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Vidas ilustres a la luz del ‘sinthome’.

Rimbaud: una desesperanza sin


nombre

por Gustavo Dessal | Conexiones/Variaciones, Número 23

Nadie es tan grande que pueda avergonzarse de hallarse sometido a


aquellas leyes que rigen con idéntico rigor tanto la actividad normal como la
patológica»

Freud, Un recuerdo infantil de Leonardo da Vinci

Cuando emprendemos la labor de analizar la vida de un sujeto fuera del


estricto marco del dispositivo clínico (esa tradición que Freud inauguró con
la expresión «psicoanálisis aplicado», y que produjo tan distintos
resultados, desde la lectura magistral de las Memorias de Schreber hasta
las controvertidas observaciones sobre Leonardo) se vuelve necesario tomar
una posición cautelosa, medir atentamente el objetivo que perseguimos, y
establecer de antemano los límites de nuestra interpretación. Dos razones
de prudencia nos asisten. La primera, es la desconfianza que Lacan
mantuvo respecto de la psicobiografía, consistente en deducir la estructura
subjetiva de un autor o creador a partir de su producción artística. La
segunda, es el hecho de que la obra de arte no admite una interpretación
analítica, por cuanto no responde a la lógica de una formación del
inconsciente. A pesar de que ambas razones son más o menos conocidas
por todos, me permitiré al menos un breve comentario. Es indudable que lo
biográfico forma parte ineludible de la creación artística o literaria. El punto
de vista de la crítica puede muy bien distinguir las obras que evidencian
esta procedencia, de aquellas otras en las que la misma es más invisible.
Podemos decir, por ejemplo, que las películas de Woody Allen llevan el sello
incontrovertible de su fantasma. Es la marca de autor, y responde a la
intención deliberada del genial director. Cualquiera sea el argumento de sus
películas, comedia o drama, siempre reconoceremos a Woody en algún
personaje o circunstancia de la trama. En cambio, no podemos decir lo
mismo de otros directores, cuyas obras no parecen reflejar una relación
directa con los avatares de su vida o de su fantasma. Una gran parte de la
producción literaria de Philip Roth, William Faulkner, Carson MacCullers o
James Joyce recoge expresamente aspectos autobiográficos de estos
autores, pero esto no es tan evidente en alguien como Coetzee, por
ejemplo. No obstante, el psicoanálisis permite afirmar de forma inequívoca
que toda acción creativa implica lo autobiográfico. Cuando Flaubert nos
sorprende con su «Madame Bovary c ́est moi», frase que los críticos han
desmenuzado hasta el cansancio, evidentemente no nos está hablando
sobre un fantasma transexual, sino que se refiere a la concepción realista
de la literatura, en oposición al romanticismo. Madame Bovary no es una
metáfora, sino algo tan real como su autor. Pero al mismo tiempo Flaubert
nos enseña algo más, nos revela aquello mismo que leemos en Marguerite
Duras, cuando ella nos asegura que se escribe con la fuerza del cuerpo. Lo
biográfico en una obra no es algo tan simple como la correlación entre el
contenido y los avatares de la vida de su autor y su posición subjetiva,
como si necesariamente pudiéramos deducir esta última a partir de sus
creaciones. Freud extrae una magnífica enseñanza de una obrita menor
como La Gradiva, de Wilhelm Jensen. Desde luego, la lectura de Freud es
incomparablemente superior a la calidad de la novela. Hacia el final de su
magistral ensayo, nos explica que «el poeta dirige su atención a lo
inconsciente de su propio psiquismo, espía las posibilidades de desarrollo de
tales elementos y les permite llegar a la expresión estética en lugar de
reprimirlos por medio de la crítica consciente. De este modo descubre en sí
mismo lo que nosotros [los psicoanalistas] aprendemos en otros; esto es,
las leyes a las que la actividad de lo inconsciente tiene que obedecer; pero
no necesita exponer estas leyes, ni siquiera darse perfecta cuenta de ellas,
sino que por efecto de la tolerancia de su pensamiento pasan las mismas a
formar parte de su creación estética». Sin embargo, Freud falla al extraer
algunas conclusiones sobre la vida del autor: interrogado, Jensen niega
haber tenido una hermana que muriese durante su infancia. Hannold no es
Jensen, a pesar de lo cual la convicción de Freud se mantiene, y resulta
incontrovertible: no puede dudarse de la relación entre el proceso creador y
el inconsciente del autor. Uno de mis analizantes, talentoso artista plástico,
me lo explicaba con gran elocuencia: «Se trata de lo divino. Cuando trabajo,
cuando doy forma a algo, no soy yo quien lo hace. Es obra de lo divino.
Desde luego, no me refiero a nada que tenga que ver con lo religioso.
Supongo que usted me entiende». Por supuesto, coincido con esta
concepción de lo autobiográfico en la obra. ¿Pero qué alcance darle
exactamente a la idea freudiana de que «el poeta dirige su atención a lo
inconsciente de su propio psiquismo?» La escritura escribe siempre algo de
la propia vida, pero precisamente aquello que en el inconsciente del autor
no puede escribirse. Esto no tiene nada que ver, evidentemente, con la
intención de volcar una referencia autobiográfica en lo que se escribe. Más
allá de cualquier intención, hay algo de lo que no se inscribe en el
inconsciente del autor, que pasa necesariamente a la escritura. Se escribe
sobre lo que no cesa de no escribirse. Volvamos a Marguerite Duras: «No se
puede escribir sin la fuerza del cuerpo. Para abordar la escritura hay que ser
más fuerte que uno mismo, hay que ser más fuerte que lo que se escribe».
Les doy de esta frase mi interpretación: la escritura es la forma en la que
algo del cuerpo se vuelve letra, y en ese sentido toda escritura será
irremediablemente autobiográfica, en tanto entendemos la letra como
anudamiento entre cuerpo y goce. No es, por tanto, la envoltura formal del
síntoma, la novela familiar, lo que nos decide a interpretar la escritura como
autobiográfica. Esa es la idea que interesó a Lacan. Pensar la obra más allá
del Edipo. Por eso admiraba a Marguerite, porque ella apuntó: «Hay una
locura de escribir que existe en sí misma, una locura de escribir furiosa,
pero no se está loco debido a esa locura de escribir. Al contrario». Ella tenía
perfectamente claro que, en su caso, escribir era un modo de hacer con la
locura. El psicoanálisis renuncia expresamente a indagar en la causalidad
del genio. Cuando Freud, tal como reza el epígrafe que he escogido, nos
advierte que nadie es suficientemente grande como para quedar exceptuado
de las leyes psíquicas que gobiernan los mecanismos universales del sujeto,
nos está diciendo también que el genio creador es —como dijo Lacan de la
locura— una insondable decisión del ser, algo sobre lo cual el psicoanálisis
no puede predicar nada, pues ningún determinismo permite dar una
respuesta satisfactoria a la pregunta por la diferencia absoluta del sujeto.
Hay allí en juego, como sabemos, y lo sabemos no solo en lo que al genio
se refiere sino en definitiva respecto del sujeto como respuesta de lo real,
eso que Sandor Marai llamaba «el matiz», lo que nos convierte a cada uno
en ejemplares únicos e irrepetibles. Respondiendo, pues, al título general de
esta serie, «Vidas ejemplares a la luz del sinthome», mi propósito es
ofrecerles algunas reflexiones sobre la vida de Arthur Rimbaud, y aunque
desde luego no pretendo resolver los enigmas que ni sus mejores
estudiosos y biógrafos han logrado descifrar, intentaré plantear algunos
puntos que nos permitan discutir acerca de la dramática disociación entre
su éxito literario y su fracaso subjetivo. Mientras que con su arte Joyce
logró al mismo tiempo sobrevivir a la locura y granjearse la inmortalidad,
Rimbaud emprendió un pavoroso camino de sacrificio y autodestrucción,
dando la espalda a la gloria que ya en vida había conquistado con su
revolución poética. Como veremos, esto nos obligará a un dar un rodeo por
la idea de la libertad, algo que obsesionó a Rimbaud durante toda su
existencia, y a intentar formular algunas hipótesis sobre la imposibilidad de
que la escritura se constituyese para él en síntoma, tal como Lacan lo
concibe en su formulación sobre al nudo mental.

