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→ Literatura y ficción

Uno de los rasgos sobre los que hay acuerdo para decir que un texto es literario es su carácter ficticio. Que
un texto sea ficción quiere decir que crea un mundo imaginario o mundo posible. En él pueden incluirse
elementos que forman parte de la realidad presente o pasada. La ficción no se lee buscando la
correspondencia entre sucesos y personajes de la obra, y su supuesta existencia real. Esto quiere decir que
más allá de que el escritor investigue acerca del personaje sobre el que trata su novela o conozca lugares
reales en los que se desarrollan sus historias, quien lee acepta estar leyendo ficción, entonces no se cuestiona
acerca de la verdad o la falsedad de lo escrito. Para la ficción, verdadero y falso no cuentan.

→ Literatura y lenguaje poético

Otra característica del texto literario es el uso de un tipo de lenguaje diferente del habitual, el lenguaje
poético. El lenguaje de la vida cotidiana, el de la comunicación instrumental, apunta a lo que nombra, se
centra en lo referencial. En cambio, el lenguaje poético se centra en sí mismo y llama la atención sobre las
palabras utilizadas y sus combinaciones, de modo que ellas dejan de resultar naturales, por ejemplo, el uso
de las metáforas en un poema o en un texto narrativo.
Por eso se dice que el lenguaje literario es un lenguaje rarificado, que representa al mundo exterior e interior
bajo una forma diferente, innovadora. Incluso cuando ciertas obras literarias se construyen con un lenguaje
muy directo y simple, el trabajo con las formas no es indiferente: se usa siempre con una cierta intención,
así, la literatura recrea la realidad, la resignifica.

→ Literatura y comunicación

La literatura se entiende como una experiencia de comunicación intersubjetiva., esto es, entre diversos
sujetos. A diferencia de la comunicación instrumental o de aquella en que se transmite un saber o dato, la
literatura es, además, una experiencia de acceso hacia otros modos de pensar y de sentir, leer es -
literalmente- meterse en otro mundo. El lector se ve afectado por lo que lee: por un lado, aprehende
intelectualmente; por otro, participa de nuevas vivencias, de nuevos mundos, esto es lo que llamamos
interpretación: asignarle un sentido a eso que leemos.

→ Literatura y extrañamiento

El concepto de desvío o extrañamiento es postulado por el estudioso de la teoría literaria, Viktor Shklovsky.
Sostiene que la cotidianidad hace que se pierda la inocencia de nuestra percepción de los objetos, haciendo
de todo (acciones, objetos, personas, relaciones, entre tantas cosas más) algo automatizado. Para él, es el arte
el que viene a modificar esa manera automática de percibir los objetos. El arte vuelve a poner una mirada
extraña sobre las cosas.
Shklovsky propone el concepto de desautomatización como mecanismo de creación de la literariedad en el
lenguaje: es la ruptura de automaticidad de la percepción. El extrañamiento ante lo no conocido. Hay una
intención de poner una mirada extraña a aquellas cosas que miramos o hacemos de manera automática, casi
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sin pensarlas. Un proceso de desautomatización. Buscar una manera de presentar las cosas como nunca
vistas, singularizándolas, sacándolas de contexto para hacerlas llamativas.

→ Géneros literarios y géneros discursivos.

La tradición occidental elaboró el concepto de género literario (narrativo, lírico y dramático) y lo hizo
perdurar durante siglos. En el siglo XX se comenzó a reflexionar acerca de la relación entre estas
modalidades literarias y otras formas del discurso, como la conversación cotidiana, los formularios
burocráticos, las crónicas periodísticas, entre otras formas en las que la palabra pueda manifestarse.
El lingüista, profesor y crítico literario, Mijail Bajtin, definió género discursivo como un tipo de enunciado
(desde la réplica de un diálogo cotidiano hasta un tratado de física en tres tomos) que se produce en
determinada esfera de la actividad humana (el periodismo, la vida doméstica, el ámbito de la enseñanza,
entre otras) y que presentan ciertas características recurrentes que lo vuelven reconocible. Si, por ejemplo,
debemos completar la ficha de inscripción de un club, sabemos que donde dice Nombre nos limitaremos a
escribir únicamente nuestro nombre; lo mismo ocurrirá cada vez que llenemos alguna ficha o formulario.
Ejemplos de géneros discursivos son: un aviso clasificado, una entrada de enciclopedia, una adivinanza.
Como vemos, desde esta perspectiva, los géneros literarios son considerados como cualquier otro género
discursivo. Sin embargo, tienen una característica que se presenta con mayor fuerza que en los otros
géneros., incluso con carácter determinante: se trata de la manifestación de la individualidad del hablante;
es decir, quien aborde un género literario quiere dejar su impronta personal, quiere manifestar su propio
estilo. Por otra parte, los géneros literarios que Bajtín considera complejos (aquellos que surgen en
condiciones de la comunicación cultural más desarrollada) son capaces de absorber y reelaborar gran
cantidad de otros géneros. Por ejemplo, dentro de una novela, podemos encontrar otros géneros de diversos
ámbitos: una carta, un mapa de un tesoro, una noticia periodística, a esto se lo llama intertextualidad. Por
eso, leyendo literatura se aprenden saberes de muchos otros campos, no sólo literarios: por ejemplo,
psicología, antropología, cosmovisiones de épocas lejanas. Por ejemplo, cuando leemos un mito griego,
aprendemos (nos enteramos de) cómo pensaban y cómo vivían los ciudadanos de la antigua Grecia, qué
cosas eran importante para ellos, etc.

→ Mimesis y Verosimilitud

Mimesis o imitación es un término que propuso Aristóteles (filósofo griego del siglo IV a.c.) para referirse a
la representación a través de la palabra. Pero no se trata de una copia o mero reflejo, sino de una
construcción a partir de un material anterior: la naturaleza, el mito o la realidad. La imitación, además, debe
ser verosímil. Es decir, lo literario remite a saberes y convenciones sociales que el lector puede reconocer.
Por lo tanto, cada género se adecuará a ciertas reglas de verosimilitud, todo texto literario (sea un cuento,
una novela, una obra de teatro, una poesía) representa los valores culturales de la época y el lugar donde
estos textos surgen.

→ Verosimilitud
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Verosímil es aquello que tiene apariencia de verdadero, resultando creíble para quien lo observa. Esto no
implica que se trate de una situación real, sino que es transmitida en un contexto determinado, respetando
una serie de reglas y manteniendo la coherencia entre los diferentes elementos que la constituyen.

