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Curso:5°
Docentes: Giardina, Agustina- Torres, Florencia
Unidad introductoria
Los lectores vamos a la ficción para intentar comprendernos, para conocer algo
más acerca de nuestras contradicciones, miserias y grandezas, es decir, acerca de lo
más profundamente humano. Es por esa razón, creo yo, que el relato de ficción sigue
existiendo como producto de la cultura, porque viene a decirnos acerca de nosotros
de un modo que aún no pueden decir las ciencias ni las estadísticas.
Un relato es un viaje que nos remite al territorio de otro o de otros, una manera
entonces de expandir los límites de nuestra experiencia, accediendo a un fragmento
de mundo que no es el nuestro. Refleja una necesidad muy humana: la de no
contentarnos con vivir una sola vida y por eso el deseo de suspender cada tanto el
monocorde transcurso de la propia existencia para acceder a otras vidas y mundos
posibles, lo que produce por una parte cierto descanso ante la fatiga de vivir y por la
otra el acceso a sutiles aspectos de lo humano que tal vez hasta entonces nos habían
sido ajenos. Así, las ficciones que leemos son construcción de mundos, instalación
de “otro tiempo” y de “otro espacio” en “este tiempo y este espacio” en que vivimos.
Un relato de ficción es por lo tanto un artificio, algo por su misma esencia liberado de
su condición utilitaria, un texto en el que las palabras hacen otra cosa, han dejado de
ser funcionales, como han dejado de serlo los gestos en el teatro, las imágenes en el
cine, los sonidos en la música, para buscar a través de esa construcción algo que no
existía, un objeto autónomo que se agrega a lo real. La ficción, cuya virtualidad es la
vida, es un artificio cuya lectura o escucha interrumpe nuestras vidas y nos obliga a
percibir otras vidas que ya han sido, que son pasado, puesto que se narran. Palabra
que llega por lo que dice, pero también por lo que no dice, por lo que nos dice y por
lo que dice de nosotros, todo lo cual facilita el camino hacia el asombro, la conmoción,
el descubrimiento de lo humano particular, mundos imaginarios que dejan surgir lo
que cada uno trae como texto interior y permiten compartir los texto/mundos
personales con los texto/mundos de los otros. Posibilidad de hacer un impasse, de
sortear por un momento la pesada flecha de lo real que indefectiblemente nos
atraviesa, para imaginar otros derroteros humanos.
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Hacia una literatura sin adjetivos.
Para responder….
● ¿Por qué dice la autora que “el relato de ficciòn” viene a decirnos
acerca de nosotros de un modo que aùn no pueden decir las
ciencias ni las estadísticas?
● ¿En qué se diferencia un texto de ficción de otros textos?
● Sinteticemos cómo responde Andruetto a la pregunta, ¿Para qué
sirve la ficción?
Entonces…¿qué es la literatura?
Definir qué es la literatura no es simple. Los dos rasgos del discurso
literario que se consideran fundamentalmente son: su pertenencia al campo de
la ficción y el uso particular que hace del lenguaje. La ficción es una imagen de
la realidad que puede construirse. Si imaginamos un espejo, la ficción sería la
imagen que en él se proyecta, mientras que lo proyectado sería lo real. esa
imagen puede reflejar la realidad de modo más o menos fiel, o no, según el
cristal que usemos (pensemos en los espejos que nos permiten vernos más
gordos o más flacos, más altos o más bajos). Así, algunas obras reflejan de
manera verosìmil la realidad, por ejemplo los relatos realistas, mientras que
otros crean un universo con sus propias reglas, por ejemplo, los relatos
fantásticos.
La otra característica fundamental es que la literatura hace uso
particular del lenguaje, violenta su uso cotidiano creando nuevas formas de
expresión. Hablamos entonces de la función estética,que se manifiesta en el
modo en que se aprovechan todas las posibilidades de la lengua: sonoras,
sintácticas, semánticas, gráficas y morfológicas. Esto significa que el lenguaje
pasa a ser el protagonista del texto a través de una cuidada selección y
combinación de las palabras. Dado que el lenguaje cobra una particular
importancia en los textos literarios, vamos a analizar cuáles son los rasgos que
lo caracterizan:
- es plurisignificativo, es decir que tiene la capacidad de sugerir muchos
significados.
- crea su propia realidad, su universo de ficción diferente de aquel que
están inmersos tanto el autor como el lector.
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- posee entidad lingüística propia, dado que las relaciones entre los
significados y los significantes son distintas de las que las palabras
tienen en el uso cotidiano.
- Es connotativo, porque las palabras presentan valores semánticos
(significados) peculiares y de su combinación puede surgir una nueva
visión de la realidad, un nuevo concepto.
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Cuando Lucía Peláez era muy niña, leyó una novela a escondidas. La
iba siempre acompañada por los ecos de los ecos de aquellas lejanas
Unidad I: Realismo
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los sectores medios y bajos de la sociedad. Por esto prestaban atención a
textos realistas intentaban estimular una actitud crítica con la sociedad que
mostraban.
conservando inclusive una vez acabado el movimiento del siglo XIX. Así,
y cotidianos.
reconstrucciòn.
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El realismo y el naturalismo europeo:
fue inagurada por Stendhal (1783-1842), con su novela Rojo y negro, donde
provinciana, entre muchas otras, cuyo objetivo era ofrecer un retrato vívido
Oliver Twist y Tiempos difíciles. En Rusia, León Tolstoi narró los sufrimientos
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denunció la hipocresía de la aristocracia rusa en Ana Karenina. En España,
literatura. Su líder fue el escritor francés Émile Zola. Influenciado por las
escritor observara con sus propios ojos las características de los ambientes
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minas de carbón, etc.) y tomara notas minuciosas sobre los sitios,
Historia natural y social de una familia bajo el Segundo Imperio, una serie de
veinte novelas en las que narraba la historia de una familia a lo largo de cinco
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El siglo XX se inició no solo con nuevas formas de representación de
pensamientos del personaje sin una secuencia lógica, como ocurre con el
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pensamiento real. La escritora británica Virginia Wolf, en su novela “La
protagonista. Del otro lado del Atlántico, William Faulkner también incorporó
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inconmensurables. Este contexto particular dio lugar al surgimiento de una
la selva misionera.
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exaltaba al habitante rural nacido en tierras americanas pero
de ascendencia española.
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como América. Se propusieron, entonces, buscar lenguajes
“Pedro Páramo”.
Lecturas:
Útero vacío
23 marzo, 2017 por Redacción La Tinta
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largos y huesudos. Manos de artista, diría mi abuela; manos de cirujana,
pensé yo.
Se sentó a mi lado, arremangándose el guardapolvo blanco que llevaba
abierto y flotante, como alas, sobre los jeans, que entonces llamábamos
vaqueros, y una camisa a cuadritos, muy poco femenina.
Casi sin querer eché un vistazo a los libros que se puso sobre la falda. El
título y el nombre del autor me saltaron a la cara, y no pude evitar el respingo:
La Náusea, de Sartre. Era poco sabio, por no decir totalmente estúpido, andar
circulando en un transporte público con un libro prohibido.
Alcé la vista y me encontré con sus ojos, grandes y pardos, como los de un
cachorro, que habían sorprendido mi mirada de horror y me la devolvían,
divertidos.
– No nos podemos quedar solo con lo que dicen los comunicados, no te
parece?- cuchicheó, y reconocí la cadencia musical de Córdoba en su voz.
Tal vez debería haberme callado, quizás hubiera sido mejor mirar para otro
lado, o cambiarme de asiento, pero esos ojos lo enganchaban a uno , y me di
cuenta de que quería seguir mirándolos.
-¿No es peligroso?- pregunté, y ella me sonrió con una boca ancha y
generosa, en un relámpago de dientes blancos.
– ¿Sartre? Hay cosas más peligrosas, y mucho menos bellas– sentenció, y
a continuación disparó su nombre, como una declaración.
– Victoria.
– Aníbal – me las arreglé para responder, sin tartamudear.
– Ah, como el Cartaginés- sonrió.
– Como Troilo, mi viejo era fanático – reconocí, y ella se rió, con tintinear
de cucharitas de plata.
Se bajó igual que como había subido, un remolino de pelo suelto y piernas
largas, apoderándose de la plataforma como una conquistadora.
Dos días después volvió a subir en la misma estación. Me identificó de
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inmediato, y abriéndose paso entre la gente, fue a pararse a mi lado.
– ¿Cómo te va, Cartaginés? – saludó, y yo sonreí, feliz, ante ese chiste que
sentí privado.
Una tapa colorida asomaba, insolente, entre los apuntes. Elsa Bonnerman y
“Un elefante ocupa mucho espacio”.
Esta vez me animé a hacerle la pregunta con los ojos.
– Para los pibes de la villa – explicó – Doy una mano en un comedor
comunitario, ya sabés, higiene, alfabetización, esas cosas.
Asentí, imaginándomela leyendo, con esa sonrisa blanca y abierta, y la voz
cantarina.
Desde entonces nos veíamos tres o cuatro veces a la semana, en ese tubo
rugiente y veloz, demasiado veloz para mi gusto, que terminó
transformándose en mi universo paralelo, un lugar mágico que me
desesperaba por alcanzar, caminando deprisa hasta la boca del subte,
bajando las escaleras de dos en dos, hasta zambullirme en ese útero
mecánico que me llevaría hasta ella.
Hablábamos y reíamos; a veces había incluso pequeños conatos de pelea por
lo que ella llamaba mi “burguesa miopía”, y yo su “exaltada
hipersensibilidad”.
Terminaba noviembre cuando le dije que deberíamos tomar algo, animarnos
a salir del útero a la vida real.
Sonrió, apartándose el pelo de la cara, en un gesto que yo ya había aprendido
a identificar como previo a una de sus lapidarias declaraciones.
– Esto debería ser la vida real, Cartaginés. Ojalá lo fuera. No me gusta mucho
lo que hay ahí afuera.
Insistí, debatí, arguyendo, en esa esgrima verbal que tanto disfrutábamos,
hasta arrancarle un casi sí.
– Me voy a Córdoba unos días, pero en dos semanas vuelvo. Entonces capaz
que exploramos ese “afuera” que vos querés – me sonrió. antes de plantarme
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un beso en la boca y bajar, casi de un salto.
La vi alejarse, hacerse más chiquita en el andén, muerta de risa ante mi cara
de desesperado asombro por no haber bajado a tiempo para seguirla.
Pelo suelto y piernas largas, sonrisa plena, a medida que el subte se alejaba,
aprisionándome lejos de ella.
Pasaron los quince días prometidos, y treinta mas. Terminó Diciembre. Aún
durante la Feria, me iba hasta Tribunales y tomaba el subte de vuelta, la cara
pegada a la puerta, buscándola, esperando el reencuentro que no llegaba, y
dándome cuenta de que solo sabía su nombre, sin dirección, ni apellido, ni
teléfono.
Pasaron meses, después años; empecé a no pensarla durante un par de horas
al día, luego un par de días al mes, y así, hasta llegar a ese estadío de sonrisa
melancólica, muy de vez en cuando.
En febrero del 2005, atravesando la Plaza de Mayo, me crucé con la Marcha
de las Abuelas. No presté mucha atención, pensando en el regalo que le iba
a comprar a mi nieta al salir de mi despacho, inmerso en mi vida, tan lejos
de su lucha, porque yo nunca había tenido problemas.
Pasaba de largo, indiferente, inmune,hasta que los ojos de cachorro y el largo
pelo lacio me golpearon desde la imagen congelada de una fotografía en
blanco y negro: Victoria Armendáriz, 22 años, secuestrada por un grupo
armado paramilitar el 26 de noviembre de 1979 en las escaleras del subte,
estación Facultad de Medicina.
Y de golpe dejé de ser indiferente, dejé de ser inmune, y me quedé mirando
la foto hasta que me picaron los ojos.
Y después corrí. Crucé la Plaza, corriendo, olvidado del auto que me
esperaba en el estacionamiento pago, olvidado de mis 52 años, corrí hasta
llegar a la boca de Catedral y me sumergí en el vagón, casi sin ver.
Lloré todo el recorrido. Lloré como un chico y como un hombre, lloré porque
ella siempre había tenido razón, y hay cosas mucho más peligrosas y menos
bellas que Sartre.
Y porque ahora yo también deseaba que el mundo real fuera ese, nuestro
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útero mecánico, ahora vacío, que ya no me llevaría a su encuentro.
El gordo grandote parecía ser el que mandaba. Porque él se reía y todos se reían.
Decía que el hombre acostado en el banco de cemento estaba ebrio y todos decían
que estaba ebrio. “¿Usté lo conoce a éste?”, preguntaba, con la cara deformada por
el asco. “Es mi marido”, decía ella, aturdida. Y los otros policías se codeaban, se
hablaban al oído, se reían. Ese lunes, como todos los días, su marido había salido
a trabajar, con la bicicleta. Seis y diez, seis y cuarto, como todos los días, para llegar
siete menos cuarto, siete menos diez, a la obra. En el canasto de la bicicleta llevaba
el bolso con las herramientas, el grabador, la yerba y el azúcar, el calentadorcito.
“Chau, Oscar”, lo saludó ella, dando una vuelta en la cama, entre sueños. Más tarde,
como a las ocho, sería su turno de levantarse, para ir al dispensario, como todos
los días. Pero esa vez la despertaron unos golpes en la puerta y el agente en la
vereda. “En la comisaría hay un hombre ebrio –la voz del agente la despertaba y la
sacudía de los hombros–, se cayó de la bicicleta: una bicicleta amarilla”. Entonces
ella preguntó: “¿y una campera bordó?”. “Sí: una bicicleta amarilla, una campera
bordó”: la voz del agente la golpeaba en pleno rostro. “¿Ebrio? Está equivocado,
porque mi marido no toma”. Pero no había ninguna equivocación. “Se ve que
cuando usté no lo vió se le fue la copita”, le dijo el gordo grandote. Y los otros
policías, mientras 98 se codeaban y se reían: “se le fue la copita”. En un banco,
acurrucado, como con frío, yacía su marido. Ella lo quiso levantar, pero se le iba
para todos lados. Lo llamó, lo urgió con un susurro –“Qué te duele, Oscar”– hasta
que él vomitó una baba rojiza y le dijo, despacito: “la cabeza”. Y después: “la
campera”. Ella lo tapó con la campera bordó y le secó la sangre de la cabeza. Pero
la ambulancia, le advertía el gordo grandote, iba a tardar mucho. No iba a llegar
nunca, más bien, porque él discaba un número cualquiera, cortaba y hablaba al
vacío: “somos de la subcomisaría 19ª, necesitamos una ambulancia”. “¿Usté lo
conoce a éste?”, le había preguntado antes, cuando ella llegó a la subcomisaría y
vio la bicicleta tirada, el azúcar desparramado, el parlante hundido del grabador.
“Bueno, se lo regalo: llévelo, déle un baño, así se le pasa la curda”. Y le regalaba la
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bicicleta. Y le regalaba el calentadorcito, con el que su marido se preparaba el mate
cocido, todos los mediodías. Y le regalaba el grabador, con el que escuchaba
cuentos y chamamés, junto a sus compañeros. Los otros policías también le
regalaban a su marido. A ver si se le iba la copita. A ver si se le pasaba la curda.
Pero cuando ella volvió, con el secretario del juez, ya se habían olvidado. Todo iba
a quedar así, como queda siempre. “Yo me fui a las ocho”, decía uno. Otro recorría
las hojas de un cuaderno: “en el libro de guardia no tenemos nada”. El gordo
grandote pasó de largo sin mirarla, volvió para decir “su marido 99 vino caminando
y salió caminando, ¿eh?” y se fue. ¿Acurrucado, en el banco de cemento, con
sangre en la cabeza y los labios? El gordo grandote decía que lo había visto
caminando, y todos decían que lo habían visto caminando. “Oscar, ¿qué te duele?
–rogaba ella– Oscar, ¿podés levantarte?”. Y él decía sí con la cabeza, pero se le
iba para todas partes. El vecino del almacén no podía llevarlo en el auto: para qué
meterse en problemas. Y la ambulancia iba a tardar mucho. Entonces llamó a un
taxi, donde debió cargar a su marido. Estaba completamente sola. Los policías se
codeaban y se reían: se lo regalaban para que le diera un baño. Apenas llegaron al
hospital le tomaron el nombre y pusieron al lado la hora: nueve cuarenta y dos. “Si
lo hubiese traído antes, señora...”, comenzó a decirle el médico, al salir de terapia.
Un rato antes le habían permitido verlo. Le habían permitido un último ruego: “Oscar,
¿podés levantarte?”. En una de ésas, pensaba ella... Y su última reacción fue para
ese llamado: se incorporó, abrió grande los ojos –porque hacía fuerzas para abrir
los ojos– y le hizo señas, como indicándole que el suero se estaba terminando o
que le dolía la cabeza. Tal vez de aturdida, ahora sonríe cuando recuerda a su
marido. A él le gustaba escuchar cuentos y chamamés, en el grabador. Preparar
mate cocido con el calentadorcito. Pasar por el dispensario y hacerle una broma
con las compañeras de trabajo. 100 Pero la sonrisa se quiebra, ahogada por un
sollozo, y ella se cubre los ojos con una mano. “Chau, Oscar”, le dijo, aquel lunes,
antes de salir seis y diez seis y cuarto para la obra. Y todo va a quedar así. Como
queda siempre. Aunque su marido no fuera malo ni borracho, como decía el gordo
grandote, mientras discaba cualquier número en el teléfono. Porque ellos, en barrio
Las Flores, son negritos. Y lo que dicen los negritos no vale nada.
que produce el diminutivo del título? 3. ¿Cómo era la vida de Oscar, y cómo
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era la relación con su mujer? Ejemplificá con citas textuales. 4. ¿Por qué
sería dicho orden? 6. ¿Por qué creés que Oscar, el protagonista, recibe un
cuando la mujer regresa con el secretario del juez? 8. Sobre el final del
negritos y lo que dicen los negritos no vale nada” ¿Cuáles son las actitudes
a lo largo del cuento que nos permiten ver que la voz de los “negritos” no
afirmar que este cuento se inscribe dentro del realismo? 10. Producción:
incluir un título.
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la época en la que les tocó producir.
El trasfondo contra el que se recortan sus ficciones es el de la ciencia positivista de fines del siglo
diecinueve, tal como puede verse en los relatos de Las fuerzas extrañas (1906), y, en una curiosa
combinación de elementos cientificistas con elementos del romanticismo tardío, decadentismo , en
la novela El ángel de la sombra (1926), de Lugones. En el caso de Quiroga, el tema del vampirismo
elaborado de manera modernista aparece en su celebrado cuento “El almohadón de plumas” (1907);
en otros cuentos suyos, como “El espectro” y “El puritano”, el invento por excelencia de la
modernidad –el cine– se convierte en el punto de partida para una serie de relatos fantásticos cuyo
eje temático es “el amor más allá de la muerte”9 . La corriente de literatura fantástica toma una
nueva dirección en la década de 1920 con la obra de Macedonio Fernández y de Jorge Luis Borges.
En los textos de Lugones y Quiroga se introducía otra realidad en el mundo real, pero sin que se
pusiera en duda la existencia de este último; en los textos de Macedonio y de Borges, la realidad se
desintegra hasta transformarse en un vacío o en una ficción. En No toda es vigilia la de los ojos
abiertos (1928), Macedonio niega la materia y el yo, y con ellos el espacio, el tiempo y la causalidad;
sitúa el ensueño (donde esas categorías no son necesarias) en un plano superior al de la vigilia,
llegando a afirmar que el mundo material es apenas un sueño de la afección.
