Está en la página 1de 8

Martín: El pensamiento redefine nuestra relación natural con la mujer, el miedo y el

arte. Su vehículo de expresión es la escritura como arte. En el caso de la mujer, el


pensamiento posibilita la creación de personajes femeninos con una voz peculiarísima.
En el caso del arte, el pensamiento libera al acto de escribir de cualquier dogma
científico. En el caso del miedo, el pensamiento modula las actitudes humanas frente al
miedo. La confianza en el pensamiento escrito es central en estos textos.

Roberto Burgos Cantor

Los escritores somos de los pocos colombianos que tenemos dos jornadas de trabajo y
eso nos hace más dignos. Una de esas jornadas es empobrecedora y triste, que es el
trabajo que a duras penas te da para sobrevivir. La otra es alentadora y estimulante,
que cuando llegamos del trabajo sabemos que nos va a permitir soñar mejor. Es duro,
porque incluso interviene en el estilo. Y sobre todo cuando uno está [escribiendo] una
novela, que hay que trabajarla todos los días. Lo hermoso es que la literatura
colombiana es que se produce contra todo, porque no es lo mismo disponer de tiempo
para escribir, que llegar cansado a escribir, que de una y otra forma no se podría. De
todas formas es un juego de dominó, que de no ser así sería aburrido.

Ahora vivimos en un imperio de mediocridad. La mediocridad ha ido aplastando


al país, no sólo en el campo literario sino en lo económico, en lo político. La gente ha
llegado a pensar de que si ya tenemos un Premio Nobel para qué más. Pero esto es una
manera de leer mal, de hacer más difícil la lectura, desde el punto de vista del primer
destino: Que se lea. Pero ¿quién le asegura a uno que alguien va a recibir eso que estás
escribiendo? Eso es lo que se le olvida a la gente.

Ahora bien, uno tiene un agradecimiento con la literatura de Gabriel García


Márquez, porque lo de él es ya una literatura que ha intervenido en tu trabajo, a tal
punto que quienes escriban ya no tienen que partir de cero. En esto de la mediocridad
también influye la mala crítica. Aquí no hay críticos literarios. Lo que hay son notas
sociales de la literatura. Después de Téllez lo que continúa es un desierto . . . Aunque
existen un grupo que se destaca como son Ariel Castillo, Carlos J. María, David Jiménez
y Luis Carlos López. Pero ¿qué es la crítica en el mejor sentido? Es una invención
creativa. Y cuando tienen sentido no sólo ilumina al lector, sino que también mantiene
un diálogo con el autor. Volviendo a García Márquez, lo primero que la gente ve es el
fenómeno. Los escritores se enamoraron del hombre del éxito. Pero el hombre que se
trasnochaba, a quien le tachaban las columnas, ese hombre que escribió cinco libros
antes de llegar a la fama, ese hombre quedó olvidado. Es el efecto de ese éxito, lo que
hace olvidar a los lectores y a los escritores todo ese trabajo inútil, de loco que él hizo.
Tenemos que entender que escribir es un acto de amor, es una locura amorosa.
En mi caso, escribo con nostalgia, porque todos los que abandonamos nuestro
sitio, por cualquier razón, escribimos sobre la nostalgia. La manera que tenemos para
salvaguardarnos del desarraigo es la nostalgia. Pero no como una actitud de desaliento
sino de algo que te vincula con lo tuyo. Además de evitar el desarraigo, seguramente
permite que en cualquier sitio seas quien eres. No se pierde el ser. Mis personajes son
síntesis de seres concretos de carne y hueso, que cuando entran al espacio de la
literatura recobran una dimensión autónoma. En determinado momento son personajes
marginales, que han sido traicionados en su desesperanza. Y seguramente el lector siente
como si la sangre fuera de verdad. Son personajes que nos hacen entender que todos
somos iguales. Cuando mis dos hijos —Javier Alejandro y Pablo—, que son mis lectores
independientes, leyeron mi novela, me preguntaron si iba a escribir un libro de mujeres,
lo cual no era mi intención. Escribir una novela es como construir un castillo. Si la
puerta la pusiste en determinado lugar, los habitantes tendrán que pasar fatalmente por
esa puerta. Y no es que existan otras puertas, es que el escritor no es consciente de que
los personajes actúan de acuerdo con esas reglas que él mismo ha establecido. Y cuando
lo terminé me sentí bien desde el punto de vista de la justicia. Pensé “que bueno poder
hacer un libro sobre las mujeres, donde yo evitara la actitud machista de hacer
discursos. Sino que son mujeres más íntimas. Es un rinconcito secreto, donde las
mujeres miran el mundo, sueñan cosas y piensan cosas que no dicen nunca”. Fue
cuando me di cuenta de que también las mujeres miran al hombre en forma distinta.
Son cosas que la organización social no permiten que digan. Y ese sentimiento me
gratificó. En nuestro mundo regional, yo creo que hemos impuesto tal cantidad de
silencio y soledad a las mujeres, que para cualquier persona es un enigma que vale la
pena indagar.         

