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Señor Ministro

Señores Embajadores
Señor Rector y Administrador Universitario
Señor Administrador
Señoras y Señores Profesores
Señoras y Señores
Queridos amigos

Hace un mes volví a la Plaza de la República como lo hicieron otros y


junto con ellos, incrédulo y triste. El sol de noviembre iluminaba de manera casi
insolente y escandalosa con su soberana indiferencia al dolor de los hombres.
Desde enero de 2015, como las olas que golpean el acantilado, el tiempo pasaba
sobre el pedestal de piedras blancas en el que está apoyada la estatua de
Marianne. El tiempo pasaba, con sus noches y sus días, con la lluvia y el viento
que borraba los dibujos infantiles, desparramaba objetos, borraba los eslóganes,
reduciendo su furia. Y uno se decía: esto es, un monumento que embandera
desde lo alto del cielo una memoria activa, viva, frágil; y es solo esto una
ciudad, una manera de volver habitable el pasado y de unir bajo nuestros pasos
fragmentos desperdigados; la historia es todo esto, siempre y cuando sepa
enfrentar de igual forma la lentitud tranquilizadora de lo perdurable y lo
vertiginoso de los acontecimientos.
Entre las flores, las velas y los papeles pegados, pude ver una página
salida de un cuaderno escolar. Alguien, con tinta azul y una caligrafía
diligentemente aplicada había copiado una cita de Víctor Hugo. Desde la víspera
a la noche, ese nombre recorría las redes, en diversos idiomas y alfabetos.
Simultáneamente, un grupo de grafiteros reencontraban en una vieja locución
latina la furia que supone esperar, trayendo a la triste luz del presente la divisa
parisina gravada por primera vez en una moneda en 1581. Y aquellos que se
regocijan en su desesperanza aprovechando nuestra desazón, aquellos que agitan
y proclaman los vapores facilistas de la idea de decadencia, aquellos que
desprecian la escuela en nombre de sus propias ilusiones, todos aquellos que, en
resumidas cuentas, aborrecen la existencia misma de la inteligencia colectiva,
que todos ellos recuerden estos días. Ya que la literatura fue, en gran medida,
una fuente de energía, de consuelo y de movilización.
Al volver a casa me sumergí en aquellos grandes libros ilustrados de tapa
roja que me acompañan desde la infancia. En cada cumpleaños mi abuelo me
regalaba un tomo de esta edición antigua y popular de las obras completas de
Víctor Hugo. En ella encontré la totalidad de lo sucedido en la Plaza de la
República. En el tercer libro de Los Miserables, en el primer capítulo titulado

1
“París estudiado en su átomo”, una oda al niño de la capital que juzga y
gobierna, se lee lo siguiente:
“Intentar, quejarse, persistir, perseverar, ser fiel a sí mismo, tomar el destino
por las astas, sorprender al desastre por el poco miedo que nos produce, a veces
enfrentar el poder injusto, otras insultar ebriamente la victoria, resistir, plantarse,
este es el ejemplo de lo que necesitan los pueblos y la luz que los ilumina”1.

Lo que resiste, lo que se planta es para Víctor Hugo la ciudad, en sus formas
materiales, en la insistencia obstinada y sonora de sus lugares. Reconocemos en
esto la vieja idea humanista, siempre desmentida por la experiencia, y sin
embargo, nunca dejada de lado, que consiste en creer que una invasión de
belleza y grandeza podrá suprimir la maldad del mundo. Pero las formas urbanas
no son nada sin la energía social que las mueve, las enuncia y las transforma.
Resisten siempre y cuando no se detengan, persisten cuando no insisten. Se
mantienen en movimiento. Prestemos atención al familiar desconcierto que
genera esta expresión, mantenerse en movimiento, que expresa lo que nos habita,
nos empuja y nos aleja. Ya que si “París representa el mundo” —este es el título
de la primera lección que Jules Michelet pronunció en el Collège de France el
lunes 23 de abril de 1838— es porque (y cito sus últimas palabras) “todos los
pueblos acuden en busca de elementos para su civilización. Es el gran núcleo
hacia donde confluyen todas las rutas de las naciones”2.
Los pueblos, las naciones, la confluencia de civilizaciones: señoras y
señores, no se asusten: no los voy a someter a este gran discurso del siglo XIX
que la solemnidad de los lugares y la gravedad de los tiempos podrían inspirar a
los que entran en estos muros. El gesto inaugural de Michelet es tan potente que
cualquier pretensión de repetirlo, o simplemente de apropiárselo, no sería más
que una parodia, que expresaría, puerilidad o incluso senilidad. Sin embargo,
somos gente grande, y, por consiguiente, estamos cansados del profetismo. ¿Qué
puede la historia hoy en día? ¿Qué tiene que buscar para persistir y ser fiel a sí
misma?
Esta es la cuestión, grave sin dudas, que quiero plantearles hoy en este
marco. Tal vez se perciba como un eco el grito de Spinoza, esta forma de
ontología que se expresa en términos éticos: nadie sabe lo que puede un cuerpo.
¿Qué quiere decir acá poder? No se trata de exigir de manera solemne y
autoritaria que se le haga entrega de algo a la historia: reticente de su poder, no
es dueña de nada. Tampoco se reivindicará algo para los historiadores —que se

1
Victor Hugo, Œuvres complètes, Paris, E. Girard & A. Boitte, s.d. (1859), vol. 3, p. 24 (Les
Misérables, vol. 3, Marius, Livre 1, « Paris étudié dans son atome », XI).
2
Jules Michelet, « Leçon d’ouverture (lundi 23 avril 1838) : Paris représente le monde », dans
Cours au Collège de France, vol. 1, 1838-1844, éd.  Paul Viallaneix, Paris, Gallimard, 1995,
p. 87-95 : p. 95 (retomado en Pierre Toubert et Michel Zinkdir.,Moyen Âge et Renaissance au
Collège de France, Paris, Fayard, 2009, p. 45-51 : p. 51).

2
lamenten a veces de estar lejos de la escucha de los poderosos, lo que no nos
importa. Hay que preguntarse lo que puede la historia, lo que puede todavía, lo
que puede realmente, esto es al mismo tiempo lo que le es posible y lo que ella
es en potencia.
Y ahora, Señor Administrador, Señoras y Señores Profesores, al momento de
expresar la inmensa gratitud que me produce que me hayan concedido el honor
de elegirme en la cátedra de Historia de los poderes en Europa Occidental de los
siglos XIII al XVI, permítanme una confesión: leí sus lecciones inaugurales y
las de quienes los precedieron hasta los más remotos antecedentes. Las leí por
obligación, por deseo de hacer bien las cosas, o simplemente para engañar a mi
ansiedad. Ya que durante mucho tiempo intenté comprender lo que se esperaba
de mí. No buscaba inspiración. Me aseguraba simplemente que tendría la
paciencia, tal vez la audacia, seguramente la humildad para no equivocarme en
el momento que me tocaba enfrentar. Y he-te aquí que hoy, ante mí, vuelven en
cortejo todas las emociones que se manifiestan en estas circunstancias.
Estas son: el terror mezclado con una alegría feroz. El hecho de estar
irreductiblemente solo y de sentirse, sin embargo, acompañado. El deseo casi
animal de huir lo más lejos posible para no estar y, al mismo tiempo, las
palabras que llegan a sus oídos y que proponen que nos juntemos. Por supuesto,
el orgullo que a veces eleva y a veces aplasta. La vergüenza también, ante un
privilegio tan extravagante. La evidencia casi cómica del sentimiento de
indignidad, el pasado tan pesado que pesa como un techo que cae. Sí, todo esto
ya fue dicho cientos de veces, y sin embargo todo esto es rigurosamente cierto,
en primer lugar la reticencia para empezar.
No tomar la palabra pero prepararse para ser la fuente de donde emana el
discurso, dejándose envolver por él, atravesar “una sutil laguna, el punto de su
posible desaparición”3. Leo y releo estas páginas inolvidables de El orden del
discurso de Michel Foucault, comprendiendo que este orden es tanto más
imperioso cuanto que no tiene que enunciar sus mandatos. Las leo y releo
apasionadamente ya que encuentro una señal de alerta siempre actual, que
permite cubrirse de la violencia del decir, de no dejarse embriagar por el poder
injusto. “¿Pero, qué hay de tan peligroso en el hecho de que la gente hable, de
que sus discursos proliferen infinitamente? ¿En dónde está el peligro?” 4 En
dónde está el peligro: esta es la única pregunta válida el día de hoy, ya que exige
una respuesta que puede sorprendernos, herirnos, desagradarnos. Estos grandes
peligros son, al mismo tiempo, los que se anuncian a sí mismos ruidosamente y
aquellos que, más imperceptibles, podemos generar cuando queremos
prevenirlos.
La lección sobre la lección de Pierre Bourdieu puede leerse como una glosa
dolorosa de este pasaje. Ni cinismo ni pulsión suicida: el sociólogo creía
3
Michel Foucault, L’ordre du discours, Paris, Gallimard, 1971, p. 8.
4
Ibid., p. 10.

