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Los escritores somos de los pocos colombianos que tenemos dos jornadas de trabajo y
eso nos hace más dignos. Una de esas jornadas es empobrecedora y triste, que es el
trabajo que a duras penas te da para sobrevivir. La otra es alentadora y estimulante,
que cuando llegamos del trabajo sabemos que nos va a permitir soñar mejor. Es duro,
porque incluso interviene en el estilo. Y sobre todo cuando uno está [escribiendo] una
novela, que hay que trabajarla todos los días. Lo hermoso es que la literatura
colombiana es que se produce contra todo, porque no es lo mismo disponer de tiempo
para escribir, que llegar cansado a escribir, que de una y otra forma no se podría. De
todas formas es un juego de dominó, que de no ser así sería aburrido.
Se me ocurre aquí una conjetura: ¿qué serían los celos antes de Otelo de
Shakespeare? y ¿qué son los celos después de Freud? Una curiosidad así puede
extenderse a la concepción del crimen. Se puede examinar cómo aparece en La Biblia,
(Caín, José y sus hermanos) ; en Dostoievski, ( Crimen y Castigo) ; en Camus, (El
extranjero) ; en Truman Capote, (A sangre fría). De allí, a lo mejor, se podría extraer
una reflexión sobre los fracasos de los métodos de resocialización, de inclusión, de
redención, o como quieran llamarse.
Me suscitó don Gastón una historia que a lo mejor muestre algo: Un hombre, de
los que denominan una persona mayor, alcanzó una edad de más de sesenta años. Había
sido un comerciante próspero con tienda surtida en el mercado municipal de Cartagena
de Indias y tenía un victoria de dos caballos alimentados con grano. Los caprichos de la
existencia y las contrariedades de la voluntad lo llevaron a pasar sus días de la vejez en
Barranquilla. Soportaba sin mayores quejas una viudez de veinte años y las restricciones
debidas a la diabetes y los achaques propios de una soledad obstinada. Algo que empezó
como un entretenimiento se le convirtió en una ilusión consentida: había tropezado con
una muchacha joven y recorría con ella el bulevar generoso de la calle 72, bajo la
sombra de las acacias y los matarratones, hablando y riéndose, con el cono de un
helado de chocolate que a veces les rodaba por los brazos. El único cambio apreciable
en sus hábitos consistió en que dejó de afeitarse él, y acudió puntual a la barbería del
barrio. Algún día sus males obligaron a recluirlo en el hospital. Confió a los médicos la
alegría de las caminadas y el entusiasmo por la amistad con la joven acompañante. El
deseo de salir ayudó a la recuperación. Se había mirado en el espejo del baño y una
coquetería traviesa le hizo considerar que dejaría la sombra de la barba de varios días
de tratamiento recuperación. Sobre la cama hospitalaria está el maletín de viaje y la
escasa ropa que tuvo durante la enfermedad. La médica joven, de turno, le dió de alta
y le prescribió una transfusión de sangre para que no padeciera cansancio en su paseo
de esa tarde. El hombre mayor se resignó a la cortesía y se sentó en la poltrona, al
lado de la cama, con el brazo flojo y dispuesta la cánula. Vio la botella de sangre
oscura. La siguió mientras culebreaba por la manguera hacia él. Sintió una convulsión
fuerte que lo sacó del asiento y no supo más. La médica joven descubrió pronto que
había equivocado el tipo de sangre. Con premura botó la que restaba, casi toda, en la
botella, en el inodoro. Un viejo se entrega a lo distinto. Una mujer comparte con
generosidad con él. Otra mujer, también joven, lo mata.
¿De qué sirven los años? ¿Acaso la experiencia conspira contra el azar? ¿La
impericia repite la torpeza? Viejo zorro Gastón: es apreciable tu esfuerzo por advertir
que los lastres del conocimiento adquirido deberían transformarse en livianos dirigibles
por los abismos de territorios desconocidos. Y yo no podría precisar si al encontrar, el
filósofo, un punto de parálisis del desarrollo científico, y que él atribuyó a la edad, no
se estaría dando una vieja regla que los historiadores atribuyen a un pintor de la Corte
de Alejandro Magno. Ella surge de una consideración del artista. Él pensaba que había
algo en lo que era superior a sus rivales: él sabía cuándo parar.
Entonces, a lo mejor tanto las artes como las ciencias atraviesan los siglos, como
Leonardo, preservando para ejemplarizar la dura e inatacable materia de los misterios, o
cada una desde su posibilidad, la ciencia sometiendo a verificaciones sus teorías,
pensando, y el arte con sus intuiciones de la belleza o de la no-belleza propone una
construcción contraria a toda apariencia, diferente a la realidad aceptada y en ese
resultado renovador, en ambos casos, del espíritu humano estaría quizá una
convergencia más. ¿Qué esconde la leve sugerencia de sonrisa de la Mona Lisa, o los
minuciosos dibujos del agua en los cuales a lo mejor Leonardo se salvó de la locura
apelando a innúmeras notas, palabras y palabras que hacen parte de la superficie de
esos dibujos de los años finales de su vida?
