Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Este documento fue realizado sin fines de lucro, tampoco tiene la intención
de afectar al escritor. Ningún elemento parte del staff recibe a cambio
alguna retribución monetaria por su participación en cada una de nuestras
obras. Todo proyecto realizado tiene como fin complacer al lector de habla
hispana y dar a conocer al escritor en nuestra comunidad.
Si tienes la posibilidad de comprar libros en tu librería más cercana, hazlo
como muestra de tu apoyo.
¡Disfruta de la lectura!
Índice
Sinopsis
Playlist
1
2
3
4
5
6
7
8
9
10
11
12
13
14
15
16
17
18
19
20
21
22
23
24
25
26
27
Epílogo
Sobre la Autora
Sinopsis
¿Qué puede ser peor que saber el día exacto en que se va a acabar el
mundo?
Despertar y descubrir que no lo hizo.
El mundo posterior al 23 de abril es un lugar sin ley, sin sentido y
despiadado, pero no sin amor. Al menos, no para Rain y Wes.
Pero cuando el gobierno comienza a realizar ejecuciones diarias televisadas
como demostración de su poder, ese amor es puesto a prueba:
¿Sacrificar una vida para salvar las otras?
¿O sacrificar a los demás para salvar al indicado?
Playlist
Army of Me — Björk
Artist and Repertoire — Envy on the Coast
Bandito — Twenty One Pilots
Black Out Days — Phantogram
Champion — Bishop Briggs
Champion — Fall Out Boy
False God — Taylor Swift
Graveyard — Halsey
Hallelujah — Paramore
I Will Follow You into the Dark — Death Cab for Cutie
Jumpsuit — Twenty One Pilots
My Cell — The Lumineers
Neon Gravestones — Twenty One Pilots
Nightmare — Halsey
ocean eyes — Billie Eilish
Oh No!!! — grandson
Prison Sex — TOOL
Slip on the Moon — DREAMCAR
Start a Riot — Duckwrth, Shaboozey
Team — Lorde
The Ruler and the Killer — Kid Cudi
Weaker Girl — BANKS
you should see me in a crown — Billie Eilish
Este libro está dedicado a todos los que alguna vez han tenido que luchar
por su propia felicidad.
Especialmente a mí.
1
Rain
5 de Mayo
Es increíble cómo tu vida entera puede cambiar en un instante. Cómo
fuerzas que escapan a tu control pueden llegar y arrancarte trozos enteros de
tu vida (los mejores trozos, los más grandes) sin ni siquiera un por favor o
unas gracias. Y esas fuerzas siempre esperan a que bajes la guardia.
Quieren oírte exhalar, suspirar con tranquila satisfacción, antes de atacar.
Estaba en mi casa del árbol después de la puesta de sol, exhalando un
calmado chorro de humo de uno de los cigarrillos de mi padre, cuando tres
disparos de escopeta me dejaron huérfana.
Me arrastraba por la autopista a lomos de la moto de Wes, aliviada
por haber sobrevivido al 23 de abril y emocionada por lo que podríamos
encontrar en las afueras de Franklin Springs, cuando un camión de
dieciocho ruedas explotó y casi mata a mi mejor amigo, Quint.
Estaba envuelta en la seguridad de una librería oscura y abandonada,
durmiendo plácidamente después de hacer el amor con Wes, cuando se
arrancó de mi vida sin siquiera despedirse.
Y ahora estoy en la seguridad de los brazos de Wes, en la sala de la
casa de mi infancia, rodeada de un suelo de madera recién pulido y paredes
recién pintadas, cuando siento que vuelvo a exhalar.
Observa cómo mi miedo se desplaza hacia el suelo como una bata de
seda.
Sonríe cuando la esperanza, la paz y la gratitud me hacen cosquillas
en la piel enrojecida y me susurran promesas al oído.
Wes envuelve mis muslos alrededor de su cintura y besa esa sonrisa,
de forma febril, impaciente. Como si tuviera más amor que darme que
tiempo.
Suspiro en su boca y tres golpes en la puerta me indican
inmediatamente mi error. Volví a bajar la guardia y ahora las fuerzas han
venido a llevarse lo único bueno que me queda.
Mis ojos se abren de golpe y Wes agarra mi cara.
—Oye, está bien. Vas a estar bien.
—¿Qué va a estar bien? ¿Qué está pasando, Wes?
¡Bang, bang, bang!
—Policía del Estado de Georgia. ¡Abran!
Grito y me tapo la boca con las manos. Mi estúpida y suspirante boca.
—¡Tenemos el lugar rodeado! ¡Abran!
—¡Dios mío! —Busco respuestas en la cara de Wes, busco en la
habitación un lugar donde esconderme.
—No están aquí por ti. —Me hace callar, ahuecando mi mejilla con
su mano cálida y áspera—. No has hecho nada malo, ¿de acuerdo? Sólo
prométeme que te quedarás aquí. Estás a salvo aquí.
—¿Qué está pasando, Wes? —Mi voz se vuelve aguda mientras los
golpes se hacen más fuertes.
—¡Está abierto! —grita Wes, sosteniendo mi mirada mientras la
puerta detrás de mí, la flamante puerta azul campestre que instaló mientras
estaba fuera; se abre de golpe.
—Es él —gruñe una voz que conozco; una voz en la que he confiado
toda mi vida, desde la puerta—. Ese es el hombre que consiguió los
antibióticos.
Me doy la vuelta y me quedo con la boca abierta, la sorpresa y la
traición me atraviesan de atrás hacia adelante mientras me giro.
—¡Sra. Renshaw! ¿Qué está haciendo?
Bloqueo a Wes con mi cuerpo mientras mis ojos van de la madre de
Carter al enorme agente de policía que está a su lado. La rabia, el dolor y un
tipo de miedo desesperado me invaden, haciendo que mis movimientos sean
bruscos y forzando las palabras a salir de mi boca.
—¡Fui yo! —grito—. ¡Llévenme a mí! Yo le di a Quint los
antibióticos. No a Wes.
El policía lanza una mirada interrogativa a la Sra. Renshaw mientras
Wes rodea tranquilamente mis brazos extendidos y se arrodilla ante mí en
medio de mi salón. Mis dedos se entrelazan con su cabello, apartándolo de
su cara mientras las lágrimas me nublan la vista.
—No... —susurro.
—Fui yo. Salvé la vida de Quinton Jones —anuncia Wes sin apartar la
mirada de mí—. Y aunque no lo fuera, no puedes ejecutarla...
Sacudo la cabeza hacia él, suplicándole que haga algo.
Y lo hace. Me da un único beso en el vientre y me sonríe, con una
mezcla de orgullo y angustia grabada en sus hermosas facciones.
—Está embarazada.
Esas palabras rebotan en mi cerebro, escuchadas pero rechazadas,
mientras el policía levanta a Wes del suelo por el brazo.
—Tienes derecho a guardar silencio. Todo lo que digas puede y será
utilizado en tu contra...
—¡No! —grito, abalanzándome sobre Wes. Agarro su camisa
hawaiana azul con las dos manos mientras el idiota que está detrás de él le
pone un par de esposas metálicas en sus inocentes muñecas.
También podría estar apretando una soga alrededor de su cuello.
—¡Para! ¡Lo estás matando! —grito.
—Se le concederá una audiencia con el gobernador en un plazo de
setenta y dos horas, momento en el que podrá defenderse de los cargos que
se le imputan.
Miro la cara de Wes, esperando encontrar el pánico reflejando la mía,
pero por una vez, sus ojos pálidos y musgosos no están analizando ni
enojados ni protegidos ni fríos. Sólo están tristes.
Tristes y muy, muy apenados.
—Se tendrán en cuenta los testimonios de los testigos y las pruebas
recogidas en la escena del crimen —prosigue el agente, ignorándome
mientras continúa su discurso, pero la Sra. Renshaw me presta toda su
atención.
—¡Rainbow, suéltalo! —sisea, dando un paso hacia mí—. Este
hombre es un peligro para todos en la comunidad. Un día, verás...
—¡Lo estás matando! —Vuelvo a gritar, esta vez dirigiendo mi rabia a
la mujer que está junto al agente. Nunca he querido golpear tanto a nadie en
mi vida, pero mis manos no sueltan a Wes.
No puedo soltar a Wes.
En lugar de eso, le rodeo los hombros con los brazos, entierro mi cara
en su pecho y grito directamente en la gruesa carne y el fino algodón que
me separan de su corazón.
¿Cuántos latidos le quedan?
¿Cuántos habría tenido si no me hubiera conocido?
Wes presiona sus labios contra la parte superior de mi cabeza cuando
mis pulmones se quedan finalmente sin aire y me rompe por completo.
Porque conozco este beso. Conozco todos sus besos.
Wes intenta consolarme.
¿Pero quién va a consolarlo a él?
—¿Ramírez? ¿Necesitas refuerzos? —dice una voz ronca desde mi
puerta abierta.
—Sí. Parece que tenemos un aferrado a la etapa cinco.
—Señora —dice el segundo oficial—. Voy a necesitar que suelte al
sospechoso y se haga a un lado.
Oigo la orden, pero no levanto la vista ni la reconozco. De todos
modos, no importa. No podría soltar a Wesson Patrick Parker ni aunque lo
intentara.
Y llevo semanas intentándolo.
—Señora, esta es su última advertencia. No se lo volveré a pedir.
Suelte al sospechoso y ponga las manos en la cabeza.
—¡Rainbow! ¡Suéltalo! —grita la Sra. Renshaw.
—Suéltame, nena —susurra Wes en mi cabello—. Te amo
malditamente demasiado. Sólo haz lo que dicen, ¿de acuerdo?
Pero no puedo. Su camisa es tan suave. Su pecho, tan cálido. Su
corazón, tan firme y fuerte donde late contra mi mejilla. Me agarro a sus
hombros con más fuerza y reprimo un sollozo mientras me pongo de
puntillas y beso su boca preocupada. El labio inferior de Wes se libera de
sus dientes justo antes de chocar con el mío. Entonces, se queda quieto,
reteniendo el momento junto con su aliento.
No me besa como si nuestro tiempo se estuviera acabando.
Me besa como si ya se hubiera acabado.
Y tiene razón. Porque antes de que tenga la oportunidad de susurrar
que yo también lo amo; antes de que pueda despedirme del hombre que me
enseñó a vivir, cincuenta mil voltios de electricidad lo dicen por mí,
apoderándose de mis músculos y haciéndome caer de rodillas.
2
Wes
La sensación de que el cuerpo de Rain se aferra al mío, la impotencia
de verla caer al suelo a mis pies; mis brazos esposados son incapaces de
atrapar su cuerpo convulsionando, destruye lo que queda de mí.
Mientras el agente me arrastra hacia la puerta principal, siento que mi
alma, mi corazón, mis malditas ganas de vivir desaparecen a cada paso que
doy. Ya no me pertenecen. Sinceramente, nunca lo hicieron. Pertenecen a la
pequeña muñeca de trapo de pelo negro que se mueve en el suelo.
Para cuando ese imbécil me empuja por los escalones de la entrada, la
presión aplastante de mi pecho se reduce a un dolor hueco, solo dolores
fantasmas de mi corazón amputado. Para cuando llegamos a su auto de
cerdos, ya casi no recuerdo haber tenido sentimientos. Y para cuando me
empuja dentro y cierra la puerta, me he quedado completamente...
jodidamente... insensible.
Nunca estuve destinado a conseguir a la chica. A tener el “felices para
siempre”. Así no es como funciona mi mundo y esta mierda de aquí es la
prueba. Rain tiene refugio, un medio de autodefensa, y dinero para
conseguir provisiones. A mí no me queda nada por hacer. Mi chica y mi
hijo, si mis sospechas son ciertas, van a tener una vida tan buena como
cualquiera podría esperar después del 23 de abril.
¿Y yo?
Dentro de unos días, seré un jodido fertilizante y no tendré que sentir
esta mierda en absoluto.
3
Rain
—Cariño, te hice un favor. Nos hice un favor a todos. Un día, lo
verás.
»¿De verdad estás embarazada, querida? ¿Cuánto tiempo ha pasado
desde que tienes tu ciclo?
»¡Un bebé! Oh, Dios mío. ¡Qué bendición!
»No te preocupes. Mamá Renshaw te va a ayudar en todo momento.
Y Carter… oh, va a ser un buen padre.
»¡Voy a ser abuela!
»Siéntate, niña. Te traje agua.
Cuando no obedezco, la Sra. Renshaw interrumpe la feliz divagación
y se pone en modo administradora de colegio.
»Rainbow, siéntate —sisea, chasqueando sus dedos hacia mí—. No
seas tan dramática. Sé que crees que amabas a ese hombre, pero con el
tiempo te darás cuenta de que sólo te encariñaste con él porque acababas de
perder a tus padres. Era un monstruo, querida. Viste lo que le hizo a mi
dulce Carter. Todos estamos más seguros sin él.
