sabe que
estamos aquí.
—¿Qué?
Una explosión iluminó la ladera de la colina e hizo que
fragmentos de hueso y de restos salieran volando. Los skitarii
habían desatado un cañón pesado.
—¡Salamandras, atacad! —rugió Obek por el comunicador.
Zandu ya estaba en movimiento y descendía a paso firme por
la ladera para liderar el ataque.
—Protegeré al Maestro de la Forja —dijo Obek, apresurándose
para llegar a donde T’kell yacía inquietantemente inmóvil en su
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cráter. Lo alcanzó justo en el momento en que los bólters
empezaron a disparar y la colina estalló en llamas.
La tormenta de proyectiles alcanzó el costado del puesto de
avanzada, impactó contra sus murallas y aulló a través del espacio
abierto entre ellas. No había puerta, sino tan solo una abertura.
Los servidores y los ayudantes quedaron destrozados, además de
la unidad de combate que había disparado el arma incendiaria. La
furia explosiva recorrió el campamento y, mientras los autómatas
de batalla bípedos respondían, sus equivalentes no combatientes
continuaron su trabajo sin pausa.
Pese a que una falange de portadores de escudo erigió una
barricada móvil en la abertura, Zandu abrió una brecha en ella de
inmediato con su volkita. Un grupo de granadas siguió a aquella
descarga y la barrera improvisada voló por los aires en una serie
de detonaciones feroces. Los legionarios no se detuvieron, sino
que siguieron avanzando de forma implacable hacia el interior del
puesto mientras apuntaban a los puntos de centinelas y las torres
de armas con una precisión letal.
Aquella era la legión en guerra, los ángeles del Emperador
desatados, y los Salamandras se regocijaban en ello.
Cuando Obek finalmente llegó hasta T’kell, el resto
desapareció detrás del humo y solo se podían oír a medias entre la
matanza y los disparos guturales de las armas de los marines.
—¿Padre Forjador? —preguntó con cautela—. ¿Hermano? —
Estiró el brazo para comprobar los signos vitales de T’kell después
de que el tecnomarine abriera un ojo. Parecía débil pero lúcido—.
¿Qué ha pasado?
—Código malicioso —repuso T’kell—. Algo diseñado para
desalentar la infiltración. Cuando mis implantes mecánicos
sufrieron el ataque, mi cuerpo biológico empezó a convulsionar.
—¿Puedes caminar? —Obek le ofreció un brazo.
—No estoy seguro. —T’kell consiguió mirarse las piernas,
pero estas permanecieron inertes—. No. Aún no funcionan. Tengo
que purgar el código.
—Pues hazlo rápido, el Mechanicum ha abierto fuego —dijo
Obek, mirando hacia el puesto de avanzada e imaginando la
batalla que se estaba librando en su interior. Obek conocía la
guerra, por mucho que no la hubiera saboreado desde el fin de la
Cruzada. También conocía las armas, por lo que podía reconocer el
timbre de los bólters de estilo Phobos que empleaban sus
guerreros. Distinguió otros patrones también, el staccato casi
rítmico del fuego de supresión y de apoyo. Mientras escuchaba y
absorbía todos los sonidos en cuestión de segundos, una
incongruencia en medio de la batalla le hizo fruncir el ceño…
T’kell lo agarró del brazo para llamar su atención.
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—No es solo el Mechanicum —le dijo.
Aquel sonido que oía Obek… también se trataba de fuego de
bólter, solo que no provenía del asalto de sus guerreros, sino que
era una respuesta a este. Un contraataque. Una emboscada.
—Hijos de Horus —musitó Obek y llamó a los pilotos, aunque
ya era demasiado tarde.
Zandu atravesó el cordón defensivo y continuó avanzando. A través
del calor de una descarga de rayos láser, evaluó el campo de
batalla con rapidez.
Había cuatro torres de vigía situadas en los puntos cardinales
del puesto de avanzada, que estaba rodeado por un muro
defensivo con forma de herradura y un solo punto de entrada. Las
cajas, tuberías, bobinas de cables industriales y demás materiales
estaban esparcidos alrededor de una zona de reunión principal
donde los no combatientes habían empezado a construir una
máquina que Zandu no fue capaz de reconocer. ¿Algún tipo de
taladro sísmico, tal vez? Había indicios de una excavación
alrededor del lugar. Si bien las fuerzas defensivas se habían
desperdigado por las murallas junto a las patrullas ligeras, las
mayores concentraciones de resistencia se encontraban alrededor
de las torres de vigía.
Los legionarios Salamandras se centraron en ellas primero.
Zandu condujo a sus hombres hacia el flanco izquierdo de la
torre más cercana. Aunque un grupo de siervos balanceó un cañón
montado para colocarlo en posición, el ángulo los ralentizó y la
mitad de la escuadra de Zandu abatió a los artilleros.
Otro grupo de siervos empezó a acercarse al lugar cuando la
segunda mitad de la escuadra lanzó granadas perforantes a las
vigas de soporte de la torre antes de volver a colocarse en
formación para descargar fuego de supresión. Un instante
después, una detonación hizo temblar el suelo y la torre cayó con
la elegancia de un hombre abatido. Impactó contra un grupo de
servidores de trabajo que tardaron demasiado en apartarse o que
desconocían el peligro. La torre golpeó un silo de combustible, lo
que provocó una tormenta de fuego que recorrió el campamento y
dejó a su paso tecnosiervos chamuscados y ayudantes despojados
de carne. La explosión resultante hizo temblar los muros. Algunos
de los ayudantes continuaron con sus tareas, a pesar de tener el
pelo en llamas y sus augméticos relucían a través de los huecos de
su carne prostética derretida. Los guerreros de Zandu los
derribaron y centraron su atención en los skitarii ataviados en
túnicas y máscaras de radiación, que en aquel momento se
estaban alejando a trompicones de los restos en llamas. De
regreso del flanco derecho, donde una segunda torre de vigía
había sido derruida y estaba en llamas, el sargento Ashax llevó a
sus guerreros como apoyo, y ambas escuadras formaron una
falange. Enfrentados al fuego de bólters masivo, los skitarii tenían
que retroceder o morir donde estaban. Los tecnosiervos y los
servidores de batalla más grandes que habían logrado sobrevivir y
estaban desperdigados por el campo de batalla trataron de
reagruparse para atacar por el flanco, pero la escuadra de Varr
soltó una descarga de promethium incandescente que los coció en
sus armazones de metal o fundió sus ruedas. Los Dragones de
Fuego avanzaron al tiempo que seguían quemando muros,
asfixiando rezagados y acabando con las filas del Mechanicum.
«Ese es el destino de todos los renegados», pensó Zandu
mientras el espíritu de guerrero que habitaba dentro de todos los
legionarios se regocijaba en la batalla. Había transcurrido
demasiado tiempo desde su última batalla, había sido un vigía de
Prometeo durante demasiado tiempo. Si bien había sido un deber
honorable, todos los marines ansiaban entablar combate. Aquello
no era ninguna guerra, y parecía diferente al modo en el que
luchaba la legión. Treinta guerreros armados con bólters y
lanzallamas era algo totalmente distinto a las guerras de la
Cruzada, que ocupaban continentes enteros, aunque no podía
negar que era satisfactorio. Por mucho que los cascos ocultaran
sus expresiones, Zandu sabía que sus hermanos se sentían de la
misma forma.
Ashax incluso alzó su espada sierra de modo triunfal tras
aplastar a los enemigos que quedaban. Zandu alzó el puño
también. Habían luchado juntos en Antaem, donde habían hecho
retroceder a la plaga alienígena que eran los orkos. Ashax era diez
años mayor que él y le había enseñado lo que significaba ser un
dragón de fuego. Su ejemplo había inspirado al otro sargento a
servir mejor a su primarca y a su legión. Como hijos de la forja,
aquel vínculo fraternal y aquel historial de batallas compartidas
era lo único que quedaba de los Salamandras. En aquel lugar
habían conseguido arrebatar un momento de gloria, una victoria
poco común después de lo que habían parecido ser muchas
derrotas recientes. Ashax se volvió, con su estado de ánimo
triunfante y contagioso, listo para rugir un grito de guerra, y se
sacudió al recibir un impacto de bólter en el gorjal que le arrancó
la cabeza.
El cuerpo de Zandu reaccionó antes que su mente, que estaba
ocupada luchando contra el horror de ver la fuente de sangre que
brotaba del cuello de Ashax. Los otros también se estaban
volviendo, pero sus bólters parecieron ser demasiado lentos
comparados con él, como si estuvieran atrapados en una especie
de anclaje temporal.
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El cadáver de Ashax cayó de rodillas antes de caer de bruces,
aunque Zandu había confinado aquella lúgubre imagen a su visión
periférica tras centrarse en la amenaza que tenía frente a él.
Las sombras avanzaron a través de la oscuridad, sombras de
armadura pesada que sin duda eran legionarios. Un arco
zigzagueante de electricidad iluminó sus formas en un iridiscente
color violeta monocromo. Llenaron la brecha de la herradura.
Zandu musitó una advertencia, pues el movimiento y el
reconocimiento del mismo ocurrieron en nanosegundos de
cognición mejorada, y una línea de bólters abrió fuego.
•••
Toda esperanza de evitar que los vieran se disipó cuando Obek se
percató de que tres legionarios se dirigían hacia donde T’kell y él
se encontraban. El Maestro de la Forja yacía en el suelo, casi
paralizado y vulnerable. —Eres mi única defensa, Obek… —
murmuró, y logró apretar un puño, aunque su voz se atascó como
una transmisión de audio mal sincronizada.
—Aguanta, hermano —lo tranquilizó Obek, apoyando una
mano sobre el pecho del tecnomarine antes de empuñar su arma
—. No te fallaré.
Los tres legionarios habían ralentizado su paso y se habían
llevado los bólters al hombro para disparar.
Obek les ofreció su espada mientras bajaba su pistola bólter
con calma y reverencia, sin romper el contacto visual con los
enemigos en ningún momento.
—¿Te rindes? —Uno de ellos soltó una carcajada, incrédulo.
Obek negó con la cabeza.
—Solo quiero ver si los Hijos de Horus aún conservan algo de
honor. Los tres legionarios intercambiaron una mirada y, para
sorpresa de Obek, bajaron sus bólters y empuñaron sus propias
espadas. Estaban maltrechas y su metal era oscuro, a diferencia de
la espada del capitán, que relucía como la obsidiana más perfecta.
Lo rodearon con aquellas espadas maltrechas estiradas como
garras. Obek avanzó hacia el cordón que habían establecido los
Hijos de Horus para alejar la batalla de T’kell. Con suerte, aquello
también apartaría una ejecución rápida de la mente de los
renegados, quienes en aquel momento estaban centrados en el
legionario Salamandra que aún podía caminar y luchar.
Obek no sabía por qué habían aceptado su desafío. Tal vez se
debiera al propio aburrimiento, o quizá al deseo de matar a un
capitán legionario cuerpo a cuerpo. Ganara o perdiera, en aquel
momento se prometió a sí mismo que no iba a permitir que se lo
llevaran con vida. De ser así, le esperaría la tortura y Obek no
pensaba sufrir semejante deshonor. Al dejar su pistola bólter a los
pies de T’kell, le había proporcionado al Maestro de la Forja un
modo de evitar tal destino, aunque no podía preocuparse de ello
en aquel momento. Sus atacantes se estaban acercando a él.
—¿Tus últimas palabras, hermano? —preguntó uno de los
renegados según el anillo de verde y negro se apretaba como una
horca.
Obek estuvo a punto de rechazar la propuesta cuando pensó
en una respuesta diferente:
—Vulkan vive.
Una estocada amenazó con clavársele en el estómago, pero
Obek giró sobre sí mismo para evitarla al tiempo que desviaba un
segundo golpe dirigido a la unión entre gorjal y casco. Le dio un
codazo al legionario de la estocada y lo golpeó en un punto entre el
antebrazo y la parte superior del brazo. El legionario soltó un
gruñido de dolor y empezó a volverse para apuñalar de nuevo
cuando Obek paró el embiste del tercer asaltante, rompió su
guardia y le clavó la hoja en la garganta. El tercer legionario
empezó a toser sangre a través de su rejilla. El segundo, el que
había intentado cortarle la cabeza a Obek, apartó a su hermano de
en medio para que pudiera morir en otro sitio y lanzó un ataque
salvaje.
El legionario gruñía y soltaba maldiciones incoherentes con
cada tajo y estocada. El ataque era tan feroz que Obek casi no
podía resistirlo. Además, también tenía que preocuparse del otro
legionario de los Hijos de Horus. Una lanza de calor blanco le
empaló el costado cuando uno de los cortes penetró su guardia,
desgarrando la ceramita, el adamantio y la malla bajo ellas hasta
alcanzar la carne. La sangre empezó a brotar de la herida, pero
coaguló en cuestión de segundos. Tenía que ser así; Obek recibió
un segundo golpe en la sien izquierda. Aunque tuvo la suerte de
que este fuera de refilón, pues de lo contrario la lucha habría
acabado en aquel mismo instante, lo dejó atontado.
Por muy difícil que fuera luchar contra tres oponentes,
combatir contra dos lo era aún más. Un tercer asaltante solía
interponerse en el camino de los otros dos e interrumpir su
equilibrio natural, en el que cuando uno atacaba, el otro buscaba
una debilidad en las defensas y la aprovechaba en su siguiente
golpe. Si tres oponentes atacaban al mismo tiempo, se entorpecían
entre ellos y disminuían su habilidad de aprovechar la ventaja
numérica. Por ello, Obek sabía que iba a ser más difícil aún hasta
que todo acabara. Tenía que moverse deprisa y anticipar los
ataques de los renegados, lo que dejaba pocas oportunidades para
contraatacar.
Un golpe alcanzó su hombrera con tanta fuerza que hizo que
su hueso temblara, aunque también que el atacante perdiera su
espada. Obek se volvió de repente, lo que expuso su flanco a una
estocada violenta del legionario que todavía conservaba su arma,
que se hundió profundamente en el cuerpo de Obek, si bien
consiguió alejar el arma del alcance del otro. Cargó con el hombro
hacia el renegado con arma y le hizo retroceder, lo que le dio
tiempo para controlar su dolor mientras el renegado desarmado
cometía el error de intentar alcanzar la empuñadura de su espada,
que sobresalía del Salamandra.
Obek dio una estocada lateral hacia su axila y empujó la hoja
hacia abajo en un ángulo apropiado para alcanzar el corazón del
renegado antes de hacerse a un lado para que el cuerpo del
guerrero quedara entre él y el superviviente. El tajo salvaje que se
hundió en la clavícula de su hermano habría abierto el pecho de
Obek en canal por mucha armadura que llevara. En su lugar, el
ataque acabó en frustración para el legionario de los Hijos de
Horus, y la batalla se convirtió en un uno contra uno. La espada del
renegado arrancó carne y sangre cuando el último superviviente
la extrajo del cuerpo de su hermano. Otra traición más que sumar
a su lista, aunque aquella hubiera sido sin querer. Obek
desenvainó su propia espada de la axila del legionario muerto y
dejó que el cuerpo cayera. Se sujetó el costado y apretó el
guantelete contra las heridas graves que habían abierto en él y que
habían salpicado el suelo con su sangre.
—¿Te apetece un descanso…? —preguntó, aunque su voz
sonaba cansada y ronca por el esfuerzo.
Si bien había esperado que el renegado se abalanzara sobre él,
el guerrero soltó su espada y alzó el bólter que tenía atado a la
espalda. Atontado por las heridas, Obek reaccionó un instante
demasiado tarde ante las alteradas reglas de combate. Oyó el
estruendo silenciado de un bólter disparado a quemarropa al
tiempo que alcanzaba al último legionario. El impacto de la
descarga envió punzadas de dolor agónico a sus costillas, y sintió
cómo se le hundía un pulmón bajo el golpe cinético que había
recibido en el pecho. Por suerte, el proyectil no se hundió en él,
pues aquello le habría volado medio torso. En su lugar, rebotó en
su costado y explotó fuera de su armadura. El calor y la metralla le
nublaron la vista, y sintió tanta sangre en la boca que se vio
obligado a escupirla. Medio aturdido y malherido, clavó la mirada
en las lentes del legionario de los Hijos de Horus, que ya estaba tan
cerca que podría abrazarlo, y esperó que llegara el segundo
disparo que acabaría con su vida. Solo cuando vio que el odio de la
expresión del legionario se desvanecía para dejar paso a una
mirada fría y vacía se dio cuenta de que el renegado había muerto.
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Una espada de obsidiana estaba clavada en su estómago a tanta
profundidad y con tanta violencia que casi había partido al
guerrero por la mitad. Un golpe instintivo.
Obek tuvo la fuerza suficiente para liberar su espada antes de
tambalearse y casi caer al suelo.
—Hermano capitán… —T’kell se estaba alzando del cráter por
fin. —Necesito un momento —siseó Obek entre dientes, luchando
contra el dolor y apresurando a su organismo para que uniera su
piel más rápido.
Necesitó varios segundos para que su visión se aclarara y para
que la sangre que recorría su cráneo a toda velocidad se
convirtiera en un leve rugido. Se apoyó con fuerza sobre su espada
sangrienta y la usó de muleta. Cuando por fin se puso en pie, miró
hacia el puesto de avanzada y hacia la abertura del muro exterior,
que en aquel momento se había cerrado tras las filas de verde y
negro.
Mientras el Maestro de la Forja cojeaba hasta llegar a su lado,
Obek dijo sin aliento:
—Tenemos que luchar.
Xen ansiaba la gloria.
Su deseo por conseguirla era la razón por la que nunca lo
habían aceptado en el círculo íntimo del primarca. Numeon lo
había notado de inmediato y se lo había comentado a Vulkan. Ser
miembro de la Guardia de la Pira, de los Siete, requería de un
altruismo que Xen no poseía. El orgullo había sido su perdición,
pero ¿su espada? Numeon le había dicho a su padre que nunca
había visto a un guerrero en la legión que combatiera como él.
Vulkan le había dado a Xen un estandarte con el que cargar
con la esperanza de que su carga, tanto física como simbólica,
templara su orgullo. Luego había llegado la guerra y, con ella,
había muerto la esperanza.
Xen no había logrado acatar la lección de su padre. Consumido
por el dolor, había decidido entregarse a sus talentos naturales. Le
habían servido bien, e iban a tener que hacerlo una vez más.
Una tormenta de fuego de bólter se había desatado por todo el
puesto de avanzada y era tan feroz que había hecho retroceder a
los legionarios Salamandras hasta situarse detrás de los restos de
su primer asalto, donde habían utilizado las torres de vigía caídas
a modo de barricadas improvisadas. Se había formado un mortal
campamento de renegados a su alrededor, con las armas
apuntando hacia dentro. Un grupo cada vez más reducido de
guerreros de armadura de escamas de dragón estaba agazapado
hombro a hombro y luchaba con desesperación en el ojo del
huracán.
Pese a que Ashax yacía sin cabeza en el suelo, sus camaradas
habían arrastrado su cadáver hasta el cordón protector que los
legionarios Salamandras habían establecido para que no lo
mancillaran aún más. Xen solo podía verlos a ratos entre la lluvia
de balas mientras rugía gritos de guerra y devolvía el fuego hacia
la oscuridad iluminada por los rayos de forma intermitente.
Una segunda tormenta había descendido sobre aquel lugar,
una tormenta natural que enhebraba el cielo nocturno con heridas
de color violeta. Bajo aquella luz se revelaba la furia de la batalla,
que quedaba capturada en cada destello iridiscente. En uno de
esos destellos, un legionario de los Hijos de Horus murió de un
disparo en el cuello antes de que sus hermanos, aún ansiosos por
la matanza, lo pisotearan al avanzar. Xen no tuvo tiempo de soltar
un grito de triunfo, ni tampoco ganas de hacerlo. En otros tiempos
había admirado a la XVI Legión y había sentido asombro ante su
poderío y envidia ante sus logros. En aquel momento, los odiaba
con toda el alma.
Su pistola bólter hablaba por él y su rugido se unía al de sus
hermanos para crear una ola ardiente de desafío. El aire estaba
cargado con la intensidad del intercambio de fuego, pero los
Salamandras estaban perdiendo. —¡No podemos quedarnos aquí!
—Incluso a través del comunicador, Xen tuvo que gritar para que
lo oyeran.
Transcurrieron unos segundos hasta que se produjo la
respuesta de Zandu.
—Sí. Tenemos que salir de este cordón.
Un proyectil impactó contra la hombrera de Xen, quien vio con
el rabillo del ojo cómo derribaban a otro legionario Salamandra.
Pese a que los lanzallamas de Varr estaban manteniendo a
raya al Mechanicum, la amenaza real eran los Hijos de Horus,
quienes contaban con la superioridad numérica y una formación
establecida.
—Trae a Varr hasta aquí —ordenó Xen—. Que cubran a esos
traidores con la llama de Vulkan y los atacaremos mientras arden.
—Entonces no habrá nadie para detener a los Mechanicum
que atacan la barricada. Nuestros hermanos…
—¿Morirán? Ya están muriendo —dijo Xen, aunque algo en la
voz de Zandu lo detuvo. No era el miedo, sino algo parecido. El
vexiliario se arriesgó a echar un vistazo al sargento, quien se había
detenido y parecía haberse quedado mirando la nada de forma
inexplicable.
Las llamas de la explosión de promethium se habían
adentrado en el puesto de avanzada y unos zarcillos de naranja
brillante habían empezado a consumir a los renegados que
seguían luchando, casi invulnerables dentro de su armadura.
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—¡Hermano sargento! —espetó Xen a través del comunicador.
No obstante, Zandu ya no estaba allí; se había perdido en su
propia oscuridad.
El hombre que ardía estaba de pie frente a Zandu, con su armadura en
llamas y sus ojos como fosos de fuego infernal.
Zandu intentó hablar, pero tenía la garganta tan seca que solo pudo
emitir un gruñido áspero. Allí estaba la muerte, la conclusión, el juicio
final. Zandu estiró los brazos hacia él, hacia el hombre que ardía,
resignado a encontrarse con su destino. Sin embargo, mientras se
acercaba, otra mano agarró el guantelete de Zandu, y una marea de
llamas rodeó al hombre que ardía hasta que se perdió en medio de sus
profundidades incandescentes. —El fuego… —susurró Zandu con los
ojos muy abiertos, absorbiendo el espectáculo terrible que se
estaba produciendo.
—Así es —repuso Zeb’du Varr, entusiasmado y lanzando
descargas de promethium hacia los traidores—. Lo ves, ¿verdad,
hermano?
Zandu parpadeó como si se acabara de despertar de un sueño.
Los lanzallamas habían avanzado, tal como había descrito Xen, y
estaban desatando el infierno sobre las filas de Hijos de Horus.
—¿A quién? —preguntó Zandu cuando recobró sus sentidos y
regresó a la batalla. «¿Acaso Varr también veía al hombre que
ardía?»
Varr soltó una carcajada, un sonido malvado emitido por un
demonio.
—¡A Vulkan! —bramó—. ¡Vivo y en llamas en el fuego de la
batalla!
El fuego lo envolvía todo. Consumía. Ondulaba. Respiraba.
Cada vez que Varr veía las llamas, lo sabía. «Vulkan está con
nosotros.» Los renegados ardían. Por mucho que se resistieran al
principio, poco a poco sus formas se encogían ante la inevitable
deflagración, caían y retrocedían al cocerse en su armadura. Una
fila de lanzallamas pesados estaba de pie, estoicos delante del
enemigo, con Varr a la cabeza.
Los proyectiles de los bólters alcanzaban la armadura de los
Salamandras, y un dragón de fuego retrocedió, lo que hizo que su
chorro de llamas se desplazara a un lado e incendiara el suelo.
Otro cayó con la placa frontal quebrada y un enorme torrente de
promethium se alzó como un volcán en erupción antes de que
muriera.
Varr no se percataba de nada. Veía el fuego y sabía que este lo
veía a él. —Vulkan… —musitó, y oyó el grito de guerra de su
primarca en el rugido de las llamas.
Otra voz se interpuso en su ensimismamiento. Era el maestro
de espadas. Xen.
Una orden, su deber, aclaró los sentidos de Varr y este ordenó
a sus lanzallamas que se dispersaran como las olas de un mar de
lava.
—¡Pyrus, ataca ahora! —gritó Xen, usando el nombre de guerra de
Varr—. Abre camino…
Las espaldas blindadas de los lanzallamas pesados se
separaron para formar una brecha, a través de la cual Xen condujo
a los demás. En aquellos momentos, solo una corta distancia
separaba a las dos fuerzas de legionarios, pues los Hijos de Horus
habían avanzado al sentir que tenían la victoria a su alcance. Xen
cruzó el espacio que los separaba con sus dos espadas
desenvainadas y el estandarte de los Indemnes desplegado en su
poste atado a su mochila de energía.
La incredulidad momentánea arrebató unos segundos muy
valiosos a los renegados cuando los legionarios Salamandras
arremetieron con locura hacia ellos. Los renegados también
ardían, y la sorpresa y el desorden hicieron que algunos perdieran
su puntería. Los proyectiles de los bólters rebotaron, inútiles,
contra las armaduras de escamas de dragón, y la punta de lanza de
los Salamandras atacó directamente.
El choque fue intenso y ensordecedor. Xen partió al primer
renegado de la clavícula a la ingle con un corte cruzado de su
arma. Su bracamarte contaba con un filo de energía, por lo que ni
siquiera la servoarmadura podría proteger a sus enemigos de él.
Mató a dos más antes de que su siguiente enemigo se recuperara
de la conmoción de la batalla que afligía a los Hijos de Horus y
pudiera organizar algún tipo de defensa.
Dos espadas de acero monomolecular chocaron y empezaron
a rechinar entre ellas.
Desprovisto de su impulso, Xen se vio forzado a quedarse
plantado y luchar de verdad en lugar de apalear y cortar según
avanzaba. Si conseguían salir del cordón, los legionarios
Salamandras sobrevivirían. Si fracasaban, morirían todos. Más
Hijos de Horus se estaban dirigiendo al lugar y, pese a que la
mayoría de ellos empuñaba sus armas cuerpo a cuerpo, la presión
que ejercía su superioridad numérica y su habilidosa agresión
acabaría por poder con los Dragones de Fego si no conseguían
avanzar.
Una lucha de desgaste convenía a la XVIII Legión, solo que no
contra tales números.
Xen desvió la espada del guerrero para salir del punto muerto
y usó su segunda arma, una spatha serrada, para cortarle la mano
al renegado por la muñeca. Una estocada rápida al pecho acabó
con su vida y el Salamandra continuó abriéndose paso a través del
enloquecido torbellino de cuerpos.
Zandu estaba cerca. Pese a que Xen podía oírlo pelear, no veía
mucho más que la fuente de sangre y la niebla sofocante del
combate cuerpo a cuerpo. La situación se tornó fea rápidamente, y
la habilidad con la espada pasó a tener poco valor cuando el
combate se convirtió en una aglomeración de estocadas y
mazazos.
Aquello no le importaba a Xen. Conocía todos los modos de
pelear y matar que existían. Daba estocadas, tajos y cortes, dejaba
a algunos malheridos y a otros muertos, pero siempre continuaba
abriéndose paso para poder alcanzar la parte trasera de las filas
de los enemigos y aprovechar la oportunidad de sobrevivir que
aquel triunfo les proporcionaría.
—¡Vulkan! —rugió, y oyó cómo sus hermanos repetían su
ferviente grito de guerra.
Xen sintió el calor de la matanza. Nublaba el aire y lo volvía
sangriento y espeso.
—¡Vulkan! —bramó de nuevo, y sintió cómo una ira bestial se
alzaba en su interior. Los lanzallamas ya habían llegado a su
posición, pues Varr había apresurado a sus guerreros para que no
quedaran atrapados.
—Son tantos, hermano… —musitó Zandu en el comunicador
con la voz ronca por la batalla. Al menos parecía haber vuelto en
sí. Xen aún no podía verlo, pues había demasiados legionarios de
armadura verde y negra que intentaban matarlo. Aun así, podía
responder.
—Nuestra legión siempre ha triunfado contra todo
pronóstico… ¡Vulkan!
Un grito resonó por el campo de batalla, aunque provenía de
menos voces. A Xen le dolían los músculos y sus corazones le
retumbaban en el pecho, pero el empuje de la carga casi se había
agotado, por lo que el atisbo de esperanza hacia el que se dirigía
se estaba desvaneciendo de forma inexorable.
—¡Vulkan! —volvió a gritar, no con triunfo ni desafío, sino con
desesperación.
Esperaba que los muertos pudieran oír su súplica. Esperaba
que los muertos pudieran ayudarlos.
Una cañonera voló bajo, con sus bólters pesados disparando sobre
las filas de renegados.
Destrozó la parte trasera de las fuerzas de los Hijos de Horus,
derribó guerreros y los hizo saltar por los aires. La nave se movió
con rapidez, con las turbinas rugiendo, para evitar un enjambre de
misiles que la perseguía por las nubes.
A los renegados les estaba costando contraatacar el repentino
asalto aéreo y habían dirigido sus armas pesadas hacia el
Tunderhawk que se estaba preparando para otra pasada. Pese a
que se dispersaron para evitar el fuego, el daño en las filas de
Hijos de Horus ya era grave.
Obek avanzó por los restos de la matanza de la cañonera y
despachó a los heridos con una letalidad gélida. Qué rápido
podían cambiar las tornas… T’kell se había recuperado lo
suficiente como para unirse a la lucha y lo hacía con una furia que
desentonaba con la frialdad de su entrenamiento marciano. La ira
los había poseído a ambos y avanzaron con paso firme a través de
los muertos y los moribundos. Al poco tiempo, dejaron de
sacrificar a los heridos y volvieron a enfrentarse a enemigos
capaces de luchar. Sin embargo, cuando se produjo el golpe que
derribó a Obek, este no lo vio venir.
Xen sabía que iba a morir en aquel agujero endemoniado. Un
páramo irradiado no era el lugar apropiado para que un guerrero
perdiera la vida, y se llenó de furia ante la injusticia que aquello
representaba. El grupo de renegados se estaba concentrando,
como un verdugo que preparaba al condenado antes de acabar con
él. El filo de una espada sierra le golpeó en la hombrera con tanta
fuerza que le sacudió el hombro y le hizo bajar la guardia.
«Este es el fin. Maldito seas, Zandu. Por tu debilidad, por tu…»
El fuego de unas descargas iluminó la oscuridad de repente a
través de la tormenta. Golpeó a los renegados por la espalda, lanzó
sus cuerpos al aire y destrozó la tierra. Se produjo un temblor
entre los guerreros enemigos, la reacción instintiva de una
criatura herida y en busca de venganza.
El grupo se había desperdigado; Xen podía ver la luz entre
ellos. Derribó al legionario de los Hijos de Horus más cercano,
rompió la horca y se llevó a sus hermanos con él. Los renegados
retrocedieron ante semejante ferocidad. La cañonera había vuelto,
al igual que su gemela, y ambas dispararon a los Hijos de Horus
desperdigados.
Xen siguió luchando. Le cortó el brazo a otro traidor y empaló
a uno más. Los dejó heridos de muerte antes de continuar.
Matarlos no importaba, solo la supervivencia.
«Hemos estado sobreviviendo desde que empezó esta
guerra.»
Zandu aprovechó un pequeño respiro entre los dragones de
fuego supervivientes para darle alcance y señaló las cañoneras.
—Dad la señal de retirada. Saldremos de aquí con los
Tunderhawks. Xen se mordió la lengua y obedeció.
Varr ancló la retirada con un muro de fuego para mantener a
los renegados desperdigados.
Antes de alcanzar las cañoneras, que ya estaban recibiendo
disparos, Xen vio que Zandu había vuelto atrás para buscar a
alguien. Se trataba de T’kell, que estaba inconsciente, y su salvador
lo arrastraba del tobillo, disparando de forma indiscriminada
hacia atrás.
—¿Y el Portador del Fuego? —preguntó Xen, lanzando al
Maestro de la Forja a bordo de la nave.
Zandu negó con la cabeza.
—¿Ha muerto? —Xen no se lo podía creer.
—No lo sé.
Era la verdad. Cuando se estaban retirando, Zandu había visto a
T’kell, pero no al hermano capitán Obek.
De pie en el sotavento de la trampilla de tropas abierta del
Tunderhawk, Xen intentó volver al campo de batalla, pero Zandu
lo detuvo. —Es demasiado tarde, hermano. Si volvemos,
moriremos.
—Entonces, que así sea. Es nuestro capitán.
Xen miró hacia donde Zandu estaba apretando la mano contra
su pechera, y luego de nuevo hacia el hermano sargento.
—Es nuestro capitán —dijo lentamente y en voz baja.
—Ya han muerto muchos.
Xen se echó atrás y Zandu lo soltó.
Varr y su escuadra casi habían llegado a las cañoneras. Los
chorros de promethium cada vez más débiles que salían de sus
lanzallamas indicaban que sus tanques estaban casi vacíos. De los
diez legionarios que formaban la escuadra, solo quedaban seis.
Dos de ellos estaban sujetando a un tercero mientras lanzaban
llamas y arrastraban a su hermano herido hasta la bodega.
Zandu dio la orden, y las cañoneras empezaron a elevarse.
Cuando la trampilla de tropas se cerró, la oscuridad se cernió
sobre el lugar y Xen habló hacia el muro vacío y sin sentimientos
de la bodega.
—Si sigue con vida, volveremos a por él.
Zandu asintió, con los puños apretados por la ira y la
impotencia. Sentía el sabor de la sangre en la boca, y pensó que
quizá se había mordido la lengua durante la batalla hasta que
sintió unas gotas que le caían de la nariz y mancharon la placa
frontal de su casco. Entonces supo que no había sido así.
Sus lentes crepitaron por la estática. Lo habían estado
haciendo durante la batalla y antes también. El indicador de
integridad pasó de verde a rojo y permaneció en aquel color.
SIETE
El adepto
Obek se despertó e intentó distinguir todo lo que pudo entre la
oscuridad de su encierro. La sala en la que se encontraba era
pequeña y debía estar bajo tierra, pues la luz era artificial y el
ambiente estaba cargado. Los muros no tenían ningún adorno y
estaban hechos de un metal insulso. En un acto reflejo, estiró la
mano para tocar el casco que ya no estaba allí. —No te molestes —
dijo una voz que provenía de entre las sombras. La persona que
había hablado avanzó unos pasos, también sin casco, y un rostro
curtido decorado con tatuajes de Cthonia quedó revelado bajo la
luz tenue de una tira de lúmenes que colgaba del techo—. Esta sala
está protegida contra la radiación, no necesitas tu armadura.
Su armadura estaba grabada con cicatrices, no como las
rituales que los Salamandras solían llevar en la piel, sino de las
que se ganaban en combate. Unas manchas puntiagudas y
plateadas marcaban el color verde y negro de su legión, que ya
estaban sucios. Marcas de muerte que proclamaban un legado de
guerra y matanza.
—¿Cuántas de esas son de mis hermanos? —preguntó Obek,
quien se había percatado de repente de que estaba sentado y
atado.
El legionario de los Hijos de Horus observó las marcas que le
habían llamado la atención al dragón de fuego.
—Unas cuantas. —Su respuesta no mostraba ningún tipo de
malicia ni sadismo, sonaba casi arrepentida. Aun así, la espada en
la mano del legionario sugería que no estaba dispuesto a ver el
error de sus actos y rendirse.
—¿A cuántos has disparado o apuñalado por la espalda?
El guerrero le devolvió la mirada al Salamandra y Obek vio
una frialdad en sus ojos que indicaba que aquel legionario ya
había dejado atrás el orgullo o el remordimiento. No conseguiría
provocarlo.
—A unos pocos.
—¿Qué quieres de mí? ¿Por qué estoy aquí?
El Hijo de Horus miró a su presa desde arriba.
—No para matarte —repuso, antes de mirar su cuchillo. La
hoja estaba desgastada y el metal teñido de negro—, aunque
parezca lo contrario. Me han pedido que no te mate. Al menos, no
por ahora.
—¿Quién eres, legionario? ¿Sabes que estás hablando con un
hermano capitán?
—Soy Rayko Solomus, y sí, lo sé. Es por eso que no te
deshonraré al preguntarte qué estáis haciendo en este planeta
ahora. Una vez empecemos —continuó—, intentarás contener tus
gritos con todas tus fuerzas, pero quiero que sepas que no hay
nada de vergonzoso en gritar, no en este foso. Ningún miembro de
tu legión podrá oírte. Ningún miembro de tu legión vendrá a
salvarte.
Obek esbozó una sonrisa a pesar del dolor de sus heridas de
batalla. —No importará. No diré nada, y tú no habrás cambiado
nada. La lucha continuará sin mí.
En aquel momento, Solomus dijo algo que apagó las llamas de
la sangre de Obek al convertirla en hielo en sus venas.
—La guerra ha terminado, hermano. Terra ha caído. Horus ya
ha ganado.
•••
El adepto observó al prisionero y al guarda con ojos fríos y
mecánicos. Habían transcurrido varias horas desde que había
comenzado el interrogatorio en el foso y Regulus había apagado la
transmisión de audio dentro de la pequeña sala de observación.
Solomus había tenido razón: el legionario Salamandra había
intentado no gritar. Aun así, lo más impresionante de todo era que
lo había conseguido. Fuera cual fuese el dolor físico que su
torturador pensara infligir, el tal Rahz Obek tenía una respuesta
para él.
—Siempre he admirado la tenacidad de la Decimoctava Legión
—dijo Regulus, con su voz mecánica surgiendo de la capucha de su
túnica negra, que era tan profunda que no mostraba ni un atisbo
de su rostro y lo suficientemente voluminosa como para solo
sugerir un indicio de forma humanoide bajo ella.
A pesar de ello, Regulus había trascendido la forma humana y
la propia humanidad hacía mucho tiempo. Los brazos de
mecadendritas que salían de un hueco de su túnica y que había
cruzado tras su espalda eran testigo de ello.
—Es un riesgo dejarlo con vida —dijo Vosto Kurnan, ataviado
en su armadura de los Hijos de Horus desgastada por el combate.
Llevaba barba recortada a ras y el cuero cabelludo rapado. Se
había afeitado Ojo de Horus en su sien izquierda y el único tatuaje
tribal que mostraba era una serpiente que se retorcía sobre su ojo
izquierdo.
Regulus esbozó una sonrisa bajo su capucha y sus dígitos de
metal brillante repiquetearon contra el bastón de marfil que
sostenía en su mano derecha.
—Las grandes recompensas conllevan grandes riesgos,
legionario capitán. —Ya había pronunciado aquellas palabras en
otra ocasión, aquella vez al mismísimo Fabricador General de
Marte, Kelbor Hal. Había sido tan cierto entonces como lo era en
aquel momento, y el recuerdo de la conversación y de lo que había
sucedido poco después le provocó un escalofrío de placer a través
de su campo eléctrico—. Al igual que las Cámaras de Moravec, el
arsenal del Señor de los Dragones albergará muchos secretos.
—Ahórrate el sermón. Solo seré optimista cuando estemos en
la cámara y la hayamos saqueado.
Regulus dejó de repiquetear los dedos y oyó que Kurnan
relajaba la mandíbula un poco.
—Pareces escéptico…
—Deberíamos darles caza.
—¿Una presa herida es una presa peligrosa? —Regulus
escudriñó al legionario Salamandra a través del cristal blindado
tintado.
—Exacto.
—¿Y cómo son tus heridas, legionario capitán?
Kurnan frunció el ceño.
—¿Qué? —Movió la mano de forma instintiva hacia el gladio
envainado en su cintura.
—Quiero decir —elaboró Regulus—, ¿a cuántos hombres
perdiste cuando escaparon los Salamandras? Explícame algo, ¿es
más difícil luchar contra un enemigo que no te da la espalda y a
quien solo superas en número por un poco y no en exceso?
—¡Cómo osas…! —rugió Kurnan.
—Las sustancias químicas están llenando tu flujo sanguíneo
—dijo Regulus— porque tu biología tan bien afilada reacciona a tu
ira. El gladio que llevas está cuatro dedos fuera de su vaina, pero
no harás nada. —¿Cómo puedes estar tan seguro?
—Porque tengo todo el poder aquí. Solo quería recordártelo.
Las sombras de la cámara de observación se volvieron rojas
tras las palabras del adepto y el rugido de servos de una presencia
mecanizada sonó a sus espaldas.
Si bien Kurnan deslizó su gladio de vuelta a su vaina, la ira
disminuyó con mayor lentitud. Regulus lo notaba en el repentino
aumento de testosterona en el ambiente. Ritmo cardíaco,
temperatura, transpiración superficial… El adepto había
construido un mapa biológico completo del estado emocional de
Kurnan en cuestión de segundos. Sabía lo que el legionario iba a
hacer incluso antes que él.
—Mide bien tus palabras, adepto —dijo Kurnan, volviéndose
para abandonar la sala. Echó un vistazo al enorme autómata de
p
batalla Castellax que Regulus usaba como guardaespaldas y la
máquina no mostró ninguna respuesta más allá de la amenaza
incipiente de sus armas formidables y el brillo inquebrantable del
sensor rojo de su servocráneo, colocado en un hueco de su cabeza
con forma de cúpula. Una marca de fábrica se había grabado con
vapor en gótico vulgar sobre su caparazón y rezaba «Kronus VI».
