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Justo Navarro

(Granada, 1953)

Luciérnaga

¿Te acuerdas de las últimas luciérnagas? Latía


su fulgor movedizo sobre la fronda ilesa.
Ahora que, caprichoso, el verano se enfría
y un aire de inclinada caligrafía inglesa
hace vibrar los cables y se instala en los setos,
las he visto otra vez. Me has cerrado los ojos
muy apretadamente: una trama de objetos
menudos, de neón, bulle como despojos
de luz. El agua es una seda estrujada
en la piscina: un viento fugaz nos acurruca.
¿No brilla una luciérnaga en tu córnea, parada,
cuando tocas mi carne y me besas la nuca
y acatamos felices la noche de verano?
Vivir es esta dulce disolución en vano.

Plano de fumadores

Telón de luz: es una apacible hoz helada


el cielo. Hay fumadores cerca de las sombrillas.
Me gusta su aire dulce de fruta macerada
o de guante vacío. Las lonas amarillas

les dan además cierto fulgor que sólo existe


en los vidrios manchados de las mesas de análisis
de sangre. En la piscina la claridad persiste:
una página en blanco. Conozco esta parálisis

de aeroplano caído. A veces una mano


-si se ha fumado mucho, el ascua nos calienta
los dedos- alguien mueve. Soy yo, y era verano.
Nuestra muerte tomaba una cámara lenta.
Piscinas al final de la tarde

Delicada os avisa
la muerte. Por ejemplo: ese reposo
de la hora en que el agua lisa
es un gong silencioso.

Francotirador

¿Esta luz es de hoy? Que mañana suceda


lo que apetece ahora. La química del tedio,
y su rumor de seda
frotada, paraliza las cosas sin remedio

Ajenas. Como viven los minúsculos clanes


que surgen al amparo de un gran hotel, los signos
complicidad y afanes
pueriles aparentan. En los rasgos indignos

de la luz estancada asombra un pasadizo


de cegada salida; y en el folio liviano
y blanco, el movedizo
aire de quien quisiera tener un arma a mano.

Visitas

A las seis de la tarde eran las aguas quietas.


Cabelleras albinas.
Nos ganaba un sigilo de señales secretas
y una fatiga dulce de emoción en ruinas

nos poseía: así un importuno huésped


ocupa un domicilio
ajeno. Lastimando con su pisada el césped,
el pasado volvía, sin llamar, del exilio,

incorregible y fatuo como uno de eso reos


que frente al esmeralda
tapete se perdieran. Pesaban los deseos
como deudas oscuras que ningún oro salda.
El viajero

Fuera del enllamado


toldo gualda y añil de la terraza,
miradlo: se ha parado
como uno que, de caza,
merodease. ¿Veis que la melaza
de la tarde le prende
la camisa amarilla, el amplio y rubio
pantalón? Aún enciende
la avenida un diluvio
de bengalas veloces. “Libre efluvio
de luz, ¿de qué me vales?”
se pregunta el viajero, pues lo asombra
que ha de morir. Señales
le han dado aviso. Y nombra
su propio nombre y huye hacia la sombra.

Rectificación, reencuentro, infalibilidad

“No volveremos
a vernos. Bueno, si volviéramos
a vernos, es probable que no fuéramos
nosotros”, dijo. Entonces

murió y resucitó
pero imperfectamente.
“Te diré –me decía y con un dedo
quitaba el polvo de la lámpara, una

mosca miraba con


ojos de comisario- por qué olvido
a las personas: para
olvidar los errores que cometí con ellas.

No existen las personas,


Los errores existen.”
La conciencia exterior

Vi la luz de la fiesta
nupcial y vi la luz
del patio del hotel, deshojada, talada

y en la ventana sin cortinas vi


cómo alguien se ponía
una inyección. Conozco

ofensas, culpas y otras entidades


que sólo existen si
alguien cree que existen. O las adiviné

en la cara de los otros, aunque fueran


sólo mías: conciencia
exterior, por así decirlo.

Vida en común

No es una aparición
nocturna, insomne: eres
tú, en el espejo, en la escalera
mecánica, en los almacenes
de luz blanca de cámara
frigorífica, aunque celeste
es fuera el mediodía. Tú le dices
lo que ella no te había dicho, y sientes
como si lo dijera
ella dentro de ti, como si las paredes
entre vosotros os unieran,
más íntimos ahora. Y los labios se mueven
en el altar de los televisores
sin sonido: parece
una sentencia de expulsión.

Conversación privada ante el espejo

No es esta ropa la que deberías


llevar, entre estos muebles que tampoco
aceptas, invasores molestos, y esa cara
no es la cara que alguna
vez inventaste para ti, aunque sea
la cara de los tuyos, con la que fuiste otro
otras veces y ahora.
La fortaleza

Levantaron la voz en la comida


y después de comer volvieron a insultarse
sin frases excesivas, sólo hablando
de sus manías más perseverantes
(dejar un vaso
vacío y sucio en el lavabo,
por ejemplo), y entonces
uno de los dos sintió ganas
de toser, y no tosió, pues esa
señal de que podía
emitir sonidos humanos quizá fuera
entendida como un mensaje
de capitulación o tregua. Y no bebió
agua: un movimiento ahora supondría
un síntoma de debilidad.