—Usted es el monstruo. —Las palabras no son mucho más fuertes
que un susurro cuando salen de mis labios separados y gotean por mi
mejilla hasta el suelo de madera.
—¿Perdón?
Trago, sabiendo a sangre y sintiendo pulsos de dolor que irradian de
un lado de mi lengua. Debo de habérmela mordido durante el
electrochoque.
—Usted es el monstruo —repito, carraspeando.
No abro los ojos. No levanto la cabeza. Estoy en la misma posición
fetal descuidada en la que acabé después de que los voltios me golpearan y
no pienso moverme. Jamás.
Un nuevo dolor, profundo y sordo, palpita en mi espalda baja, justo
donde Wes metió su pistola en la cintura antes de que apareciera la policía.
Aprieto más los ojos y le agradezco en silencio este último regalo.
—Rainbow, sé que estás molesta, pero cuando te sientas mejor...
—Nunca me sentiré mejor.
Y en cuanto te vayas, me meteré una bala en la cabeza igual que la
que acabas de darle a Wes.
—Recuerdo haberme sentido así también, cuando estaba embarazada
de Sophie. Pensé que nunca me sentiría mejor. Pero después del primer
trimestre, recuperarás tu chispa.
Escucho el roce del metal con la madera a pocos metros de mi cabeza
y me doy cuenta de que la señora Renshaw debe estar recogiendo la llave
que se me cayó. La que Wes me puso en la palma de la mano nada más
llegar. Unos minutos, es todo lo que ha necesitado esta mujer para
arrancarme el futuro. Unos pocos minutos es todo lo que se necesita.
—¿Es esa mi puerta principal? Lo es, ¿verdad? ¡Dios mío! Si eso no
es una señal de Dios, no sé lo que es. Es como si dijera: “¡Bienvenida a
casa, Agnes!” —La voz de la Sra. Renshaw se quiebra y se le escapa un
sollozo.
—Vamos a estar bien, nena. —Su mano envejecida acaricia mi
hombro expuesto—. El Señor es mi pastor; nada me faltará.
—Váyase —consigo decir con la voz ronca, aunque mis pulmones
parecen que van a colapsar bajo el peso de mi desesperación.
—Tienes razón. Debería irme. Seguro que quieres estar sola. Volveré
a ver cómo estás un poco más tarde, querida. Asegúrate de beber tu agua.
Justo cuando oigo sus pasos retroceder hacia la puerta, se detienen un
momento después y vuelven a mi lado el doble de rápido que se fueron.
—Oh, casi me olvido...
La parte trasera de mi camiseta de tirantes se levanta y el revólver que
Wes llevaba en la cintura se libera. Escucho el clic, el giro, el clac de la Sra.
Renshaw revisando el cañón en busca de balas mientras sale por la puerta.
Entonces, me llevo las rodillas al pecho, las rodeo con los brazos y
sollozo hasta quedar inconsciente.
Ningún sueño viene a distraerme de mis pensamientos de muerte. No
llegan visiones de mis padres o de Wes para calmarme. Cuando me
despierto; minutos después, horas quizás, estoy vacía. Estoy sola.
Estoy muerta.
Sólo tengo que reunir las fuerzas para levantarme y hacerlo oficial.
Me empujo sobre mis manos y rodillas y me arrastro hasta las
escaleras. La tercera cruje bajo mi peso. También la quinta. Y la sexta. Este
es el único hogar que he conocido, y parece que se despide con cada tabla
del suelo que chilla y cada viga que gime.
Por primera vez desde que oí esos disparos, no tengo miedo de entrar
en la habitación de mis padres. Ya nada puede hacerme daño.
Al menos, no por mucho tiempo.
Doblo la esquina hacia el dormitorio principal, pero esta vez no
encuentro el cuerpo sin rostro de mi madre tendido en un charco de sangre
con las persianas cerradas. Encuentro un marco de cama de madera vacío,
iluminado por el sol de la tarde. Las cortinas están abiertas de par en par. El
colchón y la ropa de cama, hace tiempo que desaparecieron. Todo rastro de
lo que pasó aquí... borrado. Casi me hace sentir mal por lo que voy a hacer.
Por dejar otro desastre sangriento en la casa que Wes pasó tanto tiempo
limpiando.
Tal vez debería hacerlo en el patio trasero, pienso.
Tal vez ya no importe una mierda.
Por costumbre, acciono el interruptor de la luz en el vestidor de mis
padres y me sorprendo cuando la bombilla de arriba realmente se enciende.
En cuanto veo su ropa, el olor que desprenden me golpea como un
mazo.
Cigarrillos rancios y café de avellana.
Quiero rodear con mis brazos los vestidos colgados de mi madre y
hacer que me devuelvan el abrazo. Quiero balancearme con ellos y acariciar
sus mangas contra mi mejilla. Pero, ¿cuál sería el objetivo?
¿Hacerme sentir mejor?
¿O hacerme sentir peor?
En lugar de eso, meto la mano entre ellos y encuentro un maletín
vintage que sé que estará ahí, colgado de un clavo en la pared, detrás de la
ropa de iglesia de mamá.
Dejo el maletín de tweed marrón en el suelo, hago girar los números
de la pequeña esfera hasta el 503 (mi cumpleaños) y abro las aburridas
pestañas de latón con un clic. Dentro hay un forro de espuma, moldeado
alrededor de una pequeña pistola negra. Papá solía dejarme disparar a las
latas de un tocón de árbol con esta, antes de que se volviera asustadizo.
Decía que ésta no tenía mucha “patada”.
Contengo la respiración y deslizo el cargador hacia afuera, tal como
me mostró. Está vacía.
Pero no por mucho tiempo.
Salgo del armario y entro en el cuarto de baño principal, me siento
con las piernas cruzadas en el suelo frente al tocador. Abro las puertas del
armario y rebusco hasta el fondo, tirando botellas, cajas y cepillos hasta que
encuentro el joyero donde mamá esconde las balas de papá.
Escondidas.
El corazón late contra mis costillas cuando saco el recipiente de
madera encalada, tanto por lo que contiene como por lo que encuentro
escondido detrás.
Una caja de cartón de color rosa intenso.
Con el dibujo de una mano manicurada que sostiene un test de
embarazo en la parte delantera.
Dejo el joyero a mi lado y tomo el rectángulo rosa con los ojos muy
abiertos y los dedos temblorosos. Los palitos de plástico del interior suenan
cuando los saco. Al abrir la caja, me doy cuenta de que falta uno de los test.
Sé que mamá estuvo embarazada durante un tiempo, cuando yo era una
niña, pero perdió al bebé después de una mala pelea con papá. Me dijo que
era la voluntad de Dios.
Yo lo sabía mejor.
Compruebo la fecha de caducidad. Luego, parpadeo y vuelvo a
comprobarlo.
Estas pruebas no tienen doce años. Son actuales.
—Oh, mamá. ¿Qué hiciste? —susurro, con las lágrimas borrando la
fecha en el lado de la caja.
Lo que sea que le dijera esa prueba, se fue con ella a la tumba.
De tal palo, tal astilla, pienso, deslizando un palo fuera de la caja.
Le doy la vuelta y leo las instrucciones, observando que dice que esta
marca puede detectar un embarazo entre siete y diez días después de la
concepción.
Dios. Puede que Wes tenga razón.
Sus palabras resuenan en mi alma hueca mientras me acerco al
inodoro.
—Ella está embarazada —había anunciado mientras me tocaba mi
barriga y sus ojos brillaban de tristeza y orgullo.
En ese momento no pude procesar esas palabras. Estaba demasiado
ocupada viendo cómo todo mi mundo se derrumbaba a mis pies. Demasiado
ocupada desechándolo como una táctica inteligente para evitar que ocupara
su lugar. Pero mientras espero los resultados; cargando bala tras bala en el
cargador de la pistola de mi padre, aunque sólo necesito una, sólo para que
mis dedos temblorosos tengan algo que hacer, pienso en lo que dijo de
nuevo.
Y me doy cuenta de que nunca me puse la inyección anticonceptiva
en abril.
Ni siquiera pensé en ello. El mundo estaba a punto de acabarse y mi
ex novio acababa de irse a Tennessee.
Pero entonces conocí a Wes.
Y el mundo no se acabó.
En su lugar, fue esposado y arrancado de mis brazos.
Vuelvo a deslizar el cargador en la empuñadura y respiro
profundamente. La pistola es más pesada cuando está completamente
cargada, tanto por el peso de las balas como por el de lo que podrían hacer.
Pero cuando agarro el palo de plástico que está sobre la encimera, cuando
leo esas ocho letras que brillan en su pantalla digital, me parece aún más
pesado que la pistola.
EMBARAZADA.
Levanto la cabeza para mirar mi reflejo en el espejo que hay sobre el
lavabo, pero ni siquiera reconozco a la chica que me devuelve la mirada.
Cabello negro corto. Un par de centímetros de raíces rubias. Pistola en una
mano. Un test de embarazo positivo en la otra. Y una locura oscura y
desesperada en sus ojos hundidos que no había visto desde el día en que mi
padre se metió una escopeta en la boca.
Dejo caer tanto el test como la pistola en el fregadero y doy un paso
atrás con un suspiro.
Estás embarazada, me susurra la chica del espejo.
—Cariño, ya estamos en casa —me llama una voz desde el piso de
abajo.
4
Rain
La alegre voz de la Sra. Renshaw desde el piso de abajo me incita a
actuar. Los jeans me aprietan demasiado para meterme la pistola en el
bolsillo, así que me la meto en la parte trasera de la cintura, sustituyendo la
que me robó la Sra. Renshaw. Vuelvo a meter todo lo demás en los armarios
y los cierro tan silenciosamente como puedo. Luego apago las luces y
atravieso el pasillo hasta mi dormitorio. Encuentro lo que busco en el suelo
junto al armario, justo donde lo dejé: la sudadera con capucha de Twenty
One Pilots de Carter. Me la pongo y suspiro aliviada al ver lo bien que
oculta la pistola.
—¡Rainbooow! —Esta vez, es la voz de Sophie la que oigo.
La culpabilidad se apodera de mi pecho cuando pienso en lo que
podría haber encontrado aquí arriba sí...
Aparto esos pensamientos de mi mente y trato de despejar la emoción
de mi garganta.
—¡Hola, Soph! —grazno, poniendo a prueba mi sonrisa falsa. Voy a
decirle que bajaré en un minuto, pero antes de que las palabras puedan
formarse en mi boca, escucho el repiqueteo de unos pasos ansiosos
subiendo las escaleras.
—¡Rainbow!
Apenas tengo tiempo de abrir los brazos antes de encontrarme
abrazada por mi niña favorita de diez años. Espero que empiece a parlotear
sobre cómo ha llegado hasta aquí, pero en lugar de eso, entierra su cara en
mi sudadera y rompe a llorar.
—Oye... ¿qué pasa? —Paso la mano por sus largas trenzas y la aprieto
más.
—Es que... estoy muy feliz —resopla y limpia sus ojos húmedos en el
suave algodón negro—. Pensé que nunca íbamos a salir de ese lugar. No me
gustaba ese lugar. No había camas y teníamos que ducharnos bajo la lluvia
y los niños grandes eran muy malos. Y luego tu amigo le dio una paliza a
Carter y te llevó, y yo estaba muy asustada.
Sophie levanta su carita y me dedica una sonrisa tan grande que me
doy cuenta de que le faltan al menos dos dientes.
»Pero mamá sabía qué hacer. Llamó a la policía y te encontraron. Y
metieron a ese hombre malo en la cárcel.
Su abrazo encendió una vela de alegría en mi corazón, pero sus
palabras la volvieron a apagar.
»Cuando mamá regresó, dijo que Dios estaba tan orgulloso de ella
que nos bendijo con una casa nueva y un nuevo bebé. —Sus ojitos
abrumados vuelven a llenarse de lágrimas y lo único que puedo hacer es
abrazarla más fuerte para no tener que verlas más.
En lugar de eso, tengo que mirar a su hermano mientras su metro
ochenta y cinco llena la puerta de mi habitación. Su camisa está salpicada
de sangre. Tiene los labios y una ceja abiertos. Su ojo izquierdo está
hinchado. Su nariz está hinchada y ligeramente torcida, y su habitual
fanfarronería arrogante ha sido sustituida por una oscura nube de ira.
Su único ojo abierto se estrecha al verme. Los míos se ensanchan al
verlo a él.
—¿Es cierto, Rainbow? —chilla Sophie—. ¿De verdad vas a tener un
bebé?
Le sostengo la mirada a Carter, sintiendo la misma pregunta
suspendida en el aire entre nosotros. Entonces, suspiro y le digo la verdad:
—Sí, cariño. Lo voy a tener.
La mirada de Carter baja a la espalda de su hermana mientras asimila
esas pequeñas palabras.
—¿De verdad vamos a vivir aquí? ¿Contigo? ¿Para siempre?