Dentro de una obra artística (ya sea un libro, una representación teatral, una película, una serie, etc.) la
verosimilitud está vinculada con la coherencia dentro de un universo propio. Es importante no confundir
lo verosímil con lo real o lo verdadero: la verosimilitud se relaciona con el respeto por las normas internas
de la obra. Por lo tanto, el espectador o lector cree que lo expuesto es coherente o congruente, aunque sepa
que es irreal, fantasioso o ficticio. En literatura, una historia verosímil es aquella que resulta creíble para el
lector.
El autor debe respetar las reglas del género y aquellas que el mismo se ha autoimpuesto para lograr que su
obra sea verosímil. Por ejemplo: si estamos leyendo un cuento del género realista cuya historia se sitúa en el
siglo XIX y, en un momento, uno de los personajes saca un celular de su bolsillo y llama a alguien, ese texto
no es verosímil ya que si es realista debe tener en cuenta que en el 1800 no existían los celulares, por lo
tanto, esa historia que leemos nos parecerá inverosímil.

Podemos intentar acercarnos a definir distintos modelos de universos ficcionales de acuerdo con
determinados criterios de verosimilitud, de sus características. Nos limitaremos a trabajar con el verosímil
realista, fantástico y policial. Si bien no son los únicos, podemos aproximar una serie de características,
reglas de funcionamiento que nos permiten diferenciarlos, es decir que harán entendible al relato en relación
con ciertos criterios de posibilidad.
Por otro lado, decimos que un texto es realista, fantástico o policial porque predominan características de un
verosímil sobre los otros, pero en sí los elementos de cada uno de estos verosímiles pueden y suelen
aparecer intercalados.

🡪 Verosímil realista. Aquel donde las reglas de funcionamiento del universo ficcional son idénticas a las
normas lógicas que rigen nuestra noción de realidad. Consiste en narrar la cotidianeidad con situaciones que
generen la identificación entre personaje y lector. En estos mundos ficcionales los hechos que suceden
tienen su propia lógica interna en el texto; es decir, que son posibles, aún cuando sean improbables. Sin
embargo, cabe introducir un matiz: aunque suene contradictorio, este paradigma no implica
retratar ni copiar la realidad, sino solamente ser compatible y congruente con aquello que consideramos real.
Esto se comprende mejor enunciándolo de forma negativa: un relato obedece el paradigma realista
cuando no introduce elementos imposibles.

🡪 Verosímil fantástico. En este género se reúnen diversos tipos de universos ficcionales caracterizados por
la presencia de elementos extraordinarios, incompatibles con los parámetros que constituyen nuestra idea
común sobre lo real: poderes sobrenaturales, inmortalidad, fantasmas, seres fabulosos, bestias míticas,
magia, transformaciones, etcétera. Estos elementos extraordinarios aparecen intercalados con elementos que
perfectamente podríamos encontrar en la realidad. Se presenta un mundo en el que los elementos y los
hechos son realistas, pero en un momento se quiebra esa realidad con la aparición de algo fantástico.

🡪 Verosímil policial. Este universo ficcional tiene como tema central el crimen. Una característica general
de este tipo de cuentos es que plantean una intriga que mantiene en vilo al lector, que es invitado a descubrir
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el misterio que se plantea a lo largo del relato. Los personajes principales del policial suelen ser tres: el
criminal, la víctima y el detective.

Existen dos clases de policiales:

1) El policial clásico: se suele partir de un crimen que ya ha sucedido y los enigmas a resolver son quién,
cómo y porqué. El personaje principal es el detective, que, valiéndose de su inteligencia, debe resolver un
crimen, ya sea para evitar que se repita, para atrapar al criminal, o para evitar que un inocente sea
injustamente condenado. Por lo general lo interesante de estos relatos es que invitan al lector a tratar de
resolver el enigma antes que el detective, valiéndose de las pistas que el cuento nos ofrece podemos ir
sospechando de distintos personajes y al final del cuento podemos comprobar si nuestras sospechas fueron
acertadas o no, es decir, confirmamos o refutamos nuestras hipótesis que fuimos haciendo durante la lectura.

2) El policial negro: en este caso la resolución del misterio no es el objetivo principal y los argumentos son
habitualmente muy violentos; la división entre buenos y malos de los personajes se difumina y la mayor
parte de sus protagonistas son individuos derrotados y en decadencia, en busca de la verdad o, cuando
menos, algún atisbo de ella.
Por lo general, se sabe de entrada quién es el asesino, y la intriga está puesta en mostrar la psicología de los
personajes, o cómo se trama el crimen, o bien, qué sucedió con anterioridad al hecho que se narra.

→ Focalización y punto de vista en la narración

El narrador es la voz que cuenta la historia que el lector lee, es decir, es una categoría dentro del mismo texto
literario. El narrador NO ES EL AUTOR, el autor es la persona física que escribió ese texto y el narrador es
una creación del autor (puede ser una persona protagonista del texto o no).
La focalización narrativa es el punto de vista que adopta el narrador, el punto de vista desde el que va a
contar su historia a los lectores. En todo relato literario, el narrador se coloca en una posición (o perspectiva)
para contar los hechos de la historia. Esto se relaciona con la persona gramatical que elige para narrar: 1ra.
persona (yo – nosotros), 2da. persona (tú – vos- nosotros) y 3ra. persona (él, ella, ustedes, ellos, ellas).

→ Los distintos puntos de vista narrativos: la focalización

Como ya hemos mencionado, el narrador transmite la historia, pero necesita hacerlo desde un punto de vista
concreto. Por ejemplo, puede ser un narrador omnisciente y saber todo sobre la historia o puede adoptar la
perspectiva limitada de alguno de los personajes. Para diferenciar la voz narrativa (el narrador, la persona
que habla) de la perspectiva que utiliza (quién ve o percibe), Genette introdujo el término focalización.

● Focalización externa: se da cuando el sujeto focalizador se encuentra en el nivel de la transmisión


narrativa. Es como si una cámara grabase lo que está sucediendo, pero no aportase más información.
Solo conocemos lo que está pasando, pero no lo que los personajes piensan o sienten. Es decir,
cuando se usa una focalización externa, el narrador sabe menos que los personajes, es un narrador
testigo.
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● Focalización interna: se da cuando el foco coincide con uno de los personajes de la historia. Lo
interesante es que podemos ver el mundo a través de los ojos de este personaje y saber lo mismo que
él.
● Focalización cero: en este caso, el narrador es omnisciente. Sabe más que todos los personajes
juntos, conoce sus pensamientos y emociones, sus deseos.

