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CARMEN MARTÍN GAITE.

ENTRE VISILLOS
La llegada de la autarquía totalitarista a nuestro país en 1939 se va a traducir, junto a otros
fenómenos del ámbito literario, en la proliferación de una novela que rompe, necesariamente, con la
tradición y las vanguardias del primer cuarto de siglo. España, desorientada y rota por el desastre de la
guerra civil, hace frente a la diáspora de quienes sufren la angustia y el desarraigo de la posguerra en el
exilio. Entre los que se quedan, la única alternativa a la ideología hipernacionalista y conservadora del
nuevo régimen es la resistencia silenciosa. La institucionalización de la censura dará lugar, a partir de
ese momento, a una hermenéutica de la novela en la que la figura del censor se interpone y condiciona
ostensiblemente la antigua relación de privacidad escritor-lector. Es así como surge, podría decirse, la
escisión entre una lectura pública u oficial y una lectura privada o heterodoxa de la narrativa de
posguerra.

Para el recién instaurado régimen, la imagen pública de una España unida y armónica fue desde
muy pronto una cuestión prioritaria. Maquillar los detalles macabros de la vida cotidiana, así como la
eliminación de lo soez y de alusiones a lo sexual, fueron, entre otros, objetivos a cumplir no sólo en la
prensa, sino también en la literatura o el cine, donde el NODO (noticiario de proyección obligada en
todas las salas de cine) se convertiría a lo largo de cuatro décadas en máximo exponente de la
propaganda del régimen. Dentro de esta lectura de lo público, el fascismo aparece como referente
último de la sociedad y confiere a Franco («Caudillo de España por la gracia de Dios») no ya entidad de
persona, sino de deidad. No es admisible, por tanto, cuestionar públicamente aspectos del sistema,
pues éste proyecta «a imagen y semejanza» el fiel reflejo de su «creador». Frente a este continuo
falseamiento de una realidad desangrada por las secuelas de la guerra, la novela logra escapar, en
ocasiones inconscientemente, a manipulaciones directas en la concepción de lo literario. En este ámbito
irrumpen con fuerza novelas de lo que se dio en llamar tremendismo y que fue motivo de duras críticas
desde la aparición de La familia de Pascual Duarte, publicada por Camilo José Cela en 1942. Aunque en
un principio, ésta fue acogida como novela ideológica y moralmente ejemplar, resulta significativo que
la censura se oponga, un año más tarde, a su reedición. En la misma línea se inscribe Nada, de Carmen
Laforet, quien en 1944 se hace con la primera convocatoria del premio Nadal. Se trata en ambos casos
de novelas paradigmáticas que provocarán el desasosiego constante de los críticos del régimen, quienes
advierten en ellas un parapeto al pretendido orden de cohesión y armonía.

Con la llegada de los 50 se empieza a hablar de una novela social o realista, incluso objetivista,
en claro paralelo con el neorrealismo cinematográfico italiano, donde la voz narradora no juzga sino que
adopta la función de una cámara que va filmando detalles de la realidad. No se trata, sin embargo, de
recuperar tras el modernismo de décadas pasadas un realismo a la vieja usanza. Mientras la tradición
decimonónica aspiraba a reproducir de manera fidedigna el lenguaje y situaciones de la vida real, este
nuevo realismo o neorrealismo se convierte en espejo intervenido por la censura. Ésta, a su vez,
fomenta el empleo de técnicas del discurso imaginario, como es el caso de la alusión a través de la
metonimia y la metáfora. Abunda en él lo implícito, la alegoría oculta en diálogos o en narraciones sin
atributos, con finales abiertos, elipsis y silencios que, como veremos en Entre visillos, demandan esa
lectura privada o de lo implícito que decíamos al principio en la que es tan importante lo que se dice
como lo que no se dice. Se trata, si se quiere, de un movimiento profundamente antirrealista que no
toma como referente la realidad, sino la realidad impuesta por el régimen. En la mayoría de las
situaciones, ésta se circunscribe a una población rural o ciudad de provincias subdesarrollada
económica y culturalmente, cuyos personajes son prisioneros del desasosiego que produce el
estancamiento social. Así ocurre en novelas como El Jarama o Entre visillos, donde «nada» o casi nada
ha cambiado al final de la aventura narrativa de los personajes, atrapados en escenarios inamovibles
que reproducen las estructuras socioculturales del régimen franquista.
Si el tremendismo exige una hermenéutica que busque la crítica social en los duros
acontecimientos narrados por un Pascual Duarte, el neorrealismo supone una deconstrucción basada
en la metonimia. Partiendo de discursos establecidos socialmente, trata de destruir lo artificioso de esas
construcciones, abriendo en la peripecia de los personajes puertas de salida que deben permanecer
cerradas por razones que no se nombran de forma explícita, pero que se conocen. En este contexto se
inscribe la aparición en 1957 de Entre visillos, cuya lectura privada nos remite, como veremos, al
inmovilismo cultural y a la estrechez de los esquemas sociales vigentes durante la dictadura, así como a
las consecuencias que esto acarrea para la posición social de mujer.

2. SOCIEDAD Y VALORES

La acción de Entre visillos transcurre en un lugar y un tiempo concretos: una pequeña ciudad
provinciana de la España de los años cincuenta. La autora, sin embargo, intenta eludir todo localismo
para dar un carácter más universal e intemporal a las situaciones y personajes que aparecen descritos
en la novela. En consecuencia, Entre visillos no es un relato dirigido a hacer patentes los conflictos
sociales o recrear las limitaciones de la posguerra franquista, labor imposible en la época en que fue
escrita, ni una novela concebida para reflejar las costumbres de una época, al estilo de la literatura
costumbrista, tan en boga en el siglo XIX. La novela intenta, sobre todo, reflejar la lucha del individuo
con su medio y el resultado de ese enfrentamiento que se resuelve de distintas formas: desde la plena
integración (Gertru y su novio), pasando por la sumisión o integración forzada, que deja marcados a los
individuos (Goyita, Mercedes), o los intentos de rebeldía fracasados (el padre de Tali y, sobre todo,
Elvira), hasta aquellos que consiguen alcanzar cierta autonomía e independencia (Julia y, aunque sólo
apuntado en la obra, Natalia).

Los ambientes en los que se refleja la vida de la ciudad no son descripciones objetivas sino que
aparecen a menudo contemplados desde la perspectiva de un personaje y, por tanto, subjetivizados.
Así, las sucesivas escenas que tienen como marco el casino ofrecen visiones variadas porque están
siendo descritas por personas que tienen una relación vital con ese entorno radicalmente diferente.

Los personajes y situaciones que aparecen en la novela tienen un carácter dinámico y son
analizados desde perspectivas diversas ya que, en el fondo, no son sino instrumentos que sirven para
desarrollar las perspectivas y visiones existenciales que dan estructura a la obra. En ningún caso la
perspectiva desde la que se analiza la realidad es unívoca; frente al modelo dominante de valores o
conducta social o individual aparece siempre un modelo alternativo, proyectado al futuro. Dentro de
cada modelo, además, hay muchos matices, se huye del maniqueísmo.

