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Fuga y deriva
El delirio de la libertad
Ese desafortunado encuentro con lo real fue sin duda una experiencia de la
que no pudo reponerse, iniciándose un giro irreversible hacia una rebeldía
que comenzó dando sus frutos en el plano de la creación artística,
convirtiéndolo en una gloria precoz de las letras francesas, y con el tiempo
en un referente de la poesía universal, al tiempo que se abría paso en su
ser de un modo traicionero, arrastrándolo hacia el capítulo final de su
agonía, esa «desesperanza sin nombre» para la que su hermana Isabelle,
sin ser poeta, encontró las palabras justas. Esa rebeldía, esa determinación
feroz por alcanzar lo absoluto, ese rechazo indialectizable hacia el Otro,
hacia toda convención, regla, semblante o amo, lo empujaron a la búsqueda
de una realidad superior, de la que él se consideraba el máximo
representante. Desafió a Dios, indagó en la magia, la alquimia, la Cábala,
buscando referencias conceptuales que le permitiesen dar cobijo al
sentimiento megalomaníaco que poco a poco se apoderaba de su ser. Ser
poeta, es decir vidente, era mucho más que escribir versos. Era convertir la
literatura no en un fin en sí mismo, sino en el instrumento para alcanzar
una meta suprema. Como lo dice Lacan, «la poesía es creación de un sujeto
que asume un nuevo orden de relación simbólica con el mundo» (Lacan,
seminario del 11-1-56). En pocas semanas, y valiéndose de una amalgama
de lecturas agitadas, Rimbaud concibe su teoría literaria, basada en la
identidad de «vidente». Conforme a ese delirio identitario, debe enfrentarse
a Dios cara a cara, hablar con él libremente, alcanzar el conocimiento
supremo del pasado, el presente y el futuro, y poseer el secreto de la
resurrección de los muertos y las llaves de la inmortalidad. En síntesis, lo
ilimitado de su poder obedece a su identificación con Dios, y el lenguaje
habrá de servir a los propósitos de este viaje hacia la iluminación. Es
necesario no solo reinventar el lenguaje, sino fundamentalmente devolverle
su poder mágico, su sonido, su musicalidad, su colorido, su verdadera
esencia, que trasciende por completo la dimensión del significado. «¡Hay
que encontrar un lenguaje!», exclama en sus Iluminaciones. Rimbaud no es
Joyce, no tritura la estructura de la lengua, convirtiendo el significante en
picadillo. Procede de otro modo, revolviendo en el seno del significado,
descomponiendo lo imaginario y multiplicando su potencia evocadora.
Quería que los seres hablantes fuésemos capaces de recuperar un modo de
sentir el lenguaje que hemos perdido, anestesiados por su empleo
instrumental y la creencia en el referente. Los remito en este punto a un
excelente artículo de Ernesto Sinatra (1996, 114) donde leemos:
Naufragio
¿Qué sabría Rimbaud sobre el vaticinio que encerraba este poema, escrito a
los diecisiete años, y que incluyó en su primera carta a Verlaine cuando le
solicitaba asilo en París? Es imposible resumir en pocas líneas la importancia
decisiva que el encuentro con Verlaine supuso para el adolescente Rimbaud.
No obstante, puede deducirse que la pasión amorosa y sexual que ambos
compartieron fue para él la ocasión de constituir un síntoma. La
desbordante y por momentos furiosa catarsis lírica de Rimbaud carecía de
todo poder estabilizador; por el contrario, embravecía el delirio indentitario.
A medida que su empuje megalomaníaco iba en aumento, se afianzaba en
él la decidida voluntad de convertirse en un proscrito social. Pero es
fundamental no confundir la metamorfosis canallesca y envilecida de
Rimbaud con la transgresión perversa, del mismo modo que su
homosexualidad carece de todo valor en términos de posición sexuada, es
decir, de resolución edípica. Su vida de excesos debe entenderse como un
proceso de martirologio que formaba parte de su delirio maníaco de triunfo
y exaltación. «El libertinaje —escribe Enid Starkie (2007, 207)— era para
Rimbaud una doctrina, una meta religiosa, y un camino tan arduo como el
de la virtud». . El camino del goce, la temporada en el infierno, formaba
parte del fanatismo mortal que sustentaba su ideal delirante, ese ideal que
en la psicosis se instala en el lugar vacante de la forclusión del Otro. Con
Verlaine, Rimbaud encontró por primera y única vez un partenaire síntoma
que le proporcionó un asidero para el imaginario. El ennuie, el aburrimiento
al que Rimbaud se refiere una y otra vez a lo largo de su vida, era el signo
de un goce corporal que lo desvitalizaba, y del que se defendía mediante el
impulso maníaco del vagabundeo. Infatigable en los momentos de errancia,
podía recorrer incontables kilómetros con pasos firmes y largos. En
noviembre de 1878, cuando tras la ruptura con Verlaine se había apartado
definitivamente de la creación poética, inició uno de sus repetidos intentos
de fuga del hogar materno. Se dirigió a Hamburgo con la esperanza de
poder tomar un barco que lo llevara a Oriente, y conoció allí a un individuo
que le ofreció embarcarse para Alejandría… en el puerto de Génova.