3
sinceramente que, rompiendo el encanto de la autoridad académica, no
debilitaría su régimen de verdad sino que, por el contrario, lo basaría en la
razón. Creía en “las virtudes liberadoras de lo que es, indudablemente, el menos
ilegítimo de los poderes simbólicos, el de la ciencia, en particular cuando toma
la forma de una ciencia de los poderes simbólicos” 5. Y si decía esto en este
lugar, es también y sobre todo, porque no consideraba que hubiera un homenaje
más digno para realizarle a una institución que se dedica enteramente a la
libertad, que tomarse, con ella, algunas libertades.
¿Dónde está el peligro? Probablemente, una gran parte de la obra de Roger
Chartier se sitúe en ese lugar de encuentro en donde reconoce lo que llama,
también en su lección inaugural, el “temor contradictorio [que] estaba presente
en la Europa Moderna – y [que] todavía nos atormenta. Por un lado, el horror
ante la proliferación incontrolada de escritos, el conjunto heterogéneo de libros
inútiles, el desorden del discurso. Por el otro, el temor a la pérdida, la falta, el
olvido”6. Nos encontramos en el ojo de la tormenta ya que cualquiera puede
percibir hoy en día que el temor toma dos formas igualmente ensordecedoras: el
de los cotilleos incesantes y el del gran silencio temeroso. Solo podemos
enfrentarlas mediante un conjuro compuesto de paciencia, trabajo, amistad,
invenciones, coraje – en síntesis un conjuro de inteligencias que encuentra su
forma en el orden de los libros cuya causa quiero defender. Leer es ejercitar la
gratitud. La que siento por Roger Chartier es tan profunda y sincera que solo
puede expresarse con las palabras que acabo de utilizar – trabajo, amistad
invención. Pero ¿cómo no agregar la de benevolencia, sin la cual la inteligencia
solo es una vil manía y la de generosidad que —como acaban de escucharlo—
caracteriza su manera de actuar y hablar?
Agradecer a sus protectores, presentar sus intenciones: tales eran, queridos
colegas, las dos tareas principales a las que ya se abocaban los primeros lectores
reales del siglo XVI en sus lecciones inaugurales. La manera en que las formas
antiguas del discurso ceremonial de la epideixis llegó hasta ellos constituye, en
sí misma, una ilustración de la voluntad humanista de la cual el Collège de
France continúa desde entonces renovando la búsqueda, la energía, la necesidad.
Al comienzo de 1534, Barthélémy Masson, llamado Latomus, designado en
la cátedra de elocuencia latina, pronunció su lección. Fue en el Collège Sainte-
Barbe, no lejos de acá –institución creada por Francisco Primero cuatro años
antes y que no tenía todavía un lugar propio. Guillaume Budé había querido, en
un primer momento, que fuera como una enciclopedia viva construida sobre las
“piedras vivas” de las palabras de sus maestros. Budé recomendó a Latomus al
Rey. Nacido en Arlon, en la provincia del Luxemburgo, Latomus dio clases en
Tréveris primero, luego en Colonia y, finalmente, en Lovaina, en donde conoció

5
Pierre Bourdieu, Leçon sur la leçon, Paris, Minuit, 1982, p. 56.
6
Roger Chartier, Écouter les morts avec les yeux, Paris, Collège de France/Fayard, 2008,
p. 67.

4
a Erasmo. Su lección inaugural de 1534 es la primera que yo conozca que se
conservó. Existe un único ejemplar en la biblioteca Mazarine, bajo el título de
Oratio de studiis humanitatis.
Latomus confiesa su temor a decepcionar y pide a sus amigos que lo ayuden
a no flaquear bajo el peso de las responsabilidades. “Por ello, mentiría yo,
querido auditorio, si pretendiera que ninguna timidez me invade”7. Tenía sus
razones: la tarea que lo aguardaba consistía, nada menos, que en sacar a la
humanidad de las tinieblas. Ya que ¿cuál es la historia que cuenta Latomus? La
del Renacimiento, tal como entonces se inventó y se exaltó. En su origen
estuvieron Atenas y Roma, que florecieron “no solo por el brillo de sus
inteligencias, sino también por la gloria de su imperio”. Sin embargo, y cito
nuevamente, “es sobre esta gran felicidad que cayó la tempestad escita, enemiga
de las letras, odiosa devastadora de todo lo que era bueno; y se produjo un
inmediato estrago no solo de las virtudes privadas en el corazón de los hombres,
sino también del imperio y su dominación”8.
Los hombres quedaron sumidos en la oscuridad de la Edad Media, in
tenebris, lo que constituye también un eclipse de la potencia. En la noche
teológica, algunos sabios avanzaron a tientas pero, como viajeros sin brújula, “se
hundieron en las ciénagas y los pantanos”. Desde el oeste, apareció una luz
repentina: “hace ochocientos años, si no me equivoco”. Era en el tiempo de
Carlomagno, nuevamente el imperio. En el pálido fuego de este renacimiento se
adivina lo que podría ser algo así como la Europa Occidental. “Un pequeño
arroyo de ciencia se desvió de sus fuentes italianas, casi secas por lo demás, se
dirigió hacia Francia y desde ahí se expandió en poco tiempo en las regiones
aledañas”.
Brillo efímero, falso comienzo: las tinieblas se impusieron nuevamente,
salvo algunos destellos breves e intermitentes de renacimiento. En general, “en
numerosos lugares, los hombres vivían de manera salvaje y terrible” 9. Pero no es
lo que ocurre en su época. At nunc paucisannis, comenta ardorosamente
Latomus. Hoy, desde hace algunos pocos años, todo se reestableció, restauró,
purificó y fortaleció. Y esto, nos dice, para la mayor gloria del Estado.
Reconocemos en este discurso esta famosa retórica de la separación de los
tiempos que, en un mismo movimiento, inventa dos períodos que separa: Edad
Media y Renacimiento. Pero también nos muestra cómo la leyenda de la
fundación del Collège de France está íntimamente ligada a este mismo gesto.
Por eso podría resultar sacrílego juntar en estos muros aquello que el
humanismo separó. Ocurre que hay pocas instituciones que mezclan, de manera
tan inextricable como esta, recuerdos, ficciones y creencias —para retomar el

7
Latomus, Deux discours inauguraux, éd. et trad. Louis Bakelants, Bruxelles, Latomus, revue
d’études latines, 1951 (traducción ligeramente modifcada), p. 20.
8
Ibid., p. 28.
9
Ibid., p. 30.