—Por supuesto que sí, camarón —gruñe Carter a través de su
destrozada boca, lanzándome una mirada de advertencia—. Mira. —Sus
ojos se dirigen a algo por encima de mi hombro—. Rain ya tiene tu cama
preparada.
Sophie y yo nos giramos, y me sorprende descubrir que tiene razón.
La última vez que la vi, mi cama tenía un tiro de escopeta en el centro, pero
ahora está cubierta por un edredón de unicornio y sirena. Wes debe haber
ido al lado y cambiado mi colchón y la ropa de cama por la de Sophie.
Mencionó que pudo rescatar algunas cosas de la mitad delantera de su casa.
No me di cuenta de que se refería a una cama entera.
Con cada paso que doy hacia ella, me siento más cerca de él. Más
cerca y a la vez mucho más lejos. Levanto una rodilla y me arrastro hasta la
suave superficie, mi mano se desliza por el lugar donde solía haber un
agujero gigante. Me tumbo de espaldas a mis huéspedes no invitados y
arrimo la almohada de repuesto a mi pecho. Ni siquiera huele a humo.
Huele a suavizante.
Incluso la lavó.
Cerrando los ojos, me rindo a mis lágrimas. Las primeras que dejo
caer desde que me lo arrancaron de los brazos.
Puede que a Wes se lo hayan llevado esposado, pero soy yo la que se
enfrenta a una cadena perpetua. Esta casa es mi prisión. Este bebé y esa
niña detrás de mí, son mis guardianes. Mientras estén vivos, estaré aquí,
sufriendo, porque no puedo tomar el camino fácil si eso significa causarles
dolor.
—¿Rainbow? ¿Estás llorando?
—No, sólo está roncando. Tener un bebé te cansa mucho. ¿Por qué no
vas a decirle a mamá que tu cama está aquí? Se pondrá muy feliz.
—¡Está bien!
Oigo a Sophie volver a bajar las escaleras a trompicones justo antes
de que la puerta se cierre con un silencioso chasquido.
Se eriza el vello de mi nuca cuando las tablas del suelo crujen bajo los
pesados pies de Carter. Espero sentir que la cama se hunde bajo su peso,
pero cuando no lo hace, me doy la vuelta y lo encuentro paseando de un
lado a otro por mi moqueta.
Tiene las cejas fruncidas, sus labios hinchados se mueven como si
murmurara para sí mismo y sus largos dedos se tiran de sus crecidos rizos
negros.
Nunca lo había visto tan angustiado. Me pone nerviosa.
—¿Cómo llegaron hasta aquí? —pregunto, esperando alejar su mente
de lo que sea que lo tiene actuando así.
—Mamá volvió a nuestra casa, sacó la camioneta de papá del garaje y
condujo hasta el centro comercial para recogernos. —Encoge sus hombros
—. Nos dijo que nos llevaría a casa.
—¿Cómo llegó tu padre a la camioneta con la pierna rota?
—Lo empujé en la silla rodante que le diste.
—¿Y no vieron ningún Bony?
Carter se gira y me mira con su único ojo bueno.
—¿Podemos no hacer esto?
—¿Qué?
—Fingir que todo está jodidamente bien.
Suspiro y ruedo sobre mi espalda, sintiendo la pistola de mi padre
clavarse en mi espalda.
—Por mí está bien.
Carter no dice nada. Sigue caminando y sigo mirando su maltratado
rostro.
—Lo siento —murmuro finalmente, sin saber por dónde empezar.
—No es tu culpa —responde sin apartar los ojos del suelo—. Los
anticonceptivos sólo tienen una eficacia del noventa y nueve por ciento.
Espera. ¿Qué?
—Es solo que... no estoy preparado para ser padre.
Oh, Dios mío. ¿Eso es lo que le molesta? ¿Cree que este bebé es
suyo?
La idea parece absurda, pero cuando lo pienso, probablemente sólo
han pasado dos meses desde que Carter y yo estuvimos juntos. Dos meses
que parecen dos vidas. Eso fue antes de que su familia empacara y me
dejara en Franklin Springs sin una segunda mirada. Cuando mis padres aún
estaban vivos.
Cuando mi inyección anticonceptiva aún era efectiva.
—No vas a ser padre —suspiro, intentando no poner los ojos en
blanco.
—¿No lo voy a ser? —Carter deja de pasearse y vuelve a mirarme.
Sacudo la cabeza, preparándome para recibir la peor parte de su ira
cuando se dé cuenta de que el hombre que le destrozó la cara es el mismo
que me dejó embarazada. Pero en lugar de eso, los labios partidos de Carter
se abren en una amplia sonrisa mientras se acerca a darme un abrazo.
—¡Mierda, chica! Me preocupaste por un segundo. Me alegro mucho
de que estemos de acuerdo. Escucha, te tengo. Te llevaré a la clínica, pagaré
el procedimiento, lo que necesites. Sólo hazme un favor y dile a mi madre
que tuviste una pérdida, ¿de acuerdo?
Me quedo sin palabras cuando Carter me aprieta por segunda vez.
—¡Oye, chico! —La voz ronca del Sr. Renshaw llama desde el fondo
de la escalera—. Tu madre dice que la carretera está despejada hasta el
pueblo. Voy a ir al Burger Palace. ¿Quieres venir?
—¡Claro que sí! —Carter fija su único ojo abierto en mí y sonríe.
Es entonces cuando me doy cuenta de que le faltan tantos dientes
como a su hermana. Wes realmente le hizo un número.
Me hace amarlo aún más.
—¡Amiga, no he comido una hamburguesa King en semanas!
¿Quieres una? Espera. No, no, no. Por supuesto que quieres una. Las chicas
embarazadas siempre tienen hambre. Te traeré dos.
Carter sale corriendo de mi habitación, dejando la puerta abierta de
par en par mientras yo me acurruco aún más alrededor de la almohada en
mis brazos.
—¿Pueden traer un combo de King Burger para mí, una caja de Big
Kid para Sophie y… oh, ¿qué demonios? Tráigannos también unas
malteadas. Estamos celebrando.
—¡Mamá, encontré un reproductor de DVD! ¿Puedo ver una
película?
—¡Por supuesto, princesa! ¡Puedes ver lo que quieras! Y mientras
esperamos a que vuelvan los chicos, mamá se va a dar un buen baño
caliente. Alabado sea Dios.
Me levanto y cierro la puerta de mi habitación, cerrándola lo más
silenciosamente posible antes de desplomarme contra ella y deslizarme
hasta el suelo. Miro fijamente la cama de Sophie, que está en el lugar donde
estaba la mía, y me doy cuenta de que ya ni siquiera tengo una casa.
Ahora, esta es su casa.
Yo sólo soy el fantasma que la habita.
5
Wes
El trayecto hasta el centro de la ciudad ha durado horas hasta ahora,
gracias a todas las carreteras que aún no han sido despejadas. En un
momento dado, los policías se detuvieron y llamaron a una máquina
quitanieves de tamaño industrial para que viniera a escoltarnos el resto del
camino, lo que les ha dado aún más tiempo para hablar sobre qué esteroides
usar ahora que son legales y cuál es el precio de los coños en el mercado
abierto.
Me salí de su conversación en algún lugar cerca del Mall de Georgia y
he estado mirando por la ventana desde entonces. Es un juego al que solía
jugar en el autobús escolar para olvidarme de lo que fuera que hubiese
sucedido en mi casa de acogida la noche anterior o de lo que sea que vaya a
suceder cuando llegue a la escuela esa mañana. Observo las señales de
tráfico, las farolas, los postes telefónicos (así de claro) y le doy a cada uno
un sonido diferente en mi mente. Los postes telefónicos son la línea de bajo.
Bum, bum, bum, bum. Bien y constante. Cuando pasa una señal de Alto, es
un charleston. ¡Ching! Las señales de tráfico pueden ser palmas, ladridos de
perro o jodidos cascabeles, lo que sea. No importa. Lo que importa es que
cuando llego a la mierda a la que voy, ya me he olvidado de la que vengo.
Pero cuando los carteles de las calles se transforman en doble
alambrada y los postes de teléfono son sustituidos por torres de vigilancia,
la sinfonía en mi cabeza se desvanece. Ahora, todo lo que puedo oír es el
ritmo constante de la sangre que corre por mis extremidades. Cárcel del
condado de Fulton, anuncian las palabras sobre la entrada principal.
Demonios, incluso el edificio parece que podría apuñalarte. Hormigón
beige con pasillos que sobresalen en todas direcciones como un asterisco de
doce pisos de altura. Estoy seguro de que el interior es aún menos acogedor,
pero no lo sé.
Nunca había estado en la cárcel.
No porque no lo mereciera. Sólo porque nunca atraparon.
Nos acercamos a la entrada principal, pero en lugar de estacionar y
ser autorizados por un guardia, pasamos por delante de la puerta principal.
La caseta de vigilancia está vacía y las puertas están abiertas de par en par.
Entonces, recuerdo lo que esa zorra francesa, la directora de la
Alianza Mundial para la Salud, dijo en el anuncio del 24 de abril.
“En un esfuerzo por proteger la ley de la selección natural en el
futuro y asegurar que nuestra población nunca más se enfrente a la
extinción debido a nuestra irresponsable asignación de recursos a los
miembros más débiles y dependientes de la sociedad, todos los servicios
sociales y subsidios van a ser interrumpidos. Las medidas de apoyo a la
vida se suspenderán. Se suspenderán los servicios de emergencia
proporcionados por el gobierno, y todos los miembros de la sociedad
encarcelados serán liberados”.
Las cárceles están vacías.
—¿A dónde me llevan?
—Y si le pagas en hidro... ¡ooooh-wee! Hará esa cosa con la lengua
donde…
Me debato entre levantar la voz y volver a preguntar, pero entonces
me doy cuenta de que no importa una mierda.
Ya no importa nada.
Me giro y vuelvo a mirar por la ventana. Mientras sigo el alambre de
púas con los ojos, un ritmo chisporroteante empieza a flotar en mi cabeza.
Como el sonido de una silla eléctrica que se calienta.
Unas cuantas vueltas después, justo cuando la brillante cúpula dorada
del edificio del capitolio se vislumbra en la distancia, nos encontramos con
algo que no había visto en semanas. Tal vez meses.
Tráfico.
Hay autos estacionados y en doble fila a lo largo de todas las calles
principales y secundarias hasta dónde puedo ver. Algunos ni siquiera miran
en la dirección correcta, y otros están subidos a las aceras, probablemente
para que sus conductores puedan solicitar los servicios de las señoras
desnudas de las que hablaban el Oficial Amigable y el Ayudante Idiota.
Eso, o están comprando drogas en los puestos de marihuana que hay a
pocos metros. Definitivamente no están aquí para mirar escaparates. Todas
las tiendas que he visto desde que pasamos por la cárcel han sido saqueadas
o quemadas.
El centro de Atlanta se parece a Times Square en la víspera de Año
Nuevo, sólo que, en lugar de confeti, llueven cenizas de un incendio de
autos cercano; en lugar de fuegos artificiales, se oyen disparos y en lugar de
llevar estúpidas gafas de sol de plástico y llevar ruidos inflables, las mujeres
no llevan nada, y los hombres llevan ametralladoras.
Los policías encienden su sirena para intentar pasar, pero nadie les
hace caso. Nadie, excepto las chicas trabajadoras que se giran y se retuercen
los dedos ante sus mejores clientes.
—¡Maldita sea! —El policía que conduce golpea las palmas de las
manos contra el volante—. Vamos a tener que llamar de nuevo a
Hawthorne.
—Estoy en ello. —El policía en el asiento del pasajero arrebata la
radio CB del tablero—. Hola, Sheryl. Es Ramírez. ¿Puedes enviar a
Hawthorne para que nos ayude a entrar? Estamos en la esquina de
Northside Drive y MLK.
—¿Otra vez? ¿No saben que no deben ir por ahí?
—Está bloqueado cada maldito camino, Sheryl. Sólo envía a
Hawthorne. No voy a hacer caminar a este sospechoso diez cuadras por
MLK.
—De acuerdo, bien. No tienes que ser tan amargado al respecto.
—¡Y dile que se dé prisa! —Ramírez golpea el CB de nuevo en su
lugar.
Los disparos suenan en la distancia, pero al igual que la sirena, nadie
en la calle parece darse cuenta.
—Tienen que conseguirnos un maldito helicóptero. Esto es una
mierda —resopla Ramírez, cruzando los brazos y moviéndose en su asiento.
Su rodilla rebota tan rápido que hace temblar el auto y me doy cuenta de
que tiene ganas de algo.
—Oye, voy a ir a que me hagan una mamada rápidamente. ¿Quieres
algo?
—Vamos, hombre. Hawthorne estará aquí en menos de diez minutos.
—Sólo me llevará cinco —sisea Ramírez. En cuanto empuja su
puerta, el ruido blanco estalla en el auto: una mezcla ensordecedora de hip-
hop, ritmos tecno, disparos, bocinas de autos, perros que aúllan, mujeres
que gritan y sistemas de alarma que se disparan. Pero cuando Ramírez
cierra la puerta de golpe, el silencio vuelve a ser casi total.