2.1. SOCIEDAD Y VALORES: LA FAMILIA

El modelo dominante que encontramos es el patriarcal, en el que el cabeza de familia, el padre,


genera e impone los patrones de conducta. El paradigma de este modelo es la familia de Talia y viene
encarnado no sólo por el padre, sino por la tía-madre, Concha, y la hija mayor, Mercedes, y cuyas
víctimas son la propia Mercedes, Julia y Talia, en su doble condición de hijas y mujeres. La autoridad
paterna condiciona el entramado de relaciones de la familia: la relación de Julia con su novio se ve
ensombrecida por la falta del preceptivo consentimiento paterno. Miguel, su novio, intenta hacer ver a
Julia las paradojas de su situación:

Tienes veintisiete años, Julia, tienes que comprender que no te vas a pasar la vida atada a los
permisos para cosas que son importantes para nosotros. A veces me has parecido inteligente y que
comprendías eso. (p. 89)
De igual modo las decisiones sobre el futuro laboral de las hijas corresponden al padre: la
posibilidad de que Natalia acceda a estudios superiores no depende tanto de su capacidad o voluntad
como de la decisión paterna, tal como, para su sorpresa, advierte Pablo, el profesor de alemán de
Natalia y uno de los narradores de la novela. Incluso aspectos aparentemente banales, como los
horarios de entrada y salida a casa o las visitas, están sometidas al control y aquiescencia paternas.

La ausencia de espacios privados (Julia y su hermana duermen en la misma habitación, Natalia


estudia en el salón colindante con el mirador, donde se desarrolla la vida social de la familia) condiciona
no sólo la libertad de movimientos, sino la intimidad necesaria para la reflexión individual, y refuerza la
presión del grupo sobre el individuo.

El modelo patriarcal no sólo se refleja en la preeminencia de la figura del padre sino en la


posición dominante y protectora de los varones, sea cual sea su papel: padre, esposo, novio, hermano.
Manolo Torre, el amigo de Angel, encarna, al igual que éste, el prototipo machista, autoritario y
protector:

-¿No te importará quedarte con ella hasta que volvamos, verdad? ¿O tenías prisa?
-A mí no me importa nada quedarme sola- dijo ella con los ojos serios.
-No, hombre. Me quedo yo contigo, bonita, para que no te coma el lobo. (p. 68)

El propio título de la novela Entre visillos sugiere la estrechez del mundo doméstico y reducido
de las mujeres. Entre visillos se puede observar sin ser visto, sintiéndose protegido, pero es a la vez un
espacio ilusorio, una trampa que reduce a la mujer a un papel secundario.

De aquel mirador verde decían las visitas que era un coche parado, que allí sabía mejor que en ningún
sitio el chocolate con picatostes…

En la habitación del mirador estaba todo muy limpio. Allí se barría y se quitaba el polvo lo primero…

El mirador quedaba en la parte de acá, que era donde se estaba, donde la radio, el costurero y la
camilla… era un mirador de esquina. (p. 16)

Las limitaciones afectan también a los proyectos vitales femeninos, restringidos, en la mayoría
de los casos, a la espera, o la búsqueda, de un matrimonio conveniente, más que a su realización plena
como personas. No es sorprendente que desde esta perspectiva el matrimonio se perciba más como
una situación de conveniencia que como en un proyecto común basado en la amistad y la atracción
mutuas.

En la novela se aprecia, sin embargo, que el modelo patriarcal, reflejo del sistema político
autoritario, aunque dominante, empieza a cuartearse. La familia de Elvira representa un modelo de
relación familiar más abierto: Elvira ha tenido una educación laica, dispone de un espacio propio –su
cuarto en la casa– y sus inquietudes artísticas se ven alentadas desde la propia familia, aunque tenga
que someterse, inevitablemente, a convenciones sociales arraigadas, como la de guardar las
formalidades y los plazos del luto tras la muerte de su padre.

También en la familia de Talia, el modelo patriarcal retrógado representado sobre todo por la tía
Concha, tendente a mantener a todos los miembros de la familia dependientes y unidos, empieza a
debilitarse. La hija mayor de la familia, Mercedes, convertida en solterona prematura, es víctima y
encarnación a su vez de esa rigidez. Su frustración degenera en enfrentamiento con su hermana Julia,
quien finalmente opta por la independencia saliendo de la familia y de la ciudad. Su determinación
dejará el camino allanado para que su hermana pequeña, Natalia, que está despertando a la vida
adulta, pueda elegir su propio destino.

Cabe señalar cierto paralelismo entre el posicionamiento de los miembros de esta familia y el que tiene
lugar en La casa de Bernarda Alba, a pesar de las marcadas diferencias espaciales, temporales y socio-
culturales. En el mundo cerrado y rural en que La casa de Bernarda Alba desarrolla su acción,
difícilmente pueden vislumbrarse otras salidas que no sean la inmolación o la sumisión. El mundo
provinciano de la España de posguerra, aunque encorsetado y rígido, ofrece un marco más amplio para
que los individuos puedan materializar sus expectativas personales y vitales.

2.2. SOCIEDAD Y VALORES: ROLES MASCULINOS Y FEMENINOS

Las diferencias entre los roles sociales de hombres y mujeres están muy marcadas y son
voluntariamente alimentadas desde el inicio de la existencia: educación segregada, expectativas
profesionales y vitales diametralmente opuestas, espacios de relación distintos: el lugar de trabajo, la
calle y el bar para los hombres; la iglesia, el mirador (o la cocina) y el mercado para las mujeres. Esta
separación se mantiene incluso en los espacios concebidos para la aproximación entre ambos sexos: en
el baile del casino, los chicos se concentran alrededor del bar; las chicas, en el salón de té. El
desconocimiento mutuo dificulta la comunicación; en ocasiones, más que palabras, se interpretan
gestos y actitudes.

A la otra chica, cuando se quedó sola conmigo, le noté una gran timidez. No hablábamos, nos
limitábamos a mirar la pista en línea recta. Ella seguía el compás de la música tamborileando con los
dedos en el marco de la puerta. Le dije que si quería bailar y no me contestó, pero supuse que había
aceptado y la cogí por el talle. (p. 102)

Los prejuicios, alimentados por la iglesia y la moral franquista, restringen la aproximación entre
los sexos. El temor al ridículo o a ser visto como demasiado liberal provoca que se repriman o disimulen
los verdaderos deseos. El relato refleja con frecuencia las cortapisas sociales a una aproximación
natural: ellas esperan que sean ellos quienes tomen la iniciativa; se utiliza a amistades comunes para
sugerir preferencias o explorar la disposición favorable hacia una persona del otro sexo. La dificultad de
comunicación afecta a ambos sexos aunque los varones, aparentemente al menos, tengan mayor
margen de maniobra. Personajes como Toñuca y Goyita, o Luis Colina y Federico reflejan estas
restricciones.

A Luis Colina le sudaban un poco las manos.


-Así que sales bastante con Goyita, ¿no?
-Un poco, más bien poco.
-Yo la llamo algunas veces por teléfono –dijo Luis-. Me parece que no le agrada mucho, no sé. ¿A ti te ha
dicho algo? (p. 165)

La represión sexual se hace patente en ocasiones, aunque siempre tratada con sutileza. Se
manifiesta claramente en el caso de las chicas solteras mayores –Goyita y Mercedes–, en sus ásperas y a
menudo intempestivas reacciones. Julia vive el problema de forma menos traumática, utilizando la
confesión y las cartas al novio como vías de escape. En Elvira, en cambio, las contradicciones entre su
naturaleza y los prejuicios que la atenazan, se revelan con toda crudeza en su relación con Pablo:

-Escucha, antes de que te vayas. Dirás que soy una fresca. Yo no quería que pasara lo que ha pasado.
¿Me crees? No sé cómo se ha enredado todo así.
-No tiene importancia,. Si tú quieres lo olvidaré. Pero te he besado porque creía que lo deseabas. (p. 144)
Otros personajes de la novela reflejan ya, de modo palpable, el cambio de modelo en las
relaciones entre los dos sexos. Algunos de los personajes femeninos del entorno de Yoni ya anuncian un
modelo de relación igualitario. La muchacha madrileña, Marisol, mantiene unas actitudes y utiliza un
lenguaje que son preludio de la progresiva generalización de la igualdad entre los sexos que se
producirá en los años setenta en España.