5
exacto título del primer curso que voy a dar este año. Al confrontar este poder
imaginario con una historia de los poderes, se percibe una crónica mucho más
contrastada que la de una fundación frágil e incierta. No existe un comienzo aquí
sino una sucesión incierta de comienzos que llegan hasta los años 60 del siglo
XVI.
Seguramente ninguno de ellos que tenga la claridad acidulada de los grandes
frescos pintados en la época de la Restauración. Así, este cuadro de Guillaume
Guillon de 1824 recibe aquí mismo a los nuevos profesores en la sala de la
Asamblea con una de las más impúdicas mentiras históricas. En la obra se ve la
imponente figura del Rey fundador Francisco Primero bien acompañado, ya que
está presente el mismísimo Leonardo da Vinci —ciertamente un poco pálido—
once años después de muerto. Contemplando el cuadro se comprende la
dificultad que tienen los historiadores del Renacimiento —desde el momento en
que se definen a sí mismos como historiadores del Renacimiento— para escapar
del asfixiante encierro de Ambrosio o de Leonardo, espectro indestructible este,
que no termina de agonizar en los brazos de Francisco Primero. Sin embargo,
ellos saben que lo que encuentra refugio en París es el sueño humanista europeo,
que comenzó en Alcalá, Lovaina, Oxford, Roma pero también en Milán, así
como saben que los teólogos de la Sorbona, dirigidos por el Decano Noël
Bédier, no eran los infames oscurantista que se dijo.
Pero nada se pude hacer, Michelet pasó por ahí; el Renacimiento existe
porque lo inventó. Solo existe como creación poética. En ese sentido, es
incontestable. Es muy difícil que la historia, en tanto literatura, llegue a ese
punto de invulnerabilidad. Pero cuando lo alcanza, la historia como discurso
erudito y comprometido, no puede nada contra ella. Nadie puede negar que
Michelet relanzó hasta nuestros días el Renacimiento y nadie puede salirse de
los términos en los que lo hizo. Lo que se puede hacer es describirlo
detalladamente. Antes de encontrar en Italia su patria y en el siglo su trama, el
“Eterno Renacimiento” fue para esta pluma infatigable, un movimiento del
espíritu que no dejó de cortejar la autoridad del pasado buscando tras de sí
edades de oro —lo que es, como sabemos, un rasgo general que los modernos
adjudican con liberalidad al período medieval.
Pero ¿de qué Edad Media hablamos? La que Michelet describía en su
lección de 1838 juntaba en un mismo movimiento la escolástica del siglo XII y
el humanismo del siglo XVI. De Abelardo a Pedro de la Ramée se despliega, en
sus propias palabras, la gran aventura del “examen libre” 10. La historia de la
filosofía medieval actual no desmentiría esta cronología, así como no pondría en
duda el poder emancipatorio de la razón escolástica.
Cuando se lo designa en 1551 en la cátedra de Matemática y Filosofía
Griega, Pierre de la Ramée, llamado Ramus, nacido en una humilde familia de
10
Jules Michelet, « Leçon d’ouverture… », op. cit.,p. 87 (retomado en Pierre Toubert et
Michel Zinkdir., Moyen Âge et Renaissance au Collège de France, op. cit., p. 45).

6
campesinos cerca de Noyon, que llegó a París como doméstico de un alumno de
Collège de Navarre, se transforma en un combatiente indomable que se ensaña
con el corpus aristotélico. “Cuando Ramus instruía a la juventud era un hombre
de Estado”11, escribió sobre él Etienne Pasquier, que fue su admirativo oyente.
También impartió él su lección inaugural el 24 de agosto de 1551. Se la publicó
precedida de una dedicatoria al Cardenal de Lorena que precisaba que “fue
pronunciada en medio de una afluencia de público tan grande que muchas
personas, casi asfixiadas, tuvieron que ser llevadas fuera de la sala e incluso el
orador sufrió un ataque de tos por el calor y casi se asfixia 12. Notemos que, en
cualquier caso, con Pierre de la Ramée, la historia del Collège de France no
inaugura ninguna etapa fundadora, pero se sitúa en el punto en que se plasma
una parte importante de la historia.
En función de lo dicho, se entiende mejor por qué el título de la cátedra que
defiendo aquí se sitúa a una distancia respetuosa de estos dos cronónimos: Edad
Media y Renacimiento. Su tradición es tan ilustre en el Collège de France que
obliga, inevitablemente, a los que la aceptan a retomar como propia la poderosa
narración que genera. Sin embargo, la historia también puede ser el arte de las
discontinuidades. Pero, al desbaratar el orden impuesto de las cronologías, se
puede volver desconcertante. Perturba las genealogías, inquieta a las identidades
y abre intervalos de tiempo en donde el devenir histórico retoma su derecho a la
incertidumbre, volviéndose acogedor para la inteligibilidad del presente.
Voy a referirme, entonces, a partir de ahora a “siglos XIII a XVI”. Pero, es
de señalar, que nada comienza realmente en el siglo XIII ni culmina en el XVI.
Un período es un tiempo que uno se atribuye. Se lo puede llenar a voluntad,
desbordarlo y desplazarlo. No existe ninguna obligación de darle una existencia
autónoma, fronteras y vida propia. No se trata de una cosa que habría que ubicar
en una seguidilla de otras y defenderla contra aquellas, evidentemente hostiles,
que la preceden o la perimen. Ya que el tiempo no es un pasaje obligado de un
devenir con una orientación que, al superarse, volvería caducas las formas
antiguas. Es el pasado acumulado de la arqueología, compuesto de capas
siempre activas que sirven, en resumen, para comprender el hecho político
actual.
Si bien renunciamos al poder de darle un nombre, por lo menos podemos
tratar de describir el período de la historia que consideramos en lo que a los
poderes se refiere. Esta etapa se sitúa por fuera de lo que los historiadores
medievales llaman actualmente la ruptura gregoriana. Al describirla, el estilo de
los autores se torna menos afilado que cuando tratan de dividir la historia entre
un antes y un después del año mil: este corte no toma la forma de una incisión

11
Etienne Pasquier, Recherches sur la France, cité par Charles Waddington, Ramus (Pierre
de la Ramée). Sa vie, ses écrits, ses opinions, Paris, 1855, p. 82.
12
Cité par Abel Lefranc, Histoire du Collège de France depuis ses origines jusqu’à la fin du
premier empire, Paris, Hachette, 1893, p. 210.

7
clara, sino un trazo espeso, tan espeso que se amplía hasta abarcar un siglo – el
XII.
Seamos claros: lo que la historiografía tradicional llamaba la “Reforma
Gregoriana” no es solo un hecho propio de la historia religiosa relativo a la
defensa de los bienes materiales y de las prerrogativas espirituales de la Iglesia.
Es una redistribución global de todos los poderes, un reordenamiento del mundo
alrededor del dominum eclesiástico. El conjunto se basa en una nueva doctrina
sacramental, que resuelve la querella eucarística en un sentido realista: a partir
de entonces, es la eficacia del sacramento (su puesta en práctica por los
religiosos, su recepción por los laicos) lo que funda la pertenencia a la ecclesia.
Esta institucionalización supone, entonces, un acto de separación: la
exclusión de los judíos, los infieles, los heréticos, en fin, de todos aquellos que
el discurso eclesiástico confunde en una misma reprobación porque no creen en
la validez de los sacramentos de la Iglesia, y por ende, del status de los
sacerdotes. Esta constituye la otra separación, que hace de la oposición entre los
sacerdotes y los laicos no solo una distinción funcional de ordo sino una
diferencia esencial de genus, definida por dos formas de vida, una terrestre y la
otra celestial. En esencia, la distinción remite al sexo, al dinero o, dicho en otras
palabras, a las potencialidades del cuerpo. “Según sus dos maneras de vivir —
escribe Hugues de Saint-Victor en su De sacramentis Christianae fidei— existen
dos pueblos, y en estos pueblos dos poderes”13.
Autorictas y potestas: desde el momento en que la autoridad eclesiástica se
espiritualiza, el señorío de los laicos se seculariza, liquidando en ambos casos el
antiguo cristianismo imperial y monástico heredado del Imperio Romano
Cristiano. Los Reformadores del siglo XVI no se equivocan cuando atacan
enérgicamente estas innovaciones que juzgan contrarias al mensaje evangélico.
Por ello, por ecclesia hay que entender no solo la Iglesia, sino también su
capacidad para imponerse como una institución total. Transforma al cristianismo
no solo en una religión sino en una estructura antropológica englobante y al
Gobierno de la Iglesia en una realidad coextensiva a la sociedad en su conjunto.
¿Quién puede dudar en la actualidad de lo siniestras que son las ideologías
de la separación? ¿Quién no entiende los efectos desastrosos de una visión
religiosa del mundo en donde a cada uno se le asigna una identidad definida por
esencia? Al actualizar esta genealogía del regimen, el arte de gobernar a los
hombres, los historiadores echaron luz sobre el carácter sombrío y cruel de lo
que constituye todavía hoy nuestra modernidad. Se adivina un núcleo
irreductible, que podríamos fácilmente llamar el enigma de lo teológico-político.
Es lo que caracteriza a la historia occidental, su base inasimilable, ya que

13
Hugues de Saint-Victor, De sacramentisChristianaefidei, II, 2.4 (éd. PL, 176, 418), cité par
Florian Mazel, « Pour une redéfinition de la réforme “grégorienne”. Éléments
d’introduction », Cahiers de Fanjeaux, 48, 2013 (« La réforme “grégorienne” dans le Midi
(milieu XIe-début XIIIe siècle »), p. 9-38 : p. 21.