Fuga y deriva

En su maravillosa obra biográfica, Enid Starkie (2007) se plantea los tres


principales problemas que constituyen el núcleo central de la vida de
Rimbaud. Uno: cómo encontrar una unidad narrativa, un hilo conductor que
permita enlazar los fragmentos dispares, contradictorios, fragmentarios, de
una vida que sufrió extrañas mutaciones, algunas de ellas difíciles de
relacionar entre sí. Dos: ¿cuál es el orden cronológico de las Iluminaciones y
Una temporada en el infierno? ¿Fueron ambas escritas en períodos
salteados, sin que pueda establecerse con exactitud cuál precede a la otra?
Y por último, ¿cómo dar razón del misterioso abandono de la literatura
cuando el poeta, con apenas veinte años, se hallaba nada menos que en la
cumbre de su talento sobrenatural, convirtiéndose así en uno de los
ejemplos más asombrosos y célebres de esa figura caracterológica que
Freud denominó «los que fracasan al triunfar»? Dado que el establecimiento
del orden creativo de los dos manuscritos antes citados pertenece más bien
al terreno de la crítica literaria, recogeré el hilo de los otros dos problemas
que la erudita obra de Starkie nos propone. Nuestra orientación será, sin
duda, el síntoma. La forclusión del Nombre del Padre traza en la vida de
Rimbaud una línea de coherencia lógica perfectamente reconocible,
revelándonos la razón de una conducta dirigida casi constantemente por el
pasaje al acto y la fuga. Ese desasimiento, esa ausencia de fijación, ese
hastío de todo aquello que pudiese suponer una continuidad, una regla, una
acomodación al semblante, dio lugar sin duda a la asombrosa y meteórica
posibilidad creadora, pero también a un deslizamiento metonímico y mortal
por la existencia. Su arte fue un destello que iluminó para siempre la
historia de la literatura, pero que no logró amarrar al autor a la vida,
dejándolo a merced de un goce que lo arrastró implacablemente hacia lo
peor. Su crónica inestabilidad lo volvía incapaz de hacer nada de forma
concienzuda, de llegar al fondo de las cosas, por lo cual jamás llegó a
dominar ninguno de los innumerables estudios que emprendió. Estaba
animado por la velocidad del movimiento, una prisa por concluir sin tiempo
de comprender que lo precipitó hacia el abismo. La crónica de sus
desplazamientos geográficos es inaudita, y solo cuando logramos alejarnos
del aura de romanticismo con la que algunos biógrafos pretendieron
justificarla, podemos apreciar la marca de la precipitación delirante, la
temporalidad súbita y desesperada del pasaje al acto, lo insoportable de un
goce que lo empujaba «hacia adelante», como el propio Rimbaud lo escribía
en sus cartas, un «adelante» sin otro objetivo que la fuga y la deriva sin fin.
«Estoy condenado a errar», le escribe a su madre el 6 de mayo de 1883.
Y añade: «¿De qué sirven tantas idas y venidas, tantas fatigas y aventuras
entre razas extrañas y tantos idiomas acumulados en la memoria; ¿de qué
sirven tantos sufrimientos sin nombre si no me va a ser posible, al cabo de
unos años, reposar en un lugar que me guste, tener una familia y
engendrar por lo menos un hijo?» Verlaine lo apodó «El hombre de las
suelas de viento», y es posible que ninguna otra metáfora pudiese
describir mejor la estructura de Rimbaud, y la carencia que determinó
su destino. «Hay una cosa que me es imposible, y es la vida sedentaria […]
No contéis con que mi carácter se haga menos vagabundo» (carta a su
madre del 10-11-1890). Pero para comprenderlo mejor, para adentrarnos
en la raíz de esta errancia que fue indiferente al dolor, al hambre y a los
infortunios de toda clase, debemos retrotraernos a la coyuntura familiar que
determinó los primeros años de la vida del poeta.

«La boca sombría»