Debe ser el blindaje.
—Maldito imbécil —murmura el Oficial Amistoso en voz baja.
Abriendo la consola central, saca una petaca y desenrosca el tapón
con un movimiento del pulgar de sus nudillos peludos. Cuando se la lleva a
los labios, sus ojos, ensombrecidos por un hueso de la ceja de aspecto
neandertal, se fijan en los míos en el espejo retrovisor. Da un trago. Luego,
se vuelve hacia mí.
—¿Quieres un poco? —me pregunta, extendiendo la petaca y
agitándola un poco.
Cuando encojo mis hombros, se ríe y su cara carnosa se contorsiona
en algo aún más feo.
—Ah, claro. Estás un poco atado, ¿eh?
De repente, algo choca contra el parabrisas, lo que hace que el oficial
imbécil deje caer su petaca y se apresure a agarrar su pistola. Levanto la
mirada y me encuentro con un tipo agazapado en el capó del auto,
mirándonos a través de los ojos de una máscara de King Burger. Los rasgos
de un esqueleto han sido embadurnados con pintura naranja neón, a juego
con las rayas óseas pintadas con spray en su sudadera negra con capucha.
El auto empieza a rebotar violentamente cuando otro Bony, y luego
otro, salta sobre el capó, el techo y el maletero. El zombificado King Burger
gira la cabeza de un lado a otro, como una rapaz que estudia a su presa,
antes de sacar una pistola del bolsillo de su capucha y apretar el cañón
contra el cristal.
Me agacho justo antes de que la conmoción de las balas y los cristales
astillados suene en mis oídos.
¡Ka-boom!
¡Ka-boom!
¡Ka-boom!
Ka…
Golpe.
El auto deja de temblar.
Las balas dejan de volar.
Y los sonidos del centro de Atlanta vuelven a llenar el aire mientras
Ramírez vuelve a entrar y cierra la puerta.
—¡Maldita sea, odio a esos hijos de puta!
Me vuelvo a sentar y encuentro a King Burger desplomado contra el
cristal a prueba de balas, con los ojos sin vida entreabiertos mientras la
sangre resbala por su máscara, llenando todas las grietas del parabrisas
destrozado.
—¡Es el tercer auto que jodemos esta semana! El jefe se va a enojar
mucho.
—¡Si comprara ese maldito helicóptero, esto no seguiría pasando!
El Oficial Amigable se gira para mirar por su ventana lateral.
—Ya era hora, maldita sea.
Sigo su mirada y observo las luces azules intermitentes que se reflejan
en los escaparates rotos de MLK Jr. Drive mientras un gigantesco tanque
del SWAT se acerca a la vista. Tiene dos carriles de ancho y una cuchilla
metálica en la parte delantera de al menos treinta centímetros de grosor. La
gente que está en la calle se dispersa como ratas, saltando a sus autos
estacionados e intentando quitarse de en medio antes de que los aplaste.
El Oficial Amigable enciende el sistema de megafonía y agarra el
micrófono.
—Muchas gracias, buen amigo —anuncia por los altavoces mientras
el tanque pasa a toda velocidad. A continuación, pone el auto en marcha y
gira a la izquierda hacia MLK una vez que el cruce está despejado,
inclinándose totalmente hacia la izquierda para ver alrededor del parabrisas
destrozado y el cadáver en el capó.
—¿Por qué nunca podemos conducir el Scorpion? —se queja
Ramírez.
—Porque no éramos militares, ¿recuerdas?
—Hawthorne debería al menos dejarme disparar el cañón alguna vez.
Oficial Amigable conduce unas cuantas manzanas y gira a la
izquierda en la Avenida Central, donde hay una gran multitud de personas
reunidas en un parque.
—¡Oh, mierda! Tenemos un hombre muerto caminando.
El auto de policía reduce la velocidad y hago la cosa más estúpida que
podría hacer.
Me giro y miro por la ventana.
Los lados izquierdo y derecho del parque están repletos de
espectadores, situados detrás de barricadas metálicas y mantenidos a raya
por al menos una docena de policías antidisturbios con ametralladoras. En
el otro extremo de la plaza, una mujer con un mono de trabajo está de
espaldas a mí. Una hilera de árboles recién plantados se extiende a su
izquierda, y el Gobernador Cara de Mierda y un equipo de televisión están
de pie a su derecha.
Se me revuelven las tripas.
No. No, no, no, no, no.
¡Sigue conduciendo!
Pero no lo hacen. Se detienen por completo y observan cómo la
cabeza de la mujer se desplaza repentinamente hacia atrás. Su cuerpo se
sacude, sus rodillas se doblan y la tierra se la traga entera.
El ácido estomacal sube por mi garganta, pero me lo trago y cierro los
ojos. Me digo a mí mismo que no es una mala forma de morir. Es
instantáneo. Limpio. Hay formas mucho peores de morir. El cáncer es peor.
El destripamiento, terrible. Podría ser quemado en la hoguera o encerrado
en una doncella de hierro. Podría ser...
Ramírez deja escapar un silbido bajo.
—Ahí va Nora. Qué desperdicio de un buen par de tetas.
—¿No te mordió?
—Mierda. Sí, lo hizo. Tuve que ponerme la vacuna del tétano y todo.
Pero ya sabes que me gustan peleonas.
Mientras el Oficial Amigable se ríe y pone la marcha, respiro
profundamente y miro por última vez el lugar donde estaba Nora.
Y es entonces cuando lo veo.
El verdugo.
Máscara negra.
Uniforme de policía negro.
Maldita alma negra.
Y cuando su cabeza sigue nuestro auto al entrar en la comisaría de
enfrente, sé que también me ve.
6
Wes
—¡Maldita sea, Riggins! ¡Es el tercer auto esta semana!
—¡No fue mi culpa, señor! ¡Nos quedamos atascados en el tráfico y
los Bonys nos acorralaron!
—Le dije que no tomara Northside Drive, señor.
—¡Cállate, Ramírez! Tienen suerte de seguir teniendo trabajo, ¿lo
saben?
Tamborileo con los dedos contra el reposabrazos de plástico
moldeado de la silla de los años setenta a la que estoy esposado mientras
Ramírez, el Oficial Amigable; que supongo que se llama Riggins y su jefe
de policía discuten sobre el Bony muerto con el que llegaron. El vestíbulo
del Departamento de Policía del Condado de Fulton parece una sala de
espera del Departamento de Tráfico de 1975, aparte de la televisión de
pantalla plana que brilla en la pared. La reportera Michelle Ling está
entrevistando al Gobernador Cara de Mierda en Plaza Park, justo al final de
la calle. Gracias a Dios, el sonido está apagado. Pero incluso sin poder
escuchar su voz pomposa, esa sonrisa de papada y esa barriga hinchada lo
dicen todo. Está tan orgulloso de su “deber de proteger las leyes de la
selección natural” como Michelle Ling siente náuseas al verlo. Lo veo en su
cara. O bien se ha bebido un quinto de ginebra antes de la entrevista, o bien
este hombre le produce náuseas.
Tal vez ambas cosas.
Probablemente ambas cosas.
En ese momento, un agente entra por un pasillo lateral con el
desparpajo de una drag queen experimentada. Me resulta vagamente
familiar, pero puede ser porque se parece a RuPaul con un poco más de
carne en los huesos y mucho menos estilo.
—¿Me echaron de menos, zorras? —Pasa una mano por la sala casi
vacía y luego hace una mueca cuando sus ojos se posan en el jefe—. Lo
siento, Su Majestad. —Hace una reverencia.
—Elliott —dice el jefe de policía—. Ocúpate de eso hasta que
vuelvan Hoyt y MacArthur. —Me señala directamente a mí y luego vuelve
a destrozar a Riggins y Ramírez.
—Ugh. ¿Procesamiento?
El jefe le lanza una mirada de advertencia y Elliott hace un mohín
bastante fuerte antes de acercarse. Pero al cruzar el mugriento suelo de
baldosas, su rostro pasa de estar molesto a estar impresionado.
—Bueno, hola, marinero. Me encanta el estampado hawaiano. —Me
señala con un largo dedo índice—. Muy a lo Leo de los noventa.
Levanto una ceja, esperando que vaya al grano y él me devuelve el
gesto como si esperara que le responda.
Finalmente, resopla:
—¿No sabes quién soy?
Ahora, mis dos cejas están levantadas. Muevo la cabeza una fracción
de centímetro y su expresión se desploma.
—¿De verdad? Bien, quizá esto te refresque la memoria. —Retrocede
unos tres metros y vuelve a caminar hacia mí, esta vez con una expresión
inexpresiva y una persona invisible en el pliegue de su brazo.
Teniendo en cuenta que acabo de ver un anticipo de mi propia muerte
hace unos minutos, no estoy de humor para hacer jodidas charadas, pero
decido seguirle la corriente. Tal vez porque es la única persona de por aquí
que no se comporta como un imbécil.
—¿El alguacil? ¿De las ejecuciones? —Señalo con la cabeza hacia la
pantalla que brilla en la esquina de la habitación.
—¡Ding-ding-ding! —Sonríe, aplaudiendo con cada ding—.
Seguramente no me reconociste porque me veo taaaan masculino en la tele.
—El sonido de pasos entrando en el vestíbulo lo hace girar la cabeza hacia
el pasillo trasero—. ¿No lo soy, Mac?
—¿No eres qué? —murmura el tipo rudo de mediana edad que entra.
Ni siquiera nos mira. Su mirada está fija en el cubículo al que se dirige, y
sus hombros están redondeados por llevar el peso del mundo sobre ellos.
—¿No soy tan masculino en la televisión? Nuestro nuevo
sospechoso... —Elliott se gira hacia mí y pregunta—: ¿Cómo te llamas,
guapo?
—Wesson Parker —le digo sin humor.
—Ooh, Wesson. ¿Como la pistola? Me gusta. Muy a lo Harry el
Sucio.
Elliott se gira hacia el tipo que ahora está sentado de espaldas a
nosotros en la pantalla de la computadora.
—¡Wesson ni siquiera me reconoció! ¿Puedes creerlo?
—No —murmura. Entonces, saca el cubo de la basura de debajo de su
escritorio y sopla un cohete de mocos en él.
—Ese es MacArthur. Es un amargado, pero me quiere. ¿No es así,
Mac?
—Hmmph —gruñe el viejo, picoteando su teclado amarillento con
dos dedos índices rígidos.
En ese momento, un tipo tan ancho como el pasillo por el que está
caminando entra en el vestíbulo de la estación.
—¡Oh, gracias a Dios! ¡Hoyt! ¡Hoyt, ven, cariño! —Elliott lo saluda
como una damisela en apuros.
Una treintena de zancadas a cámara lenta después, el oficial de ojos
dormidos y cabello desgreñado llega hasta nosotros. Me recuerda a un perro
pastor, tanto por su aspecto como por su coeficiente intelectual, pero los
perros pastores probablemente huelen mejor.
—Hoyt, el jefe me dijo que te dijera que proceses a este buen joven
en cuanto vuelvas. —Elliott me lanza un guiño que pasa completamente
desapercibido para el oficial Hoyt.
Se limita a asentir y saca un llavero del bolsillo delantero. Desbloquea
el brazalete metálico fijado al reposabrazos, me hace un gesto para que me
ponga de pie y me asegura las muñecas a la espalda de nuevo. Hoyt no hace
contacto visual ni una sola vez. Simplemente me agarra del brazo y me
lleva a un cubículo junto al de MacArthur.
Después de tomar mis huellas dactilares, mi nombre y mis datos
básicos; con el menor número de palabras posible, el oficial Hoyt utiliza
una tarjeta llave para acompañarme a través de una puerta de seguridad y a
un pasillo poco iluminado. Se detiene ante un armario metálico, rebusca en
su interior durante un minuto y saca una taza, un cepillo de dientes, un
mono naranja y una botella de plástico con la inscripción De-Licer.
—Lo siento, hombre —murmura, con la cabeza aún más baja que
antes—. Tengo que lavarte con una manguera.
—Mejor tú que el alguacil —le digo sin palabras.
El agente Hoyt abre un poco más la puerta del armario, que va del
suelo al techo, hasta que bloquea la pequeña cámara de vídeo negra que hay
en el techo. Entonces, por primera vez desde que nos conocimos, levanta la
cabeza y me mira fijamente a los ojos. La compasión y el remordimiento
que veo allí me golpean justo en las putas tripas. No me mira como si fuera
un sospechoso o un convicto o “el acusado”. Me mira como si fuera un
hombre que acaba de descubrir que sólo le quedan unos días de vida.
—Si sirve de algo —susurra, parpadeando con los ojos enrojecidos—.
Realmente, lo siento.
Asiento y aprieto los labios para evitar que mi barbilla tiemble como
una perra.
Me voy a morir aquí, pienso mientras me acompaña a las duchas.
