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ARENDT.

Entre el pasado y el futuro


Introducción
“nuestra herencia nos fue entregada sin testamento alguno”- éste es quizás el más extraño de
todos los aforismos extrañamente abruptos por medio de los cuales René Char, escritor y poeta
francés, resumió el sentido de lo que cuatro años en la résistance habían llegado a significar
para una generación entera de escritores y hombres de letras europeos.
Lo que Char había entrevisto, claramente anticipado, mientras la lucha real todavía continuaba
–“Si sobrevivo, sé que tendré que romper con la fragancia de estos años esenciales, rechazar
en silencio (no reprimir) mi tesoro”- sucedió. Perdieron su tesoro.
¿En qué consistía dicho tesoro? ….fueron visitados por primera vez en sus vidas por una
aparición de la libertad, ciertamente no porque lucharan contra la tiranía o cosas peores que la
tiranía…sino porque llegaron a ser “desafiantes”, tomaron la iniciativa por sí mismos y por
consiguiente, sin saberlo ni darse cuenta, comenzaron a crear ese espacio público cabe ellos
mismos en que la libertad es posible que aparezca.
Los hombres de la Resistencia Europea no fueron ni los primeros ni los últimos en perder su
tesoro.
La historia de las revoluciones …podría contarse en forma de parábola como la saga de un
tesoro inmemorial que, bajo las más variadas condiciones, aparece abrupta, inesperadamente, y
desaparece de nuevo en condiciones diferentes y misteriosas, como si se tratara de un hechizo
de Morgana. Existen por cierto razones para creer que el tesoro jamás fue una realidad sino un
espejismo. …el siglo XVIII poseía a ambos lados del Atlántico un nombre para dicho tesoro…
El nombre en América era “felicidad pública”, que, con sus acentos en la “virtud” y la “gloria”,
apenas si entendemos mejor que su contrapartida francesa, la “libertad pública”; la dificultad
para nosotros radica en que en ambos casos el énfasis estaba puesto en lo “público”.
…es la innombrabilidad del tesoro perdido a lo que el poeta alude cuando dice que nuestra
herencia nos fue entregada sin testamento alguno…Sin testamento, o para aclarar la metáfora,
sin tradición –que selecciona y nombra, que entrega y preserva, que señala dónde se encuentran
los tesoros y cuál sea su valor- parece no haber continuidad alguna de la voluntad en el tiempo y
de allí, hablando humanamente, tampoco pasado ni futuro, solamente el cambio sempiterno del
mundo y el ciclo biológico de las criaturas vivientes en él. Así, el tesoro se perdió no a causa de
circunstancias históricas y la adversidad de la realidad sino porque ninguna tradición había
entrevisto su aparición o su realidad, porque ningún testamento lo había asignado a un futuro.
La pérdida, en todo caso, inevitable quizás en términos de realidad política, se consumó por
medio del olvido.
…los primeros que fallaron al recordar cómo era dicho tesoro fueron precisamente aquellos que
lo poseyeron y lo descubrieron tan extraño que no supieron siquiera cómo llamarlo.
...el “nuestra herencia nos fue entregada sin testamento alguno” de Char suena como una
variación del “Desde que el pasado ha dejado de arrojar su luz sobre el futuro, el espíritu del
hombre yerra en la oscuridad” de Tocqueville.
Si uno tuviese que escribir la historia intelectual de nuestro siglo, no en la forma de sucesivas
generaciones, en que el historiador debe ser literalmente fiel a la secuencia de teorías y
actitudes, sino en la forma de la biografía de una sola persona…en forma clara se mostraría que
el espíritu de tal persona se habría visto forzado a realizar un giro completo no una sino dos
veces: primero al escapar del pensamiento en dirección a la acción, y luego otra vez cuando la
acción, o más bien el haber actuado, lo compeliesen de vuelta a pensar. De momento tendrá
alguna importancia señalar que el llamado a pensar surgió en el singular período “inter-medio”
que de tanto en tanto se introduce en un tiempo histórico en que no solo los historiadores más
recientes sino también los actores y testigos, los vivientes mismos, llegan a ser conscientes de
un intervalo en el tiempo que yace completamente determinado por las cosas que ya no son más
y por las que todavía no son. En historia, estos intervalos han mostrado más de una vez que
ellos pueden contener el momento de la verdad.
[Con relación a Kafka] El relato, en su más completa simplicidad y brevedad, registra un
fenómeno mental, algo que podríamos llamar un evento-del-pensar.