En mi caso, que no es más que el de un autor de ficciones escritas, lo que puedo


aportar tendrá mucho que ver con intuiciones que se derivan de algunos aspectos del
oficio, de la relación de él con el mundo, de las preocupaciones particulares, y también
de circunstancias de la vida muchas veces fortuitas. Pero es innegable que, antes y
después de la percepción personal, seguirán actuando como referencia o como motivo de
más preguntas un buen número de vidas en las cuales las ciencias y el arte se nutrieron
de manera fecunda sin limitarse. Sin embargo, el acercamiento al tema para una
persona de estos tiempos alude sin lugar a dudas a un conflicto que parecería resuelto:
¿es el arte una forma de conocimiento? A esta cuestión le dedicó largos análisis la
estética contemporánea, en especial el hoy injustamente olvidado filósofo Georg Lukács
en sus recurridos estudios sobre la novela. Ahora es posible anticipar una respuesta. Ella
no sería nada distinto a que si bien el propósito de una novela o de una obra de arte
en general no será producir conocimiento, a la manera en que sí resultaría esencial para
las ciencias, el lector, o el autor, o quien se vincula con las artes como espectador, es
probable que derive algún tipo de conocimiento o que lo reciba como tal. Quién sabe si
una percepción así, entre conocimiento buscado de acuerdo a un método y conocimiento
obtenido producto de una intuición, no sean más que formas y perspectivas diversas de
acercarse a un objeto dado. Ambos, el que aparece como impulso y reto en la
construcción artística, y el que se propone como una hipótesis para la investigación
científica, comparten una naturaleza común: son un enigma, y como enigma debe ser
asediado para develarlo.

Se me ocurre aquí una conjetura: ¿qué serían los celos antes de Otelo de
Shakespeare? y ¿qué son los celos después de Freud? Una curiosidad así puede
extenderse a la concepción del crimen. Se puede examinar cómo aparece en La Biblia,
(Caín, José y sus hermanos) ; en Dostoievski, ( Crimen y Castigo) ; en Camus, (El
extranjero) ; en Truman Capote, (A sangre fría). De allí, a lo mejor, se podría extraer
una reflexión sobre los fracasos de los métodos de resocialización, de inclusión, de
redención, o como quieran llamarse.

No obstante, una conjetura como la anterior no pasaría de implicar a Da Vinci


que, al fin y al cabo genio de su época, tenía un buen número de preguntas o enigmas
para responder a los cuales podía echar mano de lo que sabía y de lo que no sabía, de
aquello que imaginaba y de lo que apenas intuía. Valdría la pena dejar sentado que la
idea de intuición no tiene mucho que ver con lo inexplicable o con lo mágico. Supone,
tal vez, que se trata de un hallazgo del cual no puede dar cuenta el sujeto. Pero es
indudable que responde a ese conjunto de experiencias, saberes, sueños, lectura,
casualidades, que constituyen la mina sin explotar cuyos filones va guardando la vida y
se asoman sin aviso previo ni rito codificado.