8
todavía somos deudores (lo queramos o no, lo sepamos o no) de esta larga
historia que hizo del sacramento eucarístico la metáfora activa de toda
organización social.
Basándose en la teología de la encarnación, el enigma informa e impone lo
implícito de una teoría de la representación, comprendida tanto en su sentido
figurativo (como actúan las imágenes para volver presente la ausencia) como
político (como se organizan las instituciones para delegar el poder de las
comunidades inhallables a sus representantes). En este sentido, se separa de las
religiones de la teofanía que, como por ejemplo el Islam, conforman su teología
de las imágenes y su teoría del poder con otra modalidad de la manifestación de
lo divino: la pura presencia. Nos encontramos aquí en el punto nodal de la
ruptura teológico-política occidental, que es, como ya dije, un acto de
separación.
A falta de grandes relatos que expliquen el mundo —como era el caso en la
época medieval del paradigma feudal— los historiadores no deben, por ello,
dejarse fascinar por las teorías del ecclesia y del dominium. Su esfuerzo
colectivo consistió, desde hace dos décadas, en resolver las viejas querellas de
periodización interna para articular varias transformaciones sociales alrededor
de un eje central, que se puede llamar gregoriano, y que abarca un largo siglo
XII. Se superponen otras sinuosidades, en particular aquellas, muy concretas, de
la territorialización de las relaciones de poder que acompañan un cambio
profundo en la fisionomía arqueológica urbana, en la vida social de los objetos,
en la historia de la organización del medio. La prueba por medio de lo real tiene
que permitir armonizar las cronologías económicas, políticas, sociales y
arqueológicas –lo que constituye sin dudas el gran cantero colectivo que aguarda
a los historiadores.
¿Cómo no señalar en esta ocasión la deuda colectiva que tienen y que tengo,
con Pierre Toubert? Apoyándose en el concepto de renacimiento del siglo XII en
el que, señalaba, “el carácter europeo es enceguecedor”, propuso en este mismo
recinto una visión dinámica y abierta del Occidente Mediterráneo, interesándose
en la historia de este período en que la “frontera de equilibrio” con el Islam no
se había todavía consolidado en “frontera de conquista” 14. Al llevar a su Edad
Media a la frontera, cumplía con la promesa de la historia total que debe ser
retomada hoy en día.
La ambición gregoriana no debe, entonces, confundirse con la realidad
política de las sociedades europeas de la Edad Media. Estas se caracterizan,
desde el siglo XIII, por una oposición firme y multiforme a la dominación de la
ecclesia, de la que la gran confrontación entre la monarquía administrativa de
Felipe el Hermoso y la teocracia pontificia de Bonifacio VIII solo constituye

14
Pierre Toubert, Leçon inaugurale faite le vendredi 19 mars 1993, Paris, Collège de France,
1993 (n°119), p. 7 et p. 17 (retomado en Pierre Toubert et Michel Zinkdir.,Moyen Âge et
Renaissance au Collège de France, op. cit., p. 563-576 : p. 564 et p. 569).

9
uno de los más espectaculares episodios. Sin embargo, ¿cuál es el objeto de la
confrontación? Es precisamente la capacidad de los laicos para apropiarse de los
instrumentos del poder simbólico de los que la Iglesia intenta defender su
monopolio y fracasa.
Ello explica por qué desde hace unos diez años los historiadores que intentan
comprender la genealogía medieval de la gobernabilidad moderna cambiaron el
foco de atención. En un primer momento, sus esfuerzos se centraron en describir
el engranaje estatal: la situación de guerra genera la necesidad de un ejército
permanente, y por consiguiente, de un impuesto para financiarlo. Esto, a su vez,
supone asambleas representativas que los justifiquen. Al cambiar el foco hacia la
comprensión de los poderes simbólicos que vuelven posible y pensable estas
mutaciones, ¿puede decirse que los historiadores caen en una fuga hacia delante
en el idealismo? No lo creo. Por haber tenido la suerte de participar de este
cambio historiográfico al lado de su infatigable promotor, Jean-Philippe Genet,
sé que los efectos del poder simbólico pueden ser cualquier cosa menos
simbólicos: consisten en compartir un modo de pensar, valores, imágenes e
voluntades que podríamos llamar imaginario, que adquiere una existencia
concreta desde el momento que se vuelve socialmente tangible.
Es en este sentido que la historia de los poderes que proponemos tiene su
origen en la revolución simbólica iniciada por la Iglesia, pero apropiada,
posteriormente, por los poderes laicos. Podemos enumerar sus principales
manifestaciones: auge de las instituciones escolares y revolución de los métodos
de enseñanza; desarrollo conjunto de los procedimientos cognitivos de
construcción contradictoria de la verdad en el ámbito del derecho y la teología;
difusión de la cultura escrita, progreso del registro documental y promoción de
los idiomas vernáculos; diversificación de la función de las imágenes y nueva
división de lo sensible por medio de una jerarquización del conjunto del sistema
de comunicación. Todas ellas son transformaciones lentas que surgen mucho
antes pero que solo obtienen su plena eficacia social en el siglo XIII, en un
contexto de diversidad y de competencia entre los poderes.
Debemos decirlo claramente: el programa gregoriano fracasó. El papa se
reivindicaba como doctor veritatis pero su Iglesia no lo era y se encontraba
atravesada por tensiones y relaciones de fuerza. La verdad que produce recorre
el mundo, el vasto mundo de la unidad de los saberes arabo-latinos. La scientia
y la ratio de los doctores se apropian de esta exigencia carente de verdad, la
retoman, le dan nuevamente vida por medio del debate y de la discusión, y de
este modo la vuelven profusa y diversa, inventiva, abierta. La razón escolástica
es, en síntesis, lo contrario a esta fe desnuda y obtusa con la que deliran
actualmente los fundamentalistas. Y aquí se mezcla entre el Sacerdotium y el
Regnum el tercer poder del Studium.
Lo que se observa en el campo intelectual es también válido en todos
aquellos ámbitos en donde se insinúa el poder. Por ello, Europa Occidental