Hacia 1940, el fantástico argentino registra un rápido desarrollo, debido a la intervención de una
serie de escritores vinculados de manera más o menos directa con la revista Sur. Esta revista,
fundada y financiada por Victoria Ocampo, apareció entre 1931 y fines de la década de 1970,
primero mensualmente, luego con irregularidad. Objeto, con frecuencia, de una crítica maniquea
(Sur como portavoz directo de la oligarquía; Sur como productora de la cultura moderna en la
Argentina), esta revista nucleó a un grupo de intelectuales y escritores cuya concepción de la
literatura era particularmente afín a la modalidad fantástica de la literatura: Jorge Luis Borges,
Adolfo Bioy Casares, Silvina Ocampo, José Bianco, Carmen Gándara, Enrique Anderson Imbert,
Manuel Peyrou, Manuel Mujica Lainez, Julio Cortázar. Esta corriente mereció diversas
interpretaciones por parte de la crítica. Jorge B. Rivera, por ejemplo, afirma que en la década del
cuarenta se escribe un conjunto de obras en las que lo arquetípico adquiere un gran espesor
ideológico y formal. Para Rivera, se trata de una corriente que apela a temas y figuras situados fuera
de lo histórico (los arquetipos), presentados en una forma cerrada, construida en función de cierto
efecto ficticio que se vincula con las raíces lúdicas y míticas del hecho literario. Al mundo se le
confiere una cualidad misteriosa, pues sus significados no son decodificables, interpretables; se lo
deshistoriza y se lo convierte en algo enigmático y virtual. Según Rivera, el resultado es el
debilitamiento de la posibilidad de comprender la Historia, que, en estas ficciones, se nos ofrece
desrealizada y desestructurada en su duración; pero también se diluye la posibilidad de hacer la
Historia como proyecto humano, pues se anula la acción humana sobre el futuro por medio del azar,
de la fatalidad o de la intervención de poderes y mediaciones excéntricas. Según esta perspectiva,
las ideas del sector liberal y extranjerizante de la sociedad argentina –y sobre todo porteña– se
vieron plasmadas en la literatura fantástica argentina de la década de 1940.
Así pues, para Rivera, expresos intereses y contenidos de clase son ratificados en el plano narrativo
mediante la estructuración de un mundo cerrado como símbolo de un orden que se desea no
contaminable por los avatares de la historia. Andrés Avellaneda, por su parte, propone para este
fenómeno literario una lectura ideológica más matizada: la rápida propagación del género
fantástico revela, por una parte, la presencia de nuevas influencias, como la obra de Kafka y la
estética del surrealismo; por otra, la existencia de un grupo homogéneo de escritores argentinos
dedicados al cultivo del fantástico.
Según Avellaneda, más allá de las diferencias individuales de técnicas, fuente y objetivos artísticos,
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esos escritores, durante la década de 1940 y la siguiente, conforman un grupo cuya producción
circula en espacios de legitimación cultural, por ejemplo, la revista Sur y el diario La Nación. En este
circuito y en relación con otros espacios, esta concepción busca imponerse como proyecto de
interpretación de la realidad, oponiéndose a otros proyectos, que intenta sustituir. Pero además, a
partir de mediados de la década de 1940, el fantástico –junto con el policial– se identifica como la
respuesta formal de ciertos intelectuales de la corriente liberal a lo que constituía el cierre de un ciclo
y la apertura de otro, amenazador del orden establecido y, por ende, de sus intereses: el
advenimiento del peronismo.
La consolidación de esta poética del relato con precisas leyes compositivas puede leerse desde la
tradición literaria argentina: los autores del fantástico argentino de los años cuarenta y cincuenta
vienen a realizar o expandir lo que Borges había iniciado en los años treinta, y que aparece formulado
en un texto que establece todo un programa: el prólogo que Borges escribe para La invención de
Morel en 1940. En él hay un rechazo explícito de la descripción realistanaturalista y del psicologismo
en literatura, y una marcada predilección por la “imaginación razonada” y las tramas perfectas, sin
elementos adventicios o superfluos. Nunca se insistirá demasiado en el carácter fundante de este
prólogo: en él, Borges se pronuncia en contra de las tendencias que imperaban en la novela del siglo
veinte –la pobreza en peripecias, la abundancia en introspección–, y propone una nueva forma de
concebir lo literario, basada en el rigor compositivo y en una causalidad racional pero no imitativa,
como en la novela realista, sino artificial, literaria, fantástica.
El relato fantástico:
La crítica inglesa Rosemary Jackson explica que la literatura fantástica implica apertura,
movilidad y ruptura, ya que disloca, desestabiliza y rechaza lo establecido. Sostiene que esta
cosmovisión fantástica no se sitúa ahora en una realidad sobrenatural sino en la entraña del
propio hombre, en el interior de su mudo.
Temas:
Pueden distinguirse dos clases de temáticas en la fantasía moderna:
● Los relatos cuya alteridad(lo diferente, lo que desestabiliza) radica en el propio
individuo- como Frankestein, de Mary Shelley-.
● Los relatos en los que la alteridad viene propiciada por agentes externos al sujeto-
como Drácula de Bram Stoker-.
Diferencia con lo maravilloso:
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lógica. En otras palabras, el hecho que parecía desafiar las leyes del mundo conocido por
los personajes y por el lector se explica de modo racional. Algunas de las explicaciones
más comunes que suelen incluirse o sugerirse en estos relatos son la locura, la
imaginación, un engaño.
La otredad como conflicto:
Al cuestionar y problematizar las formas de percibir la realidad, la literatura fantástica
instaura la “otredad”: desborda, altera, rompe los límites entre las diferentes áereas de
la experiencia. Como consecuencia, surge otra realidad común,pero tampoco
sobrenatural. Se hace presente lo ausente, se habla lo indecible, se quiebran los marcos
con los que “ordenamos” nuestra experiencia en el mundo para comprenderlo.
Causas de la evolución del género:
Jackson subraya la importancia del contexto social, ideológico e histórico en la evolución
de lo fantástico, que nace como una reacción antiracionalista en el siglo XIX y evoluciona,
desde el XX, hacia el cuestionamiento radical y subversivo del orden de la cultura
occidental. Ya no es una mera invasión de elementos entre lo real y lo irreal, sino un
ataque directo a la base de procesos de significar y comprender que nos provee nuestra
cultura.
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DUALIDAD CUESTIONADA
Se ha dicho que Cortázar elaboró una “literatura de pasajes”: los personajes de sus
relatos van de un mundo a otro o de un tiempo a otro distinto y sus textos tematizan las
consecuencias de ese pasaje entre espacios que la percepción habitual mantiene separados.
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Otro recurso empleado por el autor es la elipsis, que consiste en omitir ciertos datos,
lo cual conduce a la infinidad de interpretaciones del relato. “Casa tomada” es el mejor
modelo ya que el narrador nunca nombre aquello que toma la casa, y esto permite diferentes
lecturas.
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palabra a fin de volverla lo más denotativa posible, para entibiarla después por la irrupción
del terror, la violencia, la inquietud angustiosa o lo fantástico.
Este movimiento, que en Cortázar, a veces es magistralmente sintáctico, porque el
pasaje de lo común a lo excepcional ocurre en el estrecho límite de una frase, con el ligero
cambio de tiempo o de persona verbal imperceptible en una primera lectura da como
resultado la creación de un subgénero de la literatura fantástica, el “fantástico cotidiano”
como lo llamó Abelardo Castillo, quien habla de los fantasmas “realistas” de Cortázar, que
“viajan en tranvía, en subterráneo, caminan de mañana por la calle. Sobre todo eso: operan
a la luz del sol”.
En: Prieto, Martín: Breve historia de la literatura argentina. Buenos Aires, Taurus, 2006.
→ Aparecen las siguientes características destacadas por Prieto en los cuentos que leíste.
Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió
a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama,
por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y
discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del
estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de
espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones,
dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los
últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los
protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso
de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza
descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al
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alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los
robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir
hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del
último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba
el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella
la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las
ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos
furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un
diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo
estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante
como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro
cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles
errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El
doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla.
Empezaba a anochecer. Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se
separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde
la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su
vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del
crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El
mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró.
Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una
sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la
primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la
mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza
del hombre en el sillón leyendo una novela.
● En el cuento hay dos tramas narrativas, una dentro de la otra: resuman brevemente
cada una de ellas.
● En el final, las dos tramas parecen anudarse en una sola. Busquen en el texto indicios
que le permitan sostener esta afirmación.
● ¿Cuál es la explicación del título en relación a lo relatado en el cuento?
● El final del cuento puede interpretarse por lo menos de dos maneras:
-Que el hombre que va a ser asesinado en la novela es el protagonista del cuento.
-El lector de la novela se compenetra tanto de la trama que pasa a formar parte de
ella sin tener conciencia de ello.
● Elegir cuál de las interpretaciones coinciden y justificar la elección con elementos del
texto.
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Actividades para “Casa tomada” de Julio Cortázar:
1.Indica si son verdaderas (v) o falsas(f) estas afirmaciones y justificá con una cita textual.
● El narrador e Irene son un matrimonio.
● Los protagonistas viven de rentas.
● El narrador leía literatura inglesa.
● La casa tenía un departamento adosado en la parte de atrás.
● Irene tejía ropa para vender en una mercería.
● Cuando los hermanos abandonan la casa, el hermano tira la llave.
2.Contestá:
● ¿Qué representan sus casas en sus vidas? ¿Qué sentimientos o sensaciones podrían
experimentar si alguien extraño ingresara en ellas sin aviso? ¿Qué sucedería si esa
invasión no puede ser definida con claridad?
● ¿Quién es el narrador?
● Subraya, de la siguiente lista, las palabras o frases que consideres las mejores para
describir a este narrador y justificá:
3. El narrador de “Casa Tomada” narra: siguiendo un orden cronológico claro, de manera
fragmentada, con poco memoria, de manera detallista, omitiendo datos, mostrando sus
sentimientos.
● ¿Qué grado de credibilidad tiene para vos su versión de los hechos?
4. Explicá el o los sentidos del título a partir de estas afirmaciones:
❖ Casa tomada es un cuento realista.
❖ Casa tomada es cuento fantástico.
5. Actividad de escritura:
Reponé lo que no cuenta “Casa tomada”, imaginando quiénes ocupan la casa y reescribí el
relato.
27
● Este cuento es realista/fantástico/ maravilloso. Justificar la respuesta.
● El cuento comienza con un epígrafe, ¿qué significado tiene?
● ¿Cuántos sucesos presenta? ¿Son independientes o están entrelazados?
● En este cuento confluyen en una misma situación o en un mismo individuo dos
tiempos históricos distintos, dos culturas diferentes.¿Cuáles son?
● ¿Qué elementos en común tienen los protagonistas de ambas historias? Enumerarlos.
● ¿Qué pistas brinda el narrador que permiten a un lector atento descubir que el
personaje es uno solo?
● ¿En qué momentos del día ocurre cada una de las historias?
● Explicar el título.
28
frente a los acontecimientos y percepciones objetivas, el mundo de lo onírico, el de la magia, el de los
mitos y leyendas, lo profético y adivinatorio, el milagro, lo fantástico, lo maravilloso, es decir, las
múltiples esferas de la imaginación.
-No sé, pero he amanecido con el presentimiento de que algo muy grave va a sucederle a este
pueblo.
Ellos se ríen de la madre. Dicen que esos son presentimientos de vieja, cosas que pasan. El
hijo se va a jugar al billar, y en el momento en que va a tirar una carambola sencillísima, el
otro jugador le dice:
Todos se ríen. Él se ríe. Tira la carambola y no la hace. Paga su peso y todos le preguntan
qué pasó, si era una carambola sencilla. Contesta:
-Es cierto, pero me ha quedado la preocupación de una cosa que me dijo mi madre esta
mañana sobre algo grave que va a suceder a este pueblo.
Todos se ríen de él, y el que se ha ganado su peso regresa a su casa, donde está con su mamá
o una nieta o en fin, cualquier pariente. Feliz con su peso, dice:
-Le gané este peso a Dámaso en la forma más sencilla porque es un tonto.
-Hombre, porque no pudo hacer una carambola sencillísima estorbado con la idea de que su
mamá amaneció hoy con la idea de que algo muy grave va a suceder en este pueblo.
Entonces le dice su madre: -No te burles de los presentimientos de los viejos porque
a veces salen.
-Véndame una libra de carne -y en el momento que se la están cortando, agrega-: Mejor
véndame dos, porque andan diciendo que algo grave va a pasar y lo mejor es estar preparado.
El carnicero despacha su carne y cuando llega otra señora a comprar una libra de carne, le
dice:
-Lleve dos porque hasta aquí llega la gente diciendo que algo muy grave va a pasar, y se
29
están preparando y comprando cosas.
Se lleva las cuatro libras; y para no hacer largo el cuento, diré que el carnicero en media hora
agota la carne, mata otra vaca, se vende toda y se va esparciendo el rumor. Llega el momento
en que todo el mundo, en el pueblo, está esperando que pase algo. Se paralizan las actividades
y de pronto, a las dos de la tarde, hace calor como siempre. Alguien dice:
(Tanto calor que es pueblo donde los músicos tenían instrumentos remendados con brea y
tocaban siempre a la sombra porque si tocaban al sol se les caían a pedazos.)
-Sin embargo -dice uno-, a esta hora nunca ha hecho tanto calor.
Llega un momento de tal tensión para los habitantes del pueblo, que todos están desesperados
por irse y no tienen el valor de hacerlo.
Agarra sus muebles, sus hijos, sus animales, los mete en una carreta y atraviesa la calle
central donde está el pobre pueblo viéndolo. Hasta el momento en que dicen:
Y empiezan a desmantelar literalmente el pueblo. Se llevan las cosas, los animales, todo.
30
-Que no venga la desgracia a caer sobre lo que queda de nuestra casa -y entonces la incendia
y otros incendian también sus casas.
-Yo dije que algo muy grave iba a pasar, y me dijeron que estaba loca.
Actividades:
1. ¿Cuándo y dónde suceden los hechos narrados? 2. ¿En qué momento del texto, una información
falsa, dada como verdadera, provocará la secuencia de hechos perjudiciales para la paz y organización
comunitaria? 3. ¿Cuáles podrían ser las advertencias que se distinguen en este texto? 4. A qué se
refiere la señora cuando dice: ¿Viste hijo, que algo muy grave iba a suceder en este pueblo? 5. ¿Crees
que se puede extraer alguna enseñanza de cuento? ¿Cuál? 6. ¿Te parece que el suceso que el texto
cuenta puede suceder en la vida real?
31
2. FUNDAMENTACIÓN TEÓRICA
Aunque el horror y el miedo han estado presentes desde los orígenes del hecho
literario, el género de terror, tal y como lo entendemos hoy en día, tiene su punto de
partida en el último tercio del siglo XVIII. Alrededor de 1740 se empezó a percibir un
cambio en la estética literaria del momento, motivado por obras como The Castle of
Otranto, de Walpole, o Ode to Fear, de Collins. Este tipo de obras, que en su momento
resultaron rompedoras —pues trataban de progresar en la exploración del subconsciente
con temas que aludían directamente a la intimidad del hombre y sus preocupaciones más
profundas—, pronto darán paso al movimiento gótico, que sin duda se verá estimulado
por la atmósfera de lo sublime que imperaba en este siglo.
El movimiento gótico, con el paso del tiempo, se irá relacionando con la parte
tétrica que estas obras empiezan a mostrar y, además, progresivamente, el término
también se irá aplicando a los motivos fantásticos y al tratamiento de temas que habían
sido expulsados y cercenados de la literatura neoclásica, como el incesto, el asesinato, la
violencia o la tortura. Así, la estética imperante, preocupada por la exaltación de las
fracciones hermosas de la realidad, se verá desafiada por la estética gótica, en donde el
deleite por el horror y el dolor vistos como fuente de placer se implanta como una opción
artística inexplorada, pero fuertemente renovadora y atractiva; dando lugar a una
permutación en la significación del concepto de “belleza”, que ahora contempla sus partes
más oscuras y sórdidas y las acepta como elementos válidos dentro de su construcción.
7
Mientras mostraban las imágenes de la muerte y los horrores de la tumba, el principal
objetivo de esta escuela era glorificar el fin espiritual que la tumba representaba,
convirtiendo los recovecos de la muerte en objetos de apreciación estética. Pero no
celebraban estos elementos como puros recursos estéticos: “The Grave” (1743), de
Robert Blair, revelan unas imágenes de la muerte e incita al lector a pensar en los horrores
de la muerte no como una fascinación morbosa, sino más bien como un aviso. Para Blair
la muerte es un camino que conduce de la tierra al cielo. La muerte no es ya un ser temido
y tenebroso, sino un paso intermedio (Sánchez-Verdejo Pérez, 2013, p. 28).
Así, esta poesía expulsa el miedo a la muerte, que es vista como una herramienta
de educación moral más que como un instrumento atemorizador, e intenta borrar las ideas
crédulas y supersticiosas que en torno a ella se habían conformado en las mentes
humanas.
El movimiento gótico, que, como indicábamos, toma fuerza en pleno siglo XVIII,
surgirá como forma reaccionaria contra la corriente filosófica del Racionalismo,
pensamiento triunfante del momento y protagonista del periodo de la Ilustración, según
el cual el ser humano sería capaz de alcanzar la felicidad y el entendimiento a través
únicamente de la razón. Así, la expresión de las emociones, el triunfo de lo inexplicable
y la dominación de todo elemento estético se convierten en los estandartes de esta nueva
circunstancia artística1. Los representantes del movimiento gótico se decidieron a
transgredir los principios estéticos establecidos, plasmaron la irracionalidad, lo
desconocido y enfocaron sus narrativas hacia el miedo, atrayendo a nuevos públicos. Para
conseguirlo, se valieron de paisajes que evocaban a épocas pasadas —castillos,
monasterios, bosques y la ciudad (más en el siglo XIX con el proceso de
industrialización)—, que simulaban lugares lúgubres y peligrosos a la par que atractivos
y enigmáticos para la sociedad.
Llegado este punto, cabría preguntarse por qué la sociedad comenzó a observar con
admiración ese cultivo creciente de lo terrorífico y lúgubre en la literatura. La primera
razón está relacionada con la decadencia de autores que habían triunfado hasta el
momento, como Defoe o Richardson, y que ahora carecían de interés para un público
deseoso de renovaciones. A este dato, habría que sumarle la irrupción de nuevas fórmulas
1 Sánchez-Verdejo Pérez explica que “mientras que el pasado gótico era considerado como la antítesis de
la cultura de la Ilustración, los acontecimientos, los escenarios, las figuras y las imágenes comenzaron a ser
consideradas por su propio valor. El estilo gótico se convirtió en la sombra que acechaba los valores
neoclásicos. Metafóricamente hablando, la oscuridad amenazaba la luz de la razón con lo que ésta
desconocía” (2013, p. 28).
8
literarias y publicaciones novedosas que precisamente respondían a ese requerimiento
social tan ansiado.
Junto a esta fuerte demanda social, otro elemento responsable del triunfo de la
estética gótica fue la circunstancia temporal en la que se circunscribe; pues, aunque hemos
señalado que el género gótico aparece en el siglo XVIII, será en el siglo XIX (y
especialmente durante el Romanticismo) cuando se desarrolle con mayor fuerza e
intensidad. El siglo XIX, caracterizado por la rememoración melancólica de tiempos
clásicos, es el marco idóneo para este nuevo movimiento, marcado por la fascinación de
elementos medievales y antiguos. Así, los escritores de este siglo se acercan a la literatura
gótica con fascinación y ven en la descripción de la noche, de sucesos terribles y de
lugares enigmáticos la forma de dar rienda suelta a sus pasiones frustradas e interrogantes
vitales no contestados. Lo gótico supone para ellos una forma de escapar hacia una
realidad insólita, pero, para muchos, también necesaria, pues les proporciona la fórmula
de encarnar y representar los temores más profundos que han sido fuente de angustia
constante para el ser humano a lo largo de los tiempos.
En cuanto a la clase social que constituía la mayor parte del consumo de este tipo
de literatura, los lectores de esta clase de ficción pertenecen a un nuevo orden social que
se encuentra a medio camino entre la élite intelectual y la masa iletrada. Es un nuevo
lector de orígenes urbanos, perteneciente a una clase media alfabetizada, que, sin hallarse
en una posición superior dentro del ambiente artístico, encuentra en las propuestas góticas
una ficción al alcance de sus capacidades y a la medida de sus gustos, que nutre, a través
de la expresión del miedo y de los personajes, sus placeres literarios (Sánchez-Verdejo
Pérez, 2013).
