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ALMA

Anónimo

La ponchera alzaba sus llamas azuladas y movibles; por un


capricho, los cuatro jóvenes habían apagado toda luz que no
fuera la del ponche o la de la chimenea que encendida
soltaba sus reflejos ardientes.
El papel oscuro de la habitación y los muebles de roble
tallado, oscuros, vagaban sus formas con reflejos extraños
entre las sombras.
La palabra de Raúl tenía sonoridades raras, estridentes a
veces y musicales otras: aquella voz solía girar en una
espiral apasionada, como un crescendo intenso y doloroso;
todos quedaban suspensos y escuchaban, mirando en sus
grandes ojos pardo oscuros los reflejos de la llama
azulada.
Él contaba una historia triste, el amor más celeste en su
primer capítulo: el amor más dramático en su segundo.
Había en su acento la conmoción de una vida real de una
pasión que hacía latir el corazón con rumores de muerte
cercana.
-¡Toma! dijo de pronto Anacarsis1, para sacar a su amigo de
aquellas emociones que hacían sufrir a todos, y le estiró
una copa servida,
-Tomemos, dijo tranquilamente Raúl con ojos llenos de
lágrimas. Y todos bebieron en silencio. Nadie habló más y
como una sombra fúnebre se extendió sobre todos.
-¡Vamos! dijo de pronto uno, sintiendo como una soledad
helada entre los amigos tan bulliciosos al principio.
-¡Vamos! dijeron los demás. Y poco a poco el salón oscuro
quedó vacío.
-¡Por qué no te has quedado tú? -dijo Anacarsis a Raúl, en
la puerta. ¿Por qué has tomado el sombrero y tu sobretodo?
¿Por qué no te quedas en tu casa? ¡Mira qué noche horrible!
-Tú siempre buen amigo y cuidando por mí. ¡Déjame! ¿No
sabes que ahora hago vida de murciélago?
-¿Rondas los tejados?
-O los templos y los sepulcros, como esos que toda la noche
chillan en la iglesia de la Piedad o en la Recoleta.
-¡Vaya vaya! ¿Adónde vas?
-Con el viento.
-¿A la sombra?
-Al misterio. Tengo el alma de luto, no puedo llorar a
gritos. Suelo reírme o pasear solo de noche.
-Acentúas tanto la palabra que te dejo solo.
-Gracias, hasta mañana.
Raúl siguió hacia el Norte; las calles estaban oscuras,
densamente oscuras; el viento traía todo el hálito de las
cloacas y de la tierra removida entre una humedad empapada
de nieblas que ocultaban hasta los faroles; un soplo helado
entraba hasta los huesos; el piso gredoso estaba lleno de
barro; sus ropas y su barba estaban empapadas al llegar a
las cinco esquinas2 ; una sombra como de muerto cayó a su
alma, y como diablos fantásticos trabajando entre estrellas
de fuego, dando grandes golpes en hierro, parecían los
obreros que excavaban y removían las vías del tramway.
¡Qué camino extraño siguió! Debía tener fiebre. En un muro
amarillo apoyó la frente, y después de un instante siguió
andando.
Cruzó la plazoleta envuelta en sombras y vapores de agua,
desvió por el muro del cementerio hasta llegar a la calle
de Ayacucho, y doblando allí subió por la barranca
costeando siempre el paredón sombrío, hasta perderse como
incrustándose en la niebla negra.
De pronto, como los murciélagos a que se había referido, de
un salto vigoroso su cuerpo se alzó en el aire y con el
impulso de las manos pasó al otro lado del muro.
Se hallaba en el cementerio.
El silencioso dominio de los muertos abría sus calles de
tiniebla que parecían penetrar en la sombra eterna; la masa
de los sepulcros se alzaba y de los muros helados corrían
las gotas frías del agua en vapor que los mojaba. Cruzó por
todo aquello, hasta llegar a la calle central. La tormenta
que avanzaba, rodando sus masas de nubes, daba esos tonos
cárdenos, esas luces cobrizas de vez en cuando. Allí se
detuvo, a esos reflejos fantásticos de tormenta, ante una
visión suprema como la Dolorosa misma: la estatua de
Tantardini3 sobre la tumba de Quiroga que reflejaba con
vislumbres extrañas las emanaciones del cielo sobre la masa
blanca de su mármol.
Quedó allí estático, en la contemplación de aquel dolor
magnífico, de esa actitud mansa y resignada, que en una
armonía suprema desprende la idea del dolor que la ha
inspirado, como la vida impalpable de las cosas sin
movimiento.
Con un medio semejante, era imprescindible mirar aquella
belleza.
En qué estado tenía el espíritu, que se arrojó en la calle,
allí enfrente, entre las tumbas de Brandsen y de Mayer4 Las
sombras húmedas se abatieron sobre su frente afiebrada en.
la que se alzaron las visiones del alma.
-¿Por qué has abierto la puerta de tu morada?, dijo su alma
sonriente en su letargo alucinado a la joven muerta que
avanzó hasta él. ¿No temes el sudario de la niebla?
-La forma está perdida y tú no sientes más que la esencia
que te toca, Tus ojos se han agitado y agitando las células