—Hombre muerto caminando.
7
Rain
6 de Mayo
No podía dormir, así que salí al porche para tomar aire fresco y
escapar de los ronquidos de Jimbo. Anoche, él y la Sra. Renshaw
arrastraron su colchón de matrimonio desde la casa de al lado y lo
colocaron sobre la cama de matrimonio de mis padres y Carter tiró su
colchón al suelo en nuestro trastero. Ahora toda la casa huele a humo.
Huele como su casa.
Porque ahora es su casa.
La niebla de la mañana se ha instalado en el campo del viejo Crocker,
al otro lado de la calle. Parece una nube caída que es atravesada por láseres
naranjas y rosas mientras el sol sale detrás de los pinos.
Y es entonces cuando me doy cuenta... de que estoy fuera.
Hace semanas que no puedo salir a la calle sin tener un ataque de
pánico, pero aquí estoy. Sin entrar en pánico.
Probablemente porque no hay nada que temer.
Salgo del porche y bajo las escaleras donde Wes y yo nos sentamos
ayer por la tarde.
Mis pies me llevan más allá de la vieja y oxidada camioneta de mi
padre (de la que Wes desvió toda la gasolina el día que nos conocimos) y no
se detienen.
Me llevan hasta el final del camino de entrada, donde hay unos seis
sobres esparcidos por la grava. Los recojo uno a uno.
Franklin Springs Electric.
Franklin Springs Gas Natural.
Franklin Springs Water and Sewer.
Primer Banco de Georgia.
Todas están dirigidas al Sr. y la Sra. Phillip Williams.
Paso las yemas de los dedos sobre sus nombres, pero no siento nada.
Sólo la superficie resbaladiza de la película de plástico transparente que los
cubre. Luego, doblo la pila de facturas impagadas por la mitad y la meto en
el bolsillo de la capucha.
A continuación, recojo el buzón caído. El poste de madera está roto a
nivel del suelo, así que meto lo que queda en la arcilla blanda de Georgia
junto a la calzada. Ahora sólo sobresale medio metro del suelo, pero no me
importa.
Ya no me importa nada.
¡Bienvenido a Fucklin Springs! me saluda el cartel de enfrente cuando
paso, sin leer mi estado de ánimo.
Hacía meses que no caminaba sola por la autopista hacia la ciudad.
No desde que el índice de criminalidad se disparó, las carreteras se
atascaron con restos de vehículos y autos que se habían quedado sin
gasolina, y los policías locales dejaron de ir a trabajar. Después de eso, me
mantuve casi siempre en el sendero que serpenteaba por el bosque. Pero
ahora no me preocupa que los malos me atrapen.
De hecho, espero que lo hagan.
Los pájaros parecen cantar más fuerte que nunca mientras paso por
delante de las granjas incendiadas y en ruinas que solían pertenecer a mis
vecinos. Quizá sea porque hace semanas que no oigo ninguno. Ahora son
casi ensordecedores.
Tengo que caminar por el medio de la calle porque todos los restos
han sido empujados a los lados de la carretera. Gracias a Quint. Cuando el
mundo estaba ocupado volviéndose loco el 23 de abril, él agarró a su
hermano pequeño y la excavadora de su padre y se las ingenió para salir de
la ciudad.
Eso sirvió de mucho. Quint casi muere en la explosión de la
excavadora, y ahora Wes va a ser ejecutado por salvar su vida. Ojalá
nunca los hubiéramos seguido fuera de la ciudad.
En cuanto lo pienso, quiero retractarme. Si no les hubiéramos
seguido, si no hubiéramos estado allí, Quint habría muerto. Me lo imagino a
él y a Lamar, solos con esa perra malvada, Q y su loca banda de fugitivos, y
sacudo la cabeza. Se los va a comer vivos.
Tal vez pueda convencer a Carter de que lleve el camión de vuelta al
centro comercial y los atrape.
Mientras el cartel luminoso del Burger Palace se eleva sobre los
árboles en la distancia, King Burger parece galopar hacia mí con su bastón
de patatas fritas en alto. En el lugar en el que solía decir: ¡Apocalízalo!
sobre una foto del plato combinado de King Burger, ahora dice: ¡La
selección natural es el camino del rey! con una presentación digital de todas
sus selecciones combinadas debajo.
El cartel me da tanto asco que se me revuelve el estómago. Una
oleada de náuseas me hace detenerme y apenas consigo apartar el pelo de
mi cara antes de doblarme por la cintura y vomitar en el arcén. Una vez que
el último vómito me abandona, apoyo el antebrazo en el monovolumen
destrozado que está a mi lado y dejo caer mi frente sobre él. Cuando el
huracán de mi estómago se apaga, abro los ojos y miro a la mujer reflejada
en el cristal tintado.
—Estás embarazada —me susurra de nuevo.
—Ya lo sé —le respondo.
Apartándome de la furgoneta burdeos, sigo caminando, pero esta vez
con un destino en mente.
Cuanto más me acerco al Burger Palace, más fuertes son los sonidos
de la civilización. Los autos se extienden por la calle en el carril contrario,
esperando a entrar en el estacionamiento. Los niños pequeños hacen
berrinches, las madres gritan y los hombres adultos se maldicen desde sus
asientos de conductores mientras compiten por su posición y se cortan en la
fila.
Frente al Burger Palace, subiendo y bajando por el arcén de la
autopista, hay vendedores ambulantes que se dirigen al público cautivo.
—¡Se vende un AK-47! ¡En perfecto estado! Sólo se ha disparado una
vez.
—¿Tiene cambio? Tengo que alimentar a mis bebés. ¿Cambio de
repuesto?
—¡Hidro! ¡Oxy! ¡Adderall! ¡Viagra! No hace falta receta.
—¿Les gusta la fiesta? Cincuenta dólares cada uno. Setenta y cinco si
es a la misma hora.
Me subo la capucha y me pego al lado opuesto de la carretera. Autos,
camiones y cuatrimotos e incluso algunos tractores pasan junto a mí al salir
del Burger Palace, pero nadie se detiene.
Se dan cuenta de que no tengo nada que ofrecer.
Paso por delante del cascarón hueco de la antigua biblioteca y aspiro
el olor de los libros chamuscados.
Paso por el parque Shartwell, con cuidado de no pisar ninguna aguja
hipodérmica usada.
Y finalmente, una vez que el sol ha salido por encima de la línea de
árboles y el sudor ha empezado a resbalar por mi espalda, lo veo.
Fuckabee Foods.
Las náuseas regresan con toda su fuerza cuando miro a través del
estacionamiento casi vacío y recuerdo lo que ocurrió aquí hace apenas unas
semanas. Los tres matones que murieron justo delante de esas puertas
correderas de cristal: uno por una sobredosis de las pastillas que Wes le
había dado para pagar nuestra entrada, los otros dos por una lluvia de balas.
Disparadas por mí.
Aunque los pocos negocios que no han sido saqueados o incendiados
han vuelto a funcionar, sabía que no podía esperar que Huckabee Foods
fuera uno de ellos. La mafia campesina de Franklin Springs preferiría
quemar este lugar hasta los cimientos antes de ceder el control. Por eso no
me sorprende en absoluto ver a un nuevo imbécil con bandanas rojas,
tatuajes faciales y ametralladoras sentado en una silla de jardín.
La visión de esos tipos solía hacer que me diera la vuelta y corriera en
dirección contraria, pero eso era cuando todavía me importaba lo que me
pasaba.
Ahora lo único que me importa es conseguir lo que necesito y
largarme de aquí.
Saco la pistola de la parte trasera de mis jeans y me acerco a la puerta
principal con ella apuntando al suelo.
El Capitán Sin Cuello levanta la mirada de su teléfono móvil y hace
una doble toma cuando me ve.
—Demonioooos, chica. Esa forma de andar tan descarada me está
poniendo la polla dura. Ven aquí y dame un poco de azúcar. —Abre las
piernas y frota la entrepierna de sus pantalones—. Haré que valga la pena.
Siento que mi corazón empieza a acelerarse mientras me detengo a
unos quince metros. Desde aquí, puedo ver que el cristal de la puerta
corrediza ha sido sustituido por una lona azul, y todavía hay una mancha
roja en el cemento delante de ella.
—Así es como va a funcionar esto —digo, tratando de mantener mi
voz lo más firme posible—. Vas a entrar y me vas a traer todas las
vitaminas prenatales que encuentres, además de algunas frutas y verduras
enlatadas y sopa con carne. Tiene que tener carne. Cuando vuelvas a salir,
habrá un billete de cien dólares metido debajo del limpiaparabrisas de ese
Toyota azul. —Inclino la cabeza en dirección al auto más cercano a él—.
Toma el dinero, deja la compra y nadie saldrá herido.
El guardia resopla por la nariz antes de soltar una carcajada.
—Chica, lo único que va a salir herido por aquí es tu coño.
—Eso es lo que dijo el último tipo que estaba sentado en esa silla.
Su expresión se endurece.
—¿Qué demonios dijiste?
—También era un tipo grande, como tú. De hecho, creo que es su
arma la que estás sosteniendo. Lo sé porque la usé para disparar a tus dos
amigos de allí. —Mis ojos se dirigen a la mancha roja en el cemento junto a
él.
Su mandíbula se cierra de golpe y sus ojos se entrecierran con odio.
—¿Me estás diciendo que mataste a Skeeter y a Lawn Boy? —Su voz
suena como una peligrosa combinación de rabia y dolor, así que suavizo mi
tono.
—Sólo porque ellos dispararon primero. Como dije, no quiero hacerle
daño a nadie. Pero tienes lo que necesito ahí y no me iré sin ello.
Las fosas nasales de la máquina de testosterona tatuada se agitan
mientras considera mi propuesta. Entonces, se levanta y gira la Uzi hacia
mí, flexionando los bíceps mientras aprieta la empuñadura con rabia. Cierro
los ojos y contengo la respiración, pero el br-r-r-r-ap nunca llega.
—Doscientos —dice finalmente con un gruñido frustrado—. Por
Skeeter y Lawn Boy.
Asiento solemnemente.
—Doscientos.
Cuando el monstruo se da la vuelta y pasa por la puerta de lona
corrediza, exhalo aliviada y saco un fajo de billetes del bolsillo trasero con
la mano temblorosa. Es todo lo que tenía escondido en el cajón de los
calcetines. Me imagino que será mejor llevarlo encima ahora que mi casa ha
sido invadida por los Renshaws.
Con las rodillas golpeadas, me acerco al Toyota azul y meto todos mis
veinte billetes bajo el limpiaparabrisas del pasajero. Luego, me retiro a la F-
150 que se encuentra a unas cuantas plazas de estacionamiento.
Las visiones de una emboscada inundan mi mente mientras espero.
Me imagino al guardia salir corriendo con cinco, diez, quince matones
pisándole los talones, todos ellos acribillando el estacionamiento con armas
semiautomáticas hasta que la chica tonta de la sudadera con capucha
holgada no sea más que otra mancha roja en el cemento.
Tal vez esa es la verdadera razón por la que vine aquí.
Tal vez quiero que me maten.
Pero no lo hacen. Lo que parecen horas más tarde, la puerta de lona se
abre de nuevo, dejando ver al guardia número dos con cuatro bolsas de
plástico de supermercado en la mano y con un aspecto nada complaciente.
Establece un contacto visual asesino conmigo mientras se acerca al
sedán azul. Luego deja las bolsas sobre el capó y saca el dinero de debajo
del limpiaparabrisas. Contando dos veces, el envejecido campesino escupe
al suelo en mi dirección. Luego, se da la vuelta y vuelve a su puesto.
Espero a que vuelva a sentarse en su silla de jardín y a que se aleje
todo lo posible de mí antes de acercarme al auto. Me observa con una
mirada depredadora, pero no hace ningún movimiento mientras inspecciono
las bolsas. Está todo aquí: las vitaminas, la sopa, las frutas y verduras. Esta
vez no puedo contener las lágrimas mientras una abrumadora mezcla de
orgullo e incredulidad se instala en mi pecho.
—Gracias —digo, con la voz quebrada mientras le doy al ogro una
pequeña y sincera sonrisa.
—Vete a la mierda —responde, bajando los ojos de nuevo al teléfono
en su regazo.
8
Wes
Trescientos cincuenta y cuatro.
No importa cuántas veces cuente los bloques de cemento grises que
recubren mi celda de seis por seis, siempre da como resultado jodidos
trescientos cincuenta y cuatro.
Es tan pequeña que ni siquiera puedo tumbarme en el catre sin doblar
las rodillas, que es exactamente lo que estoy haciendo mientras miro al
techo con la almohada pegada a las orejas, intentando tapar los sollozos del
tipo que está en la celda de al lado.
El triste bastardo me mantuvo despierto toda la noche. Al principio
me sentí mal por él, pero ahora desearía que alguien viniera a sacarlo de su
miseria. No sé cuánto más de esta mierda puedo soportar.