El cumplimiento de sus deberes militares impidió al capitán Rimbaud, padre


del pequeño Arthur, convivir con su mujer y sus hijos durante los primeros
años de su matrimonio. Pero resulta interesante comprobar que cuando por
fin su ascenso le permitió instalarse en su ciudad y mantener una
convivencia estable, no pudo sobreponerse al carácter de Vitalie, su mujer,
y abandonó el seno familiar para siempre. La muerte de su suegro, única
persona que parecía obrar como mediación y freno de la personalidad feroz
de Vitalie, precipitó su escapada. Privado así de toda figura paterna, el
pequeño Rimbaud quedó a la edad de seis años enteramente al cuidado de
una madre en la que difícilmente se podría reconocer el más mínimo signo
de amor hacia sus hijos ni hacia nada, y a la que tan solo animaba el
sentimiento de la necesidad y el deber. Vitalie era callada, inflexible,
intolerante en materia moral y religiosa, vivía en el más absoluto
aislamiento social, y concebía la vida como una entrega resignada e
incontestable a los rigores de la existencia. Identificada a la tiranía de una
ley absoluta que emanaba de sí misma, y que enrarecía la atmósfera
familiar hasta volverla literalmente irrespirable, Vitalie solo abría la boca
para recordar que bajo su mandato cualquier deseo quedaba proscrito.
Sometía a sus hijos a terribles humillaciones físicas y morales, pero que no
obedecían a una crueldad arbitraria, sino al imperio de una disciplina
pedagógica que no nos es desconocida como ingrediente en la causalidad de
muchas psicosis. «La boca sombría», la llamaba Rimbaud, y también «The
Mother», como si el significante de otra lengua , en un vano intento
de escritura, pudiese decir mejor, y a la vez atrapar, ese real del
goce del Otro. Ni siquiera el estado último de su hijo, mutilado y
agonizante, pudo torcer su convencimiento de que su deber estaba junto a
las obligaciones del trabajo de su granja. Muy pronto, el pequeño Arthur
encontró en la lectura y en la ensoñación un refugio primordial, revelándose
de forma increíblemente precoz su talento para el estudio y la escritura.
Durante la primera infancia su aspecto y su comportamiento eran los de un
niño patológicamente tímido y notablemente sumiso a todas las
convenciones sociales. No cabría sospechar, en esa época, la turbulencia
que se agitaba en su interior, y que mostró un signo inicial cuando a los
catorce años compuso uno de sus primeros poemas, Les étrennes del
orphelines, escrito en latín, en el que aparece la célebre visión de Apolo
grabando en su frente Tu vates eris (Serás vidente y poeta), significante
decisivo, dado que la dualidad de su sentido (la palabra latina vates significa
tanto poeta como vidente) se impone como una revelación que cambia su
vida. Si hasta entonces Rimbaud se había mostrado en el hogar como
alguien completamente anonadado por la presencia de la madre, y en el
instituto como un alumno modélico, poco después tendría lugar un acto que
inauguraría la serie interminable: su primera fuga del hogar materno. La
coyuntura de este pasaje al acto debe rastrearse en la conjunción de dos
hechos que produjeron una importante desestabilización. Por una parte, la
despedida de su profesor Izambard el 24 de julio de 1870, una figura que
pese a su juventud (tenía apenas seis años más que Rimbaud) era a todas
luces una referencia paterna, y que habiendo reconocido al instante el
inaudito talento de su alumno, lo impulsó en la vía del conocimiento. Por
otra, Rimbaud obtuvo quince días más tarde la medalla de la Academia
como premio a sus poemas. Todos los biógrafos coinciden en señalar que
este acontecimiento, con el que se coronaba el talento triunfante del joven
alumno, y que reproducía de forma sorprendente la imagen que él mismo
había descrito un año antes en su poema, marcó un cambio inesperado y
radical. Su lenguaje poético comenzó a mostrar un notable viraje hacia la
obscenidad, algo que su profesor había detectado cada vez que la tensión
entre Arthur y su madre rebasaba los límites de lo que el adolescente podía
soportar, y la finalización de las clases sumieron a Rimbaud en una
depresión profunda. Así, el 28 de agosto, en el medio de un paseo junto a
su madre y sus hermanas, se ausenta con la excusa de volver a casa por un
libro, y sin un céntimo en el bolsillo se dirige hacia la estación de tren donde