CONSIGNAS PARA RESOLVER

1) Teniendo en cuenta la información anterior, determinar si los siguientes fragmentos son literarios o
no. Justificar con la teoría.

a) “Para mañana se esperan fuertes vientos provenientes del este con ráfagas que alcanzarán los 70km p/h.
Se espera caída de granizo y posibles sudestadas en la región oeste”
b) “En esa casa, el tiempo parecía detenerse: esa gente no envejecía, de hecho, era imposible adivinar la
edad de cada uno de ellos: ese niño quizás podría tener ochenta años y sin embargo no tenía ni una arruga en
su rostro”.
c) “Primero, retirar la funda protectora. Luego, insertar una pila y encender el dispositivo. Esperar 2 hrs
hasta que se cargue. Luego, utilizarlo normalmente”.
d) “Lo encontraron muerto a la mañana siguiente: Ricardo (tal era su nombre) era un simple empleado de un
banco, tenía una rutina típica y previsible, pero, sin embargo, la mañana del crimen algo lo perturbó:
encontró la puerta de su casa forcejeada…”
e) “Siempre supe que ese día llegaría: lo inevitable sucedió. El cielo se oscureció de repente, la gente gritaba
de alegría y de miedo. Algunos sabían que ese día el mundo terminaría porque era imposible combatir a esa
civilización que era mucho más avanzada que la nuestra…”

2) A continuación, aparecen varios fragmentos de diferentes cuentos. Definir el narrador en cada uno
utilizando la información anterior (características, persona para narrar, punto de vista, participación
en la historia). Marcar las palabras en cada fragmento que evidencien el tipo de narrador presente.

a- “Actué como médico en dos barcos sucesivamente y durante seis años hice varios viajes a las Indias
Orientales y Occidentales, lo que me permitió aumentar mi fortuna. Pasaba mis horas de ocio leyendo a los
mejores autores antiguos y modernos, pues llevaba siempre conmigo muchos libros. Cuando estaba en tierra,
estudiaba las costumbres y la índole de la población, y trataba de aprender su idioma, lo que me facilitaba mi
buena memoria”. Viaje de Gulliver a Liliput, Jonathan Swift

b- “El viejo se fue reculando hasta encontrarse con el paredón y se recargó allí, sin soltar la carga de sus
hombros. Aunque se le doblaban las piernas, no quería sentarse, porque después no hubiera podido levantar
el cuerpo de su hijo, al que allá atrás, horas antes, le habían ayudado a echárselo a la espalda. Y así lo había
traído desde entonces”. No oyes ladrar a los perros, Juan Rulfo

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c- “El día en que Beatriz y yo entramos en aquella barraca inmunda de la feria callejera, me di cuenta de que
la repulsiva alimaña era lo más atroz que podía depararme el destino”. La migala, Juan José Arreola

d- “No es que esperes nada particular de este libro particular. Eres alguien que por principio no espera ya
nada de nada. Hay muchos, más jóvenes que tú o menos jóvenes, que vienen a la espera de experiencias
extraordinarias; en los libros, las personas, los viajes, los acontecimientos, en lo que el mañana te reserva.
Tú no. Tú sabes que lo mejor que cabe esperar es evitar lo peor. Ésta es la conclusión a la que has llegado,
tanto en la vida personal como en las cuestiones generales y hasta en las mundiales”. Si una noche de
invierno un viajero, Ítalo Calvino

e- “Usted sabe por qué vine a su casa, a su quieto salón solicitado de mediodía. Todo parece tan natural,
como siempre que no se sabe la verdad. Usted se ha ido a París, yo me quedé con el departamento de la calle
Suipacha, elaboramos un simple y satisfactorio plan de mutua convivencia hasta que septiembre la traiga de
nuevo a Buenos Aires”. Carta a una señorita en París, Julio Cortázar

f- “Fue entonces cuando se torció el tobillo [...] Cayó en mala posición: el empeine del pie izquierdo cargó
con todo el peso del cuerpo. Pronto sintió un dolor agudísimo; pensó que se había roto el pie. Con alguna
dificultad, sentado en el césped, se quitó la zapatilla y el calcetín, comprobó que el tobillo no estaba
hinchado. El dolor amainó en seguida, y Mario se dijo que, con suerte, el percance no revestiría mayor
importancia. Se puso el calcetín y la zapatilla; se incorporó; caminó con cuidado: una punzada le desgarraba
el tobillo.”
El inquilino, Javier Cercas

g- “El hombre en el automóvil espera a que el semáforo frente a él se ponga en rojo para que María pase. La
mujer, al ver la luz a su favor, pasa. Se escucha el carro acelerar y llevarse con violencia a María, y ella
queda tendida en el piso, con múltiples fracturas. El asesino para el coche, se baja, la mira a los ojos, sonríe,
y le dice: «Yo busco a José, no te preocupes» El asesino del automóvil, Juan Ortiz.

VEROSÍMILES → CORPUS DE TEXTOS LITERARIOS

Malva (Silvina Ocampo)