No sé si alguna vez se podrá establecer una distinción en aquellas cosas que


constituían descubrimientos o invenciones de Leonardo Da Vinci y aquellas apreciadas
como obras artísticas. Si uno vuelve a leer la regla 288 de su Tratado de la Pintura,
“ya sabes que no puedes representar animal alguno sin sus miembros correspondientes;
es pues, necesario que todos los miembros de un monstruo tengan semejanza con los
miembros de cualquier otro animal verdadero. Si quieres que parezca real una bestia
imaginaria, una sierpe, por ejemplo, toma la cabeza de un mastín o de otro perro
cualquiera, ponle los ojos de gato, orejas de puerco espín, hocico de liebre, cejas de
león, cresta de gallo y cuello de tortuga”, se le puede observar imbuido de una sana
preocupación por la realidad como principio de verosimilitud. Es sabido que este consejo
no lo siguieron ni el Bosco ni Kafka quienes construyeron metáforas monstruosas que
son parte de la cultura artística y política de nuestros tiempos. Pero a lo mejor se puede
establecer que en esos descubrimientos como la máquina de volar, la bomba de vapor,
sus armas, el paracaídas y sus pinturas empezaba a trazarse una línea que apuntaba a
mostrar lo útil como materia de la ciencia y lo inútil como motivo de la belleza.

Siglos después, en algunas de las cartas a su hermano, Vincent Van Gogh le


confió: “La palabra artista lleva una significación: buscar siempre sin encontrar jamás la
perfección”. Y ese incesante fracaso no sé si lo comparten las artes con la aventura
científica que casi siempre arroja un saldo enriquecedor de los motivos de su desvío o
un descubrimiento apreciable. Pasados algunos años, y Van Gogh no tuvo cómo saberlo,
Piet Mondrian se refirió a ese viejo ideal de la perfección, indefinible por cierto, con las
palabras siguientes: “Pero a la perfección sigue la muerte y el aniquilamiento”. Dicen
que Donatello le decía a Uccello: “¡Ah, Paolo, desechas la sustancia por la sombra!”.
‘Qué había en la sombra que obsedía tanto al artista?. Sin embargo Uccello quiso
despejar la sombra con un conocimiento: su obsesión por la perspectiva. O como lo
repetía el personaje de Fellini: Pers— sss— pec— ti—    iii—     va— aa. 

¿Esta perspectiva era indispensable, como regla aún no formulada a su arte? No


se sabe. Y no es fácil saberlo porque Paolo Uccello un día pintó pájaros, paisajes, con
los colores que le dió su gana. ¿Qué querría decir esta tensión entre la fantasía pictórica
y una regla para situar en una superficie objetos? Volvamos a Mondrian y a su
perfección seguida de la muerte. Esto, dicho por un artista plástico cuyo admirable
sentido de la composición podría resultar para algunos irrespirable, me conduce a una
nota, hecha en alguno de sus textos de epistemología, por Gastón Bachelard. Decía el
viejo pensador que un científico a cierta edad, no recuerdo si postulaba 60 años, se
volvía él mismo en un obstáculo insuperable para sus investigaciones y nuevos
conocimientos. Desconozco si la edad, el paso de los años y su transcurrir que anuncian
límites, genera en la orfandad del ser humano, en su insignificancia acrecentada por su
conciencia, unos sentimientos de apego, un aferrarse a la seguridad ilusoria de los
dogmas y su pensamiento y su aventura se detienen. Entonces, deja de ver y repite.
Bachelard puso ejemplos. Entre ellos Albert Einstein. Podría examinarse una semejanza
con los artistas que alcanzan en su actividad creativa una fórmula y se dedican a su
explotación con abandono de los riesgos hasta agotarla y agotarse. Pero, será fatal la
apreciación de Gastón Bachelard: Qué ocurre con las pericias, la experiencia, las
fronteras vislumbradas, los antecedentes rectificados, en cada logro insatisfecho.