9
del miedo ya desde los primeros textos conservados, como en el Poema de Gilgamesh.
Las leyendas, cuentos, mitos, etc. son el caldo de cultivo que propicia que el surgimiento
de la literatura escrita del miedo sea posible. De esta forma, no es de extrañar que, en
1764, Horace Walpole, con su The Castle of Otranto, recogiera esta tradición y
comenzara un estilo que se ha venido a llamar ‘gótico’, que conformará el germen de la
formación de los géneros del horror y del terror. Para este autor, la base de la
diferenciación entre ambos géneros reside en la posibilidad o no de salvación:
A partir de todo esto, pensamos que el terror se relaciona con el miedo a amenazas
próximas, e incluso sorteables, mientras que el horror nos desorienta; de hecho, el empleo
de lo siniestro procedente de los complejos reprimidos provoca en los personajes y en los
lectores ofuscación, caos y desorientación, efectos del horror en los estados tanto
preconscientes como en el subconsciente (González Grueso, 2017, p. 11).
Por tanto, mientras que el horror no ofrece ninguna escapatoria grata para los
personajes que lo sufren, el género de terror sí muestra una opción a través de la cual sus
personajes pueden salvarse. El horror representa el miedo a la imposibilidad de escapar
de lo que desconocemos y no podemos controlar, de aquello que nos acecha de forma
intangible; con el terror, sin embargo, nos enfrentamos a un miedo que reconocemos de
forma precisa y palpable, lo que hace posible que podamos combatirlo y superarlo.
Para otros autores, como Botting (1998), el horror induce un estado de parálisis o
estremecimiento que se traduce en la pérdida de nuestras facultades, particularmente la
consciencia y el discurso, la impotencia física o la confusión mental, al contrario que el
terror, que procedería de la energía emocional liberada que estimula al sujeto a enfrentarse
a los actos que le sobrepasan.
Por otro lado, Eusebio V. Liácer Llorca (1996), en su acercamiento al estudio sobre
el terror, defiende que, para adscribir estos términos al terreno de lo literario, prefiere
adscribirse a la teoría de St. Armand (1972), por la que la diferencia no se establece en
términos de cantidad o cualidad del sentimiento sino en su raíz: el terror viene del exterior
atacando el alma del lector, mientras que el horror nace del interior de uno mismo. Por
tanto, mientras el terror puede vencerse con facilidad al cerrar el libro, el horror no, ya
que actúa directamente sobre los miedos enraizados en la mente a nivel inconsciente, y la
huida se hace mucho más complicada, porque dicho sentimiento escapa al control
consciente (Llorca, E. V. L. 1996).
10
Por tanto, teniendo en cuenta la diferenciación que hace estos tres autores (González
Grueso, 2017; Botting, 1998; Liácer Llorca, 1996), podemos establecer la gradación del
siguiente modo:
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Así, el gótico que podemos encontrar hoy en día, lejos de buscar la perturbación en
ambientes y situaciones ajenas a el hombre y que escapan a su control, se centra en
mostrar las turbaciones que nacen dentro del propio individuo y el horror que supone
convivir con ellas, convirtiéndose en una víctima de los propios desórdenes. Así, esta
literatura reflejará la terrible condición del hombre, que se presenta como un sufridor
condenado a aceptar las características más oscuras e inmanentes de su naturaleza.
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En el acto de lectura de este gótico posmoderno se intentará que el lector se
cuestione sus propias incógnitas, y que sea precisamente esto lo que le lleve a buscar
respuestas en el texto. La representación de lo violento, lo inesperado y lo desconocido
sorprenden y transforman el acto de leer en algo exótico y extraordinario para un lector
desacostumbrado a una plasmación tan radical de las realidades. La práctica lectora se
vuelve un acto violento, debido a las múltiples referencias a lo extraño, a lo
incomprensible, a todo lo que de aterrador tiene nuestro mundo; referencias que se
acumulan sin dejar apenas respiro a la lectura. La huida interior de estos personajes se
materializa en el exterior, que resulta aún más perturbador y provoca una sensación de
laberinto insalvable. Un juego meta literario que conduce a un callejón sin salida que
acaba por asfixiar al lector (López Santos, 2013).
La sensación de inseguridad que el propio relato inspira siembra una duda constante
en el lector, que no tiene más remedio que asumir dicha incertidumbre para acabar
descubriendo el terrible mundo que le rodea.
Por tanto, en el panorama actual asistimos a una plena metamorfosis del género,
que abandona su carácter primigenio para convertirse en un utensilio valioso con el que
tratar de mitigar los males sociales y los temores más profundos que castigan al ser
humano. Como explica López Santos, vivimos una vida que mira hacia la muerte y, en
esa vacilación entre el deseo de vivir y la fascinación por la propia destrucción,
necesitamos el mundo gótico para salvar este obstáculo antitético (2013).
13
de esta forma, que sus relatos transcriban realidades veraces, reconocibles y cercanas para
el lector.
Así, los elementos que conforman el género quedan ahora transmutados a unos
elementos renovados, que responden al momento que vivimos. De esta manera, los
escenarios que evocaban lugares remotos en el tiempo y lejanos para la sociedad, se
cambian por escenarios reconocibles (Buenos Aires, barrios marginales, pueblos
contaminados, ciudades…), que siguen reflejando el horror y lo retorcido, pero desde la
actualidad de lo cotidiano.
Los personajes siniestros que antes plagaban las novelas góticas y que aterrorizaban
al público por su carácter abominable o sobrenatural (fantasmas, monstruos,
demonios…), ahora aparecen plasmados en los propios seres humanos y en sus mentes,
ya que ellos mismos encarnan esas características abominables —seres marginales,
dementes, sociópatas, trastornados y desequilibrados— el horror se centra en ellos y sus
características personales.
Del mismo modo, los problemas que trataban las novelas góticas y que se
focalizaban en los miedos sociales de la época (caer en la demencia, la pérdida del honor,
la alteración de los órdenes sociales…) son intercambiados por problemas actuales, que
atañen a gran escala a toda la sociedad y tratan diferentes tipos de tormentos: el abuso del
poder, trastornos mentales, la degradación de los individuos, miedos personales… Sobre
2 Para más información sobre la variedad del gótico actual, ver Hodgson (2019).
14
todos estos procedimientos, que responden a una herencia histórica concreta y a la
heterogeneidad de propuestas artísticas que irrumpen y que estos países asimilan, la
narrativa hispanoamericana construye todo un mundo narrativo, plagando la actualidad
circundante de situaciones delirantes, que en ocasiones atisbarán pasajes sobrenaturales
que se circunscriben en las experiencias de sus personajes.
De esta forma, dichos autores compartirán una doble marca igualitaria, que alude,
por un lado, al aspecto temporal y, por otro, y, sobre todo, a ese trauma común que los
efectos de la dictadura militar generaron.
El impacto de este hecho histórico dejará su impronta en sus trabajos, y asentará los
temas y procedimientos que estos escritores elegirán para sus obras.
Plasmarán ese legado traumático que han recibido y ellos mismos asumirán el papel
de hacerse responsables de atestiguar esa memoria que ha dejado estigma en el país, en
sus familias y en la cultura de toda una nación, serán la voz denunciante de todas estas
injusticias que ocurrieron en el pasado, pero cuyo recuerdo aún habita en el presente.
15
Esta nueva generación querrá romper con buena parte de las proposiciones literarias
anteriores, y su inmersión en la literatura supondrá el abandono de muchos de esos tonos
precedentes:
Querrán mostrar que tienen una plena consciencia sobre el mundo que los rodea.
Un mundo inicuo, a veces absurdo, que condenan pero que no intentan cambiar, haciendo
de sus obras una aceptación crítica de la sociedad y consiguiendo como resultado la
perplejidad y la reflexión del lector, que nunca debe quedar indiferente en la recepción
de lo leído.
16
historietas y leyendas locales que su abuela le contaba (que serán el germen de su
escritura):
A mí siempre me gustó escribir terror, y de hecho es lo que más me gusta leer, pero en
las novelas no me salía. Y en los cuentos pude” (Mariana Enríquez. Citado por Guerriero,
2019).
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nunca es inocente. Ni el miedo responde siempre a cuestiones atávicas o antropológicas,
sino que también es político y surge de contextos históricos concretos” (Niéspolo, 2017).
Es pues, en la demarcación de los terrores que asaltan al ser humano y los terrores que
han dejado huella en la Historia, donde se encuentra la indagación de la argentina, que se
empeña en deconstruir los terrenos normativos de la sociedad actual para formar
personajes con personalidades particulares.
De toda su producción narrativa publicada, serán sus dos antologías de cuentos las
que tendremos en cuenta para elaborar la propuesta educativa que este trabajo plantea:
Las cosas que perdimos en el fuego (2016) y Los peligros de fumar en la cama (2017),
caracterizadas por su rompedora novedad a la hora de ahondar en el tema del terror. Son
narraciones que se sumergen en la exploración de mundos inexplicables, atmósferas
inquietantes que muestran realidades incontrolables.
A través de los cuentos que en ellos encontramos, Enríquez intenta mostrar al lector
el lado horroroso de la realidad, subrayando la terrible cotidianidad, que a través de sus
diferentes facetas supera y somete al ser humano. Esto lo consigue a través de un
mecanismo novedoso: canalizando el terror en sus propios personajes y no en aspectos
lejanos y desconocidos, para que de esta forma sean ellos, los personajes, quienes busquen
subvertir los órdenes, dar respuesta a agravios, solucionar problemas y llevar a cabo una
suerte de venganza pedagógica (Ramella, 2019). En esta presunción pasmosa de lo
horrible, vemos una reacción curiosa y repetida en los individuos, y es que, en la admisión
de lo terrible, no hay en ellos atisbo de miedo, no existe el repudio típico que produce un
shock tan fuerte. En vez de encontrar una parálisis producida por esta vivencia chocante,
vemos cómo deciden afrontar su propia realidad y enfrentarse a lo sucedido, iniciando
una lucha con ellos mismos en busca de una respuesta o revancha personal para no
rendirse, y de esta forma intentar entender el sentido de la experiencia que acaban de
recibir y que ha cambiado sus vidas.
En los relatos de Enríquez encontramos tramas enérgicas, juegos en los que los
factores más atroces y estremecedores se intensifican y se potencian a su máximo nivel,
recreaciones ácidas y sórdidas. Sus cuentos exhalan relaciones tóxicas, personalidades
atormentadas, deseos repulsivos, anhelos indeseables. En ellos se presenta una
correspondencia estrecha entre el cuento y los elementos de la realidad más latente, como
el extremo componente político y su análisis siempre desfavorable, o la putrefacción de
las relaciones en la sociedad. Esta realidad externa siempre se ve compaginada con el
18
examen de las propias realidades personales, que son causa y muchas veces también
justificación de los actos de los individuos, y que siempre acarrean consecuencias
irreversibles.
Por todo ello, la narrativa de Mariana Enríquez se presenta como una oportunidad
única y singular para aproximar el género del terror al aula desde una perspectiva dispar
y totalmente renovada. Creando la ocasión de que los alumnos, a través de sus relatos, se
sientan reflejados en sus personajes, y reconozcan en ellos características que ellos
mismos viven y sufren, ayudándoles a que alcancen la superación de los posibles miedos
y traumas- tanto personales como sociales-, que puedan estar experimentando.
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ESPERAR LA TORMENTA"
Todas las tardes a las cinco y cuarto, mi papá y yo salíamos a pasear. Él me batía la
chocolatada con mucha fuerza, para que le quede un montón de espuma, y me la servía en
mi vasito de Aladín, que tenía una tapita para que la chocolatada no se me caiga en el
guardapolvo del jardín, que es azul y dice Matías.
Salíamos a caminar por la avenida y yo iba mirando los autos y le preguntaba a mi papá
cuáles eran las letras de la patente.
La eme, la ese y la de, me decía mi papá, y yo repetía despacito, para aprendérmelas, y mi
papá se moría de risa y me apretaba la mano más fuerte, porque teníamos que cruzar la calle,
y después cruzar otra calle.
Y la equis, la be de bebé y la ele, y entonces venía un bulevar, que es como una calle pero con
una plaza en el medio, y por ahí pasaba una patente que era la ce, la efe y la ka.
Teníamos que cruzar como mil novecientas calles, porque el supermercado donde trabajaba
mi mamá quedaba lejísimos. Por eso veíamos tantas patentes, porque salíamos a las cinco y
cuarto para llegar puntuales y ver cómo mi mamá salía por el portón, que es verde y alto,
como los de los hospitales.
Cuando mamá salía, siempre tenía cara de que se iba a quedar dormida, porque estaba muy
cansada. Era como si se hubiese pasado todo el día trepándose a los árboles del
supermercado. Por eso, mi papá le decía hola mi amor y le daba la mano bien fuerte, como a
mí, porque teníamos que cruzar de nuevo las mil novecientas calles para llegar a nuestra
casa.
Mi papá le agarraba la mano a mi mamá todo el camino y mientras tanto le iba preguntando
cosas sobre sus amigos del supermercado y mamá le respondía todo, aunque estuviera muy
cansada y las palabras le salieran como si fueran suspiritos.
Todas las tardes a las cinco y cuarto, mi papá y yo salíamos a pasear, pero la tarde de la
tormenta no pudimos, porque mi papá tenía miedo.
Él quería, pero no se animaba. Iba hasta la puerta y volvía y el cielo estaba como la noche y
amenazaba con tirarse de panza sobre las casas y los autos. Había empezado a llover fuerte
y mi papá se rascaba la cabeza y tragaba saliva.
Cuando para, vamos a buscar a mami, Mati, eh, me dijo, y puso una sonrisa que le temblaba
un poco, como si fuera un telón blanco que esconde un nido de arañas.
Entonces, explotaba un trueno y papá también explotaba un poco, pero para adentro, como
haciéndose chiquitito. Miraba por la ventana y los rayos eran como sonrisas de monstruos,
con lenguas hechas de electricidad.
Cuando para, vamos a buscar a mami y la encontramos por el camino, eh, repetía papá, y se
secaba el sudor del cuello con el repasador de la cocina.
La tarde de la tormenta papá y yo nos sentamos en la galería a esperar a mamá y se hicieron
las seis y después las seis y cinco, las seis y diez y las seis y cuarto. Yo todavía no sé los relojes
con agujas, pero mi papá me iba diciendo qué hora era a cada rato. Le temblaban las piernas
y los brazos y miraba fijo la lluvia y yo le pregunté si tenía frío y me respondió que eran las
siete menos diez.
La tormenta de esa tarde duró hasta que se hizo de noche, bien de noche. Hasta las once
menos veinticinco.
Pasó la hora de la cena y pasó la hora de ir a dormir y mi mamá no llegaba y mi papá miraba
fijo la calle y murmuraba con los dientes bien apretados que dónde mierda está esta
reverenda hija de puta y que cuando la agarre la destrozo. Papá estaba muy nervioso, por
eso no me animé a preguntarle si me hacía una hamburguesa y me fui a dormir con las ganas.
A veces, mi papá destroza las cosas cuando se pone muy nervioso.
Una vez, destrozó un termo, una silla del comedor y dos dedos de la mano de mi mamá.
Otro día, destrozó un inflador de bicicleta, una maceta de cedrón y un buzo de mi mamá.
Mi mamá no volvió nunca más y por suerte mi papá no la pudo destrozar. Él dice que, como
no la fuimos a buscar, se perdió y no pudo encontrar el camino a nuestra casa.
Algunos días la extraño más que otros, pero ya me estoy acostumbrando.
Igual, yo tengo el presentimiento de que muy pronto, mamá me va a venir a buscar a la salida
del jardín. Solamente tenemos que esperar que haya tormenta, para perdernos del camino
de casa y que papá no pueda destrozarnos.
ÓMNIBUS
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labios y sus cejas. Sentía ya en la nuca una impresión des-
agradable; la sospecha de otra impertinencia la hizo dar-
se vuelta con rapidez, enojada de veras. A dos centíme-
tros de su cara estaban los ojos de un viejo de cuello duro,
con un ramo de margaritas componiendo un olor casi nau-
seabundo. En el fondo del ómnibus, instalados en el lar-
go asiento verde, todos los pasajeros miraron hacia Cla-
ra, parecían criticar alguna cosa en Clara que sostuvo
sus miradas con un esfuerzo creciente, sintiendo que cada
vez era más difícil, no por la coincidencia de los ojos en
ella ni por los ramos que llevaban los pasajeros; más bien
porque había esperado un desenlace amable, una razón
de risa como tener un tizne en la nariz (pero no lo tenía);
y sobre su comienzo de risa se posaban helándola esas
miradas atentas y continuas, como si los ramos la estu-
vieran mirando.
Súbitamente inquieta, dejó resbalar un poco el cuer-
po, fijó los ojos en el estropeado respaldo delantero, exa-
minando la palanca de la puerta de emergencia y su ins-
cripción Para abrir la puerta TIRE LA MANIJA hacia
adentro y levántese, considerando las letras una a una
sin alcanzar a reunirlas en palabras. Lograba así una zona
de seguridad, una tregua donde pensar. Es natural que
los pasajeros miren al que recién asciende, está bien que
la gente lleve ramos si va a Chacarita, y está casi bien
que todos en el ómnibus tengan ramos. Pasaban delante
del hospital Alvear, y del lado de Clara se tendían los
baldíos en cuyo extremo lejano se levanta la Estrella,
zona de charcos sucios, caballos amarillos con pedazos
de sogas colgándoles del pescuezo. A Clara le costaba
apartarse de un paisaje que el brillo duro del sol no al-
canzaba a alegrar, y apenas si una vez y otra se atrevía a
dirigir una ojeada rápida al interior del coche. Rosas ro-
jas y calas, más lejos gladiolos horribles, como machuca-
161
dos y sucios, color rosa viejo con manchas lívidas. El se-
ñor de la tercera ventanilla (la estaba mirando, ahora
no, ahora de nuevo) llevaba claveles casi negros apreta-
dos en una sola masa casi continua, como una piel rugo-
sa. Las dos muchachitas de nariz cruel que se sentaban
adelante en uno de los asientos laterales, sostenían en-
tre ambas el ramo de los pobres, crisantemos y dalias,
pero ellas no eran pobres, iban vestidas con saquitos bien
cortados, faldas tableadas, medias blancas tres cuartos,
y miraban a Clara con altanería. Quiso hacerles bajar los
ojos, mocosas insolentes, pero eran cuatro pupilas fijas y
también el guarda, el señor de los claveles, el calor en la
nuca por toda esa gente de atrás, el viejo del cuello duro
tan cerca, los jóvenes del asiento posterior, la Paternal:
boletos de Cuenca terminan.