Un sonido que parecía una carcajada salió del modulador de
voz de Regulus ante la amenaza de Kurnan.
—Es una forma de hablar —dijo, colocándose el casco.
—Lo sé.
Cuando Kurnan se marchó, Regulus devolvió su atención al
legionario Salamandra que se encontraba bajo el delicado trato de
Rayko Solomus. —Creo que ya has sufrido suficiente —murmuró
para sí mismo, pues el Castellax situado detrás de él permanecía
frío e impasible—. Veamos lo que Solomus ha conseguido arrancar
de ti.
Obek conocía el dolor. Lo conocía tan bien como la sensación de la
empuñadura de su espada o de la culata de su pistola bólter, por lo
que el dolor de una hoja caliente sobre su piel o de una fractura en
sus huesos no le preocupaba mucho.
Aun así, casi no se percató de la llegada de un extraño que
entró en la cámara.
Se trataba de un adepto del Mechanicum, vestido con una
túnica oscura y que portaba un bastón de marfil con una calavera
en el extremo superior. Sus dedos, si es que podían considerarse
como tal, eran más unos apéndices larguiruchos y arácnidos que
algo remotamente humano. Incluso su voz parecía ser una
imitación.
—Ya puedes parar, legionario —ordenó con una cadencia
tranquila pero mecanizada.
Solomus alzó la vista ante la interrupción, se detuvo y empezó
a recoger sus numerosos cuchillos de forma meticulosa. Había
manchas de la sangre de Obek por toda su armadura, los testigos
de una tarea llevada a cabo con diligencia, por mucho que hubiera
fracasado.
—¿Quién eres? —gruñó Obek a través de sus labios
ensangrentados—. ¿El que promete que puede acabar con el dolor
si le cuento todo lo que sé? —Soltó una carcajada a pesar del dolor
—. Lo que sé no os ayudará —continuó tras dirigirle una mirada a
Solomus, quien se había apartado del camino del adepto de túnica
oscura—. Nos teníais rodeados, contabais con mayores números
que nosotros, y, aun así, no conseguisteis matarnos. ¿Qué os hace
pensar que lo conseguiréis la próxima vez, ahora que sabemos que
estáis aquí?
Si bien el rostro del legionario permanecía impasible, Obek
vio el temblor de la ira en su mandíbula y celebró aquella pequeña
victoria en silencio.
—Así que, ¿por qué no matarme ya?
El adepto se acercó a él, casi arrastrándose en vez de caminar,
aunque Obek no podía ver ningún indicio de locomoción por culpa
de la larga túnica. Pese a que su rostro también estaba oculto bajo
una gran capucha, algo brillaba en las profundas sombras bajo
ella, algo que podrían haber sido los ojos del adepto.
—¿Qué te ha preguntado? —se limitó a inquirir el adepto.
Obek solo frunció el ceño, lo que formó unos pliegues
alrededor de la sangre de su rostro. El adepto volvió a repetir la
pregunta.
—¿Qué preguntas te ha hecho? Me gustaría saberlo.
Obek torció el gesto e hizo un ademán hacia el panel vacío tras
el que sabía que acechaban sus captores.
—¿No estabas escuchando?
—Prefiero observar sin audio.
El Salamandra hizo una mueca, pues el aprieto en el que se
encontraba relajaba su comportamiento, que solía ser estoico.
—No me digas que te parece de mal gusto.
—No me parece ni una cosa ni la otra. Mi preferencia se basa
en el método más eficiente de recabar datos. Lo que se queda por
decir o por expresar puede ser más importante que lo que se
revela bajo la tortura. —Fascinante.
—Tomo nota de tu sarcasmo.
—Bien hecho.
Una espada delgada de mecadendrita salió del interior de la
túnica del adepto.
—Para responder a tu primera pregunta, soy Regulus,
emisario marciano del Señor de la Guerra, entre otras cosas.
También tengo una promesa para ti o, para ser más preciso, una
propuesta. Pero primero responde a mi pregunta: ¿qué preguntas
te ha hecho?
Obek se reclinó en su asiento. Pese a que las ataduras de sus
muñecas y tobillos estaban tirantes, aún resistían.
—Ninguna.
—Así es. Tenías razón una vez más, legionario. Nada que
puedas saber nos será de ayuda. Solo quería que Solomus te
hiciera daño, verte sufrir. Estoy recabando datos sobre el dolor, en
especial aquel que experimentan los transhumanos. Quiero que
sepas que eres muy valioso para mi investigación, aunque ese no
es el único motivo por el que te mantenemos con vida.
—¿Eso debería hacerme sentir mejor?
Más sarcasmo. Obek había decidido que la tortura tenía ese
efecto en él. Xen estaría orgulloso de él, si es que seguía con vida.
El adepto no contestó, sino que se volvió hacia Rayko Solomus.
—¿Puede caminar?
—Ahora mismo no. Si le damos tiempo, sanará.
Regulus asintió.
—No importa. Kronus lo llevará.
—¿Vamos a alguna parte? —preguntó Obek.
—He dicho que tenía una propuesta para ti —repuso el
adepto, y se produjo un breve destello de luz en el sensor que
Obek podía ver en aquel momento bajo la capucha negra. Pese a
que no sabía nada sobre los impulsos emocionales de los
miembros del Mechanicum, si es que tenían algunos, habría jurado
que le había parecido un gesto de diversión.
Kronus arrastró a Obek en vez de cargarlo desde su celda. Sus pies
con armadura dejaron surcos en la tierra al principio, antes de
rozar contra el metal cuando el terreno cambió. Había estado
medio consciente durante todo el viaje, pues el dolor de sus
heridas se acabó revelando después de que lo hubiera resistido
para no mostrar debilidad a sus interrogadores.
Tras volver en sí una vez más, Obek se percató de que el
ambiente había cambiado. Ya no era el hedor cargado y
subterráneo que había experimentado en la celda, sino que olía a
aceite y máquinas. Notó un temblor en el suelo metálico bajo sus
pies y oyó zumbidos en los muros, por lo que supo que todavía se
encontraban bajo tierra.
Cada pocos metros conseguía dar un paso, pues trataba de
evaluar la fuerza de sus piernas y la rapidez con la que su
fisiología mejorada le estaba sanando las heridas. Era demasiado
lento como para intentar escapar de aquel lugar. Pese a que estaba
a solas con el cibernético y su amo, quien avanzaba a hurtadillas
delante de ellos, se veía sobrepasado. Había visto a autómatas de
batalla Castellax en acción durante la Gran Cruzada, antes de la
guerra. El que lo arrastraba en aquel momento parecía ser una
modificación de las versiones que había visto en otras ocasiones y
contaba con un puño de combate en el brazo derecho con dígitos
articulados con precisión que parecían ser tan diestros como
cualquier mano humana. El brazo derecho terminaba en una
sierra circular unida a su núcleo de reactor principal. Un bólter de
doble cañón sobresalía de una montura sobre su hombro derecho.
Ante un enemigo como aquel, le habría convenido más empuñar su
arma secundaria, si aún supiera dónde se encontraba, ponérsela
en su propia frente y apretar el gatillo.
Obek encarnaba el pragmatismo típico de los Salamandras
tanto como cualquier otro legionario de la Decimoctava, y en aquel
momento le estaba diciendo que dejara que lo arrastraran y que
averiguara qué era lo que el loco de la túnica negra quería
mostrarle.
No tardó mucho en descubrirlo.
El adepto soltó un exabrupto de sonido de máquina, y el
Castellax se detuvo en el mismo instante que su amo.
A pesar del ruido de fondo y del temblor constante en el
metal, el lugar estaba prácticamente a oscuras, y Obek se sentía
demasiado débil como para levantar la vista de todos modos. Lo
único que podía ver era el metal y el rastro de sangre que había
dejado a su paso.
Tras otra orden en binárico, el Castellax agarró a Obek
alrededor de la mandíbula.
—Has decidido matarme después de todo —rugió el
Salamandra, preparando los músculos, listo para morir luchando.
—No —musitó Regulus—. Le he ordenado a Kronus que te
levante la cabeza. Deja de resistirte y mira.
Obek hizo lo que le pedía el adepto. A pesar de que la
oscuridad le hacía difícil saber dónde se encontraban
exactamente, se percató de que habían llegado al umbral de un
lugar totalmente diferente.
El chirrido y el repiqueteo de las mecadendritas rompió el
silencio cuando Regulus interactuó con una consola de control
situada en uno de los muros. Los globos de fósforo cobraron vida
con un susurro enfadado de ignición y una luz intensa llenó la
cámara poco después.
Obek parpadeó para disipar el fosfeno que se había grabado a
fuego en sus retinas y vio al fin lo que el adepto quería mostrarle.
Una puerta, una puerta inmensa e inexpugnable cuya
elegancia indicaba que tenía que haber sido creada por un
primarca. Su primarca. El icono del Señor de los Dragones y de su
legión estaba grabado en ella, hundido en el metal. Austero,
formidable. A través de las fauces llenas de colmillos, Obek vio un
vacío, un mecanismo de diseño esotérico.
—Mi propuesta es la siguiente —dijo el adepto—: abre esta
puerta y dejaré al resto con vida.
Estaba allí. El Mechanicum la había encontrado, solo que no
podían entrar en ella.
«La Forjada», pensó Obek.
OCHO
Retirada hacia el polvo
Un humo espeso salía de los motores de la cañonera que lideraba
la formación. Se desprendía de él, atrapado en la corriente de
retorno, y se esparcía por el segundo Tunderhawk en una nube
turbia.
Zandu intentó no pensar en cuánto tiempo podrían seguir
volando. Habían recibido impactos de los renegados durante la
evacuación. Cada alarido aberrante que producían las turbinas le
producía un nuevo presentimiento de un aterrizaje forzoso
violento y en llamas. Estaba en un bloque de observación lateral,
buscando un lugar en el que aterrizar antes de que se vieran
forzados a hacerlo.
—Allí —le transmitió al piloto tras señalar a una plataforma
elevada de tierra alrededor de la cual los restos de la ciudad
muerta se habían erosionado.
Un remolino de polvo rojo anunció la llegada de las cañoneras.
En medio de su reconstrucción, la calamidad atómica que hubiera
caído sobre aquel mundo había derribado los esfuerzos parciales
de los trabajadores nativos y había dejado una ruina esquelética a
su paso, que en aquel momento estaba cubierta de flora indígena.
Las plantas enredaderas habían engullido la mayor parte de la
carcasa de ferrocemento y una cantera poco profunda albergaba
cajas de municiones, la mayoría de las cuales estaban vacías o
destrozadas. Los bordes chamuscados de un búnker del tamaño de
un hangar delimitaban una zona de piezas de aviación rotas, y
había torres, silos y máquinas oxidadas. Aquel lugar había sido un
manufactorum, uno bastante grande, dedicado a la producción en
masa de equipamiento bélico. Aquel mundo había entablado una
guerra contra sí mismo, una guerra independiente del combate
por la galaxia.
La radiación saturaba el aire, por lo que, cuando los
legionarios Salamandras desembarcaron, todos portaban cascos y
quedaban protegidos en su armadura sellada herméticamente y
sus sistemas de filtración atmosféricos.
Varr había empezado a asignar centinelas, y Zandu y Xen se
encontraron en medio de la plataforma, un poco más allá de la
zona de aterrizaje. En el fondo, los pilotos tecnomarines
comenzaron el arduo proceso de reparar las cañoneras. Ambas
habían sufrido daños graves, pues la armadura de sus flancos
había sido penetrada por proyectiles y estaba llena de metralla.
Incluso si lo hubieran querido, los Salamandras no podrían volar
hasta la atmósfera, por lo que hicieron lo que pudieron por
esconder la presencia de los Tunderhawks con la flora que tenían
a mano. Por el momento, al menos, el Cáliz de Fuego estaba lejos de
su alcance. Y lo que era peor aún, T’kell seguía inconsciente y lo
habían dejado en la bodega de una de las cañoneras con dos
miembros de la escuadra de Zandu para que lo vigilaran.
Zandu avanzó hasta el borde de la colina y observó el paisaje,
como si fuera a encontrar las respuestas a sus dificultades en
algún punto del horizonte. Pero lo único que vio fueron sombras
iluminadas por los relámpagos y la silueta de una tierra muerta
hasta tal punto que nunca podría restaurarse.
—Necesitamos a Krask —dijo Xen con una impaciencia tan
clara como su ira.
Zandu asintió.
—El comunicador no funciona. Incluso si pudiéramos llegar al
Cáliz de Fuego, necesitaría varias horas para aterrizar en el planeta.
Tenemos que usar el tiempo para reagruparnos y consolidar
nuestras fuerzas. Si somos imprudentes, nuestra supervivencia no
habrá servido de nada.
—Y si nos quedamos quietos, vendrán y nos matarán en estas
ruinas. —Sea como sea, no podemos ir a ninguna parte aún. Nos
mantendremos ocultos, observaremos a quienes se acerquen y
atacaremos solo si es necesario.
La acusación que había insinuado el tono de voz de Xen no se
manifestó hasta que no se pudo ignorar durante más tiempo.
—¿Qué pasó en el campamento? Te quedaste… inutilizado. No
puedo pensar en otra palabra para describir lo que vi. Un error
como…
Si bien Zandu apretó el puño con un rugido de servos, su
frustración estaba dirigida hacia sí mismo.
—Lo vi otra vez —susurró, como si decirlo en voz alta fuera a
hacer que se manifestara la aparición de sus sueños—. El hombre
que arde. Desde lo de Vulkan, desde…
Xen se acercó al otro legionario.
—A todos nos ha afectado su muerte, hermano. Pero casi
morimos por tu culpa. Si nos hubiéramos quedado allí…
—Sé lo que hice.
—El hombre que arde es… No es real, Zandu. Es un producto
de tu imaginación.
El sargento se volvió ligeramente.
—¿Sabías que lo había visto?
—Te oí durante la batalla.
—Vulkan misericordioso…
—¿Fuiste un psíquico antes de Nikaea? No lo sabía.
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Zandu negó con la cabeza.
—Es más como una premonición.
—¿De la muerte?
—De algo de lo que no puedo huir.
—¡Entonces acéptalo! No puedes permitirte dudar. Los
renegados vendrán a por nosotros —dijo Xen—. Debemos estar
preparados.
—Tal vez. Pero les hicimos daño. Varr les hizo daño.
—¿Tu premonición es lo mismo que le ocurre a ese pirómano?
Zandu se permitió echar un vistazo hacia Varr. Había extraído
el promethium que les quedaba, lo había puesto en cuatro
contenedores y estaba comprobando los lanzallamas para ver cuál
de ellos resultaba el más eficaz. Se le iluminaron los ojos detrás de
las lentes al observar la pequeña llama azul. —¿Qué crees que ve
él?
—Dice que a Vulkan.
—Zau’ull ve a Vulkan, pues él es Igniax. Creo que Varr está loco
y ya. —Es uno de nosotros.
—No he dicho que nosotros no estemos locos.
Xen soltó una carcajada, a pesar de que el humor parecía poco
apropiado en aquellas circunstancias, y su alegría se desvaneció
rápidamente ante la fría necesidad.
—¿Y qué hay de la Forjada? Es probable que se trate de un
lugar defendible, y al ser una de las armerías del primarca seguro
que contiene armas y munición. Será mucho mejor que esta ruina.
—No es mala idea —dijo Zandu hacia la oscuridad—, pero
¿cómo la encontraremos?
—Revivimos a T’kell.
—Tampoco estoy muy seguro de cómo hacer eso. La última vez
que lo vi seguía inconsciente. Incluso si pudiéramos, no me
gustaría conducir a los Hijos de Horus o al Mechanicum hasta la
Forjada. Debe ser por eso que se encuentran en este planeta. No
tendrían motivo para no matar al hermano capitán Obek, si es que
sigue con vida.
—Aún vive.
Ambos se volvieron al oír la voz mecanizada de T’kell.
—La interfaz biológica de su traje sigue en marcha. Si se la
hubieran retirado, no estaría en marcha. Si hubiera muerto, no
estaría en marcha. Lo está, así que sigue con vida.
Zandu inclinó la cabeza.
—Padre Forjador…
—Gracias a Vulkan que estás despierto —dijo Xen con otra
reverencia.
—Por mucho que quisiera decir que mi mejoría se debe a la
voluntad de nuestro difunto padre, me atacó un código de
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máquinas malicioso. Necesitaba tiempo para extirparlo.
Zandu le dio un apretón en el antebrazo al tecnomarine.
—Tu regreso es la voluntad de Vulkan, hermano.
Sin embargo, T’kell fue demasiado lento en devolverle el gesto
a Zandu.
—¿Estás bien? —preguntó Zandu.
—Cansado, pero no pasa nada.
—Si Obek sigue con vida, no tenemos otra opción —dijo Xen
—. Debemos atacar.
Zandu soltó a T’kell, pero apoyó una mano en su hombrera.
—¿Ocurre algo más?
El tecnomarine asintió lentamente.
—Los renegados han encontrado la Forjada. Está bajo su
campamento.
Zandu frunció el ceño.
—¿Lo sabías?
—Sabía que estaba cerca, pero no su localización exacta. La
pude sentir en cuanto me acerqué al campamento. Esta carga ha
sido mía desde antes de Isstvan. Esperaba que no tuviera que ser
así. Esperaba que Vulkan volviera y cambiara de idea. Esperaba…
—Suspiró profundamente, y quedó claro que su humanidad seguía
siendo parte de él—. Esperaba muchas cosas que no han acabado
sucediendo.
—Si está aquí, tenemos que arrebatársela a los renegados —
dijo Xen. T’kell se apartó del agarre de Zandu.
—Ya no podemos usar la Forjada. Incluso si matamos hasta el
último traidor de este mundo, ya no es un lugar seguro. Tenemos
que destruirla o, al menos, destruir lo que contenga.
—En ese caso, tenemos una misión diferente —dijo Zandu—.
Rescataremos al capitán Obek, mataremos a tantos como podamos
y saldremos de aquí.
—Estoy de acuerdo —afirmó Xen—. Pero, aun así, necesitamos
a Krask. Heridos o no, los Hijos de Horus prefieren la muerte a la
rendición. —El comunicador sigue inutilizado —dijo Zandu.
—Lo arreglaré y pediré refuerzos —dijo T’kell—. Ambos
Tunderhawks también necesitarán reparaciones si queremos que
lleguen a la atmósfera superior. Necesitaré tiempo. Sugiero que te
mantengas alerta, hermano sargento Zandu.
T’kell se marchó para ir con los pilotos, quienes ya habían
empezado la ardua pero vital tarea de poner parches y sellar la
armadura de los Tunderhawks.
En cuanto el tecnomarine se hubo alejado lo suficiente, Zandu
habló por el comunicador personal de Xen.
—¿Te ha parecido extraño?
—No más que cualquier otro hijo de Marte.
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—Es hijo de Vulkan antes que nada.
—Sea cual sea su primera lealtad, sigue siendo tan frío como
un invierno nuclear.
Cuando Xen empezó a alejarse, Zandu estiró la mano para
sujetarlo del brazo.
—Vigílalo, hermano.
Xen miró a Zandu y luego a T’kell antes de devolverle la
mirada. Comprendió la situación y asintió.
La inquietud se había abierto paso en la sangre de Xen.
Si bien había vigilado a T’kell como le habían pedido, una vez
se hizo aparente que no le iba a ocurrir nada al Padre Forjador o a
sus hermanos, Xen buscó otras distracciones. Por tanto, mientras
el resto se quedaban de vigías, ayudaban con las reparaciones o
limpiaban sus armas, él buscó un lugar tranquilo entre las ruinas
para practicar con sus espadas.
Ya había limpiado sus dos espadas y las había afilado durante
su turno de guardia, por lo que, cuando Xen desenvainó ambas
armas, estas relucían como escamas de dragón pulidas y llamas
vibrantes, y su metal tenía el color del jade y del ámbar
respectivamente.
—Drakos, Ignus.
Las nombró en voz alta como parte de su ritual.
Xen sabía cómo empuñar todo tipo de armas, pues su
habilidad se extendía a todas ellas: espadas, lanzas, hachas… En su
mano las sentía algo más natural que un guantelete, más familiar
que su propio rostro. Aun así, Drakos e Ignus… eran espadas sin
parangón. Las había forjado con sus propias manos; la spatha
serrada era Drakos y el bracamarte de energía era Ignus.
Estaban hechas de acero monomolecular templado, forjadas
en Nocturne y enfriadas en los ríos de hielo de las montañas
Cumbre de Dragón. Ninguna de las dos espadas le había fallado
nunca. En cierto modo, se sentía más cercano a ellas que a sus
hermanos, aunque el corazón de Xen era solitario por naturaleza.
Aun así, sintió una punzada de remordimiento cuando empezó a
caminar en círculos con las espadas. Si bien Xen sabía que Zandu
albergaba dudas sobre T’kell, el Padre Forjador tenía más sangre
marciana en su interior de lo que la mayoría querrían admitir. Por
muy extraño que fuera su comportamiento, Xen nunca había
conocido a un tecnomarine que no se comportara de manera
extraña. —No soy ningún perro guardián —murmuró, y aumentó
el esfuerzo con el que rotaba sus espadas: empezó a hacerlo a más
velocidad y con unos movimientos más complejos. Le resultaba
más difícil al portar toda su armadura. Era la primera lección con
verdadera importancia que recordaba haber aprendido desde su
apoteosis. Para luchar ataviado en una armadura Mark IV, un
guerrero tenía que prescindir de varias ideas equivocadas. La
facilidad de movimiento, por ejemplo. A pesar de su concomitante
generador que llevaba a la espalda, la servoarmadura era pesada y
molesta, aunque su corpulencia otorgaba una mayor fuerza y
agresividad. Precisión, eficiencia, letalidad… Si se podía asestar un
golpe, se debía hacer que fuera crítico, o, mejor aún, letal. Las
exhibiciones eran para las jaulas, los combates de prácticas y, si se
producían en el campo de batalla, para los muertos.
Xen, a pesar de su credo de guerrero, creía que luchaba con
una elegancia y una agresividad que ningún miembro de su legión
podía igualar. Por ello, le sorprendía de verdad que nunca le
hubieran concedido el honor de formar parte de la Guardia de la
Pira.
El propio Artellus Numeon lo había visto luchar y sabía de sus
victorias durante la Cruzada. Aun así, a Xen no le había esperado
ninguna gloria al servir como mano derecha de Vulkan. En su
lugar, le habían dado un estandarte, un icono que lo ataba.
—Muestras una falta de respeto —dijo Varr desde una grúa
suspendida sobre el yermo patio en el que Xen estaba practicando
con sus espadas. «Como si pudiera oír lo que pienso…»
—¿Qué quieres, legionario?
—Tus cicatrices. Son una falta de respeto.
—También están bajo mi armadura. ¿Qué ofensa puedo haber
causado? Varr le dio un puñetazo a su propia armadura pectoral.
—Indemne —dijo, asintiendo. Había desenvainado su gladio, y
en aquel momento lo apuntó hacia Xen—. Marcado.
Xen seguía practicando, y las espadas destelleaban una detrás
de la otra: verde, rojo, verde, rojo… Drakos e Ignus en perfecta
armonía.
—Ven y habla conmigo —continuó Varr tras desaparecer entre
las sombras— si encuentras tu vergüenza y te das cuenta de cómo
nos deshonras. Puedo bautizar tu piel de nuevo.
Ambas espadas se detuvieron de repente con un chirrido de
metal enfadado. Varr se había marchado, por lo que no pudo oír la
maldición mordaz de Xen.
—Me he ganado estas cicatrices —le dijo a la oscuridad—. Son
mías por derecho. Son mi honor. ¿Por qué me convierten en un
paria?
Sin embargo, cuando la indignación desapareció y los ecos de
su declaración murieron con ella, Xen envainó sus espadas y
regresó con sus hermanos.
NUEVE
Noble sacrilegio
Zau’ull sabía que había cometido una transgresión. A solas en las
profundidades del Cáliz de Fuego, había mancillado el pacto del
guardián y había abierto el sello del repositorio.
El armarium era tan grande que podía caminar por su interior
y, tras hacerlo y atravesar la nube de presión que había emitido la
puerta al abrirse, se encontró en el interior de una cámara sin
igual.
Allí se encontraba el legado de Vulkan. Su último legado. Por
mucho que no quisiera admitirlo, aquel lugar parecía una tumba y
el ambiente olía a finalidad y fatalismo. Zau’ull había oído
rumores. Sabía que la Gorgona había muerto. Cuando Numeon y
sus hombres habían regresado después de un viaje imposible a
través de la Tormenta de Ruina, habían traído noticias funestas
con ellos. Los Manos de Hierro se habían fracturado, algunos de
ellos se habían quebrado por completo, y en aquellos momentos
solo buscaban muerte y venganza. Pese a que la muerte de Vulkan
había afectado a todos sus hijos, lo supieran estos o no, Zau’ull
esperaba que la ausencia de su padre no les llevara a la
desesperación.
—No puede hacerlo —le susurró a la oscuridad, y se permitió
encender una tenue luz. La fría iluminación que ofrecían los
lúmenes internos mostró cinco arcones de cristal oscuro y
adamantio. Suponía que se trataba de una exhibición de la
habilidad de su padre. Si bien Vulkan había decidido otorgarles
una denominación a todos ellos, Zau’ull no conocía sus nombres.
Se preguntó si el propio T’kell los conocería. Tal vez solo se les
daría nombre si se lo ganaban.
No obstante, sintió algo. Las manos del primarca habían
estado sobre aquellas armas de guerra. Algunas eran pequeñas,
incluso inofensivas en sus cunas y detrás del cristal, mientras que
otras tenían forma de instrumentos de guerra.
No había sido por disfrutar de los triunfos reflejados de su
padre, aquella no había sido la razón del sacrilegio de Zau’ull, sino
que lo había hecho por la ligera esperanza de que aquello
restaurara su fe perdida. —¿Está aquí, padre? —preguntó en voz
baja hacia las sombras, de pie en medio de la cámara falsa.
Sus muros estaban grabados con imágenes de dragones, las
feroces bestias que habitaban las profundidades de Nocturne y
que otorgaban a los Salamandras uno de sus apodos. Cada uno de
ellos tenía una expresión despiadada y no mostraba ninguna
empatía hacia el capellán caído, que estaba desesperado por
alcanzar algún tipo de apoyo espiritual.
«Eres indigno», parecían decirle.
—¡Soy el Padre de Fuego! —gritó Zau’ull y oyó que su voz
resonaba en la sala. Sonaba vacía—. Vulkan…, por favor…
No se produjo ninguna respuesta salvo el latido de la nave, que
resonaba por los muros. Incluso los globos de fósforo parecieron
emitir una luz más tenue, como si estuvieran alejando su luz de él.
Zau’ull se había puesto de rodillas sin darse cuenta y tenía la
mano extendida para tocar un panel de cristal oscuro a escasos
centímetros del artefacto que contenía.
Una época oscura se había cernido sobre ellos y sus hermanos
lo necesitaban, necesitaban su fe y su fuerza espiritual para
reconfortarse.
—¿Cómo puedo hacer eso, padre? ¿Cómo puedo ser su pastor
si ni siquiera puedo reconfortarme a mí mismo?
Inclinó la cabeza, y el dolor y la ira convirtieron sus
pensamientos en un torbellino. La mano que tenía apoyada contra
el cristal se hizo un puño, y el metal de su guantelete rascó contra
el cristal cuando juntó los dedos. —Padre…, contéstame —deseó
—. Respóndeme. Vulkan…, escucha a tu hijo. ¡Escúchame! —rugió
y alejó el puño del cristal para golpearlo, pero el crujido del
comunicador interrumpió el color rojo que había empezado a
nublar su visión.
—Padre de Fuego. —Era Krask, que lo llamaba desde el
comunicador—. Te necesitan.
Parecía providencial.
—Habla, hermano —dijo, tratando de ocultar toda emoción
residual de su arrebato de ira.
—Hemos recibido noticias del planeta, del Padre Forjador.
Señor capellán, los renegados han tomado la Forjada.
Zau’ull se puso de pie y alzó la barbilla al sentir cómo la fuerza
del propósito regresaba a él, cómo tenía algo en lo que centrar su
ira.
—Reúne a tus hombres —ordenó a Krask— y haz que el
Maestro de Naves Reyne prepare las cápsulas de desembarco. —
Por mucho que se tratase de una nave forja, el Cáliz de Fuego
contaba con herramientas de guerra—. Hemos trabajado bajo esta
maldición durante demasiado tiempo. Hemos sido Indemnes
durante demasiado tiempo. Ya es hora de que sangremos de
nuevo.
Krask se despidió tras confirmar que había recibido las
órdenes antes de que Zau’ull cerrara el canal del comunicador.
—He sufrido durante demasiado tiempo… —susurró. Estiró la
mano hacia el cristal y esperó que fuera la mano de Vulkan lo que
lo guiaba a empuñar lo que estaba contenido dentro.
DIEZ
Los Dragones de Fuego cazan
La cañonera usó la ciudad en ruinas para ocultar su descenso
mientras se mantenía alejada del alcance de los augures. Una vez
hubo llegó al punto donde no podrían detectar su presencia, el
Tunderhawk frenó y giró antes de detenerse por completo. Flotó
varios metros por encima del suelo y empujó nubes de polvo con
las sonoras turbinas que la mantenían a flote. Se abrió una
trampilla lateral, y de ella salieron cinco figuras que saltaron al
suelo antes de desaparecer entre las ruinas.
Luego la cañonera ascendió, con sus turbinas girando a mayor
velocidad, hasta encontrarse por encima de todo obstáculo. Se
activaron los propulsores y la cañonera se dirigió hacia el segundo
Tunderhawk, tras lo cual avanzaron juntas hacia el campamento,
que no estaba muy lejos en el horizonte.
—¿Cuánto falta hasta que Krask y sus exterminadores aterricen en
el planeta? —preguntó Zandu gritando a través del comunicador
para hacerse oír por encima del ruido de los motores que
resonaba por toda la bodega.
—Con las cápsulas de desembarco será pronto —repuso
T’kell, y su voz sonó como el eco del crujido de una máquina en el
oído de Zandu—. Su aterrizaje está pensado para coincidir con
nuestro asalto.
—Estamos a menos de veinte minutos de nuestro destino.
—Pues ahí tienes tu respuesta.
Zandu asintió y cambió de canal.
—Xen.
—Estamos cerca —respondió el legionario—. Hazlos sangrar.
—Tienes dieciocho minutos.
—Entendido.
El enlace se cortó y Zandu se hundió, agradecido por la
barandilla a la que se estaba agarrando. Había salido de su arnés y
estaba de pie con las botas enganchadas por magnetismo a la
cubierta. Todos lo estaban. El indicador del medidor de radiación
de sus lentes había alcanzado varios miles de rads, lo suficiente
para matar a un mortal en cuestión de horas. Vulkan no contaba
con Destructores entre sus filas, pues los había prohibido por la
destrucción que causaban dichos guerreros. No obstante, Zandu
los había visto en acción durante la Cruzada. Las armas de
radiación eran solo uno de los medios que empleaban para acabar
con los enemigos del Imperio. Por mucho que en aquellos tiempos
hubiera parecido casi necesario, en aquel momento era algo
terrible. Recordaba a un Guerrero de Hierro que acababa de
regresar del frente de batalla tras desatar fósfex y bombardeo de
radiación intenso como parte de su unidad. El legionario tenía un
aspecto lúgubre en su armadura destrozada, manchada de tierra y
ennegrecida por el fuego. Los Salamandras eran tropas de apoyo
cuyo objetivo era aliviar la carga de la guerra durante un tiempo
para que los Guerreros de Hierro pudieran reequiparse y reponer
sus suministros para otras batallas. Pese a que su alianza había
durado poco, Zandu la recordaba bien por lo que había visto
cuando el Guerrero de Hierro se quitó el casco.
Había hecho calor en aquella zona de guerra y el último tramo
había sido una selva bastante densa, de ahí que necesitaran el
apoyo de los Salamandras y sus Piroclastas. Zandu sabía que el
calor debía haber sido sofocante dentro de aquella armadura de
legionario, por lo que, cuando regresaron del frente y vieron que
el apoyo había llegado, el Guerrero de Hierro se había quitado el
casco a pesar de las moscas que picaban y del calor del ambiente,
que apestaba a sudor y sangre. El guerrero lo absorbió todo a
través de una boca con seis dientes. Los otros se habían caído, al
igual que la mayor parte de su pelo. Tenía los ojos y la piel
hundidos, y un brillo ceroso que relucía bajo aquella luz.
Había sonreído al percatarse de la mirada de Zandu, un gesto
feo que merecía que se compadeciera de él.
—Bienvenido a la guerra —le había dicho, el estertor de un
hombre condenado.
Los huesos, la carne, el pelo… Hasta la última célula de aquel
legionario había quedado irradiada, lo que acabaría siendo su
perdición. Por muy resistente que fuera un marine, no era
invencible. La mayoría acabaría muriendo de todos modos,
durante alguna batalla, pero aquel no estaba tan lejos del final de
su deber y, aun así, había regresado victorioso. Le había sonreído
una vez más cuando el legionario Salamandra no elaboró ninguna
respuesta. Una sonrisa irónica tal vez, aunque aquella imagen
lúgubre y esquelética había quedado grabada a fuego en los
recuerdos de Zandu. Volvió a su memoria en aquel momento,
mientras saboreaba la sangre que tenía en la boca y la olía por la
nariz. Un metal húmedo, como el cobre antiguo, que llenaba todos
sus sentidos y hacía desaparecer el mito de la inmortalidad.
El apotecario Fai’sho, de la escuadra de Zandu, lo miró con una
expresión dudosa que se apreciaba incluso tras sus lentes.
—¿Hermano sargento?
Zandu se esforzó por enderezarse y parecer fuerte.
—Estoy bien. Aférrate a tu propósito, hermano, la guerra
caerá pronto sobre nosotros.
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Fai’sho asintió y apartó la mirada. Zandu mantuvo los ojos
fijos en el medidor de radiación y en las insistentes advertencias
de integridad de su armadura.
«Rojo. Rojo. Rojo.»
Xen avanzó a hurtadillas por las ruinas de la ciudad muerta.
Atravesó distritos residenciales y comerciales, calles estrechas y
amplias plazas. Pese a que todos los habitantes de aquel lugar
habían muerto, el cadáver de su ciudad permanecía allí, reacio a
desvanecerse en algo que no fuera la entropía.
Otros cuatro guerreros seguían sus pasos, se movían deprisa y
avanzaban agachados ataviados en su enorme armadura. Si bien la
variante Mark IV no estaba hecha para el sigilo, pues aquella era la
ventaja de la protección más ligera que vestían los Vigilantes de
reconocimiento, Xen se movía con una gracilidad incongruente
con el peso y la envergadura de su armadura. Sus hermanos lo
imitaban y se movían con maestría como él.
La cara sur del campamento estaba dañada. A menos que el
Mechanicum ya la hubiera reparado, la parte del muro opuesta a
la puerta de entrada estaría repleta de restos y de unas defensas
de estructuras inestables. Los tanques de promethium que Varr
había hecho explotar se habían encargado de ello, pues en aquel
entonces habían sido tanto una distracción como un movimiento
para reducir la eficacia de combate del enemigo. En aquel
momento les proporcionaría un beneficio incluso mayor…,
siempre que Xen y su escuadra lograran atravesar el muro sin ser
vistos.
Zandu tendría que cumplir con su parte del plan, al igual que
Krask. Se detuvo y alzó la vista al cielo. La tormenta seguía furiosa,
y la noche quedaba iluminada por el iridiscente violeta y rojo. No
tardaría en arder con las estelas de las cápsulas de desembarco y,
después de eso, la Forjada sería suya.
Xen salió de las densas ruinas de un bloque de viviendas y vio
el campamento. Quedaba por encima dela mayoría de las
estructuras en ruinas de la ciudad, y los lisos muros gris oscuro
declaraban su dominio. Una grieta zigzagueaba desde su base
hasta su cima. La metralla de la explosión ahogaba las murallas
bajo una lluvia de restos y no había ninguna torre de vigía que
observara la zona.
Xen hizo una señal de batalla para detener a los otros
guerreros y abrió el canal del comunicador.
—Estamos a sesenta metros.
—Confirmado.
—Avanzamos hasta la posición final.
—Esperad la señal.
Xen cortó el canal del comunicador.
Pese a que tres legionarios de armadura verde dragón
esperaban sus órdenes en silencio, Xen centró su atención en el
cuarto guerrero, con armadura roja.
—¿Estás preparado, Padre Forjador?
—He estado preparado desde el momento en el que me puse
este mantón —repuso T’kell, agarrando el pellejo de dragón que
cubría sus hombros para mostrárselo a Xen.
—Quiero decir que, como tecnomarine, es posible que no…
—¿Estás preparado tú, vexiliario?
Xen asintió.
—Supongo que todos nosotros tenemos que adaptarnos
ahora.
—Zandu te pidió que me vigilaras, ¿no es así?
Xen echó un vistazo a sus camaradas, quienes intentaron no
reaccionar, y luego asintió por segunda vez.
—No es necesario —dijo T’kell—. Vigílalos a ellos. —Señaló
hacia los muros y hacia los renegados que los legionarios
Salamandras sabían que les esperaban dentro.
Avanzaron.
ONCE
Lobos nunca más
Rayko Solomus había dejado el foso y estaba sentado sobre una
caja de munición, observando las murallas situadas al norte. Vio
las ruinas de la ciudad y el horizonte en decadencia sin sentir
nada. Mientras escuchaba de fondo cómo los ayudantes trabajaban
en algún lugar por debajo y detrás de él, Solomus se preguntó
cuánto tiempo habría sido así. Muerto por dentro, desprovisto de
todo sentimiento. Solo sentía un atisbo de verdadera emoción
cuando sostenía el cuchillo de tortura, e incluso eso se lo habían
arrebatado, pues era el emisario del Mechanicum quien tenía al
dragón de fuego en aquellos momentos.
—¿No ha gritado? —preguntó Nevok tras detenerse para
mirar a Solomus al tiempo que cargaba un nuevo proyectil en su
arma—. Sí que resisten el dolor.
Nevok estaba de vigía, esperando que regresaran los
Salamandras. Los Hijos de Horus empuñaban sus armas en aquel
momento, con los bólters listos, y una escuadra que portaba armas
pesadas apuntaba al cielo. Combatirían de forma abierta a los
Salamandras, pues el sigilo ya no les serviría de nada. Aun así,
estaban heridos. Toda una fila de muertos se encontraba en un
apotecarion improvisado, a la espera de que Renk extrajera sus
glándulas progenoides, e incluso los supervivientes habían sufrido
quemaduras y sus armaduras estaban chamuscadas.
—Han nacido en él —repuso Solomus—. En el fuego y en la
muerte. Nevok asintió y cargó otra bala.
—¿Has visto sus cuerpos? Sus cicatrices tenían cicatrices.
Solomus empuñó su cuchillo y admiró lo afilada que estaba la
hoja. —Mató a Hajuk, Morvek y Ezremas —dijo, y contó a los
legionarios con sus dedos ataviados en un guantelete—. Al mismo
tiempo. Los mató en un combate tres contra uno.
Nevok soltó una carcajada y metió el cargador en su bólter.
—Lo dudo mucho. El dragón de fuego era un guerrero,
cualquier legionario podría verlo, pero los tres a la vez… —Negó
con la cabeza y dejó escapar un resoplido—. Ezremas lo habría
destripado él solo. Por mucha sangre caliente que tengan estos
dragones, no son como nosotros. Son débiles.
—Sí lo hizo —dijo una voz detrás de ellos. Vosto Kurnan
ascendía hacia las murallas por una escalera metálica que crujía
bajo el peso de su armadura—. Yo mismo lo vi —añadió sin más,
acercándose a los dos legionarios.
—¿Y por qué no hiciste nada?
—Ya habían perdido suficiente honor sin que yo derrotara al
dragón de fuego —respondió—. Además, odiaba a Hajuk, Morvek y
Ezremas. —Tú odias a todo el mundo, hermano.
—Cierto —dijo Kurnan a la ligera, y miró de reojo a Nevok—,
pero guardo un odio especial para algunos. Y no son débiles —
añadió—. Nunca serviste en Isstvan V, así que nunca los has visto
luchar de verdad. Nevok los miró a ambos, perplejo.
—¿Qué? Eso fue una carnicería, no servicio.
Kurnan se acercó. Nevok tenía su bólter a su lado, totalmente
cargado.