monta rumbo a París. Allí es detenido por la policía, retenido en comisaría
durante una semana, y enviado a la cárcel después. Les ahorraré, por falta
de tiempo, las vicisitudes de esta peripecia, de la que rescato el
desesperado juramento que Rimbaud le hace a su maestro Izambard, a
quien escribe en busca de socorro: por nada del mundo está dispuesto a
volver junto a su madre. Este juramento, junto con su agitada huida, se
enmarcan en la estructura de un acting-out cuya interpretación nos es
facilitada por el propio Rimbaud en la carta que dirige al maestro: «Le ruego
que […] venga a reclamarme por carta o presentándose al fiscal, para
suplicarle, respondiendo por mí y pagando la deuda […] Le quiero como a
un hermano y le querré como a un padre». Podemos apreciar aquí un rasgo
que caracterizará para siempre la relación de Rimbaud con la instancia del
Otro: su certidumbre radical y megalómana de que la deuda no está jamás
de su lado, y de que la injusticia del mundo lo autoriza a considerarse para
siempre acreedor de una deuda impagada. El estudio de su correspondencia
nos permite acceder a una lógica que se destaca al contraluz de la lectura,
un nervio que transporta de un extremo al otro de la serie un mismo e
irreprimible dolor: Rimbaud es un pedigüeño crónico. Desde la primera a la
última, todas sus cartas son la expresión de un pedido. No se trata de una
súplica, o de una demanda tímida, puesto que sus pedidos no se formulan
jamás desde una posición de humildad, sino de una exigencia que parece
soberbia, pero en la que palpita una desesperación secreta. Rimbaud
demanda todo el tiempo: libros, dinero, objetos raros que supuestamente le
resultan imprescindibles para sus extraños asuntos comerciales, largas
listas de cosas que enumera con meticulosidad, proporcionando datos y
detalles, precios y direcciones, en un afán de asegurarse el cumplimiento de
sus solicitudes. A excepción de unas pocas cartas primeras en las que da
rienda suelta a su concepción sobre el arte poético, y algunas crónicas
finales sobre su conocimiento de las regiones africanas, la mayoría son la
excusa para formular un pedido, un pedido cuyo tono denota la imperiosa
urgencia de una necesidad interior que lo tortura, más allá del objeto que
en apariencia reclama. Al mismo tiempo, su demanda deja traslucir el modo
en que el poeta concibe a su destinatario, el Otro de su correspondencia,
por encima del personaje real a quien se dirige. Para Rimbaud, el Otro es
alguien que por definición no puede negarse. Por todos los medios, es un
Otro literalmente obligado a satisfacer la demanda. Rimbaud se muestra
incansablemente como un ser a quien se le debe (véanse en especial las
abundantes referencias contables en sus cartas africanas) y frente al cual el
Otro se erige como un deudor forzado sin cesar a responder. Su progresiva
melancolización psicótica, esa letanía en la que se deja escuchar el reproche
a Dios «por haber hecho tan mal las cosas» (Lacan, seminario del 29-6-60),
y que como podremos apreciar se inicia a partir de la ruptura, el corte,
entre el poeta y la literatura, no puede desligarse de su reverso juvenil: esa
inflación megalomaníaca que denuncia el defecto narcisista primario, el de
un imaginario que la escritura no puede sujetar. A partir de esta primera
fuga, la vida de Rimbaud puede descifrarse como un circuito aberrante que
lo aleja de la boca sombría de la madre, para devolverlo a ella
inexorablemente. Una y otra vez intentará escapar a su magnética y letal
fascinación, para lo cual no se ahorrará ninguna clase de sacrificios y
penurias. Su infructuosa deambulación por la geografía del mundo
(«Adelante, siempre hacia adelante», repetía con un vigor inusitado que
despertaba la perpejidad de Verlaine, incapaz de comprender qué impulsaba
a Rimbaud a desafiar lo imposible) culminaba indefectiblemente en un
retorno al hogar materno, como si ese lazo secreto e indestructible fuese al
final el único hilo que impidió la descomposición definitiva del mundo, el
crespúsculo de la significación cuando la poesía dejó de servirle. No podía
soportar la presencia de su madre, pero tampoco podía sobrevivir a su
ausencia. Atrapado en esta aterradora aporía, solo podía intentar una salida
de la escena, una separación imposible, puesto que faltaba para él la
condición de la alienación, ineludible para que el sujeto pueda conquistar
una posición en el deseo.