Nadie bajaba. El hombre ascendió ágilmente, enfren-
tando al guarda que lo esperaba a medio coche mirándo-
le las manos. El hombre tenía veinte centavos en la dere-
cha y con la otra se alisaba el saco. Esperó, ajeno al escru-
tinio. “De quince”, oyó Clara. Como ella: de quince. Pero
el guarda no cortaba el boleto, seguía mirando al hom-
bre que al final se dio cuenta y le hizo un gesto de impa-
ciencia cordial: “Le dije de quince.” Tomó el boleto y es-
peró el vuelto. Antes de recibirlo, ya se había deslizado
livianamente en un asiento vacío al lado del señor de los
claveles. El guarda le dio los cinco centavos, lo miró otro
poco, desde arriba, como si le examinara la cabeza; él ni
se daba cuenta, absorto en la contemplación de los ne-
gros claveles. El señor lo observaba, una o dos veces lo
miró rápido y el se puso a devolverle la mirada; los dos
movían la cabeza casi a la vez, pero sin provocación, nada
más que mirándose. Clara seguía furiosa con las chicas
de adelante, que la miraban un rato largo y después al
nuevo pasajero; hubo un momento, cuando el 168 empe-
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zaba su carrera pegado al paredón de Chacarita, en que
todos los pasajeros estaban mirando al hombre y tam-
bién a Clara, sólo que ya no la miraban directamente por-
que les interesaba más el recién llegado, pero era como
si la incluyeran en su mirada, unieran a los dos en la mis-
ma observación. Qué cosa estúpida esa gente, porque has-
ta las mocosas no eran tan chicas, cada uno con su ramo
y ocupaciones por delante, y portándose con esa grose-
ría. Le hubiera gustado prevenir al otro pasajero, una
oscura fraternidad sin razones crecía en Clara. Decirle:
“Usted y yo sacamos boleto de quince”, como si eso los
acercara. Tocarle el brazo, aconsejarle: “No se dé por alu-
dido, son unos impertinentes, metidos ahí detrás de las
flores como zonzos.” Le hubiera gustado que él viniera a
sentarse a su lado, pero el muchacho —en realidad era
joven, aunque tenía marcas duras en la cara— se había
dejado caer en el primer asiento libre que tuvo a su al-
cance. Con un gesto entre divertido y azorado se empe-
ñaba en devolver la mirada del guarda, de las dos chi-
cas, de la señora con los gladiolos; y ahora el señor de
los claveles rojos tenía vuelta la cabeza hacia atrás y mi-
raba a Clara, la miraba inexpresivamente, con una blan-
dura opaca y flotante de piedra pómez. Clara le respon-
día obstinada, sintiéndose como hueca; le venían ganas
de bajarse (pero esa calle, a esa altura, y total por nada,
por no tener un ramo); notó que el muchacho parecía in-
quieto, miraba a un lado y al otro, después hacia atrás,
y se quedaba sorprendido al ver a los cuatro pasajeros
del asiento posterior y al anciano del cuello duro con las
margaritas. Sus ojos pasaron por el rostro de Clara, dete-
niéndose un segundo en su boca, en su mentón; de ade-
lante tiraban las miradas del guarda y las dos chiquili-
nas, de la señora de los gladiolos, hasta que el muchacho
se dio vuelta para mirarlos como aflojando. Clara midió su
163
acoso de minutos antes por el que ahora inquietaba al
pasajero. “Y el pobre con las manos vacías”, pensó absur-
damente. Le encontraba algo de indefenso, solo con sus
ojos para parar aquel fuego frío cayéndole de todas par-
tes.
Sin detenerse el 168 entró en las dos curvas que dan
acceso a la explanada frente al peristilo del cementerio.
Las muchachitas vinieron por el pasillo y se instalaron
en la puerta de salida; detrás se alinearon las margari-
tas, los gladiolos, las calas. Atrás había un grupo confu-
so y las flores olían para Clara, quietita en su ventanilla
pero tan aliviada al ver cuántos se bajaban, lo bien que
se viajaría en el otro tramo. Los claveles negros apare-
cieron en lo alto, el pasajero se había parado para dejar
salir a los claveles negros, y quedó ladeado, metido a me-
dias en un asiento vacío delante del de Clara. Era un lin-
do muchacho sencillo y franco, tal vez un dependiente
de farmacia, o un tenedor de libros, o un constructor. El
ómnibus se detuvo suavemente, y la puerta hizo un bu-
fido al abrirse. El muchacho esperó a que bajara la gen-
te para elegir a gusto un asiento, mientras Clara parti-
cipaba de su paciente espera y urgía con el deseo a los
gladiolos y a las rosas para que bajasen de una vez. Ya la
puerta abierta y todos en fila, mirándola y mirando al
pasajero, sin bajar, mirándolos entre los ramos que se
agitaban como si hubiera viento, un viento de debajo de
la tierra que moviera las raíces de las plantas y agitara
en bloque los ramos. Salieron las calas, los claveles ro-
jos, los hombres de atrás con sus ramos, las dos chicas, el
viejo de las margaritas. Quedaron ellos dos solos y el 168
pareció de golpe más pequeño, más gris, más bonito. Cla-
ra encontró bien y casi necesario que el pasajero se sen-
tara a su lado, aunque tenía todo el ómnibus para elegir.
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Él se sentó y los dos bajaron la cabeza y se miraron las
manos. Estaban ahí, eran simplemente manos; nada más.
—¡Chacarita!— gritó el guarda.
Clara y el pasajero contestaron su urgida mirada con
una simple fórmula: “Tenemos boletos de quince.” La pen-
saron tan sólo, y era suficiente.
La puerta seguía abierta. El guarda se les acercó.
—Chacarita —dijo, casi explicativamente.
El pasajero ni lo miraba, pero Clara le tuvo lástima.
—Voy a Retiro —dijo, y le mostró el boleto. Marca
marca boletero un boleto azul o rosa. El conductor esta-
ba casi salido del asiento, mirándolos; el guarda se vol-
vió indeciso, hizo una seña. Bufó la puerta trasera (nadie
había subido adelante) y el 168 tomó velocidad con ban-
dazos coléricos, liviano y suelto en una carrera que puso
plomo en el estómago de Clara. Al lado del conductor, el
guarda se tenía ahora del barrote cromado y los miraba
profundamente. Ellos le devolvían la mirada, se estuvie-
ron así hasta la curva de entrada a Dorrego. Después Cla-
ra sintió que el muchacho posaba despacio una mano en
la suya, como aprovechando que no podían verlo desde
adelante. Era una mano suave, muy tibia, y ella no reti-
ró la suya pero la fue moviendo despacio hasta llevarla
más al extremo del muslo, casi sobre la rodilla. Un vien-
to de velocidad envolvía al ómnibus en plena marcha.
—Tanta gente —dijo él, casi sin voz—. Y de golpe se
bajan todos.
—Llevaban flores a la Chacarita —dijo Clara—. Los
sábados va mucha gente a los cementerios.
—Sí, pero...
—Un poco raro era, sí. ¿Usted se fijó...?
—Sí —dijo él, casi cerrándole el paso—. Y a usted le
pasó igual, me di cuenta.
—Es raro. Pero ahora ya no sube nadie.
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El coche frenó brutalmente, barrera del Central Ar-
gentino. Se dejaron ir hacia adelante, aliviados por el
salto a una sorpresa, a un sacudón. El coche temblaba
como un cuerpo enorme.
—Yo voy a Retiro —dijo Clara.
—Yo también.
El guarda no se había movido, ahora hablaba iracun-
do con el conductor. Vieron (sin querer reconocer que es-
taban atentos a la escena) cómo el conductor abandonaba
su asiento y venía por el pasillo hacia ellos, con el guar-
da copiándole los pasos. Clara notó que los dos miraban
al muchacho y que éste se ponía rígido, como reuniendo
fuerzas; le temblaron las piernas, el hombro que se apo-
yaba en el suyo. Entonces aulló horriblemente una loco-
motora a toda carrera, un humo negro cubrió el sol. El
fragor del rápido tapaba las palabras que debía estar di-
ciendo el conductor; a dos asientos del de ellos se detu-
vo, agachándose como quien va a saltar. El guarda lo con-
tuvo prendiéndole una mano en el hombro, le señaló im-
perioso las barreras que ya se alzaban mientras el últi-
mo vagón pasaba con un estrépito de hierros. El conduc-
tor apretó los labios y se volvió corriendo a su puesto;
con un salto de rabia el 168 encaró las vías, la pendiente
opuesta.
El muchacho aflojó el cuerpo y se dejó resbalar sua-
vemente.
—Nunca me pasó una cosa así —dijo, como hablándo-
se.
Clara quería llorar. Y el llanto esperaba ahí, dispo-
nible pero inútil. Sin siquiera pensarlo tenía conciencia
de que todo estaba bien, que viajaba en un 168 vacío apar-
te de otro pasajero, y que toda protesta contra ese orden
podía resolverse tirando de la campanilla y descendien-
do en la primera esquina. Pero todo estaba bien así; lo
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único que sobraba era la idea de bajarse, de apartar esa
mano que de nuevo había apretado la suya.
—Tengo miedo —dijo, sencillamente—. Si por lo me-
nos me hubiera puesto unas violetas en la blusa.
Él la miró, miró su blusa lisa.
—A mí a veces me gusta llevar un jazmín del país en
la solapa —dijo—. Hoy salí apurado y ni me fijé.
—Qué lástima. Pero en realidad nosotros vamos a
Retiro.
—Seguro, vamos a Retiro.
Era un diálogo, un diálogo. Cuidar de él, alimentarlo.
—¿No se podría levantar un poco la ventanilla? Me
ahogo aquí adentro.
Él la miró sorprendido, porque más bien sentía frío.
El guarda los observaba de reojo, hablando con el con-
ductor; el 168 no había vuelto a detenerse después de la
barrera y daban ya la vuelta a Canning y Santa Fe.
—Este asiento tiene ventanilla fija —dijo él—. Usted
ve que es el único asiento del coche que viene así, por la
puerta de emergencia.
—Ah —dijo Clara.
—Nos podíamos pasar a otro.
—No, no. —Le apretó los dedos, deteniendo su movi-
miento de levantarse—. Cuanto menos nos movamos me-
jor.
—Bueno, pero podríamos levantar la ventanilla de
adelante.
—No, por favor no.
Él esperó, pensando que Clara iba a agregar algo, pero
ella se hizo más pequeña en el asiento. Ahora lo miraba
de lleno para escapar a la atracción de allá adelante, de
esa cólera que les llegaba como un silencio o un calor. El
pasajero puso la otra mano sobre la rodilla de Clara, y
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ella acercó la suya y ambos se comunicaron oscuramen-
te por los dedos, por el tibio acariciarse de las palmas.
—A veces una es tan descuidada —dijo tímidamente
Clara—. Cree que lleva todo, y siempre olvida algo.
—Es que no sabíamos.
—Bueno, pero lo mismo. Me miraban, sobre todo esas
chicas, y me sentí tan mal.
—Eran insoportables —protestó él—. ¿Usted vio cómo
se habían puesto de acuerdo para clavarnos los ojos?
—Al fin y al cabo el ramo era de crisantemos y dalias
—dijo Clara—. Pero presumían lo mismo.
—Porque los otros les daban alas —afirmó él con irri-
tación—. El viejo de mi asiento con sus claveles apelma-
zados, con esa cara de pájaro. A los que no vi bien fue a
los de atrás. ¿Usted cree que todos...?
—Todos —dijo Clara—. Los vi apenas había subido.
Yo subí en Nogoyá y Avenida San Martín, y casi en se-
guida me di vuelta y vi que todos, todos...
—Menos mal que se bajaron.
Pueyrredón, frenada en seco. Un policía moreno se
abría en cruz acusándose de algo en su alto quiosco. El
conductor salió del asiento como deslizándose, el guar-
da quiso sujetarlo de la manga, pero se soltó con violen-
cia y vino por el pasillo, mirándolos alternadamente, en-
cogido y con los labios húmedos, parpadeando. “¡Ahí da
paso!”, gritó el guarda con una voz rara. Diez bocinas la-
draban en la cola del ómnibus, y el conductor corrió afligi-
do a su asiento. El guarda le habló al oído, dándose vuelta
a cada momento para mirarlos.
—Si no estuviera usted... —murmuró Clara—. Yo creo
que si no estuviera usted me habría animado a bajarme.
—Pero usted va a Retiro —dijo él, con alguna sorpresa.
—Sí, tengo que hacer una visita. No importa, me hu-
biera bajado igual.
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—Yo saqué boleto de quince —dijo él — Hasta Retiro.
—Yo también. Lo malo es que si una se baja, después
hasta que viene otro coche...
—Claro, y además a lo mejor está completo.
—A lo mejor. Se viaja tan mal, ahora. ¿Usted ha vis-
to los subtes?
—Algo increíble. Cansa más el viaje que el empleo.
Un aire verde y claro flotaba en el coche, vieron el
rosa viejo del Museo, la nueva Facultad de Derecho, y el
168 aceleró todavía más en Leandro N. Alem, como ra-
bioso por llegar. Dos veces lo detuvo algún policía de trá-
fico, y dos veces quiso el conductor tirarse contra ellos;
a la segunda, el guarda se le puso por delante negándose
con rabia, como si le doliera. Clara sentía subírsele las
rodillas hasta el pecho, y las manos de su compañero la
desertaron bruscamente y se cubrieron de huesos salien-
tes, de venas rígidas. Clara no había visto jamás el paso
viril de la mano al puño, contempló esos objetos macizos
con una humilde confianza casi perdida bajo el terror. Y
hablaban todo el tiempo de los viajes, de las colas que
hay que hacer en Plaza de Mayo, de la grosería de la gen-
te, de la paciencia. Después callaron, mirando el pare-
dón ferroviario, y su compañero sacó la billetera, la estu-
vo revisando muy serio, temblándole un poco los dedos.
—Falta apenas —dijo clara, enderezándose—. Ya lle-
gamos.
—Sí. Mire, cuando doble en Retiro, nos levantamos
rápido para bajar.
—Bueno. Cuando esté al lado de la plaza.
—Eso es. La parada queda más acá de la Torre de los
Ingleses. Usted baja primero.
—Oh, es lo mismo.
—No, yo me quedaré atrás por cualquier cosa. Ape-
nas doblemos yo me paro y le doy paso. Usted tiene que
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levantarse rápido y bajar un escalón de la puerta; enton-
ces yo me pongo atrás.
—Bueno, gracias —dijo Clara mirándolo emociona-
da, y se concentraron en el plan, estudiando la ubicación
de sus piernas, los espacios a cubrir. Vieron que el 168
tendría paso libre en la esquina de la plaza; temblándo-
le los vidrios y a punto de embestir el cordón de la pla-
za, tomó el viraje a toda carrera. El pasajero saltó del
asiento hacia adelante, y detrás de él pasó veloz Clara,
tirándose escalón abajo mientras él se volvía y la oculta-
ba con su cuerpo. Clara miraba la puerta, las tiras de goma
negra y los rectángulos de sucio vidrio; no quería ver otra
cosa y temblaba horriblemente. Sintió en el pelo el jadeo
de su compañero, los arrojó a un lado la frenada brutal,
y en el mismo momento en que la puerta se abría el con-
ductor corrió por el pasillo con las manos tendidas. Cla-
ra saltaba ya a la plaza, y cuando se volvió su compañe-
ro saltaba también y la puerta bufó al cerrarse. Las go-
mas negras apresaron una mano del conductor, sus de-
dos rígidos y blancos. Clara vio a través de las ventani-
llas que el guarda se había echado sobre el volante para
alcanzar la palanca que cerraba la puerta.
Él la tomó del brazo y caminaron rápidamente por la
plaza llena de chicos y vendedores de helados. No se dije-
ron nada, pero temblaban como de felicidad y sin mirar-
se. Clara se dejaba guiar, notando vagamente el césped,
los canteros, oliendo un aire de río que crecía de frente.
El florista estaba a un lado de la plaza, y él fue a parase
ante el canasto montado en caballetes y eligió dos ramos
de pensamientos. Alcanzó uno a Clara, después le hizo
tener los dos mientras sacaba la billetera y pagaba. Pero
cuando siguieron andando (él no volvió a tomarla del bra-
zo) cada uno llevaba su ramo, cada uno iba con el suyo y
estaba contento.
170
LA NOCHE BOCA ARRIBA
JULIO CORTÁZAR
A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde, y se apuró a salir a la calle y sacar la
motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla.
En la joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba.
El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y —porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía
nombre— montó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento
fresco le chicoteaba los pantalones.
Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle
central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga,
bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras,
apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo sobre la derecha como
correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su
involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se
lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pie y
la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue
como dormirse de golpe.
Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la
moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla, y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar
la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo
alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su
derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la
garganta. Mientras lo llevaban boca arriba a una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no
tenía más que rasguños en las piernas. «Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de
costado.» Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien, y alguien con guardapolvo
dándole a beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio.
La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse
a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al
policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda
la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte;
unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada.
«Natural —dijo él—. Como que me la ligué encima...» Los dos se rieron, y el vigilante le dio la mano al
llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una
camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerró los ojos y
deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando
una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el
brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las
contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento.
Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el
pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado, se le
acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de
una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la
mano derecha. Le palmeó una mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás.
Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a
pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía
nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se
movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de
hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no
apartarse de la estrecha calzada que sólo ellos, los motecas, conocían.
Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se rebelara
contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego.
«Huele a guerra», pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana
tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño,
en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy
lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor
rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un
animal que escapaba como él del olor de la guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada,
pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al
corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más
duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a
su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada horrible del olor que más
temía, y saltó desesperado hacia adelante.
Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras trataba de
sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última visión de la pesadilla. El brazo, enyesado,
colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero
no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando
despacio y hubiera podido dormirse otra vez pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados
los ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna
pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con
alcohol la cara anterior del muslo y le clavó una gruesa aguja con un tubo que subía hasta un frasco de
líquido opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para
verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas
tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes; como
estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor; y quedarse.
Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trocito de pan, más
precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente
en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los
ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no le iba a ser difícil dormirse. Un
poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del
caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose.
Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o
confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de
copas de árboles era menos negro que el resto. «La calzada —pensó—. Me salí de la calzada.» Sus pies
se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le
azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se
agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada
podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él aferraba el mango del puñal, subió como el
escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los labios
musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los
bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro,
la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había
empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la
selva, abandonando la calzada más allá de la región de las ciénagas, quizás los guerreros no le siguieran el
rastro. Pensó en los muchos prisioneros que ya habían hecho, pero la cantidad no contaba, sino el tiempo
sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y
su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores.
Olió los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte,
vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca.
El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en
hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces, los gritos alegres. Alcanzó a cortar el
aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás.
—Es la fiebre —dijo el de la cama de al lado—. A mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno.
Tome agua y va a ver que duerme bien.
Al lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara
violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces
un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin ese acoso, sin... Pero no quería seguir pensando en la
pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan
cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche.
Bebió del gollete, golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con
vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se
vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto.
¿Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente, y le
dio rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el
momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al
mismo tiempo tenía la sensación que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera
tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas.
El choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi
un alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja
partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y
era raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo
despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral.
Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba
apagando poco a poco.
Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio el
olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil
abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió
las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el suelo, en un piso de lajas helado y húmedo.
El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su
amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del
final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían
traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno.
Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él que
gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a
venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían
ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las
mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo
interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por
zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba hasta que el
dolor se hizo intolerable y tuvo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó
antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le
acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de
plumas. Cedieron las sogas y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como bronce; se sintió alzado,
siempre boca arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de
antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los
acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del
techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en vez de techo
nacieran las estrellas y se alzara frente a él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El
pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el aire lleno de estrellas, pero todavía
no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero cómo
impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de la vida.
Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba.
Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de agua
tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó, buscando el
alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegadas a sus párpados. Cada vez que
cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del
saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño
profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada... Le costaba mantener los ojos abiertos, la
modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella
de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía
interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque
el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra y los acólitos se enderezaban y de la
altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente se
cerraban y se abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y
cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la cabeza
colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de humo perfumado, y de golpe
vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado que arrastraban
para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo
por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque otra vez estaba inmóvil en la cama, a
salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía la muerte, y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada
del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los
párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso
había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas
de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de
metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira de ese sueño también lo habían alzado del suelo,
también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba
con los ojos cerrados entre las hogueras.
FIN
A mi abuela no le gustaba la lluvia y antes de que cayeran las primeras gotas, cuando el cielo se
oscurecía, salía al patio del fondo con botellas y las enterraba hasta la mitad, todo el pico bajo tierra. Yo la
seguía y le preguntaba abuela por qué no te gusta la lluvia por qué no te gusta. Pero ella, nada, evasiva, con la
palita en la mano, frunciendo la nariz para oler la humedad en el aire. Si finalmente llovía, fuera garúa o
tormenta, cerraba puertas y ventanas y subía el volumen del televisor hasta tapar el ruido de las gotas y el
viento –el techo de su casa era de chapa–, y si el aguacero coincidía con su serie favorita, Combate, no había
quien pudiera sacarle una palabra porque estaba perdidamente enamorada de Vic Morrow.