Era preciosa, pero de improviso se volvía fea. Sus enormes ojos, sin perder el brillo afiebrado, podían
achicarse; su boca sin labios también. La recuerdo en un casamiento rodeada de flores el día que la conocí.
¡Pobre Malva López! Como en las cabinas de transmisiones, en las paredes de su dormitorio había corcho;
como en las ciudades muy frías, géneros rellenos de guata; como en los cuartos de juguetes para niños,
colores celestes por todas partes. De igual modo los picaflores instintivamente hacen sus nidos con el
algodón del palo borracho, que aísla los ruidos, con flores de tilo que son sedantes, con pétalos de jazmines
del cielo que son celestes. Yo sé que tomaba en lugar de té agua de azahar y en lugar de aspirina, Sedobrol,
que ya pasó de moda. No parecía sin embargo nerviosa. Cuando pienso en esta historia creo que soñé, pero
la prueba de que no sueño está en los comentarios y chismes que oí a mi alrededor. La primera vez que
Malva mostró su desmedido grado de impaciencia fue en la escuela, cuando tuvo que hacer un trámite para
su hija. Media hora esperó que la atendieran en el patio de la escuela, luego otra media hora en la secretaría.
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Oír canciones folklóricas y zapateos en los pisos altos del establecimiento no bastó para tranquilizarla.
Durante ese lapso su impaciencia creció y la desfiguró. En el momento en que rompió con los dientes uno de
sus guantes, se le cortó la respiración. Lo sé por una de las maestras de tercer grado que la vio. Cuando
quedó sola —que esperara ese momento prueba que se dominaba un poco— se comió el dedo meñique de la
mano izquierda. ¿Por qué el meñique y no el pulgar o el índice? ¿Por qué el meñique? ¡Debía de ser tan
incómodo! Felizmente los guantes no estaban del todo rotos y pudo esconder aquel día adentro del guante la
mano ignominiosa. Dicen que Malva no sabía contenerse. Nada más falso. ¿No fue acaso por obra de su
voluntad que contuvo la sangre de la herida que naturalmente hubiera corrido a borbotones revelando su
oprobio? Los yoguis, los espiritistas, sólo ellos pueden hacer estas cosas. El segundo episodio ocurrió en un
taxímetro, que la conducía a Villa Urquiza, a visitar a una señora enferma. En el paso a nivel de Belgrano R.
bajaron las barreras en el preciso momento en que iba a pasar. La demora fue interminable. Primero pasó un
tren que cambió de vía, después una locomotora que retrocediendo y adelantando maniobró como un
juguete, durante más de un cuarto de hora; después un tren de carga con fardos de avena y animales; después
un raudo y vano tren eléctrico. En el ínterin Malva trataba de distraerse con unas plantas que vendían en un
vivero, emplazado en los bordes de las vías. Reconoció los nombres de algunas flores y de algunas
enredaderas. En un carrito estacionado junto al automóvil quiso comprar unas naranjas; se las pusieron en
una bolsita de papel agujereado y, sin darle tiempo a subir al automóvil, cayeron y rodaron. Comenzó a
crecer su impaciencia de manera alarmante. Recogió sin embargo las naranjas, una por una, para distraerse,
pero no tuvo tiempo de llegar al automóvil; agachada, recogiendo la última naranja, se comió la rodilla hasta
el hueso. Como la vez anterior no brotó sangre, como lo requería el caso. Subió al automóvil con la naranja
en la mano. La falda felizmente le cubría la rodilla y de ese modo ocultó la herida, que era horrible. El tercer
episodio fue en la fábrica de alpargatas de la calle Moreno. Como las alpargatas iban a subir de precio, le
convenía llevar por lo menos una docena. Después de elegir las del color y la forma que le gustaban, las
pagó para apurar el trámite. El vendedor salió en busca de los doce pares de alpargatas. Cada vez que volvía
era para treparse a una escalera de mano y hurgar en las estanterías. Malva creía que ya le entregaban las
alpargatas restantes, pero el hombre con rapidez desaparecía de nuevo. Malva empezó a impacientarse. Ella
misma, por su cuenta, empezó a probarse las alpargatas que sacaba de las cajas y que no correspondían al
número que buscaba. De tanto ponérselas y quitárselas se le corrió un punto de la media Circe, el último par
que le quedaba de un precioso color de zanahoria. En cuclillas siguió probándose, hasta que la portera del
local, armada de una escoba, la barrió creyendo que era una sombra un poco más abultada que las otras. En
ese momento Malva se mordió el hombro; era difícil, pero en ciertos momentos, cualquiera hace una cosa
difícil. El mordisco llegó, como en las ocasiones anteriores, hasta el hueso, y atravesó los tendones con suma
facilidad. A partir de ese día la gente comenzó a comentar malignamente la mano estropeada de Malva.
Nadie pudo ver ni la rodilla, ni el hombro, ni otras partes magulladas, siempre cubiertas; pero la mano, aun
con el guante, no lograba disimular la falta del dedo. Dijeron que, en épocas anteriores a su casamiento,
Malva, con serias dificultades económicas, había trabajado en una fábrica de embutidos y que ahí las
máquinas le habían amputado un dedo. Mentiras todas, pues Malva jamás había carecido de medios para
vivir holgadamente. También dijeron que, en un picnic, a la hora de la siesta, un mono le había comido el
dedo, creyendo que era un ejemplar de la bananita llamada dedito de oro. Malva nunca probó una banana,
jamás fue a un picnic y menos en Brasil, donde hay tantos insectos. El mundo es perverso, pero Malva
ignoraba lo que decían de ella. Esto fue una suerte, pues bastante desdichada era ya con lo que le sucedía.
Sin poderlo remediar, fue destruyendo, en sucesivos momentos de locura, las partes más difíciles de
alcanzar, de su carne. Por un ascensor demorado en algún piso, por un teléfono público que se tragaba las
monedas, por un trámite demasiado largo en el Departamento Central de Policía, por una cola interminable
formada en queserías, donde se encaprichaba en comprar personalmente queso Parmesano, por la
conversación de una mujer charlatana, por la incompetencia de una vendedora que se equivocaba de
mercadería y explicaba por qué se equivocaba, sin traer nunca la mercadería, quedaban pocas partes del
cuerpo de Malva sin mordiscos que llegaran al hueso. Ella, tan aficionada a vestirse con trajes de baño o de
baile, rehuía los veraneos y los bailes, porque no podía exhibir su piel. En los últimos tiempos en que mis
amigos la vieron no necesitaba de casi nada para impacientarse. La última vez fue por un pucho encendido,
que el marido tiró sobre la alfombra, recién traída de la tintorería. El espectáculo resultó sorprendente. Yo no
sabía que Malva tuviera tanta elasticidad en el cuerpo. Hubiera podido trabajar de contorsionista en un circo.
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Se arqueó como una víbora, y echando la cabeza hacia atrás, se mordió el talón, hasta arrancárselo.
Felizmente llevaba puesta una culotte negra, de otro modo el espectáculo hubiera sido indecoroso. Había
gente: el ministro de educación y una pianista italiana, a la elegante luz de las velas. Algunas personas
estúpidas aplaudieron. El marido de Malva la arrastró, no sé dónde, fuera de la sala. Una hora después
apareció solo y anunció que su mujer se había sentido mal y que se había acostado. Al alejarse, poniéndose
bufandas, sombreros y abrigos, las visitas murmuraron algunos lugares comunes: "Hay que nacer acróbata",
"Hay que empezar desde la infancia", "No se pueden hacer esas cosas de un día para el otro", "Hay que dar
tiempo al tiempo", "¿Se acuerdan de Claudia, cuando se desnudó?", "Y Roberto que perdió el brazo
izquierdo", "Caramba, caramba". Al día siguiente me anunciaron la muerte de Malva. Fui al velorio. Le
habían cubierto la cara con un velo espeso. Supe que no habían tocado ningún objeto de su cuarto, para que
yo eligiera, en memoria de ella, el que más me gustaba. Me hicieron pasar. En el suelo quedaban aún las
marcas de pasos mojados, sobre la madera del piso, que comunicaba con el cuarto de baño. Las miré
atentamente. No eran improntas de pies humanos. Parecía que un perro o un lobo hubiera rondado por ahí.
Sobre su mesa de vestir miré el peine y el cepillo con restos de cabellos. Pero, qué digo. No eran cabellos;
nada de humanos tenían esos pelos cortos, duros, negros, con las puntas rojizas. Al pie de su cama encontré
tres huesos, realmente preciosos, de forma caprichosa. Reconocí el buen gusto de Malva, que descubría la
belleza en todas partes. Pregunté a su marido para qué Malva coleccionaba esos huesos, aunque bien sabía
que eran adornos. Me respondió que los usaba para afilar sus dientes. "Era tan excéntrica" agregó con risa de
lobo. Entonces recordé la risa contagiosa de Malva. Una risa extraña, aguda, intempestiva, tal vez
contagiosa. A veces yo misma me sorprendo riendo así. No creo que nadie la quisiera mucho; a mí se me
cayeron las lágrimas. ¿Acaso uno quiere a las personas por sus cualidades morales? El cariño es un misterio.
Volví junto al cajón, que habían dejado solo, y arranqué el velo que la cubría, para verla por última vez.
Debajo del velo, que temblaba a la luz de los cirios, no hallé nada, sino el horrible encaje tieso y blanco,
destinado a adornar a los muertos. Nunca sabré si Malva murió, si se destruyó íntegramente a mordiscos, si
está encerrada en algún lugar de la ciudad o en selvas de Brasil, donde a veces sueño que se ha perdido,
después de huir en un barco. Esta ciudad no era para ella. Que terminara tan pronto de comer su propio
cuerpo era humanamente imposible. Yo creo que aún le quedaban muchos dedos, una rodilla, un hombro, la
nuca, las pantorrillas, todos sitios alcanzables para la boca de una contorsionista como ella. No ha muerto,
pensé, y esta sospecha me pareció más horrible que la certidumbre de su muerte.