2.3 SOCIEDAD Y VALORES: LAS APARIENCIAS SOCIALES Y LA DOBLE MORAL

La vida burguesa en las pequeñas ciudades, fielmente reflejada en Entre visillos, se caracteriza
por la frecuencia e intensidad de las relaciones sociales. Están lejos aún los tiempos en los que la
irrupción masiva de los medios de comunicación –especialmente la televisión– en los hogares y la
generalización del empleo remunerado femenino fuera del hogar creen unos marcos sociales de
relación distintos. La novela trasmite la impresión de que todo el mundo se conoce, de que la vida
cotidiana se desarrolla en una especie de escaparate, en el que lo que un individuo hace o expresa no
pasa inadvertido para los otros… El conocimiento de la vida ajena es materia de intercambio social en
un medio en que la fuente primordial de información son los otros y en el que la valoración social está
muy vinculada a la percepción que los demás tienen de la vida pública y privada del individuo. Esta
actitud vigilante de los otros y el consecuente temor a ser objeto de curiosidad malsana y murmuración
está presente por doquier. El narrador refleja esta atmósfera en diversas ocasiones.

Bajaban ya camino del río. Hacía un poco de aire y Julia se abrochó la chaqueta. El la cogió por los
hombros y la atrajo fuertemente hacia sí. Sentía ella la presión de la mano a través de la tela; iba
mirando furtivamente por si veía a alguien conocido. (p. 88)

El joven Pablo, que se ha formado en un medio cultural distinto, no es muy consciente, al


principio, de la importancia social del «qué dirán». Su amiga Rosa, la animadora del casino y, como él,
persona ajena al tejido social de la ciudad, le ayuda a situarse en ese mundo.

Habían entrado otras personas en el comedor y nos miraban. Yo me empezé a encontrarme a disgusto y
se lo dije a ella.
-Que nos miran, ¿verdad?- dijo en voz alta y destemplada. Aquí la animadora, lagarto, lagarto, y los que
van con ella, igual. (p. 79)
La aguda capacidad de observación del joven le permite percibir en seguida que «las paredes oyen»:
…de la primera cosa que me di cuenta al entrar fue de que no existía ningún lugar apartado, sino que
todos estaban unidos entre sí por secretos lazos, al descubierto de una ronda de ojos felinos. (p. 98)

Nadie queda fuera de esa difusa red del rumor. El propio Pablo es objeto de comentarios, del
«dicen que», por su relación –lo de menos es si es real o no– con Elvira. Las amigas de ésta la sondean
sobre su relación con Pablo y, ante sus respuestas evasivas, extraen sus propias conclusiones:

Ella dijo que no sabía nada, que apenas le conocía, que por qué le preguntaban a ella.
-Está por él que se mata –resumió Isabel cuando salieron-. Ya veis lo nerviosa que se pone en cuanto le
preguntamos cosas. No suelta prenda, se ve que quiere tener la exclusiva. (p. 116)

La vía de escape ante la rigidez de estos patrones sociales es, en ocasiones, la adopción de una
doble moral, en parte aceptada socialmente, como en el caso de Angel, el novio de Gertru, a quien
gustan las mujeres de mundo, cuya compañía frecuenta, aunque para el matrimonio elige a la
muchacha, recién salida del instituto y sin experiencia, decisión que el entorno social del novio, incluída
la propia madre, considera aceptable e incluso razonable, tal y como revela la conversación que ésta
mantiene con Gertru, su futura nuera:
-No son chicas para ti, desde luego- decidió.
-Pues Angel les tiene mucha simpatía, le gusta que yo vaya con ellas, a mí tampoco me gustan.
-Es que Angel tiene una cabeza de chorlito. Pero ya ves que sabe distinguir. Para casarse, bien que te ha
escogido a ti. A ver si ahora, cuando os caséis, le hacemos sentar la cabeza. (p. 235)

La decisión de Elvira de ir a un matrimonio de conveniencia con Emilio se encuadra dentro de los


mismos parámetros, algo que a su amiga Natalia, ajena aún al mundo de las convenciones, le llena de
asombro.
-¿Pero no es (Pablo) uno delgado, de canas así en los lados? ¿De gafas sin montura?
-Sí.
-Claro, el mismo. Dicen que está enamorada de él.
Yo (Talia) no entendía nada.
-¿Pero como va a estar enamorada de él? ¿No dices que se va a casar? ¡No se irá a casar con él!
-No, mujer. No entiendes nada. Con Emilio del Yerro se va a casar (p. 225).

La sujección a los convencionalismos sociales se extiende a los más variados ámbitos de la vida
cotidiana. La tradición de guardar luto es uno de ellos. La muerte del padre de Elvira da ocasión a la
narradora para presentarnos la larga serie de actos ritualizados a los que esta circunstancia da lugar. Las
limitaciones del luto afectan sobre todo a las mujeres, que no tienen la vía de escape de la actividad
laboral.

Elvira se levantó a echar las persionas y se acordó de que estaría por lo menos año y medio sin ir al
cine… . Eran plazos consabidos, marcados automáticamente con precisión y exactitud, como si se tratase
del vencimiento de una letra. Con las medias grises, la primera película. A eso se llamaba el alivio del
luto. (p. 114)

El rompimiento, por parte de Elvira, de algunas de las restricciones ligadas a la práctica del luto,
señalan el inicio de la quiebra de la aceptación social de estas tradiciones y, metafóricamente, de las
instituciones –Iglesia y Estado totalitario– que las sustentan.

2.4. SOCIEDAD Y VALORES: EL MICROCOSMOS PROVINCIANO

Pablo Klein, como narrador esta vez, ofrece los mayores cuadros descriptivos sobre el
microcosmos en que se desarrolla la acción: las calles del pueblo (cuestas, cafés, terrazas), las zonas
abiertas a la naturaleza (el río), y también los espacios cerrados y cuanto en ellos acontece (la pensión,
la casa de Elvira, el casino, la casa de Yoni, el instituto, etc). Un marco cerrado, estrecho, agobiante en
ocasiones.

En contraposición al limitado espacio, tanto físico como psicológico, de la ciudad de provincias,


la capital aparece como un horizonte, con un marcado carácter simbólico. Para Julia representa la
materialización de su deseo de escapar; percibe la marcha a la capital como su única oportunidad para
poder realizar un proyecto de vida autónomo: relacionarse normalmente con su novio, trabajar, no
estar sujeta a las trabas familiares y sociales.

La capital es también un elemento de contraste para hacer más patentes los modos de vida y
costumbres provincianas a través de cosas cotidianas, como la forma de vestir, que no son sino reflejo
de una determinada forma de pensar y de relacionarse con el entorno. La descripción de las prendas de
vestir de Goyita y Marisol está llena de sugerencias: «La chica de rosa (Goyita) se había puesto a hablar
con otra de rayas y con escote muy grande en el traje… llevaba sandalias de tiras y las uñas de los pies
pintadas de escarlata, la de rosa tenía medias». (p. 27)
El contraste se hace aún más fuerte en las formas de relación social. Marisol es espontánea y
directa, tanto en sus gestos y actitudes como en el lenguaje. Su desenvoltura hace que se aprecien aún
más las limitaciones de sus amigas provincianas.