En definitiva pienso que el ser humano, hoy por hoy, requiere como nunca de
esas portentosas invenciones de las ciencias y de las artes, como si ello le diera la
oportunidad de restablecer la comunión hacia un propósito perdido. A lo mejor el arte
se nos ofrece como una posibilidad de ordenamiento de la vida, de establecimiento de
sentidos y esto puede ser suficiente. Aquí, en las curiosidades que alimentan este texto,
se puede ver cómo el arte establece tradiciones de alguna manera personales. Es decir
mi arte se nutre de aquello que necesita. Y esa necesidad la establece el artista. Tal
Vez.
Tal vez en esa distancia entre lo inexpresable, reto supremo de la creación artística, y el
resultado de los rasguños a algo innombrable que provisoriamente se llama absoluto, ese
resultado cuyo deslumbramiento conduce a la iluminación, a la locura, o a la
conformidad, es lo que hace del pensamiento algo triste como lo examinó George
Steiner. A pesar de la pesadumbre es deseable que en cada ser habite un pensamiento,
noble o de vergüenza, por mencionarlos con una clasificación imposible mientras el
pensamiento esté invisible, ya que de su existencia dependerá en mucho que el miedo
no convierta al ser humano en víctima, la más aterradora de sus depredaciones. Una
víctima que no reconoce el motivo que la subordina y cuyos días quedarán trastornados
para siempre en esa vigilia de horror que imaginó más de una vez Franz Kafka.
Ahora pienso que hasta hace pocos años uno de los miedos que agitaba con
ininterrumpida persistencia en el corazón humano era el miedo al cataclismo nuclear.
Un temor colectivo surgía de la probable explosión que por voluntad insensata o por un
azar desgraciado devolvería la laboriosa construcción de los hombres y las mujeres con
sus sufrimientos implacables y sus felicidades orgullosas, a un estado sin testigos ni
rastros anteriores donde imperaría una energía peor que la desmemoria de la muerte. La
cohesión que hizo la naturaleza en su desarrollo y no ha logrado el hombre en su
obligación de convivencia estaría desperdigada y rota. Esqueletos con llagas se
bambolearían en un desierto sin horizontes y a lo mejor el planeta como un martinete
sin gravitación ni destino, se estrellaría con los planetas más queridos en una carambola
imparable por universos desfondados.
A medida que ese miedo —cuyo potencial armaba pesadillas con la capacidad de las
fantasías para imaginar la monstruosa tecnología de destrucción— se tornaba errático,
otro miedo poderoso, informe, se colaba en la conciencia. El miedo al cataclismo
nuclear se difuminaba por la familiaridad falsa con la cual los medios de comunicación
lograron instalar cierta perversa asepsia de la demolición. Descomunales máquinas de
guerra y catástrofes afianzaban por las imágenes de la televisión y por las ondas de la
radio una expansión de luces y estallidos como si de secuencias de desecho de la
estrella de la muerte se tratara. Y enseguida: números sin rostro; ruinas sin dolor;
desvanecimiento de la humanidad y sus empeños, muchos de ellos —templos, calles,
museos, palacios, bibliotecas— aún tocados por el misterio de su origen, por la
reverencia devota de su preservación. Esta superposición de un horror frío, que mezcla
las imaginerías de la ficción con el acabamiento criminal de pueblos enteros en una
respuesta ciega de más muerte a la muerte, abrió un reducto a un medio íntimo,
personal, que se incrusta en la vida para menguarla, disminuir su esencia de libertad.
Así de un temor colectivo, aún presente, se pasó a un miedo por la inseguridad
personal, a un temor que acecha. ¿Será entonces que esa devastación encontró una
manera de enconarse y corroer los vínculos que fundan el espacio de comunidad y
solidaridad?
Valdría la pena, antes de mostrar la forma del nuevo miedo que desplazó al miedo
colectivo por el cataclismo nuclear, dejar algunas apreciaciones relativas a lo que se
pretende en ocasiones, se espera en veces, del papel del pensamiento y de la escritura
literaria ante las circunstancias desgraciadas que socavan el esfuerzo tantas veces
contrariado por oponer a la fatalidad inexorable de la existencia, un deseo desmesurado
de felicidad y realización. Es decir: ¿por qué cuando los dominios propios en los cuales
tienen su génesis y posibilidad de solución los problemas que acosan a la vida se
muestran obstruidos, se recurre entonces a asignarle al arte funciones ilusorias? En el
mejor de los casos se invoca al arte para una usurpación pueril, como consuelo o como
sustituto educativo. Como fortaleza o como talismán.
Tal vez entonces la sustancia de libertad que guarda la naturaleza del arte permita
mantener la vida secreta de los pensamientos y se oponga a que su expresión escrita o
pintada o cantada sea pervertida por el miedo y deformada por su amenaza.