La madre de Ernesto (Abelardo Castillo)

Si Ernesto se enteró de que ella había vuelto (cómo había vuelto), nunca lo supe, pero el caso es que
poco después se fue a vivir a El Tala, y, en todo aquel verano, sólo volvimos a verlo una o dos veces.
Costaba trabajo mirarlo de frente. Era como si la idea que Julio nos había metido en la cabeza -porque la
idea fue de él, de Julio, y era una idea extraña, turbadora: sucia- nos hiciera sentir culpables. No es que uno
fuera puritano, no. A esa edad, y en un sitio como aquel, nadie es puritano. Pero justamente por eso, porque
no lo éramos, porque no teníamos nada de puros o piadosos y al fin de cuentas nos parecíamos bastante a
casi todo el mundo, es que la idea tenía algo que turbaba. Cierta cosa inconfesable, cruel. Atractiva. Sobre
todo, atractiva.
Fue hace mucho. Todavía estaba el Alabama, aquella estación de servicio que habían construido a la
salida de la ciudad, sobre la ruta. El Alabama era una especie de restorán inofensivo, inofensivo de día, al
menos, pero que alrededor de medianoche se transformaba en algo así como un rudimentario club nocturno.
Dejó de ser rudimentario cuando al turco se le ocurrió agregar unos cuartos en el primer piso y traer mujeres.
Una mujer trajo.
– ¡No!
–Sí. Una mujer.