El delirio de la libertad

En su brillante estudio sobre Rimbaud, Enid Starkie (2007) hace una


observación magistral:

En la época de la trágica lucha que encuentra expresión en Une Saison en


Enfer —nos dice— buscaba una religión a la que abandonarse por completo,
pero no estaba dispuesto a pagar por ello con la pérdida de la libertad
personal. Prefirió ahogar los anhelos de su corazón, considerándolo —
patéticamente— como una victoria. En Los endemoniados, Dostoievski nos
presenta a un personaje que se suicida para demostrar su completa
independencia de Dios. Rimbaud se comportó de manera similar, aunque en
su caso el suicidio fuera únicamente espiritual.

Antes de aproximarnos a la importancia crucial de la libertad como metáfora


delirante, una posición subjetiva que impregnó su poesía elevándola al cielo
eterno de las letras universales, nos será preciso indagar en lo que a tenor
de los hechos biográficos podríamos considerar como uno de los momentos
de mayor desestabilización en su vida, fórmula de prudencia con la que
preferimos evitar pronunciarnos de forma inequívoca sobre el
desencadenamiento de la psicosis. En febrero de 1871, en el contexto de la
lucha política que amenazaba la República con una nueva Restauración,
Rimbaud vende su reloj y se marcha a París en defensa de la libertad de su
país. No deja de resultar significativo este acento puesto en la libertad, si se
tiene en cuenta que una vez allí sus actividades no parecieron guardar la
más mínima relación con el propósito que supuestamente lo había traído, ya
que se dedicó a vagabundear por las calles, alimentándose de la basura y
pidiendo limosna. Aunque se desconocen las circunstancias y los detalles
precisos, parecen existir pruebas de que fue violado en el cuartel de la Rue
Babylone, acontecimiento cuya importancia puede suponerse multiplicado
tanto por el vida sexual, de la que se había mantenido ausente, parapetado
en la ambigüedad que le permitía su apariencia aniñada y su semblante de
efebo. La experiencia, con su áurea de muerte subjetiva, quedó retratada
en su poema Coeur supplicié (que se tradujo como Corazón atormentado,
aunque el término supplicié significa también ajusticiado ) en el que se
puede apreciar un cambio radical en su poesía.

Mi triste corazón babea a popa mi corazón cubierto de tabaco. Sobre él


arrojan escupitajos Mi triste corazón babea a popa, mi corazón cubierto de
tabaco. Itifálicos y sorchescos sus insultos lo han depravado. En la velada
narran relatos. Oleajes abracadabrantescos tomad mi corazón, lavadlo. Sus
insultos lo han depravado. Cuando sus chicotes hayan cesado ¿cómo actuar,
oh corazón robado? Se oirán estribillos báquicos cuando sus chicotes hayan
cesado. Tendré sobresaltos estomáquicos si degradan mi triste corazón.
Cuando sus chicotes hayan cesado, ¿cómo actuar, oh corazón robado?

Rimbaud le envía el poema a Izambard, quien no solo no comprendió la


obra, sino que la consideró una broma de mal gusto, y la juzgó repugnante.
Izambard, desde su postura académica y clasicista, no podía menos que
horrorizarse ante la transformación del lenguaje de su ex alumno. Rimbaud
se despegaba de los moldes parnasianos, abandonaba los cauces de la
métrica establecida, rompía con los estructuras soberanas del sentido, y se
disponía a iniciar la conquista de un ideal para el cual sería necesario «el
desarreglo de todos los sentidos». De vuelta a su hogar, el joven, hasta
entonces sumiso y huidizo, decide hacer todo lo que estuviera en su mano
para escandalizar a la ciudad y desacreditar el apellido familiar. Se negó a
lavarse y se dejó crecer el cabello en rizos desmesuradamente largos que le
cubrían los hombros; sucio, hirsuto y con las manos en los bolsillos, se
paseaba por las calles principales de Charleville a la hora del aperitivo,
cuando estaban más concurridas, fumando en una pipa corta y, lo que se
consideraba especialmente escandaloso, con la abertura de la cazoleta hacia
abajo. (Starkie, 2007)