—Los teníamos, hermano. Los Ravens estaban en otro lugar,
en alguna guerra de guerrillas incluso en aquellos momentos. La
Gorgona y sus guerreros…, bueno, estaban centrados en Fulgrim y
nada más. Pero teníamos a los Dragones de Fuego rodeados,
éramos más que ellos y contábamos con el terreno elevado y
nuestra artillería atrincherada. Deberías haber visto cómo los
Guerreros de Hierro cayeron sobre ellos… —Negó con la cabeza,
como si estuviera recordando los sucesos que describía con todo
lujo de detalles—. Cualquier otro enemigo habría muerto rápido, y
lo hicieron —continuó, y su voz se tornó más grave y amenazadora
—, pero aquellos Dragones de Fuego no se rendían. Siguieron
luchando incluso cuando llovieron bombas sobre ellos y sus
hermanos morían a montones. Incluso cuando la Gorgona murió y
el Señor de los Dragones cayó poco después, incluso cuando
huyeron los Raven…, ellos siguieron luchando, más y más. Algunos
habían perdido extremidades, otros habían sido empalados o
habían perdido la vista, heridos más allá de cualquier capacidad
de funcionamiento, incluso tratándose de legionarios.
Pese a que Kurnan se echó atrás, mantuvo la mirada clavada
en Nevok a través de sus lentes.
—He oído que se dice que si matas a uno de los hijos de
Guilliman, tienes que asegurarte de que esté muerto de verdad.
Los hijos de Vulkan…, vaya, ellos directamente no mueren.
—No temas, Vosto —musitó Solomus, levantándose de su caja
de munición—. Mataré a todos los que no puedas matar tú.
Kurnan lo miró con desdén.
—Los respeto, Solomus, y tú deberías hacerlo también.
—Mientras tú les otorgas su merecido respeto, yo estaré
ocupado destripándolos, hermano. —Solomus alzó su cuchillo—.
Con esto.
Kurnan soltó un resoplido, poco impresionado.
—Espero que luches mejor de lo que interrogas.
—Ah, bueno —repuso Solomus, y la sonrisa entre sus dientes
apretados se pudo oír en su tono de voz—, como dices, son
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resistentes.
—Sí, y están de camino hacia aquí. Pronto. —Kurnan observó
el horizonte lejano, como si esperara encontrarlos allí.
—Regulus cuenta con ello —dijo Nevok.
—Los necesita dentro —le explicó Kurnan.
—No puedo prometer ser amable cuando les deje la puerta
abierta, hermano —dijo Solomus.
Kurnan se volvió hacia él una vez más.
—Puedes estar seguro de que no se contendrán con nosotros.
Nos odian.
—Supongo que la traición tiene su precio.
—Así es.
—Deberíamos haberles dado caza —le dijo Solomus a Kurnan
al tiempo que este empezaba a marcharse.
—Sí, deberíamos haberlo hecho. Ahora cosecharemos los
frutos de esa arrogancia.
Kurnan descendió de las murallas y dejó a sus hermanos con
su deber. —Estoy seguro de que será una cosecha amarga —dijo
Solomus.
Soltó una carcajada y empezó a canturrear para sí mismo
mientras patrullaba el resto de las murallas.
DOCE
Como hemos ardido nosotros
Xen oyó la señal de Zandu en lugar de verla. Una cañonera en un
vuelo de bombardeo salió de la oscuridad y voló una parte de los
muros con sus últimos misiles. La explosión tiñó la noche de rojo.
Una segunda detonación erupcionó unos instantes después de
la primera, más pequeña y oculta tras el humo del ataque del
misil. Tres granadas perforantes pegadas al muro sur explotaron
al mismo tiempo y abrieron una fisura en las defensas lo
suficientemente grande como para que un legionario pudiera
atravesarla. Xen la cruzó primero al escalar por la brecha en forma
de V y se adentró en el campamento. El humo y los restos de la
primera batalla les proporcionaban una cobertura espesa, por lo
que la escuadra pudo avanzar sin ser vista. Tras haber avanzado
unos pocos metros más allá de los muros, Xen ordenó que se
detuvieran.
—¿Por qué nos detenemos, hermano? —preguntó Phokan, un
legionario de la mermada escuadra de Zandu.
Delante de ellos, en la entrada del campamento con forma de
herradura, Zandu y el resto luchaban con ferocidad. Pese a que los
bólters cantaban un coro letal, la servoarmadura de las legiones
estaba hecha para resistir, por lo que ambos bandos pudieron
soportar las descargas. Se estaba produciendo un punto muerto
letal que desgastaría a los legionarios. Xen sabía que no duraría.
—Avanzar con prisa no tiene sentido —le dijo Xen al
legionario antes de mirar a T’kell—. Para eso estás tú aquí, Padre
Forjador. ¿Dónde está Obek?
—La señal de su armadura proviene desde abajo. Tenemos
que encontrar alguna trampilla o pasillo que conduzca en aquella
dirección, algo excavado por sus máquinas.
—¡Ahí! —Un legionario llamado Gairon, quien luchaba con
una sarisa curva unida a su brazal, señaló hacia el lugar donde una
escuadra de skitarii estaba colocada de vigías—. Están bajo ataque
y mantienen su posición —continuó—. Deben estar protegiendo
algo.
Xen le dio una palmada en la hombrera.
—No será protección suficiente. No contra nosotros.
En aquellos momentos, todos los renegados se encontraban ya
en combate y se centraban en la amenaza de sus puertas, pues era
la que podían ver, en lugar de la que se encontraba en medio de
sus propias tropas.
Xen y la escuadra avanzaron a hurtadillas a través de los
escombros valiéndose de la oscuridad y de la distracción de la
tormenta enfurecida sobre sus cabezas. Se movían con rapidez,
pero con cautela para permanecer alejados del brillo de las
explosiones o de las ráfagas de los bólters. Finalmente llegaron
hasta la escuadra de vigilancia. Xen despachó a los cinco skitarii
con rapidez antes de que pudieran hacer sonar la alarma.
—Es trabajo rojo —musitó Gairon de modo apreciativo ante la
habilidad del Vigilante.
—No del todo —repuso Xen, mostrándole la mancha de aceite
oscuro sobre Drakos. Ignus estaba en un estado similar, por lo que
limpió ambas espadas con la túnica de un skitarii muerto.
—Por aquí —dijo Phokan, señalando hacia abajo con su bólter
desde el borde de una gran trampilla hexagonal. Era un conducto
de acceso a la parte subterránea de la instalación, lo
suficientemente amplio como para que cupiera alguien con
servoarmadura. Pese a que la trampilla estaba delineada por un
borde blindado diseñado para doblarse y formar una inclinación,
los legionarios Salamandras podían atravesarla con facilidad. El
conducto en sí tenía escalones forjados sobre los dos muros
opuestos, lo que permitía descender a un ritmo lento pero
constante.
Raios se quedó de centinela mientras los otros empezaban su
descenso. No hacía mucho tiempo que se había convertido en un
dragón de fuego, y Xen estudió al legionario y se preguntó si
Nomus Rhy’tan le habría otorgado un cargo tan prestigioso por la
necesidad más que por merecerlo.
—Si vienen, los mataré aquí mismo —le prometió Raios a Xen
tras leer el lenguaje corporal del vexiliario.
Xen asintió y consideró que el señor capellán de Nocturne
sabía lo que hacía, después de todo.
—Aguanta todo lo que puedas —le dijo Xen—, pero no
sacrifiques tu vida de forma innecesaria. ¿Tienes bengalas de
fotones?
—Sí, hermano.
—Lanza una por el conducto si te ves obligado a retirarte.
—¿Y si muere el vengu? —preguntó Gairon, usando una
antigua palabra del idioma de Temis que significaba «cría» o
«joven».
—Entonces lanzaré dos —repuso Raios— para que sepáis que
la amenaza es grave.
Gairon soltó una carcajada, pero Raios siguió vigilándolo todo
con atención.
«Bien escogido, sí», pensó Xen.
—Tú primero, hermano —le dijo Xen a Gairon, quien asintió
antes de adentrarse en el conducto—. Después tú, Padre Forjador
—le dijo a T’kell.
El tecnomarine asintió y entró después de Gairon.
Xen fue el siguiente en entrar, para honrar su promesa a
Zandu, y Phokan fue el último.
—Debe medir más de cien metros —musitó Gairon, quien
estaba más abajo, y su voz resonó hacia los legionarios que lo
seguían.
—Ciento cuarenta y ocho, hermano —le informó T’kell.
—¿Escáner biológico? —preguntó Xen, avanzando a paso
firme.
Debajo de él, T’kell negó con la cabeza.
—Nada.
—¿Y tus otros augures?
El tecnomarine negó con la cabeza una vez más.
—Negativos.
—En ese caso, esperemos que nuestra buena suerte dure un
poco más —repuso Xen, mientras se acercaban más al fondo del
conducto con cada paso que daban.
Zandu se lanzó al suelo detrás del contrafuerte con forma de arco
de un muro y esperó unos segundos a que las descargas que lo
golpeaban cesaran.
Fai’sho estaba justo detrás de él y disparó una ráfaga rápida
con su bólter antes de agazaparse también.
—Diría que estamos manteniendo su atención, hermano
sargento. Zandu asintió con brusquedad.
—Hagamos que siga siendo así. Xen necesita todo el tiempo
que podamos darle. —Devolvió el fuego a los renegados, y el
destello de su bólter iluminó los trozos de metal sin pintar de su
armadura.
De los cuarenta legionarios que habían aterrizado en el
planeta, quedaban menos de treinta y se congregaron alrededor
de la entrada al campamento. Varr mantenía el flanco derecho tras
haber derribado a los enemigos de la muralla superior. Zandu se
encontraba en el izquierdo, y los restos de la escuadra de Obek
actuaban de refuerzos en ambos lados. Si bien su incursión en el
campamento era lenta, paso sangriento tras paso sangriento, los
legionarios Salamandras no estaban intentando tomar el castillo,
solo necesitaban aguantar el tiempo suficiente para que Krask
aterrizara con el Cáliz de Fuego. Hasta el momento, habían
conseguido echar atrás a los Hijos de Horus y llevarlos hasta un
lúgubre punto muerto, pues ambos bandos intercambiaban fuego
desde detrás de sus respectivas coberturas. —¿Estáis preparados,
hermanos? —preguntó Zandu por el comunicador, y le
respondieron una serie de afirmativas—. Entonces, ¡acabad con
esos traidores!
Al unísono, los legionarios Salamandras salieron de sus
coberturas para desatar una salva combinada que obligó a los
renegados a retroceder debido a su furia desatada.
—¡Avanzad! ¡Ahora! ¡Vamos! —rugió Zandu, cargando a través
del umbral y detrás de una segunda trinchera de coberturas
pesadas.
«Paso sangriento tras paso sangriento…»
Agazapado de nuevo ante el inevitable fuego que les devolvían
los renegados, Zandu arqueó el cuello para levantar la vista con la
esperanza de ver las cápsulas de desembarco, de ver el cielo
arder…
El Cáliz de Fuego estaba en llamas. Otra nave que orbitaba
alrededor del planeta los había atacado. Una descarga de lanza de
largo alcance que había explotado entre las naves y había
golpeado el área de lanzamiento. Un golpe calculado de un agresor
desconocido que había golpeado al Cáliz de Fuego sin que lo vieran,
sin que lo detectaran y sin que lo provocaran. Los equipos de
emergencia se apresuraron por toda la cubierta para apagar las
llamas que rugían por la zona de lanzamiento y arrastrar los
cuerpos hacia donde pudieran.
Krask y sus exterminadores observaban la situación,
incapaces de empezar su asalto orbital como habían planeado.
Ya habían apartado tantos restos causados por la explosión
como habían podido y su armadura había quedado chamuscada
por algo más que por el fuego ritual. Sin embargo, gracias a sus
esfuerzos, hombres y mujeres que de otro modo habrían muerto
seguían con vida.
Aun así, el apotecarion había llegado a su máxima capacidad
en poco tiempo.
Krask apagó el comunicador tras haber hablado con el
Maestro de Naves Reyne.
—No han sido los Hijos de Horus —dijo en voz alta a sus
hermanos, con la mirada todavía fija sobre la destrucción.
—Entonces, ¿quién? —preguntó Zau’ull. El capellán alzó la
vista para mirar a Krask desde su posición arrodillada, donde le
estaba otorgando paz a un miembro de la tripulación de cubierta
herido por la explosión—. ¿Mechanicum?
—Reyne no lo sabe, solo que la nave no corresponde a ninguna
de las renegadas que tenemos en nuestros archivos.
—¿Pero nos han atacado?
Krask asintió con lentitud y apretó su puño de energía con
fuerza. —Menudo desastre.
Zau’ull echó un vistazo a los muertos. Al menos la mayoría de
ellos eran servidores.
—Suerte que no habías embarcado, o habría muchos más
muertos, y tú, Wyvern, podrías encontrarte entre ellos. Dale las
gracias a Vulkan por eso.
Krask murmuró un «Vulkan vive», cerró los ojos e inclinó la
cabeza ligeramente antes de centrarse en el desastre una vez más.
—Nos costará arreglarlo todo —le dijo al legionario Rath,
quien regresaba de hablar con los tecnomarines—. Este retraso ya
nos ha costado suficiente. ¿Y bien?
—Casi están listos, hermano sargento. Ya han preparado dos
zonas de lanzamiento. Esperan tu visto bueno.
—Lo tienen —gruñó Krask, quien parecía más pesado y letal
ataviado en su armadura mientras se dirigía dando pisotones
hacia donde la tripulación de cubierta estaba preparando la zona
de lanzamiento. Habían retirado a los muertos y a los heridos,
además de los restos del impacto, por lo que se podrían dirigir a
las cápsulas de desembarco, a pesar de que las manchas de sangre
permanecían en el lugar.
Krask no pudo evitar mirarlas al entrar en la cápsula con
forma de lágrima que le llevaría a él y a sus hermanos hasta la
superficie. Una segunda cápsula de desembarco se estaba
preparando a su lado, destinada a Zau’ull y a un grupo de
exterminadores.
—Sea quien sea el responsable —le prometió a Zau’ull, con un
pie en la cápsula antes de entrar en el arnés—, arderán por esto
como hemos ardido nosotros.
—La venganza de Vulkan los encontrará, Krask —repuso el
capellán. Tenía una caja enganchada de forma magnética en el
cinturón, lo suficientemente grande como para contener una
espada. Sus dedos ataviados en el guantelete rozaron el metal
mientras permanecía de pie en el umbral de la cápsula de
desembarco. Pese a que temblaban un poco, Krask no se dio
cuenta—. Los encontrará —le dijo Zau’ull a la oscuridad, aunque
no vio a Vulkan esperándole.
En su lugar, oyó el rugido ensordecedor de la sirena de
emergencia y vio el fuego abrasador de la segunda descarga de
lanza que alcanzó la cubierta y la partió por la mitad.
TRECE
Nuestra antigua gloria
Vosto Kurnan oyó la batalla que se libraba sobre ellos. Pese a que
no le sentaba bien esperar allí a hurtadillas como un asesino en
las sombras, supuso que era eso precisamente lo que eran.
«Es a lo que nos hemos tenido que rebajar.»
El complejo subterráneo había sido tallado por los ayudantes
y las máquinas del Mechanicum. Tenía nichos y cámaras, y el suelo
de los pasillos estaba hecho de placas de cubierta. Habían puesto
todo su empeño en mapear el tamaño de la armería de Vulkan, en
encontrar una posible entrada y buscar cualquier posible
debilidad en su corteza exterior. A juzgar por lo que Regulus le
había contado, era lo suficientemente grande como para albergar
una barcaza de batalla.
El adepto no había tardado en encontrar la antigua armería
hundida del Señor de los Dragones. Habían lanzado desde la
órbita unas estacas sísmicas que había diseñado el propio
Regulus, y se habían clavado en las profundidades de la corteza del
planeta. A través del mapeo geológico que les habían
proporcionado las estacas, Regulus había sido capaz de detectar
una estructura inmensa muy por debajo de la superficie.
Entrar en dicha estructura les estaba costando más.
La acústica de los niveles subterráneos que habían excavado
los ayudantes y las máquinas del adepto era buena, por lo que
Kurnan y sus guerreros podían oír cada grito de guerra, cada
último estertor.
—Creo que ese era Nevok —susurró Rayko Solomus con
indiferencia. Tenía la cabeza ladeada, como si intentara discernir
la cadencia de legionarios concretos cuando estos luchaban o
morían.
—Son tus hermanos —espetó Kurnan con mal humor.
—No tengo dudas de que lucharán como la chusma de Cthonia
que son.
Algunos lo miraron tras aquellas palabras, y los rugidos de sus
servoarmaduras sirvieron de metáfora de sus pensamientos.
Solomus alzó las manos.
—Era un cumplido —dijo—. Además, ¿acaso no estamos aquí
esperando en la oscuridad para apuñalar por la espalda a algunos
de nuestros primos guerreros? —Encogió los hombros tanto como
pudo bajo su armadura—. Eso me parece… bastante deshonesto.
—Todo lo que hacemos es por el Señor de la Guerra —espetó
Krede. El guantelete del legionario emitió un crujido metálico
cuando este apretó la mano alrededor de la empuñadura de su
espada sierra envainada. El otro brazo terminaba en el codo en un
muñón de huesos fundidos y carne cauterizada, algo que no lo
hacía menos letal.
Una vez más, Solomus fingió remordimiento.
—Salve, Horus —dijo.
—Ahora harías bien en cerrar la boca, legionario —musitó
Kurnan en voz baja, para que solo Solomus pudiera oírlo—. O
serás tú quien acabe con un cuchillo en la espalda.
Solomus asintió.
—Lo tendré en cuenta.
—¿Qué te pasa, hermano? —preguntó Kurnan, aún en voz baja
—. ¿Acaso odias a tu legión? ¿O es que deberías haber muerto en
Isstvan III con el resto de los traidores?
—He oído que los traidores somos nosotros. Supongo que es
cuestión de perspectiva.
—Necesito una respuesta, Solomus —insistió Kurnan. Había
desenvainado su cuchillo sin que los otros legionarios se
percataran, pero en aquel momento le mostró su filo a Solomus.
Solomus soltó una carcajada sin alegría que pareció más bien
una tos. —No hace falta que ensucies tu hoja, maté a mi parte de
disidentes en Isstvan III —Kurnan podía oír en su voz lo bien que
se lo estaba pasando—. Más de los que me correspondían, de
hecho. Nuestro padre no tiene un hijo más obediente que yo, y la
legión no tiene a un guerrero más dispuesto, pero esto, servir a
estas máquinas frías y sin sangre…, me hace querer matarlos a
todos.
Kurnan no podía discutirle aquello, por lo que envainó su
cuchillo. Había cinco legionarios en aquella cámara, todos los que
Kurnan se podía permitir apartar de la batalla que transcurría
arriba. Sus tropas eran fuerzas secundarias, una escuadra de
flanqueo que atraparía a los Salamandras y los conduciría a
cometer algún acto desesperado. Kurnan había discutido con el
emisario del Mechanicum sobre el plan y le había dicho que
empujar a un grupo de hijos de Vulkan atrincherados sería difícil y
les llevaría mucho tiempo, pero Regulus no había parecido
preocuparse.
—Tendrás tu oportunidad —dijo Kurnan, de vuelta al asunto
que los ocupaba—. Todos la tendremos.
Solomus asintió.
—¿Incluso ellos?
Detrás de ellos, esperando en la oscuridad y dispuestos en
filas durmientes, había numerosos servidores de batalla. Pese a
que sus ojos, tan inertes como piedras, miraban con frialdad a las
sombras, una simple orden del adepto los despertaría y los
llevaría a la violencia. Era, en opinión de Kurnan, un recordatorio
nada sutil del poder de Regulus.
—Dudo que lo lleguen a notar.
—¿Somos lacayos ahora, hermano? —preguntó Solomus.
Kurnan torció el gesto, pero no contestó.
Obek estaba de rodillas con la enorme presencia de Kronus detrás
de él. A pesar del dolor, el legionario Salamandra logró alzar la
barbilla para mirar al adepto.
—¿Cómo sabes que puedo abrirla?
—No lo sé —confesó Regulus, escudriñando a Obek a través de
los implantes ópticos escondidos entre las sombras de su capucha
—. Tengo una hipótesis, pero necesito tu colaboración para
comprobarla.
Obek le mostró los dientes ensangrentados en un gesto que
era mitad sonrisa y mitad gruñido.
—No estás considerando todas las variables, maestro adepto…
El repiqueteo de los pasos de Regulus resonó por la caverna
cuando avanzó para acercarse al legionario Salamandra.
—Moriría antes de ayudarte —susurró Obek.
Obek saltó de su posición para agarrar al adepto de lo que
debería ser la garganta. Sujetó algo inflexible con cables, frío como
el metal pero palpitante en una horrible parodia de la vida. La
capucha cayó hacia atrás, y la ilusión de la humanidad se
desvaneció.
Los sensores que servían de ojos para el adepto emitieron un
solo destello brillante y doloroso. Dos extremidades arácnidas
salieron de detrás de su espalda a través de unas rendijas en su
túnica y apuñalaron a Obek en los músculos pectorales derecho e
izquierdo.
Obek soltó un grito de repentina agonía y se quedó mirando el
lugar en el que las cuchillas habían penetrado en su armadura.
—Ahora lo ves —dijo Regulus con una voz incluso más
humana en aquel terrorífico momento de revelación. Obligó a
Obek a ponerse de rodillas una vez más y a que soltara su
«garganta».
»No me gusta que me toquen —continuó el adepto—. Me
parece algo humano, de mal gusto. Supuse que tu humanidad y tu
pragmatismo podrían provocar una reacción deseable, que
escogerías sacrificarte a ti mismo para asegurar la supervivencia
de tus hermanos. —Retiró las cuchillas, lo que hizo que empezara
a brotar sangre del cuerpo de Obek. Otras dos extremidades
devolvieron la capucha de Regulus a su posición original antes de
que el adepto retrocediera, fuera del alcance del legionario
Salamandra—. Concluyo que he cometido un error.
—No será el último que cometas —gruñó Obek a través del
dolor. —La experimentación conlleva ensayos y errores. Me he
equivocado contigo, legionario. —Alzó la mirada, y sus ojos
emitieron otro destello, aquella vez para dar una orden en vez de
revocar una preprogramada. —¿Qué…? —empezó a pronunciar
Obek antes de que Kronus lo sujetara del cuello con un puño
mecanizado y le diera la vuelta. La hoja serrada fija en el otro
brazo del Castellax brilló por el calor cuando empezó a girar sobre
sí misma. Luego hizo un tajo hacia abajo y le cortó el brazo a Obek
por debajo del codo.
El legionario soltó un grito lo suficientemente alto como para
resonar por todo el pasillo y se llevó la mano al muñón del brazo
derecho. Un intenso y agonizante calor cauterizó la herida en el
mismo momento en que se hacía el corte. Obek apretó la
mandíbula con tanta fuerza que pensó que se iba a partir.
—Solomus ha fracasado, pero tenía la sospecha de que yo
podría hacerte gritar —dijo el adepto.
—Te mataré por esto —rugió Obek, conteniendo el dolor.
—Estadísticamente hablando, hay pocas probabilidades de
que eso ocurra, dadas tus circunstancias actuales. —Dirigió la
mirada al brazo cortado de Obek. Kronus aún sujetaba al
Salamandra, por lo que el propio Regulus recogió la extremidad
del suelo. Luego la llevó hasta la puerta desde la que el sello del
Señor de los dragones observaba la situación con frialdad—. Creo
que este mecanismo está fabricado por el Mechanicum. Imagino
que fue un regalo para tu primarca muerto, como parte del
acuerdo y la unidad que ha existido desde hace tiempo entre
Marte y Nocturne. ¿Sabes cómo funciona?
Obek negó con la cabeza lentamente, con los dientes aún
apretados por la agonía y el rostro cubierto de sudor.
—Está sellado con los propios marcadores genéticos de
Vulkan. Su sangre es lo que mantiene la puerta cerrada.
Obek asintió, enfadado.
—Incluso después de morir sigue desafiando a los traidores y
a los renegados.
—¿Eso te reconforta, Salamandra?
—Sabes que sí.
—Curioso…, aunque no es pertinente al porqué nos
encontramos aquí. Vulkan vive en ti, legionario.
—¿Qué? —Obek frunció el ceño, y casi se atragantó al
pronunciar la palabra.
—No en un sentido espiritual que pueda servir para apaciguar
de forma temporal el obvio dolor que sientes. Quiero decir en ti de
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verdad. Tu sangre, tu legado genético. Esa es la llave.
Miró a la extremidad una vez más.
—Vivo o muerto, tendremos nuestra respuesta.
Luego colocó el brazo en la boca abierta del sello.
Y nada ocurrió. No se produjo ningún sonido de engranajes en
movimiento, ni la tierra tembló para revelar los secretos de la
Forjada. Solo hubo silencio, seguido de una frustrada maldición en
binárico por parte de Regulus.
Obek soltó una carcajada. Rio tan alto y con tanta fuerza que
las heridas le dolieron de nuevo.
—Te has equivocado otra vez —dijo.
Regulus se volvió con rapidez, y sus sensores se dirigieron al
brazo que seguía unido a su prisionero.
—Solo ha sido un experimento. Podría haberte obligado a
meter el brazo en la cerradura, pero quería ver si necesitaba
hacerlo. Ensayo y error —le recordó el adepto antes de mirar a su
enorme compañero mecanizado—. Kronus…
El Castellax no había tenido tiempo siquiera de activar su
rudimentario procesador cognitivo antes de que un proyectil lo
golpeara en el hombro y le arrancara el brazo en una lluvia de
chispas. Pese a que un fluido empezó a salir de los cables
hidráulicos que conectaban el torso con el brazo, la máquina ya se
estaba volviendo y preparando sus armas cuando el segundo
proyectil golpeó su masa central y explotó.
Aquel golpe fue menos efectivo. El impacto se dispersó por su
carcasa del blindaje y el humo llenó su cuerpo, lo que no llegó a
impedir que el Castellax se colocara entre su amo y el peligro.
A pesar de que Obek trató de levantarse, solo consiguió
tropezarse, por lo que tuvo que conformarse con observar lo que
ocurría.
Unas figuras ataviadas con servoarmadura avanzaron hacia él
desde las sombras. Pese a que tres bólters iluminaron el lugar con
sus disparos al unísono, Obek veía borroso, por lo que no pudo
reconocer a sus rescatadores. Aun así, sabía que eran
Salamandras.
Casi no tuvo tiempo de gritar «¡Vulkan vive!» antes de que el
cañón montado sobre el hombro de Kronus rugiera al activarse.
La luz, el calor y el ruido llenaron el abarrotado pasillo, y uno
de los legionarios Salamandras que cargaba cayó con fuerza.
Golpeó el muro al tiempo que los proyectiles detonaban, rebotó en
el metal y siguió avanzando unos pocos metros más antes de que
un bólter pesado le hiciera un agujero en el torso.
El resto siguió avanzando y disparando.
Una bala perdida alcanzó a Regulus, quien dejó escapar una
maldición en jerga mecánica que hizo que Kronus diera media
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vuelta. Un disparo de plasma gritó por encima del caos y destrozó
el cañón del Castellax a la par que otro similar le abría un agujero
en el reactor. El ambiente se llenó de un hedor actínico y del
chirrido desgarrador de la sobrecarga del reactor antes de que
una detonación oclusiva hiciera temblar el pasillo. El polvo y la
gravilla cayeron del techo cuando Kronus VI explotó con fuerza y
violencia. Obek cayó de espaldas por la explosión y sintió que la
agonía recorría su ya torturado cuerpo de nuevo.
A Regulus le fue mucho peor. Se tambaleó y usó sus
servoextremidades para tratar de sostenerse. Un trozo de metralla
que sobresalía de su cuerpo estaba dificultando su función
motora, y un amalgama de sangre y aceite de máquinas goteaba de
alguna parte del interior de su túnica. Los otros legionarios
Salamandras también habían caído al suelo y se estaban poniendo
de pie al mismo tiempo que Obek se arrastraba para enderezarse.
Clavó la mirada en el adepto y asintió hacia él mientras empuñaba
un trozo de tubería que había salido de alguna parte interna de
Kronus.
Por mucho que no fuera un bólter o un arma sierra, le serviría.
—Te he dicho que no sería tu último error…
Regulus soltó una maldición en binárico cuando lo que
simulaba ser su sangre hizo un charco en el suelo a su alrededor.
Obek torció el gesto e intentó no disfrutar demasiado de su
venganza. —No queda suficiente de esa máquina como para
salvarte.
—No… —dijo el adepto, con su modulador de voz fluctuando
de forma salvaje— Para… Kronus…
Una tercera descarga de plasma lo vaporizó antes de que
pudiera decir nada más, y Obek se volvió para ver quién le había
negado su venganza. Su molestia desapareció de inmediato al
reconocer quién era.
—¿Padre Forjador?
—Sigo con vida, Portador del Fuego —contestó T’kell, antes de
señalar al brazo de Obek—. Pero tú casi parece que no.
—Estoy vivo a medias —dijo Obek, y miró su brazo cortado.
Regulus lo había dejado caer al ser empalado—. Dijo que la puerta
estaba sellada y que solo los marcadores genéticos del primarca
podrían abrirla.
La llegada de Xen impidió que continuara la conversación.
Estaba ensangrentado y había llegado desde más allá del pasillo.
—Hay más tropas que se dirigen hacia aquí —les dijo, y luego
recordó saludar a su capitán.
Obek miró por el pasillo y solo vio oscuridad, aunque sí que
oía el sonido lejano del combate.
—Habla, Xen —le ordenó.
—Servidores de batalla liderados por renegados. Me lo ha
contado Zandu.
—¿Dónde está él? —inquirió T’kell—. ¿Y qué hay de Krask y
nuestra salida?
Xen negó con la cabeza, y el comunicador crujió al activarse.
—Aquí el sargento Zandu, respondan.
—Hablas con Obek, hermano sargento. ¿Cuál es tu posición?
¿Dónde está Krask?
—Capitán, ¡gracias a Vulkan que estás vivo! —dijo Zandu,
aunque su alegría duró poco—. Krask…, no lo sé. Algo fue mal. Nos
sobrepasaron y estábamos rodeados.
—¿Dónde estás ahora, sargento?
—Nos acercamos a vuestra posición, pero nos enfrentamos a
más tropas.
—¿Podéis retenerlos hasta que lleguemos?
—Negativo, hermano capitán. Varr ha purificado y quemado
detrás de nosotros, pero las llamas solo los retendrán durante un
tiempo limitado. Les llevábamos poca ventaja en primer lugar, y
nos están dando alcance. Nos retiramos.
—Entendido. En tu opinión, ¿podemos abrir una brecha en sus
defensas con nuestras fuerzas actuales?
—A menos que contéis con varias escuadras de batalla con
todas sus fuerzas, hermano capitán… Una vez más, negativo.
Obek arqueó el cuello y suspiró profundamente. Por mucho
que las endorfinas hiperagresivas de su sangre hubieran reducido
el dolor a una molestia, no podían hacer nada contra la
frustración.
—¿Cuánto tiempo?
Los sonidos distantes de los disparos se intensificaban y
sonaban más alto a cada segundo que transcurría.
—Ya mismo, hermano capitán.
Obek miró a Xen.
—¿Podremos retenerlos aquí?
Había pocos lugares tras los que cubrirse, salvo por los
rincones poco profundos de los muros.
—Si tan solo una décima parte de las fuerzas que Zandu dice
que están de camino están detrás de él, entonces no, no podemos.
—Desenfundó su pistola bólter y se la entregó a Obek, quien
asintió a modo de agradecimiento y comprobó el cargador y la
mira antes de deslizarla hacia la funda donde había estado su
propia arma secundaria.
Luego se volvió hacia T’kell.
—No deberíais haber venido a por mí, ha sido una
imprudencia.
—¿Habrías dejado a alguno de nosotros, hermano capitán? —
interpuso Xen.
Obek no podía discutir aquello. Apoyó una mano en la
hombrera de Xen antes de volverse hacia T’kell.
—Lo siento, Padre Forjador. Los Indemnes te han fallado.
Hemos fallado al primarca, pero al menos moriremos con honor.
—Aún no estamos muertos —repuso T’kell. Le había dado la
espalda a Obek y estaba observando la puerta de la Forjada.
Era grande, mucho más grande que cualquiera de los
legionarios Salamandras, y estaba ornamentada, pues el metal
estaba tallado de forma meticulosa con la habilidad de un
artesano, pero también con una impenetrabilidad que podría
competir con la puerta de cualquier bastión. No había ninguna
cerradura visible, ninguna barra o defensa que se pudiera
apreciar, tan solo el sello y el mecanismo con las fauces llenas de
colmillos del dragón. La sangre relucía sobre los dientes, solo que
no era fresca, no era la de Obek. Su herida había quedado
cauterizada en cuanto se había producido.
—¿No ha funcionado? —preguntó T’kell mientras el sonido de
la batalla seguía cerniéndose sobre ellos. Podían incluso oír las
imprecaciones que Zandu gritaba a Vulkan y la risa salvaje de
Zeb’du Varr.
—¿Padre Forjador?
Xen y los otros se habían colocado en posiciones de disparo,
arrodillados para ofrecer un objetivo más pequeño o escondidos
en los rincones. —La puerta —explicó T’kell—. Tu sangre. Aún está
sellada. ¿No ha funcionado lo que fuera que estaba intentando el
adepto?
—Lo ha intentado y ha fracasado.
T’kell alzó un brazo hacia la luz como si quisiera examinarlo…
—Parte de mí sigue siendo carne y sangre. Tengo que creer
que Vulkan me otorgó esta carga a mí por algún motivo. Creo que
la puerta está codificada genéticamente solo para que yo la abra.
…y metió la mano en la boca del dragón del sello.
CATORCE
El último legado de Vulkan
Kurnan lo oyó en las profundidades: un movimiento de la tierra,
un eco sordo del metal golpeando el metal, mecanismos que se
deslizaban para colocarse en su lugar y el despertar de la
máquina. La puerta… La armería de Vulkan por fin se había
abierto para que la saquearan.
El pasillo ardía delante de él, y las llamas desprendían un
calor lo suficientemente intenso como para derretir el plastek y
deformar el metal. Los servidores de batalla habían sufrido
mucho. Su carne muerta y gélida se enrollaba y se ennegrecía
hasta acabar desprendiéndose. Algunos cayeron en medio de la
tormenta de fuego, mientras que otros, aquellos que poseían un
atisbo de memoria de autosupervivencia, se detuvieron.
Kurnan se agachó detrás de uno de los servidores de ojos
apagados y lo usó de escudo según pasaba de un filtro de visión a
otro con sus lentes. Pese a que una cortina de humo espesa y
aceitosa surgía de las llamas, Kurnan encontró a sus enemigos a
través de la miasma y gritó órdenes a sus guerreros para que
devolvieran el fuego. Si bien los Salamandras habían retrocedido
en buen estado, tenían que saber que su lucha era desesperada.
«Siempre superados en número», pensó Kurnan. «Destinados
a morir.» Una tormenta de fuego se encontró con otra y luego con
una tercera cuando ambos bandos intercambiaron descargas de
proyectiles duros y virotes láser.
—Fuego… —se quejó hacia Solomus, quien se había colocado
junto a él—. ¿Por qué siempre hay fuego con estos legionarios?
Los servidores que les hacían de escudo se sacudían de forma
salvaje con cada proyectil de bólter que recibían.
—¿No han nacido de ellas? O eso dice el mito.
—Hoy morirán en ellas —interpuso Krede. Con una sola mano,
lo único que podía empuñar era una pistola bólter y, tras tender el
brazo para disparar, un proyectil lo alcanzó y le destrozó la
barbilla y la mayor parte del lado izquierdo del rostro. Con un
dolor agónico y sosteniendo su rostro arruinado con su mano
buena, Krede cayó hacia delante, hacia las llamas, y la mitad
superior de su cuerpo se prendió fuego.
Kurnan observó lo sucedido afligido, pero Solomus se limitó a
encogerse de hombros.
—Nunca he conocido a alguien con tanta mala suerte como
Krede, pero opino lo mismo —dijo.
Los otros dos legionarios de los Hijos de Horus, Menatus y
Ghodak, intentaron avanzar para sacar el cadáver de las llamas,
pero Kurnan les hizo un gesto para detenerlos.
—Está muerto. Quedaos aquí.
Las llamas se estaban apagando, pues los servidores habían
absorbido la mayor parte de su ira, algo que se notaba en sus
números reducidos. En aquel momento estaban avanzando,
aquellos que aún ardían y aquellos que seguían sus pasos,
implacables e incansables. Solomus se enderezó detrás de ellos.
—Matemos a esos hijos del dragón.
El resto de los Hijos de Horus estaba de camino; Kurnan los
había oído por el comunicador. Solomus y él no eran más que la
vanguardia.
Kurnan lo siguió hacia la tormenta, hacia la furia, y lo mismo
hicieron Menatus y Ghodak. Harkus, quien había luchado en la
batalla de la superficie, no estaba muy lejos de ellos, junto con
Ezriah y Uziel, y con ellos iban unos refuerzos de un calibre
diferente a las máquinas del Mechanicum.
Kurnan sintió cómo su odio se encendía de nuevo mientras se
adentraba en el humo. Odio por los servidores y su estúpida
deferencia, por el adepto y su arrogancia, por el descaro de
Solomus y por los legionarios Salamandras que se negaban a
morir. Una espina había ido creciendo en su interior desde Isstvan
III, una que florecía con violencia tras cada traición y acto
deshonroso que produjeron después. Sin embargo, la espina que
se clavaba de forma más profunda, para la que tenía un odio
especial, era la que se dejaba para sí mismo.
Las puertas hacia la Forjada chirriaron al abrirse con un sonido
parecido al metal torturado y, por un momento, los legionarios
Salamandras se quedaron mirando atónitos la puerta que
conducía a un arca mítica en la que, tras muchas batallas, habían
por fin conseguido entrar.
La oscuridad los llamaba, así como el brillo intermitente de
los candeleros automáticos.
Zandu ya había llegado junto a la escuadra de infiltración, así
como Varr, aunque el número de legionarios de sus tropas era
dolorosamente bajo. Pasaron al lado de los centinelas de Xen,
maltrechos y cansados por la guerra, y se detuvieron bajo el
umbral de la legendaria armería de Vulkan.
—Huelo a cenizas y hollín —murmuró Obek, y resistió el
deseo de inclinar la cabeza.
—No tenemos tiempo para reverencias —dijo T’kell. Su voz
sonaba cansada, lo que hizo que Obek lo mirara, pero el
tecnomarine restó importancia a su preocupación con un ademán
—. Tenemos esta oportunidad ahora, solo esta. ¡A la Forjada!
Obek los condujo al interior de la armería con su pistola
bólter prestada delante de él. Caminaba rápido, pues había
recobrado sus fuerzas, y los láseres y el fuego de proyectiles lo
perseguían hacia las sombras, con Zandu y los otros rodeando a su
capitán herido de forma protectora. Xen y el resto seguían
defendiendo el pasillo cuando los renegados atravesaron la
deflagración que había dejado Varr. Tras haber ido con Zandu,
Raios había tomado una posición con la escuadra de infiltración, y
juntos mantuvieron un fuego de supresión.
T’kell permaneció junto a la puerta y gritó hacia el vexiliario.
—Xen… ¡Marcado por el fuego! Nos retiramos.
—Nunca conocer la gloria —gritó Xen por encima del rugido
de los bólters—. Que se nos niegue la venganza…
—Morir en este lugar no tiene nada de glorioso. —T’kell se
tambaleó y se llevó una mano a la frente, aunque Xen estaba
ocupado con la lucha y casi ni se dio cuenta—. Ni nos otorgará la
venganza.
Pese a que Xen seguía disparando con un ritmo constante, el
fuego que les devolvían los renegados era más de diez veces mayor.
Alcanzaron a Phokan con un impacto sólido en el pecho que fue
casi absorbido por completo por su armadura. Luego Gairon soltó
un grito de dolor cuando le volaron la rodilla.
—¿Puedes cerrarla? —gritó Xen, cubriendo a Raios para que
este pudiera dirigirse hacia Gairon y arrastrarlo detrás del muro.
—Ahora quién es el vengu —oyó a Raios musitar al veterano, lo
que le ganó una maldición gruñida como respuesta.
—Sí —contestó T’kell—. Pondremos esta puerta entre ellos y
nosotros. No tendrán modo de entrar, y contaremos con una
armería a nuestra disposición. Podemos sobrevivir, hermano.
Xen cedió y dio la orden de retirada a su escuadra.
Una vez atravesaron la puerta, T’kell activó el mecanismo de
nuevo, aquella vez para cerrar la cámara tras ellos. La puerta se
cerró rápidamente, y la losa impenetrable del metal forjado por el
primarca descendió como la tapa de una tumba mientras los
últimos disparos se dirigían hacia ellos en vano y fallaban. La
puerta emitió un sonido metálico al golpear el suelo que resonó
por toda la cámara.
—Estamos aquí entonces, por fin… —La voz de T’kell rebotó
contra la obsidiana brillante cuando se dirigió a los últimos
Indemnes. Unas siluetas de dragones agazapados los observaban
desde las sombras como si los estuvieran evaluando en silencio. A
pesar de que solo se trataba de una cámara de entrada, era
colosal. Otras cámaras salían de ella en lo que parecían ser unas
sombras infinitas.
»La Forjada —continuó, y los otros se volvieron para mirarlo
—. El último legado de Vulkan.
Kurnan llegó a la puerta mucho después de que se hubiera
cerrado.