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– ¿De dónde la trajo?
Julio asumió esa actitud misteriosa, que tan bien conocíamos –porque él tenía un particular
virtuosismo de gestos, palabras, inflexiones que lo hacían raramente notorio, y envidiable, como a un
módico Brummel de provincias–, y luego, en voz baja, preguntó:
– ¿Por dónde anda Ernesto?
En el campo, dije yo. En los veranos Ernesto iba a pasar semanas a El Tala, y esto venía sucediendo
desde que el padre, a causa de aquello que pasó con la mujer, ya no quiso regresar al pueblo. Yo dije en el
campo, y después pregunté:
– ¿Qué tiene que ver Ernesto?
Julio sacó un cigarrillo. Sonreía.
– ¿Saben quién es la mujer que trajo el turco?
Aníbal y yo nos miramos. Yo me acordaba ahora de la madre de Ernesto. Nadie habló. Se había ido
hacía cuatro años, con una de esas compañías teatrales que recorren los pueblos: descocada, dijo esa vez mi
abuela. Era una mujer linda. Morena y amplia: yo me acordaba. Y no debía de ser muy mayor, quién sabe si
tendría cuarenta años.
–Atorranta, ¿no?
Hubo un silencio y fue entonces cuando Julio nos clavó aquella idea entre los ojos. O, a lo mejor, ya
la teníamos.
–Si no fuera la madre…
No dijo más que eso.
Quién sabe. Tal vez Ernesto se enteró, pues durante aquel verano sólo lo vimos una o dos veces (más
tarde, según dicen, el padre vendió todo y nadie volvió a hablar de ellos), y, las pocas veces que lo vimos,
costaba trabajo mirarlo de frente.
–Culpables de qué, che. Al fin de cuentas es una mujer de la vida, y hace tres meses que está en el
Alabama. Y si esperamos que el turco traiga otra, nos vamos a morir de viejos.
Después, él, Julio, agregaba que sólo era necesario conseguir un auto, ir, pagar y después me
cuentan, y que si no nos animábamos a acompañarlo se buscaba alguno que no fuera tan braguetón, y Aníbal
y yo no íbamos a dejar que nos dijera eso.
–Pero es la madre.
–La madre. ¿A qué llamás madre vos?: una chancha también pare chanchitos.
–Y se los come.
–Claro que se los come. ¿Y entonces?
–Y eso qué tiene que ver. Ernesto se crió con nosotros.
Yo dije algo acerca de las veces que habíamos jugado juntos; después me quedé pensando, y alguien,
en voz alta, formuló exactamente lo que yo estaba pensando. Tal vez fui yo:
–Se acuerdan cómo era.
Claro que nos acordábamos, hacía tres meses que nos veníamos acordando. Era morena y amplia; no
tenía nada de maternal.
–Y además ya fue medio pueblo. Los únicos somos nosotros.
Nosotros: los únicos. El argumento tenía la fuerza de una provocación, y también era una
provocación que ella hubiese vuelto. Y entonces, puercamente, todo parecía más fácil. Hoy creo –quién
sabe– que, de haberse tratado de una mujer cualquiera, acaso ni habríamos pensado seriamente en ir. Quién
sabe. Daba un poco de miedo decirlo, pero, en secreto, ayudábamos a Julio para que nos convenciera;
porque lo equívoco, lo inconfesable, lo monstruosamente atractivo de todo eso, era, tal vez, que se trataba de
la madre de uno de nosotros.
–No digas porquerías, querés -me dijo Aníbal.
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Una semana más tarde, Julio aseguró que esa misma noche conseguiría el automóvil. Aníbal y yo lo
esperábamos en el bulevar.
–No se lo deben de haber prestado.
–A lo mejor se echó atrás.
Lo dije como con desprecio, me acuerdo perfectamente. Sin embargo, fue una especie de plegaria: a
lo mejor se echó atrás. Aníbal tenía la voz extraña, voz de indiferencia:
–No lo voy a esperar toda la noche; si dentro de diez minutos no viene, yo me voy.
– ¿Cómo será ahora?
–Quién… ¿la tipa?
Estuvo a punto de decir: la madre. Se lo noté en la cara. Dijo la tipa. Diez minutos son largos, y
entonces cuesta trabajo olvidarse de cuando íbamos a jugar con Ernesto, y ella, la mujer morena y amplia,
nos preguntaba si queríamos quedarnos a tomar la leche. La mujer morena. Amplia.
–Esto es una asquerosidad, che.
–Tenés miedo – dije yo.
–Miedo no; otra cosa.
Me encogí de hombros:
–Por lo general, todas éstas tienen hijos. Madre de alguno iba a ser.
–No es lo mismo. A Ernesto lo conocemos.
Dije que eso no era lo peor. Diez minutos. Lo peor era que ella nos conocía a nosotros, y que nos iba
a mirar. Sí. No sé por qué, pero yo estaba convencido de una cosa: cuando ella nos mirase iba a pasar algo.
Aníbal tenía cara de asustado ahora, y diez minutos son largos. Preguntó:
– ¿Y si nos echa?
Iba a contestarle cuando se me hizo un nudo en el estómago: por la calle principal venía el estruendo
de un coche con el escape libre.
–Es Julio –dijimos a dúo.
El auto tomó una curva prepotente. Todo en él era prepotente: el buscahuellas, el escape. Infundía
ánimos. La botella que trajo también infundía ánimos.
–Se la robé a mi viejo.
Le brillaban los ojos. A Aníbal y a mí, después de los primeros tragos, también nos brillaban los
ojos. Tomamos por la Calle de los Paraísos, en dirección al paso a nivel. A ella también le brillaban los ojos
cuando éramos chicos, o, quizá, ahora me parecía que se los había visto brillar. Y se pintaba, se pintaba
mucho. La boca, sobre todo.
–Fumaba, ¿te acordás?
Todos estábamos pensando lo mismo, pues esto último no lo había dicho yo, sino Aníbal; lo que yo
dije fue que sí, que me acordaba, y agregué que por algo se empieza.
– ¿Cuánto falta?
–Diez minutos.
Y los diez minutos volvieron a ser largos; pero ahora eran largos exactamente al revés. No sé. Acaso
era porque yo me acordaba, todos nos acordábamos, de aquella tarde cuando ella estaba limpiando el piso, y
era verano, y el escote al agacharse se le separó del cuerpo, y nosotros nos habíamos codeado.
Julio apretó el acelerador.
–Al fin de cuentas, es un castigo –tu voz, Aníbal, no era convincente–: una venganza en nombre de
Ernesto, para que no sea atorranta.
– ¡Qué castigo ni castigo!
Alguien, creo que fui yo, dijo una obscenidad bestial. Claro que fui yo. Los tres nos reímos a
carcajadas y Julio aceleró más.
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– ¿Y si nos hace echar?
– ¡Estás mal de la cabeza vos! ¡En cuanto se haga la estrecha lo hablo al turco, o armo un escándalo
que le cierran el boliche por desconsideración con la clientela!
A esa hora no había mucha gente en el bar: algún viajante y dos o tres camioneros. Del pueblo,
nadie. Y, vaya a saber por qué, esto último me hizo sentir audaz. Impune. Le guiñé el ojo a la rubiecita que
estaba detrás del mostrador; Julio, mientras tanto, hablaba con el turco. El turco nos miró como si nos
estudiara, y por la cara desafiante que puso Aníbal me di cuenta de que él también se sentía audaz. El turco
le dijo a la rubiecita:
–Llevalos arriba.
La rubiecita subiendo los escalones: me acuerdo de sus piernas y de cómo movía las caderas al subir.
También me acuerdo de que le dije una indecencia, y que la chica me contestó con otra, cosa que (tal vez
por el coñac que tomamos en el coche, o por la ginebra del mostrador) nos causó mucha gracia. Después
estábamos en una sala pulcra, impersonal, casi recogida, en la que había una mesa pequeña: la salita de
espera de un dentista. Pensé a ver si nos sacan una muela. Se lo dije a los otros:
–A ver si nos sacan una muela.
Era imposible aguantar la risa, pero tratábamos de no hacer ruido. Las cosas se decían en voz muy
baja.
–Como en misa – dijo Julio, y a todos volvió a parecernos notablemente divertido; sin embargo, nada
fue tan gracioso como cuando Aníbal, tapándose la boca y con una especie de resoplido, agregó:
– ¡Mirá si en una de ésas sale el cura de adentro!
Me dolía el estómago y tenía la garganta seca. De la risa, creo. Pero de pronto nos quedamos serios.
El que estaba adentro salió. Era un hombre bajo, rechoncho; tenía aspecto de cerdito. Un cerdito satisfecho.
Señalando con la cabeza hacia la habitación, hizo un gesto: se mordió el labio y puso los ojos en blanco.
Después, mientras se oían los pasos del hombre que bajaba, Julio pregunto:
– ¿Quién pasa?
Nos miramos. Hasta ese momento no se me había ocurrido, o no había dejado que se me ocurriese,
que íbamos a estar solos, separados –eso: separados- delante de ella. Me encogí de hombros.
–Qué sé yo. Cualquiera.
Por la puerta a medio abrir se oía el ruido del agua saliendo de una canilla. Lavatorio. Después, un
silencio y una luz que nos dio en la cara; la puerta acababa de abrirse del todo. Ahí estaba ella. Nos
quedamos mirándola, fascinados. El deshabillé entreabierto y la tarde de aquel verano, antes, cuando todavía
era la madre de Ernesto y el vestido se le separó del cuerpo y nos decía si queríamos quedarnos a tomar la
leche. Sólo que la mujer era rubia ahora. Rubia y amplia. Sonreía con una sonrisa profesional; una sonrisa
vagamente infame.
– ¿Bueno?
Su voz, inesperada, me sobresaltó: era la misma. Algo, sin embargo, había cambiado en ella, en la
voz. La mujer volvió a sonreír y repitió “bueno”, y era como una orden; una orden pegajosa y caliente. Tal
vez fue por eso que, los tres juntos, nos pusimos de pie. Su deshabillé, me acuerdo, era oscuro, casi
traslúcido.
–Voy yo –murmuró Julio, y se adelantó, resuelto.
Alcanzó a dar dos pasos: nada más que dos. Porque ella entonces nos miró de lleno, y él, de golpe, se
detuvo. Se detuvo quién sabe por qué: de miedo, o de vergüenza tal vez, o de asco. Y ahí se terminó todo.
Porque ella nos miraba y yo sabía que, cuando nos mirase, iba a pasar algo. Los tres nos habíamos quedado
inmóviles, clavados en el piso; y al vernos así, titubeantes, vaya a saber con qué caras, el rostro de ella se fue
transfigurando lenta, gradualmente, hasta adquirir una expresión extraña y terrible. Sí. Porque al principio,
durante unos segundos, fue perplejidad o incomprensión. Después no. Después pareció haber entendido
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oscuramente algo, y nos miró con miedo, desgarrada, interrogante. Entonces lo dijo. Dijo si le había pasado
algo a él, a Ernesto.
Cerrándose el deshabillé lo dijo.

1. ¿Quién narra la historia? ¿Qué tipo de narrador es?


2. Al principio el narrador dice: “Costaba trabajo mirarlo de frente”. Luego de haber leído el relato
respondé, ¿a qué crees que se debía esto?
3. ¿Cómo se describe a «El Alabama»? ¿Qué había allí que atraía tanto a los muchachos?
4. ¿Cómo se describe a la madre de Ernesto? ¿Qué sentimientos despertaba en los amigos de su hijo?
5. El narrador dice que fue Julio quien les metió la idea de visitar el Alabama, ¿creés que realmente era así?
Explica.
6. Si bien los muchachos deseaban visitar el Alabama, ¿qué los detenía?
7. ¿Qué era lo más atractivo de la mujer para los muchachos? ¿por qué era considerada como una
“descocada” y una “atorranta” por el pueblo?
8. Relee el siguiente fragmento y luego contesta:

–¿Cómo será ahora?