Rimbaud atravesó toda Francia en parte a pie, y en parte empleando toda
clase de medios de transporte, y al llegar a los Alpes para cruzar la frontera
con Italia, descubrió que el paso estaba cerrado por el comienzo del
invierno. Como nada era capaz de detenerlo, inició el ascenso del monte
Altdorf en el medio de una terrible tormenta de nieve. El viento le despellejó
las orejas, se le congeló la cara, y estuvo a punto de morir. Consiguió
sobrevivir a esta proeza, cegado por la nieve y la ventisca, gracias a la
fuerza inhumana y maníaca que lo impulsaba, ese goce feroz que se
apoderaba de los hilos de la marioneta. El encuentro con Verlaine obró el
milagro de proporcionarle un sostén imaginario, y alternó la adoración
sublime con el odio más encarnizado. Un detalle señalado por sus biógrafos
merece nuestra atención. La letra de Rimbaud tendía a indentificarse con la
de Verlaine a tal punto que Isabelle Rimbaud, hermana del poeta, llegaría a
confundirlas, e incluso algunos expertos lo han hecho. Fueron necesarios
muchos años, y pruebas de laboratorio, para admitir que la mayoría de las
manuscritos de Rimbaud que forman parte de la colección Barthou,
pertenecen en realidad a Verlaine. (Starkie, 2007, 238) En una ocasión, y
tras amenazar con que se haría cortes por todo el cuerpo, le pidió a Verlaine
que extendiera sus manos, para hacer un experimento. Confiado, Verlaine le
ofreció sus manos y Rimbaud le atravesó una de ellas con su navaja.
Atacaba la imagen de Verlaine con un odio encarnecido, y al mismo tiempo
experimentaba auténtico pavor ante su pérdida. La agresividad física y
moral alcanzaba momentos críticos, porque se alimentaba de dos factores
fundamentales: el estado de ebriedad perpetua de Rimbaud, y su
sentimiento creciente de hallarse a las puertas de atravesar un mundo más
allá de lo conocido. Despreciaba los límites burgueses que Verlaine no se
atrevía a franquear, e hizo lo imposible por destruir su matrimonio, no tanto
por el afán de poseerlo en exclusividad, sino por su convencimiento de que
estaba destinado a realizar un designio superior, al que quería arrastrarlo. El
episodio del disparo de Verlaine fue tal vez el acontecimiento que señaló de
forma más dramática el aplastamiento imaginario, la dupla mortal,
demoníaca, que ambos habían establecido, cuyo goce solo podía drenarse
mediante la violencia del pasaje al acto. Rimbaud se proponía inventar una
forma nueva de lenguaje y de poesía, pero poco a poco su delirio metafísico
fue ganando terreno al objetivo artístico. La creación poética, que al inicio
constituía el fin primero y último de todos sus esfuerzos, fue relegándose a
la categoría de medio para alcanzar el estado de éxtasis supremo, de
omnipotencia absoluta, pero un medio que no arrojó los resultados que
esperaba. La escritura no lograba fijarlo, ni aceleraba el hallazgo de la
sabiduría. El fracaso de su relación con Verlaine, quien no estuve dispuesto
a seguirlo hasta el final en la búsqueda fatal del goce absoluto, lo sumió en
el sentimiento del fracaso. De ello dio cuenta en Una temporada en el
infierno, testimonio del revés que había sufrido al descubrir la impotencia de
sus esfuerzos. A diferencia de Schreber, quien había podido construir un
delirio asintótico, es decir, una metáfora delirante modulada por una
temporalidad infinita, Rimbaud estaba abocado a la instantaneidad del acto.
Todo fue en él súbito y fugaz, floreció demasiado rápido, y su don poético se
extinguió con esa idéntica prisa que impregnaba el resto de su vida. Arrancó
la poesía de su existencia, del mismo modo en que él mismo se arrancó
definitivamente del mundo, entregándose al exilio africano, donde
encontraría una muerte atroz a partir de un proceso de melancolización
irreversible. Comenzó allí toda clase de empresas delirantes y truncas que
lo condujeron a la pura pérdida, pérdida con la que acabó identificándose
definitivamente. Encarnó el fracaso como destino, como realización del
impulso mortal que vertebró su vida y, a ciencia cierta, jamás pudo hallar
una solución para esa «desesperanza sin nombre» que fue su sino.
Como lo decía al comienzo de mi exposición, como psicoanalistas debemos
ser muy cautelosos a la hora de formular hipótesis clínicas fuera del marco
de la experiencia viva y directa del análisis. Pero no podemos menos que
prestar atención al modo en que Rimbaud llega al final de su carrera, esa
suerte de amok constante e insidioso que lo atravesó desde siempre. Como
saben, sufrió la amputación de una pierna como consecuencia de un
carcinoma que no pudo ni detectarse ni tratarse a tiempo, debido a las
precarias condiciones en las que entonces vivía el poeta, y a la lejanía de
cualquier ayuda médica. No vamos a argumentar aquí ninguna observación
sobre la causalidad de esta enfermedad, pero es imposible no considerar
que la amputación fue lo único que logró detener la fuga de Rimbaud,
verdadera fuga del sentido y fuga en lo real. Sin una pierna, la autonomía
de lo imaginario se dio de bruces contra lo real. Literalmente, Rimbaud ya
no pudo volver a levantarse. En definitiva, solo la muerte pudo más que el
goce en movimiento. Y así acaba esta desventura, esta vida identificada al
fracaso, esta existencia a la que el síntoma no logró darle ni asidero ni
solución. Quedó para siempre, por supuesto, la inmortalidad de su nombre
y su obra, cosa que a Rimbaud le interesó bien poco, puesto que cuando en
los últimos años recibió las noticias de que en Francia se lo celebraba como
a un genio, las ignoró por completo, y se desinteresó en responder a los
ruegos de quienes lo buscaban afanosamente para publicar su obra y
colmarlo de gloria. Para él ya era tarde. Había vivido demasiado
velozmente, porque para él siempre era tarde.
Bibliografía