Lo primero a resaltar es que no solamente el futuro –“la ola del futuro”- sino también el pasado
es visto como fuerza, y no, como casi en todas nuestras metáforas, como una carga que el
hombre debe portar y de cuyo peso muerto los vivientes pueden o incluso deben liberarse en su
marcha hacia el futuro. En palabras de Faulkner, “el pasado nunca muere, incluso no es
pasado”. Este pasado, además, abarcando el camino entero de retorno al origen, no tira hacia
atrás sino que empuja hacia adelante, y es, contrariamente a lo que uno podría esperar, el futuro
quien nos conduce hacia el pasado. Visto desde la perspectiva del hombre, que vive siempre en
el intervalo entre el pasado y el futuro, el tiempo no es un continuo, una corriente de sucesión
ininterrumpida; está partido por el medio, en el punto en que “él” se encuentra; y “su” punto de
encuentro no es el presente como normalmente lo entendemos, sino más bien un resquicio en el
tiempo que “su” lucha permanente, “su” mantener posición contra el pasado y el futuro,
conserva en el ser.
Sin distorsionar el sentido kafkiano, creo que uno puede ir un paso más allá. Kafka describe
cómo la inserción del hombre desintegra la corriente unidireccional del tiempo pero, de manera
bastante extraña, no cambia la imagen tradicional según la cual pensamos en el tiempo como
moviéndose en una línea recta.
El resquicio en que “él” se yergue no es, al menos potencialmente, simple intervalo, sino que se
asemeja a lo que los físicos llaman un paralelogramo de fuerzas.
Idealmente, la acción de las dos fuerzas que forman el paralelogramo de fuerzas en que el “él”
de Kafka ha encontrado su campo de batalla, debería resultar en una tercera fuerza, la diagonal
resultante cuyo origen sería el punto en que las fuerzas chocan y sobre el cual actúan. Esta
fuerza diagonal diferiría en un aspecto respecto de las dos fuerzas de las que resulta. Las dos
fuerzas antagonistas son ambas ilimitadas en cuanto a sus orígenes, la una procediendo desde un
pasado infinito, la otra desde un futuro infinito; pero aunque no poseen un origen conocido,
tienen un fin terminante, el punto en que chocan. La fuerza diagonal, por el contrario, sería
limitada en cuanto a su origen, siendo su punto de partida el choque de las fuerzas antagonistas,
pero sería infinita con respecto a su fin en virtud de haber resultado de la acción concertada de
dos fuerzas cuyo origen es infinito. Esta fuerza diagonal, cuyo origen es conocido, cuya
dirección está determinada por el pasado y el futuro, pero cuyo fin eventual yace en el infinito,
es la metáfora perfecta para la actividad del pensar.
Aplicadas al tiempo histórico o biográfico, posiblemente ninguna de estas metáforas pueda tener
sentido porque los resquicios en el tiempo allí no acontecen.
Este pequeño sin-espacio-tiempo en el corazón mismo del tiempo, a diferencia del mundo y la
cultura en que nacemos, solo puede ser señalado, pero no puede ser heredado ni entregado desde
el pasado; cada nueva generación, por cierto cada nuevo ser humano en tanto él mismo se
inserta entre un pasado infinito y un futuro infinito, debe descubrirlo y de nuevo apisonarlo con
paciencia.
El problema, sin embargo, es que parecemos no estar equipados ni preparados para esta
actividad del pensar, para establecernos en el resquicio entre el pasado y el futuro.
Cuando el hilo de la tradición finalmente se quebró, el resquicio entre el pasado y el futuro dejó
de ser una condición peculiar solo para la actividad del pensar y restringida en tanto experiencia
a aquellos pocos que hacían del pensar su primera ocupación. Llegó a ser una realidad palpable
y una perplejidad para todos; es decir, llegó a ser un hecho de relevancia política.
Esta experiencia es una experiencia en el pensar –puesto que, como vimos, toda la parábola
concierne a un fenómeno espiritual- y puede ganarse, como toda experiencia en el hacer algo,
solo a través de la práctica, por medio de ejercicios.
CAPÍTULO I: TRADICIÓN Y EDAD MODERNA
I
Nuestra tradición de pensamiento político tuvo su principio definitivo en las enseñanzas de
Platón y Aristóteles. Yo creo que llegó a su no menos definitivo final en las teorías de Karl
Marx.