Continuamente entraba gente nueva. Las muchachas recién llegadas fingían una altiva mirada
circular como si buscasen a alguien, y hablaban unas con otras en la confusión, sin avanzar. Dijo Toñuca
que allí sin sentarse estaban como desairadas.

-Ay, chica, pero bailaremos, cuánto prejuicio tenéis. ¿No ves que a esta mesa de dentro no se atreven a
acercarse? Si somos las mil y una niñas. ¿De dónde sacáis tantas amigas? (p. 67)

Los nuevos tiempos van también penetrando en ese mundo cerrado. El círculo de amistades en
torno a Yoni –discos franceses, tabaco americano, ¿tolerancia tal vez?– apunta en esa dirección.

3. TECNICA NARRATIVA

Uno de los rasgos distintivos de Entre visillos es el ensamblaje de las tres voces que constituyen
el eje narrativo de la novela. Estas voces se corresponden con el diario de Natalia (capítulos 1, 13, 16) y
el relato de Pablo (2, 4, 6, 8, 11, 15, 18), ambos en primera persona, y la presencia de un narrador
omnisciente en tercera persona (3, 5, 7, 10, 12, 14, 17). Podemos hablar, en lo que respecta a los dos
primeros, de la presencia de un narrador protagonista principal que adopta, no obstante, características
peculiares en cada caso. Destaca a simple vista el hecho que mientras Natalia y el narrador omnisciente
alternan dentro del primer capítulo, el relato de Pablo se distribuye en capítulos cerrados e
independientes cuyo número iguala al de aquellos regidos en su totalidad por la tercera persona (siete),
adquiriendo así una mayor presencia y autoridad narrativa que el de Natalia. En segundo lugar y
exceptuando breves sumarios, Natalia se refiere siempre a sucesos próximos al momento de la
narración. La temporalidad de éstos se expresa mediante sintagmas adverbiales precisos («Ayer vino
Gertru. No la veía desde antes el verano», p. 11, «Esta mañana, que era el día de Todos los Santos,
hemos ido al cementerio», p. 178, «Hoy me encontré a Julia que salía del portal de casa, cuando yo
volvía de clase», p. 221) y tiempos verbales que, como en el caso del pretérito perfecto, aluden a una
acción concluida pero reciente con respecto a la enunciación. Por último, el personaje hace referencia
en varias ocasiones a la naturaleza específica de su relato (un diario), y lo convierte en fiel reflejo del
habla personal «…la cuesta me la subí a pie», (p. 177) y colectiva «Gabardina nueva, oye, qué elegancia»
(p. 176), impregnada de registros coloquiales que reproducen la lengua hablada tanto en estilo directo
como indirecto.

En el caso de Pablo, por el contrario, el tiempo de la narración de los acontecimientos es


siempre distinto al de la acción, aunque desconocemos la distancia real que los separa. Asimismo,
carecemos de cualquier indicio en torno al destinatario de su relato, es decir, si se trata de una larga
carta (¿dirigida a quién?) o de una novela, o de un diario de viajes escrito a destiempo.
Consecuentemente, los tiempos verbales empleados (pretéritos simple e imperfecto) contribuyen a
crear cierta indeterminación temporal vagamente acotada por sintagmas circunstanciales imprecisos:
«Una noche me dio pereza salir a cenar…» (p. 75); «Recibí una carta de Elvira… comprendí por la fecha
que me llegaba con retraso…» (p. 94); «Estuve dos días sin saber qué hacer» (p. 95); «Una mañana fui al
instituto para hablar con el nuevo director.» (p. 96); «Una tarde de sol dimos un paseo en barca…» (p.
106). Todo ello contribuye de manera crucial a mantener el halo de misterio que rodea a Pablo, a su
pasado e incluso algunos aspectos de su presente, una incógnita que se mantiene indescifrable no sólo
para muchos personajes sino también para el propio lector.

Mención aparte merece la narración en tercera persona, sin duda uno de los mayores logros de
esta novela. Nos enfrentamos a un narrador cuyo discurso es en sí mismo una prolongación de la voz de
cada uno de los personajes, de sus valores, de su forma de hablar, que esquiva los juicios de valor y la
disección psicológica de otros narradores omniscientes. A través de él, Martín Gaite consigue crear una
entidad que nos permite, a un tiempo, acceder a determinadas parcelas de información a las que el
estilo directo no llega, a la vez que mantiene la configuración que del personaje van forjando los
diálogos y sus propias acciones, dejando al descubierto una velada invitación al lector para resolver los
diversos conflictos sociales y psicológicos que aquejan a cada uno de los personajes. Sin embargo, bajo
este aparente distanciamiento, su propia función como narrador indica, si no una posición moral ante
los hechos, sí al menos una labor selectiva sobre la información que ofrece de los mismos y, en última
instancia, su complementariedad con las otras dos voces narrativas.

3.1. PERSONAJES: Protagonista colectivo

En una obra donde los personajes con cierto peso superan la veintena, y dadas las
características narrativas anteriormente citadas, parece que, antes que establecer la clásica jerarquía de
personajes presidida por un héroe-protagonista, resulta más adecuado hablar de un protagonista
colectivo, cuya peripecia transcurre dentro de un microcosmos sin nombre pero que el lector intuye
como una ciudad castellana de provincias de la época franquista. Es este espacio común el que une a los
personajes y el que permite al mismo tiempo la convergencia de los tres relatos.

Por la dificultad que supone el análisis de todos los personajes que integran el personaje
colectivo, resulta imprescindible hacer una selección de aquellos que por su construcción literaria o
carga ideológica sean representativos de la obra. En el siguiente diagrama se han querido plasmar las
relaciones que estos personajes (en negrita) mantienen entre sí y con otros secundarios cuya presencia
desempeña un papel importante en la evolución de los anteriores y aportan en ocasiones información
esencial sobre sus características físicas o psicológicas. En este sentido nos sorprenderá el hecho de
que, tan sólo en contadas ocasiones, la narradora omniscente se aventure a proporcionar descripciones
de algún tipo, dejando que sea el colectivo de personajes el que se construya a sí mismo.

3.2. PERSONAJES: Personajes – narradores: Pablo

Como apuntamos anteriormente, Pablo es, junto a la narradora omniscente y Natalia, el hilo
conductor de la novela. Su mayor presencia como narrador en la novela, así como su compleja y
contradictoria personalidad y la perspectiva que le da su condición de outsider, le hacen merecedor, en
nuestra opinión, de un tratamiento diferenciado.

Del personaje de Pablo conocemos que ronda la treintena y que, tras haber viajado por varios
países, llega a la ciudad «hacia la mitad de setiembre» (p. 25). De su aspecto sabemos poco más de lo
que dice el narrador, que lo define como «chico delgado y de algunas canas» (p. 167); sin embargo, no
cabe duda de que ejerce un poderoso atractivo sobre todos aquellos que le conocen, hombres y
mujeres. Esto le convierte en un ser dotado de cierta androginia, reforzada por su entidad como
narrador. Es además un personaje misterioso de cuyo pasado sólo conocemos lo que nos llega a través
de la madre de Elvira y Teo, quien le recuerda llevando una vida bohemia (inaceptable por tanto desde
la posición social que ostenta) junto a su padre cuando aún era un niño.