Me suscitó don Gastón una historia que a lo mejor muestre algo: Un hombre, de
los que denominan una persona mayor, alcanzó una edad de más de sesenta años. Había
sido un comerciante próspero con tienda surtida en el mercado municipal de Cartagena
de Indias y tenía un victoria de dos caballos alimentados con grano. Los caprichos de la
existencia y las contrariedades de la voluntad lo llevaron a pasar sus días de la vejez en
Barranquilla. Soportaba sin mayores quejas una viudez de veinte años y las restricciones
debidas a la diabetes y los achaques propios de una soledad obstinada. Algo que empezó
como un entretenimiento se le convirtió en una ilusión consentida: había tropezado con
una muchacha joven y recorría con ella el bulevar generoso de la calle 72, bajo la
sombra de las acacias y los matarratones, hablando y riéndose, con el cono de un
helado de chocolate que a veces les rodaba por los brazos. El único cambio apreciable
en sus hábitos consistió en que dejó de afeitarse él, y acudió puntual a la barbería del
barrio. Algún día sus males obligaron a recluirlo en el hospital. Confió a los médicos la
alegría de las caminadas y el entusiasmo por la amistad con la joven acompañante. El
deseo de salir ayudó a la recuperación. Se había mirado en el espejo del baño y una
coquetería traviesa le hizo considerar que dejaría la sombra de la barba de varios días
de tratamiento recuperación. Sobre la cama hospitalaria está el maletín de viaje y la
escasa ropa que tuvo durante la enfermedad. La médica joven, de turno, le dió de alta
y le prescribió una transfusión de sangre para que no padeciera cansancio en su paseo
de esa tarde. El hombre mayor se resignó a la cortesía y se sentó en la poltrona, al
lado de la cama, con el brazo flojo y dispuesta la cánula. Vio la botella de sangre
oscura. La siguió mientras culebreaba por la manguera hacia él. Sintió una convulsión
fuerte que lo sacó del asiento y no supo más. La médica joven descubrió pronto que
había equivocado el tipo de sangre. Con premura botó la que restaba, casi toda, en la
botella, en el inodoro. Un viejo se entrega a lo distinto. Una mujer comparte con
generosidad con él. Otra mujer, también joven, lo mata.

¿De qué sirven los años? ¿Acaso la experiencia conspira contra el azar? ¿La
impericia repite la torpeza? Viejo zorro Gastón: es apreciable tu esfuerzo por advertir
que los lastres del conocimiento adquirido deberían transformarse en livianos dirigibles
por los abismos de territorios desconocidos. Y yo no podría precisar si al encontrar, el
filósofo, un punto de parálisis del desarrollo científico, y que él atribuyó a la edad, no
se estaría dando una vieja regla que los historiadores atribuyen a un pintor de la Corte
de Alejandro Magno. Ella surge de una consideración del artista. Él pensaba que había
algo en lo que era superior a sus rivales: él sabía cuándo parar.

En las inagotables reflexiones que permitiría el trabajo descomunal de Leonardo


Da Vinci encuentro en uno de los parágrafos de su Tratado de la Pintura una anotación
precisa para el tema que nos convoca “en este punto el contrario dice que no quiere
tanta ciencia, que le basta la práctica para pintar las cosas de la naturaleza, La
respuesta a esto es que no hay nada que nos engañe más fácilmente que nuestra
confianza en nuestro juicio divorciado del razonamiento, como muestra la experiencia,
que es la enemiga de alquimistas, nigromantes y otras mentes simples”. A partir de esta
cita, para unos artistas será indispensable vivir su creación como un divorcio, un asumir
de forma específica el designio artístico. Así Ernesto Sábato quien se despidió de la
ciencia en la cual trabajaba, en el laboratorio Curie de París, concibiéndola como un
compañero de viaje. Al tomar partido por su vocación literaria escribió: “de todos
modos, reivindico el mérito de abandonar esa clara ciudad de las torres —donde reinan
la seguridad y el orden— en busca de un continente lleno de peligros, donde domina la
conjetura”. No es este un pensamiento ingenuo pero la realidad, casi siempre irónica,
no lo refrendó. Allí está el drama de Robert Oppenheimer. Así Aldous Huxley, quien
avanzó en su producción artística y en sus investigaciones científicas generando vasos
comunicantes y padeciéndolos. Alguna vez en sus Diarios el 19 de diciembre de 1903
Tolstói consignó: “el poeta no puede dedicarse a lo que se dedica el científico porque es
incapaz de ver solamente una cosa y dejar de ver el conjunto”. Esta intimidad,
saqueada del diario del viejo Conde, recuerda un texto antecesor: “El arte es todo lo
opuesto a las ideas generales; sólo describe lo individual y no desea más que lo único.
No clasifica, desclasifica”. Así entra a el prefacio de Vidas Imaginarias, Marcel Schwob.

Entonces, a lo mejor tanto las artes como las ciencias atraviesan los siglos, como
Leonardo, preservando para ejemplarizar la dura e inatacable materia de los misterios, o
cada una desde su posibilidad, la ciencia sometiendo a verificaciones sus teorías,
pensando, y el arte con sus intuiciones de la belleza o de la no-belleza propone una
construcción contraria a toda apariencia, diferente a la realidad aceptada y en ese
resultado renovador, en ambos casos, del espíritu humano estaría quizá una
convergencia más. ¿Qué esconde la leve sugerencia de sonrisa de la Mona Lisa, o los
minuciosos dibujos del agua en los cuales a lo mejor Leonardo se salvó de la locura
apelando a innúmeras notas, palabras y palabras que hacen parte de la superficie de
esos dibujos de los años finales de su vida?