–Quién… ¿la tipa?
Estuvo a punto de decir: la madre. Se lo noté en la cara. Dijo la tipa.

a) ¿Por qué crees que Aníbal no pudo decir “la madre”?

9. Hacia el final, cuando la mujer vio las caras de los chicos y los reconoció:

a) ¿Qué pensó la mujer que había pasado?


b) ¿Cuál era la verdadera razón de la turbación de los adolescentes?

10. Este cuento tiene un marcado carácter confesional ¿Por qué crees que el narrador elige esta modalidad?
11. Extraigan las palabras utilizadas por los diferentes personajes para referirse a la mamá de Ernesto ¿Qué
carga semántica poseen? ¿Qué prejuicios sociales reflejan?
12. Rastreen en el texto y luego transcriban fragmentos que hagan alusión a la mirada ¿Todas connotan lo
mismo? ¿Por qué? ¿Qué importancia tienen para el cuento?
13. En el mundo de los adolescentes hay una constante lucha entre el SER y el PARECER. ¿Cómo se
manifiesta esta dicotomía en los protagonistas del cuento? ¿Y cómo se relaciona esto con la respuesta
anterior?

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El crimen casi perfecto (Roberto Arlt)

La coartada de los tres hermanos de la suicida fue verificada. Ellos no habían mentido. El mayor, Juan,
permaneció desde las cinco de la tarde hasta las doce de la noche (la señora Stevens se suicidó entre las siete
y las diez de la noche) detenido en una comisaría por su participación imprudente en un accidente de
tránsito. El segundo hermano, Esteban, se encontraba en el pueblo de Lister desde las seis de la tarde de
aquel día hasta las nueve del siguiente, y, en cuanto al tercero, el doctor Pablo, no se había apartado ni un
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momento del laboratorio de análisis de leche de la Erpa Cía., donde estaba adjunto a la sección de
dosificación de mantecas en las cremas.
Lo más curioso del caso es que aquel día los tres hermanos almorzaron con la suicida para festejar su
cumpleaños, y ella, a su vez, en ningún momento dejó de traslucir su intención funesta. Comieron todos
alegremente; luego, a las dos de la tarde, los hombres se retiraron.
Sus declaraciones coincidían en un todo con las de la antigua doméstica que servía hacía muchos años a la
señora Stevens. Esta mujer, que dormía afuera del departamento, a las siete de la tarde se retiró a su casa. La
última orden que recibió de la señora Stevens fue que le enviara por el portero un diario de la tarde. La
criada se marchó; a las siete y diez el portero le entregó a la señora Stevens el diario pedido y el proceso de
acción que ésta siguió antes de matarse se presume lógicamente así: la propietaria revisó las adiciones en las
libretas donde llevaba anotadas las entradas y salidas de su contabilidad doméstica, porque las libretas se
encontraban sobre la mesa del comedor con algunos gastos del día subrayados; luego se sirvió un vaso de
agua con whisky, y en esta mezcla arrojó aproximadamente medio gramo de cianuro de potasio. A
continuación, se puso a leer el diario, bebió el veneno, y al sentirse morir trató de ponerse de pie y cayó
sobre la alfombra. El periódico fue hallado entre sus dedos tremendamente contraídos.
Tal era la primera hipótesis que se desprendía del conjunto de cosas ordenadas pacíficamente en el interior
del departamento, pero, como se puede apreciar, este proceso de suicidio está cargado de absurdos
psicológicos. Ninguno de los funcionarios que intervinimos en la investigación podíamos aceptar
congruentemente que la señora Stevens se hubiese suicidado.
Sin embargo, únicamente la Stevens podía haber echado el cianuro en el vaso. El whisky no contenía
veneno. El agua que se agregó al whisky también era pura. Podía presumirse que el veneno había sido
depositado en el fondo o las paredes de la copa, pero el vaso utilizado por la suicida había sido retirado de
un anaquel donde se hallaba una docena de vasos del mismo estilo; de manera que el presunto asesino no
podía saber si la Stevens iba a utilizar éste o aquél. La oficina policial de química nos informó que ninguno
de los vasos contenía veneno adherido a sus paredes.
El asunto no era fácil. Las primeras pruebas, pruebas mecánicas como las llamaba yo, nos inclinaban a
aceptar que la viuda se había quitado la vida por su propia mano, pero la evidencia de que ella estaba
distraída leyendo un periódico cuando la sorprendió la muerte transformaba en disparatada la prueba
mecánica del suicidio.
Tal era la situación técnica del caso cuando yo fui designado por mis superiores para continuar ocupándome
de él. En cuanto a los informes de nuestro gabinete de análisis, no cabían dudas.
Únicamente en el vaso, donde la señora Stevens había bebido, se encontraba veneno. El agua y el whisky de
las botellas eran completamente inofensivos. Por otra parte, la declaración del portero era terminante; nadie
había visitado a la señora Stevens después que él le alcanzó el periódico; de manera que si yo, después de
algunas investigaciones superficiales, hubiera cerrado el sumario informando de un suicidio comprobado,
mis superiores no hubiesen podido objetar palabra. Sin embargo, para mí cerrar el sumario significaba
confesarme fracasado. La señora Stevens había sido asesinada, y había un indicio que lo comprobaba:
¿dónde se hallaba el envase que contenía el veneno antes de que ella lo arrojara en su bebida?
Por más que nosotros revisáramos el departamento, no nos fue posible descubrir la caja, el sobre o el frasco
que contuvo el tóxico. Aquel indicio resultaba extraordinariamente sugestivo.
Además, había otro: los hermanos de la muerta eran tres bribones.
Los tres, en menos de diez años, habían despilfarrado los bienes que heredaron de sus padres. Actualmente
sus medios de vida no eran del todo satisfactorios.