Las verdaderas razones que después de tantos años le traen de nuevo a las calles de la infancia
se esconden tras el pretexto de cubrir una vacante como profesor de alemán en el instituto; sin
embargo el personaje no tarda en hacer una pequeña confidencia al lector.

…yo mismo me daba cuenta (…) de que en el fondo nunca habría pensado, ni aún antes de
emprenderlo, que pudiera tener el viaje otro sentido ni objeto que el que se estaba cumpliendo ahora,
es decir, el de volver a mirar con ojos completamente distintos la ciudad en la que había vivido de niño.
(p. 50)

Aunque su historia transcurre en una pequeña ciudad (donde es fácil conocer y ser conocido por
otros), sus únicos contactos tienen lugar con individuos concretos y en situaciones en las que puede
ejercer un cierto control sobre los demás: Rosa, la animadora del casino, se emborracha la nocha que se
conocen y él tiene que llevarla a la habitación; Natalia, unos quince años más joven que él, le debe
respeto y admiración como profesor; Emilio, absolutamente desconcertado por los desaires de Elvira, le
necesita como confidente de sus relaciones.

Los grupos, las aglomeraciones, le llenan de inseguridad. Así ocurre cuando, recién llegado,
prefiere bajarse del autobús antes que soportar o discutir las protestas de otros viajeros sobre su
presencia. Pero quizá uno de los ejemplos más claros tiene lugar en el casino ante los amigos de Emilio
cuando éstos tratan de bromear con él:

Un tal Federico me empezó a llamar filósofo, no sé por qué, y a dirigirme una serie de ironías que los
otros amigos apoyaban con risas. Me era antipático, en todo lo que decía, su tono de gracioso oficial. (p.
99)

Obsérvese, sin embargo, cómo su irritabilidad se convierte en complacencia cuando comprueba


su aceptación por el grupo: «Volví a ver a los amigos de Emilio, sobre todo a aquel Federico que me
pareció que se burlaba de mí la primera noche en el bar, y comprobé con extrañeza que me
consideraba amigo suyo» (p. 131). Algo muy similar ocurre también la primera vez que acude al estudio
de Yoni, que es, para los jóvenes más liberales de la ciudad, una especie de gurú: «Creo que no le fui
muy simpático» dice, contrastando esta percepción, líneas más abajo, con la de otros personajes: «Nos
ha dicho Yoni que le pareces muy tímido –me dijeron». (p. 133)

Estas demostraciones de inseguridad, de preocupación por la opinión del otro, delatan la


verdadera naturaleza psicológica de un personaje que se construye a sí mismo como independiente y
racional y, en tanto que narrador, como deidad superior a otros sobre los que ejerce control emocional,
como es el caso de Emilio y Elvira. Ambos, como casi todos los personajes que le conocen, sienten una
atracción inmediata por Pablo, y serán la conducta inestable de ella y su creciente amistad con Emilio
los hechos que irán situando el triángulo amoroso en el eje central de su peripecia.

3.3. PERSONAJES: Las mujeres en Entre visillos

Si aceptamos la tesis defendidas por teóricos de ambos sexos en torno a las diferencias
psicológicas entre hombres y mujeres, sería razonable buscar en toda manifestación artística
percepciones distintas de la misma realidad basadas en una diferencia de género. Sin embargo, desde
nuestro punto de vista, nada sería más erróneo que profundizar en este análisis. Habría, más bien, que
explorar la manera en la que se aborda la representación literaria de la identidad femenina en un
mundo construido a semejanza del hombre. No entraremos en consideraciones de estilo o de género
porque entendemos que tratar de clasificar Entre visillos como escritura feminista sería caer en un
reduccionismo innecesario.

Para analizar el compromiso de Martín Gaite con la mujer basta con mirar a sus personajes.
Algunas escritoras feministas, como Soledad Puértolas, han denunciado que la mayoría de los autores
actuales son incapaces de urdir personajes femeninos de hondura y calado. Probablemente no le falte
razón, sobre todo si se toman como referencia novelas convertidas en clásicos no tanto por la militancia
de sus autoras, sino por la credibilidad de sus protagonistas. A continuación presentamos una
semblanza de lo que consideramos son los cuatro personajes femeninos principales de la novela,
ordenados en lo que podría ser una escala que avanza desde el más sometido a la realidad social en la
que viven hasta el que lucha con más fuerza por liberarse de ella. Como ya advertíamos en la
introducción, entre todas configuran el protagonista colectivo Mujer, con mayúsculas, que desearía, a
menudo secretamente, ser oída, no desde la autoridad, la condescendencia o la exigencia masculina,
sino desde la igualdad.

3.3.1. PERSONAJES: Las mujeres en Entre visillos


Gertru

Estamos posiblemente ante uno de los personajes más transparentes de Entre visillos.
Representa de manera inequívoca el modelo femenino predominante en España hasta bien entrados
los setenta: la joven apenas salida de la adolescencia que conoce chico, y persuadida por éste abandona
los estudios para casarse y asumir el papel de ama de casa entregada al servicio de su marido y la
educación de los hijos.

Su perfil no sería completo sin la presencia de Ángel, su prometido, que es al mismo tiempo un
personaje-tipo con las características del hombre español donjuanesco que busca jovencita virtuosa e
ignorante sobre la que ejercer una relación de poder. Gertru es, a sus dieciséis años, la candidata
perfecta: «Y sobre todo mira, lo más importante, que es una cría. Ya ves dieciséis años no cumplidos.
Más ingenua que un grillo. Qué novio va a haber tenido antes ni qué nada. Es una garantía» (p. 48),
afirma el propio Ángel, haciendo una clara referencia a la importancia que, desde el punto de vista
masculino, tiene la virginidad en la mujer, tan necesaria para asegurar el mantenimiento de los valores
de la sociedad patriarcal.

El infantilismo de Gertru y su incapacidad para ver la realidad de manera distinta a como la


describe la figura idolatrada del varón, la hacen víctima de constantes abusos por parte de Ángel, que
ejerce su promiscuidad con las mujeres, su afición a la bebida y el sometimiento de ella a todas sus
decisiones con total impunidad. La diferencia de edad entre ambos, que supera la decena, se convierte
en un factor decisivo para el ejercicio de una autoridad revestida de actitudes paternalistas. Véase
como ejemplo la escena en la que Ángel le recrimina haberle ridiculizado con el bocadillo de tortilla
delante de sus amigos: «No Gertru, chiquita, (…) Es que hay cosas que una señorita no debe hacerlas. Te
llevo más de diez años, me voy a casar contigo. Te tienes que acostumbrar a que te riña alguna vez» (p.
149). Pero ante el llanto persistente y las explicaciones de Gertru, la voz de Ángel suena aún con mayor
firmeza en lo que se convierte en una declaración de principios: «Bueno, ya basta (…) Lo hago por tu
bien, para hacerte quedar siempre en el lugar que te corresponde» (p. 150).

La «potestad» con la que el novio trata a su futura esposa se manifiesta ya desde el primer
capítulo, en que Natalia hace una velada crítica al hecho de que Gertru abandone los estudios «porque
a Ángel no le gusta el ambiente del Instituto» (p. 11), como si de un padre se tratara intentando
preservar la integridad moral de su hija. Avanzada la novela, el poder de decisión de Ángel sobre ella
llegará a tener ecos fascistas cuando Gertru vuelve a cuestionarse la continuidad en el instituto: «Para
casarte conmigo, (…) con que sepas ser mujer de tu casa, basta y sobra». Y añade «Te he dicho que lo
que más me molesta de una mujer es que sea testaruda, te lo he dicho. No lo resisto» (p. 171).