De cualquier manera cada sociedad escoge o se le impone un estatuto de vida.


Conforme a él se mueve, progresa, se estanca, se diluye y allí en ese espacio amplio de
búsquedas y realizaciones se hace la peripecia personal y se articulará o no con un
designio colectivo explícito u oculto. Si uno lee un libro de obligadas referencias en las
ciencias sociales colombianas, como lo es, Gamonales, Bandidos y Campesinos de
Gonzalo Sánchez, observará allí una explicación científica de un aspecto importante de
la violencia colombiana, su relación con la propiedad, la noción de justicia. Y si se lee
su más reciente texto, Memoria, Guerra y Violencia, que es un bello texto sobre los
poderes de la memoria y si virtud de presente, se topará con la intuición de por qué
nada ha sido resuelto.

En definitiva pienso que el ser humano, hoy por hoy, requiere como nunca de
esas portentosas invenciones de las ciencias y de las artes, como si ello le diera la
oportunidad de restablecer la comunión hacia un propósito perdido. A lo mejor el arte
se nos ofrece como una posibilidad de ordenamiento de la vida, de establecimiento de
sentidos y esto puede ser suficiente. Aquí, en las curiosidades que alimentan este texto,
se puede ver cómo el arte establece tradiciones de alguna manera personales. Es decir
mi arte se nutre de aquello que necesita. Y esa necesidad la establece el artista. Tal
Vez.

Tal vez en esa distancia entre lo inexpresable, reto supremo de la creación artística, y el
resultado de los rasguños a algo innombrable que provisoriamente se llama absoluto, ese
resultado cuyo deslumbramiento conduce a la iluminación, a la locura, o a la
conformidad, es lo que hace del pensamiento algo triste como lo examinó George
Steiner. A pesar de la pesadumbre es deseable que en cada ser habite un pensamiento,
noble o de vergüenza, por mencionarlos con una clasificación imposible mientras el
pensamiento esté invisible, ya que de su existencia dependerá en mucho que el miedo
no convierta al ser humano en víctima, la más aterradora de sus depredaciones. Una
víctima que no reconoce el motivo que la subordina y cuyos días quedarán trastornados
para siempre en esa vigilia de horror que imaginó más de una vez Franz Kafka.

Ahora pienso que hasta hace pocos años uno de los miedos que agitaba con
ininterrumpida persistencia en el corazón humano era el miedo al cataclismo nuclear.
Un temor colectivo surgía de la probable explosión que por voluntad insensata o por un
azar desgraciado devolvería la laboriosa construcción de los hombres y las mujeres con
sus sufrimientos implacables y sus felicidades orgullosas, a un estado sin testigos ni
rastros anteriores donde imperaría una energía peor que la desmemoria de la muerte. La
cohesión que hizo la naturaleza en su desarrollo y no ha logrado el hombre en su
obligación de convivencia estaría desperdigada y rota. Esqueletos con llagas se
bambolearían en un desierto sin horizontes y a lo mejor el planeta como un martinete
sin gravitación ni destino, se estrellaría con los planetas más queridos en una carambola
imparable por universos desfondados.   

    A medida que ese miedo —cuyo potencial armaba pesadillas con la capacidad de las
fantasías para imaginar la monstruosa tecnología de destrucción— se tornaba errático,
otro miedo poderoso, informe, se colaba en la conciencia. El miedo al cataclismo
nuclear se difuminaba por la familiaridad falsa con la cual los medios de comunicación
lograron instalar cierta perversa asepsia de la demolición. Descomunales máquinas de
guerra y catástrofes afianzaban por las imágenes de la televisión y por las ondas de la
radio una expansión de luces y estallidos como si de secuencias de desecho de la
estrella de la muerte se tratara. Y enseguida: números sin rostro; ruinas sin dolor;
desvanecimiento de la humanidad y sus empeños, muchos de ellos —templos, calles,
museos, palacios, bibliotecas— aún tocados por el misterio de su origen, por la
reverencia devota de su preservación. Esta superposición de un horror frío, que mezcla
las imaginerías de la ficción con el acabamiento criminal de pueblos enteros en una
respuesta ciega de más muerte a la muerte, abrió un reducto a un medio íntimo,
personal, que se incrusta en la vida para menguarla, disminuir su esencia de libertad.
Así de un temor colectivo, aún presente, se pasó a un miedo por la inseguridad
personal, a un temor que acecha. ¿Será entonces que esa devastación encontró una
manera de enconarse y corroer los vínculos que fundan el espacio de comunidad y
solidaridad?