Buscó a tientas con sus dedos ataviados en guanteletes el sello
de dragón y el mecanismo que entendía que se encontraba en
algún punto de su boca. Consideró intentar abrir la puerta hasta
que recordó lo que le había pasado a Krede y apartó la mano
lentamente.
Su gorjal se alzó al sentir la presencia de Rayko Solomus cerca
de él. —El maestro Regulus ha muerto.
Tan directo, tan despectivo. Kurnan tenía que resistir las
ganas de matarlo casi cada vez que hablaban.
—Y su bestia también —continuó.
—Era un Castellax. Una máquina de guerra avanzada.
Solomus soltó una carcajada.
—Nosotros somos avanzados, hermano. —Le dio la vuelta a
una pieza destrozada de caparazón de robot—. No esta cosa. No
ellos.
Kurnan miró por encima del hombro de Solomus a los
servidores de batalla que estaban de pie en filas irregulares a la
espera de instrucciones. Miraban hacia el frente con ojos muertos
y solo se movieron cuando Harkus y el resto se abrieron paso
entre ellos.
—¿Cómo penetramos la puerta? —preguntó el legionario,
tenso. Harkus parecía listo para la batalla, todavía empuñaba su
espada sierra y tenía la armadura llena de manchas de sangre. A
pesar de que algunos decían que sus ansias de matar a los
traidores internos en Isstvan III habían sido algo obsceno, Kurnan
no veía a un espíritu afín frente a él, sino a un loco. Algunos de la
XVI Legión no habían dejado Cthonia de verdad, y eso era lo que se
decía de Harkus.
—Cargas, armas incendiarias, todo lo que tengamos —le dijo
Kurnan—. Traed a los servidores de trabajo hasta aquí también, a
los que tengan taladros y cortadores. Ninguna puerta es
impenetrable, ni siquiera una construida por un primarca.
Harkus soltó un gruñido brusco y poco satisfecho, aunque se
dispuso a cumplir sus órdenes.
—El emisario creía que este metal no se podía perforar con
cargas —dijo Menatus después de que él y Ghodak alcanzaran a
los dos legionarios de la puerta—. Le oí decir que ni siquiera la
fusión podría cortarlo. —Por eso que tuvimos que mantener a ese
Dragón de Fuego con vida —añadió Ghodak.
—Aún tenemos su brazo —propuso Solomus, señalando a la
extremidad cortada del legionario Salamandra que yacía en el
suelo.
Kurnan se quitó el casco para poder limpiarse el sudor del
cuero cabelludo y aprovechó la oportunidad para mirar a Solomus
con una expresión seria.
—Nunca sé si hablas en serio, con sarcasmo, o si estás loco y
ya.
Solomus también se había quitado el casco, pues el ambiente
purgado de radiación hacía que fuera seguro hacerlo, e hizo un
gesto indiferente. —Yo tampoco —repuso.
Kurnan torció el gesto e intentó no pensar en cuánto le
gustaría clavar su cuchillo de combate en el rostro sonriente de
Solomus.
—El brazo no servirá de nada. No la podremos abrir desde
este lado, tendremos que usar la fuerza.
—Eso es innecesario —musitó uno de los servidores con un
tono monótono y mecanizado que hizo que los legionarios se
volvieran con sus armas listas— y muy poco sensato. —Y dirigió
sus ojos muertos hacia Kurnan.
QUINCE
Asediados
Obek recorrió el enorme y oscuro patio interior bajo las sombras
de los dragones. Las estatuas de ébano lo miraban desde sus
pedestales de piedra y parecían juzgar todos sus actos.
—¿No ha habido ninguna noticia? ¿Nada?
Zandu negó con la cabeza, cansado. Estaba sentado sobre una
caja metálica, una de las cientos de ellas que había en la cámara de
entrada. Pese a que un reconocimiento rápido había revelado que
alrededor de las veinte primeras armerías estaban bien provistas,
buscar cada sala les habría llevado días o tal vez semanas, por lo
que los Salamandras se habían quedado cerca de la entrada y
habían asegurado el área inmediata. Se suponía que la Forjada
tendría espacio suficiente para albergar al Cáliz de Fuego, así que
en algún lugar debía haber un hangar, por mucho que estuviera
fuera del alcance de los legionarios Salamandras, al menos por
aquel momento. Habían enviado pequeños grupos de legionarios
más allá de las primeras cámaras para buscar suministros, armas
y munición. Por suerte, dado que contaban con un escaso número
de guerreros, el equipamiento bélico era abundante.
El apotecario Fai’sho estaba situado entre su capitán y el
sargento. En cuanto terminara la reunión, volvería a curar las
heridas de Obek y a atender a los otros heridos. Obek había
insistido en que primero debían evaluar la situación y formular un
plan. Parte de aquel plan debería haber incluido a Krask y Zau’ull.
—Debemos asumir que, o bien aterrizaron y fueron
neutralizados —dijo Obek, sin querer pensar mucho en aquella
posibilidad en concreto—, o bien han sufrido algún retraso
inevitable. Sea como sea, nos tenemos que enfrentar al enemigo
sin ellos.
Nadie mencionó lo que aquello podría significar para el Cáliz
de Fuego o para los artefactos de Vulkan que los Indemnes debían
llevar hasta el planeta. Se suponía que aquel lugar debía haber
sido seguro, el final de su misión. En su lugar, se había vuelto una
lucha por la supervivencia. T’kell no había dicho nada sobre los
artefactos ni sobre lo que deberían hacer con ellos en aquel
momento. Ni siquiera estaba presente en la reunión.
—Tenemos que obligarlos a entrar —dijo Zandu—. Y tenemos
que actuar rápido. ¿Cuántas entradas más tendrá este lugar? Si
esperamos demasiado, aumentamos la posibilidad de que nos
ataquen desde otro frente. Hay armas aquí que pueden ayudarnos.
—Se había quitado el casco, al igual que la mayoría de los
legionarios, y su rostro parecía agotado y ceroso. Fai’sho le había
preguntado por ello, y Zandu le había dicho que estaba bien.
Después de que el apotecario hubiera insistido, Zandu le había
mostrado por qué los habitantes de Temis eran conocidos por su
mal genio, y aquel había sido el final de la cuestión.
Obek asintió, distraído mientras se frotaba el muñón del
brazo. Pese a que era difícil no imaginar cómo picaba o ser capaz
de empuñar algo con él, suponía que se acabaría adaptando. Se
volvió hacia el último de los oficiales de la reunión.
—Varr, ¿tú qué opinas? Estás muy callado, Pyrus. No me gusta.
Varr había estado mirando hacia la distancia, como si viera
algo que el resto no podía percibir. La mayoría pensaba que estaba
medio loco, algunos decían que había mirado al corazón del monte
Fuego Letal durante demasiado tiempo y eso le había afectado.
Aunque era algo extraño, Obek siempre había pensado que Varr
poseía una especie de sabiduría chamanística que le recordaba a
las historias de los chamanes de la tierra del antiguo Nocturne.
Aun así, también era posible que Varr estuviera loco y nada más.
Se volvió hacia Obek con una expresión de absoluta certeza en
su rostro con cicatrices.
—Hay alguien más aquí con nosotros.
Tal vez la idea de Zandu sobre un asalto desde un segundo
frente ya se había convertido en realidad.
—¿Cómo?
Se produjo una pausa en el diálogo, como si todos estuvieran
evaluando la veracidad de lo que Varr acababa de decir.
—¿Dónde? —preguntó Obek, confiando en los instintos de
Varr y empuñando su pistola prestada.
Los otros legionarios se dirigieron a sus armas.
—Fai’sho, asegúrate de que la puerta sigue siendo segura y
encuentra a T’kell —ordenó Obek, y el apotecario asintió antes de
marcharse.
Un grito de advertencia se produjo un momento más tarde.
Provenía de algún lugar más profundo en la Forjada. Era Xen.
—Zandu, Varr —les dijo a los otros—, conmigo.
Encontraron a Xen fuera de una de las cámaras de armamento.
Estaba junto a Raios y Phokan.
La Forjada de verdad era enorme y contenía docenas, tal vez
cientos de cámaras de armado, depósitos de munición, armerías e
incluso hangares. En el poco tiempo que habían pasado confinados
en su interior, los Salamandras solo habían visto la superficie de
todo lo que contenía. —Esperad aquí —dijo Xen cuando Obek se
acercó a ellos. Phokan y Raios habían formado un perímetro a
ambos lados de un arco que conducía a la sala y apuntaban con sus
armas hacia el interior.
—Cuidado con eso —dijo Obek a los legionarios.
Dada la enorme cantidad de equipamiento militar guardado
en aquel lugar, cualquier proyectil perdido podría desatar una
reacción en cadena que arrasaría con la Forjada y con los propios
legionarios.
Obek se acercó al vexiliario.
—Muéstrame…
—Al principio lo confundí con una armadura Mark IV vacía. —
Xen hizo un gesto con su espada, y Obek siguió con la mirada hacia
donde había señalado. Vio una sala oscura llena de armaduras
polvorientas colocadas de pie y dispuestas en filas de al menos
seis armaduras cada una. —Phokan la ha encontrado. Cree que
podríamos usar las armaduras para reparar las nuestras. Y
necesitas un nuevo casco, hermano capitán. Algo se estaba
moviendo, Obek pudo verlo en aquel momento. Si bien había sido
difícil de distinguir entre la oscuridad de aquella inmensa sala,
una figura se movía con lentitud de una servoarmadura a la
siguiente. Parecía corpulenta, más o menos del tamaño de un
legionario. —¿Lo has llamado?
—Es imposible que no haya oído mi advertencia, pero no ha
reaccionado. Me gustaría dispararle.
—No hasta que sepamos quién o qué es. ¿Sabemos dónde se
encuentran todos nuestros legionarios?
Xen asintió y soltó una maldición.
—Este lugar es un maldito laberinto, imposible de reconocer
desde dentro. Podría haber todo un ejército aquí dentro y nunca
nos enteraríamos.
—Sabemos seguro que hay un ejército ahí fuera, hermano.
Uno que quiere matarnos —dijo Obek—. Me arriesgaré a
quedarme aquí.
—Podría hacerlo salir, hermano capitán —propuso Raios—.
Confrontarlo. Averiguar a qué nos enfrentamos.
—Siempre ansioso, vengu —musitó Phokan, lo que hizo que el
otro dragón de fuego lo fulminara con la mirada.
Obek los ignoró y se volvió hacia Xen, quien volvió a asentir.
—Hazlo —ordenó Obek a Raios, quien hizo un saludo
apasionado antes de alejarse de sus hermanos—. El resto, estad
preparados.
Fai’sho encontró a T’kell, de pie frente a la puerta de la Forjada y
musitando algo para sí mismo.
—¿Padre Forjador? —lo llamó.
T’kell casi no se movió. Aparte de Fai’sho, estaba solo y de
espaldas al apotecario. Avanzó un paso hacia la puerta.
—Hermano, ¿qué haces? —preguntó el apotecario.
—No puedo…
T’kell se volvió cuando Fai’sho lo alcanzó. Su pistola de plasma
relucía bajo la luz de los candeleros y llamó la atención del
apotecario.
—¿Qué…?
—¡No puedo… detenerlo!
T’kell disparó.
Raios había entrado en la cámara de armado con el bólter apoyado
en el hueco de su brazo y en su barbilla mientras se acercaba a la
figura.
—Date la vuelta —le advirtió—. Date la vuelta e identifícate.
Hazlo… —No soy ninguna amenaza para ti, legionario.
Dio un paso hacia la luz y reveló ser un adepto del
Mechanicum vestido con una túnica roja. Pese a que parecía ser lo
suficientemente humano, la mayor parte del cuerpo, o al menos la
parte que Raios podía ver, era cibernética.
—¿Quién eres?
Obek y el resto lo habían seguido, con Phokan en la
retaguardia.
El adepto dirigió la mirada hacia el capitán de los
Salamandras.
—Un archivista, mis maestros marcianos me dejaron aquí.
¿Creías que tu señor Vulkan construyó este lugar por sí mismo? Mi
tarea es mantener y catalogar lo que alberga.
—¿Y protegerlo? —preguntó Xen, aún sin haber bajado la
guardia. —No cuento con ninguna facultad de combate —le dijo a
Xen—, aunque sí poseo un gran conocimiento de esta armería y
del equipo bélico que contiene. Por ejemplo, sé que hay un hangar
en el núcleo de la Forjada lo suficientemente grande para contener
una nave forja. También sé que la intención de Vulkan era que este
lugar albergara sus mejores creaciones.
—¿Tal vez podamos usarlo? —murmuró Zandu tras volverse
hacia Obek.
—Este ya no es un lugar seguro para guardar los artefactos —
caviló Obek en voz alta—. Pero sus conocimientos podrían sernos
útiles. —Se dirigió hacia el archivista—. ¿Sabes dónde se
encuentran las armas más grandes? ¿Las torretas, Rapiers,
Tarántulas?
El archivista asintió.
—Poseo un gran conocimiento de esta armería, como ya he
dicho. —Resulta tan irritante como la mayoría de marcianos —
musitó Xen, y bajó su arma.
—Pero, primero, una pregunta —dijo el archivista.
Obek frunció el ceño, confuso por el repentino giro de
acontecimientos. El adepto estaba desarmado y tenía las manos a
los lados. Su túnica no parecía esconder ningún arma y su postura
no sugería ninguna amenaza. Y, aun así…
—¿Portáis alguno de los artefactos del primarca ahora? —
preguntó el archivista— ¿Se encuentran en algún lugar de este
planeta?
Obek frunció el ceño y volvió a alzar su pistola bólter.
—¿Quién eres de verdad? ¿Qué estás haciendo aquí?
—Ya sabes quién soy —repuso el archivista, aunque no hizo
ningún gesto, ni amenazante ni de ningún otro tipo. Su voz surgía
de un emisor vocal escondido en algún lugar de su túnica, bajo la
capucha.
Obek abrió mucho los ojos al darse cuenta de la verdad.
—El adepto…
El archivista asintió una vez más, un mero títere bajo cuerdas
bináricas. —¿Cómo? —preguntó Xen—. Estaba muerto.
—Lo estaba. Lo estoy —dijo Regulus en la voz del archivista—.
Y no lo estoy. Todos esos estados, por contradictorios que
parezcan, son ciertos. Eres bienvenido a considerar lo que implica
eso, aunque mi teoría es que entender mi naturaleza tendrá una
importancia secundaria para ti. Xen alzó su bólter. Todos lo
hicieron.
—No importará —les dijo Regulus—. ¿No lo habéis resuelto
ya?
—Matadlo —ordenó Obek.
Los legionarios Salamandras dispararon y destrozaron al
archivista. No obstante, al terminar el rugido de los disparos,
oyeron otro sonido que resonaba por la armería.
Xen se volvió hacia los otros.
—La puerta…
Se estaba abriendo.
Fai’sho parecía estar muerto. Yacía boca abajo y tenía un agujero
humeante en el pecho que lo había atravesado hasta su mochila de
energía. La ausencia de mucha sangre sugería que era una herida
de plasma.
Su asesino estaba de pie frente a ellos, y todos los ojos rojos
como el ámbar estaban posados sobre él.
—T’kell… —Obek fue el primero en hablar, pero no había
bajado su arma—. ¿Qué estás haciendo?
Había activado el mecanismo de la puerta, y una fina rendija
había aparecido en su base según empezaba a alzarse.
—No estoy… en control —balbuceó T’kell, con su voz
mecanizada llena de una agonía muy humana.
—¡Capitán! —Xen se puso delante de Obek y se preparó para
disparar—. Está armado.
T’kell tenía su pistola de plasma en la mano y la sostenía a la
altura de la cintura, aunque aún no estaba listo para disparar.
—Detén el mecanismo —le ordenó Obek tras apartar a Xen—.
Hazlo, Padre Forjador.
—Quiero… Quiero hacerlo… —Se dio un golpecito en la frente
—. Está aquí… El código malicioso me infectó. Creía que… lo había
purgado. Me equivoqué.
La pistola de plasma pareció alzarse por voluntad propia, y
Xen y el resto estaban a punto de abrir fuego cuando Obek los
detuvo.
—¡Esperad! —gritó.
La puerta se estaba alzando y T’kell no podía o no quería
detenerla. Les estaba apuntando con el arma que ya había usado
para derribar a Fai’sho.
—Avisa a todos los que queden —le dijo Obek a Xen—. Trae
todo lo que ya hayamos encontrado y establece un cordón de
fuego. No hay tiempo para discutir, hermano.
Xen cumplió sus órdenes. Primero retrocedió y luego empezó
a correr hacia el interior de la Forjada mientras gritaba órdenes
por el comunicador. Se llevó a Raios y Phokan con él. Zandu se
quedó al lado de su capitán.
—Tú también, sargento.
—Negativo, hermano capitán.
Obek le dedicó una mirada apesadumbrada, pero cedió.
—Fuiste tú, ¿no es así? —le preguntó a T’kell—. El que me
golpeó por la espalda en el campamento. Incluso en aquel
entonces ya estabas a su merced.
T’kell asintió. La pistola de plasma se alzó más. Casi la tenía
apoyada contra su sien…
—Puedo detenerlo.
Obek negó con la cabeza.
—Así no, Padre Forjador. Te necesitamos. Vulkan te
encomendó una tarea sagrada, una que me pediste que te ayudara
a cumplir.
—Puedo detenerlo.
T’kell disparó.
—¡No! —gritó Obek, abalanzándose sobre él, pero fue
demasiado tarde.
Y la puerta seguía alzándose.
Kurnan había agrupado a sus tropas junto a la puerta. El pasillo
era lo suficientemente amplio como para que un gran equipo de
fuego formara filas de a diez, por lo que hizo que los servidores se
colocaran en la vanguardia. Sus compañeros Hijos de Horus
avanzarían en la segunda fila y usarían las tropas del Mechanicum
como armadura blindada.
—Se alza, hermano —dijo Ghodak, observando a través de la
masa de cuerpos ciberorgánicos.
Kurnan asintió, también con la mirada puesta sobre la rendija
de la base de la puerta.
—¿Caminarán hacia su destrucción sin titubear? —le
preguntó al único servidor que se había alejado de su fila para
acompañar a los legionarios.
—Ni conocen ni sienten el miedo ni ningún tipo de instinto de
autosupervivencia, capitán —repuso la máquina con su voz
monótona, aunque con la arrogancia característica de Regulus.
—¿Estás seguro, adepto? Los Salamandras habrán tenido
tiempo de prepararse.
—Puedes estar seguro de que no se echarán atrás.
Varios cientos de máquinas habían formado filas delante de la
puerta, con lo que quedaba de los skitarii mezclados entre ellas.
Las propias fuerzas de Kurnan eran menos numerosas. Según
sus cálculos, debían estar cerca de los números que aún poseían
los hijos de Vulkan. —No obstante, quiero al tecnomarine con vida
—dijo el servidor, y hubo algo siniestro en la frialdad con la que
pronunció las palabras—. Todavía tengo un uso para él. Tiene
información que me gustaría obtener para mi…
Dejó de hablar, como una comunicación que se interrumpía.
Reinó el silencio durante unos segundos.
—Eso ha sido inesperado.
Kurnan torció el gesto.
—Me estás mintiendo, emisario. Y, cuando todo esto acabe, me
contarás la verdad sobre lo que estás haciendo aquí.
El servidor no contestó. Su mirada muerta estaba fija en la
puerta que se elevaba con lentitud.
Observando y esperando. En cuanto hubo llegado a la mitad
de su ascenso y hubo creado un hueco lo suficientemente amplio
como para pasar por debajo, empezó la batalla.
Obek y Zandu arrastraron a T’kell hasta detrás de la línea de fuego
mientras Xen activaba las torretas.
Dispuestos en un medio anillo con forma de hoz, de cara a la
puerta desde todas direcciones y en una enfilada de fuego, las
Rapiers y las Tarántulas montadas sobre pinzas rugieron al
disparar en cuanto detectaron movimiento.
—¡Aquí vienen! —tuvo que gritar Xen para que lo oyeran
sobre el fuego atronador de las armas. Su armadura se iluminó
por los disparos con un color pálido y monocromático.
Sus hermanos quedaron iluminados del mismo modo, los
Indemnes que se habían alineado en otra formación unos metros
por detrás de los cañones automáticos.
Una salva abrasadora los golpeó cuando los renegados les
devolvieron el fuego y los rayos láser y los proyectiles sólidos
chocaron en una tormenta mortal. Tres de las torretas cayeron
rápidamente, destrozadas por las descargas combinadas de un
grupo de batalla del Mechanicum que se movía con lentitud pero
sin descanso.
A pesar de los disparos recibidos, los servidores seguían
avanzando. Algunos se tambaleaban y se tropezaban con los
cuerpos de los caídos antes de quedar aplastados por las filas que
seguían sus pasos.
—Hijos de Vulkan —declaró Obek tras tomar su posición en la
línea de fuego con su pistola bólter delante de él; un símbolo tan
poderoso como cualquier icono o estandarte—, estamos en las
salas del último legado de nuestro padre. Somos lo único que
queda para defenderlo. Miró a T’kell y a su cráneo medio
destrozado y fusionado con sangre y aceite; luego a Zandu, que
parecía encontrarse al borde de la muerte, y a Xen, quien había
desplegado el estandarte que tanto quería descartar a favor de un
deber con más gloria, y supo que moriría de buen grado con
aquellos hombres, aquellos hermanos de Nocturne. Incluso con
Varr, quien no podía ocultar la locura en sus ojos, la cicatriz que
llevaba, las cicatrices que todos llevaban…
—¿Qué significa el sacrificio?
La puerta seguía alzándose. Los servidores seguían
avanzando. Las torretas se iban quedando en silencio una a una.
Una horda sin fin contra un andrajoso grupo de hijos de la
forja… —Vivir donde otros han muerto —respondieron los otros al
unísono—. No conocer nunca el dolor de nuestra mayor traición.
Nunca sentir la punzada de nuestra vergüenza reflejada en el
cuchillo de un traidor —gritaron, pues sus voces se alzaban por el
desafío—. Nunca haber sangrado sobre las arenas negras de
Isstvan.
La horda seguía avanzando, implacable a pesar de las
horribles pérdidas que había sufrido. En medio de sus filas se
apreciaba el brillo de la armadura de una legión traidora.
—Os daré un propósito —rugió Obek, señalando a los
traidores—, y nunca más seremos Indemnes. Conoced la gloria,
encontrad la venganza. ¡Por Vulkan!
—¡Por Vulkan! —respondieron con un grito atronador.
¡ p g
Las torretas casi habían caído. Cuando lo hicieran, los
Salamandras por fin se enfrentarían a su enemigo.
DIECISÉIS
La sombra de las arenas negras
Nadie podría haberlos acusado de no ser valientes. El coraje no
había sido su perdición. No saber cuándo rendirse, no saber
cuándo ya estaban muertos, aquello era lo que había acabado con
los hijos de Vulkan.
—Mártires altruistas en una guerra que nunca entenderán —
musitó Kurnan—. Pobres idiotas engañados.
Se abrió paso a través de la vanguardia de servidores, que no
eran mucho más que escudos de carne, y vio a los legionarios
Salamandras a través de los huecos entre los caídos.
Maltrechos y agotados por la batalla, sabía que los Dragones
de Fuego no se rendirían fácilmente.
«¿Qué es lo que se suele decir? ¿Ojo por ojo y diente por
diente?»
Sería sangriento.
—Deberíamos haber hecho esto hace horas —transmitió
Solomus por el comunicador. Estaba cerca y se volvió hacia
Kurnan, quien podía imaginar la sonrisa de oreja a oreja tras la
placa frontal del legionario. Por mucho asco que le diera aquello,
Rayko tenía razón. Cazar a los Salamandras hubiera sido mejor
idea que enfrentarse a ellos y a sus torretas cara a cara, contaran
con escudos o no.
—Ya pronto estarás matando como quieres —dijo Kurnan
antes de cortar la transmisión.
Los servidores estaban dañados y sus filas casi destrozadas
por las defensas automáticas de los primos de tez oscura de
Kurnan. Pronto alcanzarían a los legionarios Salamandras, y
entonces comenzaría la lúgubre lucha con espadas.
Antes de que la última torreta cayera, Obek ordenó el ataque.
Xen lo lideró desde su posición como punta de lanza y el resto
se colocó en sus dos flancos y detrás de él. Raios y Phokan estaban
cerca. Oyó sus gritos de guerra sin palabras mientras luchaban con
la tenacidad propia de los Dragones de Fuego. Xen alcanzó a un
servidor en la garganta con su primera estocada, y el golpe del
revés que siguió le cortó la cabeza, pero no se detuvo. Raios había
dado un paso adelante y había partido a un skitarii por la clavícula
y le había arrancado el brazo. Phokan lo derribó al golpearlo con
su hombrera tras ver que buscaba su pistola para luego pisarle la
cavidad del pecho una vez estuvo en el suelo.
Drakos relució cuando Xen la blandió por encima de su cabeza
tras colocarse de nuevo en la vanguardia para cortarle el pecho a
un segundo autómata. Ignus cortó por el flanco y ambas espadas se
encontraron en un choque metálico que partió por la mitad al
servidor.
Una vez más, continuó avanzando hacia la horda, y la sangre y
el aceite goteaban de sus espadas cada vez que las liberaba de
algún enemigo. Raios y Phokan, en su visión periférica, lo seguían
paso a paso.
—Nunca conocer la gloria —rugió.
—Que se nos niegue la venganza —gritaron Raios y Phokan al
unísono. Varios servidores habían muerto y muchos más estaban
heridos de gravedad, por lo que se había abierto un pequeño
cordón alrededor de Xen, lo que le dio tiempo suficiente para
envainar a Ignus y sujetar un trozo del estandarte que tenía
envuelto sobre los hombros como un mantón. Pese a que estaba
lleno de manchas de sangre, los Indemnes declararon su furia
cuando lo alzó.
Una segunda línea de skitarii entró en la batalla y disparó sus
carabinas y culebrinas con intenso frenesí. Su apremio era
parecido al miedo, una manifestación del terror transhumano que
experimentaban todos aquellos que luchaban contra los marines
sin ser ellos transhumanos. Incluso los servidores, al menos
aquellos que conservaban algún atisbo de conciencia, parecían
reacios a combatir tras comprobar la ferocidad de los Dragones de
Fuego.
Los legionarios Salamandras se valieron de aquello.
Xen talló un surco en el corazón de las tropas del Mechanicum
mientras Zandu y Varr defendían ambos flancos con los restos de
sus escuadras.
Si bien Zandu no contaba con la habilidad ni la elegancia de
Xen, lo compensaba con una agresividad brutal. Su arma sierra
segó las vidas de numerosos traidores, salpicándose de sangre y
aceite. Tras derribar a un servidor al clavarle los dientes de la
sierra en su carne gélida hasta que se hundió, pisó la cabeza de
otro que había estado intentando levantarse. Agarró a un tercero
de la garganta, con la otra mano firme sobre la empuñadura de su
espada, y apretó hasta que sus dedos ataviados en guantelete se
encontraron y la cabeza del servidor cayó al suelo.
No menos implacable, Varr empuñaba un martillo del trueno y
su risa de loco no encajaba con su eficiencia, que parecía ser un
metrónomo. Aniquilador, el nombre tan poco sutil que había
escogido para su martillo, solía estar atado en su espalda,
apartado, pues su lanzallamas tenía prioridad. No obstante, estaba
metido en una batalla cuerpo a cuerpo, demasiado cerca para
emplear el fuego, por lo que empuñaba su martillo.
—¡Vulkan! —rugió, y cada golpe de Aniquilador quedaba
acentuado con el crujido del metal o del hueso.
No dijo si veía a Vulkan en aquellos momentos de furia, pero
luchaba como un legionario bajo la atenta mirada de su primarca.
Todos lo hacían o, al menos, eso era lo que parecía.
El lugar que defendían los Salamandras no era una armería
sin más, sino que era su cuerpo, su carne. Era lo único que quedaba
del Señor de los Dragones.
«Es como si fuera su tumba», pensó Obek tras observar cómo
Xen descuartizaba y derribaba con la precisión de un verdugo.
El capitán estaba situado detrás de la vanguardia, aunque se
mantenía cerca de Xen. A pesar de sus ansias de combate, Phokan
y Raios no dejaban de retroceder para que Obek contara con
protección en ambos flancos. Por mucho que le molestara que los
demás consideraran que necesitaba dicha escolta, al haber
perdido un brazo ya no era el guerrero que solía ser. Aun así, su
pistola bólter nunca dejó de disparar, y rugía en descargas de uno
o tres disparos para conservar munición, pues recargar en
aquellos momentos sería difícil. En cuanto oyera el sonido
metálico que indicaba que se había acabado el cargador, la
descartaría y empuñaría la espada de combate envainada en su
cinto.
A través de la pelea brutal que los servidores se estaban
esforzando por soportar, Obek vio que un skitarii se acercaba
demasiado a Raios. Obek le disparó a través de sus lentes
brillantes, lo que hizo que le detonara el cráneo de forma violenta
un instante después.
Raios dirigió una mirada llena de sorpresa y de alivio en
dirección a Obek.
—Puedes darme las gracias más tarde, vengu —dijo el capitán.
El otro Dragón de fuego asintió con brusquedad.
Raios derribó a otro enemigo y Obek disparó a uno que había
conseguido rodearle por el costado y atacarle por su punto ciego
casi a bocajarro.
—Xen —transmitió a través del comunicador—, calma. Nos
están rodeando.
Pese a que un icono de acatamiento parpadeó en la lente
izquierda de Obek, al echar un vistazo al campo de batalla supuso
que iban a rodearlos igualmente.
Pensó en ordenar la retirada, pues podrían retroceder hasta
las profundidades de la armería y hacer que los renegados
lucharan sala a sala. No obstante, desestimó la idea casi de
inmediato. Obek sabía que no contaban con el número de tropas
q p
suficiente; era por esa razón que no habían luchado de ese modo
desde el principio.
Y, en aquel momento, tras ver a dos dragones de fuego caer
ante un asalto de hojas mecanizadas y cómo a Gairon lo
empalaban por el pecho y le destrozaban su hombrera izquierda,
se percató de que aquello no tenía nada que ver con la
supervivencia o la huida.
«Esta es nuestra Masacre del Desembarco. Este es nuestro
Isstvan V. Aquí es donde morimos.»
Pese a que Gairon logró derribar a su atacante, estaba
sangrando mucho por los agujeros de su armadura.
Obek llamó a Votan.
Un dragón de fuego había tenido que quedarse atrás para
defender a T’kell y Fai’sho, una precaución que en aquel momento
ya no parecía importar.
—Mata a tantos como puedas, Votan, pero no dejes que
ninguno de nuestros hermanos heridos caiga en sus manos.
—Entendido, hermano capitán.
—Vulkan vive, Votan.
—Lo honramos con nuestro sacrificio.
El rencor hizo que el gorjal de Obek se alzara como el ácido
que sentía en la garganta. Cortó el canal del comunicador.
Más legionarios Salamandras estaban muriendo y, del mismo
modo que una mano retrocede de forma instintiva cuando recibe
un golpe, los hijos de Vulkan se habían colocado en una formación
más apretada. Por muy impenetrable que fuera, muchas defensas
desesperadas lo eran.
Solo cuando los Hijos de Horus entraron en la batalla, Obek
empezó a ver cómo se acercaba el fin de verdad.
Kurnan vio a su capitán y supo que era a él a quien tenía que
matar. Su honor lo exigía.
Era cierto que el dragón de fuego había perdido un brazo, pero
había matado a tres de los hermanos legionarios de Kurnan e
incluso en aquel momento, tan debilitado como estaba, luchaba
con ferocidad.
Se abrió paso por las filas cada vez más reducidas de
guerreros del Mechanicum y luchó espada con espada contra un
legionario Salamandra. No salió ninguna acusación ni insulto de
los labios del guerrero, tan solo una intensidad feroz que nacía de
una esperanza perdida.
Los hombres de Kurnan y los restos de las hordas de Regulus
los rodeaban. El nudo se apretaba a cada segundo que pasaba, la
terrible horca que todos los héroes temían, fueran transhumanos
o no. Era la muerte del honor, el final de la gloria. La ignominia.
La mancha de aquella palabra se sentía espesa sobre la
armadura de Kurnan. Mientras luchaba contra el dragón de fuego,
unos recuerdos amargos de Isstvan V aparecieron en su mente
consciente.
«Renegado. Perro desleal… Traidor.»
Kurnan desarmó a su oponente y clavó su cuchillo de combate
hasta la empuñadura en el pecho del guerrero. Oyó un líquido
salpicar el interior de la placa frontal del otro legionario. Luego se
produjo un borboteo y finalmente el ahogo.
—Te he perforado los pulmones —susurró tras acercarse al
dragón de fuego para poder usar su cuerpo de escudo—. Te estás
ahogando con tu propia sangre.
El guerrero se sacudió y trató de luchar contra lo inevitable.
—No importará —continuó Kurnan, retorciendo la espada y
llevándola hacia arriba con tanta fuerza que levantó al legionario
—. No puedes luchar contra esto. No tiene sentido. —La luz murió
en los ojos del legionario. Kurnan lo vio a través de sus lentes
rojas, como un fuego que se apagaba de repente.
El contraataque se produjo con rapidez, y Kurnan hizo girar el
cuerpo del dragón de fuego muerto justo antes de que una espada
sierra lo golpeara. La sangre y los fragmentos de metal cayeron en
forma de cascada desde la herida, y el chirrido de los dientes de la
sierra al cortar la ceramita se mezcló con el grito de dolor e ira del
legionario que acababa de cortar a su hermano.
Sosteniendo aún su escudo improvisado, Kurnan arrancó su
espada y provocó una fuente de sangre. Luego tiró del cuerpo para
alejar la espada del otro dragón de fuego, que seguía ensartada en
la armadura del guerrero muerto. Cuando el dragón de fuego trató
de liberar su espada, desesperado, Kurnan se echó hacia delante y
lo apuñaló en el cuello, en el hueco entre el gorjal y el casco.
Lo hizo tres veces más con rapidez y luego paró una espada
que se dirigía hacia su cuello antes de abollar el costado del casco
de su asaltante con su guantelete. El legionario se tambaleó antes
de retirarse hacia sus otros hermanos. Los Salamandras estaban
cerrando filas para una retirada.
Los enemigos de Kurnan se estaban alejando de su alcance.
Alzó un puño para detener la batalla. Los servidores habían
muerto, por lo que solo quedaban los skitarii, e incluso ellos
respetaron el combate entre los antiguos camaradas.
—¿Qué estás haciendo? —dijo la voz sibilante de Solomus a
través del comunicador—. Acabemos con ellos.
—Esto no es Isstvan. No pienso hacer eso otra vez —repuso
Kurnan antes de añadir en voz baja—: Somos guerreros, no
asesinos.
—Somos lo que Horus necesite que seamos —siseó Solomus.
Acechaba la lucha como los lobos que habían dado nombre a la
antigua legión y pisaba los cadáveres de aquellos a quien él mismo
había matado. Sus ojos fríos buscaban a alguien con quien pudiera
seguir manchando su espada de sangre. Kurnan solo quería a uno
de ellos y, tras ignorar la impudencia de Solomus, encontró al
guerrero en medio de un escudo cada vez más mermado de
servoarmadura verde dragón.
«Aún queda algo de honor en esta galaxia.»
Alzó la espada, con sus dientes aún húmedos y relucientes. El
hedor que desprendía, que apestaba a sangre y sudor, casi lograba
esconder el aroma embriagador de la ceniza y el hollín. Resultaba
sofocante, y Kurnan decidió que quería abandonar aquel lugar
cuanto antes.
—Tú… —musitó, alzando la voz para que pudiera escucharlo a
través de las numerosas sierras que chirriaban al mismo tiempo
en un coro discordante—. De capitán a capitán.
Era el fin, Obek lo sabía. Lo había sabido antes de que entraran en
la Forjada, pero la negación era una emoción muy fuerte en la
cultura nocturnense. Algunos la llamaban desafío.
Sintió cómo los cuerpos con armadura se apiñaban a su
alrededor, notó el aliento que salía por sus placas frontales y olió
su sangre y la de los renegados en sus respectivas armaduras.
Manchados, llenos de cicatrices, lejos de la gloria y con solo un
atisbo de venganza para compensar toda aquella muerte.
«¿Fue esto lo que sucedió en Isstvan V?»
No había arena negra bajo sus pies, sino obsidiana negra, y su
sangre y la de sus enemigos era casi invisible sobre ella.
Obek intercambió una mirada con el otro capitán y se abrió
paso entre sus propios guerreros.
Xen intentó ponerse en su camino.
—Hermano capitán…
—No intentes detenerme.
Raios estaba sangrando en el suelo tras haber sido apuñalado
en el cuello. Gairon yacía cerca con una hendidura irregular en el
pecho que llegaba hasta su garganta. Y no estaban solos. Ni de
cerca.
Xen le alcanzó una espada, una spatha serrada forjada con
elegancia. —Esta es Drakos. Su filo nunca me ha fallado.
Pese a que Obek pensó en rechazarla, no podía deshonrar
semejante regalo, por lo que asintió y envainó su ensangrentada
hoja de combate para empuñar la spatha de color verde.
—Una excelente compañera para un duelo de honor.
—No hay nada de honorable en todo esto —dijo Xen con la
mirada fija en el capitán renegado—. Él no lo será, y tú solo tienes
una mano, capitán.
Obek esbozó una sonrisa y le pareció que había pasado toda
una eternidad desde la última vez que había sonreído con
sinceridad. Supuso que no era alegría o felicidad lo que sentía,
sino algo más parecido al alivio.
—Solo necesitaré una —dijo con un humor sombrío de
repente—. Al menos para matar a este perro. Cuando acabe…
—No nos capturarán con vida.
Se miraron a los ojos y entrelazaron sus antebrazos, aunque lo
que agarró Xen fue un muñón cauterizado.
—He traído la vergüenza sobre nosotros —dijo Xen—. Ahora
lo veo. —Expía tu error vengando mi muerte —se rio Obek. Pensó
en T’kell y en el juramento que le había hecho, pues estaba a punto
de fallarle a él y a todos aquellos que habían ido a la Forjada en
busca del honor y de un propósito y que solo habían encontrado la
muerte. Aquello hizo que encontrar la determinación para hacer
lo que iba a hacer fuera más fácil.
—Ven, entonces —le dijo Obek al capitán—, si tantas ganas de
morir tienes.
Intercambiaron un saludo cortante. A pesar de que Obek sabía
que su oponente llevaba las de ganar, él había matado a tres de los
suyos en combate cuerpo a cuerpo por sí mismo, y aquello tenía
que contar para algo.
—En nombre de Vulk… —empezó a gritar antes de que algo lo
interrumpiera. Tenía una espada clavada en el pecho, y se
tambaleó antes de ver al renegado con la mano extendida y darse
cuenta de que la había lanzado.
—¡Joder, Solomus! —rugió el capitán renegado antes de que se
desatara el caos una vez más.
Xen se abalanzó sobre el renegado que había lanzado la hoja, el tal
Solomus, y Zandu y Phokan ayudaron a Obek a ponerse de pie. Uno
de los renegados salió del medio círculo de guerreros para
interceptarlo, pero Xen lo derribó con Ignus antes de que siquiera
pudiera soltar un grito de guerra. Apartó el cadáver de una patada
casi sin interrumpir su avance y se encontró con la espada que
había desenvainado Rayko Solomus con prisa.
Los otros Salamandras también estaban luchando, una
avalancha de espadas y armaduras demasiado rápida y variada
como para poder ver lo que sucedía mientras ambos bandos se
encaraban ante sus respectivos enemigos. La atención de Xen
estaba fija en uno de ellos.
Solomus era rápido, y su gladio se volvía borroso. A diferencia
de la espada de Xen, la del renegado era algo mediocre, tan solo
una herramienta para matar con la brutalidad que aquello
requería. No obstante, su habilidad no tenía nada de mediocre y
Xen se vio obligado a pasar a la defensiva casi de inmediato.
El Hijo de Horus luchó con una agresión y una intensidad
puras que Xen casi nunca había visto en el campo de batalla. Había
estado en otras contiendas, principalmente durante la Cruzada, y
aquel tipo de instinto nunca se iba, pero el filo… El filo podía
perderse con el paso del tiempo.
Xen paró golpe tras golpe, aunque no pudo encontrar ningún
punto flaco por el que atacar. Deseaba contar con Drakos también,
pues la otra espada le habría proporcionado una ventaja que
necesitaba de forma desesperada. Vio que Obek se ponía de pie y
se arrancaba la espada lanzada. Pese a que Phokan y Zandu
estaban frente a él y luchaban contra los renegados, estaban
viéndose obligados a retroceder.
—Morirás igual que tus hermanos, sangrando y sin esperanza.
Xen recibió un golpe en el antebrazo. Fue profundo y se abrió
paso por la ceramita y el adamantio hasta alcanzar su piel. Le
dolió, aunque sonrió igualmente tras clavar una estocada en el
pectoral derecho del renegado. Pese a que la armadura absorbió la
mayor parte del impacto, Solomus soltó un gruñido de dolor. Un
segundo golpe, por encima de la cabeza, se encontró con el filo del
acero del renegado y soltó chispas. Xen hizo un tajo hacia el flanco
de su contrincante, pero este lo paró también. Una segunda
estocada… Solomus la desvió con la palma de la mano con tanta
rapidez que Xen casi no pudo creer que lo hubiera hecho. La
dilación momentánea fue su error.
