Está en la página 1de 4

 Inicio

 2023

 Junio

 06

 Decir que no
Decir que no
Martes, 06/Jun/2023 Clara Serra El País
En una entrevista en la revista francesa Vacarme, Judith Butler hablaba
sobre el acoso sexual y se remontaba a las disputas feministas
norteamericanas conocidas como las Sex Wars. Lo hacía para recordar que
el corazó n de aquella profunda escisió n no fue la famosa cuestió n de la
pornografía, sino un asunto má s estructural: el problema del
consentimiento. El punto de partida fue el libro Sexual harassment of
working women (1979), donde Catherine MacKinnon problematizaba la
capacidad de las mujeres trabajadoras para decir no a las insinuaciones
sexuales de hombres en posiciones de poder. La autora quería poner sobre
la mesa el hecho de que, en contextos laborales, las mujeres que
rechazaban invitaciones sexuales por parte de sus jefes se exponían a
represalias y que, por lo tanto, su capacidad para consentir quedaba en
entredicho. Hasta este punto, como dice Butler, todas las feministas
podríamos estar de acuerdo. La existencia de fuertes jerarquías en á mbitos
de poder institucional —en el trabajo, en la universidad, en el ejército,
etcétera.— deben tenerse en cuenta a la hora de pensar el acoso sexual. A
partir de aquí, la conclusió n podría ser que incorporar una mirada
feminista implica contextualizar la sexualidad y que en determinados
contextos a veces no es posible decir que no. Esto es lo que fue incapaz de
ver uno de los jueces de la primera sentencia de La Manada, que emitió un
voto particular basado en la inexistencia de ninguna situació n intimidatoria
o ningú n abuso del poder. Contrariamente, el Tribunal Supremo
argumentó , correctamente, que “en el contexto que se describe en los
hechos probados, el silencio de la víctima, solo se puede interpretar como
una negativa”. Frente a las cegueras de los prejuicios machistas, el
feminismo reivindica una justicia que sepa, simplemente, juzgar bien.
¿Dó nde está n entonces esos grandes desacuerdos feministas? Judith
Butler los explica recordando que MacKinnon “pronto añ adió a su
argumento inicial que los hombres tienen el poder y que las mujeres no lo
tienen; y que el acoso sexual es un modelo, un paradigma que permite
pensar las relaciones sexuales heterosexuales como tales. En alianza con
Andrea Dworking, MacKinnon llega a describir a los hombres como si
siempre estuvieran en la posició n dominante. Esta evolució n —dice Butler
— fue un error trágico. La estructura del acoso sexual dejaba de ser
concebida como una contingencia determinada por un contexto
institucional: se generalizó hasta el punto de manifestar una estructura
social en la que los hombres dominan y las mujeres son dominadas. Por
tanto, las mujeres eran siempre víctimas de chantaje, se encontraban
siempre en un ambiente hostil. Peor todavía, el mundo mismo era un
ambiente hostil y el chantaje era simplemente el modus operandi de la
heterosexualidad” (Judith Butler, Una ética de la sexualidad, 2003).
Convertir el acoso sexual en la ló gica misma de la sexualidad llevó al
feminismo de la dominació n a considerar el sexo como un terreno
inevitablemente peligroso para las mujeres. Y bajo las premisas de un
enorme sistema de abuso de poder generalizado, ese feminismo generalizó
también nuestra minoría de edad sexual. Por mucho que las mujeres
aceptaran pactos sexuales —el trabajo sexual, la pornografía o las
relaciones sadomasoquistas—, esos síes eran invá lidos porque las
condiciones para consentir está n ya siempre de antemano invalidadas. Una
parte del feminismo norteamericano, la que criticó la prohibició n del
porno, se opuso a lo que consideró una indefendible limitació n de nuestra
agencia sexual que solo podía desembocar en políticas penales
paternalistas. Pero las tesis de MacKinnon encontraron una receptiva
acogida en una sociedad americana puritana altamente temerosa del sexo.
Las activistas organizadas alrededor de WAP (Women Against
Pornography) trabaron productivas alianzas con el moralismo conservador
de la derecha norteamericana de Ronald Reagan y, desde un potente
altavoz social, pudieron aprobar leyes prohibicionistas vigentes a día de
hoy.
Secuestrado por los esló ganes fá ciles y las guerras partidistas, el
problema del consentimiento está quedando obturado en el debate
españ ol. El relato simpló n es que el consentimiento —supuestamente
obvio, unívoco y claro— tiene como ú nico obstá culo unos jueces machistas
que se niegan a incorporarlo a la ley. El problema de fondo es