Yo adoraba la lluvia porque ablandaba la tierra seca y permitía que se desatara mi manía excavatoria.
¡Qué de pozos! Usaba la misma pala que la abuela, una muy chica, del tamaño que usaría un niño para jugar en
la playa, pero de metal y madera, no de plástico. La tierra del fondo albergaba pedacitos de botellas de vidrio
color verde, con los bordes tan lisos que ya no cortaban; piedras suaves que parecían cantos rodados o
pequeñas rocas de playa, ¿por qué estarían en el fondo de mi casa? Alguien debía haberlas sepultado. Una vez
encontré una piedra ovalada, del tamaño y color de una cucaracha pero sin patas ni antenas. De un lado era
lisa, del otro unas muescas formaban los claros rasgos de una cara sonriente. Se la mostré a mi papá,
enloquecida porque creía encontrarme ante una reliquia, y me dijo que las marcas formaban un rostro de
casualidad. Mi papá nunca se entusiasmaba. También encontré dados negros, con los puntos blancos ya casi
invisibles. Encontré restos de vidrios esmerilados verde manzana y turquesa. Mi abuela se acordó de que
habían sido parte de una puerta vieja. También jugaba con lombrices y las cortaba en pedacitos bien chiquitos.
No me divertía ver el cuerpo dividido retorciéndose un poco para al final seguir adelante. Me parecía que si
picaba bien a la lombriz, como a una cebolla, sin dejar contacto alguno entre los anillos, no iba a poder
reconstruirse. Nunca me gustaron los bichos.
Encontré los huesos después de una tormenta que convirtió al cuadrado de tierra del fondo en una
piscina de barro. Los guardé en el balde que usaba para llevar los tesoros hasta la pileta del patio, donde los
lavaba. Se los mostré a papá. Dijo que eran huesos de pollo, o a lo mejor de bifes de lomo, o de alguna mascota
muerta que debían haber enterrado hacía mucho. Perros o gatos. Insistía con lo de los pollos porque antes, en
el fondo, cuando él era chico, mi abuela tenía un gallinero.
Parecía una explicación posible hasta que mi abuela se enteró de los huesitos y empezó a arrancarse los
pelos y a gritar; la angelita la angelita. Pero el escándalo no duró mucho bajo la mirada de papá: él admitía las
“supersticiones” (así las llamaba) de la abuela siempre y cuando no se desbordara. Ella le conocía el gesto de
desaprobación y se tranquilizó a la fuerza. Me pidió los huesitos y se los di. Después me pidió que me fuera a la
habitación a dormir. Yo me enojé un poco porque no entendía la causa de la penitencia.
Pero más tarde, esa misma noche, me llamó y me contó todo. Era la hermana número diez u once, mi
abuela no estaba demasiado segura, en aquel entonces no se les prestaba tanta atención a los chicos. Se había
muerto a los pocos meses de nacida, entre fiebres y diarrea. Como era angelita, la sentaron sobre una mesa
adornada con flores, envuelta en un trapo rosa, apoyada en un almohadón. Le hicieron alitas de cartón para
que subiera al cielo más rápido, y no le llenaron la boca de pétalos de flores rojas porque a la mamá, mi
bisabuela, le impresionaba, le parecía sangre. Hubo baile y canto toda la noche, y hasta hubo que echar a un tío
borracho y reanimar a mi bisabuela, que se desmayó por el llanto y el calor. Una rezadora india cantó trisagios,
y lo único que les cobró fue unas empanadas.
–¿Eso fue acá, abuela?
–No, en Salavina, en Santiago. ¡Hacía un calor!
–Entonces no son los huesos de la nena, si se murió allá.
–Sí que son. Yo me los traje cuando vinimos para acá. No la quise dejar porque lloraba todas las noches,
pobrecita. Si lloraba con nosotros cerquita, en la casa, ¡lo que iba a llorar sola, abandonada! Así que me la traje.
Ya era huesitos nomás, la puse en una bolsa y la enterré acá en los fondos. Ni tu abuelo sabía. Ni tu bisabuela,
nadie. Es que nomás yo la escuchaba llorar. Tu bisabuelo también, pero se hacía el tonto.
–¿Y acá llora la nena?
–Cuando llueve, nomás.
Después le pregunté a mi papá si la historia de la nena angelita era cierta, y él dijo que la abuela ya
estaba muy grande y desvariaba. Muy convencido no parecía, o a lo mejor le resultaba incómoda la
conversación. Después la abuela se murió, la casa se vendió, yo me fui a vivir sola sin marido ni hijos; mi papá
se quedó con un departamento de Balvanera, y me olvidé de la angelita.
Hasta que apareció al lado de la cama, en mi departamento, diez años después, llorando, una noche de
torm.
La angelita no parece un fantasma. Ni flota ni está pálida ni lleva vestido blanco. Está a medio pudrir y
no habla. La primera vez que apareció creí que soñaba y traté de despertarme de la pesadilla; cuando no pude y
empecé a entender que era real grité y lloré y me tapé con las sábanas, los ojos cerrados fuerte y las manos
tapando los oídos para no escucharla –porque en ese momento no sabía que era muda–. Pero cuando salí de
ahí abajo, unas cuantas horas después, la angelita seguía ahí con los restos de una manta vieja puesta sobre los
hombros como un poncho. Señalaba con el dedo hacia afuera, hacia la ventana y la calle, y así me di cuenta de
que era de día. Es raro ver un muerto de día. Le pregunté qué quería, pero como respuesta siguió señalando
como en una película de terror.
Me levanté y salí corriendo hacia la cocina, a buscar los guantes que usaba para lavar los platos. La
angelita me siguió. Apenas una primera muestra de su personalidad demandante. No me amedrentó. Con los
guantes puestos la agarré del cogotito y apreté. No es muy coherente intentar ahorcar a un muerto, pero no se
puede estar desesperado y ser razonable al mismo tiempo. No le provoqué ni una tos, nada más yo quedé con
restos de carne en descomposición entre los dedos enguantados y a ella le quedó la tráquea a la vista.
Hasta ese momento no sabía que se trataba de Angelita, la hermana de mi abuela. Seguía cerrando los
ojos bien fuerte a ver si ella desaparecía o yo me despertaba. Como no funcionaba le caminé alrededor y vi, en
la espalda, colgando de los restos amarillentos de lo que ahora sé era la mortaja rosa, dos rudimentarias alitas
de cartón con plumas de gallina pegoteadas. En tantos años tendrían que haber desaparecido, pensé y después
me reí un poco histérica y me dije que tenía un bebé muerto en la cocina, que era mi tía abuela y que caminaba,
aunque por el tamaño debía haber vivido apenas unos tres meses. Tenía que dejar definitivamente de pensar en
términos de qué era posible y qué no.
Le pregunté si era mi tía abuela Angelita –como no habían hecho tiempo de anotarla con un nombre
legal, eran otros tiempos, la llamaron siempre por ese nombre genérico–; así descubrí que no hablaba pero
contestaba moviendo la cabeza. Entonces mi abuela decía la verdad, pensé, no eran del gallinero, eran los
huesitos de su hermana los que desenterré cuando era chica.
Lo que quería Angelita era un misterio, porque más que mover la cabeza afirmativa o negativamente no
hacía. Pero algo quería con suma urgencia, porque no sólo seguía señalando, sino que no me dejaba en paz. Me
seguía por toda la casa. Me esperaba atrás de la cortina del baño cuando tomaba una ducha; se sentaba en el
bidet cuando yo hacía pis o caca; se paraba al lado de la heladera cuando lavaba los platos y se sentaba al lado
de la silla cuando yo trabajaba con la computadora.
Seguí haciendo mi vida normal durante la primera semana. Creía que a lo mejor se trataba de un pico
de estrés con alucinación, y que se iría. Me pedí unos días en el trabajo, tomé pastillas para dormir. La angelita
seguía ahí, esperando al lado de la cama a que me despertara. Algunos amigos me visitaron. Al principio no
quise atender los mensajes ni abrirles la puerta pero, para no preocuparlos más, accedí a verlos aduciendo
agotamiento mental. Ellos comprendieron, estuviste trabajando como una negra, me decían. Ninguno vio a la
angelita. La primera vez que me visitó mi amiga Marina metí a la angelita en el placard, pero para mi terror y
disgusto, se escapó y se sentó en el brazo del sillón, con esa fea cara podrida verdegrís. Marina ni se dio cuenta.
Poco después saqué a la angelita a la calle. Nada. Salvo ese señor que la miró de pasada y después se dio
vuelta y la volvió a mirar y se le descompuso la cara, le debe haber bajado la presión; o la señora que
directamente salió corriendo y casi la atropella el 45 en la calle Chacabuco. Alguna gente tenía que verla, eso
me lo imaginaba, seguramente no mucha. Para evitarles el mal momento, cuando salíamos juntas –mejor
dicho, cuando ella me seguía y a mí no me quedaba otra que dejarme acompañar– lo hacía con una especie de
mochila para cargarla (es feo verla caminar, es tan chiquita, es antinatural). También le compré una venda tipo
máscara para la cara, de las que se usan para tapar cicatrices de quemaduras. La gente ahora cuando la ve
siente asco, pero también conmoción y pena. Ven a un bebé muy enfermo o muy lastimado, ya no a un bebé
muerto.
Si me viera mi papá, pensaba, él que siempre se quejó de que iba a morirse sin nietos (y se murió sin
nietos, yo lo decepcioné en esa y muchas otras cosas). Le compré juguetes para que se entretuviera, muñecas y
dados de plástico y chupetes para que mordiera, pero nada parecía gustarle demasiado, y seguía con el dichoso
dedo apuntando para el Sur –de eso me di cuenta, era siempre para el Sur– mañana, tarde y noche. Yo le
hablaba y le preguntaba, pero ella no se podía comunicar bien.
Hasta que una mañana se apareció con una foto de mi casa de la infancia, la casa donde yo había
encontrado sus huesitos en el patio del fondo. La sacó de la caja donde guardo las fotografías: un asco, dejó
todas las otras manchadas de su piel podrida que se desprendía, húmedas y pringosas. Ahora señalaba la casa
con el dedo, bien insistente. Querés ir ahí, le pregunté, y me dijo que sí. Le expliqué que la casa ya no era
nuestra, que la habíamos vendido, y me dijo que sí otra vez.
La cargué en la mochila con su máscara puesta y nos tomamos el 15 hasta Avellaneda. Ella no mira por
la ventana en los viajes, tampoco mira a la gente ni se entretiene con nada, le da a lo exterior la misma
importancia que a los juguetes. La llevé sentada a upa para que estuviera cómoda, aunque no sé si es posible
que esté incómoda o si eso significa algo para ella; ni siquiera sé qué siente. Solamente sé que no es mala, y que
le tuve miedo al principio, pero hace rato que no.
Llegamos a la que fue mi casa a eso de las cuatro de la tarde. Como siempre en verano, había un olor
pesado a Riachuelo y nafta sobre la avenida Mitre, mezclado con tufos de basura; en las esquinas, helados
caídos de cucuruchos que dejaban el suelo pegoteado. Hay muchas heladerías sobre la avenida y mucha gente
torpe. Cruzamos la plaza caminando, después pasamos por el Sanatorio Itoiz, donde se murió mi abuela, y
finalmente rodeamos la cancha de Racing. Atrás estaba mi casa vieja, a dos cuadras de distancia del estadio.
Pero ahora que estaba en la puerta, ¿qué hacer? ¿Pedirles a los dueños nuevos que me dejaran pasar? ¿Con qué
pretexto? Ni lo había pensado. Claramente me estaba afectando la mente andar para todos lados con una niña
muerta.
Angelita fue la que se encargó de la situación. No hacía falta entrar. Era posible asomarse al fondo por la
medianera, eso era lo único que ella quería, ver el fondo. Espiamos las dos, ella en mis brazos –la medianera
era más bien baja, debía estar mal hecha–. Ahí, donde solía estar el cuadrado de tierra, había una pileta de
natación de plástico azul, empotrada en un hueco del suelo. Evidentemente habían levantado toda la tierra
para hacer el hoyo, y con esa acción habían tirado los huesos de la angelita vaya a saber dónde, los habían
revoleado, se habían perdido. Me dio lástima, pobrecita, y le dije que lo sentía mucho, que no podía
solucionárselo; hasta le dije que lamentaba no haberlos desenterrado otra vez cuando la casa se vendió, para
sepultarlos en algún lugar pacífico, o cerca de la familia si a ella le gustaba así. ¡Pero si tranquilamente podría
haberlos puesto adentro de una caja o un florero, y llevarlos a casa! Estuve mal con ella y le pedí disculpas.
Angelita dijo que sí. Entendí que las aceptaba. Le pregunté si ahora estaba tranquila y se iba a ir, si me iba a
dejar sola. Me dijo que no. Bueno, contesté, y como la respuesta no me cayó muy bien, salí caminando rápido
hasta la parada del 15 y la obligué a corretear atrás mío con sus pies descalzos que, de tan podridos, estaban
dejando asomar los huesitos blancos.
“El desentierro de la angelita” viene de algunos pocos recuerdos obsesivos, esos recuerdos-murmullo que, de tanto
pensarlos, dejan de parecerse a lo que realmente pasó. Mi abuela tuvo una hermana que murió antes de cumplir dos
años y que fue enterrada en el fondo de su casa. Esa niña muerta en el patio me daba miedo. Si mi abuela contaba que la
niña lloraba de noche, bajo la tierra, no lo sé, al menos no lo sé con certeza; recuerdo que lo contaba, pero dudo de que el
recuerdo sea cierto. Esa niña nunca fue velada como angelita, eso es seguro.
A mí me gustaba cavar en el pequeño cuadrado de tierra del fondo de mi casa en Lanús: encontraba vidrios y dados y
huesos, sobre todo muchos huesos de pollo –al menos eso me decían–. Es posible que haya desenterrado a una vieja
mascota de la familia o los huesos de los animales de mi abuelo, que improvisaba zoológicos (llegó a tener un venado y
un pavo real en la casa). De todos los hallazgos, el que más recuerdo es una piedra negra parecida a un escarabajo que
tenía una cara tallada y conservé mucho tiempo. No sé cuándo la perdí.
Las excavaciones y la niña muerta se unieron para este cuento que escribí como si me lo dictaran. No me gusta leer
prosa en voz alta –ni escuchar leer, para el caso–, pero cuando alguien me pide que lo haga y yo accedo por buena
educación, suelo elegir este cuento, porque hace reír a la gente. Me dicen que tiene humor negro, pero yo creo que se ríen
de nerviosos. También es el favorito de los adolescentes, por eso confío en él. Cuando lo escribí no me sentí ensañada,
pero ahora me doy cuenta de que el relato guarda una sonrisa cruel. Es uno de los pocos cuentos de fantasmas que haya
escrito, y Angelita es un fantasma bastante atípico, que se esconde muy poco –un fantasma gore–.
Supongo que “El desentierro de la angelita” es un cuento sobre los fantasmas familiares y los muertos sin tumba y los
restos humanos sin nombre. Pero también es un homenaje a los niños fantasma que alguna vez me asustaron: Catherine
Earn-shaw y su mano helada en Cumbres borrascosas, Toshio con su boca abierta en la película Ju-On, los niños que se
esconden bajo la capa del Fantasma de las Navidades Presentes de Dickens (Ignorancia y Necesidad creo que se llaman,
“Ignorance” y “Want”), Tomás, el niño de la máscara que oculta un rostro deforme en El orfanato de J. A. Bayona y el
terrible Gage de Cementerio de animales, de Stephen King, rey de los niños muertos.
La casa de Adela
Mariana Enriquez
Todos los días pienso en Adela. Y si durante el día no aparece su recuerdo —las pecas,
los dientes amarillos, el pelo rubio demasiado fino, el muñón en el hombro, sus
botitas de gamuza— siempre regresa de noche, en sueños. Los sueños de Adela son
todos distintos, pero nunca falta la lluvia ni faltamos mi hermano y yo, los dos
parados frente a la casa abandonada, con nuestros pilotos amarillos, mirando a los
policías en el jardín que hablan en voz baja con nuestros padres.
Nos hicimos amigos porque ella era una princesa de suburbio, mimada de su enorme
chalet inglés insertado en nuestro barrio gris de Lanús, tan diferente que parecía un
castillo, sus habitantes los señores y nosotros los siervos en nuestras casas cuadradas
de cemento con jardines raquíticos. Nos hicimos amigos porque ella tenía los
mejores juguetes importados. Y porque organizaba las mejores fiestas de
cumpleaños cada 3 de enero, poco antes de Reyes y poco después de Año Nuevo, al
lado de la pileta, con el agua que, bajo el sol de la siesta, parecía plateada, hecha de
papel de regalo. Y porque tenía un proyector y usaba las paredes blancas del living
para ver películas mientras el resto del barrio todavía penaba con televisores blanco
y negro.
Era fácil hacerse amigo de Adela, porque la mayoría de los chicos del barrio la
evitaba, a pesar de su casa, sus juguetes, su pileta y sus películas. Era por el brazo.
Adela tenía un solo brazo. A lo mejor lo más preciso sea decir que le faltaba un brazo.
El izquierdo. Por suerte no era zurda. Le faltaba desde el hombro; tenía ahí una
pequeña protuberancia de carne que se movía, con un retazo de músculo, pero no
servía para nada. Los padres de Adela decían que era un defecto de nacimiento.
Muchos otros chicos le tenían miedo, o asco. Se reían de ella, le decían monstruita,
adefesio, bicho incompleto; decían que la iban a contratar de un circo, que seguro
estaba su foto en los libros de medicina. A ella no le importaba. Ni siquiera quería
usar un brazo ortopédico. Le gustaba ser observada y nunca ocultaba el muñón. Si
veía la repulsión en los ojos de alguien, era capaz de refregarle el muñón por la cara
o de sentarse muy cerca y rozar el brazo del otro con su apéndice inútil, hasta
humillarlo, hasta dejarlo al borde las lágrimas.
Nuestra madre decía que Adela tenía un caracter único, era valiente y fuerte, un
ejemplo, una dulzura, qué bien la criaron, qué buenos padres, insistía. Pero Adela
contaba que sus padres mentían. Sobre el brazo. No nací así. Y qué pasó, le
preguntábamos. Y entonces ella daba su versión. La había atacado su perro, un
Doberman negro llamado Infierno. El perro se había vuelto loco como a veces les
pasa a los Doberman, una raza que, según Adela, tenía un cráneo demasiado chico
para el tamaño del cerebro, entonces les dolía siempre la cabeza y se enloquecían.
Decía que la había atacado cuando ella tenía dos años. Se acordaba, el dolor, los
gruñidos, el ruido de las mandíbulas masticando, la sangre manchando el pasto,
mezclada con el agua de la pileta. Su padre lo había matado de un tiro; excelente
puntería, porque el perro, cuando recibió el disparo, todavía cargaba con Adela bebé
entre los dientes.
Mi hermano no creía esta versión.
—A ver, y la cicatriz donde está.
—Se curó re bien. No se ve.
—Imposible. Siempre se ven.
—No quedó cicatriz de los dientes, me tuvieron que cortar más arriba de la mordida.
—Obvio. Igual tendría que haber cicatriz. No se borra así nomás.
Y le mostraba su propia cicatriz de apendicitis, en la ingle, como ejemplo.
—A vos porque te operaron médicos de cuarta. Yo estuve en la mejor clínica de
capital.
—Bla bla bla —le decía mi hermano y la hacía llorar. Era el único que la enfurecía. Y
sin embargo nunca se peleaban del todo. Él disfrutaba sus mentiras. A ella le gustaba
el desafío. Y yo solamente escuchaba y así pasaban las tardes después de la escuela
hasta que mi hermano y Adela descubrieron las películas de terror y cambió todo
para siempre.
No sé cuál fue la primera película. A mí no me daban permiso para verlas. Mi mamá
decía que era demasiado chica. Pero Adela tiene mi misma edad, insistía yo.
Problema de sus papás si la dejan: vos no, decía mi mamá y era imposible discutir
con ella.