Un puñetazo contra su plexo solar hizo retroceder a Xen uno o
dos pasos, lo suficiente para hacer que perdiera el equilibrio.
Solomus empuñó una segunda espada, la tercera si contaba la que
había lanzado a Obek. Era fea como las otras, con una punta en
forma de garfio y con un brillo oscuro.
La estocada se produjo tan rápidamente que Xen casi ni la vio
venir. Paró esa espada, pero no la que tenía forma de gancho y que
se clavó entre su hombrera y su cuello. Sintió una sacudida cuando
Solomus lo arrastró hacia delante al tirar de su hombro derecho
hacia la izquierda para darle la vuelta de forma salvaje. No vio la
punzada que le hizo un corte en el costado ni el golpe en su mejilla
que explotó como el fuego blanco en su ojo derecho.
Xen se tambaleó y experimentó algo que no había
experimentado nunca.
La derrota.
Con la vista nublada, sintió algo que se deslizaba en su pecho y
hacia abajo. A pesar de que estaba caliente al principio, luego se
volvió frío, aunque su sangre brotaba por toda su armadura. Cayó
e hincó una rodilla en el suelo antes de apoyar la otra también.
Ignus relucía fuera de su alcance. No recordaba haberla soltado.
Solomus se cernió sobre él.
—Sangrando y sin esperanza…
Alzó ambas hojas. A Xen le costó no verlas como una
guillotina.
—Vulkan vive… —dijo Xen, y se preparó para encontrarse con
su destino… hasta que el ruido y la furia invadieron la cámara.
Solomus dio media vuelta para encontrarse con una explosión
aullante que lo derribó antes de alcanzar a Xen y a muchos otros.
Los Salamandras y los Hijos de Horus salieron volando como la
ceniza en el viento. Un pensamiento surgió en la mente de Xen en
sus últimos momentos de conciencia.
«Krask.»
DIECISIETE
El Raven y la Gorgona
Phokan y Zandu estaban arrastrando a Obek hacia donde yacían
T’kell y Fai’sho cuando el capitán oyó el tintineo lejano de las
granadas al chocar contra el suelo y gritó una advertencia ronca.
—¡Al suelo!
Vio a Phokan y Zandu prepararse para el impacto antes de que
un rugido ensordecedor hiciera que la cámara temblara y se
llenara de humo y fuego. Unos instantes después se produjo el
tamborileo impasible de los bólters. La mano de Zandu sobre su
hombro lo mantuvo apretado contra el suelo, y Phokan se había
colocado delante de él para protegerlo, lo que también le impedía
ver con claridad, pero Obek logró entrever a los guerreros que se
movían a través de la cortina de humo que se iba disipando
lentamente. Un proyectil de bólter alcanzó a uno de los renegados
y el impacto le hizo girar sobre sí mismo antes de que otros dos
proyectiles lo derribaran. Varios destellos de descargas
iluminaron la oscuridad al mismo tiempo cuando una salva
constante golpeó a los Hijos de Horus, quienes reaccionaron
devolviendo fuego.
Pese a que lo primero en lo que pensó Obek fue en Zau’ull y en
Wyvern, el legionario que salió primero del humo vestía armadura
negra y un casco con el patrón de Corvus y no era un capellán.
Empuñaba una espada larga con una hoja que desprendía energía.
Las motas de polvo estallaban en llamas al tocar el campo de
energía del arma.
Obek había pensado que estaban todos muertos o
desperdigados por los vientos de la galaxia.
Si bien el hijo de Corax no llegaba acompañado de sus
hermanos, tampoco estaba solo. Otros guerreros de armadura
negra le seguían, con un guantelete blanco blasonado en sus
hombreras. La Décima de Hierro, los hijos de la Gorgona.
—Manos de Hierro…
Liderados por alguien de la Decimonovena, eran guerreros
que Obek conocía. No sabía qué hacían aquellos guerreros de las
llamadas Legiones Destrozadas en la Forjada. Pero aquello tendría
que averiguarlo después, si lograba sobrevivir.
Una sombra abrió un camino entre los Hijos de Horus. El cuerpo
de Xen estaba luchando por estabilizarse tras las graves heridas
que había recibido y se percató de lo que estaba viendo. Era uno
de los hijos de Corax. Al igual que muchos otros, había asumido
que todos estaban muertos o desperdigados y fuera del alcance de
sus hermanos. El Guardia del Cuervo que se encontraba con ellos
no reflejaba la luz y, al mismo tiempo, atraía la iluminación de los
candeleros automáticos. Se había convertido en una sombra, y la
oscuridad y él formaban una sola entidad.
El Guardia del Cuervo se enfrentó a Solomus justo al otro lado
del umbral de la cámara. La batalla todavía no había avanzado
desde aquel punto, pues los Salamandras seguían resistiendo. Xen
intentó ponerse de pie con algún tipo de instinto de lucha
arraigado en él y empuñó su espada. La empuñadura se sentía
extraña en sus dedos entumecidos y casi no podía sostenerla.
Consiguió dar medio paso antes de volver a caer al suelo. Un
charco de sangre se había formado bajo él goteando de su
armadura, donde Solomus había clavado su espada.
«Mátalo…» lo animó Xen en silencio, incapaz de hacer otra
cosa que observar, pero decidido a permanecer consciente el
tiempo suficiente para ver el resultado de la batalla.
Solomus atacó con sus dos espadas cuando el Guardia del
Cuervo se abalanzó sobre él; un golpe alto y uno bajo, una finta y
una estocada. No alcanzaron nada más que las sombras, pues el
plastiacero golpeó el aire. La sangre en los ojos de Xen le hizo
parpadear. Estaba dentro de su casco y goteaba por su rostro. En el
segundo que Xen cerró los ojos antes de volver a abrirlos, el
Guardia del Cuervo… cambió. No podía pensar en un modo mejor
de describirlo. Se convirtió en humo atrapado en el viento, voló
para apartarse de los golpes y volvió a tomar forma en el flanco
desprotegido del traidor.
Xen observó cómo Solomus soltaba un gruñido y se sacudía de
dolor después de que un metro de acero de la XIX Legión lo
empalara. Volvió la cabeza lo suficiente para que su mirada
enloquecida cayera sobre su asesino para un último vistazo, una
última maldición, antes de que el Guardia del Cuervo liberara su
espada y partiera a Solomus por la mitad.
Tras ello, Xen cayó y dejó que el olvido se lo llevara.
Los dragones de fuego seguían luchando con tenacidad mientras el
legionario Guardia del Cuervo recorría la Forjada y remataba a los
renegados que habían caído ante la explosión, pero que seguían
con vida. Los Manos de Hierro le siguieron, fríos e implacables, y
Obek ordenó a sus guerreros que dejaran de disparar por miedo
de alcanzar a sus aliados.
Los Salamandras se reunieron hombro a hombro alrededor de
su capitán, que había logrado ponerse en pie. Las Legiones
Destrozadas necesitaron menos de un minuto para poner a salvo
la Forjada y ejecutar a todos los traidores menos aquellos que
habían conseguido abrirse paso y huir. Tras la batalla, las dos
fuerzas se quedaron de pie y se observaron, aunque era un
enfrentamiento nacido de la curiosidad y la incertidumbre, no un
prefacio a la violencia.
—Son las Legiones Destrozadas —musitó Zandu, pues había
oído a los supervivientes de la Tormenta de Ruina hablar de ellas.
Obek asintió, aunque tenía la mirada fija en el Guardia del
Cuervo, que se había detenido para limpiar su espada. Los Manos
de Hierro también se habían detenido y permanecían quietos, con
sus bólters hacia abajo, pero aún listos. Por mucho que quisiera,
Obek no se sentía aliviado. Tampoco sus hermanos, a juzgar por
las armas que permanecían en sus manos, fuera de sus respectivas
fundas.
—Os debemos la vida —dijo, y, tras una breve pausa, añadió—:
Hermanos.
Obek se abrió paso entre sus hombres.
No se produjo ninguna reacción por parte de los Manos de
Hierro, quienes permanecieron quietos. Todos menos uno, un
portador de escudo que giró la cabeza para apartar la mirada de
los legionarios Salamandras mientras el resto los miraban
fijamente a través de sus lentes. Sin embargo, el Guardia del
Cuervo se acercó. Había sacado algo de un bolsillo de su cinturón y
se lo mostró al capitán.
Un emisor hololítico. Obek lo reconoció de inmediato. Una
imagen granulada salió del emisor un instante después y mostró a
otro legionario de los Manos de Hierro, a juzgar por sus elementos
biónicos y el metal que cubría la mitad de su rostro. Parecía viejo y
lleno de cicatrices y tenía una barba puntiaguda similar a un trozo
de metralla.
—Soy Kastigan Ulok, Padre de Hierro —pronunció en una voz
vacía y metálica—. Sabed que habéis sido salvados, Salamandras.
Sabed que sois invitados de las Legiones Destrozadas.
Obek asintió con solemnidad y ordenó al resto que
enfundaran sus armas.
—Morikan os conducirá hasta mi nave, el Obstinado. Tenemos
mucho de que hablar, hijo del dragón. Muchas cosas.
El Guardia del Cuervo, quien evidentemente era Morikan,
cerró la mano para ponerle fin a la transmisión. Hizo un gesto para
llamarlos y se volvió.
—¿Habéis encontrado nuestra nave? —le preguntó Obek
detrás de él, pero el hijo de Corax no reaccionó—. Tenemos
heridos con nosotros, necesitamos…
El portador del escudo lo interrumpió. Pese a que su voz era
profunda y fría, también había en ella algo de compasión.
—Tendréis lo que necesitáis —dijo, antes de quitarse el casco.
Un guerrero de aspecto serio, tez pálida y cabello oscuro como el
carbón cortado a ras le devolvió la mirada a Obek—. Soy Ahrem
Gallikus, del clan Gaarsak. —Estiró una mano y Obek se la
estrechó—. Saurian cuidará de vuestros heridos. —Gallikus le
echó un vistazo al brazo cortado de Obek—. Y creo que yo puedo
encargarme de eso.
Obek entrecerró los ojos.
—¿Saurian? ¿Es…?
—Un Salamandra, sí. Ha estado en el Obstinado desde el
principio. —Me gustaría hablar con él una vez nos encontremos a
bordo.
—Y él también —repuso Gallikus antes de echar un vistazo a
los otros legionarios de los Manos de Hierro que en aquel
momento estaban llenando la cámara—, pero Ulok querrá hablar
contigo primero.
—¿Y qué hay de la Forjada? —inquirió Obek, señalando a la
cámara de armas.
—Ah, ¿es así como la llamáis? —preguntó Gallikus—. Ulok
querrá que le deis acceso a ella y a todo lo que contiene.
Zandu frunció el ceño.
—¿Cómo?
Obek alzó una mano para tranquilizarlo, pero se dirigió a
Gallikus. —Está cámara le pertenece a Vulkan y, por tanto, es
nuestra por derecho.
Gallikus volvió a colocarse el casco, lo que sugirió que la
conversación había llegado a su fin.
—Lo comprendo, pero necesitamos todo este equipamiento de
guerra para la misión.
—¿Qué misión?
Gallikus se volvió para seguir a los otros.
—Encontrarlo y matarlo, por supuesto.
Unos servidores de carga y varios ayudantes con el sello de los
Manos de Hierro habían empezado a llenar el pasillo que conducía
a la Forjada y Obek no tenía ninguna duda de que se encontraban
allí para saquear las cámaras.
—¿Matar a quién? —preguntó.
Gallikus se detuvo para contestar antes de seguir avanzando.
—Al Señor de la Guerra, Horus.
DIECIOCHO
Obstinación
Transportaron a los Indemnes hasta el Obstinado a bordo de un par
de Tunderhawks de los Manos de Hierro. Pese a que quedaban tan
pocos legionarios Salamandras del equipo de aterrizaje original
que podrían haber cabido en una sola cañonera, aquel al que
llamaban Morikan el Silente se había asegurado de que su
reducido grupo se dividiera en dos. Por tanto, Obek viajó en
silencio hasta la barcaza de batalla que los esperaba arriba,
incapaz de saber a ciencia cierta si su situación había mejorado
desde que las Legiones Destrozadas les habían rescatado.
Una vez hubieron atracado, los Indemnes desembarcaron en
una cubierta de hierro negro llena de servidores y otros siervos
mecanizados. Las sombras y las nubes de presión que salían de los
conductos de ventilación no podían ocultar el resto de naves que
se encontraban en la cubierta cuando llegaron: Tunderhawks y
Caestus, naves de asalto en distintos estados de preparación y
mantenimiento. Dos Stormbirds se cernían sobre la flota dispar; a
uno de ellos le habían retirado varias piezas para restaurar el otro.
La labor era algo importante para la Décima de Hierro y, en
aquel lugar, las máquinas trabajaban sin cesar.
—No hay mucha carne entre estos Manos de Hierro —comentó
Zandu en voz baja tras cruzar la corta distancia que separaba las
dos cañoneras. Obek le estrechó el antebrazo al volver a reunirse,
le hizo un ademán con la cabeza a Varr y a Phokan y dirigió una
mirada llena de preocupación hacia T’kell y Xen.
—¿No te has enterado, hermano? —repuso tras devolver su
atención a Zandu—. Nuestros salvadores creen que es débil.
Zandu soltó una carcajada, lo que provocó que empezara a
toser y que acabara manchando de rojo la parte trasera de su
guantelete.
—Tal vez tengan razón —dijo después de recuperarse.
—¿Estás herido?
—No más que el resto.
—Ve a ver al apotecario cuando acabemos.
—¿Cuando acabemos con qué, Portador del Fuego?
Obek volvió la vista hacia las cámaras de la inmensa cubierta
al ver que una puerta que conducía a las profundidades de la nave
empezaba a abrirse. Habían grabado un puño ataviado en un
guantelete sobre la puerta, un artificio escueto y funcional que
insinuaba quién dominaba a bordo del Obstinado.
—Con lo que sea que nos espera detrás de esa puerta.
Se llevaron a los heridos de inmediato, supuestamente hacia
el apotecarion, lo que solo dejó a un pequeño grupo de legionarios
Salamandras sin mayores heridas, que fueron conducidos bajo
guardia hasta una sala de recepción.
Encontraron más hierro oscuro cuando les llevaron a paso
firme hasta una cámara grande y austera que no contaba con
mucha decoración, salvo las columnas cuadradas de su periferia y
el trono situado en el extremo de la sala.
Obek reconoció al legionario que lo ocupaba por sus
augméticos faciales y su barba puntiaguda.
—Ulok.
Morikan el Silente estaba de pie a su lado, casi oculto entre las
sombras.
—Sí —dijo Ahrem Gallikus en voz baja—, pero primero se
dirigirá a sus hombres antes de hablar contigo. Aconsejo que os
mantengáis en silencio —añadió, y empezó a avanzar por la
cámara para colocarse frente a los legionarios Salamandras.
Obek lo agarró del brazo cuando pasó por su lado.
—¿Esto es todo? —preguntó. En la cámara había menos de
sesenta guerreros, incluidos los restos de los Indemnes—. ¿Dónde
están todos los legionarios que vi tomar la Forjada?
Gallikus bajó la vista hacia el guantelete en su brazo y Obek
apartó la mano.
—Tranquilo —dijo antes de ocupar su posición junto a los
demás. Miró de reojo a Obek, quien le decía algo en voz baja al
legionario situado a su lado antes de dirigir la mirada al que
estaba sentado en el trono. Ulok se puso de pie antes de hablar y
alzó las manos para acallar los murmullos de los legionarios.
—Una gran victoria —declaró, asintiendo lentamente
mientras volvía a juntar las manos—, y un paso firme hacia la
venganza de nuestro padre, pues, aunque fue el Fénix quien lo
derribó, todos sabemos qué mano orquestó el hecho y qué mano
debe pagar las consecuencias. —Tras esas palabras, alzó su propia
mano biónica, el símbolo de su Legión, y apretó el puño—. Tiene
muchos nombres, aunque nosotros solo lo conoceremos como
traidor.
Zandu se inclinó hacia Obek.
—¿Es esto un informe o un sermón? —susurró.
—Ninguno de los dos —repuso Obek, con la atención aún en
Ulok. —Sus legionarios están huyendo —continuó Ulok— y han
abandonado una gran armería que usaremos para reabastecer
nuestro material bélico. —Asintió una vez más, bajó la vista hacia
su mano de hierro y musitó en una voz más baja que resonó por la
cámara—: Pues sin duda lo necesitamos.
Si bien Zandu estaba a punto de protestar, Obek le puso una
mano sobre el hombro para detenerlo. El tal Ulok tenía algo que
sugería que no sería muy sensato interrumpirle, incluso si
acababa de dar la orden de saquear la armería de Vulkan.
Ulok alzó la mirada de nuevo.
—El adepto del Mechanicum está a nuestro alcance —declaró
ante los guerreros reunidos—. Solo tenemos que… —Se
interrumpió a sí mismo tras haberse vuelto hacia Obek y sus
hombres—. ¿Quiénes son estos legionarios, Gallikus? —preguntó.
Ahrem Gallikus hincó una rodilla en el suelo e hizo una
reverencia antes de contestar.
—Son Salamandras, Padre de Hierro —repuso—. O eso dicen.
Zandu intercambió una mirada llena de preocupación con
Obek.
Ulok frunció el ceño, al menos con la parte de su rostro que
seguía siendo carne y hueso.
—Pensaba que todos habían muerto… salvo Saurian.
—Seguimos con vida —dijo Obek, y dio un paso hacia delante
—, la prueba está delante de ti. Soy el capitán Rahz Obek de los
Indemnes, también conocido como Portador del Fuego.
Ulok puso una expresión de indiferencia.
—Ya me he encontrado con otros Salamandras antes, a bordo
de esta misma nave. Vinieron en busca de una alianza y hablaban
de la resurrección de su primarca, algo que sabía que era falso, e
intentaron matarnos. ¿Cómo sé que sois quienes decís ser?
Obek avanzó un paso más, lo que hizo que los legionarios de
los Manos de Hierro se dirigieran a sus armas. Solo Morikan el
Silente permaneció quieto, aunque Obek sintió los ojos del
Guardia del Cuervo sobre él a través de las lentes del casco con el
patrón de Corvus que portaba.
—¡Mirad! —dijo Obek, señalando hacia su piel oscura como el
ónice y sus ojos rojos, las características de Nocturne.
—Aquellos que subieron a bordo de esta nave tenían ese
mismo aspecto. Detrás del engaño de su carne encontré una marca
diferente, una serpiente, una con tres cabezas. —Ulok entrecerró
el ojo, y los anillos de enfoque de su ojo biónico se ajustaron al
mismo tiempo—. ¿Qué estabais haciendo en la armería? ¿Dónde
está vuestra nave? ¿Estabais estacionados allí, sois una
guarnición?
—No —repuso Obek, negando con la cabeza—. Esperábamos
usar la Forjada como un refugio para… —Dejó de hablar al darse
cuenta de que había revelado demasiada información.
—¿Para qué? ¿Está aquí ahora?
—No, sigue a bordo de nuestra nave, con la que hemos perdido
contacto. Agradecemos vuestra ayuda, pero solo necesitamos…
g y p
—¿Qué es lo que tenéis en vuestra nave? —inquirió Ulok con
frialdad—. No lo preguntaré otra vez.
Obek negó con la cabeza para restarle importancia.
—Reliquias. Artefactos de Nocturne de importancia cultural.
—¿Qué tipo de… reliquias?
—No es asunto tuyo.
Ulok esbozó una sonrisa.
—Ya veo —dijo antes de hacerle un gesto a sus guerreros—.
Lleváoslos.
Un anillo de robustos escudos de abordaje con bólters
colocados en las muescas de disparo rodeó a los Salamandras,
quienes casi no habían podido empuñar sus armas aún.
—No —les advirtió Gallikus—. Estos legionarios son
Inmortales de Medusa. Si os resistís, os matarán.
—Deberíais hacerle caso al legionario Gallikus —le dijo Ulok a
Obek y sus hombres.
—¿Qué hacemos? —siseó Zandu.
—Rendirnos —repuso Obek, y alzó las manos—. No podemos
luchar contra ellos. Incluso si sobrevivimos, solo confirmará lo que
no somos. —Miró a Ulok a los ojos y no encontró ninguna malicia
ni satisfacción, solo la convicción de hacer lo que debía para
proteger a sus hombres y a su nave.
—¿Cuánto tiempo pretendes retenernos? —inquirió Obek.
—Hasta que podamos determinar vuestra verdadera
naturaleza —contestó Ulok.
—Encuentra nuestra nave y podrás comprobarlo por ti mismo.
—Eso pretendo, capitán Obek. Eso pretendo.
DIECINUEVE
Los lazos que nos unen
No siempre había sido «Saurian». Se trataba de un honorífico, por
mucho que no hubiera hecho nada por ganárselo salvo sobrevivir
cuando tantos otros habían muerto. En aquel sentido, había
fracasado en su deber como apotecario. En los campos de Isstvan
V, su reductor había permanecido vacío, y la semilla genética de
sus hermanos había quedado abandonada en vez de ser recogida.
Pese a que el hecho de haber sido reclutado para la causa de
Ulok le había otorgado un propósito, últimamente se sentía cada
vez menos satisfecho. Al principio había sido necesario, pero en
aquellos momentos, al contar con los Aparecidos… un médico de
campo no resultaba demasiado útil.
Por ello, cuando habían llevado heridos a bordo del Obstinado
y hacia su apotecarion, sus compañeros legionarios además,
Saurian se había alegrado y una pequeña parte de él había
recordado su antiguo nombre, su antiguo propósito.
—Sujétalo… —murmuró, lo que hizo que un servidor médico
apretara las dos abrazaderas cibernéticas que tenía alrededor de
las muñecas del legionario Salamandra, quien no dejaba de
retorcerse.
El guerrero había perdido las dos piernas y tenía quemaduras
graves. Se sacudía de dolor, lo que hacía que el tratamiento
resultara complicado. El nartecium de Saurian nunca había tenido
tanto uso como en aquellos momentos y en ese preciso instante el
apotecario lo estaba utilizando para administrar un potente
supresor sensorial.
Las sacudidas cesaron tras unos segundos, después de que el
legionario entrara en un coma an-sus. Seis de los doce pacientes ya
habían entrado en un estado de animación suspendida. Saurian no
se sorprendería si acababan siendo más.
No obstante, uno de ellos estaba despierto. A diferencia de los
otros que había visto Saurian, aquel legionario todavía conservaba
sus cicatrices de honor. Muchas de ellas, de hecho. Resultaba
curioso. El legionario hizo un ademán con la cabeza para llamar al
apotecario.
Saurian dejó al servidor médico con sus tareas y se acercó al
legionario abatido.
—¿Te duele, hermano? Puedo aliviar tu sufrimiento si es así.
—No pretendía que sonara como una amenaza. Tal vez había
pasado demasiado tiempo junto a Ulok. No, definitivamente había
pasado demasiado tiempo junto a Ulok, pero no había nada que
pudiera hacer en aquel momento. Había pronunciado los
juramentos, los lazos que lo unían al Obstinado. Saurian podía ser
muchas cosas, pero no rompía sus promesas.
»Quiero decir…
—¿Sobrevivirá? —preguntó el legionario con dificultad antes
de llevarse una mano a la garganta—. ¿Qué es esto? No… —Se
interrumpió, incapaz de hablar.
—Has estado inconsciente durante varias semanas, hermano.
El legionario abrió mucho los ojos y desvió su atención hacia
sus alrededores en vez de estar fija en el tecnomarine sin
armadura que yacía en una camilla opuesta a la suya, a quien le
faltaba media cabeza, y al cuerpo que estaba a su lado, cubierto
por un sudario y con una mancha de sangre oscura alrededor del
agujero donde antes estaba su pecho.
—¿Dónde… estoy? —Pese a que cada palabra le dolía, las
pronunciaba con una urgencia que sorprendió a Saurian.
—No intentes hablar, te lo explicaré todo a su debido…
El legionario se aferró del lado de su camilla e intentó
levantarse. Saurian puso su mano con guantelete sobre el pecho
del herido para mantenerlo tumbado.
—Veterano, estás herido. Quédate tumbado.
Se movió con rapidez, incluso para un guerrero de las
Legiones Astartes, y agarró al apotecario de la garganta.
—¿Dónde estoy? —repitió en un grito—. ¡Contéstame!
A pesar de que el gorjal de Saurian lo protegía, sintió el agarre
de aquellos dedos y oyó el crujido del metal al doblarse bajo la
fuerza febril del legionario. Saurian giró la muñeca para poder
apoyarse con su antebrazo y usar la fuerza aumentada de su
armadura para soltarse del agarre del legionario.
—Deja de resistirte —le dijo al herido, quien seguía luchando.
Un puñetazo rompió la lente izquierda de Saurian y una mesa
llena de instrumentos quirúrgicos se volcó cuando el legionario le
dio una patada. —¡Contéstame! —rugió con una voz que chirrió
como el filo de un cuchillo.
Saurian le inyectó un tranquilizante con su nartecium y el
legionario se relajó.
—Un sedante. Es lo suficientemente suave como para que
podamos hablar, pero no te permitirá luchar —le explicó Saurian,
ignorando la ira en los ojos del legionario—. Estás a bordo del
Obstinado, una barcaza de los Manos de Hierro que ahora
pertenece a las Legiones Destrozadas y al Padre de Hierro Ulok.
Mira a tu alrededor… —Saurian hizo un ademán hacia las filas de
camillas, los dos servidores médicos que habían seguido con sus
tareas en medio de la pelea, los montones de monitores, los viales
p
de tejidos y órganos de reemplazo, las estanterías llenas de
herramientas quirúrgicas e inyectores de estimulantes.
»Estás herido, hermano. Este es el apotecarion de la nave.
El legionario torció el gesto, aunque, al parecer, se había
tranquilizado. Le estaba costando hablar de nuevo, pues el sedante
le restaba la capacidad para hacerlo.
Saurian se inclinó cerca del legionario, confiado de que no se
producirían más ataques.
—¿Sobrevivirá? —Pese a que el legionario habló en voz baja,
Saurian pudo oírlo con claridad y no tuvo que ver a dónde se
dirigía la mirada del herido para identificar al sujeto de su
pregunta.
Saurian dio un paso hacia atrás. El tecnomarine que yacía
sobre la camilla opuesta a la del legionario era T’kell, el Maestro
de la Forja de Vulkan. Todos los miembros de su legión lo
conocían.
Incluso si se había alejado de sus hermanos, Saurian sentía
una relación muy cercana con aquellos guerreros, por lo que el
remordimiento lo carcomía por dentro al no poder darle una
respuesta afirmativa.
—Sus heridas son graves, peores incluso que las tuyas.
El legionario asintió de forma casi imperceptible.
—Esto… —Señaló hacia una cicatriz de honor en su brazo—. Y
esto… —Señaló hacia otra cicatriz en su hombro—. Todo esto.
Saurian frunció el ceño y consideró que su paciente podría
estar delirando por el dolor.
—No te entiendo.
—Indemnes… —dijo el legionario tras otro gesto más—.
Indemne como ellos. Para honrar su… sacrificio.
—Estas son tus hazañas, hermano. ¿Por qué ibas a…?
El legionario estaba negando con la cabeza.
—No se puede deshacer lo que ya está hecho. Es solo
simbólico. Necesito un símbolo diferente. Hermandad. Indemne.
Saurian asintió lentamente.
—Como desees. —El único modo de borrar una cicatriz de
honor era quemarla y luego ocultar la carne tallada o chamuscada.
Saurian empezó a dirigirse hacia sus herramientas, pero el
legionario lo agarró del brazo, y el apotecario se dio cuenta de que
el sedante que le había administrado había sido demasiado suave.
Estaba a punto de aumentar la dosis cuando el legionario habló.
—¿Dónde están mis otros hermanos?
Obek estaba sentado en la oscuridad, tratando de disfrutar de la
soledad. Aquella tarea le había resultado complicada durante los
últimos días, pues se encontraba rodeado de sus hermanos.
Ulok los había encerrado en una de las salas del cuartel del
Obstinado, que al parecer eran curiosamente escasas teniendo en
cuenta el tamaño de la nave y del grupo de legionarios que había
obligado a los Hijos de Horus a retroceder. No había visto al
capitán de los renegados entre los muertos junto a su torturador,
por lo que había tenido que asumir que había escapado y que
seguía con vida. Del magos no sabía nada. Pese a que Ulok había
hablado de un magos que seguramente se trataba de Regulus,
había visto cómo destruían a aquella criatura.
Además de salas de meditación, la sala del cuartel también
contaba con cámaras de ablución y una modesta área de
entrenamiento. Aun así, no muchos de ellos llevaban a cabo sus
entrenamientos con armas, pues Ulok les había desprovisto de sus
armas peligrosas antes de que embarcaran en la nave y los
encarcelaran. Si bien unos pocos dragones de fuego practicaban su
pugilismo o entablaban duelos con gladios, la mayoría estaban
sentados en silencio y contemplaban el fracaso de su misión. El
Cáliz de Fuego estaba perdido, así como sus artefactos y los
hermanos de batalla que estaban a bordo.
—Vulkan —susurró Obek hacia la oscuridad mientras sentía
el dolor del miembro fantasma—, a través de la adversidad,
otórganos paciencia y la voluntad de seguir luchando.
Ya habían perdido mucho, y el nuevo propósito de los
Indemnes había quedado subvertido por las circunstancias. Obek
se estaba empezando a preguntar si estaban malditos.
La puerta del cuartel se abrió con el chirrido de un
mecanismo invisible y, a través de la breve niebla producida tras
liberar la presión hidráulica, una escuadra de Inmortales
portadores de escudos entró en la sala. Ahrem Gallikus lideraba el
grupo e iba sin casco para que pudieran identificarlo fácilmente.
—Capitán Obek —dijo con un saludo—. Vengo a encargarme
de tu brazo.
Obek se puso de pie y Phokan dio un paso hacia delante con la
intención de acompañarlo, pero Obek lo detuvo.
—Asegúrate de que se mantiene el orden en mi ausencia.
Phokan asintió y le dirigió una mirada de soslayo a Gallikus.
—Me parece que no les caemos muy bien a tus guerreros —
dijo el legionario de los Manos de Hierro cuando Obek se acercó a
él.
Obek soltó una carcajada sin alegría.
—Vayamos de una vez.
En cuanto llegaron al taller, Gallikus pidió a su grupo que se
retirara. —El Padre de Hierro prefiere que estéis vigilados en todo
momento mientras os encontréis a bordo del Obstinado.
Obek soltó un resoplido.
—¿Siempre ha sido tan paranoico?
Gallikus no contestó, sino que se limitó a señalar hacia una
base de montaje metálica situada en el centro de la sala, alrededor
de la cual había herramientas y partes de elementos biónicos.
—Suele usarse para reparar servidores, pero nos valdrá igual
en este caso. Obek se subió a la base tras dudarlo un instante. Se
tumbó de espaldas y sus extremidades quedaron sujetas por una
estructura metálica moldeada a la forma de su cuerpo. El metal
estaba manchado de sangre y aceite, y un lumen sobre sus cabezas
brillaba con una intensidad feroz en el oscuro espacio.
—¿Esto no suele ser tarea de los apotecarios? —preguntó
Obek al tiempo que Gallikus le quitaba la hombrera, la greba y la
capa de malla bajo su armadura.
—No en los Manos de Hierro —repuso, flexionando de forma
inconsciente sus dedos augméticos al colocar un ungüento en la
parte del brazo cortado de Obek que seguía unida a su cuerpo.
—Ah, claro. Complementáis la carne con el metal para tener
más fuerza… y, así, sacrificáis vuestras almas.
Gallikus había colocado una sierra radial en la unión entre la
parte superior del brazo de Obek y su hombro.
—El dolor no es nada nuevo para mí, hijo de la Gorgona —dijo
Obek—, pero ¿no se suelen dormir los nervios antes de hacer el
corte? —Mis disculpas, hermano. Estoy acostumbrado a hacer esto
con servidores. —Se detuvo y se giró para devolverle la mirada a
Obek—. ¿Crees que no tenemos alma?
—Humanidad, tal vez. Eso es lo que implica vuestro credo si se
lleva hasta el extremo.
Gallikus se lo quedó mirando durante tanto tiempo que Obek
se preguntó si el legionario de los Manos de Hierro habría sufrido
alguna crisis mental. Finalmente, apartó la mirada y dijo:
—Últimamente he estado pensando en el significado de ese
credo y en la naturaleza de nuestra humanidad, de nuestras almas.
—No soy ningún capellán, Gallikus —dijo Obek, reconociendo
las dudas del legionario, pero aun así sorprendido ante su
repentina sinceridad—, pero te escucharé si es lo que necesitas.
—Siempre compasivos los de la Decimoctava.
—Espero demostrar que no somos las serpientes que tu Padre
de Hierro teme que seamos.
Gallikus volvió a mirarlo, como si intentara evaluar algo que
Obek no podía discernir. Empezó a sospechar que Saurian podría
haber reemplazado su brazo cortado y que la reunión en la que se
encontraba iba sobre algo más que colocarle un brazo biónico.
—Ulok no liberará a vuestros heridos, no a aquellos que
tienen heridas de gravedad.
g
Obek empezó a levantarse y la ira hizo que apretara los puños.
Sin embargo, Gallikus puso su mano mecanizada sobre el pecho
del capitán. —Si giro esta sierra te partiré por la mitad —advirtió.
—¿Por qué estoy aquí? —gruñó Obek—. ¿Qué propósito tiene
todo esto?
—Reemplazar tu brazo.
—¿Y qué más?
Gallikus puso una expresión seria pero consternada. Su rostro
se entristeció con arrepentimiento tras tomar una decisión al fin.
—Mucho más. Siempre hay más.
Zandu disfrutó del calor de la cámara de ablución. Dejó que el
agua escaldada le golpeara el cuerpo hasta que le pareció que los
golpes se convertían en dagas. A pesar del dolor, se quedó en el
interior del bloque de purificación durante casi una hora, aunque
no encontró consuelo ni notó que sus fuerzas se renovaran.
Cuando las fuentes con forma de calavera redujeron su potencia a
un goteo miserable y el vapor empezó a alzarse a su alrededor en
una nube sofocante, Zandu se sintió igual que como se había
sentido desde que había subido a bordo de aquella nave.
Desgastado. Agotado.
Envuelto por el calor que desprendía su propia piel de ónice,
se metió una mano en la boca y sacó un diente ensangrentado.
«Y con este ya son cuatro.»
Al ver que se le había empezado a caer el pelo, se había
rapado el cuero cabelludo con su cuchillo de combate hasta
conseguir un brillo reluciente. Y, cada vez que Zandu cerraba los
ojos, el hombre que ardía regresaba, como si su inminente
perdición lo alentara.
—Déjame… —susurró en vano.
Si bien había oído hablar de Destructores que sucumbían a la
radiación de sus propias armas, aquello había sido un bombardeo
intenso que había caído sobre sus células durante un periodo de
tiempo prolongado. Su armadura, al haber dejado de funcionar y
con sus sellos herméticos rotos, había determinado su destino.
Una muerte ignominiosa, además del terror que podían
experimentar incluso aquellos que no conocían el miedo. Tal vez
era aquello lo que presagiaba el hombre que ardía, una muerte
lenta producida por un fuego interno mientras el externo trataba
de combatirlo.
Zandu soltó un largo suspiro lleno de dolor al salir del bloque
de purificación. Los siervos que Ulok había dejado a los dragones
de fuego estaban listos para recibirle y colocarle la armadura, con
la vista gacha en un gesto de deferencia. Dejó que trabajaran,
sumido en sus pensamientos, y que se encargaran de sus solemnes
labores.
Sabía que había llegado el momento de hablar con el capitán
Obek. Ya habían pasado varias semanas a bordo del Obstinado sin
encontrar ningún indicio del Cáliz de Fuego. Por mucho que al
principio se hubiera negado a creer que Zau’ull, Krask y el resto
hubieran muerto, que las reliquias del primarca se hubieran
perdido junto con la nave, todos los días que habían transcurrido
sin noticias habían empezado a hacer que se diera por vencido. Y
aquella enfermedad… Lo único que conseguía era prolongar la
lenta agonía.
Tenían que salir de aquella nave; escapar y buscar el Cáliz de
Fuego ellos mismos o morir en el intento. Aunque suponía que era
algo egoísta, dado su probable destino, prefería morir con honor
en el servicio de su deber que marchitarse como una sombra ante
el avance del sol.
—Estás muriendo —dijo Varr.
Zandu, quien ya estaba ataviado en su armadura pero que no
había oído la intrusión, miró de reojo al otro legionario cuando
este avanzó hasta la luz que arrojaban los candeleros automáticos.
—¿Qué me has dicho, dragón de fuego? —No pretendía
desahogar su ira, pero la herida era reciente.
—He dicho que estás muriendo, no que estés sordo —repuso
Varr. Él también portaba su armadura. Zandu vio que el metal
chamuscado tenía vetas de hollín que parecían venas que
manchaban el verde y que nunca podría limpiar. Aquella imagen
parecía apropiada, teniendo en cuenta la lucha de los Indemnes y
su propia perdición inevitable.
—Supongo que Vulkan me está llamando hacia la montaña,
¿no? —dijo Zandu en un tono lleno de amargura. Había pretendido
sonar sarcástico.
—No —contestó Varr, con una sonrisa que retorció el mapa de
cicatrices que cubría su rostro—, aquel a quien nuestro padre
llamó ya ha respondido.
Zandu frunció el ceño, pero, antes de que pudiera preguntarle
a Varr de qué estaba hablando, Obek apareció en el arco de la
entrada que conducía a la cámara de ablución. Le acompañaba
Phokan, quien actuaba de palafrenero en ausencia de Xen.
—Os necesito a los dos conmigo —dijo Obek. Parecía
preocupado. Serio. Más de lo normal.
—Tu brazo, hermano capitán —comentó Zandu tras señalar a
la extremidad biónica—. Parece estar bien…
—Ulok ha encontrado la nave —lo interrumpió Obek—. El
Cáliz vuelve a ser nuestro.
—¿Y nuestros hermanos que estaban a bordo?
¿ q
—No se sabe nada, aunque parece que se ha podido contactar
con alguien.
Zandu encontró otro motivo por el que fruncir el ceño.
—Y, aun así, pareces no estar tranquilo, capitán.
—No lo estoy. Las bodegas de carga del Obstinado están
repletas de material de guerra extraído de la Forjada. ¿Qué crees
que hará el Padre de Hierro una vez encuentre lo que está a bordo
del Cáliz de Fuego? Ambos visteis su reacción cuando entramos en
esta nave. Nos ha encerrado durante semanas sin más excusa que
creer que nuestros orígenes eran inciertos. Yo también albergo
mis dudas sobre sus intenciones, pero con el Cáliz, Zau’ull y los
Wyverns de Krask, nuestra posición ha mejorado. —¿Nuestra
posición? —inquirió Zandu.
—El Portador del Fuego quiere que manchemos nuestras
espadas con la sangre de los hijos de la Gorgona —murmuró Varr.
—Solo si es estrictamente necesario —advirtió Obek—. Pero
no dejaré que nos impidan llegar a nuestra nave o cumplir nuestra
misión. Las reliquias deben llevarse hasta un lugar seguro y, si no
es la Forjada, será en otro lugar. ¿El abismo de Geryon, tal vez?
Ulok es un guerrillero y no tenemos forma de saber de lo que es
capaz el arsenal de Vulkan si se desata. Nuestros lazos están
unidos a esto ahora. Hice un juramento, al igual que todos
vosotros. A T’kell.
—Si es que sobrevive —dijo Zandu.
—Viva o muera —dijo Obek—, cumpliremos nuestra promesa.
Es lo único que importa.
Varr esbozó una sonrisa, aunque sus ojos tenían un aspecto
enloquecido y distante.
—La resistencia, el camino difícil, el sacrificio propio…
Nuestro padre estará orgulloso.
Los otros no pudieron contradecirle. Se escucharon unas
voces en la sala principal del cuartel.
Los Manos de Hierro habían acudido a llevarlos hasta su
destino.
VEINTE
Por aquellos que han muerto
Zau’ull estaba de pie frente al emisor, con Gor’og Krask y uno de
sus exterminadores en sus dos flancos. Pese a que las armaduras
de los exterminadores estaban muy chamuscadas y tenían varias
hendiduras, habían sido la diferencia entre la vida y la muerte
cuando las áreas de lanzamiento fueron destruidas.
La retirada había sido la respuesta apropiada por parte del
Maestro de Naves Reyne, por mucho que le hubiera pesado a
Zau’ull. Si bien ningún legionario rehuiría una batalla, y menos
aún uno de la Decimoctava, la tarea de Reyne era proteger el Cáliz
de Fuego y Zau’ull no podía negar la sagacidad de aquello. Un
pequeño salto por la disformidad los había llevado hasta el límite
del sistema y les había dado la oportunidad de recuperarse de sus
heridas y hacer las reparaciones necesarias. Habían regresado con
cautela, con los motores de plasma a capacidad mínima. Ninguno
de ellos había esperado encontrarse con una nave de los Manos de
Hierro.