Ese desafortunado encuentro con lo real fue sin duda una experiencia de la
que no pudo reponerse, iniciándose un giro irreversible hacia una rebeldía
que comenzó dando sus frutos en el plano de la creación artística,
convirtiéndolo en una gloria precoz de las letras francesas, y con el tiempo
en un referente de la poesía universal, al tiempo que se abría paso en su
ser de un modo traicionero, arrastrándolo hacia el capítulo final de su
agonía, esa «desesperanza sin nombre» para la que su hermana Isabelle,
sin ser poeta, encontró las palabras justas. Esa rebeldía, esa determinación
feroz por alcanzar lo absoluto, ese rechazo indialectizable hacia el Otro,
hacia toda convención, regla, semblante o amo, lo empujaron a la búsqueda
de una realidad superior, de la que él se consideraba el máximo
representante. Desafió a Dios, indagó en la magia, la alquimia, la Cábala,
buscando referencias conceptuales que le permitiesen dar cobijo al
sentimiento megalomaníaco que poco a poco se apoderaba de su ser. Ser
poeta, es decir vidente, era mucho más que escribir versos. Era convertir la
literatura no en un fin en sí mismo, sino en el instrumento para alcanzar
una meta suprema. Como lo dice Lacan, «la poesía es creación de un sujeto
que asume un nuevo orden de relación simbólica con el mundo» (Lacan,
seminario del 11-1-56). En pocas semanas, y valiéndose de una amalgama
de lecturas agitadas, Rimbaud concibe su teoría literaria, basada en la
identidad de «vidente». Conforme a ese delirio identitario, debe enfrentarse
a Dios cara a cara, hablar con él libremente, alcanzar el conocimiento
supremo del pasado, el presente y el futuro, y poseer el secreto de la
resurrección de los muertos y las llaves de la inmortalidad. En síntesis, lo
ilimitado de su poder obedece a su identificación con Dios, y el lenguaje
habrá de servir a los propósitos de este viaje hacia la iluminación. Es
necesario no solo reinventar el lenguaje, sino fundamentalmente devolverle
su poder mágico, su sonido, su musicalidad, su colorido, su verdadera
esencia, que trasciende por completo la dimensión del significado. «¡Hay
que encontrar un lenguaje!», exclama en sus Iluminaciones. Rimbaud no es
Joyce, no tritura la estructura de la lengua, convirtiendo el significante en
picadillo. Procede de otro modo, revolviendo en el seno del significado,
descomponiendo lo imaginario y multiplicando su potencia evocadora.
Quería que los seres hablantes fuésemos capaces de recuperar un modo de
sentir el lenguaje que hemos perdido, anestesiados por su empleo
instrumental y la creencia en el referente. Los remito en este punto a un
excelente artículo de Ernesto Sinatra (1996, 114) donde leemos:

Rimbaud, trastocando el valor de las palabras que entrechocan entre sí,


imposibilita localizar otro referente que la propia enunciación, transforma
las palabras mismas en cosas. Este procedimiento realizado por medio de lo
simbólico, es decir dentro del lenguaje, permite que denominemos a esta
salida esquizofrenia literaria sistemática.
O como lo expresa Paul Valery, en su consideración sobre la obra de
Rimbaud: «Una prosa intencionadamente anárquica y construida en virtud
de efectos armónicos más que armoniosos. Libera la palabra de las
servidumbres que le impone la frase lógica, y le devuelve su autonomía, su
fuerza explosiva». El «Yo soy otro» de Rimbaud, que Lacan retoma para dar
cuenta de la estructura alienada de lo imaginario, es mucho más que el
saber del poeta sobre la condición del sujeto, el modo en el que el genio
intuye los mecanismos de la subjetividad. Es el testimonio del
desprendimiento de lo imaginario, el sacrificio del ser que se llevará a cabo
de forma inexorable, hasta alcanzar la muerte siguiendo derroteros y
derivas de infinito dolor. La libertad, como nos lo enseña Lacan, es un
peligroso fetiche. Su idolatría condujo a Rimbaud hacia el fanatismo de lo
absoluto en la búsqueda de la trascendencia, y pagó con su propia carne lo
que no quiso ceder a la castración. Lacan nos advierte, en un análisis
extremadamente sutil que toca uno de los máximos valores humanos, que
todo discurso sobre la libertad participa del delirio. Es por ello, como
ustedes saben, que muy pronto en sus ensayos calificó al loco como
«verdadero hombre libre», lo cual, a la luz de sus desarrollos posteriores,
puede comprenderse como aquel que no está sujeto a la ley del significante
amo. Así, las expresiones «mártir del inconsciente», o «fuera del discurso»,
o «desabonado del inconsciente», son sucesivas formas de nombrar la
condición del sujeto psicótico como forcluido de la significancia, lo que
paradójicamente lo convierte en esclavo definitivo, marioneta del
automatismo del lenguaje. En la cúspide de su propósito de poner en
práctica ese «desarreglo de todos los sentidos» con el fin de iniciarse en el
camino de la trascendencia y la libertad absolutas, Rimbaud asegura que el
sufrimiento que debe soportar el poeta es tremendo, «inefable tortura en la
que necesita de toda la fe, de toda la fuerza sobrehumana, en la que se
convierte, entre todos, en el gran enfermo, el gran criminal, el gran maldito,
¡y en el supremo Sabio!» (Carta de Rimbaud a Demeny del 15-5-1871). El
poeta debe adentrarse en el camino de la máxima depravación, de tal modo
que consiga derribar todos los límites, los diques que la educación y la
disciplina elevan alrededor de la personalidad del hombre, la consideración
a los semblantes, hasta lograr desasirse de la esclavitud a toda norma y
toda ley. El descenso a los infiernos, ese camino que los griegos
denominaban catabasis, y que implicaba el tránsito ineludible en la vía de lo
verdadero, fue practicado por Rimbaud de manera sistemática, al punto de
que habiendo conquistado de forma inmediata el asombrado reconocimiento
de los poetas más célebres de Francia, los puso rápidamente en su contra
devolviendo su hospitalidad con desprecio e injuria. Prefirió encarnar el
desecho, el objeto in-mundo, antes que ceder al Otro su libra de carne.
Rimbaud, en la afirmación máxima de su megalomanía, no estaba dispuesto
a pagar nada, y se hacía pagar por todos. Su veleidad de amo absoluto
acabó con su vida.