—¿Y por qué a Pablo lo dejás?
—Porque es más grande.
—¡Porque es varón! —gritaba mi papá, entrometido, orgulloso.
—¡Los odio! —gritaba yo, y lloraba en mi cama hasta quedarme dormida.
Lo que no pudieron controlar fue que mi hermano Pablo y Adela, llenos de
compasión, me contaran las películas. Y cuando terminaban de contarlas, contaban
más historias. Cuando Adela hablaba, cuando se concentraba y le ardían los ojos
oscuros, el parque de la casa se llenaba de sombras, que corrían, que saludaban
burlonas. Yo las veía cuando ella se sentaba de espaldas al ventanal, en el living. No
se lo decía. Pero Adela sabía. Mi hermano no sé. Él podía ocultar mejor que nosotras.
Supo ocultar hasta el final, hasta su último acto, hasta el accidente –hasta el suicidio,
le sigo diciendo accidente a su suicidio–.
La verdad es que no recuerdo cuáles de las historias eran resúmenes de películas.
Nunca pude ver una película de terror. Después de lo que pasó en la casa les tengo
fobia. Si veo una escena por casualidad o error en la televisión, esa noche tengo que
tomar pastillas para dormir y durante días tengo náuseas y recuerdo a Adela sentada
en el sillón, con los ojos quietos y sin su brazo, y mi hermano mirándola con
adoración. Algunas de las historias que recuerdo: un perro poseído por el demonio
—Adela tenía debilidad por las historias de animales—, otra sobre un hombre que
había descuartizado a su mujer y ocultado sus miembros en una heladera; esos
miembros, por la noche, habían salido a perseguirlo, piernas y brazos y tronco y
cabeza rodando y arrastrándose por la casa, hasta que la mano muerta y vengadora
mata al asesino, apretándole el cuello –Adela tenía debilidad, también, por las
historias de miembros mutilados y amputaciones—; otra sobre el fantasma de un
niño que siempre aparecía en las fotos de cumpleaños, el invitado terrorífico que
nadie reconocía, de piel gris y sonrisa ancha.
Solamente me acuerdo en detalle de las historias sobre la casa abandonada. Incluso
sé cuándo comenzó la obsesión. Fue culpa de mi madre. Una tarde después de la
escuela mi hermano y yo la acompañamos hasta el supermercado. Ella apuró el paso
cuando pasamos frente a la casa abandonada que estaba a media cuadra del negocio.
Nos dimos cuenta y le preguntamos por qué corría. Ella se rió. Me acuerdo de la risa
de mi madre, lo joven que era esa tarde de verano, el olor a champú de limón de su
pelo y la carcajada de chicle de menta.
—¡Soy más tonta! Me da miedo esa casa, no me hagan caso.
Trataba de tranquilizarnos, de portarse como una adulta, como una madre.
—Por qué –dijo Pablo.
—Por nada, porque está abandonada.
—¿Y?
—No hagas caso hijo.
—¡Decime, dale!
—Me da miedo que se esconda alguien adentro, un ladrón, cualquier cosa.
Mi hermano quiso saber más, pero mi madre no tenía argumentos, solamente su
aprehensión. La casa había estado abandonada desde que mis padres llegaron al
barrio, antes del nacimiento de Pablo. Ella sabía que, apenas meses antes, se habían
muerto los dueños, un matrimonio de viejitos. ¿Se murieron juntos?, quiso saber
Pablo. Qué morboso estás hijo, te voy a prohibir las películas. No, se murieron uno
atrás del otro. Les pasa a los matrimonios de viejitos, cuando uno se muere el otro se
apaga enseguida. Y desde entonces los hijos se están peleando por la sucesión. Qué
es la sucesión, quise saber yo. Es la herencia, dijo mi madre. Se están peleando a ver
quién se queda con la casa. Pero es una casa bastante chota, dijo Pablo, y mi mamá
lo retó por usar una mala palabra.
—¿Qué mala palabra?
—Sabés perfectamente: no voy a repetir.
—Chota no es una mala palabra.
—Pablo, te reviento eh.
—Bueno. Pero está que se cae la casa, mamá.
—Qué se yo hijo, querrán el terreno, es un problema de la familia.
—Para mí que tiene fantasmas.
—¡A vos te están haciendo mal las películas!
Yo creí que se las iban a prohibir, pero mi mamá no volvió a mencionar el tema. Y, al
día siguiente, mi hermano le contó a Adela sobre la casa. Ella se entusiasmó: una
casa embrujada tan cerca, en el barrio, a dos cuadras apenas, era la pura felicidad.
Vamos a verla, dijo ella. Salimos corriendo. Bajamos las escaleras de madera del
chalet, muy hermosas, tenían de un lado ventanas con vidrios de colores, verdes,
amarillos y rojos y estaban alfombradas. Adela corría más lento que nosotros y un
poco de costado, por la falta del brazo; pero corría rápido. Esa tarde llevaba un
vestido blanco, con breteles; me acuerdo de que, cuando corría, el bretel del lado
izquierdo caía sobre su resto de bracito y ella lo acomodaba sin pensar, como si se
sacara de la cara un mechón de pelo.
La casa no tenía nada especial a primera vista, pero si se le prestaba atención, había
detalles inquietantes. Las ventanas estaban tapiadas, cerradas completamente, con
ladrillos. ¿Para evitar que alguien entrara o que algo saliera? La puerta, de hierro,
estaba pintada de marrón oscuro; parece sangre seca, dijo Adela.
Qué exagerada, me atreví a decirle. Ella solamente me sonrió. Tenía los dientes
amarillos. Eso sí me daba asco, no su brazo, o su falta de brazo. No se lavaba los
dientes; y además era muy pálida y la piel traslúcida hacía resaltar ese color
enfermizo, como pasa en los rostros de las geishas o de los mimos. Entró al jardín,
muy pequeño, de la casa. Se paró en el camino de baldosas que llevaba a la puerta,
se dio vuelta y dijo:
—¿Se dieron cuenta?
No esperó nuestra respuesta.
—Es muy raro, ¿cómo puede ser que tenga el pasto tan corto?
Mi hermano la siguió, entró al jardín y, como si tuviera miedo, también se quedó en
el sendero de baldosas que llevaba de la vereda a la puerta de entrada.
—Es verdad –dijo. —Los pastos tendrían que estar altísimos. Mirá, Clara, vení.
Entré. Cruzar el portón oxidado fue horrible. No lo recuerdo así por lo que pasó
después: estoy segura de lo que sentí entonces, en ese preciso momento. Hacía frío
en ese jardín. Y el pasto parecía quemado. Arrasado. Era amarillo, corto: ni un yuyo
verde. Ni una planta. En ese jardín había una sequía infernal y al mismo tiempo era
invierno. Y la casa zumbaba, zumbaba como un mosquito ronco, como un mosquito
gordo. Vibraba. No salí corriendo porque no quería que mis hermano y Adela se
burlaran de mí, pero tenía ganas de escapar hasta mi casa, hasta mi mamá, de decirle
tenés razón, esa casa es mala y no se esconden ladrones, se esconde un bicho que
tiembla, se esconde algo que no tiene que salir.
Adela y Pablo no hablaban de otra cosa. Todo era la casa. Preguntaban por el barrio
sobre la casa. Preguntaban al quiosquero y en el club; a Don Justo, que esperaba el
atardecer sentado en una silla sobre la vereda, a los gallegos del bazar y a la
verdulera. Nadie les decía nada de importancia. Pero varios coincidieron en que la
rareza de las ventanas tapiadas y ese jardín reseco les daba escalofríos, tristeza, a
veces miedo, sobre todo de noche. Muchos se acordaban de los viejitos: eran rusos o
lituanos, muy amables, muy callados. ¿Y los hijos? Algunos decían que peleaban por
la herencia. Otros que nunca visitaban a sus padres, ni siquiera cuando se
enfermaron. Nadie los conocía. Los hijos, si existían, eran un misterio.
—Alguien tuvo que tapiar las ventanas –le dijo mi hermano a Don Justo.
—Vos sabés que sí, ahora que decís. Pero lo hicieron unos albañiles, no lo hicieron
los hijos.
—A lo mejor los albañiles eran los hijos.
—Seguro que no. Eran bien morochos los albañiles y los viejitos eran rubios,
transparentes. Como vos, Adelita, como tu mamá. Polacos debían ser.
La idea de entrar a la casa fue de mi hermano. Estaba fanatizado. Tenía que saber
que había pasado en esa casa, qué había adentro. Lo deseaba con un fervor muy
extraño para un chico de once años. No entiendo, nunca pude entender qué le hizo
la casa, cómo lo atrajo así. Porque lo atrajo a él, primero. Y él contagió a Adela.
Se sentaban en el caminito de baldosas amarillas y rosas que partía el jardín reseco.
El portón de hierro oxidado estaba siempre abierto, les daba la bienvenida. Yo los
acompañaba, pero me quedaba afuera, en la vereda. Ellos miraban la puerta, como
si creyeran que podían abrirla con la mente. Pasaban horas ahí sentados, en silencio.
La gente que pasaba por la vereda no les prestaba atención. No les parecía raro o
quizá no los veían. Yo no me atrevía a contarle nada a mi madre.
O, a lo mejor, la casa no me dejaba hablar. La casa no quería que los salvara.
Seguíamos reuniéndonos en el living de la casa de Adela, pero ya no se hablaba de
películas. Ahora Pablo y Adela –pero sobre todo Adela— contaban historias de la
casa. De dónde las sacan, les pregunté una tarde. Parecieron sorprendidos, se
miraron.
—La casa nos cuenta las historias. ¿Vos no la escuchás?
—Pobre –dijo Pablo. —No escucha la voz de la casa.
—No importa –dijo Adela. —Nosotros te contamos.
Y me contaban.
Sobre la viejita, que tenía ojos sin pupilas pero no estaba ciega.
Sobre el viejito, que quemaba libros de medicina junto al gallinero vacío, en el patio
de atrás.
Sobre el patio de atrás, igual de seco y muerto que el jardín, lleno de pequeños
agujeros como madrigueras de ratas.
Sobre una canilla que no dejaba de gotear porque lo que vivía en la casa necesitaba
agua.
A Pablo le costó un poco convencer a Adela de entrar. Fue extraño. Ella parecía tener
miedo. Ella parecía entender mejor. Mi hermano le insistía. La agarraba del único
brazo y hasta la sacudía. Decidieron entrar a la casa el último día del verano. Fueron
las exactas palabras de Adela, una tarde de discusión en el living de su casa.
—El último día del verano, Pablo –dijo. —Dentro de una semana.
Quisieron que yo los acompañara y acepté porque no quería dejarlos. Yo tenía 9 años.
Era más chica que ellos pero sentía que debía cuidarlos. Que no podían entrar solos
a la oscuridad.
Decidimos entrar de noche, después de cenar. Teníamos que escaparnos pero salir
de casa de noche, en verano, no era tan difícil. Los chicos jugaban en la calle hasta
tarde en el barrio. Ahora ya no es así. Ahora es un barrio pobre y peligroso, los
vecinos no salen, tienen miedo de que los roben, tienen miedo de los adolescentes
que toman vino en las esquinas. El chalet de Adela se vendió y fue dividido en
departamentos. En el parque se construyó un galpón. Es mejor, creo. El galpón
oculta las sombras.
Un grupo de chicas jugaba al elástico en el medio de la calle; cuando pasaba un auto
paraban para dejarlo pasar. Más lejos, otros pateaban una pelota y donde el asfalto
era más nuevo, más liso, algunas adolescentes patinaban. Caminamos entre ellas,
desapercibidos. Adela esperaba en el jardín muerto. Estaba muy tranquila.
Conectada, pienso ahora.
Nos señaló a puerta y yo gemí de miedo. Estaba entreabierta, apenas una rendija.
—¿Cómo? —preguntó Pablo.
—La encontré así.
Mi hermano se sacó la mochila y la abrió. Traía llaves, destornilladores, palancas;
herramientas de mi papá, que había encontrado en una caja, en el lavadero. Ya no
las iba a necesitar. Estaba buscando la linterna.
—No hace falta –dijo Adela.
La miramos confundidos. Ella abrió la puerta del todo y entonces vimos que adentro
de la casa había luz.
Recuerdo que caminamos de la mano, bajo esa luminosidad que parecía eléctrica,
aunque en el techo, donde debía haber lámparas, sólo había cables viejos, asomando
de los huecos como ramas secas. Afuera era de noche y amenazaba tormenta, una
poderosa lluvia de verano. Adentro hacía frío y olía a desinfectante y la luz era como
de hospital.
La casa no parecía rara, al principio. En el pequeño hall de entrada estaba la mesa
del teléfono, un teléfono negro, como el de nuestros abuelos.
Que por favor no suene, que no suene, me acuerdo que recé, que repetí en voz baja,
con los ojos cerrados. Y no sonó.
Los tres juntos pasamos a la siguiente sala. La casa se sentía más grande de lo que
parecía desde afuera. Y zumbaba, como si detrás de las paredes vivieran colonias de
bichos ocultos bajo la pintura.
Adela se adelantaba, entusiasmada, sin miedo. Pablo le pedía “esperá, esperá” cada
tres pasos. Ella hacía caso pero no sé si nos escuchaba claramente. Cuando se daba
vuelta para mirarnos, parecía perdida. En sus ojos no había reconocimiento. Decía
“sí, sí”, pero yo sentí que ya no nos hablaba a nosotros. Pablo sintió lo mismo. Me lo
dijo después.
La sala siguiente, el living, tenía sillones sucios, de color mostaza, agrisados por el
polvo. Contra la pared se apilaban estantes de vidrio. Estaban muy limpios y llenos
de pequeños adornos, tan pequeños que tuvimos que acercarnos para verlos.
Recuerdo que nuestros alientos, juntos, empañaron los estantes más bajos, los que
alcanzábamos: llegaban hasta el techo.
Al principio no supe lo que estaba viendo. Eran objetos chiquitísimos, de un blanco
amarillento, con forma semicircular. Algunos eran redondeados, otros más
puntiagudos. No quise tocarlos.
—Son uñas –dijo Pablo.
Sentí que el zumbido me ensordecía. Abracé a Pablo, pero no dejé de mirar. En el
siguiente estante, el de más arriba, había dientes. Muelas con plomo negro en el
centro, como las de mi papá, que las tenía arregladas; incisivos, como los que me
molestaban cuando empecé a usar el aparato de ortodoncia; paletas como las de
Roxana, la chica que se sentaba adelante mío en la escuela; le decíamos Coneja
Cuando levanté la cabeza para mirar el tercer estante, se apagó la luz.
Adela gritó en la oscuridad. Yo solamente escuchaba mi corazón: latía tan fuerte que
me dejaba sorda. Pero sentía a mi hermano, que me abrazaba los hombros, que no
me soltaba. De pronto vi un redondel de luz en la pared: era la linterna. Dije
“salgamos, salgamos”. Pablo, sin embargo, caminó en dirección opuesta a la salida,
siguió entrando en la casa. Lo acompañé. Quería irme, pero no sola.
La luz de la linterna iluminaba cosas sin sentido. Un libro de medicina, de hojas
brillantes, abierto en el suelo. Un espejo colgado cerca del techo, ¿quién podía
reflejarse ahí? Una pila de ropa blanca. Pablo se detuvo: movía la linterna y la luz
sencillamente no mostraba ninguna otra pared. Esa habitación no terminaba nunca
o sus límites estaban demasiado lejos para ser alcanzados por la luz de una linterna.
—Salgamos –volví a decirle y recuerdo que pensé en irme sola, en dejarlo, en escapar.
—¡Adela! —gritó Pablo. No se la escuchaba en la oscuridad. Dónde podía estar, en
esa habitación eterna.
—Acá.
Era su voz, muy baja, cercana. Estaba detrás nuestro. Retrocedimos. Pablo iluminó
el lugar de donde venía la voz y entonces la vimos.
Adela no había salido de la habitación de los estantes. Nos saludó con la mano
derecha, parada junto a una puerta. Después se dio vuelta, abrió la puerta que estaba
a su lado y la cerró detrás suyo. Mi hermano corrió pero cuando alcanzó la puerta,
ya no pudo abrirla. Estaba cerrada con llave.
Sé lo que Pablo pensó: buscar las herramientas que había dejado afuera, en la
mochila, para abrir la puerta que se había llevado a Adela. Yo no quería rescatarla:
solamente quería salir y lo seguí, corriendo. Afuera llovía y las herramientas estaban
desparramadas sobre el pasto seco del jardín; mojadas, brillaban en la noche.
Alguien las había sacado de la mochila. Cuando nos quedamos quietos un minuto,
asustados, sorprendidos, alguien cerró la puerta desde adentro.
La casa dejó de zumbar.
No recuerdo bien cuánto tiempo pasó Pablo intentando abrir la puerta. En algún
momento escuchó mis gritos. Y me hizo caso.
Mis padres llamaron a la policía.
Y todos los días y casi todas las noches vuelvo a esa noche de lluvia. Mis padres, los
padres de Adela, la policía en el jardín. Nosotros empapados, con pilotos amarillos.
Los policías que salían de la casa diciendo que no con la cabeza. La madre de Adela
desmayada bajo la lluvia.
Nunca la encontraron. Ni viva ni muerta. Estuvieron dentro de la casa durante horas,
toda esa noche y hasta la madrugada. Adela no estaba. Nos pidieron la descripción
del interior de la casa. Se la dimos. La repetimos. Mi madre me dio un cachetazo
cuando hablé de los estantes y de la luz. “¡La casa está llena de escombros,
mentirosa!”, me gritó. La madre de Adela lloraba y pedía por favor dónde está mi
hija.
En la casa, le dijimos. Abrió una habitación de la casa, entró y ahí debe estar todavía.
Los policías decían que no quedaba una sola puerta dentro de la casa. Ni nada que
pudiera ser considerado una habitación. La casa era una cáscara, decían. Todas las
paredes interiores habían sido demolidas.
Recuerdo que lo escuché decir “máscara”, no “cáscara”. La casa es una máscara,
escuché.
Creían que mentíamos. O que estábamos shockeados. No querían creer, siquiera, que
habíamos entrado a la casa. Mi madre no nos creyó nunca. La policía rastrilló el
barrio entero, allanó cada casa. Incluso detuvieron a algunos vecinos por
sospechosos, pero tuvieron que dejarlos libres muy pronto: nada los relacionaba con
un supuesto secuestro. El caso estuvo en televisión: nos dejaban ver los noticieros y
leer las revistas que hablaban de la desaparición. La madre de Adela nos visitó varias
veces y siempre decía: “A ver si me dicen la verdad, chicos, a ver si se acuerdan”.
Nosotros volvíamos a contar todo. Ella se iba llorando. Mi hermano también lloraba.
Yo la convencí, yo la hice entrar, decía.
Una noche, mi papá se despertó en medio de la noche, escuchó que alguien intentaba
abrir la puerta. Se levantó de la cama, agazapado, pensando que encontraría a un
ladrón. Encontró a Pablo, que luchaba con la llave en la cerradura –esa cerradura
siempre andaba mal—; llevaba herramientas y una linterna en la mochila. Los
escuché gritar durante horas y recuerdo que mi hermano le pedía por favor, que
quería mudarse, que si no se mudaba, se iba a volver loco.
Nos mudamos. Mi hermano se volvió loco igual. Se suicidó a los 22 años. Yo reconocí
el cuerpo destrozado. No tuve opción: mis padres estaban de vacaciones en la costa
cuando se arrojó frente al tren, bien lejos de nuestra casa, cerca de la estación Beccar.
No dejó una nota. Él siempre soñaba con Adela: en sus sueños, nuestra amiga no
tenía uñas ni dientes, sangraba por la boca, sangraban sus manos.