    En tanto, valdría la pena indagar si acaso el pensamiento y la escritura tienen un


papel en la modulación de las actitudes frente al miedo. Habría que considerar el
pensamiento como una convicción secreta que permite resistir y soportar el absurdo de
la vida, una manera de sortear la aventura más allá del código social y donde se
combina la aspiración personal con los probables acuerdos colectivos. Sin embargo, a su
naturaleza le es inherente una especie de fatal irrealización. Ésta aparece cuando el
pensamiento abandona su reducto y se expresa como escritura, relato o poesía, música o
gesto. ¿Podrá entonces la literatura fortalecer la conciencia ante las aflicciones con que
el miedo la atribula y debilita? Entiendo que la palabra “modular” que aparece en el
tema tiene el sentido de modificar para mitigar el poder de algo, en este asunto la
consecuencia desestabilizadora del miedo. Sin embargo, su otra acepción es fecunda en
sugerencias: varias con fines armónicos las cualidades del sonido en el habla o en el
canto. ¿’Será entonces que la palabra recitada o cantada podría actuar como antídoto
contra el miedo? A lo mejor como los niños que atraviesan la oscuridad cantando a voz
en cielo; o los locos que sustituyen la falta de alas por plegarias que gritan mientras
dominan el vacío al tirarse de la azotea del piso 29 de un edificio que ahora tendrá
historia.

    Valdría la pena, antes de mostrar la forma del nuevo miedo que desplazó al miedo
colectivo por el cataclismo nuclear, dejar algunas apreciaciones relativas a lo que se
pretende en ocasiones, se espera en veces, del papel del pensamiento y de la escritura
literaria ante las circunstancias desgraciadas que socavan el esfuerzo tantas veces
contrariado por oponer a la fatalidad inexorable de la existencia, un deseo desmesurado
de felicidad y realización. Es decir: ¿por qué cuando los dominios propios en los cuales
tienen su génesis y posibilidad de solución los problemas que acosan a la vida se
muestran obstruidos, se recurre entonces a asignarle al arte funciones ilusorias? En el
mejor de los casos se invoca al arte para una usurpación pueril, como consuelo o como
sustituto educativo. Como fortaleza o como talismán.

    El miedo personal, íntimo, actual, al anidar en el corazón humano, lo ata, lo


paraliza, y crea tal incertidumbre que no se atreve a ser compartido. Al saberse
expuesto sospecha todo y de todos. Condenado a la soledad y a la desconfianza, es
impotente. Cree que el silencio lo preserva. Este miedo se afianza en la percepción que
se tiene de haber perdido los tejidos donde la intimidad es posible. Como si las reglas
conforme a las cuales, durante siglos, se iba avanzando en la construcción de
convivencia se hubieran desvanecido. Una agresiva intolerancia arropada en los gritos de
la religión, la raza, el pueblo, la patria, la nación, quiere arrasar con las diferencias y
detener a los seres y al mundo en un paisaje de adhesiones forzosas donde la disidencia
es castigada con la expulsión y la venganza. El viejo pacto se trocó en la adhesión
obligatoria. La voluntad libre en la imposición violenta. Si el miedo obtura la inclinación
de compartir, será improbable la democratización de la intimidad. Nos distanciaremos de
nosotros mismos. Allí volverá con fuerza la pregunta desamparada de Virginia Woolf:
¿quién sabe lo que somos, lo que sentimos? Y esa será la pregunta de la cual se
apropiará el espía totalitario para uniformar las respuestas o reprochar al que tiene una
propia.

    Tal vez entonces la sustancia de libertad que guarda la naturaleza del arte permita
mantener la vida secreta de los pensamientos y se oponga a que su expresión escrita o
pintada o cantada sea pervertida por el miedo y deformada por su amenaza.

También podría gustarte