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¿Calle o Auditorio?

El pasaje de la indiferencia al interés político


Horacio González

Empleando para estas líneas un súbito tono personal - que no hubiera preferido - me
gustaría contar una situación muy fugaz que he vivido, casi nimia, pero para mí no
irrelevante. En el mes de noviembre fui el coordinador de las reuniones que realiza cada
dos años la carerra de sociología de la Facultad de Ciencias Sociales. Mucha gente
concurrió a ellas, con ánimo de recuperar el antiguo o sospechado fulgor dormido de esos
conocimientos de los que alguien dijo que "son peligrosos y están siempre en peligro". El
encuentro final, donde asistirían más de cuatrocientas personas en un Auditorio -
expondrían Eduardo Grüner y Oscar Landi - concidía con el día de los graves
acontecimientos de Salta: habían matado a un piquetero, un nueva incerteza cubría el país,
se hablaba de un paro de colectivos. Los tiempos de tragedia y cólera que vive el país
tocaban - como siempre - a nuestras puertas.
Poco antes de las conferencias (eran las del cierre de estas jornadas, que habían
insumido mucho tiempo de preparación y el esfuerzo militante de muchas personas), dos
miembros de un grupo estudiantil me sugirieron que el acto se hiciera en la calle - a modo
de una clase pública - pero sin apartarnos del carácter de expositivo que tenían esas
reuniones. Finalmente eso no ocurrió, el acontecimiento se realizó en el Auditorio, en
donde todos los oradores mencionaron, en tono de preocupación y repudio, los hechos que
habían ocurrido en Salta. Aquellos militantes estudiantiles, que habían quedado en volver
luego a reiterar su sugerencia, no lo hicieron. Seguramente pensaron en que una vez más,
personas con compromisos públicos evidentes, no desean sin embargo ver afectada su
tranquilidad, protegidos por paredes vetustas y estilos aúlicos. Desde luego, no era así. Pero
hay que explicar que no era así.
En mi caso, había expresado algunas dudas sobre la propiedad de suspender lo que
iba a acontecer en el Auditorio y realizarlo en la calle, pues las personas que concurrían al
primero debían ser explicadas del cambio, cuya naturaleza no era irrelevante para la
actividad que había sido prevista con mucha antelación. El Auditorio, lugar no indigno,
donde ocurren cosas del linaje de la oratoria, la reflexión argumentada y el diálogo
dramático, no significa un menoscabo de ningún compromiso, y veces, al contrario,
significa la expansión y el advenimiento de la política en la conciencia de los asistentes. El
tema central de lo que ocurre en todo auditorio, finalmente, es el pasaje de la vita
contemplativa a la vita activa, pasaje sobre el cual reflexionaron todos los clásicos - no es
posible ser clásico sin pensar sobre ésto - y que se realiza de modo diferente en cada tiempo
de la historia y en cada vida personal.
Porque la política, en su grado máximo, es un desplazamiento del lugar de las cosas,
el cambio de escena, el auditorio por la calle (o viceversa). Estaban en lo cierto los
militantes. Pero ese deplazamiento debe ser un flujo o un pasaje capaz de cargar en sí
mismo su autojustificación. Todo pasaje, o es una imposición o es una pócima brillante de
experiencias, o es una invitación que aceptamos un compromiso meramente ritual o es una
afección singular que toca con emoción nuestras vidas. La muerte del piquetero nos alcanzó
a todos con un mensaje rudo e insoslayable, con la carga de brutalidad sin límites de esta
época, testimonio de la injuria que se ejerce sobre los cuerpos descartados, que condensan
la injustica y la crueldad de un tiempo inclemente.
Por eso, desarmar algo sensible y caro a nuestras vidas (la escena de una discusión
pública enfáticamente esperada por muchos) en nombre de un llamado urgente que le
otorga otro escenario más expuesto (la calle, metáfora de lo que se corta o interrumpe en
señal de protesta) podía ser algo fundamental pero en ese momento no evitaba también ser