Gracias a Dios, sus lamentos guturales por fin se apagan; pero antes
de que pueda darme la vuelta y trate de dormir un poco, el imbécil decide
que quiere charlar.
—Oye, ¿vecino? ¿Estás bien? —resopla, sonándose la nariz con Dios
sabe qué.
Ugh. ¿De verdad tenemos que hacer esto?
—Sí —le digo sin humor.
—Lo siento... —Su voz se quiebra en la última sílaba y las lágrimas
vuelven a brotar—. Estoy intentando estar tranquilo... de verdad.
Maldita sea.
—No pasa nada —murmuro sin un ápice de sinceridad. No tengo
precisamente mucha compasión en este momento.
—Soy Doug —resopla como una trompeta oxidada.
—Wes.
—Hola, Wes. ¿Por qué estás aquí?
Oh, Dios mío.
Pongo los ojos en blanco. Este tipo parece un Trekkie con protector
de bolsillo, peinado y licenciado en mitología nórdica. Debe haber
escuchado esa línea en una película de prisión en Netflix.
—Antibióticos. —Aceptando que no voy a volver a dormir, me siento
y estiro las piernas delante de mí. Es extraño verlas envueltas en un mono
naranja. Llevé la misma camisa hawaiana y el mismo par de vaqueros desde
que estallaron los incendios en Charleston. Lo único que me quedaba para
salir de la ciudad era la ropa que llevaba puesta y la moto de cross de mi
amigo.
Ahora, ni siquiera tengo eso.
—¿Antibióticos? Vaya. Eso es todo lo que se necesita, ¿eh?
—Supongo que sí. ¿Y tú? —pregunto, repentinamente curioso sobre
lo que este habitante del cubículo podría haber hecho para aterrizar aquí.
—Yo... robé una incubadora del hospital para mi hijo prematuro. —
Comienza a llorar de nuevo, e inmediatamente me arrepiento de haber
hecho la maldita pregunta—. Mi esposa y yo, nosotros...
—Oye, hombre. No tienes que... —Interrumpo, tratando de ahorrarme
una maldita historia de sollozos, pero Doug continúa.
—Llevábamos años intentando tener un bebé. Hicimos de todo:
gastamos los ahorros de toda una vida en procedimientos médicos, pero
nada funcionó. —Aclara su garganta, tratando de recomponerse y continúa
—: Cuando empezaron las pesadillas, casi nos sentimos aliviados. No tenía
sentido intentarlo si el mundo se iba a acabar, ¿sabes? Pero en cuanto nos
dimos por vencidos, fue cuando sucedió. Mi esposa finalmente se quedó
embarazada... pero el bebé no nacería hasta junio.
Mierda. Sacudo la cabeza, mirando ahora al suelo en lugar de al
techo. Creo que me gustaba más cuando lloraba.
—Mi esposa, ella... se perdió. Las pesadillas, las hormonas, el hecho
de estar criando un hijo que nunca llegaría a tener, le pasaron factura.
¿Sabes que el anuncio decía que el engaño del 23 de abril estaba diseñado
para aumentar los niveles de estrés global hasta que los miembros más
débiles de la sociedad se autodestruyeran?
—Sí —digo con rudeza.
—Mi esposa era débil, Wes.
Era. Tiempo pasado.
—Doug... mierda, hombre... estoy...
—Ella... se puso en trabajo de parto. No sé cómo lo hizo, pero el 20
de abril la encontré en una bañera llena de sangre... sosteniendo a nuestro
hijo.
Los sollozos comienzan de nuevo y no puedo evitar pensar en Rain.
Pienso en la noche en que la encontré al borde de la muerte con el estómago
lleno de pastillas. Pienso en las horas que pasé con mis dedos en su
garganta, salvando su vida. Pienso en sus ataques de pánico y en los
desencadenantes del trauma y en los días que pasó encerrada en un centro
comercial abandonado porque tenía demasiado miedo de salir a la calle sin
mí. Luego, pienso en el bebé que podría estar creciendo, y me doy cuenta
de que mi chica y la chica de Doug tienen mucho en común.
Tal vez demasiado.
—Siento tu pérdida —murmura una tercera voz, sacándome de mis
pensamientos en espiral.
Levanto la mirada y me encuentro con el Oficial Hoyt de pie fuera de
nuestras celdas, sosteniendo un par de grilletes en los tobillos y mirando al
suelo.
—Oh, Dios. ¿Es la hora? Yo... ¡no estoy preparado!
—Todavía no —le murmura el Oficial Hoyt a mi vecino—. El
gobernador Steele tiene una sentencia que hacer primero.
Luego, me lanza una mirada arrepentida y de reojo.
—Sr. Parker, me temo que tengo que acompañarlo a la sala del
tribunal ahora. Por favor, póngase de espaldas a los barrotes.
El arrepentimiento y el pánico corren por mis venas cuando Hoyt me
hace un gesto para que dé un paso adelante.
—Por favor, saque el pie por los barrotes.
Hago lo que me dice y siento que un grillete metálico me aprieta el
tobillo.
—El otro pie ahora.
—Doug —pregunto, de repente necesitando saber cómo acaba su
historia—. Si estás aquí, ¿significa que salvaste la vida de tu hijo?
Hoyt termina de encadenar mis piernas y me indica que saque las
manos por los barrotes a continuación.
—Sí. —Doug moquea mientras el frío acero saluda mis muñecas—.
Creo que va a salir adelante. Ahora lo tiene mi hermana.
La puerta de mi celda se abre con un chirrido ensordecedor. Mientras
Hoyt me lleva fuera por el codo, me giro y miro al hombre encarcelado a mi
lado. Es un tipo mayor, ¿tal vez cuarenta años? ¿Cuarenta y cinco? Tiene el
cabello delgado y la piel tan pálida que no me extrañaría que la única luz
que viera fuera la de una pantalla de ordenador. Lleva una camisa azul
abotonada, unos jeans y unas zapatillas deportivas que, obviamente, nunca
han sido utilizadas para hacer deporte. Levanta la cabeza cuando paso y
responde a mi simpático ceño con uno propio, la desesperación rezuma por
sus poros sin afeitar.
Se parece a algo que siempre he querido. Algo en lo que nunca tendré
la oportunidad de convertirme.
Se ve como un padre.
Uno muy bueno.
9
Rain
Dos mil cuatrocientas.
Saco el último bote de vitaminas prenatales de la bolsa de plástico de
Huckabee Foods y lo coloco en el suelo de mi casa del árbol junto a los
demás.
Dos mil setecientas.
No sé de cuánto estoy, pero supongo que dos mil setecientas
vitaminas prenatales son más que suficientes para pasar.
Me desplomo en mi sillón.
Si Wes me hubiera visto, estaría muy orgulloso.
Y muy enojado.
Sonrío, recordando cómo se enojó las dos últimas veces que fuimos a
Fuckabee Foods. Me dijo que era “impulsiva” y que tenía “ganas de morir”.
Sí y le dispararon en el hombro por ello.
Mi expresión decae.
Y dejó que la herida se infectara.
Me pongo las mangas de la capucha sobre las manos y aprieto los
puños contra la boca.
Y luego casi muere en el incendio de la casa de Carter porque volví
corriendo por su medicina y no me encontró.
Cierro los ojos e inhalo por la nariz. Mi sudadera huele como las velas
de vainilla que solía quemar en mi habitación. Las que trajo consigo cuando
volvió a buscarme al centro comercial.
Es lo único que me queda de él ahora. Estos recuerdos... este olor...
Mi estómago se revuelve de nuevo, recordándome otra cosa que me
dejó. Algo que, a diferencia de un olor o un recuerdo, sólo se hará más
grande y fuerte con el tiempo. Algo que, si Dios quiere, podré conservar
para siempre.
Mi mirada se desvía hacia el lugar del otro lado del patio donde la
tierra roja se apila en dos hileras ordenadas tan largas y anchas como los
ataúdes. El lugar donde yacen las personas que me crearon. Me quedo
mirando durante lo que parecen horas, esperando que llegue el pánico; la
pena de la que he estado huyendo desde aquella noche, pero no llega.
Todo lo que siento ahora es el peso quieto, silencioso y aplastante de
la aceptación.
Bajo la escalera y atravieso el patio trasero, levantando los pies
mientras camino por la hierba que me llega hasta las rodillas. El sol ya está
en lo alto, pero hay sombra bajo el roble donde están enterrados mamá y
papá. Una vez que me acerco a ellos, me doy cuenta de que no sé cuál es
cuál. Wes los enterró mientras yo estaba desmayada en el suelo del baño. El
montículo de la izquierda parece un poco más grande, así que decido que
ese debe ser papá. Me alejo de él y miro el montículo de la derecha.
—Hola, mamá.
Una ardilla me mira desde detrás de una rama.
»No sé si lo sabes, pero... también voy a ser mamá.
Un pájaro chilla en respuesta.
—Probablemente no seré tan buena como tú. —Arremango los puños
de la sudadera—. Pero lo voy a intentar.
Las campanas de viento que hice en la clase de arte tintinean y giran.
»Hoy compré vitaminas... prenatales. Y también frutas y verduras. —
Sonrío a través de mis repentinas lágrimas—. ¿No estás orgullosa de mí?
Una suave brisa me rodea y me alborota el pelo como si fuera uno de
los chistes de papá.
Lágrimas silenciosas recorren mi cara, pero no me derrumbo. Me
limpio los mocos en la manga de la sudadera y les digo a mis padres lo que
he venido a decirles:
»Los amo... Siento mucho que les hayan hecho esto.
En el momento en que las palabras salen de mi corazón, me siento un
poco más ligera. No porque el peso de mi dolor haya disminuido; no creo
que lo haga nunca, sino porque ahora lo llevo de forma diferente. Antes lo
sentía como una bola y una cadena alrededor de mi tobillo, pero ahora lo he
recogido y me lo he puesto como una mochila.
Me siento un poco más fuerte.
Un poco más capaz.
Y por primera vez en días, me siento realmente, realmente
hambrienta.
No quiero dejarlos. No quiero volver a esa casa con esa gente y todas
esas cosas que no son mías, pero tengo que empezar a pensar en algo más
que en mí. Todos los que he perdido tienen una oportunidad de seguir
viviendo a través de este bebé. Su sangre fluye por sus pequeñas venas. Si
puedo traerlo al mundo sano y salvo, quizá pueda volver a verlos.
El bebé podría tener la sonrisa traviesa de mi madre o la nariz de
botón de mi padre. Quizá pueda volver a mirar los pálidos ojos verdes de
Wes o pasar mis dedos por su suave pelo castaño.
Mi corazón da un vuelco y me dirijo a la puerta trasera.
Agua. Necesito agua. Y un abrelatas. Y una cuchara.
Agito la manilla y suspiro cuando me doy cuenta de que está cerrada
con llave. Por supuesto. Llamo a mi propia puerta y espero a que alguien
me deje entrar.
Segundos después, oigo el clic-clac del cerrojo. La puerta se abre,
revelando a un chillón Carter Renshaw que no lleva más que un par de
pantalones cortos deportivos sueltos, tan brillantes y negros como sus rizos
empapados y su ojo magullado.
—Ahí estás. —Intenta sonreír, pero luego sisea cuando su gordo labio
se abre de nuevo. Se limpia el corte con el dedo y se aparta para dejarme
entrar—. Te estábamos buscando por todas partes.
—¿De verdad? —Me quedo callada mientras pasaba por delante de él
y entraba al comedor. Su comedor.
Ver a Carter sin camiseta solía excitarme al instante.
Ahora, sólo me enfurece.
—¿Dónde estabas? Mi madre hizo panqueques.
Se me hace la boca agua al instante cuando atravieso la puerta hacia
la cocina. Los aromas de panqueques, salchichas y café llenan el aire. Mis
ojos se posan en la Sra. Renshaw, que se seca las manos en un paño de
cocina mientras Sophie limpia la encimera.
—Bueno, buenos días, rayito de sol. —Sonríe y se gira para mirarme.
Me sorprende lo cambiada que está. Debe de haber encontrado una
peluca entre los restos de su antigua casa, porque de repente tiene el cabello
liso y hasta los hombros, como solía llevarlo, y juro que incluso lleva rímel.
Su vestido está planchado. El de Sophie también. Y ambas llevan
probablemente todas las joyas que tienen.
—¡Rainbow! —Sophie se alegra y salta para darme un abrazo. Sus
pulseras de plástico suenan a cada paso.
Rodeo mecánicamente a la niña con mis brazos y miro a su madre por
encima de su cabeza. Es la primera vez que veo a la Sra. Renshaw desde
que se llevaron ayer a Wes, pero mis ganas de clavarle un utensilio en el ojo
quedan en suspenso cuando sonríe y levanta un plato en mi dirección. Mi
estómago gruñe con fuerza cuando veo lo que hay en él.
—¿Cómo has...?