te han evocado la imagen de un recuerdo que está grabado en
los líquidos de tu cerebro. Pobre aparato que no da más que
un reflejo neto o combinado.
-¡Tú!
-Me has reconocido.
-¡Alma! No puedo alzarme. Siéntate aquí a mi lado.
La muerta sonrió en sus formas diáfanas y se reclinó sobre
el joven sin pesos ni perfumes, como la luz de la noche.
-Mucho has de haber sufrido, mi pobre muerta, dijo él,
después que nos separamos en la tierra.
-¿Por qué? Yo era sola en el mundo y mi alma, que no había
abierto a los amores, no sintió el dolor por los que se han
quedado. Yo no tenía amigos en el mundo.
-¡Oh! Pero la muerte misma es un dolor, es un sufrimiento
horrible. Así nomás no evoluciona la forma sin un
sacudimiento. Todo lo que arranca es dolor.
-La muerte no es sufrimiento, la agonía es un placer. La
función de morir es absolutamente vegetativa. Caemos como
la flor marchitada en la tarde de verano, como aquellas
violetas que morían en mi seno.
-¡Alma!
-¡Oh! Ustedes no saben eso. Sin embargo, escucha: el grado
de sensibilidad de tu carne esa en proporción de la
integridad de tus tejidos. La inflamación eleva esa
sensibilidad, la edad la deprime. Cualquier efecto de las
funciones vitales perturba al individuo hasta que el ácido
carbónico generado en la desvitalización de la sangre se
fija en las células y no cambia de lugar. Los ganglios
sensorios pierden su irritabilidad en virtud de este veneno
y cesan de conducir corrientes. El proceso termina, la
muerte llega cuando esta extinción de sensibilidad
prevalece en los últimos filamentos. Así la muerte en la
ancianidad -lentamente-, la muerte en la juventud-
rápidamente-, no son en suma más que un envenenamiento por
el carbono, esos gases que aspiras en este instante.
-¡Alma!
-No es otro el proceso de la muerte.
-Por el uno o por el otro proceso, al fin se sufre, la
forma no puede desagregarse sin una conmoción inmensa.
-¡Oh! No: la acción del veneno es paulatina, escucha aún.
Durante el desarrollo de esta entrada al adormecimiento de
la muerte, se pasa al estado de reposo, y en vez de
sufrimiento, las mismas excitaciones de la inflamación, si
llegan a tocarlos sensorios paralizados su intensidad está
perdida, y si provocan la conmoción, esta es un placer y no
dolor, algo como el ciego que recobrara la vista, y el
grado de satisfacción raya en delirios de entusiasmo en el
cerebro del moribundo. Las sensaciones producidas por el
opio, por el éter y por el hatchich en nada se diferencian
de la actividad mental del moribundo. Si hay remordimiento
en el que muere, sus alucinaciones pueden ser de tortura,
el justo muere en paz y sin experimentar nada que tenga
relación con el dolor. El ácido carbónico ha envenenado o
narcotizado los ganglios y se paraliza todo acto reflejo.
El padecimiento fisiológicamente hablando es imposible a
causa de la detención de las funciones del simpático.
«¿No has visto los niños que mueren con tanta, facilidad
como respiran? ¿No has oído a los ancianos llamar a la
muerte su buena amiga? La muerte es un placer, oh buena y
sabia naturaleza, y el cuerpo adormecido, envenenado por el
carbono, se abate como en el reposo anhelado».
-¡Alma! ¿La muerte es un placer?
La joven se alejó con su sonrisa plácidamente triste y se
detuvo enfrente en una actitud de dolor supremo.
Raúl hizo un esfuerzo y se halló frente a la pura imagen
dolorosa de Tan tardía que reflejaba en su mármol las raras
luces de la noche. Pasó la mano por su frente, pensó en las
revelaciones de su alma y alzando su mirada al cielo negro
tuvo una sonrisa triste.
El trueno rodó en el espacio, anchas gotas comenzaron a
caer. Se puso de pie, y poco después a la cárdena luz de un
relámpago se le veía saltar la tapia y perderse como
incrustándose en las sombras de la calle de Ayacucho.
En los aires quedó la lluvia y la tormenta.

FIN

Notas:
1.-El nombre está inspirado en un príncipe y filósofo
escita del siglo sexto antes de Cristo, famoso entre sus
vecinos griegos por su sabiduría.
2. intersección de las calles Libertad y Juncal donde nace
la avenida Quintana por lo que antiguamente se la
denominaba cinco Esquinas.
3.-Antonio Tantardini (1829 - 1879) fue un escritor
italiano perteneciente a la Escuela de Milán. Esculpió una
imagen de la Dolorosa (también llamada Virgen de los
Dolores sobre la tumba de Facundo Quiroga, por indicación
de Antonio Demarchi, casado con Mercedes Quiroga, hija del
caudillo.
4.-Se trata del capitán Carlos Mayer ( 1842-1862) muerto en
un combate contra el caudillo Severo Chumbita. Su padre
hizo erigir en su memoria un suntuoso mausoleo en el
cementerio de la Recoleta.

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