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TESTIMONIOS SOBRE EL 17 DE OCTUBRE

DE 1945. Por: Gonzalo Pellegrini y Diego Marcelino

Es el pobre en su orfandá
de la fortuna el desecho,
porque naides toma a pecho
el defender a su raza;
debe el gaucho tener casa,
escuela, iglesia y derechos.”

“Y dejo rodar la bola,


Que algún día se ha de parar
Tiene el gaucho que aguantar
Hasta que lo trague el oyo
O hasta que venga algun criollo
En esta tierra á mandar.

Martin Fierro.

El 17 de Octubre de 1945 significa una bisagra en la historia argentina, esa mañana no fue una más en las
calles de Buenos Aires. La marcha hacia Plaza de Mayo y las diversas movilizaciones en muchísimas ciudades
del interior dieron forma a un acontecimiento novedoso que abriría un ciclo histórico distinto.
Para Arturo Jauretche “el 17 de octubre, más que representar la victoria de una clase, es la presencia del
nuevo país con su vanguardia más combatiente y que más pronto tomó contacto con la realidad propia”.
Fue una gran rebelión popular con verdaderas características insurreccionales que sellaría una alianza,
inestable pero profundamente temida y combatida por las elites dominantes, entre el pueblo y su caudillo,
marcando el fin de una Argentina y el comienzo de otra, un nuevo perfil de Nación, donde la Patria obtuvo
su Grandeza y el Pueblo su Bienestar.

Lo que continúa son testimonios de héroes anónimos y de personajes notorios. De humildes trabajadores y
de intelectuales brillantes. Testimonios narrados casi contemporáneamente a los sucesos o visiones
retrospectivas, testimonios que no tienen la pretensión académica de la cita infalible. Perspectivas múltiples,
apasionadas y comprometidas; cristales de un caleidoscopio que conforman imágenes dinámicas de un
hecho histórico en donde un nuevo sujeto social irrumpió en la vida política, dando forma a un movimiento
que aún hoy sigue vigente y lo será así mientras el pueblo, sometido a la opresión imperialista y nativa,
busque su liberación y construya al fin, una Argentina justa, libre y soberana.
Era el subsuelo de la patria sublevado

Un fragmento del texto clásico de Raúl Scalabrini Ortiz.