10
ingresa en el paso del siglo XII al XIII en un nuevo período de su historia que
algunos autores calificaron de “segunda Edad Media” y que, en todo caso,
constituye una “pequeña larga Edad Media” llegando, como veremos, hasta bien
entrado el siglo XVI. Indudablemente, se trata de otra Edad Media en el sentido
que le da Jacques Le Goff, alegre maestro en el arte de la desperiodización,
porque es el tiempo del crecimiento urbano, de la experiencia comunal y del
desafío laico. Se abre generosamente con el Banquete del Dante, que no reserva
únicamente a los clérigos el festín del “pan de los ángeles”, sino que pone la
mesa para todos aquellos que tienen hambre de saber en “este mundo que va
mal”15. En síntesis, es el tiempo de las experimentaciones políticas que,
claramente, no pueden reducirse a la genealogía disciplinadamente ordenada de
las soberanías, las formaciones territoriales y las construcciones estatales.
Un tiempo político, entonces, de vuelta de las ilusiones teocráticas en el que
se permiten experiencias de lo posible. Pero ¿qué designa acá lo político?
“Tendríamos mucho para decir sobre la palabra ‘político’. ¿Por qué hacer de
ella, fatalmente, el sinónimo de lo superficial?”. Marc Bloch escribía estas líneas
en 1944. Era en la reseña de un libro, dicho sea al pasar bastante mediocre, sobre
la Italia Medieval, en los Mélanges d’histoire sociale [Temas de historia social]
que era el nombre dado a la revista de los Annales durante la ocupación alemana
de Francia. Había continuado con la escritura de reseñas, con humildad,
obstinadamente, como pequeñas victorias de la probidad que, él lo sabía mejor
que nadie, no evitan los grandes desastres pero permiten al menos mantener
intacto el buen nombre del ser humano. Lo hacía generalmente bajo el
seudónimo de “M. Fougères”. Cuando apareció la sexta entrega de los Mélanges
d’histoire sociale, sus noticias tuvieron la firma Bloch. Aparece a la luz porque
ya está muerto. Veamos entonces, en qué se transforma uno de los primeros
textos póstumos de Marc Bloch. Describe a la perfección lo que podría ser una
historia de los poderes que devolviera su profundidad a la palabra política: “una
historia centrada […] en la evolución de los modos de gobierno y el destino de
los grupos gobernados” que procure “entender, desde adentro, los hechos que
eligió como objeto propio de sus observaciones”16.
Este tipo de historia social no se limita a las formas culturales de la
dominación. Cierto es que toma en serio la fuerza instituyente del derecho y la
producción social del Estado. Sin embargo, busca menos analizar las doctrinas o
describir los aparatos de gobierno que comprender “desde adentro”, nos dice
Marc Bloch, los hechos y objetos en donde el poder se expresa y se ejerce. Ya
que lo propio del poder, escribe Michel Foucault en Vigilar y Castigar, es
producir una realidad. “De hecho, el poder produce; produce realidad; produce

15
Dante, Banquet, 1, 1, éd. et trad. Christian Bec dans Œuvres complètes, Paris, Livre de
poche, 1996, p. 184.
16
Marc Bloch, reseña del libro de Roberto Cessi, La vicendepolitichedell’Italiamedievale, I,
La crisiimperiale, Padoue, 1938, Mélanges d’histoire sociale, VI, 1944, p. 120.

11
ámbitos de objetos y rituales de verdad. El individuo y el conocimiento que
podemos obtener derivan de esta producción” 17.
Por ello, al visualizar la antropología política de estos objetos como una
fenomenología práctica de lo que Maquiavelo llamaba la “verdad efectiva de la
cosa”, es como si nos dirigiéramos hacia los grandes muros en donde se cuelgan
los efectos del buen y mal gobierno figurados por Ambrogio Lorenzetti en el
Palacio Público de Siena en 1338. Ahí donde el poder se muestra más elocuente,
dado que hace aparecer en una pintura lo que espera y lo que teme, pero también
ahí donde la vida se vuelve más vibrante, llevándonos y tomándonos.
Todo poder es el poder de generar relato. Esto no significa únicamente que
se hace amar y comprender por medio de ficciones jurídicas, fábulas o intrigas;
esto significa, más profundamente, que solo se vuelve plenamente eficiente a
partir del momento en el que sabe cómo reorientar las narraciones de vida de los
que dirige. Pero, al mismo tiempo, expone de manera inteligible lo que —al
atravesarnos de tantas imposiciones— puede también liberarnos de las
determinaciones.
Estas nuevas formas de gobernamentalidad se aprecian en las
configuraciones monumentales de las ciudades medievales. Son legibles en sus
programas de pintura política o de escultura funeraria; son tangibles en las
apropiaciones sociales que le dan sentido. Son activas y creadoras, ya que
existen actos de imágenes como hay actos de lenguaje, y en este sentido su
poder es también el de la eficacia del signo. Están en el centro de la revolución
simbólica que moviliza la historia de los poderes, al menos hasta el siglo XVI,
momento en el que por los efectos conjuntos de la familiaridad creciente con la
cultura escrita y de la imprenta, se difunde de manera incontrolable la voracidad
por los relatos.
Es por ello que me parece necesario acompañar esta historia, no hasta su
conclusión —nunca termina del todo sino en su propia contemporaneidad—
sino, al menos, hasta el umbral que producen los efectos diferidos de la
revolución de la imprenta. No por el pequeño placer tonto de robar a los
modernistas un poco de la vanidad ligada a la palabra mágica de Renacimiento,
sino por el contrario para aliviarlos de lo que la idea misma de modernidad tiene
actualmente de desencantamiento.
Se trata, sintéticamente, de la gravedad que Fernand Braudel cargaba sobre
la historia que, lo cito, “se encuentra actualmente ante responsabilidades
temibles pero también exaltantes”18. Estas son las primeras palabras de su
lección inaugural en 1950. Cuando las releemos hoy en día, quedamos
impresionados por esta descripción de la inquietud de su tiempo, tanto más
17
Michel Foucault, Surveiller et punir. Naissance de la prison, Paris, Gallimard, 1975, p. 196.
18
Fernand Braudel, Leçon inaugurale faite le vendredi 1er décembre 1950, Paris, Collège de
France, 1951 (n°4), p. 5 (repris dans Pierre Toubert et Michel Zinkdir.,Moyen Âge et
Renaissance au Collège de France, op. cit., p. 413-425 : p. 413).

12
impresionados cuanto que, indudablemente, sirve como espejo invertido del
nuestro: la guerra lo persigue, pero la guerra pasó, mientras que se abre ante él la
energía salvaje, el optimismo devorador de la expansión de las ciencias del
hombre.
Sin embargo, su lección termina de manera crepuscular sobre “el anochecer
del siglo XVI”, concluyendo con estas palabras: “Lucien Febvre tiene la
costumbre de referirse como tristes hombres a los posteriores a 1560. Tristes
hombres, sí, indudablemente, estos hombres expuestos a todos los golpes, a
todas las sorpresas, a todas las traiciones de otros hombres y de la suerte, a todas
las angustias, a todas las revueltas inútiles…alrededor de ellos y en ellos
mismos, tantas guerras inexpiables…¡desgraciadamente! Estos tristes hombres
se nos parecen como si fueran nuestros hermanos”19.
¿Y en última instancia por qué se nos parecerían estos hombres que vieron
como se quebraba en ellos el gran sueño erasmiano? ¿Sería por haber ingresado
en ese tiempo de enfrentamientos que llamamos las Guerras de Religión? Las
evidencias pueden ser tan engañosas como falsamente cristalino es el período
que la nombra. Ya que si bien existe actualmente consenso entre los
historiadores para reconocer el rol determinante de la excitación escatológica en
el desencadenamiento de las violencias, todos no se resignan a limitar su
explicación a las causas religiosas. En el último tercio del siglo XVI —en
particular en Francia pero no solo en ella— lo que caracteriza a estas sociedades
confrontadas a los desafíos del pluralismo religioso y, por consiguiente, a la
necesidad de una forma de autonomización de la razón política, es claramente la
desestabilización profunda de sus identidades colectivas. Entran entonces en un
estado incierto en donde la guerra y la paz llegan al punto de no ser
distinguibles.
Llamarla guerra civil tiene el gran mérito de articularla a una historia más
larga. Piénsese por ejemplo, a los conflictos franco-ingleses de los siglos XIV y
XV, tradicionalmente interpretados como una querella feudal que se descarrila y
desemboca en un enfrentamiento nacional. En este caso, también es fecundo
alejarlos de las categorías demasiado majestuosas (acá las religiones, allá las
naciones) para describirlas simplemente como una guerra civil que se extiende
rápidamente a la totalidad de Europa.
Existe, sin embargo un detalle que debe tomarse en cuenta: la que comienza
en la década de 1560 genera nuevas formas de violencia política, como las
ejecuciones en masa de civiles desarmados que recibieron en nombre de
masacres. La de la San Bartolomé, el 24 de agosto de 1572, produjo la muerte de
Pierre de la Ramée, el filósofo indignado del que hablé precedentemente, lo que
produce otra fecha, más sombría sin duda, pero tal vez más cierta, a la
indeterminada fundación del Collège de France.