Zau’ull hizo un ademán para iniciar el emisor y un haz de luz
gris granulada salió del receptor y proyectó la imagen de un
veterano de aspecto serio con medio rostro de hierro y un
brillante ojo biónico. Su barba parecía un fragmento de metralla
puntiagudo y, cuando habló, su voz resonó con la inhumanidad de
una máquina.
Pese a que el puente estaba frío comparado con el calor de las
forjas que tenían más abajo, después de que Zau’ull escuchara las
palabras del veterano del holograma, quien le explicó que tenía a
un grupo de Salamandras bajo su custodia hasta que pudiera
comprobar la veracidad de sus identidades, el fuego de su propia
ira lo hizo entrar en calor.
—Una nave de transporte está en camino para traer a
nuestros hermanos de vuelta con su legión —le dijo al veterano.
Cortó la transmisión del comunicador tras ver que el veterano
asentía, conforme, pero Zau’ull no pudo disipar la furia y la
inquietud que sentía.
—¿Eso es todo? —preguntó Krask después de que la luz del
emisor se desvaneciera y las sombras del puente se asentaran de
nuevo alrededor de la tarima de mando. La tripulación, así como el
Maestro de Naves Reyne, quien había escuchado el intercambio en
silencio desde su trono, se desvanecieron también cuando la
oscuridad penetrante de la sala se los tragó.
Los ojos de Zau’ull brillaron en medio de la oscuridad.
—Por ahora. Hablaré con Obek antes de hacer nada. —Llamó a
Reyne—. ¿Capitán?
—No puedo estar seguro, capellán —respondió rápidamente.
Zau’ull aún tenía la caja unida a su cinturón, y sus dedos
ataviados en un guantelete rozaron el metal al buscar una
tranquilidad espiritual.
—No puede ser —susurró antes de abandonar el puente junto
a Krask para dirigirse a la cubierta de embarcación secundaria.
Ulok había dado su consentimiento para que les devolvieran las
armas, por lo que un grupo de Salamandras se estaba preparando
en una de las cámaras de armado del Obstinado. Solo a Obek se le
otorgó permiso para dirigirse a la sala de reuniones antes de que
ambos grupos se separaran. El Padre de Hierro ya lo estaba
esperando.
—De verdad lamento haberos encerrado, pero en estos
tiempos que corren es difícil distinguir a los amigos de los
enemigos.
Obek asintió. Pese a que había esperado que lo recibiera un
grupo completo de Inmortales de Medusa, encontró al Padre de
Hierro a solas, aunque estaba seguro de que Morikan estaría
escondido en algún lugar, entre las sombras.
—Estoy de acuerdo.
—Vuestros heridos siguen en el apotecarion —dijo Ulok—, y
podéis ir a verlos cuando queráis, pero Saurian aconseja que no se
alejen de sus cuidados, a menos que contéis con un apotecario
entre vuestras filas. —Antes sí. Se llamaba Fai’sho —repuso Obek,
sombrío—, pero se encuentra entre los fallecidos.
Ulok asintió, compasivo.
—Me temo que no es el único. No todos han sobrevivido. Lo
siento, hermano capitán. Habéis sufrido mucho.
—No más que tu legión.
El rostro del Padre de Hierro se ensombreció, y apretó la
mandíbula en una línea tensa.
—Aun así, me gustaría ver a mis hermanos heridos —continuó
Obek. —Así será —repuso Ulok con una reverencia, como si le
estuviera concediendo algo. Cuando volvió a alzar la mirada, esta
indicaba que aún tenía una pregunta—. Tengo una cuestión más
que hablar contigo, hermano capitán, si estás dispuesto a
escucharla.
—Adelante.
—Los renegados que os atacaron están liderados por un
adepto del Mechanicum.
—¿Liderados? Vi a un capitán entre sus filas.
—Sea como sea, el adepto los lidera. Responde al nombre de
Regulus, aunque tiene una designación binárica más larga que no
serías capaz de entender.
Obek apretó los dientes, pero Ulok pareció no notarlo.
—Me encontré con él. Fue su guardaespaldas el que me hizo
esto —respondió, e hizo un ademán con el brazo biónico que tenía
en lugar de carne y hueso.
—Regulus es miembro del círculo íntimo del Señor de la
Guerra y ocupa una posición influyente a bordo de su nave
insignia. Como fuente de conocimiento casi no tiene rival, es un
verdadero oráculo. Quiero extraer dicho conocimiento, y, a través
de él, encontrar un modo de matar a Horus.
—Uno de los renegados, Rayko Solomus, me dijo que Horus ya
había ganado, que Terra había caído.
—Una mentira. Te estaba provocando. La guerra aún no ha
acabado, Obek, pero, si matamos al Señor de la Guerra, le
pondremos fin.
Obek esperó que Ulok soltara una carcajada, que revelara una
nueva cara de su locura y confesara que solo estaba bromeando.
—Lo dices en serio —dijo con los ojos muy abiertos.
—Horus no es ningún dios. Puede morir.
—¿No lo es? Sus seguidores creen que actúa bajo la voluntad
de los dioses. Y sigue siendo un primarca, el hijo elegido del
Emperador para ocupar el trono.
—Ya no. He estado dando caza a Regulus durante mucho
tiempo —le explicó Ulok—. Es por esa razón que nos dirigimos a
ese planeta en primer lugar. Hemos estado siguiendo su rastro. Al
estar alejado del Señor de la Guerra y de su flota principal, sabía
que no habría una oportunidad mejor que esta para capturarlo.
Obek frunció el ceño.
—Y, aun así, no lo lograsteis. Debo admitir que creía que
estaba muerto. Vi cómo lo destruían.
—Solo a una de sus versiones. Cuenta con muchas, para
ampliar su alcance y confundir a sus enemigos, pero en algún
lugar cercano tiene que haber un ser principal, su recipiente
primogénito. Los otros renegados nos conducirán hasta él.
Nuestros augures de largo alcance han estado monitoreando el
planeta y han detectado una nave que se está acercando. El
Regulus principal estará a bordo de dicha nave.
—Si cada encarnación es una versión de ese adepto, ¿por qué
no os llevasteis al que estaba en la Forjada? ¿Por qué no envías
tropas para capturarlo ahora?
—Tiene que ser el principal. Una copia puede abandonarse
pero, si capturamos al principal, Regulus no podrá escapar a
ninguna otra parte. —¿Y si hay más de un principal? ¿Lo has tenido
en cuenta?
—Hay uno y solo uno.
—Es una imprudencia, Ulok.
—No, es algo lógico. Es la única acción que tiene sentido.
Obek lo consideró y se preguntó si de verdad tenían otra
opción. Por mucho que Ulok hiciera muy difícil confiar en él, Obek
no podía negarse a su petición sin más.
—¿Qué es lo que quieres de nosotros?
Ulok entrecerró el ojo.
—Vuestra furia y vuestra voluntad para luchar hasta el final,
capitán. Mi plan es atacar la nave de los renegados, pero necesito
una segunda fuerza que se infiltre en su corazón mientras se
produce la batalla.
—Tengo mi propia misión.
—Escoltar vuestras reliquias —asintió Ulok—. La armería ya
no es un lugar seguro. La hemos desprovisto de lo que contenía y,
aunque pienso compartir sus contenidos con sus legítimos dueños,
mi legión también los necesita. ¿Adónde llevaréis vuestras
reliquias ahora?
Obek tuvo que reconocer que aquella era una pregunta
importante, la más importante de todas.
—Hay otros bastiones de los Salamandras, como el abismo de
Geryon, otros lugares en los que las reliquias estarán a salvo.
—¿Y dichos bastiones están cerca? ¿Podréis llegar hasta ellos
solos y con vuestra nave? —preguntó Ulok tras abrir los brazos en
un gesto que señalaba la extensión de su propia nave—. ¿O un
escolta, una nave de guerra con una gran tripulación a bordo,
mejoraría vuestras posibilidades de llegar al bastión a salvo?
Puedo ofreceros eso.
—Entonces pondrías en riesgo tu plan de atacar a Horus. El
abismo de Geryon está lejos de Terra.
—Uníos a nosotros, Obek. Sed parte de las Legiones
Destrozadas. Estáis solos en el vacío y necesitáis aliados. Uníos a
mí, luchad por nosotros, y vuestras preocupaciones se convertirán
en mis preocupaciones y las resolveremos juntos. Ninguna de ellas
podría ser más grande que cortar la cabeza de la serpiente en sí.
—Extendió su mano biónica—. Uníos a nosotros. Al menos para el
ataque contra los renegados. Vengaos por todo lo que os han hecho
sufrir, y me aseguraré de que podáis cumplir vuestra misión
sagrada y de que llevéis las reliquias al lugar que merecen. Lo juro.
Se produjo un breve silencio mientras Obek consideraba su
decisión. Ulok parecía actuar con lógica pero con ansia al mismo
tiempo, lo que lo hacía impredecible. Su plan para acabar con
Horus era una locura. Ningún asesino lograría acercarse, ninguna
g g g
flota de ninguna legión aliada al Trono osaría intentarlo siquiera.
A Obek solo se le ocurría un primarca lo suficientemente volátil y
aún aliado con el Emperador que estaría dispuesto a hacerlo, y
estaba muerto. Intentar algo semejante, incluso si llegaban a
obtener la supuesta información que poseía Regulus, era un
suicidio. Aun así, sospechaba que Ulok y sus hermanos de las
Legiones Destrozadas ya habían aceptado aquella idea fatalista
hacía mucho tiempo.
No obstante, Obek sí quería vengarse, y su deber jurado era
matar a los enemigos del Imperio. En aquellos momentos, no
había un enemigo mayor que la propia legión de Horus.
Estrechó con firmeza el brazo del Padre de Hierro en el agarre
del guerrero. Ulok le devolvió el gesto y el pacto quedó
establecido.
—Os ayudaremos a conquistar la nave y capturar al adepto.
Luego esperaré que cumplas tu promesa y nos escoltes. No
accederé al ataque contra Horus. No puedo. Sigo perteneciendo a
la Decimoctava Legión, y, después de cumplir mi misión, planeo
regresar a Nocturne y a Prometeo. Podemos acordar lo que
necesitéis de la Forjada más adelante.
Ulok asintió. Su agarre era firme e inquebrantable y, cuando
soltó a Obek de nuevo, esbozó una ligera sonrisa.
—Vuestros heridos.
Obek se sobresaltó y estuvo a punto de soltar a Ulok, pero el
Padre de Hierro lo volvió a sujetar una vez más.
—Le pediré a un servocráneo que te lleve al apotecarion —
dijo Ulok—. Imagino que aún querrás ir a verlos. No te lo negaré.
Ulok lo soltó, y Obek asintió.
Pensó en T’kell y en la misión, en sus hermanos a bordo del
Cáliz de Fuego. No acceder a la petición de Ulok le había parecido
poco sensato. El honor lo unía a las Legiones Destrozadas en aquel
momento, lo condujera donde lo condujera.
—Sí —repuso, y notó que su agarre sobre su propio destino y
el de sus hermanos se le escapaba.
Obek no había vuelto a ver a Ahrem Gallikus desde su encuentro
en el taller. De hecho, mientras seguía a un servocráneo hasta el
apotecarion no vio a ningún otro Inmortal de Medusa ni a ningún
otro legionario de los Manos de Hierro. Aun así, sentía que alguien
lo observaba, y no se trataba de la máquina que lo acompañaba.
Morikan.
«Quiere que sepa que me está observando», pensó Obek,
aunque aquello le recordó el extraño comportamiento de Gallikus.
«Mucho más. Siempre hay más.»
Obek no había podido averiguar a qué se refería, y el
medusano no le había dicho nada más durante la operación que
había fijado el brazo biónico que el capitán Salamandra llevaba
donde antes había estado su brazo cortado.
Llegó al apotecarion, con el servocráneo flotando de forma
ruidosa sobre la entrada, y decidió que debería pensar en aquello
más adelante. La puerta del apotecarion se deslizó para abrirse
con un suave siseo de presión. Varios dragones de fuego lo
esperaban, solo que no todos seguían con vida.
Uno de los dragones de fuego vivos estaba de pie frente a él, y
su armadura blanca llevaba una sola hombrera de aspecto
dracónico.
—Eres Saurian.
El apotecario inclinó la cabeza muy ligeramente.
—Hermano capitán, es un honor hablar contigo —dijo—. Ha
pasado mucho tiempo desde que me encontré por última vez con
alguien de mi legión, antes de… —Hizo un gesto apesadumbrado
hacia los Salamandras caídos.
Fai’sho yacía bajo un velo y su sangre manchaba el material
parecido a la gasa. Le habían retirado su armadura, al igual que al
resto de los legionarios Salamandras. Pero no era la única baja.
Obek murmuró juramentos por todos ellos. Los demás estaban
inconscientes, sumidos en comas de animación suspendida de los
que no los iban a despertar pronto, aunque parecía que
sobrevivirían.
El destino de T’kell era mucho más incierto, por lo que Obek
se dirigió a su lado en último lugar.
—Padre Forjador… —murmuró, con sus dedos ataviados en
guantelete colocados encima de la herida del cráneo del
tecnomarine. Al verla, Obek se percató de lo que T’kell había
hecho, de lo que había tenido que hacer—. Estabas purgando la
infección, librándote de la influencia del adepto. —Cerró la mano
con suavidad y la retiró—. A este precio… Saurian habló e
interrumpió el ensimismamiento de Obek.
—Después de Isstvan, había empezado a perder la esperanza
de volver a encontrarme con otros miembros de mi legión.
—¿No había nadie más? —preguntó Obek, luchando contra la
punzada de arrepentimiento que sintió al oír hablar de la Masacre
del Desembarco—. ¿Ningún otro Salamandra entre vuestras
Legiones Destrozadas?
—Nos separamos tras el ataque. Hui a bordo del Obstinado
junto con algunos de mis hermanos, pero ninguno de ellos
sobrevivió —le explicó con un estado de ánimo más sombrío—.
Desde entonces hemos estado aislados y luchábamos con los
rebeldes allá donde podíamos. Volver a reunirnos… Eso solo
aseguraría nuestra destrucción.
—He conocido a otros como tú, Saurian. Aquellos que se
unieron a las Legiones Destrozadas. Algunos de ellos regresaron a
Nocturne; me temo que con malas noticias.
—¿Sobre Vulkan? —inquirió Saurian, a pesar de que su tono
sugería que ya sabía la respuesta.
Obek asintió.
—Su cuerpo. Ya ha sido devuelto al monte Fuego Letal.
Pese a que Saurian se tornó serio, controló su dolor
rápidamente.
—¿Es así como volvisteis a Nocturne? ¿Os encontrabais entre
los supervivientes de Isstvan?
Obek se percató de que no era capaz de devolverle la mirada
al apotecario.
—No, aquel no fue nuestro destino. Estábamos de guardia en
Prometeo.
—Y eso se convirtió en una pesada carga para ti.
—Sí. —Obek observó a T’kell, tumbado sobre la camilla—. Aún
lo es.
—Puedes estar tranquilo, hermano —dijo Saurian en voz baja
—. Están en buenas manos.
—Soy testigo de eso. —Xen entró en el apotecarion desde una
celda de meditación, todavía agotado pero en mucho mejor estado.
No portaba su armadura, por lo que su piel relucía como el aceite y
sus heridas eran desgarros sobre el color negro. No obstante, Obek
no estaba mirando sus heridas de batalla.
—Tus marcas de honor, hermano… Te las has borrado.
Xen inclinó la cabeza, y Obek miró a Saurian.
—Él me lo pidió —le explicó el apotecario.
—Indemne al fin —dijo Obek, tras devolver su atención al
vexiliario. —No las merecía.
—Mereces mi respeto —repuso Obek, apretando el hombro de
Xen. Desenvainó una espada, una spatha verde con una hoja
serrada—. Y mereces esto mucho más que yo.
Xen sujetó la empuñadura con reverencia.
—Estoy ansioso por volver con mis hermanos, capitán, al igual
que Drakos está ansioso por volver con el suyo.
—Y así será, vexiliario. Te necesitan. —Se giró para volverse
hacia el apotecario—. Saurian…
—El servocráneo que te ha traído hasta aquí os conducirá
hasta una cámara de armado. Las armas del vexiliario y su
armadura reparada están allí.
Obek asintió, agradecido. Había juzgado mal a aquellos
legionarios. Eran una hoja golpeada y maltrecha y resultaba difícil
g j g p y y
confiar en ellos, pero, pese a todo, eran leales. Por mucho que no
pudiera explicar el comportamiento del portador de escudo, había
muchas características en los guerreros del Obstinado que eran
menos convencionales que Ahrem Gallikus.
—Tenemos un… dicho —le contó al apotecario—. No lo habrás
oído. —Obek esperaba que aquellas palabras le fueran de algún
consuelo—. Vulkan vive.
Ahrem Gallikus estaba sentado solo en la oscuridad del sepulcro.
Había transcurrido mucho tiempo desde que habían llevado a un
legionario hasta aquel lugar, y aquellos que habían enterrado allí
se habían convertido en carne y hueso desperdiciados al retirarles
sus augméticos para darles otro propósito. Gallikus podía
encontrar algo de paz entre los honorables difuntos, por lo que
usaba aquella soledad para meditar.
Casi se había precipitado en confiar en el dragón de fuego.
Pese a que no lo conocía a él ni a sus guerreros, una ligera
esperanza seguía encendida en su interior. Se aconsejó a sí mismo
actuar con cautela, pues sabía que el Silente siempre estaba alerta.
Su escudo estaba frente a él como un invitado indeseado, un
símbolo de su vergüenza y de sus fracasos.
Gallikus recordaba al Reciario y a los Devoradores de Mundos.
Recordaba cómo era Azoth, un Frater Ferrum que había quedado
reducido a un portador de escudo como él.
Ninguno de ellos podría haber sabido que aún les esperaba un
mayor deshonor.
—Acabaré con esto —susurró a la oscuridad y a Azoth. Sus
fríos huesos y los de sus hermanos Aparecidos se encontraban en
crioestasis en aquellos momentos, hasta que volvieran a llamarlos
a la guerra. Ulok había creado la cámara a bordo de la nave. Había
abierto una vía de investigación prohibida y había girado las
Llaves de Hel. Aunque pocos conocían el funcionamiento interno
del «mausoleo», Ulok se había visto obligado a confiar en un
pequeño grupo de hermanos de hierro para que siguieran
haciéndolo funcionar.
No podía desactivarse, pues había varias medidas de
seguridad establecidas para evitarlo. También contaba con una
fuente de energía independiente de la de la nave. Gallikus solo
conocía dos métodos para sabotear la cámara criogénica: destruir
la nave en sí o encontrar a un sirviente del Omnissiah por encima
de Ulok.
Una traición. Se preguntó si el fin justificaría los medios, si
Horus se habría enfrentado a un dilema similar.
Se puso de pie, empuñó su escudo de abordaje y se lo colocó
en el brazo.
Sabía que no tenía otra opción.
—Acabaré con esto.
VEINTIUNO
El regreso
Zandu vio al hombre que ardía y supo que era un presagio de su
perdición, solo que se había acercado a él de forma invisible a
través de un sello roto de su armadura, no a través de algún
espectro o aparición. Había empezado a llevar su casco tanto como
podía para que sus hermanos no vieran en el estado en el que se
encontraba. Aun así, de pie sobre la cubierta del Tunderhawk y
sujeto a ella por magnetismo, sintió que su presencia lo agobiaba.
Aún se encontraban en la cubierta de embarcación del
Obstinado, esperando que les dieran permiso para partir. Los
motores zumbaban con hambre, ansiosos por empezar su marcha,
y hacían vibrar el fuselaje, lo que provocaba que a Zandu le
dolieran los huesos. Habían llevado a los muertos con ellos para
quemarlos en las piras del Cáliz de Fuego, y los ataúdes estaban
dispuestos en filas sobre la bodega, un recordatorio del destino de
Zandu.
A través de la niebla provocada por sus sentidos debilitados,
había oído que Obek hablaba con Phokan sobre los Hijos de Horus.
Zandu sabía que algunos renegados habían escapado de la Forjada
durante el asalto de los Manos de Hierro y asumió que los habían
encontrado.
Apretó los puños de forma instintiva al pensar en una posible
venganza, y, por un breve instante, el latido sordo de su cráneo se
desvaneció. Pese a que cerró los ojos para intentar alejarse del
dolor y de la fatiga, vio que el hombre que ardía aparecía en su
subconsciente. Abrió los ojos de nuevo tras soltar un grito ahogado
y esperó que nadie le hubiera oído. La debilidad le impediría
participar en cualquiera que fuera la misión que Obek les había
encomendado y le arrebataría toda oportunidad de tener una
muerte significativa.
Zandu alzó la vista tras escapar de sus pensamientos y vio que
Xen le estaba mirando.
A pesar de que el vexiliario y él no solían estar de acuerdo,
pues sus filosofías sobre la guerra eran demasiado diferentes, el
orgulloso espadachín parecía diferente en aquel momento, y le
hizo un ademán con la cabeza a Zandu desde el otro lado de la
bodega.
«Hasta mi propia mente me traiciona…» Zandu rio para sí
mismo. —No puedes luchar contra esto —murmuró una voz a su
lado, como si proviniera de las profundidades.
—¿Cómo? —farfulló Zandu antes de ver a Zeb’du Varr.
Él también llevaba su casco, aunque en aquel caso era para
esconder las cicatrices de su propia obsesión con el fuego. El casco
estaba chamuscado por las llamas, al igual que el resto de su
armadura.
—Tu destino —continuó—. No puedes luchar contra él.
La cabeza de Zandu parecía estar bajo un bombardeo orbital.
Su mente divagaba y le costaba centrarse en lo que le estaba
diciendo Varr.
—Te equivocas, hermano. —Incluso su voz sonaba diferente,
filtrada por la niebla de la agonía. Zandu intentó desatarse el casco
con torpeza para tratar de aliviar el calor que le provocaba
pinchazos en el rostro. —No servirá de nada —dijo Varr. El
zumbido de los motores ocultaba su conversación al resto de los
legionarios Salamandras de la bodega. —No me estoy muriendo.
—Todos vamos a morir, Puño de Fuego. Solo que tú has visto
cómo llegará tu muerte.
Zandu se volvió, y sus ojos brillaron feroces al dirigir la
mirada a Varr. Sentía que le temblaba el cuerpo, solo que no
debido a la ira.
—No te preocupes —repuso Zandu con voz ronca. Al hablar,
escupió en el interior de su casco y lo llenó de olor a cobre.
—Recuérdalo —le dijo Varr—. Recuerda al hombre que arde.
Zandu negó con la cabeza. El dolor y la fatiga pasarían. Era
algo que iba y venía. Intentó engañarse a sí mismo y pensar que ya
estaban desapareciendo, pero no era así.
—Déjate de acertijos…
A Varr se le había ido la cabeza. Había visto demasiado,
soportado demasiado. Incluso si no habían formado parte de la
masacre de Isstvan, les había afectado igualmente.
«Indemnes.»
Aquello le parecía irónicamente divertido a Zandu.
Nada podía estar más lejos de la realidad.
Y entonces se lo llevó la oscuridad.
Zau’ull estaba de pie sobre la segunda cubierta de embarque del
Cáliz de Fuego junto con Krask y su escuadra de exterminadores,
que formaba dos filas detrás de él. Habían estado esperando
durante bastante tiempo antes de que las sirenas empezaran a
sonar, lo que indicaba la llegada de la nave que había enviado en
busca de sus hermanos perdidos.
Los ayudantes y los servidores de la reducida tripulación se
estaban preparando, y sus trajes cerrados al vacío los protegieron
del frío del espacio después de que la puerta de embarque se
abriera ante la infinita oscuridad y expusiera aquella parte de la
cubierta.
Zau’ull observó la situación a través de las lentes de su casco,
sin sentir el frío del vacío ni la fuerza de la presión liberada
cuando la cañonera se dirigió hacia su estación de aterrizaje y la
puerta de embarque volvía a cerrarse detrás de él.
Una vez los indicadores de represurización pasaron de rojo a
verde, los miembros de la tripulación se quitaron los arneses que
impedían que cayeran al vacío y se apresuraron hasta la nave para
ayudar.
La rampa de aterrizaje trasera se abrió entre aquella
repentina ráfaga de movimiento, y una procesión solemne de
legionarios Salamandras empezó a salir de ella, al lado de los
ataúdes de los fallecidos.
Zau’ull tenía los brazos cruzados sobre el pecho, con su maza
crozius en la mano derecha. Le hizo un ademán a Obek en cuanto
lo vio, y la voz del capitán crujió en su comunicador privado.
—Padre de Fuego, me alegro de verlo otra vez, pero tenemos
asuntos urgentes de los que hablar. En mis aposentos.
Parecía que los Manos de Hierro no habían logrado suavizar la
forma de ser de Obek. Al percatarse de la ausencia de T’kell y
Zandu, supo por qué.
Zau’ull parpadeó para activar un reconocimiento de orden en
el comunicador y le pidió a los exterminadores que se retiraran.
—¿Está muerto? —preguntó el capellán.
—Sigue con vida —musitó Obek, de espaldas a Zau’ull
mientras observaba el icono de dragón de oro tallado en el muro
de sus aposentos. La cámara era bastante austera, sin más
decoración que una tarima de meditación, una armería y el
crepitar de las hogueras que delineaban la parte trasera de la sala.
»Pero no por mucho tiempo —añadió el capitán tras volverse
hacia el capellán, quien se había retirado el casco calavera que
portaba y lo sostenía en el hueco de su brazo izquierdo—. Zandu
está igual, por eso hemos llegado tarde. Intoxicación por
radiación. Están a bordo del Obstinado. —¿La nave de los Manos de
Hierro?
Obek asintió.
—Ya veo —continuó Zau’ull—. El Padre de Hierro dijo que os
habían encarcelado.
—Sí, estaban convencidos de que podíamos ser traidores. —
Obek negó con la cabeza al pensarlo—. Juro que nunca había visto
tanta desesperación, tanta desconfianza.
—Estos tiempos oscuros y lúgubres están llenos de ello.
Obek asintió, distante por un momento, y apartó la mirada.
—¿Qué pasó con la Forjada? —inquirió Zau’ull.
—Está invadida, hermano. Ya no podemos usarla. Se nos ha
cerrado esa opción.
—¿Y los artefactos?
—Sin T’kell no sé qué hacer. Vulkan ordenó que los lleváramos
a la Forjada y que las mantuviéramos a salvo allí, pero no podía
haber predicho que pasaría esto.
—Tal vez sí lo predijo —repuso Zau’ull en voz baja—. Otra
prueba, otra forma de comprobar nuestra fe y nuestra resistencia.
—Todavía tenía la reliquia que había sacado de la cámara unida a
su cinturón, aunque la había movido para que quedara oculta tras
su mantón de dragón.
—En ese caso, estamos fallando la prueba —repuso Obek,
mirando de nuevo al capellán—. He pensado en el abismo de
Geryon.
—¿En Taras? —A pesar de intentarlo, Zau’ull no logró evitar
poner una expresión de incredulidad.
—Lo sé, está lejos y las mareas empíreas son turbulentas.
—Diría que es aún peor que eso, hermano capitán.
Obek apretó la mandíbula, pues sabía que intentar alcanzar
Geryon sería arriesgado.
—El Padre de Hierro nos ha prometido llevarnos a salvo hasta
allí. —¿Y confías en él?
—No, pero estamos entre el martillo y el yunque, y preferiría
contar con su ayuda en vez de con su furia.
Zau’ull frunció el ceño.
—¿Crees que pueda tener intenciones hostiles?
—Creo que ha visto demasiada guerra, Padre de Fuego. Su
nave, sus guerreros… El que hizo esto —Obek sacudió el brazo
biónico— me dijo algo, o me pareció que quería decirme algo. Dijo
que Ulok no liberaría a nuestros heridos, pero sus últimas
palabras fueron las más crípticas de todas. Me dijo «Mucho más.
Siempre hay más». Creo que se refería a los legionarios a bordo de
la nave.
—¿Qué les pasa? No te entiendo, Portador del fuego.
—Son fríos, Zau’ull, tan fríos como el metal que envuelve sus
cuerpos. Los hijos de la Gorgona son estoicos, pero también son
apasionados. Estos guerreros son más como… autómatas.
—El que habló contigo…
—Ahrem Gallikus.
—Ese. ¿Él no era así?
Obek negó con la cabeza.
—No, él parecía distinto. Humano. Vivo.
—Nada de lo que has dicho suena muy tranquilizador,
hermano —admitió Zau’ull.
—Lo sé. Creo que quería mi ayuda.
—¿Para hacer qué?
—Creo que pretende traicionar a su Padre de Hierro.
—¿Es un traidor? —preguntó Zau’ull, sobresaltado.
—No, me parece un guerrero leal, pero algo va mal en el
Obstinado, y creo que quiere ponerle fin.
Zau’ull frunció el ceño y sopesó todo lo que le acababa de
contar Obek.
—No veo un camino correcto en todo esto, Portador del Fuego.
—He escogido uno igualmente.
Zau’ull entrecerró los ojos.
—Y, antes de oír cuál es, ya pienso que no será nada favorable.
—Así es. Le he jurado lealtad al Padre de Hierro.
El silencio de Zau’ull lo obligó a continuar.
Obek se lo contó todo.
VEINTIDÓS
El Hijo de la Victoria
Por mucho que hubiera sido su hermano legionario, Vosto Kurnan
no lloró la muerte de Rayko Solomus. Odiaba al torturador, al igual
que odiaba casi todo, y se percató de que estaba sonriendo al
recordar la perdición de Solomus.
Los ojos muertos del servidor se lo recordaron y le hicieron
pensar en cómo el Raven había cortado a Solomus en dos, en cómo
toda su arrogancia y descaro se habían desparramado en una
fuente de color rojo que se había extendido por el suelo, a los pies
de Kurnan. Parte de su sangre aún manchaba la armadura de
Kurnan, y aquello le resultaba placentero.
«Que sea un recordatorio del peligro de la arrogancia», pensó,
y alzó la mirada hacia la figura que acechaba entre la oscuridad de
la parte trasera de la sala. El emisario del Mechanicum se colocó
una túnica color azabache sobre los hombros, pero antes de que la
tela se deslizara sobre su cuerpo y se apilara como pliegues de piel
sobre el suelo del santuario, parte de su forma verdadera quedó
revelada, algo metálico y arácnido. Kurnan sintió cómo su odio se
reavivaba. El servidor que yacía en el suelo había sido el único que
había logrado escapar de la ira de los hijos de la Gorgona. Los
legionarios de Kurnan restantes se habían dirigido a las planicies
radioactivas de aquel planeta sin nombre a bordo de Rhinos y
Land Speeders, se había visto enfrontado a la ignominia de la
derrota, pues consideraba que una muerte en batalla era
preferible a una retirada. Sin embargo, el adepto había necesitado
cruzar la ciudad en ruinas a salvo, y al emisario de Lupercal no se
le podía negar nada, ni siquiera un legionario capitán de los Hijos
de Horus. La nave, el Hijo de la Victoria, era una ágil fragata modelo
Sword que había combatido durante el Vaciado de Gorro como
escolta de una de las naves más grandes, y en aquellos momentos
había acudido a ellos tras una petición de larga distancia a través
del comunicador por parte del adepto en su forma de servidor, lo
que había confirmado a Kurnan dónde se encontraba el poder
realmente.
A pesar de ser diminuta comparada con las naves más grandes
de la flota del Señor de la Guerra, el Hijo se había diseñado para
ser resistente, tanto a los ataques externos como a la incursión
interna. De su tripulación de veintiséis mil miembros, varios
cientos eran auxiliares mortales encargados de la defensa de la
nave. Además, contaba con una modesta guarnición de legionarios,
con los que Kurnan habría querido contar cuando los Manos de
Hierro estaban aniquilando a sus hombres.
—Tengo un conocimiento limitado de las emociones humanas,
Kurnan —musitó una voz mecanizada desde las sombras del
santuario—, pero incluso yo puedo ver que albergas cierta ira.
—Mis hombres están muertos, y tú tenías esta nave y sus
guerreros esperando en órbita.
—El propósito de mi misión no era preservar la fuerza de tus
legionarios, capitán. El Hijo de la Victoria era una contingencia por
si necesitaba una extracción rápida. Su guarnición se encarga de
mi defensa. Los necesitaré. Y pronto.
Regulus salió hacia la pálida luz que emitían los lúmenes.
Portaba su bastón con punta de cráneo y un brillo ligero generado
por los sensores del adepto penetraba las sombras de su capucha.
Casi parecía flotar sobre el suelo del santuario, y aquella ilusión
solo quedaba expuesta por el ligero traqueteo de sus muchas
extremidades.
Kurnan asintió y esbozó una sonrisa apesadumbrada.
—Ha aparecido una nave en nuestro augur. Una barcaza de
batalla para colmo. Estamos muertos de todos modos.
—Lo sé.
Kurnan se sorprendió.
—No parece preocuparte mucho.
—Tú morirás, capitán, pero yo perduraré. Ahora mismo estoy
a bordo del Hijo de la Victoria y en este cuerpo al mismo tiempo. La
máquina es infinita. Y yo soy la máquina.
Kurnan empuñó su espada.
—Tendría que matarte aquí mismo.
—Dudo ser capaz de detenerte, capitán, pero me aseguraré de
informar al Señor de la Guerra de tu traición. Valoras tu honor, te
he visto demostrar ese hecho en numerosas ocasiones. Sospecho
que ese es el motivo por el que odiabas tanto a Solomus y por el
que detestas actuar bajo mis órdenes. No creo que vayas a
mancillar tu honor al matarme. Kurnan soltó un rugido de
frustración y volvió a envainar su espada con fuerza.
—No podemos alejarnos de ellos, cuentan con más fuerzas
que nosotros…
—Que vengan. Tratarán de hacerse con la nave, y ahí es
cuando les haremos pagar por todo lo que han hecho. Me retiraré
al santuario interior. Vienen a por mí, a por la información que
poseo. Retrásalos todo lo que puedas.
—¿Con qué fin? —gruñó Kurnan.
—No podremos prevalecer en esta batalla, capitán, pero
puedo asegurarme de que mi información no acabe en sus manos.
—Podría matarte para evitar que la consigan.
p q g
—Si me pudiera reír, capitán, sospecho que ahora lo haría. Mi
biología, mi vida y su perpetuidad, no importa nada en cuanto a
los datos que poseo en mi núcleo. Perdura tras la muerte, al igual
que yo. Debo purgarlos.
—¿Cómo?
Al abrirse una puerta en la parte trasera del santuario,
Regulus regresó a las sombras, lo que lo condujo hasta el centro de
la sala. Mientras la puerta se cerraba tras él, el adepto le dio a
Kurnan una última orden: —Eso es cosa mía, capitán. Tú solo
limítate a buscar una muerte digna.
VEINTITRÉS
Los hombres que arden
Obek había regresado al Obstinado y en aquel momento estaba en
la oscuridad del teletransportarium de la nave.
El fuego fatuo emanaba de las tres extremidades metálicas
que rodeaban la amplia plataforma de la estructura de
teletransportación y proyectaba una luz parpadeante por toda la
cámara. Además de a Obek y a su guardia de honor, aquella luz
reveló a Ulok y a un grupo de Inmortales de Medusa. En la parte
periférica de la cámara se encontraba Ahrem Gallikus. Tenía una
expresión pensativa y no formaba parte de la escuadra de
abordaje de Ulok, pero se movió de inmediato ante la señal que el
Padre de Hierro le hizo.
—Segundo grupo de Aparecidos —dijo Ulok sin molestarse en
mirar atrás.
Gallikus asintió y abandonó la cámara.
Al parecer, Morikan el Silente también estaba ausente, aunque
bien podría haber estado observándolos sin ser visto. Obek casi no
había visto al Padre de Hierro sin la compañía de su «sombra».
Los otros miembros de las Legiones Destrozadas estaban
sumidos en un asalto directo al Hijo de la Victoria.
Doce arietes de asalto Caestus se habían desplegado en una
amplia línea que cubría la longitud de la fragata, pues los
legionarios de los Manos de Hierro que iban a bordo de los arietes
estaban atacando el puente de la nave, las cubiertas de armas y
otros lugares de importancia estratégica. El plan era presionar a
los defensores del Hijo mientras un grupo más pequeño, formado
por los exterminadores de Gor’og Krask, buscaba al adepto. La
teoría de Ulok era que Regulus se habría refugiado en su
santuario, situado en las profundidades del centro de la nave, en
una de las cubiertas inferiores cercanas al enginarium. Un asalto
con cápsulas de desembarco sobre aquella zona de la nave había
comenzado después del asalto principal.
Un informe de situación constante se transmitía por el
comunicador y, si bien los servidores y los ayudantes lo ignoraban
y seguían preparando el sistema para su funcionamiento, Obek y
Ulok escuchaban con atención. Sus palabras entrecortadas
resonaron por la gran cámara y les dieron la noticia de que Krask
había logrado ocupar la cubierta inferior del enginarium.
—Hemos encontrado resistencia —dijo la voz de Krask por el
transmisor, oculta tras el estruendo de las ráfagas de disparos. A
Obek le pareció que se trataba de láseres y proyectiles sólidos.
Guerreros.
Un rugido de fuego de bólter ocupó el transmisor con tanta
intensidad que cortó la comunicación durante unos segundos.
Cuando volvió a estar operativa, solo se escuchó la voz de Krask y
el zumbido de fondo de los motores de la nave.
—Neutralizada.
Un plano de la nave mostrado en un holograma les informó
sobre cuál era la posición de los Dragones de Fuego. Krask y su
escuadra estaban progresando a paso firme desde su punto de
incursión original y estaban navegando por la cubierta del
enginarium para dirigirse a un nexo importante, que, con suerte,
conducía hasta el núcleo interno de la nave. —El santuario estará
cerca —dijo Ulok, mirando con frialdad el plano y el icono
parpadeante que representaba a los Salamandras—. Activad la
baliza en cuanto hayáis cruzado el umbral.
—Entendido… Activando.
Otra descarga de fuego de bólter sonó por el transmisor, una
cacofonía de ráfagas y detonaciones amortiguadas a tanto
volumen que casi parecían ser ruido blanco. Una salva de
respuesta se produjo poco después.
—¡Renegados! ¡Hijos de Horus!
Obek sujetó la empuñadura de su gladio envainado con más
fuerza como reacción a la advertencia de Krask.
—Recibimos fuego intenso.
El comunicador volvió a cortarse, incapaz de transmitir todos
los sonidos que recibía, y aquella vez la comunicación tardó más
en reestablecerse. Tras una tensa interrupción que duró casi un
minuto, el comunicador volvió a funcionar con una furia
atronadora. Se había desatado un fuego letal cuando los
defensores renegados atrincherados se enfrentaron a los
exterminadores de Krask. No existía una protección más robusta
para un combate que se llevaba a cabo en una Zona Mortalis que la
armadura táctica dreadnought. En los oscuros confines de un
asalto a bordo de una nave, sus placas reforzadas y sus potentes
sistemas armamentísticos podían destrozar mamparas y defensas
y resistir casi cualquier ataque.
Aun así, no era inviolable.
Los defensores del Hijo de la Victoria se agazaparon tras las
barricadas que se habían alzado de forma automática después de
que un par de destructores Rapier empezaran a disparar por el
pasillo. Krask pensó que los renegados debían haberse desplegado
de aquel modo a propósito, en un cruce y con una mampara
sellada a sus espaldas, pues al parecer confiaban en su habilidad
de defender aquel crucial nexo de pasillos interconectados. El
vapor que salía de los conductos de calefacción rotos inundó el
estrecho espacio, además del humo de una docena de incendios en
la cubierta, que llegaban hasta el pasillo empujados por las
turbinas atmosféricas. Una vez más, aquello era a propósito, para
engañar a los sensores automáticos.
Krask combatió a través de una miasma, protegido tras su
escudo tormenta de escamas de dragón desde la vanguardia de los
dragones de fuego mientras los Hijos de Horus desataban sus
armas pesadas. Era como avanzar contra un huracán, golpeado por
los rayos láser y las armas incendiarias. Una ola de llamas se alzó
contra ellos como un torrente hambriento alrededor de los
Salamandras con la intención de cegarlos y desorientarlos.
Krask se aferró a su escudo con más fuerza y rugió a sus
hermanos a través del comunicador para que hicieran lo mismo.
Los cinco primeros legionarios de la fila eran portadores de
escudo cuya finalidad era aturdir a la formación de los enemigos,
herirlos y hacer que retrocedieran para que la segunda mitad
acabara con ellos con los bólters combinados y los puños sierra
que empuñaban. Dicha configuración era tan poderosa como
versátil, más que suficiente para vencer a todo lo que se
interpusiera en el camino de los dragones de fuego. No obstante,
no era infalible. Rath se tropezó y perdió el equilibrio durante un
instante, lo que fue suficiente para que el cañón láser de una
Rapier disparara a su pecho expuesto. El rayo lo alcanzó en un
punto alto y penetró el adamantio endurecido y la ceramita.