completamente otro: las dificultades que implica legislar sobre esta materia
tienen que ver con un problema prejurídico, un debate político que es
incluso interno al feminismo y que dibuja dos maneras muy distintas de
entender la cuestió n. La pregunta es si el derecho tiene que proceder como
si la coacció n sexual fuera un caso o una regla, como si el sexo fuera a veces
peligroso o como si lo fuera per se, como si decir que no fuera imposible en
ocasiones o como si no fuera posible nunca, como si el silencio significara a
veces una negativa —”en ese contexto” decía la sentencia del Supremo— o
como si lo significara siempre.
Bajo el poderoso influjo cultural de EEUU —pensemos, por ejemplo,
en la expansió n mundial del #MeToo—, la sociedad españ ola lleva tiempo
importando los discursos mainstream norteamericanos y asumiendo sus
marcos dominantes. Los ú ltimos añ os los perió dicos y las televisiones de
nuestro país se han llenado de casos en los que la capacidad de las mujeres
para consentir una relació n sexual —bien por ser menores de edad, por
estar inconscientes, por estar en un portal amenazante— se veía
completamente anulada o seriamente comprometida. Esos ejemplos han
entrado en escena colonizando nuestro imaginario sexual, pasando de
ocupar el lugar de la excepció n al del paradigma. Estamos pensando el
conjunto de la sexualidad desde dentro del portal de La Manada. Y esta
americanizació n del sexo, esta expansió n ilimitada del argumento de la
desigualdad, solo puede llevarnos a donde llevó a MacKinnon.
Recientemente, algunos cargos académicos de universidades catalanas
reivindicaban la normativa yankee y planteaban directamente la
prohibició n de las relaciones entre profesores y alumnos.
Hay otra manera de pensar el sexo y, por consiguiente, de pensar el
consentimiento. Una por la que llegaríamos a la conclusió n de que, en
general, el derecho debe proceder como si, en ausencia de coacciones y
amenazas, las mujeres sí podemos y sabemos decir que no —de hecho lo
decimos—. Una en la que el derecho debe poder reconocer los contextos de
peligro e intimidació n que anulan nuestra voluntad, pero pensá ndolos
como caso, no como regla. Solo así podemos asumir eso que algunas no
estamos dispuestas a dar por perdido: que tanto nuestros noes como
nuestros síes son vá lidos y que, por tanto, deben ser respetados tanto por
los hombres como por el Estado.
Si vamos a incorporar cada vez má s los discursos del peligro, entonces
tengamos clara la advertencia de Butler: se empieza poniendo en cuestió n
la capacidad de las mujeres para decir que “no” má s allá de ciertos
contextos y se acaba asumiendo que el consentimiento es falso cuando las
mujeres dicen que sí. Los discursos actuales del consentimiento está n
negando justamente este problema. Y lo hacen sosteniendo una paradoja:
desde una confianza ilimitada en el lenguaje, un híper contractualismo
feroz y un fetichismo de la afirmació n —que ya hemos comentado en
anteriores textos— presuponen, por una parte, que el sí de las mujeres es
una expresió n libre y auténtica, mientras sostienen, por otra, que en este
mundo peligroso las mujeres no pueden decir que no.
Pero, si no es posible decir que no, ¿por qué iba a ser posible decir que sí
desde la libertad? Conviene recordar que, en efecto, en un contexto de
amenaza, coacció n o intimidació n validar un sí sería legitimar
jurídicamente una cesió n y, por tanto, hacernos decir que sí sería la peor de
todas las trampas. Podemos ponerle muchos apellidos al sí —añ adir que ha
de ser “libre” o que ha de ser “reversible”— pero el problema nos sigue
esperando a la vuelta de la esquina. La veracidad del consentimiento no
depende de que usemos determinadas fó rmulas o incluso determinadas
palabras má gicas. De hecho, el consentimiento que se presta en una boda se
parece bastante en su expresió n a la forma que se le pide hoy al
consentimiento sexual; también es verbal y explícito y, por supuesto,
también es afirmativo, pero eso no quiere decir que las mujeres fueran
precisamente libres por decir un “sí, quiero”. Como explica Geneviève
Fraisse en Del consentimiento, solo podemos considerar que las mujeres
fueron libres de casarse cuando, muchos siglos después, conquistaron el
derecho al divorcio. Lo ú nico que hace libre al sí, lo ú nico que lo hace
reversible, lo que lo distingue de un sí esclavo, es que decir que no sea
posible.
Clara Serra es filó sofa e investigadora en la Universitat de Barcelona.

También podría gustarte