19
Ibid., p. 30 (Ibid., p. 425).

13
Desdibujamiento del gobierno pastoral, constitución de la razón de Estado:
existen muchas maneras de nombrar este cambio, más profundo me parece, y
más lleno de consecuencias para la idea que podemos hacernos de nuestra
modernidad. Pero todas se relacionan seguramente con la historia de los
poderes. Seguirla desde la Tempestad de Giorgione hasta Shakespeare,
conducirla desde los Ensayos de Montaigne hasta los tiempos del Quijote, y
entender a todos estos “tristes hombres posteriores a 1560”, es una manera de
entender por qué, desde entonces, nacemos desequilibrados, estremecidos,
intranquilos.
Lo que intento entender es por qué esta falla tan íntima es, al mismo tiempo,
una herida tan antigua: es la cicatriz que dejó en nosotros la historia y, en
particular esta historia, la de la ampliación del mundo en el siglo XV. Ya que es
precisamente eso lo que vehicula la admirable descripción de Montaigne de la
antropofagia de los Indios de Brasil. En ella apela a toda su comprensión
etnográfica posible para desprenderse de los prejuicios, comparar, relativizar —
lo que supone admitir que uno es siempre el otro de alguien. Sin embargo, no
renuncia por ello a la apuesta de lo universal: “Podemos entonces llamarlos
bárbaros, con respecto a las reglas de la razón, pero no con respecto a nosotros
que los superamos en toda clase de barbaries”20.
¿Quién es ese nosotros? En él no se vislumbra ninguna emoción de
pertenencia. Si se encuentra actualmente herido y fragilizado por la deplorable
regresión identitaria que impregna nuestro mundo contemporáneo, es porque nos
alejamos de lo que constituye el legado más precioso de su historia: algo así
como el mal de Europa. Esto es, el sentimiento vivo de la inquietud de estar en
un mundo que constituye el resorte poderoso de su grandeza y de su
insatisfacción. No corresponde estar orgulloso ni tener vergüenza.
Reconozcámosle, por lo menos, lo que lleva en sí mismo como deseo de
conocimiento. Comparar, compararse. Esto permite a Montaigne abjurar de sus
propias creencias, en particular aquella que resulta siempre la más tenaz, ya que
se esconde en el ángulo muerto de la representación, esto es lo evidente de
nuestro propio punto de vista. Al desplazarlo, al hacer de la escritura el lugar del
otro, se realiza el gesto humanista por excelencia.
En tal sentido, no es falso afirmar que el Collège de France, como
institución, prácticamente jamás dejó de querer reiterar este gesto. Como
ejemplo podemos referirnos al movimiento mismo de los títulos de las cátedras
de las ciencias del hombre en el siglo XIX: el motivo comparatista está
omnipresente, aplicado a las gramáticas, los lenguajes, las literaturas, las
civilizaciones. Al plantear la comprensión de las sociedades ajenas en el corazón
de su proyecto, la comparación permite, frente a la sociología, poner en práctica

20
Michel de Montaigne, « Des cannibales » (Les Essais, I, 31), éd. Frank Lestringant, Le
Brésil de Montaigne. Le Nouveau Monde des “Essais” (1580-1592), Paris, Chandeigne, 2005,
p. 110).

14
experiencias de pensamiento en ausencia de experimentación verdadera. En tal
sentido, cualquier historia de los poderes implícitamente no puede ser más que
una historia comparada de los poderes.
Si el título de la cátedra de la que a partir de ahora voy a tratar de estar a la
altura se refiere a Europa Occidental, es solo para mostrar las fronteras de mi
incompetencia. Tanto en el caso de los espacios como en el de los períodos, no
corresponde hacerlos aparecer como elementos justos y necesarios para ocultar
únicamente que se desconocen los restantes.
El territorio de la Italia urbana no es demasiado incómodo para la historia
que va a ocuparme, por lo menos como punto de partida. En primer lugar,
porque constituye uno de los laboratorios de la modernidad política europea
desde el siglo XIII, en particular en la organización social de los poderes
simbólicos. Por otro lado, porque reconocemos mejor actualmente, gracias en
particular al desarrollo de la historiografía italiana, esta pluralidad de lenguajes
políticos —de origen cívico, pero también aristocrático, comunitario o faccioso
— que teje en los siglos XIV y XV el carácter heterogéneo y, finalmente
eminentemente contractual, de sus construcciones institucionales. Finalmente,
porque con el contragolpe de las Guerras de Italia, la Europa del siglo XVI se
transforma en una Italia ampliada. Describirla de esta manera permite, por lo
menos, escapar a lo que Pierre Bourdieu llamaba en su curso Sobre el Estado “el
efecto del destino de lo posible realizado” 21, esto es la lenta construcción estatal
de las identidades nacionales que es, de hecho, eminentemente resistible y
siempre reversible.
Desde el momento se realiza un estudio de carácter amplio, esta historia
permite disipar la ilusión retrospectiva de las continuidades. De la conexión en
el siglo XIII de los espacios del Antiguo mundo hasta la captura del Nuevo
Mundo en el siglo XVI, su marco de inteligibilidad solo puede ser global. Sin
embargo, sabemos bien que en la escala euroasiática, incluyendo a África, el
ritmo del mundo late a la cadencia de un metrónomo que nadie conoce
realmente, pero del que nadie puede ignorar totalmente su existencia, ya que se
encuentra en algún lugar de China. Se trata, por consiguiente, menos de
parroquializar Europa que de desanclarla de sus países o desubicarla –esto es,
últimamente, volverla extraña.
Sería necesario poder describirla como una geografía árabe. Al-Idrisi
escribió a mediados del siglo XII, en Palermo, para el Rey Roger II de Sicilia El
libro de cortesía de aquel que desea atravesar las regiones. El mundo habitado
se organiza en climas, bandas longitudinales que se estiran de oeste a este y se
escalonan de norte a sur. El cuarto es el más propicio para la civilización porque
es central y templado. Es el del dominio del Islam, pero también la franja

21
Pierre Bourdieu, Sur l’État. Cours du Collège de France (1989-1992), éd. Patrick
Champagne, Rémi Lenoir, Franck Poupeau et Marie-Christine Rivière, Paris, Raisons
d’agir/Seuil, 2012, p. 219 (cours du 24 janvier 1991).