Desde que Pablo se mató yo vuelvo a la casa. Entro al jardín, que sigue quemado y
amarillo. Miro por las ventanas, abiertas como ojos negros: la policía derrumbó los
ladrillos que las tapiaban hace quince años y así quedaron, abiertas. Adentro, cuando
el sol la ilumina, se ven vigas, el techo agujereado, y basura. Los chicos del barrio
saben lo que pasó ahí dentro. Los chicos creen nuestra versión. Nunca se pudo
probar un secuestro. Nunca hubo pistas. Durante una época cambiaban al equipo de
investigadores, echaban a policías, temblaba el gobernador. Ahora el caso está
cerrado. Adentro de la casa, en el piso, los chicos del barrio pintaron con aerosol el
nombre de Adela. En las paredes de afuera también. ¿Dónde está Adela?, dice una
pintada. Otra, más pequeña, escrita en fibra, repite el modelo de una leyenda urbana:
hay que decir Adela tres veces a la medianoche, frente al espejo, con una vela en la
mano, y entonces veremos reflejado lo que ella vio, quién se la llevó.
Mi hermano, que también visitaba la casa, vio estas indicaciones e hizo este viejo
ritual, una noche. No vio nada. Rompió el espejo del baño con sus puños y tuvimos
que llevarlo al hospital.
No me animo a entrar. Hay una pintada sobre la puerta que me mantiene afuera.
“Acá vive Adela, ¡cuidado!”, dice. Imagino que la escribió un chico del barrio, en
chiste, o en desafío, para asustar. Pero yo sé que tiene razón. Que esta es su casa. Y
todavía no estoy preparada para visitarla.
Carta a una señorita en París
Julio Cortázar
Basta ya, he escrito esto porque me importa probarle que no fui tan culpable
en el destrozo insalvable de su casa. Dejaré esta carta esperándola, sería sórdido
que el correo se la entregara alguna clara mañana de París. Anoche di vuelta los
libros del segundo estante; alcanzaban ya a ellos, parándose o saltando, royeron los
lomos para afiliarse los dientes- no por hambre, tienen todo el trébol que les
compro y almaceno en los cajones del escritorio. Rompieron las cortinas, las telas
de los sillones, el borde del autorretrato de Augusto Torres, llenaron de pelos la
alfombra y también gritaron, estuvieron en círculo bajo la luz de la lámpara, en
círculo y como adorándome, y de pronto gritaban, gritaban como yo no creo que
griten los conejos.
He querido en vano sacar los pelos que estropean la alfombra, alisar el borde
de la tela roída, encerrarlos de nuevo en el armario. El día sube, tal vez Sara se
levante pronto. Es casi extraño que no me importe Sara. Es casi extraño que no me
importe verlos brincar en busca de juguetes. No tuve tanta culpa, usted verá cuando
llegue que muchos de los destrozos están bien reparados con el cemento que
compré en una casa inglesa, yo hice lo que pude para evitarle un enojo... En cuanto
a mí, del diez al once hay como un hueco insuperable. Usted ve: diez estaba bien,
con un armario, trébol y esperanza, cuántas cosas pueden construirse. No ya con
once, porque decir once es seguramente doce, Andrée, doce que será trece.
Entonces está el amanecer y una fría soledad en la que caben la alegría, los
recuerdos, usted y acaso tantos más. Está este balcón sobre Suipacha lleno de alba,
los primeros sonidos de la ciudad. No creo que les sea difícil juntar once conejitos
salpicados sobre los adoquines, tal vez ni se fijen en ellos, atareados con el otro
cuerpo que conviene llevarse pronto, antes de que pasen los primeros colegiales.
Bestiario
Casa Tomada
Julio Cortázar
Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas
antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales), guardaba los
recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la
infancia.
Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura, pues en
esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la
mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las
últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina.
Almorzábamos a mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera
de unos pocos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa
profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces
llegamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos
pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que
llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada
idea que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria
clausura de la genealogía asentada por los bisabuelos en nuestra casa.
Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y
la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor,
nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes que fuese demasiado tarde.
Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal
se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía
tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran
pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas
para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un
chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era
gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su
forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía
fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas.
Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar
vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada
valioso a la Argentina.
Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo
importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer
un libro, pero cuando un pulóver está terminado no se puede repetirlo sin
escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de
pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una
mercería; no tuve valor de preguntarle a Irene qué pensaba hacer con ellas. No
necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba la plata de los campos y el
dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una
destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos
plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se
agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.
Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con
gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más
retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza
puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina,
nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el
pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al
living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living;
tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que
conducía a la parte más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta
de roble y más allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la
izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que
llevaba a la cocina y al baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la
casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se
edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de
la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la
limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será
una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay
demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los
mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo
sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se
deposita de nuevo en los muebles y en los pianos. Lo recordaré siempre con
claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su
dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la
pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y
daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o
la biblioteca.
El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un
ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo
después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me
tiré contra la puerta antes que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el
cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran
cerrojo para más seguridad.
Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate
le dije a Irene:
—Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado la parte del fondo.
Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.
—¿Estás seguro?
Asentí.
—Entonces —dijo recogiendo las agujas— tendremos que vivir en este lado.
Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor.
Me acuerdo que tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.
Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte
tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo,
estaban todos en la biblioteca. Irene extrañaba unas carpetas, un par de pantuflas
que tanto la abrigaban en invierno. Yo sentía mi pipa de enebro y creo que Irene
pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto
solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos
mirábamos con tristeza.
—No está aquí.
Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.
Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun
levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya
estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina para
ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien y se decidió esto: mientras yo
preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos
alegramos porque siempre resulta molesto tener que abandonar los dormitorios al
atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de
Irene y las fuentes de comida fiambre.
Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco
perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la
colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos
divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio
de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:
—Fíjate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?
Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadrito de papel para que
viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco
empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.
(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude
habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la
garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces
hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de
noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser,
presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes
insomnios.
Aparte de eso, todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos,
el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum
filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el
baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en voz más
alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiado ruido de loza
y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos
allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la
casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos más despacio para no
molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar
en voz alta, me desvelaba en seguida.)
Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de
acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde
la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal
vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la
atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos
quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la
puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el
codo, casi al lado nuestro.
No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la
puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte, pero
siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en
el zaguán. Ahora no se oía nada.
—Han tomado esta parte —dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las
hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían
quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.
—¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? —le pregunté inútilmente.
—No, nada.
Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi
dormitorio. Ya era tarde ahora.
Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi
brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle.
Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la
alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en
la casa, a esa hora y con la casa tomada.
La Intrusa
Jorge Luis Borges
Dicen (lo cual es improbable) que la historia fue referida por Eduardo, el menor de los Nelson, en el
velorio de Cristián, el mayor, que falleció de muerte natural, hacia mil ochocientos noventa y tantos, en
el partido de Morón. Lo cierto es que alguien la oyó de alguien, en el decurso de esa larga noche
perdida, entre mate y mate, y la repitió a Santiago Dabove, por quien la supe. Años después, volvieron a
contármela en Turdera, donde había acontecido. La segunda versión, algo más prolija, confirmaba en
suma la de Santiago, con las pequeñas variaciones y divergencias que son del caso. La escribo ahora
porque en ella se cifra, si no me engaño, un breve y trágico cristal de la índole de los orilleros antiguos.
Lo haré con probidad, pero ya preveo que cederé a la tentación literaria de acentuar o agregar algún
pormenor.
En Turdera los llamaban los Nilsen. El párroco me dijo que su predecesor recordaba, no sin sorpresa,
haber visto en la casa de esa gente una gastada Biblia de tapas negras, con caracteres góticos; en las
últimas páginas entrevió nombres y fechas manuscritas. Era el único libro que había en la casa. La
azarosa crónica de los Nilsen, perdida como todo se perderá. El caserón, que ya no existe, era de ladrillo
sin revocar; desde el zaguán se divisaban un patio de baldosa colorada y otro de tierra. Pocos, por lo
demás, entraron ahí; los Nilsen defendían su soledad. En las habitaciones desmanteladas dormían en
catres; sus lujos eran el caballo, el apero, la daga de hojas corta, el atuendo rumboso de los sábados y el
alcohol pendenciero. Sé que eran altos, de melena rojiza. Dinamarca o Irlanda, de las que nunca oirían
hablar, andaban por la sangre de esos dos criollos. El barrio los temía a los Colorados; no es imposible
que debieran alguna muerte. Hombro a hombro pelearon una vez a la policía. Se dice que el menor tuvo
un altercado con Juan Iberra, en el que no llevó la peor parte, lo cual, según los entendidos, es mucho.
Fueron troperos, cuarteadores, cuatreros y alguna vez tahúres. Tenían fama de avaros, salvo cuando la
bebida y el juego los volvían generosos. De sus deudos nada se sabe y ni de dónde vinieron. Eran dueños
de una carreta y una yunta de bueyes.
Físicamente diferían del compadraje que dio su apodo forajido a la Costa Brava. Esto, y lo que
ignoramos, ayuda a comprender lo unidos que fueron. Malquistarse con uno era contar con dos
enemigos.
Los Nilsen eran calaveras, pero sus episodios amorosos habían sido hasta entonces de zaguán o de casa
mala. No faltaron, pues, comentarios cuando Cristián llevó a vivir con él a Juliana Burgos. Es verdad que
ganaba así una sirvienta, pero no es menos cierto que la colmó de horrendas baratijas y que la lucía en
las fiestas. En las pobres fiestas de conventillo, donde la quebrada y el corte estaban prohibidos y donde
se bailaba, todavía, con mucha luz. Juliana era de tez morena y de ojos rasgados; bastaba que alguien la
mirara, para que se sonriera. En un barrio modesto, donde el trabajo y el descuido gastan a las mujeres,
no era mal parecida.
Eduardo los acompañaba al principio. Después emprendió un viaje a Arrecifes por no sé qué negocio; a
su vuelta llevó a la casa una muchacha, que había levantado por el camino, y a los pocos días la echó. Se
hizo más hosco; se emborrachaba solo en el almacén y no se daba con nadie. Estaba enamorado de la
mujer de Cristián. El barrio, que tal vez lo supo antes que él, previó con alevosa alegría la rivalidad
latente de los hermanos.
1
Una noche, al volver tarde de la esquina, Eduardo vio el oscuro de Cristián atado al palenque En el patio,
el mayor estaba esperándolo con sus mejores pilchas. La mujer iba y venía con el mate en la mano.
Cristián le dijo a Eduardo:
-Yo me voy a una farra en lo de Farías. Ahí la tenés a la Juliana; si la querés, usala.
El tono era entre mandón y cordial. Eduardo se quedó un tiempo mirándolo; no sabía qué hacer. Cristián
se levantó, se despidió de Eduardo, no de Juliana, que era una cosa, montó a caballo y se fue al trote, sin
apuro.
Desde aquella noche la compartieron. Nadie sabrá los pormenores de esa sórdida unión, que ultrajaba
las decencias del arrabal. El arreglo anduvo bien por unas semanas, pero no podía durar. Entre ellos, los
hermanos no pronunciaban el nombre de Juliana, ni siquiera para llamarla, pero buscaban, y
encontraban razones para no estar de acuerdo. Discutían la venta de unos cueros, pero lo que discutían
era otra cosa. Cristián solía alzar la voz y Eduardo callaba. Sin saberlo, estaban celándose. En el duro
suburbio, un hombre no decía, ni se decía, que una mujer pudiera importarle, más allá del deseo y la
posesión, pero los dos estaban enamorados. Esto, de algún modo, los humillaba.
Una tarde, en la plaza de Lomas, Eduardo se cruzó con Juan Iberra, que lo felicitó por ese primor que se
había agenciado. Fue entonces, creo, que Eduardo lo injurió. Nadie, delante de él, iba a hacer burla de
Cristián.
La mujer atendía a los dos con sumisión bestial; pero no podía ocultar alguna preferencia por el menor,
que no había rechazado la participación, pero que no la había dispuesto.
Un día, le mandaron a la Juliana que sacara dos sillas al primer patio y que no apareciera por ahí, porque
tenían que hablar. Ella esperaba un diálogo largo y se acostó a dormir la siesta, pero al rato la
recordaron. Le hicieron llenar una bolsa con todo lo que tenía, sin olvidar el rosario de vidrio y la
crucecita que le había dejado su madre. Sin explicarle nada la subieron a la carreta y emprendieron un
silencioso y tedioso viaje. Había llovido; los caminos estaban muy pesados y serían las once de la noche
cuando llegaron a Morón. Ahí la vendieron a la patrona del prostíbulo. El trato ya estaba hecho; Cristián
cobró la suma y la dividió después con el otro.
En Turdera, los Nilsen, perdidos hasta entonces en la mañana (que también era una rutina) de aquel
monstruoso amor, quisieron reanudar su antigua vida de hombres entre hombres. Volvieron a las
trucadas, al reñidero, a las juergas casuales. Acaso, alguna vez, se creyeron salvados, pero solían incurrir,
cada cual por su lado, en injustificadas o harto justificadas ausencias. Poco antes de fin de año el menor
dijo que tenía que hacer en la Capital. Cristián se fue a Morón; en el palenque de la casa que sabemos
reconoció al overo de Eduardo. Entró; adentro estaba el otro, esperando turno. Parece que Cristián le
dijo:
-De seguir así, los vamos a cansar a los pingos. Más vale que la tengamos a mano.
Habló con la patrona, sacó unas monedas del tirador y se la llevaron. La Juliana iba con Cristián; Eduardo
espoleó al overo para no verlos.
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Volvieron a lo que ya se ha dicho. La infame solución había fracasado; los dos habían cedido a la
tentación de hacer trampa. Caín andaba por ahí, pero el cariño entre los Nilsen era muy grande -¡quién
sabe qué rigores y qué peligros habían compartido!- y prefirieron desahogar su exasperación con ajenos.
Con un desconocido, con los perros, con la Juliana, que habían traído la discordia.
El mes de marzo estaba por concluir y el calor no cejaba. Un domingo (los domingos la gente suele
recogerse temprano) Eduardo, que volvía del almacén, vio que Cristián uncía los bueyes. Cristián le dijo:
-Vení, tenemos que dejar unos cueros en lo del Pardo; ya los cargué; aprovechemos la fresca.
El comercio del Pardo quedaba, creo, más al Sur; tomaron por el Camino de las Tropas; después, por un
desvío. El campo iba agrandándose con la noche.
Orillaron un pajonal; Cristián tiró el cigarro que había encendido y dijo sin apuro:
-A trabajar, hermano. Después nos ayudarán los caranchos. Hoy la maté. Que se quede aquí con su
pilchas, ya no hará más perjuicios.
Se abrazaron, casi llorando. Ahora los ataba otro círculo: la mujer tristemente sacrificada y la obligación
de olvidarla.
FIN
3
Emma Zunz
Jorge Luis Borges
En la creciente oscuridad, Emma lloró hasta el fin de aquel día del suicidio de
Manuel Maier, que en los antiguos días felices fue Emanuel Zunz. Recordó
veraneos en una chacra, cerca de Gualeguay, recordó (trató de recordar) a su madre,
recordó la casita de Lanús que les remataron, recordó los amarillos losanges de una
ventana, recordó el auto de prisión, el oprobio, recordó los anónimos con el suelto
sobre «el desfalco del cajero», recordó (pero eso jamás lo olvidaba) que su padre, la
última noche, le había jurado que el ladrón era Loewenthal. Loewenthal, Aarón
Loewenthal, antes gerente de la fábrica y ahora uno de los dueños. Emma, desde
1916, guardaba el secreto. A nadie se lo había revelado, ni siquiera a su mejor
amiga, Elsa Urstein. Quizá rehuía la profana incredulidad; quizá creía que el
secreto era un vínculo entre ella y el ausente. Loewenthal no sabía que ella sabía;
Emma Zunz derivaba de ese hecho ínfimo un sentimiento de poder.
No durmió aquella noche, y cuando la primera luz definió el rectángulo de la
ventana, ya estaba perfecto su plan. Procuró que ese día, que le pareció
interminable, fuera como los otros. Había en la fábrica rumores de huelga; Emma
se declaró, como siempre, contra toda violencia. A las seis, concluido el trabajo,
fue con Elsa a un club de mujeres, que tiene gimnasio y pileta. Se inscribieron; tuvo
que repetir y deletrear su nombre y su apellido, tuvo que festejar las bromas
vulgares que comentan la revisación. Con Elsa y con la menor de las Kronfuss
discutió a qué cinematógrafo irían el domingo a la tarde. Luego, se habló de novios
y nadie esperó que Emma hablara. En abril cumpliría diecinueve años, pero los
hombres le inspiraban, aún, un temor casi patológico... De vuelta, preparó una sopa
de tapioca y unas legumbres, comió temprano, se acostó y se obligó a dormir. Así,
laborioso y trivial, pasó el viernes quince, la víspera.
¿En aquel tiempo fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones
inconexas y atroces, pensó Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el
sacrificio? Yo tengo para mí que pensó una vez y que en ese momento peligró su
desesperado propósito. Pensó (no pudo no pensar) que su padre le había hecho a su
madre la cosa horrible que a ella ahora le hacían. Lo pensó con débil asombro y se
refugió, en seguida, en el vértigo. El hombre, sueco o finlandés, no hablaba
español; fue una herramienta para Emma como ésta lo fue para él, pero ella sirvió
para el goce y él para la justicia. Cuando se quedó sola, Emma no abrió en seguida
los ojos. En la mesa de luz estaba el dinero que había dejado el hombre: Emma se
incorporó y lo rompió como antes había roto la carta. Romper dinero es una
impiedad, como tirar el pan; Emma se arrepintió, apenas lo hizo. Un acto de
soberbia y en aquel día... El temor se perdió en la tristeza de su cuerpo, en el asco.
El asco y la tristeza la encadenaban, pero Emma lentamente se levantó y procedió a
vestirse. En el cuarto no quedaban colores vivos; el último crepúsculo se agravaba.
Emma pudo salir sin que lo advirtieran; en la esquina subió a un Lacroze, que iba al
oeste. Eligió, conforme a su plan, el asiento más delantero, para que no le vieran la
cara. Quizá le confortó verificar, en el insípido trajín de las calles, que lo acaecido
no había contaminado las cosas. Viajó por barrios decrecientes y opacos, viéndolos
y olvidándolos en el acto, y se apeó en una de las bocacalles de Warnes.
Pardójicamente su fatiga venía a ser una fuerza, pues la obligaba a concentrarse en
los pormenores de la aventura y le ocultaba el fondo y el fin.
Aarón Loewenthal era, para todos, un hombre serio; para sus pocos íntimos, un
avaro. Vivía en los altos de la fábrica, solo. Establecido en el desmantelado arrabal,
temía a los ladrones; en el patio de la fábrica había un gran perro y en el cajón de su
escritorio, nadie lo ignoraba, un revólver. Había llorado con decoro, el año anterior,
la inesperada muerte de su mujer - ¡una Gauss, que le trajo una buena dote! -, pero
el dinero era su verdadera pasión. Con íntimo bochorno se sabía menos apto para
ganarlo que para conservarlo. Era muy religioso; creía tener con el Señor un pacto
secreto, que lo eximía de obrar bien, a trueque de oraciones y devociones. Calvo,
corpulento, enlutado, de quevedos ahumados y barba rubia, esperaba de pie, junto a
la ventana, el informe confidencial de la obrera Zunz.
Las cosas no ocurrieron como había previsto Emma Zunz. Desde la madrugada
anterior, ella se había soñado muchas veces, dirigiendo el firme revólver, forzando
al miserable a confesar la miserable culpa y exponiendo la intrépida estratagema
que permitiría a la Justicia de Dios triunfar de la justicia humana. (No por temor,
sino por ser un instrumento de la Justicia, ella no quería ser castigada.) Luego, un
solo balazo en mitad del pecho rubricaría la suerte de Loewenthal. Pero las cosas
no ocurrieron así.
Ante Aarón Loeiventhal, más que la urgencia de vengar a su padre, Emma sintió la
de castigar el ultraje padecido por ello. No podía no matarlo, después de esa
minuciosa deshonra. Tampoco tenía tiempo que perder en teatralerías. Sentada,
tímida, pidió excusas a Loewenthal, invocó (a fuer de delatora) las obligaciones de
la lealtad, pronunció algunos nombres, dio a entender otros y se cortó como si la
venciera el temor. Logró que Loewenthal saliera a buscar una copa de agua.