Rompió la protección de la armadura de Rath, atravesó la malla y
la fibra que le envolvían el brazo y lo cortó por el hombro, lo que
desató una lluvia de chispas y sangre. El escudo tormenta de Rath
golpeó el suelo de la cubierta con un estruendo casi inaudible,
pero igualmente siniestro. Un segundo rayo golpeó su plexo solar,
lo que interrumpió su grito de desafío e hizo un cráter en su torso
que salía por su espalda.
—¡Adelante! —rugió Krask. Los cañones láser estarían
acumulando energía para lanzar otra descarga—. ¡Somos los
escogidos por Vulkan! Ba’durak ocupó el lugar de Rath en la
vanguardia y unió su escudo al de Krask, quien había
reemprendido su avance obstinado contra los disparos. Juntos,
marcharon al unísono, paso a paso, y lentamente lograron
aumentar su velocidad de forma inexorable. La fila de escudos
situada tras ellos hizo lo mismo hasta que los dragones de fuego
pudieron sobrepasar la considerable inercia de sus respectivas
armaduras y cargaron.
—¡Matadlos! —bramó Krask tras echar abajo una barricada y
destrozarla con su martillo Derribamontañas. Lo había creado con
sus propias manos, un arma de artesano con una cabeza más
pesada que un martillo del trueno corriente y un mango más
largo. Solo Krask era capaz de empuñarlo junto con un escudo
tormenta. Derribó a un renegado tras golpearlo en el hombro y oír
cómo crujían sus huesos. A otro lo embistió en la garganta con el
borde de su escudo y le cortó la cabeza. Aquello le proporcionó el
espacio suficiente para blandir a Derribamontañas en un arco que
lanzó a los defensores al suelo tras destrozarles la armadura.
Ba’durak y los otros dos portadores de escudo embistieron
con sus propios martillos y la descarga de energía que emitía cada
golpe iluminaba la oscuridad en un color monocromo y
destructivo.
Mientras golpeaban a los defensores, Krask dio la señal para
que la segunda mitad de su escuadra avanzara.
—Ocupaos de la mampara —ordenó con calma tras empalar
con el pomo con forma de colmillo de Derribamontañas el pecho de
un legionario que yacía en el suelo.
Cuando sus hermanos comenzaron a cortar la mampara con
sus puños sierra, un segundo grupo de defensores entró en la
batalla desde el pasillo izquierdo. Krask y sus hombres estaban en
el cruce. A pesar de que tres legionarios armados con bólters
combinados se prepararon para abrir fuego de cobertura después
de que una lluvia de proyectiles de bólter rebotara contra la
armadura y los escudos de los dragones de fuego expuestos, no
llegaron a apuntar a sus objetivos, pues una parte del muro
situado más allá en el pasillo explotó y lo inundó todo en una
tormenta de humo, fuego y plasticemento.
Una escuadra de Inmortales de Medusa entró por la abertura
irregular. —No disparéis —advirtió Krask, pues no quería herir
por accidente a los legionarios de los Manos de Hierro. La
mampara estaba a punto de ceder, por lo que tenían que seguir
avanzando, pero Wyvern se quedó absorto observando cómo los
Inmortales despachaban a sus enemigos sumidos en un silencio
absoluto.
No dejaron escapar ni un solo grito de guerra, ninguna
exclamación o rugido de dolor o de ira. Parecían implacables,
formidables, aunque sin verdadero propósito. Los Hijos de Horus
se habían reagrupado rápidamente y estaban contraatacando con
todas sus fuerzas. Una lanza de promethium incandescente golpeó
a los legionarios de los Manos de Hierro, chocó contra sus escudos
y se aferró a sus armaduras. El portador de lanzallamas mantuvo
la presión, y, en poco tiempo, la primera fila de Inmortales quedó
consumida por completo.
Tras vaciar el depósito, el portador de lanzallamas retrocedió
pero, cuando se empezó a apagar el fuego del pasillo, Krask vio
p p p g g p
que los Inmortales seguían avanzando a pesar de estar en llamas.
No gritaban, sino que mostraban una gélida determinación por
acabar con sus enemigos. Pese a que una ráfaga de volkita a poca
distancia le abrasó el brazo y media cara a un Inmortal, este no
emitió ningún sonido y continuó con su marcha. Otro Inmortal fue
empalado con la chisporroteante hoja de una espada de energía
tras una estocada con las dos manos, y uno de los hermanos de
batalla de quien la empuñaba clavó una espada sierra en el pecho
del mismo Inmortal. No obstante, este no retrocedió ni dejó
escapar ningún sonido de agonía.
De forma metódica e inexorable, los Inmortales
desmantelaron a los renegados. Cuando la mampara que les
impedía seguir adentrándose en la nave cayó por fin, Krask pudo
ver a los legionarios de los Manos de Hierro arremetiendo contra
los últimos renegados con mazas y con las culatas de sus bólters.
Antes de abandonar el lugar, no sintió ningún tipo de agresión
por su parte, ninguna emoción en absoluto, tan solo a un grupo de
hombres que ardían matando a otros con sus espadas, sin dejarse
llevar por la venganza ni ningún otro tipo de emoción.
—¡Bienvenidos, hermanos! —les gritó tras alzar su martillo
del trueno a modo de saludo.
Ninguno de ellos le contestó, ni siquiera reconocieron el gesto,
sino que se limitaron a darle la espalda y seguir avanzando.
—Señor Krask… —Era Ba’durak, que había ido a llamar a su
líder. El casco de Krask ocultó su inquietud. Hizo un ligero ademán
con la cabeza.
—Adelante —ordenó con una voz que mostró lo que
verdaderamente sentía—. Prosigamos y abandonemos esta nave
tan pronto podamos. —Alzó su martillo de nuevo tras abrirse paso
hasta colocarse en la vanguardia—. ¡Los elegidos de Vulkan!
Pese a que sus hermanos corearon su grito de guerra, el
sonido de su afirmación no alivió la inquietud que sentía.
Kurnan sabía que su final estaba cerca. Había afilado su espada y
la había limpiado. Había dejado la sangre de Solomus en su
armadura como un lúgubre recordatorio del destino. Varios
informes de la situación de la nave transmitidos por el
comunicador se filtraban por su casco. Habían ocupado casi todas
las cubiertas. El puente había caído. Todas las armas del modesto
arsenal del Hijo de la Victoria habían quedado silenciadas.
Nueve legionarios, escogidos personalmente por Kurnan, se
encontraban junto a él. Cada uno de ellos era un veterano, y sus
espadas crepitaron cuando las desenvainaron, al igual que la de
Kurnan. Todos ellos se habían quitado sus cinturones de armas y
los habían dejado en una esquina del santuario exterior.
«Esto es el honor», pensó Kurnan. Pese a que Cthonia tenía
una cultura barbárica, los líderes de las bandas de los barrios
bajos sabían lo que significaba el honor, incluso si la forma que
conocían era violenta y cruel. La puerta del santuario externo
estaba cerrada, aunque Kurnan no la había sellado, pues no se
estaba escondiendo ni intentando prolongar su vida, sino que solo
estaba esperando que la muerte lo encontrara.
«Estoy aquí», se dijo a sí mismo, y sintió que el odio que le
había pesado tanto sobre los hombros empezaba a volverse más
ligero.
El adepto le había dicho que buscara una muerte digna y, al
ver que la puerta del santuario empezaba a alzarse, se percató de
lo digna que sería.
Después de que la abertura se ampliara y pudiera ver a sus
enemigos, Kurnan esbozó una sonrisa y supo que sería la más
digna de todas.
Tras unos pocos minutos aguardando en la oscuridad del
mausoleo, la armadura de Gallikus ya tenía una capa de escarcha.
Al continuar adentrándose en la cámara, aquel fino revestimiento
blanco se fracturó y cayó al suelo. Los disipadores de calor de su
generador y la rejilla de su respirador emitían vapor en el aire.
Encontró a Azoth aún en su arcón, pues no había sido escogido
para asaltar la nave de los renegados, aunque muchas de las
cámaras de crioestasis estaban vacías y llenaban el aire que ya
estaba cargado de nitrógeno con el que salía de sus tuberías de
inmersión desconectadas.
—Hermano… —Pronunció aquella palabra con solemnidad y
tristeza tras apoyar una mano ataviada en guantelete sobre el
cristal oscuro del arcón de Azoth. Un escaneo biológico mostraba
los signos vitales del aparente cadáver que contenía, por mucho
que no estuviera vivo de verdad. No había sido Azoth desde hacía
mucho tiempo, no desde el Reciario.
»Moriste allí —susurró Gallikus, e inclinó la cabeza por la
vergüenza—. Te ayudaré a morir otra vez. Te lo prometo. Te lo
juro.
Parte de la escarcha se había derretido por el calor del
guantelete de Gallikus, y, al alzar la mirada de nuevo, vio el rostro
del que había sido su hermano a través de la pequeña abertura
que había creado.
A pesar de estar lleno de emoción tras la placa frontal de su
casco, Azoth llevaba una máscara distinta, una que hablaba de
inviernos interminables y tierras grises y congeladas. Un silencio
sepulcral descendió sobre ellos, solo interrumpido por el suave
zumbido de las cámaras de crioestasis que seguían activas.
Gallikus no dijo nada, sino que se volvió y abandonó el
mausoleo. Activó el comunicador tan pronto salió de la cámara.
—Saurian —musitó—, esto tiene que acabar. Ya.
Encontró al apotecario esperándolo, desarmado y obediente.
Los legionarios Salamandras malheridos seguían yaciendo
sobre sus camillas, aunque Gallikus vio que faltaba uno.
—¿A quién has enviado?
—A la víctima de radiación. Ulok quería comprobar los efectos
del proceso en él.
—¿Con Morikan?
—Sí, se llevó al Salamandra.
—Claro que sí —musitó Gallikus.
—A los otros los despertarán pronto —dijo el apotecario, y
dudó antes de añadir—: Incluido Azoth.
Gallikus negó con la cabeza.
—¿Cuántos de nosotros quedan, Saurian? ¿Cuántos
legionarios de verdad? Menos de un puñado ya. Ulok prefiere
esclavos a hermanos. Saurian inclinó la cabeza con tristeza y
estuvo a punto de volver a sus labores cuando la voz de Gallikus lo
detuvo.
—No —dijo con calma.
Saurian frunció el ceño.
—Es nuestro deber.
—No.
—No podemos…
Tras visitar el mausoleo, Gallikus se había quitado el casco,
que en aquel momento colgaba de su cinturón, por lo que, cuando
rugió y avanzó hacia el apotecario, Saurian pudo ver su furia.
—¡Ya basta! —bramó y agarró al apotecario por la garganta—.
Esta miseria debe terminar.
Saurian permitió que Gallikus desfogara su ira sin resistirse y,
tras unos instantes, Gallikus lo soltó.
—Morikan ya no está aquí para hacer que se cumpla su
voluntad —murmuró Gallikus mientras observaba los signos
vitales de los heridos.
Saurian torció el gesto y se frotó la garganta herida.
—Eso sería una traición, hermano de hierro.
—¿Y lo que estamos permitiendo que ocurra no lo es? —
repuso Gallikus en voz baja tras volverse.
El silencio del apotecario le dijo que no se lo pensaba discutir.
—Además de despertar a los Aparecidos…
A pesar de que Gallikus había devuelto su atención a los
heridos, le advirtió:
—No los mancilles con ese nombre.
Saurian asintió.
—Además de despertar a nuestros hermanos caídos, si
hacemos algo más… Solo el Padre de Hierro puede usar la cámara.
—Así ha sido —confirmó Gallikus mientras se acercaba a una
camilla en concreto—. Hasta ahora. Hablé con su capitán y confío
en los Dragones de Fuego. Confío en él.
El tecnomarine seguía sumido en una animación suspendida,
aunque sus signos vitales eran estables y las quemaduras que
habían derretido la parte augmética de su cráneo habían
empezado a sanar.
—Ese es T’kell, el Maestro de la Forja —dijo Saurian—. No
puedo… —Despiértalo, hermano.
—Con sus heridas, es posible que no…
Gallikus estuvo a punto de avanzar de nuevo hacia el
apotecario cuando sintió que algo lo agarraba del brazo, por lo que
volvió la vista hacia abajo y vio una mano.
—¿Dónde está Obek? —exigió saber T’kell—. ¿Dónde están
mis hermanos legionarios?
VEINTICUATRO
Voluntad de hierro
La voz de Krask, débil y sin aliento, se transmitió por el
comunicador del teletransportarium.
—Nos hemos adentrado en el santuario…
Ulok montó sobre un hemisferio de la plataforma junto a sus
Inmortales. Obek, Xen y una guardia de honor formada por
veteranos de los Indemnes se dirigieron al otro hemisferio.
Una última transmisión surgió del comunicador.
—Baliza de teletransportación activada —dijo Krask.
Ulok dio la señal, y una tormenta iluminó la cámara.
El equipo de guerra emergió en una tormenta de luz y viento
etéreo. Cuando el fogonazo actínico se desvaneció, apareció un
grupo de guerreros cuyas armaduras desprendían fuego fatuo.
Estaban de pie en la cubierta de una nave, en los restos de una
feroz batalla. Las tiras de lúmenes del techo parpadeaban y la
mayoría habían quedado arrancadas de sus carcasas, lo que le
daba a la escena una escalofriante sensación de desolación. Había
cadáveres apoyados contra los muros. Algunos habían muerto
boca abajo, y su sangre se extendía bajo su malla. Uno parecía
haber muerto de pie, empalado por una espada de energía rota
que lo había clavado en la pared. El otro bando estaba maltrecho
pero desafiante. Vestían de verde, a pesar de que su armadura de
exterminador estaba rota por la batalla y, en algunos lugares, la
pintura se había desprendido.
—Parecéis heridos, Wyvern —dijo Obek, tras echar un vistazo
a los renegados muertos y dejar que su mirada se posara sobre los
cadáveres de dragones de fuego que yacían junto a ellos.
—Lo estamos, y hemos sufrido bajas, pero seguimos en mejor
estado que los traidores. —Krask tenía unas hendiduras
profundas en su armadura, y partes de ella estaban negras por
haberse quemado ante el impacto de alguna espada de energía.
—Habéis luchado bien, hermano —dijo Xen, y le hizo un
ademán al exterminador gigante.
Detrás de la cámara en la que se encontraban Krask y sus
hombres, había otra sala más pequeña.
Ulok había avanzado hasta aquel santuario interior y, cuando
Obek le dio alcance, vio que el Padre de Hierro estaba frente al
adepto del Mechanicum. Regulus tenía el mismo aspecto que en
los túneles y parecía no ofrecer ninguna resistencia, pues
permanecía quieto, esperando su destino. —¿Te ha sido muy difícil
la búsqueda, Padre de Hierro? —preguntó el adepto con una voz
tan metálica como el rostro de Ulok—. ¿Debería revelarte mis
secretos ya?
Ulok desenfundó una pistola de plasma. En la otra mano
empuñaba un hacha con dientes de engranajes de color negro
plomizo. El guantelete de su legión se mostraba en relieve en su
hoja.
—No soy un ser emocional —dijo—, pero quiero que sepas
que esto me producirá una gran satisfacción.
Disparó la pistola de plasma, que emitió un alarido de energía
al atravesar el torso del adepto y prenderle fuego a su túnica. Ulok
lo dejó arder durante unos segundos antes de apretar el gatillo de
nuevo.
Tras el cuarto disparo ya casi no quedaba nada de Regulus
salvo unos fragmentos quemados de color azabache y los
retorcidos restos metálicos de lo que había sido su cuerpo. Con
frialdad, Ulok se acercó a lo que quedaba de la cabeza del adepto y
aplastó el cráneo biónico y deformado, además de la poca materia
orgánica que contenía, hasta convertirlos en unos restos
pegajosos.
—Padre de Hierro… —lo llamó Obek desde el umbral del
santuario interior mientras observaba, perplejo. Xen casi había
desenvainado a Ignus, pero Obek le hizo un gesto para
tranquilizarlo—. Dijiste que querías capturarlo.
—Así era… antes —repuso Ulok. Pese a que les estaba dando
la espalda, su grupo de Inmortales estaba de cara a los legionarios
Salamandras y se habían reunido alrededor del Padre de Hierro.
—¿Ha cambiado algo? —preguntó Obek, consciente de que su
guardia de honor se había acercado a él y de que Krask estaba
cerca, pero también de que un gran grupo de guerreros se estaba
dirigiendo hacia ellos. Dudaba que se tratara de renegados.
Ulok se volvió, con los ojos tan oscuros como el pedernal
tallado. Incluso su ojo biónico se había convertido en una tenue
ascua dentro de su cuenca mecánica.
—¿Sabes cómo se comunican los versados en el camino del
Omnissiah?
—¿Qué significa esto, Ulok? —Obek habría desenfundado su
pistola si no fuera por la escuadra de bólters que apuntaban hacia
ellos.
—Contéstame, dragón de fuego.
Krask y sus Salamandras habían avanzado hasta colocarse
detrás del capitán y de su guardia de honor. Obek podía oír los
campos de disrupción de su equipamiento de guerra. También
podía oír el sonido de incontables pisadas que se acercaban a
ellos, por lo que decidió responder. —En binárico.
p q p
Ulok esbozó una sonrisa sin alegría y asintió.
—Los datos fluyen. Son algo más ligero que una atmósfera, y ni
siquiera el casco de una nave impide su transmisión. He
descubierto algo a partir de los datos del traidor. Una mota de
conocimiento, tan solo una pequeña mota, ha confirmado todas
mis sospechas sobre vosotros. ¿Qué es lo que contiene vuestra
nave?
Un profundo foso se abrió en el estómago de Obek, y de
repente sintió como si su brazo biónico fuera un invasor extraño.
Apretó con fuerza su mano de carne y hueso alrededor de la
empuñadura de su espada. Xen, Phokan y la guardia de honor se
tensaron y dejaron paso a los Dragones de Fuego cuando estos se
colocaron delante de ellos, al lado de su capitán.
—Reliquias, Padre de Hierro.
—Te creo. Forjadas por el propio Vulkan, ¿no es así? Armas.
Armas incomparables —dijo Ulok, y sus ojos brillaron con hambre
—. Las necesito. Esta cruzada las necesita.
—¿Qué cruzada? —preguntó Obek, con una mueca de disgusto
—. La Gran Cruzada ya ha terminado.
—La cruzada de la venganza —repuso Ulok, como si fuera
obvio—. Por la Gorgona. Él lo decreta. Recibimos vuestro arsenal
con gratitud, pero necesitamos más.
Obek negó con la cabeza lentamente.
—No te entregaré el Cáliz de Fuego, Ulok. Eso es lo que decreta
mi padre. Esas armas no son para ti ni para mí.
—Están forjadas por las manos de un primarca, ¿cómo no
íbamos a usarlas? Es nuestro deber. —Apretó los dientes ante su
repentina efusividad—. ¿Acaso la venganza no llama a los
Salamandras como nos llama a nosotros? Los Manos de Hierro
somos fríos —asintió— y nos empuja la lógica, pero nos enfurece
el engaño del traidor y todo lo que hemos perdido por su culpa.
Vosotros sois Nacidos del Fuego, ¿por qué templáis vuestra furia?
Cuando visteis a vuestro padre abatido sobre la arena negra,
¿acaso no ansiasteis venganza?
Obek sintió la vergüenza y el arrepentimiento de sus
guerreros en cada uno de sus puños apretados y mandíbulas
tensas.
—No luchamos en Isstvan.
La frialdad de Ulok volvió a su mirada y a su comportamiento.
—No, no lo hicisteis. No sangrasteis como sangramos nosotros,
como sangraron vuestros hermanos más valientes.
Xen soltó una maldición. Obek la oyó en algún lugar detrás de
él, y le pidió en silencio a su vexiliario que no actuara sin pensar.
—Sea lo que sea lo que estás pensando, Ulok, no lo hagas —
dijo Obek. —¿Es eso una amenaza, Salamandra? ¿Estás dispuesto a
j ¿ ¿ p
apuntar con tus armas a tus aliados, pero no a desatar la forja de
guerra de tu primarca contra el enemigo?
—Es una súplica, Ulok —contestó el capitán de los
Salamandras—. No lo hagas —añadió, marcando cada sílaba.
—Morikan… —susurró Ulok—. Ya está hecho. Recordad —
advirtió— que vosotros mismos os lo habéis buscado.
Los Inmortales se movieron para disparar al tiempo que
Krask y Ba’durak avanzaron con sus escudos tormenta para
proteger a Obek. Mientras la lluvia de proyectiles golpeaba y
explotaba contra la escama de dragón aumentada, los otros
dragones de fuego desataron una descarga de sus bólters
combinados y derribaron a dos de los Inmortales antes de que la
puerta que conducía al santuario interno se cerrara y los dividiera.
—Portador del Fuego, ¿estás herido? —preguntó Krask con la
vista al frente, mirando por encima del borde de su escudo,
aunque la puerta del santuario interno permaneció cerrada.
—No más de lo que ya estaba —repuso Obek—. Nuestro
capellán nos espera en el Cáliz de Fuego. Nos necesitará.
Krask asintió y bajó la guardia.
—El teletransportarium de la nave está cerca.
VEINTICINCO
Fe en el fuego
Una herida profunda se había abierto en el Cáliz de Fuego y, aunque
la habían sellado y habían asegurado la cubierta de nuevo, seguía
habiendo una grieta en el flanco de aquella resistente armadura.
Pese a que Ulok no había pretendido provocar semejante
herida al desatar las armas del Obstinado, quería a Regulus para sí
mismo y no pensaba permitir que ningún otro llegara hasta el
adepto y lo capturara o lo matara. No obstante, todo aquello había
dejado de importar cuando una nueva obsesión había usurpado la
posición de la antigua, y la providencia violenta le había
proporcionado un modo de conseguirla.
Una sola cañonera apareció a través de la abertura irregular
con las luces apagadas y el motor casi en silencio; cada parte de
ella era indetectable por cualquier augur o sensorium. El sigilo
siempre había sido el arma más formidable de la Decimonovena.
Pese a que no les había servido en Isstvan V, pues la sutileza no
tenía lugar en una masacre, los Guardia del Cuervos conocían su
valor de primera mano, por lo que, tras casi haber sido
aniquilados, la habían afilado hasta convertirla en algo tan letal
como el cuchillo de un asesino.
Desde entonces, el arte de la invisibilidad había empezado a
representar otra cosa, algo más instintivo: la supervivencia.
El único hijo de Corax a bordo de la nave conocía de sobra la
supervivencia, pues él mismo se había encontrado en la masacre
que no solo le había arrebatado la voz, sino que también había
acabado con la vida de tantos de sus hermanos y aliados. Lo que
había comenzado como una tarea digna, la de hacer obedecer al
primarca errante, el primarca, se había convertido en algo mucho
más horrible y desesperado. Cuando la primera descarga de
bombas se había cernido sobre ellos, muchos habían creído que se
trataba de un error, por mucho que un error semejante fuera algo
inconcebible para las Legiones Astartes. Incluso cuando los
cuerpos habían salido volando a través del aire cargado de humo,
sin extremidades ni cabeza, algunos aún se habían aferrado a la
mentira de que había sido sin querer. Cuando los legionarios que
iban a reforzar a los Guardia del Cuervos y a sus aliados volvieron
sus armas contra ellos, todos habían descubierto la verdad.
Algunos habían soltado maldiciones y alzado la voz en desafío.
Ellos habían sido los que murieron rápido y de forma poco
heroica, por explosiones o cortes, con sus maldiciones a medias.
Otros habían intentado contraatacar, como si todavía tuvieran una
oportunidad de lograr la victoria. Ellos habían sido los Dragones
de Fuego; quienes habían resistido más, pero habían muerto
igualmente. Los hijos de la Gorgona habían luchado por venganza,
con indignación en sus corazones. Habían caído junto al cuerpo
decapitado de su padre después de que otra mentira más hubiera
quedado expuesta: la inmortalidad de los primarcas. La mayoría
de ellos habían huido al percatarse de que era una causa perdida y
de que los demás habían traicionado su juramento. El hijo de
Corax había sido uno de ellos.
No había huido por miedo, pues tales preocupaciones habían
quedado atrás hacía tiempo, sino por el instinto al que se había
aferrado desde entonces: la supervivencia. Sobrevivir para poder
vengarse.
Un proyectil incendiario había matado a su capitán, le había
destrozado el cuerpo y había dejado unas vísceras transhumanas
en su lugar. Había matado a muchos de sus hermanos también, se
había burlado de la armadura y de las fisiologías que estaban
diseñadas para resistir la guerra. La segunda explosión, cuando se
produjo, había detonado tan cerca de él que había salido
despedido por los aires, y fue tan atronadora que arrebató los
últimos estertores a sus hermanos. Sus alaridos de dolor se
volvieron silenciosos, y sus gritos de ira, maldiciones mudas.
Se había convertido en silente en aquel momento. Si nadie
podía oír su desafío, entonces no le daría voz. Ningún sonido de
agonía pasaría por sus labios tampoco, pues era algo que podía
negarles a quienes habían sido sus aliados.
Y, mientras huía a través de los restos y los cadáveres
desmembrados y en llamas, ya acostumbrado a encontrarse entre
tantas atrocidades, un paradigma había empezado a tomar forma.
La hermandad y la fraternidad habían desaparecido para dejar
paso a la supervivencia y el fatalismo. Tenía que sobrevivir y
vengarse.
«Solo me queda eso, nada más.»
La cañonera descendió en el compartimento de aterrizaje, de
un color oscuro como la noche, llena de restos. A pesar de que
habían retirado o lanzado al vacío la mayoría de los residuos del
ataque que había arrancado la mayor parte de la cubierta de
embarcación, algunos seguían flotando inertes en el espacio sin
aire.
Una rampa se abrió sin hacer ruido en la parte frontal de la
nave y el Guardia del Cuervo salió de ella en silencio. Al igual que
aquella cámara cavernosa, él también iba vestido de un color
oscuro como la noche y se mezclaba con ella de un modo tan
perfecto que casi era invisible. Solo el ligero brillo que emitían sus
p q g q
lentes al analizar las condiciones atmosféricas de la cubierta de
embarque mostró dónde se encontraba.
El hijo de Corax empuñó su espada, un bracamarte con un filo
en forma de hoz que había sido forjado de plastiacero
monomolecular. Cuando la activara, la espada vibraría de forma
tan rápida e infinitesimal que el movimiento sería imperceptible.
Su hoja no reflejaba la luz y, sumido en las sombras, parecía ser
una extensión de su cuerpo.
Una trampilla de acceso sellada, pequeña y anodina y que se
usaba para tareas de mantenimiento, llevaba desde la dañada
cubierta hasta un conducto que le permitiría adentrarse más en la
nave.
Mientras el Guardia del Cuervo se dirigía hacia allí, escuchó el
comunicador con atención a la espera de recibir una orden. Su
nombre.
Y, poco después, lo oyó.
—Morikan.
Zau’ull estaba arrodillado y absorto junto a la cámara. La habían
dejado en la cubierta de seguridad desde que habían partido de
Prometeo y, a pesar de que la sala estaba sellada en ambos lados
con una puerta de adamantio reforzado, los conductos de
ventilación de las forjas situadas más abajo llevaban el calor y el
olor a cenizas hasta allí. El humo nublaba el ambiente, aunque solo
un poco. La atmósfera sofocante parecía volcánica, lo que
resultaba reconfortante para un guerrero de Nocturne.
Y, durante unos momentos, Zau’ull disfrutó de ello.
Obek le había pedido que se quedara a bordo del Cáliz de Fuego
para proteger los artefactos. El capellán pensó que era una lástima
que no le hubiera pedido que se quedara solo.
—Estoy dañado, Padre de Fuego —dijo una voz detrás de él, y
Zau’ull soltó un suspiro tras abrir los ojos.
—No más que cualquiera de nosotros —mintió.
Zeb’du Varr podría haberse referido a las quemaduras
cicatrices que cubrían su cuerpo o a su mente. Antes de que T’kell
hubiera reunido a los Indemnes para completar la última misión
de Vulkan, Varr solía acudir al sepulcro a menudo. Le había
contado que sus sueños estaban consumidos por el fuego, que
cada uno de sus pensamientos estaba obsesionado con él. Zau’ull
sabía que se trataba de piromanía, solo que una versión muy
profunda en la que Varr creía presenciar algo en las llamas.
—He visto cosas —murmuró—. En el fuego.
—A Vulkan, sí, ya lo habías dicho.
—Suena como si no lo creyera, capellán.
Zau’ull no podía estar seguro de si la respuesta de Varr estaba
dirigida a él de forma más general.
—Creo que tú lo crees —repuso, optando por la diplomacia.
—¿Y usted no?
Si bien Zau’ull no creyó que aquella pregunta fuera una
puñalada, sintió una punzada de dolor igualmente.
—No veo lo que ves tú, hermano.
—Veo muchas cosas…
Zau’ull sabía que se arrepentiría de ello, pero su deber era ser
el pastor de aquellos guerreros, por lo que preguntó:
—¿Qué has visto, hermano?
—Moriré aquí. En esta nave.
—Nuestro destino nunca ha sido sobrevivir.
—Ocurrirá pronto…
Zau’ull se puso de pie, ya completamente fuera de su
ensimismamiento, y se volvió hacia Varr.
—Ninguno de nosotros puede saber cuándo vamos a morir,
hermano —dijo.
—Zandu ve al hombre que arde.
Zau’ull asintió, pues recordaba sus conversaciones con Zandu
sobre aquel tema.
—Un sueño, nada más. ¿Cómo puedes estar tan seguro de tu
propio destino?
La sonrisa de Varr estiró el destrozado lienzo que era su piel.
No estaba solo; sus últimos guerreros estaban con él, aunque ellos
no perturbaban al capellán tanto como el sargento.
—Lo veo en el fuego —explicó Varr—. Una columna de humo
que se mueve entre las llamas.
Zau’ull se había preguntado varias veces si Zeb’du Varr no
contaría con algo de wyrd. Según sabía el capellán, nunca había
tenido entrenamiento de librarius, y la mayoría atribuían su
extraño comportamiento a su piromanía. Algunos, aquellos que
conocían el antiguo modo de vida de Nocturne, aquellos que aún
sabían dónde encontrar a los chamanes de la tierra nómadas y que
habían acudido a ellos en busca de consejo, creían que las llamas
estaban vivas y que parte de su fuerza y su furia pasaba a aquellos
que las veneraban.
A pesar de que no había existido ningún culto al fuego en
Nocturne desde antes de la reunión de Vulkan con su padre, las
creencias antiguas aún perduraban en parte. Zau’ull creía que Varr
podría haberse encontrado con algún chamán de la tierra y que se
había quedado mirando al fuego durante demasiado tiempo.
Aunque también podría estar loco y nada más.
Zau’ull apoyó la mano en la hombrera de Varr.
—Ningún Nacido del Fuego debería temer el humo de ningún
fuego, y mucho menos tú, Varr.
El sonido de la puerta de la cubierta de seguridad al abrirse
hizo que Zau’ull se volviera. Si bien pensó que había visto una
sombra que se movía contra la pared, imaginó que se había
tratado del parpadeo de un lumen interno.
—El fuego no —musitó Varr—. Una sombra…
La puerta empezó a separarse en diagonal y sus elementos
neumáticos nublaron el aire a su alrededor al liberar la presión.
Zau’ull empuñó su maza crozius, aunque podría tratarse de Obek.
Al ver una armadura color verde dragón que salía poco a poco de
la nube de gas, frunció el ceño. —¿Puño de Fuego?
Zandu había regresado al Cáliz de Fuego. Él solo. Caminó hacia
ellos sin mostrar ningún indicio de haber oído o entendido a
Zau’ull, y su rostro demacrado y cinéreo estaba tan inexpresivo
como el de un muerto. Zau’ull empezó a acercarse a él, y estaba a
punto de llamarlo de nuevo cuando se percató de lo que Varr le
acababa de decir. Había repetido una palabra que Obek había
usado antes de partir hacia el Obstinado.
«Lo llaman el Silente, y es miembro de los Guardia del
Cuervos. Lucha como una sombra…»
—¿Una sombra…? —empezó a decir, al recordar el lumen
parpadeante antes de que casi un metro de plastiacero
monomolecular le empalara el abdomen. La hoja se había clavado
por detrás, había perforado la espalda de Zau’ull y había salido
por el otro lado con un extremo afilado y rojo como un rubí.
Después de que su atacante retirara la hoja, Zau’ull cayó hacia
delante y se apoyó en el suelo con las manos y las rodillas. Escupió
un poco de sangre e intentó empuñar su crozius, pero sintió que
alguien lo empalaba de nuevo. Zau’ull oyó a Varr gritar y notó una
ola de calor en el rostro mientras las sombras se retiraban hasta
su visión periférica. Su cuerpo estaba luchando por mantenerlo
activo. Pese a que se le nubló la vista por un instante, volvió a
enfocarse una vez más. Se puso de pie. La herida le provocaba un
dolor agonizante, pero lo mantenía consciente. Se tambaleó y casi
volvió a caer al suelo, aunque chocó con una pared de la cámara y
logró quedarse de pie.
El lanzallamas de Varr había quedado destrozado, y tanto él
como sus guerreros estaban combatiendo a la sombra. Morikan el
Silente se movía con semejante rapidez que Zau’ull creía que se le
estaba nublando la vista de nuevo, antes de percatarse de que lo
único que veía borroso era el guerrero vestido de negro.
Un dragón de fuego cayó, con un corte que iba desde la ingle
hasta el esternón, y sus vísceras brotaron de su cuerpo en una
fuente escarlata. A un segundo guerrero le paró la estocada y un
trozo de plastiacero oscuro penetró su gorjal y su garganta.
Solo quedaban Varr y dos legionarios más. Al ver que Zandu se
dirigía hacia ellos, Zau’ull aún albergó la ligera esperanza de que
este interviniera, pero el Salamandra parecía distraído. En su
lugar, avanzó hacia la cámara, y Zau’ull logró caminar hasta
interponerse en el camino del dragón de fuego.
—Quieto —le advirtió, consciente de que empuñaba su crozius
con una mano mientras se taponaba la herida del abdomen con la
otra.
Zandu desenvainó su gladio. Se movía de forma casi mecánica,
con una frialdad que parecía muy extraña en un hijo de Vulkan.
Zau’ull sintió una oleada de energía que crepitó por todo su
crozius. —Te estás dejando llevar, hermano. Pero te mataré si das
un solo paso más.
Zandu siguió avanzando.
Al estar a pocos metros de él, Zau’ull pudo ver los elementos
biónicos del Salamandra en parte de su muñeca y en un lado del
cuello. La armadura ocultaba el resto.
—Deberías estar muerto, hermano —murmuró, y vio a Varr en
el fondo, solo e intentando alcanzar su lanzallamas destrozado.
Zandu se abalanzó hacia delante e hizo un tajo en la hombrera de
Zau’ull que cortó la unión entre esta y el pecho. La sangre brotó de
la herida y goteó por la espada de Zandu, pero aquello lo había
dejado expuesto al contraataque de Zau’ull, que golpeó su plastrón
y lo abrió.
Zandu se echó atrás, no por el dolor, pues este al menos no se
reflejaba en su rostro, sino por el propio impacto. Su placa
pectoral se había partido, lo que reveló una malla quemada y
maltrecha. La carne que había debajo había sido reemplazada por
metal.
Zau’ull golpeó de nuevo, un trabajoso embiste que Zandu solo
pudo parar a medias y que hundió la hombrera izquierda del
Salamandra antes de que este lo apartara de un empujón.
Los huesos de Zau’ull crujieron cuando se estampó contra la
pared, lo que le hizo soltar su crozius. Se desplomó, su cuerpo le
falló al percatarse de que alguien lo había apuñalado una vez más.
Intentó recoger el crozius que se le había caído y, al hacerlo, tocó
con los dedos el estuche que estaba unido por magnetismo a su
pierna mientras la sombra de Zandu se cernía sobre él.
Cerró la mano alrededor del estuche y, si bien Zau’ull sabía
que sería demasiado tarde, antes de que Zandu asestara el golpe
de gracia, la deflagración de una explosión iluminó la cámara. El
estallido lanzó a Zandu contra el muro.
Pinchazos de calor aguijonearon el lado del rostro de Zau’ull y
un temblor recorrió su armadura, lo cual provocó que sintiera
como si unas dagas se le estuvieran clavando en las heridas
abiertas. El capellán se volvió y miró hacia la niebla de fuego.
Varr estaba tumbado de espaldas, ardiendo. El Guardia del
Cuervo también estaba en llamas, pues el arma incendiaria
improvisada de Varr también había alcanzado su armadura,
aunque había resistido.
El dragón de fuego se estaba riendo y, mientras moría entre
aquellas llamas, declaró:
—¡Contemplad! ¡Contemplad al hombre que arde!
Zandu se detuvo. Se había vuelto a poner de pie, y su gladio
rozaba el borde del gorjal de Zau’ull… hasta que Zandu vio las
llamas. Vio al hombre que ardía. Pese a que el fuego no había
llegado hasta el armarium, cuando las llamas brillaron en sus ojos
vidriosos, Zau’ull vio en ellos un breve momento de
reconocimiento.
Con un grito atormentado, Zandu se abalanzó sobre Morikan.
Aún en llamas, el Silente se volvió y clavó su espada en el pecho de
Zandu hasta que esta salió por detrás. Un humo espeso los
envolvió después de que el fuego se los llevara a ambos y las dos
oscuras siluetas de los legionarios lucharon por la supremacía.
Zau’ull abrió el estuche y extrajo el artefacto que contenía.
Parecía un bastón muy ornamentado, con una férula con una
garra dracónica y una cabeza de dragón en un extremo, que
escondía un pequeño emisor entre sus fauces. Una descarga de
energía similar a la de un campo de disrupción recorrió su mango
a partir de alguna fuente de energía. Parecía ser muy antiguo, a
pesar de que resultaba obvio que lo había diseñado Vulkan.
Zau’ull empuñó el bastón con ambas manos, pues era un poco
más largo que un gladio, y, además, le flaqueaban las fuerzas. Pese
a que Zandu tenía las manos alrededor de la garganta del Guardia
del Cuervo y la estaba aplastando poco a poco, se había visto
obligado a ponerse de rodillas y su armadura se había quemado
hasta revelar el metal sin pintar bajo ella mientras su sangre
siseaba de forma salvaje bajo las llamas. Morikan luchaba con
ferocidad; había soltado su espada y estaba apuñalando el costado
de Zandu con una espada más corta.
Una vez aquellas horribles heridas hicieron mella en Zandu,
este soltó su agarre, lo que permitió que el Guardia del Cuervo se
liberara y se tambaleara para ponerse de pie mientras ardía,
incandescente. Morikan soltó la espada corta para poder arrancar
el bracamarte del pecho de Zandu y acabar con la batalla.
Cuando su mirada se cruzó con la de Zau’ull y vio el arma que
empuñaba el capellán, Morikan supo que aquel sería su fin.
p p p q q
—Nada más… —dijo en una voz ronca; las primeras palabras
que había pronunciado desde Isstvan y las últimas que
pronunciaría.
Un rayo de energía carmesí salió de las fauces del bastón con
un aullido, una canción de dragones de las profundidades que
lloraban por el desgarro del mundo. La armadura ya deformada de
Morikan se hundió y se hizo añicos ante la fuerza del rayo, crujió y
se desintegró, primero en forma de astillas, luego en forma de
copos y, finalmente, en polvo. Lo mismo ocurrió con la carne y con
los huesos, cuando siglos de entropía lo recorrieron en cuestión de
segundos. Las fauces se abrieron más y el rayo se hizo más grande.
Había penetrado el pecho de Morikan y, en aquel momento, le
recorría todo el cuerpo. Zau’ull se aferró al bastón, que temblaba
entre sus manos, y combatió contra su espíritu volátil.
El Raven había desaparecido, en su lugar solo había una
sombra donde antes había estado el legionario, que había
regresado al silencio del que procedía.
Zau’ull desactivó el bastón con gran esfuerzo y por fin
entendió la carga que representaba y el motivo por el que debían
mantenerlo a buen recaudo. Tras tambalearse hasta alcanzar la
pared, con los bordes de su visión llenos de oscuridad, vio a
Zandu, ensangrentado pero en paz, y a Varr, que esbozaba una
sonrisa que se había quedado grabada a fuego en su rostro para
siempre.
Antes de perderse en el olvido, el comunicador del gorjal de
Zau’ull crujió al activarse.
—Padre de Fuego…
Era Obek. Sus palabras eran urgentes, una advertencia sobre
Morikan, y estaban llenas de determinación. Zau’ull lo dejó hablar,
pues no tenía fuerzas suficientes para interrumpirlo. En su lugar,
una vez Obek acabó y le prometió que regresarían al Cáliz de Fuego
lo antes posible, Zau’ull soltó un suspiro tembloroso, y, antes de
desmayarse, pronunció:
—Nuestro legado está a salvo…
VEINTISÉIS
Inmortales
T’kell observó a los legionarios congelados con desesperación.