La filosofía política entraña necesariamente la actitud del filósofo hacia la política; su tradición
comenzó con el apartamiento del filósofo respecto de la política y su posterior retorno con el fin
de imponer sus estándares en los asuntos humanos. El final sobrevino
cuando un filósofo volvió la espalda a la filosofía para “llevarla a su cumplimiento” en la
política. Tal fue el intento de Marx, expresado en primer lugar en su decisión (filosófica en sí
misma) de abjurar de la filosofía, y en segundo lugar en su intención de “cambiar el mundo” y
por consiguiente los espíritus filosofantes, la “conciencia” de los hombres.
Solo el principio y el fin son, por decirlo de alguna manera, puros o de un único tono; y por ello,
la cuerda fundamental jamás impresiona a sus oyentes con más fuerza y con más belleza que
cuando arroja al mundo su armónico sonido por vez primera, y nunca suena tan irritante y
chirriante como cuando sigue oyéndose en un mundo con cuyos sonidos –y pensamiento no
puede armonizar.
En la filosofía de Marx, que no invirtió tanto a Hegel como a la jerarquía tradicional de
pensamiento y acción, de contemplación y trabajo56, y de filosofía y política, el principio
forjado por Platón y Aristóteles prueba su vitalidad al conducir a Marx hacia afirmaciones
flagrantemente contradictorias, principalmente en sus enseñanzas llamadas por lo general
utópicas.
La propia actitud de Marx hacia la tradición de pensamiento político fue de rebelión consciente.
En una actitud cuestionadora y paradójica encuadró de ese modo ciertas proposiciones claves
que, al contener su filosofía política, subyacían y trascendían la parte estrictamente científica de
su obra.
La filosofía pudo haber prescripto ciertas reglas para la acción, pero ningún gran filósofo tomó
esto alguna vez como su preocupación más importante. Esencialmente, la filosofía desde Platón
hasta Hegel no ha sido “de este mundo”.
El cuestionamiento a la tradición, esta vez no meramente implícito, sino directamente expresado
en la proposición de Marx, yace en la predicción de que el mundo de los asuntos humanos
comunes, en el cual nos manejamos y pensamos en términos de sentido común, será un día
idéntico a aquel reino de las ideas donde se mueve el filósofo, o que la filosofía, que siempre ha
sido “para pocos”, algún día será la realidad del sentido común para todos.
En Marx, como en el caso de otros grandes autores del último siglo, semejante actitud
juguetona, desafiante y paradojal oculta la perplejidad de tener que tratar con nuevos fenómenos
en términos de una tradición antigua de pensamiento fuera de cuya estructura conceptual ningún
pensamiento parece en absoluto posible.
El fin de la tradición no significa necesariamente que los conceptos tradicionales hayan perdido
su poder sobre la mente de los hombres.
Ésta brotó del caos de masivas perplejidades en la escena política, y de las opiniones masivas en
la esfera espiritual que los movimientos totalitarios cristalizaron en una nueva forma de
gobierno y dominación a través del terror y la ideología. La dominación totalitaria como hecho
establecido, que no puede ser comprendido por medio de categorías habituales del pensamiento
político dada su ausencia de precedentes, y cuyos “crímenes” no pueden ser juzgados por
parámetros morales tradicionales ni castigados dentro del marco legal de nuestra civilización, ha
roto la continuidad de la historia occidental. La ruptura de nuestra tradición es ahora un hecho
consumado.
Sostener que los pensadores de la Modernidad, especialmente los que se rebelaron en el siglo
XIX contra la tradición, han sido los responsables de la estructura y las condiciones del siglo
veinte es todavía más peligroso que injusto. Las consecuencias que aparecen en el evento real
de la dominación totalitaria van mucho más allá de las ideas más radicales y arriesgadas de
cualquiera de estos pensadores. Su grandeza yace en el hecho de que percibieron su mundo
invadido por nuevos problemas y perplejidades que nuestra tradición de pensamiento no era
capaz de abordar con éxito.
Lo que los aterraba de la oscuridad era su silencio, no la ruptura de la tradición. Esta ruptura,
cuando realmente ocurrió, despejó la oscuridad.
La rebelión contra la tradición en el siglo diecinueve permaneció estrictamente dentro de la
estructura de la tradición. Kierkegaard, Marx y Nietzsche se ubican al final de la tradición, justo
antes de la ruptura. Su predecesor inmediato fue Hegel.
Las distorsiones destructivas de la tradición fueron causadas, todas, por hombres que habían
experimentado algo nuevo, algo que intentaron superar y resolver casi instantáneamente dentro
de algo viejo.

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