Cuando éste, incrédulo de tales aspavientos, pero indulgente, volvió del comedor,
Emma ya había sacado del cajón el pesado revólver. Apretó el gatillo dos veces. El
considerable cuerpo se desplomó como si los estampidos y el humo lo hubieran
roto, el vaso de agua se rompió, la cara la miró con asombro y cólera, la boca de la
cara la injurió en español y en ídisch. Las malas palabras no cejaban; Emma tuvo
que hacer fuego otra vez. En el patio, el perro encadenado rompió a ladrar, y una
efusión de brusca sangre manó de los labios obscenos y manchó la barba y la ropa.
Emma inició la acusación que había preparado («He vengado a mi padre y no me
podrán castigar...»), pero no la acabó, porque el señor Loewenthal ya había muerto.
No supo nunca si alcanzó a comprender.
Este relato apareció por primera vez en el blog Orsai, de Hernán Casciari, el 13
diciembre, 2007.
Se publicó en El pibe que arruinaba las fotosRenuncio (una antología). En un formato adaptado,
aparece en TeleféPibe.
En el secundario volví a hacerlo. Yo seguía dibujando, y nadie tocaba mis dibujos porque
sabían que yo creía en el bien y el mal, y me molestaba todo lo relacionado con lo segundo. Al fin y
al cabo, la pelea con Fredo me había dado en el grupo un aire de respeto, y ya no se metían conmigo.
Pero ese año un chico nuevo que se creía muy vivo se enteró de que Cecilia se había indispuesto por
primera vez el día anterior. Y aprovechando que yo ya no siempre me quedaba en el aula, le llenó
la cartuchera de témpera roja. Cuando Cecilia buscó un lápiz se le mancharon los dedos y la ropa. Y
el chico, parado sobre su banco, empezó a gritar que Cecilia ya era una puta, que Cecilia era una
puta como todas. Ella no me gustaba, pero al chico le di la cabeza contra el piso hasta que le empezó
a sangrar. El profesor tuvo que pedir ayuda para separarnos. Mientras nos sostenían para que no
volviéramos a agarrarnos le pregunté si ahora el cerebro no le drenaba mejor. Me pareció una frase
genial, pero nadie se rió. Me llenaron el boletín de amonestaciones y me suspendieron por dos días.
Mamá también estaba enojada conmigo, pero la oí decir por teléfono que su hijo no estaba
acostumbrado a la intolerancia, y que todo lo que yo había querido hacer era proteger a esa pobre
chica.
Desde entonces Cecilia hacía todo lo posible por ser mi amiga. Me fastidiaba terriblemente.
Se sentaba lo más cerca que podía, y se daba vuelta a cada rato para mirarme. A veces sonreía o me
saludaba con la mano. Me escribía cartas sobre la amistad y el amor y las escondía entre mis cosas.
Yo seguía dibujando. Mi mamá me había anotado en el taller de dibujo y pintura del colegio, que
era todos los viernes. La profesora nos mandaba comprar hojas A3, casi el cuádruple de grandes que
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las que yo usaba. También témperas y pinceladas. La profesora mostraba a la clase mis trabajos para
explicar por qué yo era genial, cómo lo lograba, y qué es lo que quería comunicar con cada pincelada.
En el taller aprendí a hacer todas las extremidades de rompecabezas en 3D, a pintar fondos
esfuminados que, contra el realismo de un horizonte, dan idea de abstracción, y a pasarle spray a
los mejores trabajos para que se conservaran bien y no perdieran la intensidad de los colores.
Lo más importante para mí era pintar. Había otras cosas que me gustaban, como mirar
televisión, no hacer nada y dormir. Pero pintar era lo mejor. En tercer año se organizó un concurso
de pintura para exponer en el hall. El jurado eran la profesora de dibujo, la directora y su secretaria.
Las tres eligieron por unanimidad mi obra más representativa y colgaron el cuadro en el hall de
entrada del colegio. Entonces Cecilia empezó a decir que yo estaba enamorado de ella, desde
siempre. Que ella era el pez rojo y yo el azul. Que las fichas de rompecabezas de un pez encastraban
en el otro porque éramos así, el uno para el otro. Durante un recreo descubrí que en el cuadro,
colgado en el hall, alguien había escrito nuestros nombres sobre cada pez. Volví al aula y encontré
en el pizarrón un corazón gigante atravesado por una flecha con nuestros dos nombres. Era la misma
letra que la del cuadro. Nadie se animó a reírse, pero todos lo habían visto y se miraban entre sí.
Cecilia me sonrió, colorada, y siguió dibujando algún otro estúpido corazón en su cuaderno. Sentí
que tenía ganas de golpearla, lo sentí otra vez, como cuando pasó lo de Fredo y lo del chico de
segundo. Me di cuenta de que antes de la furia podía ver la imagen de la cabeza golpeándose el
cuero cabelludo estrellarse una y otra vez contra las irregularidades del piso, la cabeza perforada, la
sangre espesando los pelos. Sentí mi cuerpo abalanzarse sobre ella, y un segundo después,
contenerse. Fue como una iluminación, y entonces supe exactamente qué hacer. Corrí hasta el taller
de dibujo y pintura que estaba en el segundo piso, algunos chicos me siguieron -Cecilia entre ellos-
, abrí la puerta, saqué de los armarios las hojas y las témperas, y lo dibujé. Un primerísimo primer
plano. Apenas el ojo espantado de Cecilia, su frente con granos transpirados, el piso áspero debajo,
los dedos fuertes de mi mano enredados en sus pelos, y después, puro, el rojo, manchándolo todo.
Si me preguntan qué aprendí en el colegio, sólo puedo responder que a pintar. Todo lo
demás, vino como se fue, no queda nada. Tampoco estudié después del secundario. Pinto cuadros
de cabezas golpeando contra el piso, y la gente me paga fortunas. Vivo en un loft en el micro centro.
Arriba tengo el cuarto y el baño, abajo la cocina y todo el resto es estudio. Algunos ricos me piden
retratos de sus propias cabezas. Les gustan los lienzos gigantes y cuadrados, los hago de hasta dos
metros por dos metros. Me pagan lo que pida. Veo después los cuadros colgados en sus livings
enormes y me impresiona lo buenos que son. Creo que esos tipos se merecen verse a sí mismos
estampados contra el piso por mi mano, y ellos parecen muy conformes cuando se paran frente a
los cuadros y asisten en silencio.
No me gusta tener novias. Salí con algunas chicas pero nunca funcionó. Tarde o temprano
empiezan a reclamarme más tiempo o a pedirme que diga cosas que en realidad no siento. Una vez
probé decir lo que sentía y fue peor. Otra vez, una con la que había salido como seis veces y ya decía
que era mi novia, se volvió completamente loca sin que yo dijera nada. Decidió que yo no la amaba,
que nunca iba a amarla, me obligó a agarrarla de los pelos y empezó a darse sola la cabeza contra
la pared, mientras gritaba como una fiera en celo quiero que me mates, quiero que me mates.
Pienso que relaciones así no son sanas. Mi representante, que es el tipo que se encarga de poner
mis cuadros en las galerías y decidir qué precio tiene cada cosa que hago, dice que el tema de las
mujeres no me conviene. Dice que la energía masculina es superior, porque no se dispersa y es
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monotemática. Monotemática es que sólo piensa en una cosa, pero nunca dice en cuál. Dice que las
mujeres son buenas al principio, cuando están bien buenas, y buenas al final, que vio morir a su
padre en brazos de su madre, y quiere morirse de la misma manera. Pero todo lo que está en el
medio es un infierno. Dice que ahora tengo que concentrarme en lo que yo sé hacer. Es calvo y
gordo, y no importa lo que pase, siempre está aspirando con la nariz. Se llama Aníbal y antes fue
pintor, pero nunca quiere hablar de eso. Como vivo encerrado, y él mismo persuade a mi mamá de
que no me moleste, suele pasar al mediodía a dejarme comida y darle un vistazo a lo que estoy
trabajando. Se para frente a los cuadros, con los pulgares colgando de los bolsillos delanteros de los
jeans, y dice siempre las mismas cosas: más rojo, necesita más rojo. O: más grande tengo que verlo
desde la otra esquina. Y casi siempre, antes de irse: Sos un genio. Un-ge-nio. Esa es una de las cosas
que repite dos veces. Cuando no me siento bien, porque estoy triste o cansado, me miro en el espejo
del baño, cuelgo los pulgares de mis jeans y me digo: sos un genio, un-ge-nio. A veces funciona.
Siempre tuve un terrible agujero entre las dos últimas muelas derechas, en el maxilar
superior, y hace un tiempo empezó a metérseme ahí cualquier cosa que comiera. Me agarré una
caries insoportable. Aníbal dijo que no podía ir a cualquier dentista, porque después de las mujeres,
los dentistas eran lo peor. Trajo una tarjeta y dijo: es coreano, pero es bueno. Me pidió una cita para
esa misma tarde. John Sohn parecía joven, pensé que podría tener mi edad, aunque calcularle la
edad a los coreanos es algo difícil. Me puso algo de anestesia, perforó dos dientes y tapó con pasta
lo agujeros que había hecho. Todo con una sonrisa y sin hacerme doler en ningún momento. Me
cayó bien, así que le conté que pintaba cabezas contra el asfalto. John Sohn hizo un momento de
silencio, que resultó ser como un momento de iluminación y dijo es justo lo que estoy buscando.
Me invitó a cenar a uno de esos restaurantes coreanos de verdad. Quiero decir, no de los turísticos,
sino de esos en los que se entra por una pequeña puerta en la que aparentemente no hay nada, y
dentro hay un tremendo mundo coreano. Mesas grandes y redondas, aunque sólo se sienten dos
personas, el menú en coreano, todos los mozos coreanos y todos los clientes coreanos. John Sohn
eligió para mí un plato tradicional y le dio al mozo instrucciones precisas acerca de cómo prepararlo.
John Sohn necesitaba a alguien que pintara un cuadro gigante en su sala de espera. Dijo que lo
importante era el diente, y me pareció una propuesta interesante. Quería hacer un trato: yo pintaba
el cuadro y él me arreglaba todos los dientes. Me explicó por qué quería el cuadro, cómo repercutiría
eso sobre los clientes y el valor publicitario en su cultura. Le encantaba hablar, hablaba todo el
tiempo, y a mí me encantaba escucharlo. Cuando terminamos de comer, John Sohn me presentó a
unos coreanos de la mesa de al lado y tomamos el café con ellos. No pude entender nada de lo que
se conversó, pero ese rato de descanso me ayudó a darme cuenta de que yo era muy feliz, porque
era amigo de mi dentista, y tener amigos está muy bien.
Trabajé sobre el cuadro de John muchos días, hasta que una mañana desperté en el sillón
del estudio, miré la tela y sentí un profundo agradecimiento. Su amistad me había dado mi mejor
cuadro. Lo llamé al consultorio y John se puso muy feliz, lo sé porque cuando algo lo entusiasmaba
hablaba muy rápido, y a veces en coreano. Dijo que vendría a almorzar. Era la primera vez que mi
amigo venía a visitarme. Ordené un poco los cuadros, cuidando de dejar a la vista los mejores. Subí
al cuarto la ropa tirada y llevé a la cocina los vasos y los platos sucios. Saqué comida de la heladera
y la preparé en una bandeja. Cuando John llegó, miró hacia todos lados, buscando el cuadro, pero
todavía no era el momento, y él lo respetó porque los coreanos saben mucho del respeto, o al menos
eso es lo que él siempre decía. Nos sentamos a almorzar. Le pregunté si quería sal, si prefería algo
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caliente, si le servía más gaseosa. Pero todo estaba bien para él. Pensé que podría venir alguna
noche para ver películas o charlar de cualquier cosa, podíamos sacar una foto para poner en algún
sitio, como hace la gente con sus familiares. Pero no dije nada todavía. John comía y hablaba. Lo
hacía todo a la vez, y a mí no me molestaba porque eso es tener intimidad, es cosa de amigos. No
sé cómo empezó ese tema, pero hablaba de los niños coreanos y la educación en su país. Los niños
entran a la escuela a las seis de la mañana y salen a las doce del día siguiente, es decir que pasan
casi un día y medio en la escuela y sólo les quedan libres cinco horas, que utilizan para regresar a
sus casas, dormir un poco, y volver. Dijo que cosas como esas son las que diferencian a los coreanos
del resto del mundo, las que los distingue de los demás. No me gustó, pero a uno no puede gustarle
todo de un amigo, pienso yo. Y pienso que así y todo, a pesar de su comentario, estábamos bien. Le
devolví la sonrisa. Quiero que veas el cuadro, le dije. Caminamos hasta el centro de la sala. Dio unos
pasos hacia atrás, calculando la distancia necesaria y cuando sentí que era el momento quité la
sábana que cubría el cuadro. John tenía manos finas y pequeñas, como de mujer, y siempre estaba
moviéndolas para explicar lo que pensaba. Pero sus manos quedaron quietas, colgando de los
brazos como muertas. Le pregunté qué pasaba. Dijo que el cuadro tenía que tratarse del diente.
Que lo que quería era un cuadro gigante para su sala de espera, el cuadro de un diente. Repitió eso
muchas veces. Miramos juntos el cuadro: la cara de un coreano estrellándose contra los azulejos
negros y blancos de una sala de espera muy parecida a la de John. No está mi mano estrellando la
cabeza, sino que cae sola, y lo primero que da contra el esmalte de los azulejos, lo que recibe todo
el peso de la caída, es uno de los dientes del coreano, con una rajadura vertical que, un instante
después, terminará por abrirlo al medio. No pude entender qué era lo que no funcionaba para John,
el cuadro era perfecto. Y me di cuenta de que yo no estaba dispuesto a cambiar nada. Entonces John
dijo que eso era lo que pasaba al fin y al cabo, y empezó otra vez con el tema de la educación
coreana. Dijo que los argentinos éramos vagos. Que no nos gustaba trabajar y así estaba nuestro
país. Que eso nunca cambiaría, porque éramos como éramos, y se fue.
Me molestó mucho todo lo que dijo John. Porque argentinos son también mi mamá y Aníbal,
y ellos trabajan muchísimo, y me molesta la gente que habla sin saber. Pero John era mi amigo. Y yo
aprendí a contener mi furia, y me sentí muy orgulloso de eso. Al día siguiente le escribí un mail
explicándole que yo podría cambiar lo que fuera que él quisiera del cuadro. Le aclaré que no estaba
muy de acuerdo “estéticamente”, pero entendía que quizá él necesitaba algo más publicitario.
Esperé un par de días, pero John no contestó. Entonces volví a escribirle, pensé que quizá estaba
ofendido por algo, y le expliqué que si era así yo necesitaba saber exactamente por qué, porque si
no, no podía disculparme. Pero John tampoco contestó ese mail. Mamá llamó a Aníbal y le explicó
que todo esto pasaba porque yo era muy sensible, y todavía no estaba preparado para el fracaso.
Pero esto no tenía nada que ver con eso. El séptimo día sin noticias decidí llamar a John al
consultorio. Me atendió su secretaria. Buenos días, señor; no, señor, el doctor no se encuentra; no
señor, el doctor no puede responder su llamado. Pregunté por qué, qué estaba pasando, por qué
John me hacía eso, por qué John no quería verme. La secretaria se quedó unos segundos en silencio
y después dijo el doctor se tomó algunos días, señor, y me cortó. Ese fin de semana pinté seis
cuadros más de cabezas de coreanos partiéndose contra el asfalto. Aníbal estaba muy entusiasmado
con los trabajos, pero yo hervía de bronca y de a ratos también seguía muy triste. Llamé unos días
más tarde. Atendió una voz de mujer, en un idioma inentendible que seguramente sería coreano.
Dije que quería hablar con John, repetí el nombre de John algunas veces. La mujer dijo algo que no
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entendí, algo corto y rápido. Lo volvió a repetir. Después atendió un hombre, algún otro coreano
que tampoco era John y también dijo cosas que no entendí.
Así que decidí algo, algo importante. Envolví el cuadro con la sábana, salí a la calle
arrastrándolo como pude, esperé una eternidad hasta dar con uno de esos taxis de aeropuerto con
mucho espacio detrás, para el cuadro, y le di al taxista la dirección de John. John vivía en un mundo
coreano a cincuenta cuadras de mi barrio, lleno de carteles en coreano y de coreanos. El taxista me
preguntó si estaba seguro de la dirección, si quería que me esperara en la puerta. Le dije que no
hacía falta, le pagué y me ayudó a bajar el cuadro. La casa de John era antigua y grande. Apoyé el
cuadro en las rejas de entrada, toqué el timbre, esperé. Hay muchas cosas que me ponen nervioso.
No entender algo es una de las peores, la otra es esperar. Pero esperé. Pienso que esas son las cosas
que uno hace por los amigos. Había hablado con mamá unos días antes y ella había dicho que mi
amistad con John tenía, además, brechas culturales, y que eso hacía todo más complicado. Le dije
que las brechas culturales eran algo contra lo que John y yo podíamos luchar. Sólo necesitaba
explicárselo, saber por qué estaba tan enojado, aunque de todas formas pensé mucho en eso de las
brechas culturales y las agregué a la lista de las cosas que me ponen nervioso.
La cortina del living se movió. Alguien espió un momento por detrás. La voz femenina del
teléfono dijo hola en el portero. Dije soy yo, el del teléfono, dije que quería ver a John. John no, dijo
la mujer, no. Dijo otras cosas en coreano, el aparato hizo algunos ruidos y todo quedó en silencio.
Volví a tocar. A esperar. A tocar. Escuché los pasadores de la puerta y un coreano mayor que John
se asomó, me miró, y dijo John, no. Lo dijo enojado, frunciendo el ceño, pero sin mirarme a los ojos,
y volvió a encerrarse en la casa. Me di cuenta que no me sentí bien. Que algo estaba mal en mí,
como en los viejos tiempos. Volví a tocar el timbre. Grité John una vez, otra. Un coreano que pasaba
por la vereda de enfrente se paró a mirar. Volví a gritar al portero. Yo sólo quería hablar con John.
Grité su nombre otra vez. Porque John era mi amigo. Porque las brechas no tenían nada que ver con
nosotros. Porque nosotros éramos dos, John y yo, y eso es tener un amigo. El timbre otra vez,
interminable. El metal se clavaba en mi dedo, muy adentro de tanto apretar. El coreano de enfrente
dijo algo en su idioma. No sé qué, como si quisiera explicarme alguna cosa. Y yo otra vez John, John
muy fuerte, como si algo terrible estuviera pasándole. El coreano se acercó, hizo un gesto con la
mano, para que me calmara. Solté el timbre para cambiar de dedo y seguí gritando. Se oyó una
persiana caer en otra casa. Sentí que me faltaba el aire. Que me falta algo. Entonces, el coreano me
tocó el hombro. Su pulgar en mi camisa. Y fue un dolor enorme: la brecha cultural. Mi cuerpo
empezó a hervir, sentí que perdía el control, que ya no entendía las cosas, como otras tantas veces,
pero que esa vez de nada serviría mirar con atención un rato. Me di vuelta bruscamente y golpeé el
cuadro que cayó boca abajo sobre la vereda. Agarré al coreano de los pelos. Un coreano pequeño,
flaco y metido. Un coreano de mierda que se había levantado a las cinco de la mañana durante
quince años para afianzar la brecha dieciocho horas por día. Lo sostuve de los pelos tan fuerte que
me clavé las uñas en la palma de la mano. Y esa fue la tercera vez que estrellé la cabeza de alguien
contra el asfalto.
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cabeza contra el asfalto. Aníbal consiguió un buen abogado, que alega insania, que es que estás loco
y eso es mucho mejor ante la ley. La gente dice que soy un racista, un hombre descomunalmente
malo, pero mis cuadros se venden por millones y yo empiezo a pensar en eso que siempre decía mi
mamá, eso de que el mundo lo que tiene es una gran crisis de amor, y de que, al fin y al cabo, no
son buenos tiempos para la gente muy sensible.