—Cuando la vida te da una caja de Hungry Jack, agua corriente y un
congelador lleno de salchichas de ciervo descongeladas, ¡haces el
desayuno! Y por suerte para nosotros, ¡tenían jarabe para panqueques!
Sophie me suelta y vuelve corriendo a la encimera para traerme un
tenedor y un cuchillo del cajón.
—Gracias —le digo a Sophie en lugar de a su madre, aceptando los
cubiertos mientras los ojos brillantes de la Sra. Renshaw se posan en su
hijo.
—Carter, ¿por qué no le haces compañía a Rainbow mientras come?
La intención que veo en ellos hace que se me revuelva el estómago y
mi mandíbula se tense, pero no lo suficiente como para evitar que devore
esta comida.
Vuelvo a entrar en el comedor con Carter pisándome los talones y me
siento sin reconocer su presencia. No es que se dé cuenta. Se sienta frente a
mí y empieza a divagar sobre todos a los que vio en el Burger Palace
anoche.
—Te acuerdas de JJ, ¿verdad? ¿Del equipo de fútbol? Ese hijo de puta
está loco ahora. Estaba de pie justo en frente, vendiendo esteroides y videos
de entrenamiento. ¿Puedes creer esa mierda? Y juro por Dios que vi a
Courtney Lampros chupándosela a alguien entre dos autos estacionados.
Reconocería ese cabello rojo falso en cualquier lugar.
Sí, apuesto a que lo harías.
Me trago el último bocado sin siquiera probarlo y oigo que alguien
empieza a hablar aún más alto que Carter en la sala.
—Buenos días. Soy Michelle Ling, informando en directo desde el
interior del Juzgado del Condado de Fulton.
El tenedor cae en el plato mientras subo los cinco o seis escalones
hasta el salón, donde el Sr. Renshaw está tumbado en el sofá con su pierna
mal entablillada apoyada en la mesa de centro, jugando con el mando a
distancia. Apunta al televisor, pulsando en vano los botones con su nudoso
pulgar.
—¡Maldita sea! Estaba viendo Hillbilly Handfishin'. Ahora no voy a
saber qué pasa.
—Estamos a horas de la ejecución pública de hoy…
—Entonces, ¿por qué diablos estás interrumpiendo mi programa
ahora? —gruñe el Sr. Renshaw, arrojando el ahora inútil mando a distancia
sobre la mesa de café.
—Pero vamos a empezar a traerles más imágenes exclusivas, entre
bastidores, desde el capitolio, mientras el gobernador Steele trabaja
incansablemente para hacer cumplir la nueva ley… —Su rostro es
amarillento y sin vida, y suena como si estuviera leyendo de un guion, sin
duda preparado por el propio gobernador—. Empezando por la primera
sentencia televisada de la historia.
Michelle Ling extiende una mano apática a su lado y empuja una
enorme puerta de madera. Se abre de par en par, revelando una sala de
justicia tan grande como una tienda de comestibles y tan vacía como una
iglesia en lunes.
No hay jurado.
No hay demandantes ni acusados.
No hay testigos esperando a ser llamados.
Todos los bancos están vacíos, excepto algunos oficiales uniformados.
Y allí, de pie junto al estrado de madera del juez, hay un hombre alto,
delgado y calvo que reconozco al instante como el alguacil de las
ejecuciones.
Al ver la cámara, se ajusta el uniforme, levanta ambas manos como si
estuviera a punto de dirigir una sinfonía y grita:
—¡Todos de pie! Preside el honorable gobernador Beauregard Steele.
Los dos oficiales de la primera fila están de pie mientras el
gobernador Steele entra por la puerta detrás del alguacil. Lleva una toga
negra de juez, pero la ha dejado muy abierta por delante para acomodar su
considerable barriga, y las mangas son unos cinco centímetros demasiado
cortas.
—Siéntense.
La silla detrás del podio chilla fuertemente cuando el gobernador
Steele se sienta y toca el pequeño micrófono que tiene delante:
—Señoras y señores, declaro que el Tribunal Superior del Estado de
Georgia entra en sesión. Por la presente llamo al orden el caso del Pueblo
contra... —El gobernador Steele revuelve algunos papeles en el podio hasta
que el alguacil se acerca y le susurra algo al oído—. ¡Wesson Patrick
Parker!
Golpea su mazo y siento el golpe directamente en mi propio pecho.
No. No, no, no.
—¡Alguacil! —Mueve el mazo en dirección al hombre de su derecha
con el entusiasmo de un presentador de un concurso—. ¡Saquen al acusado!
Ya no estoy en mi cuerpo. Ni siquiera estoy en mi sala de estar. Estoy
en la última fila de ese tribunal, agarrando el banco de madera lisa que
tengo delante con tanta fuerza que los nudillos se me ponen blancos
mientras el alguacil empuja la puerta que hay detrás de él y vuelve a entrar
en la sala, arrastrando a Wes por el codo.
Mi Wes.
La cámara se acerca a su hermoso rostro y, gracias al poder de la
televisión de alta definición, puedo contar cada pestaña negra mientras mira
al suelo, cada mechón de cabello que se niega a permanecer recogido detrás
de la oreja y cada pliegue preocupado de sus labios mientras se muerde la
comisura de los labios. Está ahí mismo. Más grande que la vida. Tan cerca
que puedo tocarlo.
Así que lo hago.
Me acerco al televisor cuando la Sra. Renshaw, Sophie y Carter suben
corriendo las escaleras. Los ojos de Wes me miran en el momento en que
mis dedos rozan su mejilla, pero no se alegran de verme.
Son francamente odiosos.
—¡Rainbow! Aléjate de ahí —ordena la Sra. Renshaw—. ¡Jimbo, no
te quedes ahí sentado! Apaga esa maldita cosa.
—¡Lo intenté, Agnes! ¡Lo están transmitiendo en todos los malditos
canales!
—¡Bueno, esfuérzate más!
—Su Señoría. —La cámara se aleja de Wes y se dirige al estrado del
juez, donde uno de los policías de la primera fila se dirige ahora al
gobernador.
Retiro la mano y me alejo a trompicones de la pantalla.
—El imputado ha sido acusado de violar la única y verdadera ley, la
ley de la selección natural, al procurar y administrar antibióticos para salvar
la vida de un ciudadano mortalmente herido. Las pruebas demostrarán que
en la escena del crimen se encontró un frasco abierto de Keflex con las
huellas dactilares del acusado y que éste fue identificado en el acto por un
testigo presencial. Pido que se declare al acusado culpable de los cargos.
El gobernador Steele se reclina en su silla y cruza las manos sobre su
estómago.
—Muy bien entonces. Muy bien. ¿Tiene la defensa algo que decir? —
Dirige una mirada fija al segundo oficial de la primera fila, que se pone en
posición de firmes y sacude violentamente la cabeza.
—¡Jimbo! ¡Gira! ¡Apágalo! ¡Apágalo!
—¡Lo estoy intentando, mujer!
—Muy bien entonces. —El gobernador Steele asiente al oficial mudo
en señal de aprobación, y su silla chirría fuertemente cuando se inclina
hacia adelante y respira en el micrófono—. Sr. Parker...
El alguacil arrastra a Wes hacia el estrado del juez, pero Wes no se
apresura. Cruza la sala con piernas largas y perezosas, tomándose su tiempo
mientras el alguacil le da un tirón en el codo. Con las manos esposadas y
los tobillos encadenados, se las arregla para hacer que ese mono naranja
parezca genial mientras se mantiene en una pose despreocupada ante el
gobernador. Wes, el Rey del Hielo. Sólo actúa así cuando se siente
amenazado. Me dan ganas de acercarme a la televisión y abrazarlo por la
espalda. Rodear su cintura con mis brazos y apoyar mi mejilla en su
espalda, como solía hacer cuando recorríamos el bosque en su moto de
cross.
Cuando creíamos que el mundo se iba a acabar.
Ahora mismo, desearía que así fuera.
—Sr. Parker, a la vista de estas pruebas irrefutables, lo declaro
culpable de desafiar la única ley verdadera, la ley de la selección natural.
Será sentenciado a muerte por ejecución pública...
La pantalla se queda en negro cuando la Sra. Renshaw desconecta el
enchufe de la pared detrás del soporte del televisor.
—¡Ya está! —resopla, sonriendo a la cara rota de su hijo—. Se hizo
justicia. Ahora, volvamos a disfrutar de esta hermosa...
Me abalanzo. Una mirada a los labios rojos pintados de la Sra.
Renshaw, abiertos en una amplia sonrisa, y veo rojo por todas partes. Suelto
un grito primario y profundo mientras caemos al suelo, con el cabello y las
perlas sintéticas volando mientras envuelvo con mis manos el cuello de la
mujer que me quitó todo lo que el 23 de abril no había reclamado.
—¡Rainbow! ¿Qué demonios?
—Detente, Rainbow. La estás lastimando.
—¡Maldita sea, niña! Suéltala.
Los ojos de la Sra. Renshaw se abren de par en par, pero sólo aprieto
más fuerte, incapaz de detenerme, aunque quisiera. Sus brazos se agitan,
golpeando, arañando y tirando de mis brazos y muñecas, pero estoy
demasiado lejos. Sólo oigo su voz una y otra vez en mi cabeza.
¡Se hizo justicia!
¡Se hizo justicia!
¡Se hizo justicia!
Le doy un tirón en el cuello después de cada declaración. En el
momento en que sus brazos se debilitan y sus ojos giran hacia atrás, siento
que un par de manos tan grandes como platos de comida me rodean por la
cintura y me levantan de su cuerpo sin vida.
—¿Qué demonios te pasa? —grita Carter mientras me echa los brazos
a la espalda, haciéndome un nudo tan apretado que siento que el más
mínimo movimiento podría romperme los hombros.
La Sra. Renshaw vuelve en sí con un grito ahogado, parpadeando y
jadeando mientras se frota las marcas rojas alrededor de su cuello.
Sophie recoge la peluca perdida de su madre y se arrodilla a su lado,
ayudándola suavemente a sentarse para que pueda volver a colocarse la
cosa de pesadilla en la cabeza.
—¿Qué demonios te pasó, niña? —pregunta el Sr. Renshaw mientras
cojea para ayudar a su mujer a levantarse.
Alisando su vestido sobre sus anchas caderas, la Sra. Renshaw se
ajusta la peluca y me dirige una mirada letal. Es la misma mirada que
reservaba para los chicos realmente malos cuando era administradora de
nuestro instituto.
—Carter, Sophia... amárrenla.
10
Wes
Mantén una postura relajada. Deja de apretar la maldita mandíbula.
Actúa como si estuvieras aburrido. Más aburrido.
—Sr. Parker, ante estas pruebas irrefutables, te declaro culpable de
desafiar la única ley verdadera, la ley de la selección natural. En el gran
estado de Georgia, aquellos que cometen crímenes contra la naturaleza
serán devueltos a la naturaleza; por lo tanto, lo sentencio a muerte por
ejecución pública. Se levanta la sesión de este tribunal. —El gobernador
cara de mierda golpea su mazo y apunta al equipo de noticias que se
encuentra en la parte trasera de la sala—. ¡De vuelta a usted, señorita!
Miro por encima de mi hombro justo a tiempo para ver a la reportera
poner los ojos en blanco antes de volverse hacia la cámara.
—Soy Michelle Ling, informando en directo desde el Tribunal del
Condado de Fulton. Esta sentencia fue traída a ustedes por Buck's
Hardware... porque la pelota termina aquí. Estaremos transmitiendo en vivo
desde Plaza Park esta tarde para otro evento de ejecución de la Milla Verde.
Manténganse a salvo ahí fuera y que sobreviva el más fuerte.
Su tono es tan malo como mi estado de ánimo.
Lo agradezco.
—Todos de pie —dice Elliott con su voz más autoritaria, lo cual es
jodidamente ridículo, no sólo porque es un actor de mierda, sino también
porque ya estamos todos de pie.
El Gobernador Steele se pone en pie y casi tira el micrófono del podio
con la barriga cuando se gira para irse. No puedo creer que este pedazo de
mierda sea quien decida si vivo o muero.
Decidió.
Que me jodan.
Una vez que el equipo de cámaras se va, el oficial Elliott suelta un
suspiro y se dobla por la cintura como si acabara de correr una maratón.
—¡Buena ley! Si tuviera que meter el estómago un minuto más, me
iba a caer al suelo.
Ramírez y Riggins, los dos policías que me trajeron ayer, se ríen
mientras pasan junto a nosotros hacia la puerta.
—Te mereces un Emmy por esa actuación, Elliott —se burla Ramírez.
—Pssh. Por favor. Me merezco un Oscar. —Se echa su cabello
inexistente por encima del hombro mientras los dos policías glorificados se
dirigen a la salida riéndose.
Los ojos sonrientes de Elliott se posan en mí y, de repente, ya no son
tan sonrientes.
—Tú también te mereces un Oscar —dice, con la boca formando una
línea plana—. Lo has hecho bien, guapo.