—Esto es una aberración —dijo, tanto para sí mismo como
para Gallikus, y su aliento se condensó en la gélida cámara de
crioestasis.
Tras haber despertado, una vez Gallikus le hubo contado todo
lo que había sucedido durante su animación suspendida, T’kell se
había enterado de la existencia de la cámara y del reinado de
Kastigan Ulok. Conocía a los Padres de Hierro y había confiado en
camaradas de sus filas. Respetaba su habilidad y su dedicación al
Omnissiah, pero lo que había visto en aquel susodicho «mausoleo»
era aberrante hasta el extremo, una peligrosa desviación del credo
de Marte.
—He visto de primera mano lo que yace en el abismo de los
intentos mecanizados prohibidos. —Se llevó una mano al cuero
cabelludo irregular y a la parte metálica de su cráneo ennegrecida
por la quemadura de plasma—. Me disparé a mí mismo cuando
sentí que perdía el control de mi libre albedrío. Purgué la
contaminación del código malicioso en mi sistema, pero esto…
¿Cómo se puede purgar esto? ¿En qué se diferencia de lo que me
ocurrió?
—No podemos permitir que continúe —repuso Gallikus con
voz solemne.
T’kell se volvió hacia él con rapidez.
—Y, aun así, lo has permitido.
El legionario de los Manos de Hierro dirigió la mirada hacia un
arcón criogénico en concreto.
—Me avergüenzo de ello.
Saurian se había quedado en el apotecarion para cuidar de los
heridos y prepararlos para su transporte hacia el Cáliz de Fuego.
Ulok no tardaría mucho en regresar junto a sus guerreros, y tal vez
incluso junto al Raven. Aquella locura debía llegar a su fin, y solo
había un modo en el que podía hacerlo.
—Podrías haberlo destruido —dijo T’kell, una vez más
observando las filas de guerreros durmientes.
—¿Crees que no lo he considerado? —respondió Gallikus,
molesto—. Para penetrar el cristal blindado, para hacerle una
grieta siquiera… se necesitaría un arma incendiaria muy
poderosa. —Negó con la cabeza—. Tan poderosa que pondría en
peligro la nave, y no pienso enfrentarme a Ulok. Por muy
equivocado que esté, sigue siendo mi Padre de Hierro. No le
traicionaré más allá de lo que debo. Tiene que hacerse desde
dentro, por alguien de los tuyos.
—¿Un dragón de fuego?
—Un tecnomarine. No tengo la habilidad necesaria —admitió
Gallikus. Hincó una rodilla, inclinó la cabeza y se apoyó en su
escudo como un caballero de la antigua Terra—. Otórgales a mis
hermanos esta última dignidad, Padre Forjador. Han servido al
Trono incluso después de la muerte.
T’kell asintió, pues no tenía otra opción más que acceder a la
petición del legionario de los Manos de Hierro, y Gallikus se puso
de pie de nuevo. El comunicador de la nave crujió al activarse. Se
trataba del apotecario, Saurian.
Pese a que sus palabras fueron breves, pesaron sobre los
hombros de Gallikus mientras escuchaba en silencio.
—Hermano de hierro… Ha vuelto.
El rostro de Gallikus mostró una expresión lúgubre tras cortar
el canal de comunicación.
—Quédate aquí, Padre Forjador —dijo, empuñando su escudo
de abordaje—, y otórgales la paz a mis hermanos por fin. —Parecía
que se iba a dirigir a la horca, pero T’kell se percató de que se iba a
enfrentar a un destino incluso más oscuro. Al haber regresado el
Padre de Hierro, iba a tener que enfrentarse a él.
—Necesitaré tiempo para desactivar la máquina —le explicó
al legionario de los Manos de Hierro.
—Te daré cada segundo que mi voluntad te pueda permitir.
Le hizo un saludo a T’kell y se colocó el casco.
—Inmortales nunca más —musitó en voz baja tras echarle una
última mirada al mismo arcón criogénico antes de abandonar la
cámara.
Un corazón infernal latía en alguna parte de aquel lugar, T’kell
podía sentir el pulso firme de su alma de máquina, y, como los
Guerreros Trueno de la antigüedad, avanzó hacia él con
determinación.
Gallikus se encontró con Saurian cuando este regresaba de la
plataforma de lanzamiento.
—¿Ya está hecho? —preguntó.
El legionario Salamandra asintió.
—Los he liberado mediante cápsulas de salvamento. A todos y
cada uno de ellos. —Iba armado con un hacha sierra y un
lanzallamas de mano.
—¿Vas a la guerra, hermano dragón?
—Sí, hermano de hierro. Contigo.
—Ulok no estará solo. Los Aparecidos lo protegerán.
—Sí, ya me lo imaginaba.
—Y es probable que nos maten.
—En ese caso, al menos moriré junto a mi hermano.
Gallikus asintió, y ambos se dieron el apretón de guerrero en
el antebrazo antes de separarse de nuevo.
—Me encontraré con él fuera del conducto de la cubierta de
embarque. Es estrecho, podré retenerlo allí durante un tiempo.
Saurian se puso su casco, una salvaje pieza de armadura de
aspecto dracónico que ya casi no portaba.
—Parecía algo correcto antes —dijo a través de su rejilla de
respiración, llena de colmillos—. Un propósito al que aferrarse.
—Ya no, hermano. Ahora, tú y yo debemos ponerle fin.
—He visto a mi legión una vez más y, si bien no estaba entera,
sobrevivía. Me alegro de ello.
Gallikus no respondió, pues él no había podido pasar página
de aquel modo. Empuñó su escudo, se volvió y empezó a avanzar
hacia el conducto de la cubierta de embarque.
VEINTISIETE
Un último encuentro
Obek corrió desde el teletransportarium del Cáliz de Fuego hasta la
cubierta de seguridad en la que sabía que se encontraría Zau’ull. A
pesar de que solo tenía que recorrer un par de cubiertas, sintió
que tardaba años en llegar.
Encontró al capellán entre el humo y los cadáveres aún
humeantes, apoyado contra la pared. Se había desatado una
batalla alrededor del armarium, una por la que habían pagado un
alto precio. Los muertos yacían desperdigados por el suelo, y todos
ellos eran Salamandras. Krask y sus guerreros aguardaban en la
entrada, sin bajar la guardia.
—Padre de Fuego… —musitó Obek.
Obek avanzó a zancadas hasta Zau’ull, pero no pudo distinguir
ningún signo vital por parte del capellán, por lo que empezó a
temerse lo peor. La sangre había inundado la armadura negra del
capellán y la mitad de su rostro había quedado chamuscado por el
calor de las llamas, que en aquel momento se estaban apagando.
Obek había visto a Zandu, a Varr y a los últimos miembros de
la escuadra del Pyrus al entrar, y supo que todos habían muerto.
Aun así, no logró encontrar a su asesino, a Morikan el Silente.
Zau’ull abrió un poco los ojos, y Obek soltó un suspiro de
alivio.
—¿Y el Raven? ¿Está aquí? —preguntó Obek, con una mano
sobre su pistola secundaria. Zau’ull negó con la cabeza.
Solo entonces Obek se percató del bastón con cabeza de
dragón que el capellán todavía empuñaba.
—¿Es eso…? —preguntó, agachándose cerca del capellán para
comprobar sus signos vitales.
—Lo siento, hermano capitán —repuso Zau’ull, con una voz
ronca y débil—, pero he vuelto a encontrar mi fe. He visto a
Vulkan…, no en las llamas… —estiró una mano y tocó el rostro de
Obek—, sino en ti. —Sus ojos, que se abrían y cerraban por
momentos, se dirigieron a Krask, que estaba de pie cerca de ellos
con un semblante solemne, y luego hacia Xen, quien observaba la
situación, estoico—. En todos nosotros.
—No digas nada —le pidió Obek—. Puede que el apotecario
pueda ayudarnos aún.
Con gran dificultad para respirar debido al terrible estado de
sus pulmones, Zau’ull negó con la cabeza con tristeza y esbozó una
sonrisa. —Nuestro destino nunca ha sido… sobrevivir.
Su mano se deslizó del rostro de Obek y no volvió a moverse
nunca más.
Con la cabeza inclinada, Obek estiró una mano y le cerró los
ojos al capellán. Habían pagado un precio tan alto… Nunca se lo
habría imaginado cuando todos habían jurado participar en la
misión en la Cámara Ígnea de Prometeo.
—Portador del Fuego —lo llamó Krask tras unos segundos de
silencio. Sus guerreros estaban detrás de él, observando con
respeto—. ¿Qué hacemos ahora?
Obek fijó el bastón de dragón a su propia armadura.
Devolvería el artefacto al armarium más tarde, pero, por el
momento…
—T’kell sigue a bordo de esa nave, más nos vale traerlo de
vuelta. —Las cubiertas de embarque están destrozadas, y dudo
que el teletransportarium del Obstinado nos vaya a recibir.
Si bien Krask tenía razón, Obek tenía otro método de
incursión en mente. Llamó al Capitán por el comunicador.
—Capitán Reyne.
—Aquí, mi señor —respondió la voz del viejo explorador a
través del comunicador. Reyne era de Nocturne, y todos los años
que había pasado en el ejército no le habían quitado su marcado
acento tribal—. ¿Cuáles son tus órdenes?
—Acerca el Cáliz al Obstinado, a distancia para una acción de
abordaje.
Reyne se aclaró la garganta, nervioso de repente.
—Tan cerca… Sus armas nos destrozarán, señor.
Obek esbozó una sonrisa mordaz.
—Ulok no nos disparará. Aún cree que tiene las de ganar y
quiere lo que tenemos en esta nave. Acércanos a una distancia casi
de ariete.
Reyne transmitió una respuesta afirmativa, inseguro, pero se
dispuso a cumplir sus órdenes. En cuestión de segundos, los
motores de plasma aumentados del Cáliz de Fuego podían sentirse
con el temblor de las cubiertas inferiores.
—Cruzaremos el vacío con nuestras armaduras, a través de la
brecha del casco —anunció Obek.
Nadie se lo discutió.
—Ojo por ojo —dijo Krask, con una sonrisa salvaje.
—Tan cerca como Reyne se atreva a llevarnos —confirmó
Obek. Salió de la cubierta de seguridad para dirigirse a cumplir su
misión cuando se encontró a Xen por el camino.
—Estás herido, hermano capitán. Lo puedo ver en el modo en
el que te mueves… o en cómo no te mueves.
—Tú también, vexiliario.
Xen desenvainó sus dos espadas. Ignus y Drakos se encontraron
a ambos lados del cuello de Obek antes de que el capitán pudiera
poner una mano sobre la empuñadura de su espada.
—No tanto como tú. Además —añadió tras envainar sus
espadas con educación—, alguien tiene que quedarse aquí por si
fracasamos. Si T’kell no regresa, tú eres el guardián de los
artefactos. —Miró al bastón de cabeza de dragón con reverencia y
un brillo de asombro en los ojos—. No deberíamos abandonar
nuestra misión.
—Y yo que pensaba que estabas buscando la gloria de nuevo
—repuso Obek, irónico.
—¿Quién dice que no sea así? —Xen esbozó una sonrisa.
—Yo lo digo —respondió Obek, apoyando una mano sobre el
hombro del Salamandra—. Trae de vuelta a nuestro Padre
Forjador —le pidió.
—Vulkan vive —dijo Xen, antes de que él, Krask y los
exterminadores se marcharan.
—Vulkan vive —repitió Obek al verlos partir.
La compuerta blindada se abrió y emitió una nubes de gas blanco
entre la que se veía el destello espectral de las luces de
advertencia de la cubierta de embarcación del Obstinado. Sobre
ella se encontraba Ulok, quien miró con incredulidad al Inmortal
situado a quince metros de él, en el extremo del conducto de
acceso. Los lúmenes emitían una luz tenue y el ojo biónico del
Padre de Hierro brilló casi con malevolencia en medio de la
oscuridad.
Solo cuando Ahrem Gallikus alzó su maza de energía a modo
de saludo, Ulok se percató de lo que estaba ocurriendo de verdad.
El Padre de Hierro torció el gesto con una seriedad y una
frialdad similar al metal que había colonizado su cuerpo.
—La carne es débil —dijo, decepcionado, antes de ordenar a
los Aparecidos que atacaran.
El motor en el corazón de la cámara de crioestasis era
excesivamente complicado. Estaba construido alrededor de un
núcleo hexagonal tan grande como un Contemptor, y sus cables y
tuberías se extendían por toda la sala, del tamaño de una hectárea,
para proporcionar energía a todos los arcones. Al encontrarse en
las profundidades de la sala, envuelto por niebla criogénica, no se
podía ver desde el umbral. De cerca tenía un aspecto siniestro,
como un leviatán metálico cuyos tentáculos se perdían en la
bruma.
El número de legionarios congelados, situados en fila,
resultaba apabullante. A pesar de que la niebla del proceso de
criogenia escondía gran parte de la sala, T’kell tenía la sensación
de que debía haber cientos de ellos o incluso más; un ejército
unido por tuberías y cables, con los rostros escondidos tras
paneles de hielo. Era un lugar frío y lleno de metal, un laboratorio
más que un cuartel. Una mente aguda pero afligida por la
arrogancia y motivada por la obsesión había creado aquel lugar. Y,
en él, T’kell vio todo lo que sus maestros marcianos le habían
advertido. Vio la locura.
Vulkan les había enseñado muchas cosas a sus hijos: la forja
de metales, el sacrificio personal y la nobleza. Se había salvado a sí
mismo cuando se había encontrado al borde de la
autodestrucción. También había proclamado su teología del Ciclo
de Fuego y, por mucho que el primarca ya no se encontrara entre
ellos, dicha creencia proporcionaba esperanza a muchos. Aunque
a ojos de T’kell era una creencia a la que el Padre de Hierro Ulok le
había dado la vuelta.
—Todo lo que tiene fin termina y, así, regresa a la tierra —
entonó, usando su cortador de plasma para abrir la carcasa
exterior del motor. Si bien aquello le llevó varios minutos, dado el
grosor del caparazón, una vez logró cortarlo, T’kell encontró los
puertos de entrada por los que podría acceder al núcleo del
leviatán.
»Para renacer en el Ciclo de Fuego —continuó, desplegando
sus mecadendritos táctiles—. Para ser renovado.
Solo que aquello no era renovación ni renacimiento, sino
estancamiento, una putrefacción lenta y cruel hasta caer en el
olvido. No se le ocurría un destino peor.
T’kell se preparó a sí mismo y usó sus mecadendritos para
interactuar con la máquina. Un dolor punzante le invadió el
cuerpo en cuanto se conectó, un síntoma de lo débil que se
encontraba. Ulok había establecido defensas para su querida y
horrible creación. Debido a lo paranoico que parecía estar, había
considerado que otro tecnomarine o incluso un adepto del
Mechanicum podría intentar destruir el leviatán desde dentro.
Pese a que parecía tratarse solo de servos, circuitos y
procesadores, aquellos fríos componentes escondían algo más
oscuro. Después de que T’kell se conectara a la máquina, encontró
complejas subrutinas neuromórficas integradas en los protocolos
de funcionamiento estándar del leviatán, colocadas allí para
resistir sus intentos de desatar una desconexión catastrófica. Una
inteligencia casi abominable poseía a la máquina y su única
intención era expulsar y destruir al invasor.
Un camino de losas se extendía frente a él, parte del tecnoenclave,
pero tan real como la piedra o el metal bajo sus pies. Oyó las pisadas de
sus botas mientras recorría lo que sabía que era el flujo de datos. El
q q f j
sonido resonaba, aunque de forma extraña, hueca, lo que mostraba que
no era un sonido realmente, sino que tan solo se trataba de código que su
cerebro había empezado a procesar con cada paso que daba.
Al final del sendero había una puerta tan alta como el Mons
Olympus, hecha de un cristal iridiscente. Y, más allá de aquella puerta, se
encontraba la tormenta.
T’kell podía sentir cómo le empujaba con su odio y su ira. Había
entrado en sus dominios y la tormenta pensaba matarlo por su
transgresión. Al acercarse más a la puerta, T’kell se dio cuenta de que ya
no portaba su servoarmadura, sino que iba ataviado en una armadura
arcaica hecha de cuero de dragón templado, como un caballero dragón
de la antigüedad. En la mano empuñaba una lanza que, al parecer, había
obtenido del aire que no era aire.
Dos columnas sostenían la puerta y, a pesar de que no había ningún
muro, ninguna barrera en ninguno de los dos lados, T’kell sabía que debía
cruzar aquel portal para enfrentarse a la máquina en el ojo de la
tormenta. Empezó a correr, sosteniendo su lanza por encima de la cabeza
y apuntando hacia delante, como si fuera a lanzarla pero, cuando casi
había alcanzado la puerta, las columnas comenzaron a girar.
En los lados que habían estado ocultos para T’kell hasta aquel
momento había estatuas talladas, cíclopes extraídos de los mitos de
Terra. Y, en un momento de sincronicidad aterradora, ambas criaturas
abrieron su único ojo para contemplar al intruso.
Con un alarido, dejaron las columnas, empezaron a avanzar e
hicieron temblar el suelo con el peso de sus enormes pisadas.
T’kell se mantuvo firme e impávido, cargó contra uno de ellos y notó
que la lanza perforaba la carne…
El cíclope soltó un rugido después de que un metro de acero le
empalara el flanco. Retrocedió y se revolvió de dolor, lo que sacudió a
T’kell de forma violenta, aunque este consiguió no soltar el mango de su
arma. La segunda criatura trató de agarrarlo con sus grandes manos,
pero, aún sujeto a la lanza con una mano y suspendido en el aire, T’kell
extrajo una espada del flujo de datos, una hoja que emitía un destello
brillante.
T’kell le cortó la mano al cíclope de un solo tajo. Un lodo oscuro
empezó a rezumar por el muñón con un sonido similar a la estática de las
máquinas. El cíclope se encogió y cayó de rodillas. T’kell soltó la lanza que
seguía clavada en la primera criatura y, mientras caía, empuñó la espada
con las dos manos y le cortó la cabeza al diminuto cíclope.
Tras volverse, vio que el primer cíclope se había arrancado la lanza y
la había partido en dos, lo que provocó que esta se desvaneciera en
fragmentos de código destrozado. No obstante, T’kell no la necesitaba.
Contaba con la espada, y, cuando la criatura fue a por él con un brillo de
venganza en el ojo, la hoja relució aún más…
Quemó a la criatura y la cegó antes de hacer que su piel ardiera y se
desprendiera de sus huesos; tras unos instantes, lo único que quedó del
cíclope fue un marco que cayó bajo el peso de su propia lógica rota.
El polvo de la desaparición del cíclope permaneció en el ambiente
durante unos segundos antes de ser arrastrado, consumido por el voraz
flujo de datos que alimentaba la tormenta.
T’kell se colocó delante de la puerta, y esta se abrió.
Lo único que quedaba era enfrentarse a la tormenta y, al acercarse
al umbral, notó la presencia de la máquina y vio una sombra que se
movía con pesadez, medio oculta por la tempestad.
Dio un paso hacia delante y la tormenta se lo tragó.
Vio a la bestia, al leviatán lleno de tentáculos, y de sus fauces
profundas como un abismo surgió un rayo…
T’kell resistió, asaltado por una descarga de subidones de
energía que intentaban hacerle arder el sistema nervioso. Buscó el
córtex del leviatán entre una diatriba de código hostil y encontró
un defensor decidido y aguerrido, un cazador asesino en todos los
sentidos menos en su nombre. Se enfrentó a él. El hedor de su
carne quemada era repugnante y el dolor casi insoportable, pero
siguió resistiendo. Incluso después de que sus implantes táctiles
se fundieran con los puertos de entrada, siguió resistiendo.
Y, cuando la agonía amenazó con sobrecogerlo, rugió:
—¡Vulkan!
Salió humo de su armadura. El calor había quemado las
uniones, pero T’kell siguió resistiendo.
La tormenta lo abatía, y los rayos golpearon su armadura de cuero
de dragón hasta que no fue más que carne ennegrecida. T’kell alzó la
espada, y su luz brilló contra la oscuridad de los tentáculos del leviatán,
que se acercaban a él para intentar asfixiarlo.
—¡Vulkan! —volvió a gritar, aunque la palabra se emitió como un
código que alimentó el fuego de la espada y volvió a avivar su llama.
La luz creció tan brillante como un sol, ardiente. Atrajo los rayos y
tomó la fuerza y la furia de la tormenta para sí misma. La bestia estaba
cerca, aquello era lo único que T’kell podía ver. Un solo ojo vidrioso
apareció ante él y T’kell vio su propio rostro, destrozado por las llamas,
reflejado en él. La bestia era algo abismal, abominable, y debía morir.
Forjó la espada que empuñaba en un código purificador y, con un
rugido de desafío contra la oscuridad del abismo, dio una estocada…
Gallikus retrocedió. Estaba sangrando. Una de sus lentes había
explotado, y un ojo ensangrentado miraba a sus enemigos por la
abertura destrozada.
«Enemigos… Antes eran mis hermanos.»
Seis de los Aparecidos habían caído. Tenían que regresar a la
crioestasis. Necesitaban la máquina.
—Se están volviendo más lentos… —dijo Gallikus, arrastrando
las palabras.
Ulok no respondió, sino que se limitó a observar a cierta
distancia de él y dejó que sus tropas inmortales se encargaran de
luchar.
Gallikus esbozó una sonrisa amarga al alzar su maltrecho
escudo. Cuatro Aparecidos más se cernieron sobre él.
Tras ellos, Ulok aguardaba.
T’kell cayó de rodillas. Unas pequeñas nubes de vapor se
alzaron de la armadura que se había fundido a su afligido cuerpo,
donde el calor había empezado a derretir y a evaporar la capa de
escarcha que lo rodeaba. El leviatán había muerto. T’kell había
acabado con él.
Logró alzar la vista para observar los arcones y comprobó que
así era. Los ojos fríos y muertos miraban a la nada a través de la
escarcha que se estaba evaporando sin mostrar que se habían
percatado de su destino, sin mostrar ningún tipo de
agradecimiento por su salvación o, al menos, T’kell no podía verlo.
—Todo lo que tiene fin termina —dijo en una voz muy débil, y
se habría caído si no hubiera sido por el brazo que le rodeaba el
pecho. —Hermano Dragón —dijo Saurian—. Parece que he llegado
justo a tiempo. Tenemos que sacarte de esta nave.
Con un gran esfuerzo, el apotecario logró sostener a T’kell
para que no se cayera y le pidió que se volviera mientras cortaba
los mecadendritos que unían el tecnomarine a la máquina. Una
última punzada de agonía recorrió su cuerpo antes de
desvanecerse cuando T’kell quedó liberado. —Tienes mi
agradecimiento… —empezó a decir, sin aliento.
—No me des las gracias hasta que hayas salido de la nave. Y,
para ello, tengo que darte algo para que puedas caminar. Solo te
dolerá un momento. Saurian extrajo un vial de la caja de su
nartecium y se lo inyectó a T’kell en el cuello. Después de que el
apotecario lo ayudara a ponerse de pie, T’kell notó que el dolor se
había reducido en gran medida y que la niebla que le oscurecía la
visión desaparecía.
—Un estimulante —explicó Saurian—. Aunque no durará
demasiado. Ven conmigo.
Se llevó al tecnomarine de la silenciosa cámara criogénica sin
siquiera echar un vistazo hacia los legionarios sepultados allí y lo
condujo hasta una trampilla de acceso que casi no era lo
suficientemente grande como para que pudiera pasar con su
armadura.
—Debería hacérselo saber a Gallikus —dijo T’kell.
—Lo sabrá —repuso Saurian, antes de señalar hacia la
trampilla—. Ese conducto te llevará hasta la cubierta de
p
lanzamiento, donde te espera una nave. Lo preparé todo cuando
saqué a tus hermanos de aquí.
T’kell asintió.
—También son tus hermanos, Saurian.
—No, creo que no. La legión murió en Isstvan V, yo mismo la vi
perecer. Soy un fantasma, al igual que los cuerpos que se
descongelan en el mausoleo del que acabamos de salir.
—En ese caso, ha sido un honor conocerte, hermano —
respondió T’kell—. Si conseguimos llegar a Nocturne, me
aseguraré de que todos recuerden tu nombre.
—Antes tenía un nombre, pero ya no lo uso. Me conformo con
ser Saurian.
—Que así sea. —T’kell y Saurian estrecharon sus antebrazos
antes de que el tecnomarine entrara en la trampilla y dejara al
enigmático apotecario.
El último de los Aparecidos cayó. Gallikus lloró con cada golpe,
pues estaba acabando con su sufrimiento tanto con dolor como
con venganza. Su escudo le colgaba del brazo, medio destrozado, y
se lo sacudió de encima. Su maza de energía había quedado
reducida a poco más que una porra.
—Ven, Padre de Hierro —lo llamó, antes de desenvainar su
gladio y extenderlo en dirección a Ulok, agotado—. Que acabe aquí
mi traición. Ulok observó al guerrero derrotado y empuñó su
hacha de dientes de engranaje. Una descarga de energía cerúlea
recorrió el filo de la foja.
—Serás un buen Aparecido, Ahrem —dijo con frialdad—.
Siempre lo he pensado.
—Solo si me capturas con vida, Padre de Hierro.
—Vivirás —repuso Ulok—. Te convertirás en aquello que da
nombre a los tuyos, te unirás a las filas de los Inmortales. Debería
ser todo un honor para ti.
Un grupo de guerreros silenciosos estaba situado en filas tras
él, pero Gallikus supo que Ulok no les ordenaría que atacaran,
pues el Padre de Hierro no necesitaba que Gallikus muriera, sino
tan solo que se agotaran sus fuerzas para poder condenarlo a una
existencia de servidumbre eterna. —¿Y si no hay ningún arcón
para mí? —preguntó Gallikus, tambaleándose—. Entonces, ¿qué?
Ulok entornó el ojo al percatarse de que lo había engañado.
—¿Qué has hecho, hermano?
—No es lo que he hecho yo —repuso Gallikus, antes de que
Ulok cargara y lo derribara.
•••
T’kell salió a una de las cubiertas de embarque del Obstinado. Era
relativamente pequeña para una nave tan grande y contaba con
compartimentos de lanzamiento y fosos de mantenimiento para
seis cañoneras, de las cuales todas estaban vacías salvo una. Pensó
que debía tratarse de un compartimento de lanzamiento de
reserva para casos extremos.
Una sola nave reposaba sobre sus soportes de aterrizaje, de
cara a uno de los compartimentos situados en la popa. La puerta
estaba cerrada, aunque no sellada. Un pequeño grupo de la
tripulación se encontraba en aquel lugar y llevaba a cabo tareas de
mantenimiento. Unos lúmenes oscurecidos emitían una luz tenue
y T’kell avanzó entre las sombras tras cruzar el umbral. Aun así, la
tripulación no le prestó demasiada atención y T’kell se percató de
que todos ellos eran servidores.
Saurian había cumplido su promesa y, a pesar de sus heridas,
T’kell empezó a avanzar con confianza hacia su salvación.
A mitad de camino hacia la cañonera que lo esperaba, el icono
de la puerta de lanzamiento cambió de verde a rojo. Una puerta de
una cubierta superior se abrió, y unos veinte legionarios de los
Manos de Hierro salieron de una cinta transportadora y
apuntaron al tecnomarine con sus bólters.
T’kell se detuvo y oyó el crujido del comunicador de la nave
que sonaba desde algún lugar de las cámaras del hangar.
Una voz que no reconoció resonó de forma mecánica.
—Padre Forjador T’kell… Tienen órdenes de matarte si
intentas escapar —dijo la voz—. Soy el Padre de Hierro Ulok y el
Obstinado es mi nave. El legionario Gallikus ha muerto. Imagino
que fue él quien te pidió que sabotearas la cámara de criogénesis.
No quería matarlo, pero no me dio otra opción. —La voz hizo una
pausa, como si estuviera pensando sus siguientes palabras—. Es
un honor tenerte a bordo, pero te mataré igualmente si me obligas
a ello.
Los legionarios de los Manos de Hierro avanzaron al unísono y
T’kell supo, por el modo en el que se movían, que se trataba de las
criaturas de Ulok, igual que aquellos que había visto congelados
en sus sepulcros.
—¿Seré tu prisionero? —preguntó T’kell.
Se produjo un momento de silencio que pareció alargarse
eternamente. —Sí. Me ayudarás a reparar la máquina que has
intentado destruir. —No puedo —repuso T’kell—. No lo haré.
—Lo dices como si creyeras tener otra opción —dijo Ulok.
El comunicador se cortó de repente y T’kell se quedó a solas,
enfrentándose a los Manos de Hierro. No estaban allí para
matarlo; si fuera así, ya lo habrían hecho. Ulok había mentido.
Estaban allí para capturarlo. Alguna cámara criogénica debía
p p g g
haber sobrevivido, escondida en algún otro lugar de la nave que
solo el Padre de Hierro conocía. Era la única razón por la que Ulok
necesitaría que reparara la máquina.
El comunicador crujió de nuevo y, por un momento, T’kell
pensó que Ulok había vuelto a activarlo para regodearse, pero la
transmisión salió de su gorjal.
—Padre Forjador…
Era Ak’nun Xen y estaba corriendo. En el fondo de la
transmisión, T’kell oyó el sonido de una puerta blindada que se
abría y el movimiento lento de su mecanismo.
—Vexiliario.
T’kell no se movió, y los legionarios de los Manos de Hierro
siguieron avanzando. No tardarían mucho en llegar a él.
—Vamos a buscarte, estamos…
—No.
—T’kell, estamos a punto de…
—No, hermano. Es demasiado tarde. Dile a Obek que dispare
contra la nave. He desactivado los escudos, solo que no sé durante
cuánto tiempo.
—Estamos en el compartimento de lanzamiento.
—Es demasiado tarde, Xen. Destruye la nave.
Transcurrieron unos segundos. Xen estaría tratando de
comunicarse con Obek o discutiéndolo con Krask, si es que seguía
con vida. Los Manos de Hierro lo habían alcanzado, y T’kell se puso
de rodillas ante ellos, con la cabeza inclinada en un gesto de
rendición.
La prisa en la voz de Xen se había desvanecido para dejar paso
a la resignación cuando volvió a responder.
—Padre Forjador…
—Vulkan vive, hermano —dijo T’kell antes de cortar la
transmisión. Una mano envuelta en un guantelete lo agarró del
hombro, y T’kell cerró los ojos.
Lo obligaron a ponerse de pie y a avanzar por el
compartimento de lanzamiento hasta llegar a la cinta
transportadora. Tras unos pocos segundos de ascenso, la cubierta
estalló.
T’kell esbozó una sonrisa mientras las llamas lo consumían,
mientras los Manos de Hierro ardían y el Obstinado quedaba
destrozado.
El Ojo de Vulkan había herido de muerte al Obstinado, pues, sin sus
escudos, no lograría sobrevivir.
El capitán Reyne, al haberse colocado tan cerca de la colosal
nave, no tuvo tiempo de retirarse antes de que el inmenso láser de
defensa disparara. La explosión había atravesado al Cáliz de Fuego
en el flanco de babor, lo que había sobrecargado sus escudos de
vacío casi al instante y había destrozado el blindaje bajo él con una
tormenta de restos, aunque la nave no sufrió ningún otro daño
secundario.
Casi había hecho que la nave no fuera capaz de volar, por lo
que tuvo que alejarse lentamente del lugar de la destrucción del
Obstinado con la energía de reserva, que cada vez era más escasa.
Les había tomado días, y no horas, alejarse del lugar. Habían
sobrevivido solo para condenarse a sí mismos.
Los Salamandras habían regresado a una de las salas de forja
del Cáliz. Una hermandad solemne se había reunido en aquel lugar,
rodeada del humo y los zarcillos de las llamas.
T’kell había muerto, al igual que Zau’ull, Zandu, Varr y muchos
otros miembros más de los Indemnes.
Pese a que habían logrado salvar a los heridos, aquellos que
Saurian había enviado en las cápsulas de salvamento, era una
compensación amarga.
Obek estaba situado al frente del grupo. En aquella cámara de
obsidiana, todo era oscuridad y sombras parpadeantes. Gor’og
Krask y los Exterminadores estaban arrodillados cerca de él, con
Xen a su lado, sujetando su estandarte con la mano izquierda.
Phokan estaba arrodillado frente a los Dragones de Fuego de las
filas traseras.
Quedaban menos de la mitad de los que habían emprendido la
misión.
Obek había sellado los artefactos, incluido el que había usado
Zau’ull, en la cámara más profunda y más caliente de la nave.
Parecía apropiado guardarlos cerca del corazón de las forjas.
Se puso el casco y escuchó los últimos informes del capitán
Reyne mientras contaba los segundos de energía que le quedaban
a los motores. Tras ello, navegarían a la deriva, sumidos en el vacío
infinito que los rodeaba.
—Este es el fin —le dijo a los Dragones, pues nunca más serían
Indemnes—. Y hemos encontrado el lugar de reposo para el legado
de nuestro padre. Aquí, con nosotros.
A pesar de encontrarse arrodillados, todos los legionarios
Salamandras miraron a su capitán con una determinación feroz e
incondicional. Protegerían los artefactos de Vulkan hasta su
último aliento. Defenderían la nave.
Obek miró a Xen y alzó su espada, que relucía bajo la luz de las
llamas, pues la había pulido hasta que pareció un espejo.
—¿Qué significa el sacrificio? —preguntó.
—Vivir donde otros han muerto —repuso Xen.
—¿Cuál es nuestro propósito?
—Ser guardianes y protectores —respondió el grupo de
legionarios. —¿Y quiénes somos?
—Los elegidos de Vulkan —dijeron al unísono—. Los
guardianes de su legado.
Obek pensó que, por mucho que el juramento hubiera
cambiado, su deber seguía siendo el mismo.
—¡Los elegidos de Vulkan! —rugió, y la sala tembló con los
ecos de su apasionada afirmación.
VEINTIOCHO
Estasis
Obek se despertó y se limpió la escarcha del vacío de sus lentes.
No tenía ni idea de cuánto tiempo había dormido. Sus pies
seguían unidos por magnetismo al suelo de la sala de reliquias y
su bólter y su espada estaban atados a sus dos muslos.
Soltó el bloqueo de la armadura y notó una repentina ligereza
cuando la gravedad cero hizo que dejara de pesar. Unas motas de
materia del vacío flotaban en el aire y brillaban como estrellas
lánguidas bajo la luz de las lámparas de su armadura. Los cuerpos
flotaban también, congelados en sus últimos estertores.
Todo estaba tranquilo. Sus hermanos estaban a su lado. Trató
de comprobar el estado del arcón de Zau’ull, pero los cogitadores
de la nave estaban desactivados. El soporte vital, las armas, los
escudos, los motores… Todo estaba en rojo. El cogitador de
navegación seguía funcionando, y Obek accedió a él a través de su
casco e hizo que se mostrara su localización en sus lentes.
DESCONOCIDA…
Los datos se desplazaban ante su visión en una cascada roja
sin fin.
DESCONOCIDA…
DESCONOCIDA…
DESCONOCIDA…
DESCONOCIDA…
DESCONOCIDA…
DESCONOCIDA…
DESCONOCIDA…
DESCONOCIDA…
Parpadeó para apagar la transmisión de datos.
Su reloj biológico le indicó que se había encontrado en estasis
durante más de un año. Más que la última vez. Los sistemas de su
armadura estaban casi agotados, a pesar de encontrarse en el
modo de ahorro de energía. Pese a que la meditación de
animación suspendida parcial lo había dejado aturdido, algo lo
había despertado.
Los otros se habían despertado también por aquel mismo
instinto. Obek observó el destello apagado de sus lentes después
de que su armadura se reactivara.
Entonces lo notó. Un sonido de algo que arañaba el casco de la
nave. Distante. Debía encontrarse en la parte interna del blindaje
exterior, pero lo suficientemente cerca como para que sus
sensores automáticos hubieran notado su resonancia.
Había algo allí dentro, algo que intentaba adentrarse más en
la nave y que se desplazaba con lentitud hacia su núcleo.
Obek estaba de espaldas a la puerta de una segunda cámara,
un santuario interno cerca de las forjas frías de la nave.
Empuñó sus armas tras romper la escarcha del vacío que
rodeaba su armadura, lo que provocó una lenta cascada de
cristales de hielo. Si bien su voz estaba muy ronca, la advertencia
seguía siendo grave:
—Vienen más.
EL CÁLIZ ROTO
La escuadra avanzó con lentitud por la nave silenciosa, con las
armaduras selladas ante el vacío y el sonido de los respiradores en
sus cascos.
Habían enviado al hermano sargento Ko’tan cuando los
exploradores Adeptus Mechanicus encontraron la maltrecha nave
flotando a la deriva entre los restos de otras naves destrozadas. La
había capturado el disminuido pozo gravitatorio de una de las
lunas de la Franja, demasiado débil para atraer a las naves, pero lo
suficientemente fuerte como para mantenerlas a flote durante un
tiempo. Y, tras descubrir la procedencia de la nave, el magos a
cargo de la misión había enviado un mensaje a Prometeo de
inmediato.
Ko’tan y sus hermanos habían llegado unas pocas semanas
después, tras salir de la disformidad por el punto Mandeville más
cercano y, unos pocos días después, habían alcanzado el campo de
restos.
—Hay indicios de una incursión anterior. —La voz de Voskar
siseó con estática al transmitirse por el comunicador.
Una señal de baliza, débil pero visible, emanaba de algún
lugar de las profundidades de la nave.
—Veo cuerpos disecados aquí —repuso Ko’tan tras entrar en
la sala de un cuartel, con el peso de su armadura de exterminador
extrañamente ligero bajo las condiciones de gravedad cero tras
soltar el cierre magnético que lo unía a la cubierta.
—¿De qué origen?
—Xenos. Eldars y Pieles Verdes.
—¿Ladrones de genes?
—Negativo.
—Ten cuidado, hermano. Este es su hábitat.
Ko’tan transmitió una afirmación y continuó su avance.
Atravesó otro pasillo, que estaba parcialmente abierto al
vacío. Pese a que muchas partes de la nave necesitaban
reparaciones urgentes, la superestructura estaba intacta. Todos
los sistemas estaban apagados y parecían haber fallado hacía
años, aunque le era imposible comprobar si de verdad había sido
así.
Un miembro de su escuadra que estaba en otro lugar de la
nave pidió hacer un informe. Tras cruzar el pasillo y llegar hasta
una sala de reliquias, Ko’tan recorrió la oscuridad apuntando con
su bólter tormenta y envió una señal afirmativa con un parpadeo.
—Las muestras de metalurgia están a salvo, hermano
sargento.
Ko’tan se detuvo frente a un enorme glifo de un dragón que lo
observaba desde el extremo de una enorme cámara. Sabía que
aquella nave era antigua, pero Ubon sabría más al respecto.
—¿Qué has encontrado, tecnomarine?
—Un análisis breve indica que la nave tiene casi diez mil años
—repuso Ubon.
Ko’tan contuvo la respiración por un segundo y se atrevió a
tener esperanzas. Era ornamentada, muy diferente a cualquier
otra nave que hubiera visto antes, y no solo debido a su edad.
Algo más adelante le llamó la atención. Otra puerta, inmensa e
inscrita con el mismo sello de dragón. Se cernía sobre Ko’tan,
incluso situado a quince metros de ella. Se encontraban en las
profundidades de la nave, cerca de las forjas extintas que habían
encontrado en el escaneo inicial antes de su incursión.
Una figura estaba ante la puerta.
Al acercarse más, casi hipnotizado por cada nuevo
descubrimiento, Ko’tan vio que habían abierto la puerta.
—Escuadra Ko’tan, reuníos en la vanguardia.
Había más cadáveres por toda la sala, y muchos de ellos se
habían congregado junto a la puerta a pesar de la falta de
gravedad. Flotaban en un extraño enjambre, un grupo de
alienígenas muertos, aunque no había sido aquello lo que había
llamado la atención de Ko’tan. A través de los cadáveres
congelados, con su armadura y sus trajes de vacío destrozados y
llenos de grietas, vio a Nacidos del Fuego.
Sus armaduras eran antiguas, mucho más antiguas que
cualquier otra que hubiera visto jamás. Incluso la armadura de
artificiero del capitán solo se remontaba al Alzamiento. Aquellos
trajes eran arcaicos.
Pese a que tendrían que llegar hasta el puente y acceder al
registro para asegurarse, al observar a sus hermanos muertos de
otra era, congelados en su armadura y cuya defensa solo había
fallado cuando ellos mismos habían caído, empezó a creer.
Ko’tan abrió el canal del comunicador una vez más.
—Señor Vulkan… —llamó.
—¿Sí?
El icono de Dir’san indicaba que estaba cerca del puente.
—Los he encontrado, Padre Forjador.
—Quédate en tu posición, voy hacia allí.
—¿Y la segunda cámara?
—Vacía.
—Esta es la nave, Vulkan Dir’san —dijo Ko’tan—. Tiene que
serlo. —Sí —repuso el Padre Forjador—. El Cáliz de Fuego y el Ojo de
Vulkan están aquí. Solo nos quedan siete más por encontrar.
 

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