algo abstracto. ¿Sería la primera vez que un convite de raíz activa no sabría esquivar una
probable desnutrición de su propia promesa vital? ¿No es posible imaginar una situación en
la que un activismo cuya inspiración es justa quiera resolverse en actos cuyo planteo se
anuncia como más pleno pero cuya realización puede ser volátil o apagada?
Visto desde otro lado, un lado más estremecedor, el muerto - el piquetero muerto,
asesinado - también tiene distintos ecos en nostros. Es un muerto alcanzado por la modesta
épica de esas luchas intensas y nerviosas, tan borrosas como sangrientas. Nosotros podemos
ser la voz propaladora del conflicto, uno de los nudos que vaya recogiendo el asombro por
la desmesura de lo ocurre y la viva atención que impida que lo ocurrido se esfume en la
desmemoria. Por eso, allí, de alguna manera somos nosotros y los otros al mismo tiempo.
Pero... ¿cuándo ser otros?
Y también, dónde ser otros. Nuevamente, aparece la disyuntiva calle o auditorio,
que es la disyuntiva del ser político y su probable eficacia. ¿En el ágora o en la clase? ¿En
el santuario o en la asamblea? ¿En la asamblea o en la maniestación? ¿En la manifestación
o en al auditorio? Ojalá tuviéramos las sabidurías ya concluídas de las tradiciones más altas
de la antigüedad o del saber popular, que indican que "hay tiempo de siembra y tiempo de
cosecha" o "cada cosa en su lugar". Pero esa son también, sin duda, las tradiciones
conservadoras. Las tradiciones de compromisos de los movimientos sociales, sobretodo las
más militantes, tienen en más alta estima el arquetipo de la urgencia, la inmediatez de la
calle y el pasaje imaginado y no siempre real desde la indiferencia política a la fuerza
material manifestada a la luz de la metrópolis.
Pero el modelo de calle - de las luchas a cielo abierto - debe reconocer tiempos,
trayectos singulares, la naturaleza delicada del pasaje del salón al pavimento, pues una
derivación mal ensayada, produce nuevamente el espectáculo del grupo militante
ritualizando sus propios conocimientos ya establecidos. ¿Cómo realizar entonces ese
pasaje? El Auditorio (la clase, la conferencia, la palabra expositiva) no solo no es
desdeñable, es imprescindible. La Calle, no menos imprescindible, implica otro uso de la
palabra, que obedece a ritmos circulantes más crispados y a una gramática inquieta,
desencajada. El tiempo de la calle - cuando se interrumpe el tránsito - introduce una escena
discursiva diferente, que convierte ciertas pacaterías de la clase en un uso épico de la
exposición. De ahí la consigna, que es la forma épica del enunciado. Hay, pues, un tiempo
de frases que exponen su propia reflexividad, y un tiempo de frases que se lanzan al viento
para contagiar de electricidad el ambiente.
Nuevamente, el pasaje del auditorio (donde se habla y se escucha con los cuerpos
fijos) a la calle (donde se habla y se escucha con los cuerpos móviles conviviendo con los
objetos de la ciudad). Ambas son importantes, y el pasaje entre ambas es lo más
imnportante. Se debe hacer sin perder la distinta eficacia que tienen uno y otra. La política
es un punto de tensión pues siempre estamos en la inminencia de ese pasaje. Siempre
estamos por salir de lo prepolítico, de lo antipolítico, de lo impolítico, de lo no político, y
esa inminencia es nuestro diálogo con el indiferente en política. ¿Quién es él? Podemos ser
nosotros mismos, y aún más, debemos ser nosotros mismos en muchas ocasiones, para
poder palpar el drama que ocurre cada vez que esa indiferencia se transmuta en interés y
actividad. El recorrido hacia la política es un trayecto que ya es político aún cuando
mantenga el derecho a la indiferencia. Para revelarlo en la calle alguna vez, se precisa
alguna vez del auditorio. La política es la discusión sobre los alcances, el peso, la decisión
y la figura que en nosotros mismos adquiere esa alguna vez.

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