La tiranía del personaje aparece retratada en todo su cinismo cuando tras la discusión se
deshace en halagos hacia ella antes de despedirse y volver a la fiesta del apartamento de Yoni donde ha
pasado la noche, a espaldas de Gertru, flirteando con una joven francesa: «…Ángel, que le había pisado
la mano con la suya sobre la alfombra, como por descuido, le acariciaba ahora el antebrazo, mirándola a
los ojos cuando Gertru no le veía» (p. 167). Su dimensión más grotesca llega con la aparición hacia el
final de la novela de su madre, cuya presencia no sólo actúa como refuerzo del destino social que la
joven prometida debe asumir, sino que viene a completar el arquetipo de mujer que ha perdurado a lo
largo de los siglos en el inconsciente masculino como la unión de virgen-madre-prostituta. En este
sentido, se reviste de especial trascendencia la escena en que, ebrio de alcohol, «iba besuqueando a su
madre y, mientras tanto, iba bajando la mano izquierda con la que la tenía a ella cogida por la cintura,
hasta acariciarle las caderas» (p. 236).

A pesar de pequeños gestos aislados de rebeldía, Gertru es uno de los personajes femeninos
menos luchadores de esta historia y ejemplifica el acatamiento de las decisiones y los designios
establecidos por el hombre, por los otros, que es asimismo considerada la manera «respetable» de
posar para una sociedad que le da la bienvenida en el «cóctel de petición»:

Llegó el día de pedida y casi no había hablado ni media hora con él. Todos los diseños de
muebles y las compras que había que hacer habían sido decretados por Lydia (…). Gertru estaba
aturdida aquellos días con el ajetreo de modistas, clases de gimnasia, comidas fuera con la suegra,
electricistas y carpinteros en su nuevo piso, invitaciones para el cóctel de petición (…). Ella puso las señas
en los sobres de acuerdo con lo que le fueron diciendo sus padres y Ángel, de un modo maquinal. (p.
236)

3.3.2. PERSONAJES: Las mujeres en Entre visillos


Elvira

Es sin duda la heroína fracasada de esta novela. Hija del difunto don Rafael y hermana de Teo,
vive atrapada en un atormentado mundo interior que se debate entre sus propias convicciones y la
herencia de la norma social. Esta división hace de ella un personaje contradictorio que encuentra en la
aparente seguridad de Pablo Klein y su experiencia de hombre de mundo una atracción erótica
inconfesada. Frente a personajes como Natalia, sus apariciones están cargadas de gran angustia e
inestabilidad emocional.

La primera descripción que de ella tenemos nos llega a través de Pablo en su visita a la casa
después de conocer la defunción de D. Rafael. El aura de artificialidad que aparece destacada en primer
plano actúa como preludio de la indefinición que va a caracterizar la existencia de este personaje a lo
largo de toda la novela:

De pronto había tenido la sensación de estar en el teatro. Su postura con la mano cubriéndose a medias
el rostro, el tono misterioso y evocador de su voz, el ruido de la habitación a mis espaldas; todo me
metía en situación (…). Cada paso, cada movimiento suyo me parecía que eran los que tenía que hacer,
como si todo estuviese calculado. (pp. 53-54)

En este primer encuentro y para sorpresa de Pablo, Elvira descarga, casi en estado de histeria,
toda la frustración acumulada durante años de reclusión en la ciudad. El hecho le servirá de pretexto
para escribirle una larga carta de disculpa que Pablo interpreta como declaración de amor. A partir de
este momento, surge entre ambos un vínculo presidido por las contradicciones psicológicas de Elvira,
empeñada en parecer una mujer independiente y segura de sí misma, a quien sin embargo delatan sus
gestos y sus palabras. Pongamos por ejemplo la escena del río. Elvira queda muy contrariada ante
pasividad con la que Pablo ignora sus confesiones de índole intelectual y espiritual, así como las críticas
a su vicio de complacerse en «dar vueltas a las cosas y darse vueltas a sí misma» (p. 138), en una clara
alusión a su carta. Desconcertada, se disculpa, se humilla ante él llamándose ridícula y estúpida, pero
inmediatamente reacciona en un acto desesperado de salvar su dignidad: «Digo lo que pienso y lo que
siento, no tengo miedo de lo que piensen de mí. Y estoy contenta, a pesar de todo, siendo como soy».
De nuevo, líneas más abajo, en estado de total impotencia ante la actitud distante y racional de Pablo,
se delata a sí misma.
-Diga algo –me pidió-. Que no parezca que me da la razón en todo como a un estúpido, o que me oye
como quien oye llover. No puedo sufrirlo. ¿Qué piensa?
-¿De qué?
-De mí, de las cosas que digo. (p. 139)

Elvira se muestra especialmente vulnerable a las opiniones de Pablo, quien actúa como espejo
que le devuelve sus contradicciones y desafía la parte oculta que no se atreve a mostrar en público.
Consciente del dominio que ejerce sobre ella, en los dos encuentros a solas junto al río y en la
habitación de ésta, Pablo no siente ningún pudor en manifestar abiertamente la atracción física que
siente por la joven. La liberación del deseo desestabiliza a este personaje que hace alardes de
liberación, presume de exhibir abiertamente su amistad con otros hombres, de ver más allá que las
otras jóvenes de su entorno, y , sin embargo, se encierra en sí misma, gravitando sobre su impotencia y
su falta de coraje para actuar según sus propios deseos de libertad. La tensión erótica que surge entre
ella y Pablo pone a prueba esta doble moral y nos devuelve a un ser atrapado en la lucha interior entre
la fantasía y la barrera que la sociedad patriarcal de la España de posguerra ofrece a toda mujer. Pablo
le hace reconocer esta lucha, admitir su preocupación por la repercusión social de sus actos. Su
indeterminación, su incapacidad para superar sus frustraciones, será lo que finalmente les separe y le
haga recluirse en Emilio, una puerta abierta al matrimonio que asegura la reproducción de los
esquemas patriarcales y es, sin embargo, la constatación de una derrota.

3.3.3. PERSONAJES: Las mujeres en Entre visillos


Julia

Julia, hermana de Natalia y Mercedes, está enamorada de Miguel, quien subsiste en Madrid
como guionista de cine y que trata de persuadirla para que se reúna con él. Miguel es un doble desafío
a la autoridad del padre, en primer lugar porque no se somete a la aprobación paterna, y en segundo
lugar porque representa una continua invitación al deseo sexual que atormenta a Julia con graves
sentimientos de culpa.

Su personaje guarda cierto paralelismo con el de Elvira en tanto que ambas padecen la lucha
entre el deseo de liberación y la obediencia a la norma patriarcal. Sin embargo, a los ojos del lector, el
origen de la angustia de Julia se debe no sólo a una herencia cultural que impide la rebelión contra el
padre, como ocurre con Elvira, sino a la presencia real de figuras que ejercen la autoridad masculina,
como es el caso de su padre y de la tía Concha. A éstos hay que añadir el papel que desempeña la
Iglesia, fiel defensora de los valores patriarcales y cuya jerarquía excluye a la mujer. Su importancia en
la educación moral española de posguerra queda perfectamente retratada en la escena del
confesionario. Julia, que ha crecido bajo los valores religiosos que defienden la castidad y la virtud de la
mujer hasta la consagración del matrimonio, siente la obligación de confesar ante el sacerdote sus
instintos de romper con los preceptos morales. La descripción del malestar psicológico y fisiológico que
se apodera de Julia se une a los tópicos asociados al sacramento: el llanto por el arrepentimiento, la
penitencia, las oraciones, o la imagen de la Virgen, paradigma de la aceptación de la voluntad divina y,
por ende, masculina (ver pp. 83-85).