Naufragio

He creído adquirir poderes sobrenaturales. Pues bien, ¡tengo que enterrar


mi imaginación y mis recuerdos! ¡Una hermosa gloria de artista y narrador,
echada a perder!

Una temporada en el infierno

El acre amor me ha henchido de embriagador letargo. Lloré mucho. Las


albas son siempre lacerantes. Toda luna es atroz y todo sol amargo. ¡Que se
rompa la quilla y vaya al mar cuanto antes!

«El barco ebrio»

¿Qué sabría Rimbaud sobre el vaticinio que encerraba este poema, escrito a
los diecisiete años, y que incluyó en su primera carta a Verlaine cuando le
solicitaba asilo en París? Es imposible resumir en pocas líneas la importancia
decisiva que el encuentro con Verlaine supuso para el adolescente Rimbaud.
No obstante, puede deducirse que la pasión amorosa y sexual que ambos
compartieron fue para él la ocasión de constituir un síntoma. La
desbordante y por momentos furiosa catarsis lírica de Rimbaud carecía de
todo poder estabilizador; por el contrario, embravecía el delirio indentitario.
A medida que su empuje megalomaníaco iba en aumento, se afianzaba en
él la decidida voluntad de convertirse en un proscrito social. Pero es
fundamental no confundir la metamorfosis canallesca y envilecida de
Rimbaud con la transgresión perversa, del mismo modo que su
homosexualidad carece de todo valor en términos de posición sexuada, es
decir, de resolución edípica. Su vida de excesos debe entenderse como un
proceso de martirologio que formaba parte de su delirio maníaco de triunfo
y exaltación. «El libertinaje —escribe Enid Starkie (2007, 207)— era para
Rimbaud una doctrina, una meta religiosa, y un camino tan arduo como el
de la virtud». . El camino del goce, la temporada en el infierno, formaba
parte del fanatismo mortal que sustentaba su ideal delirante, ese ideal que
en la psicosis se instala en el lugar vacante de la forclusión del Otro. Con
Verlaine, Rimbaud encontró por primera y única vez un partenaire síntoma
que le proporcionó un asidero para el imaginario. El ennuie, el aburrimiento
al que Rimbaud se refiere una y otra vez a lo largo de su vida, era el signo
de un goce corporal que lo desvitalizaba, y del que se defendía mediante el
impulso maníaco del vagabundeo. Infatigable en los momentos de errancia,
podía recorrer incontables kilómetros con pasos firmes y largos. En
noviembre de 1878, cuando tras la ruptura con Verlaine se había apartado
definitivamente de la creación poética, inició uno de sus repetidos intentos
de fuga del hogar materno. Se dirigió a Hamburgo con la esperanza de
poder tomar un barco que lo llevara a Oriente, y conoció allí a un individuo
que le ofreció embarcarse para Alejandría… en el puerto de Génova.
Rimbaud atravesó toda Francia en parte a pie, y en parte empleando toda
clase de medios de transporte, y al llegar a los Alpes para cruzar la frontera
con Italia, descubrió que el paso estaba cerrado por el comienzo del
invierno. Como nada era capaz de detenerlo, inició el ascenso del monte
Altdorf en el medio de una terrible tormenta de nieve. El viento le despellejó
las orejas, se le congeló la cara, y estuvo a punto de morir. Consiguió
sobrevivir a esta proeza, cegado por la nieve y la ventisca, gracias a la
fuerza inhumana y maníaca que lo impulsaba, ese goce feroz que se
apoderaba de los hilos de la marioneta. El encuentro con Verlaine obró el
milagro de proporcionarle un sostén imaginario, y alternó la adoración
sublime con el odio más encarnizado. Un detalle señalado por sus biógrafos
merece nuestra atención. La letra de Rimbaud tendía a indentificarse con la
de Verlaine a tal punto que Isabelle Rimbaud, hermana del poeta, llegaría a
confundirlas, e incluso algunos expertos lo han hecho. Fueron necesarios
muchos años, y pruebas de laboratorio, para admitir que la mayoría de las
manuscritos de Rimbaud que forman parte de la colección Barthou,
pertenecen en realidad a Verlaine. (Starkie, 2007, 238) En una ocasión, y
tras amenazar con que se haría cortes por todo el cuerpo, le pidió a Verlaine
que extendiera sus manos, para hacer un experimento. Confiado, Verlaine le
ofreció sus manos y Rimbaud le atravesó una de ellas con su navaja.
Atacaba la imagen de Verlaine con un odio encarnecido, y al mismo tiempo
experimentaba auténtico pavor ante su pérdida. La agresividad física y
moral alcanzaba momentos críticos, porque se alimentaba de dos factores