(...) Ya todo parecía perdido y aniquilado, cuando aquel 4 de junio de 1943 abrió un horizonte en aquella
oscura selva de traiciones y de intereses combinados. Fue aquél un hecho sorpresivo y sin antecedentes
públicos y por eso el país lo miró con reserva y quizá con desconfianza. Temía que se hubiera tramado una
nueva trampa oligárquica. Los hombres siguen a los hombres, no a las ideas. Las ideas sin encarnación
corporal humana son entelequias que pueden disciplinar a los filósofos, pero no a los pueblos. Y aquella
revolución del 4 de junio estaba huérfana de conductor visible, hasta que el coronel Perón con una audacia
rayana en la temeridad, inició, al mismo tiempo que su obra de justicia social, la formación de su
personalidad, y entonces la oligarquía social y financiera, hasta ese momento relativamente tranquila por la
inclusión de algunos de sus miembros en el gabinete militar, comenzó a alarmarse y a conspirar. Pensaba
con honda tristeza en esas cosas en esa tarde del 17 de octubre de 1945. El sol caía a plomo cuando las
primeras columnas de obreros comenzaron a llegar. Venían con su traje de fajina, porque acudían
directamente de sus fábricas y talleres. No era esa muchedumbre un poco envarada que los domingos
invade los parques de diversiones con hábito de burgués barato. Frente a mis ojos desfilaban rostros, brazos
membrudos, torsos fornidos, con las greñas al aire y las vestiduras escasas cubiertas de pringues, de restos
de breas, grasas y aceites. Llegaban cantando y vociferando, unidos en la impetración de un solo nombre:
Perón. Era la muchedumbre más heteróclita que la imaginación puede concebir. Los rastros de sus orígenes
se traslucían en sus fisonomías. El descendiente de meridionales europeos iba junto al rubio de trazos
nórdicos y al trigueño de pelo duro en que la sangre de un indio lejano sobrevivía aún. El río cuando crece
bajo el empuje del sudeste disgrega su enorme masa de agua en finos hilos fluidos que van cubriendo los
bajíos y cilancos con meandros improvisados sobre la arena en una acción tan minúscula que es ridícula y
desdeñable para el no avezado que ignora que ése es el anticipo de la inundación. Así avanzaban por la
Avenida de Mayo, por Balcarce, por la Diagonal. Un pujante palpitar sacudía la entraña de la ciudad. Un
hálito áspero crecía en densas vaharadas, mientras las multitudes continuaban llegando. Venían de las
usinas de Puerto Nuevo, de los talleres de Chacharita y Villa Crespo, de las manufacturas de San Martín y
Vicente López, de las fundiciones y acerías del Riachuelo, y las hilanderías de Barracas. Brotaban de los
pantanos de Gerli y Avellaneda o descendían de las Lomas de Zamora. Hermanados en el mismo grito y en la
misma fe iban el peón de campo de Cañuelas y el tornero de precisión, el fundidor, mecánico de
automóviles, la hilandera y el peón. Era el subsuelo de la patria sublevado. Era el cimiento básico de la
nación que asomaba, como asoman las épocas pretéritas de la tierra en la conmoción del terremoto. Era el
substrato de nuestra idiosincrasia y de nuestras posibilidades colectivas allí presente en su primordialidad
sin recatos y sin disimulos. Era el de nadie y el sin nada en una multiplicidad casi infinita de gamas y matices
humanos, aglutinados por el mismo estremecimiento y el mismo impulso, sostenidos por una misma verdad
que una sola palabra traducía: Perón. En las cosas humanas el número tiene una grandeza particular por sí
mismo. En ese fenómeno majestuoso a que asistía, el hombre aislado es nadie, apenas algo más que un
aterido grano de sombra que a sí mismo se sostiene y que el impalpable viento de las horas desparrama.
Pero la multitud tiene un cuerpo y un ademán de siglos. Éramos briznas de multitud y el alma de todos nos
redimía. Presentía que la historia estaba pasando junto a nosotros y nos acariciaba suavemente como la
brisa fresca del río. Lo que yo había soñado e intuido durante muchos años estaba allí presente, corpóreo,
tenso, multifacético, pero único en el espíritu conjunto. Eran los hombres que están solos y esperan que
reiniciaban sus tareas de reivindicación. El espíritu de la tierra estaba presente como nunca creí verlo.
Contra todos los consejos de la inteligencia y de la experiencia, al margen de los caminos trillados de la
política, el coronel Perón había sembrado una convicción directa en la masa del pueblo. Durante mucho
tiempo, los trabajadores recibieron los dones con el recelo del hombre escarmentado en el desengaño. Sus
concepciones son habilidad de su ambición, decían los enemigos, sin agregar que la ambición podía
cumplirse más fácilmente, como se había cumplido. Fue indispensable que el coronel Perón cayera para que
se estableciera el mutuo intercambio de confianza, ahora el milagro estaba cumplido. Aquellas
muchedumbres que salvaron a Perón del cautiverio y que al día siguiente paralizaron el país en su
homenaje, eran las mismas multitudes que asistieron recogidas por el dolor al entierro de Hipólito Yrigoyen,
las mismas que lo acogieron con el alborozo de un mesías aquel memorable 12 de octubre de 1916 en que el
pueblo argentino comenzó a reconocerse a sí mismo. Son las mismas multitudes argentinas armadas de un
poderoso instinto de orientación política e histórica que desde 1810 obran inspiradas por los más nobles
ideales cuando confían en el conductor que las guía (...)

Los que cruzaron a nado el Riachuelo

Juan Raymundo Garone ese 17 de Octubre de 1945 era delegado de la fábrica de galletitas Bagley. Fue,
luego, uno de los fundadores de ATLAS (Agrupación de Trabajadores Latinoamericanos Sindicalistas).
“De Berisso había partido una columna de unos 1.000 hombres que, al llegar a Avellaneda, ya eran cerca de
10.000; al frente venía el dirigente Cipriano Reyes; otras columnas de trabajadores venían de las usinas del
puerto, de los talleres de Parque Patricios, Chacarita, Paternal; de las fundiciones del Riachuelo y las
hilanderías de Barracas. Brotaban de todas partes y todas se dirigían a Plaza de Mayo. (...) Miles de
compañeros que venían de la zona sur se encontraron con los puentes levantados, pero igual pasaron.
Usaron botes, los transbordadores de los frigoríficos, improvisadas balsas y una gran cantidad se arrojó al
agua y nadó hasta la otra orilla. Yo me acuerdo que me sumé a la columna que había pasado por Puente
Alsina, la policía nos cerraba el paso y llegó a arrojarnos bombas lacrimógenas, pero finalmente se rindió
ante la imposibilidad de frenar a aquella marea humana”.