También a diferencia de Elvira, Julia cuenta como aliada con Natalia, la única a quien confía el
estado de sus relaciones con Miguel y sus deseos de reunirse con él en Madrid. La única escena entre
las dos hermanas tiene lugar con la sugerencia de Tali de subir a la torre de la catedral. La torre, al igual
que los castillos y los lugares elevados, posee una gran simbología onírica relacionada con temores
internos. Para Tali el ascenso supone una conquista de libertad, pues le permite evadirse, elevarse
sobre todo cuanto la vista alcanza: su casa, la ciudad… Por el contrario, el ascenso a esa libertad
embarga de temor a Julia, quien ve en la oscuridad y la angostura de la escalera de caracol la dificultad
del camino y no la salida a la que conduce:

Tali se empinó con el brazo extendido y le brillaban los ojos de entusiasmo


-No seas loca (…) te vas a caer, ¿no te da vértigo?
-Qué va. Mira nuestra casa. ¿Verdad que se está muy bien tan alto? Paseó un momento sus ojos sin
pestañear por toda aquella masa agrupada de la ciudad que empezaba a salpicarse de luces y le pareció
una ciudad desconocida. (p. 73)

El desarrollo del personaje de Julia es paralelo al continuo sin vivir, las complicaciones que atraviesa su
relación con Miguel. Éste representa la imagen del hombre libre, independiente, pero al mismo tiempo
representa la virilidad, la fuerza física y psicológica que somete a la mujer. Así se manifiesta a través de
las connotaciones de agresividad en la descripción del tratamiento de Julia manejada como una muñeca
por la brusquedad de los hilos que mueven las manos de Miguel: «Ella quería cambiarse de traje pero
no la dejó. La empujó hacia la puerta y echó a andar a su lado, cogiéndola por el pescuezo. De broma le
daba meneones, columpiándola hacia sí. La despeinaba» (p. 85), «él la cogió por los hombros y la atrajo
fuertemente hacia sí» (p. 88), «le separó bruscamente las manos de la cara» (p. 89), «La apretaba un
brazo nerviosamente». Gestos revestidos de propiedad y autoritarismo que prolongan la educación en
el sometimiento a la voluntad del hombre transmitida a través de la veneración y el respeto hacia la
figura del padre.

La relación entre ambos es también una metáfora del conflicto entre dos clases sociales cuyas
diferencias afloran en numerosas ocasiones. Tomemos como ejemplo la visita sorpresa de Miguel. Tras
su paso por el confesionario, Julia acude a casa a cambiarse de ropa para reunirse con sus amigas en la
puerta del cine. En el portal se encuentra con Miguel quien «Traía una cazadora de cuero bastante
manchada y no estaba bien afeitado» (p. 85). A pesar de la súbita alegría que le produce el encuentro,
Julia camina a disgusto paseando por la calle en compañía de él y trata de persuadirle para que se asee
un poco antes de presentarle a las chicas. Miguel, visiblemente despreocupado por la importancia de
las apariencias, responde desairado: «Si quieres presumir de novio delante de tus amigas, yo no soy
ningún maniquí» (p. 86). Ante éste y otros ejemplos, resulta coherente, por tanto, que, aunque no
tengamos antecedentes de su vida, Miguel rehuya el compromiso formal con la familia de Julia y su
necesidad por alcanzar la estabilidad y la posición social que otorga el matrimonio.

Al final de la novela seguiremos sin conocer el desenlace final de la relación. Aunque probablemente
poco importe. Sabemos por lo que Natalia dice a Pablo en las últimas páginas del libro, que Julia marcha
finalmente a Madrid: «El novio le ha encontrado allí un trabajo, pero mi padre no sabe nada todavía, se
cree que vuelve después de las Navidades» (p. 255). Es aquí donde debemos ver el triunfo de Julia como
persona y como mujer, que afronta su destino asumiendo su responsabilidad en él.

3.3.4. PERSONAJES: Las mujeres en Entre visillos


Natalia

Siendo la menor de tres hermanas, presenta el carácter soñador, independiente y rebelde de


cualquier adolescente. La ausencia de su madre y la falta de una figura materna válida, que no
representa la tía Concha, hacen que Natalia tenga por único modelo de conducta a su padre sobre
quien proyecta todas sus necesidades afectivas. Cuando la distancia entre padre e hija aumenta, Tali
descubre un nuevo modelo masculino en Pablo Klein. Su compañía le devuelve la complicidad y la
comunicación de las que disfrutaba en la relación paterna durante la infancia, lo que desencadena el
descubrimiento de la atracción por el otro sexo.
Su amistad con Gertru es otro de los ejes temáticos en torno a los cuales se construye el
personaje. Mientras ésta decide afrontar el rito de paso hacia el mundo adulto que supone el
matrimonio, Natalia demuestra desde el comienzo su reticencia a la aceptación de un papel social que
pasa por la sumisión a la voluntad del hombre. Esto es especialmente claro en el primer capítulo, en el
que Gertru le habla de su compromiso con Ángel, del abandono del instituto por voluntad de éste y de
su «puesta de largo», que es en sí misma un rito de iniciación, pues simboliza la salida de la
adolescencia: «No comprendía (Gertru) que no hubiera convencido a mis hermanas para ir yo también
(…) Le dije sólo que soy pequeña todavía» (p. 12). A esto debemos añadir las numerosas referencias a su
despreocupación por la coquetería y las formas, lo que hacen de ella una joven natural y espontánea
frente a otros personajes que, como Gertru, se adaptan a los cánones dictados por una sociedad regida
por el hombre: «…no quería arrugarse el vestido de organza amarilla. Yo me senté en la hierba, contra
el tronco de un árbol, y ella se quedó de pie» (p. 12). Confundida ante el súbito distanciamiento que se
va a producir entre ambas, se resiste a compartir las emociones que todos estos cambios prometen a
Gertru. La misma renuncia aparece páginas más tarde cuando Mercedes explica a Isabel que Tali se
niega a ponerse de largo a los dieciséis años. Ante la sospecha de Isabel de que se deba a la negativa del
padre, Tali reacciona con rotundidad afirmando con voz propia «No. Soy yo, yo, la que no quiero».