15
mediterránea de Europa, con islas desperdigadas que llevan por nombre
Mallorca, Cerdeña, Sicilia, Creta y Chipre. Los quinto, sexto y séptimo climas
bordean el mar aledaño y penetran en las franjas septentrionales del mundo frío.
Idrisi nombra ciudades, rutas, ríos, describe la calidad de las aguas, la
estrechez de los pasajes, la abundancia de culturas. Si Europa, de esta forma,
consigue irrumpir en la geografía árabe, es porque este viajero inmóvil, príncipe
y sabio, puede movilizar, además de los recursos administrativos del palacio de
Palermo, las narraciones de los mercaderes y de los navegantes. Se adivina el
mundo visto por los contrabandistas y los traductores, las comunidades de
mercaderes y las diásporas judías, este mundo de tiendas, de transacciones, de
confianza de largo alcance. El poder se posee menos de lo que se ejerce, ahí en
donde se unen los núcleos de las redes de intercambio y en donde se puede
operar la extracción. Tal es el basamento real de los poderes en la Europa
Occidental, muy lejos de las cartulinas coloreadas de los mapas de nuestra
infancia. ¿Y qué orgullo desubicado podría herir yo diciendo que esta Europa
Occidental solo se integraba al mundo como lo que era: una periferia del
Imperio Islámico?
Cuando Ibn Jaldún retoma a fines del siglo XIV la descripción de Idris en la
Muqaddima, una introducción a su historia universal, es justamente para intentar
entender lo que hizo desviar el curso de esta extraña Europa de la historia
impávida de los imperios. Ya que, en definitiva, del siglo XIII al XVI, de la
expansión mongol a las conquistas otomanas ¿quién puede dudar que la forma
imperial domina entonces la historia del mundo? Hace falta tener los ojos fijos
en el destino todavía muy estrecho de algunas monarquías nacionales, para no
entender que en variados lugares del antiguo mundo, en particular en Europa, se
abre la potencialidad de un futuro imperial. Algunos se realizan en parte, como
es el caso de los países germánicos de Europa Central, en los territorios de los
Angevinos y de los Plantagenet, pero también en Sicilia, en Aragón, en Castilla,
y poco faltó para que construcciones estatales que se piensa de manera
equivocada que providencialmente estaban destinadas a la forma nacional, como
el reino de Francia, no hayan cedido en el siglo XVI a la tentación imperial.
La historia, también, puede hacer justicia a los futuros no realizados, las
potencialidades abortadas. Esto es lo que significa desanclar la historia de los
países europeos. El continente describió el mundo haciendo el inventario de lo
que le falta. Pero ¿cuál es la falta de Europa en un mundo de imperios? ¿en
dónde se encuentra el curso aberrante de su devenir? Invirtiendo la carga de lo
familiar y lo extraño contribuimos entonces a desorientar las certezas que pasan
lo más inocentemente desapercibidas. Nos encontramos en esta historia como se
encontraban los misioneros y exploradores del tiempo de San Luis que partieron
tan lejos en su conocimiento del este que hacen de sus narraciones de viaje
ilustraciones de desconcierto. Siguiendo el más fuerte camino del imaginario
europeo, la de todos los Romances de Alexandre, se dirigían heroicamente hacia

16
su curiosidad, renunciando a este arte de no dejarse nunca sorprender que
también caracteriza al espíritu del viaje. Ya que, como lo enseño, Gilbert
Dagron, a cuya memoria quiero rendir homenaje, oriente es siempre una
dirección mientras que occidente es siempre un tope. Hizo falta renunciar a esta
dirección y girar hacia el Atlántico para que los “tristes hombres” del siglo XVI
le den un sentido a la idea de Europa Occidental. No lo tenía previamente, salvo
el sentido común de Magreb que es para los geógrafos árabes el lado del
poniente y de los malos augurios.
Esta fascinación por la fatalidad lleva en ella el riesgo de un odio de sí
mismo infectado de rencor. Al adquirir un carácter invivible, se relaja fácilmente
en la designación de pueblos blanco, encargados de llevar el fardo de nuestro
propio rechazo. El horror del pensamiento de los modernos viene de ahí.
Hamlet, príncipe de los últimos días, rey de una Edad Media que permaneció en
los bordes de un extremo Occidente, obsesionado por este tiempo en tan mal
estado que salió de sus causes, termina por exclamarse: “Yo amaba a Ofelia”.
Pero lo dice ante la tumba de la amada. Yves Bonnefoy lo dijo: el “demasiado
tarde” de Hamlet es el “demasiado tarde” de Occidente. Existe siempre un
pleonasmo algo cómico cuando se habla de la decadencia de Occidente ya que
su nombre no se refiere a otra cosa que los países de la noche que llega. La
noche, sí, y el poeta precisa: “no más la gran noche respirante, clara, de la
naturaleza, no más el cielo estrellado, pero la opacidad incluso en el día, el
negro absoluto en el cual ocurre que los andamios se caigan”22.
A veces se dice, en un lenguaje mucho más prosaico: sería una lástima que
yo cortara el ambiente que se vive. Para mí, sería una gran lástima no hacerlo
cada tanto. Un historiador que no supiera mostrarse horripilante practicaría una
disciplina amable y sabia, sin duda agradable para los curiosos y los letrados,
pero ineficaz en términos de emancipación crítica. Aquellos que tomaran el
riesgo de no arriesgarse, permaneciendo confortablemente en la certeza muda de
las instituciones, aquellos que entraran en el juego sin la voluntad de jugar por
ellos mismos, todos ellos adquirirían sin duda todos beneficios del espíritu serio,
pero es toda su disciplina la que no tomarían en serio. Finalmente, desearía decir
algunas palabras, queridos amigos, sobre la forma en que pienso honrar esta
manera de actuar.
En 1985, el 21 de noviembre caía jueves. El jueves era el día en que Georges
Duby daba clases en esta casa. Tenía veintiún años, y entré aquí por primera
vez. Por otro lado, no sabía todavía que se trataba de una casa, lo que hoy sé
gracias a que conocí el compromiso de todos aquellos que aquí trabajan. Ya tuve
la ocasión de contar ese momento en el que me encontré con una voz. Duby
hablaba. Dirigía la palabra, la acompañaba para que viniera a ubicarse, situada
justo delante suyo, de forma tal que, con benevolencia sin dudas, pero un poco

22
Yves Bonnefoy, L’hésitation d’Hamlet et la décision de Shakespeare, Paris, Seuil, 2015,
p. 45.

17
inflexible y solemne, cada uno pudiera encontrarla. Hablaba ese jueves de
historia, y más precisamente de la historia de los poderes en la Edad Media, que
describía, como hacen los campesinos y constructores, como “cimientos”,
“armadura”, “distribución”. Enraizaba en el suelo las relaciones sociales del
señorío, que definió como “este nudo de poderes enraizados en el suelo
campesino, y ajustado a las estrecheces de una civilización completamente rural,
en donde nadie podía dirigir de lejos” 23.
Y de ese día recuerdo una frase que pronunció: “En la cultura de la que les
hablo, las expresiones más vigorosas de lo que nosotros llamamos política
constituían gestos manuales: tomar, dejar, tener. El hijo se sentía ‘a mano’ de su
padre, la esposa ‘a mano’ de su marido y la mano de Dios se tendía hacia los
delegados de su poder”24. La recuerdo ya que me marcó, ya que la marqué, ya
que mucho más tarde, pude confrontar las notas que tomé con aquellas que él
llevaba en ese momento. En aquel entonces exploraba con Jacques Dalarunles
los archivos de George Duby para entender por qué artimaña un poco del grano
de su voz se encontraba, todavía vio, a pesar de la helada, en el “invierno
impecable de los libros”25.
Esto, esta primera vez, ya la conté. Pero poco importa inaugurar: es
necesario que cuente la segunda vez. Era la semana siguiente, es decir el jueves
28 de noviembre de 1985. Volví. Los profesores, en aquella época, eran
anunciados por el Bedel. Puntualmente, el grito se produjo. Pero Duby no llegó.
Se produjo un ligero cuchicheo en el aula. En eso se avanza, finalmente,
titubeante: “Señoras y señores, dijo, estoy consternado, acabo de enterarme de la
muerte de Fernand Braudel”. De hecho, Braudel había muerto la víspera, el 27
de noviembre. Uno tiene veinte años, comienza a contemplar la idea de volverse
un día historiador, y uno se dice: mirá, qué lástima, es un poco tarde. Winter is
coming. 
Por supuesto, no se trata de una gran tragedia shakesperiana —a mi
generación no le tocó vivir nada importante— pero digamos que constituye una
contrariedad. Durante mucho tiempo creí que la filosofía era solo eso: redactar
con gesto adusto la lista de todo lo que no se puede más hacer, decir, pensar,
intentar, esperar. Vivimos confortablemente el tiempo de la descolonización del
imperio braudeliano de las ciencias humanas; si bien no ofrecía libertades, daba,
23
Georges Duby, Des sociétés médiévales, Paris, Gallimard, 1971 (retomado en Pierre
Toubert et Michel Zinkdir.,Moyen Âge et Renaissance au Collège de France, op. cit., p. 477-
489 : p. 483).
24
La frase se encuentra en Georges Duby, Le Moyen Âge, 987-1460, Paris, Hachette, 1987,
p. 11 como resultado de un trayecto reconstituido en Patrick Boucheron, « La lettre et la
voix : aperçus sur le destin littéraire des cours de Georges Duby au Collège de France, à
travers le témoignage des manuscrits conservés à l’IMEC », Le Moyen Âge, CXV, 3-4, 2009,
p. 487-528 : p. 488.
25
Pierre Michon, Cuarta cubierta de Mythologies d’hiver, Lagrasse, Verdier, 1997 : « Que las
cosas del verano, el amor, la fe y el ardor se hielen para terminar en el invierno impecable de
los libros ».