La vida social

Había hormigas en el blanco


mantel, y no podemos
decir que fueran exactamente negras. El dueño de la casa

después de la comida se durmió

de pronto y el teléfono sonaba


en una habitación de las más hondas.
Comíamos naranjas. Pensaba en levantarme de la mesa

igual que en otra etapa

de mi vida soñé con irme al norte


de Inglaterra y llegué a planearlo
con vaga precisión de trenes y aviones que nunca tomaría.
Batman

Me hablaba el jefe, y no
era de mí de quien hablaba, pero al hablarme, y hablarme de sí mismo
tan fervorosamente, hablaba
de mí, de cómo me juzgaba digno
de sus palabras un momento, o así lo pensé. Y, mientras
él creía que yo sólo escuchaba
(o así yo lo creía),
recordé la existencia de animales
que pueden orientarse por el eco
de sus propios sonidos, los murciélagos.

La alianza

–El dolor –me explicó– es el origen


de la memoria, así
que avisamos: “Te acordarás
de mí”, o, por expresarlo
de modo más directo: “Voy a hacerte
tanto daño que no lo olvidarás”. Pues el dolor
es un anillo
en el dedo que lo merece, o cambiado
de dedo para recordar.

Matrimonio

La vida era una pista


de tenis ordenada:
líneas bien blanqueadas y trazadas,
la rede tensa, a la altura
reglamentaria, un matrimonio
feliz. Había estado
en el garaje. Había
cambiado dos neumáticos
viejos, sin aire, manos llenas
de polvo y tizne, un domingo
en la casa de campo, cuando sonó el teléfono.
Voló sobre la pista
de tenis, respondió, y era un deber perderse.
El arte de contar secretos

Cosas privadas me contaba, muy


privadas, pero usaba voces, métodos
que sugerían que, al contarlas

en público (aunque el público


fuera exiguo, probablemente sólo
yo, en aquella sesión de noche),

querría hacerlas más privadas, memorablemente


secretas, si los hechos
se hacen secretos cuando son contados

una vez por lo menos.

El síntoma

Una torre, alta torre, sin ventanas:


la recorre una rampa

en caracol, desde la base


a lo más alto, y, una vez que uno

se aleja de la puerta, sólo sabe


a qué altura se encuentra por su propio cansancio.

el cansancio es la única
relación con el exterior.

El peso feliz de los deseos

El disc jockey dijo en la radio que la vida


tiene que ser estéreo todos
los días, y así puso
el oyente deseo por deseo
en un plato de la balanza, y en el otro
el mundo, y parecía
el mundo no pesar, insustancial, nada en comparación
con el peso feliz de los deseos.
Habitación de los niños

En la tiniebla está perdido el viejo


niño que se asustaba de lo oscuro:
era su soledad de miedo puro,
y a oscuras ni encontraba su reflejo

en el espejo de su dormitorio.
Un fantasma será: no duerme nunca
y huye del sueño, de la vida trunca
de la noche sin fin, laboratorio

de oscuridad que anula lo disperso.


Con los ojos abiertos o cerrados
todo es lo mismo entonces, unos dados
en negro, iguales siempre. El universo

cabe en el niño a oscuras, y es igual


vida o muerte, de un mismo mineral.

Memorias de astronauta

En la nave espacial mi padre,


en sus momentos de concentración,
era muy maniático
con los ruidos. Así aprendí

a oír lo que yo callaba:


mi voz dentro de mí, la diferencia
entre la voz que me sonaba dentro
y la voz que sonaba fuera, cuando

llegaba a hablar, Houdini


hundido en el océano
silencioso, en un cofre
atado con cadenas y candados,

por fin en fuga. Mucho tiempo


la voz llevaba dentro madurando
y era de otra estación, siempre una voz
inoportuna, un níspero

en invierno: salía como de una pelea


contra sí mismo, nula, inválida
para los ejercicios que exigía
el espacio exterior.
Otros modos de provocar afasia

Una inyección intracarótida


de amilobarbital sódico causa
afasia, pérdidas posibles
de conciencia, pero una voz

de padre, que te llama


y te dirige la palabra
tranquilamente, un día
nublado, puede producir

efectos similares: por ejemplo,


en mi amigo, hijo de un célebre
cirujano plástico, o general
del Ejército, no me acuerdo.

Una vez me contaba que la voz


de su padre le provocaba
afasia, eso me dijo,
parálisis de la musculatura bucal, silencio, lengua

atada. No aprendíamos retórica,


el arte de persuadir, sino el arte
de enmudecer
a uno mismo o al adversario.

Academia Bertlitz

Morir es un idioma, y deberás


aprenderlo: no es una luz
de ojos cerrados, de capucha

o máscara. No llega
como noche de fábrica vacía.
No te busca: no tiene

qué decirte. Es un secreto


lenguaje de una sola
palabra: quien la aprende ya no es él.

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