Natalia y Gertru vuelven a aparecer juntas en el capítulo 5, que comienza con la salida de los
toros. El episodio se convierte en una velada crítica al exhibicionismo de Gertru, que avanza en su
inmersión dentro del mundo adulto. Elementos como «los tacones», «la peineta», «el traje de glasé» o
la «mantilla» (p. 63) se convierten en signos de ostentación. (Obsérvese en la página 64 cómo Gertru
coloca cuidadosamente el mantón de manila para que sea admirado por todos al paso del coche). En la
siguiente escena, que tiene lugar en el casino, aún seguimos contemplando el extrañamiento que
producen en Tali los cambios de comportamiento, la repentina afectación de Gertru, especialmente
delante de su novio y el amigo de éste: «Gertru hablaba con una voz distinta a la de la suya de siempre,
más nasal». Entre ellos, y en el ambiente del casino, Natalia se siente pequeña, intimidada por la
conducta, el tono asertivo, dominador, desafiante, condescendiente, de Ángel y Manolo Torre, quien
queda retratado como el prototipo de la autoridad paternalista con que el hombre trata a las mujer
joven e inexperta. Apelativos como «bonita», «pequeña», «fierecilla», «monada», «mi vida», «rica»,
resultan irritantes a los oídos de Tali, la intimidan a la vez por la familiaridad y la seguridad con que
Manolo se dirige a ella. Por edad y por experiencia, el seductor se halla más próximo a su padre, de ahí
que le trate de usted y no se atreva a enfrentarse a él. El capítulo se cierra con el encuentro entre
Natalia y su hermana Julia en el que se transmite la complicidad que une a ambas en sus deseos de
liberación frente a la norma del padre y, por ende, de la sociedad. Cuando Julia expresa sus deseos de
marchar a Madrid en contra de la voluntad de su padre para reunirse con Miguel, Natalia contesta: «Me
parece maravilloso que te quieras ir. Te tengo envidia…»

El capítulo 13 retoma el testimonio directo de Tali a través de su diario. En él se concentran de


forma magistral varios indicios que explican la desubicación que sufre Natalia respecto a todo cuanto la
rodea y la necesidad de refugiarse en su diario. La escena del cementerio está cargada de simbolismo.
Las numerosas alusiones de Tali a la tierra y las plantas, junto con su afirmación de que la imagen que se
ha inventado de su madre «no se parece a la de la foto» (p. 180) nos hace pensar en la tierra como en
una madre arquetípica, que suple el vacío de la madre biológica. Frente a lo que cabría esperar, ni
Mercedes, la hermana mayor, ni la tía Concha suplen este vacío, pues actúan como meros agentes
represivos de la autoridad patriarcal, como puede observarse en diferentes ocasiones. Recordemos,
como ejemplo, que no la dejan ir a la escuela a pesar del consentimiento del médico, o que advierten al
chófer y la criada que empiecen a tratarla de usted, pues no es decoroso que a una joven virtuosa y de
buena familia se la trate con familiaridad desde una clase inferior una vez superada la adolescencia.
En este mismo capítulo, Natalia nos hablará por primera vez de Pablo Klein y atenderemos
mediante el relato y sus descripciones a la súbita admiración que conduce en breve al enamoramiento.
Tali, que se resiste a vivir los cambios, refugiada en los estudios y su diario, de pronto se enamora de la
figura paterna que ha proyectado en el profesor de alemán, quien la escucha, la anima, la respeta y le
hace confesar verbalmente la carencia de estas atenciones en su casa y los cambios en la relación con
su padre: «Traté de decirle que yo no puedo discutir mucho en casa porque soy la pequeña y se ríen de
mí, y que también mi padre había cambiado mucho (…) que antes, de más niña, podía pedirle cualquier
cosa y siempre me lo daba» (p. 184). Asimismo, le incita a defender su intención de estudiar una carrera
frente a la voluntad paterna: «Se quedó muy pasmado de que, queriendo yo, admitiera la duda de
estudiar carrera o dejarla de estudiar. Dijo que era absurdo». Este desafío de la autoridad patriarcal,
que supone en sí mismo una desmitificación de la figura del padre, es retomado de nuevo en el capítulo
quince dentro de la narración de Pablo Klein. Tali acepta su invitación de tomar un café en un sitio
público, asumiendo, con gran emoción, el riesgo de ser vista por su padre y ocasionar un conflicto
familiar, lo que automáticamente convierte a Pablo en instigador y cómplice de la ruptura de la norma.
A lo largo de la conversación descubrimos una de las revelaciones más interesantes ya anunciada de
forma velada en capítulos anteriores «Su padre y ella se entendían bien entonces, cuando estaban en el
campo, hasta que empezaron a tener dinero y se vinieron todos juntos a vivir. Desde entonces era la tía
la que mandaba en todos y se había empeñado en civilizarla a ella y en refinar a su padre…». La
declaración manifiesta abiertamente lo que se sospecha a lo largo de toda la novela, a saber, que a
veces es la propia mujer educada bajo un sistema de valores patriarcales la que fomenta y mantiene la
educación de los mismos, en ocasiones de forma más agresiva que el propio varón, pues mimetiza y
reproduce las actitudes del poder

En este sentido, todo el capítulo 16 resulta bastante iluminador. Comienza con las quejas de
Natalia ante la insistencia de tía Concha para que salga de su dormitorio a estudiar en el salón, dejando
de manifiesto los deseos de aniquilación del espacio privado por un espacio colectivo en el que resulta
más fácil ejercer el control y, por extensión, la autoridad. Este primer párrafo enlaza con el final del
capítulo anterior en que Pablo Klein advierte a Natalia de que «la sumisión a la familia perjudica muchas
veces. Limita o anula la libertad del individuo». Paralelamente, la ignorancia se revela como otro de los
pilares sobre los que se sustenta la autoridad. Así se explica que ninguna de las hermanas haya
estudiado carrera universitaria o la existencia de numerosas manifestaciones de desinterés por parte de
Mercedes y tía Concha hacia los estudios de Natalia cuando, por ejemplo, se oponen a que asista a la
escuela, o cuando tía Concha la incita a perder clases para pasar unas horas con Petrita López (p. 222).

Por fin, Natalia, consciente de la circunstancia que rodea a ella y a sus hermanas, a Julia
especialmente, decide armarse de valor y en el capítulo 16 trata de hablar con su padre, quien se
expresa por primera vez en la novela a través de estilo directo. Va a verle como a un dios entronizado
que cuando la ve llegar cree que va a rascarle la espalda, un acto de humildad y servilismo entendido
dentro del contexto que estamos analizando. En tan sólo dos oraciones, sus palabras resumen el
diagnóstico de la posición sociocultural de las mujeres españolas de posguerra: «…la tía Concha nos
quiere convertir en unas estúpidas, (…) sólo nos educa para tener un novio rico, y que seamos lo más
retrasadas posible en todo…» (p. 228). El dios distante y poderoso del que se nos había hablado hasta
ahora se hace pequeño y se conmueve ante las acusaciones sobre su falta de atención para con las
necesidades y las demandas de sus hijas. No afronta el problema, sino que enfrenta a Natalia a un
cambio al que ella se resiste cuando le dice que no puede seguir comportándose con las libertades de la
infancia. Empujada tal vez por la autoridad que acompaña a la voz paterna, Natalia acude en el capítulo
diecisiete a la fiesta de pedida de mano de Gertru «disfrazada» para la ocasión, ante la complacencia de
la tía Concha. La parafernalia y artificialidad que rodea las distintas escenas concluye con la
desesperación y el llanto de Tali que comprueba que, de manera irreversible, la amiga de tiempos
pasados se ha integrado en un mundo regido por el hombre donde impera la sumisión al mismo y el
protagonismo de los valores materialistas.

El dramatismo asociado a esta toma de conciencia, sin embargo, antes que impulsar el fracaso
del personaje femenino, consigue, como en el caso de Julia y a diferencia de Elvira o Gertru,
desencadenar la ruptura de los lazos opresores de la educación familiar. Frente a todos los obstáculos,
sabemos por el último capítulo que Natalia se atreve a dar un paso decisivo, cuando le hace saber a
Pablo que está decidida a estudiar una carrera universitaria.

En 1957, año de publicación de Entre visillos, Natalia representa ante todo, una metáfora de
futuro, la esperanza en generaciones de mujeres que, como ha probado la historia, han conseguido
romper estereotipos y encontrar una posición en la sociedad que ya no depende de su relación para con
el hombre o de los roles asignados por la tradición patriarcal, sino de su independencia y libertad para
elegirlos.

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