Le pongo la misma expresión de aburrimiento que le puse al
gobernador cara de mierda y dejo que me lleve por el codo hacia fuera de la
puerta, bajando una escalera metálica y atravesando el túnel subterráneo
que conecta el juzgado con la comisaría de policía de enfrente.
Mientras Elliott llena el silencio con historias sobre todos los juicios
de famosos que ha hecho, me encuentro analizando el recorrido de las
tuberías y los conductos de aire acondicionado que hay encima, la
colocación de las luces y las cámaras de seguridad, las armas enfundadas en
el cinturón de Elliott.
—La mayoría de los actores son muy bajos en persona, pero ¿Chris
Tucker? Ooh... ¡ahora, eso es un trago de agua alto! ¡Y además es muy
bonito! ¿Has visto alguna vez El Quinto Elemento? Cuando vi esa película,
le dije a mi madre que quería ser Ruby Rhod cuando fuera mayor.
Mientras subimos las escaleras que llevan a la comisaría, me
encuentro analizando también a Elliott. Al principio, pensé que sólo estaba
llenando el silencio porque es un narcisista ensimismado y un fanático, pero
cuando me mira, hay una tristeza en sus ojos que me dice que no está
tratando de impresionarme.
Está tratando de distraerme.
Porque me acaban de condenar a la puta muerte y lo único que puede
hacer es intentar distraerme durante unos minutos.
Cuando volvemos a mi celda, Elliott me da una palmadita en la
espalda.
—Bien, mi hombre. El Oficial Hoyt volverá con tu cena en unos
minutos. ¿Estás verde?
—Súper verde —murmuro, atravesando los barrotes abiertos.
—¡Ja! ¡Sabía que habías visto esa película! Tienes a Korben Dallas
escrito por todas partes, cariño. —Elliott sonríe mientras cierra la puerta y
me hace un gesto para que me dé la vuelta y meta las manos entre los
barrotes.
Pensándolo bien, quizá este imbécil no intentaba hacerme sentir
mejor, pienso mientras me pongo de frente a la pared y dejo que Elliott me
quite las esposas y los grilletes. Tal vez trataba de hacerse sentir mejor a sí
mismo.
La culpa. Puedo trabajar con eso.
—¿Cómo fue tu sentencia, amigo? —pregunta Doug desde la celda de
al lado. Su voz es cruda y cansada.
Gimo mientras Elliott se aleja, retorciendo mis muñecas doloridas
delante de mí.
—Jodidamente.
—Lo siento.
—Es lo que es.
Hay un silencio y entonces Doug aclara su garganta.
—El Oficial Hoyt me traerá pronto mi última comida. Me dejan elegir
entre el pollo Alfredo y la carne Wellington.
Mierda, hombre.
Doug intenta parecer duro y por alguna razón, eso lo hace aún peor.
Me trago el nudo que se me forma en la garganta y le pregunto:
—¿Qué elegiste?
—La carne de res —dice con un resoplido—. Mi mujer nunca me
deja comer carne roja. —Su voz se quiebra al mencionar a su chica,
estallando en el tipo de sollozo que es tan doloroso que no hace ningún
sonido. Sólo jadeos, gorjeos y gemidos profundos y guturales.
Dejo caer la cabeza contra la pared de ladrillos y cierro los ojos, pero
no lloro.
Porque a diferencia de Doug, voy a ver a mi chica de nuevo.
Pensé que podía hacer esto.
Pensé que había cambiado.
Pensé que podría sacrificarme por ella y hacer feliz a Dios por una
vez en mi mierda de vida.
Pero al diablo con eso.
Si Dios quería un mártir, no debería haber elegido a un hijo de puta
que sabe abrir cerraduras con un tenedor de plástico.
11
Rain
Nuestro garaje no tiene ventanas.
Mi garaje.
Su garaje.
Su garaje no tiene ventanas.
Está muy oscuro aquí, de día o de noche.
Ya no sé cuál es.
El sonido de las cucarachas correteando me hace pensar que debe
estar oscureciendo afuera. Normalmente sólo salen de noche.
Gracias a Dios tengo las botas puestas.
No es que sienta los pies de todos modos. Llevo horas sin poder
enderezar las piernas. Sophie arrastró una silla del comedor hasta aquí y
Carter me ató a ella con cinta adhesiva. Me ató los tobillos a las patas de
madera y me pegó las muñecas a los reposabrazos.
Ahora tampoco puedo sentir mis manos.
Me pasé la primera hora o dos tirando de mis ataduras, intentando
arrastrar la silla por el suelo sin hacer ruido, tratando de pensar en algo aquí
que pudiera utilizar como herramienta o arma, pero una vez que se me pasó
el enojo, recordé que realmente no importa.
¿Qué sentido tiene escapar cuando no tienes otro sitio al que ir?
Este solía ser mi hogar.
Entonces, Wes se convirtió en mi hogar.
Y ahora... sólo soy una desamparada.
Me imagino la cara de Wes, amargada pero no rota, desafiante pero no
desesperada, cuando estaba ante el gobernador. Desde el momento en que
me lo arrancaron, pensé que estaba muerto. Pero no lo está. Lo miré y él me
miró. Y de alguna manera, eso hace que duela más. Saber que está ahí fuera
y que no puedo llegar a él. Tocar su mejilla y no sentir más que polvo y
estática bajo mis dedos. Saber que está encerrado en una celda en algún
lugar, mientras yo estoy encerrada en una de las mías.
Si las cosas cambiaran, Wes vendría por mí. Sé que lo haría. Asaltaría
el castillo, mataría a los dragones y quemaría todo el reino para salvarme.
Pero nadie viene por él.
Y lo más triste es que nadie lo ha hecho nunca.
La puerta de la cocina se abre y me estremezco cuando se encienden
las luces fluorescentes del techo. Apretando los ojos, intento enterrar la cara
en mi hombro para esconderme de la insoportable luminosidad.
—Hora de cenar. —La voz de la Sra. Renshaw es áspera pero fuerte
mientras arrastra otra silla del comedor por el suelo de cemento.
Escucho el chasquido de unos tacones altos y el tintineo de una bolsa
de papel, que supongo que contiene las patatas fritas y la hamburguesa
grasienta que estoy oliendo.
Una vez que mis ojos se adaptan a la luz, parpadeo un par de veces y
veo a la Sra. Renshaw sentada justo enfrente de mí, con las piernas
cruzadas, las medias puestas, la peluca alisada y joyas para días. Me mira
como si estuviera en una sala de interrogatorios y, con esta iluminación,
bien podría estarlo.
La Sra. Renshaw me pone un vaso de espuma de poliestireno para
llevar en la mano derecha, que aún está atada al reposabrazos, y luego me
arranca el trozo de cinta adhesiva que me cubre la boca con un rápido
movimiento, arrancando con él la piel de mis labios secos y agrietados.
Abro y cierro la boca, moviendo mi mandíbula adolorida. Luego, me
inclino hacia delante y bebo un enorme sorbo de la pajita del vaso rojo de
plástico para llevar. El agua fría me llena la boca, pero por lo que me
importa podría ser gasolina. No he bebido nada en todo el día.
—Aclaremos una cosa —dice la Sra. Renshaw, con sus cejas pintadas
que se arquean hacia el cielo mientras se inclina hacia delante, rodeando
con los antebrazos la bolsa que tiene en el regazo—. No me arrepiento de lo
que hice. Puedes enojarte conmigo todo lo que quieras, Rainbow, pero
nunca me disculparé por intentar proteger a mi familia. —Baja su mirada a
mi vientre—. Un día, cuando seas madre, lo entenderás.
Una sonrisa melancólica se dibuja en las comisuras de sus brillantes
labios antes de sentarse más recta y fruncir las cejas hacia mí.
»Siempre te consideré como una de las mías. Te quería como si fueras
de la familia. Pero me equivoqué contigo. —Me señala con el dedo como si
estuviera sentada en el despacho del director—. No eres mi hija. Eres la hija
de tu padre hasta la médula. Malvada. Violenta. Perturbada. Igual que tu
amigo salvaje que atacó a mi hijo.
Aprieto el vaso en mi puño, clavando las uñas en la espuma de
poliestireno hasta que siento pequeños chorros de agua fría que bajan por
los lados de mis dedos y por la palma de la mano. Cuando el agua llega a
mi muñeca, se me ocurre una idea.
»Llevas a mi nieto, así que no puedo entregarte, pero... tampoco
puedo dejar que te acerques de nuevo a mí o a mi familia.
La Sra. Renshaw mete la mano en la bolsa y se lleva un puñado de
papas fritas a la boca, cerrando los ojos mientras saborea la comida sólo
para torturarme. Por suerte, me da la oportunidad de girar la muñeca hacia
delante y hacia atrás para ayudar a que la humedad se abra paso por debajo
de la cinta adhesiva.
»Así que he decidido… —La Sra. Renshaw se traga su bocado de
papas fritas y se lame la sal de las yemas de sus dedos recién pintados—.
Que te voy a mantener aquí hasta que nazca el bebé.
—¿Qué?
Sus labios delineados se curvan en una mueca al ver mi expresión de
horror.
—No te preocupes; te encontraremos algo para dormir y un lugar para
hacer tus necesidades, que, honestamente, es más de lo que mereces.
La Sra. Renshaw vuelve a hurgar en la bolsa. El sonido de las arrugas
enmascara el ruido que hace la cinta cuando doy un último giro a mi
muñeca, rompiendo la unión adhesiva. El agua corre por mi antebrazo y
gotea por el otro lado de la cinta, provocando una sacudida de miedo que
me recorre. Contengo la respiración y muevo las caderas en mi asiento justo
a tiempo para atrapar el chorro en mi muslo. Aterriza en mis jeans casi en
silencio y exhalo.
Inclinándome hacia delante, hago como si tomara otro sorbo del vaso,
sujetándola con la barbilla para poder soltarla con la mano. Consigo
liberarla de la cinta adhesiva, ahora inútil, mientras la señora Renshaw se
traga otro bocado de papas fritas.
—Ahora... —murmura, rebusca en la bolsa y saca una hamburguesa
King Burger envuelta en un brillante papel amarillo. Pela el envoltorio por
un lado y lo acerca a mí—. ¡Abre y di: ahh!
La Sra. Renshaw suelta un grito cuando mi vaso para llevar vuela
hacia su cara, rociando agua en todas direcciones como una manguera de
incendios suelta. Deja caer la comida y cierra los ojos, protegiéndose con
las manos. Eso me da el tiempo suficiente para meter la mano en la parte
trasera de mis jeans, sacar la Beretta de mi padre y golpearla en la cabeza
con toda la fuerza que puedo.
Sus ojos se dirigen a los míos, pero sólo durante una fracción de
segundo, antes de que se vuelvan vidriosos y se enrollen bajo sus párpados.
La Sra. Renshaw se desploma de lado en su silla, tirando la bolsa del Burger
Palace por el camino. Las papas fritas doradas se desparraman por el suelo
manchado de aceite mientras agarro la pistola entre los muslos y me
esfuerzo por desenvolver la muñeca izquierda.
La Sra. Renshaw gime y emite un sonido de bofetada con la boca
cuando libero mi mano izquierda y empiezo con la cinta adhesiva alrededor
de mis tobillos.
Los gemidos se hacen más fuertes cuando libero el pie derecho, pero
cuando voy a trabajar en el otro lado, una mano sale disparada y me agarra
la muñeca.
Grito e intento apartar el brazo, pero lo único que consigo es acercar
su cuerpo a mí. La Sra. Renshaw sigue desplomada de lado y su peluca se
ha caído a medias, pero sus ojos están abiertos y tratan de enfocarme. Un
hilillo de sangre fluye desde su sien hasta el rabillo del ojo, tiñendo la parte
blanca de un rojo intenso. Luego, se desplaza desde la cara hasta la pistola
que tengo entre las piernas.
¡Mierda!
Su agarre en torno a mi muñeca se tensa violentamente mientras se
esfuerza con la mano libre por agarrar el arma. Mi corazón late como un
puño desesperado contra mis costillas mientras le arrebato el arma. Luego,
se detiene por completo cuando la hago caer como un martillo sobre su
cabeza.
Crujido.
El cuerpo de la Sra. Renshaw se queda inerte, aterrizando en mi
regazo antes de deslizarse por mis piernas hasta el suelo.
Oh, Dios.
La hago rodar para poder liberarme. La bolsa del Burger Palace se
arruga estrepitosamente bajo ella y mi estómago gruñe. Una vez retirada la
cinta adhesiva, contengo la respiración y la pongo de lado, sacando la
hamburguesa aplastada de debajo de su cuerpo sin vida.
Sé que debería comprobar si tiene pulso, pero... no puedo.
Está bien, me digo mientras meto la hamburguesa aplastada en el
bolsillo de mi sudadera. Va a estar bien.
Corriendo hacia la pared, me acerco para pulsar el botón de la puerta
automática del garaje, pero el sonido de la voz de Wes detiene mi mano en
el aire.