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Juan trabajaba como ayudante de un procurador especializado en divorcios. Su conducta resultó más de una
vez sospechosa y lindante con la presunción de un chantaje. Esteban era corredor de seguros y había
asegurado a su hermana en una gruesa suma a su favor; en cuanto a Pablo, trabajaba de veterinario, pero
estaba descalificado por la Justicia e inhabilitado para ejercer su profesión, convicto de haber dopado
caballos. Para no morirse de hambre ingresó en la industria lechera, se ocupaba de los análisis.
Tales eran los hermanos de la señora Stevens. En cuanto a ésta, había enviudado tres veces.
El día del “suicidio” cumplió 68 años; pero era una mujer extraordinariamente conservada, gruesa, robusta,
enérgica, con el cabello totalmente renegrido. Podía aspirar a casarse una cuarta vez y manejaba su casa
alegremente y con puño duro. Aficionada a los placeres de la mesa, su despensa estaba provista de vinos y
comestibles, y no cabe duda de que sin aquel “accidente” la viuda hubiera vivido cien años. Suponer que una
mujer de ese carácter era capaz de suicidarse, es desconocer la naturaleza humana. Su muerte beneficiaba a
cada uno de los tres hermanos con doscientos treinta mil pesos.
La criada de la muerta era una mujer casi estúpida, y utilizada por aquélla en las labores groseras de la casa.
Ahora estaba prácticamente aterrorizada al verse engranada en un procedimiento judicial.
El cadáver fue descubierto por el portero y la sirvienta a las siete de la mañana, hora en que ésta, no
pudiendo abrir la puerta porque las hojas estaban aseguradas por dentro con cadenas de acero, llamó en su
auxilio al encargado de la casa. A las once de la mañana, como creo haber dicho anteriormente, estaban en
nuestro poder los informes del laboratorio de análisis, a las tres de la tarde abandonaba yo la habitación
donde quedaba detenida la sirvienta, con una idea brincando en mi imaginación: ¿y si alguien había entrado
en el departamento de la viuda rompiendo un vidrio de la ventana y colocando otro después que volcó el
veneno en el vaso? Era una fantasía de novela policial, pero convenía verificar la hipótesis.
Salí decepcionado del departamento. Mi conjetura era absolutamente disparatada: la masilla solidificada no
revelaba mudanza alguna.
Eché a caminar sin prisa. El “suicidio” de la señora Stevens me preocupaba (diré una enormidad) no
policialmente, sino deportivamente.
Yo estaba en presencia de un asesino sagacísimo, posiblemente uno de los tres hermanos que había utilizado
un recurso simple y complicado, pero imposible de presumir en la nitidez de aquel vacío.
Absorbido en mis cavilaciones, entré en un café, y tan identificado estaba en mis conjeturas, que yo, que
nunca bebo bebidas alcohólicas, automáticamente pedí un whisky. ¿Cuánto tiempo permaneció el whisky
servido frente a mis ojos? No lo sé; pero de pronto mis ojos vieron el vaso de whisky, la garrafa de agua y
un plato con trozos de hielo. Atónito quedé mirando el conjunto aquel. De pronto una idea alumbró mi
curiosidad, llamé al camarero, le pagué la bebida que no había tomado, subí apresuradamente a un
automóvil y me dirigí a la casa de la sirvienta. Una hipótesis daba grandes saltos en mi cerebro. Entré en la
habitación donde estaba detenida, me senté frente a ella y le dije:
-Míreme bien y fíjese en lo que me va a contestar: la señora Stevens, ¿tomaba el whisky con hielo o sin
hielo?
-Con hielo, señor.
- ¿Dónde compraba el hielo?
-No lo compraba, señor. En casa había una heladera pequeña que lo fabricaba en pancitos. –

Y la criada casi iluminada prosiguió, a pesar de su estupidez. - Ahora que me acuerdo, la heladera, hasta
ayer, que vino el señor Pablo, estaba descompuesta. Él se encargó de arreglarla en un momento.
Una hora después nos encontrábamos en el departamento de la suicida con el químico de nuestra oficina de
análisis, el técnico retiró el agua que se encontraba en el depósito congelador de la heladera y varios
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pancitos de hielo. El químico inició la operación destinada a revelar la presencia del tóxico, y a los pocos
minutos pudo manifestarnos:
-El agua está envenenada y los panes de este hielo están fabricados con agua envenenada.
Nos miramos jubilosamente. El misterio estaba desentrañado. Ahora era un juego reconstruir el crimen. El
doctor Pablo, al reparar el fusible de la heladera (defecto que localizó el técnico) arrojó en el depósito
congelador una cantidad de cianuro disuelto.
Después, ignorante de lo que aguardaba, la señora Stevens preparó un whisky; del depósito retiró un pancito
de hielo (lo cual explicaba que el plato con hielo disuelto se encontrara sobre la mesa), el cual, al desleírse
en el alcohol, lo envenenó poderosamente debido a su alta concentración. Sin imaginarse que la muerte la
aguardaba en su vicio, la señora Stevens se puso a leer el periódico, hasta que, juzgando el whisky
suficientemente enfriado, bebió un sorbo. Los efectos no se hicieron esperar.
No quedaba sino ir en busca del veterinario. Inútilmente lo aguardamos en su casa. Ignoraban dónde se
encontraba. Del laboratorio donde trabajaba nos informaron que llegaría a las diez de la noche.
A las once, yo, mi superior y el juez nos presentamos en el laboratorio de la Erpa. El doctor Pablo, en cuanto
nos vio comparecer en grupo, levantó el brazo como si quisiera anatemizar nuestras investigaciones, abrió la
boca y se desplomó inerte junto a la mesa de mármol.
Había muerto de un síncope. En su armario se encontraba un frasco de veneno. Fue el asesino más ingenioso
que conocí.
…..

1. Los tres hermanos de la víctima y posibles sospechosos, ¿qué coartadas tenían respectivamente para
la hora del crimen? ¿Son creíbles y verificables?
2. ¿Quiénes descubrieron el cadáver y en qué condiciones?
3. ¿Alguna entrada había sido forzada para ingresar al lugar?
4. ¿Qué primera hipótesis se plantea el detective? ¿Resultó fructífera?
5. ¿Qué pistas hacían dudar a los investigadores de que se había suicidado?
6. Transcribí la oración que expresa por qué surgieron sospechas sobre el presunto suicidio.
7. Mencioná otras características de la señora, que ayudan a desechar la hipótesis del suicidio.
8. ¿Qué expresiones del detective hacen pensar que se empeñará en descubrir la verdad?
9. ¿Qué datos hacen creer al investigador que los hermanos tenían que ver con el crimen?
10. ¿Qué ideas anteriores sobre el caso habrían provocado que el detective pidiese un whisky cuando no
acostumbraba a beber alcohol?
11. ¿Cuál es la hipótesis que construyó el detective luego de pedir su bebida? ¿Cómo la comprobó?
12. ¿Quién fue el homicida? ¿Cómo hizo para matar a su hermana sin estar presente en el lugar del
hecho?
13. El cuento que leíste y analizaste pertenece al género policial. ¿Qué elementos presentes en la
historia permitirían fundamentar dicha afirmación?
14. ¿Qué tipo de narrador presenta el cuento? ¿Por qué podés afirmarlo?

…..

3) Analizar los cuentos anteriores teniendo en cuenta los siguientes ítems:

a) el narrador: focalización y punto de vista. Persona elegida para narrar. Participación en la historia.
b) tema/asunto: qué se cuenta, cuál es el tema central.

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c) marco: espacio (lugares donde se desarrolla la historia) y tiempo (duración de la trama).
d) conflicto (hecho/acción que produce un cambio en la historia y en los personajes).
e) verosímil: determinar a qué verosímil (fantástico, realista, policial) pertenece cada cuento según sus
características textuales. Justificar con citas.

#Todas las respuestas deben incluir alguna información teórica para justificar y citas textuales para
ejemplificar.

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