fundamentales: el estado de ebriedad perpetua de Rimbaud, y su
sentimiento creciente de hallarse a las puertas de atravesar un mundo más
allá de lo conocido. Despreciaba los límites burgueses que Verlaine no se
atrevía a franquear, e hizo lo imposible por destruir su matrimonio, no tanto
por el afán de poseerlo en exclusividad, sino por su convencimiento de que
estaba destinado a realizar un designio superior, al que quería arrastrarlo. El
episodio del disparo de Verlaine fue tal vez el acontecimiento que señaló de
forma más dramática el aplastamiento imaginario, la dupla mortal,
demoníaca, que ambos habían establecido, cuyo goce solo podía drenarse
mediante la violencia del pasaje al acto. Rimbaud se proponía inventar una
forma nueva de lenguaje y de poesía, pero poco a poco su delirio metafísico
fue ganando terreno al objetivo artístico. La creación poética, que al inicio
constituía el fin primero y último de todos sus esfuerzos, fue relegándose a
la categoría de medio para alcanzar el estado de éxtasis supremo, de
omnipotencia absoluta, pero un medio que no arrojó los resultados que
esperaba. La escritura no lograba fijarlo, ni aceleraba el hallazgo de la
sabiduría. El fracaso de su relación con Verlaine, quien no estuve dispuesto
a seguirlo hasta el final en la búsqueda fatal del goce absoluto, lo sumió en
el sentimiento del fracaso. De ello dio cuenta en Una temporada en el
infierno, testimonio del revés que había sufrido al descubrir la impotencia de
sus esfuerzos. A diferencia de Schreber, quien había podido construir un
delirio asintótico, es decir, una metáfora delirante modulada por una
temporalidad infinita, Rimbaud estaba abocado a la instantaneidad del acto.
Todo fue en él súbito y fugaz, floreció demasiado rápido, y su don poético se
extinguió con esa idéntica prisa que impregnaba el resto de su vida. Arrancó
la poesía de su existencia, del mismo modo en que él mismo se arrancó
definitivamente del mundo, entregándose al exilio africano, donde
encontraría una muerte atroz a partir de un proceso de melancolización
irreversible. Comenzó allí toda clase de empresas delirantes y truncas que
lo condujeron a la pura pérdida, pérdida con la que acabó identificándose
definitivamente. Encarnó el fracaso como destino, como realización del
impulso mortal que vertebró su vida y, a ciencia cierta, jamás pudo hallar
una solución para esa «desesperanza sin nombre» que fue su sino.
Como lo decía al comienzo de mi exposición, como psicoanalistas debemos
ser muy cautelosos a la hora de formular hipótesis clínicas fuera del marco
de la experiencia viva y directa del análisis. Pero no podemos menos que
prestar atención al modo en que Rimbaud llega al final de su carrera, esa
suerte de amok constante e insidioso que lo atravesó desde siempre. Como
saben, sufrió la amputación de una pierna como consecuencia de un
carcinoma que no pudo ni detectarse ni tratarse a tiempo, debido a las
precarias condiciones en las que entonces vivía el poeta, y a la lejanía de
cualquier ayuda médica. No vamos a argumentar aquí ninguna observación
sobre la causalidad de esta enfermedad, pero es imposible no considerar
que la amputación fue lo único que logró detener la fuga de Rimbaud,
verdadera fuga del sentido y fuga en lo real. Sin una pierna, la autonomía
de lo imaginario se dio de bruces contra lo real. Literalmente, Rimbaud ya
no pudo volver a levantarse. En definitiva, solo la muerte pudo más que el
goce en movimiento. Y así acaba esta desventura, esta vida identificada al
fracaso, esta existencia a la que el síntoma no logró darle ni asidero ni
solución. Quedó para siempre, por supuesto, la inmortalidad de su nombre
y su obra, cosa que a Rimbaud le interesó bien poco, puesto que cuando en
los últimos años recibió las noticias de que en Francia se lo celebraba como
a un genio, las ignoró por completo, y se desinteresó en responder a los
ruegos de quienes lo buscaban afanosamente para publicar su obra y
colmarlo de gloria. Para él ya era tarde. Había vivido demasiado
velozmente, porque para él siempre era tarde.
Bibliografía

Starkie, Enid (2007): Arthur Rimbaud: una biografía. Madrid: Ediciones


Siruela.

Sinatra, Ernesto (1996): «La salida del lenguaje», en La racionalidad del


psicoanálisis. Buenos Aires: Plural Editores.

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