18
por lo menos, algunas facilidades. Pero también hubo una época de grandes
escrúpulos. Se nos imponían por razones necesarias y honorables. No olvidemos
el golpe de viento frío que sacudió la inventiva de la trama de los historiadores
por la llamada al orden de lo real que exigía la respuesta al desafío negacionista.
Sería muy imprudente no entender que todavía existen razones, que nos
exigen ciertamente pero que también nos imponen algo más. Exigen que uno se
dé los medios, todos los medios, incluso los literarios, para reorientar las
ciencias sociales hacia el público, abandonando sin mucho pesar la letra muerta
en la cual se empantanan.
Tenemos que trabajar colectivamente para reasegurar científicamente el
régimen de verdad de la disciplina histórica. Me atrevo a pronunciar la palabra
científico en este lugar tan singular como es el Collège de France, en donde
encontramos, simultáneamente, y desde hace mucho tiempo, textos antiguos y
objetos modernos, los primeros obligándonos a leerlos lentamente, los segundos
precipitando nuestro deseo de responder lo más rápido posible a las urgencias
del presente. Para que los primeros se acomoden con los segundos, conviene
reconciliar, en un nuevo realismo metodológico, la erudición y la imaginación.
La erudición, ya que constituye esta forma de deferencia al saber que permite
enfrentar la empresa perniciosa de todo poder injusto, poder que consiste en
liquidar lo real en nombre de las realidades. La imaginación, ya que ella es una
forma de hospitalidad y nos permite recibir lo que, en el sentimiento de esta
época presente, agudiza un apetito de alteridad.
Si esto es la historia, si puede esto, entonces, no es todavía demasiado tarde.
Y ¿por qué tomarse el trabajo de enseñar si no, precisamente, para convencer a
los más jóvenes que nunca llegaron demasiado tarde? Tuve la suerte de tener
esos maestros enérgicos y benevolentes, voces fuertes y claras, irresistiblemente
estimulantes, que hacían de la historia una ciencia alegre y justa. Quiero decir
sus nombres porque uno se encuentra acá, Jean-Louis Bidet y el otro nos quitó,
Yvon Thébert.
Pero no puedo pronunciar el nombre de todos ellos, ya que son
demasiados y muy queridos los que, aquí o allá, en Fontenay-Saint-Cloud y en
París 1 —estos dos lugares en donde Daniel Roche, al que le envío un saludo
lleno de reconocimiento y afecto, nos precedió— en Italia o en les Corbières,
todos ellos colegas, alumnos y estudiantes, amigos, lectores, compañeros, fueron
maestros de paso.
Si me permití evocar antes ustedes un recuerdo de juventud, no es solamente
porque creo que somos esencialmente lo que decidimos a los veinte años. Es
porque pienso que uno es, como profesor —y quiero continuar siendo lo que
decidí ser a los veinte años— un docente agradecido a la juventud. La nuestra, la
suya la de ellos: es ella la que nos obliga. Por ella, tenemos que responder a los
desafíos del presente. Es por ello que, si me piden elegir entre ser desmentido en
un futuro o útil en la actualidad, prefiero no ser inútil. Pero al mismo tiempo,

19
espero tener el coraje de decepcionar a los impacientes, encontrando esta
“dulzura inflexible” de la que hablaba Nietzsche para “quedarse a un lado, tomar
su tiempo, volverse silencioso, volverse lento” y volverse de esta manera
insoportable para este tiempo de velocidad y precipitación “que quiere
enseguida ‘terminar’ con todo” 26. Para ello, sé que cuento con todos los que
amo, mis padres y mis allegados, mis hijos y aquella cuya inflexible dulzura,
diariamente, me encanta y me abraza.
Necesitamos de la historia porque nos hace falta descanso. Parar para
descansar la conciencia, para que permanezca la posibilidad de una conciencia.
No solamente el lugar de un pensamiento, sino de una razón práctica que dé la
libertad para actuar. Salvar el pasado, salvar el tiempo del frenesí del presente:
los poetas se dedican a ello con exactitud. Para ello, es necesario trabajar para
debilitarse, deshacerse, volver inoperante esta puesta en peligro de la
temporalidad que arrasa con la experiencia y desprecia la infancia. Sorprender a
la catástrofe, decía Víctor Hugo, o de acuerdo a Walter Benjamín, poner todo el
cuerpo a través de esta catástrofe que no termina de llegar, que es de
continuación más que de repentina ruptura.
Es por ello que esta historia no tiene, por definición, ni comienzo ni fin. Es
necesario, sin cansarse ni desfallecer, oponer un rechazo de fondo a todos los
que esperan de los historiadores que les confirmen sus certezas, cultivando
tranquilamente el jardincito de las continuidades. El cumplimiento del sueño de
los orígenes es el fin de la historia y se llega de esta manera a lo que era, o debía
ser, desde los comienzos, esos que nunca tuvieron lugar en ningún lado sino en
el sueño mortífero de quienes quieren detener su curso.
Ya que la historia, como sabemos, tiene vida larga. Por ello, en el mismo
gesto, tenemos que reivindicar una historia sin fin —porque está siempre abierta
a lo que la desborda y la transporta— y sin fines. Una historia que podríamos
atravesar de un lado hacia el otro, libremente, alegremente, visitarla en todos sus
lugares posibles, desear, como un cuerpo que se ofrece a las caricias, para así sí,
permanecer en movimiento.
En febrero de 1967 Michel Foucault partía para Túnez, escapando del ruido
mediático posterior a la publicación de Las palabras y las cosas. Se instaló en
Sidi Bou Saïd, frente al mar. Escribía su conferencia sobre “espacios otros”,
buscaba una nueva estilización de su existencia, intentaba alcanzar su destino
griego. Estaba frente al mar. Leía La revolución permanente de León Trotski,
pero también leía El Mediterráneo de Fernand Braudel, y cada vez más libros de
historiadores. Entonces, en una carta exclama : “La historia, resultó
prodigiosamente divertida. Uno está menos en soledad y mantiene su libertad” 27.

26
Friedrich Nietzsche, Aurore. Pensées sur les préjugés moraux (« Avant-propos »), éd.
Giorgio Colli et MazzinoMontinari, trad. Julien Hervier, Paris, Gallimard, 1970, p. 20-21.
27
Lettre à Daniel Defert, février 1967, citée dans Michel Foucault, Œuvres, Paris, Gallimard
(“Pléiade”), 2015, vol. 1, p. LII (« Chronologie »).

20
Recuerdo por qué elegí enseñar historia: porque repentinamente entendí que
era prodigiosamente divertido.
Recuerdo, por el contrario, lo largo y difícil que me resultó entender que
podía también desplegarse como un arte del pensamiento.
Recuerdo la soledad, y la manera de abandonarla, el deseo de agruparse y
disiparse.
Recuerdo que hubo tiempos felices en los que el Mediterráneo se cruzó de
ambos lados, y otros, más sombríos, en donde se transformó en una tumba.
Y entonces, cuando uno está frente al mar, ya no se ve lo mismo. “Intentar,
quejarse, persistir”: aquí estamos. Ciertamente hay algo que debemos intentar.
¿Cómo resignarse a un mundo sin sorpresas, a una historia en la que nada puede
aparecer en el horizonte, sino la amenaza de la continuidad? Lo que ocurra,
nadie lo sabe. Pero todos entendemos que para percibirlo y recibirlo habrá que
estar calmo, cambiante y exageradamente libre.

Patrick Boucheron
17 de diciembre de 2015

21

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