Jorge Abelardo Ramos

De su libro “Perón, Historia de su triunfo y su derrota” de 1959: "Al caer la tarde el sector céntrico de la
ciudad es irreconocible. La pequeña burguesía, los estudiantes, los abogados, las gentes bien vestidas, el
'público culto' que había dominado hacía pocas horas las calles desaparecen. Algunos raleados grupos
'democráticos' desde las veredas, observan perplejos el inusitado espectáculo.
Algunos en camiseta, muchos en camisa, otros montados en caballos, aquellos agrupados en camiones,
trepados al techo de tranvías, amontonados en colectivos que perentoriamente debieron cambiar su ruta y
conducirlos a la Plaza de Mayo, las mujeres obreras con sus niños en brazos, otros con pantalones
arremangados hasta la rodilla, munidos de palos o de latas para agregar estrépito a su desfile, lanzando
burlas soeces a los caballeros bien vestidos que miraban las manifestaciones en silencio, llevando carteles
improvisados, o botellas vacías, bebiendo refrescos, comiendo un trozo de pan, enronquecidos y
desafiantes, profiriendo ironías gruesas o epítetos agresivos, esa gigantesca concentración obrera
inauguraba el 17 de octubre un nuevo capítulo en la historia argentina”.
El pueblo laburante acertaría el rumbo exacto que la historia le
anunciaba.
Federico Mittelbach, militar, recupera el rol de los trabajadores y recuerda una recomendación de don
Arturo Jauretche. “Todos, aun Perón, se habían equivocado hasta convertir aquellos escasos siete días en un
pandemonium de titubeos, de marchas y contramarchas; de efímeras victorias y fulmíneas derrotas. Sólo el
pueblo, el pueblo laburante, acertaría el rumbo exacto que la historia le anunciaba. Ese sector del pueblo,
jamás iluminado hasta entonces en el tablero político de la República: los “cabecitas negras” (los negros
peones de una jugada ajedrecística jamás ensayada, que marchaban a dar batalla al mismísimo poder que
los había mantenido sepultados en las sombras). Allí, en la Plaza Mayor de los empinados fastos, cantaría su
jaque mate el grito eufórico de un eufónico nombre:¡¡¡Pee-rón, Pee-rón!!! (...) Y cuando ese día algún
seguidor de Arturo Jauretche –razonablemente despistado– le preguntó qué hacer, (recibió una respuesta
fenomenal): “Andá, agarrá una bandera argentina y ponete al frente de una columna”.

La Argentina invisible. El poeta peronista Leopoldo Marechal cuenta lo que le sucedió ese día:
“Era muy de mañana, y yo acababa de ponerle a mi mujer una inyección de morfina (sus dolores lo hacían
necesario cada tres horas), el coronel Perón había sido traído ya desde Martín García. Mi domicilio era este
mismo departamento 188 de la calle Rivadavia. De pronto me llegó desde el oeste un rumor como de
multitudes que avanzaban gritando y cantando por la calle Rivadavia; el rumor fue creciendo y
agigantándose, hasta que reconocí primero la música de una canción popular, y enseguida su letra ¡Yo te
daré, / te daré patria hermosa, / te daré una cosa, / una cosa que empieza con P, / Perón!. Y aquel Perón
resonaba periódicamente como un cañonazo. Me vestí apresuradamente, bajé a la calle y me uní a la
multitud que avanzaba rumbo a la Plaza de Mayo. Vi, reconocí y amé los miles de rostros que la integraban:
no había rencor en ellos, sino la alegría de salir a la visibilidad en reclamo de su líder. Era la Argentina
invisible que algunos habían anunciado literariamente, sin conocer ni amar sus millones de caras concretas,
y que no bien las conocieron le dieron la espalda. Desde aquellas horas me hice peronista”

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